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CAPITULO XVIIIEL PENSAMIENTO MEDIEVAL (1000-1200)Una de
las características de la civilización medieval occidental consiste en que
todas las actividades intelectuales superiores, excepto las de índole empírica
o práctica como la medicina o el derecho civil, o las que tenían una finalidad
puramente científica como las matemáticas o la óptica, estuvieron sometidas a
principios religiosos y destinadas a fines igualmente religiosos. De ahí que la
filosofía, la literatura y el arte formen parte de la historia de la Iglesia de
la Edad Media. En cambio, en las épocas precedentes y ulteriores, esas actividades
sólo tuvieron con la religión contactos fortuitos y relativamente escasos. El
corolario de esta afirmación es que las disciplinas y las instituciones ligadas
a esas actividades estuvieron controladas, por no decir monopolizadas, por la
autoridad religiosa.
En la
alta Edad Media había habido dos medios de educación: la escuela catedralicia y
la escuela monástica. Hay que añadir, en algunas regiones de Italia, las
escuelas urbanas de gramática y derecho. Pero estas últimas están fuera del
marco general de la época. La catedral y el monasterio impartían una sola forma
de educación, vestigio de la educación retórica del bajo Imperio Romano, la
cual era a su vez una versión mutilada de la verdadera educación griega y se
reducía a la gramática, la retórica y la dialéctica del antiguo trivium. El quadrivium, más amplio, que comprendía la geometría, la aritmética, la astronomía y la
música (teórica), estaba abandonado en esta época o se consideraba como una
disciplina libresca. Se cambió el orden del trivium. Ahora la dialéctica
quedaba en segundo lugar, lo que denotaba su menor importancia. Ya no era un
instrumento para descubrir la verdad o la realidad últimas, sino una materia
que se estudiaba para olvidarla luego. La educación tenía como eje principal a
la literatura y se orientaba a estudiar las Escrituras y los textos
patrísticos; en otras palabras: todo lo que se sabía entonces en materia de
teología. En general puede decirse que en la época de Hincmaro de Reims (hacia
el 850) y en la de Lanfranco de Canterbury (1010-1089) los monasterios
fueron los centros culturales más activos.
Lentamente
fue apareciendo un cambio poco antes del año 1000; se manifestó primero en las
escuelas catedralicias de Lorena, del norte y centro de Francia, donde Chartres ocupaba
una posición preeminente. Esto se tradujo en una revalorización y aumento de
interés por la dialéctica, que se convirtió de nuevo en el estadio final de la
educación y pudo así desarrollarse indefinidamente. Una señal o un símbolo de
esta renovación fue la ascensión de Gerberto de Aurillac, estudiante de Chartres que
durante algún tiempo fue maestro de Reims y tutor de la familia imperial antes de ser
elegido papa. Gerberto (Silvestre II) fue un caso aislado. Pero a partir de
ese momento, media docena de escuelas catedralicias fueron los polos de
atracción de grupos entusiastas de estudiantes. La dialéctica, utilizada
entonces como medio de conocimiento, fue su objetivo principal, y surgieron
maestros que iban de escuela en escuela y enseñaron también (algo más tarde)
fuera de las escuelas, conquistando alumnos, conservándolos en sus peregrinaciones
y recibiendo dinero por sus servicios. Todos los estudiantes y todos los
maestros, excepto los estudiantes de derecho y de medicina, eran clérigos y
dependían, por tanto, de la jurisdicción eclesiástica.
La nueva
dialéctica no tuvo su origen en escritos nuevos o redescubiertos: se apoyaba
sencillamente en la lógica aristotélica elemental, definida en la célebre Introducción de Porfirio, tal como la había transmitido Boecio a las escuelas latinas cinco
siglos antes. Pero estos breves tratados encerraban virtualidades intrínsecas,
largo tiempo ignoradas, que el espíritu de Europa iba a desarrollar
inmediatamente. De ser un sistema de fórmulas muertas, la lógica pasó a
constituir una técnica y un método aplicables a todo conocimiento. Los maestros
del siglo XI fueron capaces de utilizar un instrumento que no habían sabido
manejar Pascasio Radberto ni el mismo Escoto Eriúgena. Pero, como antiguamente
en Grecia, la dialéctica, al introducir el racionalismo, corría el riesgo de
convertirse en peligrosa para la fe y la autoridad. Los teólogos y los obispos
se vieron enfrentados desde los principios con un problema que ya no ha cesado
de ponerlos a prueba.
Consecuencia
exterior de esta situación fue la primera controversia teológica de
importancia en la Iglesia occidental: Berengario, apoyándose en el razonamiento
dialéctico, negó la presencia real de Cristo en los elementos consagrados. El
caso de Berengario es significativo, porque obligó a la autoridad teológica a
endurecer su postura. De hecho, la autoridad no se pronunció contra la
tradición o la creencia común, pero desterró para mucho tiempo la visión más
espiritual de la escuela agustiniana, que había aparecido un siglo antes con el
inglés Aelfrico; en cambio, fomentó una piedad más mecánica y grosera, aun
cuando a la larga proporcionara a la doctrina de la eucaristía un muro que la
preservó de la erosión.
Lanfranco, pensador
sin gran hondura ni originalidad, fue considerado como la mayor lumbrera de su
época. Su discípulo Anselmo, que le sucedió a la vez en el Bec y en Canterbury, fue
estimado por algunos solamente como maestro y escritor. Sus contemporáneos lo
tuvieron por un abad santo y un obispo infortunado, y ha pasado a la
posteridad como pensador y teólogo apenas igualado durante la edad de oro de la
Escolástica. Anselmo no pretendía ser un innovador y creía mantenerse en la
línea de Agustín; sin embargo, dio pruebas de gran originalidad utilizando su
inteligencia aguda y su claridad de pensamiento y estilo para expresar en una
serie de disertaciones, presentadas generalmente en forma de diálogos, todo lo
que la inteligencia puede captar de los misterios más excelsos de la fe
cristiana: la existencia de Dios, la divinidad de Cristo, el libre albedrío y
la predestinación divina. Sin proponérselo expresamente, demostró la función
real de la dialéctica en teología. No fue sobrepasado en su terreno propio, y
su célebre prueba de la existencia de Dios ha sido incomprendida,
controvertida, aceptada y rechazada desde su época hasta nuestros días. Santo
Tomás utilizó las técnicas de la dialéctica y las definiciones de la filosofía
de forma más elaborada y en una gama más extensa; san Buenaventura realizó más
completamente el programa teológico de Agustín, guía del cristiano en su viaje
hacia Dios. Pero, repitámoslo, nadie combinó como Anselmo la utilización del
razonamiento humano con la intuición espiritual y el ardor de la piedad.
Anselmo
habló y escribió sólo para algunos discípulos en el Bec y en Canterbury. Vivió
alejado de las escuelas de su tiempo y no tuvo ninguna influencia inmediata
sobre ellas. Mientras él aspiraba a la unión de la dialéctica con la teología,
los dialécticos como Roscelino, el nominalista, rompieron también con la
concepción tradicional, según la cual la teología se limitaba al estudio de la
Biblia para extraer, con ayuda de los Padres de la Iglesia y de los concilios,
opiniones y conclusiones (sententiae). Iba a encontrar o al menos a indicar
un modo de amalgamar estas dos corrientes de autoridad y de razón el segundo
gran pensador de los comienzos del movimiento escolástico. Nos estamos
refiriendo a Abelardo, espíritu tan sutil y original como Anselmo, aunque su
obra se vio afeada por un carácter que contrastaba en todos los sentidos con el
de Anselmo —concentrado, impetuoso, causante de discordias— y por un
temperamento que iba a arrastrarle a una serie de desviaciones y catástrofes.
Se ha
saludado a Abelardo, lo mismo que a Berengario, como a un precursor y como al
primer mártir de la lucha por la libertad de pensamiento. La crítica ha vuelto
a situarlo en su tiempo como un hombre sinceramente religioso, pero con
espíritu más propio de dialéctico o controversista que de un teólogo o maestro
espiritual. Su enseñanza era la de Berengario, aunque más profunda y expresada
en un lenguaje más asequible para el mundo moderno. Tras una serie de
conflictos con sus maestros de dialéctica, como Roscelino o Guillermo de
Champeaux, quedó dueño del terreno —al menos a sus ojos— y se volvió a la
teología también en plan conquistador. Es cierto que consiguió algunas
victorias. Percibió y comprendió la necesidad que sentían muchos estudiantes,
nutridos con la dialéctica, de una explicación ordenada y racional de la
doctrina cristiana que pudiera reemplazar o al menos aclarar las confusas
colecciones existentes de las autoridades evangélicas o patrísticas. Su Introducción
a la teología; de la que publicó varias ediciones, fue el primer
paso hacia las grandes Summae del siglo XIII. Conquistó también el amor
indefectible y la devoción de Eloísa. La mejor prueba de los límites de
Abelardo es que, pese a sus brillantes cualidades, no llegó a ser un gran
teólogo. Carecía de la profundidad y de la sabiduría espiritual necesarias; no
buscó como Anselmo la penetración «simpática» y, por tanto, comprensiva de los
misterios de la fe; tampoco trató de adquirir el material acumulado por la
ciencia del pasado; prefirió utilizar el enunciado de un dogma como punto de
partida de una superestructura dialéctica elaborada. Le faltaba también el juicio,
la mesura y el desinterés de un gran pensador. Se puso constantemente en
situaciones de las que no podía salir sin ignominia, como en su célebre litigio
con san Bernardo. La ciencia moderna ha reconocido que los errores de Abelardo
no eran intencionados y ha llegado a justificar algunas de sus posturas, que
se fueron aproximando a la ortodoxia en cada nueva edición de sus obras. San
Bernardo era vehemente, autoritario y maestro consumado en el arte de la
táctica; fue incapaz de apreciar la intención científica contenida en las
opiniones de Abelardo. Por otra parte, los métodos y las intenciones de
Abelardo, sobre todo en manos de hombres de menos valer, hubieran alejado los
estudios teológicos de su verdadero campo dogmático y hubieran podido conducir
a un resultado análogo al que iba a tener el nominalismo dos siglos más tarde.
No cabe duda que Abelardo careció de conocimientos teológicos exactos y que
hizo gala de una agresividad impertinente en el nuevo empleo de términos
técnicos y de opiniones mal conocidas. Sin embargo, su inteligencia clara y
penetrante convirtió la lógica en una disciplina intelectual y en una ciencia
que reforzó la autoridad de los hombres de talento. No temió echar abajo
explicaciones mecánicas o posturas oscurantistas; su ética, en particular la
importancia que dio a la elección deliberada del individuo frente a la adhesión
irreflexiva a la letra de la ley (quizá mal conocida), iba a hacerse clásica en
la época brillante de la Escolástica. Además, en el nivel técnico, el
procedimiento de la duda metódica expuesto en el método del Sic et non, aunque no fue un descubrimiento original, fue aceptado universalmente gracias
al elogio que de él hizo Abelardo.
Abelardo
fue el maestro que más contribuyó a hacer de París la ciudad por excelencia
para los estudiantes de letras. Su adversario vencido, Guillermo de Champeaux,
contribuyó al esplendor teológico de la ciudad creando una escuela en la abadía
de San Víctor. Varios maestros eminentes, entre los que se hallan Hugo y
Ricardo, impartieron en ella una enseñanza que combinaba el saber patrístico y
la visión agustiniana con el empleo liberal de la dialéctica. La obra de Hugo
de San Víctor es ciertamente la obra maestra de la primera fase de la teología
escolástica. Personas eruditas, que aún no eran profesores de universidad —con
programas y horarios—, pudieron meditar la enseñanza tradicional a la luz de
la dialéctica.
El
legado directo que la nueva Europa del siglo XI había recibido del pensamiento
antiguo sólo consistía, según los textos, en los pasajes esenciales de la
lógica de Aristóteles tales como los transmitieron y explicaron Porfirio y
Boecio. El resto del sistema de Aristóteles era completamente desconocido. Por
otra parte, no poseían ningún texto de Platón ni de la escuela neoplatónica,
aunque sí se conocía gran parte de su pensamiento.
Así eran más o menos conocidos los métodos y el proceso de Sócrates,
algunas ideas
capitales de las leorías platónicas en materia
de política o de educación y sobre todo su teoría de las
formas. El pasaje del Timeo, concerniente al mito de la creación, existía en latín. Se
sabía menos sobre las primeras teorías neoplatónicas;
pero las obras de san Agustín —que fue el doctor preferido de la Europa
occidental— estaban tan impregnadas del pensamiento de Platón y de
Plotino que influyeron en las perspectivas de casi todos los pensadores de los siglos xii y XIII. Los escritos de Dionisio Areopagita influyeron en toda la
enseñanza mística y en la
teología de los ángeles y de los sacramentos. Es indudable que Agustín influyó, directamente o por medio de sus sucesores e imitadores
en toda
la literatura de la alta Edad Media, en el sentimiento
religioso y las formas de meditación, en la psicología introspectiva, en
el estilo e incluso en el vocabulario
de la mayoría de los escritores. Su enseñanza no influyó únicamente en teología y en filosofía.
Su concepción de la totalidad de los hombres y de las cosas y, sobre todo, su manera de asociar lo natural y lo
sobrenatural, o mejor su aceptación de la vida humana como es
vivida prácticamente
por el cristiano —criatura humana y a la vez hijo de Dios—, todo esto impregnó la ideología religiosa de la Edad Media hasta el punto de que
el pensamiento agustiniano no fue simplemente una
interpretación posible, sino la única
aceptable. En el plano filosófico se apoyaba en el pensamiento de Platón tal como lo había expuesto Plotino. La concepción «unitaria» de la vida cristiana de Agustín era en gran parte una versión de la enseñanza de Plotino, una especie de
monismo. Por
tanto, a los pensadores de la Edad Media, tales como los maestros de Chartres al principio del siglo xii, les era fácil adoptar una
perspectiva platónica.
A mediados del siglo xii despertó el espíritu de investigación, que contaba
ya en su haber con el redescubrimiento de dos grandes sistemas jurídicos, y
volvió sus miradas a la civilización árabe de España, que estaba a punto de
someterse a la tutela cristiana. Y desde mediados de siglo, los sabios occidentales
de España y, en menor número, de Sicilia empezaron a buscar y a traducir las
obras filosóficas de los pensadores persas, árabes o judíos como Avicena,
Avicebrón, Averroes y Maimónides. Mayor aún fue el entusiasmo por traducir del
árabe las obras de Aristóteles hasta entonces desconocidas y que, a través de
un largo periplo por Siria, Persia y Egipto y después
de pasar por diversas lenguas, iban a reaparecer en la corriente del
pensamiento occidental, partiendo de Toledo y de otras ciudades españolas
recién conquistadas por los cristianos. Allí trabajaron sabios de todas las
procedencias; hubo entre ellos prelados recién nombrados, hombres de letras y
de ciencias, itinerantes como Adelardo de Bath y Gerardo de Cremona. De este modo llegaron a París y Oxford una tras otra las obras
de Aristóteles y de los árabes.
CAPITULO XIXLA VIDA ESPIRITUAL
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