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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA
Primera
Parte
Historia
de José y María
LA MUERTE DE JACOB DE NAZARET
Jacob, hijo de Matán de Nazaret,
se murió a los meses de nacer el varón con el que tanto soñaron
él y su esposa Ana, y tras el que no pararon de correr hasta tenerlo.
Ya sabemos que eso de tener la parejita, eso de parir un macho es
un tópico. Pero en aquéllos días de terror fiscal y de sequías largas
como el desierto del Sahara por fuerza un hombre tenía que soñar
con tener algún hijo varón. Para transmitirle todo su conocimiento
de las labores del campo, para apoyarse en sus brazos jóvenes cuando
los suyos no pudiesen tirar por viejos de la carga. Hombre, siempre
se tiene a los yernos; pero no es lo mismo. No es lo mismo que te
vean como una carga a que cargue contigo el hijo de tus entrañas.
Ni es lo mismo dejar todo lo que te dejaron tus padres a tu propio
hijo que al hijo de un extraño. A cualquiera que piense que aquellos
hombres eran antiguos, ignorantes de la vida, que no sabían que
una hembra puede hacer lo que un hombre, o mejor incluso, a esta
gente moderna lo mejor que puede ofrecérsele es el silencio.
Haciéndole oído sordo a la
inteligencia de tanto moderno, siempre cara al sol de los siglos,
Jacob de Nazaret y señora corrieron tras el varón encantados de
gozarla siendo antiguos. Y lo alcanzaron, vaya que si lo alcanzaron.
Lo llamaron Cleofás porque al verlo por primera vez en los brazos
de su madre a Jacob de Nazaret le recordó a su suegro. Sobre el
físico qué puede decirse de su chiquillo, el chaval más guapo del
mundo, por supuesto.
Pues bien, ya se sentían
todos en casa de María en la gloria cuando de repente le entró a
su padre aquel sueño bajo aquella higuera. ¡Con lo felices que estaban
papá y mamá! Cinco niñas como cinco soles, todas sanas, todas alegres,
todas jugando con el muñeco que sus padres les habían comprado.
De carne y hueso. Lloraba, se hacía pipí de verdad, pedía manteca,
echaba caca. Una alegría. Y de pronto, cuando estaban todos en casa
como en el paraíso, al papá le da por morirse. Una tragedia. ¡Qué
lástima! El diablo en persona atacando la casa por todos los costados
no hubiera podido herir tanto a la madre de aquellas seis criaturas.
Tanto más profundo el dolor de la Viuda cuanto al no tener a su
lado a nadie de su familia, en su desesperación ya se veía asediada
por un enemigo invencible que le exigía la rendición inmediata o
la destrucción total de su casa. Si hubiera tenido a la vera a sus
padres, o a su tita Isabel. Pero no, a nadie. ¿Y quién era ella
en Nazaret? A pesar de los años la esposa de Jacob seguía siendo
una extraña, la forastera que les quitó el soltero de oro del pueblo.
“Con lo guapas que eran ellas
haberse ido a casar con una de fuera; encima pequeñita, que parece
una tonta” se consolaban las mocitas nazarenas. “Muy fina. Muy educada.
Ya veremos cuando empiece a parir y tenga que llevar sola la casa
de su suegro en qué se quedan sus maneras y su carita de princesa
de la Ciudad Santa”. Cosas de los pueblos, no te quieren mal pero
no te desean ningún bien tampoco. Todo el que viene de fuera tiene
que rendir cuentas a los vecinos de sus intenciones. Todo tiene
que ajustarse a las pautas de la comunidad; la tradición manda.
¿No las conocía a todas la
Viuda de Jacob de Nazaret? ¿No la habían estado observando durante
los años de las vacas flacas como quien espera que se hunda el héroe
para darse la gozada de ver aquellas dos torres morder el polvo
como cualquier campanario de aldea? ¿Qué consuelo podría la Viuda
encontrar en quienes ya estaban echando cuentas y calculando cómo
podrían repartirse la hacienda del difunto? ¿Cuánto le ofrecerían
por los viñedos? ¿Cuánto por los olivares? ¿Cuánto por las tierras
de secano?
“¿Por qué matamos el milagro
de nuestra existencia diaria en juicios contra el prójimo, hija
mía? ¿Quién conoce cuántos serán nuestros días en este mundo? Sólo
el Señor lo sabe; pero de su boca nunca sale el número. ¿Te imaginas
que te cogiera la cuenta criticando a muerte a tu vecina, o arrojando
la piedra el primero? ¿No sería más hermoso que te pillara compartiendo
tu pan con el pobre?”, le decía la madre a su hija María, mientras
cosían, a solas. Y sin embargo ahora era la madre la que le pedía
a la hija que fuera buena con ella y no le negara la palabra al
dolor de su alma.
“Déjame que me muera, María.
No te preocupe que se me vaya el alma en palabras rotas. El Señor
se ha llevado a mi marido dejándome sola con sus seis hijos. ¿Por
qué iban mis ojos a reprimirse y mi corazón a envidiar la roca que
tiene por corazón el Omnipotente? Hija mía, es fácil desde las nieves
mirar el valle que arde en el estío. ¿Cuándo se puso el Todopoderoso
en la piel del soldado que cae desnudo en el campo de batalla defendiendo
su vida por el honor de su alma de barro tierno y húmedo? ¡Qué fácil
es sentarse en el trono del juicio a firmar sentencias! El Señor
está lejos de la debilidad humana, nuestras pasiones a Él no le
afectan. Si hace frío El no tiembla; si hace calor El no suda; si
le disparan una flecha no le alcanza, si duerme nada le inquieta.
¿Qué sabe el Indestructible de la fragilidad de nuestra existencia?
¿No ves, hija, que se ceba el valle con nuestras lágrimas? ¿Por
qué reprimiré mi dolor y ataré mi lengua al miedo? ¿No corre el
guerrero al encuentro de la muerte? Que me mate Dios, que me devuelva
la vida de mi hombre, ¿por qué no hace nada, porqué se mantiene
vigilante al otro lado del precipicio? ¿En qué razones, hija, funda
el Eterno su silencio y su impasible comportamiento? Si al menos
se elevara como un sol y hablara con la voz de la tormenta y de
su alma los rayos de su sabiduría tejieran en el firmamento nubes
preñadas de inteligencia. Pero no, hija, arrecie el temporal, tiemblen
las tierras, cáiganse los montes y entierren pueblos y aldeas, o
se salga el mar de madre y hunda islas con sus gentes, el Señor,
inalcanzable, indestructible, no mueve una ceja. ¿Ve el desastre
y todo lo que ofrece es un pañuelo de luto pidiendo perdón por no
haberse adelantado al movimiento de la Serpiente? Dime, hija, que
no fue Él quien disparó la flecha que mató al águila y dejó a merced
del diablo el nido de sus aguiluchos. Pero no me niegues el derecho
a quejarme de la suerte de mis hijas sobre el cadáver de mi difunto”.
Atravesada por el dolor de
su madre María la consolaba de esta manera:
“Todos somos iguales ante
sus ojos, madre. Únicos lo somos sólo a los ojos de nuestros padres.
Sus criaturas miramos hasta donde alcanzan nuestros ojos, pero El
lleva sobre sus hombres el peso de todos nosotros. A su tiempo Él
se alzará, madre. Y sus pies brillarán con el resplandor del héroe
vestido para la guerra contra el que le quitó su hombre a nuestra
madre Eva. Ya sé que soy joven, madre, mas créame por todo el amor
que le tengo, el Dios de mi padre no permitirá que la casa de mi
madre se hunda. Ya está, madre, calme sus lágrimas. La Muerte se
lleva a los mejores pensando que al dejar a los malos nos deja a
los pequeños sin protección contra los tiranos. Ignora que al irse
los buenos van al Cielo a recoger las armas de los ángeles. Padre
nos defendió como hombre y nos sacó adelante. Mi padre defenderá
ahora a sus hijas y a su niño con la espada de los querubines. Madre
mía, basta ya, no mire más su cadáver”.
La Viuda escuchaba las palabras
de su hija mayor como quien recibe besos desde las distancias.
Fueron María y su hermana
Juana las que encontraron a su padre sentado contra el tronco de
aquella higuera. La verdad, no era exactamente el tiempo de la cosecha;
pero a Jacob de Nazaret le gustaba coger los primeros higos de la
temporada; decía que eran los mejores para hacer el pan de higo.
Jacob aparejó la bestia.
Tiró solo para el campo con la fresca. El higueral estaba al otro
lado de los cerros, según se mira desde la colina de Nazaret, al
frente. Encantado de la vida aquel buen hombre se despidió de su
señora. Sus dos hijas mayores le llevarían el almuerzo y le ayudarían
a recoger los cestos. Hasta entonces, bueno, pues eso, un beso,
adioses.
¿Viéndole partir de aquella
manera tan hermosa quién hubiera podido decir que aquel hombre regresaría
muerto a su casa?
A la hora del almuerzo María
y su hermana Juana se presentaron en el campo. María le llevaba
un año a Juana y las dos eran dos muchachas en flor. María y Juana
buscaron a su padre y lo encontraron sentado a la sombra de aquella
higuera.
“¿Le dejamos dormir un rato
más, Juana? Recojamos de mientras nosotras los cestos”, dijo la
María.
Las dos hermanas se dedicaron
a la faena. Terminaron de reunir los cestos, y su padre sin despertar.
Pero que no se despertaba.
“Cuánto duerme hoy papá,
¿verdad, María?”, dijo la Juana.
Se dieron trabajo trabajando
más. Al cabo empezaron a mirarse preocupadas.
“¿Le pasará algo a papá,
Juana?”. Y allá que fue la mayor de las dos a ver qué le pasaba
a su padre.
No me voy a poner tierno
aquí como el que quiere ganarse al lector sacándole un mar de lágrimas.
El que más el que menos ya ha pasado por los trámites de un entierro
y sabe lo que duele perder lo que nunca debió la Muerte llevarse.
Pero fue ella, la María, al arrodillarse para despertarle, quien
descubrió la verdad en la palidez del rostro de su padre.
No gritó la muchacha, no
se asustó. Cogió la cabeza de su muerto entre sus brazos, meció
su cuerpo, besó su frente, miró a su hermana Juana que se acercaba
hecha lágrimas. Juana se abrazó a su hermana María y María se dejó
abrazar hasta que Juana se desahogó y juntas pudieron recomponer
sus almas.
“Ve a casa, Juana, y cuéntale
a mamá lo que pasa”, le pidió María a su hermana.
“¿Qué será de tu niño ahora,
padre? ¿En qué ojos encontrará la imagen divina del hombre que tus
hijas hemos descubierto en ti?”, hablándole al Cielo, susurraba
la joven María.
Lo dicho, un enemigo cruel
y sádico arrasando la casa no le hubiera hecho a la Viuda de Jacob
de Nazaret tanto daño como aquella forma que tuvo la Muerte de quitarle
a su marido. Si hubiera muerto su hombre defendiendo a los suyos
en alguna guerra, o vendiendo la vida de sus hijas al precio de
la suya propia, yo qué sé, pero morirse de aquella manera, sin avisar,
cuando habían encontrado la felicidad, después de haber superado
un decenio de años tan malos como el corazón de Herodes.
Para qué os voy a contar
los litros de lágrimas que la Viuda derramó durante todo aquel día
y toda la noche de aquella tarde. ¿No se os ha muerto nunca una
hija en flor, o una hermana en la plenitud de su belleza? ¿No os
ha arrancado jamás la Muerte la estrella de vuestros ojos dejándoos
en las más tormentosas tinieblas? Teníais que estar riendo a carcajadas,
batiendo palmas, el corazón abierto a toda esperanza, y de pronto,
de la noche a la mañana, una hora antes de romper el alba, la aurora
se torna en noche sin luna, la llanura se transforma en pozo sin
fondo y al mirar para abajo descubrís el rostro de la Serpiente
dándoos la bienvenida.
Y es que Jacob y Ana se habían
amado desde el mismo día que se pusieron los ojos encima. Fue un
amor a primera vista. Fue ponerse los ojos encima y saber que la
búsqueda había terminado.
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