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EL CORAZÓN DE MARÍA
CAPÍTULO
SEGUNDO
HISTORIA DEL HIJO DE DAVID
10
La Saga de los Precursores
Tras la muerte del Asmoneo,
después de la regencia de la reina Alejandra, mientras Hircano II ocupaba su
puesto de sumo sacerdote, después de la guerra civil contra su hermano
Aristóbulo II, suscitó Dios el espíritu de inteligencia en Zacarías, hijo de Abías.
Llamado al sacerdocio por ser el hijo de Abías, Zacarías enfocó su carrera en la administración del
Templo hacia el área de Historia y Genealogía de las familias de Israel.
Confidente de su padre, con quien Zacarías compartía su celo por la venida del
Mesías, mientras su padre y su socio el Babilonio dirigieron la búsqueda del heredero de la Corona de Judá, Zacarías concibió en
su inteligencia abrir los archivos del Templo. Cuando el fracaso de la búsqueda
de los legítimos herederos de Zorobabel fue un hecho
consumado, Zacarías se juró que no descansaría hasta poner patas arriba las
estanterías, y ¡por Yavé!, que no pararía hasta dar
con la pista que le condujese a la casa del heredero vivo de Salomón.
El templo de Jerusalén cumplía todas las funciones de
un Estado. Sus funcionarios actuaban como una burocracia paralela a la de la
propia Corte. Registro de nacimientos, sueldos de sus empleados, contabilidad
de sus ingresos, Escuela de Doctores de la Ley, todo este engranaje funcionaba
como un organismo autónomo.
Los puestos de poder eran hereditarios. También
dependían de las influencias de cada aspirante. Como aspirante, el aspirante
Zacarías tendría a su favor las tres fuerzas clásicas con las cuales cualquiera
hubiera podido llegar a lo más alto.
Contaba con la jefatura espiritual de su padre.
Contaba con la influencia y el apoyo total de uno de los hombres más
influyentes dentro y fuera del Sanedrín, Simeón el Babilonio, el Semayas de las fuentes tradicionales judías. En éstas a Abías se le llama Abtalión, una
deformación del original hebreo, con cuya perversión de las fuentes hebreas el
historiador judío pretendió ocultar a los ojos del futuro las conexiones
mesiánicas entre las generaciones anteriores al Nacimiento y el propio
Cristianismo. Y sobre todo y lo más importante, Zacarías contaba con el
espíritu de inteligencia que su Dios le había dado para llevar a buen término
su empresa.
Al mando Dios de la saga de los restauradores que
lideraran Abías y Simeón el Babilonio, cuyos nombres
-he dicho- fueron pervertidos por los historiadores judíos postreros con el fin
de enraizar el origen del cristianismo en la mente de un loco, volvió Dios a
repetir el juego que se diera entre sus dos siervos suscitando en el hijo de
Simeón el espíritu precursor que engendrara en el hijo de su socio.
Habiéndole negado a los padres la victoria, porque la
gloria del triunfo se la había reservado a sus hijos, mayor el de Abías que el de Simeón, quiso Dios en su Omnisciencia que
el hijo de Simeón, Simeón como su padre, tuviese por maestro al hijo de Abías, cerrando la amistad que entre ellos ya existía con
lazos que siempre perduran.
También, como su padre, Simeón el Joven parecía nacido
para disfrutar de una existencia cómoda y feliz, lejos de las preocupaciones
espirituales del hijo de Abías.
Astilla de tal palo, Simeón el Joven unió su futuro al
de Zacarías poniendo a su servicio la fortuna que heredaría de su padre.
Muy tonto debía ser un hombre -hablando de Zacarías-
para apoyado en tales poderes fracasar en su intento de elevarse a la pirámide
de la burocracia templaria y alzarse en la cumbre
como Director de los Archivos Históricos y Genealogo Mayor del Estado Teocrático en que, tras la conquista de Judá por Pompeyo el
Grande, quedó convertido el antiguo reino de los Asmoneos.
Esta incapacidad superada por la inteligencia sin medida que le diera su Dios
para abrirse camino, Zacarías llegó a la cima y plantó su bandera en la cúspide
más elevada de la estructura del Templo.
Los tiempos de todos modos eran difíciles. Las guerras
civiles asolaban el mundo. El horror se instauró por norma. Gracias a Dios el
fracaso de Simeón y Abías se cerró con un final feliz
compensatorio.
Tras la muerte de la reina Alejandra pasó lo que ya se
vio venir desde hacía mucho. Aristóbulo II reclamó para sí la corona, se
enfrentó en el campo de batalla a su hermano Hircano II y se llevó la victoria.
Pero si soñó con legalizar su golpe de Estado no tardó en ver su equivocación.
El mundo no estaba ya para regresos a los días de su
padre. Los propios saduceos se negaban ya a perder las prerrogativas que el
Sanedrín les había conferido. Ni a saduceos ni a fariseos les convenía una
vuelta al status quo anterior a la inauguración del Sanedrín. Obviamente a los
fariseos menos que a los saduceos. Así que se convino en hacer entrar en escena
al padre del futuro rey Herodes, palestino de nacimiento, judío a la fuerza.
Por orden de los fariseos Antípatro contrató al rey
de los árabes para expulsar del trono a Aristóbulo II.
La maniobra de cargar el peso de la rebelión sobre los
hombros de Hircano II fue una estratagema del Sanedrín para quedar al margen en
caso de derrota de las fuerzas contratadas. La guerra en curso la situación se
resolvió a favor de Hircano gracias a la presciencia divina, que interpuso
entre los hermanos al general romano del momento, en paseo triunfal por las
tierras de Asia. Hablamos de Pompeyo el Grande.
Tras conquistar Turquía y Siria el general romano
recibió una embajada de los judíos rogándole interviniera en su reino y
detuviera la guerra civil a la que las pasiones los habían arrastrado. Estamos en
los años sesenta del siglo primero a.C.
Pompeyo aceptó hacer de árbitro entre los dos
hermanos. Les ordenó que se presentasen inmediatamente a rendirle cuenta de las
razones por las que se estaban matando. ¿Quién era Caín, quién era Abel?
Pompeyo no entró en discusiones de esta naturaleza.
Con la autoridad de un master del universo habló palabras de sabiduría y dio a
conocer su juicio salomónico sobre el caso. Desde ese día y hasta nueva orden
el reino de los judíos quedaba convertido en provincia romana. Hircano II
quedaba restablecido en sus funciones de jefe de Estado y Antípatro,
padre de Herodes, como jefe de su estado mayor. En cuanto a Aristóbulo debía
retirarse a la vida civil y olvidarse de la corona.
Y así se hizo. Después Pompeyo se fue con las águilas
romanas a completar su conquista del universo mediterráneo, dejando las
campanas doblar en Jerusalén por la solución adoptada, de todas las peores la
mejor.
Por aquellos días el dragón de la locura trotó a sus
anchas por todos los confines del Mundo Antiguo. Lo venía haciendo desde el
alba de los tiempos, pero esta vez, cuando las guerras civiles romanas, más
sabio el Diablo por viejo que por genio sus lenguas de fuego crearon hombres
más malos que nunca. Al contrario que las otras lenguas que hacían santos, las
del Diablo parían monstruos que le vendían su alma al Infierno en aras del
efímero poder de la gloria de las armas. Como un Superstar firmando contratos de bodas de sangre con los novios de la Muerte el Príncipe
de las Tinieblas firmaba autógrafos todo pancho, esperando en su locura
manifiesta obtener de su Creador los aplausos debidos al que le dio a Dios un
ultimátum.
El recuento de los muertos en las guerras mundiales
romanas nunca fue anotado. El futuro nunca sabrá cuántas almas perecieron bajo
las demenciales ruedas del Imperio Romano. Leyendo las crónicas de aquel
imperio de las tinieblas en la Tierra uno se atrevería a decir que el propio
Diablo había sido contratado como consejero de los Césares. Una vez más la
Bestia recorría los confines del orbe ejecutando su voluntad soberana.
En medio de aquellos tiempos sangrientos, cuando hasta
un ciego podía ver la imposibilidad de llevarle la contraria al nuevo master
del universo, peor aún si el aspirante no pasaba de ser una mosca en el lomo de
un elefante, contra toda lógica y sentido común Aristóbulo II pasó del juicio
salomónico de Pompeyo el Grande y se declaró en rebelión armada contra el
Imperio.
La ambición ilimitada por el poder absoluto no
entiende de razas ni de tiempos. La Historia ha visto saltar la liebre más
veces de lo que los anales de las naciones modernas pueden recordar. Al parecer
el abismo entre el hombre y la bestia es menos peligroso que el salto del
hombre a la condición de los hijos de Dios. Y sin embargo quienes le niegan al
futuro del hombre lo que le pertenece por derecho de creación ésos son los
mismos que luego defienden a fuego y bala la idea de la evolución. No sabemos
si con la Duda sobre las intenciones de Dios al crear el Hombre esconde la
Ciencia una rebelión abierta contra el estadio final programado en nuestros
genes desde los orígenes de las edades históricas. En el fondo se pudiera
tratar sólo de una cuestión de orgullo craneal elevado al cuadrado de su
potencia. Es decir, no se niega que exista Dios; lo que existe es una negación
a vivir una crónica anunciada. Me explico, ¿por qué tenemos que ser objetos
pasivos de una historia escrita antes de nacer nosotros? ¿No es mejor ser
sujetos activos de una tragedia escrita por el Destino?
Las profundidades de la psicología humana no dejan de
sorprender nunca. En las oscuridades de las fosas abisales de la mente
criaturas luminiscentes bellas como estrellas en la noche de repente se
transforman en dragones monstruosos. Sus flechas de fuego devoran toda paz, violan
toda justicia, niegan toda verdad. Y ambicionando el poder de los dioses
rebeldes les dan la razón a los que sin creer en la evolución creen cuando
afirman que después del hombre hay algo más.
Después de todo no se trata tanto de creer o de no
creer sino de elegir entre el ser de la Bestia y el de los hijos de Dios.
A este respecto Aristóbulo II tenía una estructura
mental muy típica de su tiempo. O lo tenía todo o no tenía nada. ¿Por qué
compartir el Poder? Entre Caín y Abel había elegido el papel de Caín. Y no le
había ido nada mal. ¿Por qué venía ahora el romano a robarle el fruto de su
victoria?
Mientras a punta de espada Pompeyo el Grande le impuso
su voluntad y el mito sobre la invencibilidad del Matador de Piratas mantuvo a
raya su pasión, todo le salió bordado al Salvador del Mediterráneo. En cuanto
Pompeyo se dio la vuelta al Aristóbulo le salió la vena asmonea y se dedicó a lo que mejor sabía, hacer la guerra.
La forma que él entendía de hacer la guerra al menos
sí que la puso en práctica.
Por donde quiera que cabalgó se dedicó a dejar la
huella. Una granja por aquí otra por allá la Judea iba a recordar al hijo de su
padre por mucho tiempo. Fuego, ruina, desolación, ¡que se escriba la historia y
lo escrito se quede escrito, si no en los anales de la Historia al menos sí en
las espaldas del pueblo!
Debía saber la Serpiente Antigua que el Día de Yavé se acercaba, día de venganza y cólera. El Leviatán en
el punto de mira el Infierno redobló el fuego que llevaba dentro y desde el
pináculo de su maldita gloria se puso a dirigir el ejército de las tinieblas a
su imposible victoria.
Hermano contra hermano, reino contra reino. Hasta el
todopoderoso Senado Romano tembló de espanto el día que César cruzó su
particular mar Rojo. Por culpa del Conquistador de las Galias a quien hacía nada acababa de vérsele aclamado señor de Asia, a ése mismo
Pompeyo se le vio cruzando el Mar Grande como una gata para acabar siendo
asesinado como un piojo en una playa por orden de un faraón con faldas.
Hasta el Egipto llegó persiguiendo a su antiguo socio
quien convirtiera un río en una frase para la leyenda, y allí mismo le hubiera
enterrado el mismo faraón matador de Pompeyo de no haber providencialmente
intervenido en su favor los ejércitos provinciales del Asia, entre cuyos
escuadrones la caballería de los judíos destacó en arrojo y valor, dándole la
victoria y, lo que es más importante, salvándole la vida. Salvación que le
valió a los judíos del Imperio el agradecimiento libérrimo del César, y
recuperó para la nación su fama perdida de guerreros valerosos.
La necesidad que empuja a los poderosos a necesitarse
fue la que arrojó al jefe del estado mayor judío en los brazos del nuevo master
del universo mediterráneo, ganando el padre de Herodes para el pueblo judío los
honores de la gracia, como he dicho, y para él y su casa la amistad de quien es
agradecido porque fue bien nacido, la del único e incomparable Julio César.
Gracia ésta última que en Jerusalén no cayó tan bien
como en los círculos familiares del interesado. Pero que dada la persistencia
del hijo del Asmoneo por seguir los pasos de su padre
fue respetada como muro de contención. En tales momentos poco o nada creyeron
los judíos que debían temer de la carrera fulgurante hacia el poder del
cachorro Herodes.
¿Ni cuando Herodes demostrara valor sobrado para
desmantelar las fuerzas de los bandoleros galileos y sentenciarlos a muerte
saltándose las leyes del Senado de los Judíos?
Aprovechando su condición de lugarteniente de las
fuerzas del Norte, Herodes apresó a los bandoleros, desmanteló sus bases y
condenó a muerte a sus cabecillas. Nada inusual si se hubiera tratado de un
jefe judío. El problema era que al atribuirse las funciones del Sanedrín
-juzgar y sentenciar a muerte- la ambición personal de Herodes quedó al
descubierto y obligaba al Sanedrín a cortarles las alas estando aún a tiempo.
El asunto de juzgar al cachorro idumeo era complejo en
razón de quien era su padrino, el César en persona. La cuestión era que si no
le cortaban las alas nadie podría detener su carrera fulgurante hacia el trono.
Simeón el Babilonio y Abías expusieron este argumento ante los demás miembros del tribunal que se reunió a
juzgar a Herodes. ¿Se habían librado de la usurpación del trono de David por un
judío de nacimiento para ver cómo ponía en él su trasero un palestino?
Sin miedo al cachorro idumeo Simeón el Babilonio
expuso su sentencia ante todos: O lo condenaban a muerte ahora que lo tenían a
merced o se arrepentirían de su cobardía el día que el hijo de Antípatro se sentara en el trono de Jerusalén.
Herodes se volvió para mirar a aquél anciano que le
estaba profetizando a la luz del día lo que en sus sueños había visto tantas
veces. Admirado por hallar entre aquéllos cobardes un valiente juró allí, en
presencia de todos sus jueces, que el día que se ciñera la corona los pasaría a
cuchillo a todos. A todos excepto al único hombre que se había atrevido a
decirle en la cara lo que sentía.
Cuando Herodes fue rey esa fue la primera medida que
tomó. Excepto a su profeta particular decapitó a todos los miembros del
Sanedrín.
11
La Genealogía de Jesús según San Lucas
En medio de aquellos días de horrores sangrientos la
Naturaleza desafió al Infierno inundando de belleza la tierra. Fue de verdad
una época de mujeres hermosas. Al servicio de su Señor la Naturaleza concibió
una mujer de una belleza extraordinaria, y le dio un nombre. La llamó Isabel.
Era Isabel hija de una de las familias sacerdotales de
la clase alta de Jerusalén. Sus padres pertenecían a una de las veinticuatro
familias herederas de los 24 turnos del Templo. Clientes sus padres de la casa
de los Simeones, la extraordinaria belleza de aquella
muchacha le abrió las puertas del corazón de Simeón el Joven, con quien vino a
criarse como si de una hermana se tratara.
Los padres de Isabel no podían ver más que con buenos
ojos la relación que los muchachos se traían. Pensando en la posibilidad de un
matrimonio futuro sus padres le concedieron a Isabel una libertad por regla
general negada a las hijas de Aarón. ¿Había algo que más pudiera llenar de
orgullo el corazón de aquellos padres que su hija mayor llegara a ser la señora
del heredero de una de las fortunas más grandes de Jerusalén?
No era ya sólo una cuestión de riqueza, también estaba
la protección que Herodes había extendido sobre los Simeones.
La muerte de los miembros principales del Sanedrín tras su coronación dejó a
los Simeones en una posición privilegiada. De hecho,
la de los Simeones fue la única fortuna que el rey no
confiscó.
Si Isabel impusiera su belleza al joven Simeón, ¡ufff!, más de lo que nunca hubieran podido sus padres
soñar.
Esta posibilidad secreta en mente, que cada año
parecía hacerse más real en razón de la inteligencia con la que la Sabiduría
había enriquecido lo que la Naturaleza vistiera de tantas dotes, los padres de
Isabel la dejaron cruzar aquella delgada frontera al otro lado de la cual la
mujer hebrea quedaba libre para elegir esposo.
Lo normal en las castas judías era cerrar el contrato
de bodas de las hembras aarónicas antes de llegar a esa peligrosa edad,
alcanzada la cual por ley a la mujer no se la podía obligar a aceptar la
autoridad paterna como si se tratase de la voluntad de Dios. Convencidos de la
irresistible influencia de la belleza de Isabel sobre el joven Simeón sus
padres corrieron el riesgo de dejarla cruzar esa frontera.
Ella la cruzó encantada, y él fue su cómplice.
Simeón le siguió el juego a aquella alma gemela que la
vida le había dado. Educado él mismo para disfrutar de una libertad
privilegiada, para cuando los padres de Isabel llegaran a darse cuenta de la
verdad ya sería demasiado tarde. Isabel habría cruzado para ese entonces esa
frontera y ya nada ni nadie en el mundo podría impedirle casarse con el hombre
al que amaba más que a su vida, más que a las murallas de Jerusalén, más que a
las estrellas del cielo infinito, más que a los propios ángeles.
El día que sus padres comprendieron quién era el
elegido de Isabel ese día sus padres pusieron el grito en el cielo.
El problema del hombre al que Isabel amaba de aquella
forma tan superior a los intereses familiares era simple. Le había dado Isabel
su corazón al joven más cabezón de toda Jerusalén. En realidad, nadie apostaba
nada por la vida del hijo de Abías. Se le había
metido en la cabeza a Zacarías entrar en el Templo y expulsar a todos los
vendedores de genealogías y traficantes de documentos de nacimiento al por
mayor. Alucinados por lo que creían un ataque frontal a sus bolsillos fueron
muchos los que se juraron acabar con su carrera al precio que fuese. Pero ni
las amenazas ni las maldiciones lograron asustar a Zacarías.
En esto todos reconocían que el hijo era el replay de
su padre. ¿No fue su padre el único hombre en todo el reino capaz de plantarse
delante del Asmoneo en sus mejores días, cortarle el
paso y profetizarle a la cara un volcán de desgracias? ¿Qué se podía esperar de
su hijo, que fuera un cobarde?
De todos modos ¿por qué no dirigía Zacarías su cruzada
hacia otra parte? ¿Por qué se le había metido en la cabeza centrar su cruzada
contra el negocio floreciente de la compraventa de documentos genealógicos y
registros falsos de nacimiento? ¿Qué daño le hacían a nadie emitiendo aquellos
documentos?
Los interesados venían desde la propia Italia
dispuestos a pagar cuanto le pidieran por un simple trozo de papiro firmado y
sellado por el Templo. ¿A qué venía esa obcecación del hijo de Abías? ¿Por qué no se dedicaba a disfrutar de la vida como
cualquier hijo de vecino? ¿Acaso se divertía cortándole el rollo a todo el
mundo?
Bueno, pero antes de seguir entremos en la mente de
Zacarías y en las circunstancias contra las que se alzó.
He dicho que Zacarías, hijo de Abías,
y Simeón el Joven, hijo de Simeón el Babilonio, recogieron el testigo de la
búsqueda del Heredero vivo de Salomón.
Dadas todas las circunstancias establecidas en los
capítulos anteriores se comprende que el secreto fuera la condición sine qua
non que había de conducirlos al extremo del hilo. Nadie debía saber cuál era la
meta en mente.
Si a los Asmoneos la sola
idea de la restauración davídica les puso los pelos de punta, a la menor
sospecha de las intenciones de los hijos de sus protegidos, el Semayas y el Abtalión de los
escritos oficiales judíos, Simeón y Abías para
nosotros, el rey Herodes se cargaría en el día a todos los hijos de David.
Luego estaban los clásicos piratas que estarían
encantados de denunciar a sus hijos, nuestros Simeón y Zacarías. Herodes
recompensaría la denuncia por traición a la corona con honores miles. Y de paso
eliminarían de la escena al cruzado solitario con el que no se podía llegar a
acuerdo alguno.
Así que, conociendo el mar de peligros sobre cuyas
olas navegaba, Zacarías no abría su mente a nadie en
el mundo. Ni a la propia Isabel, la mujer con la que él era consciente que se
casaría a pesar de la voluntad de sus futuros suegros.
Era natural que de todos los hombres de Jerusalén no
hubiera otro que contara con más protección que el hijo de Abías.
Entremos ahora en las causas de aquella corrupción
generalizada en cuyos brazos se lanzaron los funcionarios del Templo.
En agradecimiento a su salvación por la caballería
judía -como he dicho antes- Julio César le concedió a la Judea privilegios
fiscales y liberación para sus ciudadanos del servicio de las armas.
El César ignoraba la compleja extensión del mundo
judío. Astutos como nadie, los judíos de todo su Imperio se aprovecharon de su
ignorancia para beneficiarse de los privilegios concedidos a los ciudadanos de
la Judea. Pero para beneficiarse de tales privilegios estaban obligados a
presentar los pertinentes documentos.
Todo lo que debían hacer era ir a Jerusalén, pagar una
suma de dinero y hacerse con los mismos.
¿Era para ponerse en el plan que se puso el hijo de Abías? ¿Acaso Zacarías no amaba a sus hermanos en Abraham?
¿Por qué se oponía? ¿Qué le iba a él en todo ello? Las arcas del Templo se
estaban llenando. ¿No le interesaba a él, como sacerdote y judío de nacimiento,
la prosperidad de su pueblo?
La enemistad creciente contra Zacarías procedía del
hecho de su imparable ascensión, que, en breve, de no cortarle el paso nadie,
lo conduciría a la cúspide de la dirección de los Archivos Históricos y
Genealógicos, de la cual dependía la expedición de los susodichos documentos.
Hombre, razones había para que el hijo de Abías hiciera la vista gorda y se aprovechara de la ocasión
para enriquecerse, y de camino compartir con todos la prosperidad que el cielo
les había regalado después de tantos males pasados, razones sí había.
Pero no, el hijo de Abías decía que él no se casaba con la corrupción. Tenía la cabeza dura como una
piedra. Para colmo de males la protección con la que contaba no les dejaba a
sus enemigos otra salida que intentar frenar su carrera por todos los medios.
Así que por mucho que adorase al hombre de su vida la
propia Isabel se preguntaba a qué venía aquella cruzada de su amado. Si ella le
sacaba el tema él se dedicaba a darle largas, miraba para otra parte, cambiaba
de rollo y la dejaba con la palabra en la boca. ¿Es que no la quería?
Simeón el Joven se reía de aquellos dos amantes
imposibles.
Risa que Isabel cogió y como que ella era hija de
Aarón y tenía a la Naturaleza de su parte que su amigo del alma le iba a
descubrir qué misterio se traían los dos entre manos.
Simeón el Joven le dio largas al principio. Lo último
que quería era poner en peligro la vida de Isabel. Al final tuvo que abrirle el
corazón y descubrirle la verdad.
¿Un judío de cualquier parte del Imperio que desease
registrarse como ciudadano de la Judea a qué familia se emparentaría y en qué
ciudad pediría ser registrado como nativo?
La respuesta era tan obvia que Isabel comprendió al
instante.
“En Belén de Judá y al rey David”.
Difícil que de por sí ya le era al Genealogo Mayor del Reino avanzar entre montañas de documentos, encima esta avalancha de
hijos de David que de repente le estaban saliendo al legendario rey por todas
partes.
“Luego estáis buscando al heredero de Salomón”, le
respondió Isabel a Simeón. “¡Qué bonito!” Simeón se rió con ganas de su ocurrencia.
A Zacarías no le resultó tan gracioso que su socio le
descubriera a Isabel la verdad. Hecho el daño había que tirar para adelante y
confiar en la prudencia femenina. Confianza que Isabel jamás defraudó.
El mismo Espíritu que detiene el avance de los
guerreros y les niega el paso a las metas por Él reservadas para los que les
seguirán, ese mismo Dios es quien ordena los tiempos y mueve sobre el escenario
a los actores para quien reservara la victoria que les negara a los que les
abrieron camino.
Contra todos los malos presagios que les desearon sus
enemigos Zacarías alcanzó la cúspide de la dirección de los Archivos del
Templo. También se casó con la compañera para él elegida por el destino. Cuando
hallaron que no podían tener hijos se oyó decir: “Castigo de Dios”, por haberse
rebelado ella contra la voluntad de sus padres, pero ellos se consolaron
amándose con toda la fuerza de la que el corazón humano es capaz.
A la pena de hallarse estériles se le sumó el fracaso
de su búsqueda.
12
El Nacimiento de José
Zacarías se pasó años revolviendo las montañas de
documentos genealógicos, ordenando rollo por rollo histórico tras la pista que
debía conducirle al último heredero vivo de la corona de Salomón. No se volvió
loco porque su inteligencia era más fuerte que la desesperación que se apoderó
de su mente, y, cómo no, porque el Espíritu de su Dios le sonreía en los labios
de su socio Simeón, que no perdía nunca la esperanza y siempre estaba ahí para
levantarle la moral.
“Tranquilo, hombre, ya verás tú como al final
encontramos lo que andamos buscando donde menos nos lo esperemos, y cuando
menos nos lo imaginemos, ya lo verás. No te partas la cabeza porque tu Dios te
quiera abrir los ojos a su manera. Yo no creo que te vaya a dejar con las manos
vacías. Es sólo que estamos mirando en la dirección incorrecta. La culpa es
nuestra. ¿Tú crees que te ha elevado adonde te encuentras para dejarte con tu
desolación en la cumbre? Descansa, disfruta de tu existencia, dejemos que Él
nos haga reír”.
Era extraordinario aquél Simeón. Pero en todos los
sentidos. Cuando él se casó con la mujer de sus sueños también disfrutó del
sueño de ser el hombre más feliz del mundo. Con aquella felicidad suya que se
derramaba sobre todos los clientes de su Casa y lo convirtió en el banquero de
los pobres, un buen día cuestiones de negocios lo llevaron a Belén.
La clientela de los Simeones también extendía sus ramas por las poblaciones alrededor de Jerusalén. Entre
las familias que tenían negocios con ellos figuraba el Clan de los carpinteros
de Belén. Para la fecha la jefatura del Clan estaba en manos de Matat, padre de Helí. Maestros
ebanistas, el Clan de los carpinteros de Belén tenía labrada su fama de
profesionales de la madera desde nadie sabía cuándo. Se comentaba incluso que
el fundador del Clan puso una de las puertas de la ciudad santa en los días de Zorobabel. Simples rumores, claro. La cosa fue que la
llegada de Simeón el Joven a Belén coincidió con el nacimiento del primogénito
de Helí. Llamaron al recién nacido, José.
Felicitaciones aparte, cerrado el negocio que le trajo a Belén, el abuelo del
niño y nuestro Simeón entraron en conversaciones sobre los orígenes de la
familia. El tema en curso quiso la propia conversación que Matat se explayara sobre el origen davídico de su casa.
En Belén a nadie se le ocurrió nunca poner en duda la
palabra del jefe del Clan de los carpinteros. Todo el mundo estaba, porque
desde siempre se había creído en el pueblo, que el Clan pertenecía a la casa de
David. Matat, el abuelo de José tampoco iba por ahí
usando el documento genealógico de su familia como si se tratase de un látigo
presto a caer sobre los incrédulos. No hubiera venido al caso. Sencillamente
era así, había sido siempre así y no procedía otra cosa. Sus padres habían sido
considerados hijos de David desde ya nadie se acordaba cuando, y él, Matat, estaba en todo su derecho de creer en la palabra de
sus antepasados. Después de todo cada cual era libre para creerse hijo de quien
mejor le conviniese. Pero claro, la investigación zacariana en punto muerto, la búsqueda del hijo de Salomón a nivel de archivos históricos
anclada en un callejón sin salida, por fuerza el que una sencilla familia de
carpinteros saltase al terreno de las realidades infalibles, por fuerza a
nuestro Simeón, intimísimo amigo del Genealogo Mayor
del Reino, tenía que resultarle si no graciosa al menos sí bastante simpática
aquella seguridad absoluta del abuelo Matat. Más que
nada fue el tono de certidumbre en el aliento del abuelo de José.
Cuando sin pretender ofender al jefe del clan de los
carpinteros de Belén Simeón el Joven puso en duda la legitimidad del origen
davídico de su casa el abuelo Matat miró al joven
Simeón con las cejas algo ofuscadas. Su primera reacción fue sentirse ofendido,
y por sus barbas que de haber venido la duda de otro individuo por su honor que
lo hubiera puesto al instante de patitas fuera de su casa. Pero en honor a la
amistad que le unía a los Simeones, y porque de
ninguna manera pretendió el Joven ofenderlo el abuelo Matat se privó de darle rienda suelta a su genio. También porque con los vientos que
corrían, cuando bastaba pegarle una patada a una piedra para que le salieran
hijos a David, la duda del muchacho le resultó comprensible.
Hombre de muy buen carácter, a pesar de esta manera de
entrar en nuestro relato, no queriendo que en lo sucesivo entre su casa y la de
los Simeones flotase duda de ninguna clase, el abuelo Matat cogió a nuestro Simeón del brazo y se lo llevó
aparte. Con toda la confianza del mundo depositada en su verdad el hombre lo
condujo a sus habitaciones privadas. Se dirigió a un arcón viejo como el
invierno, lo abrió y sacó de su interior una especie de rollo de bronce
envuelto en pieles rancias.
Ante los ojos de Simeón el abuelo Matat lo puso sobre la mesa. Y lo desenrolló despacito con el misterio de quien va a
desnudar su alma.
Apenas vio el contenido envuelto en aquellas pieles
rancias a Simeón las pupilas se le abrieron como ventanas al partir los
primeros rayos primaverales. Se le escapó de los labios un mudo “Dios santo”,
pero disimuló la sorpresa y escondió la emoción que le estaba recorriendo la
espalda. Y es que pocas veces en su vida, aun siendo el íntimo del Genealogo Mayor del Reino, y a pesar de lo habituado que
estaba a ver documentos antiguos, algunos tan antiguos como las murallas de
Jerusalén, pocas veces habían visto sus ojos una joya tan hermosa como
importante.
Tenía aquel rollo genealógico la antigüedad a flor de
piel. Los sellos en su metal eran dos estrellas brillando en un firmamento de
cuero tan seco como la montaña donde Moisés recibió las Tablas. Los caracteres
de su escritura desprendían fragancias exóticas paridas sobre el campo de
batalla donde alzara David la que sería la espada de los reyes de Judá. El
abuelo Matat desplegó el rollo genealógico de su clan
en toda su extensión mágica y dejó leer al Joven la lista de los antepasados de
José, su nieto recién nacido. Decía:
“Helí, hijo de Matat. Matat, hijo de Leví. Leví,
hijo de Melqui. Melqui,
hijo de Jannai. Jannai,
hijo de José. José, hijo de Matatías. Matatías, hijo de Amós. Amós, hijo de Nahum. Nahum, hijo de Esli. Esli, hijo de Naggai. Naggai, hijo de Maat. Maat, hijo de Matatías.
Matatías, hijo de Semeín. Semeín,
hijo de Josec. Josec, hijo
de Jodda. Jodda, hijo de Joanam. Joanam, hijo de Resa. Resa, hijo de Zorobabel”.
Mientras lo estuvo leyendo Simeón el Joven no se
atrevió a levantar los ojos. Una energía fulgurante le estaba recorriendo fibra
por fibra la médula. En su interior quería pegar botes de alegría, su alma se
sentía como la del Héroe después de la victoria saltando desnudo por las calles
de Jerusalén. De haber estado allí con él Zacarías, a su lado, por Dios que
hubieran bailado la danza de los valientes alrededor del fuego de la victoria.
Claro que sí, por supuesto que Simeón el Joven había
visto un documento igual a ése, variando los nombres, pero de la misma
antigüedad, guardando en sus secretos los caracteres hebreos más antiguos,
escritos por los hombres que vivieron en la Babilonia de Nabucodonosor. Lo
había visto en su propia casa. Su propio padre lo heredó del suyo y se lo trajo
a Jerusalén para depositar una copia en los Archivos del Templo. Sí, lo había
visto en su propia casa, era la joya de la familia de los Simeones.
¿Cuántas familias en todo Israel podían poner sobre la mesa un documento de esa
naturaleza? La respuesta la conocía Simeón desde niño: únicamente las familias
que regresaron con Zorobabel de Babilonia podían
hacerlo, y todas las que podían hacerlo se encontraban en el Sanedrín.
¡Dios santo!, lo que hubiera dado nuestro Simeón por
haber tenido en aquel momento a su lado a su Zacarías. La Luna y las estrellas
no valían a sus ojos lo que aquel rollo de bronce babilónico abrazado a aquél
pergamino de cuero de vaca del Edén. Aquel documento tenía más valor que mil
tomos de teología. ¡Qué no hubiera dado él por haber tenido la oportunidad de
haber oído de los labios de Zacarías la lectura del resto de la Lista! Decía:
“Zorobabel, hijo de Salatiel. Salatiel, hijo de Neri;
Neri, hijo de Melqui: Melqui,
hijo de Addi; Addi, hijo de Cosam; Cosam, hijo de Elmadam: Elmadam, hijo de Er; Er,
hijo de Jesús; Jesús, hijo de Eliezer; Eliezer, hijo de Jori; Jori, hijo de Matat; Matat, hijo de Leví; Leví, hijo de Simeón; Simeón, hijo de
Judá; Judá, hijo de José; José, hijo de Eliaquim; Eliaquim, hijo de Melea; Melea, hijo de Menna; Menna, hijo de Mattata; Mattata, hijo de Natam. Natam…hijo de David”.
13
La Gran Sinagoga de Oriente
Quizá me precipito algo en la sucesión de los
acontecimientos movido por la emoción de los recuerdos. Espero que el lector no
me tenga en cuenta haberme lanzado casi desbocado por la llanura de las
memorias que le descubro. Después de haber estado dos mil años dormidas en el
silencio de las altas cumbres de la Historia el propio autor no puede controlar
la emoción que le embarga, y se le van los dedos a las nubes con la facilidad
que tienden las alas del águila de las nieves hacia el sol inalcanzable que le
dan vida a sus plumas.
La verdad sobre la que he pasado de largo es la
relativa calma internacional que trajo a la región el imperio de Julio César,
paz relativa que jugó a favor de nuestros héroes, excitando su inteligencia,
especialmente la de nuestro Zacarías. Bajo otras circunstancias geopolíticas,
tal vez, la posibilidad de hacer entrar esa Paz en el esquema de sus intereses
no se les hubiera pasado por la cabeza.
En líneas generales, grosso modo, todo el mundo conoce
qué tipo de relación amor-odio entre Romanos y Partos
mantuvo en jaque al Oriente Próximo durante aquel siglo. En cualquier caso, los
manuales de Historia del Próximo Oriente Antiguo y de la República de Roma
están al alcance de cualquiera. No es un tema que predomine dentro de la
recreación oficial, sobre todo en función del origen asiático de los Partos,
detalle éste que, a los historiadores occidentales, influenciados por su
cultura grecolatina les es excusa suficiente para tocar de paso el tema de la
historia de su Imperio. No es esta Historia el mejor sitio para abrir el
horizonte en esa dirección; conste aquí el deseo de hacerlo en otro momento. En
fin, esta Historia no puede abrir hasta el infinito el escenario donde se
desarrolló. Los manuales oficiales están ahí para abrir el horizonte a todo el
que quiera profundizar algo más en el tema.
El hecho que viene a cuento y pertenece a esta
Historia centra su epicentro en la influencia que la paz del César tuvo sobre
la zona y las opciones que puso en mano de sus habitantes. Pensemos que cada
vez que se piensa en los días del conquistador de las Galias la nota predominante se queda en la parafernalia de sus guerras, sus instintos
dictatoriales, la madeja de las conspiraciones políticas contra su imperium, pasando siempre de largo por los
beneficios que su paz les supuso a todos los pueblos sometidos a Roma. En
relación a nuestro relato la paz del César más que grande fue importantísima.
Zacarías, que no paraba de maquinar la forma de
conducir a término su búsqueda del legítimo heredero de la corona de Salomón,
un día pensó en las palabras de su socio: “Tranquilo, hombre, ya verás que al
final encontramos lo que andamos buscando donde menos nos lo esperemos, y
cuando menos nos lo imaginemos, ya lo verás”, y se dijo que Simeón tenía toda
la verdad del mundo. Aún no habían encontrado lo que estaban buscando porque
habían estado dando vueltas alrededor del vacío. Ni probablemente darían nunca
con la pista de los hijos de Zorobabel de seguir
hurgando donde no había huellas de su existencia. ¿Así que por qué no jugarse
la carta de la Gran Sinagoga de Oriente? Lo único que tenían que hacer era
enviar un correo pidiéndoles a los Magos de la Nueva Babilonia que buscasen la
genealogía de Zorobabel entre sus Archivos. Así de
fácil, así de simple.
Simeón el Babilonio, nativo de Seleucia del Tigris, perfecto conocedor de la Sinagoga en cuestión asintió con la
cabeza. Se rió y lo soltó como le salió del alma:
“Claro, hijos, ¿cómo hemos estado tan ciegos todo este
tiempo? Ahí está la clave del enigma. No perdáis el tiempo. En alguna parte de
aquella montaña de archivos debe encontrarse la joya que os trae de cabeza. La
ocasión es propicia. Es ahora o nunca. Nadie puede decir cuándo se romperá la
paz. Manos a la obra”.
Zacarías y sus hombres eligieron un correo de toda
confianza de entre los correos de la Gran Sinagoga de Oriente que solían
entonces, una vez abiertas las rutas, traer a Jerusalén el Diezmo. El mensaje
que debía llevar a su vuelta de regreso a Seleucia,
para ser leído exclusivamente por los jefes de la Sinagoga de los Magos de
Oriente, concluía con estas palabras: “Centrar la investigación en los hijos de Zorobabel que le acompañaron de Babilonia a
Jerusalén”.
La tensión entre los dos imperios del momento, el
Romano y el Parto, una cuerda en tensión que podía romperse en cualquier
momento, amén de tener que contar con las continuas insurrecciones
nacionalistas típicas del Oriente Próximo, la respuesta podría tardar algún
tiempo. Pero ellos tenían tiempo.
Desde los días de Zorobabel los judíos del otro lado del Jordán se las habían arreglado para sortear los
peligros y cumplir con el Diezmo. Durante la estabilidad que al Asia Occidental
le dio el imperio de los persas la caravana de los Magos de Oriente llegó año
tras año. Después, tras la conquista del Asia por Alejandro Magno la situación
no cambió. Las cosas empeoraron cuando los Partos montaron sus tiendas al este
del Edén y soñaron con la invasión del Oeste.
Antíoco III el Grande se las vio y se las deseó para
contener la avalancha de los nuevos bárbaros. Su hijo Antíoco IV murió
defendiendo las fronteras. Convertidas las tierras del Próximo Oriente en una tierra
de nadie abierta al saqueo y al pillaje tras la muerte de la Bestia de los
judíos, los judíos al Este del Jordán tuvieron que aprender a apañárselas
solos; pero pasase lo que pasase la caravana de los Magos de Oriente siempre
llegaba a Jerusalén con su cargamento de oro, incienso y mirra.
Esta adversidad dada por contada el correo de Zacarías
llegó a su destino. A su tiempo regresó a Jerusalén con la respuesta esperada.
La respuesta a la pregunta zacariana era la siguiente:
“Dos fueron los hijos que Zorobabel trajo consigo de Babilonia. El mayor se llamaba Abiud;
el menor se llamaba Resa”.
Y había más, siguió diciéndoles el correo de los
Magos:
“Al mayor de sus hijos le dio Zorobabel el rollo de su padre, rey de Judá. El hijo de Abiud era, por tanto, el portador del rollo salomónico. Al menor le dio el rollo
genealógico de su madre. En consecuencia, el hijo de Resa era el portador del rollo de la casa de Natán, hijo de David. Excepto en sus
listas los dos rollos eran iguales. Sobre dónde estaban ambos herederos, sobre
esto ellos no podían darles detalles”.
¡Qué extraño es el Omnipotente!, venía de vuelta de
Belén pensando Simeón el Joven. ¡Qué extraña forma de moverse la del
Todopoderoso! Se esconde el río bajo la tierra, se lo traga la piedra, nadie
sabe qué camino se labrará por los hipogeos lejos de la vista de todos los
vivientes. Sólo Él, el Omnisciente, conoce el lugar exacto por dónde romperá y
saldrá a flote.
Se ríe el Señor de la desesperación de su gente, les
deja escarbar en el suelo buscando por dónde irá el río que se perdiera en el
corazón de la tierra apenas nacido, y cuándo ya tiran la toalla bajo el peso de
la victoria imposible y las manos les sangran con las heridas de la frustración
entonces se le conmueve al Omnisciente el alma, se levanta, les sonríe a los
suyos y con una palmada en la espalda va y les dice: Venga ya muchachos, ¿qué
os pasa? Levantad esos ojos, lo que buscáis lo tenéis a dos palmos de vuestras
narices.
Simeón el Joven se rió pensando en la cara que iba a poner su socio Zacarías cuando le diera la
noticia. Ya se imaginaba soltándole la película de su descubrimiento.
“Siéntate Zacarías”, le diría.
Zacarías se le quedaría mirando fijamente. Simeón el
Joven lo seguiría envolviendo en el misterio de su alegría, predispuesto a
disfrutar ese momento segundo a segundo.
“¿Qué te pasa, hermano, ya has perdido esa capacidad
tuya para leerme la mente?”, le insistiría Simeón el Joven.
Sí señor, iba a disfrutar de ese momento hasta la
última micra de segundo.
En ese momento no había en el mundo cosa que desease
más que vivir a cielo abierto la mirada de su socio cuando le dijera:
“Señor Genealogo Mayor del
Reino, mañana voy a tener el placer infinito de presentarle a Resa, el hijo de Natán, hijo de David, padre de Zorobabel”.
14
El Alfa y la Omega
Contra el horizonte alza su boca el océano devorando
cielo. Los vientos crujen, los tiburones hunden sus caminos en las
profundidades oscuras huyendo de las zarzas de fuego que en forma de látigos de
agua azotan los brazos fuertes que prefirieron morir luchando a vivir muriendo.
¿Qué fuerza desconocida desde los remotos altares del universo rocía con su
néctar de valentía risueña los ojos de los hombres que se descalzan y andan a
alma desnuda sobre sendero de espinos buscando calentar sus huesos al fuego que
nunca se consume? ¿Qué energía endurece los huesos de la alondra de las
distancias entre los dos polos del imán recorriendo las estaciones cortas de su
vida efímera? ¿Por qué la tierra sufrida, machacada, agotada y quemada de sus
lodos primordiales pare espíritus nacidos para darle la espalda a la playa de
los cocoteros y adentrarse solitarios en las profundidades de los bosques
negros? ¿Qué misterio se esconde en el alma humana, que tantos buscan y tan
pocos alcanzan? ¿En qué cuna amamantó el firmamento de los cielos el pecho que
le muestra a la flecha la hendidura que le servirá de carcaj entre sus
costillas?
¿No son los placeres de la vida ondas de nata y
chocolate sobre cuyos labios pétalos fragantes depositan sus besos? Se sienta
el rey de la selva en la llanura a admirar el baile de su reina en el valle de
las gacelas. El cóndor indomable pasea su nave de plumas sobre cimas que cortan
el cielo como espadas de héroes las filas del enemigo. El delfín de los océanos
se deja llevar por las corrientes cálidas soñando encontrarse por los caminos
de la mar carabelas de colones ebrios de sueños. ¿Por qué al hombre le
correspondió por suerte el batir de las ambiciones, el choque de los intereses,
el crujido de las pasiones?
¿Qué haremos con esa parte de la naturaleza de nuestro
Género? ¿Le cantaremos una nana antes del réquiem? ¿Desterraremos de nuestro
futuro el nacimiento de nuevos héroes? ¿Haremos con los hijos del futuro lo que
otros hicieron, darle por libertad una tumba? ¿O los encerraremos dentro de una
jaula para que píen tristones como esos pajarillos tontos que se mueren si les
roban la libertad?
Todo hombre tiene ante sí una vida de peligros y otra
de comodidades en el olvido de la suerte de los demás. Todo tiempo ha tenido
sus abogados del diablo y sus fiscales de Cristo. Lo único que sabemos es que
cuando se empieza el camino ya no hay marcha atrás.
El correo que de la Nueva Babilonia le trajo la
respuesta a la Saga de los Precursores se llamaba Hilel.
Era Hilel un joven doctor de la Ley de puño y letra
de la escuela de los Magos de Oriente. Al igual que en su día lo hiciera Simeón
el Babilonio, Hilel hizo su entrada en Jerusalén
trayendo el Diezmo en una mano, y en la otra una sabiduría secreta sólo apta
para esa clase de hombres que la tierra pare, aunque sus congéneres los
condenen.
También la tierra llora, y también sus hijos aprenden.
De siempre se ha dicho que sabe el hombre más del infierno porque ha vivido
entre sus llamas desde que fue expulsado del paraíso, que el propio diablo y
sus ángeles rebeldes porque siendo su futuro nuestra suerte tales hijos
malditos aún no han probado el amargo sabor de los fuegos del terrible averno
que les espera a la vuelta de la esquina.
Los sabios helenos se creyeron superiores a los
hebreos por su capacidad para penetrar en el misterio de todas las cosas.
Obligado preguntarse entonces, ¿sabe más el que tropieza en la piedra de los
burros que quien nunca cayó? O sea, que estamos todos condenados a aprender
tropezando como los burros dos veces. Y por consiguiente debemos condenar por
sistema a todo el que aprendió la lección sin necesidad de morder el polvo por
donde se retuerce la Serpiente.
En aquellos días de dragones y bestias, de alacranes y
escorpiones, dos caminos se abrían ante los hombres. Si se elegía el primer
camino: olvidarse de mirar a las estrellas y dedicarse a sus labores, la
existencia no exigía más discurso que “el vive y deja
vivir”, que el tirano aplaste y el poderoso hunda, es su destino, y el del débil
ser aplastado y hundido.
Si se elegía el segundo camino toda sabiduría era poca
y toda precaución insuficiente. Zacarías y sus hombres habían elegido este
último camino. También Hilel, el joven doctor de la
Ley que les enviaran los Magos de Oriente desde la Nueva Babilonia con la
respuesta a su pregunta.
Hilel no
sólo les trajo los nombres de los dos hijos de Zorobabel que le acompañaron desde la Vieja Babilonia a la Patria Perdida. A solas con la
Saga de los Precursores les contó lo que nunca habían oído, les dio a conocer
una doctrina cuya existencia ni en sus más remotos sueños hubieran podido
imaginar.
Que Zorobabel fue el
heredero de la corona de Judá, y en su calidad de príncipe de su pueblo lideró
la caravana del regreso de la Cautividad es un clásico de la Historia Sagrada.
Partiendo de este dado archiconocido, presuponiendo Zacarías y su Saga que al
hijo mayor de Zorobabel le correspondió la
primogenitura de los reyes de Judá, Zacarías se abrió camino por las
cordilleras genealógicas de su nación. Al cabo la imposibilidad de superar
aquellas cordilleras de interminables archivos lo condujo a mirar al otro lado
del Jordán. Y de la que un día fuera la tierra del paraíso terrenal le vino la
respuesta en los labios del doctor de la Ley protagonista del siguiente
discurso.
“Heme aquí con los dos hijos que me dio el Señor”,
empezó Hilel el mensaje que traía del actual Jefe de
los Magos de Oriente, un hombre llamado Ananel.
“Muchas veces hemos leído todos los presentes estas
palabras del profeta. No fueron dos sin embargo los hijos que tuvo David. Tuvo
muchos. Pero sólo a dos, como atestiguan sus palabras, incluyó en su herencia
mesiánica. Hablamos de Salomón y Natán. El primero fue sabio, el segundo fue
profeta. Entre ellos dos dividió David su legado mesiánico.
Al hacerlo David apartó de su heredero a la corona la
idea de ser él el hijo del Hombre, el Niño que le nacería a Eva para aplastarle
a la Serpiente la cabeza. En otras palabras, Salomón no debía dejarse
influenciar por el grito de su Corte clamando por el reino universal; pues él
no era el rey Mesías de las visiones de su padre David.
Digno hijo de su padre, el rey sabio por excelencia
siguió al pie de la letra el Plan Divino. También su hermano el profeta Natán.
Este, desde el día después de la coronación de su hermano se retiró de la Corte
y se fundió con el pueblo dejando tras de sí la estela que nunca se olvida ni
jamás se alcanza”.
(Muchas dudas pueden saltar aquí al caso, respecto a
si Natam, hijo del rey David, y Natán profeta fueron
la misma persona. Yo no quisiera perderme en divagaciones típicas de un
historiador de las cosas pretéritas. Cuando las pruebas documentales necesarias
para la reconstrucción de la historia de un personaje faltan el historiador
debe recurrir a los elementos de una ciencia infinitamente más exacta, hablamos
de la ciencia del espíritu. Sólo una pregunta pongo sobre la mesa y dejo el
tema. ¿El rey de los profetas a qué otro profeta le hubiera abierto la puerta
de su palacio sino al nacido en su propia casa, nacido de su muslo como dirían
los griegos? ¿No lo maravilló su Dios haciéndole reír de aquella forma? Por
supuesto que el asunto queda pendiente de confirmación a título de
documentación oficial. Pero insisto, cuando las pruebas naturales faltan el
investigador debe levantar su mirada y buscar la respuesta en quien lleva en su
memoria el registro de todas las cosas del universo. Pero si la fe falla y el
testimonio de Dios es reputado por nada ante el tribunal de la historia
entonces no nos queda más remedio que pasar del tema o vagar interminablemente
tras esa sabiduría inalcanzable de los griegos. Considerando aquí que la
sabiduría de los presentes está libre de prejuicios contra el Creador de los
cielos y la Tierra, esto dicho, seguimos).
“La casa de Salomón y la casa de Natán se separaron. A
su hora, cuando en su omnisciencia Dios lo determinase, estas dos casas
mesiánicas se volverían a encontrar, se unirían en una sola casa y el fruto de
este matrimonio sería el Alfa. Cuando tal acontecimiento tuvo lugar sus padres
le pusieron un nombre; lo llamaron Zorobabel. Este
nacimiento se cumplió cinco siglos después, aproximadamente, de la muerte del
rey David.
Zorobabel,
hijo de David, heredero de la corona de Judá, se casó y tuvo hijos e hijas. De
entre sus hijos eligió a dos de ellos para repetir la operación que realizara
su legendario padre, y entre ellos dividió su legado mesiánico. Los nombres de
sus dos herederos fueron Abiud y Resa.
Amantes de su padre, temerosos de su Dios, los
príncipes Abiud y Resa acompañaron
a su padre de la Babilonia de Ciro el Grande a la Patria Perdida. Empuñaron la
espada contra quienes intentaron por todos los medios impedir la reconstrucción
de Jerusalén, y tras la muerte de su padre se separaron.
Cada uno de ellos heredó de su padre Zorobabel un rollo genealógico escrito del puño y letra del
propio David. El rollo salomónico comienza su Lista desde Abraham. El rollo natámico abre su Lista desde el propio Adán.
Si sobre la Lista Real de Judá nadie ignora la
sucesión desde David a Zorobabel, otra cosa sucede
con la Lista Natámica. Su sucesión es ésta: Natán, Mattata, Menna, Melea, Eliaquim, Jonam, José, Judá,
Simeón, Leví, Matat, Jorim,
Eliezer, Jesús, Er, Elmadam, Cosam, Addi, Melqui, Neri, Salatiel.
Cualquiera que se diga hijo de Resa debe presentar esta Lista. En caso contrario su candidatura a la sucesión
mesiánica debe ser rechazada".
Pero recapitulemos.
15
La Hija del Rey Salomón
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