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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
HISTORIA DEL HIJO DE DAVID
15
La Hija del Rey Salomón
Cinco
siglos después de la muerte de David las dos casas mesiánicas se dieron
encuentro en la Babilonia de Nabucodonosor II. En la Corte de los Jardines
Colgantes vino al mundo Salatiel, príncipe de Judá. Salatiel se unió a la heredera de la casa de Natán, y
tuvieron a Zorobabel.
Ya
todos los judíos se felicitaban porque había nacido el hijo de las Escrituras
cuando suscitó Dios el espíritu de profecía en Daniel. Con la autoridad del
Jefe de los Magos de Nabucodonosor, Daniel acalló aquél clamor mesiánico
anunciándoles a todos los judíos la voluntad divina. A saber, Dios le había
entregado el imperio a Ciro, príncipe de los persas.
Lo
que Daniel hizo y dijo está escrito. No seré yo quien les diga a expertos
sabios en Historia Sagrada el número de los portentos entre cuyos halos Daniel
envolvió el trono de los Caldeos, quitándole la corona al heredero para
entregársela al elegido de su Dios.
El
precio que Ciro pagó por la corona habla con pruebas indiscutibles sobre la
naturaleza de la participación del profeta Daniel en los acontecimientos que
condujeron al traspaso del imperio de Babilonia a Susa. Pero la preocupación
que aquí nos reúne tiene que ver con la suerte del Alfa.
Adoctrinado
por Daniel el joven Zorobabel repitió en sus carnes
lo que su padre David hizo con la suya. Tomó a los dos hijos que le suscitó
Dios y dividió entre ellos su legado mesiánico. Al mayor, Abiud,
le entregó la lista genealógica de Salomón rey. Al menor, Resa,
le entregó la del profeta Natán. Y luego los separó para que el Alfa siguiera
sus caminos y creciera hasta transformarse en la Omega.
Ya
tenemos al portador del rollo profético -continuó su relato Hilel-,
el legítimo heredero del profeta Natán, hijo de David. Su salida a superficie
es manifestación carnal de lo cerca que estamos de la hora en que el otro brazo
de la Omega rompa y venga a luz. La palabra de esperanza que desde el Oriente
portan mis labios está en vuestros corazones: Dios está con vosotros. El Señor
que os ha conducido a la casa de Resa os allanará el
camino a la de su hermano Abiud. En su Omnisciencia
nos ha reunido a todos para ser testigos del Nacimiento del Alfa y la Omega, el
hijo de Eva, el heredero del Cetro de Judá, el Salvador en cuyo nombre serán
bendecidas todas las familias de la Tierra”.
El
descubrimiento de la doctrina del Alfa y la Omega maravilló a Zacarías y su
Saga. Posiblemente también os estará maravillando a todos los que estáis
leyendo estas páginas. Las dos Genealogías de Jesús han estado delante de los
ojos de todos desde que fueron escritos los Evangelios. Muchos han sido los
quebraderos de cabeza que estas dos Listas les ha supuesto a los exegetas y
demás expertos en interpretación de las sagradas escrituras. No pretendo en un
día tan hermoso levantar mi victoria sobre la memoria de quienes intentaron
transformar esas Listas en una especie de talón contra el que lanzar la flecha
que mató a Aquiles. ¿Si Dios es el que cierra la puerta quién la abrirá contra
su voluntad? Sólo Él sabe por qué hace lo que hace y nadie entra en sus razones
sino aquél a quien Él engendró en su pensamiento. ¿O cree alguien que contra su
voluntad puede alguien arrancarle la victoria que a tantos se le negara? ¿No es
verdad que tenía Noé en su Arca águilas poderosas capaces de batir vientos y
derramar sobre los horizontes lejanos su mirada? Y halcones veloces como
estrellas fugaces nacidos para desafiar tormentas. Y sin embargo fue la más
frágil de todas las aves la que desafió a la Muerte.
Pero
volvamos a nuestro relato.
El
haber hallado al hijo de Resa, hijo de Zorobabel, hijo de Natán, hijo de David, elevó la moral de
Zacarías y sus hombres a alturas fantásticas.
Ya
tenían al portador del rollo natámico. Era un niño
recién nacido que acababa de venir al mundo en Belén. Sus padres lo habían
llamado José.
Según
esto, el hijo de Natán en pañales, la búsqueda del hijo de Salomón se convertía
en la búsqueda de la Hija de Salomón. Mujer que lo mismo hubiera podido haber
nacido ya como aún no. Imaginando que la encontraban y poniéndose en el mejor
de los casos que lograran de sus padres el acercamiento de su familia a la de
su hermano Resa y en consecuencia la unión de sus
herederos, Zacarías y Simeón el Joven estaban ante el Nacimiento del Hijo de
David, hijo de Abraham, hijo de Adán. En el fruto de ese matrimonio entre el
hijo de Natán y la Hija de Salomón el Alfa y la Omega se encarnaría en el Niño
que les naciera.
No
podían más que felicitarse y poner manos a la obra.
Pero
seguía habiendo un problema. Si tal cual se había demostrado con la casa del
Hijo de Natán los padres de la Hija de Salomón pertenecían a las clases
humildes del reino ¿cómo darían con ella? La respuesta una vez más tendrían que
buscarla en los Archivos de la Nueva Babilonia. En algún sitio debajo de la
montaña de documentos de la Gran Sinagoga de Oriente debía hallarse la pista
que los conduciría a la Hija de Salomón. De las dos agujas en el pajar ya
dieron con una, ahora había que ir a por la otra.
Zacarías
y sus hombres no tardaron en enviar a la Nueva Babilonia correo con la pregunta
siguiente: ¿Dónde se instaló en Tierra Santa, Abiud,
el hijo mayor de Zorobabel?
Por
fuerza entre aquella montaña de pergaminos de la Gran Sinagoga de Oriente tenía
que hallarse algún documento firmado de puño y letra por Abiud.
Era
de creer, estaban seguros que, siguiendo la doctrina mesiánica, los dos
hermanos se separaron y depositaron el futuro de su encuentro a los pies de
Dios.
Constante
en aquellos días la comunicación entre los que dejaron Babilonia y los que se
quedaron, buscando encontrarían una carta sellada por Abiud,
tenía que haber algún documento personal de su puño y letra que les descubriese
hacia qué parte de Israel se dirigió y dónde se instaló el hijo mayor de Zorobabel.
La
fe mueve montañas, unas veces de piedra y otras de papel. En este caso fue de
papel.
Al
año siguiente la respuesta fue traída a Jerusalén por el jefe de los Magos de
Oriente en persona. Ananel vino con el Diezmo.
Presentó sus credenciales ante el rey y el Sanedrín. Finalizados los protocolos
celebró reunión secreta con Zacarías y su Saga. Fue breve.
“En
efecto, Abiud y Resa se
separaron. Resa se instaló en Belén y sus
descendientes no se movieron del sitio. Su hermano Abiud,
por el contrario, tiró hacia el norte, cruzó la Samaria y llegó al corazón de
la Galilea de los Gentiles. Siguiendo la política de asentamiento pacífico
mediante la compra de las tierras a sus propietarios, Abiud compró todas las tierras que abarcó con sus ojos desde una colina que llamaban
Nazaret”.
Ananel repitió este nombre, “Nazaret”, con el acento de quien sabe que sus oyentes
están bebiendo sus palabras. ¡Nazaret!, repitieron Zacarías y Simeón.
“Galilea
de los Gentiles, una luz se alzó entre tus tinieblas”, susurraron los dos
hombres al unísono.
Conociendo
cómo marchaban las cosas Ananel podía asegurarles sin
ningún género de dudas que la Casa de Abiud seguía en
pie. La cuestión que debían resolver ahora era cómo acercarse a la Hija de
Salomón sin despertar sospechas en la corte del tirano.
16
El nacimiento de la hija de Salomón
Sobre
la línea del horizonte Jacob de Nazaret escribía palabras de poeta: Ay mujer,
¿qué haré si nadie me enseñó las leyes y los principios de la ciencia del
engaño? ¿Por qué no me quieres inocente? Si me duele la costilla y de la herida
brotas tú como un sueño ¿qué quieres que haga?
Jacob
tenía el alma de un poeta perdido en una galaxia de versos de Sarón, aquel Lirio de los valles canta que canta a una
sabiduría esquiva y dolida por los amores de su rey. Matán,
su padre, se casó con María, tuvieron hijos e hijas. Jacob era su hijo mayor.
En
aquellos días de insurrecciones contra el Imperio del Oeste y de invasiones del
Imperio del Este, la Galilea sometida al saqueo y al pillaje, campo de batalla
de todas las ambiciones de las demás gentes, Jacob de Nazaret se convirtió en
el brazo derecho de su padre. El muchacho, a pesar de no ser tan muchacho, yo diría
más bien que era todo un hombre ya, no se había casado aún. No porque se le
hubiera pasado el tiempo sacrificando su juventud a la prosperidad de sus
hermanos y hermanas. En el pueblo se decía eso. Yo no diría tanto. Él tampoco
lo diría. ¡Qué poco le conocían! No tomó mujer porque soñaba con ese amor
extraordinario y paradisíaco de los poetas. ¿Realizaría su sueño en aquel mundo
de metal y piedra?
Tal
vez sí, tal vez no.
La
verdad es que Jacob de Nazaret tenía la madera del Adán que conquistó a Eva al
precio de dejarse arrancar una costilla. Para Jacob el primer poeta del mundo
fue Adán. Jacob se imaginaba al Primer Patriarca desnudo entre las fieras del
Edén. Lo mismo echándole una carrera a la pantera que interponiéndose entre
tigre y león durante una disputa por la corona de su amistad. Para Jacob que
cuando Adán iba a bañarse al río los grandes lagartos del Edén se salían de las
aguas. Y si veía a las aves del Paraíso posarse sobre el Árbol Prohibido de una
pedrada las espantaba para que vivieran y no murieran. Luego, al caer la noche,
se tumbaba panza arriba soñando a Eva. La veía corriendo a su lado con sus
cabelleras largas como manto de estrellas, desnudos al sol de la primavera
perenne del Edén. Al despertar le dolía a Jacob la costilla de la soledad.
Lo
mismo que aquel Adán del Edén, Jacob de Nazaret se sentaba contra el tronco de
uno de los árboles de la explanada del Cigüeñal a soñar con ella, su Eva. Una
de aquellas tardes de ensoñaciones poéticas apareció por el camino del Sur un
doctor de la Ley que decía llamarse Cleofás.
Entretanto,
al otro lado del reino de Herodes, en la Judea, la entrada del jefe de la Gran
Sinagoga de Oriente, un Mago llamado Ananel,
revolucionó el panorama al ser elegido este Ananel para el sumo sacerdocio.
Para
muchos la elección de Ananel cerró el descabezamiento
del Sanedrín que Herodes llevó a cabo el día después de su coronación. Lo juró
y lo hizo. Les juró a todos sus jueces lo que le vino a la cabeza hacerles el
día que fuera rey y, cuando contra todo pronóstico fue rey, no se olvidó
Herodes de su palabra. Excepto a los hombres que le anunciaron su futuro, los
degolló a todos. No dejó escapar a uno solo de los cobardes que dejaron pasar
la ocasión de aplastarlo cuando lo tuvieron bajo la planta de sus pies. Después
fue y confiscó todos sus bienes.
La
entrada en escena del Jefe de los Magos de Oriente -pensando en su
reconciliación con el pueblo- le simplificó a Herodes la tarea. Más aún cuando
como presidente del Sanedrín le puso Ananel sobre la
mesa un plan de reconstrucción de las sinagogas del reino, que al rey no le
costaría un euro y a su corona le reportaría el perdón de la Historia.
Ya
sabéis que a raíz de la persecución de Antíoco IV Epífanes la gran mayoría de las sinagogas de Israel fueron arrasadas. La guerra de los
Macabeos y las posteriores hazañas bélicas asmoneas impidieron la reconstrucción de las sinagogas desde aquellos entonces en
ruinas.
Ahora
que la Pax Romana se había firmado era la
oportunidad.
Está
claro que si la financiación de aquel proyecto de reconstrucción hubiera
dependido de Herodes la siembra de sinagogas por todo el reino no se habría
materializado nunca. Otra cosa era que la financiación corriera a cargo de
capital privado. Como así fue, el proyecto fue llevado a término por sus
promotores.
En
cuanto a los clanes saduceos la costumbre de las clases sacerdotales de
administrar los tesoros templarios en beneficio de sus bolsillos también
hubiera impedido la ejecución del proyecto de reconstrucción de todas las
sinagogas del reino. Al ser elegido Ananel como
Presidente del Sanedrín y contar su proyecto con el apoyo de los hombres de
Zacarías, de quienes para las fechas dependían las decisiones finales del
Senado Judío, el proyecto podía y pudo salir para adelante. Ni Herodes ni nadie
de fuera del círculo zacariano fue capaz de imaginar
qué objetivo secreto se escondía detrás de aquel plan tan generoso de
reconstrucción sinagogal. De haber Herodes sospechado
algo otro gallo hubiera cantado. El hecho es que Herodes mordió el anzuelo.
La
historia judía dice que al poco de haberse firmado el proyecto Ananel fue destituido del sumo sacerdocio por instigación
de la reina Mariana a favor de su hermano pequeño. Bueno, no lo dice con estas
palabras porque el historiador judío enterró en la ciénaga del olvido aquel
proyecto. Lo que sí dice es que un favor muy flaco fue el que le hizo la reina
a su hermano pequeño, pues apenas fue elevado al sumo sacerdocio vino a ser
asesinado por el mismo que lo encumbrara. Pero bueno, estos pormenores tan
típicos del reinado de aquél monstruo no vienen a cuento en esta Historia. El
hecho es que Zacarías y sus hombres recibieron libertad total de movimiento
para materializar aquel generoso proyecto de reconstrucción de las sinagogas
del reino.
Las
manos libres para dirigir la reconstrucción sinagogal el problema que debía superar Zacarías era elegir a la persona adecuada. Está
claro que no podían enviar a Nazaret un cantamañanas. Si el enviado descubría
el objetivo detrás de un proyecto tan amplio y costoso y se iba de la lengua el
futuro de la Hija de Salomón quedaría condenado. El elegido tenía que ser un
hombre inteligente y ambicioso al que la elección le supusiera una especie de
destierro. Cegado por lo que él consideraría un castigo toda su energía se
dirigiría a terminar su misión y regresar a Jerusalén cuanto antes. Y aquí es
donde entra en escena aquel doctor de la Ley que decía llamarse Cleofás.
17
Cleofás de Jerusalén
Este
Cleofás fue el marido que los padres de Isabel le buscaron a su hija pequeña.
Escarmentados los padres de Isabel por la desilusión que sufrieron al casarse
su hija mayor con Zacarías, le buscaron marido a su hermana pequeña no fuera
también ella a seguir los pasos de su hermana grande. Lo último que querían
para su hija pequeña era otro elemento de la clase de Zacarías, así que la
casaron con un joven doctor de la Ley que prometía mucho, inteligente, de buena
familia, un muchacho clásico, la mujer en su casa, el hombre a las cosas de los
hombres, el yerno perfecto. A Isabel la elección de Cleofás por marido para su
hermana pequeña le sentó muy mal, pero en esto ella ya no podía meter baza.
A
Cleofás su boda con la hermana de Isabel -creyó él- le abriría las puertas al
círculo de influencia más poderoso de Jerusalén. Cleofás no tardó en descubrir
cuál era la opinión de su cuñado Zacarías sobre eso de abrirle las puertas a su
círculo de Poder. Por amor a su hermana, Isabel sí le allanó el camino, peros
en lo que dependió del propio Zacarías cantó otro gallo. Lo cual era lógico
teniendo en cuenta lo que se estaban jugando.
Pues
bien, Cleofás tuvo de su mujer una niña, a la que llamó Ana. Pequeña de cuerpo,
hermosísima de cara, Isabel extendió sobre su sobrina todo el cariño que no
pudo volcar sobre la hija que nunca tendría. Cariño que fue creciendo con la
niña y se convirtió en una influencia cada vez más poderosa sobre la
personalidad de Ana.
Cleofás,
el interesado en cuestión, no podía ver con buenos ojos una influencia tan
poderosa sobre su hija de parte de su cuñada. Su problema era que le debía
tanto a Isabel que por fuerza tenía que tragarse sus quejas hacia la educación
que le estaba dando la tita a “su sobrina” del alma. No porque los mimos la
estuvieran privando de la educación debida a una hija de Aarón; en este capítulo
la educación religiosa de Ana no tenía nada que envidiarle a la de la propia
hija del sumo sacerdote. Al contrario, si de envidia se habla era su hija la
que más envidia se ganaba. Hija de un doctor de la Ley, sobrina de la mujer más
poderosa de Jerusalén -fuera de la propia reina y las mujeres de Herodes- Ana
creció entre salmos y profecías, recibiendo la educación religiosa más acorde a
una descendiente viva del hermano del gran Moisés.
El
romanticismo que a su hija le estaba inculcando su cuñada era lo que sacaba de
sus casillas a Cleofás. Cuando se hizo una mujercita a la muchacha no se le
podía hablar de casamiento por interés. Ningún partido que le buscara su padre
le entraba por el ojo. Ningún pretendiente le parecía bueno. Ana, como su tita,
sólo se casaría por amor con el hombre que el Señor le eligiera. Y se lo
confesaba la niña a su padre con una inocencia tan descarada que al hombre le
ponía la sangre hirviendo.
Ya
estaba Ana en la edad de las casaderas cuando Zacarías llamó en privado a Cleofás
y le ordenó que se preparara para partir hacia la Galilea. Él era su elegido
para reconstruir la sinagoga de Nazaret.
Ignorante
de la Doctrina del Alfa y la Omega, Cleofás tomó la elección por una maniobra
de su cuñada Isabel. Para él que su elección era cosa de su cuñada, quien así
se quitaba de en medio al padre de “su niña” y le impedía cerrar tratos de
boda.
Las
protestas no le valieron de nada a Cleofás. La decisión de Zacarías era firme.
La misión que el Templo le encomendaba tenía prioridad. Debía abandonar
Jerusalén en el plazo de ya y presentarse en Nazaret cuanto antes.
Antes
de enviarle a Nazaret hizo Zacarías sus investigaciones preliminares. Supo que
Nazaret tenía por alcalde a un tal Matán. Este Matán era el propietario de la Casa Grande, que llamaban el
Cigüeñal. Su informador le comunicó lo que estaba esperando oír. El tal Matán, según se decía en el pueblo, era de origen davídico.
Ahora bien, si de palabra o de hecho nadie se lo había jurado.
Con
la mosca detrás de la oreja Cleofás emprendió el camino de Nazaret. El hombre
no había estado nunca en Nazaret. Había oído hablar de Nazaret, pero no
recordaba qué. Deduciendo, de lo que había oído lo que le esperaba, en su
imaginación ya se veía Cleofás desterrado de Jerusalén a una aldea de paletos
ignorantes y, probablemente, desarrapados.
Por
el camino Cleofás podía apostarse lo que fuera a que la dirección ante cuyo
dueño debía presentar credenciales sería la de un morador de choza, en poco o
en nada diferente de una de las cuevas del mar Muerto. Más vueltas le daba al
tema más se le ponían los pelos de punta. Aún no entendía por qué él.
¿Por
qué su cuñado Zacarías no le dio la misión a cualquier otro doctor de la Ley?
¿A qué estaba jugando su cuñado? Jamás le confió misión alguna y para una vez
que lo metía en sus planes lo enviaba al fin del mundo. ¿Qué error había
cometido él para merecerse semejante destierro?, se quejaba solo el hombre.
¿De
verdad de verdad no estaba detrás de este movimiento su cuñada Isabel? Él se
respondía que sí. Lo que Isabel pretendía era alejar al padre de la escena y
ganarle tiempo a su sobrina Ana. Vamos, hasta podía poner la mano en el fuego.
Cuando menos se lo esperase Ana habría cruzado la línea que en su día cruzara
la propia Isabel y ya nadie podría obligarla a casarse con el partido que él le
buscase.
Cleofás
hizo todo el camino dándole vueltas a la cabeza. La verdad era que su cuñado
Zacarías no era hombre del que se esperara el comportamiento de un pelele. Como
tampoco Zacarías hablaba más de lo cuenta, lo justo y cortito, descubrir a qué
obedecía su decisión de enviarle a Nazaret a reedificar una sinagoga que
cualquier doctorucho hubiera podido poner en pie sin
la ayuda de nadie, entender por qué, más que difícil, le resultaba imposible.
Mejor creer que todo obedecía a la voluntad de Isabel.
Atrapado
en sus visiones dramáticas sobre el destino que le aguardaba estaba cuando
dobló la última curva del camino. Al otro lado estaba Nazaret. ¡Qué sorpresa
fue la suya al levantar los ojos y encontrarse con aquella especie de fortaleza
cortijo en pleno ombligo de la colina!
Ufff,
respiró largo y aliviado. La contemplación del Cigüeñal le animó el corazón. Al
menos no iba a pasar los próximos tiempos entre cavernícolas.
Aliviado,
Cleofás dirigió sus pasos hacia el Cigüeñal, la Casa Grande del pueblo. Salió a
recibirle el abuelo Matán, el propietario de aquel
caserón de arquitectura tan inusual para la época.
Era
el abuelo Matán un hombre fuerte para sus años, un
hombre de campo, currado pero capaz todavía de aparejar los asnos y echarle una
mano a su hijo mayor. Su mujer, María, había muerto; vivía con su primogénito,
un tal Jacob, en ese momento en el campo.
Cleofás
le presentó al dueño del Cigüeñal sus credenciales. Le expuso al abuelo Matán en pocas palabras la naturaleza de la misión que le
traía a Nazaret.
El
abuelo Matán le sonrió con toda franqueza, bendijo al
Señor por haber escuchado las oraciones de sus paisanos, le mostró al enviado
del Templo la habitación que ocuparía mientras la necesitase y enseguida
convocó a todos los vecinos en casa para recibirle como Cleofás se merecía.
Ya
más calmado Cleofás se alegró de poder servir a los nazarenos. La disposición
rápida y contenta que le mostraron los aldeanos acabó por desterrar de su alma
aquéllos malos presagios que le acompañaron Samaria arriba.
La
tarde de ese día fue la primera vez en su vida que se encontró cara a cara con
Jacob, el hijo de su anfitrión.
18
Jacob de Nazaret
La
primera vez que Cleofás vio a Jacob se llevó una sorpresa.
Jacob
era un hombre joven. Lo más característico del hijo de Matán era su sonrisa siempre a flor de piel. A veces el natural alegre de Jacob
confundía a quien no lo conocía. De alguien que llevaba solo la propiedad de su
padre todo el mundo se esperaba un hombre serio, mandón, cortante incluso.
También Cleofás, sin saber por qué ni cómo, pensando en el hijo de Matán también él se hizo esa idea sobre cómo sería Jacob.
Cuando lo vio por primera vez se llevó una sorpresa bastante grata. La idea
preconcebida que se había hecho durante todo ese día sobre el heredero del
Cigüeñal se derrumbó en cachos nada más ponerle Jacob el ojo encima.
El
punto que ya no le hizo tanta gracia -al Doctor de la Ley que Cleofás era- fue
la soltería del hijo de Matán. Cualquier otro hombre
a su edad ya sería padre.
Ante
el comentario Jacob se rió con ganas. Pero, en fin,
Cleofás no había venido a Nazaret a hacer de Celestina. Si el muchacho era raro
eso era asunto de su padre.
En
buena parte Jacob le recordaba a su hija Ana. Como ella o se casaba por amor o
nada.
Por
lo demás, insisto, la impresión que Cleofás tuvo de Jacob fue excelente. En
cuanto al punto de la ascendencia davídica de los dueños del Cigüeñal, si hijo
de David de palabra o de hecho ¿qué le iba a él en ello de todos modos? ¿Había
sido enviado a Nazaret a investigar la falsedad o la veracidad de la
ascendencia davídica de Matán y su hijo? Por supuesto
que no.
Total,
la reconstrucción de la sinagoga de Nazaret empezó su andadura. No se trataba
solamente de reconstruir muros. Una vez el edificio acabado y adornado por
dentro y por fuera había que poner en funcionamiento el culto. Su misión era
ésa, dejar la sinagoga en funcionamiento para la llegada del doctor de la Ley
al que él le entregaría las llaves de la sinagoga al término de su mandato.
Esta
obligación no le privaba de las vacaciones debidas.
No
lo sabía Cleofás, pero en Jerusalén había quien se moría por verle regresar. De
haberlo sabido tal vez otro gallo hubiera cantado y la historia que sigue no hubiera
sido vivida nunca. Afortunadamente la Sabiduría juega con el orgullo humano y
lo vence sirviéndose de la ignorancia de los sabios para a la vista de todos
glorificar la omnisciencia divina.
Y
llegó la Pascua. Como todos los años que la paz lo permitía el abuelo Matán y su hijo Jacob bajaban a Jerusalén a hacer las
ofrendas por las purificaciones de sus pecados, rendir el diezmo al Templo y
festejar la mayor de las fiestas nacionales.
La
Pascua judía conmemoraba la noche aquélla en que mientras el ángel mataba a
todos los primogénitos de los egipcios los hebreos en sus casas comían un
cordero, cena que repetirían en memoria perpetua de la salvación de Dios
durante todos los años de su vida.
El
abuelo Matán recordaba haber asistido a Jerusalén
para la fecha desde que tenía uso de razón. O sea, aunque Cleofás no hubiera
estado en Nazaret él y su hijo habrían bajado a Jerusalén. Pero ya que tanto
Cleofás como Matán iban a hacerlo era justo que lo
hiciesen juntos.
Al
llegar a Jerusalén Cleofás se negó en rotundo a aceptar la idea de Matán. Nada, que al hombre se le había metido en la cabeza
pasar la fiesta en una tienda de campaña, a las afueras de Jerusalén, como todo
el mundo. Era la costumbre. Para las fechas Jerusalén parecía una ciudad
asediada, rodeada de tiendas de campaña por todas partes.
Cleofás
se cerró en banda. Bajo ningún concepto estaba dispuesto a permitir que su
anfitrión pasara la fiesta al raso teniendo él en la ciudad santa una casa en
la que cabía el pueblo de Nazaret entero.
La
excusa que le dieron Matán y su hijo -“si lo trataban
tal cual en Nazaret no era por interés, lo que hacían lo hacían de corazón, sin
esperar nada a cambio”-excusa tan inocente no les sirvió de nada. A Cleofás la
única palabra que le valía era el sí.
“¿Vas
a maldecir mi casa a los ojos del Señor por tu orgullo, Matán?”,
enojado con la negativa a aceptar su invitación le soltó Cleofás. Matán se rió y dio su brazo a
torcer.
Ignoraba
Cleofás, como ya he dicho antes, el nerviosismo con el que esperaban a Matán y su hijo en Jerusalén. E ignoraba Cleofás, con aún
más razón porque era cosa de Dios, que al invitar a Jacob a su casa le traía a
su hija Ana el hombre de sus sueños de regalo de Pascua.
Una
vez Matán y su hijo instalados en la casa de Cleofás,
concluidas las presentaciones, Zacarías y el abuelo Matán entraron en conversaciones privadas. Conociendo a nuestro Zacarías no es
difícil adivinar qué iba buscando ni qué tipo de rodeos se marcó para llevar al
padre de Jacob al tema que le tenía a su Saga el alma en vilo. En este capítulo
no vamos ni siquiera a intentar reproducir una conversación entre algo más que
un mago y un hombre de campo sin oficio en las artes del Logos. Donde sí voy a
centrar el punto de mira es en el pálpito de aquella Isabel cuando puso sus
ojos la primera vez en el hijo de Matán.
Isabel
aprovechó la conversación entre hombres para coger del brazo al joven y
envolverlo en su gracia. Desde el primer momento que Isabel vio al hijo de Matán le entró en el alma un rayo de luz sobrenatural, algo
que ella no podía explicar en palabras pero que la impulsaba a hacer lo que
hacía como si la propia Sabiduría le hubiera susurrado al oído sus planes; y
ella, encantada de ser su confidente, hacía como que renunciaba a su cuerpo y
capitulaba su dirección en favor de su divina cómplice.
Sonrisa
sobre sonrisa, la del hombre joven frente a la de la belleza madura, Isabel
cogió a Jacob del brazo, lo apartó de la mirada de los hombres, y le presentó
la joya de su casa, su sobrina Ana.
19
Ana, la sobrina de Isabel la de Zacarías
Dios
es testigo de mis palabras y dirige el pulso de mis manos sobre las líneas que
Él traza, si torcidas o rectas a su juicio quedan. El hecho es que el amor a
primera vista existe. Y conociendo a sus criaturas mejor de lo que ellas se
conocerán nunca, engendró en su Sabiduría el fuego del amor eterno en aquellos
dos soñadores que desde los dos lados del horizonte, sin conocerse, se mandaban
versos en las alas del firmamento.
La
primera en ver los resplandores de aquella llama fue Isabel. Y fue ella la
primera mujer del mundo que vio a la Hija de Salomón nacer de aquel amor que
ardería sin consumirse.
Incapaces
Ana y Jacob de despegarse y cubriendo Isabel bajo su manto de hada madrina
aquel amor divino que tenía encantados a los muchachos, Isabel se las arregló
para mantenerlos solos y juntos lejos de la atención de los hombres, siempre
tan gruñones, siempre tan beatos.
Su
esposo Zacarías por su parte se apropió de la compañía del abuelo Matán y empleó el arsenal de la inteligencia sin medida que
su Dios le había dado para sacarle al padre de Jacob el nombre del hijo de Zorobabel del que procedía su linaje.
Al
pronunciarle aquellas cinco letras, A-B-I-U-D, Zacarías sintió que las fuerzas
le traicionaban.
Simeón
el Joven, a su lado, le leyó en los ojos la emoción que casi lo tiró al suelo.
“¿De
qué te extrañas, hombre de Dios?”, le respondió Isabel al oírle repetirle
aquéllas cinco letras: A-B-I-U-D. “¿No te ha dado tu Dios pruebas suficientes
de estar Él en persona al mando de tus movimientos? Yo te diré algo más. He
visto a la hija de Salomón en las entrañas de tu sobrina Ana”.
El
regreso a Nazaret fue duro para Jacob. Por primera vez en su vida comenzaba a
descubrir Jacob el misterio del amor. La felicidad extrema y la agonía total en
el mismo lote. ¿Eso es el amor? No sabía si echarse a llorar de alegría o de
pena. ¿No sería por esto que Dios hizo al hombre y a la mujer para no
separarse, porque si se separan se mueren? Si ya antes de la costilla de la
soledad su dolor se disfrazaba de poeta y pintaba sobre el firmamento azul el
rostro de su princesa, ahora que la había visto en carne y hueso aquellos
versos se habían metamorfoseado, empezaban a abandonar su crisálida y, la
verdad, dolía. Tanto que ya empezaba a no saber si no hubiera sido mejor que se
hubiese mantenido entre albas y rocíos de primavera. Ahora que la había visto,
que había saboreado de sus ojos el perfume de sus sonrisas, sensaciones que
nunca imaginó se le habían colado en la médula y le hacían vibrar de pena y
felicidad los huesos. Ay la costilla de Adán.
Según
cabalgaban las distancias el abuelo Matán miraba a su
hijo extrañado de su silencio y de sus suspiros. De toda la vida su Jacob fue
un conversador nato, extrovertido y campechano. Pero desde que habían salido de
Jerusalén, y ya se habían recorrido toda la Samaria, su hijo no había
trasgredido una sola de las reglas de los monosílabos.
“¿Te
pasa algo, Jacob?”.
“Nada,
padre”.
“Parece
que va a llover, hijo”.
“Sí”.
“Pronto
habrá que plantar las habas”.
“Claro”.
El
Doctor de la Ley tampoco estuvo muy hablador. Se limitó a dejarse llevar y
hablar lo justo. ¿El regreso al trabajo de cuando fue ocasión de celebración y
de alegrías? Así que no había que darle más importancia.
La
cuestión es cuánto tiempo tardaría el abuelo Matán en
descubrir el mal de amores de su hijo. ¿Y cuánto el propio Cleofás?
El
abuelo Matán tardó poco en llegar al meollo de la
cuestión. Jacob intentó darle largas a su padre. Había sido todo tan repentino,
casi como una alucinación. ¿Por cuánto tiempo todavía se negaría a sí mismo
pedirle a su padre que le solicitara a Cleofás su hija por esposa? Más lo
pensaba más se maravillaba.
De
todas formas, aunque Jacob se callara el abuelo Matán ya se lo estaba figurando. En Jerusalén había ocurrido algo que había cambiado
a su hijo de aquella manera tan rotunda, rápida y trascendente. ¿Qué otra cosa
podía ser sino la hija de Cleofás?
Cuando
al cabo del tiempo Cleofás anunció su deseo de bajar a Jerusalén y su hijo
Jacob se le ofreció espontáneamente a acompañarle, no fuera que algún bandido
quisiera aprovecharse de aquel viajero solitario, al padre de Jacob ya no le
cupo ninguna duda. Su hijo estaba perdidamente enamorado de la hija de Cleofás.
Cleofás,
por el contrario, no se enteraba de nada. Aceptó el hombre encantado el
ofrecimiento de Jacob. Dios sabe qué hubiera pasado si Cleofás hubiera estado
al corriente de la historia de amor entre su hija y el hijo de Matán. El hombre era tan clásico que no le cabía en la
cabeza el matrimonio de una hija de la clase alta de Jerusalén con el hijo de
un campesino de la Galilea, por muy terrateniente que fuera el novio. Y allá
que se dejó acompañar.
En
Jerusalén, entre lágrimas de impaciencia que la tita Isabel recogía en manos
muertas de risa, su hija Ana esperaba el día de ver aparecer a su príncipe
azul.
Pues
que conocía a su cuñado como si lo hubiera parido Isabel cogió a Jacob y se lo
llevó para su casa. Mataba así dos pájaros de un tiro. Zacarías tendría al Hijo
de Abiud para sí solo, y de camino los dos muchachos
tendrían todo el tiempo del mundo para prometerse una vez más en amores
eternos. A su tiempo ya se enteraría su cuñado de qué iba la cosa. Según Isabel
aquello era cosa del Señor y ay ay si se le ocurría a
su cuñado meterse por medio.
Ajenos
a los prejuicios de clase y a los intereses sociales de los adultos, Jacob y
Ana se escribieron versos de Sarón entre lirios de
promesas enormes como pirámides y resplandecientes como estrellas a la luz de
los ojos del hada madrina que Dios les había suscitado. Y se despidieron con la
promesa de la próxima vez venir él acompañado de su padre, y en sus manos la
dote por las vírgenes.
Regresados
Cleofás y Jacob a Nazaret el muchacho le expuso a su padre su deseo. Su padre
contuvo su corazón rogándole que esperara a que Cleofás terminara su trabajo.
Entonces él en persona bajaría a Jerusalén para pedirle su hija por yerna.
Jacob
aceptó la sugerencia de su padre.
Cleofás,
en efecto, acabó su trabajo, se despidió de los nazarenos y regresó a su vida de
siempre. Al poco de haberse instalado en Jerusalén recibió una sorpresa, la
visita de Matán.
“Matán, hombre, ¿qué pasa?”.
“Ya
ves, Cleofás, obligaciones de padre me traen a tu casa”.
“Tú
dirás”.
El
padre de Jacob le contó todo lo que había. Su hijo quería por mujer a su hija y
venía como consuegro con la dote por las vírgenes en la mano.
Cleofás
escuchó en silencio. Acabado lo que le traía a Matán a su casa siguió sin habla. Era la típica sorpresa que se apodera del que
siempre se entera de la película el último; lo tenía alucinado. En estos casos
después de la sorpresa viene el clásico estallido de cólera.
La
llama se enciende en el cerebro: ¿Su hija se había jurado en amor a Jacob? ¿Y
cuándo había sucedido eso? ¿Y cómo se había atrevido a entregarse a un hombre
sin contar con la voluntad y bendición de su padre? Y se acaba echando por la
boca el fuego.
Ana,
la criatura interesada, aunque no es de buena educación, escuchaba detrás de la
puerta con el corazón en un puño. Sus dedos se morían por hacerle al Sí de su
padre un altar en el rincón más hermoso de su alma. Su “suegro” le dedicó una
mirada tan cálida al pasar que ya se daba por casada y se sentía volar en alas
de la felicidad más completa hacia el tálamo de sus nupcias.
Mordiéndose
los labios estaba la criatura cuando su padre abrió la boca.
“¿Y
eso cómo podrá ser, mi buen Matán, si mi hija ya está
prometida a otro hombre?”.
Cleofás
estaba mintiendo. Una mentira inocente para no pasar por el que apuñala al
hombre al que hasta ayer le profesaba una amistad eterna.
Dios
santo, por evitarle la puñalada al amigo le hincaba hasta el puño la daga a su
propia hija. La criatura se dejó caer pared abajo con el corazón atravesado de
lado a lado. Sin fuerzas para salir corriendo y tirarse por las murallas Ana
aguantó el resto.
“Lo
siento, pero la pretensión de tu hijo es un imposible fuera del poder de mis
manos”, concluyó su padre.
El
abuelo Matán se quedó todo silencioso. En un abrir y
cerrar de ojos la luz se hizo en su cerebro. Por sus barbas que Cleofás le
estaba mintiendo. Para él que lo que de verdad allí se estaban cruzando espadas
era la negación de Cleofás a aceptar su palabra sobre el origen davídico de su
Casa. De haber sido verdad el compromiso con un novio desconocido el abuelo Matán hubiera aceptado el no sin sentir cómo la adrenalina
le estaban quemando las entrañas. Pero no, el santo e inmaculado siervo de Dios
que acogiera en su casa, rindiéndole los honores como si de su Señor se
tratara, se estaba quitando la máscara. ¿Casarse su hija con un campesino, y de
la Galilea para más desgracia?
A
Cleofás le hubiera valido más soltarle a la cara lo que pensaba. La verdad era
que él no se había tragado nunca el cuento sobre el supuesto linaje davídico de
Jacob. Mientras estuvo en Nazaret como no le iba ni le venía se limitó a darle
largas. Si lo era o no lo era no era de su incumbencia. Ahora que le pedía su
hija para su hijo ya no tenía por qué seguir jugando al hipócrita.
“Es
mi última palabra”, cerró Cleofás la discusión.
“Yo
te daré la mía”, se arrancó el padre de Jacob. “Antes caso a mi hijo con una
cerda que con la hija de un aventajado hijo de los asesinos que viven de la
sangre de sus hermanos al precio de la destrucción de su pueblo”.
Señor,
si ya estaba la criatura herida de muerte, las palabras del padre de su Jacob
remataron su alma.
Ana
salió corriendo de su casa, y recorrió las calles de Jerusalén dejando atrás un
río de lágrimas rotas. Como pudo dio con la casa de su tita Isabel. Entró y se
echó en sus brazos dispuesta a morirse para siempre.
Mientras
Isabel intentaba cerrar las llaves de aquél diluvio el abuelo Matán montaba en su caballo y arreaba al galope tendido
Samaria arriba. Llegado a Nazaret todavía le hervía la sangre. Su hijo Jacob se
quedó como muerto al oír sus palabras: “Antes te casas con una cerda que con la
hija de Cleofás”. Era su última palabra.
20
Nacimiento de María
¡Qué
tontos son los hombres, Señor! Te buscan, y cuando te encuentran con palabras
afiladas como cuchillos se maldicen a sí mismos porque Tú les hablas. Como
quien encontró lo que estaba buscando y se arrepiente de haberlo encontrado
porque había estado esperando otra cosa, los hombres convierten sus palabras en
espadas y lanzas, se afean los rostros con pinturas de guerra y odiando el infierno
se matan entre ellos creyendo matar al mismísimo Diablo ¡Una palanca para mover
el universo!, dice uno. ¡Mi reino por un caballo!, clama el vecino creyendo
escribir en los muros del tiempo palabras de sabiduría dorada.
¿Cuándo
aprenderán a ser libres con la libertad del que tiene por delante el infinito?
Es la existencia del hombre la de la mariposa que vuela veinticuatro horas y al
llegar el ocaso del día entrega su cuerpo al barro del que viniera a la vida,
pero a diferencia de la ingrávida criatura en esas veinticuatro horas el hombre
transforma ese precioso corto día en un infierno de monstruosidades. ¿Por qué
le diste boca a la piedra? ¿A qué darle brazos a quien su imaginación sólo le
alcanza para hacer de sus frágiles dedos armas de destrucción? ¿Qué te movió a
elevar sus cerebros sobre el de las aves que sólo piden para sus alas un trozo
de cielo?
Ay
el alma de Jacob. Ay cómo lloraba el hijo de Matán de
Nazaret su desgracia. Entre los mismos olivares a los que un día la paloma de
Noé le arrancó a Dios la promesa de eternidad sin vuelta, a los pies del tronco
donde moriría un día no muy lejano el hijo de Matán derramaba aquel corazón rebosante de aquella alegría que no le cabía entre
pecho y espalda. Toda la vida soñando con ella y ahora que sus manos habían
tocado la carne de sus sueños era arrojada su costilla al fuego.
“Vanidad
y más vanidad, todo es vanidad” escribió en un muro sagrado Cohelet el sabio. ¿Huelga creer que cuando escribió eso el hombre no debía andar muy
enamorado?
Ay
el corazón de Ana. ¿Lloran los ojos sangre? ¿Recorren las venas puro agua? ¿Qué
misterio tan recóndito forjó Dios cuando concibió dos personas para ser una
sola? ¿Por qué no hizo al macho y a la hembra humana acorde a la naturaleza de
las bestias? Se aparean a la voz de mando de los instintos y se separan sin
pena. ¿Por qué tuvo el Señor que hacer surgir de las brumas de los instintos la
llama de la soledad asesina contra la que nació sin protección Adán en su
paraíso? Con lo fácil que le hubiera sido al Eterno hacer al hombre a la imagen
y semejanza de las máquinas… Se programa al bicho, se le suelta libre en su
zoológico sideral, se mueven los cielos en sus constelaciones y al ritmo que
marcan sus coordenadas el bicho se aparea y se reproduce en plan plaga. ¿Por
qué sustituir un programa infalible, como vemos en el mundo natural, por un
código de libertad? Llega la primavera y las criaturas se aparean y multiplican
con tranquilidad pero sin pausa. Mientras el instinto llama a filas el ser
humano se planta y le responde con una sola palabra. Amor la llaman.
¿Y
sin embargo una vez gustado el fruto de ese código quién es el que mira para
atrás? Sexo llaman al Amor los bestias, las bestias llaman al sexo por su
nombre. ¿O cuando el sexo muere el Amor no vive? ¿O sin sexo no hay Amor?
Contra la opinión de tales expertos los demás sabemos que el Amor existe con
independencia del acto reproductor de las especies. Y porque existe hiere al
que lo quiere y no lo tiene. Ayer como hoy y siempre, donde haya amor habrá
dolor.
El
abuelo Matán cerró sus oídos a las lamentaciones de
su hijo. No quería volver a oir el nombre de Cleofás
ni en sueños. Para él el asunto había quedado zanjado definitivamente. Ya podía
su heredero buscarse mujer entre los bárbaros si en su despecho lo quería; él
no diría palabra en contra, pero por Dios y sus profetas que antes lo
desheredaba que sufrir de nuevo una humillación tan grande.
Al
contrario que Matán, una vez calmadas las aguas, la
Señora Isabel sacó la vara de su genio, se fue a por su cuñado y la dejó caer
sobre sus espaldas con estas palabras: “Necio, devorador de tu hija, ¿a qué
juegas? ¿Te interpones entre Dios y sus planes invocando tu condición de
siervo? ¿Contra tu Señor te rebelas conjurándole a dejar en paz tu casa? Yo te
digo como hay cielo y hay tierra que mi niña se casará con el Hijo de Abiud de aquí a un año contando desde esta fecha”.
Ufff, si
Cleofás se creyó que había pasado la tormenta fue porque todavía no había
recibido la visita de Zacarías. Su cuñada tronó, su cuñado soltaría sobre él
rayos y truenos.
Pero
no con palabras de cólera ni con palabras de ira. Zacarías comprendió que parte
de la culpa de lo sucedido era suya. Tal como estaban las cosas ya no podía
seguir manteniendo a su cuñado al margen de la Doctrina del Alfa y la Omega. Lo
sentó y se lo contó todo.
El
Hijo de Resa, hijo de Zorobabel,
vivía en Belén. Era un niño, y se llamaba José.
El
Hijo de Abiud, el otro hijo de Zorobabel,
ya lo conocía él, era Jacob. La esperanza que se les había metido en el alma a
todos ellos era que la Hija de Salomón nacería del matrimonio de Jacob y Ana.
Así Dios lo había dispuesto, y aunque sólo era una esperanza ellos apostaban
sus vidas a que así sería. Esos dos niños se casarían, y de ellos nacería el
Hijo de David, el hijo de Eva por el que todos los hijos de Abraham llevaban
suspirando milenios.
En
cuanto a la legitimidad genealógica de Jacob, de la que a él no le cabía
ninguna duda, muy pronto tendrían la prueba.
Por
razones de prudencia impuso Isabel su decisión de ser ella la encargada de
arreglar la situación. Matán se desarmaría antes
frente a una mujer que si era otro de Jerusalén quien subía a exigirle que
depusiera su actitud. También porque el viaje inesperado de uno de ellos podría
alertar sospechas en la Corte del rey Herodes, mientras que si iba ella nadie
la echaría de menos.
Y
así se hizo. Isabel se presentó en Nazaret, se dirigió directa al Cigüeñal. Al
verla el padre de Jacob se quedó sin habla.
¿Qué
quería ahora aquella señora?
Muy
sencillo. Presentarle los respetos al Hijo de Abiud.
En nombre de toda su casa, incluyendo a su cuñado, venía a pedirle por esposo
para su sobrina Ana a su hijo Jacob. Y de camino ella había subido desde
Jerusalén a Nazaret a descubrirle al Hijo de Abiud la
Doctrina del Alfa y la Omega.
El
abuelo Matán escuchó maravillado la sucesión de los
acontecimientos vividos por Zacarías y su Saga. Al término del relato el abuelo Matán bajó la cabeza, asintió con la mirada y le
pidió que lo esperara unos momentos.
Regresó
enseguida trayendo en la mano un rollo genealógico envuelto en pieles tan
antiguas como la primera mañana que extendió sobre los océanos su alba. Isabel
sintió por su espina dorsal la misma sensación que en su día viviera Simeón el
Joven. Al corriente del encuentro de la Casa de Resa,
el abuelo Matán desplegó la Lista de San Mateo sobre
la mesa.
El
mismo metal, el mismo sello, los mismos caracteres, sólo cambiaban los nombres.
“Matán, hijo de Eleazar. Eleazar, hijo de Eliud. Eliud, hijo de Aquim. Aquim, hijo de Sadoc. Sadoc, hijo de Eliacim. Eliacim, hijo de Abiud. Abiud, hijo de Zorobabel”.
Isabel
no pudo impedir que el aliento se le cortase al filo de los labios. Aun cuando
intentara mantener la calma sus ojos bailaban de alegría sobre la línea que los
hijos de Abiud habían trazado por los siglos.
Después
leyó la lista de los reyes de Judá desde el último a Salomón.
“Y a
todo esto, ¿dónde está tu Jacob?”, le soltó Isabel al término de la lectura.
Aquella
mujer era puro genio. Jacob pegó un bote de alegría al ver a su hada madrina.
El brillo en los ojos de Isabel le reveló el cambio en el ánimo de su padre. El
resto ya os lo podéis imaginar. Matán y su hijo
acompañaron a Isabel de vuelta a Jerusalén, trayendo con ellos la joya de la
Casa de los hijos de Abiud, la dote por las vírgenes
y los términos del contrato matrimonial.
Cleofás
vio con sus ojos lo que nunca pidió ver durante el tiempo que estuvo alojado en
el Cigüeñal. Al igual que su cuñado Zacarías, testigo del encuentro, Cleofás se
maravilló viendo el rollo gemelo del otro en poder del padre de José. Pero si
los presentes creyeron que las sorpresas habían acabado por ese día, se
equivocaron. Los términos del contrato matrimonial los dejaron atónitos. Eran
los siguientes:
Primero:
La propiedad del Hijo de Abiud, en este caso, Jacob,
era intraspasable. ¿Qué quería decir esto? En caso de muerte de Jacob su
herencia pasaría directamente a su primogénito, fuera macho o hembra el primer
fruto de la pareja.
Segundo:
Dado el caso de viudedad, la viuda nunca podría vender ni parcial ni en su
totalidad la propiedad del heredero de Jacob. La dicha heredad, el Cigüeñal y
todas sus tierras, le sería reservada a su heredero hasta que cumpliese su
mayoría de edad. ¿Qué quería decir esto? Que la casa de la viuda no tendría
ningún derecho sobre la herencia de Jacob.
Tercero:
En caso de volverse a casar la viuda de Jacob los hijos de este nuevo
matrimonio no tendrían parte en la heredad del difunto.
Cuarto:
En caso de no tener descendencia la pareja, la heredad de Jacob pasaría
directamente a los hijos de Matán. La viuda de Jacob
viviría en la casa de su difunto hasta su muerte sin embargo.
Quinto:
En caso de ser hembra el heredero de Jacob ésta heredaría el legado mesiánico
de su padre, que a su vez legaría a su heredero. Si se daba el caso, como había
venido sucediendo en ocasiones anteriores, que a una hembra le sucedía otra, la
sucesión mesiánica pasaría de Jacob al próximo heredero varón que viniera al
caso. Digamos que si a Jacob le sucedía una hembra sólo a ésta y no a su viuda
le correspondería entregar su herencia a su elegido. Cualquier traspaso de la
herencia de Jacob a una casa unida a sus descendientes por lazos matrimoniales
no tendría en este caso validez. La herencia pasaría de madre a hija hasta que
se pusiese al frente de la Casa de Abiud un varón,
cuyo nombre sería el que figuraría tras el de Jacob.
De
esta forma fue cómo José pasó a seguir a Jacob, reuniendo en su mano la
jefatura de ambas Casas, la de su padre y la de su difunto suegro. Herencia
unificada que legaría a su primogénito, el Hijo de María.
Los
términos de este contrato levantaron entre los presentes una sonrisa de
admiración. En naturaleza sucesoria tan atípica dentro de las tradiciones
patriarcales judías tenía su explicación la ausencia de generaciones en la
Lista de la Casa de Abiud. Gracias a esta fórmula tan
sui géneris la Casa de Abiud había mantenido la
propiedad en su extensión original y seguía asegurándose que así fuera.
Firmado
el contrato por los consuegros al año se celebró la boda, y al término de los
tiempos naturales el matrimonio trajo al mundo una niña.
En
memoria de su madre Jacob la llamó María.
“¿No
te dije, hombre de Dios, que vi a la Hija de Salomón en las entrañas de mi
niña?”, envuelta en una felicidad divina le dijo Isabel a su marido.
21
Vida de la Sagrada Familia
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