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EL CORAZÓN DE MARÍACAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA
Segunda
Parte
VOLVER A NACER
Adiós Alejandría adiós -susurraron
los labios de un José que dejaba atrás amigos, negocio, años felices,
perspectivas nuevas, una ciudad sabia, la alegría de haber vivido
cosas maravillosas y oído otras increíbles de creer de no haberlas
oído de labios del Niño.
Al otro lado del horizonte
le esperaba el regreso del dolor dormido bajo las sábanas espesas
de un subconsciente cruelmente herido. ¿Regresar a Nazaret?, ¿instalarse
en Belén, su pueblo?, ¿qué haría?
Durante la ausencia de la
Dueña del Cigüeñal de Nazaret, la casa grande de la colina, Juana,
la hermana de María, había mantenido la heredad de su sobrino Jesús
en alza. Por este sitio José no tenía ningún problema. Todo lo que
era de su esposa era suyo; así que José podía dedicarse a vivir
de las rentas y empezar a darse la buena vida. Sólo que por muy
próspera que fuera la herencia de su esposa esta forma de pensar
no iba con él.
Como padre que era a José
más que el porvenir de su hijo Jesús lo que le preocupaba era el
futuro de sus sobrinos.
Para la fecha su cuñado Cleofás
había traído al mundo una tropa. De haberse mantenido soltera su
hermana María hubiera sido más que probable que la herencia de Jacob
de Nazaret y su legado mesiánico hubieran pasado al varón de la
casa; en cuyo supuesto el futuro de los hijos de Cleofás hubiera
estado ligado al de la propiedad de María.
No era el caso. Tarde o temprano
los hijos de Cleofás tendrían que abandonar la casa de la Tita María,
establecerse y fundar sus propias familias. Así que, sin pensárselo
dos veces, José tomó la decisión final de volver a empezar, como
la primera vez que llegó a Nazaret, desconocido de todos los que
no le conocían, sin suelo donde caerse muerto, el cielo por techo,
los horizontes por paredes de su casa, la tierra madre por piso
donde reclinar su cuerpo, una piedra de almohada bajo las estrellas,
sus fieles canes asirios de guardia alrededor del fuego, la aurora
al alba, la estrella de la mañana bajo la Luna, Jerusalén arriba,
camino de la Samaria como quien se interna en un cuerpo y viaja
hasta el corazón por las arterias incógnitas de la tierra. ¿Por
qué no? ¿No nos dotó Dios de su fuerza para mantener el espíritu
siempre joven? Las fuerzas tienen que fallar, pero las ganas siguen
más allá del cansancio de los huesos.
Pues claro que reabrir la
carpintería iba a ser un trabajo serio, pero como a aquéllos dos
hombres no les faltaban ni la fuerza ni el coraje para volver a
empezar de cero, pues eso. Además, que ya habían pasado a mejor
gloria las criaturas tenebrosas que ordenaron la Matanza de los
Inocentes y, la verdad, todo sea dicho, aunque José no aparentara
demasiadas ganas de regresar a la patria también a él le estaba
picando el gusanillo de la familia, volver a ver a sus hermanos
y hermanas, ver a su mujer y a su cuñado felices en los brazos de
su madre. En fin, que la naturaleza humana fue tejida con fibras
del amor divino y necesita bañarse en lágrimas de alegría para superar
la tendencia innata que manifiesta a parecerse a las bestias, que
ni ríen ni lloran.
En cuanto al trabajo, hombre,
José pudo haberse dedicado a los negocios del campo, pero no era
su palo. El oficio de carpintero ebanista lo llevaba en los genes,
le palpitaba en la sangre; era lo suyo, podía pegar un clavo sin
mirar, pulir la superficie más ruda mientras conversaba. ¿El campo?
El campo no era para él, ni él estaba hecho para el campo. ¿Habían
desfallecido las mañas de su cuñada Juana para mantener la propiedad
en alza?
Sí, para los asuntos del
campo allí estaba su cuñada Juana. Y sobre el taller costura de
Nazaret el asunto estaba en las manos de las obreras de su Mujer,
y Esta, dedicada ya a su familia, lo primero que hizo fue dejar
las cosas tal como estaban.
El Niño, por su parte, apenas
puso el pie en Israel ya se moría por ver llegar el día de su admisión
en la comunidad con todos los plenos derechos de los adultos, cosa
que solía tener lugar a los trece o catorce años. En su caso las
cosas se adelantaron a los doce años porque su cabeza funcionaba
mejor que la de una persona mayor. Conste que no lo digo para impresionar
al lector. Lo cierto es que durante todo el trayecto del Egipto
a Israel el Niño se mantuvo hiperactivo; si por Él hubiera sido
se hubiera echado a volar, o a correr sobre las aguas y no hubiera
parado hasta llegar a Jerusalén. Ya se lo imaginaba todo. Se abriría
paso hasta el Patio del Templo, pediría la palabra y dejaría fluir
por su boca la verdad toda la verdad y nada más que la verdad.
“Allá voy Jerusalén” susurró
el Niño mientras dejaban atrás Egipto.
La idea del Niño sobre su
destino mesiánico era la clásica del pensamiento popular de las
fechas. El Hijo de David se presentaría montado en su caballo de
gloria ante los poderes del Templo, reuniría a su alrededor a todos
los hijos de Abraham del mundo y los lideraría a la conquista de
los confines de la tierra.
Con estas santas intenciones
en la cabeza, la ceremonia de admisión en la comunidad celebrada,
a sus doce años cumplidos, Jesús se fue al Templo a poner en práctica
su estrategia.
Durante el primer día atraería
la atención sobre sí; al segundo la voz se correría; y al tercero
se les descubriría a todos los Sabios de Israel en la inmensidad
de su realidad divina. Al Cuarto el Mesías estaría en su trono llamando
a sus filas a todos los ejércitos del Señor en el mundo.
Y así fue. Al menos durante
los dos primeros días. Pero al tercero pasó algo que marcaría su
existencia por los restos.
Maravillados por la inteligencia
de aquel Niño que sabía más que todos los sabios de Israel juntos,
las autoridades del Templo acabaron congregándose para tomar una
decisión sobre lo que estaba pasando.
Entre ellos cogió sitio alrededor
de Jesús, a su vez rodeados de los Doctores y Príncipes del Templo,
un tal Simeón. Este Simeón era el anciano que saludara al Niño recién
nacido y le dijera a su Dios que ya lo podía dejar ir, a reunirse
con sus padres pues ya había visto al Cristo.
Dios no parece que estuviera
muy de acuerdo con Simeón. En lugar de llevárselo al Cielo lo dejó
en la Tierra todavía.
Este Simeón en cuanto vio
al Niño reconoció al Hijo de María. Alucinado por lo que estaba
viviendo tomó la palabra cuando ya todos estaban convencidos de
tener delante al Hijo de David.
-Dime, hijo, rompió el tal
Simeón el silencio.
Y siguió hablando palabras
de una sabiduría desconocida para el Niño y para todos.
-¿Qué pasará cuando tú te
vayas? Porque tú tendrás que irte. ¿Volveremos los hombres a nuestro
viejo mundo de todos los días o acaso crees que el Cristo se quedará
para siempre con nosotros?
¿De qué le estaba hablando
aquél anciano?, se preguntó el Niño.
Aquel anciano le estaba diciendo,
entre las protestas de todos sus colegas, que el Cristo debía verse
rodeado de una jauría de perros, cargar con todos los pecados del
mundo, ofrecerse como Cordero Expiatorio.
-Pero si se sienta en su
trono ¿cómo podrán cumplirse las Escrituras?, apuntilló su discurso
el tal Simeón.
El Niño se quedó helado.
¿Él era el Siervo de Yavé de las profecías de Isaías?
No era que el Niño no conociera las profecías. Los libros proféticos se los conocía de memoria. Lo que le estaba impactando era la interpretación que Simeón les estaba dando. Era una sabiduría tan nueva y desconocida para Él como lo era para los demás que la estaban escuchando.
HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA. Segunda Parte. Historia del Niño Jesús. 8. LA ESPADA DE DAVID
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