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SIGLO SEGUNDO- LA BATALLA CONTRA EL IMPERIO
CAPITULO VIII
HETERODOXIA Y ORTODOXIA
Los años 70 al 140 han visto cómo el
cristianismo se extendía en diversas regiones y según formas variadas. Las
iglesias arameas, asiáticas, sirias y romanas tienen cada una sus propias
tradiciones. Pero, además, en las fronteras del cristianismo y sin que sea
siempre fácil distinguirlos de él, pululan distintos grupos heterodoxos;
gnósticos, ebionitas y otros. Esto, necesariamente, debía provocar choques. A
medida que tales tendencias se van afirmando con mayor fuerza, resulta
inevitable una confrontación. Es lo que sucede en pleno siglo II. La
confrontación establece un enfrentamiento entre la heterodoxia y la ortodoxia,
pero también entre las diversas tradiciones ortodoxas. En estas luchas, Roma
desempeña entonces un papel decisivo.
1. MARCION
La personalidad de Marción nos pone en
contacto con un medio del que todavía no hemos encontrado muchos datos. Según
Hipólito, Marción es hijo del obispo de Sínope, en el Ponto. Las usanzas de la
iglesia de Sínope, que Marción conservará, son ortodoxas. Por ejemplo, los
ritos bautismales con la consignación, la unción con aceite, la leche y la miel.
Hay algunos rasgos notables: la plegaria hacia Oriente, ciertos salmos e himnos
compuestos por los cristianos. Existe para el día de Pascua una práctica que
recuerda el calendario samaritano. La jerarquía se compone de obispos,
diáconos, presbíteros y lectores. Parece haber diaconisas. Tertuliano
reprochará a los marcionitas que permiten a las mujeres hacer exorcismos,
imponer las manos a los enfermos, bautizar. Marción hace de la continencia una
obligación, lo cual obedece a influencias judeo-cristianas.
Pero el rasgo capital del cristianismo de
Marción es su paulinismo. Reduce el canon al Evangelio de Lucas y las Epístolas
de Pablo. Es posible que en el fondo de esto exista un rasgo de arcaísmo y que
el Evangelio de Lucas fuera el de la comunidad de Sínope. En realidad, era el
Evangelio de Grecia. Y ya hemos visto los contactos del Ponto con Corinto. Parece
ser que Marción empezó a propagar en Asia Menor un paulinismo un tanto
exagerado, rechazando el Antiguo Testamento. Hacia el 144 intentó que los
presbíteros de Roma aceptaran tal actitud. Fue, sin duda, en esa ocasión cuando
compuso sus Antítesis. Pero su posición no fue aprobada. La doctrina de Marción
evolucionará entonces en un sentido más radical. Aquí hay que hacer intervenir
seguramente la influencia de Cerdón, que había venido a Roma en tiempos de
Higinio (136-140), según el testimonio de Ireneo. Cerdón oponía el Dios
“justo” del Antiguo Testamento al Dios “bueno” del Nuevo. Esto es, propiamente,
el gnosticismo judeo-cristiano. Marción adopta esa teología, que confirmaba sus
puntos de vista.
Marción no era un gran teólogo. Pero daba
al pesimismo paulino una forma radical, sencilla, y al mismo tiempo libraba a
la rebelión gnóstica de sus formas apocalípticas. Esta doctrina tendría un
éxito inmenso, dado que Marción era un notable organizador. Su secta formaba
una verdadera Iglesia. Ya en el 150, en su Primera Apología, Justino señala su
existencia y la refuta en un tratado especial. Ireneo le dedica sólo una breve
noticia, en el Adversus haereses, pero no deja de combatirla. Dionisio de
Corinto escribe una carta contra Marción a los cristianos de Nicomedia, y
Felipe, obispo de Gortina en Creta, compone una obra contra él. Y otro tanto
hace Rodón, el discípulo de Taciano. Hasta nosotros ha llegado el tratado de
Tertuliano Adversus Marcionem. Sabemos que las iglesias marcionitas eran
poderosas en Mesopotamia, donde precedieron al maniqueísmo. Bardesano ataca a
Marción a fines del siglo II.
2. VALENTIN
Si Marción es fundador de una iglesia,
Valentín es teólogo y místico. Originario de Egipto, según Epifanio, llegó a
Roma en tiempos de Higinio, como Cerdón. Parece haber intrigado para conseguir
el puesto de obispo de Roma, según dice Tertuliano. Se trata, sin duda, de
la sucesión de Pío, en el 140. Hipólito refiere que Valentín tuvo una visión
en que un recién nacido se le reveló como el Logos. Este carácter visionario
aparece también en un fragmento de salmo. Valentín está relacionado, en efecto,
con el gnosticismo arcaico de los setianos. Lo vemos en un fragmento citado
por Clemente de Alejandría, en el que aparecen los ángeles, después de haber
formado a Adán, “llenos de estupor a causa del germen de la sustancia de lo
alto” que está en él. Son evidentes los elementos judíos de tal doctrina. Este
origen judío lo vemos también en la idea de la habitación de los demonios en el
alma . Valentín depende, por lo demás, del judeo-cristianismo egipcio de
tendencia encratita.
El problema de cuál es la doctrina propia
de Valentín resulta de difícil solución. La carta conservada por Epifanio no
es seguramente suya 18. El Evangelio de Verdad refleja su pensamiento, pero no
parece ser la obra de ese título que le atribuye Ireneo. Además, las noticias
que dedica Ireneo a la gnosis valentiniana se fundan, sobre todo, en las obras
de sus discípulos, Ptolomeo y Heracleón, por una parte, y Teodoto y Marco el
Mago, por otra. Sin embargo, la doctrina de la escuela valentiniana es muy
coherente en sus líneas generales y corresponde al genio de Valentín la
paternidad de tal concepción. Gracias a él, la gnosis setiana, que era una
forma más del gnosticismo judeo-cristiano, se convierte en una poderosa síntesis.
Los elementos esenciales son éstos: trascendencia absoluta del Padre invisible
y de su pensamiento (ennoia), producción del pleroma de los eones en número de
treinta, el primero de los cuales es sophia; búsqueda del Padre por sophia;
este deseo viene a ser el principio del mundo inferior, donde se hallan
aprisionados los elementos espirituales; envío del Señor, portador de la
gnosis, gracias a la cual se salvan los espirituales.
El sentimiento trágico del fracaso del
apocalipsis, que es el punto de partida existencial del gnosticismo, encontraba
aquí, por primera vez, una expresión especulativa y se hacía teológica. La
seducción de esta doctrina fue inmensa. Valentín es un creador de escuela.
Poseemos los extractos de su discípulo Teodoto, de Alejandría, conservados por
Clemente, el cual los utilizó. Ireneo nos ha descrito el curioso gnosticismo
aritmológico de Marco el Mago, en Asia; va acompañado de una práctica teúrgica
que no es ajena a Valentín. Pero quien dará al gnosticismo valentiniano un carácter
filosófico es, sobre todo, la escuela occidental. Heracleón escribirá el
primer comentario sobre el Evangelio de Juan, provocando como respuesta el
comentario de Orígenes. Y Ptolomeo, cuya doctrina nos ha conservado Ireneo en
la gran referencia del principio del Adversus haereses, dará al sistema su
forma más acabada. El descubrimiento de los manuscritos gnósticos de Nag
Hammadi ha enriquecido nuestro conocimiento de la gnosis valentiniana. Varios
tratados proceden de esta escuela; en particular, el Tratado de las Tres
Naturalezas y la Carta a Regino sobre la resurrección.
Sin embargo, la escuela de Valentín no
representa todo el gnosticismo en la segunda mitad del siglo II. Las noticias de
Hipólito nos muestran que seguían desarrollándose otras ramas. Por ejemplo, la
gnosis de Justino, cuyo Libro de Baruc nos ha resumido Hipólito. Los
manuscritos de Nag Hammadi contienen numerosas obras pertenecientes a esta
época que dependen de la gnosis setiana, pero no directamente de Valentín. Tal
es el caso de la Hipóstasis de los Arcontes, entre otras. En el siglo III, la
Pistis Sophia será una prueba de la vitalidad del gnosticismo. El hipogeo de
Viale Manzoni nos demostrará la existencia en Roma de una secta de sedaños.
Porfirio cita, entre las obras gnósticas conocidas y refutadas por Plotino, el
Apocalipsis de Alógenes y el Apocalipsis de Zostriano, hallada en Nag Hammadi.
Pero lo que planteaba un problema a la Iglesia era la escuela de Valentín, ya
que, por su naturaleza y moderación, constituía una tentación para los
espíritus.
3. MONTANO
Marción y Valentín representan, a la vez,
unas determinadas doctrinas gnósticas y el prolongamiento de ciertas corrientes
eclesiales: Marción prolonga el paulinismo; Valentín, el judeo-cristianismo
egipcio. Esta relación con las diversidades de la Iglesia a comienzos del
siglo II es todavía más patente en Montano. Montano es un frigio que, al igual
que dos mujeres, Maximila y Priscila, pretende haber recibido el carisma de
profecía. Se discute la fecha en que inició su movimiento. Eusebio, en su
Crónica, la fija en el 172. Epifanio asocia a Montano con Marción y Taciano en
el 156. Pero, por otra parte, señala el 172 como fecha del paso de Tiatira al
montanismo, lo cual coincide en parte con la fecha dada por Eusebio. Al
parecer, el origen del movimiento puede situarse en el 156, siendo el 172 la
época en que alcanza su apogeo en Asia. El caso será sometido a Roma el año
177. En tal ocasión intervienen ante Eleuterio los confesores de Lyon. Según
parece, Maximila muere el 179. Trece años después, el movimiento agita a toda
Asia y en particular Ancira y Efeso.
El montanismo es una explosión de
profetismo. Su característica principal es la importancia que concede a las
visiones y revelaciones. Las mujeres desempeñan a este respecto un papel
eminente. En concreto, esas revelaciones tienen un contenido esencialmente
escatológico. Los tiempos del Paráclito han comenzado con la venida de Montano.
Va a ser inaugurada la nueva Jerusalén para un reinado de mil años. Para
prepararse
Alguien ha propuesto considerar el
montanismo como un brote en el cristianismo del entusiasmo de los cultos
frigios de Cibeles y Dionisos . Pero, probablemente, no es ése el camino que
deben seguir las investigaciones. En realidad, el montanismo aparece como una
derivación del espíritu del cristianismo asiático. En Hierápolis vivían a
principios del siglo II dos hijas del apóstol Felipe, que eran profetisas y
vírgenes. También de Hierápolis era obispo Papías, y allí enseñaba el
milenarismo. Ammia, una mujer de Filadelfia de Lidia, es considerada como
profetisa en el siglo II. El milenarismo se presenta como un rasgo general de
la teología frigia y asiática. Se daba en Cerinto. Ireneo se encargará de
transportarlo a las Galias.
El profetismo y la exaltación de la
virginidad son elementos comunes a los montanistas y a Melitón. Más
exactamente, tenemos aquí un desarrollo exagerado del cristianismo johanita.
Este representa una rama de la observancia cuartodecimal, fundada en la
cronología johánica de la Pasión. El término “Paráclito” para designar al
Espíritu Santo es asiático y procede, sin duda, de Montano del Evangelio de
Juan. El milenario se encuentra en el Apocalipsis. El ansia de martirio que
caracteriza a los montanistas está en el espíritu del Apocalipsis y se
relaciona con la visión heroica del conflicto entre Roma, la ciudad de Satán, y
Jerusalén. La exaltación de la continencia se halla en el Apocalipsis y en los
Hechos de Juan apócrifos. Y es de notar que uno de los adversarios romanos del
montanismo, el sacerdote Cayo, rechaza el Evangelio de Juan y el Apocalipsis.
En cambio, los confesores de Lyon, que están vinculados a la tradición
asiática, se inspiran en el Apocalipsis, sin ser montanistas.
El montanismo no plantea problema de
doctrina. Ninguno de sus acusadores lo considera corno herejía. Representa, por
el contrario, la persistencia de tendencias arcaicas. Demuestra la existencia
de comunidades que vivían demasiado separadas del conjunto de la Iglesia. El
profetismo, en fin, desemboca en un iluminismo condenable. Maximila había anunciado
guerras y cataclismos inminentes, que no se habían cumplido. La violencia
antirromana y el afán de martirio constituían una provocación peligrosa para la
paz de la Iglesia. Pero estos excesos no deben hacernos pasar por alto todo lo
que el montanismo conservaba del espíritu de Asia en la gran época de Papías y
Policarpo, y que llegó a seducir a un espíritu de la envergadura de Tertuliano.
4. TACIANO EL SIRIO
La personalidad de Taciano presenta dos
aspectos tan dispares que admite interpretaciones radicalmente opuestas. El
autor del Discurso a los griegos y el del Diatessaron pertenecen a dos mundos
distintos. Martin Elze explica toda su obra por medio del platonismo medio. R.
M. Grant y A. Orbe le consideran como un gnóstico valentiniano; F. Bolgiani ve
en él un judeo-cristiano. Pero, de hecho, nada nos permite considerarle como
gnóstico. Ireneo, que le dedica una referencia, no ve en él nada semejante. Y las
analogías que se han señalado entre él y los valentinianos se reducen a puntos
comunes a la teología de la época y que se hallan en Teófilo y Atenágoras.
Volveremos sobre esto. En todo caso, tales analogías están muy lejos de
explicar todo. Tiene razón Ireneo cuando considera a Taciano fundamentalmente
como un representante del encratismo. Tal es la conclusión que ratifica A.
Vóóbus.
Esto nos sitúa ante una tradición
particular. Taciano se presenta como asirio. Ello quiere decir que es de origen
mesopotamio, sin duda de Adiabene. Ya hemos visto que esta región está
relacionada con la misión palestinense y se caracteriza por sus tendencias
ascéticas. Taciano, que era de origen pagano, parece haberse convertido durante
un viaje a Roma. Sabemos que fue discípulo de Justino. Entonces precisamente
escribió su Discurso a los griegos. Ireneo nos dice que durante ese tiempo no
sostuvo doctrina alguna reprobable. Fue después del martirio de Justino, el
año 168, cuando se convirtió en propagador del encratismo, condenando el
matrimonio. Este es propiamente el objeto de la acusación de Ireneo. Es
posible, como sugiere Vóóbus, que encontrara en Roma algunos sirios del Este.
¿No era de Emesa el papa Aniceto (155-166)? La Iglesia romana de entonces
estaba compuesta, en gran parte, de orientales. Y Taciano se sentía más cerca
del radicalismo oriental. Una vez en su país, compuso el Diatéssaron, donde se
manifiestan claramente sus tendencias encratitas.
El caso de Taciano es parecido al de
Montano. No se trata de herejía en el sentido doctrinal de la palabra.
Bolgiani ha señalado que el error que le reprocha Ireneo, la negación de la
salvación de Adán, además de no hallarse en el Discurso, donde se alude
frecuentemente a Adán, es grave a los ojos de Ireneo precisamente por las
consecuencias que de él se siguen, pero Taciano no llegaba a sacarlas. En
realidad, Taciano, representa un tipo de cristianismo radical, que en Siria
oriental era corriente y del que ha persistido algo en el monacato; un cristianismo
contrario a las tendencias romanas. Tampoco el Oriente sirio considera a
Taciano como hereje. Ireneo le presenta como iniciador del encratismo. Pero es
de notar que éste aparece en toda la esfera de la misión judeo-cristiana. Ya
lo hemos encontrado en Egipto con Valentín. Y es posible que Marción
experimentara, en este punto, la influencia siria, pues hallamos en él la
práctica de no admitir al bautismo más que a las vírgenes y a los esposos que
se separan. Por la correspondencia entre Dionisio de Corinto y Pinito de
Cnosos, vemos que la cuestión estaba planteada en Creta. Sin duda, este
encratismo presenta cierta influencia judía, influencia que se manifiesta por
otros rasgos en Taciano.
Taciano no parece haber hecho escuela en
Occidente. Se cita como discípulo suyo a Severo. Eusebio refiere, a propósito
de éste, que interpretaba a su manera las Sagradas Escrituras, sin duda a base
de modificaciones en la línea del encratismo, y que rechazaba las Epístolas de
Pablo y los Hechos de los Apóstoles. Este último rasgo, exactamente opuesto al
marcionismo, confirma la relación fundamental del grupo de Taciano con el medio
judeo-cristiano influenciado por la Iglesia de Jerusalén. Es justamente lo que
hallamos entre los ebionitas. Y es importante que en la época de Taciano
comienzan a aparecer los Hechos apócrifos. Aquí se manifiestan por doquier las
tendencias encratitas. Los contactos entre esta literatura y Taciano son
posibles, pero no ciertos. Parece más bien que los Hechos surgieron en diversos
sectores —en Osroene, los de Tomás; en Fenicia, los de Pedro; en Asia, los de
Juan; en Licaonia, los de Pablo— y son exponente del vigor que alcanzó en esta
época la corriente encratita dentro del cristianismo oriental.
5. LA CUESTION PASCUAL
Los conflictos surgidos en la segunda
mitad del siglo II no opusieron tan sólo a determinados grupos extremistas con
el conjunto de la Iglesia. En la cuestión de la Pascua se opusieron entre sí
las iglesias nacidas de tradiciones diferentes 33. La iglesia asiática en su
conjunto, siguiendo la tradición johánica, celebraba la Pascua del Salvador el
mismo día que los judíos, es decir, el día 14 de la luna del mes de nisán. Es
la práctica “cuartodecimal”, vigente en ciertas comunidades judeo-cristianas,
particularmente en Palestina y en la misión palestinense. Pero, fuera de Asia,
la mayoría de los cristianos celebraban la fiesta el domingo siguiente al día
14 de la luna. Por lo demás, ya hemos dicho que se trataba probablemente de la
continuación de la fiesta judía de las primicias, la cual inauguraba la fiesta
de las Semanas. La ideología pascual paulina parece conservar el recuerdo de
esta coincidencia.
Tal diversidad de práctica se tradujo muy
pronto en problema. Ya bajo el pontificado de Sixto, hacia el 120, había
estallado en la comunidad de Roma un conflicto entre los romanos y los
asiáticos, que terminó con un acuerdo de mutua tolerancia. El conflicto se
renovó cuando Policarpo, obispo de Esmirna, visitó Roma en tiempos de
Aniceto (155-166). De ello nos informa Ireneo en una carta conservada por
Eusebio. Dice Ireneo que Aniceto no pudo convencer a Policarpo de no observar
el día 14°, ya que tal era la práctica “de Juan y de los demás Apóstoles con
quienes él había vivido”. Policarpo, por su parte, “no pudo conseguir que Aniceto
abandonara la usanza de los presbíteros anteriores a él”. No obstante, se
separaron en paz. La cuestión debió de plantearse con frecuencia. Ireneo, en
efecto, escribe a Víctor: “Los presbíteros anteriores a Sotero que dirigieron
la Iglesia que tú hoy gobiernas, es decir, Aniceto, Pío, Higinio, Telesforo y
Sixto, no observaron el día décimocuarto, pero tampoco prohibieron su práctica
a los que procedían de las cristiandades en que se observaba”.
Parece ser, según el texto de Ireneo, que
la cuestión se agravó en tiempos de Sotero (166-174). Es por entonces cuando
tiene lugar en Roma el cisma de Blasto con Eleuterio. En tiempos de Víctor
(189-199) se reunieron varios sínodos en diversos lugares para examinar la
cuestión y comunicaron su decisión por cartas a las demás iglesias. Eusebio
pudo consultar en la biblioteca de Cesárea la carta de los obispos de
Palestina, otra del sínodo de Roma, presidido por Víctor, otra del sínodo de
los obispos del Ponto, presidido por Palmas, otra de las cristiandades de
Galia, otra de los obispos de Osroene y otra del obispo de Corinto. Esta lista
es preciosa porque nos demuestra que las iglesias orientales compartían en
este punto la posición occidental. Tal es, en concreto, el caso de Alejandría.
Todas estas iglesias afirmaban que la Pascua debía celebrarse en domingo.
Pero los obispos de Asia mantuvieron su
posición. Polícrates de Efeso escribió a Víctor, recordando que la práctica
cuartodecimana fue la de los Apóstoles Felipe y Juan, de Policarpo y Melitón.
Este había escrito un tratado sobre la Pascua. Además, poseemos de él una
Homilía sobre la Pascua, que corresponde a la práctica cuartodecimana. Víctor,
según dice Eusebio, escribió a los obispos para declarar excluidas de la comunión
a las iglesias de Asia. Pero tal decisión levantó gran revuelo entre los
obispos. Entonces intervino Ireneo y, aun afirmando que él mantenía el domingo
para la celebración pascual, invitó a Víctor a seguir la conducta de sus
predecesores aceptando la duplicidad de costumbre.
6. LAS ESCUELAS HETERODOXAS ROMANAS A
FINES DEL SIGLO II
A las grandes corrientes marginales que
hemos enumerado hemos de añadir, a fines del siglo II, otros grupos que no
aparecen hasta este momento, pero que son también una prolongación del
judeo-cristianismo. Se trata de tendencias teológicas arcaicas cuyo carácter
heterodoxo va descubriéndose paulatinamente. Una de las más frecuentes a
principios del siglo II es la que considera a Cristo como un hombre elegido por
Dios de manera eminente. Así sucede con los ebionitas, Cerinto y Carpócrates.
También profesa esta doctrina a fines del siglo II un curtidor de Bizancio,
Teodoto, el cual la difundió en Roma, donde fue excluido de la comunidad por
Víctor, hacia el 198. Sus discípulos siguieron propagándola en Roma.
Más importante es la doctrina monarquiana.
Aparece como una continuación del monoteísmo judío: el Hijo y el Espíritu son
tan sólo potencias del Dios único, como las entendía el judaismo. Por tanto, en
Jesucristo se manifestó la única persona divina. Algunos textos
judeo-cristianos arcaicos, como el Testamento de los XII Patriarcas, presentan
expresiones que podrían entenderse en ese sentido. Partidarios de tal doctrina
los encontramos en Asia Menor. Tertuliano se la atribuye a Práxeas. Pero, tal
vez, sin razón, pues Práxeas sufrió por la fe. Parece más bien que este fue
representante ele un grupo violentamente opuesto al montanismo. Tenemos en él
un testimonio de la existencia de corrientes divergentes en Asia, pero su
teología trinitaria no parece distinta de la de Melitón: únicamente presenta
una formulación arcaica. Práxeas se trasladó a Roma y prosiguió allí su lucha
contra el montañismo, logrando que el mismo Eleuterio la condenara. Pasó luego
a Africa, donde su oposición al montañismo suscitó una violenta reacción por
parte de Tertuliano. Este le presenta como padre del modalismo precisamente
para desacreditarle.
Hipólito, en sus Elenchos, nos describe
otro grupo monarquiano, el de Noeto. Noeto era de Esmirna, donde, según dice
Hipólito, fue excluido de la Iglesia por los presbíteros. Su discípulo Epígono
se trasladó a Roma en tiempos de Víctor. Si hemos de creer a Hipólito, este
personaje halló simpatías ante los obispos de Roma, Víctor y especialmente
Ceferino, después del 199. En todo caso, parece cierto que la teología
monarquiana encontró tanto más favor ante ellos cuanto que se oponía
radicalmente al montañismo. De este modo pasaban a Roma los conflictos de las
comunidades asiáticas. La querella monarquiana se prolongaría mucho tiempo
durante el siglo III. Hipólito y Tertuliano tomaron en ella una buena parte.
Del examen de estos diversos grupos
resulta un hecho notable: que en Roma se fueron instalando representantes de
todas las tendencias. Allí hemos visto a Marción exponiendo su doctrina a los
presbíteros en tiempos de Higinio. Allí se encuentra Valentín por la misma
época. Allí coincide Cerdón con Marción. Allí difunde Marcelino la doctrina de
Carpócrates en tiempos de Aniceto. Allí funda Justino su escuela hacia el 150,
teniendo por discípulo al asirio Taciano. Hegesipo llega a Roma hacia el 160. A
Roma se trasladan Práxeas, Epígono y Teodoto. A fines del siglo II tenemos en
Roma una infinidad de escuelas. El asiático Roción ha sucedido, en la escuela
de Justino, a Taciano, al regresar éste a Asiria en ruptura con la Iglesia. Los
marcionitas están divididos en tres grupos diferentes: Apeles reconoce un solo
principio, Potito y Basílico admiten dos, Sinero supone tres. Los valentinianos
están representados por la tendencia de Ptolomeo y la de Heracleón. También hay
carpocratianos, basilidianos, naasenos. Los montanistas tienen dos escuelas:
la de Proclo y la de Esquines. El autor del Adversus Artemonem señala cuatro
grupos de adopcionistas. La mayoría de estos doctores proceden de Asia. Pero
Roma es el ruedo en que se enfrentan.
Insistimos en que casi todos estos hombres
son extranjeros. Vienen de Asia, de Siria, de Egipto, de Mesopotamia. Esto es
la imagen, en el plano eclesial, del extraordinario alcance de Roma en tiempos
de los Antoninos. La urbe no es ya la de Augusto ni la de Nerón. Es una gran
ciudad cosmopolita donde se dan cita todas las razas y todas las religiones. En
ella se habla griego lo mismo que latín. También los cristianos forman parte de
ese mundo cosmopolita. Es verdad que ellos tienen raíces más profundas en las
familias propiamente romanas: entierran a sus muertos en propiedades
pertenecientes a los Cecilios o a los Aurelios. Pero la mayoría de ellos son
orientales. Roma es el centro donde se afirman asiáticos y sirios de todas las
tendencias. El final del siglo II se caracteriza por esta importancia de Roma
en la vida de la Iglesia. Está vinculada al influjo de la urbe en el plano de
la civilización; pero también significa el lugar eminente de la sede romana en
el conjunto del cristianismo.
7. LAS GRANDES FIGURAS EPISCOPALES
Frente a la multiplicidad de escuelas que
caracteriza la época que estudiamos, vemos cómo se va afirmando la autoridad de
los obispos. Es otro rasgo característico del final del siglo II. Frente a las
nuevas y múltiples doctrinas, ellos representan simultáneamente la tradición
de la fe común y la unidad de esa fe. Los cincuenta años que van de Higinio a
Víctor nos ofrecen, en este aspecto, algunas figuras notables. Palestina cuenta
con obispos procedentes de la gentilidad. En tiempos de Marco Aurelio,
Jerusalén tiene un gran obispo en la persona de Narciso. De él nos cuenta
Eusebio el milagro de la transformación del agua en aceite con ocasión de una
vigilia pascual. Perseguido y calumniado, abandona su sede y se oculta en los
desiertos. Se le remplaza; pero, una vez hallado vuelve a tomar posesión de su
cargo. Ya anciano, se le señala como sucesor, a Alejandro, con quien comparte
el gobierno.
Antioquia tiene a Teófilo, que será
conocido sobre todo por su obra de escritor y catequista. Eusebio le presenta
como el sexto obispo de la ciudad. Después de Maximino, tendrá por sucesor a
Serapión. Este desempeñará un importante papel en la lucha contra el
montañismo. Intervendrá también en la cuestión de los apócrifos petrinos. Asia
es el foco más intenso de la vida de la Iglesia. Allí se desarrollan las herejías.
Pero también allí surgen los más notables obispos. En Hierápolis está Apolinar,
cuyas numerosas intervenciones ya han sido objeto de nuestro examen; él condena
al montanismo y dirige una apología a Marco Aurelio. En Sardes, Melitón es la
gloria de la Iglesia en Asia. Hemos hablado de su Apología, de su talento
literario. Él es la más pura expresión del cristianismo asiático. Tertuliano
exaltará su don de profecía. Es también fervoroso defensor de la práctica
cuartodecimana. Polícrates de Efeso aparece como el metropolita de Asia. Él es
quien representa a sus colegas en la discusión con el obispo de Roma.
En Grecia, Dionisio de Corinto ejerce su
acción muy extensa por medio de sus cartas “católicas”. Se halla en relación
con las iglesias de Creta y del Ponto en particular. Gracias a él conocemos
los nombres de varios obispos de estas regiones: Felipe, obispo de Gortina,
que escribe contra Marción; Pinito, obispo de Cnosos, con quien discute sobre
la cuestión de la continencia y del matrimonio; Palmas, obispo de Amastris, que
intervendrá, en nombre de los obispos del Ponto, en la controversia pascual.
En Alejandría, Demetrio es obispo en tiempos de Cómodo. Por último, durante
este período figuran sucesivamente a la cabeza de la Iglesia de Roma: Pío
(140-155), Aniceto (155-166), Sotero (166174), Eleuterio (174-189) y Víctor
(189-199).
Por supuesto, la actividad de los obispos
se centra fundamentalmente en las comunidades que dirigen. Pero es de notar el
carácter más general que toma esa actividad. Lo vemos en numerosas ocasiones.
Los obispos de una misma región se reúnen en sínodos locales. De ello tenemos
un ejemplo a propósito de la disputa pascual: se reunieron sínodos en
Palestina, en el Ponto y en Asia. Parece ser que cada región tuvo una especie
de patriarca: Polícrates en Efeso, Víctor en Roma, Serapión en Jerusalén,
Palmas en el Ponto. Esta actividad puede extenderse más allá de las
circunscripciones eclesiásticas. Serapión de Antioquia recoge firmas de
obispos contra el montañismo hasta su Tracia. Parece, no obstante, que tales
comunicaciones suponen la existencia de vínculos particulares entre algunas
iglesias.
No podemos por menos de sorprendernos ante
la diferencia que presenta la actividad de los fundadores de sectas, con su
carácter personal y semejante a la de los jefes de escuela, y la actividad de
los obispos, que es esencialmente colectiva y procura defender la fe común.
Ireneo no hará sino indicar la realidad histórica, cuando escriba: “Los
(herejes) son todos posteriores a los obispos, a quienes los Apóstoles
transmitieron las iglesias, y las manifestaciones de su doctrina son diferentes
y forman una verdadera cacofonía. En cambio, el comportamiento de quienes son
de la Iglesia, abarcando el mundo entero y conservando firme la tradición de
los Apóstoles, nos muestra en todos una misma fe y una misma forma de
organización”.
En este conjunto, la Iglesia de Roma tiene
una autoridad particular. A Roma acudió Policarpo, el 155, para tratar diversas
cuestiones con Aniceto. Dionisio de Corinto escribe a la Iglesia de los Romanos
y a Sotero. Polícrates de Efeso dirige al obispo de Roma su defensa de la práctica
cuartodecimana en nombre de los obispos de Asia. Es difícil no reconocer en
este conjunto de hechos más que la importancia política e intelectual de la
capital del Imperio. En el plano eclesial, Roma no aparece solamente como
representante de una de las tradiciones heredadas de los Apóstoles. Mejor
dicho, representa una de esas tradiciones, la de Pedro. Pero tal tradición aparece
revestida de una autoridad particular. Así lo reconocerá Ireneo, asiático de
origen y galo de adopción, en el Adversus haereses.
Sobre este período crucial en que se
enfrentan las escuelas con la Iglesia, nos informa un testigo de primer orden,
mezclado directamente en tales conflictos: san Ireneo. Su obra nos ofrece a la
vez la documentación más precisa y la interpretación más profunda. Ireneo está
en el centro de la vida de la Iglesia. Nacido en Esmirna hacia el 115, conoció
en su adolescencia al obispo Policarpo y heredó de él la tradición johánica.
Parece haber residido en Roma. El año 177, es sacerdote de la iglesia de Lyon y
acompaña a los confesores que intervienen ante Eleuterio en la cuestión de los
montanistas. Precisamente durante el reinado de Eleuterio, escribe una gran
obra contra los gnósticos, el Adversus haereses, donde estudia todas las
escuelas heterodoxas. Ya obispo de Lyon, escribe a Blasto sobre la cuestión
pascual. También procura librar a Florino del gnosticismo. Bajo el pontificado
de Víctor, defiende ante éste la posición de los cuartodecimanos. Por último,
resume su enseñanza catequética en la Demostración de la predicación
apostólica.
Ireneo fue testigo del conflicto que opuso
a las diversas escuelas y al conjunto de los obispos. Y ha reflexionado sobre
el sentido de tal oposición, que afecta tanto al origen como al contenido de
la verdad cristiana. Ireneo comienza por negar la autoridad de los jefes de
escuela. Su doctrina no tiene otro fundamento que su propia imaginación. Se
predican a sí mismos. Cuando pretenden ser testigos de una tradición esotérica,
tal afirmación es falaz. En realidad, no representan ninguna tradición. Cada
uno es el origen de su propia doctrina. Las ideas que presentan pueden ser
seductoras, pero no tienen como tales ninguna autoridad divina, pertenecen al
orden de las doctrinas humanas, son creaciones de la inteligencia.
A los doctores heréticos opone Ireneo los
obispos. Estos no sacan su autoridad de su valía personal. Han sido
instituidos, investidos de un cargo, que consiste en transmitir una doctrina
que les es anterior. Y buscando a quién se remonta tal doctrina, se ve que
finalmente procede de los Apóstoles, los cuales instituyeron a los primeros
obispos. Ireneo afirma entonces que la sucesión episcopal se remonta asimismo a
los Apóstoles. Repite la empresa que había intentado Hegesipo, pero enriqueciéndola
con sus propios conocimientos. Y así establece la sucesión de tres iglesias que
conoce bien: la de Esmirna, que se remonta a Juan a través de Policarpo; la de
Efeso, que se remonta a Pablo, y la de Roma, que se remonta a Pedro y Pablo y
de la cual únicamente nos ofrece la sucesión completa.
Lo que nos llega a través de las
sucesiones episcopales es la tradición de los Apóstoles (traditio ab
apostolis). Los gnósticos pretenden proceder también de los Apóstoles, pero su
tradición carece de autoridad, pues no se basa en la institución y la
transmisión legítimas de la autoridad; los obispos, por el contrario, son
herederos de la autoridad de los Apóstoles. Ellos tienen la misma autoridad
para transmitir que los Apóstoles para enseñar. Lo cual viene a ser una teología
de la institución eclesial. La transmisión de la enseñanza de los Apóstoles no
ha quedado a merced de la iniciativa de doctores privados. Los mismos Apóstoles
constituyeron los órganos a través de los cuales querían que se transmitiera su
enseñanza. Solamente esos órganos instituidos por los Apóstoles tienen la
autoridad de los Apóstoles. Solamente ellos son criterios de las doctrinas y
garantizan la conformidad de éstas con la revelación.
Ireneo ve una confirmación de todo esto en
la unidad de la enseñanza de los obispos. Mientras las escuelas gnósticas
están divididas y se contradicen, la enseñanza de los obispos es una sola en
toda la faz de la tierra. Una vez más la reflexión de Ireneo es como el reflejo
de la situación histórica, cuyo significado expresa esa misma reflexión. Lo que
más llama la atención en el estudio que hemos hecho es la multiplicación de
las sectas. De ahí, sin duda, que su estudio ocupe un lugar considerable, que
podría ser ulteriormente desarrollado. Frente a ellas, se alza la enseñanza
común de los obispos, la regla de fe contenida en el Símbolo, en su sencillez
y unidad.
En cuanto a esa regla de fe, Ireneo no se
limita a afirmar la existencia, sino que explica el contenido. Frente a las
doctrinas que hemos descrito, despliega el contenido de la tradición. Su obra
es esencialmente catequética. Tanto en el Adversus haereses como en la
Demostración, Ireneo no pretende ser un teólogo original. Se limita a
exponer la doctrina común. Sus fuentes son ante todo la tradición catequética
y las Escrituras. Pero expresa esa doctrina con una profundidad que subraya
su riqueza espiritual y lleva en sí misma como un testimonio de autenticidad
divina. No en vano Ireneo procede de Asia, que fue la tierra de los carismas.
Su enseñanza está animada por el Espíritu.
Hay un rasgo en Ireneo que da a su obra
una coherencia extraordinaria y le sirve a él para poner de relieve en su
exposición de la fe el mismo aspecto que en su estudio formal: la unidad. Lo
mismo que la unidad caracteriza la enseñanza de los obispos frente a la de los
gnósticos, así es la unidad lo que caracteriza el contenido de esa enseñanza.
Los gnósticos rompen la unidad: oponen el Dios salvador al Dios creador, el
mundo visible al pleroma de los eones, el Antiguo Testamento a la Nueva
Alianza, el hombre Jesús al Cristo del pleroma, la carne al espíritu en el
hombre. Frente a todo esto, Ireneo describe la unidad del plan de Dios. Es el
mismo Dios el que modeló a Adán por medio de su Verbo y de su Espíritu y el que
viene, en la plenitud de los tiempos, a tomar de nuevo ese hombre que le
pertenece por llevarlo al cumplimiento de su plan.
El centro de esta teología es la
“recapitulación” de todas las cosas en Cristo. Ireneo entiende con esto que el
Verbo toma de nuevo al hombre en su totalidad, y al hombre en su totalidad le
comunica el Espíritu el don de incorruptibilidad. Pero lo que toma de nuevo la
acción del Verbo no es simplemente la naturaleza humana, sino el hombre con
todo su pasado. La unidad del cristianismo es la unidad de un mismo plan de
Dios. Un plan que comienza con la creación; el pecado lo falsea sin
destruirlo; el Antiguo Testamento prepara a la humanidad para el don del
Espíritu; en Cristo, el Verbo de Dios lleva a la humanidad hasta su coronamiento;
el Espíritu infundido en el bautismo hace que quien cree participe de esa vida
divina.
CAPITULO IX
LA COMUNIDAD CRISTIANA
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