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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO”
Historia
de José y María
Genealogía
de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham...hijo de David...hijo
de Zorobabel, hijo de Abiud, de Eliacim, de Azor, de Sadoc, de Aquim,
de Eliud, de Eleazar, de Matán, de Jacob...
MARÍA DE NAZARET
La Virgen nació en Nazaret,
en pleno corazón de la Galilea. Cual, gracias a los Evangelios Canónicos,
muy bien todo el mundo sabe el padre de la Virgen se llamaba Jacob,
y su madre se llamaba Ana. Jacob de Nazaret, padre de María, murió
siendo María muy joven. Un buen día de aquellos se le fue al padre
de la Virgen el santo al Cielo, y no volvió. Esto tuvo lugar durante
los años del reinado de Herodes.
El difunto dejó aquí abajo
huérfanas, huérfano y Viuda. Desde el punto de vista de las cosas
de los seres humanos, Jacob, hijo de Matán, hijo de Salomón rey,
hijo de David, rey y profeta, fue a morirse en un mal momento. La
Muerte, desde luego, nunca llega en buen momento. Pero de todos
modos dentro de lo malo Jacob de Nazaret fue a morirse en el mejor
de los momentos posibles.
El luminoso horizonte ansiado,
rogado, deseado, pedido en procesiones multitudinarias Templo abajo
Templo arriba, se había acercado también, cómo no, a las colinas
de Nazaret. Sus resplandores ya comenzaban a brillar en los ojos
de sus habitantes con el fulgor de la estrella de las oraciones
oídas, del deseo concedido. Pastores de la Galilea, pescadores del
mar de los Milagros, agricultores de los valles del Jordán, artesanos
del país que habitaban en las tinieblas de la desesperación, todos
juntos se lanzaron a las calles a celebrar los años de las vacas
gordas. ¡Por fin habían llegado!
La Casa de la Virgen disfrutó
de la alegría general con la intensidad de quien lo ha pasado mal,
tan mal como los demás, no tan mal como otros, tampoco mucho mejor
que la mayoría de la gente que lo pasó verdaderamente mal durante
aquellos largos años. ¡Fueron tantos!
No fue únicamente aquella
sequía. También fueron aquellos terremotos que asolaron el Oriente
Medio sembrando el hambre desde los montes del Líbano a las costas
del Mar Rojo. Y más. De por sí terribles aquellos años de desesperaciones
tremebundas la política fiscal del tirano Herodes hizo de hacha
cortando toda cabeza que lograra mantenerse a flote. Bajo el reinado
de Herodes el Grande seguir respirando se convirtió en delito. El
derecho a la palabra quedó prohibido. La cualidad sagrada que hace
la diferencia entre el hombre y las bestias fue sancionada, y condenado
su ejercicio en el mejor de los casos a destierro, a la pena capital
en los demás. Tantas plazas fuertes se construyó Herodes tantas
horcas se contó en Israel. De todos los oficios la prostitución
es el más antiguo, pero el único que durante los días de Herodes
el Grande nunca pasó de moda fue el del verdugo. ¡Qué gracia, mientras
llegaba o no el Día del Juicio Final los cachorros de la familia
del Tirano se construían palacios con bloques de mármol! Y fortalezas
dignas de un emperador, y cuarteles y guarniciones militares contra
una posible insurrección de esas que son capaces de echar abajo
hasta las mismas murallas del Infierno.
¡Ni los faraones!
El faraón de Moisés fue malo,
los Herodes fueron peores. Y, entretanto, mientras el tirano devoraba
a un hijo o a un hermano el pueblo seguía pasando calamidades físicas
y espirituales de las que cuando pasan uno ya no quiere ni acordarse.
¿Quién se acordaría de aquellos años de vacas flacas cuando pasasen
los dos mil años? Sin embargo, de la esquizofrenia constructora
del Tirano, la esquizofrenia del tirano sí sería recordada por la
Historia: ¡Herodes el Grande! A aquel asesino sólo le faltaba eso,
que le concedieran licencia para matar a su antojo. A sus hijos,
a sus hermanos, a su mujer, a sus amigos, a sus enemigos, fuesen
o no fuesen inocentes. Permiso del propio César para violar todas
las leyes del Derecho Romano.
Bajo el reinado de Herodes
llegó un momento en que bastó mover los labios pidiendo justicia
para caer bajo las ruedas de su paranoia asesina. Los Romanos -todo
sea dicho- cometieron muchos errores; de todos los que se permitió
Octavio César Augusto darle la Corona de los Judíos a un palestino
fue un fallo que hasta al propio Juez del Universo le ha de costar
perdonarle.
Pero volvamos al tema de
la Vida de la Virgen y su Familia. Jacob de Nazaret, padre de María,
acababa de morir.
Precisamente porque Ana,
la Viuda de Jacob de Nazaret, y sus hijas mayores María y Juana
ya habían logrado casi olvidarse de la clase de batalla que aquel
hombre tan queridísimo de ellas hubo de librar contra los elementos
de aquél verano interminable, se comprende que su pérdida, ahora
que comenzó la luz de la esperanza a engendrar en las ubres de las
vacas del establo el oro de la abundancia, le fuera a la madre de
la Virgen infinitamente más insoportable y dura la pérdida de su
esposo.
Ana y Jacob de Nazaret superaron
todo lo malo con coraje y le respondieron a los malos tiempos con
la buena cara del que camina bajo la paz de Dios. También Jacob
de Nazaret y Ana soñaron con los días de las vacas gordas durante
todos los días de los últimos años, como todo el mundo; y se rieron
de los malos tiempos dando a luz seis hijos.
Pasó que en lugar de permitir
que los malos tiempos abrieran brecha entre ambos, Jacob y señora
se unieron con más fuerza, si cabía aún, en el abrazo del amor que
los tenía maravillados de estar juntos. María se llamó la primogénita
del difunto; luego vino la Juana. Les siguieron mellizas, después
otra niña, y cerró el río de la vida el niño de la casa, de nombre
Cleofás, un bebé en sus días de leche cuando vino a morírsele su
padre.
“Ahora que vuelve a brillar
el sol, hija mía, me deja sola el Señor con mis seis hijos. ¿Quién
me va a enseñar a vivir sin tu padre, María?”, de esta manera la
madre de la Virgen derramaba el alma que le sangraba. La muchacha
recogía en su regazo las lágrimas de aquella madre a quien quería
tantísimo. Como cualquier chiquilla que se hubiese perdido en un
bosque de gente extraña la Viuda lloraba a corazón partido. En el
corazón de María sin embargo la presencia de su padre simplemente
se había dormido.
María aún podía ver, sentir,
oler, oír a su padre todo sonriente mientras les respondía a ella
y a su hermana Juana sus preguntas sobre el Señor. María aún podía
verlo tratando con los segadores, con los hortelanos y los ganaderos
del pueblo con la alegría y la fortaleza del hombre respetado, estimado,
tenido por honesto de un confín al otro de la comarca. Era su padre
un hombre de los que miran cara a cara, directo a los ojos, sin
dobleces. En los ojos se le podía leer a Jacob de Nazaret la sinceridad
que transpiraban sus palabras.
Cuando llegaron los años
de las vacas flacas el padre de María dio la talla. Como el campo
no producía ya para pagar sueldos extras Jacob de Nazaret se echó
a las espaldas la carga de sacarle a sus campos aunque fuese unos
sacos de almendras, unas arrobas de aceite, unas medidas de trigo,
algunos quintales de los famosos vinos de la Casa. Lo que fuera
con tal de mantener los huesos de sus hijas sanos y fuertes. ¡Sus
dos hijas mayores María y Juana sabían tan bien como su Viuda contra
qué clase de soles estériles tuvo que luchar aquél hombre! Gracias
a Dios, aunque pequeñas, María y Juana allá que arrimaron el hombro
con las aceitunas en invierno, con las almendras, con los higos
y los trigos en el verano, con las bestias en otoño, verano, invierno
y primavera. ¡Lo que daría ahora la Viuda de Jacob de Nazaret por
volver a levantarse de mañana al alba y prepararle al padre de sus
hijas la leche, el pan, el agua!
María lo sabía muy bien,
por ver a su padre de nuevo de pie al alba, despidiéndose de sus
hijas con aquella sonrisa tan suya en los ojos, su madre daría su
propia vida. Pero ya no se podía hacer nada para que la muela del
tiempo diera marcha atrás. Ahora había que vivir, elegir entre el
esposo muerto y los hijos vivos.
De las dos muchachas, María
y Juana, la Juana era la más chica, un año menor que la María. María
era la mayor, la grande de la Casa. Misterios de la vida, era a
ella, a la Juana, la más pequeña de las dos, a la que más le iba
la marcha del campo; tal vez porque Juana había heredado de su padre
el gusto por el olor de los árboles en flor y el placer de contemplar
los colores del horizonte al alba.
Viéndolas a ambas hermanas
cualquiera hubiera dicho que por el cuerpo era a la María a la que
debiera gustarle más el viento sobre el pelo al caer la tarde; sin
embargo era en la Juana, la más chica, de cuerpo casi o igual de
pequeña que su madre, el alma donde derramó su padre el amor al
rojo de la tierra viva. En María la fuerza de la vida venía de su
madre. Su madre le legó todo su arte para la costura y la confección.
Lo que a María le iba era la familia, la casa.
Así que cuando luego llegaron
los malos tiempos y las vacas se pusieron todas flacas y los dineros
se hicieron los justos, y las necesidades a cubrir empezaron a multiplicarse
hasta seis veces en apenas dos años, María se reveló como una costurera
nata. A la edad cuando se dice que se está en la primavera de la
vida la hija mayor de Jacob de Nazaret lo mismo remendaba un vestido
y lo dejaba como nuevo en un periquete que les tejía a sus hermanas
un abrigo de lana en cuestión de días, sin dejar nunca de ser la
mano derecha de su madre. Y un modelo de hija para su hermana Juana.
En ésta -he dicho- se había revelado una capacidad innata para aprender
de su padre el sentido de los impactos de los ciclos lunares en
la agricultura, porqué los conejos comen lechugas, cómo crece de
verdad un tomate de verdad, a qué se debe que se talen los olivos
para que no se hagan sombra y desvirtúen el sabor del aceite. En
fin, miles de cosas.
El hecho es que la Juanita
además de ser el ojito derecho de su padre se sentía el otro brazo
de su hermana María, y una para el padre y la otra para la madre
y las dos juntas en la alegría, cuando arrecieron los vientos solanos
y las gotas frías y las sequías y las tormentas de invierno en verano
y los calores del verano en invierno y las lluvias un visto y no
visto, cuando la tormenta puso a prueba a los hombres buscando llevarse
al Paraíso a los que pusieran cara alegre, en aquél entonces las
dos hermanas se unieron más que nunca. Aquellos años malos obligó
a las dos hermanas a trabajar duro. Fue un deber que adoptaron desde
el silencio, escrito en sangre, latiendo al mismo ritmo del corazón
de sus padres. Cada una dejó abrir su alma a sus dones particulares
y actuaron siguiendo el curso del misterio de la vida en cada persona.
Los ojos de la mayor, la
vista de María estaba hecha para descubrir la aguja en el pajar;
no fallaban jamás al insertar el hilo en el ojo de la aguja, sin
mirar siquiera. Los ojos de su hermana Juana necesitaban horizonte,
campo, cielo abierto. En lugar de pelearse las hermanas le dieron
las gracias al Dios de sus padres por su sabiduría eterna y su bondad
infinita. A los ojos de ambas su padre fue un hombre maravilloso.
“¿Por qué decimos que la
sabiduría del Señor es eterna y su bondad infinita? -les decía Jacob
de Nazaret a sus dos hijas mayores-. Porque con sus respuestas nos
maravilla y con su bondad nos ilumina la cara”, con la sonrisa en
los ojos les respondía aquel padre a aquellas dos niñas, los ojos
de su cara.
Sus hijas se miraban sonriéndose.
¡Cuánto querían al hombre que Dios les había dado por padre! Su
padre seguía: “Cuando decimos que la Sabiduría del Señor es eterna
declaramos con todo el corazón y con toda nuestra mente nuestra
alegría al saber que El no miente. Hijas, cuando le adoramos por
su infinita bondad nuestra alegría es la del que se encontró en
el foso al que los malos arrojan a los buenos y al alzar el rostro
vio al Señor riéndose de la ciencia de los genios”.
“Hijas, ser bueno, cuesta”
les confesaba Jacob de Nazaret a sus hijas mientras ordeñaban los
olivos. “¿A la que es más buena no se le hace un regalito? ¿Tienes
envidia tú, Juanita, de tu hermana mayor porque sea más buena que
tú cosiendo? ¿En qué momento mi Juanita ha hecho que su María se
sienta culpable por no tener sus cualidades para el campo? ¿Cuándo
le ha regañado madre a su Juana por no saber coser un vestido tan
bien como su María? ¿Qué haría yo sin mi Juana si no me trajera
al mediodía la comida, si ella no me obligara me la comería?”
Ay, ¡cómo le recordaban!
¿Era verdad que se había ido? Aún no se lo podían creer. Con el
cuerpo sin vida de su padre delante de los ojos María y Juana se
miraron en silencio. Dios mío, ¿de verdad lo habían perdido?
Ambas hermanas abrazaban
ahora a su madre.
Destrozada, la Viuda de Jacob
de Nazaret seguía llorando su desgracia:
“Ahora María, ahora que vienen
las vacas gordas, ahora que vuestro padre podría sentarse en su
viña a comer racimos grandes como los del Polifemo y dulces como
los de Baco, me perdone Dios, justamente ahora. ¿Por qué, Señor,
por qué? Dime en qué te ofendió tu siervo”.
¡Dios!, ¿se puede explicar
la conexión entre los grajos y los infortunados jornaleros sobre
los que dejan caer las Parcas su manto de negro presagio? ¿Se puede
entender que Dios sea Dios reinando el Diablo? ¡Quién fuera capaz
de escribirse el guión de su propia vida y brillar como una estrella
por lo menos a los ojos de los socios de papel inventados al caso!
Sueña el hombre que suyo es el destino, sueña el niño con el hombre
que late en su pecho, para descubrir a la vuelta de la esquina que
basta una ráfaga de viento para reducir sus sueños a bits condenados
a la basura. Al final la vida humana es la de la caña, si el viento
arrecia se quiebra y sus restos caen en el pozo del olvido. ¿Quién
no ha caído en la tentación de dejarse morir y acabar con todo de
una vez para siempre? ¿O seremos los más fuertes hasta que no se
demuestre lo contrario?
Para todo el mundo llega
la hora de la verdad. Cada criatura tiene la suya. Y en esa hora
es cuando el ser anda o revienta. Esta era la hora de la verdad
para la madre de la Virgen.
“¿Qué somos, María?” clamando
lloraba la madre de la Virgen la pérdida de su esposo. “Luchamos
contra los elementos con las fuerzas de una criatura de barro. Alzamos
nuestros ídolos en honor de quien nos da la victoria. Al Altísimo
le dedicamos nuestra gloria. Pero no se cansa el Omnipotente de
vernos reducidos a la condición de las bestias. Avanza el campeón
a recoger su corona cuando se le cruza la Muerte en el camino. ¿Se
yergue el Todopoderoso para salvar al corredor solitario de dejarse
el alma en la carrera? ¿Por qué se queda sentado en su Trono Todopoderoso
y Omnisciente mientras los restos son barridos de la pista por el
viento? ¿Eso somos, hija mía, polvo que sueña a ser roca, roca que
sueña a ser montaña, montaña que sueña a ser nido de águilas? ¿Qué
será de tus aguiluchos ahora, esposo mío? ¿Quién se levantará y
los protegerá cuando la serpiente escarpe el risco y su madre no
sepa cómo defender sola a tus hijos?”.
¿Qué se le podía responder
a aquella mujer? ¿Qué loco se hubiera atrevido a decirle lo que
aquellos visitantes ignorantes al Job de la Biblia?:
“Calla ya, viejo chocho”
le dijeron aquellos amigos. “Si te pudres será porque eres más malo
que todos los diablos juntos. Nos engañaste a todos con tus limosnas
y tus monsergas. Gracias a dios el Señor nos ha descubierto tu falsedad
y tu hipocresía. Por ellas te castiga el Dios al que pretendiste
engañar como hiciste con nosotros. Calla y sufre, viejo podrido”.
¡Vaya amigos! Quisieron obligar
al pobre Job a reconocer que la miseria nace de la miseria, que
el que tiene retiene porque tenía, que nadie es fuerte por capricho
sino que la felicidad o la desgracia de la persona dan cuentas de
su valía. Según tales sabios los pobres son todos unos pecadores
pervertidos, corruptos viciosos que se merecen lo que sufren; los
buenos son todos felices, dichosos comen perdices, tienen el oro,
tienen el poder, ellos son los mejores, los elegidos de la providencia,
la raza nacida para ser feliz, y son felices porque son buenos,
y cuando sean mejores serán como los dioses.
“Eva”, le dijo Satanás a
la mujer de Adán, “come de esta fruta y aprende. Hay buenos y hay
malos, hay tontos y hay listos, hay ricos y pobres, hay esclavos
y libres, fuertes y débiles, ángeles y demonios. Hay vida y muerte,
verdad y mentira, paz y guerra ¿qué es todo esto sino la sal de
la tierra?”
¡Dios santo, de cuándo la
suerte de los profetas no pendió de una nube de más o de menos en
el horizonte!
“Pero al mal tiempo buena
cara”, contraatacó veloz el santo Job.
“¿Dónde está el tonto que
se ríe perdido en la tormenta?”, le devolvieron la risa los visitantes.
“Del Indestructible, del
Invencible es la última carcajada” volvió a responderles Job. “¿Vosotros
de qué y por qué os reís? ¿Qué luz habéis venido a traerle a mis
ojos? ¿Queréis condenarme por lo que he hecho? Ignorantes, estoy
siendo castigado por lo que no he hecho”.
“Justo es lo que dices, al
bueno la recompensa le es grata, la del malo es terrible. Así pues,
ya tienes tu salario. Ahora, reconoce que eres un pecador, un traidor
de la providencia según tú mismo has dicho al confesar que cada
cual recibe por su trabajo su merecido. Dínos, pecador, ¿qué encubrías
con tus limosnas y tus poses beatas? ¿No son por ellas por las que
te ha castigado Dios? Esto es castigo de Dios, no llores, revienta”,
con sonrisa falsa le respondieron ‘los amigos’.
¿Con otros cuatro más de
“aquellos amigos” cuánto habría tardado en derramarse la paciencia
de Job? En lugar de echarse a llorar su mala suerte el santo Job
se partió de risa, se levantó y los echó de su casa.
Su tragedia, la tragedia
de Job no estuvo en la caída de las murallas de su fe al sonido
de las trompetas del Infierno. Este no fue el problema de Job. Su
fortaleza había sido levantada sobre roca. A prueba de bombas su
fe permanecía intacta. El problema que le estaba acuchillando a
Job el alma era no saber qué estaba pasando, a qué obedecía este
cambio en el ánimo de su Dios. ¿Por qué su Dios lo había abandonado
desnudo y a su suerte ante un enemigo armado hasta los dientes?
Sigue el guerrero a su Héroe
y Rey al campo de batalla ¿y en una esquina de la encrucijada le
da la espalda como quien sacrifica un peón en el altar de la victoria?
Pues bien, justo este dilema,
justo este misterio era el que tenía agarrada por el cuello el alma
de la Viuda de Jacob de Nazaret. Luchando contra las tinieblas con
la única arma divina al alcance de los humanos, la palabra, la madre
de la Virgen buscaba la respuesta al por qué se había llevado la
Muerte a su esposo. Y no la encontraba.
“¿Por qué nuestro Dios no
hace nada, María? ¿Por qué deja que la serpiente escarpe el risco
y por qué se lo pone más fácil eliminando al padre de sus cachorrillos?
¿No la ve acercarse El, hija? ¿Por qué el Dios de tu padre no alcanzó
el arco y la flecha y con el rayo de su mirada fulminó a la Bestia?
¿Se equivocó la flecha de diana, la desvió el viento y buscando
al dragón mató al héroe? Dime, hija, que mi alma está amargada y
sus ojos no alcanzan a ver los recónditos planos del Omnisciente
¿pero qué somos, María? ¿Por qué se le exige el entendimiento de
un dios a una criatura de barro condenada al polvo por haber comido
una manzana? No me mires con esos ojos, no me reproches que mi corazón
sangre palabras. ¿Qué manará de la herida de la Cierva de la Aurora
cuando al salir la mañana el cazador la persiga a la hora de las
primeras alegrías? ¿No será maldita la flecha que le entra en el
pecho a la paloma que se sube al caballo del viento, trota por los
cielos y regresa feliz a casa de su señor? Ya llega, hija, ya alcanza
el brazo de su señor, ya cruza también el aire el dardo asesino,
tiene su señor el poder de atraparlo en vuelo, pero observa, no
hace nada, se queda quieto como si esa fuera la recompensa por haber
cumplido su misión sagrada, y ya cae la hija de Mercurio en el polvo
a los pies de quien le vuelve la cara. No me digas que me calle,
María, ¿no ves que si no me muero?”.
Yo sólo sé que no sé nada,
aunque dicen que Dios creó al hombre y a la mujer para amarse y
no separarse nunca, también dicen por ahí que el Diablo se juró
hacer ese amor imposible. Mas en este mundo hay gente que está sorda
y no entiende, no se enteran de nada, se ríen de los cuernos del
Diablo y retan a la muerte a romper lo que Dios unió con lazos más
fuertes que las palabras de la Serpiente.
Ana, la viuda de Jacob, y
Jacob de Nazaret, padre de María, futura madre de Jesucristo, vivieron
ese reto. Una vez que se conocieron si no se casaban se morían,
y cuando se casaron ya no les cupo en la cabeza la idea de vivir
el uno sin el otro. Cada año que pasaron juntos adoraron al Dios
que trasformó una costilla, una simple costilla, en algo tan hermoso
como aquel amor.
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