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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
HISTORIA DEL HIJO DE DAVID
21
Vida de la Sagrada Familia
Una
vez hallados los portadores de los rollos mesiánicos, después del nacimiento de
la Virgen, Zacarías reunió en su casa a Helí, padre
de José, y a Jacob, padre de María. Lo que tenían que decirse los dos hombres
era mucho. El descubrimiento del Alfa y la Omega había revolucionado sus vidas
y el futuro de sus hijos ¡de qué manera! Zacarías, emocionado, dejó correr su
alma.
¡Qué
increíble es la Sabiduría! Creen los fuertes tener estrangulados a los débiles
bajo el peso de sus almas insensibles y violentas, ya los pequeños se abandonan
al destino que los grandes quieren escribir en sus espaldas con el látigo de
sus maldades perversas. Los sueños de libertad dejan de planear sobre el
horizonte cediéndole el paso a las tinieblas, las ilusiones yacen ya rotas a
los pies de sus ejércitos. Pero de pronto la Sabiduría se da la vuelta. Ya está
cansada de ser perseguida, de no ser alcanzada nunca. Se vuelve la hija del
viento, fija sus ojos en los atletas del pensamiento, uno le implora ser él,
otro le promete amor eterno. Ella no abre la boca, la Sabiduría ha elegido a su
campeón, avanza hacia él, le da la mano, lo levanta del polvo, le guiña el ojo
y ella misma le da la corona de la vida. Atónitos, enloquecidos, escandalizados
por su elección, porque puso sus ojos en el último entre ellos, porque le dio
sus favores a quien no era nada, los despreciados del destino se conjuran
entonces con las tinieblas para destruir a la Eterna. Ella, la Esposa del
Omnipotente, se ríe; su Esposo levantó las galaxias con un solo movimiento de
sus manos; le bastó abrir los labios una vez sola para que temblara el
Infierno. Ella es la niña de sus ojos, ¿qué podrá temer de los planes de los
genios?
Allí
estaban sus hombres. Los dos ríos que Ella ocultara bajo tierra y todos dieran
por desaparecidos habían aflorado y, misterio para el asombro y la entonación
de nuevos salmos, lo habían hecho por la misma boca de tierra.
Helí y
Jacob se presentaron sus hijos. La Hija de Salomón y el Hijo de Natán estaban
vivos. La Virgen en su cuna, José mirándola de pie entre los hombres.
Habló
entonces Simeón el Joven palabras de Sabiduría: La ignorancia, amigos, tiene al
género humano encadenado al poste del can nacido para vigilar la puerta de su
amo- dijo-. Creó Dios al Hombre para gustar las mieles de la libertad de un
Sansón inmune a los hechizos de Dalila. El Diablo pérfido se olvidó de su
condición divina, envidió la humana, y habiendo acabado poseyendo la de las
bestias aúlla alucinado a las estrellas del Infierno que adora por Paraíso.
Cobarde, con la cobardía del que funda su grandeza sobre el cadáver de un
ejército de niños, la Serpiente ha enloquecido creyendo poder seguirle al
águila la pista que su estela escribe en las alturas. No temáis, amigos, Él
está con nosotros. El Águila Sagrada otea desde el risco invisible cada
movimiento del Dragón; ya respira, ya el fuego tenebroso sale de sus hocicos,
los músculos del Gran Espíritu se tensan como arcos prestos para la batalla; si
avanza un pie, el Guerrero salta de su sueño pacífico en la tienda del Sabio y
echa mano de su flecha, rápida como el rayo, fuerte como el trueno. Lo que aquí
estamos viviendo es el alba de un nuevo Día que ya desparrama su aurora sobre
los ojos inmaculados de la inocencia de vuestros hijos.
Que
en sus cuevas planeen los enemigos del Reino de Dios sus planes de destrucción,
que se escondan en los laberintos de los hipogeos del Poder los enemigos del
Hombre, nosotros no tememos nada, Dios está con nosotros. Tiene el arco tenso,
lleva la espada afilada, su escudo nos protege. ¿Si es más grande el Diablo que
nuestro Salvador por qué huyó a esconderse después de matar a Adán? ¿Huye el
león de la gacela? ¿Se arrodilla el vencedor ante el trono del vencido? Que
tiene hambre el Diablo, que se coma las piedras; que tiene sed, que se beba
toda la arena del desierto. Vuestros hijos están lejos de sus garras.
Fue
un juramento emocionante. Se oyeron palabras para no ser olvidadas nunca. Helí y Jacob juraron casar a sus hijos cuando llegase el
día de hacerlo. El Todopoderoso hundiera sus almas en los abismos donde los
demonios tienen sus moradas si faltaban a su palabra -hicieron voto.
Luego
regresaron cada uno a sus vidas diarias. Helí le dio
hermanos y hermanas a su hijo José. Jacob tuvo de su señora a las hermanas de
María; después el varón por el que tanto suspiraron.
José
estaba hecho ya un hombre y María una mujer, ambos a las puertas de la firma
del contrato matrimonial más secreto e importante en la historia del mundo,
cuando la noticia de la muerte de Jacob dejó boquiabiertos a todos los que
vivían para ver ese día. De no haber hecho María aquél Voto suyo la boda se
hubiera adelantado. El Voto de María, como dije, a quien más le afectaba era al
propio José. Por un momento pareció venirse abajo el edificio de las esperanzas
de todos ellos, cuando José escribió en la historia de la eternidad aquellas
palabras suyas, que en su día repetiría su mujer al ángel de la Anunciación:
“Hágase la voluntad de Dios; he aquí su esclavo, mil años han esperado nuestros
padres, bien puedo yo esperar unos cuantos”.
Fueron
los años que fueron, no fueron más ni fueron menos. Cuando llegó su hora José
dispuso las cosas y partió hacia Nazaret. Le arrendó a la Viuda un terreno
donde montar su carpintería y esperó a que Cleofás se casara para casarse él
con María.
Tras
el nacimiento de José, el segundo de los hijos de Cleofás, José pagó la dote
por las vírgenes. Al año se celebró la boda.
Y
se celebró la boda a pesar de la sombra de adulterio que pesó sobre la
inocencia de la Virgen.
Tal
cual le dijo su suegra, el ángel de Dios sacó a José de su duda. Disipada la
sombra del adulterio José se montó en su caballo y voló a la Judea a recoger a
la Madre del Niño. El acontecimiento de la Anunciación de Juan le había sido
descubierto por el mensajero que Zacarías le enviara. Lo que José no se
esperaba era encontrarse con un Zacarías y una Isabel hechos unos mozos llenos
de vida. Pero después de lo que le había pasado a él ya nada le sorprendía. O al
menos eso se creía. Porque al recuperar el habla Zacarías sus primeras palabras
fueron para descubrirle los pensamientos que desde la llegada de la Virgen le
habían crecido en el alma sobre el Hijo de María.
“Hijo
mío, Dios nuestro Señor nos ha maravillado con un prodigio de naturaleza
infinita. Desde antiguo sabíamos que Dios es Padre, según podemos leer en su
Libro. Al formarnos a su imagen y semejanza nos dio a gustar las mieles de la
paternidad; y descubriéndonos ser Padre de muchos hijos nos abrió los ojos a la
existencia de uno entre ellos nacido para ser su Primogénito. Lo que nunca
reveló abiertamente en su Libro es que ese mismo Primogénito fuera su
Unigénito. O no quisimos verlo en sus palabras cuando su profeta dijo:
Lloraréis como se llora por el primogénito, haréis duelo como se hace duelo por
el unigénito.
Hijo
mío, Ese es el Hijo que lleva tu Esposa en sus entrañas. En tus manos, José, ha
puesto tu Señor su Niño. Su vida está en tus manos; si su vida ya corre peligro
por ser quien es: el hijo de Eva que nos había de nacer ¿cuál será la
responsabilidad del hombre a quien el Padre le ha entregado la custodia de su
Unigénito? No bajes nunca la guardia, José. Defiéndelo con tu vida; rodea a su
Madre con tu brazo y pon tu cadáver entre Ella y los que han de buscarla para
matar a su Hijo. Recuerda que ha de nacer en Belén porque así está escrito. Y
precisamente porque está escrito allí será el primer sitio adonde dirija el
diablo su brazo asesino”.
José
escuchó las palabras de Zacarías, hijo de profeta y padre de profeta, sin poder
creerse que Dios fuera a permitirle a hombre alguno, se llamase Herodes o
César, tocarle siquiera un cabello de la cabeza al Hijo de María.
Así
que regresó a Nazaret, celebró la boda con una María ya en avanzado estado de
gestación y se dispuso a bajar a Belén cuando el Edicto de Empadronamiento del
César Octavio Augusto levantó en la nación un clamor espontáneo de
insurrección.
Sólo
en una ocasión las tribus de Israel se sometieron a un censo. En la mente de
todos estaba el precio que el pueblo pagó por el censo del rey David. ¿Qué
castigo les enviaría si por miedo al César desobedecían la prohibición de
dejarse contar como se cuenta el ganado?
Judas
el Galileo y sus hombres prefirieron morir como los valientes luchando contra
el César a vivir como los cobardes delante de Dios.
La
insurrección estalló en la Galilea. Judas cortó los caminos, imposibilitándole
a José bajar a Belén para que se cumpliesen las Escrituras.
“¿Qué
cuánto tiempo durará esta insurrección? Obviamente el tiempo que el amo de
Herodes lo quiera” le respondió José a su cuñado Cleofás. “¿No crees que
Herodes el Chico sea capaz de acabar con Judas y sus hombres en lo que dura el
relincho de la famosa caballería de su padre? Los Herodes deben estar en estos
momentos comiéndose las uñas. De depender de ellos ya hubieran acabado con esta
guerra santa. Pero creo que el César no lo quiere, y el César es el que manda.
El romano ha decretado que el Censo empiece en el reino de los judíos porque
sabe que pasaría lo que está pasando. El aplastamiento sin piedad de Judas y
sus hombres le servirá de propaganda contra cualquier otra posible
insurrección; es así cómo el romano previene la enfermedad”.
José
no se equivocó. Los Herodes obedecieron la orden del
amo romano. Dejaron crecer la insurrección galilea. Cuando la víctima estuvo
gorda para el matadero sacaron sus ejércitos. Mataron a todos los que pudieron
de la banda del Galileo, y con los cuerpos de los supervivientes sembraron de
cruces todos los caminos que conducían a Jerusalén.
Bajo
aquella muchedumbre de cruces pasaron José y María en dirección a Belén. ¿A
quién le extraña que del dolor la Virgen se echara a dar a luz apenas llegada a
la casa de su esposo?
En
este capítulo la verdad más que de los hechos depende de la fe de cada parte
del tribunal de la historia. Si le damos nuestra confianza al historiador
Flavio Josefo, traidor a su patria, salvador de su pueblo al lograr con sus
Historias que los Césares aprendieran a distinguir entre judíos y cristianos,
incluso al precio de convertir a sus descendientes en una nación en guerra
perpetua contra la Verdad, en este caso la insurrección de la que hablan los
Apóstoles nació en la imaginación de los autores del Nuevo Testamento.
Los
principios de la Psicohistoria, sin embargo, se alzan contra la desvirtuación que Flavio Josefo ejecutó al imponer entre
judíos y cristianos el muro de acero que los mantendría separados veinte
siglos, ejecución que exigía de su persona negar la existencia del propio
Cristo, convirtiéndose, al hacerlo, en el Anticristo de las palabras de San
Juan.
22
El nacimiento de Jesús
La
insurrección aplastada, Jerusalén cercada por un ejército de cruces, bajo
semejante mar pasaron un José y una María que se encontraba ya en un avanzadísimo
estado de gestación.
Al
llegar José y María a Belén la aldea estaba de bote en bote. Sorprendidos los
hermanos de José, porque ninguno se imaginó que José bajase antes de dar su
mujer a luz, improvisaron un lecho en el pesebre para que María diese a luz.
De
nuevo los elementos de la Psicohistoria nos piden paso. Quiero decir, Herodes
no hubiera ordenado la Matanza de los Santos Inocentes de haber estado los Romanos aún presentes
en Belén. Los Romanos, de los cuales dependía su
corona, jamás hubieran permitido semejante crimen. En cuanto se fueron lo Romanos Herodes puso manos a la obra. Pero ya era
demasiado tarde. José, María y el Niño se habían ido.
Este
conjunto de elementos psicohistóricos nos abre los
ojos a la Batalla entre el Cielo y el Infierno de la que nos habla San Juan en
su Apocalipsis. La Muerte, ya que no había podido evitar que se cumplieran las
Escrituras ni que se produjera el Nacimiento, tenía que ponerle la mano encima
al Niño. Pero la Vida, confiada en sus fuerzas, se movía en el tablero de la
Tierra con la seguridad del que conoce la estrategia y las capacidades de su
enemigo y siempre va un paso por delante. Cuando Herodes fue a echarle la mano
al Niño sus padres ya se habían ido. A Jerusalén desde luego no. Aunque
hubieran podido refugiarse en la casa de la abuela de María.
Y
digo que en Jerusalén no porque, de haberse quedado en Jerusalén, las palabras
de Simeón el Joven al saludar a la Madre y al Niño en el Templo no tendrían
sentido. Pero si vio al Niño por primera vez, sí.
En
esto como en lo demás el lector deberá juzgar por sí mismo a quien darle
credibilidad, si a un traidor a su patria, reciclado en una especie de salvador
de los mismos a los que vendió, o a unos hombres que por amor a la verdad
llevaron ese amor a sus últimas consecuencias. Lo digo porque a raíz de esta
nueva recreación de los hechos saltarán quienes digan que esta forma de
recomponer los tiempos no pertenece a la propia sucesión de los acontecimientos
vividos.
Entonces,
nacido el Niño, la Madre ya en pie, José registró a su hijo. No sabemos cuál
era la intención original de José. Si fue la de quedarse en Belén su plan
cambió tras la conversación secreta que tuvo con los Magos.
Como
ya habéis deducido los Magos no eran reyes. Los Magos eran los portadores del
Diezmo de la Gran Sinagoga de Oriente y como tales debían tener parada en el
Templo.
Lo
que nunca los Magos se imaginaron mientras vinieron alegres era que los últimos
kilómetros del camino lo harían bajo un mar de cruces. Gracias a Dios la
violencia del momento tenía ocupado al hijo de Herodes y se dirigieron a Belén
a poner a José en guardia.
José
registró a su hijo y regresó a Nazaret. A los días estipulados por la Ley bajó
al Templo en la creencia de haber pasado el peligro. Entró en el Templo acompañando
a su mujer cuando le salió al paso Simeón el Joven.
“¿Qué
haces aquí aún, hombre de Dios?”; le dijo. “¿Nadie te ha dicho lo que ha
pasado?”.
Se
lo llevó aparte y lo puso al corriente.
“Zacarías
ha ocultado tu pista regando tus huellas con su sangre. Al poco de irse los
romanos los Herodes enviaron a sus asesinos a tu
ciudad. Tus hermanos lloran la muerte de sus niños de pecho. Pero aquí no acaba
todo. El horror de la noticia llegó a Zacarías. Cogió a Isabel y a Juan y los
escondió en las cuevas del desierto, donde estarán a salvo de todo peligro.
Luego vino al Templo. José, lo rodearon como una jauría de perros, amenazándolo
con matarlo si no les descubría todo lo que sabía. No pudiendo soportar su
silencio lo mataron a puñetazos y patadas en las mismas puertas del Templo.
José, coge al Niño y a su Madre y vete al Egipto. No vuelvas hasta que mueran
estos asesinos”.
José
no le dijo palabra a María. Para evitarle que se enterara por los suyos de las
noticias se la llevó de Jerusalén sin darle explicaciones de ningún tipo.
“¿Cómo
has podido vivir toda esta vida llevando tú solo esta carga, esposo mío?”,
lloró Ella cuando él se lo contó en el lecho de muerte.
A
su regreso del Egipto vivía aún la abuela del Niño. Creo haber dicho que los
emigrantes volvieron lo que podríamos llamar prósperos y felices. La situación
económica de la Heredad de María era igualmente buena. Las sequías que antaño
asolaron los campos fueron seguidas por tiempos de lluvias abundantes. Juana,
la virgen hermana de María, dirigió las tierras de su hermana sin envidiarle
nada a un hombre. Quienes creyeron que muerto Jacob su casa se hundiría
tuvieron que reconocer que se habían equivocado. Aquella muchacha entregada a
su familia desde su juventud no perdió comba ni se dejó engañar. Aunque
liberada de su voto por la boda de Cleofás, Juana no se casó.
De
golpe volver a empezar de cero el negocio de la carpintería no parecía empresa
fácil. Cleofás no era de esta opinión. La situación que José tuvo que vencer el
día que hizo su entrada en Nazaret fue una y ésta nueva era otra muy distinta.
José era entonces un perfecto desconocido. Ahora contaban para empezar a
abrirse camino con una clientela familiar rociada por toda la Galilea.
Entre
estas conexiones encontraría Jesús a sus futuros discípulos. Pero regresemos al
Hijo de María, su heredero, y jefe espiritual de los clanes que como ramas del
mismo tronco estaban extendidos por los alrededores.
La
muerte de José implicó a Jesús en el juramento que el difunto le hiciera a
Cleofás. Ya hemos visto que el Niño vivió en su ser la experiencia del que
vuelve a nacer del Espíritu a raíz del episodio que protagonizara en el Templo.
El Simeón que le salió al paso al Hijo de David en el Templo era el Simeón el
Joven que hemos visto decirle a José: “Vete, hombre de Dios, que te lo matan”.
Durante
los años siguientes a la muerte de José, Jesús dejó la carpintería en las manos
de su primo Santiago y relevó a su tita Juana en la dirección de la propiedad
de su Madre. Durante su mandato los campos rindieron al ciento por ciento; la
fama de los vinos de los viñedos de Jacob se extendió por toda la comarca.
Inteligente como él solo, Jesús se reveló como un hombre de negocios con quien
hacer tratos era garantía de éxito. Compraba y vendía cosechas de aceitunas sin
perder jamás una dracma.
Apoyado
en las relaciones familiares y en el capital del jefe del Clan: la Carpintería
de Nazaret experimentó igualmente un auge muy positivo.
Muertos
los Herodes, Jesús entró en posesión de la heredad de su padre en la Judea.
Creo
haber dicho antes que en Jerusalén Jesús de Nazaret fue conocido como se conoce
un misterio. Los hermanos de su padre tomaron su soltería invocando el
proverbio: De tal palo tal astilla. Físicamente Jesús era la imagen de aquel
José alto y fuerte, hombre de una sola palabra, poco hablador, prudente en sus
juicios, hogareño, siempre pendiente de las necesidades de los suyos.
El
caso es que al casar a todos sus primos y dejar los negocios rodando por sí
solos aquel Jesús, adorado por los suyos, los sorprendió a todos con “sus
desapariciones”.
23
El Misterio de las desapariciones de Jesús
Nadie
sabía adónde se iba Jesús ni qué hacía cuando desaparecía de aquella manera.
Sencillamente desaparecía. Desaparecía sin avisar, sin dar explicaciones. Sus
desapariciones podían ser de días, de semanas incluso. Si sus primos Santiago y
José preguntaban por ahí, a ver si alguien había visto a su Jesús, todos ponían
la cara del que no sabe nada de nada.
¿Dónde
se metía Jesús?
Bueno,
esto no era fácil de decir. Pero donde quiera se metiera regresaba de donde
hubiese estado como si tal cosa. Luego regresaba todo pancho, les soltaba una
excusa cualquiera a todos los que con aquella preocupación tan natural le
demostraban cuánto le querían, “he tenido que atender un negocio urgente”, por
ejemplo, y corto y cambio, tema cerrado. Insistir más no merecía la pena; al
final Jesús se echaba a reír y los tontos parecían ellos.
“¿A
qué vienen esas preocupaciones, Santiago, hermano? ¿A ti te falta de algo? ¿Tus
hijos están malos? Tienes salud, dinero y amor, ¿qué más puede querer un
hombre?”. ¿No lo dije? Era imposible enfadarse con Él. No sólo tenía toda la
razón del mundo, si encima te lo decía con aquella sonrisa en los ojos al final
el tonto parecías tú por preocuparte sin motivos.
Las
únicas que parecían ni sorprenderse ni escandalizarse por sus desapariciones
eran las Mujeres de la Casa. Para mayor sorpresa de Santiago y sus hermanos,
las Mujeres no querían ni oír hablar de reproches. ¿Qué misterio era el Suyo
para tenerlas encantadas de aquella manera?
¿Misterio?
¿Por qué tenía encantada a su Madre, a su tita Juana y a su tita María?
Sí
que había misterio. Uno muy grande.
Resulta
que cuando Él se iba se producía en la casa un milagro. Los sacos de harina no
se agotaban nunca; aunque sacasen la harina a palas. Las tinajas de aceite
jamás se vaciaban, por muchos litros que regalaran el aceite jamás bajaba su
nivel en las tinajas. Y si alguna de ellas se ponía enferma las tres Mujeres de
la Casa sabían que Él regresaba porque enseguida se ponían buenas. Y como estas
cosas todas las demás. Así que ¿cómo no iba a tenerlas encantadas? Eso sí, a la
hora de responderles a ellas o a sus primos de dónde venía o qué había estado
haciendo Jesús se limitaba a mirarlas y les daba por toda respuesta un beso
cubierto de sonrisas.
¿Adónde
iba? ¿De dónde venía? ¿Qué hacía? Creo que fue el décimo tercer apóstol quien
dijo que Jesús se iba a implorarle a su Dios con potentes lágrimas misericordia
para todos nosotros.
El
origen de esas lágrimas no nos debe resultar un río extraño conociendo la
fuente de la que manaron. Era el Hijo de Dios, de la misma naturaleza que su
Padre, quien miraba cara a cara el futuro de la obra que iba a realizar, y
viendo el Destino hacia el que conducía a sus Discípulos el corazón entero se
le partía.
¿Cómo
no buscar en su Padre una alternativa viable distinta que alejase de los suyos
el destino hacia el que con su Cruz los arrastraba?
Y
lo que es más trágico, cuando su sangre lo arrastraba a la fragilidad de la
existencia humana y se preguntaba cómo podía estar seguro de que lo que iba a
hacer era la voluntad de Dios, en ese momento el peso de ese Destino lo
aplastaba, se le clavaba en el pecho y le arrancaba lágrimas de sangre viva.
¿Cómo podía estar seguro de que lo que iba a hacer era lo correcto? ¿Por qué la
Cruz de Cristo y no la Corona de David?
La
tensión, la presión, la naturaleza humana en su desnudez golpeándole el cerebro
y el alma con la visión de los cientos de miles de cristianos a los que Él
conduciría al martirio. Un Destino que podría ahorrarles con sólo aceptar la
Corona que el pueblo en masa le ofrecería. ¿Qué hacer? ¿Cómo saber? ¿Y con qué
medios resistirse al consuelo que le ofrecía su Padre? Porque después del Día
de Yavé vendría el Día de Cristo, un Día de libertad
y gloria: el Rey en su Trono de Poder dirigiendo los ejércitos de su Padre
hacia la victoria.
Durante
aquéllos días, antes de empezar su Misión, Jesús fue eligiendo en la Galilea a
los que serían sus futuros Apóstoles. Las conexiones que le unían a sus futuros
Discípulos provenían del nudo sanguíneo que el hijo mayor de Zorobabel comenzó a atar cuando fundó Nazaret.
A
diferencia de la atmósfera en la que se multiplicaron los hombres de Zorobabel que permanecieron en la Judea, las gentes de la
Galilea acogieron pacífica y amistosamente a los hombres de Abiud.
Los vecinos de la Judea se escandalizaron al descubrir las intenciones de Zorobabel y sus hombres; se rebelaron contra la idea de la
reconstrucción de Jerusalén e intentaron por todos los medios obligarles a
abandonar el proyecto.
Dice
la Biblia que ellos no lo consiguieron. A cambio de los por entonces habitantes
de Tierra Santa sí obtuvieron una política de enemistad perpetua. Política que
derivó en el enclaustramiento y aislamiento de los judíos del Sur del resto del
mundo. Circunstancia que, andando el tiempo, transformaría al judío sureño en
aquel pueblo aborrecedor de los Gentiles, a los que despreciaban y trataban en
privado como si estuviesen hablando de puras bestias.
“Antes
comer con un cerdo que comer con un Griego”, decía un rabino.
“Antes
casarse con una cerda que con una Griega”, apuntillaba su colega.
Este
odio hacia el griego y hacia los gentiles en general, aquel desprecio del
pueblo que llegó a creerse la Raza Superior, fue un odio hasta cierto punto
natural. Hacia el griego tras las persecuciones de Antíoco IV Epífanes. Hacia el egipcio porque un día el Faraón…Hacia
los sirios porque en otro tiempo…Hacia los romanos porque los tenían encima…La
cuestión era convertir el odio en una especie de identidad nacional, sacar de
él las fuerzas para seguir creyéndose la Raza Superior, la llamada a someter y
ser servida por el resto de la Humanidad.
Los
habitantes de la Judea esperaban al Mesías para convertirse en el Nuevo Imperio
Mundial. Su relación con las leyes no patrias, impuestas por el imperio, que
regulaban la vida entre judíos y griegos, entre griegos y romanos, entre
romanos e íberos, eran un camino en la jungla lleno de peligros mortales a
través de los cuales el Judío debía mantenerse despierto y tener siempre en el
Odio y el Desprecio contra las demás razas la fuerza vital que le ayudara a
superar las circunstancias hasta la Venida del Mesías.
Al
contrario que sus hermanos del Sur, los del Norte se integraron perfectamente
en la sociedad gentil. Trabajaron con ellos, comerciaron con ellos, se
vistieron como ellos, aprendieron su lengua, respetaron sus costumbres, sus
tradiciones y sus dioses.
En
comparación a sus hermanos del Sur los judíos de la Galilea habían evolucionado
en la dirección opuesta. Mientras que el sureño invocaba al odio como muro
protector de su identidad, el norteño invocaba al respeto entre todos los
hombres como garante de la preservación de la paz.
Cuando
por tanto llegó Jesús las diferencias mentales y morales entre judíos galileos
y judíos sureños eran tan enormes como las existentes por entonces entre un
bárbaro y un hombre civilizado. El galileo seguía esperando la Venida del
Mesías, el Cristo que hermanaría a todos los pueblos del mundo; el judío de
Jerusalén también esperaba el Nacimiento, pero no el de un Salvador, sino el de
un conquistador belicoso e invencible que les pondría a sus pies, de rodillas,
a todas las demás naciones del mundo. Difícilmente Jesús hubiera encontrado
entre estos judíos del Sur un solo hombre que le siguiera a cantarle al Amor y
a la Fraternidad Universal el poema más maravilloso jamás escrito, el
Evangelio.
Dadas
tales circunstancias no fue una casualidad que todos sus Discípulos se hallaran
presentes en las bodas de Canaán.
Cuando
el Hijo de Zorobabel y heredero de la corona de
Salomón se instaló en Nazaret sus hombres y sus hijos se unieron entre ellos y
fueron esparciendo su semilla por toda la comarca. Trabajadores respetuosos con
sus vecinos, amantes de las leyes de la civilización de todos, la religión un
asunto privado sometida a la ley de la libertad de culto, los hombres de Abiud y sus hijos se extendieron por toda la Galilea,
manteniendo el matrimonio endogámico como base de su identidad nacional. En lo
demás el Judío Galileo no se diferenciaba en nada de sus vecinos. Vestía como
ellos, hablaba como ellos.
En
semejante ambiente el éxito del negocio del Taller de Confección de la Virgen
de Nazaret basó su fortuna en la corriente nacionalista que se despertó en la
Galilea a raíz de la reconstrucción de las sinagogas. Era en esos momentos
únicos, claves de la vida, el matrimonio, por ejemplo, cuando el orgullo
nacional afloraba y gustaba mostrarse con un traje típico, popular. El arte de
la confección del traje nacional en manos de las hijas de Aarón, que lo habían
convertido en un monopolio con sede en Jerusalén, la apertura del negocio por
la Virgen, discípula de una maestra en el secreto mejor guardado de la casta
femenina sacerdotal, la confección de mantos sin costura su exponente más
supremo, fue un acierto que atrajo a Nazaret a los novios de la comarca.
Independientemente
de la prosperidad que le trajo a la casa de la Virgen y a la propia Nazaret, el
éxito del taller de la Virgen roturó el campo de la comarca y lo preparó para
encontrar en él sus hermanas un terreno donde crecer y multiplicarse. Se
casaron en la Galilea y tuvieron sus hijos y sus hijas. A los lazos
preexistentes al nacimiento de la Virgen le sumamos entonces los que sus
hermanas y los hijos e hijas de su hermano Cleofás crearon, y las dimensiones
del cuadro en el que se movió su Hijo adquieren sus verdaderas dimensiones.
O
lo que es igual, los discípulos de Jesús estuvieron presentes en la famosa boda
de Canaán sencillamente porque estaban unidos a los novios por lazos de sangre.
¿O acaso creéis que la suegra de Pedro se curó sin fe?
A
todo lo largo y ancho de los Evangelios vemos que la única condición que Jesús
pedía para recibir la gracia de su Poder era la fe. Al curar a la suegra de
Pedro ésta no había visto aún al Unigénito de Dios. Que sin ver tuviera la fe
nos abre los ojos a la conexión entre la suegra de Pedro y la Virgen, gracias a
la cual la fe de aquella mujer en el Hijo de María era absoluta. Y a nosotros
nos ayuda a abrir la puerta de su casa y ver a Pedro, por su matrimonio con la
hija de su suegra, emparentado directamente con la Virgen.
Después
del milagro de la transformación de agua en vino lo único que necesitaba ver
Pedro era la unción del hijo de David por el profeta.
Cuando
uno lee el Evangelio la primera sorpresa salta viendo a Pedro y sus colegas
abandonándolo todo a la voz de: “Seguidme”. Como si fuesen robots o autómatas
sin voluntad aquellos hombres dejaron sus familias y le siguieron sin preguntar
siquiera adónde. Es la primera impresión. Lógicamente simple apariencia.
Aquellos hombres conocían perfectamente al Hijo de María. Sabían de qué
naturaleza era su jefatura espiritual sobre todos los clanes davídicos de la
Galilea. Pedro y sus colegas no eran autómatas sin voluntad obedeciendo la
orden de su creador al ritmo de las pulsaciones de sus dedos sobre un teclado
informático. Para nada. Inútil decir que, en más de una ocasión, unidos por
lazos de sangre a la Casa de su Madre, hablaron con su Hijo sobre el Reino del
Mesías. También apuntillar que el Primer Milagro en público, del que ellos
fueron testigos, transformó la concepción que se habían hecho sobre la
Naturaleza de la Misión Mesiánica por la que estaban dispuestos a dejarlo todo
en el momento que Jesús lo quisiera. Aclarado esto, seguimos.
Ya
habéis visto quién era aquel Juan y qué sentimiento vivía en la raíz de
aquellas sentencias patibularias contra los judíos. Su madre vivió para criarlo
y contarle toda la verdad sobre su padre, por qué murió y a quién él
precedería. Al morir Isabel, Juan se retiró al desierto y vivió su vida
sobrenatural a la espera del cumplimiento de la misión para la que había
nacido. El bautismo de Jesús por Juan confirmó a los Discípulos en lo que ya
sabían: El Hijo de María era el Mesías.
Se
fueron tras Él a la conquista del reino universal. Nunca imaginaron que la
espada con la que Jesús conquistaría el trono de David estuviera en su boca.
Jesús
les anunció muchas veces cuál sería su fin. ¿Pero a ellos cómo podía caberles
en la cabeza que el Hijo de Dios fuera a morir crucificado?
Testigos
de obras prodigiosas, sobrenaturales, extraordinarias, divinas en todas sus
proporciones ¿cómo podía caberles en la cabeza que sus hermanos en Abraham fueran
a cometer semejante crimen contra el Padre de aquel Hijo?
Pasó
lo que tenía que pasar. Increíblemente Jesús cerró su boca como quien vuelve la
espada a la funda y se abandona inexplicablemente ante el enemigo que viene a
matarlo. Todo lo que hubiera tenido que hacer era abrir sus labios. Si sólo
hubiera dicho: “De rodillas” la turba que salió a buscarlo se hubiera quedado
clavada en el suelo como estatuas de sal. Pero no, no pronunció palabra.
Sencillamente se dejó encadenar.
A
ellos, los Once, a ellos sólo les dejó la alternativa de los cobardes.
Pues
todos corrieron a esconderse. Todos menos el que salió corriendo desnudo. Él
fue quien le llevó la noticia a la Madre: Acababan de coger a su Hijo, se lo
llevaban para juzgarlo.
El
romano le había pedido la cabeza de aquel Mesías al Sanedrín. Acobardado por
las legiones de Pilatos el Sanedrín se lo había entregado.
Este
asunto de la culpabilidad absoluta que el futuro hizo caer sobre aquella
generación judía, exculpando a los romanos de su participación directa en la
Pasión de Cristo, se resuelve en las entrañas de las palabras del sumo
sacerdote al Tribunal que le entregó a Pilatos el Mesías:
“Conviene
que un hombre muera por el pueblo”.
“Conviene”
significaba que o se lo entregaban a Pilatos o éste decretaría el estado de
sitio y sacaría a las legiones a cazarlo. Si le entregaban a Jesús de Nazaret
el pueblo se mantendría quieto al ser cogido por sorpresa, pero si Pilatos
sacaba sus legiones al mismo al que ahora abandonaban a su suerte, después, por
amor a la patria, lo defenderían a muerte. ¿Y dónde estaba el loco capaz de
creer en la victoria de una rebelión popular contra el César?
La
suerte de Jesús de Nazaret estaba echada. Era Él o la Nación. Que por su
cobardía el futuro los culpara de haberle entregado, haciendo recaer sobre
ellos toda la responsabilidad de su muerte, pues bueno. ¿Qué otra cosa podían
hacer? El listo de Pilatos se lavaría las manos, ¿Y qué? ¿No convenía que
muriera un hombre a que todo el pueblo fuera masacrado por las legiones?
El
problema de los Discípulos fue creer que su pueblo no jugaría el papel del
cobarde y se levantaría en armas antes que entregarles el Mesías a los romanos.
Para Ellos la cosa era clara, ¿cómo podría vencer el Imperio a un ejército
liderado por el Rey del Universo? ¿No habían sido cientos y cientos de hombres,
mujeres y niños quienes en sus carnes habían vivido su Gloria? ¿Entre las masas
no eran ésos agraciados testimonio vivo de la Misión Divina de Jesús de
Nazaret? Es verdad que muchas veces esas muchedumbres le habían aclamado rey y
en el mismo número de ocasiones Él les había dado la espalda. ¿Ilógico?
¿Renuncia al Trono que por Herencia le pertenecía?
Sí
y no.
Hombre,
a lo largo y ancho de toda la historia de Israel había quedado demostrado que
la Unción del rey no le correspondía al pueblo sino a los profetas de Dios.
Desde esta experiencia era natural que Jesús rehusase una coronación
establecida contra derecho histórico.
La
Edad de los Profetas ida la Unción, canónicamente hablando, le correspondía al
Templo. Había de llegar pues el momento en que esas mismas muchedumbres le
siguieran a Jerusalén y le pidieran al Sanedrín el reconocimiento divino que
por sus obras se había ganado Jesús de Nazaret.
Entonces,
presionado por el testimonio de tantos y tantos agraciados y por una
muchedumbre sin número clamando a grito pelado la Unción del Mesías por el sumo
sacerdote, Jesús se sentaría en el Trono de David, su padre histórico, y en
presencia de todos los hijos de Israel se ceñiría la corona de los reyes.
Cuando
al tercer año de su Misión se corrió la voz: Jesús de Nazaret se dirige a
Jerusalén para la Pascua, la expectación mesiánica arrastró a Jerusalén
muchedumbres sin número.
Poncio
Pilatos lo esperaba. Al corriente de las aventuras del Mesías de los Judíos
hacía ya tiempo que le había pedido la cabeza de aquel Nazareno al Sanedrín. La
decisión política que debía tomar respecto a la explosión mesiánica causada por
aquel Nazareno era compleja y clara a la vez. Tenía que matarlo. Matando al Pastor
se dispersaría el rebaño. Tampoco podía sacar sus legiones y lanzarlas al
alimón contra la muchedumbre. La rebelión nacionalista estallaría en defensa de
su Mesías y una guerra espartaquiana era lo último
que podía desear el César. Como político su misión era prevenir la enfermedad
antes que se desarrollara la guerra. Podía esperar lo peor y dejar engordar la
presa. Como ya hicieran Augusto y Herodes en los días del Censo. En el momento
adecuado Pilatos sacaría sus legiones y de la matanza aprenderían las demás
naciones sobre cómo castiga Roma la rebelión contra el César.
El
caso era que el Sanedrín en pleno estaba contra el Nazareno y no le metía mano
por miedo a la multitud que le acompañaba por donde quiera que fuese. El
Sanedrín le había jurado a Pilatos que se lo entregaría en persona, pero que
esperase a que la fruta estuviera madura.
Después
del primer año de paseo triunfal hacia el Monte del Sermón, el segundo año
había sido de cuesta abajo. En la encrucijada entre el segundo y el tercero la
negativa de Jesús a ser coronado rey había ido espantando a las muchedumbres,
que no le entendían en absoluto.
¿Quién
de entre todos ellos que hubiese disfrutado de semejante Poder Divino no se
hubiese hecho acompañar de las muchedumbres a Jerusalén para exigirle al
Sanedrín en pleno la Corona de su padre David?
El
desconcierto y la ignorancia sobre su Pensamiento lo habían dejado solo al alba
del tercer año. Sólo las Mujeres y sus Discípulos seguían siéndole fieles.
¿En
qué pues se había quedado aquella primera desesperación del político romano? Y
lo que les pareció aún peor al Sanedrín, ¿por qué iba a echarse atrás ahora
Pilatos? ¿No había entre las filas de su ejército quien en caso de insurrección
mesiánica desertaría del Imperio y se pondría al servicio del Hijo de David?
Tal
cual lo demuestra la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén la expectación,
ahogada en el último año por el propio Jesús, despertó de su letargo. Creyendo
las muchedumbres que el Hijo de David había tomado su decisión final favorable
a su coronación ese año todos corrieron a Jerusalén.
Como
ya sabemos y la historia lo demuestra para la Pascua Jerusalén se convertía en
una ciudad asediada. De todas las partes del mundo los judíos bajaban y subían
a la Ciudad Santa a celebrar aquella Cena que sirvió de preludio a la
Liberación de Moisés.
Aquel
año 33 de nuestra Era a la muchedumbre al uso se le sumaron todos los que una
vez le proclamaron rey.
Cuál
no fue la sorpresa de todos cuando Jesús entró en el Templo y con un látigo
desbarató para siempre la presión contra el Sanedrín y el César que esa
muchedumbre exaltada estaba dispuesta a ejercer.
Aquella
fiebre mesiánica que en su primer año despertó Jesús había vuelto a escena.
Alcanzó Jerusalén antes que Él llegara e hizo temblar las murallas de Jerusalén
con la misma fuerza que en su día lo hicieran las trompetas de Josué. Si en
lugar de irse directo al Templo para coger un látigo y declararle la guerra
total al Sanedrín hubiese hecho Jesús lo que hizo cuando Niño, abrirse paso
hasta el Patio de los Doctores de la ley y entrar en materia…Pero no. Que va.
Para nada. Revueltas estaban las cosas y fue Él a sumirlas en el caos de la
manera más explosiva imaginable.
La
misma muchedumbre que hacía unas horas había batido palmas y vítores en honor
del Hijo de David al caer la Noche le pedía su cabeza a un Pilatos que para
entonces ya no veía a cuento de qué tenía que matar a quien se había cavado su
propia tumba.
Para
entender la Huida de sus Discípulos hay que ponerse en la piel de aquellos
hombres que en su corazón soñaron con aquella entrada triunfal, e
inmediatamente después su Coronación. Fueron ellos los primeros que se quedaron
de piedra al ver a su Maestro coger un látigo y arremeter con cólera
todopoderosa contra el Templo.
Fue
en aquel momento cuando Judas tomó su decisión de entregárselo al Sanedrín. Los
demás salieron con la moral por los suelos, como flotando en un vacío total.
¿Qué
iba a pasar ahora?
¿Qué
es lo que había hecho Jesús?
Mientras
comían la Última Cena se sentían tan confusos y vacíos como aquella Tierra que
antes del Principio vagó en las Tinieblas del Abismo confusa y vacía.
¡Ay,
hijos de la Tierra, la herencia de vuestra madre es vuestro lote! ¿No recibió
en el día de su nacimiento toda clase de promesas de su Creador y en cuanto su
Creador se dio la vuelta se dejó atrapar en la confusión que acompaña toda
soledad? ¿Habiendo vivido vuestra madre en su nacimiento la confusión y el
vacío de la soledad cómo vosotros no ibais a caer en la misma piedra?
Mientras
cenaban con Él no tenían la menor sus Discípulos idea de qué les estaba
hablando. Sólo sabían que estaban dispuestos a morir luchando antes que dejarlo
solo. ¡Pobre Pedro, el alma se le cayó al suelo cuando su Héroe y Rey le quitó
la espada de las manos! Todos sin excepción salieron corriendo movidos por una
fuerza que les superaba y movía sus piernas contra la voluntad de sus mentes.
“¿Qué
va a pasar ahora, Madre?”, le preguntaba aquél otro Juan a la Madre de Jesús,
como si ella conociera la respuesta.
¿Qué
iba a pasar? Iba a pasar lo que estaba profetizado desde hacía mil años. El
firmamento se vestiría de luto para llorar la muerte del Primogénito, la tierra
se lamentaría por la muerte del Unigénito.
24
Muerte y Resurrección de Jesucristo
Los
acontecimientos de Aquella Noche están descritos en los Evangelios. No voy a
reproducirlos ni a apuntillarlos. Me limitaré a lo que no está escrito.
Mientras
la farsa judeo-romana seguía su curso el cielo se fue encapotando sobre las
cabezas de los miles de borrachos que coreaban: Crucifícalo.
La
misma confusión que se apoderó de los Discípulos y los lanzó a la Huída, esa misma fuerza se había apoderado de la
muchedumbre que le aclamara en su entrada triunfal, y, abandonada al alcohol,
desahogaba su pena contra el autor de la desilusión que se apoderara de sus
mentes. Enajenados, abandonados al alcohol en el que ahogaban su pena, que
corría gratis y a toneles de las manos del Templo a sus gargantas, quienes
hacía apenas unas horas corearon al Mesías ahora gritaban: Crucifícalo.
Mientras
gritaban y gritaban las nubes rodearon el horizonte y tendieron una telaraña de
rayos y truenos sobre el Gólgota. Mientras el Condenado arrastraba su cruz por
la Vía Dolorosa, ajena a la muchedumbre que borracha escupía sobre el Hijo de
María sus carcajadas, la noche se fue cerrando.
Absortos,
maravillados por lo que estaban viviendo, mientras hacían la Procesión a muy
pocos le vino a la cabeza las palabras del Profeta. En realidad, sólo a un
muchacho, al pie de la Cruz según miraba al cielo se le vino a la memoria las
Escrituras.
“Ya
me rodeaban las olas de la muerte y me aterrorizaban los torrentes de Belial. Me aprisionaban las ataduras del seol, me habían sorprendido las redes de la muerte. Y en mi
angustia invoqué a Yavé y lancé hacia mi Dios mi
grito. El oyó mi voz desde su palacio, y mi clamor llegó a sus oídos. Conmovióse y tembló la tierra. Vacilaron los fundamentos de
los montes, se estremecieron ante Yavé airado. Subía
de sus narices humo, y de su boca fuego abrasador, carbones por Él encendidos.
Abajó los cielos y descendió, negra nube tenía bajo sus pies. Subió sobre los
querubes y voló; voló sobre las alas de los vientos. Hizo de las tinieblas un
velo, formando en torno a sí su tienda; calígine acuosa, densas nubes. Ante el
resplandor de su faz las nubes se deshicieron; granizo y centellas de fuego.
Tronó Yavé desde los cielos, el Altísimo hizo oir su voz. Lanzóles sus saetas y
los desbarató, fulminó rayos y los consternó. Y aparecieron arroyos de agua, y
quedaron al descubierto los fundamentos del orbe ante la ira increpadora de Yavé, ante el soplo del huracán de su furor”.
Sí,
únicamente aquel muchacho fijó sus ojos en el cielo que contemplaba horrorizado
el delito de los hijos de la tierra. En el dolor del momento nadie se había
percatado de lo que se les venía sobre sus cabezas. El cielo estaba negro como
las profundidades de la cueva más impenetrable. Cuando Jesús gritó su último
aliento y creyeron que el fin ya había llegado, como si de pronto despertaran
todos de un sueño sus ojos se abrieron a la realidad.
Antes
de sentir la amenaza del cielo se partió el firmamento en lágrimas. Dejóse oír un crujido más fuerte que el de las murallas de
Jericó al caerse. Fue entonces que alzaron todos sus cabezas por primera vez y
olieron en la atmósfera aquella humedad eléctrica.
Iban
ya a iniciar la vuelta cuando de pronto un látigo en forma de rayo rompió la
oscuridad. Pareció caer lejos. ¡Qué tontos! Era el jinete que una vez le abrió
a Judas Macabeo las filas del enemigo quien ahora venía cabalgando
violentamente sobre las nubes de las profecías. Sus ojos resplandecientes
iluminaron la noche y de su garganta todopoderosa el trueno rodó por el
horizonte; como loco, poseído por un dolor que le cegaba las entrañas, aquel
jinete divino alzó su brazo y dejó caer sobre la muchedumbre su látigo de rayos
y truenos.
El
infierno de la Ira del Padre Eterno cayó en tromba sobre niños y mujeres,
ancianos y jóvenes, sin distinguir entre culpables e inocentes. Enloquecida,
como quien despierta sobresaltado de una pesadilla para al abrir los ojos
encontrarse que la verdadera pesadilla acababa de empezar, la multitud comenzó
a correr Gólgota abajo. La tormenta que tenían sobre sus cabezas amenazaba
granizo, rayos y truenos, pero no lluvia. Era una tormenta eléctrica, que el
Todopoderoso, atravesado por la lanza que le incrustaron a su Hijo en el pecho,
con el corazón destrozado había cogido en sus manos y enloquecido por el dolor
golpeaba contra los hijos de la tierra sin mirar a quién. El frenesí, el
espanto se apoderó de todos. El terror cabalgaba sin perdonar al anciano ni al
niño, varón o hembra. Enloquecida por lo que había hecho bajo los efectos del
alcohol la muchedumbre empezó a moverse hacia los muros de Jerusalén. ¡Locos!,
como si el dolor de Dios pudiese ser frenado por la piedra.
Y
allá que empezó a correr la muchedumbre Gólgota abajo buscando la salvación
entre las murallas. Entonces el látigo eléctrico del Omnipotente comenzó a caer
sobre mujeres y niños, jóvenes y ancianos sin distinguir culpable de inocente.
Su dolor, el dolor del Todopoderoso los alcanzaba a todos y de todos desgarraba
sus carnes sin misericordia de ninguna clase. En menos que canta su segundo
anuncio el gallo la cuesta del Gólgota empezó a llenarse de cadáveres
chamuscados. Los que ya estaban subiendo la cuesta de la Puerta de los Leones
creían haber escapado del horror cuando las tumbas del Cementerio de los Judíos
comenzaron a abrirse. Salieron de sus tumbas los profetas y de sus bocas
espectrales la Ira del Omnipotente les hacía llegar a los vivos su sentencia de
muerte.
Horror,
desolación, espanto. Los que creyeron encontrar refugio en sus casas se
encontraron con las puertas cerradas. Una noche de Cena, mil quinientos años
atrás, el ángel de la muerte recorrió las casas de los egipcios buscando
primogénitos. Ese mismo ángel recorría ahora las calles de Jerusalén matando
sin distinguir entre grandes y pequeños. El mismo dolor infinito que tenía el
corazón de su Señor destrozado había alcanzado el suyo y en su dolor
inenarrable hincaba la espada querúbica contra todo el que encontraba a su
paso.
Aterrorizados,
atrapados en una pesadilla infernal, el terror arrastró a los fugitivos al
Templo. Allí se amontonaron entre sus muros buscando misericordia. Locos, con
la locura del que mata al hijo y se refugia del padre de la criatura en su
casa, allí encontraron su tumba cuando el látigo del Dolor dejó caer sobre la
cúpula sus lágrimas, una cúpula que se vino abajo sobre la multitud
aterrorizada.
Horror,
espanto, desolación. El dolor del Padre de Cristo en pleno estallido violento.
La sangre de un Dios transformada en bloques de piedra cayendo sobre una
multitud aterrorizada, aplastando cabezas, reduciendo a escombros hombres y
mujeres. ¡Gritad de nuevo Crucifícalo! escribían con sus crujidos las piedras
de la cúpula del Templo según caían del techo al suelo.
Mientras
estas cosas estaban sucediendo a los pies de la Cruz sólo quedó un hombre y
tres Mujeres. Como si un escudo de energía le protegiera el muchacho, de pie,
contemplaba el espectáculo. A los pies del Monte de la Pasión los cadáveres
calcinados, los moribundos aplastados bajo el peso de los que huyeron cuestas
abajo. Contra las murallas, sin huida posible de los muertos salidos de sus
tumbas, las paralizadas víctimas del horror se apilaban enloquecidas. Cuando al
rato se hundió la cúpula del Templo y cesaron los truenos y los rayos y el
batir de carne y sangre, Juan recogió la espada del romano que confesó. Volvió
el muchacho la cabeza a las tres Mujeres, les habló con los ojos, y comenzó a
abrirles paso. La muchedumbre de heridos y moribundos horrorizada se apartaba
como si se tratase de un ángel de Dios en pleno remate de la faena comenzada
por su Señor. Tal era el fuego que despedía por sus ojos el pequeño de los
hijos del Trueno.
Llegados
a las calles, incapaces de resistir la mirada de aquel querubín humano, los
alucinados se apartaban de su camino. Juan condujo a las tres Mujeres a casa y
cerró tras él la puerta. Allí estaban los Diez y las demás mujeres. Como
muerta, la Madre se echó en la cama y cerró los ojos a un mundo al que ya no
parecía querer volver.
Los
supervivientes se juraron arrancar de sus memorias y de la de sus hijos el
recuerdo de la Noche en que Dios rompió su Alianza con los hijos de Abraham.
Sus historiadores enterraron el recuerdo de aquella Noche en la tumba de los
silencios milenarios. Muchas veces en la Historia de la Humanidad un pueblo se
juró arrancar de su memoria un cierto acontecimiento, especial, capital para el
desarrollo de su futuro. Pocas veces un pueblo logró enterrar de una forma tan
definitiva un capítulo tan traumatizante.
Los
Once también creyeron que tal era el destino de aquellos tres años de
inolvidable gloria. De hecho, lo único que los mantuvo aquel viernes y el
sábado siguiente encerrados en aquella Casa fue conocer la suerte de aquella
Madre que yacía como muerta en el lecho.
¿Despertaría
la Madre de su sueño? ¿No se le veía en el rostro roturado por el sufrimiento
los trozos en que su corazón se había roto?
Señor,
¿cómo mirarla a la cara cuando despertara? ¿Qué palabras de consuelo le dirían
para justificar la huida vergonzosa que emprendieron?
¿Qué
podían hacer? ¿Abandonarla a su suerte? ¿Seguir corriendo hasta que la
distancia entre ellos y sus recuerdos se hiciera un abismo?
¿No
les había dicho Él que todo lo que estaban viviendo habría de pasar, y
resucitaría al tercer día?
Las
horas se les hicieron interminables a todos los que vigilaban el sueño de la
Madre. A pesar del peligro que corrían nadie se iría sin acompañarla a Nazaret.
¿Cuánto
tardaría en despertarse? Pero claro, ¿por qué iba a querer despertarse?
El
sábado al mediodía la Madre empezó a salir de su estado. Los Once creyeron que
no podrían soportar su mirada. Ay, ¡qué tontos estaban!
Llevaban
mirando ese rostro anciano más horas de las que podían calcular. Ya se conocían
de memoria cada micra de sus mejillas laceradas.
De
pronto el sábado aquel rostro empezó a cobrar color. Todos se quedaron
observando cada movimiento suyo. En eso la Madre abrió los ojos llenos de vida.
A
su lado su hermana Juana acariciaba su frente como quien acaricia la cabeza de
la persona más amada del mundo. Impensablemente la Madre pidió un poco de agua.
La otra María, la de Cleofás, se levantó. Lentamente la Madre se incorporó en
el lecho y los miró a todos. Estaban los Once sentados en el suelo contra las
paredes de la habitación. La expresión en su rostro los tenía maravillado
cuando abrió la Madre los labios. “¿Qué os pasa, hijos míos?”, les dijo
sonriendo. “¿A quién estáis velando? Me miráis como si estuvieseis viendo un
fantasma”.
Los
Once no salían de su sorpresa. María la de Cleofás regresó con el vaso de agua
y se sentó a su lado apoyando su cabeza sobre su hombro.
“Ya
está, María, no seas chiquilla, no llores más, ¿o quieres que mi Hijo te
encuentre así cuando venga?”.
Los
Once se miraron creyendo que el dolor le había hecho perder el juicio. La Madre
les leyó el pensamiento y empezó a hablarles, diciendo:
“Hijitos,
yo soy la culpable de todo. Hace mucho tiempo que hube de haberos revelado
quién es Ese al que llamáis Maestro y Señor. Tenía que pasar esto para que Él
me librara de mi silencio. ¿A quién creéis que seguisteis de un lado a otro?
Yo
soy vieja, hijos, y estoy cansada. Oídme bien y levantad el alma; cuando Él
venga, mañana, tendréis la prueba de todo lo que os voy a contar hoy. ¿Qué
pensaría mi Hijo si al venir mañana os encontrara de esta manera? ¿Cómo podría
yo mirarle a la cara? Tened paciencia conmigo si en algún punto no soy clara.
Cuando Él os envíe el Espíritu de la Promesa recordareis mis palabras y yo
mismo me dejaré encantar por la sabiduría que Él derramará en vuestras almas.
Lo que yo os voy a contar se lo he escuchado a Él. No tengo su gracia ni su
sabiduría. Ya os digo, Él mismo os llenará de su conocimiento y entonces ya no
necesitaréis que yo os cuente nada. Él me habló de su Mundo, de su Padre; yo le
preguntaba y Él me respondía sin ocultarme nada. Al menos nada que no
necesitase saber. Yo era su confidente, el corazón abierto e inocente en el que
Él derramaba sus recuerdos divinos. Me hablaba de su Mundo con los ojos mirando
al infinito; yo lo guardaba todo en mi corazón; cada una de sus palabras yo la
sellaba en mi carne. No he sabido por qué selló mis labios hasta este día. Hoy
me ha liberado de mi Silencio y pongo en vuestros corazones lo que Él puso en
el mío y he llevado conmigo tantos años.”
Abriéndoles
su Corazón, La Madre les descubrió a los Discípulos: la Anunciación, la
Encarnación del Hijo de Dios, y la Historia Divina que Ella oyó de los labios
de su Niño, en aquéllos días en que siendo “su Niño” venía el Hijo de Dios a
encerrarse entre los brazos de “su Madre”, la Tristeza en los ojos del hijo que
echa de menos a su padre amantísimo.
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