CAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA
Tercera
Parte
. Historia
de Jesús de Nazaret
EL PENSAMIENTO DE CRISTO JESÚS
Que el Hijo de Dios no necesitaba
ser crucificado para recuperar su condición sobrenatural nos lo
mostraron los evangelistas en el episodio de la Transfiguración.
La Transfiguración de la que hablan fue eso, la respuesta a esta
cuestión tan sencilla. La Necesidad de la muerte de Cristo de la
que hablan en sus evangelios se refiere a los presupuestos de la
Doctrina del reino de los cielos. Si había necesidad de la Muerte
de Cristo no era por incapacidad de Jesús para recuperar su condición
divina. Para recuperar su condición divina Jesús sólo debía desearlo.
Cuando volvió a Nazaret lo
que de verdad le pasó al Niño es que volvió a nacer. El Hijo de
Dios que se hizo hombre y se moría por crecer y no veía nunca el
día de sentarse entre los adultos se metió por fin en nuestra piel.
Dios está arriba y nosotros estamos abajo y todo el dilema de la
Humanidad pasa por un puente sobre arenas movedizas. ¿Cómo conocer
el pensamiento de Dios? ¿Cómo descubrir su plan de salvación eterna?
Ahora era un hombre el que
se preguntaba todo lo que todos los hombres se preguntaban y ninguno
se respondía. Ahora era Cristo quien alzaba sus ojos hacia arriba
y miraba a Dios cara a cara buscando conocer su pensamiento. Ahora
era el hijo del Hombre quien reconocía su ignorancia y miraba a
Dios buscando su sabiduría
Pero tienes doce años. Y
te queda por delante una vida. Y cada día que te levantas te levantas
con esa Cruz. Y cada año que pasa, cada año que pasa esa Cruz te
pesa más. Y quieras o no lo quieras el peso te hundirá más de una
vez.
Lo puedes hacer todo y no
haces nada, ves al mundo a tu alrededor vivir en el infierno y tú
no puedes hacer nada aunque tienes el poder de hacerlo todo. Puedes
salvar al Presente y condenar al Futuro, o dejar que el Presente
viva su Destino y guardar tu Libertad para cuando el preso salga
de la cárcel. Tú lo esperarás al otro lado de la puerta para guiarlo
hacia un Nuevo Día de libertad que no se acabará nunca. Hasta ese
Día el mundo deberá seguir su camino, y hasta que llegue tu Hora
deberás hundirte muchas veces en depresiones profundas, y no tendrás
a nadie que te sostenga, no habrá nadie a tu lado con quien compartir
tu destino, nadie te echará un cable, nadie te alargará la mano
porque nadie estará contigo para saber qué te pasa y por qué te
hundes hasta ahogarte.
Eres Jesús de Nazaret, un
hombre joven y rico, tienes todo lo que un hombre desea y coges
sólo lo que quieres. No te hace falta nada de nadie. Te abren las
puertas por donde quieras que vas; te tratan de señor y tu palabra
vale oro para los que negocian contigo. Nadie conoce tu secreto;
sólo una Mujer. Su Marido ha muerto cuando tenías veinte años aproximadamente,
y Cleofás también. Sólo quedan ellas, tu Madre y su hermana Juana;
sólo ellas saben quién eres. Pero ninguna sabe adónde vas, o cuáles
son tus planes. Estás solo. Cuando arrecien los temporales sobre
tu mente no tendrás a nadie a quien abrazarte y luchar juntos contra
el temporal. Si no te vuelves loco será sólo porque eres el que
eres, pero aun siendo el que eres deberás sufrir la tormenta a pleno
descampado, sin techo ni abrigo contra el agua que caerá en tromba
bajo un cielo cubierto de tinieblas sobre tu cuerpo mortal. Tanto
más amargo es lo que vas a hacer cuanto más dulce es la vida que
llevas.
Al muerto de hambre el pan
duro le sabe a gloria, pero si ese mismo pan se lo das al que come
bollitos se le romperán los dientes. Los tuyos, Jesús, están acostumbrados
a comer el mejor pan. Tu cuerpo está acostumbrado a las vestiduras
más finas. Y vas a conducir a un ejército de hombres a tu misma
suerte. ¿No te hundirás? ¿No te atacarán sus fantasmas en tus sueños?
¿No amanecerás en los desiertos de rodillas implorando misericordia?
¿No te atormentarán las visiones de sus cuerpos machacados por las
fieras de los circos romanos mientras miras al Cielo pidiendo el
fin de la sentencia contra Eva y sus hijos? ¿Cuánto durará para
ti cada año que vives? ¿Los veinte años que te esperan no serán
para ti una eternidad? Los tienes delante de tus ojos. Son todos
puros. Uno por uno son todos inocentes. Su único delito es amarte
sobre todas las cosas. Te quieren más que al tiempo, más que a la
inmortalidad, más que a todos los tesoros del universo. Tú eres
su vida. Y están ahí, colgados de sus cruces, actores de un espectáculo
sangriento, oda a una locura, cantando en honor de las lágrimas
que por ellos tú, Jesús, derramaste en el desierto, cuando desaparecías
misteriosamente y regresabas sin decirle a nadie de dónde venías
o qué habías estado haciendo. Vieron tus lágrimas y endulzaron tu
corazón en el día de su martirio para no despertar en tu pecho el
grito de la venganza. ¿No sufrirás en tus carnes el crimen de tus
cientos de miles de hermanos pequeños, a los que tú conducirás a
la cruz sin delito por el que ser hallados culpables? Amarte será
su delito. ¿No le implorarás misericordia a tu Padre? ¿No buscarás
otra alternativa viable? Y sin embargo el Cáliz está lleno y deberás
beberlo hasta la última gota. Una Esperanza te sostiene, pero a
nadie puedes contársela, con nadie puedes compartir la infinita
alegría en la que tu ser entero se regocija cuando al mirar hacia
quien se sienta en el Trono del Juicio Final ves, contemplas, y
te miras a ti mismo.
CRISTO JESÚS
No sabemos en qué momento
de la vida cruzamos la frontera entre la infancia y la adolescencia;
ni en qué momento hemos dejado de ser jóvenes para convertirnos
en adultos. No parece que haya una regla general; es algo que cada
uno descubre por sí mismo y vive a su forma.
Siendo esto así entre nosotros
¡cuánto más complejo es aplicar nuestra psicología a alguien como
el Jesús de los Evangelios!
Adoptada la postura de verle
como se veía a sí mismo, habiendo experimentado en el grado que
nuestro entendimiento nos lo permite lo que pasaba por su cabeza,
sigamos adelante. Hay aún muchas zonas cerradas a la inteligencia
de los siglos pasados, y, que, sometidas a la fantasía de quienes
desearon irrumpir en sus adentros, han llegado a nosotros deformadas
como pinturas viciadas por las pasiones de los copistas.
Si en algún momento yo he
dejado correr mis propias pasiones el lector, en cuanto ser libre
se debe a sí mismo la oportunidad de recrear la línea histórica
partiendo de las características de su propia inteligencia. El autor
sólo puede señalar el horizonte y pintar lo que él ve con sus ojos,
y aunque la configuración del ojo sea la misma para todos, la forma
de ver las cosas adquiere una forma personal e intransferible. Es
desde esta plataforma de visión personal y comprensión individual
que el autor recrea las cosas que escribe; el lector tendrá que
adaptarlas a su propia forma de reír, de llorar, de odiar, de amar,
de entender e incluso de ignorar.
Regresemos entonces con Jesús
a la casa de sus padres en Nazaret, y desde, lo descubierto, conociendo
ahora lo que acababa de descubrir, la Cruz de Cristo, su Cruz, intentemos
abrir el horizonte de sus memorias a los reflejos puros de la realidad
según la vivieron El y los suyos.
El Niño que bajó a Jerusalén
era en todos los aspectos, visto desde los ojos de un extraño, un
señorito. Su primo Santiago por ejemplo. Le llevaba Santiago un
par de años a su primo Jesús, y sin embargo mientras éste no había
levantado todavía un martillo ni sabía lo que era pegar un clavo,
Santiago el de Cleofás ya estaba hecho un hacha, todo puesto el
muchacho en su papel de aprendiz de carpintero. Padre de aquel muchacho
alto y superinteligente José tuvo que aguantar más de una crítica
a su forma de educar a su único hijo. Lo estaba malcriando, le decían.
No vamos a hablar de envidia
ni traer a escena pasiones que todos quisiéramos no haber conocido
nunca. Lo cierto es que la mentalidad de los pueblos pequeños de
siempre ha sido un hervidero para la ignorancia más conspicua y
aburrida.
Las críticas a José por la
forma de educar a su primogénito no le decían nada a María ni podían
ser llevadas más lejos de la cuenta por ser el Niño quien era. Ese
Niño al que criticaban era el heredero de la hija de Jacob. Una
gran parte de todo lo que veían los Nazarenos a su alrededor le
pertenecía al “señorito Jesús”. Si sus padres no querían que tocara
los clavos y los martillos ¿quién era nadie para reprocharles nada?
Lo cierto es que al regresar
de Jerusalén aquel Niño rompió el guión de “señorito” que se le
suponía suyo y se apegó a su padre con la obediencia y la diligencia
del chico bueno y dinámico que todo padre desea por hijo.
María lo veía terminar la
jornada retido. En su vida había su Niño levantado una tabla, y
de repente no paraba de pedir trabajo. Bastaba que su padre abriera
la boca para obedecerle. Hasta el propio José lo miraba diciéndose:
¿Qué te pasa, hijo mío?
Pero no sólo en la Carpintería.
Si a tita Juana le hacía falta que le hicieran un encargo allí estaba
el Hijo de su hermana para lo que hiciera falta. Si había que ir
al campo a recoger almendras o a segar los trigos, allí estaba el
primero su sobrino Jesús al romper el alba. Jamás se quejaba, jamás
respondía, nunca te daba un no. Pero ni a los suyos ni a cualquiera
que le pidiese un favor. ¡Cómo no iba a caer retido!
Era como si no quisiera pensar,
como si necesitase olvidarse de algo. Necesitaba entregarse a la
actividad física. Le dolían los brazos y le temblaban los tendones
del cansancio, pero jamás decía que no ni renunciaba. Se levantaba
el primero y se acostaba el último. Ya no jugaba con los niños del
pueblo. Ni hablaba excepto cuando le preguntaban. El cambio fue
tan brusco, tan colosal, tan sorprendente que su Madre se sentaba
al filo de su cama mientras su Niño dormía, preguntándose qué pasaba
por aquella cabeza. Antes su Niño le hablaba, le contaba todas sus
cosas. Desde que regresaron de Jerusalén su Niño era otra persona,
era como un desconocido para Ella. Para todos era el que debía ser,
un muchacho obediente y callado que jamás le quitaba la palabra
a los mayores ni te contestaba cuando le regañabas por lo que fuera.
Pero para Ella su Niño se estaba convirtiendo en un desconocido.
Se está haciendo un hombre.
Le decían. A Ella no le bastaba eso. Ella Sabía que fuera lo que
fuese lo que le estaba pasando a su Niño no podía explicarse desde
la experiencia humana. ¿No había vivido Ella el hundimiento de su
Niño en Alejandría? Para los que le vieron sentado a la puerta de
la Carpintería del Judío la tristeza del Niño podía explicarse desde
algún capricho que su padre le negaba y le tenía prohibido volver
a pedírselo. ¿Así de simple? ¡Que va! Ella sabía que su Hijo no
funcionaba como los demás niños.
En aquella ocasión, allá
en Alejandría, María encontró la forma de abrirse camino hacia el
corazón de su Niño. Pero en esta ocasión le resultaba totalmente
imposible. Lo único que podía hacer era echarse a su lado y dormirse
guardando sus sueños, porque fuera lo que fuese por lo que estaba
pasando, en esta ocasión su Niño jamás le abriría la puerta a su
mente, ni le permitiría hallar el camino a su corazón.
No es que estuviera triste
o que llevase una pena tan grande que la sola idea de compartirla
le pareciera al Niño imposible. Ella sabía que era algo más profundo;
tan profundo que aun mirándole a los ojos su mirada se perdía en
el campo de los ojos de Jesús sin alcanzar nunca el horizonte tras
el que escondía su Hijo su pensamiento.
“¿Qué te pasa, hijo mío?”,
se preguntaba Ella sola sabiendo que su Niño jamás le daría la respuesta.
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