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CAPITULO XVIILA TEOLOGIA (1050-1216)
En el
siglo XII surgieron algunas cuestiones teológicas que originaron considerable
número de escritos. La controversia sobre la eucaristía, la cuestión de la
reordenación de los sacerdotes ordenados por herejes o cismáticos y las
discusiones de Anselmo inspiraron una serie de escritos teológicos de diversa
importancia. Este movimiento llegó a su apogeo con las monografías de Anselmo,
que deben ser consideradas como las manifestaciones más perfectas del genio
medieval. A pesar de esta actividad, las escuelas catedralicias no experimentaron
cambios notorios en el siglo XI. Los estudios consistían esencialmente en la
lectura de la Biblia y de un reducido número de escritos patrísticos o más
tardíos. La dialéctica, a pesar de Berengario y de Anselmo, apenas influía en
los maestros de esas escuelas; esto permitió sin duda a Abelardo —en su óptica
y en la de sus discípulos entusiastas— cantar victoria sobre los conservadores
cuando introdujo la dialéctica en la teología. Sin embargo, en 1100 comenzó una
era nueva. Partiendo de la glosa bíblica, los maestros construyeron sus Sentencias. Estas, en el sentido técnico de la palabra en esta época, eran florilegios o
más bien antologías de textos tomados de las Escrituras o de los Padres para
esclarecer las diferentes doctrinas. Con Ansellus (o Anselmo) de Laón y los
maestros de la misma época tendieron a transformarse en una manera de presentar
textos en determinado orden. Poco a poco, esas Sentencias empezaron a
contener opiniones y juicios sobre cuestiones teológicas, y la palabra sententia perdió su sentido de «selección» para tomar el de «opinión» o «juicio». Las
colecciones de Sentencias se multiplicaron y se hicieron intentos para
dar firmeza y armonía a sus conclusiones; este género de obras llevaba el
título de Summae sententiarum. Cuando Abelardo se hizo teólogo, sus
alumnos le pedían sin cesar que les diese una síntesis completa de la teología,
les explicase los pasajes difíciles y probase los asertos doctrinales con
argumentos de razón. Es lo que hizo en su Introducción a la teología, dando a esta disciplina un nombre (theologia) tomado en un sentido
nuevo y estudiándola de forma exhaustiva y revolucionaria. Otros dos
pensadores eminentes trabajaron durante este mismo período. En la abadía de San
Víctor en París, Hugo escribió un resumen de toda la economía de la creación,
de la redención y de la santificación en estilo discursivo y a la manera de san
Agustín. Por su lado, Gilberto de la Porrée, dialéctico como Abelardo y además
platónico y especialista en patrística, expresó la doctrina católica en su
propio vocabulario y en su propio dialecto, tentativa que le atrajo la
hostilidad de san Bernardo. Muchos estudiantes, como Juan de Salisbury, iban de
una escuela a otra; el influjo crítico de Abelardo y el de la «contemplación»
de Hugo de San Víctor empezaron a advertirse en las últimas Summae
sententiarum.
El éxito
de Graciano en materia de derecho canónico fue quizá lo que impulsó a la
enseñanza teológica a adentrarse por un camino paralelo. Pedro Lombardo,
compatriota de Graciano y antiguo discípulo de Abelardo, publicó hacia 1150,
siendo maestro en París, una obra conocida con el nombre de Cuatro libros de
las «Sentencias»; en dicha obra abarca toda la fe y la economía cristianas
desde la creación hasta el juicio final, juntamente con los textos bíblicos
correspondientes y las decisiones y opiniones conciliares, patrísticas y magisteriales,
a las cuales añade el autor sus observaciones propias formulando un juicio
personal. Graciano y Pedro Lombardo tomaron su método de confrontación
de los textos contradictorios y de resolución de cuestiones discutidas del Sic
et non de Abelardo; éste, a su vez, había perfeccionado una técnica
experimentada ya por los juristas de la época de Yvo. La obra de Pedro
Lombardo se publicó unos diez años después que la de Graciano, y ambas, cada
una en su disciplina, revolucionaron la tradición magisterial. El Decreto de Graciano y las Sentencias de Pedro Lombardo quedaron como únicos
textos básicos en sus respectivos dominios. Ambos necesitaban comentarios y en
unos años se convirtieron en la piedra de toque sobre la cual los grandes
maestros de Bolonia o de París elaboraban sus críticas y explicaciones y
profundizaban en la cuestión. Durante los cinco siglos siguientes, todos los
jóvenes bachilleres en teología tuvieron que leer las Sentencias y se
publicaron infinidad de comentarios de ellas. Buenaventura, santo Tomás, Duns Escoto y
Guillermo de Occam son los
autores más célebres, cuya reputación se fundó en sus comentarios de las Sentencias. Pedro Lombardo sólo vio declinar su influjo cuando Tomás de Aquino,
Buenaventura y Duns Escoto
lo reemplazaron en las escuelas de la Contrarreforma. Los estudiantes de
teología anglicanos de Oxford lo estudiaban aún cuando Newton escribió
en Cambridge sus Principia.
Los
historiadores de la teología y del derecho canónico no siempre han apreciado el
influjo considerable ejercido por los canonistas en la expansión de la
doctrina. Así, los sacramentos y la disciplina de la penitencia y de las
órdenes sagradas fueron objeto de múltiples leyes y decisiones pontificias, y
esta tradición fue presentada y modificada por los canonistas en su trabajo
habitual de exposición y explicación del derecho canónico. La primacía y las prerrogativas
de la Sede romana fueron también objeto de discusión entre escuelas rivales, y
las principales reivindicaciones del papado, tal como aparecen en los Dictatus
papae —que no eran propiamente un programa, sino más bien un elenco de las
materias canónicas más significativas—, fueron formuladas por los canonistas
mucho antes de que los teólogos elaboraran un tratado «de la Iglesia». En este
campo fueron los canonistas quienes trazaron nuevas sendas, valga la metáfora,
durante todo el período que media entre Gregorio VII y Martín V. Por otra
parte, los canonistas que abrieron a los teólogos el camino del método crítico
eran a su vez deudores del Sic et non de Abelardo y de su ulterior
empleo por los teólogos.
Ya hemos
echado una ojeada sobre la controversia concerniente a la reordenación de
obispos o sacerdotes ordenados por obispos herejes o cismáticos. Hasta los
comienzos del siglo XII no se llegó a una praxis uniforme; las divisiones entre
los teólogos persistieron durante mucho más tiempo y sólo cesaron cuando se
estableció claramente la distinción entre la jurisdicción y el carácter
sacramental. La primera controversia puramente teológica versó sobre la eucaristía.
Va unida al nombre de Berengario (f. 1088). Arcediano de Tours y discípulo
de Fulberto de Chartres, cuya
enseñanza sobre el sacramento estaba dentro de la tradición de san Agustín y
se basaba en la de Ratramno, Berengario retó a Lanfranco —que enseñaba por entonces en
Bec y defendía las tesis de Pascasio Radberto— a justificar sus teorías. Pero
antes de que esto pudiera hacerse, Berengario fue excomulgado por un sínodo
romano el año 1050. Después de haber estado preso en Italia, profesó
solemnemente la doctrina ortodoxa corriente sobre la presencia real, expresada
en un lenguaje algo materialista, en Tours en 1054 y en Roma en 1059. No obstante,
continuó sosteniendo su opinión primera, lo que provocó la respuesta de Lanfranco en De
corpore et sanguine Domini, que
afirmaba como ortodoxa y definía con términos exactos la transformación
sustancial del pan y del vino en la «esencia» del cuerpo de nuestro Señor y la
conservación de la apariencia (species). Berengario replicó, en su obra De coena Domini, que el
cambio producido es puramente espiritual y rehusó admitir que el pan y el vino
materiales puedan ser sustituidos por el cuerpo y la sangre de Cristo. Esto lo
llevó otra vez a Roma, donde de nuevo hizo profesión de ortodoxia en 1079,
aunque probablemente nunca admitió del todo lo que implicaba la definición
corriente de la doctrina. A pesar de estos vaivenes, Berengario fue toda su
vida un maestro admirado y respetado, especialista en la nueva dialéctica.
Esta, más que la teología, era su verdadera especialidad; los críticos
modernos han sugerido que sus dificultades eran en el fondo más gramaticales
que teológicas: su doctrina sobre la relación íntima entre la palabra y la cosa
designada con ella sería lo que le hizo negar la posibilidad de que el pan en
las manos del sacerdote (hoc) sea
en el mismo momento (est) el cuerpo de Cristo (corpus meum). Sea lo
que fuere, Lanfranco sostuvo
lo que ciertamente era la opinión más extendida en la Iglesia occidental: que
el pan se transforma en el cuerpo de Cristo; por medio de la dialéctica nueva
expresó esto por primera vez con términos precisos. Su explicación fue
aceptada como ortodoxa y el término «transustanciación» —que Lanfranco no
empleó y que probablemente se debe a Pedro Damián— pasó a ser habitual y,
finalmente, fue sancionado por el IV Concilio de Letrán. Era una definición
clara y filosófica de la creencia común de los cristianos. Su inconveniente
estriba en expresar un misterio con términos de metafísica aristotélica y en
dar vía libre a una concepción grosera y materialista según la cual la hostia
se limitaría a «ocultar» un cuerpo físico y a una devoción resumida en la
expresión «ver a Dios» en el momento de elevar la hostia durante la misa. Al
acentuar la presencia en el altar del Hijo encarnado Jesús, Hijo también de
María, esta concepción contribuyó a reforzar la tendencia a considerar la misa
como un acto ante todo realizado por el sacerdote en nombre de los laicos y
para ellos; de este modo se oscurecieron los otros aspectos de la eucaristía
como símbolo y medio principal de la unidad de los creyentes dentro del cuerpo
místico de Cristo. Se fomentó también igualmente la devoción al Santísimo
Sacramento como presencia de Dios en una iglesia y a las procesiones y bendiciones
en las que se veneraba a la hostia como al mismo Cristo. Paralelamente, la
concepción de la eucaristía como sacrificio ofrecido por el sacerdote y para los fieles sustituyó poco a poco a la concepción patrística, ampliamente
extendida, según la cual la eucaristía es la ofrenda del cuerpo místico de la
humanidad santificada, hecha al Padre en cuanto Dios por Cristo en cuanto
cabeza de la Iglesia. Pero puede pensarse que la última concepción era de hecho
la que menos se prestaba a confusión desde el punto de vista teológico. De
todas maneras, la misa privada, la multiplicación de las misas y la devoción a
la misa considerada como el mejor medio de librar a las almas del castigo
merecido por los pecados fueron las consecuencias directas de la creencia
expresada en el término «transustanciación». ¿En qué medida se debía este
cambio de actitud y de práctica a las características del pensamiento
occidental? ¿En qué medida se debía al paso de las comunidades urbanas a
asambleas de campesinos y de siervos incultos? Esto sigue siendo una pregunta
sin respuesta.
En el
campo de la teología especulativa se recuerda sobre todo a Anselmo por su
doctrina sobre el motivo de la encarnación, expuesta en respuesta a la pregunta
que él mismo se formula: Cur Deus homo? ¿Por qué se hizo Dios
hombre? Los Padres de la Iglesia latina, san Agustín y san León en particular,
habían insistido en la naturaleza mediadora de la redención. El hombre había
pecado y se hallaba sometido al pecado. Ni un simple hombre ni Dios mismo como
tal podían dar satisfacción a Dios. Pero una persona divina que asumiese una
naturaleza humana sí podía hacerlo. Otra corriente tradicional consideraba que
el hombre era esclavo del diablo y sólo podía ser liberado mediante un rescate
adecuado. Esta concepción, admitida también por san Agustín, fue ganando
terreno y todos los escritores de la Alta Edad Media adoptaron una de las dos
explicaciones. La tesis de Anselmo fue una versión más completa de la conocida
argumentación de san León Magno. Sólo un hombre sin pecado que fuese también
Dios podía redimir el pecado del hombre, que era una ofensa infinita contra un
ser infinito. Anselmo rechazó, pues, la teoría del rescate y de los derechos
del demonio.
Abelardo
reaccionó contra las implicaciones legales o jurídicas de las explicaciones
que partían del «rescate» o de la «satisfacción». Su punto de vista no fue inmutable;
pero, al menos durante mucho tiempo, consideró la pasión de Cristo como la
realización de la finalidad «ejemplar» de la encarnación, que debía instruir y
estimular a los hombres a un amor perfecto a Dios. Esta concepción, que fue
condenada implícitamente en Sens en 1140 a causa del carácter exclusivo de su explicación,
fue alabada por Pedro Lombardo, aunque él admitía también la teoría del
«rescate».
Otra
desviación de Abelardo afectaba a un punto crucial de la cristología.
Preocupado por salvaguardar la trascendencia de la divinidad, Abelardo pensaba
que la naturaleza humana «nada» (nihil) significaba para la persona divina, resucitando así en forma distinta la
herejía del adopcionismo o —como se le llamó en esta forma nueva— del
nihilismo. Esta opinión fue adoptada por Orlando Bandinelli (Alejandro III),
Pedro Lombardo y —con algunas diferencias-— Gilberto de la Porrée; así se
propagó ampliamente por Francia y Alemania. Cuando Alejandro III ocupó el solio
pontificio prohibió dos veces las discusiones inútiles acerca de esta cuestión.
Al fin condenó solemnemente la doctrina de Abelardo en 1177.
La
dialéctica renaciente encontró en la doctrina de la Trinidad, con sus
atribuciones de naturaleza y de persona y su aparente relación con el problema
de los universales, un asunto sumamente atractivo y sugerente. Roscelino, que
sólo concedía una realidad verbal a los universales, aplicó su teoría a la
divinidad y llegó, por decirlo así, a proclamar la existencia de tres seres
divinos distintos. Abelardo atacó a Roscelino y proclamó otra concepción
extrema que consideraba los nombres casi como meros atributos o «apropiaciones»
—poder, sabiduría y amor— de un único Dios. Gilberto de la Porrée, arrastrado
también por sus propias definiciones lógicas y su metafísica realista,
consideró la divinidad, la esencia divina, como una forma común a las tres
personas, pero no como Dios mismo; provocó así la célebre declaración de san
Bernardo sobre la absoluta simplicidad de Dios. Pedro Lombardo fue siempre absolutamente
ortodoxo, pero su enseñanza provocó un ataque de parte de Joaquín de Fiore, que veía
en ella cuatro personas divinas: el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo y la
divinidad. Esta opinión fue condenada por los padres del IV
Concilio de Letrán, que aseguraron su confianza a Pedro Lombardo con una
declaración solemne. Quedaba reservada a los escolásticos, especialmente a
santo Tomás de Aquino, la tarea de dar forma nueva a la doctrina de la
distinción de personas en la unidad de la esencia divina.
Abelardo
reaccionó también contra la concepción agustiniana común, que consistía en
considerar el pecado original como una debilidad física, casi como una
enfermedad del entendimiento y de la voluntad. Abelardo interpretó el pecado
como un simple castigo consistente en la pérdida del derecho a la felicidad
eterna, mientras que, en contrapartida, la gracia quedó reducida a una ayuda
más que a una posibilidad física de realizar actos meritorios. En esto se opuso
también a san Bernardo, que formuló de nuevo la concepción tradicional en su Tratado
sobre la gracia. Pero hasta santo Tomás de Aquino no se hizo ningún
progreso capaz de dilucidar el problema de la naturaleza del auxilio o la
posibilidad de los actos meritorios.
Durante
el siglo XII se hicieron indudables progresos en el campo de la teología
sacramental. El bautismo y la eucaristía habían ocupado hasta entonces un
puesto preeminente tanto en Occidente como en la Iglesia oriental. Eran ritos
que conferían dones de gracia particulares. La unción, la imposición de manos
en la confirmación, las órdenes sagradas y el rito de la visita de enfermos se
consideraban generalmente como «sacramentos» de institución divina. Pero la
ambigüedad de la palabra sacramento —que provenía del léxico (sacramento —
misterio o don de santificación) y de la aplicación del término a cualquier
práctica de devoción— impidió durante mucho tiempo toda tentativa de
clasificación estricta. Tal empresa se llevó a cabo gracias a las discusiones
de Hugo de San Víctor y Pedro Lombardo; también se verificó la distinción entre
las palabras con las que se concede la gracia y las cosas materiales de que se
sirve el sacerdote. El número exclusivo de siete no se definió como artículo de fe hasta la aparición del decreto para los griegos en el Concilio de
Florencia en 1439. Pasó bastante tiempo antes de incluir en esa lista los dos
sacramentos que no hemos mencionado: la penitencia y el matrimonio. Esto
provino en parte de la imposibilidad de someter esos sacramentos a las
definiciones y a los análisis; pero se debió también al largo proceso de la
práctica de la penitencia y de la existencia del matrimonio en otros sistemas
jurídicos y otras costumbres sociales, antes e incluso después de la fundación
de la Iglesia. Como hemos visto, la práctica y la obligación de la confesión
auricular se establecieron en Occidente antes de 1100; pero la teología
continuaba imprecisa a este respecto. ¿Constituía la confesión hecha ante un
sacerdote un simple medio de verse dispensado de la penitencia pública antes de
volver a ser admitido a la comunión por el obispo? ¿Eran los poderes del
sacerdote una mera delegación, o concedía el obispo al sacerdote el permiso de
emplear los poderes que le fueron concedidos en su ordenación? ¿Absolvía el
sacerdote del pecado, o declaraba simplemente que el pecado había sido
perdonado, o se contentaba con rogar por la remisión del pecado? ¿Qué clase de
disposiciones se pedían al penitente? Si su contrición era perfecta, ¿qué
añadía la absolución? Si no lo era, ¿cómo podía esperar algo de la absolución?
¿Podía obtenerse el perdón sin la confesión? ¿Había obligación de confesarse?
Algunas de estas cuestiones ya estaban resueltas por la práctica y el derecho
antes de que los teólogos les diesen respuesta satisfactoria. Pero Pedro Lombardo
fue capaz de exponer lógicamente los tres elementos constitutivos: contrición,
confesión y satisfacción. La naturaleza de la contrición requerida y los
efectos directos de la absolución fueron objeto de discusiones durante los
siglos siguientes. En la práctica, el decreto Omnis utriusque sexus, que
hacía de la confesión anual ante un sacerdote de la parroquia una condición
para participar plenamente en la Iglesia, fue el fin universalmente aplicado
por los que tenían cura de almas. Una de sus consecuencias fue la
multiplicación de los manuales para los médicos del alma; otra fue la de convertir las nuevas órdenes de frailes en coadjutores y rivales del clero secular porque tenían
relaciones más íntimamente espirituales con los fieles.
El
matrimonio continuó siendo el sacramento más complicado
en el aspecto jurídico, aunque su teología y su celebración eran mucho más
simples. La costumbre y la autoridad de las Escrituras, Antiguo y Nuevo Testamento, habían levantado una montaña
de obstáculos concernientes a las relaciones naturales o espirituales, los estatutos, los usos sociales y
los compromisos personales. Durante su primer milenio, la Iglesia nunca impuso
como obligación absoluta la presencia del sacerdote para legalizar la unión.
Con el transcurso del tiempo los impedimentos del matrimonio se racionalizaron y se encareció la obligación de recibir la
bendición de la Iglesia.
Estos
progresos tuvieron gran importancia; pero la adquisición de mayor influjo fue
la progresiva clarificación que estableció la distinción entre lo natural y lo
sobrenatural, la razón y la revelación, la naturaleza y la gracia. Aunque era
muy clara la enseñanza evangélica y patrística en cuanto a la existencia de dos
reinos separados, el mundo y el reino de los cielos, diversas condiciones
históricas y la naturaleza intrínsecamente misteriosa del asunto retardaron
todo intento de análisis filosófico o teológico. Una de esas condiciones era
que, en toda alma cristiana, las dos vidas, los dos principios de acción y las
dos finalidades estaban prácticamente mezcladas de forma inextricable. Otra
era que el análisis sólo podía expresarse en términos filosóficos y desde hacía
tiempo éstos eran inutilizables. En efecto, todos
los escritores patrísticos poseían un bagaje filosófico, tenían afinidades
platónicas o neoplatónicas y para ello todo ser era espiritual y divino en
cierto sentido. En su sistema no tenía cabida un creador trascendente que
concede una vida nueva a algunas criaturas, pero no a todas. Es verdad que el
último y más grande de los Padres, san
Agustín, en su disputa con Pelagio, estableció la
distinción entre la naturaleza y la gracia con precisión matemática. Pero también es cierto que las discusiones con Pelagio son sólo una
excepción en la ingente obra de Agustín y que en
sus meditaciones especulativas y espirituales
sobre la vida cristiana e incluso en La ciudad de Dios la afinidad de san Agustín con el platonismo le
impide definir y hasta considerar los límites de la inteligencia y de la voluntad humanas. Así, pues, durante más
de seiscientos años se prescindió del problema y no se buscó su solución. Pero tal solución se hizo urgente en el siglo XI, debido
al redescubrimiento de la lógica y la dialéctica. ¿Hasta dónde podía llegar la razón en la comprensión o en la justificación de las doctrinas de la fe? ¿En qué
medida había podido la razón humana, en la
persona de un Platón o de un Cicerón,
anticipar las verdades de la fe o
de la moral? Hemos dicho unas
palabras sobre los conflictos entre profesores. Estos podían ser escépticos, racionalistas o espiritualistas. Sin ayuda del
sistema aristotélico se debatían en la oscuridad.
Anselmo o Hugo podían clamar que ellos demostraban o al
menos explicaban una doctrina; Abelardo o Gilberto podían aspirar a encerrar un dogma en las estructuras de una
definición lógica o verbal. Pero sólo el redescubrimiento de la metafísica y
de la psicología de Aristóteles permitió ver la naturaleza humana con todas sus
facultades y posibilidades en su estado «puro» y definirla como tal sin tener
en cuenta el género humano, herido y afectado por el pecado original y elevado
por la revelación y la gracia. Esta definición, con las consecuencias que
implicaba, fue expuesta por primera vez de forma completa por santo Tomás de
Aquino.
Finalmente
experimentó un progreso considerable la definición de los privilegios de
María. Su virginidad física antes, durante y después del parto; el fundamento
de su título de Madre de Dios y la plenitud de la gracia, que suponía una vida
entera carente en absoluto de pecado, formaban parte de la herencia
patrística. Su asunción corporal al «cielo», aunque no se había definido, era
admitida en Occidente, sobre todo por influjo de la tradición bizantina, y
nunca se discutió seriamente. El problema de su concepción inmaculada, es
decir, el hecho de que su alma fue preservada de la mancha del pecado original
desde el primer instante de su existencia, no se discutió hasta el siglo XI.
Esto se había enseñado implícitamente en la Iglesia bizantina como consecuencia
de la plenitud de gracia en María y de su condición de segunda Eva. Mientras
tanto, la fiesta de la concepción de María se había extendido en la Iglesia bizantina
y en sus avanzadillas del sur de Italia. Esta fiesta, instituida por analogía
con la concepción y la santificación milagrosa de Juan Bautista, se fundaba en
un relato análogo, pero legendario, de la concepción de María. Celebraba la
concepción reputada milagrosa y la santificación simultánea del alma de María;
en sí misma no se apoyaba en ninguna base doctrinal precisa ni expresaba
tampoco ninguna. Esta fiesta fue introducida en algunos monasterios ingleses
antes de la conquista normanda, probablemente por influjos griegos de Italia.
La conquista hizo desaparecer esa práctica igual que otros rasgos de la piedad
inglesa. Pero volvió a introducirla Anselmo, sobrino y homónimo del arzobispo
san Anselmo, que había sido abad de san Sabas en Roma antes de ser en 1121 abad de
Bury-Saint-Edmond. Con anterioridad, san Anselmo había insistido mucho en la pureza
absoluta de María. El monje de Canterbury Eadmaro, su confidente y biógrafo, escribió en
los alrededores de 1125 un tratado abogando por el restablecimiento de esta
fiesta. Fue la primera exposición teológica publicada en Occidente sobre la
Inmaculada Concepción, fundada en tesis griegas y en lo que se llama la razón
de congruencia. Aunque más tarde fue muy citado, de momento no tuvo gran
importancia porque absorbía la atención el célebre ataque lanzado por san
Bernardo contra la celebración litúrgica instituida por los canónigos de Lyon.
Este ataque fue el comienzo de una serie de discusiones teológicas que iban a
durar más de dos siglos. San Bernardo, cuya intensa devoción a la Madre de Dios
era muy conocida, desaprobaba esta doctrina nueva (nueva al menos para él)
porque era contraria a la ley universal del pecado original de todos los hijos
de Eva y sobre todo por la opinión de Agustín, generalmente admitida, de que el
pecado original se transmite por un acto causado por la concupiscencia; por tanto,
mediante un acto cargado de pecado que no podía ser objeto de un culto. La
cuestión se prestaba a controversia. Había que resolver dos problemas. Todos
los seres humanos necesitan los méritos redentores de Cristo. Si María no era
culpable ni del pecado original, ¿cómo podía necesitar ni incluso recibir la
redención? Además, si, como se solía admitir, la participación activa de la
madre de María en la concepción física no debía ser tenida en cuenta, ¿en qué
momento había intervenido Dios? Si el alma fue santificada antes de penetrar en
la materia de la que iba a salir el cuerpo, sólo sería inmaculada el alma de
María y no su humanidad. Inversamente, si la santificación se hubiera operado
después de la creación del alma, la concepción no habría sido inmaculada. En el
siglo xiii santo Tomás de Aquino
aclaró el problema enseñando que el pecado original consiste en la ausencia de
la gracia y no en la transmisión cuasi física de una cualidad pecaminosa. Pero
fue Duns Escoto
quien resolvió la dificultad enseñando que María fue preservada del pecado por
los méritos futuros de su Hijo. Durante la baja Edad Media, los dominicos y
franciscanos se enfrentaron por esta cuestión. El franciscano Sixto IV, con
las dos constituciones de 1476 y 1483, juzgó necesario proclamar la
legitimidad de la fiesta y de las tesis que la habían originado.
El siglo
que siguió a la muerte de san Bernardo y a la publicación de la gran obra de
Pedro Lombardo se terminó con la muerte casi simultánea de santo Tomás y de san
Buenaventura. En este breve lapso tuvieron lugar la expansión de las
universidades y el redescubrimiento de Aristóteles. La Escolástica vivió una
edad de oro. Esta época estuvo exenta de toda controversia teológica del tipo
que podríamos denominar clásico: una opinión nueva es defendida por unos,
denunciada por otros, calurosamente discutida y finalmente solucionada por un
doctor eminente o por una sentencia conciliar o pontificia. Uno de los motivos
de la ausencia de controversias de este tipo fue sin duda que los teólogos
estaban casi siempre enredados en las discusiones rutinarias de las escuelas,
discusiones que mantenían a maestros eminentes en campos opuestos. También pudo
influir el hecho de que todos se dedicaban a la tarea de someter la doctrina y
la opinión tradicionales a la disciplina del análisis lógico y de la
deducción. El gran logro de las escuelas, entre Abelardo y Duns Escoto,
fue sin duda la elaboración progresiva del corpus riquísimo de la enseñanza
cristiana, partiendo de los escritos y los decretos de los siglos anteriores
—obra sobre todo de los grandes maestros del siglo xii— y la formación a partir de este corpus de una
teología coherente expresada en lenguaje técnico, estructurada con un orden
lógico —obra de los grandes maestros de París en el siglo XIII —. Fue mérito
especial de genios como Alejandro de Hales, san Buenaventura, san Alberto y
santo Tomás saber enlazar la sustancia de su teología con algunos principios
especulativos importantes, principios neoplatónicos mezclados con otras
influencias, como en la obra «agustiniana» de Buenaventura y de Alejandro o en
la aristotélica de Alberto y santo Tomás. El material tradicional era el mismo
para todos. La fuerza de los dos dominicos residía en los recursos del
pensamiento aristotélico, que abrazaba todo, desde las bases lógicas y
dialécticas hasta las conclusiones metafísicas, y proporcionaba un lenguaje y
unos términos técnicos aptos para expresar todas las doctrinas, por ejemplo, la
de las «relaciones» de la Trinidad y la de las «sustancias» y «accidentes» de
la eucaristía. Otros utilizaron una amalgama de lógica aristotélica y de
psicología neoplatónica o (como Duns Escoto y sus sucesores) inventaron una nueva
estructura filosófica de su cosecha.
El
trabajo de especialistas como Dom Lottin, Mons. Landgraf y otros ha puesto de
relieve recientemente la acumulación de materiales teológicos y positivos, en
oposición a las construcciones filosóficas y especulativas. Son necesarias
todavía numerosas investigaciones para poder apreciar plenamente la contribución
teológica de los grandes escolásticos al conjunto de material tradicional
tamizado por los «sumistas». Sin embargo, las líneas generales del cuadro se
perfilan con claridad. La base doctrinal procede de los cinco primeros siglos,
con frecuencia incluso en los detalles de su expresión. En los siglos xil y xiii se reunió, se profundizó, se
prolongó, se puso en correlación y se clasificó todo, gracias a una disciplina
filosófica que era en gran parte herencia de la antigua Grecia, ampliada y
flexiblemente manejada por el genio medieval.
Cuando
echamos una ojeada sobre el desarrollo de la teología en el siglo XII, nuestra
mirada se siente atraída por el nacimiento de técnicas y disciplinas nuevas y
por el desplazamiento de las iniciativas creadoras de los monasterios y
escuelas catedralicias a las universidades, así como por el triunfo de la
lógica sobre las letras como disciplina básica para los jóvenes estudiantes.
Pero no debemos olvidar que lo que se ha llamado «teología monástica» —la
literatura de la «Edad Media monástica»— continuó paralelamente a la teología
universitaria hasta bien avanzado el siglo xiii. Seria, reflexiva, de carácter evangélico y patrístico, prolongaba la concepción
agustiniana de la teología cristiana subiendo del pensamiento a la oración y
contemplación. La entrada victoriosa de los frailes en las escuelas y su celo
por la filosofía y la dialéctica han hecho perder de vista a muchos
observadores la tradición monástica a la que estaban unidos. La enseñanza
conocida y clásica de santo Tomás sobre la vida activa y la contemplativa debía
mucho a la tradición monástica, lo mismo que a Aristóteles y a Dionisio. Para
la escuela franciscana de san Buenaventura, la teología no es tanto una
disciplina intelectual cuanto una guía del alma hacia la visión espiritual y la
unión extática.
CAPITULO XVIIIEL PENSAMIENTO MEDIEVAL (1000-1200)
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