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LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO

EL CORAZÓN DE MARÍA

 

CAPÍTULO SEGUNDO YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA

HISTORIA DEL HIJO DE DAVID

 

PRIMERA PARTE.LA SAGA DE LOS RESTAURADORES

“He aquí que vengo presto. Bienaventurado el que guarda las palabras de la profecía de este Libro. Y yo, Juan, oí y ví cosas. Cuando las oí y las vi, caí de hinojos para postrarme a los pies del ángel que me las mostraba.

Pero me dijo: No hagas eso, pues soy consiervo tuyo, y de tus hermanos los profetas, y de los que guardan las palabras de este Libro; adora a Dios. Y me dijo: No selles los discursos de la profecía de este Libro, porque el tiempo está cercano. El que es injusto continúe en sus injusticias, el torpe prosiga sus torpezas, el justo practique aún la justicia y el santo santifíquese más. He aquí que vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. YO SOY EL ALFA Y LA OMEGA, EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO, EL PRINCIPIO Y EL FIN. Bienaventurados los que lavan sus túnicas para tener acceso al árbol de la vida y a entrar por las puertas que dan acceso a la Ciudad. Fuera perros, hechiceros, fornicarios, homicidas, idólatras y todos los que aman y practican la mentira.

Yo, Jesús, envié un ángel para testificaros estas cosas sobre las iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella brillante de la mañana. Y el Espíritu y la Esposa digan: Ven. Y el que escucha diga: Ven. Y el que tenga sed, venga, y el que quiera tome gratis el agua de la vida...Amén”   

1

La Saga de los Restauradores 

 

Por aquellos días (s. I a.C.) le suscitó Dios un hombre de su agrado a su pueblo. Del linaje de Aarón, sacerdote, aquel hombre llamado Abías era el único ciudadano en toda Jerusalén capaz de plantarse delante del rey, cortarle el paso, quitarle la palabra y cantarle en pleno rostro las cuarenta verdades que se merecían sus actos y su forma de gobernar.

El Asmoneo -Alejandro Janneo era su verdadero nombre- miraba al tal Abías con los ojos perdidos en el horizonte, el pensamiento clavado en alguna de las páginas del libro del que parecía haberse escapado aquel hombre de Dios, posiblemente de las del libro de Nehemías. Una de aquéllas páginas de reyes y profetas que tanto les gustaba a los niños de Israel y sus padres les narraban con acentos épicos en la garganta, la voz en el eco de tambores lejanos tocando a hazañas bélicas, cuando los héroes de muy antiguo, Sansón y Dalila, los treinta valientes del rey David y su arpa de cuerdas de pelo de cabra, Elías el vidente volando a lomos de los cuatro caballos del Apocalipsis, uno de fuego, otro de hielo, otro de tierra y el último de agua, los cuatro cabalgando juntos por el viento de los siglos tras el Mesías que habría de ser bautizado en las mismas aguas del Jordán que se partió en dos para dejar paso a un profeta calvo. El holocausto de naciones perdidas bajo cenizas de apocalipsis escritos en la pared, las guerras del fin del mundo de los poetas muertos, las historias interminables de los sueños de las romas eternas, visiones de druidas sobre una babilonia en plena construcción de una escalera al cielo, hércules paridos por una loba con mala leche, ruinas de ciudades de filisteos sin nombre ni patria a la búsqueda del paraíso perdido, la utopía de las meretrices egipcias amamantando hebreos más viejos que Matusalén, el héroe de Ur la Oscura proclamando su divinidad sobre el altar de los bárbaros del Norte, el sur al este del Edén, el oeste a la derecha del río de la vida, cuando la muerte tenía un precio, al principio de los tiempos, al alba de los siglos. Érase una vez un copero que conquistó un imperio. Érase una vez un diluvio universal, un arca sobre las aguas que cubrían el mundo. La pasión de ser, el hecho de ser, la actualidad del ayer siempre presente, omnipresente, omnisciente, más guerras del fin del mundo, más héroes de hierro, nuevos másteres del universo, el futuro es mañana, la verdad la tiene el elegido, el elegido es el vencedor, ¡a mí los de Yavé!, tengo la esquina de tu manto ensartada en la punta de mi espada, rey, señor. Hace falta algo más que una corona para ser rey, algo más que tres brazos para ser el más fuerte, el pasado fue ayer, hoy es mañana, los ángeles nunca beben ni comen pero a veces se aparean con las hembras humanas y paren mala saña, la semilla del diablo, cuando los héroes eran semidioses y los semidioses monstruos de dos cabezas imponiendo su ley de terror. Y sigue trayendo a la memoria nombres, y tiempos.

¡Ah, aquellos mitos y leyendas del pueblo que salió del mar, se desparramó por la Palestina bíblica y revolucionó la historia del mundo con su terremoto de tribus en misión sagrada!

¡Qué niño en Jerusalén no conocía aquellas historietas de los tiempos de María Castaña!

“Que viene Goliat”, les decían los abuelos a los críos cuando eran malos y querían asustarlos.

El Asmoneo se burlaba de aquellas historietas para niños y se reía en las barbas de sus abuelos de los fantasmas del pasado. Él era real, su profeta Abías era real. ¿De qué le había valido a nadie el sueño del reino mesiánico? ¿Adónde los había conducido una vez y otra el deseo de hacerlo realidad?

“¡Y todavía quieren volver a intentarlo una vez más! De locos”, pensó para sí el Asmoneo.

Los hombres del rey de Jerusalén, todos perros de la guerra, todos soldados de fortuna de la Palestina oscura y profunda al servicio de la Abominación Desoladora, todos miraban al último profeta hebreo con los ojos atravesados por la rabia. Aunque al Asmoneo le hiciera gracia su personal profeta de desgracias lo cierto es que también a él se le cambiaba la cara cada vez que Abías le lanzaba a bocajarro sus oráculos. Sin embargo, en su papel de rey para un profeta el Asmoneo detenía la rabia de sus hombres y se dejaba enjuagar las orejas con aquellas frases tan apocalípticas sobre su suerte.

“Escucha el oráculo de Yavé sobre tu linaje, hijo de Matatías”, con aquella voz tan suya le anunciaba Abías.

“El Dios al que profanas en el trono y en su Templo extirpará de raíz tu semilla de la faz de la tierra sobre la que reinas. Ha hablado Yavé y no se arrepentirá; no abolirá su sentencia: Tus hijos serán devorados por una fiera extranjera”.

A los asesinos a sueldo del Asmoneo maldita la gracia que le encontraba el rey de Jerusalén a semejantes anuncios de muertes, desolaciones, ruinas, devastaciones, destrucciones, infiernos. ¿Pero cómo podía permitirse él, Alejandro Janneo, un descendiente legítimo de los Macabeos, de raza pura, que un sacerdote le hablara de aquella manera?, se preguntaban los unos a los otros aquellos perros de la guerra.

Alejandro los miraba con cara de asombro. ¿Le merecía la pena perder su tiempo tratando de explicarles por qué se dejaba lavar las orejas con aquellas sentencias espeluznantes tan bíblicas, tan típicamente testamentarias, tan netamente sagradas? Por un momento se lo pensaba, pero al siguiente se decía que no. No lo entenderían nunca.  

Aunque él se parase días enteros a explicarles de qué iba la cosa los cerebros de sus mercenarios nunca serían capaces de elevarse más allá de la distancia que lo hacían sus espadas del suelo.

¿Estaba el mundo para perder el tiempo esperando a que los burros volasen tras la estela del carro del sol, o que los peces volasen por las sierras de las nieves en busca del último yeti, o que los pájaros nadasen por las aguas detrás del buque de un Colón aún no nacido? ¡Cómo podría meterles en la cabeza el Asmoneo a sus perros de fortuna que aquél Abías era su profeta!

Ese Abías era el profeta que le daba todo el sentido divino a su corona. Sin su profeta particular, personal, suyo, su corona nunca trascendería, su dignidad de rey no se vería nunca sublimada a los ojos del futuro. Abías sería el carro de gloria sobre el que su nombre trascendería los siglos y llevaría su memoria más allá de los milenios incluso. Podía ser que su nombre se olvidara, pero el de Abías viviría para siempre en la memoria del pueblo.

“¿Lo comprendéis ahora? ¿Os entra en la cabeza? Mi nombre y el suyo irán asociados en la eternidad. Pero si yo lo mato mataré mi memoria. ¿Os dice esta perspectiva algo sobre la naturaleza de mi relación con el creador de vuestras más terribles pesadillas?”, lo mejor que podía intentaba el Asmoneo meterles a sus perros de la guerra algo de inteligencia en sus cráneos de piedra.

Todo para nada.

Pero era la verdad. Alejandro debía felicitarse porque también a él le había dado Dios su propio profeta. Todos los reyes de Judá tuvieron su bufón, su harén, y, cómo no, su profeta. Para bien o para mal es otra cuestión; lo importante era tenerlo.

Por lo demás, desde el punto de vista de la política el tal Abías era inofensivo. Sí señor, su profeta era tan inofensivo como una libélula del estanque real, tan poco dañino como una araña del jardín de su harén balanceándose entre el polvo de las cortinas, tan indefenso como un gorrioncillo abandonado con el ala rota a la intemperie de un invierno boreal. Un despiste, un sólo paso en falso y en un abrir y cerrar de ojos “el último profeta” sería convertido en el rastro que el aliento de la aurora dejó en alguna parte al otro lado del orto. ¿O acaso creían sus perros mercenarios que él, Alejandro Janneo, el hijo de los hijos de los Macabeos, iba a permitir que el tal Abías cruzase la línea entre anunciar desgracias y provocarlas? ¿Estaban bien de la cabeza?

Aquélla era su gente. El Asmoneo no las amaba ni sentía por su pueblo ninguna pasión nacionalista, pero era su gente y sabía cómo funcionaban sus mentes. Si Abías no cruzaba la raya no era porque le tuviera miedo a la muerte; era porque no estaba en su natural provocar lo que anunciaba, él se limitaba a dar el Oráculo de Yavé. Su Dios decía y él hablaba. Podía callarse y no exponerse a que una espada le cortase el cuello de un tajo, pero eso iría contra su naturaleza.

Además que con la misma pasión que Abías le servía su cabeza en bandeja de plata sin miedo de ninguna clase a que un día el Asmoneo se cansara del baile, con esa misma pasión su profeta, no el profeta del rey aquél, o del rey tal y cual, su profeta, el suyo propio, aquél Abías arremetía sin cortarse un pelo de la lengua contra saduceos y fariseos juntos por echarle leña al fuego del odio que los consumía a todos y los arrastraba a la guerra civil.

“Es único este Abías”, se decía. Y seguía el Asmoneo su camino muerto de risa.

 

2

La Matanza de los Seis Mil

 

Cosa curiosa donde las haya el Pueblo pensaba lo mismo que su rey sobre la misión sagrada del último profeta vivo que les quedaba.

El Pueblo corría al encuentro del sacerdote Abías, llenaba el Templo durante su Turno. Igual que si se tratara de un enjambre de niños abandonados a su suerte en el núcleo más violento de una jungla de pasiones alimentadas por un odio que no se satisface nunca, y de golpe vieran alzarse un hombre de verdad entre ellos, el pueblo de Jerusalén corría al encuentro de Abías en busca de entendimiento, comprensión y esperanza.

“No lloréis, hijos de Jerusalén, por las almas que se van sacadas de sus casas por la violencia. En el seno de Abraham reposan esperando el día del Juicio. Llorad más bien por las que se quedan porque su destino es el fuego eterno” les decía Abías.

El hombre de Dios y el Pueblo estaban hechos el uno para el otro. Era la verdad. Y él, el Asmoneo, estaba hecho para cortar cabezas y oír luego la sentencia de su profeta sobre la suya:

“Ha hablado el Señor, Oráculo de Yavé, y no se arrepentirá. El águila contempla desde la altura a la serpiente y el buitre planea esperando el despojo. Tus hijos son la carne. ¿Quién es el que se afana para la casa de otro? A su tiempo se verá que hay Dios en esta tierra cuando la serpiente huya del águila”.

Y también esto era verdad. Una verdad tan grande como la isla de Creta, como el mar Grande, como el cielo infinito lleno de estrellas, como la gran pirámide del Nilo. Y si no que se lo preguntasen a la montaña que el Asmoneo levantó con las cabezas que arrancó de sus cuellos aquella jornada para el olvido.

No fueron dos ni tres, ni cien ni doscientas. Fueron “seis mil” las cabezas que sacrificó a su pasión por el poder absoluto el nieto de los Macabeos. Seis Mil almas en una sola jornada. ¡Qué horror, qué locura, qué humillación!

Sucedió en Jerusalén la Santa, aquella Jerusalén hacia cuyos muros dirigían su plegaria todos los judíos del orbe. No sucedió en la ciudad de un rey bárbaro, ni sucedió en pleno campo de batalla durante el remate de los caídos. Ni fueron las cabezas de un pueblo extraño las que corrieron cuestas abajo Vía Dolorosa arriba hasta acabar a los pies del Gólgota. Fueron las cabezas de sus vecinos, las cabezas de las gentes que le saludaban cada noche, las cabezas de la gente que solían darle los buenos días. ¡Qué desastre, qué vergüenza, qué tragedia!  

Sucedió durante la celebración de una fiesta religiosa. Una de las tantas que el calendario templario tenía consagrada a la memoria de los inolvidables acontecimientos vividos por los hijos de Israel desde Moisés a los días corrientes. Pasó que el Asmoneo heredó de sus padres el sumo sacerdocio. En calidad de Pontífice fue a celebrar el rito de apertura que rompía la monotonía del año. Aquel detalle de creerse igual al César, general y pontífice máximo en un todo, les molestaba a los nacionalistas más que nada en el mundo. Les molestaba y les divertía. ¿Cuándo se vio a una serpiente soñando con ser águila?

En su papel de Papa de los judíos allá que fue el Asmoneo a declarar abiertos los festejos que solían romper la monotonía del año. Se sentó en su trono de sumo sacerdote todo metido en su papel de Su Santidad en la Tierra. A punto de dar su bendición urbe et orbis estaba cuando, de pronto, sin avisar, movido por un inexplicable cambio de humor, el Pueblo comenzó a arrojarle tomates podridos, gusanos fétidos, papas revueltas en barro agusanado, limones de cuando los dinosaurios habitaron tierra santa. ¡Un escándalo! Sus enemigos contemplaron desde las murallas el show. Con las miradas se lo preguntaron todo: ¿Qué hará el Asmoneo? ¿Se meterá para dentro y dejará correr la bola? ¿O saldrá enfurecido con la cólera de un semidiós sacado de su séptimo sueño, el triunfalista?

Por las barbas de Moisés, si el Asmoneo los hubiera dejado seguir seguro que los jerusaleños hubieran convertido la fiesta en un concurso y se hubiesen jugado el todo por el todo a ver quién arrojaba el primero la última piedra. El Asmoneo sacó su espada de debajo del sobaco de los santos y dio la orden a sus perros de la guerra: “¡Qué no quede ni uno!”, bramó sanguinario.

Lo que se vio entonces no se había visto jamás en toda la historia de los judíos. Nunca antes se había visto salir del Templo un ejército de demonios macabros, espada en mano, degollando sin mirar edad ni sexo. Si en el Templo de Jerusalén tenía su trono el Señor Dios ¿a las órdenes de quién entonces estaban aquellos monstruos asesinos segando vidas sin mirar a quién?

¿No es más bien el Diablo quien tiene su trono en esta Jerusalén de los Asmoneos?, inconsolables se preguntarían después los familiares de los muertos mientras Vía Dolorosa abajo acompañarían a sus difuntos al Cementerio Judío. ¡Para entonces sería demasiado tarde!

En aquel día de fiesta y alegrías los perros del Asmoneo se desparramaron por las calles y según fueron encontrando judíos los fueron degollando, atravesando, mutilando, descabezando, cortando en pedazos, por diversión, por deporte, por pasión, por devoción al Diablo.

Éste, el Diablo, sentado en su trono el Diablo contemplaba aquella orgía de sangre y terror, y preso de la angustia del que sabe que el día terrestre sólo tiene 24 horas se lamentaba de lo rápido que pasan dos docenas de sesenta minutos. De haber tenido a su disposición una docena más seguro que no hubiera dejado vivo ni un judío. La voluntad del Diablo era clara, matarlos a todos; pero el todopoder de su siervo para ejecutarla no llegaba a tanto. Así que señor y siervo tuvieron que conformarse con la cifra de Seis Mil cabezas. Que tampoco estaba tan mal para un solo día. Después de todo el demonio más malo trabajando a destajo no hubiera sobrepasado esa cifra en mucho. Se dice muy pronto “seis mil muertos” en una jornada.

Flavio Josefo, el historiador oficial de los judíos, en sus días acusado por los historiadores cristianos de falso, apuntó alto al dar Seis Mil muertos en una jornada. La cuestión es, ¿redujo Flavio Josefo el número de víctimas a su mínima expresión posible mirando a suavizar ante los ojos de los romanos el alcance de la tragedia? O al contrario, ¿movido por su política de odio hacia la dinastía asmonea exageró el número?

Como todo el mundo sabe entre los judíos la popularidad de los Asmoneos cayó muy bajo en tiempos postreros; hasta el punto de llegar a ser considerada por las generaciones que les sucedieron un periodo maldito, una mancha negra en la historia del pueblo elegido. Seguramente Flavio Josefo fue de esta última opinión y especialmente crítico con los dinastas Asmoneos, sobre todo con el gobierno de Alejandro I Janneo, hinchó la naturaleza de sus crímenes con el objetivo de transmitir a sus paisanos su particular odio. O pudo ser lo contrario y desinfló la cuenta pensando en la repulsa visceral hacia los judíos que sus lectores romanos sentirían leyendo la historia de aquella matanza. Volvamos no obstante a los hechos.

Desde el punto de vista del Asmoneo lo suyo hubiera sido que no hubiese quedado nadie para contarlo. Pero como los muertos no hablan la fama de aquella jornada no hubiese subido a la memoria y nadie se hubiera acordado de ella el día de mañana.

Desgraciadamente para los malos el Diablo alaba su gloria más de lo que su gloria infernal se merece; en consecuencia, sus servidores acaban siempre frustrados y atrapados en las redes de una araña que sin ser todopoderosa sí es lo suficientemente fuerte para engullirlos a todos en sus maniobras. Lo natural fuera que un príncipe del Infierno se sentara a contemplar su obra desde el epicentro de la gloria de quien está más allá del bien y del mal; afortunadamente los cuernos del Diablo se retuercen hacia abajo, y, contra natura, acaban hincándosele al propio demonio por la espalda. Ignorantes de su suerte tarde o temprano sus adoradores por ahí la cagan, y claro, así apestan.

En definitiva, aunque la voluntad del Diablo fuera el exterminio total de los judíos, ¡hombre! digo yo que alguno sí tuvo que quedar. Y como parece ser que al otro día Jerusalén entera se hartó de llorar no miento diciendo que alguno sí que quedó.

Luego, repensándolo con más claridad y tiempo, el Asmoneo no logró encontrar la salida del laberinto en que en su cólera se había metido. Sucedió todo tan rápido. ¡Si al menos hubiera olido el guiso que a sus espaldas se estuvo cociendo! De todas formas tampoco mostró signo alguno de arrepentimiento. Al contrario. “¡Hay que ver, es una maravilla lo que tarda un cachorro de la especie humana en criarse y lo poco que tarda en desangrarse!” se dijo.

El Asmoneo no se cansaba jamás de maravillarse. Después, durante el entierro en masa de los desgraciados jerusaleños que quedaron atrapados en las redes de su locura insana, el Asmoneo no paró de mover la cabeza. Nadie sabía si de lástima o porque estaba echando en falta algún que otro muerto.

Yo creo que el Asmoneo hacía sus matanzas con la mente del científico en pleno proyecto de experimentación de una fórmula nueva. “Si mato doscientos ¿qué pasará? ¿Y si le resto uno y le sumo treinta y tantos?” ¡Un monstruo! Su amor por la investigación no tenía tope. Ora freía un manojo de niños made in fariseolandia, ora devoraba un plato de vírgenes en su salsa. Pero sin dejarse llevar por la pasión, todo muy correcto, muy escrupulosamente, con la objetividad fría y acerada de un Aristóteles impartiendo Metafísica al aire libre.

¡Quién dijo que los hombres no pueden llegar a ser demonios si sabemos que algunos llegaron a ser como los ángeles!

Lo llamaron el Asmoneo -su apodo para la posteridad- en memoria de un tocayo del infierno, un diablo de la corte del príncipe de las tinieblas. Igualito que su tocayo maligno Alejandro Janneo sentía por el trono un amor asesino que le devoraba las entrañas y le transformaba la sangre en fuego.

Fuego en vez de sangre tenía en las venas el Asmoneo. El fuego le salía por los ojos de lo malo que eran sus pensamientos. Quien osaba sostenerle la mirada al Asmoneo veía al Diablo detrás de las bolillas de sus ojos, dominando su cerebro y desde su cerebro maquinando toda clase de maldades contra Jerusalén, contra los judíos, contra los gentiles, contra todo el mundo. Y lo más trágico era que el Asmoneo no se creía nada.

“Si no existe Dios cómo va a existir el Diablo” se confesaba con sus hombres el sumo pontífice de los hebreos. ¡Un Papa ateo! Que el César fuera sumo pontífice y fuese pagano, ateo y la demás parafernalia, se admite a trámite. Pero que el Pontífice de los judíos fuera más ateo que el César, ¿cómo se traga esta bola?

Lo cierto es que en aquella ocasión el Asmoneo estuvo casi a punto de dejarse masacrar. Al cabo lo pensó mejor y se dijo “pero qué tonto soy, un poco más y me creo de verdad que soy el santo padre”.

La verdad, si la verdad entera hay que contarla, la verdad es que el humor popular pasó a tal velocidad de la alegría más sana a la demencia más absoluta que no se pudo hacer nada. Así que, ¿cómo culpar al Asmoneo de haber luchado por su vida y haberse defendido llevando al extremo el sagrado derecho a la autodefensa?

¿Y cómo absolverlo de haber provocado con sus delitos una situación tan tremenda?

No es fácil hallar al culpable, la cabeza de turco a la que cargarle aquella monstruosa Matanza. Lo que no iba a hacer el Asmoneo era echarse las culpas. De tonto no tenía un pelo.

“Que tiemblan las piedras del Muro de las Lamentaciones, que tiemblen” se dijo. “Que la sangre navega enrabiada Jerusalén abajo hasta el Jardín de los Olivos, que navegue. Que conmovido el viento se lleva en mejillas rotas una elegía por Jerusalén que le destrozará el alma a Alejandría del Nilo, a Sardes, a Menfis, a Seleucia del Tigris y hasta a la propia Roma, que la lleve. Lo que a mí me preocupa es cuándo la vida me concederá la gracia de acabar con los cobardes que salieron huyendo como las ratas. Si tanto los querían, pues que tanto los lloran, ¿por qué los abandonaron a la matanza?” de esta manera excusaba el Asmoneo su crimen.

Los sicarios del Asmoneo le reían la gracia. Los judíos por el contrario no sabían cómo contener el grito de venganza. Si ya antes no podían soportar al Asmoneo, que les arrancaba a sus hijas sin darles a cambio plata, y se las llevaba y las vendía a su antojo y voluntad invocando tradiciones salomónicas, todas ellas santas; si ya no podían verlo cuando mataba a sus hijos por el sólo hecho de intentar despegar los labios para protestar por sus crímenes sordos; después de la Matanza de los Seis Mil en una jornada el odio le dio la mano a la locura y la declaración de guerra sin cuartel contra el Asmoneo se oyó de un confín al otro del mundo.

“El Asmoneo tiene que morir” pedía Alejandría del Nilo.

“Muerte al Asmoneo” repetía Seleucia del Tigris.

“El Asmoneo morirá” juraba Antioquía de Siria.

“Amén” respondía Jerusalén la Santa.

 

 

 

3

Los Magos de Oriente

 

El odio al Asmoneo se transmitió de sinagoga en sinagoga. Una sinagoga le pasó la consigna a la otra y en menos tiempo de lo que el Asmoneo hubiera querido el orbe entero estuvo al tanto de sus hazañas.

“Ligeras son en verdad las alas de Mercurio, alteza” vinieron a quitarle la preocupación sus perros de la guerra.

A consuelo de tontos, lágrimas de cocodrilos, decía el proverbio.

El hecho es que el odio de los jerusaleños contra el Asmoneo voló con alas ligeras de una esquina a la otra del mundo judío. Cómo no, la noticia llegó también a la sinagoga madre, la Gran Sinagoga de Oriente, la sinagoga más vieja del universo.

Aunque fundada por el profeta Daniel en la Babilonia de siempre, la Babilonia de las leyendas, la Babilonia clásica de los antiguos, con el cambio de los tiempos y las transformaciones del mundo la Gran Sinagoga de Oriente cambió de ubicación. Al tiempo presente los Magos de Nabucodonosor se habían desplazado a la capital de un emperador que no conoció la gloria de los Caldeos ni le interesaba los fantasmas de Akkad, Ur, Lagash, Umma y demás ciudades eternas de la Edad de los Héroes y los dioses, cuando criaturas de otros mundos hallaron hermosas las hembras humanas y contra prohibición divina cruzaron su sangre con ellas, cometiendo contra las leyes de la Creación pecado inolvidable, crimen que se castiga con el destierro del cosmos entero.

Alejandro Magno, como todos sabéis, echó abajo aquella Babilonia de las Leyendas. Su sucesor en el trono de Asia, Seleuco I “el invencible”, debió pensar que no merecía la pena reconstruir sus muros y en su lugar se construyó una ciudad enteramente nueva. Siguiendo la moda de la época la llamó Seleucia; y del Tigris por estar a las orillas del río del mismo nombre.

Obligados por el nuevo rey de reyes los habitantes de la Vieja Babilonia cambiaron de domicilio y vinieron a poblar la Nueva. De buen grado o a fuerza de decreto es el dilema. Pero conociendo la estructura de aquel mundo uno se puede permitir el lujo de creer que el cambio de domicilio se hizo sin más protestas que las de aquellos a los que se les negó el permiso de residencia. Al construir Seleucia del Tigris su fundador apartó de su Ciudad los elementos persas no purgados por Alejandro Magno. Medida que, como comprenderéis, benefició a las familias judías que a la sombra de la aristocracia persa dirigió el Comercio entre el Oriente Lejano y el Imperio. Protegidos de los Aqueménidas y expertos conocedores de todas las funciones de gobierno, los judíos alcanzaron en el imperio persa una posición social relevante, hasta el punto de suscitar la envidia de un sector de la aristocracia. La Biblia nos cuenta cómo el complot de este sector contra los judíos parió la primera solución final, abortada milagrosamente por la ascensión al trono de la reina Ester. Este trance superado la naturaleza siguió su curso. Los descendientes de la generación de la reina Ester se dedicaron al Comercio, y llegaron a ser con el tiempo los verdaderos intermediarios entre el Oriente y el Occidente.

Cuando Alejandro echó abajo la Babilonia persa las familias judías quedaron libres de la sujeción al amo aqueménida. Alejando fue sucedido en el gobierno de Asia por su general Seleuco I el Invencible. Con el cambio de amo la situación de los judíos mejoró. Lo único que Seleuco les exigió a los residentes de Seleucia del Tigris fue que se dedicasen a los negocios y no se metiesen en Política.

Eliminada la competencia persa, solos al frente del comercio entre el Oriente y el Occidente, a la altura del siglo en el que nos encontramos, Primero antes del Nacimiento, las familias hebreas que habían sobrevivido a las transformaciones de los dos siglos pasados llegaron a enriquecerse enormemente. (No olvidemos que las minas del rey Salomón tuvieron su fuente en el control del comercio entre el Oriente y el Occidente. Hacia esta zona los Liberados de Ciro dirigieron su talento. Tanto más cuanto que la reconstrucción de Jerusalén y la compra pacífica de la tierra perdida habrían de costarles montañas de plata. Como todos sabemos el Diezmo debido por todo hebreo al Templo era un deber sagrado. Desaparecido el Templo dejó de tener sentido ese Diezmo. Pero al ser reconstruido y entrar en funcionamiento una vez más la necesidad de hacerle llegar a Jerusalén ese Diezmo Universal exigió el Nacimiento de una sucursal recaudadora, la Sinagoga.

La Gran Sinagoga de Oriente, dirigida por los Magos de Babilonia, fue creada para ser la central desde donde el diezmo de todas las sinagogas dependientes del Imperio Persa sería canalizado hacia Jerusalén. Mientras mejor les fuera a todas las sinagogas más caudaloso sería el río de oro que, bien en metal bien en especias -oro, incienso y mirra - desembocaría en el Templo.

La paz universal era del interés judío en la medida que garantizaba las comunicaciones entre todas las partes del imperio. Los años de la conquista griega y las posteriores décadas de guerra civil entre los generales de Alejandro fue un obstáculo que frenó esa afluencia de oro y especias que todos los años solían llevar los Magos a Jerusalén. Sin embargo en lo que tuvo de trágico para el Templo el cierre de ese suministro dorado le fue recompensado a Jerusalén cuando al convertirse Alejandría del Nilo en ciudad imperial desde su Sinagoga nació un nuevo afluente de capital sagrado. Es decir, pasase lo que pasase el Templo siempre ganaba; y ocurriesen los cambios políticos que ocurriesen los Magos de Oriente siempre llegaban a la Ciudad Santa con su cargamento de oro, incienso y mirra).

En su día, en la comunidad judía de Seleucia del Tigris la noticia de la guerra de independencia de los Macabeos levantó un clamor profético espontáneo. Desde las distancias, la Gran Sinagoga de Oriente llevaba siglos esperando esa señal. Por fin había llegado el Día anunciado por el ángel al profeta Daniel. Tres siglos se habían pasado esperando este momento, tres siglos se habían diluido al otro lado del orto del tiempo, tres siglos largos, infinitos, esperando esta Hora de Liberación Nacional. La profecía de Daniel había pendido sobre el horizonte de la Sinagoga de los Magos de Oriente como una espada loca por entrar en batalla.

“La visión de las tardes y las mañanas es verdadera” decía, “guárdala en tu corazón porque es para mucho tiempo”.

“El carnero de los dos cuernos que has visto es el rey de Grecia, y el gran cuerno entre sus ojos es su rey: al romperse le saldrán en su lugar cuatro cuernos. Los cuatro cuernos serán cuatro reinos, mas no de tanta fuerza como aquél”.

¿No se cumplió la profecía cuando Alejandro Magno acorneó al rey de Persia y Media y se perfeccionó cuando a su muerte sus generales se dividieron el imperio, resultando de la guerra de los Diadocos la formación de cuatro reinos?

La profecía de la conquista del imperio del Persa por el Heleno cumplida, el entusiasmo que despertó entre los jóvenes de la Nueva Babilonia el Alzamiento Macabeo fue tan intenso en pasión como grande fue en los jefes de su Sinagoga el deseo de volver a ser jóvenes para empuñar la espada y seguir a la victoria al campeón que Dios les había suscitado.

También en Alejandría del Nilo, en Sardes, en Mileto, en Atenas y en Regio Calabria, allá donde una sinagoga echó raíces y prosperó, allá que los jóvenes se enrolaron y sus mayores los equiparon para la gloria.

¡Larga vida a Israel! Con esta proclama respondían los valientes al grito de guerra del Macabeo: “A mí los de Yavé”.

La victoria final de los Macabeos, por muy anunciada proféticamente que les resultara desde un principio, no dejó de ser celebrada por los judíos como si jamás nadie se las hubiera avanzado. Los hermanos Macabeos cayeron, como todo el mundo sabe, pero sus hazañas fueron escritas en el Libro de los libros para que sus nombres permaneciesen para siempre en la memoria de los siglos.     

 

4

Partido Saduceo versus Sindicato Fariseo 

 

La exaltación por la Independencia conquistada elevó la moral del pueblo. El grito de victoria que la Guerra de los Macabeos engendró en el mundo judío levantó en el pueblo la esperanza.

Lo que sucedió a continuación no se lo esperaba nadie. La satisfacción de vivir la Libertad endulzaba aún sus almas. Se puede decir que gozaban de la ebriedad del dulce vino de la libertad cuando a la vuelta de la esquina y emprender la recta el viejo fantasma del fratricidio de Caín despertó de su letargo.

¿Vino de improviso? ¿O tal vez no? ¿Cómo afirmarlo? ¿Cómo negarlo? ¿Lo vieron venir, no lo vieron venir? ¿En qué estaban pensando cuando miraron para atrás? ¿No aprendían nunca? Quienes propiciaron desde dentro la solución final de Antíoco IV Epífanes ¿no volverían a romper de nuevo la paz, sembrando en el día de la libertad la cizaña de las pasiones violentas por el control de los Tesoros del Templo?

¿No fueron los saduceos, el partido sacerdotal, quienes empujaron a Antíoco IV Epífanes a decretar la solución final contra el judaísmo? La Biblia dice que sí. Da nombres, detalles. Sumos sacerdotes que matan a sus hermanos, padres que asesinan a sus hijos en el nombre del Templo.

También luego, cuando las hordas criminales del Cuarto de los Antíocos se dieron a la faena, los saduceos fueron los primeros en abandonar la religión de sus padres. Eligieron la vida, desertaron del Dios de sus padres, sacrificaron a los dioses griegos. Cobardes, se rindieron a la Muerte, doblaron sus rodillas, se vendieron al mundo, y lo que es peor, vendieron a los suyos.

Lógico pues que al desencadenarse la Guerra de los Macabeos los fariseos, el sindicato de los doctores de la Ley y directores de las sinagogas nacionales y extranjeras, tomaran las riendas del Movimiento de Liberación Nacional, rodearan al Macabeo de la gloria del general que les había suscitado el Señor y se lanzasen a la victoria con la confianza del que es proclamado vencedor desde el primer día de su alzamiento.

¡Cosas de la vida! Una vez escrita la Historia de los Macabeos empezó a escribirse la historia de las envidias. Los viejos fantasmas de la lucha entre el partido saduceo y el sindicato fariseo amenazaron otra vez tormenta. El viento empezó a moverse. Así que la lluvia no tardaría en caer.

¿Pidió el clero aaronita perdón por los pecados cometidos durante la dominación seleúcida?

El clero aaronita no pidió perdón público por sus pecados. Los saduceos no doblaron la cabeza, no aceptaron meas culpas. El Templo les pertenecía por derecho divino.

No Dios, ellos eran los dueños de los Tesoros del Templo. Lo contrario, que los fariseos tomaran el control del Templo ¿no significaría una rebelión de los siervos contra sus señores?

Por supuesto que sí. Desde el punto de vista del partido saduceo cualquier movimiento del sindicato de los doctores de la Ley en la dirección contraria sería tomado como una declaración de guerra civil.

¡Lo que es el ser humano! Apenas acababa la Nación de romper sus cadenas ya sus jefes empezaban a afilar uñas. ¿Cuánto tiempo tardaría el ultimátum en venir?

La verdad, lo que se dice la verdad, el ultimátum no tardó en dejar oír su proclama fratricida. “O se les devolvía el poder -amenazaron los saduceos- o coronaban rey en Jerusalén”.

Hubo tirones de pelos, quebraderos de cabeza, túnicas rasgadas, cenizas pidiendo paso, amenazas pariendo fantasmas, lanzas que se rompían solas, hachas de guerra que se perdían y se dejaban encontrar como quien no quiere la cosa. ¡Saduceos y fariseos estaban por matarse en nombre de Dios!

¿Quién los detendría? ¿Quién les pararía los pies?

La amenaza de guerra civil flotó en la atmósfera de Jerusalén lo que duró el gobierno de Juan Hircano I. Dios les prohibió a los judíos darse rey fuera de la Casa de David. Los saduceos no sólo pensaron en un hijo de los Macabeos por rey sino que pasaron del pensamiento a los hechos consumados.

Los fariseos alucinaron. Cuando descubrieron la jugada maestra de jaque a la Ley que los saduceos estaban pensando los fariseos pusieron el grito en el cielo.

“¿Somos acaso una Nación sin sesos?” se preguntaban sus sabios públicamente. “¿Por qué volvemos a caer una vez y otra vez en la misma trampa? ¿Qué nos pasa? ¿Cuál es la naturaleza de nuestra condena por el pecado de nuestro padre Adán? Cada vez que el Señor nos da la vida se nos va la mano al fruto del árbol prohibido. Ahora quiere Caín retar a Dios a impedirle que mate a su hermano Abel. ¿Y nosotros vamos a permitir que los pastores arrojen el rebaño al barranco de sus pasiones? Si reina un hijo de los Macabeos traicionamos a Dios. Hermanos, se nos ha puesto más allá del dilema. Antes morir luchando por la verdad que vivir de rodillas adorando al Príncipe de las Tinieblas”.

Fueron muchas las palabras que se cruzaron. Se veía a las claras de una noche de luna llena que la guerra civil acabaría rompiendo la paz al alba. Por mucho que Abel amase a su hermano Caín, la locura de Caín al retar a Dios obligaba a Abel a defenderse.

Los tiempos habían cambiado. El primer Abel cayó sin ejercer su derecho a la autodefensa porque nació desnudo, vivió desnudo delante de sus padres y de su hermano. Jamás le alzó la mano a nadie. La paz era su problema. Todo Abel era paz. ¡Quien era todo paz cómo podía imaginarse la existencia de un corazón oscuro alimentado de tinieblas justo en el pecho de su propio hermano! La inocencia de Abel fue su tragedia.

Y su gloria a los ojos de Dios.

Caín no pensaba con la cabeza, pensaba con los músculos. Creía el hombre que la fuerza de la inteligencia y la de los músculos existen sujetas a alguna misteriosa ley de correspondencia. El que tiene el brazo más poderoso es el más fuerte. El más fuerte es el rey de la selva. En consecuencia, el destino de los débiles es servir al más fuerte o perecer.

Como Caín, los saduceos cayeron en la trampa de sus ambiciones personales. Así que la guerra civil por el Poder tarde o temprano habría de estallar. Tal vez más tarde que temprano. Era lo mismo. Tampoco nadie podía predecir el cuándo, la fecha exacta. La cosa es que la guerra civil se estaba cuajando en el ambiente. La atmósfera se estaba cargando. Era algo que se olía en el aire. Un día, un día… Pero no adelantemos acontecimientos.

Estaba el pueblo celebrando todavía la victoria contra el Imperio de los Seleúcidas cuando de pronto se corrió la voz del delito abominable cometido por el hijo de Juan Hircano I. No contento con el sumo sacerdocio, que la nación aceptó contra su propia conciencia, pero calló pensando en las circunstancias, el hijo de Juan Hircano I se ciñó la corona.

Con su coronación los Asmoneos le sumaron a un delito malo, contra natura, otro aún peor. A la cabeza de semejante violación de las leyes sagradas fueron hallados los saduceos. El Partido Saduceo -recordemos sus orígenes- fue una creación espontánea de la casta sacerdotal. Se creó para defender sus intereses de clase. Los intereses de los clanes sacerdotales tenían que ver con el control del Tesoro Templario. Con el paso del tiempo y una caña los cambios en la cúpula del Templo fueron engendrando poderosos clanes, cuyos familiares se fueron sumando por inercia al Sanedrín, especie de Senado Romano al estilo de las tradiciones más salomónicas. La lucha entre esos clanes por el control del Templo fue la máquina que condujo a los judíos a la situación de solución final adoptada por Antíoco IV, solución final que tanta sangre inocente vertiera en el cáliz de la ambición maligna de los padres de estos mismos saduceos que ahora coronaban contra la Ley de Dios al hijo de Hircano I como rey de Jerusalén.

Creadores indirectos de la solución final antijudía, los saduceos perdieron las riendas del Templo todos los años que duraron las gestas de los Macabeos. Judas el Macabeo los expulsó del Templo. Purgó a Martillo lo que la guadaña de la Muerte respetó. ¡Lógico que a ojos de los saduceos los Macabeos fuesen unos dictadores!

El Sindicato Fariseo -entremos un poco en la oposición- procedía de las bases encargadas de la recaudación del Diezmo. El Sindicato era el aparato del que se servía el Partido para mantener corriendo desde todo el mundo hacia las arcas del Templo aquel río de oro en el origen de la lucha fratricida entre los distintos clanes sacerdotales. Funcionarios al servicio del clero aaronita, los fariseos vivían de la recaudación del Diezmo y de las ofrendas por los pecados cometidos por los particulares.

Cuando los saduceos empezaron a matarse entre ellos por el control de la Gallina de los Huevos de Oro, los fariseos asumieron la dirección de los acontecimientos y emplearon las ofrendas del pueblo para equipar a los jóvenes voluntarios que desde todo el mundo vinieron corriendo a luchar a las órdenes de los Macabeos. Así que al término de la Guerra de Independencia las tornas se habían cambiado y era el Sindicato Fariseo el que estaba al mando de la situación. El Partido Saduceo, como es de comprender, no iba a sufrir este cambio por mucho tiempo.

La contraofensiva del Partido Saduceo no fue ni elegante ni brillante, pero sí efectiva. Todo lo que había que hacer era meterse en la piel de la Serpiente y tentar a los Asmoneos con la fruta prohibida de la corona de David.

Aquella batalla interna entre el Partido y el Sindicato por el control del Templo levantó en el mundo vanguardista hebreo un clamor espontáneo de indignación y cólera. Fue entonces cuando los mismos recursos en su día puestos al servicio de la Independencia saltaron a escena dispuestos a destronar al usurpador.

Entre fariseos y saduceos estaban convirtiendo la nación en una visión abominable a los ojos del Señor.

Urgía hacer algo, urgía declararles la guerra a los intereses privados del Partido y del Sindicato, restaurar el status nacional acorde al modelo descrito en las Escrituras.

Urgía.

Urgían tantas cosas.

Y no urgía nada.

Según los sabios más eminentes de las escuelas más elegantes de Alejandría del Nilo, de Atenas y de Babilonia la Nueva, llamémosla Seleucia del Tigris, todos los judíos del mundo tenían la santa obligación de tomar el reinado de los Asmoneos como un gobierno de transición entre la Independencia y la Monarquía Davídica.

No señor, a la fragilidad de la Independencia recién conquistada no le convenía atrapar la gripe de la guerra civil. En aras del fortalecimiento de la Libertad reconquistada todas las sinagogas tenían que mantenerse unidas y apoyar al rey de Jerusalén. Según se fuera viendo cómo progresaban los acontecimientos ya se tomarían las medidas necesarias para avanzar en la dirección del traspaso de la corona de una casa a la otra.

-¡Ya, los sabios, siempre sabios! Se creen que lo saben todo y al final no saben nada - les empezaron a responder las nuevas generaciones. La indignación de las nuevas generaciones por la situación aceptada tardó en saltar al escenario. Pero acabó haciéndolo a raíz de la Matanza de los Seis Mil. 

 

5

Simeón el Justo

 

“La presentación en el Templo”: Así que se cumplieron los días de la purificación conforme a la Ley de Moisés, le llevaron a Jerusalén para presentarle al Señor, según está escrito en la Ley del Señor que todo “varón primogénito sea consagrado al Señor”, y para ofrecer en sacrificio, según lo prescrito en la Ley del Señor, un par de tórtolas o dos pichones. Había en Jerusalén un hombre llamado Simeón, justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Cristo del Señor. Movido del Espíritu, vino al Templo, y al entrar los padres con el niño Jesús para cumplir lo que prescribe la Ley sobre El, Simeón le tomó en sus brazos y, bendiciendo a Dios, dijo: Ahora, Señor, puedes ya dejar ir a tu siervo en paz, según tu palabra; porque han visto mis ojos tu salud, la que has preparado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo Israel.

 

Simeón -nuestro próximo protagonista- descendía de una de aquellas familias que sobrevivieron al saqueo de Jerusalén y se las arreglaron para progresar plantando sus viñas en Babilonia. Esta era una verdad que Simeón podía demostrar en el momento y lugar que se le emplazase a hacerlo.

Aunque no suene perfecto ni bueno decirlo, porque trae a la mente leyes que invocan acontecimientos tristes y nefastos, Simeón era hebreo de pura cepa. Delante de las autoridades más expertas y cualificadas de su pueblo cuando lo quisieran, y si se trataba de gentiles curiosos entrando en el tema con tal de poner en aprietos a los amantes del pedigrí, las estirpes rancias y todo eso, lo mismo; cuando lo quisieran y en la mesa que le pusieran estaba presto Simeón el Babilonio a poner el documento genealógico de sus padres, que era como una nave directa a las raíces del árbol bajo cuyas ramas Adán conquistó a Eva.

Sus padres conocieron la Cautividad Babilónica, también la Caída del imperio de los Caldeos; saludaron la Venida del imperio del Persa; vivieron la revolución del Griego. Cómo no, el dominio de los Helenos. Con el paso del tiempo la casa de Simeón creció, se convirtió en una Casa poderosa entre los judíos y rica delante de los gentiles. En condiciones normales Simeón heredaría el negocio de su padre, visitaría la Ciudad Santa alguna vez en su vida, sería feliz entre los suyos y se esforzaría toda su vida por ser un buen creyente delante de los hombres y de Dios. Heredero de uno de los banqueros más acaudalados de Seleucia del Tigris todo estaba dispuesto para que al morirse Simeón lo llorasen plañideras sin número. Después de su muerte, cuando el reino de Israel fuese proclamado por el hijo de David, sus descendientes desenterrarían sus huesos y les darían sepultura en Tierra Santa.

Esta crónica hubiera debido ser el resumen de la existencia de Simeón el Babilonio. Pero la usurpación de los hijos de los Macabeos borró del libro de su vida toda esa felicidad perfecta. Planes tan bellos no habían sido hechos para él. Aquello de sentarse y esperar a ver cómo se desenvolvían los acontecimientos antes de emprender la acción definitiva, por si acaso el Señor estuviera usando el reinado de los Asmoneos como periodo de transición entre los Macabeos y el reino mesiánico, conseja de los jefes de la sinagoga de Seleucia del Tigris, no era para él. Simeón llevaba ya demasiado tiempo oyendo aquella monserga. Y después de la Matanza de los Seis Mil ya no quería ni en sueños oír tales palabras de prudencia.

El derrocamiento del Asmoneo no era algo que pudiera seguir posponiéndose para mañana, ni para pasado mañana, ni siquiera para la tarde de ese mismo día. El Asmoneo tenía que morir, ya. Cada día que seguía vivo era una ofensa. Cada noche que se iba a la cama ¡la Nación se encontraba un paso más cerca de su destrucción! El Asmoneo había roto todas las reglas.

Primero: Su familia había sido elegida y recibido el sumo sacerdocio pasando por alto las tradiciones y los ritos hereditarios. Un extranjero, no el consejo de los santos en pleno le había otorgado la suprema autoridad.

La sentencia contra tal usurpación de funciones sagradas era la pena capital.

Segundo: Contra las tradiciones que le prohibían al sumo sacerdote empuñar la espada el Asmoneo se había puesto al frente de los ejércitos.

La pena contra este delito era otra pena capital.

Tercero: Contra las tradiciones canónicas más firmes el Asmoneo no sólo había pisado la monogamia que regulaba la vida del sumo sacerdote, además, cual Salomón redivivo, cultivaba su propio harén de muchachas.

La pena contra este delito era más pena capital.

Y Cuarto: Contra la ley divina que le prohibía el acceso al trono de Jerusalén a cualquier miembro que no fuera de la Casa de David, el Asmoneo, haciéndolo, estaba arrastrando a toda la nación al suicidio.

Por todas estas razones el Asmoneo tenía que morir, sin importar el precio ni los medios a emplear.

Estos argumentos de Simeón acabaron convenciendo a los jefes de la sinagoga de Seleucia del Tigris de la necesidad urgente que el orbe tenía de acabar con la dinastía asmonea. Con esta misión sagrada Simeón el Babilonio abandonó la casa de sus padres y se vino a Jerusalén.

Rico y portador del Diezmo de la Sinagoga de los Magos de Oriente, su política de amistad con la corona asmonea, necesitada de apoyo financiero para ampliar la reconquista militar del reino, punta de lanza con la que Simeón el Babilonio se ganaría la amistad de su enemigo, habría de ganarle a la vez la desconfianza de aquéllos mismos entre los que debería alzarse como la mano invisible moviendo los hilos pro davídicos. Juego doble que lo mantendría andando sobre una cuerda en el abismo desde el día de su llegada hasta el día de la victoria.

Mientras ponía todo su poder para conservar el equilibrio de su cabeza sobre su cuello, Simeón el Babilonio debía mantener su revolución dentro de los estrictos límites de las cuestiones caseras. El Egipto de los Ptolomeos permanecía agazapado a la espera del debilitamiento de Jerusalén y una guerra civil judía le serviría la ocasión propicia para invadir el país y saquearlo.

Al otro lado del río Tigris estaban los Partos. Siempre amenazantes, siempre ansiosos por romper la frontera y anexionarse las tierras al Oeste del Eufrates.

Aunque agonizantes al norte los Helenos aguardaban la revancha y no perdían comba para, aprovechando una guerra civil romana, reconquistar la Palestina perdida.

En definitiva, la necesidad de limpiar Jerusalén de la abominación desoladora no podía poner en peligro la Libertad conquistada por los padres de los Asmoneos.   

 

 

 

LA HISTORIA DIVINA DE JESUCRISTO