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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIAREFORMA Y CONTRARREFORMA
CAPITULO OCTAVO
EL ABSOLUTISMO REGIO Y EL NUEVO PENSAMIENTOIIILA
SEGUNDA ETAPA DE LA CONTIENDA CON EL JANSENISMO
Entre los defensores
de Fenelón se hallaba el benedictino Gabriel Gerberon, célebre maurino que
había huido a Holanda a causa de sus inclinaciones jansenistas. Pocos años
después de la decisión de Roma se dejó oír de nuevo el movimiento jansenista.
Hasta entonces había permanecido en un segundo plano en las grandes
discusiones, sobre todo en las que trataban del derecho de regalías y de los
artículos galicanistas. Pero había encontrado un aliado precisamente en el
galicanismo, en las limitaciones que éste imponía a la autoridad doctrinal del
papa. En este sentido, también el oratoriano Pascasio Quesnel, en sus Reflexiones
morales sobre el Nuevo Testamento, de 1699, reedición de un escrito ya
publicado por él treinta años antes, había declarado que la excomunión del papa
solo era inválida. Esta obra, que, al afirmar que la Iglesia se compone sólo de
unos pocos elegidos, negaba la redención universal de Cristo y renovaba la
doctrina de Jansenio, la dedicó Quesnel al obispo de Chalons. Noailles había
escrito el prólogo, en que la recomendaba, y también Bossuet la defendió
durante algún tiempo. El libro obtuvo una gran aceptación entre los lectores de
Francia. Pero el culto autor no tenía en Roma una «hoja limpia». La edición por
Quesnel de las obras de san León Magno, con la colección del derecho canónico
incluida en ella, había sido puesta ya en el Indice en 1676, a causa de su
galicanismo. Por este motivo el oratoriano había abandonado su comunidad y vivía en
Bélgica, donde acogió también al gran Arnauld, después que éste huyera de
Francia.
Al mismo tiempo de la
aparición del libro de Quesnel, la oposición pública francesa fue sorprendida
también por la publicación del Caso de conciencia. Cuarenta doctores de
la Sorbona habían declarado, ante una pregunta que se les había dirigido, que
el atenerse al silentium obsequiosum no era impedimento alguno para dar
la absolución en la confesión. Cuando los jansenistas publicaron estas
declaraciones, parecieron resurgir todas aquellas cuestiones que medio siglo
antes habían apasionado a París. En seguida hizo acto de presencia la
oposición, que procedía principalmente de Luis XIV, A su intervención se debe
que Quesnel fuera arrestado en Bruselas, en 1703, por orden del rey de España,
y el que fueran requisados todos sus numerosos papeles, que en parte fueron
entregados al confesor del rey en París. Bossuet atacó la declaración de los
teólogos parisinos. El rey les obligó a retractarse y, finalmente, Clemente XI,
a petición del rey francés, promulgó en 1705 una bula. Qué derechos se arrogó
Luis XIV y con qué honradez odiaba a los jansenistas, que
de nuevo pretendían romper la unidad religiosa conseguida a duras penas, y en
cuyas filas se concentraban los más decididos enemigos del absolutismo regio,
lo deducimos de la petición que dirigiera al papa para que éste le
mandara antes el borrador de la bula, a fin de examinarla. La
bula de 1705 declaraba que el silencio respetuoso no era
suficiente. Las cinco proposiciones de Jansenio debían ser rechazadas «con el corazón y con la boca». El clero, de ideas galicanas, aceptó, en verdad, la bula —el rey así lo quería—, pero declaró que sólo obligaría a toda la Iglesia si obtenía el consenso de los obispos. La dura amonestación del papa no produjo
cambio alguno. Sólo tras larga vacilación se sometieron las monjas de
Port-Royal, que opusieron una serie de reparos fundamentales. Por ello el convento fue puesto en entredicho; después, previa aprobación del papa,
se suprimió la abadía; y, finalmente, incluso se destruyó la iglesia
y el convento. Hasta los muertos fueron sacados de su lugar de reposo.
Entre tanto Quesnel había vuelto a dar que hablar. Se fugó de la prisión episcopal a Holanda
y se declaró partidario del jansenismo. Después de que algunos obispos
franceses prohibieron el
Nuevo Testamento de Quesnel,
también Roma se ocupó del asunto. En 1708 el papa condenaba
la obra. Sin embargo, en París, el Parlamento se negaba a aceptar el breve. Quesnel mismo lo señalaba como inválido, y el arzobispo de París, cardenal Noailles, indeciso y poco
formado en cuestiones teológicas, se negó a retractar,
como se le pedía, la recomendación de 1695. La lucha contra Quesnel apareció a
los ojos de muchos como una campaña difamatoria de los jesuítas; igualmente
proseguían sin interrupción las recíprocas denuncias de Roma, a causa del
sistema moral de la Compañía de Jesús y de las doctrinas de Jansenio. En este
confusionismo Luis XIV pidió una nueva bula pontificia, que debía enumerar y
condenar los errores de la obra de Quesnel. En ella debían evitarse todas las
fórmulas que pudieran excitar la sensibilidad galicana. Después de largas
gestiones con la Curia, en las que Quesnel intentó en vano se le escuchara,
Clemente XI firmó el 3 de septiembre de 1713 la bula Unigenitus. En ella se mencionaban y censuraban textualmente 101 proposiciones de la obra
de Quesnel y se las ponía expresamente en relación con los errores de Jansenio.
A pesar de cierta oscuridad del escrito, pues no se precisaba qué censuras
correspondían a cada proposición, la bula Unigenitus es una de las más
importantes decisiones tomadas por el magisterio papal. Aquí, sin aludir a
ningún concilio general y sin atender al consenso de las Iglesias, que pedían
los galicanos, se reivindicó con toda naturalidad el derecho a decidir en
última instancia sobre la interpretación de san Agustín, esto es, a no
considerar como criterios independientes las opiniones y juicios de los
doctores de la Iglesia, sino a incluirlos en el conjunto de la autointerpretación
de la Iglesia. La bula, ciertamente, no terminó de un golpe con las
diferencias. Sin embargo, la lucha por lograr su imposición pertenece ya al
siguiente período de la historia de la Iglesia.
Las discusiones
jansenistas siguieron siendo a comienzos del siglo una cuestión casi
exclusivamente francesa. Sólo en Holanda, el país vecino independiente del
poder de Luis XIV y en la práctica también relativamente tolerante frente a la
minoría católica, hicieron aparición sus partidarios. Cuando el nieto de Luis
XIV tomó las riendas del poder en España, los dirigentes jansenistas huyeron
desde el Flandes español a la independiente Holanda. Es cierto que en Holanda
estaba prohibido a los católicos el ejercicio público de su religión y los
obispados habían desaparecido. Sin embargo, como ya antes se ha dicho, se
había llegado a una organización provisional estableciendo vicarios apostólicos.
Los roces entre éstos y sus escasos sacerdotes seculares por una parte, y con
los jesuítas, llamados como misioneros, por otra, llenaron todo el siglo XVII.
Así resulta comprensible que los vicarios apostólicos sintieran ciertas
simpatías por los jansenistas, enemigos de los jesuítas, y algunos de ellos se
hicieran partidarios directos del. movimiento jansenista.
Especialmente el vicario apostólico (desde 1688) Pedro Codde, oratoriano como
Quesnel, estaba en contacto con Arnauld y su antiguo hermano en religión, a
quien había conocido en París. A causa de su rigorismo y de sus tendencias
jansenistas, fue denunciado en Roma; pero el papa aceptó en 1695 su
justificación. Acusado de nuevo por los jesuítas por no haber publicado la
condenación papal de algunas proposiciones, especialmente de algunas sostenidas
en Bélgica, Codde emprendió viaje a Roma, que se le había exigido bajo amenaza
de suspensión. Como allí se negara a reconocer como doctrina de Jansenio las
cinco proposiciones, que él reprobaba, fue suspendido en 1702. Vuelto a Holanda
se defendió con una carta pública. Con esto se llegó en 1704 a su deposición definitiva.
Pero el provicario nombrado por Roma, Teodoro de Cock, antiguo alumno del colegio de la
Propaganda, no pudo dominar la situación. Muchos católicos y la mitad de los
trescientos cincuenta sacerdotes seculares se negaron a reconocerle, y los Estados
Generales, influidos por éstos —la apelación contra Roma al poder secular
calvinista no fue aprobada, en verdad, en todas partes—, le hicieron imposible
el desempeño de su cargo. Cock tuvo que ceder. En el nombramiento de su sucesor Roma
tuvo igualmente mala suerte. Finalmente no hubo en Holanda ningún poder
episcopal para la gran minoría católica. Es conveniente tener en cuenta este
abandono religioso si se quiere juzgar sobre la acción demasiado independiente
de los consejeros del vicariato de Utrecht, que condujo, al principio del siguiente período, al
lamentable cisma holandés.
La residencia durante
largos años de numerosos diplomáticos en Utrecht, a causa de las negociaciones que allí se realizaban
para la conclusión de la guerra de sucesión española, no dejó de influir en la
posterior extensión, a los territorios alemanes e italianos, de las ideas
jansenistas y antirromanas.
RENATO DESCARTES
Jansenismo,
galicanismo, quietismo y todos los demás movimientos configuraron en primer
plano la historia de la vida religiosa francesa. Mas todas estas corrientes no
pueden hacer olvidar que tras ellas iba extendiéndose, sin ser notado, un nuevo
pensamiento, una nueva actitud espiritual, la cual había de terminar tanto con
la alegre fe barroca como también con el absolutismo francés. Sólo muy
tardía y parcialmente se había dejado Francia transformar e influir por el
espíritu del Concilio de Trento. Un humanismo naturalista, restos del escepticismo y estoicismo
renacentistas, habían podido conservarse y desempeñar un papel importante en
las diferencias religiosas. Esto tal vez esté relacionado con la singular
simbiosis de los católicos y hugonotes en esta nación. Mientras que en
Alemania, territorialmente dividida, cada Estado tenía su particular confesión
debida al capricho o a la decisión del príncipe, y las minorías
insignificantes estaban condenadas a desaparecer, hubo en Francia un Estado
calvinista dentro del propio Estado, una Iglesia hugonote con existencia legal,
con la que se discutía de hombre a hombre, en una época nada indiferente en
religión ni tampoco perezosa en las cosas espirituales, y esto durante más de
un siglo. Así, los elementos racionales tuvieron una gran importancia en la
discusión. Cuando toda apología a base de razones tropezaba con el principio de
Escritura de los reformados, los hombres de la Contrarreforma utilizaban
también los métodos y principios de los antiguos escépticos, cuyas obras se
publicaron de nuevo entonces. ¿No podía demostrarse así que, con la afirmación
de los reformados de que la Iglesia podía errar, se abandonaba incluso el
criterio de la fe? Si los reformados invocaban la Escritura, se les contestaba
diciendo que por la sola Escritura no podemos saber lo que ella dice y quiere
decir, y que las opiniones de los reformados eran sólo las opiniones dudosas de
Lutero, Calvino y Zuinglio acerca del sentido de la Escritura. Los reformados
no tenían ningún criterio para su fe. ¿De qué sabían ellos que los libros del
Antiguo y Nuevo Testamento eran Sagrada Escritura? Si lo sabían por un
convencimiento interior, producido por el Espíritu Santo, entonces se plantea
la pregunta por la autenticidad de tal convencimiento. ¿Cómo se lo puede
distinguir de la ilusión o de un falso entusiasmo? ¿Dónde está el criterio? De
este modo se pensaba llevar a los reformados a una perplejidad externa, a una
crisis de la duda. Sólo cuando, una vez destruida la seguridad interior de su
convencimiento, no existiera aún un ateísmo declarado, podía esperarse ganar a
los reformados por este camino. Muy pocos se dieron cuenta de que este método,
empleado en general, se dirigía contra toda religión; que este escepticismo
incluía una fuerte tendencia al libertinaje. Era muy general la postura de
escepticismo, cuyo contrapolo era el fideísmo, la confianza exclusiva en la
revelación garantizada por la Iglesia.
De Montaigne (f.
1592), que enseñaba la incapacidad de la razón humana para conocer las verdades
metafísicas y que, por lo mismo, en el terreno religioso pedía el respeto a la
fe de los Padres, pero mantenía en la conducta práctica un ideal de vida
estoico, esta postura pasó a sus alumnos, al canónigo Charron, al obispo Camus, secretario y amigo de
Francisco de Sales, al cardenal Duperron y a algunos jesuítas y jansenistas.
Incluso en la indiferencia del «amor puro» de Fenelón se pretendía ver restos de este pensar estoico, y la conocida Histoire
critique du Vieux Testament de 1678, de Ricardo Simon (1638-1712), hay que
interpretarla teniendo en cuenta que el sabio oratoriano pretendía desvirtuar
la apelación de los reformados a la Escritura probando que no existía ningún
escrito original de la Biblia y que nadie conocía el sentido exacto de la
antigua lengua hebrea.
Un discípulo del colegio jesuíta de La Fleche, en el cual, junto a una educación de orientación humanística, había hecho mella el método del escepticismo, realizó el gran cambio en el pensamiento francés. Fue Renato Descartes (Cartesius). La duda que él sintió en esta escuela y la conciencia de su ignorancia llevaron a este hombre, para el que la sabiduría valía más que los conocimientos de escuela y el honnéte homme ocupaba un puesto más elevado que el sabio humanista, a abandonar por completo el estudio de las ciencias y a aprender en la vida práctica, en viajes, en las cortes y en los ejércitos. Sirviendo en el ejército de Tilly, en 1619, en el Neuburgo bávaro, tuvo lugar un acontecimiento decisivo para él. Había hecho promesa de peregrinar a Loreto si encontraba la razón, filosóficamente inconmovible, de la fe. La razón natural, así lo reconocía él, recibe su certeza inconmovible del hecho de ser. Je pense, donc je suis. Pienso, luego existo. Partiendo de esta base quería adentrarse en la investigación de la realidad. En este punto cesaba la duda metódica de principio. El escepticismo quedaba desarmado. Pero el hombre aprehende su ser como espíritu por medio del puro pensar, y la imperfección del pensar le remite a la perfección de Dios. La existencia de Dios es innata en nosotros como idea. Descartes no piensa todavía en la separación de fe y saber. Su filosofía debe afirmar más bien la parte de la revelación que es accesible a la razón: la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Su objetivo es un cosmos uniforme de todo saber; su método, la rigurosa matemática analítica que él enriqueció con el descubrimiento de la geometría analítica. Incitado por sus amigos, sobre todo por el cardenal Bérulle y su círculo, publicó su Discours de la méthode (1637) y las Meditationes de prima philosophia (1641). Pero encontró sólo tolerancia, cuando no repulsa. Incluso fue puesto en el Índice por su doctrina acerca de la transubstanciación. Murió como católico creyente, en 1650, a los cincuenta y cuatro años, en Estocolmo, a donde se había dirigido el año anterior para instruir a la reina Cristina de Suecia.
El punto de arranque
de la filosofía de la conciencia constituye la novedad de su sistema. Descartes
ha preparado el camino a todos los sistemas filosóficos del idealismo y en
realidad ha llevado también el pensar filosófico, de
su encuentro con lo objetivo, a un racionalismo hipercrítico. La autonomía de
la inteligencia dependía aún de la razón divina: Descartes era aún un realista;
pero los hilos entre la razón y Dios eran ya muy débiles y Descartes intentaba
explicar el realismo por caminos difíciles, cuando no erróneos.
Descartes ejerció un
influjo extraordinario y tuvo excelentes alumnos. El oratoriano Malebranche
intentó crear con los nuevos métodos, sobre la base de la filosofía de la
conciencia y con la ayuda de pensamientos agustinianos, una filosofía
auténticamente cristiana, la cual resulta tan teocéntrica que todo conocer
claro y distinto se realiza propiamente en Dios, como todo hacer y obrar es
hacer y obrar de Dios. Su filosofía fue atacada por todas partes. Los jesuítas
y Arnauld, Fenelón y Bossuet, por no hablar de los deístas ingleses, coincidían
en su repulsa.
Mas cuando el nuevo
espíritu encontró defensores que no pertenecían al círculo de la doctrina
cristiana de Dios, tenía que resultar funesto. Baruch
Spinoza (1632-1677) en Amsterdam, que pretendió ser
rabino, pero que fue expulsado de la comunidad judía a causa de su
racionalismo, quiso ser un discípulo de Descartes. En sus propias obras
proyectó establecer de una manera lógica, more geométrico, los fundamentos
de la filosofía, la cosmovisión y la ética. A lo que aspiraba era a un
conocimiento que informase la vida. Buscaba algo que le concediera «por una
eternidad el disfrute de una alegría estable y suma». En el impulso hacia lo
eterno, ilimitado e infinito se manifiesta de nuevo el sentimiento barroco del
mundo, ahora fuera del cristianismo. Pero, yendo más allá de Descartes, Spinoza enseñaba un monismo
panteísta. Para él sólo existe una verdadera sustancia, Dios, a la que conviene
el pensar y la extensión, Deus sive natura. El mundo no sólo está
próximo a Dios, es Dios mismo. En consecuencia, no puede haber ningún mal
absoluto, porque todo brota necesariamente del fondo infinito del mundo. La
religión consiste ya sólo en el afecto, cuya cúspide es el amor Dei
intellectualis. La Biblia es rechazada.
El eco que Spinoza encontró en su tiempo
fue demoledor. Leibniz percibió de manera clarísima la proximidad de este autor
al ateísmo y por eso lo combatió.
IVEL DEISMO INGLES
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