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EL CORAZÓN DE MARÍACAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA
Segunda
Parte
BODA Y NACIMIENTO DEL NIÑO
María y José se comprometieron.
La regla general era que el padre del novio fuese a charlar con
los padres de la novia del deseo de su hijo de casarse con la novia.
Se hablaba de la dote y cerraban el trato. En el caso de José fue
el propio José quien habló con la madre de la novia y le pidió su
hija por esposa. La madre de la novia aceptó y firmaron el contrato
de boda.
Por aquellos días la tradición
imponía un año de noviazgo desde la firma del contrato hasta el
día de la boda. Al año podrían casarse. Durante el año de noviazgo
sin embargo los novios quedaban obligados a la ley sobre el adulterio.
Era la norma, pero en ningún caso ley sagrada. Moisés no había dado
ningún precepto relativo a la prohibición de casarse inmediatamente
después de ser firmado el contrato matrimonial. Habían sido los
propios judíos quienes se impusieron a sí mismos ese año de espera.
No se sabe si culpando a
Dios de haber sido tan blando, la cosa es que no contentos con el
monte de leyes que les dictara, ellos se echaron a la espalda otra
montaña de prescripciones, leyes, tradiciones, mandatos, normas
canónicas y no se sabe cuántas obligaciones más. Así que como no
era Ley de verdad tampoco nadie se asustaba si se daba el caso de
tener que acelerarse los trámites por debilidad de la carne. El
niño nacía sietemesino. Pero bueno, tampoco es para armar un escándalo.
¿No cura el pecado una boda como dios manda? Por supuesto que sí.
La cara negativa era que
sin ser ley la debilidad de la carne llegaba a pagarse con la muerte
si el pecado no había sido cometido por el novio. En este caso todo
el peso de la ley sobre el adulterio recaía contra la novia. Juzgada
por adúltera pagaba su debilidad con la pena de muerte, generalmente
por apedreamiento.
Por muchas otras razones
un contrato matrimonial podía romperse. No era corriente, pero se
daban casos. Incompatibilidad de caracteres, por ejemplo. Se devolvían
los dineros y cada cual tiraba para su casa.
En el caso más general, embarazo
durante el año de espera, tampoco la sangre llegaba al río. Son
jóvenes, pero que bienvenido sea el nieto. ¡Qué culpa tienen los
muchachos! Banquete de boda, celebración por todo lo alto, pelillos
a la mar, el niño nació sietemesino. ¿Y qué? Gloria bendita. Bien
acabó lo que bien empezó, es lo que importa.
El caso de la Virgen fue
de otra naturaleza. Un día -le confesó Ella a los Apóstoles- se
le apareció el ángel de Dios y al otro ya estaba en estado de gracia.
Los Apóstoles se lo contaron a sus sucesores éstos a los suyos y
ahí sigue la Confesión de la Virgen de boca en boca.
Concebir por obra y gracia
del espíritu santo se dice muy pronto.
“¡Estoy en estado por obra
y gracia del espíritu santo!”, hubo de confesarse la Virgen a sí
misma uno de aquellos días.
Nadie creerá que la Virgen
salió corriendo de alegría gritándole a todo el mundo el Relato
de la Anunciación. No es algo que sucediera todos los días. De hecho,
en toda la Historia de la Humanidad jamás había tenido lugar un
fenómeno igual. El caso más parecido a una concepción sobrenatural
de la naturaleza que nos cuentan los Evangelios lo encontramos en
el mundo de las mitologías.
Sin ir más lejos la propia
madre de Alejandro Magno confesó por ahí que tuvo a su hijo con
uno de los dioses del mundo clásico al que ella pertenecía. Fuera
por respeto a su madre o por orgullo su hijo mantuvo su origen semidivino.
Que yo recuerde es el caso más parecido al que la Virgen puso sobre
la mesa de los siglos.
Bueno, ¿por qué no? El Dios
de los hebreos había realizado muchas obras extraordinarias desde
los días de Moisés a los corrientes. Sus Escrituras hablaban de
la Concepción de un Niño nacido de una Virgen. Como ejemplo de fantasía
llevada a su extremo más alto de imaginación y genio que el Dios
que creara los Cielos y la Tierra pueda realizar una obra de esa
naturaleza estaba a la altura de la concepción que sobre su Naturaleza
se hicieron los hijos de Adán y Eva. ¿Por qué no iba a poder Alguien
de los Atributos que se le concedía al Dios de Moisés -todopoder,
omnipotencia, omnisciencia- ser capaz de poner en escena un Acontecimiento
tan imposible de creer?
Ahora, María, vete corriendo
a explicárselo a alguien. Vete corriendo, busca a tu marido y dile
que eres la Virgen que habría de concebir un Hijo “nacido para llevar
sobre sus hombros el manto de la Soberanía, para ser llamado Príncipe
maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno”.
“Que el Señor os lo dé sano,
hijos”, con estas palabras y otras parecidas le dieron la enhorabuena
los vecinos al novio, un José que no sabía a qué venía la indirecta.
La verdad es que no la cogía. El hombre se creía que le adelantaban
las bendiciones.
“Que sea niño, y os lo dé
el Señor sano, señor José”, le seguían pinchando las vecinas. El
señor José no se enteraba.
Es la verdad, a las semanas
de la Anunciación la novia empezó a mostrar los síntomas clásicos
de las primerizas. Mareos despistados, sofocos tontos. Como son
algo que no se puede controlar la Virgen no podía evitar ser sorprendida.
Sin embargo, lo último que podía hacer era encerrarse, esconderse.
Tenía que seguir su vida; seguir haciendo su vida era la mejor manera
de ni afirmarles ni negarles palabra a sus vecinas. Al menos mientras
no se decidiera a contarle a su madre la verdad.
La madre de la Virgen también
tardó en coger la película. Fue, exceptuando José, la última persona
en enterarse del rumor que comenzaba a escandalizar a sus vecinas.
A los ojos de la Viuda la
inmaculada castidad de su hija seguía siendo tan inaccesible a las
pasiones humanas como lo fuera antes de comprometerse. Exceptuando
el acceso más libre del novio a la casa de la novia, y esta libertad
condicionada a la necesaria presencia de un familiar de la novia
entre ella y el novio, su hija María había seguido haciendo su vida
tal cual, esa vida que le había ganado a la Virgen de Nazaret su
fama desde un confín al otro de la Galilea. ¡Cómo sospechar nada
malo de su hija entonces!
“Que el Señor te dé el nieto
más hermoso del mundo”, le pinchaban a la Viuda sus vecinas.
“Tu María se lo merece todo;
ojalá que el niño salga a su abuelo Jacob que en gloría esté”, por
si la Viuda no se había enterado seguían pinchándole.
La Viuda era de Jerusalén,
se había criado en otro ambiente. Pero no era tonta. De no haberse
tratado de su hija la Viuda hubiera apostado un ojo de su cara que
aquella Virgen estaba embarazada de tantas y tantas semanas. El
problema era que no le cabía en la cabeza la idea de hallarse embarazada
su María.
La fe y la confianza que
la Viuda tenía en su hija mayor eran tan grandes que le tenía los
ojos cegados. Gracias a Dios a la Viuda se le cayó la venda de los
ojos antes que a José. Finalmente, la Viuda tuvo que admitirlo aunque
su hija ni se lo afirmase ni se lo negase.
“¿Qué te pasa, hija mía?”,
le preguntaba ella.
“Nada. Es el calor, madre”,
le respondía la hija.
El dilema de la Viuda comenzó
cuando las vecinas comenzaron a hablar de palabras mayores, adulterio,
por ejemplo. No se lo soltaron a la cara, pero entre mujeres y vecinas,
ya se sabe, sobran las palabras. Así que la Viuda comenzó a asustarse.
“Mi María está en estado
de gracia. ¿Cómo es posible?”, acabó la Viuda por confesarse.
Y su hija del alma sin afirmárselo
ni negárselo. Desesperada por el silencio de su hija se fue a por
su yerno, a que le respondiera esta sencilla pregunta: ¿Había de
acelerarse la fecha de la boda?
Y así lo hizo, la Viuda se
fue a por “su hijo” José. Llevar a José al tema le iba a costar
a la Viuda un montón. Como no sabía en qué escenario se encontraba
ni cuál era su papel en la historia la Viuda se dijo que tenía que
llevar a José al tema sin descubrirle el meollo del problema. Una
cosa muy rara. Llevarlo había que llevarlo, el problema era llevarlo
sin abandonar la periferia del tema. Lista como ella sola, sin decírselo
le diría con todas las palabras lo que había, su mujer estaba encinta,
¿qué tenía que decir él, el novio?
Al largo rato de merodear
alrededor del tema, la Viuda comprendió que o José se hacía el tonto
de maravilla, aspecto que desconocía en el santo de su yerno, o
es que sencillamente José no sabía nada de nada, y no cogía de qué
le estaba hablando su suegra.
José la miraba con una naturalidad
tan inocente de toda culpa que la Viuda empezó a no saber dónde
se hallaba. Por un momento se sintió como si la tierra se le estuviera
abriendo bajo los pies y no supiera qué era mejor, luchar o dejarse
tragar. Hasta el alma le titiritaba de frío bajo el efecto del temblor
que se le fue metiendo en los huesos según la verdad se le fue haciendo
cada vez más enorme de peso. Su yerno no sabía nada de nada y ella
sólo sabía que tenía que salir de aquel infierno, tenía que hablar
con su hija y que le dijera por Dios qué estaba pasando.
¿Qué estaba pasando?
María no encontraba el momento.
Bueno, momento lo que se dice momento, sí se le ofrecía. Su madre
y ella solían sentarse juntas a coser. Durante ese tiempo hablaban
y hablaban. Hablaban de todas las cosas. O simplemente permanecían
en silencio.
En este nuevo silencio que
durante los últimos días se había instalado entre madre e hija latían
dos corazones a punto de saltar hechos pedazos. La madre quería
preguntárselo a su hija: ¿Estás embarazada, hija mía?, y no encontraba
el cómo. La hija quería darle un “Sí, madre mía”, un Sí maravilloso,
Divino, y no encontraba el cuándo.
El hecho es que el Niño estaba
creciendo en sus entrañas, que la evidencia de su estado se estaba
criando cada día más grande, que si José se enteraba por la boca
de los vecinos… No quería ni pensarlo.
Necesitaba revelarle la verdad
a su madre. Su madre era la única persona en el mundo en quien podía
confiar Ella un Misterio tan grande. Tenía que hacerlo, pero como
no daba con el cómo no llegaba nunca el cuándo.
Pues pasó que la madre y
la hija se sentaron uno de aquellos días la una frente a la otra.
Las dos mujeres sabían que había llegado el momento, que ése era
el momento. La primera en hablar fue la Virgen.
“Madre, ¿usted cree que Dios
lo puede todo?”, exhaló Ella con toda ternura.
“Hija”, suspiró la Viuda,
que sólo quería ir derecha a la pregunta: ¿Estás embarazada hija
mía?, y no le salía.
“Ya lo sé, madre. Usted me
dirá: Dios es nuestro Señor, ¿cómo mediremos nosotros la fuerza
de su Brazo? Y yo soy, madre mía, la primera en repetir sus palabras.
Pero quiero decir, ¿su Poder se acaba donde empiezan los límites
de nuestra imaginación o es precisamente al otro lado donde empieza
su Gloria?”.
“Qué me quieres decir, hija
mía, que no te entiendo”, atrapada en una dirección distinta a la
que se moría por emprender la madre de la Virgen articuló como pudo.
“Yo tampoco sé muy bien cómo
llegar a donde quiero ni qué quiero decir. Tenga paciencia conmigo,
madre. Después de aquí nos vamos al Cielo y desde allí Arriba las
cosas de la Tierra no nos afectan; así que lo que nos toca es intentar
descubrir la naturaleza del Dios que nos llamó a soñar el Cielo
mientras estamos aún aquí en la Tierra. ¿No es verdad que Dios puede
convertir las piedras en hijos de Abraham? Pero lo que yo me pregunto
es si hablando de esta manera lo que el profeta quiso darnos a entender
es que tenemos la cabeza tan dura como una piedra. ¿Puede una piedra
conocer a Dios? ¿Entre un hombre que no quiere conocer a Dios y
una piedra cuál es la diferencia?”.
“¿Adónde me quieres llevar,
hija?”, la Viuda, como pudo, aguantó su impaciencia.
“A un hecho maravilloso,
madre. Pero como no sé el camino no se enfade conmigo si exploro
sola como esos montañeros que se enfrentan por primera vez a la
pared virgen. Lo único que me puede pasar es que caiga a los pies
de su falda traspasada por mi ignorancia”.
“No digas eso, hija. No estás
sola, aunque vieja yo te sigo. Sí, María, yo sé que la gloria de
Dios empieza donde acaba la imaginación del hombre. Sigue”.
La Virgen rompió entonces
en dirección en apariencia aún más contraria, diciendo:
“Madre, ¿qué le dijo de mi
abuelo Zacarías el mensajero? ¿Por qué no me lo ha querido contar
todavía? ¿Por qué no me ha enviado a la casa de mi abuela Isabel?
Ahora que puede, contésteme: ¿Puede o no puede hacer nuestro Dios
que unos ancianos den a luz?”.
La Viuda y José no habían
querido descubrirle aún a María la naturaleza del mensaje que Zacarías
e Isabel les habían enviado hacía poco; de hecho, la Viuda había
decidido enviarles a María. La cuestión del estado de gracia en
que de pronto se halló su hija le borró de la mente todo lo demás.
En efecto, el mensajero que
Zacarías e Isabel enviaron a Nazaret les describió a la Viuda y
su yerno, detalle por detalle, lo que le había sucedido a Zacarías
en el Templo. Especialmente la imagen del hermosísimo ángel que
castigó la falta de fe de Zacarías quitándole el habla.
¡Señor! su hija María le
estaba describiendo aquel ángel como si ella misma lo hubiera visto
con sus propios ojos. ¿Cómo era posible?
En principio, era imposible.
El mensajero de Isabel y Zacarías no habló con Ella mientras estuvo
en Nazaret. Claro que se lo podía haber contado José.
¿Se lo había contado José?
José le dio su palabra de no ser él quien le daría la noticia a
su hija. La palabra de José, la Viuda lo sabía, era ley pura y limpia
como los chorros del oro. No la rompía jamás. No, José tampoco le
había dicho nada todavía.
Estaba preguntándose cómo
su hija se había enterado cuando el corazón se le fue al recuerdo
del día que su hija hizo el Voto de Virginidad.
Allí, en aquellos días, la
Viuda se preguntó por qué el favor del Señor sobre su casa se había
extinguido, por qué les había vuelto la espalda como quien abandona
los despojos al enemigo. En el secreto de su corazón la Viuda quedó
atrapada entre las redes del Dilema de Job. Pero a diferencia del
santo ella no encontró la respuesta enseguida. Ni la encontró en
los años que habían pasado desde la muerte de su marido al día corriente.
Había llegado la hora de
saber la razón por la que el Señor se llevó entonces a su marido.
Maravillada, absorta, fuera de este mundo, flotando su ser sobre
las mismas olas que un día se convirtieran en colinas bajo los pies
de Espíritu de Dios, la Viuda siguió mirando a su hija con los ojos
clavados en sus palabras.
Entonces la Virgen volvió
a cambiar de tema.
“Madre -le dijo Ella- ¿no
juró Dios que un hijo de Eva le aplastaría la cabeza a la Serpiente?”.
“Así es”, le respondió la
Viuda con el habla perdida en alguna parte del infinito en que se
había quedado atrapada su mirada.
“¿Y no dicen también nuestros
libros sagrados que de todos los hombres que han existido sobre
la faz del mundo jamás nació uno tan grande como Adán?”, siguió
Ella.
“Así me lo enseñó mi padre
a mí y así te lo enseñó a ti el tuyo. Te escucho, hija”.
María continuó adelante:
“Cuando Dios nos prometió
el Nacimiento de un Hijo nacido para llevar sobre sus hombros la
Soberanía ¿no pensaba en el Campeón que había de suscitarnos para
liberarnos del imperio de las Tinieblas?”.
“Sí que pensaba”.
“Pero si el Maligno venció
una vez al hombre más grande que ha conocido el mundo ¿no tiene
razón el santo Job al presentarnos al asesino de nuestro padre Adán
ante el Trono del Omnipotente todo tranquilo mientras esperaba al
siguiente?”.
“Sí que la tenía”.
“Claro que sí. Quien venció
al hombre más grande del mundo ¿por qué no iba a vencer a su hijo?”.
La Virgen bajó los ojos y
respiró mientras ensartaba aguja e hilo. Su madre permaneció mirándola
sin decir palabra. Al ratito Ella volvió al campo de batalla.
“Entonces, madre, dígame
usted, ¿acaso juró Dios en falso? Quiero decir, ¿en quién estaba
pensando el Señor cuando hizo aquel juramento bendito? David no
había nacido aún; nuestro padre Abraham tampoco. Con su hijo pequeño
muerto, nuestro padre Adán a sus pies todopoderosos desangrándose,
¿en qué Campeón estaba pensando nuestro Dios al prometernos bajo
juramento sempiterno que un hijo de aquella Eva le aplastaría la
cabeza al Maligno?”.
Esta vez fue Ella quien le
clavó la mirada a su madre. Ésta, viéndole el rostro a su hija sólo
sabía una cosa, que su hija estaba embarazada. La dulzura en el
rostro, la ternura en el habla, el brillo en los ojos. Sólo tenía
que decirle: Madre, estoy en estado de gracia; y en lugar de irse
al grano, sin saber ni cómo su hija la había llevado a lo alto de
una montaña desde donde se veía el futuro del mundo según la mujer
nacida para ser la Madre del Mesías, ese hijo de la Promesa que
había de nacer para aplastarle la cabeza al Maligno.
“¿En quién estaba pensando
Dios el día que sobre la sangre de su hijo Adán juró el Nacimiento
del Campeón por cuya mano se cobraría Venganza? -repitió la Viuda-.
Hija mía, no seré yo quien le ponga límites a la gloria de mi Creador.
Yo sólo quiero que me lo digas tú”.
“¿Recuerda madre lo que escribió
el profeta?: Una Virgen dará a luz y su Hijo será llamado Dios con
nosotros”.
María volvió a bajar la mirada.
En eso levantó la cabeza y miró a su madre directa a los ojos.
“Madre, esa Virgen la tiene
delante de usted. Ese Niño está en mis entrañas”, le confesó Ella.
Mientras su hija le revelaba
el episodio de la Anunciación la Viuda se quedó mirando a su hija
con la visión de quien está contemplando el Corazón de Dios el día
del homicidio de su hijo Adán.
Al término, inspirada por
el amor tan grande que le tenía a su hija, la Viuda se derramó en
bendiciones:
“Bendito sea Dios, que ha
elegido a la hija de mi esposo para traernos su salvación a todas
las familias de la tierra. Su Omnisciencia brilla como un sol inaccesible
que, sin embargo, todos creen poder alcanzar con la punta de sus
dedos. Aprieta, pero no ahoga; golpea, pero no hunde a los que ama.
Bendita sea su Elegida, la que Él ha formado desde las entrañas
de sus padres para entregarnos su Salvador a todos los pueblos de
la tierra”. Y enseguida le dijo a su hija así: “Benditas serán todas
las familias de la tierra en tu inocencia, hija mía. Pero ahora,
María, harás lo que yo te diga. Harás esto, esto y esto”.
El problema siguiente era
José. De José se encargaría ella, la Viuda. Lo que la Madre del
Mesías tenía que hacer era salir inmediatamente de viaje y permanecer
en la casa de Isabel y Zacarías hasta que el Señor lo dispusiera.
Y así se hizo. La Viuda agarró
a su yerno y le contó punto por punto toda la verdad. No le contó
a su yerno la Anunciación como quien tiene que ocultar algo y baja
la cabeza de vergüenza. Para nada. Obviamente sí con la humildad
y certeza de la persona que sabe que el Acontecimiento habría de
causarle a José un dilema angustioso, sobre el que habría de triunfar,
y triunfaría, pero por cuyo infierno habría irremediablemente de
pasar.
Y triunfó.
No obstante, lo imaginaréis,
tras la Anunciación José se pasó un tiempo bastante hundido. ¿Qué
había fallado a última hora? ¿Cómo había podido una mujer de la
clase moral y la fortaleza de María dejarse engañar por…?
¿Por quién? Sin que nadie
lo pretendiera Ella estaba bajo vigilancia todo el día. Cuando no
estaba con su madre estaba con sus sobrinos, cuando no estaba en
el taller con sus obreras estaba con la familia de los hermanos
de su padre. El Señor había levantado alrededor de Ella una tela
de relaciones tan absorbentes que la sola idea del adulterio era
una ofensa.
Después estaba Ella, María.
Ella era en carne y hueso la mejor defensa que le había buscado
Dios a la Madre de su Hijo.
-Lo dijo y no nos lo creímos:
“Una Virgen concebirá y dará luz a un Niño”, diciendo esto José
vio la luz y salió disparado. Regresó con su esposa, se celebró
la boda y todo el mundo se olvidó del incidente.
Un recuerdo, sin embargo,
sí que quedó. Lo digo por aquél otro incidente entre Jesús y los
fariseos.
Los fariseos y los saduceos
se cansaron de oír que Jesús de Nazaret era el Hijo de David. Como
no sabían por dónde meterle mano indagaron en su pasado. Metieron
el dedo en la herida y descubrieron aquél incidente extraño de la
desaparición de su Madre durante los primeros meses de su embarazo,
y cómo fue José en persona a buscarla… para….
-Ahhhh, aquí está su talón
de Aquiles.
Con esta arma secreta escondida
en la manga los fariseos llevaron a Jesús al tema de las primogenituras,
unigenituras. Entonces uno cualquiera sacó el manual de los golpes
bajos y lanzó el bombazo.
-Nuestro padre es Abraham,
¿quién es el tuyo?
A Jesús se le subió el celo
que lo consumía por su Madre a la cabeza.
-Sois hijos del Diablo -les
respondió con la fuerza de un huracán comprimido en la garganta.
Sólo otra vez, sólo en otra
ocasión de la que no querrían acordarse verían al hijo de la Virgen
saliéndole rayos de los ojos. Y ya no paraba nunca, ya no se detenía
hasta saciar su cólera hasta el último átomo de ira.
En adelante entre Él y ellos la partida se jugaría a cara o cruz. Cara, se los llevaba El a ellos por delante. Cruz, se cobraban la suya.
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