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EL CORAZÓN DE MARÍACAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIA
Segunda
Parte
POLVO ERES Y AL POLVO VOLVERÁS
¿Qué fue en definitiva lo
que le descubrió aquél anciano al Niño? ¿Qué fue lo que le mostró
aquel hombre para que el Hijo de María renunciase a sus planes?
¿Qué le dijo? ¿Por qué aquel Niño cerró su boca y renunció a subirse
al caballo del Hijo de David, el príncipe valiente e impetuoso que,
según la interpretación popular de las Escrituras, al frente de
sus ejércitos habría de llevarle la paz de Dios a todo el mundo?
¿Por qué quién entró en el Templo dispuesto a descubrirse y reclamar
para sí lo que le pertenecía por derecho humano y Divino abandonó
de golpe sus planes mesiánicos y se fue tras “sus padres” sin soltar
palabra?
Que aquél anciano -cuya identidad
descubriremos en la Segunda Parte- le descubrió al Niño la sabiduría
que todos conocéis por boca de la Iglesia Católica desde los días
de los Apóstoles, esto es seguro. Pero que hubo más, muchísimo más,
también.
Y la única forma de descubrir
qué pasó por su cabeza es poniéndonos en su lugar. Pero no de la
forma arbitraria que más nos apetezca y nos parezca acorde a nuestra
naturaleza. Por un rato vamos a olvidarnos de todo lo que hemos
escuchado y nos vamos a meter en su piel. Y para ello vamos a aceptar
la tesis católica de la Encarnación del Hijo de Dios. La vamos a
adoptar a todos los niveles y la vamos a llevar hasta sus últimas
consecuencias.
Vamos a considerar la posibilidad
de haber sido aquel Niño el Hijo de Dios en persona. No un hijo
cualquiera a la imagen y semejanza nuestra, por adopción; ni siquiera
un hijo de Dios a la imagen y semejanza de los ángeles que en el
libro de Job vemos ante la presencia de Dios. No, vamos a dar por
sentado que aquel Niño era un hijo de Dios a la manera de quien
es Unigénito de su Padre porque ha sido engendrado de su Ser. Y
que en su condición de Unigénito cumple todas las exigencias que
el Credo Católico pone sobre la mesa: Luz de luz, Dios verdadero
de Dios verdadero. Es una posibilidad. Posibilidad que vamos a considerar
en toda la extensión de su magnitud.
El primero que asumió esa
posibilidad fue el propio Jesús. En su doctrina se proclamó Causa
Metafísica de la Creación, es decir, la razón por la que Dios hace
todas las cosas, incluido nuestro Universo. Desde esta posición
de Hijo Unigénito Jesús les respondió a los judíos que le preguntaron
su edad que “El ya existía antes que Abraham”, algo lógico si se
piensa que siendo la Causa Metafísica de la Creación su presencia
era requerida durante el Principio y antes de comenzar la acción.
Consecuente consigo mismo Jesús volvió a proclamar para sí esa condición
de Razón Metafísica cuando afirmó que “su Padre le muestra todo
lo que hace”. Lo otro, que nos invitara a asistir al Espectáculo
en los próximos Actos Creadores es simplemente colateral. Es algo
que no viene a cuento en este instante. La tesis que manejamos es
que cuando Dios abrió el Principio y creó los Cielos y la Tierra
su Hijo Unigénito estaba a su lado y era por amor a El que se dispuso
a crearnos a nosotros, el Género Humano.
Todo perfecto. Hasta que
Adán cometió el error de dejarse llevar por la astucia de la Serpiente.
Independientemente del dilema
que la perfección divina y la libertad humana nos plantea, lo realmente
importante es que el Hijo de Dios vivió la condena de Adán como
algo que le afectaba directamente.
Se deduce de las Escrituras
que Dios y su Hijo abandonaron a Adán y Eva por un tiempo. Cuando
regresaron se encontraron con el hecho consumado. Su Padre comprendió
todo lo que había pasado, juzgó el caso y en la cólera de Juez del
Universo dictó sentencia contra todos los actores. A la Serpiente
le juró que un hijo de Adán se levantaría y le aplastaría la cabeza.
A Adán y Eva los condenó a morir.
Atónito, alucinado por aquella
rebelión contra Dios, su Hijo, hermano del Adán muerto, sintió cómo
se le subió la sangre a la cabeza y soñó con el día de la venganza
del hijo del Hombre.
Pero ese Día de la Venganza
no era para mañana ni para pasado mañana. En realidad, nadie sabía
para cuándo. El Hijo de Dios sólo sabía que según pasó el tiempo
la pérdida de la identidad del Hombre que Dios creó se hizo cada
vez más grande. Se fue haciendo tan grande, y el odio que por su
culpa se fue acumulando contra los ángeles rebeldes se le hizo tan
enorme que con todo su Ser le pidió a su Padre que lo enviara a
la Tierra en persona a enfrentarse al mismísimo Diablo. Vencido
el Diablo la corona de Adán sería para el Vencedor; y siendo el
Vencedor y el Hijo de Dios la misma persona durante su reinado el
Género Humano saldría del Infierno al que había sido arrojado y
reemprendería el camino para el que fuera creado y de cuyo sendero
lo apartara la Traición.
Vino pues el Hijo de Dios
a la Tierra con la sangre hirviéndole, dispuesto a secarle las lágrimas
a nuestro mundo. Su espada estaba en su boca, era su Palabra. Para
conquistar el mundo no necesitaba de la espada de Goliat, sólo necesitaba
abrir la boca y ordenarles a los vientos que se levantasen, a los
ejércitos que depusieran las armas. El traía la Paz, la suya era
bandera de una Salud que supera a la Muerte y conduce a los hombres
a la Inmortalidad.
¿La Inmortalidad?
¿He dicho la Inmortalidad?
“Pues sí, hijo, ¿pero te vas a rebelar contra la sentencia de tu Padre?” le dijo aquel Simeón. “¿Para salvarnos a nosotros te vas a condenar tú? ¿Por salvar al Presente vas a condenar al Futuro? Ciertamente tu Padre te ha enviado a enfrentarte al Maligno y le aplastarás la cabeza, pero ¿si rompes los muros de nuestra prisión contra el juicio divino en qué te diferenciarás de ese contra el que has venido a vengar la muerte de nuestro padre Adán? Porque el Juicio de Dios es firme: Polvo eres y al polvo volverás. Es nuestra suerte. ¿Te ha dicho tu Padre y Dios acaso: Ve y anúnciales el fin de su prisión; sácalos y dales la Inmortalidad por la que suspiran desde que los creé? ¿No ves, hijo, que al dejarte arrastrar por el amor que nos tienes te arrastras a ti mismo a la perdición y arrastras contigo a toda la Creación? ¿Quién sino el Juez de todos nosotros puede firmar nuestra libertad? Pero si a su Hijo le ha dado ese Poder, entonces haz según tu voluntad”.
Tercera Parte Parte - Historia de Jesús de Nazaret
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