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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA
Primera
Parte
Historia
de José y María
EL VOTO DE MARÍA
Como las católicas de toda
la vida aquellas mujeres hebreas eran muy trágicas para lamentarse
por la muerte de un ser querido. No digo que ni sea bueno ni sea
malo, simplemente era así. Los romanos al contrario usaban el entierro
como excusa para un banquete, el último banquete, la última cena
de los Césares. El banquete de despedida de Cicerón en los frescos
de la mansión del difunto en Pompeya nos muestra a sus familiares
y amigos bebiendo a la salud del muerto. La corona del orador sobre
sus cabezas recuerda la de laureles pero trenzada con brazos de
vides. Dios santo, los romanos tenían el corazón tan duro que ni
la Muerte podía arrancarles una lágrima. Necesitaban ser tocados
por la vara de Baco para recordar que eran hombres, tan de carne
y hueso como los demás bárbaros del orbe. Hasta que no estaban borrachos
como una cuba no soltaban una lágrima.
Los hebreos, inversamente
a la mayoría de los pueblos, preferían velar el muerto a pelo, sacando
pecho. La distancia, el alejamiento, la ausencia necesita de un
tiempo de despegue. Supongo que la costumbre impone su cultura y
cada cultura lo vive a su manera. Los hebreos de todas las maneras
posibles eligieron la más dolorosa, no enterraban al difunto sino
al tercer día de su muerte.
¡Las lágrimas estaban servidas!
Y si encima se terciaba el caso que nos ocupa, un hombre joven,
en la flor de la vida, casado y tan enamorado de su Viuda como el
primer día, padre de seis criaturas, un hombre que nunca estuvo
enfermo, un hombre que no parecía cansarse jamás, que se murió sin
tener a nadie que se ocupase de sus campos, que se fue justamente
cuando amainaba la tormenta, pues poned todos estos elementos en
la misma coctelera, agitadla, y el resultado será explosivo. La
explosión que desencadenó la muerte de Jacob de Nazaret la vais
a descubrir enseguida; sus consecuencias aún perduran.
Estaba la propia Viuda. Desde
jovencita la madre de la Virgen fue muy pucherona. El día que su
padre, Cleofás de Jerusalén, le prohibió siquiera la idea de pensar
en casarse con el hombre que sería el padre de sus niñas, tan cierto
como llueve para abajo que la joven novia salió corriendo en busca
de su tita Isabel, por las calles de Jerusalén dejando un reguero
de lágrimas rotas.
Tita Isabel, esposa de Zacarías,
futuro padre del Bautista, ya la conocía. No en vano Ana era su
sobrina. Tita Isabel se rió mirándola a los ojos mientras le secaba
las mejillas de Magdalena toda atacada.
“Pero bueno, chiquilla, ¿me
vas a decir qué te pasa? Cuando te arrancas de esta manera se te
olvida que yo no sé nada. ¿Lloramos juntas o me río de ti hasta
que tú te rías conmigo?”. Tita Isabel amaba a su sobrina Ana con
una ternura divina.
Aquella mujer, Tita Isabel,
quería a su sobrina más que a las murallas de Jerusalén, más que
a las nubes del cielo de primavera, más que a las estrellas de la
mañana y de la tarde juntas, la quería más que a sus vestidos y
más que a sus cacharros de plata, pero cada vez que su Anita se
le echaba encima de aquella manera no sabía si acompañarla en los
pucheros o echarse a reír de sus lágrimas. Tampoco es que a cada
cambio de guardia su sobrina Ana le estuviese regando el desierto
con arroyos de agua salada. La verdad era que cuando se arrancaba
de esa forma que ni podía articular palabra y había que darle tiempo
a que se calmara era que algo muy gordo le había pasado a su Anita.
La muerte del padre de tus
niñas, sólo dos de ellas muchachas, las otras crías, y un bebé dando
la caña, la verdad, sí es una buena razón para llorar hasta que
los huesos se te sequen.
Pasó eso, la Viuda, la madre
de la Virgen se hundió hasta lo más profundo de la desesperación
comprensible al caso. Por un tiempo se quedaba muda. No decía nada,
sólo lloraba abrazada a aquella criatura de pecho que no conocería
a su padre. Con Cleofás en los brazos la Viuda de Jacob de Nazaret
lloró todo el día y toda la noche.
Desesperada, se veía ella
rodeada de tiniebla densa y fatal; hundida, ya se imaginaba la casa
de su difunto tragada por los impuestos; rota, deshecha, ya se veía
ella vendiendo a sus niñas para salvarlas de la ruina.
Hijas de David que eran todas,
en unos tiempos cuando ser judío no bastaba, sino que había que
demostrarlo, tener por esposa una hija de David era un pasaporte
a los beneficios que el César le había concedido a los judíos en
gratitud por haberle salvado la vida contra el último de los faraones.
Lo cuento.
Persiguiendo a Pompeyo, Julio
César se metió en problemas. Se le vio al César corriendo como un
loco detrás de Pompeyo. Y mira por donde aterrizó en Egipto. En
ese entonces el hermano de la Faraona acababa de matar a Pompeyo.
Este mismo faraón que acababa de ejecutar a Pompeyo vino y se le
puso bravito al César. Creo que el hermano de Cleopatra incluso
se atrevió a declararle la guerra al Conquistador de las Galias.
Lo sabido, contra toda esperanza
aquel faraoncillo estuvo casi a punto de enviar al César al Elíseo
de los famosos generales romanos. Fue entonces cuando el padre de
Herodes se las arregló para reunir miles de jinetes, atravesar el
desierto del Sinaí al galope y cargar contra el hermano de Cleopatra,
rompiendo el cerco y rescatando al César del peligro. En recompensa
Julio César les otorgó a los judíos un número de privilegios imperiales,
como no estar sujetos al servicio militar, libertad de movimiento
para el Diezmo del Templo, etcétera.
La condición sine qua non
para beneficiarse de tales privilegios era ser ciudadano de la Judea.
Listos como zorros, escurridizos
como anguilas, los judíos encontraron muchas formas de falsificar
los papeles. De todas las formas imaginables de burlar al Imperio
la más fácil era comprarse unos documentos falsos, que cualquiera
de los burócratas que trabajaban en el Registro del Templo de Jerusalén
te servían por un puñado de dracmas.
Pero había otra forma más
barata.
“¿Y qué va a ser de mi Cleofás
sin tu padre, María? ¿Qué va a ser de la casa de tu padre, hija
mía?”, vertía su suerte la Viuda de Jacob de Nazaret en el corazón
de su hija María.
Entre la madre y la hija,
¿qué queréis que os diga?, la hija parecía la madre. María abrazaba
a su madre y la consolaba con palabras llenas de ternura y juicio.
Y eso que la muchacha estaba en flor.
“Papá duerme, Juana”, es
lo primero que le salió del alma a María cuando se lo encontraron
muerto.
“Papá está en el Paraíso,
allí nos espera a todas, ya está Ester, ven aquí Rut, cálmate Noemí”,
les decía a sus hermanas pequeñas mientras se bebía sus lágrimas.
Dejaba la muchacha a sus
hermanas con Juana y se iba con la Viuda:
“Ya está, madre; padre está
en el Cielo. Su Dios no permitirá que sus hijas sean vendidas como
esclavas”, le susurraba a su madre al oído, secándole a besos las
lágrimas.
“Hija mía”, intentaba articular
la Viuda. Pero no terminaba nunca la frase, se deshacía en pucheros
y regresaba a sus tinieblas, las que envolvían su casa y pintaban
el horizonte de su familia con los colores sufridos de una visión
macabra.
El resultado de la natural
desesperación de la Viuda de Jacob de Nazaret fue el siguiente.
La visión tenebrosa que la
Viuda se había hecho sobre el futuro de sus hijas se correspondía
a la realidad de todos los días. La muerte del cabeza de familia
obligaba a las viudas a entregar sus hijas al pretendiente que más
dinero pusiese sobre la mesa, con total independencia de la edad
del comprador. Era la verdad y no hay que darle más vueltas al asunto.
Desde el punto de vista del macho rico mientras más viudas hubiese
mejor, así habría más ganado fresco y joven donde elegir.
El mundo estaba hecho a imagen
y semejanza de las pasiones de los poderosos y todo lo que se diga
en contra no nos llevará a ningún sitio. Para colmo de males, con
las leyes del divorcio que se habían dado últimamente, la carne
de hembra se compraba para usar y tirar; se digería a gusto del
consumidor y luego se tiraban los restos para que el que viniera
detrás chupara los huesos. ¡Y ay de aquél que no siguiera el ejemplo!
En las clases altas tener una sola mujer era signo inequívoco de
conspiración contra Herodes.
“¿Ése se ha casado una sola
vez? ¿Y no se le conoce una segunda ni una tercera mujer al menos?
Seguro que ése conspira contra su majestad, alteza”. Por razones
tan absurdas como esta rodaban las cabezas de los judíos por las
calles de Jerusalén en aquéllos días.
No era algo que la Viuda
se estuviera inventando. Ella era de Jerusalén, de la clase alta,
conocía esta realidad tan de cerca como que su marido yacía difunto
delante de sus hijas.
Que ya está, que no llorara
más, que no era para tanto, que todo se solucionaría, que el Señor
no permitiría que eso pasara. Palabras muy hermosas, que la Viuda
agradecía. Ella sólo sabía que apenas hacía un día se levantó con
la alegría de la mujer más feliz del mundo y no habían pasado dos,
era “la Viuda”.
“Déjame llorar, hija. No
ves que, si no me muero”, le rogaba inconsolable la Viuda a su hija
María.
Aprovechando una calma y
estando Juana y María solas con su madre, María, hija de Jacob de
Nazaret, abrió su boca.
El Cielo es mi testigo de
lo que a continuación digo, y allá que me envíe al horroroso Infierno
si me invento una sola palabra. En la noche de aquel día, durante
el velatorio por la muerte de su padre, la hija mayor de la Viuda
de Jacob de Nazaret ató su vida a un árbol que tenía el poder de
ahorcarla si ella no cumplía el Voto que escribió en el corazón
de su madre y de su hermana Juana.
María pudo haberse callado;
estuvo en su mano haberse llevado el dedo a los labios y no sujetarse
a la prueba. Pero no estaba en el carácter de la hija de Jacob resistirse
a los prontos de su personalidad. Ella prefería aceptar las consecuencias
con todas las de la ley.
Nadie las estaba escuchando,
estaban las tres solas delante de Dios. Por esto os he dicho que
quien quiera estar seguro de lo que escribo ahí está el mismo Dios
que le cogió la palabra a la hija de Jacob de Nazaret para afirmarme
o desmentirme. Que Dios se presente como Juez es natural, que acuda
como Testigo es algo extraordinario. De los valientes sin embargo
es la gloria.
Allí, delante de su hermana
Juana, María le juró a su madre que eso - ser sus hijas vendidas
por esclavas al mayor postor - no les pasaría a sus hermanas nunca,
antes tenía el Diablo que destronar al Altísimo, el Infierno conquistar
el Paraíso, o pasaría cuando el corazón de Herodes fuera elevado
a los altares.
La fe de la hija de Jacob
de Nazaret era tan grande, su confianza en el Dios de su padre era
tan inocente que no le cabía en el corazón que su Señor fuera a
abandonar su familia a merced de los tiempos.
Entonces, muy sosegada, con
una seriedad de persona adulta, ella, María De Salomón, hija de
Jacob de Nazaret, puso por testigo al Dios de su padre y delante
de su madre y de su hermana Juana juró, invocando a la Ley de Moisés
contra su cabeza si rompía su voto, que ella, María De Salomón,
no se quitaría el velo del duelo por la muerte de su padre hasta
que viera casadas a todas sus hermanas, que no firmaría su propio
contrato de bodas hasta que viera casado y con hijos a su hermanito
pequeño Cleofás.
Más aún: no se casaría hasta
que viera a los hijos de su hermanito Cleofás pegando botes, todos
felices y contentos por esa misma habitación por donde ahora el
dolor campeaba triunfante. Hasta ese día ella no se quitaría el
velo del duelo por su padre.
La Viuda alzó la cabeza al
infinito. Juana miró a su hermana con lágrimas de eternidad en los
ojos. María De Salomón siguió diciendo:
“Por la memoria de mi padre le juro, madre, que mis hermanas no conocerán amo. Cuando salgan de la casa de mi padre saldrán alegres en los brazos de ese amor que vivieron sus padres y del que bebimos sus hijas hasta saciarnos. Nadie comprará a las hijas de Jacob. Consuele su alma, madre mía. Ese niño que tiene en sus brazos elegirá de entre las hijas de Eva la más guapa. Así me haga el Señor si yo falto a mi palabra: por esposo me dé el hombre más malo del mundo. No se destroce más el corazón, madre; no ofenda al Cielo culpando a nuestro Señor de nuestra desgracia, no sea que mi padre tenga que bajar la cabeza ante Abraham por la ofensa que portan las lágrimas que nunca se acaban. Mi padre se pasea entre los ángeles y a los pies de su Dios pide clemencia para su casa. Díselo tú, Juana”.
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