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LA IGLESIA EN LA EDAD MEDIA

 

CAPITULO III

LAS IGLESIAS DE LA EUROPA OCCIDENTAL

 

La Iglesia merovingia y la Iglesia franca (604-888)

La historia de la Iglesia franca desde el 600 hasta la muerte de Pipino (768) se desarrolla en tres períodos. Durante el primero, mientras los reyes merovingios iban perdiendo progresivamente la dirección de su reino, la forma antigua de la vida eclesiástica de la Galia romana desapareció poco a poco y fueron apareciendo, en cambio, nuevos focos de vida religiosa como la abadía de Saint-Denis, cerca de París. El segundo período, durante el cual ejercieron el poder los mayordomos de palacio, vio deshacerse la vida eclesiástica organizada: los obispados y abadías se secularizaron; ya no se celebraron sínodos ni concilios; aunque Carlos Martel, uno de los últimos y más notables mayordomos de palacio, se granjeó el agradecimiento de la Iglesia por salvar la cristiandad occidental, fue también uno de los principales saqueadores de abadías y obispados, pues tuvo que proveer y recompensar a los que habían combatido para defender la cristiandad contra los invasores. En el curso del tercer período, bajo Carlomán y Pipino, se manifestaron claramente una auténtica renovación de la disciplina y una decidida voluntad de reforma. Pipino fue el verdadero fundador del reino franco. Fue el primero que propuso los objetivos, ideales y métodos de gobierno, que su hijo Carlos llevó a feliz término.

De este modo, al acabar esta época de transición, que se sitúa entre los últimos años del Imperio Romano y el apogeo de la monarquía franca, la Iglesia de la Galia fue cambiando de situación lentamente. Al principio no fue más que una prolongación del cristianismo romano a lo largo de vías y ríos de la Galia meridional. Se convirtió en una Iglesia regional y luego territorial (Landeskirche) cuyo gobierno estaba directamente asegurado por el rey. Durante los siglos precedentes, la organización y administración de la Iglesia Occidental habían dependido de los obispos que residían en las «ciudades» o grandes poblaciones. Estos obispos disponían de las riquezas y del clero de su diócesis, como también de los considerables dominios que pertenecían a sus iglesias. A medida que se debilitó el poder central fueron apareciendo los obispos como la única fuente de autoridad; disponían de fondos y conservaban una sólida posición. Colmaron naturalmente el vacío dejado por la autoridad civil y llegaron a ser los verdaderos dirigentes del país. Continuaron desempeñando este papel con los primeros reyes merovingios, que no podían disponer ni de los recursos normales ni de la organización administrativa propia de una sociedad civilizada. Casi durante un siglo hubo un tipo de obispos bien definido, procedentes en general de familias cultas y ricas del Bajo Imperio, que asumieron con éxito su doble función. Gobernaban las «ciudades», administraban justicia y remediaban las calamidades públicas. Hacia el año 700, la Iglesia poseía al menos la cuarta parte de las tierras cultivadas. Los obispos formaban una categoría de hombres competentes, eran designados por el rey y vivían en armonía con los ministros. No se hacía ninguna distinción política ni social entre obispos francos y romanos. En el pasado habían existido estrechas relaciones entre Roma y las Iglesias de la Galia meridional. Arlés había sido la sede de un vicariato pontificio. El vicario residencial se transformó en legado ocasional, y los sínodos provinciales, bajo la autoridad del metropolitano, cayeron en desuso. Sin embargo, Roma conservaba aún cierto prestigio: era la suprema autoridad en materia de doctrina y de principios. A nivel local se seguían fundando iglesias a medida que se extendía la influencia cristiana, partiendo de los ejes de carreteras y ríos hacia las zonas rurales. En las viejas «ciudades» sólo existía al principio un centro religioso: la iglesia episcopal, que estaba unida a la residencia del obispo y que en ciertos dialectos latinos y germánicos toma su nombre (Dom, duomo) de este vínculo. Los otros lugares de asamblea religiosa, como las basílicas situadas junto a las tumbas de santos o las capillas de cementerio, estaban todos bajo la autoridad directa del obispo. Este tenía la inmediata dirección de los sacerdotes de las iglesias cercanas, implantadas partiendo de la sede episcopal. Además, se iba desarrollando lentamente lo que más tarde sería el sistema parroquial, aunque en los dominios y pueblos alejados de las ciudades antiguas la iglesia privada siguió siendo lo normal. El sacerdote y el culto se sostenían con las oblaciones de pan y de vino, las ofrendas de Pascua y otras fiestas, así como con el diezmo a partir del siglo viii. Cuando la iglesia privada llegó a ser la regla general y el señor se apoderó de la mayor parte de las rentas, los concilios reiteraron la orden de proveer al sacerdote de una casa y de una parcela de terreno. El sacerdote, sobre todo en las regiones rurales, solía pertenecer a una familia humilde y era designado por el señor del país. Desde fines del siglo VII la Galia era en gran parte cristiana, pero no en su totalidad. Constituían la excepción vastas zonas de landas, cenagales y bosques. Los anchos campos de Bretaña estaban ocupados por inmigrantes celtas que tenían costumbres peculiares. La vida religiosa debió de ser elemental, de gran sencillez, excepto en algunas iglesias de grandes ciudades y de monasterios. El sacerdote estaba encargado de una iglesia privada durante toda su vida; sólo se le exigían unos conocimientos mínimos: quizá le bastasen el Símbolo de los Apóstoles y el de Nicea, algunas oraciones, los mandamientos y las reglas del ayuno, la legislación sobre el matrimonio y el incesto. Sus atribuciones consistían en bautizar y decir la misa los domingos y fiestas. En esta época los esposos no estaban aún obligados a que su matrimonio fuera bendecido por un sacerdote, aunque tal era sin duda la práctica corriente. Quizá el sacerdote sólo se relacionase con la autoridad superior con ocasión del sínodo anual, que se celebraba en la catedral durante la Semana Santa; allí se proveía de los santos óleos para un año. Las visitas episcopales debieron de ser escasas e incluso desconocidas. Un verdadero paganismo persistió, sin duda, aquí y allá bastante tiempo; en forma más extendida y durable, subsistieron ciertas ceremonias supersticiosas, como la hechicería heredada del pasado celta o romano. En esta época, todo obispo consciente consagraba parte de su vida a la predicación apostólica; aunque, según la tradición y el derecho canónico, sólo él tenía el derecho y el deber de explicar los artículos de la fe, hubo abades y sacerdotes celosos que evangelizaron a los habitantes de regiones lejanas y no civilizadas.

El nivel de la civilización fue bajando poco a poco. La vigilancia tradicionalmente ejercida por Roma se desvaneció. Fue en aumento la desigualdad social. Apareció una nueva aristocracia de guerreros y terratenientes, al mismo tiempo que las capas populares se fundían en una amplia clase de siervos. A la atmósfera apacible del Bajo Imperio, a la adaptación progresiva de los invasores, sucedieron las luchas que los nobles entablaron por el poder. Los obispos actuaron como elementos influyentes y facciosos. En muchos casos compraron su nombramiento y se adueñaron de los monasterios para consolidar su posición. El nivel de la disciplina decayó. La transformación de los obispos en jefes temporales y la secularización de la propiedad eclesiástica se hicieron frecuentes, sobre todo durante las campañas contra los sarracenos y las otras guerras de Carlos Martel. El período en que éste gobernó efectivamente (719-741) suele considerarse como aquel en que el sistema feudal apareció por vez primera con caracteres bien definidos. Para equipar a un número considerable de jefes y guerreros de a caballo se tuvo que compensar el servicio de las armas con la donación de unas tierras; se introdujo el juramento de fidelidad como elemento de esta transacción. Además, para encontrar con qué recompensar y dotar a los vasallos hubo necesidad de conceder tierras eclesiásticas y monasterios a laicos poderosos; éstos se aprovechaban de las rentas y daban a los monjes lo justo para subsistir, si es que les daban algo. La acumulación y usurpación de abadías fue un hecho corriente entre los obispos de la Galia a mediados del siglo VIII. San Bonifacio podía escribir al papa en 742 que ya no había metropolitanos y que los sínodos eran cosa desconocida. Las iglesias eran propiedad de los laicos.

Los hijos de Carlos Martel llevaron a cabo una restauración parcial de la Iglesia, cuyo principal agente fue Bonifacio. Con la protección de Carlomán reunió Bonifacio una serie de sínodos nacionales en la Galia septentrional y en Renania (722, 744, 745, 747). La institución del arzobispado (título que Bonifacio importó de Inglaterra para sustituir el término tradicional de metropolitano) se restableció, y se hizo obligatoria la celebración de sínodos diocesanos anuales. Bonifacio personalmente era un fervoroso partidario de la supremacía pontificia, pero esta postura no podía molestar al príncipe, aunque el clero sufriera su influjo. Pipino, a quien historiadores modernos han atribuido la iniciativa básica de la reforma «carolingia», no estaba dotado de la habilidad política que caracterizó a su hijo mayor. Sin embargo, dio pruebas de energía y clarividencia en la dirección de los asuntos de la Iglesia y supo ser amigo del papa sin convertirse en su servidor. Reunió importantes sínodos reformadores, como los de Verneuil y Compiégne (755-757); pero eran sínodos celebrados a nivel del reino y no de las provincias. Redujo la parte de la propiedad laica arrendando tierras a las iglesias. Estableció la supremacía de los obispos sobre sus diócesis e instituyó arzobispados.

No fue ésta, sin embargo, más que una reforma fragmentaria y parcial, com­parada con la de Carlomagno. Del 768 al 814, este gran monarca consagró la mayor parte de sus esfuerzos al establecimiento y gobierno de una gran comunidad cristiana. Más tarde analizaremos sus ideas y principios. Aquí estudiamos sus propósitos, su puesta en marcha y su realización. Carlomagno se comportó siempre como guía supremo del Imperio cristiano o más bien de la Iglesia cristiana, como él pretendía con lógica, burlándose orgullosamente de la historia y de la geografía. Para esta tarea utilizó a los eclesiásticos como agentes y consejeros y casi como ministros responsables de un sector particular. Cuando las circunstancias lo exigieron recurrió también al código canónico de Dionisio el Exiguo, aumentado por Adriano I y llamado por este motivo dionysio-hadriana; lo había recibido del papa en el 774. Pero sobre todo trató las cuestiones teóricas y prácticas que se le presentaron como hombre a quien corresponde la decisión, después de haber escuchado el consejo de personas particulares o de los sínodos y concilios. No hacía distinción entre asuntos civiles y religiosos ni en la elección de su personal ni en la elección de los medios de decisión y acción. En las medidas que tomó y en las declaraciones que hizo se comportó como un particular en su vida privada: actuó como cristiano que pone toda su atención en lo que considera que es ley de Dios. Reconoció al papa como fuente primera de la doctrina y de la enseñanza moral y también, aunque con menos firmeza, como árbitro supremo en materia de disciplina. Pudo así lograr la dirección constante y completa de los asuntos eclesiás­ticos, es decir, en los alrededores del 800, de casi toda la cristiandad occidental, exceptuando las Islas Británicas. Nadie antes ni después de él, ni de manera tan constante y dilatada como él, pudo gobernar la Iglesia de los territorios francos y germánicos, dirigirla en el plano teórico y en el práctico, fijar sus objetivos, ejercer sobre ella una autoridad efectiva. No se deben olvidar ciertamente los límites que la debilidad humana impuso a sus actos personales y a los de sus agentes. Señalemos otros factores de imperfección: las deficiencias de organización, las largas distancias, la falta casi total de una burocracia y una administración financiera propias de un país civilizado. Hubo muchas cosas que Carlomagno no pudo comprender ni proyectar. No pudo llevar a cabo una gran parte de lo que proyectó y emprendió. Pero, en general, durante medio siglo de actividad ininterrumpida, defendió y guió la fe cristiana y la moral como él las entendía. El dato siguiente permite medir su éxito o, al menos, el agradecimiento de sus súbditos: durante medio siglo desaparecen las quejas relativas a las calamidades y miserias de la Iglesia, los vicios y los escándalos de la época.

Carlomagno designó a sus obispos, salvo raras excepciones. No existía aún una red completa de provincias eclesiásticas. El emperador tampoco se preocupó de crearla. A veces coexistían en varias localidades el arzobispo investido por el papa y el metropolitano ex officio de sedes como Reims, Bourges y Maguncia. Carlomagno recurrió poco a estas dos autoridades como tribunal de apelación, cosa que les hubiera beneficiado: prefirió utilizarlas como agentes para situar a los obispos. Seguro de sus hombres, los empleó como consejeros y portavoces en los debates sobre la legislación eclesiástica que tenían lugar en las asambleas y concilios, con o sin la participación de elementos laicos. Esta legislación tomó la forma de edictos o «capitulares» que abarcaban con detalle todos los campos de la vida del pueblo cristiano: moral, disciplina, liturgia, economía y enseñanza. Estos textos fueron reunidos y conservados por los contemporáneos. Es cierto que estas leyes se aplicaron de modo imperfecto y transitorio; pero existían. Durante los dos siglos siguientes sirvieron de norma en Occidente para toda tentativa de reforma. Su puesta en práctica y las instituciones embrionarias que establecieron han ejercido su influjo a través de toda la Edad Media y hasta los tiempos modernos. Carlomagno extendió su jurisdicción a los bienes materiales de la Iglesia. Del mismo modo que hizo cumplir la obligación de dar el diezmo al clero, así también proclamó su derecho absoluto sobre la propiedad eclesiástica, y usó de él para crear feudos con los dominios eclesiásticos, favoreciendo con ello el desarrollo del feudalismo. Bajo su gobierno se acrecentó considerablemente la riqueza de la Iglesia, en Francia más que en Alemania. Entre los propietarios más ricos figuraban las abadías francas, aunque el emperador no fue muy inclinado a fundar nuevos centros religiosos.

Carlomagno no limitó su interés al gobierno y a la administración de la Iglesia. Se consideraba custodio de la doctrina y defensor de la fe contra el error. Durante tres grandes controversias, la del culto a las imágenes, la del adopcionismo y la de la procesión del Espíritu Santo, se presentó como el defensor oficial de la fe. Rodeado de sus obispos y consejeros, promulgó la verdad católica tal como él la concebía. Es verdad que, respecto a esas dos controversias, Carlomagno y sus expertos estuvieron mal informados y poco instruidos teológicamente, y que la última palabra la tuvo el papa en las tres cuestiones. Esto no cambia el hecho de que, en sus escritos y en los concilios que reunió, el emperador se comportó como si fuese juez de la ortodoxia. Sin embargo, Roma conservó su independencia y Carlomagno nunca entabló una prueba de fuerza con el papado ni trató de suprimirlo. Por eso, en opinión de los historiadores, carece de sentido aplicar a la política de Carlomagno la calificación de cesaropapismo y compararla con la de los dirigentes totalitarios de otras épocas. Tales etiquetas y comparaciones sólo pueden usarse si de antemano se han comprendido y establecido claramente los hechos y las ideas del período que se estudia. Sea cual fuere el término con que se designe, el control que Carlomagno ejerció sobre la Iglesia iba a crear un precedente y a servir de ejemplo durante toda la Edad Media. Es verdad que en muchos aspectos esta política consistió sencillamente en volver a prácticas ya existentes. Sin embargo, la persona y el talento de Carlomagno, la extensión de su Imperio, la perfección y el éxito relativo de su obra son rasgos que dan a su reinado un esplendor incomparable. Con él, una Iglesia regional se transformó en la Iglesia imperial; durante un corto período, fue un solo individuo quien gobernó la cristiandad occidental; pero, por encima de todo, Carlomagno se convirtió en una figura legendaria, en un mito, quizá el más influyente de la historia de Europa occidental.

Un emperador semejante no podía tener sucesores capaces de continuar su obra. Suponiendo que un príncipe hubiese podido rivalizar con Carlomagno en inteligencia y voluntad, y tener al mismo tiempo talento para la guerra y la paz, no hubiera podido, sin embargo, dominar la inmensa máquina ya desarticulada que el emperador había construido. No existían esas estructuras administrativas y gubernamentales que, en las sociedades civilizadas, pasan a través de las revoluciones y las dictaduras. Ludovico Pío estaba tan desprovisto de carácter como de talento. Con él comenzó la desintegración del Imperio carolingio. Sin embargo, los gustos y capacidades del sucesor de Carlomagno estaban orientados hacia la religión, incluso a la vida monástica. Como veremos después, Ludovico Pío marcó a ambas con su huella. En los otros campos manifestó una piedad enfermiza y autodestructora. En 822 se dejó censurar y someter a penitencia pública por su propio clero a causa del tratamiento brutal (cosa desacostumbrada en él), que hizo sufrir a su sobrino rebelde Bernardo. La dirección de los asuntos eclesiásticos fue asumida por un grupo de obispos que se había formado en los sínodos de Carlomagno. Ellos y sus sucesores gobernaron la Iglesia franca durante los cincuenta años siguientes. Eran hombres cultos, fruto de la enseñanza de Alcuino y sus colegas, sobre todo si se los compara con sus predecesores de cincuenta años antes y con sus sucesores inmediatos. Pronto se contaron entre ellos no sólo controversistas competentes, como Hincmaro, sino también los autores de las falsas Decretales y Capitulares.

Los sucesos políticos que acaecieron después de la penitencia de Ludovico Pío han inducido a los historiadores a desviar su atención de la actividad intelectual desplegada por los obispos dirigentes de esa generación; lo mismo sucede con sus escritos, que realmente desalientan al lector por su prolijidad y no son tampoco apreciados por los conocedores de las obras teológicas más tardías y eruditas. Sin embargo, esta actividad intelectual fue considerable. Quizá sea la mejor prueba de la excelencia técnica de las escuelas establecidas por Alcuino; destruye las fáciles afirmaciones de los que piensan que todo pensamiento constructivo desapareció entre la época de Boecio y la de Berengario. Es verdad que este juicio no suele incluir a Juan Escoto Eriúgena, inmigrante irlandés, extraño y erudito, que en su época fue excepcional por su conocimiento profundo del griego, por su familiaridad con el pensamiento neo-platónico y areopagita y por su ampulosidad dialéctica. Sin embargo, el prestigio de Occidente se manifestó más en los controversistas que se revelaron en las dos grandes querellas teológicas de la época: la referente a la naturaleza de la presencia de Cristo en las especies consagradas, a la que se asocian ante todo los nombres de Pascasio Radberto y Rabano Mauro, y la relativa a la gracia y a la predestinación, entablada por Godescalco, monje singular, desgraciado y malévolo, y continuada por Hincmaro, Juan Escoto, Floro de Lyon y muchos otros. El espíritu de la heterodoxia no era ajeno a estas controversias. Se ex­tinguieron ambas porque las partes litigantes carecían de una técnica teológica que permitiera analizar y definir de nuevo los problemas controvertidos. Tuvieron, sin embargo, gran importancia por sí mismas y como signos precursores. Al principio, y más de lo que suele creerse, los hombres que poseyeron la cultura carolingia demostraron que habían leído bien a los Padres latinos y que eran capaces de comprenderlos en lo esencial. Además, los problemas que plantearon, los de la eucaristía y la gracia, fueron los mismos que más tarde, y en diversas ocasiones, serán fuente de dificultades y discordias. Puede clasificarse a los controversistas en dos categorías: los que siguen a san Agustín hasta el fin y los que ven dificultades en ello y buscan nuevas soluciones. También aquí aparece la doble corriente que se hallará cuatrocientos años después en las escuelas y hasta otros cuatro siglos después, es decir, en la época de la devotio moderna, en las escuelas y conventos de Francia y Países Bajos.

En la efervescencia teológica, eclesiástica y política del período que transcurre entre el tratado de Verdún (843) y la muerte de Carlos el Gordo (888) aparece sin cesar un solo nombre: el de Hincmaro de Reims. Fue quizá el obispo occidental más famoso durante los siglos que separan a los grandes españoles del siglo VII de los alemanes del Imperio de Otón. Procedente de familia noble, educado en la abadía de Saint-Denis, fue primeramente capellán y consejero de Carlos el Calvo. Por favor real fue elegido metropolitano de Reims en el 849, a la edad de cuarenta años. Teólogo competente y canonista experto, pasó sus cuarenta años de episcopado entre innumerables enredos, que se mezclaban y entreveraban unos con otros; tuvo que enfrentarse continuamente con papas, monarcas, teólogos y con sus propios colegas. Sus dificultades comenzaron con su entrada en Reims. Ebbon, su predecesor, depuesto por decreto real y pontificio, procuró continuamente, y con algún éxito, su rehabilitación. Le apoyó en este empeño, durante toda su carrera, un grupo de clérigos («los clérigos de Ebbon»), cuya ordenación había sido declarada inválida por Hincmaro. Este estaba hecho para dominar a causa de su personalidad y de su capacidad intelectual. Durante toda su vida se constituyó en campeón de los derechos del metropolitano. Pero fatalmente, un día u otro, iba a tener que enfrentarse, por una parte, con los sufragáneos, que negaban tales poderes y afirmaban su derecho de apelar a Roma, y por otra, a los papas, que obtenían un beneficio directo de esa doctrina. Fue escritor infatigable, aunque desordenado. Sus tratados sobre la controversia de la predestinación y las diversas apologías que dirigió a Roma revelan capacidades reales, buen criterio, recursos, flexibilidad, habilidad diplomática y política, pero también la alta estima que tenía de sí mismo; este último rasgo hace un poco ridiculas sus continuas desventuras. A nuestro parecer, era inevitable que, después de liquidar el enojoso asunto de los clérigos de Ebbon, tropezase en el plano teórico y en el práctico con su sobrino y homónimo, al que había escogido como sufragáneo en Laón. Nuestro Bossuet del siglo IX era capaz sin duda de muchas torpezas y argucias, pero también podía sacar de la trivialidad a una querella fastidiosa y elevarla a un nivel superior para darle su verdadera significación. Es el único entre sus contemporáneos que, junto con Nicolás I, parece como realmente grande. Ya anciano, mostró hasta en su muerte su sentido de la oportunidad. Huyendo de los escandinavos, que amenazaban con destruir su catedral, murió una semana después del brutal asesinato del papa Juan VIII y apenas unos años antes de la muerte de Carlos el Gordo (888), fecha que señala la disolución del Imperio de Carlomagno.

El siglo que siguió al derrumbamiento del poder real en Francia fue en muchos aspectos el período más desastroso de la historia de la Europa medieval. La autoridad desapareció entre las manos de los duques feudales, de las cortes y de los obispos. Señores laicos sustituyeron a los abades en los monasterios. De esto resultó el empobrecimiento y a veces la desaparición completa de los bienes eclesiásticos, pues los abades comendatarios laicos se apoderaron de la parte de propiedad monástica reservada para la subsistencia de los monjes. A esto se añadió la devastación por los vikingos de algunas de las regiones más fértiles, la destrucción de numerosas abadías, acompañada de la muerte y el destierro de muchos. Entonces se produjo una situación que hizo presagiar el aniquilamiento completo de la vida monástica y de toda disciplina religiosa organizada.

De hecho, la civilización occidental tradicional se salvó en Francia por su flexibilidad y su notable capacidad de reacción. Los vikingos fueron expulsados o, al menos, contenidos en Normandía y otros lugares. Y como los daneses en Inglaterra, los feroces normandos se impregnaron rápidamente de la atmósfera religiosa y política de su nueva patria.

La Iglesia anglosajona del 663 al 1066

Ya hemos presentado un breve resumen de la evangelización de Gran Bretaña. Su punto culminante fue el sínodo de Whitby, en el 663, en el que se reunieron las observancias romanas y las celtas. De esta unidad de principio se pasó rápidamente a una unidad práctica que se generalizó en seguida. En gran parte fue obra de Teodoro de Tarso y Benito Biscop, y comenzó unos años después de Whitby.

En el 668 el arzobispo electo de Canterbury fue enviado a Roma para recibir la consagración episcopal. Allí murió. De acuerdo con la costumbre eclesiástica, la elección de su sucesor correspondía al papa. Vitaliano se decidió por Adriano, erudito monje africano, que a la sazón era abad de un monasterio de Nápoles. Adriano vaciló y propuso que se nombrara en su lugar a Teodoro, sabio monje griego de Cilicia, residente por entonces en Roma, adonde había llegado huyendo de los musulmanes que habían invadido su patria. Teodoro, a su vez, no quiso partir sin Adriano. El papa aceptó esta condición. De este modo, un helenista y teólogo consumado, que contaba ya sesenta y cinco años de edad, fue enviado para organizar una Iglesia compuesta de elementos poco conocidos y muy dispares, la cual en bastantes regiones sólo era aún una provincia misionera. Tal iniciativa era perspicaz aunque atrevida. De hecho, resultó fructuosa y de un alcance que sobrepasó todas las esperanzas. El anciano obispo extranjero dio forma a la Iglesia de Inglaterra y la puso en orden. Ejerció una influencia preponderante instituyendo centros de enseñanza y de estudio que dieron sus frutos en la edad de oro que conoció la generación siguiente.

Teodoro tuvo la suerte de tener a Benito Biscop como segundo compañero en su viaje a Inglaterra. Este northumbriano había fundado un monasterio en Wearmouth (condado de Durham) y había estado varias veces en iglesias y monasterios extranjeros antes de peregrinar a Roma. Aquí se encontraba cuando el papa Vitaliano decidió enviar a Canterbury a Teodoro; fue designado para servir de intérprete al arzobispo. Teodoro dominó rápidamente las tareas de su misión en Inglaterra. Delimitó y repartió las diócesis, reunió sínodos que definieron la doctrina y la disciplina, arregló los litigios que subsistían entre los partidos y los individuos. Entre sus colaboradores hubo gran número de personas de grandeza de ánimo y santidad poco corrientes: Cutberto, anacoreta escocés de Fame Island, reputado por su austeridad y sus éxitos en la predicación evangélica, que fue obispo de Lindisfarne y llegaría a ser el santo patrono de Northumbria; el obispo Wilfrido de Ripon, misionero infatigable, intransigente, elocuente, que murió siendo obispo de York, cuya sede había estado vacante desde Melito; Ceadas, piadoso celta, obispo de Lichfield; Erconvaldo, santo también, para el cual restableció Teodoro la sede episcopal de Londres.

Teodoro desplegó en su Iglesia la misma energía respecto a la enseñanza. Con Adriano, la abadía de San Agustín en Canterbury fue para Inglaterra meridional la escuela donde se enseñaban las letras latinas y griegas; su irradiación intelectual se extendió a través de todo el Wessex, desde Malmesbury, país de Adelelmo, al norte, hasta los monasterios de Devon y los alrededores de Winchester. De allí procedieron Winfrido (Bonifacio) y buen número de sus amigos y auxiliares. Teodoro escribió unos comentarios a la Escritura y un célebre Penitencial. Pero fue en Northumbria donde el arte y los estudios tuvieron mayor esplendor. Allí regresó Benito Biscop después de varios viajes por el continente, en el curso de los cuales se proveyó ampliamente de libros, textos litúrgicos, reliquias y objetos de arte; también llevó consigo albañiles, vidrieros y al chantre romano Juan. Se sirvió de todo esto para edificar y organizar los monasterios de Wearmouth y de Jarrow, en los que pudo establecer una observancia semibenedictina gracias a la liturgia y al canto romanos. Cuando murió, el 690, había establecido en el extremo norte de Inglaterra un monasterio anejo a un convento de monjas y provisto de todos los medios necesarios para el estudio.

A la muerte de Teodoro, ocurrida también en el 690, la Iglesia de Inglaterra gozaba de orden y de paz. Puede, pues, colocarse a este arzobispo entre la larga serie de sucesores distinguidos de san Agustín.

Entre los niños ofrecidos a Dios por sus padres durante el episcopado de Benito Biscop se encontraba Beda. Pasó toda su vida en el monasterio estudiando, enseñando, escribiendo y orando. En una pequeña iglesia de las lejanas costas de Northumbria, entre cristianos de la segunda y tercera generación, Beda llegó a ser el escritor más erudito de Europa occidental. Pronto fue célebre en todo el continente por su trabajo sobre el calendario y sus homilías. Redactó además las vidas de sus predecesores en el monasterio y compuso la historia de la Iglesia de su pueblo. Por su exactitud e interés humano esta obra no tiene igual en la literatura europea de la época.

La Iglesia descrita por Beda está ciertamente muy mal organizada y casi desprovista de jerarquía y de estructuras de gobierno; sin embargo, gracias a la actividad de hombres celosos y enérgicos, fue capaz de llevar el evangelio a todos los puntos del país y de responder a las necesidades esenciales de los fieles. Aunque Beda ofrece testimonios inequívocos de la violencia, la ignorancia y la superstición paganas que subsistían, señala también en el pueblo cristiano signos evidentes de virtud y madurez, numerosos ejemplos de profunda discreción espiritual y de santidad, una práctica cristiana diaria, una recepción regular de los sacramentos, cosas todas que pueden considerarse notables en cualquier período de la historia de la Iglesia. Monjes y monjas, clérigos y laicos, reyes y campesinos, todo el mundo parece haber llevado una vida prudente y sencilla. Beda presenta una galería completa de retratos inolvidables: el obispo Cutberto, el abad Ceolfrido, la abadesa Hilda, los personajes regios e incluso Caedmón, el boyero poeta, y simples ermitaños. En el libro de Beda tenemos sin duda la pintura más completa y atrayente del momento en que un pueblo de campesinos y granjeros, paganos pero sensibles y sinceros, acoge la vida cristiana en su integridad y llega con frecuencia a una santidad heroica. Que no se trata de una creación fantástica nos lo demuestra el tono realista y conminatorio de la carta dirigida por Beda a su discípulo Egberto, obispo de York, en la que se revela un aspecto más sombrío de la vida de la Iglesia de la época. Estos dos cuadros no son efecto de una imaginación fecunda. En efecto, los contemporáneos y los sucesores de Beda en Estanglia y en Wessex demostraron personalmente haber alcanzado un alto nivel de perfección en arte, literatura y santidad. Como hemos visto, los descendientes de la generación descrita por Beda iban a trasplantar sus tradiciones con su esfuerzo misionero, ampliando así en el extranjero el ámbito de la civilización.

La edad de oro de la Iglesia anglosajona duró poco más de un siglo, desde la llegada de Teodoro hasta las primeras incursiones de los vikingos en Northumbria. Además de Beda, de los abades santos y de los eruditos, Inglaterra septentrional produjo también grandes artistas. El evangeliario de Lindisfarne y otras obras maestras de miniaturistas tuvieron como autores a anglosajones contemporáneos, aunque se inspiraran en obras celtas anteriores. También fue probablemente en esta época cuando se ejecutaron las grandes cruces esculpidas de Bewcastle, Dumfries y otras, cuyos motivos proceden de obras más orientales y clásicas, es decir, de las miniaturas celtas y de la antigua poesía inglesa. En la siguiente generación, Egberto, alumno de Beda, fundador de la escuela y de la célebre abadía de York, fue reemplazado por Alcuino. Este cambió Inglaterra por la corte de Carlomagno, a la cual aportó el arte y el saber de su patria.

Durante este siglo la Iglesia de Inglaterra, unificada ya y dentro de la influencia y la observancia romanas, reforzó su influjo en el país. La circunscripción eclesiástica de base era el minster (del latín monasterium). Era un grupo de monjes o sacerdotes que llevaban vida común, evangelizaban y atendían a los fieles en las capillas o al aire libre alrededor de grandes cruces, en un radio de unas doce millas. El proceso que condujo del minster a la parroquia fue lento y apenas ha dejado vestigios. En Inglaterra, como en otros países, prevaleció por todas partes el régimen de iglesia privada y, en la época de Beda, de monasterio privado. Se dio el mismo fenómeno que en otros lugares: los monasterios pequeños fueron cambiando insensiblemente de estatuto hasta convertirse en sede de algún funcionario real o de algún terrateniente acompañado de su familia. En Inglaterra, como en el noroeste de la Galia, fue cosa normal el monasterio «doble». Adoptaba la forma siguiente: a un convento de monjas gobernado por una abadesa de sangre real o noble estaba asociado un grupo de monjes que hacían las funciones de capellanes y atendían a las poblaciones cercanas. Todos estaban sometidos a la autoridad de la abadesa. Algunas, como Hilda de Whitby, Edeltrudis de Ely y Milburga de Wenlock, fueron mujeres santas y muy competentes que contribuyeron a extender la cultura y la religión. Estos comienzos florecientes se vieron paralizados y, en algunas regiones, aniquilados por las incursiones e invasiones de los vikingos, cuyas primeras apariciones tuvieron lugar en las costas de Northumberland en el 793. Las invasiones y la presencia persistente de las hordas danesas durante la segunda mitad del siglo IX dieron como resultado la reducción de la Iglesia —donde logró sobrevivir— a sus elementos más sencillos: el sacerdote y el pueblo. En un texto muy conocido, el rey Alfredo deploró la destrucción completa de todas las cosas preciosas, la desaparición de todo saber y de toda enseñanza. La vida monástica, que estaba vigorosamente implantada en Northumbria y en Fenland (Estanglia), desapareció completamente, según parece, e incluso en Inglaterra meridional se vieron los monasterios reducidos a grupos de clérigos acompañados a veces por su familia. El rey Alfredo el Grande salvó a Inglaterra anglosajona y a su Iglesia. Además de sus cualidades de guerrero y de jefe, Alfredo manifestó una piedad ferviente y una profunda estima por la cultura y la herencia del pasado. Por sus éxitos políticos y por su ejemplo personal es uno de los príncipes más grandes de la Edad Media. Alfredo, su hijo Eduardo y su nieto Atelstán no se limitaron a vencer a los daneses en el combate: forjaron la unidad inglesa bajo la autoridad de los reyes de Wessex. El rey danés Guthrum se hizo cristiano y durante un corto período el país se dividió entre los ingleses, que poseían Wessex y Mercia, y los daneses, que ocupaban Danelaw, al este. Hubo sin duda iglesias pequeñas que sobrevivieron con sus sacerdotes a todos estos avatares, y la conversión de Danelaw al cristianismo fue notablemente rápida. Un siglo después de la victoria de Alfredo, el este y el norte diferían muy poco del sur y del oeste en lo que concierne a la Iglesia y sus instituciones.

Sin embargo, la religión se redujo a su más sencilla expresión; casi puede hablarse de una mera «supervivencia espiritual». No existían ya monjes ni canónigos regulares; los clérigos se casaban; apenas había lazos administrativos con Roma, la cual manifestaba escaso interés por los asuntos transalpinos; el rey era la única autoridad soberana, el único factor de unidad en el dominio eclesiástico y en el civil. Realmente, en el siglo VII, la Iglesia de Inglaterra puede compararse con la Iglesia anglicana del período isabelino. En esta situación, sólo los monjes podían servir de base a la reforma moral y al renacimiento cultural. Las débiles tentativas hechas por Alfredo en Athelney fueron insuficientes. Hubo que esperar al 940 para ver a Dunstán restablecer la antigua casa de Glastonbury y poner los cimientos de una renovación. En este momento, las reformas de Cluny y de Brogne estaban ejerciendo su influjo en el continente. Dunstán, con Etelvoldo y Osvaldo el danés, ambos eminentes hermanos suyos de monasterio y colegas en el episcopado, encabezó un gran renacimiento monástico. Durante el reinado de Edgardo (959-975), este movimiento llegó a ser un factor importante para la regeneración de la vida eclesiástica en general. Se fundaron unos 60 monasterios y conventos de monjas; entre ellos figuran nombres muy conocidos en la historia inglesa posterior: Westminster, Saint-Albans, Abingdon y Peterborough. Los tres reformadores de la vida monástica fueron luego obispos: Dunstán de Londres (más tarde de Can­terbury), Etelvoldo de Winchester y Osvaldo de York y Worcester. Los estudios y las artes comenzaron a florecer, y durante cincuenta años los obispos fueron casi siempre monjes. Hallazgos recientes han demostrado que en esta época se construyeron iglesias y monasterios en mayor número de lo que hasta ahora creían los historiadores. Esta renovación, sin dejar de ser muy inglesa, adoptó muchos aspectos de la reforma monástica continental. El movimiento se extendió progresivamente al clero secular. Este período de progreso se vio interrumpido por otra oleada de invasores: Inglaterra estuvo gobernada por un rey danés durante algún tiempo.

Sin embargo, una vez más se convirtió el invasor, y la vida de la Iglesia no conoció interrupciones duraderas. La antigua Iglesia inglesa, a comienzos del siglo XI, constituía todavía en su forma una supervivencia del pasado. En ningún otro país se entremezclaron tanto las cuestiones temporales y las eclesiásticas. A los ojos del historiador, los motivos de esta situación son claros. Para otros puede haber aquí una paradoja: el país que había sido más fiel a la sede de Pedro manifestaba, de hecho, tal independencia que los reyes normandos encontraron en sus prácticas religiosas el mejor medio para resistir a las nuevas pretensiones del papado. Sin embargo, por el momento no existe ninguna traza de controversia entre el rey y el papa. Como éste no trataba de ejercer ningún control sobre los asuntos eclesiásticos de Inglaterra, el rey tuvo que asumir la autoridad suprema efectiva. En las cuestiones importantes estaba asistido por un consejo de notables (el witenagemot), que comprendía a todos los obispos y a numerosos abades. En este consejo se trataban los asuntos de la Iglesia junto con los demás del reino. Allí se celebraban todas las elecciones episcopales; durante los dos siglos que precedieron a la conquista normanda todas las cuestiones que normalmente hubieran pertenecido a un concilio provincial o nacional fueron examinadas por los witan. A nivel inferior, el obispo ocupaba un lugar de honor en la corte o asamblea del condado; allí se encargaba de todos los procesos y litigios eclesiásticos. En toda la legislación real de la época se advierten los caracteres siguientes: las leyes que rigen la vida religiosa en todo el reino y en las parroquias son promulgadas sin consultar directamente a los obispos; las disposiciones sobre el diezmo, el óbolo de san Pedro, los domingos y fiestas, están mezcladas con leyes referentes a la propiedad y a los crímenes. Los obispos intervenían muy pocas veces de acuerdo con el rey: cuando era necesario un debate público entre las partes interesadas. En la práctica esto representaba muy poco porque la organización diocesana y provincial era muy débil y porque los obispos mantenían muy pocas relaciones con su clero. En este período, sin embargo, en comparación con los restantes países de Europa septentrional, Inglaterra pudo pretender ocupar un lugar privilegiado en la estima de los papas, con los cuales conservó vínculos en dos campos particulares: los arzobispos ingleses efectuaron regularmente viajes o misiones a Roma para recibir allí el palio; además, el óbolo de san Pedro se cobraba en todo el país bajo pena de sanciones legales y se enviaba a Roma en señal de obediencia y fidelidad. Así, al principio del reinado de Eduardo el Confesor, Inglaterra constituía una especie de supervivencia de una edad pasada en medio de un mundo en el que reyes y papas, clérigos y laicos, todos, en fin, manifestaban y extendían sus pretensiones territoriales. En Inglaterra todo esto estaba todavía indeciso. Las iglesias, especialmente numerosas en Londres y en la parte oriental deí país, eran casi todas iglesias privadas; a veces pertenecían a un grupo de personas. La parroquia y la diócesis estaban mal definidas como unidades administrativas. El obispo sólo tenía a su disposición una organización administrativa mediocre. Recientes investigaciones han demostrado que la disciplina y las prácticas canónicas se observaban mejor de lo que se suponía hasta ahora; sin embargo, el viento de la reforma gregoriana no había soplado aún en Inglaterra. En los años que precedieron inmediatamente a la llegada de Guillermo el Conquistador no podía saberse si Inglaterra se convertiría en provincia dependiente del continente o en una avanzadilla de Escandinavia.

La Iglesia alemana (754-1039)

Para organizar la Iglesia alemana, Bonifacio recurrió principalmente a la implantación de monasterios —como los de Fritzlar y Fulda en Hesse, Niederaltaich y Benedictbeuren en Baviera— y de grandes conventos de monjas, como Tauberbischofsheim y el Heidenheim de Walburga. Se proponía con esto un doble objetivo: el monasterio alemán no era únicamnte un centro educativo, artístico y artesano; a menudo era también sede de algún obispo claustral misionero, por lo que, en la evangelización de Alemania, desempeñó una función a la vez institucional y espiritual. Es posible que Bonifacio y sus compañeros asignasen esta función al monasterio influidos por la tradición inglesa, que había establecido estrechas relaciones entre monasterios, obispos diocesanos y misioneros, como sucedió en Winchester, Canterbury y Ripon. Sin embargo, el obispado monástico tuvo en Alemania una forma original que de inmediato fue indudablemente fructuosa. A la larga aparecieron problemas cuando los obispos fueron designados por el rey; entonces mostraron escasa simpatía por los monjes, trataron de acaparar a los monasterios con sus rentas y utilizaron las abadías como centros episcopales o administrativos y, a veces, las secularizaron por completo. En tiempo de Carlomagno, la organización parroquial se desarrolló especialmente en Baviera. Estuvo casi terminada en Alemania en el siglo IX. Como ya hemos advertido, la parroquia normal era una comunidad diferente de la iglesia de «ciudad» del Imperio Romano. En esta última, los fieles se reunían junto al obispo y su clero formando un solo cuerpo en el que todos los miembros gozaban de derechos: participaban en la elección del obispo y en los oficios del calendario litúrgico. Por el contrario, en la parroquia rural del país franco septentrional y de Alemania, los feligreses, habitualmente siervos y colonos de un señor feudal, no tenían derechos, sino únicamente deberes, por ejemplo, el de pagar el diezmo y aportar las oblaciones. La Iglesia comenzaba a dividirse en varios estratos muy diferenciados: los clérigos y los laicos, el alto y el bajo clero. Esta división acabó de cristalizar después de la reforma gregoriana.

La Iglesia franca había nacido de la Iglesia gala del Bajo Imperio, mientras que la Iglesia alemana fue en gran parte una creación nueva. Ya hemos recorrido rápidamente la historia de la evangelización de Alemania occidental y central, obra de toda una serie de misioneros anglosajones. Bonifacio, sus compañeros y sucesores fueron como su coronamiento. Ganaron para la fe o afianzaron en ella a los pueblos de un vasto territorio que iba desde Frisia a Baviera pasando por Hesse, Turingia, Baden y Würtemberg. Dieron a esas diversas regiones una organización completa de sedes episcopales muy activas y de mo­nasterios que fueron focos de civilización y vida cristiana.

Entre los pueblos de las regiones alemanas que nunca habían recibido la fe o la habían perdido, la propagación del cristianismo tomó un ritmo y una dirección muy diferentes de la lentitud con que se difundió en la Galia. Casi en todas fueron los misioneros itinerantes quienes llevaron la fe; otros continuaron su obra partiendo de ciertos focos de vida eclesial o de algunos monasterios establecidos en tierra pagana. El país era montañoso y estaba cubierto de densas selvas, sobre todo en Baviera y en Suabia. Al menos al principio, los obispos tuvieron con sus fieles lazos más estrechos que en la Galia. Ellos mismos esparcían la semilla del evangelio y se ocupaban luego de hacerla crecer. Además habían heredado de Bonifacio y de los primeros misioneros la convicción de que su Iglesia dependía directamente de Roma, que detentaba una autoridad soberana sobre sus propios apóstoles. Esta fidelidad iba a constituir una tradición duradera en la Iglesia alemana; subsistió subterráneamente durante el conflicto que enfrentó a papas y emperadores. En dos o tres generaciones de cristianos, los monasterios, que a menudo habían llegado a ser el centro de pequeñas ciudades administrativas, cobraron gran importancia. Durante más de tres siglos, el movimiento alterno de conquistas y conversiones continuó en las fronteras orientales y septentrionales a un ritmo que no se dio en ningún otro lugar de Occidente, a excepción de la Marca Hispánica, pero aquí en condiciones distintas. Sea lo que fuere, la fe se implantó poco a poco profundamente y, siglo tras siglo, produjo esa piedad sencilla, viril y fervorosa que hoy sigue caracterizando a los campesinos y trabajadores de Baviera y el Tirol.

La organización parroquial se instauró en Alemania con bastante rapidez. Una capitular de Ludovico Pío atribuyó a cada iglesia diezmos, una casa y un jardín; en el siglo IX estaba muy adelantada la creación de parroquias. Se ha demostrado que en el 850 había en Alemania 2.500 parroquias agrupadas en decanatos. Era corriente la institución del corepiscopo u obispo auxiliar, que tenía un campo de acción limitado o libertad completa. La predicación era obligatoria para el sacerdote de parroquia; es probable que éste estuviera al principio más instruido en las verdades de la fe que su homólogo de la Galia; habitualmente confesaba aplicando la sanción del ritual de la penitencia. Sin embargo, algunos relatos del tiempo muestran que los antiguos dioses y la superstición subsistían en Alemania como en la Galia. Es indudable que, tras la primera conversión, la Europa rural siguió conservando durante siglos, el estado endémico, las costumbres y las ideas paganas; sin embargo, las selvas alemanas estaban más cercanas a la fuente del paganismo que los bosques de Francia e Inglaterra.

En general, las clases sociales estaban menos diferenciadas que en Francia e Italia. El estrato inferior estaba formado por todo el pueblo, a excepción del alto clero y la nobleza, que pronto se transformó para siempre en una casta. Desde el principio, los obispos alemanes fueron personajes más importantes que sus contemporáneos franceses por la extensión de sus diócesis. Hubo un tiempo en que las diócesis de Colonia, Maguncia y Salzburgo abarcaron toda la Alemania situada al este del Rin. Más tarde, los obispados orientales, como el de Magdeburgo, extendieron su esfera de influencia hasta el interior de los países recién conquistados. Los obispos aumentaban así su poder, representando cada conquista una fuente potencial de riqueza, que se convertía en actual cuando el país estaba pacificado y se desarrollaba. Como hemos visto, después de las últimas adquisiciones en la región báltica, gran parte de las tierras fue concedida a los obispos.

El auge de los cinco grandes ducados de Lorena, Franconia, Sajonia, Suabia y Baviera presentó al rey un problema desconocido en Francia. En efecto, durante un corto período los duques ejercieron un poder casi regio. Otón I logró modificar la situación. Estableció su autoridad sobre los ducados, se arrogó el derecho de designar a todos los obispos, excepto a los de Baviera, y consideró a los obispados como feudos cuyos beneficiarios le debían homenaje. Los principales obispados tuvieron el rango de condados y sus titulares fueron equiparados a los duques. Por este medio los obispos quedaron alistados al servicio de la monarquía y sirvieron de contrapeso al poder de los duques; pero, con el estatuto de vasallos, perdieron parte de su independencia. Fueron también personalidades políticas importantes, puesto que administraban condados; los reyes y emperadores escogieron con frecuencia a sus parientes para titulares de los obispados más importantes. La Iglesia corría un peligro evidente. En efecto, el obispo con sus dominios resultaba como envilecido por el servicio del rey. En esta época apareció la «investidura». La atribución del báculo pastoral como señal de jurisdicción se transfirió de la ceremonia de consagración a la de homenaje. Y así la jerarquía eclesiástica del Imperio quedó fuertemente imbricada en el sistema feudal. Lo que pertenecía al obispado, pertenecía al Imperio. Los obispos quedaron aún más estrechamente ligados a sus tierras por las franquicias que les concedía el rey, en virtud de las cuales les correspondían las tasas de peaje, de procesos, de mercados, etc. Hay algo de verdad en la afirmación de que la Iglesia alemana estaba en trance de convertirse en Iglesia nacional (Reichskirche), por oposición a la Iglesia regional (Landeskirche) de Francia. Sin embargo, los emperadores alemanes nunca legislaron para toda la Iglesia como había hecho Carlomagno. La Iglesia alemana fue de algún modo nacional; pero nunca se permitió la menor discrepancia respecto a las otras Iglesias occidentales ni en el plano de la doctrina ni en el de la litur­gia. Los obispos, como hemos dicho, conservaron la tradición de considerar a Roma como fuente de toda autoridad. Roma orientó su política y su actitud durante toda la gran querella entre el papado y el Imperio.

En el 911, al morir el último rey carolingio de Alemania, Lorena y los cuatro ducados tribales formaban por su población e instituciones unas unidades muy compactas; constituían ya la osamenta de la nueva Alemania. Aunque continuó funcionando una monarquía electiva, el rey alemán Conrado I (911-918) no pudo establecer su autoridad sobre todo el país. Con su sucesor Enrique, duque de Sajonia (918-936), se abrió una época nueva. En efecto, con él comienza una serie de monarcas capaces y eminentes de las dinastías sajonas y franconas. Durante dos siglos ocuparon el primer plano en el continente y contribuyeron mucho a defender, consolidar y dilatar las fronteras de su reino y de la cristiandad.

Tras someter a los otros tres ducados y anexionar la Lotaringia a Alema­nia, Enrique I comenzó en las fronteras septentrionales y orientales de su reino una política de guerra que iba a durar largo tiempo. Fue el Drang nach Osten, que iba acompañado de la obligación, para los vencidos y aliados, de adoptar el cristianismo. También inauguró Enrique I la política de alianza con la Iglesia concediendo al obispo de Toul los poderes de conde feudal. Otón el Grande, su hijo (936-973), continuó fielmente esta política. Estableció su autoridad sobre los ducados imponiendo duques elegidos por él. Consolidó este edificio vacilante y agitado por tendencias centrífugas, concediendo tierras y privilegios a los obispos y grandes abades para sustraerlas a las autoridades regionales y unirlas a la corona con los lazos del vasallaje feudal y de las obligaciones anejas. Alto y bajo clero fueron utilizados para toda clase de cuestiones de gobierno, lo mismo en las asambleas que para misiones de alta política; tenían de hecho el monopolio de la enseñanza. Obispos y grandes abades recibieron con frecuencia condados enteros para gobernarlos en nombre del rey. De acuerdo con esta política, el rey aplicó su derecho de designación completado por la costumbre: el juramento de fidelidad y la investidura del feudo y del servicio temporal; esta costumbre se había hecho normal en Occidente cincuenta años antes durante el reinado de Luis el Germánico. El historiador cree ver en esta política un fenómeno nuevo; en realidad, era la política de Carlomagno y de sus sucesores que se propagaba con tanta facilidad, universalidad y, en cierto sentido, necesidad, que casi pasó este hecho inadvertido y sin oposición durante el eclipse del papado.

Después de sus primeros éxitos y sus victorias exteriores, coronadas por la aniquilación del ejército magiar en Lechfeld, Otón se lanzó a la conquista definitiva del norte de Italia. Sus motivos fueron diversos: el deseo de los alemanes de extenderse a través del rico y brillante mundo transalpino, que había atraído ya a los pueblos normandos; además, Otón quería incluir al papado en su área de influencia; por último, alimentaba la esperanza de resucitar el título de emperador de Occidente, que, según una tradición universalmente aceptada entonces, sólo el papa podía conceder. En el 962 tuvo lugar la coronación de Otón; entonces se trastocó la relación de fuerza entre las dos partes: el emperador no era ya el protector al que recurría el papa, sino un soberano que redujo la Iglesia romana al estado de protectorado.

Otón II tuvo un reinado más corto y menos feliz (973-983). Su hijo Otón III (983-1002) ejerció un influjo más profundo en la configuración de la época. Había heredado la habilidad política de Otón el Grande y debía a su madre, la princesa bizantina Teófano, una sensibilidad intelectual que no tuvieron los monarcas de raza franca y alemana. Proyectó establecer en Occidente un Imperio universal que fuera heredero del antiguo Imperio Romano y absorbiera o eliminara al falso Imperio romano de Constantinopla. Según esta concepción, el papa era el primer sacerdote o el primer obispo, y como en el reino alemán todas las grandes iglesias eran iglesias privadas del rey, así Roma debía ser por excelencia la iglesia privada real (Reichskirche) del Imperio romano (es decir, cristiano). Otón, en consecuencia, hizo y deshizo papas; les dio sus órdenes y presidió los sínodos pontificios. Pero, por deber e inclinación, siguió siendo el protector auténtico de la Iglesia, el amigo de los santos, el sostén de los misioneros e incluso estaba dispuesto a conceder a la Iglesia polaca y a la húngara la independencia eclesiástica respecto de Alemania.

Otón III no dejó heredero; Enrique, duque de Baviera, se hizo cargo de esta difícil sucesión. Lo habían educado para la carrera eclesiástica y fue un creyente siempre fiel. Más que cualquier otro ejerció con rigor todos los derechos reales sobre la Iglesia y particularmente el de designar a los obispos, deponerlos si era necesario, repartir los obispados y fundarlos como le parecía. Un ejemplo de sus iniciativas fue la fundación de Bamberg, el 1007. Pero fue también el gran bienhechor temporal de la Iglesia. Concedió tierras y exenciones a los monasterios reformados y a los obispos de quienes se fiaba. Presidió sínodos y dio sus instrucciones en materia de liturgia. Le sucedió Conrado II (1024-1039), descendiente de Otón el Grande; fue siempre duro, expeditivo y justo, y careció de la piedad devota de Enrique. Designó a los beneficiarios de todos los cargos eclesiásticos exigiendo frecuentemente como compensación grandes sumas de dinero. Utilizó a los obispos como funcionarios de manera práctica y realista. Bajo su gobierno, la Iglesia alemana tuvo casi estatuto de Iglesia nacional. Conrado no permitió que nadie apelara a Roma sin su autorización. Presidió los sínodos, prescribió las fiestas y ayunos y se dio el título de vicario de Cristo. En Italia presidió algún sínodo con el papa Benedicto IX.

Su hijo Enrique III (1039-1056) fue menos rudo, más inteligente y piadoso. Nombró a los obispos escogiéndolos sobre todo entre el clero de la capilla real, y lo mismo hizo con los abades. Convocó y presidió sínodos. Pero en Italia del norte cambiaba la situación; a Enrique III le tocó provocar con sus actos una avalancha de reformas.

Bajo los reinados sucesivos de estos príncipes alemanes, capaces y a veces eminentes, se había creado en Europa un nuevo centro de vida social más o menos organizada. Las presiones y tensiones que subsistieron en estado endémico en el reino o en el Imperio, y la guerra que se libraba constantemente en las fronteras, no deben hacernos olvidar la habilidad de los príncipes para concebir y ejecutar una audaz política en los asuntos de la Iglesia y en los del Estado. Debemos advertir también el nuevo esplendor de la vida cultural y material que se desplegó en la corte con Otón el Grande y sus sucesores, lo mismo que en los grandes obispados y abadías. No debe olvidarse la energía reformadora que mostraron los emperadores. La Alemania de esta época proporcionó un modelo de pensamiento y de acción política que ha marcado con su influencia a las monarquías europeas posteriores. En parte, la Iglesia alemana en su nivel superior representó una prolongación y un acrecentamiento de la tradición carolingia. Instauró también prácticas que iban a propagarse por toda Europa, tales como la designación de los obispos, escogidos perfectamente entre el clero de la capilla real, a cambio de fuertes sumas de dinero, la convocación de sínodos hecha por el rey y la prohibición de apelar a Roma.

 

España (711-800)

 

Deshecha España por la invasión del 711-713, muchos de sus habitantes fueron asesinados, reducidos a esclavitud o convertidos a la religión islámica; sin embargo, cierto número de los que se sometieron conservaron sus tierras y siguieron creyendo y practicando su religión. Son los mozárabes, que contribuyeron notablemente a la historia posterior de su país. En la región apartada y montañosa del noroeste, es decir, en Asturias y Galicia, hubo un núcleo de resistencia. Poco a poco fue creciendo en fuerza y extensión; con Alfonso I el Católico (739-757) ocupaba las zonas costeras y una parte montañosa llamada «reino de Asturias», de unos 70 kilómetros de amplitud, que partía de la extremidad noroeste de los Pirineos. Era la primera etapa de la Reconquista.

Un año antes de morir Alfonso, ciertos jefes musulmanes huidos de Oriente fundaron en Córdoba un califato independiente; poco después, las expediciones de Carlomagno permitieron ocupar otra pequeña porción de territorio cristiano: la Marca Hispánica. La Iglesia mozárabe reconstituyó su organización tal como había existido bajo el arzobispo primado de Toledo; conservaba las tradiciones de tiempos pasados.

A fines del siglo VIII, la sede arzobispal estaba ocupada por el anciano Elipando, que tuvo la desdicha de relacionarse con un tal Mignecio; este extraño personaje exponía la opinión, que entonces parecía nueva, de que Jesús, hijo de David, era una persona divina de la Trinidad. Fuera o no ortodoxa en su intención e incluso en su expresión, tal opinión extrañó a la mentalidad conservadora de los españoles. En un concilio celebrado en Sevilla, Elipando hizo declarar bajo su autoridad que el hombre Jesús, el hijo de María, que tenía una naturaleza igual que la nuestra, fue plenamente adoptado por el Hijo de Dios, por el Verbo, desde el primer momento de su existencia (por consiguiente, antes de ser persona) y que, por tanto, Jesús, en su naturaleza humana, fue el hijo adoptivo de Dios. Esta fórmula, lo mismo que la contraria de Mignecio, parecía poder interpretarse ortodoxamente; pero fue atacada por dos monjes de Asturias. Uno de ellos, Beato, es célebre por su comentario del Apocalipsis, que sirvió de modelo a todos los artistas que iluminaron el texto bíblico durante la Edad Media. Beato y su colega Eterio acusaron a Elipando de adopcionismo con gran violencia y falsedad. Esta herejía, injustamente atribuida a Nestorio, consistía en afirmar que Jesús fue constituido en el bautismo hijo adoptivo de Dios Padre. Beato y Eterio, por su parte, casi llegaban a negar que Cristo tuviese una naturaleza completamente humana, y denunciaron a Elipando como hereje ante el papa Adriano.

Adriano respondió con una sobria exposición teológica, en la que condenaba la expresión equívoca «hijo adoptivo». Por su lado, Elipando sometió la expresión al juicio de su erudito obispo sufragáneo Félix de Urgel (Urgel era una ciudad recién conquistada por los francos). Félix aprobó la expresión en su contexto y se vio también denunciado ante Carlomagno. Obligado a comparecer ante el rey en Ratisbona, se retractó; pero fue enviado a Roma, donde dio entera satisfacción al papa. Durante este tiempo los obispos españoles habían agrupado sus fuerzas para responder a Beato y Eterio. Reiteraron la expresión errónea «hijo adoptivo», que probablemente consideraban sinónima de «naturaleza humana adoptada»; pidieron apoyo a Carlomagno, que, una vez más, se remitió al papa. Este envió a los españoles otra carta, todavía más dogmática, que acababa con una amenaza de anatema. Al mismo tiempo, Carlomagno convocaba en Francfort a los obispos del Imperio, así como a Alcuino, Benito de Aniano y otros personajes prestigiosos. Logró la condenación de la expresión errónea «hijo adoptivo» y envió a los españoles dos refutaciones. La una estaba basada en la Escritura; la otra era probablemente obra de Alcuino, y consistía en un análisis dialéctico del dogma ortodoxo, bien hecho y a veces notablemente sólido. A su regreso a Urgel, Félix afirmó de nuevo su primera tesis, lo que impulsó a Alcuino a redactar una corta exposición patrística seguida de un excelente enunciado dogmático. En él distinguía entre la gracia de asunción o unión personal de la naturaleza humana y la divina, y la gracia de adopción que concierne a los hombres. Esta carta fue enviada en el mismo momento en que el impenitente Félix publicaba un largo tratado. Félix fue convocado a Aquisgrán y obligado a retractarse. Bajo León III (798), un concilio romano reiteró la doctrina ortodoxa y lanzó de nuevo la excomunión. Bastante tiempo después murió Félix exiliado en Lyon. Pero Alcuino no había acabado con los españoles. Herido por el tratamiento infligido a Félix, Elipando se apoyó en la tradición litúrgica mozárabe para sostener una vez más, y con acritud, la fórmula «hijo adoptivo». Esto no tuvo más consecuencia que provocar una réplica contundente de Alcuino, que no contenía ningún argumento nuevo. Entonces cayó sobre España una oscuridad que no iba a desaparecer durante siglos. Para Alcuino y sus colegas fue este asunto el primero de una serie de torneos teológicos que les enseñaron a interpretar a los Padres y a ejercitar su capacidad intelectual. El reciente estudio de esta controversia teológica y de las otras querellas de la época ha demostrado que la capacidad intelectual y teológica de los consejeros de Carlomagno y Ludovico Pío —en particular la de Alcuino— era más grande de lo que pensaban los historiadores de hace treinta años. Buenos conocedores de la patrística y pensadores ponderados, constituyen el primer grupo de intelectuales competentes surgidos de un pueblo no romano.

 

El régimen de la iglesia privada

 

Durante los siglos que median entre el pontificado de Gregorio I y el de Gregorio VII, lo que puede llamarse la economía doméstica o interna de la Iglesia sufrió grandes cambios en Europa occidental. Estos nutrieron las controversias del siglo XI y algunos han seguido hasta hoy ejerciendo su influencia en la vida de la Iglesia.

En las regiones del Imperio Romano totalmente civilizadas, el cristianismo creció partiendo de grupos de fieles que vivían en las «ciudades». Estas comunidades tenían como centro a su obispo rodeado de sacerdotes, diáconos y clérigos menores. Durante siglos no se emprendió ninguna campaña de difusión para convertir a los campesinos o a los pastores de las zonas rurales, designados con el nombre de pagani (pagus: zona rural; en inglés heathen, hombre de la landa), que se convirtió en sinónimo de infieles, los que no tienen fe. Al menos hasta fines del siglo v el método usado habitualmente por la Iglesia para extenderse fue propagar el cristianismo de «ciudad» en «ciudad», más tarde de población en población, a lo largo de las principales vías de circulación. Poco a poco fue normal que el obispo nombrara sacerdotes residentes en los pueblos y aldeas. Así es como se constituyó la base del sistema parroquial en la Galia y en otros lugares.

Sin embargo, para cristianizar las zonas rurales, sobre todo en regiones como Africa, la Península Ibérica y la Galia meridional se recurrió a otro medio: personas adineradas fundaban en sus dominios lo que ahora llamaríamos capillas privadas. Esto se encuentra en muchos lugares, lo mismo en Asia Menor que en Africa y en Occidente. La iglesia privada se regía por una doble jurisdicción, civil y canónica. Las Novellae de Justiniano reconocen el derecho de propiedad privada sobre tales iglesias y, para el fundador y propietario, el de designar al sacerdote con aprobación del obispo, el cual conserva el derecho de vigilancia. Por el contrario, Gelasio I, que legislaba para una situación particular como era la de Italia y Africa del Norte, estableció una reglamentación estricta respecto a la erección de nuevas iglesias por personas privadas. En adelante hubo que pedir autorización a Roma; el fundador podía designar al sacerdote, pero tenía que renunciar a todos los derechos sobre su iglesia, excepto al derecho elemental de entrada y al de presentar la candidatura del sacerdote. Al principio, en las iglesias de las grandes «ciudades», todo se consideraba propiedad del obispo. Cuando la Iglesia estuvo reconocida oficialmente en el Imperio, la propiedad se transfirió a cada iglesia o a cada comunidad y su gestión dependía del obispo. El Derecho Romano admitía la existencia de «personas morales» (personae morales) tales como las comunidades y colegios; con esto, la iglesia de «ciudad» caía bajo una categoría jurídica normal. Cuando empezaron a fundarse gran número de oratorios y capillas, la ley eclesiástica los consideró también como personae que gozaban de bienes propios y de privilegios inalienables. Conceder al fundador y a sus herederos el privilegio de presentar al sacerdote no era más que legalizar una práctica corriente; sin embargo, esta disposición iba a tener consecuencias en el futuro. No obstante, casi durante un siglo después de Gelasio I dominó la tendencia del orden. En el siglo VI comenzó a desarrollarse en Italia, España y Galia meridional el sistema parroquial tal como se desarrollaría después en Gran Bretaña y en Alemania septentrional y oriental. Los concilios reglamentaron la organización financiera: el clero parroquial administraba las rentas procedentes de los bienes raíces; toda ofrenda se dividía en tres partes, a veces en cuatro: una para el obispo y las otras para sostener los diversos aspectos de la actividad eclesiástica. El obispo efectuaba anualmente la visita pastoral; en sentido inverso, cada año se celebraba en tiempo de Pascua un sínodo diocesano, al término del cual se distribuían los santos óleos para un año. Una parte del diezmo, instituido más tarde, correspondía a los sacerdotes en concepto de renta.

Esta evolución regular según la tradición canónica se vio primero detenida y luego rota por la tendencia al desorden y al fraccionamiento que se apoderó de Europa occidental después de las grandes invasiones. La autoridad central desapareció; las comunidades perdieron todo derecho de propiedad y de administración; la Iglesia y el Estado nó disponían ya de un gobierno centralizado cuyos funcionarios pudieran ejercer esos mismos derechos. Entonces se instaló el régimen de las relaciones privadas, personales y locales. Las opiniones de los historiadores se han dividido largo tiempo respecto a la causa directa y principal de este cambio. Los eruditos franceses han visto en él un ejemplo de la natural tendencia de los simples particulares y de la gente modesta a buscar protección en aquel que ejerce el poder más inmediato haciéndolo su comendatario. Los alemanes hacen remontar este cambio a la propagación de una costumbre germánica, según la cual los señores y los príncipes poseían templos y sacerdotes privados. Se aplicaba, según ellos, el principio jurídico germánico de que el señor es propietario de todo lo que se encuentra en su tierra (superficies solo cedit), principio contrario al del Derecho Romano, según el cual los dominios de la iglesia pertenecen al altar consagrado (fundus sequitur altare). Ciertamente estas dos concepciones jurídicas y estas dos formas de presión social ejercieron su influjo según las regiones. También influyó la idea franca de iglesia regional (Landeskirche) y de obispo territorial colocado bajo la autoridad del rey, idea opuesta a la romana de obispo de «ciudad», dependiente de la Iglesia universal. Sea lo que fuere, tendencias muy fuertes hicieron cambiar todo irresistiblemente, y se verificó un desplazamiento general de la autoridad. Entre los miembros de lo que había sido la jerarquía se rompieron todos los lazos: metropolitanos y obispos perdieron el poder inmediato sobre sus provincias y diócesis. Al nivel inferior de la iglesia particular y su sacerdote, sólo tuvieron importancia las relaciones personales y la propiedad privada. Es difícil precisar hasta qué punto el fenómeno general de la secularización que se manifestó en los siglos VII y VIII aceleró y culminó esta evolución. Lo único cierto es que la concepción, según la cual la iglesia local pertenece a un particular y al sacerdote en la medida en que es «hombre» de un «señor», se propagó desde el año 600 en algunas regiones y se hizo casi universal apenas un siglo más tarde. Así se instauró el régimen de la iglesia privada (Eigenkirchentum), que durante cuatrocientos años iba a ser un rasgo común a casi toda la Europa occidental. La práctica precedió a la ley, lo mismo que ocurrió con la institución, parecida y contemporánea, del «feudalismo». Paulatinamente se fue considerando que la iglesia (y a veces también, en cierta medida, la abadía y el obispado) formaba parte de los bienes inmuebles. Podía ser comprada, vendida, legada y cambiada por otra; podía ser repartida entre heredero y legatario; sus diversas fuentes de ingresos podían ser fraccionadas y adjudicadas a un individuo. Los diezmos podían darse a cualquier pariente o a una casa religiosa, lo mismo que las ofrendas canónicas. El sacerdote, frecuentemente antiguo siervo del propietario, podía ser considerado como un vasallo y su cargo como un don o recompensa (beneficium). El término de beneficio ha sobrevivido en algunas lenguas europeas sólo para designar un cargo eclesiástico; esto prueba que se usó en general con ese sentido. Todo el mundo podía poseer iglesias, ya fuesen simples particulares, un grupo, un monasterio, un obispo o un rey. Los obispos y los superiores de monasterio podían poseer iglesias muy distantes de su propia diócesis o de su región. Esta lenta transformación de mentalidad alejó cada vez más a los europeos de las ideas que habían dominado en el Bajo Imperio; se paralizó el crecimiento del sistema parroquial, apenas adolescente, e incluso comenzó la desintegración del mismo. Las iglesias parroquiales de Francia, Inglaterra y otros lugares perdieron el estatuto que las hacía depender directamente del obispo. El régimen de la iglesia privada, que aparece en la España visigoda a fines del siglo VI y en la Galia antes de la conversión de Clodoveo, se generalizó en Francia con Carlomán y Pipino y llegó a prevalecer con Carlomagno. En el siglo IX, el proceso alcanzó incluso al patrimonio de la Iglesia de Roma, mientras que de rechazo la misma Sede Apostólica impuso este régimen en sus relaciones con los monasterios y las iglesias «encomendadas» a san Pedro.

Se hicieron, es verdad, algunos esfuerzos para dar una apariencia de legalidad a este estado de cosas. El 746 Pipino se puso en contacto con el papa Zacarías para preguntarle qué actitud debía mantener respecto a las iglesias privadas. El papa respondió en los términos tradicionales: el obispo local debe consagrar la iglesia privada y designar a un sacerdote; la iglesia privada no goza ni de los derechos ni del estatuto de la iglesia parroquial. El papado no podía conservar esta postura firme. En tiempo de Carlomagno hubo tentativas para establecer un concordato. Se reconoció el derecho de legar, atribuir o vender una iglesia; en compensación, cada iglesia tenía que recibir una dote inalienable y cada sacerdote debía gozar de un sueldo mínimo, una casa y una parcela de terreno. Estaba prohibido comprar la designación del sacerdote; todo sacerdote de iglesia privada tenía que aceptar la visita pastoral del obispo y asistir a los sínodos diocesanos. En tiempo de Ludovico Pío, el partido reformista dirigido por Agobardo trató de ir más allá: todo sacerdote debía ser hombre libre, desligado de todo servicio; toda designación debía recibir la aprobación del obispo. Sin embargo, cuando la monarquía perdió su poder de control, quedaron sin efecto todas sus tentativas de restaurar, al menos parcialmente, las antiguas estructuras canónicas. El 826 el papa Eugenio II reconoció plenamente el régimen de la iglesia privada. El que había fundado en debida forma un monasterio o un oratorio no podía ser desposeído de él; bajo reserva de la aprobación episcopal, podía designar libremente al sacerdote que eligiera sin darle ninguna garantía de permanencia. Sólo se salvaban los principios canónicos afirmando que el sacerdote recibía del señor la investidura de la iglesia, y del obispo, la cura de almas. En adelante, los que se llamaban reformadores no fueron capaces de lograr nada; en efecto, la Iglesia iba siendo absorbida por el sistema feudal en todos los niveles y, por consiguiente, el poder del obispo era suplantado por el del señor. Un reglamento que data de los comienzos de la reforma cluniacense estipula de manera significativa que la iglesia «es atribuida con la casa del sacerdote y todo su terreno, los diezmos, las tierras, las viñas, las praderas, los cercados, los siervos y en general todo lo que le pertenece». Como ha hecho notar un historiador, la diferencia entre propiedad de una iglesia y propiedad de una tierra fue de corta duración.

Poco a poco se especificó mejor la naturaleza económica, material, de esa transacción. La atribución de una iglesia adoptó la forma de un contrato y se pagó en especie. Cuando entraba en posesión de la iglesia, el propietario percibía una tasa anual y disfrutaba de los dones y los legados; la iglesia era propiedad suya: incluso podía transferirla a quien le pareciera. Se adjudicaba la mayor parte del diezmo, en tanto que el sacerdote sólo tenía una parcela de tierra y una porción del diezmo y de las ofrendas; a cambio, pagaba una tasa y debía servicio a su señor. De hecho, la iglesia se convirtió en una propiedad, un bien inmueble que se podía manejar como otro cualquiera; se podía dividir vertical y horizontalmente; un individuo podía poseer la mitad o incluso la doceava parte de una iglesia; podía poseer la nave o el altar, los diezmos o parte de las ofrendas.

Al mismo tiempo, la iglesia con sus dependencias, incluido el sacerdote, entró en el área de influencia de los señores locales y quedó dentro del sistema de honores. La iglesia en sí era un beneficio, prácticamente el beneficio por excelencia, el honor ecclesiasticus. El sacerdote prestaba juramento al señor y le servía, sobre todo espiritualmente, encargándose de la misa y los sacramentos, pero también en toda clase de oficios notariales y administrativos. El sacerdote podía tener vasallos; a nivel superior, el obispo se convertía en soberano feudal de sus Eigenkirchen y las explotaba como hubiera hecho un señor laico. Al morir el beneficiario, la iglesia se consideraba spolia, como los otros feudos, y, si quedaba vacante, caía en manos del señor. La definición social y eclesiástica de la parroquia se hizo totalmente imprecisa; las iglesias se clasificaban comúnmente en tres categorías: iglesia episcopal, iglesia monástica o capitular e iglesia perteneciente a un señor laico.

En las páginas precedentes hemos considerado en su aspecto material el proceso mediante el cual la iglesia, el monasterio y el obispado llegaron a ser, en modos y grados diversos, fuentes de ingresos, «propiedad» de un individuo, fuese burgués, miembro de un grupo de campesinos, duque o rey. Habitualmente, los estudios históricos adoptan otro punto de vista: el del propietario soberano, emperador o monarca que ejercían el derecho de designación e investidura. Se trata de dos aspectos de la misma situación, la de la «Iglesia en poder de los laicos», que se encuentra en el origen de la reforma del siglo XI.

 

 

 

 

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