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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA

HISTORIA DEL HIJO DE DAVID

PRIMERA PARTE. LA SAGA DE LOS RESTAURADORES

6

Historia de los Asmoneos  

Aristóbulo I “el Loco”

 

Tras la muerte de Juan Hircano I, hijo de Simón, el último de los Macabeos, le sucedió en el gobierno de la Judea su hijo Aristóbulo I. En este capítulo la memoria del pueblo israelí se pierde en el laberinto de sus propias fobias y terrores a la verdad. Según algunos el hijo de Juan Hircano I no acometió el asalto a la corona. Sencillamente la heredó de su padre.

Según la posición oficial, la abominación que sentenció la ruina fue cometida contra el padre por un hijo que debió superar la oposición enconada de su madre y de sus propios hermanos. En definitiva, claro no hay nada, excepto la necesidad de ir al encuentro de la realidad corriendo por la pista de los hechos. Personalmente ignoro en qué medida esos hechos son básicos para determinar la culpabilidad del padre en descargo de la absolución del hijo.

Si Aristóbulo I se coronó rey contra el testamento de su padre o si sólo se limitó a legitimar una situación monárquica encubierta, con absoluta certeza nunca lo sabremos, al menos hasta el día del juicio final.

El hecho es que Aristóbulo I abrió la gloriosa crónica de su reinado sorprendiendo a extraños y conocidos con el encarcelamiento de por vida de sus hermanos. ¿Motivos, razones, causas, excusas? Bueno, aquí entramos en el eterno dilema respecto a lo que los actores de la Historia hicieron y lo que a ellos les hubiera gustado que se escribiera. ¿Entramos en discusión o lo dejamos para otro día? Quiero decir ¿qué motivo más fuerte hay para alcanzar el Poder que la pasión por el Poder? Poder absoluto, Poder total. La libertad del que está más allá del Bien y del Mal, la gloria de quien se alza sobre las Leyes porque él es la Ley. La Vida en un puño, en el otro la Muerte, a los pies el pueblo. Ser como un dios ¡Ser un dios! La tentación maldita, la pulpa de la fruta prohibida, ser como un dios, lejos del ojo de la justicia, más allá del largo brazo de la ley. ¿No era astuto el Diablo? Que aquella pasión por ser como un dios había descubierto su naturaleza vírica, venenosa, cuando transformó un ángel en aquella Serpiente madre de todos los demonios, “pues muy bien”, se contestó Aristóbulo I, “esparciré generosamente mi veneno por toda la tierra, empezando por mi casa”.

Horror, desilusión, llevadme lejos de los sueños del Demonio. Despertadme, cielos, belleza, en algún rincón del Paraíso.

¿Qué locura es la que arrastra al barro a creerse más fuerte que el diluvio? ¿Sueña el caracol a ser más veloz que el jaguar? ¿Reta la Luna al Sol a ver quién brilla más? ¿Desprecia el león la corona de la selva? ¿Se queja el cocodrilo del tamaño de su boca? ¿La criatura fiera le envidia su canto a la sirena? ¿Envidia el águila al elefante de las llanuras? ¿Se levanta de los abismos oceánicos el pez fosforescente reclamándole al Sol luz de Luna? ¿Quién le ofrece al frío boreal pétalos de primavera? ¿Quién busca la fuente de la juventud eterna para escribir en sus orillas: Tonto el que beba?

El hecho innegociable es que Aristóbulo I subió al trono que la muerte de su padre dejó vacante. Y lo primero que hizo fue echar a sus hermanos a la mazmorra más fría de la cárcel más lúgubre de Jerusalén. Insatisfecho, no contento todavía con semejante delito contra natura, Aristóbulo “el loco” remató la faena enviándole a sus hermanos la madre.

Nadie supo nunca por qué dejó libre al benjamín de su madre. El hecho es que lo mismo que sorprendiera a todos condenando a sus hermanos a cadena perpetua volvió a sorprender a todos dejando libre a uno. Parece ser que dejó vivo al más pequeño de sus hermanos. No por mucho tiempo, sin embargo. Al poco la locura se apoderó de su cerebro y se superó a sí mismo estrangulándolo con sus propias manos. Todos estos crímenes cometidos, se vistió el rey loco de sumo pontífice y se fue a celebrar el culto como si Jerusalén hubiera rechazado a Yavé por Dios y se hubiera jurado en obediencia al mismísimo Diablo.

Tal fue el principio del reinado del hijo de Juan Hircano I.

En el fondo de un crimen semejante, digno del discípulo más aventajado de Satanás, nosotros tenemos que ver la terrible disputa entre madre e hijo, entre Aristóbulo I “el loco” y sus hermanos hablando del tema de la transformación de la República en Reino.

Aceptar la locura del nieto de Simón Macabeo por diagnóstico último, decisivo, exculpatorio incluso, no es manera de cerrar un asunto tan grave. Especialmente cuando el breve año de reinado del Segundo de los Asmoneos -dejando atrás el tema de los que mató, cuyos nombres no fueron escritos ni su memoria conservada porque no fueron sus familiares, cuyo número podemos calcular partiendo de lo que hizo, ¿o quien encarcela a sus hermanos va a dejar libres a quienes no lo son? Decía que el breve año del reinado de Aristóbulo I, si breve, configuró el futuro del pueblo judío de la forma tan profunda y dolorosa que se puede observar en la base del trauma que dos mil años después siguen padeciendo los historiadores oficiales judíos a la hora de recrear los tiempos Asmoneos.

¿Qué discusión más críticamente apocalíptica que la transformación de la República en Monarquía pudo haber empujado al nieto de los Héroes de la Independencia a convertirse en un monstruo?

Los historiadores oficiales judíos pasan por este asunto mirando para otro sitio. Haciéndolo cometen un terrible delito contra sí mismos al crear en el lector la impresión de que matar a la madre y a los hermanos era entre los judíos el pan nuestro de cada día. No sé yo hasta qué punto es ético, o tan sólo moralmente aceptable hacer recaer sobre los hijos la sangre del crimen cometido por sus padres. ¿O acaso es verdad que los hebreos solían comerse a sus madres un día sí y al otro también?

Es un crimen contra el Espíritu ocultar la verdad para imponer las propias mentiras. Si Aristóbulo I mató a sus hermanos y a su madre crimen tan monstruoso debemos entenderlo como consecuencia final de la lucha entre los sectores republicanos y monárquicos, representados los primeros por los fariseos y los segundos por los saduceos. Lucha que ganó Aristóbulo I contra sus hermanos y le costó a su madre la vida por conspiración contra la corona.

Desde nuestra cómoda posición podemos aventurar esta teoría al caso. Parece evidente que si la autoridad de aquella mujer no pudo imponer su juicio hubo de ser porque chocó contra intereses más poderosos. ¿Y qué interés más poderoso por el que jugarse la vida podía existir en Jerusalén que el control del Templo?

Tengamos en cuenta que en toda la historia de los hijos de Israel encontrar un caso de crueldad semejante, de un hijo contra su madre, no fue registrado jamás porque jamás se produjo. Así que el hecho de haberse producido contra natura nos abre las puertas a la conspiración contra las leyes patrias que tuvo lugar entre los sacerdotes aaronitas y Aristóbulo I. En este contexto, la encarcelación de los hermanos y la madre se entiende perfectamente. De hecho, los acontecimientos que vamos a ver vinieron todos marcados por el mismo hierro. Luego está la psicología del historiador oficial para aprovecharse del tipo de delito y ocultar en las mieles del horror el año de terror que la población de Jerusalén sufrió bajo la tiranía del rey loco. Al concentrar aquel año de matanzas en la familia real el historiador echó sobre la lucha en la raíz del problema la pantalla de humo de los magos del faraón. ¿Quién encarceló a sus hermanos por oponerse a su coronación qué no haría con quienes sin ser sus hermanos se negaron a transformar la república en monarquía? El historiador oficial judío pasó de largo sobre este tema. Al hacerlo nos tomó a los del futuro por tontos y a los de su tiempo por idiotas de toda la vida.

De todos modos -dejando aparte ahora las discusiones- Aristóbulo I dejó libre -como he dicho- a uno de sus hermanos. Se dice que el muchacho fue un guerrero batallador y valiente al que el juego de la guerra le encantaba, y allá que no perdía tiempo en abrir el combate al grito de “viva Jerusalén”. Digno pariente de Judas Macabeo, con cuyas historias el muchacho se crió, el Príncipe Valiente arrastraba a sus soldados a la victoria que nunca se le resistía, la propia gloria de los héroes enamorada de sus huesos.

Digamos que, rota la Reconquista pacífica de la Tierra Prometida por las guerras macabeas, Juan Hircano I abrió un nuevo período al pasar por las armas a todos los habitantes del Sur de Israel que no se convirtiesen al judaísmo. Mediante esta política se anexionó La Idumea.

Le tocaba a Aristóbulo I, su hijo, dirigir sus ejércitos contra el Norte. Jerusalén en plena efervescencia antimonárquica por los hechos ya referidos -encarcelamiento de los hermanos del rey y matanza de sus aliados republicanos- mientras se dedicaba a controlar la situación Aristóbulo I le pasó la jefatura militar a su hermano pequeño, que conquistó la Galilea. No todo iba a ser malas noticias. La conquista de la Galilea levantó la moral de unos judíos que no sabían si reírse por la victoria o llorar por el fracaso que les suponía tener por rey un asesino de la peor especie, un loco en toda regla.

Lo que vino después no se lo esperaba nadie. O lo vieron venir y no pusieron ningún remedio a su alcance. La cosa es que apenas empezaba el Príncipe Valiente a mirar para otras partes donde encontrar fama y gloria cuando los celos, y la mala conciencia que le tenía aprisionado por sus hechos, arrastraron a su hermano Aristóbulo I a condenarle a muerte.

También en este caso Aristóbulo I actuó siguiendo el ejemplo de los gentiles, aunque aplicado el sistema a la mentalidad de Oriente. El Senado Romano impuso por norma en el manual de los poderosos para quitarse de encima generales demasiado victoriosos la retirada o la muerte. Sufrieron esta norma los Escipiones y el propio Pompeyo Magno. El último caso sería el de Julio César, que tan bien les saliera, por supuesto.

Más sabio y santo que los senadores imperiales el rey de los judíos no deshojó la margarita. Sencillamente le envió a su hermano pequeño su decisión irrevocable colgada del filo del hacha del verdugo.

La noticia del asesinato del hermano pequeño por el hermano grande le cogió al Alejandro Janneo allá abajo, entre fríos de mazmorras y aullidos de cárceles excavadas en los muros del infierno. Naturalmente la noticia le heló la sangre. Pero hubiera podido el fluido vital recobrar su calor de no haber doblado el frío ambiental la presencia en los calabozos de su madre. Esta, la pobre, atravesada de aquella manera, la pobre mujer perdió el juicio y con el resto sano que le quedó se dejó morir de hambre.

Ver a la madre y a los propios hermanos morírsete por culpa de un hermano no es lo que se entiende por la mejor escuela para un rey. Pero esta fue la escuela para reyes a la que asistió a la fuerza Alejandro Janneo, el objeto de todos los odios del mundo judío tras la Matanza de los Seis Mil.

Agobiado hasta la demencia por aquella tragedia el Asmoneo juró vengarse de la muerte de su madre y de sus hermanos -si salía vivo del infierno- sobre los cadáveres de todos los cobardes que en esos momentos quemaban incienso en el Templo.

Otra cosa será -retomando el hilo de la negativa en la postura oficial judía a aceptar el hecho de la coronación de Juan Hircano I- que la locura matricida y fratricida de Aristóbulo I no hubiese sido sino el final del drama a que los condujo a todos la coronación del padre. La postura oficial judía -encabezada por el famoso Flavio Josefo- fue negarse a admitir el hecho de la coronación del hijo del último de los Macabeos. Sus medidas, sus guerras, su testamento parecen probar lo contrario, parecen gritar a pulmón abierto que su cabeza ciñó corona, y fue durante su reinado que el virus de la maldición encontró caldo de cultivo en su casa. ¿Cómo de otra forma explicar que el día después de su entierro su mujer y sus hijos se hundieran bajo el peso de aquella aplastante oposición a la continuación de su dinastía? ¿Bajo qué contexto podríamos si no comprender que el nuevo rey decidiese de la noche a la mañana la muerte de todos sus hermanos, incluida su madre, por alta traición?

La Lógica no tiene por qué presentar sus pruebas en el tribunal de la Biohistoria. Los argumentos biohistóricos se sobran para entenderse y no necesitan de testigos. Pero si ni la una ni la otra bastan para abrirse camino por la selva laberíntica en la que los judíos perdieron su memoria, nada se le puede aconsejar al que tiene apretado el gatillo, a no ser que acabe pronto con la tragedia y se deje de reunir mirones antes de irse al infierno con sus lamentaciones y sus elegías.

No hay más hechos que la realidad desnuda y sencilla. Aristóbulo I sucedió a su padre Hircano I. Inmediatamente ordenó la prisión a cadena perpetua de su hermano Alejandro. También los hermanos y hermanas de Alejandro corrieron la misma suerte. El único que se salvó de la matanza cainita fue el benjamín de su madre. Esta yacía como muerta en algún calabozo oscuro del Palacio de su hijo malvado cuando le bajaron por correas anónimas el cadáver de su benjamín. La pobre cerró los ojos y se dejó morir de hambre. Tales fueron los principios del reinado de Aristóbulo I el Loco; tales los orígenes del próximo reinado de su hermano Alejandro I.

 

7

Alejandro Janneo

 

Cuando Alejandro Janneo salió de la mazmorra, donde normalmente hubiera debido haber fallecido, la situación del reino era la siguiente. Los fariseos tenían a las masas convencidas de estar viviendo la Nación bajo el punto de mira de la cólera divina. Las leyes sagradas les prohibían a los hebreos tener un rey que no fuera de la Casa de David. Ellos lo tenían. Al tenerlo estaban provocando al Señor a destruir la Nación por rebelión contra su Palabra. Su Palabra era el Verbo, el Verbo era la Ley, y el Verbo era Dios. ¿Cómo podrían evitar que el destino siguiera su curso?

El problema era que los siervos del Señor, los sacerdotes saduceos, no sólo bendecían la rebelión contra el Señor al que servían, sino que además usaban al rey para aplastar a los sabios fariseos.

Aun así, la voracidad macabra de Aristóbulo I hizo que hasta a los saduceos se les revolvieran las entrañas. No quería decir esto que los saduceos estuviesen dispuestos a unirse a los fariseos para limpiar Jerusalén de su delito. Lo último que seguían queriendo los saduceos era compartir el poder con los fariseos.

Entonces, misteriosamente, Alejandro Janneo es liberado de su prisión y escapa a la muerte. ¿Milagro?

Si al odio que le dio fuerza y lo mantuvo vivo se le puede llamar milagro entonces fue un milagro que Alejandro sobreviviera a sus hermanos y a su madre. ¡Lástima que, aparte de las ratas, no bajara nadie a su infierno a darle el pésame por la muerte de su madre! De haberlo hecho hubieran descubierto que la fuerza que lo mantuvo vivo y alimentó su sed de venganza fue el odio, sin distinguir entre fariseos y saduceos.

De todos modos, el Asmoneo se equivocaba al pensar que la muerte de su odiado hermano se debió a la naturaleza. La muerte de Aristóbulo al año de su reinado e inmediatamente después de la muerte del Príncipe Valiente no fue cosa de azar ni de justicia divina. ¿A quién le sorprende que el crimen contra su propia madre les revolviera las entrañas a los habitantes de Jerusalén y decidieran, en complot con la reina Alejandra, acabar con el monstruo? El hecho de la celebración urgente e inmediata de la boda del preso con la viuda del difunto, su cuñada Alejandra, pone de relieve la alianza saducea que acabó con la vida de Aristóbulo I.

Adelantándose los saduceos a los fariseos quitaron rey y pusieron en su lugar al Asmoneo, las miras puestas en que al descubrirse como sus salvadores no se le ocurriera dar un bandazo hacia el otro lado y les entregara el poder a los fariseos, que, al ser enemigos naturales de sus salvadores por fuerza hubieran debido ser los suyos propios. El elemento sorpresa a su favor Alejandro aceptó la corona jurando no cambiar el status quo.

Esta era la situación explosiva sobre cuyo infierno en ebullición sentó su odio el Asmoneo.

Alejandro I, sin embargo, no les perdonaría jamás a sus libertadores haber tardado tanto en tomar su decisión. ¿A qué estuvieron esperando, a que se muriera su madre? ¡Dios!, si sólo hubieran llegado un día antes.

El odio que contra su nación incubó el nuevo rey en su año de prisión, año largo, infinito, no hay palabras que puedan describirlo. Sólo descubrirían su extensión y profundidad sus matanzas posteriores. Aquél odio fue como un agujero negro avanzando desde las entrañas a la cabeza, como una Nada inundando sus venas de un grito: Venganza. Venganza contra los fariseos, venganza contra los saduceos. De haberse tomado sus salvadores la molestia de pensar qué estaban haciendo antes se hubieran rajado las venas que abrirle la puerta de la libertad al próximo rey de los judíos.

Poco, muy poco tardaría Jerusalén en averiguar qué clase de monstruo tenía por ídolo el Asmoneo. El odio que devoraba el cuerpo, mente y alma de Alejandro I no tardaría en salirse de madre y pedir cadáveres por decenas, por cientos, por miles. ¿Seis Mil para un banquete de Pascua?

Un aperitivo. Sólo eso, un vulgar aperitivo para un verdadero demonio. ¿No decían los sabios y santos sacerdotes de Jerusalén que conocían las profundidades de Satán? ¡Otra mentira más! Él, el Asmoneo, les descubriría a todos los judíos las verdaderas profundidades de Satán. Él en persona los conduciría hasta el mismísimo trono del Diablo. ¿Que dónde tenía Satanás su trono? Locos, sobre la tumba de su madre, en la Jerusalén que viera morir a sus hermanos sin levantar un dedo para salvarlos de la ruina.

Lo mismo que hizo el padre de la historia antigua judía, Flavio Josefo, ocultándole a los suyos la causa implosiva que reventó la felicidad prometida de la casa de Hircano I, volvió a hacerlo hablando de la muerte milagrosa y repentina del matricida y fratricida, homicida por supuesto. Tenía que hacerlo si no quería descubrir la causa que acababa de ocultarle a su pueblo. Si juraba en público ante el futuro que los propios saduceos que encumbraron al hijo ordenaron la muerte del padre, haciéndolo le abría las puertas al resto del mundo para que entrara y viera con sus ojos la guerra interna a muerte entre fariseos y saduceos.

Enemigo de la verdad en aras de la salvación de su pueblo, en el punto de mira del odio romano tras la rebelión famosa que terminó con la destrucción de Jerusalén, Flavio Josefo tenía que pasar sobre el cadáver de la verdad en nombre de la reconciliación de judíos y romanos. Y de paso mantener a los hijos de los matadores de los primeros cristianos al margen del crimen contra divina natura que protagonizaron y seguían, en la medida de sus intereses, protagonizando: aunque fuera a costa de extirparse la Memoria, practicarse una lobotomía y seguir adelante como un pueblo maldito, de todos condenados, por todos tenidos por comedores de sus madres y asesinos naturales de sus hermanos. Por lo cual ningún judío debía ver con ojos raros que Aristóbulo I matase a su madre, a sus hermanos, a sus tíos, a sus cuñados, a sus sobrinos, y hasta a sus nietos de haberlos tenido. Según el parecer de Flavio Josefo y su escuela, eso era algo natural entre los judíos. Así que ¿dónde está el escándalo?  

Esta es la Historia de Jesús. No es la historia de las crónicas asmoneas. La importancia de los setenta años de aquella dinastía, con todo, es tan decisiva para comprender las circunstancias que condujeron a los judíos al anticristianismo más feroz y asesino que, por fuerza, debemos recrearlas como quien pasa volando sobre los acontecimientos más trascendentes en relación a esta Segunda Caída. En otra ocasión, en otro momento, si Dios lo quiere, entraremos en esas crónicas. Baste aquí planear sobre la línea del tiempo.

El odio del Asmoneo contra todos, fariseos y saduceos, siguió su curso. En apenas unos cuantos años se convirtió en una avalancha. Rodando sobre pendiente suicida uno de aquellos días fueron todos, fariseos y saduceos, a celebrar una especie de banquete de amistad con el rey. Las puertas se abrieron, ocuparon posiciones los estrategas, con el vino se pusieron todos a tono. Y pasando de meandros y prolegómenos acabaron se dirigieron en tromba a las playas del mar de las cuestiones personales. En el calor del momento uno de los fariseos presentes, harto de vino, le soltó en cara al rey lo que todo el mundo decía, que su madre lo tuvo con otro que no fue precisamente su padre. O sea, que el Asmoneo era un bastardo.

No estaba complicada la situación y vino el Diablo a empeorarla. Este, el Diablo, como si le estuviera ganando el pulso al Ángel le echaba leña al fuego en cada ocasión que se le terciaba. Ardiendo la mecha, el polvorín a dos pasos, lo lógico era que la explosión hiciese saltar por los aires todo lo que pillara. La Matanza de los Seis Mil en una jornada no sería la única onda devastadora. Pero hubiera podido servir al menos para calmar los ánimos y hacer que los enemigos unieran fuerzas.

Al contrario que los demás pueblos del mundo la nación de los judíos tenía por filosofía de raza no aprender jamás de los errores cometidos. Si antes fue el celo por la Ley lo que los arrastró a la Matanza, en adelante sería la sed de venganza. Esta sed desbocada fue la que cabalgó de sinagoga en sinagoga por todo el orbe llevando a todos los creyentes aquel aullido que antes oímos: El Asmoneo debe morir. Al que respondieron los más audaces y celosos del destino consagrando sus vidas a matar al Asmoneo. Entre los cuales se encontró Simeón el Babilonio, ciudadano de Seleucia del Tigris, hebreo de nacimiento, banquero de profesión. Su entrada en la Jerusalén Asmonea y sus intenciones de permanecer en el reino no podían molestar al rey, siempre necesitado de aliados y medios financieros para la guerra de reconquista de la Tierra Prometida, ni levantar sus sospechas dadas las circunstancias geopolíticas por las que estaba atravesando el antiguo imperio de los Seleúcidas.

A los Partos, en efecto, se les estaba quedando pequeño el Asia al Este del Edén, y sufrían lo indecible soñando con la invasión de las tierras al Oeste del Eufrates. Natural por tanto que los hijos de Abraham comenzasen a regresar de la Cautividad al otro lado del Jordán. Si encima quien regresaba parecía no tener ni idea de la situación política local y, para más alegría de todos, era un banquero rico y creyente devoto, tanto mejor.  

“Simeón, hijo, la paranoia es a los tiranos lo que a los sabios le es la sabiduría. Si abandonan sus consejos tanto los unos como los otros se pierden. Por eso el que se mueve entre serpientes debe estar curado contra el veneno y tener alas de paloma para vencer los designios del malvado con la inocencia del que sirve sólo a su amo.

Simeón, dale la espalda a tu enemigo en señal de confianza y te ganarás tu salvación, pero lleva bajo el manto la coraza de los sabios para que cuando la paranoia lo enloquezca el puñal de su locura se rompa contra tu piel de hierro.

Si le das la mano al tirano ten presente que en la otra esconde la daga; ofrécele entonces lo que busca porque al hombre sólo le dio Dios dos manos, y si con la una te coge la tuya y con la otra agarra lo que quiere el puñal estará siempre lejos de tu garganta.

Cuando lo veas herido, corre a curarle la herida, porque todavía no está muerto; y si vive busca su muerte, pero no lo hieras solamente y se levante para tu ruina. El demonio tiene muchas formas de conseguir su objetivo, pero a Dios le basta una sola para hacerle morder el polvo. Sé sabio, Simeón, no te olvides de las enseñanzas de tus maestros”.

Simeón el Babilonio llegó a Jerusalén con el libro de los Magos de Oriente bajo el brazo. La escuela en la que aprendió el oficio de los Magos remontaba sus orígenes a los días del profeta Daniel, aquel profeta y jefe de Magos que con una mano sirvió a su amo y con la otra cavó a su alrededor su ruina. Pero basta ya de palabras, que empiece el espectáculo.

Simeón el Babilonio puso en práctica sus enseñanzas. Logró romper el hielo de la desconfianza de los fariseos hacia el nuevo amigo del rey. Logró engañar al rey participando en la financiación de sus campañas de reconquista y consolidación de las fronteras conquistadas. A espaldas del Asmoneo, con la otra mano que le quedaba libre, el Babilonio puso su firma en todos los complots palaciegos contra los que el Asmoneo, cual atleta en plena carrera de obstáculos, realizó la hazaña imposible de sobrevivir a todos sus presuntos asesinos. Uno tras otro todos aquellos intentos de arrancarle la cabeza del cuello se cerraron con la muerte de los aspirantes a magnicidas. Cansado de tanto inepto, en su opinión ni para eso servían sus compatriotas, el Asmoneo trató los cadáveres de sus enemigos como se tratan los de los perros, se arrojan al río y allá que se los lleve la corriente al mar del olvido.

Desesperados por la suerte del Asmoneo los fariseos concibieron el plan de los planes, contratar un ejército mercenario, ponerse al frente y declararle la guerra abierta. Era hundirse en una guerra civil, pero qué remedio. La estrella del Asmoneo parecía haber salido de las mismas profundidades del infierno. Nada de lo que planeasen contra él, por muy sutil y enrevesado que fuese el plan para derrocarle, el bicho siempre salía vivo. Tenía más vidas que un gato. Si se hubiera muerto.

Sobre su conciencia el daño, se dijeron. Y allá que contrataron a los árabes para acabar con la suerte del rey más tirano, cruel y sanguinario que en toda su historia tuvo Jerusalén. Todo esto en el más estricto top secret. Lo último que podían permitirse Simeón el Babilonio y sus fariseos era que llegase al oído del Asmoneo campanas sobre sus planes. No dudaría en matarlos a todos, grandes y chicos, todos a la misma olla. Como decía el proverbio del sabio: Hay que ser inocentes como palomas, astutos como serpientes.

Mas como en este mundo no se puede engañar a todo el mundo a la vez, hubo en aquellos días una persona a quien los trucos de magia de Simeón no pudieron engañar. Aquel hombre era el sacerdote Abías, el profeta particular del Asmoneo, sobre el cual ya hemos visto algo en los anteriores capítulos.

También Simeón, cómo no, asistía al Turno de Abías a escuchar de sus labios el Oráculo. Era a él, sí a él, al nuevo amigo del rey, su enemigo secreto más jurado, a quien le dirigía Abías palabras que le rompían todos los esquemas.

“Si el Cielo combate al Infierno con las armas del Diablo ¿cómo se apagará el fuego que devora a todos en su incendio?” oraculaba el hombre. “¿Comparáis a Dios con su enemigo? ¿Se revuelve el ángel que guarda el camino de la vida contra su destino alzando el fuego de su espada contra el árbol que guarda para así evitar que nadie se le acerque? ¿Se da entonces por perdido? ¿Cuál será el juicio de su Señor contra su desesperación? ¿Al hacer así no negará al Dios que le confió su misión? No lucháis contra el diablo, lucháis contra el ángel de Dios, y aunque esté por vosotros él no puede abandonar su puesto. Su orden es firme: Que nadie se acerque. ¿Por qué creéis que bajará la espada? ¿Por amor a vosotros se rebelará contra su Señor? Cejad pues de hacer el loco. No lucháis contra un hombre, le hacéis la guerra al Dios que puso a su ángel entre vosotros y la vida que buscáis invocando a la Muerte”.

Oráculo lleno de sabiduría que, cegados sus destinatarios por el odio, caía una y otra vez en terreno pedregoso. Por un momento parecía que iba a echar raíces, pero apenas salían del Templo el olor a sangre le devolvía los sentidos a la realidad de todos los días.

 

 

 

 

 

8

Guerra Civil

 

¿A qué distancia del nacimiento de una guerra civil se fermentan las nubes que lloverán el caldo del odio a cántaros? ¿Cómo se borran las huellas de una cicatriz echa a tajo entre pecho y espalda?

Los fariseos y sus líderes tomaron la decisión desesperada de contratar un ejército mercenario para acabar de una vez por todas con el Asmoneo. No contrataron el ejército de los Diez Mil griegos perdidos en el retorno a la patria, ni cruzaron el mar en dirección a Cartago buscando la libertad en los descendientes de Aníbal. Ni invocaron a los famosos guerreros íberos. Ni echaron manos de bárbaras hordas. Para matar a sus hermanos los judíos llamaron a los árabes.

¿Cuánto tiempo necesita la carne del odio en la olla para cocerse? Cuando el veneno no basta y las conspiraciones secretas sobran ¿es legítimo llamar al propio diablo para que se lleve al infierno lo que nació al calor de su fuego?

Como hizo con tantos otros episodios el historiador oficial de los judíos de aquellos tiempos pasó sobre las causas detonadoras de aquella rebelión como quien pisa sobre huevos. Dispuesto a vender la verdad por las treinta monedas de plata del perdón del César y con el beneplácito de una generación judía que, entre el culto al emperador o la suerte de los cristianos, bailó en honor del becerro de oro delante de Dios y de los hombres, Flavio Josefo pasó por alto esas causas en la distancia del nacimiento de aquella guerra civil, tan horrorosas y pérfidas como para obviar la enemistad de siglos entre Jacob y Esaú.

El hecho detrás de la placa de hormigón bajo la que enterraron los judíos la memoria de su pasado es que contra las leyes patrias Israel contrató a Edom, Jacob llamó a Esaú para vencer juntos al Diablo, ignorando porque no quería recordarlo, que el Diablo que venciera a Adán, padre de ambos, necesitaba algo más que una alianza entre hermanos para dejarse cortar el rabo.

Fuera como fuese, la batalla entre los partidarios de la restauración de la monarquía davídica y los fieles a la dinastía asmonea se celebró. Y fueron los enemigos del Asmoneo quienes se llevaron a su campo la victoria.

Parece ser que aquel mismo Asmoneo que andaba sobre alfombras tejidas con la piel de los Seis Mil, aquel demonio sin conciencia que se atrevía a maldecir al Dios de los dioses acostándose con sus rameras en su propio Templo, aquel invencible hijo del infierno, se cuenta, huyó como una rata.

Ni para morir como un hombre valía, demasiado tarde se lamentaron luego sus enemigos.

Lamentablemente a la hora de rematar la victoria el ejército vencedor cometió el imperdonable error de echarse para atrás. Como lo digo, fueron a recoger los laureles del éxito cuando el remordimiento se apoderó de sus cerebros y se pusieron a pensar en lo que estaban haciendo. ¡Les estaban entregando el reino a los árabes!

Entre rematar al Asmoneo o verse bajo el yugo de sus enemigos tradicionales los fariseos decidieron lo impensable.

Es lo cierto, el amor a la Patria pudo más que el recuerdo de tanto sufrimiento pasado. Así que antes de verse atrapados bajo las ruedas de los errores propios rompieron el contrato con la victoria conseguida, error fatal del que no tardarían en arrepentirse, del que nunca se arrepentirían lo suficiente.

Por uno de esos giros clásicos del destino los nacionales vencedores se unieron a los patriotas perdedores y juntos se revolvieron contra el ejército mercenario que ya se disponía a conquistar Jerusalén para su rey.

Alucinado por este giro del destino a su favor el Asmoneo se transformó de rata a la fuga en león hambriento, se puso al frente de los que de nuevo le aclamaban rey y expulsó de su reino a los que acababan de verle salir corriendo como un perro.

Los primeros en lamentarlo fueron los fariseos.

Su regreso de la tumba convenció a sus enemigos de tener el Asmoneo por padrino al mismísimo Diablo. La calma, la tranquilidad con la que Alejandro hizo su entrada en Jerusalén fue festejada por casi todos. Aquella era la calma que precede a la tormenta. Al poco de regresar a su palacio, después de acostarse con todas sus concubinas, una vez que digirió la derrota en los pliegues de un mal sueño, cansado ya de prometer lo que nunca iba a cumplir, el Asmoneo ordenó que los cabecillas de los fariseos y los cientos de sus aliados fuesen reunidos como se reúnen las cabezas de ganado. El recuento de cabezas se elevó a tantas almas que nadie podía imaginarse cómo iba el Asmoneo a cocinar tanta carne.

Lo que pasó pertenece a las memorias no sagradas de Israel. Pero si hay Bien y Mal y todo tiene su contrario, el pueblo que tiene una Historia Sagrada también tiene su contraria, una Historia Maligna. Al género de los héroes de estas escrituras tenebrosas pertenecía, sin ninguna duda, Caín, el Alejandro de estas crónicas, y el Caifás que en nombre de su pueblo crucificó al Hijo de David.

Ya le hubiera gustado al cronista judío haber enterrado este capítulo de la historia maldita de su pueblo. La corta distancia entre su generación y la que sufrió al Nerón de los Judíos le hizo imposible borrar del libro de la vida de su pueblo el tenebroso acontecimiento estrella de este capítulo.

En venganza por la humillación que le hicieron vivir, cuando tuvo que verse huyendo como una rata quien hasta entonces se había estado jactando de ser el león más fiero del infierno, el Asmoneo levantó ochocientas cruces en el Gólgota. No una ni dos, ni tres ni cuatro.

Si la Pasión del Cordero os ha sido transmitida en lo físico como dura esperad a conocer qué sufrimientos tuvieron que vivir aquellos ochocientos chivos.

El Asmoneo anunció que iba a celebrar una fiesta. Cogió e invitó a conocidos y extraños, lo mismo a extranjeros que a patriotas. El festejo iba a ser neroniano. Pues que el signo natural de la inteligencia humana es la imitación, no habiendo nacido Nerón alguien tenía que elevarse como modelo del futuro matador de cristianos a granel. ¿Quién sino él, original hasta en la huida?

Fijó el día. A nadie le contó palabra alguna sobre la sorpresa que se había inventado. Y empezó el banquete. El Asmoneo sacó carne y vino para alimentar a un regimiento, contrató prostitutas extranjeras, les encargó a las nacionales hacer su oficio como nunca lo hicieron antes. No faltó de nada. Comida a espuertas, vino por barriles, mujeres a destajo.

“¿Dónde encontraréis otro rey como yo?” en el preludio de su locura gritó el Asmoneo para que le oyera el Cielo al que adoraban los ochocientos condenados que ya tenían reservada plaza en las ochocientas cruces que coronaban el Gólgota desde las faldas a la explanada de la cumbre.

Durante los últimos días todos se habían apostado a que el Asmoneo no se atrevería a tanto. Los familiares de los involucrados en el espectáculo macabro rezaron al Cielo para que no se atreviera. ¡Qué poco le conocían! Los judíos aún no se habían enterado y seguían negándose a creer que la misma madre que parió a Abel alimentó en sus entrañas al monstruo de su hermano.

“¿Sólo las mujeres griegas paren bestias?” gritando pulmón en garganta, dejó oír el Asmoneo desde lo alto de las murallas su voz. “Ahí tenéis la prueba de lo contrario. Aquí tenéis ochocientas”.

Nerón no fue tan malo. Al menos el loco por excelencia crucificó a extranjeros. Estos ochocientos eran todos paisanos de su verdugo, todos hermanos de sus invitados.

Esa fue la sorpresa. En lugar de juzgarlos o asesinar a sus enemigos sin que nadie pudiera culparlo por sus muertes el Asmoneo los reunió como se reúne el ganado y los condenó a morir en la cruz. Porque sí, porque él era el rey, y el rey era Dios. Y si no era Dios daba lo mismo, era el Diablo. Tanto monta, monta tanto.

El Monte Gólgota estaba abarrotado de cruces. Cuando los invitados cogieron asientos en sus sillones las ochocientas cruces estaban aún vacías. El espectáculo era siniestro pero gratificante si todo se quedaba en una amenaza muda. Este pensamiento positivo en mente comenzaron a meterle mano al vino.

Al cabo, quien más quien menos entre que se había comido lo que no podía, bebido lo que no está escrito y saciado a gusto su instinto de macho, el Asmoneo dio la orden. A su orden desfilaron los ochocientos condenados.

Inmediatamente comenzaron a colgarlos de los maderos. A cruz por cabeza. Si alguno de los presentes sintió partírsele el alma ninguno se atrevió a soltar una lágrima. El vino, las rameras, el placer de ver morir como bandido a quien hasta ayer paseó su condición de príncipe del pueblo, todo junto hizo el resto.

“¿Qué se hace con las ratas que invaden vuestro hogar? ¿Perdonáis a su prole maldita o la enviáis al infierno también?” en el éxtasis de la tragedia volvió a aullar el Asmoneo desde las murallas de Jerusalén.

Lo que vino a continuación no se lo esperó nadie. El Asmoneo era un saco de sorpresas. Posiblemente tampoco tú, lector, te lo imaginarías si no te lo contara y te retara a adivinarlo. Creyeron todos que con la crucifixión de los ochocientos fariseos la sed de venganza del Asmoneo se saciaría. Ya les daban las espaldas a las víctimas en sus cruces cuando empezaron a circular ochocientas familias, las ochocientas familias de los ochocientos desgraciados expuestos a las estrellas de su destino. Mujeres, niños, familia por familia fueron cogiendo sitio al pie de la cruz del cabeza de familia de cada casa.

Atónitos, creyendo haber sido invitados a vivir una pesadilla infernal, los ojos de los invitados al banquete del Nerón judío se abrieron de par en par. Paralizados de horror comprendieron lo que iba a pasar. La última y más fresca encarnación del Diablo iba a degollar cabeza y cuerpo al mismo tiempo. Si el hombre es el cabeza de familia entonces su familia es el cuerpo, y ¿quién es el loco que mata la cabeza y deja vivo un cuerpo lleno de odio para que se cobre venganza?

El ejército de verdugos del Asmoneo sacó sus espadas a la espera de la orden del hombre que convirtió Jerusalén en el trono del Diablo.

Ya se hallaban todos los cuerpos a los pies de sus cabezas, sus mujeres con sus hijos e hijas estaban temblando de horror y de desesperación, llorando la suerte del padre cuando, creyendo que su destino era el llanto, el rayo de la locura del rey los sacó de su ilusión.

Una vez más, en el cenit de su demencia, el Asmoneo gritó emocionado: “Jerusalén, recuérdame”. Acto seguido dio la orden satánica.

Degolláronlos a todos, mujeres y niños, a los pies de las ochocientas cruces y sus ochocientos cristos. Los verdugos sicarios del Asmoneo desenfundaron hachas y espadas, alzaron los brazos y comenzaron su infernal y macabra tarea. Nadie movió un dedo para impedir el crimen.

(Sobre este crimen poco más escribió el historiador oficial de los judíos. Diciendo en su prólogo ser la verdad su único interés, después de leer su relato uno se pregunta qué amor a la verdad puede tener el diablo. Pero sigamos).

 Helados, creyendo vivir un sueño, los invitados asistieron a la tercera parte del espectáculo infernal sin moverse del sitio. Actores segundones en la gran representación del Asmoneo la paga les tenía cegado el cerebro. La verdad es que no había que ser muy listo para adivinar el resto. El Asmoneo ordenó entonces que les prendieran fuego a los crucificados. Y que continuara la fiesta.

Y la fiesta continuó bajo un diluvio de alcohol, carne y rameras.

Al otro día Jerusalén entera corrió al Templo a encontrar consuelo en el Oráculo de Yavé.

El hombre de Dios sólo dijo: “Decretada está la destrucción que traerá a esta nación la ruina”.

 

9

Después de los 800

 

Después de aquella orgía de crueldad y locura ya nada podría ser igual. La ambición de unos, el fanatismo de los otros, todo los había conducido a semejante callejón sin salida. Un rey alza su locura asesina, la deja caer contra los extraños, de acuerdo, ¿pero cuándo en toda la historia del reino de Judá rey alguno se alzó contra su propio pueblo para cometer un crimen semejante?

La fama ganada a los judíos por los Macabeos se encontró al día siguiente de la Matanza de los Ochocientos reptando por los abismos más bajos de la decencia y el respeto debido a una nación por otra. Tachados de monstruos devoradores de sus hijos, los que hasta ayer se paseaban entre los gentiles reclamando para sí la condición de Pueblo Elegido el día siguiente tuvieron que esconderse de las miradas de todos como si huyesen del propio Satán. Pero volvamos a Jerusalén la Santa.

Por un tiempo el grito de dolor y pena mantuvo en calma la sed insaciable de venganza de los familiares de los Ochocientos. Pero tarde o temprano el odio a muerte se desparramaría y recorrería las calles sembrando de muerte las aceras. ¿Quiénes serían los primeros en ir cayendo? En las esquinas, en las oscuridades de los callejones, bajo cualquier portal. A cualquier hora, en cualquier ocasión. ¿Los verdugos extranjeros del rey?

¡No! Serían ellos, los saduceos. Serían los hijos de Aarón, todos sacerdotes, todos santos, todos sagrados, todos inviolables los primeros que conocerían la venganza. Pues que la venganza no se podía comer al rey se cebaría en las carnes de sus aliados. Cuñados, primos, suegros, yernos, mujeres, suegras, abuelos, nietos, todos quedaron en el punto de mira del puñal.

Ya fuese cuando salieran del Templo, ya fuese yendo de sus casas a sus campos, dondequiera que se les encontrase el odio se lanzaría sobre ellos sin distinguir justo de culpable, pecador de inocente. No habría piedad, no habría cuartel. Con su macabra lección el Asmoneo había desviado el puñal de sus espaldas ¿Quién los libraría ahora a ellos? Uno por uno. Cuando en sus casas cerrasen los ojos... de las sombras saldrían dos monedas de plata buscando cuencas donde plantar tienda. Cuando las necesidades animales... de los huecos del suelo saldrían garras. No, los saduceos no dormirían en paz, ni vivirían tranquilos desde aquel día en adelante. Llegaría el día que les habría de parecer mejor vivir en el infierno que sufrir el infierno de estar vivos.

Y así fue. Las calles de Jerusalén se despertaron todos los días después de la Matanza de los Ochocientos entre berridos de viudas y huérfanos reclamando justicia al rey. Un rey encantado de ver cómo mientras se mataban entre ellos a él le dejaban en paz.  

Es la verdad, en su locura el Asmoneo disfrutó viendo a sus aliados vivir aterrorizados como ratas atrapadas en casa de gatos hambrientos. En lo que a él le concernía su seguridad personal había quedado sellada contra todo riesgo. Sin distinguir edad ni sexo una vez mató Seis Mil en una jornada. Esta otra vez devoró 800 con sus familias. ¿Querían más aún? A él todavía le quedaba agallas para doblar el número de muertos.

¿Por qué 800 cruces? ¿Por qué no setecientas? ¿O tres mil cuatrocientas?

El hecho es que el Asmoneo tenía la memoria de las bestias. El ser humano supera los traumas de la infancia, se distingue de las bestias por su capacidad para olvidar el daño sufrido en algún momento del pasado. La bestia por el contrario no olvida nunca. Pueden pasar años, aunque transcurra un decenio las heridas se les queda clavada en la memoria. Con el paso del tiempo el cachorrillo se convierte en fiera; entonces un día se encuentra con su enemigo de infancia, se le abre la herida y por inercia salta a cobrarse su venganza. De este tipo era la memoria del Asmoneo.

¿Por qué 800 almas? ¿Por qué no setecientas ni tres mil cuatrocientas?

El pueblo tenía que conocer la verdad. El mundo entero tenía que conocer su verdad. La Historia tenía que recoger en sus anales la causa en la raíz de aquél odio del Asmoneo contra los fariseos. ¿Cuántos valientes siguieron al Macabeo en el día de la Caída de los Bravos? ¿No fueron 800 justamente? ¿No fueron los padres de los 800 fariseos crucificados quienes dieron la orden de retirada y entregaron el Héroe al enemigo? ¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué aquéllos cobardes dejaron sólo al Héroe y sus 800 Bravos frente a los enemigos?

“Yo os lo diré”, gritó el Asmoneo desde la muralla. “Porque temieron que el Héroe se alzara como rey. Cobardes, vendieron al Héroe y lo entregaron para callar el temor que albergaban. Pero decidme, ¿cuándo, en qué momento, en qué ocasión secreta se le escapó al Héroe de sus 800 Bravos dirigirlos contra Jerusalén y proclamarse rey? Su alma no conoció más ambición que la libertad de su nación. Su corazón sólo latía por el ansia de libertad. Vuestros padres lo desafiaron a entregar el mando, a ponerse a sus órdenes, ignorando que aquél Valiente no reconocía más rey y señor que su Dios. Lo pusieron a prueba, lo empujaron al borde del abismo creyendo que el Valiente le daría la espalda a la muerte. Le echaron el pulso al Campeón del Omnipotente. Pues bien, esta es la paga que su Rey y Señor pone en vuestras bolsas. Coged vuestro salario, cobardes. Tocasteis al Campeón que Dios os suscitó para regalaros la libertad al precio de su sangre y la de toda su casa. ¿No queréis paraíso? Allí os envío a reclamarle al Todopoderoso vuestro salario. Os molestaba su gloria y su fama. Tuvisteis que huir del campo de batalla para demostrarle que la victoria era vuestra, que sin vosotros él no era nada. Alegraos, porque en breve os veréis con él cara a cara”.

Por mucho que dijera, no importa en qué tipo de razones justificara su conciencia, el Asmoneo sabía que después de la Matanza de los 800 ya nada podría ser igual. Después de aquella oda a las profundidades del infierno no podía esperar otra cosa que la destrucción de su casa. Se la había profetizado Abías y, sin quererlo ni buscarlo, él la había causado. El destino, la fatalidad, un paso mal dado sin corregir, otro error imprevisto imponiendo la ley de la necesidad, el puro azar, el caos, los hados, la irresponsabilidad del pueblo y sus sueños de justicia, libertad y paz. ¿Cómo culpar a la diosa fortuna de regalar besos nefastos? Unas veces se gana y otras se pierde. Dinastas peores lograron abrirles camino a sus hijos en la llanura de los siglos. ¿Pero para qué? Al final toda corona acaba siendo echada a pelón, pega el bote más alto quien menos piernas parecía tener y se ciñe la gloria del mañana el don nadie de ayer. Desde un trono el mundo es una caja de grillos; el que grita más es el rey. ¿Por qué el pueblo no se conforma con su suerte? ¿Para qué quiere más justicia, más libertad? Si le das una mano te coge el brazo. Siempre encuentra una razón para dar al traste con la felicidad de sus gobernantes. Si no fuera porque los súbditos son necesarios ¿no estarían mejor todos muertos? ¿O al menos sordomudos?

Las tenebrosas reflexiones del Asmoneo en sus momentos de agobio no tenían desperdicio. Más de una vez las dejó fluir de su cabeza sin siquiera apercibirse de hallarse presentes sus jefes pretorianos. Sus sonrisas diabólicas respondían con más elocuencia que el discurso más largo y profundo del sabio más abigarrado y conspicuo.

¿La vida de sus hijos estaba en peligro? ¿Y seguirían estándolo si no quedase un judío vivo?

Era una opción peliaguda. Cuando la depresión le ahogaba el Asmoneo la acariciaba. Pero no. Eso sería demasiado. Tenía que hallar una solución más inteligente. Darle la espalda al hecho de haber cruzado el límite no le iba a solucionar el problema. Tenía que pensar. Después de la Matanza de los 800 ya nada volvería a ser igual. Tenía que encontrar la salida del laberinto antes de que su familia abriese la puerta del infierno y las llamas del odio los consumiesen.

Sí, ya nada volvería a ser igual.  

No sólo el Asmoneo lo comprendió. También Simeón el Babilonio lo comprendió. Las palabras de Abías sonaron en su cabeza con toda la dimensión de su realidad perenne. “El odio engendra odio, la violencia engendra violencia y ambos devorarán a todos sus sirvientes”. ¿Adónde en efecto los habían conducido sus artes mágicas? La sangre de los 800 pesaba sobre su conciencia. El peso lo aplastaba. Abías siempre tuvo razón. No se cansó de decirlo: “¿Quién coge el cántaro y se va por agua al bosque en llamas? A tal fin, tales medios”. Pero claro ¿qué otro consejo podía esperarse de un hombre de Dios?

¡¿Qué otra cosa?!

Que depusieran las armas y sin abandonar el fin pusieran al servicio de la restauración de la monarquía davídica los medios que le convenían a tal causa. Por ejemplo.

Convencido por los hechos Simeón el Babilonio las depuso, se hizo discípulo y socio del Abías que durante tanto tiempo predicara en el desierto de aquellos corazones de piedra.

Por su parte la desesperación del Asmoneo fue creciendo según fueron pasando los días. La profecía de Abías sobre el destino de su casa se le empezó a hacer tan evidente que, contra todo pronóstico, dio su brazo a torcer. No porque el peso que podía soportar su conciencia, aún fuerte para soportar unos miles de cadáveres más, le conmoviera las entrañas. La verdadera causa de la opresión mental que le rodeó el cuello dejándole sin respiración estaba en el destino que les había labrado a sus hijos. Él mismo le había sacado el filo al hacha. Por su culpa sus hijos se habían convertido en el objeto de la cólera de Dios. El verdugo que habría de cortarles la cabeza aún no había nacido, pero ¿quién le aseguraría que no nacería?

En un movimiento digno de sus terrores pactó con sus enemigos un tratado de reconciliación nacional. Abías y Simeón el Babilonio serían los garantes de ese pacto que le aseguraría a su descendencia la vida entre las demás familias de Jerusalén. El pacto de estado fue el siguiente.

A su muerte la Corona pasaría a su viuda. La reina Alejandra restauraría el Sanedrín. De esta manera se cerraría entre fariseos y saduceos la batalla por el control del Templo en el origen de todos los males últimos. Su hijo Hircano II recibiría el sumo sacerdocio.

A la muerte de la reina Alejandra, que la corona pasase a su otro hijo Aristóbulo II o fuese coronado el legítimo heredero de la Casa de David dependería de los resultados de la búsqueda del Hijo de Salomón.

Una vez muerta la reina Alejandra, la Casa del Asmoneo no podría ser culpada de los hechos postreros a que condujesen la búsqueda. Esta parte del contrato se mantendría en secreto entre el rey, la reina, Hircano II y los dos hombres de su confianza, Abías y Simeón el Babilonio.

Su viuda elevaría a estos dos hombres a la jefatura del Sanedrín liderado por Hircano II. Esta parte final del pacto permanecería en secreto para evitar que el príncipe Aristóbulo se rebelase contra el testamento de sus padres y reclamase la corona.

Alejandro Janneo murió en su lecho. Le sucedió en el trono su viuda. Que reinó durante nueve años. Fiel al pacto firmado, la reina Alejandra restauró el Sanedrín, entregándole su gobierno en condiciones de igualdad a fariseos y saduceos. Su hijo Hircano II recibió el sumo sacerdocio. El príncipe Aristóbulo II quedó alienado de la sucesión y de las cuestiones de Estado. La parte secreta del pacto, la búsqueda del heredero vivo de Salomón, ya no dependería de la reina Alejandra, sino de los dos hombres a los que su difunto les encargó la misión. Una misión que debería concluir durante el reinado de Alejandra y permanecer en el secreto que le dio nacimiento. Aunque joven, si llegara a los oídos del príncipe Aristóbulo semejante plan de restauración de la monarquía davídica, nadie podría afirmar que en su locura no se alzaría en guerra civil contra su hermano.  

Fueron nueve años de paz relativa. Los dos hombres encargados de encontrar el legítimo heredero de Salomón disfrutaron de nueve años para recorrer las clases altas del reino y dar con su paradero. Digo de paz relativa porque los familiares de los 800 aprovecharon el Poder para regar las calles de Jerusalén con la sangre de los ejecutores de los suyos.

Impotentes la reina y los saduceos para frenar aquella sed de venganza que impunemente se cobraba a diario sus víctimas, cada año que fue pasando los ojos de los condenados comenzaron a fijarse más y más en el príncipe Aristóbulo como salvador. Dormido Aristóbulo en la esperanza de reinar tras la muerte de su madre, había que sacarlo de su placentera condición de príncipe heredero, proceder para ya y dar el golpe de Estado que la propia situación de indefensión de los saduceos estaba gestando.

Bajo estas circunstancias ¿de cuánto tiempo disponían Simeón y Abías para encontrar al legítimo heredero de Salomón? ¿Por cuánto tiempo podrían capear la guerra civil que se cuajaba en el horizonte?  

Dios sabe que Simeón y Abías buscaron, que rastrearon todo el reino en su búsqueda. Movieron cielo y tierra en su búsqueda. Y fue como si la casa de Zorobabel se hubiera evaporado de la escena política de Judá después de su muerte. Sí, claro que había quienes decían ser descendientes de Zorobabel, pero a la hora de poner sobre la mesa los documentos genealógicos pertinentes todo se quedaba en palabras. Así que el tiempo corriendo en su contra, la reina madre cada día más cerca de la tumba, el príncipe Aristóbulo II cada año haciéndose más fuerte al amparo de los saduceos que abogaban por el golpe de Estado que les diera el Poder; y ellos, Abías y Simeón, cada vez más lejos de lo que andaban buscando. Sus oraciones no subían al Cielo; los rumores de guerra civil, por el contrario, parecía que sí. Al noveno año de su reinado la reina Alejandra expiró. Con ella se murió la esperanza de los restauradores de encontrar al legítimo heredero de Salomón.

 

10

La Saga de los Precursores

 

LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO