Cuando
sus padres le vieron, quedaron sorprendidos, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué
has obrado así con nosotros? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos
buscándote. Y Él les dijo: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso
que me ocupe en las cosas de mi Padre? Ellos no entendieron lo que les decía.
Bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto, y su madre conservaba
todo esto en su corazón....
En los
días del Bicentenario de la Revolución Francesa, en París, el Hijo de Dios me
inspiró esta Historia Divina de Jesucristo. El
Corazón de María es el primero de los libros que lo componen.
Era el año
1989. Eran días de esperanza y de fe en el futuro. Nadie podía creer que 30
años más tarde el mundo se encontraría al borde del abismo. Todavía se
respiraba en el ambiente la alegría, la
confianza, la capacidad del ser humano para superarse a sí mismo, vencer todos
los problemas y dejar atrás las tormentas desde milenios atrás haciendo llover
sobre el Género Humano continuos diluvios de sangre.
Como
cualquier otro, a mi manera, yo también
disfruté de aquella Celebración del Bicentenario de la Revolución Francesa. El
recuerdo de la Historia Universal es siempre una puerta hacia acontecimientos
que, despojados de su parte negativa, nos pone delante lo bueno que se buscaba, fue encontrado y necesita ser regado para que no se pierda a
los pies del desierto de los intereses de los siglos. Y sin embargo ¿qué
Revolución ha sido más beneficiosa y creadora de acontecimientos históricos que la que el Hijo de Dios
desencadenó y puso en movimiento? ¿No ha
sido el Cristianismo el campo en el que han tenido curso todas las revoluciones
que desde el Imperio Romano a nuestros días han transformado el rostro de la
Civilización? ¿En qué otra Civilización han tenido su cuna el Derecho, las
Ciencias, las Artes?
Todo lo
que disfrutamos existe porque el Hijo de Dios, venciendo lo Imposible, traspasar las Sagradas Escrituras de las
manos de Jerusalén a las de Roma, inició una Nueva Era, que se ha demostrado
Invencible hasta nuestros días, y permanecerá en crecimiento durante los que
vienen. Y, con todo, el Conocimiento de la Historia de la Sagrada Familia ha
permanecido en el Silencio bajo Sello Divino, al que una vez idos los Apóstoles
nadie ha tenido Acceso. Y yéndose la Madre y sus hijos en Dios, vino el
Silencio. Inspirado por el Hijo de Dios, mi Padre que está en los Cielos, me
entregué en cuerpo y alma a esta Historia..
Yo, Cristo
Raúl, movido por el espíritu de Inteligencia, puse inmediatamente manos a la
obra. Abandoné Paris, regresé al Sur, me encerré dentro de un mar de libros y
me dispuse a empezar por el principio, descubrir a qué se debía aquel vacío
documental por el que la confusión encontró puerta de acceso al corazón del
problema y parió esa montaña de libros que usando al Héroe de los Evangelios
como excusa le dieron vida a personajes de tinta sin ningún contacto con el
Verdadero Hijo de María. Pues la Verdad es esta: Dos mil años después ningún
historiador había podido penetrar en el Misterio de la Vida Privada de la Sagrada
Familia. Aprovechándose de esta circunstancia contra la naturaleza de la
verdad, escritores sin amor ninguno a las ciencias históricas usaron ese Vacío
para dar a luz historias sobre el
Nacimiento y Vida de Jesús, Fundador de la Civilización, tomando el escándalo
como fuente de fama y riqueza. Mina que pareció no tener fin y a la que muchos
acudieron a hacerse con el oro que bien
pudieran llevarse. Esta actitud procedía del espíritu del mundo, y el mundo ama
lo que viene del mundo. El espíritu del mundo tiene por ley alimentar la
ignorancia con la carne de la mentira. Y el que participa de la ignorancia es
del mundo de ella se alimenta. Pero el que no tiene el espíritu del mundo no
tiene parte en esa ley.
He de
reconocer que navegar, bucear por aquel mar de libros hasta encontrar un primer
punto donde asirme y desde ahí seguir trabajando no me fue fácil. Triunfar
donde todo el mundo ha fracasado, mantener el timón firme contra el viento de
las circunstancias personales crea alrededor una reacción que sumándose a la
compleja realidad que atraviesa el espíritu acaba produciendo una tormenta. Y
nadie sino Dios sabe en qué puerto acabará el pensamiento echando el ancla.
El que no
se mueve no llega nunca a ningún sitio. Darle oídos a la ignorancia del mundo
es pararse, estancarse, renunciar. El espíritu que viene de Dios hace imposible
esta contemplación siquiera en posibilidad. El guerrero que está en el fragor
de la batalla sólo tiene ojos para alzarse con la victoria y disfrutar de la paz. Todo lo que no sea la
victoria, no cuenta.
Investigando
pues el tema no tardé en descubrir la causa en el fondo del problema de la
ausencia de documentos oficiales sobre la existencia de Jesús. Ausencia sobre
cuyo grano los siglos han levantado al Misterio de la Vida del Fundador del
Cristianismo esa montaña de libros el resultado de cuya lectura es tan ambiguo
como confuso.
Inspirado
por este hecho el último de los escritores del siglo XX que aportó su grano a
la montaña apócrifa que en siglo de Cristo comenzara su andadura tituló su obra
«el Jesús desconocido». ¿No es curioso que después de veinte siglos en boca de
todo el mundo y cinco siglos de investigación independiente y libre de la
tutela de la Iglesia el siglo XX suspirara semejante conclusión para la posteridad:
“Jesús, ese desconocido”?
Pero el
Fundador del Cristianismo, aunque sea un perfecto desconocido para algunos, no
lo es tanto para otros, ni fue tan desconocido para los que le conocieron en
vida como los que no le conocieron nos lo han querido presentar. El problema
sin embargo está ahí, donde siempre ha estado, en el silencio de los que le
conocieron en vida y se llevaron con ellos a la tumba la Biografía del Hijo de
María de Nazaret. Ahora bien, si tenemos en cuenta la Fe el secreto del
problema está en pegar, entrar y ver. Pues el que era sigue siendo el que es.
Estas
consideraciones sentadas por principios de mi investigación, la causa en el
fondo de la falta de documentación oficial sobre Jesús como personaje histórico
la hallé en los dos incendios que, en el mismo año, según unos, en años
diferentes según otros, destruyeron los Archivos del Templo de Jerusalén, de un
sitio, y los de la Roma Imperial del César Octavio Augusto, del otro.
¿Casualidad?
¿Puro azar? ¿Parte de un plan maquiavélico concebido por poderes en las
sombras? ¿Cómo saberlo, cómo decirlo a ciencia cierta? Lo que está fuera de
toda duda es que el anticristianismo violento de aquella generación del siglo de
Cristo puso la mecha y prendió la chispa que hizo saltar por los aires los
muros del Templo de Jerusalén.
En el caso
del incendio del Templo de Jerusalén, concretamente, sí se sabe que la
destrucción de los Archivos de Israel fue provocada por los hijos de los que
juzgaron a Jesús. Basta una incursión breve en los acontecimientos de la
revuelta antirromana para descubrir la identidad del
brazo que, batuta en mano, dirigió la orquesta de la destrucción de los
Archivos del Tercer Reino de Israel.
Lógicamente
en este libro no voy a rescatar del sarcófago de los recuerdos, donde arrojaron
los últimos hebreos la verdadera historia sobre la Segunda Caída, la memoria de
aquellos acontecimientos. Sólo decir, de tal palo tal astilla; cayó Adán,
cayeron sus hijos. Con la maravillosa diferencia que esta vez los hijos no
arrastraron al resto del mundo al infierno de la condenación merecida. En
cualquier caso centrémonos en los hechos.
A pesar de
los pesares, obviando la opinión de los expertos, aquí hay que reconocer que
desde un punto de vista psicohistórico la razón para
meterle fuego a unos Archivos, documentalmente hablando de un valor
incalculable, a la hora de reconstruir el Periodo Asmoneo por ejemplo, tuvo en su punto de mira la eliminación física de cualquier prueba
sobre la que el futuro pudiera basar la existencia histórica de Cristo, y
enraizara la Fundación de la Iglesia en la cumbre de los procesos internos
vividos por el espíritu del Israel mesiánico.
Poca duda
le cabe al autor y menos espacio le deja al lector para insertar la
personalidad del historiador oficial de los judíos, un hombre llamado Flavio
Josefo, en el género más representativo de su tiempo. Formado en la vieja
escuela imperial romana, la más representativa en lo tocante a la manipulación
del Pasado, como se demuestra en la Eneida de Virgilio, Flavio Josefo aplicó
ese mismo método a la Historia de su Pueblo, dando a luz una Historia sin luz
profética de ninguna clase y menos valor mesiánico si cabe. De donde resultó
ese exorcismo patético que es su Historia
Antigua del Pueblo Judío, contra la cual se alzaron historiadores modernos,
por cristianos sin derecho a ninguna crítica, y de la que se derivó el
destierro de la conciencia del que un día fuera «el pueblo elegido» de aquella
naturaleza que lo convirtiera en especial y único entre los demás pueblos de
nuestro mundo.
Desgracia
sobre desgracia, si de la falsificación de los orígenes del pueblo romano por
Virgilio salieron de las páginas de la Eneida glorificados los fundadores de
aquella Roma nacida con vocación eterna, de las manos de Flavio Josefo volvió a
nacer un pueblo, para más desgracia todavía, privado de toda gloria y honra a
los ojos de Dios y de los hombres.
Terrible
fue el precio por tanto que con tal de ver exterminados a todos los primeros
cristianos, sin distinción de edad y sexo, estuvieron dispuestos a pagar y
pagaron los hijos de Abraham.
Aunque sea
algo que siempre se suele dejar en la trastienda no debemos olvidarnos que si
Jesús fue hijo de Adán y Eva no menos por la sangre lo fueron quienes le
juzgaron y le condenaron a muerte. De manera que de lo que de siempre se ha
hablado y nunca se ha discutido es del fratricidio cometido contra el nuevo
Abel, del que el antiguo fue su modelo, en parte porque se habló de deicidio en
parte porque el Caín de aquellos días al contrario del antiguo no ha parecido
arrepentirse jamás de su delito. Pero dejemos aquí el examen crítico sobre el
valor histórico de la obra literaria de Flavio Josefo. Hoy día se sabe que el
historiador de los judíos logró imponer su versión de los Hechos al precio de
doblar sus rodillas, no ante el Dios de sus padres, sino ante los dioses del
Imperio. Y volvamos al otro Incendio.
En el caso
de la destrucción de los Archivos del Imperio por Nerón que el fin buscado
fuera cerrar semejante operación anticristiana ya no es tan creíble. Pero a fin
de cuentas es lo que vino a cerrarse con la destrucción de los Archivos de la
Roma de Augusto. Los documentos sobre el Censo Universal, y cualquier otra
prueba física que pudiera aportar luz al Caso, quedaron definitivamente
reducidos a cenizas.
Es decir,
desde el Año del Fuego (¿su número es el número de la Bestia, 666?) los
Evangelios y sólo los Evangelios Canónicos quedaron como únicos documentos
sobre los que reconstruir la Historia de Jesús.
Esta
conclusión fue descubierta ya en su tiempo por los contemporáneos de los
Apóstoles. Descubrimiento que les inspiró a muchos de ellos los llamados
“evangelios apócrifos”.
Unos dicen
que primero fueron los Canónicos, y que luego trabajando con ellos los autores
apócrifos montaron sus historias. Pero yo diría que primero fue la Palabra, y
después la Palabra fue puesta por escrito. De hecho cuando uno de los
evangelistas dice en su prólogo que antes de él muchos habían intentado
componer un relato de la vida de Jesús, al decir “muchos”, siendo únicamente
cuatro los evangelistas (dos para la fecha), Lucas sin duda se estaba
refiriendo a los autores apócrifos.
No es de
extrañar que, escandalizados, los Apóstoles se alzaran contra aquellos relatos.
Y decidieran poner por escrito lo que los primeros cristianos ya conocían de
Palabra. Imponiendo de camino mediante la Autoridad a Ellos conferida por el
Espíritu Santo la Autenticidad Divina de tales Evangelios, decretando en
Concilio Universal y Ecuménico -es decir, Católico- que a los Cuatro y sólo a
esos Cuatro Evangelios debían atenerse todos los cristianos del Orbe.
A los que
así lo hicieron y desterraron de sus ojos la lectura de los «evangelios
apócrifos», y cerraron sus oídos a los relatos gnósticos tan de moda en los dos
primeros siglos del Cristianismo, empezó pronto a llamárseles “Católicos”.
Porque si a los primeros seguidores de Cristo, sin distinción entre sus
posiciones más o menos divergentes, comenzó a llamárseles «cristianos», a todos
los que se atenían al Texto de los Evangelios Canónicos comenzó pronto a
llamárseles Católicos. Pues contra los demás, que en el caso de la Virgen por
ejemplo corregían a los propios Apóstoles -excusándoles su credulidad infantil
a la hora de la Concepción Virginal de Cristo- los católicos creyeron, creían y
creen a fe ciega en la Palabra Escrita.
Este, sin
ningún género de dudas, fue el Origen del Catolicismo. Cuando San Pablo les
criticó a algunos fieles definirse por ser de éste o de aquél otro sujeto con
toda seguridad se refería al daño contra la Unidad del Cristianismo que los
primeros relatos apócrifos estaban ya haciendo. Porque también su origen fue la
Palabra, y sólo más tarde fueron puestos por escritos aquellos relatos falsos
sobre Jesús, su familia y sus discípulos.
Es decir,
las iglesias nacidas de la Reforma no fueron las primeras que negaron la
Encarnación del Hijo de Dios y su Nacimiento por obra y gracia del Espíritu
Santo. Antes de la Reforma los Gnósticos
del siglo I y II d.C. ya negaron la existencia de la Virgen. Por no hablar ni
traer ahora a estrado la opinión de los propios judíos al respecto, se
entiende.
Desde esta
postura de desentierro de corrientes muertas en los orígenes del cristianismo
es lógico que la Reforma, al negar la Encarnación, se propusiera destruir a
todos los que vivían de la Palabra y sólo por la Fe de los Apóstoles podían
sostener sus declaraciones.
Lo sabemos
positivamente, los Apóstoles edificaron la Iglesia sobre la Palabra. Esa
Palabra era y es que el Hijo de Dios se hizo hombre en el seno de la Virgen
María sin intervención de varón. Y sabemos, porque lo oímos, que las ramas
nacidas del árbol de la Reforma negaron esta Encarnación, negando así el Poder
de Dios para hacer que una mujer conciba sin “concurso de varón”.
Visto esto
uno se pregunta con toda la razón del mundo: ¿qué vino a destruir la Reforma:
la obra del Diablo o la de Cristo? Porque quien no cree que el Hijo de Dios se
hizo hombre por obra y gracia del Espíritu Santo y nació sin la intervención de
varón, aunque repita hasta el infinito “Jesús es el Señor, Jesús es el Señor”:
ése no es cristiano.
Según los
Evangelios: cristiano es aquél que vive de la Palabra, y confiesa, según está
escrito, que el Hijo de Dios se hizo hombre por obra y gracia del Espíritu
Santo, que estaba en El, pues el Verbo es Dios y el Verbo se hizo hombre. El
que cree esto es cristiano.
Ahora
bien, si se confiesa que el Hijo de Dios se encarnó por obra y gracia del
Espíritu Santo y se niega que el Espíritu Santo venga del Padre y del Hijo se
niega que el Verbo se hiciera hombre, ¿porque cómo puede vivir el Hijo en el
Padre y no ser una sola cosa con el Espíritu Santo? Es decir, ¿qué negó y niega
la Ortodoxia de los Rusos?, ¿que el Hijo y el Padre no son una sola cosa?, ¿que
el Hijo no es Unigénito?
La Fe en
la que edificaron los Apóstoles la Iglesia que su Señor fundó sobre Roca tenía
dos columnas maestras. Primero, el Hijo se encarnó en el seno de la Virgen
María por obra y gracia del Espíritu Santo. Cualquiera que niegue esto no es
cristiano. Y segundo: El Hijo y el Padre son una sola cosa en el mismo
Espíritu, que es Santo; de manera que todo lo que la creación recibe de Dios lo
recibe a través de su Hijo. Y todo el que niegue en Cristo la Puerta por la que
la creación recibe de Dios toda gracia, ése no es cristiano. ¿Y si no es
cristiano ése que cree en el Padre pero niega que entre Dios y el hombre esté
su Hijo, ése qué es?
Cuando
Dios declaró que el Justo viviría de la Fe sin ningún género de dudas se
refería a esta Fe.
Pero
volvamos a la investigación. Porque claro está, esto es Fe. Pero la Historia
reclama hechos, documentos, piezas con las que componer el puzle. Piezas que
como hemos visto no se encuentran por ninguna parte. ¿Así que cómo llevar a
término una investigación recreativa de la Historia de Jesús si los elementos
indispensables para su articulación no se encuentran en ninguna parte? Es
decir, ¿quién puede componer un rompecabezas sin las piezas del rompecabezas
que debe componer?
Pero para
todo hay un tiempo. Hay un tiempo para investigar, navegar hasta tocar fondo en el mar de la
Historia; hay un tiempo para subir, respirar aire, salir a tierra firme, tomar
el sol, mirar el cielo, dejar que la piel se seque, sentir la tierra bajo los pies, abrazar a otro ser humano. Y hay un tiempo
para sentarse y poner sobre el papel las conclusiones a las que se han llegado,
extender sobre la mesa el tesoro que se ha rescatado del fondo de ese mar.
Quien busca un tesoro en las oscuras profundidades tiene que ver con los ojos a
la luz del día el valor de lo que traído consigo. Nadie trabaja en vano. Ni
nadie está libre del error. Lógicamente hasta que no concluyes tu trabajo no
sabes en qué te has dejado llevar por la emoción.
Escribí el
primer manuscrito sobre la Historia
Divina de Jesús en Londres. Aterricé en la City invitado por unos amigos que hice justamente conocí durante el
Día del Bicentenario en Paris. Moraban en un antiguo hospital abandonado que
habían acondicionado como estudio de Música. Gente muy buena. Pusieron a mi disposición
la planta que más tranquilidad me
ofreciese. Los músicos son amigos de muchos amigos que van y vienen.
El trabajo del escritor al contrario reclama silencio, puerta cerrada, libertad entre muros. No
sabes cuándo vas a acabar de dar a luz tu obra. El día y la noche es un
continuum. No hay diferencias entre una semana y la otra. Un mes, dos meses,
tres meses.... es el mismo rosario dando vueltas en las dedos. Las páginas
crecen, disminuye. aumentan, se transforman, se visten, cogen peso, se hacen
carne y hueso y un día estás de parto. Pero lo primero es lo primero.
Saqué mi máquina Olivetti y puse manos a la
obra. Agaché la cabeza, cuando la
levanté había llenado unas 800 páginas. La criatura estaba parida. Es lo que
los escritores solemos decir. Dar a luz un libro es como un parto; el trabajo
se lo come uno solo, y cuando los dolores han pasado miras tu creación.
Y… de pronto me dí cuenta que no había dado a luz aún.
Los meses habían
pasado. Una cantidad de energía incalculable desde la mente a los dedos se
desintegró en el fuego de la realidad. Innumerables veces las teclas golpearon
el silencio. Diez páginas, cien, doscientas, trescientas, cuatrocientas,
quinientas, seiscientas, setecientas, ochocientas páginas. Cientos se quedaron
en el camino, ceniza en el cubo de la basura.
El trabajo
estaba acabado. Respiré. Levanté la cabeza, me levanté, creí que la criatura
estaba en mis brazos… y de pronto lo vi: Esas 800 páginas tenían huesos y carne, pero les faltaba un Corazón.
Y desterré
aquel primer manuscrito de mis ojos. Comprendí que tenía que dejar de buscar en
los libros lo que no podría encontrar en ellos. Así que cuando la primavera
comenzaba a abandonar Londres partí
hacia Jerusalén.
Crucé
Europa a la luz de una estrella brillante y atravesé el mar sobre las olas de
una Paloma de Plata. ¡Tierra Santa! Al fondo del Mar Grande una Torre brillaba
al alba como el faro más potente del mundo. Era Haifa.
Bajé a
Nazaret. Visité el Templo de la Anunciación. Tras una breve parada en Tel Aviv
seguí mi camino a Jerusalén.
Cuando
alcancé Jerusalén la Ciudad estaba en estado de alarma. Irak acababa de invadir
Kuwait. El discurso antisionista del nuevo héroe del Islam,
usando el odio universal del mundo musulmán contra los judíos como hipervínculo
de unión a su causa de todos los fundamentalistas del mundo árabe, exigía
-según periódicos paramilitares israelíes- el uso de armas nucleares,
especialmente la bomba de neutrones.
Mientas
Irak levantaba oleadas de vítores en los territorios palestinos, entre la
muchedumbre que paseaba por la Calle David un hombre anuncio vestido de profeta
caminaba con un cartel muy grande, que decía: El fin del mundo se acerca, venid
a tomaros una cerveza.
Fue un
viaje muy instructivo. Me subí de nuevo en las alas de la Paloma de Plata y
navegué por las aguas del Mar Grande de vuelta al Viejo Continente.
Puse rumbo
a Londres. Me instalé en Finsbury Park, cerré la
puerta, abrí mi vieja máquina, y me sentó dispuesto a no salir del estudio
hasta conseguir la Historia por la que había estado luchando durante los
últimos años.
Fue un
otoño muy largo, pero muy fructífero. Un día del Noviembre de ese año llegué a
la meta. La meta tras la que estuve corriendo todos esos años era el tesoro que
la Madre guardó en su corazón, «el Corazón de María».
Cómo María
conoció a José, quiénes fueron Zacarías e Isabel, quiénes fueron en realidad
los famosos hermanos y hermanas de Jesús. Todo, absolutamente todo, Ella lo
conocía todo sobre su Hijo. Lo había vivido y lo había guardado todo en su
Corazón. Y seguía donde estuvo.
Lo que yo,
Cristo Raúl, ví en el Corazón de la Madre es lo que
vais a leer a continuación.