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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
HISTORIA DEL HIJO DE DAVID
PRIMERA PARTE.LA SAGA DE LOS RESTAURADORES
“He aquí que vengo presto. Bienaventurado el que
guarda las palabras de la profecía de este Libro. Y yo, Juan, oí y ví cosas.
Cuando las oí y las vi, caí de hinojos para postrarme a los pies del ángel que
me las mostraba.
Pero me dijo: No hagas eso, pues soy consiervo tuyo, y
de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este Libro;
adora a Dios. Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este Libro,
porque el tiempo está cercano. El que es injusto continúe en sus injusticias,
el torpe prosiga sus torpezas, el justo practique aún la justicia y el santo
santifíquese más. He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a
cada uno según sus obras. YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA, EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO, EL
PRINCIPIO Y EL FIN. Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener acceso
al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la Ciudad.
Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que
aman y practican la mentira.
Yo, Jesús, envié un ángel para testificaros estas
cosas sobre las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella
brillante de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa digan: Ven. Y el que escucha
diga: Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la
vida...Amén”
1
La
Saga de los Restauradores
Por aquellos días (s. I a.C.) le suscitó Dios un
hombre de su agrado a su pueblo. Del linaje de Aarón, sacerdote, aquel hombre
llamado Abías era el único ciudadano en toda Jerusalén capaz de plantarse
delante del rey, cortarle el paso, quitarle la palabra y cantarle en pleno
rostro las cuarenta verdades que se merecían sus actos y su forma de gobernar.
El Asmoneo -Alejandro Janneo era su verdadero nombre-
miraba al tal Abías con los ojos perdidos en el horizonte, el pensamiento
clavado en alguna de las páginas del libro del que parecía haberse escapado
aquel hombre de Dios, posiblemente de las del libro de Nehemías. Una de
aquéllas páginas de reyes y profetas que tanto les gustaba a los niños de
Israel y sus padres les narraban con acentos épicos en la garganta, la voz en
el eco de tambores lejanos tocando a hazañas bélicas, cuando los héroes de muy
antiguo, Sansón y Dalila, los treinta valientes del rey David y su arpa de
cuerdas de pelo de cabra, Elías el vidente volando a lomos de los cuatro
caballos del Apocalipsis, uno de fuego, otro de hielo, otro de tierra y el
último de agua, los cuatro cabalgando juntos por el viento de los siglos tras
el Mesías que habría de ser bautizado en las mismas aguas del Jordán que se
partió en dos para dejar paso a un profeta calvo. El holocausto de naciones
perdidas bajo cenizas de apocalipsis escritos en la pared, las guerras del fin
del mundo de los poetas muertos, las historias interminables de los sueños de
las romas eternas, visiones de druidas sobre una babilonia en plena construcción
de una escalera al cielo, hércules paridos por una loba con mala leche, ruinas
de ciudades de filisteos sin nombre ni patria a la búsqueda del paraíso
perdido, la utopía de las meretrices egipcias amamantando hebreos más viejos
que Matusalén, el héroe de Ur la Oscura proclamando su divinidad sobre el altar
de los bárbaros del Norte, el sur al este del Edén, el oeste a la derecha del
río de la vida, cuando la muerte tenía un precio, al principio de los tiempos,
al alba de los siglos. Érase una vez un copero que conquistó un imperio. Érase
una vez un diluvio universal, un arca sobre las aguas que cubrían el mundo. La
pasión de ser, el hecho de ser, la actualidad del ayer siempre presente,
omnipresente, omnisciente, más guerras del fin del mundo, más héroes de hierro,
nuevos másteres del universo, el futuro es mañana, la verdad la tiene el
elegido, el elegido es el vencedor, ¡a mí los de Yavé!, tengo la esquina de tu
manto ensartada en la punta de mi espada, rey, señor. Hace falta algo más que
una corona para ser rey, algo más que tres brazos para ser el más fuerte, el
pasado fue ayer, hoy es mañana, los ángeles nunca beben ni comen pero a veces
se aparean con las hembras humanas y paren mala saña, la semilla del diablo,
cuando los héroes eran semidioses y los semidioses monstruos de dos cabezas
imponiendo su ley de terror. Y sigue trayendo a la memoria nombres, y tiempos.
¡Ah, aquellos mitos y leyendas del pueblo que salió
del mar, se desparramó por la Palestina bíblica y revolucionó la historia del
mundo con su terremoto de tribus en misión sagrada!
¡Qué niño en Jerusalén no conocía aquellas historietas
de los tiempos de María Castaña!
“Que viene Goliat”, les decían los abuelos a los críos
cuando eran malos y querían asustarlos.
El Asmoneo se burlaba de aquellas historietas para
niños y se reía en las barbas de sus abuelos de los fantasmas del pasado. Él
era real, su profeta Abías era real. ¿De qué le había valido a nadie el sueño
del reino mesiánico? ¿Adónde los había conducido una vez y otra el deseo de
hacerlo realidad?
“¡Y todavía quieren volver a intentarlo una vez más!
De locos”, pensó para sí el Asmoneo.
Los hombres del rey de Jerusalén, todos perros de la
guerra, todos soldados de fortuna de la Palestina oscura y profunda al servicio
de la Abominación Desoladora, todos miraban al último profeta hebreo con los
ojos atravesados por la rabia. Aunque al Asmoneo le hiciera gracia su personal
profeta de desgracias lo cierto es que también a él se le cambiaba la cara cada
vez que Abías le lanzaba a bocajarro sus oráculos. Sin embargo, en su papel de
rey para un profeta el Asmoneo detenía la rabia de sus hombres y se dejaba
enjuagar las orejas con aquellas frases tan apocalípticas sobre su suerte.
“Escucha el oráculo de Yavé sobre tu linaje, hijo de
Matatías”, con aquella voz tan suya le anunciaba Abías.
“El Dios al que profanas en el trono y en su Templo
extirpará de raíz tu semilla de la faz de la tierra sobre la que reinas. Ha
hablado Yavé y no se arrepentirá; no abolirá su sentencia: Tus hijos serán
devorados por una fiera extranjera”.
A los asesinos a sueldo del Asmoneo maldita la gracia
que le encontraba el rey de Jerusalén a semejantes anuncios de muertes,
desolaciones, ruinas, devastaciones, destrucciones, infiernos. ¿Pero cómo podía
permitirse él, Alejandro Janneo, un descendiente legítimo de los Macabeos, de
raza pura, que un sacerdote le hablara de aquella manera?, se preguntaban los
unos a los otros aquellos perros de la guerra.
Alejandro los miraba con cara de asombro. ¿Le merecía
la pena perder su tiempo tratando de explicarles por qué se dejaba lavar las
orejas con aquellas sentencias espeluznantes tan bíblicas, tan típicamente
testamentarias, tan netamente sagradas? Por un momento se lo pensaba, pero al
siguiente se decía que no. No lo entenderían nunca.
Aunque él se parase días enteros a explicarles de qué
iba la cosa los cerebros de sus mercenarios nunca serían capaces de elevarse
más allá de la distancia que lo hacían sus espadas del suelo.
¿Estaba el mundo para perder el tiempo esperando a que
los burros volasen tras la estela del carro del sol, o que los peces volasen
por las sierras de las nieves en busca del último yeti, o que los pájaros
nadasen por las aguas detrás del buque de un Colón aún no nacido? ¡Cómo podría
meterles en la cabeza el Asmoneo a sus perros de fortuna que aquél Abías era su
profeta!
Ese Abías era el profeta que le daba todo el sentido
divino a su corona. Sin su profeta particular, personal, suyo, su corona nunca
trascendería, su dignidad de rey no se vería nunca sublimada a los ojos del
futuro. Abías sería el carro de gloria sobre el que su nombre trascendería los
siglos y llevaría su memoria más allá de los milenios incluso. Podía ser que su
nombre se olvidara, pero el de Abías viviría para siempre en la memoria del
pueblo.
“¿Lo comprendéis ahora? ¿Os entra en la cabeza? Mi
nombre y el suyo irán asociados en la eternidad. Pero si yo lo mato mataré mi
memoria. ¿Os dice esta perspectiva algo sobre la naturaleza de mi relación con
el creador de vuestras más terribles pesadillas?”, lo mejor que podía intentaba
el Asmoneo meterles a sus perros de la guerra algo de inteligencia en sus
cráneos de piedra.
Todo para nada.
Pero era la verdad. Alejandro debía felicitarse porque
también a él le había dado Dios su propio profeta. Todos los reyes de Judá
tuvieron su bufón, su harén, y, cómo no, su profeta. Para bien o para mal es
otra cuestión; lo importante era tenerlo.
Por lo demás, desde el punto de vista de la política
el tal Abías era inofensivo. Sí señor, su profeta era tan inofensivo como una
libélula del estanque real, tan poco dañino como una araña del jardín de su
harén balanceándose entre el polvo de las cortinas, tan indefenso como un
gorrioncillo abandonado con el ala rota a la intemperie de un invierno boreal.
Un despiste, un sólo paso en falso y en un abrir y cerrar de ojos “el último
profeta” sería convertido en el rastro que el aliento de la aurora dejó en
alguna parte al otro lado del orto. ¿O acaso creían sus perros mercenarios que
él, Alejandro Janneo, el hijo de los hijos de los Macabeos, iba a permitir que
el tal Abías cruzase la línea entre anunciar desgracias y provocarlas? ¿Estaban
bien de la cabeza?
Aquélla era su gente. El Asmoneo no las amaba ni
sentía por su pueblo ninguna pasión nacionalista, pero era su gente y sabía
cómo funcionaban sus mentes. Si Abías no cruzaba la raya no era porque le
tuviera miedo a la muerte; era porque no estaba en su natural provocar lo que
anunciaba, él se limitaba a dar el Oráculo de Yavé. Su Dios decía y él hablaba.
Podía callarse y no exponerse a que una espada le cortase el cuello de un tajo,
pero eso iría contra su naturaleza.
Además que con la misma pasión que Abías le servía su
cabeza en bandeja de plata sin miedo de ninguna clase a que un día el Asmoneo
se cansara del baile, con esa misma pasión su profeta, no el profeta del rey
aquél, o del rey tal y cual, su profeta, el suyo propio, aquél Abías arremetía
sin cortarse un pelo de la lengua contra saduceos y fariseos juntos por echarle
leña al fuego del odio que los consumía a todos y los arrastraba a la guerra
civil.
“Es único este Abías”, se decía. Y seguía el Asmoneo
su camino muerto de risa.
2
La Matanza de los Seis Mil
Cosa curiosa donde las haya el Pueblo pensaba lo mismo
que su rey sobre la misión sagrada del último profeta vivo que les quedaba.
El Pueblo corría al encuentro del sacerdote Abías,
llenaba el Templo durante su Turno. Igual que si se tratara de un enjambre de
niños abandonados a su suerte en el núcleo más violento de una jungla de pasiones
alimentadas por un odio que no se satisface nunca, y de golpe vieran alzarse un
hombre de verdad entre ellos, el pueblo de Jerusalén corría al encuentro de
Abías en busca de entendimiento, comprensión y esperanza.
“No lloréis, hijos de Jerusalén, por las almas que se
van sacadas de sus casas por la violencia. En el seno de Abraham reposan
esperando el día del Juicio. Llorad más bien por las que se quedan porque su
destino es el fuego eterno” les decía Abías.
El hombre de Dios y el Pueblo estaban hechos el uno
para el otro. Era la verdad. Y él, el Asmoneo, estaba hecho para cortar cabezas
y oír luego la sentencia de su profeta sobre la suya:
“Ha hablado el Señor, Oráculo de Yavé, y no se
arrepentirá. El águila contempla desde la altura a la serpiente y el buitre
planea esperando el despojo. Tus hijos son la carne. ¿Quién es el que se afana
para la casa de otro? A su tiempo se verá que hay Dios en esta tierra cuando la
serpiente huya del águila”.
Y también esto era verdad. Una verdad tan grande como
la isla de Creta, como el mar Grande, como el cielo infinito lleno de
estrellas, como la gran pirámide del Nilo. Y si no que se lo preguntasen a la
montaña que el Asmoneo levantó con las cabezas que arrancó de sus cuellos
aquella jornada para el olvido.
No fueron dos ni tres, ni cien ni doscientas. Fueron
“seis mil” las cabezas que sacrificó a su pasión por el poder absoluto el nieto
de los Macabeos. Seis Mil almas en una sola jornada. ¡Qué horror, qué locura,
qué humillación!
Sucedió en Jerusalén la Santa, aquella Jerusalén hacia
cuyos muros dirigían su plegaria todos los judíos del orbe. No sucedió en la
ciudad de un rey bárbaro, ni sucedió en pleno campo de batalla durante el
remate de los caídos. Ni fueron las cabezas de un pueblo extraño las que corrieron
cuestas abajo Vía Dolorosa arriba hasta acabar a los pies del Gólgota. Fueron
las cabezas de sus vecinos, las cabezas de las gentes que le saludaban cada
noche, las cabezas de la gente que solían darle los buenos días. ¡Qué desastre,
qué vergüenza, qué tragedia!
Sucedió durante la celebración de una fiesta
religiosa. Una de las tantas que el calendario templario tenía consagrada a la
memoria de los inolvidables acontecimientos vividos por los hijos de Israel
desde Moisés a los días corrientes. Pasó que el Asmoneo heredó de sus padres el
sumo sacerdocio. En calidad de Pontífice fue a celebrar el rito de apertura que
rompía la monotonía del año. Aquel detalle de creerse igual al César, general y
pontífice máximo en un todo, les molestaba a los nacionalistas más que nada en
el mundo. Les molestaba y les divertía. ¿Cuándo se vio a una serpiente soñando
con ser águila?
En su papel de Papa de los judíos allá que fue el
Asmoneo a declarar abiertos los festejos que solían romper la monotonía del
año. Se sentó en su trono de sumo sacerdote todo metido en su papel de Su
Santidad en la Tierra. A punto de dar su bendición urbe et orbis estaba
cuando, de pronto, sin avisar, movido por un inexplicable cambio de humor, el
Pueblo comenzó a arrojarle tomates podridos, gusanos fétidos, papas revueltas
en barro agusanado, limones de cuando los dinosaurios habitaron tierra santa.
¡Un escándalo! Sus enemigos contemplaron desde las murallas el show. Con las
miradas se lo preguntaron todo: ¿Qué hará el Asmoneo? ¿Se meterá para dentro y
dejará correr la bola? ¿O saldrá enfurecido con la cólera de un semidiós sacado
de su séptimo sueño, el triunfalista?
Por las barbas de Moisés, si el Asmoneo los hubiera
dejado seguir seguro que los jerusaleños hubieran convertido la fiesta en un
concurso y se hubiesen jugado el todo por el todo a ver quién arrojaba el
primero la última piedra. El Asmoneo sacó su espada de debajo del sobaco de los
santos y dio la orden a sus perros de la guerra: “¡Qué no quede ni uno!”, bramó
sanguinario.
Lo que se vio entonces no se había visto jamás en toda
la historia de los judíos. Nunca antes se había visto salir del Templo un
ejército de demonios macabros, espada en mano, degollando sin mirar edad ni
sexo. Si en el Templo de Jerusalén tenía su trono el Señor Dios ¿a las órdenes
de quién entonces estaban aquellos monstruos asesinos segando vidas sin mirar a
quién?
¿No es más bien el Diablo quien tiene su trono en esta
Jerusalén de los Asmoneos?, inconsolables se preguntarían después los
familiares de los muertos mientras Vía Dolorosa abajo acompañarían a sus
difuntos al Cementerio Judío. ¡Para entonces sería demasiado tarde!
En aquel día de fiesta y alegrías los perros del
Asmoneo se desparramaron por las calles y según fueron encontrando judíos los
fueron degollando, atravesando, mutilando, descabezando, cortando en pedazos,
por diversión, por deporte, por pasión, por devoción al Diablo.
Éste, el Diablo, sentado en su trono el Diablo
contemplaba aquella orgía de sangre y terror, y preso de la angustia del que
sabe que el día terrestre sólo tiene 24 horas se lamentaba de lo rápido que
pasan dos docenas de sesenta minutos. De haber tenido a su disposición una
docena más seguro que no hubiera dejado vivo ni un judío. La voluntad del
Diablo era clara, matarlos a todos; pero el todopoder de su siervo para
ejecutarla no llegaba a tanto. Así que señor y siervo tuvieron que conformarse
con la cifra de Seis Mil cabezas. Que tampoco estaba tan mal para un solo día.
Después de todo el demonio más malo trabajando a destajo no hubiera sobrepasado
esa cifra en mucho. Se dice muy pronto “seis mil muertos” en una jornada.
Flavio Josefo, el historiador oficial de los judíos,
en sus días acusado por los historiadores cristianos de falso, apuntó alto al
dar Seis Mil muertos en una jornada. La cuestión es, ¿redujo Flavio Josefo el
número de víctimas a su mínima expresión posible mirando a suavizar ante los
ojos de los romanos el alcance de la tragedia? O al contrario, ¿movido por su
política de odio hacia la dinastía asmonea exageró el número?
Como todo el mundo sabe entre los judíos la
popularidad de los Asmoneos cayó muy bajo en tiempos postreros; hasta el punto
de llegar a ser considerada por las generaciones que les sucedieron un periodo
maldito, una mancha negra en la historia del pueblo elegido. Seguramente Flavio
Josefo fue de esta última opinión y especialmente crítico con los dinastas
Asmoneos, sobre todo con el gobierno de Alejandro I Janneo, hinchó la
naturaleza de sus crímenes con el objetivo de transmitir a sus paisanos su
particular odio. O pudo ser lo contrario y desinfló la cuenta pensando en la
repulsa visceral hacia los judíos que sus lectores romanos sentirían leyendo la
historia de aquella matanza. Volvamos no obstante a los hechos.
Desde el punto de vista del Asmoneo lo suyo hubiera
sido que no hubiese quedado nadie para contarlo. Pero como los muertos no
hablan la fama de aquella jornada no hubiese subido a la memoria y nadie se
hubiera acordado de ella el día de mañana.
Desgraciadamente para los malos el Diablo alaba su
gloria más de lo que su gloria infernal se merece; en consecuencia, sus
servidores acaban siempre frustrados y atrapados en las redes de una araña que
sin ser todopoderosa sí es lo suficientemente fuerte para engullirlos a todos
en sus maniobras. Lo natural fuera que un príncipe del Infierno se sentara a
contemplar su obra desde el epicentro de la gloria de quien está más allá del
bien y del mal; afortunadamente los cuernos del Diablo se retuercen hacia
abajo, y, contra natura, acaban hincándosele al propio demonio por la espalda.
Ignorantes de su suerte tarde o temprano sus adoradores por ahí la cagan, y
claro, así apestan.
En definitiva, aunque la voluntad del Diablo fuera el
exterminio total de los judíos, ¡hombre! digo yo que alguno sí tuvo que quedar.
Y como parece ser que al otro día Jerusalén entera se hartó de llorar no miento
diciendo que alguno sí que quedó.
Luego, repensándolo con más claridad y tiempo, el
Asmoneo no logró encontrar la salida del laberinto en que en su cólera se había
metido. Sucedió todo tan rápido. ¡Si al menos hubiera olido el guiso que a sus
espaldas se estuvo cociendo! De todas formas tampoco mostró signo alguno de
arrepentimiento. Al contrario. “¡Hay que ver, es una maravilla lo que tarda un
cachorro de la especie humana en criarse y lo poco que tarda en desangrarse!”
se dijo.
El Asmoneo no se cansaba jamás de maravillarse.
Después, durante el entierro en masa de los desgraciados jerusaleños que
quedaron atrapados en las redes de su locura insana, el Asmoneo no paró de
mover la cabeza. Nadie sabía si de lástima o porque estaba echando en falta
algún que otro muerto.
Yo creo que el Asmoneo hacía sus matanzas con la mente
del científico en pleno proyecto de experimentación de una fórmula nueva. “Si
mato doscientos ¿qué pasará? ¿Y si le resto uno y le sumo treinta y tantos?”
¡Un monstruo! Su amor por la investigación no tenía tope. Ora freía un manojo
de niños made in fariseolandia, ora devoraba un plato de vírgenes
en su salsa. Pero sin dejarse llevar por la pasión, todo muy correcto, muy
escrupulosamente, con la objetividad fría y acerada de un Aristóteles
impartiendo Metafísica al aire libre.
¡Quién dijo que los hombres no pueden llegar a ser
demonios si sabemos que algunos llegaron a ser como los ángeles!
Lo llamaron el Asmoneo -su apodo para la posteridad-
en memoria de un tocayo del infierno, un diablo de la corte del príncipe de las
tinieblas. Igualito que su tocayo maligno Alejandro Janneo sentía por el trono
un amor asesino que le devoraba las entrañas y le transformaba la sangre en
fuego.
Fuego en vez de sangre tenía en las venas el Asmoneo.
El fuego le salía por los ojos de lo malo que eran sus pensamientos. Quien
osaba sostenerle la mirada al Asmoneo veía al Diablo detrás de las bolillas de
sus ojos, dominando su cerebro y desde su cerebro maquinando toda clase de
maldades contra Jerusalén, contra los judíos, contra los gentiles, contra todo
el mundo. Y lo más trágico era que el Asmoneo no se creía nada.
“Si no existe Dios cómo va a existir el Diablo” se
confesaba con sus hombres el sumo pontífice de los hebreos. ¡Un Papa ateo! Que
el César fuera sumo pontífice y fuese pagano, ateo y la demás parafernalia, se
admite a trámite. Pero que el Pontífice de los judíos fuera más ateo que el
César, ¿cómo se traga esta bola?
Lo cierto es que en aquella ocasión el Asmoneo estuvo
casi a punto de dejarse masacrar. Al cabo lo pensó mejor y se dijo “pero qué
tonto soy, un poco más y me creo de verdad que soy el santo padre”.
La verdad, si la verdad entera hay que contarla, la
verdad es que el humor popular pasó a tal velocidad de la alegría más sana a la
demencia más absoluta que no se pudo hacer nada. Así que, ¿cómo culpar al
Asmoneo de haber luchado por su vida y haberse defendido llevando al extremo el
sagrado derecho a la autodefensa?
¿Y cómo absolverlo de haber provocado con sus delitos
una situación tan tremenda?
No es fácil hallar al culpable, la cabeza de turco a
la que cargarle aquella monstruosa Matanza. Lo que no iba a hacer el Asmoneo
era echarse las culpas. De tonto no tenía un pelo.
“Que tiemblan las piedras del Muro de las
Lamentaciones, que tiemblen” se dijo. “Que la sangre navega enrabiada Jerusalén
abajo hasta el Jardín de los Olivos, que navegue. Que conmovido el viento se
lleva en mejillas rotas una elegía por Jerusalén que le destrozará el alma a
Alejandría del Nilo, a Sardes, a Menfis, a Seleucia del Tigris y hasta a la
propia Roma, que la lleve. Lo que a mí me preocupa es cuándo la vida me
concederá la gracia de acabar con los cobardes que salieron huyendo como las
ratas. Si tanto los querían, pues que tanto los lloran, ¿por qué los
abandonaron a la matanza?” de esta manera excusaba el Asmoneo su crimen.
Los sicarios del Asmoneo le reían la gracia. Los
judíos por el contrario no sabían cómo contener el grito de venganza. Si ya
antes no podían soportar al Asmoneo, que les arrancaba a sus hijas sin darles a
cambio plata, y se las llevaba y las vendía a su antojo y voluntad invocando
tradiciones salomónicas, todas ellas santas; si ya no podían verlo cuando
mataba a sus hijos por el sólo hecho de intentar despegar los labios para
protestar por sus crímenes sordos; después de la Matanza de los Seis Mil en una
jornada el odio le dio la mano a la locura y la declaración de guerra sin
cuartel contra el Asmoneo se oyó de un confín al otro del mundo.
“El Asmoneo tiene que morir” pedía Alejandría del
Nilo.
“Muerte al Asmoneo” repetía Seleucia del Tigris.
“El Asmoneo morirá” juraba Antioquía de Siria.
“Amén” respondía Jerusalén la Santa.
3
Los Magos de Oriente
El odio al Asmoneo se transmitió de sinagoga en
sinagoga. Una sinagoga le pasó la consigna a la otra y en menos tiempo de lo
que el Asmoneo hubiera querido el orbe entero estuvo al tanto de sus hazañas.
“Ligeras son en verdad las alas de Mercurio, alteza”
vinieron a quitarle la preocupación sus perros de la guerra.
A consuelo de tontos, lágrimas de cocodrilos, decía el
proverbio.
El hecho es que el odio de los jerusaleños contra el
Asmoneo voló con alas ligeras de una esquina a la otra del mundo judío. Cómo
no, la noticia llegó también a la sinagoga madre, la Gran Sinagoga de Oriente,
la sinagoga más vieja del universo.
Aunque fundada por el profeta Daniel en la Babilonia
de siempre, la Babilonia de las leyendas, la Babilonia clásica de los antiguos,
con el cambio de los tiempos y las transformaciones del mundo la Gran Sinagoga
de Oriente cambió de ubicación. Al tiempo presente los Magos de Nabucodonosor
se habían desplazado a la capital de un emperador que no conoció la gloria de
los Caldeos ni le interesaba los fantasmas de Akkad, Ur, Lagash, Umma y demás
ciudades eternas de la Edad de los Héroes y los dioses, cuando criaturas de
otros mundos hallaron hermosas las hembras humanas y contra prohibición divina
cruzaron su sangre con ellas, cometiendo contra las leyes de la Creación pecado
inolvidable, crimen que se castiga con el destierro del cosmos entero.
Alejandro Magno, como todos sabéis, echó abajo aquella
Babilonia de las Leyendas. Su sucesor en el trono de Asia, Seleuco I “el
invencible”, debió pensar que no merecía la pena reconstruir sus muros y en su
lugar se construyó una ciudad enteramente nueva. Siguiendo la moda de la época
la llamó Seleucia; y del Tigris por estar a las orillas del río del mismo
nombre.
Obligados por el nuevo rey de reyes los habitantes de
la Vieja Babilonia cambiaron de domicilio y vinieron a poblar la Nueva. De buen
grado o a fuerza de decreto es el dilema. Pero conociendo la estructura de
aquel mundo uno se puede permitir el lujo de creer que el cambio de domicilio
se hizo sin más protestas que las de aquellos a los que se les negó el permiso
de residencia. Al construir Seleucia del Tigris su fundador apartó de su Ciudad
los elementos persas no purgados por Alejandro Magno. Medida que, como
comprenderéis, benefició a las familias judías que a la sombra de la
aristocracia persa dirigió el Comercio entre el Oriente Lejano y el Imperio.
Protegidos de los Aqueménidas y expertos conocedores de todas las funciones de
gobierno, los judíos alcanzaron en el imperio persa una posición social
relevante, hasta el punto de suscitar la envidia de un sector de la
aristocracia. La Biblia nos cuenta cómo el complot de este sector contra los
judíos parió la primera solución final, abortada milagrosamente por la
ascensión al trono de la reina Ester. Este trance superado la naturaleza siguió
su curso. Los descendientes de la generación de la reina Ester se dedicaron al
Comercio, y llegaron a ser con el tiempo los verdaderos intermediarios entre el
Oriente y el Occidente.
Cuando Alejandro echó abajo la Babilonia persa las
familias judías quedaron libres de la sujeción al amo aqueménida. Alejando fue
sucedido en el gobierno de Asia por su general Seleuco I el Invencible. Con el
cambio de amo la situación de los judíos mejoró. Lo único que Seleuco les
exigió a los residentes de Seleucia del Tigris fue que se dedicasen a los
negocios y no se metiesen en Política.
Eliminada la competencia persa, solos al frente del
comercio entre el Oriente y el Occidente, a la altura del siglo en el que nos
encontramos, Primero antes del Nacimiento, las familias hebreas que habían
sobrevivido a las transformaciones de los dos siglos pasados llegaron a
enriquecerse enormemente. (No olvidemos que las minas del rey Salomón tuvieron
su fuente en el control del comercio entre el Oriente y el Occidente. Hacia
esta zona los Liberados de Ciro dirigieron su talento. Tanto más cuanto que la
reconstrucción de Jerusalén y la compra pacífica de la tierra perdida habrían
de costarles montañas de plata. Como todos sabemos el Diezmo debido por todo
hebreo al Templo era un deber sagrado. Desaparecido el Templo dejó de tener
sentido ese Diezmo. Pero al ser reconstruido y entrar en funcionamiento una vez
más la necesidad de hacerle llegar a Jerusalén ese Diezmo Universal exigió el
Nacimiento de una sucursal recaudadora, la Sinagoga.
La Gran Sinagoga de Oriente, dirigida por los Magos de
Babilonia, fue creada para ser la central desde donde el diezmo de todas las
sinagogas dependientes del Imperio Persa sería canalizado hacia Jerusalén.
Mientras mejor les fuera a todas las sinagogas más caudaloso sería el río de
oro que, bien en metal bien en especias -oro, incienso y mirra - desembocaría
en el Templo.
La paz universal era del interés judío en la medida
que garantizaba las comunicaciones entre todas las partes del imperio. Los años
de la conquista griega y las posteriores décadas de guerra civil entre los
generales de Alejandro fue un obstáculo que frenó esa afluencia de oro y
especias que todos los años solían llevar los Magos a Jerusalén. Sin embargo en
lo que tuvo de trágico para el Templo el cierre de ese suministro dorado le fue
recompensado a Jerusalén cuando al convertirse Alejandría del Nilo en ciudad
imperial desde su Sinagoga nació un nuevo afluente de capital sagrado. Es
decir, pasase lo que pasase el Templo siempre ganaba; y ocurriesen los cambios
políticos que ocurriesen los Magos de Oriente siempre llegaban a la Ciudad
Santa con su cargamento de oro, incienso y mirra).
En su día, en la comunidad judía de Seleucia del
Tigris la noticia de la guerra de independencia de los Macabeos levantó un
clamor profético espontáneo. Desde las distancias, la Gran Sinagoga de Oriente
llevaba siglos esperando esa señal. Por fin había llegado el Día anunciado por
el ángel al profeta Daniel. Tres siglos se habían pasado esperando este
momento, tres siglos se habían diluido al otro lado del orto del tiempo, tres
siglos largos, infinitos, esperando esta Hora de Liberación Nacional. La
profecía de Daniel había pendido sobre el horizonte de la Sinagoga de los Magos
de Oriente como una espada loca por entrar en batalla.
“La visión de las tardes y las mañanas es verdadera”
decía, “guárdala en tu corazón porque es para mucho tiempo”.
“El carnero de los dos cuernos que has visto es el rey
de Grecia, y el gran cuerno entre sus ojos es su rey: al romperse le saldrán en
su lugar cuatro cuernos. Los cuatro cuernos serán cuatro reinos, mas no de
tanta fuerza como aquél”.
¿No se cumplió la profecía cuando Alejandro Magno
acorneó al rey de Persia y Media y se perfeccionó cuando a su muerte sus
generales se dividieron el imperio, resultando de la guerra de los Diadocos la
formación de cuatro reinos?
La profecía de la conquista del imperio del Persa por
el Heleno cumplida, el entusiasmo que despertó entre los jóvenes de la Nueva
Babilonia el Alzamiento Macabeo fue tan intenso en pasión como grande fue en
los jefes de su Sinagoga el deseo de volver a ser jóvenes para empuñar la
espada y seguir a la victoria al campeón que Dios les había suscitado.
También en Alejandría del Nilo, en Sardes, en Mileto,
en Atenas y en Regio Calabria, allá donde una sinagoga echó raíces y prosperó,
allá que los jóvenes se enrolaron y sus mayores los equiparon para la gloria.
¡Larga vida a Israel! Con esta proclama respondían los
valientes al grito de guerra del Macabeo: “A mí los de Yavé”.
La victoria final de los Macabeos, por muy anunciada
proféticamente que les resultara desde un principio, no dejó de ser celebrada
por los judíos como si jamás nadie se las hubiera avanzado. Los hermanos
Macabeos cayeron, como todo el mundo sabe, pero sus hazañas fueron escritas en
el Libro de los libros para que sus nombres permaneciesen para siempre en la
memoria de los siglos.
4
Partido Saduceo versus Sindicato Fariseo
La exaltación por la Independencia conquistada elevó
la moral del pueblo. El grito de victoria que la Guerra de los Macabeos
engendró en el mundo judío levantó en el pueblo la esperanza.
Lo que sucedió a continuación no se lo esperaba nadie.
La satisfacción de vivir la Libertad endulzaba aún sus almas. Se puede decir
que gozaban de la ebriedad del dulce vino de la libertad cuando a la vuelta de
la esquina y emprender la recta el viejo fantasma del fratricidio de Caín
despertó de su letargo.
¿Vino de improviso? ¿O tal vez no? ¿Cómo afirmarlo?
¿Cómo negarlo? ¿Lo vieron venir, no lo vieron venir? ¿En qué estaban pensando
cuando miraron para atrás? ¿No aprendían nunca? Quienes propiciaron desde
dentro la solución final de Antíoco IV Epífanes ¿no volverían a romper de nuevo
la paz, sembrando en el día de la libertad la cizaña de las pasiones violentas
por el control de los Tesoros del Templo?
¿No fueron los saduceos, el partido sacerdotal,
quienes empujaron a Antíoco IV Epífanes a decretar la solución final contra el
judaísmo? La Biblia dice que sí. Da nombres, detalles. Sumos sacerdotes que
matan a sus hermanos, padres que asesinan a sus hijos en el nombre del Templo.
También luego, cuando las hordas criminales del Cuarto
de los Antíocos se dieron a la faena, los saduceos fueron los primeros en
abandonar la religión de sus padres. Eligieron la vida, desertaron del Dios de
sus padres, sacrificaron a los dioses griegos. Cobardes, se rindieron a la
Muerte, doblaron sus rodillas, se vendieron al mundo, y lo que es peor,
vendieron a los suyos.
Lógico pues que al desencadenarse la Guerra de los
Macabeos los fariseos, el sindicato de los doctores de la Ley y directores de
las sinagogas nacionales y extranjeras, tomaran las riendas del Movimiento de
Liberación Nacional, rodearan al Macabeo de la gloria del general que les había
suscitado el Señor y se lanzasen a la victoria con la confianza del que es
proclamado vencedor desde el primer día de su alzamiento.
¡Cosas de la vida! Una vez escrita la Historia de los
Macabeos empezó a escribirse la historia de las envidias. Los viejos fantasmas
de la lucha entre el partido saduceo y el sindicato fariseo amenazaron otra vez
tormenta. El viento empezó a moverse. Así que la lluvia no tardaría en caer.
¿Pidió el clero aaronita perdón por los pecados
cometidos durante la dominación seleúcida?
El clero aaronita no pidió perdón público por sus
pecados. Los saduceos no doblaron la cabeza, no aceptaron meas culpas. El
Templo les pertenecía por derecho divino.
No Dios, ellos eran los dueños de los Tesoros del
Templo. Lo contrario, que los fariseos tomaran el control del Templo ¿no
significaría una rebelión de los siervos contra sus señores?
Por supuesto que sí. Desde el punto de vista del
partido saduceo cualquier movimiento del sindicato de los doctores de la Ley en
la dirección contraria sería tomado como una declaración de guerra civil.
¡Lo que es el ser humano! Apenas acababa la Nación de
romper sus cadenas ya sus jefes empezaban a afilar uñas. ¿Cuánto tiempo
tardaría el ultimátum en venir?
La verdad, lo que se dice la verdad, el ultimátum no
tardó en dejar oír su proclama fratricida. “O se les devolvía el poder
-amenazaron los saduceos- o coronaban rey en Jerusalén”.
Hubo tirones de pelos, quebraderos de cabeza, túnicas
rasgadas, cenizas pidiendo paso, amenazas pariendo fantasmas, lanzas que se
rompían solas, hachas de guerra que se perdían y se dejaban encontrar como
quien no quiere la cosa. ¡Saduceos y fariseos estaban por matarse en nombre de
Dios!
¿Quién los detendría? ¿Quién les pararía los pies?
La amenaza de guerra civil flotó en la atmósfera de
Jerusalén lo que duró el gobierno de Juan Hircano I. Dios les prohibió a los
judíos darse rey fuera de la Casa de David. Los saduceos no sólo pensaron en un
hijo de los Macabeos por rey sino que pasaron del pensamiento a los hechos
consumados.
Los fariseos alucinaron. Cuando descubrieron la jugada
maestra de jaque a la Ley que los saduceos estaban pensando los fariseos
pusieron el grito en el cielo.
“¿Somos acaso una Nación sin sesos?” se preguntaban
sus sabios públicamente. “¿Por qué volvemos a caer una vez y otra vez en la
misma trampa? ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es la naturaleza de nuestra condena por el
pecado de nuestro padre Adán? Cada vez que el Señor nos da la vida se nos va la
mano al fruto del árbol prohibido. Ahora quiere Caín retar a Dios a impedirle
que mate a su hermano Abel. ¿Y nosotros vamos a permitir que los pastores
arrojen el rebaño al barranco de sus pasiones? Si reina un hijo de los Macabeos
traicionamos a Dios. Hermanos, se nos ha puesto más allá del dilema. Antes
morir luchando por la verdad que vivir de rodillas adorando al Príncipe de las
Tinieblas”.
Fueron muchas las palabras que se cruzaron. Se veía a
las claras de una noche de luna llena que la guerra civil acabaría rompiendo la
paz al alba. Por mucho que Abel amase a su hermano Caín, la locura de Caín al
retar a Dios obligaba a Abel a defenderse.
Los tiempos habían cambiado. El primer Abel cayó sin
ejercer su derecho a la autodefensa porque nació desnudo, vivió desnudo delante
de sus padres y de su hermano. Jamás le alzó la mano a nadie. La paz era su
problema. Todo Abel era paz. ¡Quien era todo paz cómo podía imaginarse la
existencia de un corazón oscuro alimentado de tinieblas justo en el pecho de su
propio hermano! La inocencia de Abel fue su tragedia.
Y su gloria a los ojos de Dios.
Caín no pensaba con la cabeza, pensaba con los
músculos. Creía el hombre que la fuerza de la inteligencia y la de los músculos
existen sujetas a alguna misteriosa ley de correspondencia. El que tiene el
brazo más poderoso es el más fuerte. El más fuerte es el rey de la selva. En
consecuencia, el destino de los débiles es servir al más fuerte o perecer.
Como Caín, los saduceos cayeron en la trampa de sus
ambiciones personales. Así que la guerra civil por el Poder tarde o temprano
habría de estallar. Tal vez más tarde que temprano. Era lo mismo. Tampoco nadie
podía predecir el cuándo, la fecha exacta. La cosa es que la guerra civil se
estaba cuajando en el ambiente. La atmósfera se estaba cargando. Era algo que
se olía en el aire. Un día, un día… Pero no adelantemos acontecimientos.
Estaba el pueblo celebrando todavía la victoria contra
el Imperio de los Seleúcidas cuando de pronto se corrió la voz del delito
abominable cometido por el hijo de Juan Hircano I. No contento con el sumo
sacerdocio, que la nación aceptó contra su propia conciencia, pero calló
pensando en las circunstancias, el hijo de Juan Hircano I se ciñó la corona.
Con su coronación los Asmoneos le sumaron a un delito
malo, contra natura, otro aún peor. A la cabeza de semejante violación de las
leyes sagradas fueron hallados los saduceos. El Partido Saduceo -recordemos sus
orígenes- fue una creación espontánea de la casta sacerdotal. Se creó para
defender sus intereses de clase. Los intereses de los clanes sacerdotales
tenían que ver con el control del Tesoro Templario. Con el paso del tiempo y
una caña los cambios en la cúpula del Templo fueron engendrando poderosos
clanes, cuyos familiares se fueron sumando por inercia al Sanedrín, especie de
Senado Romano al estilo de las tradiciones más salomónicas. La lucha entre esos
clanes por el control del Templo fue la máquina que condujo a los judíos a la
situación de solución final adoptada por Antíoco IV, solución final que tanta
sangre inocente vertiera en el cáliz de la ambición maligna de los padres de
estos mismos saduceos que ahora coronaban contra la Ley de Dios al hijo de
Hircano I como rey de Jerusalén.
Creadores indirectos de la solución final antijudía,
los saduceos perdieron las riendas del Templo todos los años que duraron las
gestas de los Macabeos. Judas el Macabeo los expulsó del Templo. Purgó a
Martillo lo que la guadaña de la Muerte respetó. ¡Lógico que a ojos de los
saduceos los Macabeos fuesen unos dictadores!
El Sindicato Fariseo -entremos un poco en la
oposición- procedía de las bases encargadas de la recaudación del Diezmo. El
Sindicato era el aparato del que se servía el Partido para mantener corriendo
desde todo el mundo hacia las arcas del Templo aquel río de oro en el origen de
la lucha fratricida entre los distintos clanes sacerdotales. Funcionarios al
servicio del clero aaronita, los fariseos vivían de la recaudación del Diezmo y
de las ofrendas por los pecados cometidos por los particulares.
Cuando los saduceos empezaron a matarse entre ellos
por el control de la Gallina de los Huevos de Oro, los fariseos asumieron la
dirección de los acontecimientos y emplearon las ofrendas del pueblo para
equipar a los jóvenes voluntarios que desde todo el mundo vinieron corriendo a
luchar a las órdenes de los Macabeos. Así que al término de la Guerra de
Independencia las tornas se habían cambiado y era el Sindicato Fariseo el que
estaba al mando de la situación. El Partido Saduceo, como es de comprender, no
iba a sufrir este cambio por mucho tiempo.
La contraofensiva del Partido Saduceo no fue ni
elegante ni brillante, pero sí efectiva. Todo lo que había que hacer era
meterse en la piel de la Serpiente y tentar a los Asmoneos con la fruta
prohibida de la corona de David.
Aquella batalla interna entre el Partido y el
Sindicato por el control del Templo levantó en el mundo vanguardista hebreo un
clamor espontáneo de indignación y cólera. Fue entonces cuando los mismos
recursos en su día puestos al servicio de la Independencia saltaron a escena
dispuestos a destronar al usurpador.
Entre fariseos y saduceos estaban convirtiendo la
nación en una visión abominable a los ojos del Señor.
Urgía hacer algo, urgía declararles la guerra a los
intereses privados del Partido y del Sindicato, restaurar el status nacional
acorde al modelo descrito en las Escrituras.
Urgía.
Urgían tantas cosas.
Y no urgía nada.
Según los sabios más eminentes de las escuelas más
elegantes de Alejandría del Nilo, de Atenas y de Babilonia la Nueva, llamémosla
Seleucia del Tigris, todos los judíos del mundo tenían la santa obligación de
tomar el reinado de los Asmoneos como un gobierno de transición entre la
Independencia y la Monarquía Davídica.
No señor, a la fragilidad de la Independencia recién
conquistada no le convenía atrapar la gripe de la guerra civil. En aras del
fortalecimiento de la Libertad reconquistada todas las sinagogas tenían que
mantenerse unidas y apoyar al rey de Jerusalén. Según se fuera viendo cómo
progresaban los acontecimientos ya se tomarían las medidas necesarias para
avanzar en la dirección del traspaso de la corona de una casa a la otra.
-¡Ya, los sabios, siempre sabios! Se creen que lo
saben todo y al final no saben nada - les empezaron a responder las nuevas
generaciones. La indignación de las nuevas generaciones por la situación
aceptada tardó en saltar al escenario. Pero acabó haciéndolo a raíz de la
Matanza de los Seis Mil.
5
Simeón el Justo
“La presentación en el Templo”: Así que
se cumplieron los días de la purificación conforme a la Ley de Moisés, le
llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, según está escrito en la Ley
del Señor que todo “varón primogénito sea consagrado al Señor”, y para ofrecer
en sacrificio, según lo prescrito en la Ley del Señor, un par de tórtolas o dos
pichones. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que
esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había
sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al
Cristo del Señor. Movido del Espíritu, vino al Templo, y al entrar los padres
con el niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre El, Simeón le tomó
en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo: Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a
tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que
has preparado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las
gentes y gloria de tu pueblo Israel.
Simeón -nuestro próximo protagonista- descendía de una
de aquellas familias que sobrevivieron al saqueo de Jerusalén y se las
arreglaron para progresar plantando sus viñas en Babilonia. Esta era una verdad
que Simeón podía demostrar en el momento y lugar que se le emplazase a hacerlo.
Aunque no suene perfecto ni bueno decirlo, porque trae
a la mente leyes que invocan acontecimientos tristes y nefastos, Simeón era
hebreo de pura cepa. Delante de las autoridades más expertas y cualificadas de
su pueblo cuando lo quisieran, y si se trataba de gentiles curiosos entrando en
el tema con tal de poner en aprietos a los amantes del pedigrí, las estirpes
rancias y todo eso, lo mismo; cuando lo quisieran y en la mesa que le pusieran
estaba presto Simeón el Babilonio a poner el documento genealógico de sus
padres, que era como una nave directa a las raíces del árbol bajo cuyas ramas
Adán conquistó a Eva.
Sus padres conocieron la Cautividad Babilónica,
también la Caída del imperio de los Caldeos; saludaron la Venida del imperio
del Persa; vivieron la revolución del Griego. Cómo no, el dominio de los
Helenos. Con el paso del tiempo la casa de Simeón creció, se convirtió en una
Casa poderosa entre los judíos y rica delante de los gentiles. En condiciones
normales Simeón heredaría el negocio de su padre, visitaría la Ciudad Santa
alguna vez en su vida, sería feliz entre los suyos y se esforzaría toda su vida
por ser un buen creyente delante de los hombres y de Dios. Heredero de uno de
los banqueros más acaudalados de Seleucia del Tigris todo estaba dispuesto para
que al morirse Simeón lo llorasen plañideras sin número. Después de su muerte,
cuando el reino de Israel fuese proclamado por el hijo de David, sus
descendientes desenterrarían sus huesos y les darían sepultura en Tierra Santa.
Esta crónica hubiera debido ser el resumen de la
existencia de Simeón el Babilonio. Pero la usurpación de los hijos de los
Macabeos borró del libro de su vida toda esa felicidad perfecta. Planes tan
bellos no habían sido hechos para él. Aquello de sentarse y esperar a ver cómo
se desenvolvían los acontecimientos antes de emprender la acción definitiva,
por si acaso el Señor estuviera usando el reinado de los Asmoneos como periodo
de transición entre los Macabeos y el reino mesiánico, conseja de los jefes de
la sinagoga de Seleucia del Tigris, no era para él. Simeón llevaba ya demasiado
tiempo oyendo aquella monserga. Y después de la Matanza de los Seis Mil ya no
quería ni en sueños oír tales palabras de prudencia.
El derrocamiento del Asmoneo no era algo que pudiera
seguir posponiéndose para mañana, ni para pasado mañana, ni siquiera para la
tarde de ese mismo día. El Asmoneo tenía que morir, ya. Cada día que seguía
vivo era una ofensa. Cada noche que se iba a la cama ¡la Nación se encontraba
un paso más cerca de su destrucción! El Asmoneo había roto todas las reglas.
Primero: Su familia había sido elegida y recibido el
sumo sacerdocio pasando por alto las tradiciones y los ritos hereditarios. Un
extranjero, no el consejo de los santos en pleno le había otorgado la suprema
autoridad.
La sentencia contra tal usurpación de funciones
sagradas era la pena capital.
Segundo: Contra las tradiciones que le prohibían al
sumo sacerdote empuñar la espada el Asmoneo se había puesto al frente de los
ejércitos.
La pena contra este delito era otra pena capital.
Tercero: Contra las tradiciones canónicas más firmes
el Asmoneo no sólo había pisado la monogamia que regulaba la vida del sumo
sacerdote, además, cual Salomón redivivo, cultivaba su propio harén de
muchachas.
La pena contra este delito era más pena capital.
Y Cuarto: Contra la ley divina que le prohibía el
acceso al trono de Jerusalén a cualquier miembro que no fuera de la Casa de
David, el Asmoneo, haciéndolo, estaba arrastrando a toda la nación al suicidio.
Por todas estas razones el Asmoneo tenía que morir,
sin importar el precio ni los medios a emplear.
Estos argumentos de Simeón acabaron convenciendo a los
jefes de la sinagoga de Seleucia del Tigris de la necesidad urgente que el orbe
tenía de acabar con la dinastía asmonea. Con esta misión sagrada Simeón el
Babilonio abandonó la casa de sus padres y se vino a Jerusalén.
Rico y portador del Diezmo de la Sinagoga de los Magos
de Oriente, su política de amistad con la corona asmonea, necesitada de apoyo
financiero para ampliar la reconquista militar del reino, punta de lanza con la
que Simeón el Babilonio se ganaría la amistad de su enemigo, habría de ganarle
a la vez la desconfianza de aquéllos mismos entre los que debería alzarse como
la mano invisible moviendo los hilos pro davídicos. Juego doble que lo
mantendría andando sobre una cuerda en el abismo desde el día de su llegada
hasta el día de la victoria.
Mientras ponía todo su poder para conservar el
equilibrio de su cabeza sobre su cuello, Simeón el Babilonio debía mantener su
revolución dentro de los estrictos límites de las cuestiones caseras. El Egipto
de los Ptolomeos permanecía agazapado a la espera del debilitamiento de
Jerusalén y una guerra civil judía le serviría la ocasión propicia para invadir
el país y saquearlo.
Al otro lado del río Tigris estaban los Partos.
Siempre amenazantes, siempre ansiosos por romper la frontera y anexionarse las
tierras al Oeste del Eufrates.
Aunque agonizantes al norte los Helenos aguardaban la
revancha y no perdían comba para, aprovechando una guerra civil romana,
reconquistar la Palestina perdida.
En definitiva, la necesidad de limpiar Jerusalén de la
abominación desoladora no podía poner en peligro la Libertad conquistada por
los padres de los Asmoneos.
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