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EL CORAZÓN DE MARÍACAPÍTULO I:
“YO SOY EL PRIMERO Y EL ÚLTIMO” HISTORIA DE LA SAGRADA FAMILIAPrimera
Parte
LA SEÑORA ISABEL
Pasó pues que Juana, la que
seguía a María, acompañó en el Voto a su hermana grande. Pero Juana,
al contrario que María, una artista con la costura, Juana heredó
el carácter entero de su difunto padre; no se cansaba ella ni de
aprender de su tita Isabel cómo manejar a los hombres ni de abrirse
paso en el mundo de los contratos; ni se cansó trabajando en el
campo al frente de los jornaleros que trabajaron para su Casa. Muchos
apostaron que en cuanto se fuera la Señora Isabel la niña se vendría
abajo y tarde o temprano la Viuda tendría que vender.
“Hija, tú no les hagas ni
caso” le aconsejaba Tita Isabel a su sobrina nieta Juana. “Los hombres
nos miran como si la Sabiduría no fuera nuestra hermana. Porque
la toman por esposa se creen que la Sabiduría nos da la espalda.
Tú, ni caso, Juanita. Y si el sol apretara y la cosecha fuera mala
yo te la compro entera al precio de una cosecha de oro. Esto es
muy sencillo, hija mía. Ten siempre una sola palabra; si conviniste
en más por lo que luego resultó valer menos, tú mantén tu palabra;
dijiste tanto, tanto pagas. Lo mismo cuando les toquen equivocarse
contigo. Conviniste en tanto, tanto cobras…”
Con el tiempo la pequeña
de las Vírgenes de Nazaret aprendió a hablar con los hombres que
ella misma contrataba como si fuera una persona mayor. Nunca las
tierras del clan de los hijos de David de Nazaret estuvieron tan
fructíferas como en aquellos años después de las grandes sequías.
Ni tampoco los señoritos
del Cigüeñal, la casa grande de la colina, anduvieron antes mejor
vestidos.
La Señora Isabel, como toda
hija de Aarón, era una maestra en las artes de tejer mantos sin
costura. Era el manto de los miembros del Sanedrín. Señora de un
grande del Sanedrín, Isabel le podía asegurar a su sobrina nieta
María que su taller de costura sería el más rentable del reino entero.
-Pero Tita, le dijo María,
yo no puedo abandonar la casa de mi madre.
-Hija mía, ni lo menciones,
le respondió Tita Isabel.
El hecho de que siendo la
tita abuela que la llamasen Tita se debía al genio de la propia
Isabel. La hacía sentirse vieja que la llamasen “abuelita”.
Pues eso, entre sus sobrinas
nietas Juana y María se le fue el tiempo a la Señora Isabel. Si
a su Juanita la Señora le enseñó todos los misterios de los negocios
y en su nombre contrató capataz que la ayudara en todo, y le metió
en la cabeza que desde Jerusalén ella seguiría sus movimientos al
día, y por Dios que ella se anticiparía al cielo antes de ver caer
sobre sus nietas otra desgracia; si a su sobrina nieta Juana la
puso al frente de los campos, a su “nieta” María la sentó a su lado,
y no la levantó de su vera hasta que su sobrina nieta aprendió de
las manos de una experta en trabajos sagrados los secretos más recónditos
del corte y confección de un traje sin costura. La Niña, que era
de por sí una artista, porque de su propia madre le venía la escuela,
cuando se despidió de “la abuelita” no sólo había heredado uno de
los misterios más celosamente guardados por las hijas de Aarón,
sino que además abrió su propio taller de costura en Nazaret.
Del taller de corte y confección
de la Virgen de Nazaret salieron para Jerusalén algunos de los mantos
sin costura orgullo de la casta de los príncipes de la Ciudad Santa.
Mantos por los que se pagaba oro contante y sonante. Sólo se tenía
uno, y era para toda la vida.
-¿Pero Tita, de dónde sacaré
el dinero para las sedas, y para los hilos de oro?, le preguntó
una vez Ella.
-No te pongas la pelliza
por una nube, hija -le respondió la Señora Isabel-. Cuando yo te
haga el encargo te enviaré sedas para que vistas a todas tus hermanas,
y un saco de hilos para que le hagas a tu hermano una trenza con
cabellos de plata. Si el Señor no me ha dado hijos será por algo.
¿Qué se creen los hombres? Para el hijo de Natán todo. Hija mía,
le han regalado un potro íbero a tu José que ya para sí lo quisiera
un general romano. Con él, con tu José, bajan la guardia y ya parece
tu Prometido un príncipe entre mendigos. ¿Quién va a prohibirme
a mí regalarle a la hija de Salomón la Luna y las estrellas envueltas
en sedas y atadas con hilos de oro?
Y así fue. En efecto, cómo
llegaron a vestir las hijas de Jacob de Nazaret fue la admiración
de todos los miembros del clan de David de la Galilea. A la hora
de casarlas, ya se adivina, la dote que quisiera la Viuda por Ester
y Rut, las mellizas.
-¿Dote? ¿Quién ha hablado
aquí de dinero? ¿Tú le amas, hija? - era la respuesta de la Viuda
a los pretendientes de sus hijas.
Estaban equivocados, vaya
que sí estaban equivocados. ¿Comprarle a la Viuda una hija?
Imposible.
¿Mejor partido en toda la
comarca?
Ninguno.
Los campos de la Hija de Jacob producían al ciento por ciento. Del taller de la Virgen de Nazaret salieron los vestidos más buenos, bonitos y baratos de la región. ¿Al niño de la casa? Al Cleofás, al benjamín de la casa, sólo le faltaba la diadema para dejar a los hijos de Herodes a la altura de los mangantes. Por tanto, el que fuera a casarse con sus hijas que no le viniera a la Viuda de Jacob hablando de dineros. Su corazón era lo que tenían que ponerle sobre la mesa, abierto de par en par, abierto como una luna llena, desnudo como el sol de un cuarenta de Mayo. Y luego que fuera lo que el Cielo quisiera.
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