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CAPITULO XXLA RELIGIOSIDAD DE LOS LAICOS
Durante
los cinco primeros siglos, la Iglesia occidental fue sobre todo una gran
familia de iglesias urbanas. Cada una representaba a otra familia más pequeña
de fieles, agrupada en torno a su obispo y a los miembros del clero que le
asistían. La unidad esencial de semejante sociedad era la iglesia particular,
que abarcaba al clero y a los fieles. Su vida religiosa se expresaba en el
culto común y en la participación en los servicios litúrgicos o semilitúrgicos.
Es cierto que los sacerdotes, en virtud de la ordenación y la jurisdicción,
eran los custodios de la doctrina, los dispensadores de los sacramentos, los
ministros y celebrantes de la eucaristía; pero no estaban tan vinculados a sus
colegas de las otras ciudades como para formar una clase aparte con
privilegios, intereses y devociones que los diferenciaran de los laicos. El
clero constituía grupos pequeños que el pueblo elegía directa o indirectamente
—al menos en parte— y alimentaba.
Desde el
siglo V se puede advertir una doble transformación. Por una parte, el
desarrollo progresivo del episcopado regional frente al urbano y la utilización
del alto clero en los cargos importantes del Imperio o de los diversos reinos
fueron factores que contribuyeron a separar al alto clero del pueblo de las
iglesias particulares, favoreciendo así el desarrollo del espíritu de clase.
Por otra parte, la introducción de la vida monástica —con su atractivo
excepcional— abrió un gran abismo entre los que «habían dejado el mundo» para
abrazar una vida de gran fervor espiritual y los que, clérigos o laicos,
continuaban viviendo «en el mundo». El movimiento general de reforma partió
casi siempre de las comunidades monásticas; pero en su aspecto administrativo
contribuyó en general a exaltar los poderes y a aumentar el aislamiento del
clero, sobre todo el de la jerarquía. Hablando con alguna inexactitud podría
decirse que fue la reforma gregoriana la que separó al clero de los laicos,
creando así dos clases dentro de la Iglesia. Esta separación creció cada vez
más, y en poco tiempo los términos «Iglesia» y «hombres de Iglesia» sólo se
aplicaron al clero, en contraposición a los laicos. En la época del IV
Concilio de Letrán, la separación era ya total. Había entonces en la Iglesia
tres grandes categorías: el clero, los «religiosos» (monjes, canónigos y
frailes) y los laicos. Estos últimos empezaron a apartarse de la tradición,
según la cual la ascesis monástica era el único camino de salvación. Se suele
considerar que Wulfrano von Eschenbach (1170-1220 aproximadamente) fue el
primer escritor que expresó desde un punto de vista puramente laico los
pensamientos y el ideal de un hombre piadoso.
Mucho
antes de esto habían surgido movimientos de piedad entre las clases más bajas
de la población. Aparecieron primero como un retorno a la vida apostólica de
la Iglesia primitiva, que daba gran importancia a la predicación, a la vida en
común y a la pobreza. Consiguientemente, denunciaron la riqueza del clero. La
Pataria de Milán, el éxito de predicadores como Vital de Savigny y Roberto de
Arbrissel y la afluencia de hermanos legos a Valleumbrosa, Grandmont y
Citeaux son manifestaciones de esta nueva mentalidad religiosa. Hacia fines del
siglo XII se asiste a la aparición de compañías y sectas entre los artesanos y
los pequeños burgueses de las ciudades industriales en vías de expansión del
sur de Francia y de Lombardia. Antes de acabar el siglo existen ya los
elementos que iban a dar más tarde su fisonomía propia a muchos grupos de
hombres y mujeres, ortodoxos y herejes. La exaltación de la pobreza física y material
era el rasgo común de todos esos movimientos. Era un ideal que iba a ejercer
una fascinación particular y a veces desastrosa durante los dos siglos siguientes.
Presente a la vez entre los herejes y en los Humillados ortodoxos y en
los Pobres Católicos, iba a conocer su consagración y pleno desarrollo con san
Francisco de Asís.
Por la
misma época, la reforma gregoriana comenzó a impugnar a los propietarios
grandes y pequeños. Se dejó sentir el influjo de los decretos gregorianos
contra la posesión de las iglesias por los laicos. La fundación de abadías por
monarcas y grandes señores había sido un factor necesario para la expansión de
las órdenes antiguas, sobre todo en Normandía y en los territorios conquistados
por los normandos. Los barones establecieron pronto pequeños grupos de monjes y
de canónigos dentro o cerca de sus principales castillos. Cuando los
reformadores censuraron la propiedad laica de las iglesias y de los diezmos,
muchos propietarios tranquilizaron su conciencia dando sus bienes a un monasterio
o fundando un priorato de monjes o de canónigos en una o en varias de sus
iglesias. Semejante práctica sirvió sobre todo para multiplicar las casas pequeñas
de canónigos agustinos, que luego constituirían más bien un peso que una ayuda
para la Iglesia.
Las
Cruzadas, sean cuales fueren sus causas y los motivos que impulsaran a los
cruzados, atestiguan, en parte, el influjo de las ideas religiosas en la mentalidad
de los hombres de esta época. Un poco más tarde, el atractivo que los hermanos
legos cistercienses ejercieron en muchos individuos prueba que el ideal de
penitencia había penetrado hondamente en todas las clases sociales. En el siglo xii conoció Europa una gran
expansión económica y demográfica. Muchos de los miembros de las abadías
cistercienses eran campesinos libres. El hecho de que gran número de ellos
entregara al monasterio su pequeña parcela de tierra demuestra que la vocación
de hermano lego no era siempre —y quizá lo fue rara vez— el último recurso de
hombres desposeídos.
El IV
Concilio de Letrán fue el primero que se interesó por los laicos y legisló para
ellos. Aumentó la frecuencia de sacramentos y se desarrollaron los medios de
educación. Los sacerdotes cultos y los frailes respondieron al deseo de mejora
en las predicaciones y confesiones. En el siglo xiii empezó a tomar forma la estructura de la vida religiosa parroquial tal como la
conocemos en lo que hoy queda de ella. Había una misa parroquial, las salmodias
de la mañana y de la tarde, la confesión regular si no frecuente, las charlas
informales del cura y sobre todo los sermones vivamente deseados, que hacían
los frailes junto a las cruces en los cementerios. Por primera vez en la Europa
occidental, importantes grupos urbanos hicieron conocer sus necesidades y sus
gustos. Devociones y prácticas que no eran de origen monástico fueron
adquiriendo importancia por influjo de los frailes. Podemos citar como
ejemplos el viacrucis y el nacimiento, importado el primero de Palestina
e impulsado el segundo por san Francisco. Estas dos prácticas están asociadas a
los frailes menores. El rosario, la supervivencia más valiosa entre muchas
prácticas del mismo género, iba a ser poco después particularmente recomendado
por los frailes predicadores. Se generalizó la devoción a los dolores de María,
que adquirió un puesto importante en el misterio de la redención. A ella se
debe la fundación de la orden de los servitas (1253). Con frecuencia se ha
hecho notar que uno de los rasgos característicos del siglo xii fue la importancia creciente de la
devoción a la naturaleza humana de Cristo y a los misterios de su vida
conmemorados por la liturgia. Esta época tuvo gran sensibilidad para la idea
de pecado y de juicio; el crucifijo y el juicio final fueron los motivos
preferidos en las iglesias grandes y pequeñas. San Bernardo determinó el auge
de esta devoción, consistente en un modo más afectivo de acercamiento al
Salvador insistiendo en su amor humano y en su condescendencia con las criaturas.
Esto se aliaba con una devoción más filial a la Virgen María, representada no
como majestad hierática de Madre de Dios, sino como la virgen de la
anunciación, la joven madre en el establo, la fiel compañera junto a la cruz,
la que intercedió en las bodas de Caná y la madre de todos los hijos de Dios
rescatados por su Hijo. La asunción formaba parte de las tradiciones de la
Iglesia griega desde hacía mucho tiempo. Durante la Edad Media fue la fiesta
principal de la Virgen juntamente con los misterios del evangelio. Algo más
tarde, el problema de la inmaculada concepción, después de haberse tratado
durante mucho tiempo en el dominio técnico de la controversia, suscitó,
incluso entre quienes rehusaban darle una formulación teológica, toda clase de
devociones a la inocencia real de María y a su posición única entre todas las
criaturas.
Puede
advertirse también la propagación de la devoción a la hostia consagrada. En
algunas regiones, Inglaterra entre ellas, se extendió la costumbre de conservar
la hostia en una píxide suspendida sobre el altar mayor; la contemplación del
vaso sagrado debía excitar el fervor de los que entraban en la iglesia. En el
siglo xii se propagó la costumbre
de elevar la hostia después de la consagración para que la adoraran los fieles,
y la elevación se convirtió rápidamente en el momento más importante de la
misa. La adoración pública de la hostia fue su consecuencia natural. La reserva
litúrgica del Jueves Santo dio origen a dos clases de devociones: la del
«monumento», en que se colocaba la hostia que el día de Pascua se volvía a
poner en la píxide para venerarla, y la procesión solemne, durante la cual se
llevaba la hostia reservada para la misa de los presantificados del Viernes
Santo. En algunas regiones, la hostia era llevada en procesión el Domingo de
Ramos y adorada junto a la cruz del cementerio. Eran los signos precursores de
la solemne procesión del Corpus Christi, fiesta establecida a mediados
del siglo XIII. Los numerosos testimonios de devoción al Santísimo Sacramento,
tal como aparecen en la vida de san Francisco, reflejan las tendencias de la
época que santo Tomás iba a integrar en la liturgia.
La
piedad respecto a los fieles difuntos, conocida ya en la Iglesia de los primeros
tiempos, se introdujo en el calendario litúrgico gracias a la devoción de san
Odilón de Cluny, que se
fue extendiendo poco a poco en los medios monásticos. Pero hasta el último
siglo de la Edad Media, las «fundaciones», los oficios y las misas por los
difuntos no llegaron a ser rasgos característicos de la época. En el siglo XII
la piedad individual se satisfacía sobre todo con la recitación de los salmos
y un número determinado de padrenuestros y avemarias. Parece que la comunión de
los laicos fue menos frecuente en esta época que anteriormente. Mientras la
comunión frecuente era normal en la Northumbria de Beda y la Regularis
concordia del siglo X aconsejaba a los monjes la comunión diaria, las
constituciones cistercienses originales prescribían a los monjes no sacerdotes
comulgar una vez a la semana (el domingo) y a los hermanos legos siete veces al
año.
El
crecimiento de las ciudades implicó numerosos cambios sociales. El ideal de la
época, con su amor a la pobreza y la predicación y su imitación de la vida
humana de Cristo, se concentró en las nuevas órdenes de frailes. Mientras los
monjes y los canónigos encontraban bienhechores entre los señores, los frailes,
que vivían en las ciudades, recibían ayuda económica sobre todo de los burgueses
ricos y de la gente humilde. Desde el punto de vista espiritual, los frailes
fueron los principales promotores de la piedad laica en Europa a fines de la
Edad Media. Solucionaron una deficiencia de la Iglesia: la predicación regular
y la administración de los sacramentos de la penitencia y la eucaristía. A esta
base esencial de la vida piadosa se añadió la creación de la «orden tercera»
para los laicos, que proporcionaba los elementos de la piedad (determinadas
oraciones, ejercicios sencillos de penitencia, abstinencia de ciertos gustos y
distracciones) a los hombres y las mujeres que hacían vida de familia y regían
los asuntos de la ciudad. En este contexto era natural que surgiesen
asociaciones piadosas con todas sus secuelas: actividades religiosas de los
gremios (los «misterios» y las «moralidades»), fundación y asistencia de
hospitales y hospicios, proliferación de fraternidades. La aparición de los
frailes y los decretos del IV Concilio de Letrán abrieron una época nueva en la
vida pastoral de la Iglesia. El Concilio de Letrán trazó un programa para el
clero y ciertas directrices para los laicos; los obispos y los curas de
parroquia les dieron forma práctica. Los frailes, que pronto fueron sacerdotes
instruidos —de hecho, los únicos sacerdotes que poseían la formación necesaria
para ejercer su ministerio—, impartieron la instrucción moral y doctrinal
desde el púlpito y prodigaron los consejos morales y espirituales en el
confesonario. Nos referimos, naturalmente, a los frailes considerados en
conjunto en el momento de su edad de oro. Ejercieron un influjo nuevo y
beneficioso en las parroquias y en los campos de misión. El centro de gravedad
de la espiritualidad se desplazó de las abadías a los monasterios de frailes y
a las parroquias. A las dos primeras órdenes siguieron los carmelitas, los
eremitas de san Agustín y los servitas. La religiosidad medieval alcanzó su
apogeo entre 1250 y 1350. En ciudades como Florencia o Siena, Amiens o Lyon, York o Bristol, Colonia
o Ratisbona la vida social, artística e intelectual multiplicó las asociaciones
y los motivos de orden religioso. La época de la piedad específicamente laica
precedió al «nacimiento del espíritu laico». El siglo que vio al clero secular
o regular acercarse al pueblo para adoctrinarlo terminó con las palabras
amargas pronunciadas por Bonifacio VIII en Clericis laicos: según
ellas, estaba muy extendida la hostilidad de los laicos respecto al clero. El
siglo siguiente fue desastroso para Europa y para la Iglesia en muchos
aspectos. Sin embargo, en el dominio de la espiritualidad pura conoció en
ciertos momentos y en ciertos lugares, sobre todo en Italia, en Renania y en
Inglaterra, un desarrollo místico excepcional, aunque esto fue privilegio de
algunos individuos. Fue también un siglo de santos y escritores laicos.
Guillermo Langland, el más insigne poeta no italiano, escribió, como Dante, un
poema religioso. Pero ese poema es un estudio del microcosmos del hombre más
que del universo de Dios. Considera al amor como respuesta, pero es un amor
velado y oculto, tanto en la cruz como en el universo de los hombres.
El
estudio de los aspectos sociales de la religiosidad medieval quedaría incompleto
si no mencionase las peregrinaciones. La peregrinación, el viaje a una región
lejana con un objetivo religioso, no es privativa del cristianismo. Formó parte
de las tradiciones cristianas desde los primeros tiempos y se han conservado
hasta nuestros días. El viaje piadoso a los Santos Lugares de Jerusalén y a las
tumbas de los apóstoles en Roma siempre ha formado parte de la tradición de la
Iglesia occidental. No obstante, las peregrinaciones de la Edad Media difieren
de las precedentes y de las que iban a seguirles por su difusión universal,
porque los papas, los obispos y la disciplina espiritual individual las
consideraban como una obra meritoria y «satisfactoria» capaz de obtener el
perdón de los pecados y por el eco ferviente que suscitaban en todas las clases
de la sociedad. Prescindiendo del placer natural de viajar y del deseo también
natural de conocer la casa o el sepulcro de un santo, tres móviles religiosos
influyeron en las peregrinaciones a partir del siglo XI: la convicción de que
algunos lugares facilitaban la unión con Cristo, su Madre o los santos; la
esperanza de lograr una curación física, y la de ganar una indulgencia o la
remisión de una penitencia particularmente severa.
La
peregrinación más antigua es la de los Santos Lugares en Palestina. Esta es la
que llevó a san Jerónimo y a su piadosa clientela lejos de Roma, y a Eteria,
fuera de España. En segundo lugar, la peregrinación a Roma, motivada primero
por el deseo de venerar la tumba de los apóstoles y de los mártires y luego por
la presencia del vicario de Cristo. Paulatinamente fueron apareciendo otras: en
el siglo IX, la peregrinación al famoso santuario de Santiago de Compostela, y a
Colonia para ver la «tumba» de los Magos, y al lugar en que fue martirizado
santo Tomás de Canterbury. Poco
a poco, Europa se vio poblada de iglesias de peregrinaciones, grandes y
pequeñas, de fama internacional, regional o simplemente local. Algunas poseían
reliquias auténticas; otras, presuntas reliquias de la Pasión, de la vida de la
Virgen o de alguna aparición celestial, como las huellas del arcángel san
Miguel en el monte Gargano en Italia; otras poseían imágenes dotadas de poderes
milagrosos, como el crucifijo de Lúea o la Virgen de Chartres. En
Inglaterra, además de Canterbury, hay que mencionar la imagen de nuestra Señora en
Walsingham y la Sagrada Sangre de la abadía de Hailes, que atraían a multitudes de
todas partes.
El lector
contemporáneo se asombra de los peligros y dificultades que se afrontaban en
tiempos tan remotos y del dinero que se gastaba en esos viajes, de los que
existen relatos originales en todas las lenguas. Puede extrañarse también del
atractivo que las peregrinaciones ejercían sobre todas las clases sociales,
reyes, cardenales, obispos y nobles hasta los individuos que, carentes de todo,
vivían de limosna, pasando por monjes, frailes y burgueses. La caridad y el
comercio ayudaban a los peregrinos; se construían hospederías a lo largo o
cerca de las rutas de peregrinación, en los lugares peligrosos de la montaña y
junto a los vados de los ríos. Los guías, los patronos de barcos, los saltimbanquis
y los mesoneros se aprovechaban de todo este movimiento. Como se ha reconocido
en estos últimos años, las peregrinaciones fueron el mejor medio de difundir
las prácticas litúrgicas y las devociones, los estilos arquitectónicos y
escultóricos y los motivos de decoración. Así ocurrió sobre todo con el largo
camino de Compostela, que
seguían los ejes comerciales de Tours y de Toulouse, pasando por Poitiers y
Moissac. Así se propagó el plano de la gran iglesia románica y (algo después de
un siglo) el arte del norte de Francia, mientras que el flujo que subía al
norte llevó la escultura románica primitiva desde Moissac a París. El locus classicus de la
peregrinación a fines de la Edad Media es el prólogo de los Cuentos de Canterbury de Chaucer (1387),
que evoca esa necesidad juvenil que experimentaban todas las clases sociales de
ir a los santuarios remotos, y en los 29 peregrinos da una visión de la
sociedad, laicos y clérigos, personas honradas y gentes de vida alegre. En ese
conjunto, reunido —no lo olvidemos— por un autor satírico y no por un experto
en estadísticas, un tercio aproximadamente da pruebas de verdadero sentimiento
religioso. Entre otros, la mujer de Bath, «que ha atravesado más de una ola
extranjera», ha encontrado tiempo, entre sus trabajos de costura y sus cinco
maridos, para ir tres veces a Jerusalén, sin contar sus peregrinaciones a Roma,
Colonia y
CAPITULO XXILA LITERATURA EN LOS SIGLOS XI Y XII
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