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NICEA. LA VICTORIA CONTRA EL ANTICRISTO
CAPITULO
XXII
LOS
PROGRESOS DEL CRISTIANISMO EN EL INTERIOR DEL IMPERIO
Los
progresos no fueron menos importantes en el interior del Imperio romano. Desde
Lactancio o Eusebio hasta san Agustín, durante todo el siglo IV se manifiesta
un sentimiento de alegría triunfante: por todas partes el paganismo retrocede,
la fe de Cristo se convierte, prácticamente se ha convertido ya, en la
religión de todo el mundo romano. Pronto no quedará más que un puñado de
irreductibles; para acabar de convencerlos, una teología de la historia un poco
prematura recurre para argumentar a este mismo éxito inesperado, en cierto
sentido milagroso, de la predicación evangélica. Los cristianos de este tiempo
tienen, como diríamos hoy, el sentimiento de ir en el sentido de la historia.
El
golpe decisivo fue la conversión de los emperadores, de Constantino y sus
hijos a Teodosio. Más aún que el favor imperial, según se manifiesta en la
construcción y dotación de iglesias, las inmunidades y de más privilegios
concedidos a los clérigos, las restricciones legislativas cada vez más severas
impuestas al paganismo, lo que favorece al cristianismo es el ejemplo dado así
desde arriba por el soberano todopoderoso puesto por la providencia en la
cumbre de la jerarquía terrena: la tendencia totalitaria cuya existencia en el
Bajo Imperio hemos señalado se ejerce ahora en beneficio de los cristianos; el
fuerte anhelo de unidad que experimenta el cuerpo social amenazado de
disolución tiende a pensarse ahora bajo la forma de una unidad religiosa, y las
mismas razones que bajo Diocleciano militaban en favor de los dioses de la
antigua Roma han puesto ahora su peso al servicio de la religión nueva.
1. EL
OCCIDENTE LATINO
Hacia
400-410 la Iglesia ha acabado de implantarse sólidamente en todas las
provincias del Imperio. Estos progresos son particularmente pronunciados en el
Occidente latino, donde, como se ha visto, quedaba tanto por hacer a comienzos
del siglo. La Italia del Norte, por ejemplo, sólo contaba hacia el año 300 con
cinco o seis obispados: Rávena, Aquilea, Milán. En 400 éstos se elevan a una
cincuentena, es decir, prácticamente hay uno en cada centro urbano de cierta
importancia.
Igualmente
en la Galia: en 314 encontramos veintidós sedes episcopales; a finales de
siglo habrá ya setenta y, como en Italia, esta red cubre ahora de manera
continua el conjunto del país.
No nos
es posible dar precisiones análogas por lo que se refiere a España, pero
también allí el establecimiento de la Iglesia se había extendido desde
Andalucía hasta llenar toda la península. De la vitalidad que posee ya entonces
el cristianismo ibérico da testimonio el número de sus obispos que intervienen
en las contiendas trinitarias del tiempo: encontramos aquí todas las
variedades del horizonte teológico, desde la izquierda arrianizante con
Potamio, primer obispo de Lisboa, hasta la extrema derecha luciferiana con
Gregorio de Elvira, por otra parte predicador original. Con el gran Osio de
Córdoba hay que relacionar quizá el diácono Calcidio, traductor y comentador
del Timeo, de Platón; a finales de siglo encontramos a Paciano de Barcelona,
teólogo de la penitencia.
Hecho
característico —porque la herejía, ese subproducto de la creación teológica,
es siempre un síntoma de actividad— es la aparición en España de una herejía
original, el priscilianismo; si a nuestros ojos resulta difícil de definir
(¿neo-gnosticismo, iluminismo, exageración ascética?), su gravedad no puede
dejarnos lugar a duda, a juzgar por las violencias que suscitó: anatematizado
por los concilios de Zaragoza (380) y de Burdeos (384), su jefe, Prisciliano,
fue condenado a muerte por el emperador usurpador Máximo y ejecutado en
Tréveris el año 385, primer hereje que cae a los golpes del brazo secular.
La
avalancha cristiana se cierne también sobre las fronteras mismas del Imperio.
Probablemente en el actual condado de Cumberland, un poco al sur de la línea
del Muro de Adriano, nace, hacia 389, san Patricio, el futuro apóstol de
Irlanda, de una familia romano-bretona, cristiana al menos desde dos
generaciones (su padre era diácono; su abuelo, presbítero).
En el
continente, textos y monumentos atestiguan la presencia y la vitalidad del
cristianismo desde la desembocadura del Rhin hasta la del Danubio, a lo largo
de estos dos ríos que, desde finales del siglo ni, señalan de nuevo el límite
del mundo romano. Así en Xanten, donde a partir de finales del siglo IV
adquiere gran auge el culto del mártir san Víctor, de donde la antigua Colonia
Traiana recibirá su nombre moderno (Xanten, ad Sanctos); en Bonn, Colonia,
Maguncia, Worms, Spira. En el interior, a orillas del Mosela, Tréveris,
residencia imperial de Constantino a Máximo, es el centro eclesiástico de
estos países renanos.
Lo
mismo ocurre a orillas del Danubio, en Ratisbona, Passau, Lorch, Carnuntum al
este de Viena, Aquincum (Buda), etc., hasta las ciudades, latinas en el
interior, griegas en la costa, de la provincia de Scythia Menor (Dobrogea).
Sirmio, a orillas del Save, es, desde el punto de vista religioso, igual que
del administrativo, el equivalente danubiano de Tréveris y Milán.
Lo
dicho se refiere sólo al Occidente latino, donde la evangelización tenía más
retraso que recuperar, pero los progresos de ésta no fueron menos notables en
el Oriente griego. Por todas partes la red de sedes episcopales se hace más
tupida, las conversiones se multiplican y llegan a las masas; provincias que
hasta entonces habían desempeñado solamente un papel muy limitado, no sólo en
la vida de la Iglesia, sino también en la del mundo civilizado, se ven
proyectadas ahora al primer plano. Así, en el corazón de Asia Menor, la
provincia de Capadocia, que da a la Iglesia, en la segunda mitad del siglo IV,
una pléyade de grandes obispos que pertenecen al número de sus mejores
teólogos.
Sin
embargo, la conversión del conjunto de las poblaciones romanas dista mucho aún
de estar acabada en las proximidades de los años 400410. En todas las regiones
del Imperio existe aún una minoría más o menos numerosa de paganos
resueltamente refractarios a la religión nueva. El análisis debe trasladarse
aquí de la geografía a la sociología: estas supervivencias del paganismo se
encuadran sobre todo en dos ciases sociales, los campesinos por un lado, y los
medios aristocráticos y cultos por otro.
2. LA
CONVERSION DE LOS CAMPESINOS
No
pretendemos afirmar que las masas urbanas estaban ya totalmente convertidas.
Si a finales de siglo, gracias al apoyo cada día más firme que les asegura la
legislación imperial, los cristianos logran apoderarse, casi
siempre para destruirlos, de los santuarios a los que todavía siguen acudiendo gentes, esto no ocurre
sin dificultad ni, en la mayoría de los casos, sin violencias. Así, por
ejemplo, sucede con el famoso Serapeum de Alejandría en 389, con el templo del
dios local Mamas destruido, con otros siete, por el obispo Porfirio de Gaza en
402 (Fenicia sigue siendo un punto de apoyo del paganismo: san Juan Crisóstomo
envía allí una misión en 406 que también suscita vivas reacciones); de igual
modo en Occidente, en el caso del templo de Juno Celeste de Cartago el año
399. Pero se trataba de poner término a los últimos cultos paganos todavía
populares, de acabar la obra de evangelización; ésta, en el campo, se hallaba
aún en una situación bastante menos avanzada.
Las
masas rurales sólo imperfectamente habían sido contaminadas por el
florecimiento de la cultura antigua, un fenómeno esencialmente urbano. Su vida
religiosa no había cesado de alimentarse, en cuanto a la esencial, de los
viejos fondos de creencias ancestrales cuyas raíces penetraban muy hondo en el
pasado, quizá hasta la época neolítica: culto a las fuerzas de la naturaleza,
concretizado por fiestas y ritos tradicionales, con frecuencia asociado a
lugares en que los hombres sentían la presencia de lo sagrado, montaña, bosque
o árbol sagrado, fuente santa.
Bajo la
influencia griega o romana, estos cultos se habían encubierto casi siempre
bajo una máscara tomada del politeísmo oficial; pero bajo los nombres de
Saturno (en Africa) o de Mercurio (en la Galia), de Artemis o de Cibeles,
seguía sobreviviendo la misma realidad de la vieja religión. En la medida en
que, a través de la descomposición helenística y el nacimiento de una
religiosidad nueva, el paganismo clásico había quedado en cierta manera vacío
de su sustancia, este viejo fondo era lo único que conservaba cierta vitalidad.
En realidad es con él con quien se enfrentaron los misioneros que encontramos
en acción, en las últimas décadas del siglo IV, cuando el movimiento de
evangelización, centrado durante largo tiempo en las ciudades, pudo al fin
atacar resueltamente la conversión del campo.
Por
doquier encontramos los mismos problemas, vemos aplicados los mismos métodos,
hasta el punto que el relato de estas hazañas acabará por convertirse en un
cliché hagiográfico: se tratará siempre “de derribar las imágenes de los
dioses, de talar los bosques sagrados, de incendiar templos y santuarios, de
levantar —a menudo sobre el mismo emplazamiento— iglesias o capillas, de
consagrar allí un altar y de proceder al bautismo de las multitudes...”
El más
conocido de estos misioneros es, en la Galia, san Martín, obispo de Tours
(370-2-397); fenómeno comparable al de san Antonio, su celebridad se debe en
gran parte a un acontecimiento literario, el éxito que encontraron los escritos
de su biógrafo Sulpicio Severo (397, 403404). Estos nos lo presentan
evangelizando los cantones rurales de su diócesis, y ello a pesar de la
resistencia, muchas veces obstinada, de los campesinos. Para conseguir la
destrucción de un ídolo necesita, más de una vez, reforzar el efecto de su
predicación con su prestigio y sus poderes de taumaturgo. Obtenida la
conversión, es preciso prolongar y estabilizar sus efectos: se atribuye a san
Martín la creación de seis parroquias rurales, especialmente en la periferia
de su territorio episcopal.
A
diferencia, en efecto, de lo que observamos en Egipto, en Africa y en la Italia
del Sur, las diócesis galas (y las de la Alta Italia) eran todavía demasiado
extensas para que la iglesia episcopal, urbana, pudiese continuar
satisfaciendo las necesidades litúrgicas de todo el pueblo cristiano. La
cristianización del campo lleva consigo la aparición de las parroquias rurales
y su desarrollo progresivo, porque la red se establecerá lentamente (por lo
que atañe a la diócesis de Tours, los sucesores de san Martín deberán prolongar
su esfuerzo durante tres generaciones) y la autonomía canónica de la parroquia
sólo se conseguirá poco a poco. Estas parroquias se establecieron casi siempre
en aldeas u otros centros regionales, centros de carácter administrativo,
comercial o religioso: más de una vez la iglesia cristiana sucedió al
santuario pagano, de modo que la adopción del cristianismo no interrumpió una
cierta continuidad en la vida del país.
Pero
san Martín no es un caso aislado; poseemos testimonios de una actividad
enteramente análoga por parte de muchos obispos de la misma época, así de san
Victricio de Rouen, apóstol del antiguo país de los morini y nervii
(posteriormente Flandes), de san Simplicio de Autun, o, fuera de la Galia, de
san Virgilio de Trento en los Alpes julianos: en 397, una misión compuesta de
tres clérigos que éste había enviado al Val di Non sufrió martirio por obra de
los montañeses fanatizados.
En
territorio griego, donde, aunque la evangelización se había extendido antes y
había avanzado más que en Occidente, quedaba todavía mucho por hacer, vemos
plantearse los mismos problemas y emplearse para resolverlos los mismos
métodos. Y si es verdad que el trabajo aparece en plena marcha hacia 400-410,
dista mucho aún de estar acabado en ningún sitio y deberá ser continuado en el
siglo siguiente.
En los
mismos años 380-390 encontramos un homólogo de san Martín en el otro extremo
del mundo romano: el monje Jonás, también soldado, pero de origen armenio,
fundador del monasterio de Halmyrissos al oeste de Constantinopla. En la vida
de su discípulo san Hipado leemos: “Apenas oía que en algún sitio se adoraba a
algún árbol u objeto semejante, se presentaba allí inmediatamente con los
monjes sus discípulos y, después de abatir el árbol, lo reducía a cenizas;
así las gentes se hicieron poco a poco cristianas. Y, efectivamente, el señor
Jonás, que fue el padre espiritual de Hipacio, había civilizado la Tracia de
esta manera y cristianizado a sus habitantes”
3. LA
ARISTOCRACIA Y LA GENTE DE LETRAS
En el
otro extremo de la escala social encontramos esas familias de grandes
terratenientes donde el Imperio reclutaba tradicionalmente la mayoría de sus
altos dignatarios; aun las de origen relativamente reciente (muchas habían
nacido a raíz de los trastornos sociales del siglo III) se sentían solidarias
con la herencia —que reivindicaban a la vez— de todo el pasado histórico de
Roma (la familia materna de santa Paula, una de las hijas espirituales de san
Jerónimo, pretendía descender de los Escipiones y de los Gracos); y la vieja
religión nacional, el paganismo, formaba parte de estas tradiciones. La
adhesión a éstas era tanto más ardiente cuanto que la herencia aparecía más
amenazada y como vacía de su sustancia por la marcha de la historia.
Tal es
el caso, en particular, del ambiente senatorial de la antigua Roma que,
abandonada por los emperadores, sólo desempeña, desde el punto de vista
administrativo, un papel municipal o, a lo sumo, regional. A lo largo de todo
el siglo IV entrevemos en este ambiente una sorda oposición a la política de
los emperadores cristianos; y estalla abiertamente cuando, a partir de 379, el
joven emperador Graciano renuncia a llevar el título de Pontifex Maximus como
habían hecho todos sus predecesores desde Augusto y realiza la separación del
paganismo y el Estado: los senadores paganos protestan contra la remoción del
altar de la victoria que adornaba y sacralizaba su salón de sesiones (382; la cuestión
surgirá de nuevo en 384, 389, 392, 402-3). Conocemos bien este ambiente
senatorial de los años 380: durante la generación siguiente será evocado en las
Saturnales, de Macrobio, otro testigo de la larga resistencia pagana.
Precisamente
porque lo conocemos bien, hasta el punto de poder recomponer sus árboles
genealógicos, podemos asistir a la penetración gradual del cristianismo en
este ambiente tan pertinazmente hostil. Porque también a él le llega su turno;
tal es el caso, por ejemplo, de la familia de los Cacionii Albini, a la que
pertenecen o están aliadas las santas monjas dirigidas por san Jerónimo o su
amigo Rufino, santa Marcela y santa Paula o las santas Melania. Las primeras
conversiones, que se remontan a mediados del siglo, tienen lugar entre las
mujeres: Marcela, su hermana Asela; los hombres, en conjunto, continúan
paganos: su tío se casa con una sacerdotisa de Isis; sin embargo, un primo, el
senador Pammaquio será cristiano y, lo que es más, monje. En la generación
siguiente aceptan casarse con cristianas, y por mediación de éstas la religión
nueva se aclimata pronto; a partir del año 400 se hace dominante. Sólo los
mayores, jefes de ramas familiares, mantienen durante algún tiempo la tradición
ancestral; pero todos los que les rodean, parientes, aliados, amigos, son ya
cristianos, y ellos mismos, en el atardecer de su vida o en el lecho de muerte,
acaban por pedir el bautismo.
La
resistencia de los senadores paganos de Roma presentaba un aspecto
intelectual, la alta cultura formaba parte también de las tradiciones de la
aristocracia. Este ambiente, cuyos jefes son a menudo ellos mismos escritores,
acoge e inspira a los últimos escritores paganos la lengua latina : a
Pretextato, Simmaco, Nicómaco Flavio, Rutilo Namatiano, se unen el gramático
Donato, el historiador Ammiano Marcelino, los misteriosos falsificadores de la
Historia Augusta (si es que no pertenecen a la generación siguiente).
De modo
semejante, en país griego el paganismo mantiene uno de sus últimos bastiones en
los ambientes intelectuales, trátese de filósofos neoplatónicos (los alumnos y
sucesores de Jámblico, muerto en 330, estrechan cada vez más su alianza con la
religión pagana e incluso con las formas menos racionales de ésta) o de
maestros de sofística, profesores de retórica y oradores de rumbo, como
Himerio en Atenas, Themistio en Constantinopla, donde alcanzará los más
grandes honores, Libanio en Antioquia (muertos, respectivamente, en 386, 388,
393).
Sin
embargo, también este ambiente, tan obstinadamente refractario, comienza a
abrirse el Evangelio: Himerio tiene como colega rival en Atenas, el centro
universitario más activo de este tiempo, a un cristiano convencido,
Prohairesios. Hacia 355, su colega latino en Roma, el célebre retórico Mario
Victorino, se convirtió en la vejez, pero una vejez bastante vigorosa para que
le permitiera hacer una nueva carrera de teólogo al servicio de su fe. Treinta
años más tarde, en otoño de 386, otro profesor ilustre, también africano de
origen, titular de la cátedra municipal de retórica en Milán, se convirtió a su
vez siguiendo su ejemplo: san Agustín.
Que el
vínculo, tan duro de romper, entre paganismo y cultura clásica era de una gran
profundidad orgánica, aparece claramente en el caso curioso del emperador
Juliano. Es fácil señalar los motivos negativos que podían apartarle del
cristianismo: para este escapado a la matanza de 338 en que había visto perecer
a su padre, su tío y sus primos, aquél era la religión de los asesinos de su
familia, la religión de sus perseguidores y carceleros; los hombres de Iglesia
con que había tratado eran o prelados de corte, como Eusebio de Nicomedia, su
pariente lejano y primer tutor, o teólogos abstractos, como el anomeo Aecio, a
quien su medio-hermano el César Galo lo había encomendado.
Pero si
se quieren buscar las razones positivas que lo llevaron al paganismo, no cabe
duda que fue, mucho antes de su encuentro con el neoplatonismo y el espejismo
de sus charlatanes, el descubrimiento de los esplendores de la literatura
clásica que le habían sido revelados por su preceptor, cristiano por cierto, el
eunuco Mardonio, durante sus seis años de destierro en la fortaleza de
Macellum. La apostasía de Juliano es el primer ejemplo que encuentra el
historiador del cristianismo (encontrará muchos otros hasta los tiempos
modernos y contemporáneos) de estos renacimientos neopaganos, inoculados por
el redescubrimiento de la literatura y las artes de la antigüedad. Para
Juliano, el cristianismo, religión de pescadores de Galilea, es una religión
bárbara, despreciable, por tanto, frente a un paganismo cuyas credenciales de
nobleza se remontan a la época homérica.
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