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EL CORAZÓN DE MARÍACAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIAPrimera
Parte
TITA ISABEL EN NAZARET
La noticia de la muerte de
Jacob de Nazaret cayó en la casa de sus suegros y demás familiares
de Jerusalén con la fuerza de un ciclón sin ojo destrozando ciego
casas y cosechas. Cleofás y señora, abuelos de María por parte de
madre, querían subir corriendo a Nazaret.
La prudencia aconsejaba a
Zacarías y su Saga mantenerse a distancia, subir más tarde a Nazaret,
dejarlo para una ocasión mejor, no sea que al ir todos juntos levantasen
sospechas en la Corte del rey Herodes. Uno cualquiera de los espías
del rey podría encontrar raro que todo un personaje de la categoría
del hijo de Abías se interesase por la suerte de un simple campesino
de la Galilea. Y dirigir la atención del tirano a la casa de la
Hija de Salomón era lo último que podía permitirse Zacarías.
“Tú harás lo que quieras,
hombre de Dios”, con estas palabras Isabel cerró la discusión con
su marido sobre la conveniencia o no conveniencia de abandonar Jerusalén
en esos instantes. “Tú harás lo que quieras”, le repitió Isabel,
“pero esta hija de Aarón sale ahora mismo corriendo a abrazar a
la niña de su alma”.
Isabel, esposa de Zacarías,
futura madre de Juan el Bautista, hermana mayor de la madre de Ana,
y por consiguiente tita materna de la Viuda era por estas coincidencias
de la Vida: tita abuela de la Virgen.
Lo mismo que Zacarías, su
marido, Isabel pertenecía a la casta aarónica entre cuyos miembros
se elegía a los miembros del Sanedrín. Con esto no quiero decir
nada excepto que la educación de la futura madre del Bautista no
se ajustaba a la educación que solían recibir las demás mujeres
hebreas. Y si a esto le sumamos el hecho de haber sido Isabel predestinada
desde el seno de su madre para ser la esposa del padre del Bautista,
yo creo que desde esta posición de la Providencia las puertas del
tiempo se abren al que quiera atreverse a cruzarlas.
Pues así es, Isabel de Jerusalén,
tita abuela de la Virgen, era la hermana mayor de la madre de la
Viuda de Jacob de Nazaret.
Y así se hizo; Isabel salió
corriendo para Nazaret en compañía de Cleofás y señora, padres de
Ana, madre de María.
Cleofás, padre de la Viuda,
era, por tanto, el cuñado de Isabel.
Cleofás se casó con la hermana
pequeña de Isabel y tuvieron a Ana, su sobrina Ana, su lucero del
alba, la estrella de aquellos ojos que tanto lloraron la imposibilidad
de no poder tener hijos.
Para cuando Isabel, Cleofás
y señora llegaron a Nazaret el padre de la Virgen yacía ya en su
tumba. Los habitantes de Nazaret por su parte habían vuelto a sus
vidas de todos los días.
La llegada de sus padres
y de su tita Isabel volvió a despertar en los ojos de la Viuda aquel
río de lágrimas que yacía ahora dormido como muerto, y que excepcionalmente
volvía a flote cuando las visitas se paraban a consolarla. No sabía,
no podía, no quería vivir sin su esposo.
Para la Viuda de Jacob de
Nazaret su tita Isabel era esa persona que todos los hijos echan
de menos en sus padres. A los padres se les honra, pero a esa otra
persona se le confiesa todo. Lógico por tanto que fuese a Tita Isabel
a quien la Viuda le descubriera el suceso.
Como siempre después de los
pucheretes.
El Cigüeñal, la Casa de Abiud,
hijo de Zorobabel, hijo de Salatiel, hijo de Salomón, rey y padre
bíblico de la familia de la Virgen, era un cortijo de los tiempos
señoriales persas. Excepto los graneros el edificio entero era de
piedra labrada; hasta los establos.
Donde hoy se alza el búnker
de la Anunciación ayer se alzó una mansión medio cortijo medio fortaleza.
El salón principal del Cigüeñal
de Nazaret tenía los muros adornados de las armas más antiguas e
impresionantes. Las había de todos los períodos transcurridos desde
el Imperio de Nabucodonosor II al del César I. También contra una
de las paredes del salón principal del Cigüeñal los albañiles de
entonces abrieron una chimenea grande como una cueva. Al fuego de
esa chimenea se hallaban sentadas Tita Isabel y su sobrina Ana.
Cleofás y señora se habían llevado sus nietos a la cama.
La Viuda arrancó entonces
motores. Si las paredes hablasen dirían que la Viuda hizo en un
rato puchero para dar de beber a media África.
Tita Isabel siempre encontró
la forma de cortar aquellas aguas diluviales; por algo aquélla era
su niña. Bueno, era la hija de su hermana pequeña, pero como si
fuera la hija que ella nunca tuvo. Isabel quería a su sobrina Ana
más que si hubiera sido su hija propia. Es un decir. Pero aquello
de arrancarse a llorar, caer en un silencio eterno, volver a arrancarse,
aquello no era normal.
“¿Qué te pasa, Anita?” le
preguntó inquietada Isabel “¿Por qué has esperado a que se fueran
tus padres para romper a llorar de esta manera? Ya estamos solas.
Anda, dímelo”. Isabel intentó averiguar qué le pasaba a su sobrina.
La Viuda abría los labios.
Los abría, sí, pero nunca llegaba a hilar una frase completa.
“Mi María…Tita…”
“¿Qué le pasa a tu María,
Anita?”
“Tita…yo…mi María…”
No acababa nunca. Con el
genio que tenía aquella mujer, y que tuviera con su sobrina aquella
paciencia infinita.
“Cuando te calmes me lo cuentas,
hija”.
Esto sucedió al rato muy
grande.
El oso disecado que ocupaba
el rincón del salón principal del Cigüeñal de haber estado vivo
se habría desesperado ya. Sobre la chimenea una cabeza de león oriundo
de la Asiria bostezaba expectante.
Isabel seguía mirando al
fuego cuando la Viuda logró terminar el relato sobre el Voto de
su hija mayor.
“Repíteme eso, Anita”, le
pidió una Isabel absorta, maravillada.
“¿Lo ves, Tita? Ya sabía
yo que no te lo podrías creer”, y la Viuda se arrancó de nuevo.
Al alba, por fin la madre
del Bautista estaba al corriente del suceso que cambiaría el curso
de la Historia del Universo.
“Que sí, Tita, que mi María
no se quitará el velo del duelo por su padre hasta que vea a mi
niño de meses casado y bien casado. ¿Qué he hecho yo, Dios mío?
Y tú ya sabes cómo es mi María; si fuera hombre su palabra sería
lo último que rompiera”.
¡Qué bien conocía la Viuda a su hija mayor!
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