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JUAN DE MARIANA.HISTORIA GENERAL DE ESPAÑA
PDF TOMO PRIMEROPDF TOMO SEGUNDOPDF TOMO TERCEROPDF TOMO CUARTOPDF TOMO QUINTOPDF TOMO SEXTOPDF TOMO SEPTIMO------------- LA DIGNIDAD REAL Y LA EDUCACIÓN DEL REY--------------------------------------------
BIOGRAFÍA DEL PADRE JUAN DE MARIANA(2 de abril de 1536-Toledo, 17 de febrero de 1624).
I.
MerecÍa el erudito y sabio Padre Juan de
Mariana una pluma semejante a la suya, y el mayor Historiador del mundo, para escribir
la Historia del mayor Historiador de nuestra edad, igual a los antiguos, de mayor autoridad
y crédito, y superior a los modernos, y
que no tuvo otra falta sino no haber escrito en tiempo de los Romanos, o el de los Atenienses, Griegos y
Persas, tan celebrados en los siglos, pues no fue menos que ellos, ni en la grave
dad del estilo, ni en la propiedad de las palabras, ni en el peso de las
sentencias, ni en la verdad de la Historia, ni en el valor para decirla, sin
pasión ni respeto alguno para callarla o disminuirla; porque, como dice Quintiliano en el libro VI de su Retórica, altas
materias piden estilo levantado, y cosas grandes no se pueden explicar con
palabras humildes, así como las piedras preciosas piden rico y vistoso engaste.
Piedra preciosísima es en la corona de la Compañía la vida del sapientísimo
Padre Juan de Mariana, que la ilustró y enriqueció con su religión, con sus
letras, con sus escritos, con su ejemplo y santas costumbres por espacio de
setenta y un años que vivió en ella
Así da comienzo
el P. Alonso de Andrade a la biografía
del P. Mariana, y con las palabras de Andrade encabezamos nosotros las breves
líneas que pensamos consagrar a dar a conocer la vida del Jesuíta,
antes de estudiar las doctrinas del escritor. Escogemos a Andrade entre muchos, por su
incontestable autoridad de autor concienzudo y grave, y sobre todo de
contemporáneo de Mariana, y testigo fiel y ocular de muchas cosas que nos refiere.
Talavera de la
Reina, cuna siempre de nobilísimos ingenios, fue patria de aquel a quien la voz común ha llamado
Príncipe de los historiadores españoles. Parece mentira que largos años se haya
disputado sobre la tierra en que Mariana vio la luz, cuando él mismo nos lo dice clara y terminantemente
en el Prólogo del libro De Rege, en donde
habla de su dulce Talavera con el cariño regalado del hijo, y casi con la
triste nostalgia del que, si no mienten las historias, a los pocos días de nacer salió
desterrado de ella para encubrir culpas ajenas, sin que sepamos si volvió jamás a pisar el país que tanto amaba.
En los confines de
los Carpetanos, de los Vectones y de los antiguos
Lusitanos, está asentada una noble y famosa ciudad, patria de grandes ingenios,
que Tolomeo llamó Libora; Livio, Ebora;
los godos, Elbora , y nosotros llamamos Talavera.
Está en un valle de cuatro mil pasos de anchura por aquella parte, el cual se
ensancha más arriba, cortado por varios ríos de amenísimas orillas; entre
ellos el principal es el Tajo, celebérrimo por sus arenas de oro, su amplísimo
cauce y los muchos ríos que le dan
tributo. Las aguas de este río bañan hacia la parte del Norte los muros de la ciudad, que
son de firmísima obra y de espantable aspecto por sus muchas y altas torres. De buen grado le daríamos las
alabanzas que merece, pues en ella nacimos; pero mejor es callar que
quedarnos cortos. Sin embargo, añadiremos, porque hace a nuestro propósito, que no lejos
de la ciudad, en el camino de Ávila, se yergue a guisa de meta un monte separado
de todos los otros, de agria y fragosa pendiente y de
unos mil veinte y cuatro pasos de ámbito. Está poblado de muchas aldeas,
cubierto de bosques, regado por frescas y copiosas aguas, y enriquecido con una
tierra que no defrauda nunca las esperanzas del labrador. En su cumbre,
mirando al Norte, que es la más quebrada, ábrese una cueva de difícil entrada y de piadosa memoria, asilo de
San Vicente y sus
hermanas cuando, por temor a la persecución de Daciano,
hubieron de huir de Elbora; y en la cueva se ven las ruinas de un templo,
denominado San Vicente, monumento que, dedicado a esta santa fuga fue insigne en otro tiempo, no sólo
por su devoción, sino además por la majestad que le prestan sus añosos árboles, y por lo eminente del paraje, que
por todas partes domina largas distancias»
Hay otras Talaveras en España, pero sólo a la de la Reina corresponden las
señales de esta galanísima descripción. Y así con
este cariño habla de Talavera, siempre que la
ocasión se le presenta, y aun a veces él la busca, habiendo pocos pueblos cuyos hechos
encuentren tan propicia y pronta al elogio la rígida pluma de Mariana, como su
querida Elbora. A los hijos de Talavera los trató siempre como a paisanos, teniendo buen cuidado de hacer notar que lo
eran, y a Talavera, en una palabra, como a Madre queridísima.
Y todo lo que no
sea eso, que está muy en claro, permanece aún en la obscuridad. No seremos
nosotros quien procure disiparla, ya porque quizá sea esto lo más acertado, ya porque quien tuvo
tantas glorias propias, no necesita las de sus antepasados, pudiéndose decir de
él lo del antiguo Romano: que fue el primero y el último de su familia. Lo único cierto es
loque él mismo dice de sí, dedicando sus siete tratados al Papa Pablo V: que era de condición
humilde, sin timbres de nobleza ni alcurnia esclarecida. Hay quien dice que por plebeyo y
pobre le dio siempre en
rostro la gente linajuda y calificada, y que de ahí su enemiga contra ella. Es
un decir, como tantos otros, sin más fundamento que la afirmación escueta, y ya
trataremos la cuestión cuando venga a propósito.
Sobre la fecha
de su natalicio también hay larga cuestión, no del todo aclarada aún.
Indudablemente fue anterior al 16
de Febrero de 1536; como este y otros pormenores de igual jaez arman poco a nuestro intento, nos contentamos
sólo con indicarlos. La tradición más bien que la historia, ya que tan poco
sabemos de su primera infancia, nos cuenta que desde su más tierna edad amaneció
en él prodigiosa memoria, claro ingenio, y, sobre todo una avidez por estudiar,
que jamás se vio satisfecha con
haber pasado entre libros los ochenta y siete años de su vida. Nos dicen los
historiadores que, muy niño aún, era ya eminente latino, y así debió de ser,
porque en sus escritos parece que la lengua del Lacio nació con él, más bien
que la aprendió por arte y ajena enseñanza. Debió también desde joven
cultivarlas lenguas griega y hebrea, en las que fue eminentísimo. Sus tratados Pro editione Vulgata, y los de Annis Arabum, De die mortis Christi, y otros,
demuestran un conocimiento tal de estas lenguas, que bastaría por sí solo a hacer ilustre a cualquier otro, si no tuviera
Mariana otros títulos más altos que lo hacen acreedor a la admiración del mundo.
Sin saber si
vino de Talavera o de Puebla
Nueva, donde fue bautizado y pasó su
adolescencia, lo cierto es que a los 17 años de edad nos lo encontramos en la Universidad de
Alcalá, emporio entonces, con la de Salamanca, de la ciencia española. Por de
más está decir que allí, como en todas partes, descolló entre sus compañeros
por sus aventajadas disposiciones y extraordinario ingenio. Allí, en aquel
manantial purísimo de sabiduría, bebió el buen gusto, la varonil elocuencia y
la variadísima erudición de que dio tan gallardas pruebas en sus escritos. Al poco tiempo
pidió, con otros muchos jóvenes de aquellos célebres estudios, ser admitido en
la Compañía; y se nos presenta vestido con la humilde sotana de Jesuíta el que por sus prendas nada comunes podía aspirar
sin orgullo a todos los
honores de la Iglesia y del Estado. El P. Jerónimo Nadal, Comisario entonces
en España, dio cuenta a San Ignacio del extraordinario mérito
del nuevo soldado que Dios enviaba a la tierna Compañía, y su Santo General y Fundador envió
al esforzado recluta una bendición muy especial, y con aquella bendición paternal
vino sobre él, dice Andrade, abundante gracia del Altísimo para que trabajase
tantos años en la viña del Señor, con mucho fruto para ella y grande honra para
la Compañía.
II. De Alcalá pasó
al Noviciado de Simancas. Hacía entonces de Maestro de novicios aquel
varón de Dios. Francisco de Borja, al que Mariana llamó milagro de su siglo, más aún
por su santidad insigne y por haber puesto debajo de sus pies la corona de Duque y el capelo de Cardenal,
que por haber sido mío de los primeros personajes de la Corte del emperador Carlos V. El Maestro era santo, caminaba
muy de prisa por los rudos senderos de la mortificación y de la cruz, y los
discípulos tenían que seguirlo, y en efecto le seguían
sin descanso y sin alejarse mucho de él. Mariana recordó siempre con dulcísimo
consuelo aquellos dos años en que cursó la ciencia árida de la santidad bajo la
dirección de tan consumado Maestro, y en aquel noviciado, iglesia primitiva de
la Compañía en España, y verdadero crisol de santidad, del que salieron en
pocos años hombres tan ilustres en virtud y letras como el extático y divino
varón V. P. Baltasar Álvarez. el devotísimo P. Martín Gutiérrez, los
famosísimos teólogos PP. Luis de Molina y Alonso Deza, y otros muchos espejos
de santidad y sabiduría; el joven Mariana, que había aplicado la energía toda y
virilidad de su alma al ejercicio de la mortificación y de la virtud , echó
sólidos cimientos en la vida religiosa.
Allí la pobreza suma, la oración continua, la
penitencia increíble, el amor a la cruz , el más dulce de los
amores y el más constante de los estudios; pero el fervor, dice Mariana, lo
vencía todo, y convertía a aquellos
jóvenes, muchos de ellos, como Antonio de Alarcón, de nobilísima sangre, en
ángeles en carne humana. Nuestro novicio, cuyo indomable carácter nada le dejó
hacer nunca a medias, no se
quedó atrás de nadie. Así lo refieren sus contemporáneos, añadiendo que el
Duque que fue de Gandía apreció tanto a Mariana, que le hizo escribir para uso común un libro
de meditaciones, que salió luego a luz entre las obras de San Francisco de Borja.
Concluido su
noviciado, volvió Mariana a Alcalá á proseguir sus estudios, y con ellos y la base
de la vida religiosa, acabó de madurarse su robusto ingenio. No tenía aún la
Compañía colegios propios, y forzoso era a sus escolares seguir los cursos en la Universidad, confundidos
entre los demás estudiantes. Mariana se adelantó tanto a los demás, que el P. Castro ,
que vivió y escribió en tiempo de nuestro autor, nos dice que su
aposento era tan frecuentado como las aulas de los profesores, y que a él acudían sus condiscípulos a consultarle como oráculo y
maestro de todos, y que, como descubrió tanto caudal de sabiduría y tal arte
para el magisterio, por orden de los Superiores empezó a repetir y leer a sus condiscípulos, y fue el primer Jesuíta que enseñó desde aquella
cátedra de Alcalá, que habían de inmortalizar después los más sabios maestros
que ha tenido la Compañía.
Y no debe parecer
exageración lo que nos cuenta el P. Castro, al saber que cuando se abrió el
Colegio Romano, el P. General, Diego Laínez, que quiso reunir en él la flor de los ingenios de la
Compañía, llamó a Mariana, mozo
de veinticuatro años, y aún no sacerdote, y le encomendó la cátedra de Teología.
El mayor elogio de Mariana es que para tan ardua empresa lo designase el P. Laínez, milagro de ingenio e insigne apreciador de ingenios, y
que, siendo tan joven, supiese desempeñar con universal aplauso una clase, en
la que, entre doscientos jóvenes, sólo de los de la Compañía y escogidos en
toda ella, había discípulos como Belarmino, después Cardenal y luz de la
Iglesia.
III. El ímprobo
trabajo de la cátedra y el clima malsano, nos dice él mismo que gastaron sus
fuerzas; de modo que, con harto sentimiento de todos por perder tan gran
maestro, se vieron forzados los Superiores a enviarlo a Sicilia. Allí, en los dos años que
estuvo, a la par que
consiguió recobrar la salud perdida, planteó los estudios de Teología. Pero aquel era pequeño teatro
para tan grande Doctor, y restablecido ya en su vigor primero, gracias a la benignidad de aquel temple, enviáronle los Superiores a leer en la Universidad de París,
entonces la más concurrida de Europa. Y fue el primero de la Compañía que
explicó allí a Santo Tomás,
compartiendo los aplausos y los discípulos con aquel otro insigne español Juan
de Maldonado, uno de los hombres más grandes, según Mariana, que produjo España
en aquella era, una de las más portentosas que registra la historia del mundo.
¡Dichosa edad y siglo aquel, se ocurre exclamar aquí, fecundo cual ninguno otro en santidad, en héroes y en sabios, al lado de los cuales Mariana es sólo uno de tantos, y nada más; edad de tan prodigiosa juventud y vida para nuestra patria, que más que nación de hombres, algún tiempo pareció de titanes; que lo mismo llenaba de santos el cielo, que de conquistadores la tierra, que de sabios las Universidades! Entonces teníamos Marianas y Maldonados para enviarlos a asombrar á París, como otros Marianas y otros Maldonados asombraban a otras Universidades. Hoy un español, canciller en Bohemia corno Rodrigo de Arriaga, o profesor en Oxford como Soto, o fundando universidades en Alemania como Salmerón, es un prodigio tal, que no lo comprendemos por su rareza. No los tenemos ni aun para nosotros; ¿cómo regalarlos, como entonces, al extranjero? En cambio, si París no nos envía Marianas ni Maldonados, tampoco él los tiene; en su lugar nos regala sus figurines y sus modas, y, lo que es peor, sus novelas de Zola y de Víctor Hugo; y, lo que es aún peor, si algo peor puede darse, sus filosofías y periódicos repletos de impiedad, de lujuria y de petróleo. Pero no
olvidemos a Mariana, a quien dejamos tranquilamente
explicando la Suma de Santo Tomás, o Literatura sagrada (que para el Sr. Pi y Margall parece lo mismo), atan numerosa concurrencia, como
no acudiría hoy a escuchar a ninguno de los innumerables artífices
de la palabra que se disputan la dulce carga de hacernos felices y el honor de
embaucarnos con su elocuencia. La historial o la tradición nos cuentan
anécdotas más o menos verídicas
de estudiantes que escalaban las ventanas para oír desde ellas las explicaciones de
nuestro Doctor, ya que el apiñado concurso no dejaba penetrar en el aula. No es
extraño : en aquella época, en que había verdadera ansia por oir a un sabio, como
hay furor hoy por oir a un cantante, debió en París
excitar soberanamente la curiosidad un hombre, del que nos dice Rivadeneyra,
capaz de juzgarlo, más aún que por haberlo tratado durante cincuenta años, por
ser ingenio tan peregrino y tan sentado como Mariana, que era hombre de
agudísimo talento, de rectísimo juicio, pronta y tenaz memoria, acre y terrible
en el argumentar, presto en el responder, maestro consumado en el arte de la
lógica; que poseía como si fueran propias las lenguas sabias ; en una palabra:
que abrazó con sus largos años de estudio y con su insaciable deseo de saber
cuanto en su tiempo se alcanzaba en todos los ramos
de la sabiduría, y que, semejante su ingenio a feracísimo terreno, estaba dispuesto á producir, como produjo, toda
clase de variados y riquísimos frutos
IV. El temple de
París, y más que todo su infatigable aplicación a las tareas de la enseñanza,
debilitaron otra vez su salud, de modo que los médicos temieron por su vida si
no volvía a respirar los
aires natales, y no daba de mano siquiera por algún tiempo a los estudios de teología. Y
así, después de haber por espacio de trece años honrado el nombre de España en
extranjeras naciones, vino a ser oráculo de su patria en la Casa profesa de Toledo,
asilo entonces de sujetos insignes en virtud y letras de la Compañía. Y como la
salud gastada no le dejaba bríos por entonces para acometer de lleno las espinosas
cuestiones de la escolástica, aplicó su pluma y su talento a estudios más amenos y más
fáciles , y a esa
circunstancia, feliz para España, debe ésta el poseer, si no al primero en
tiempo, sí al Príncipe de sus historiadores.
La Ciudad
Imperial recibió a Mariana con la
honra que merecía la fama de su ingenio y de sus virtudes, que se había
adelantado a su venida, y él
pareció adoptarla por su segunda patria; y como debió a Toledo la salud del cuerpo, mostróse a ella tan agradecido, que habla siempre de ella como de
su propia tierra. Dedicóle un elogio en el Prólogo
del precioso opúsculo De morte et immortalitate, tan bella y admirablemente escrito, que bien puede Toledo darse por bien pagada
con tan rico obsequio de los cincuenta años que dio a nuestro autor cariñosa
hospitalidad, gloria y honores. La antigua Corte de los godos era a la sazón reina
destronada ya, pero que conservaba aún restos de su imperial grandeza. Cultivábanse aún las ciencias; florecían, aunque no como en
edades más felices, las letras y las artes; tenía no escaso comercio con otras
ciudades del Reino, y aun de países extraños; en una palabra: aquella ciudad,
que no vive hoy más que de sus ruinas y recuerdos, pero no de esperanzas, era todavía
teatro bastante noble para que viviese en él, sin estar oculto, un hombre como
Mariana, que había ilustrado con su ciencia a París y aa Roma. Toledo le apreció como se merecía. Su humilde aposento era, nos dicen los
que lo visitaron, la corte del saber y de las musas; en él se discutían los puntos
más intrincados de las ciencias como los más amenos de la literatura y los
más varios de la erudición histórica. No había negocio grave que no se le consultase,
ni trabajo de importancia, como actas de Concilios o asuntos difíciles del Santo
Oficio, que él, o no redactase, o por lo menos no leyera como censor; en una palabra:
Mariana fue, mientras vivió, el oráculo universal, como nos dice el Padre Castro,
su coetáneo, en la historia manuscrita del Colegio de Alcalá, añadiendo que
florecía entonces con fama de universal y muy grande letrado, y todos sus
biógrafos convienen en que por largos años fue el amigo y el consejero de los
Primados de España, del cardenal Quiroga sobre todo, y de su grande confidente
y paisano el arzobispo García de Loaysa. Este sabio Prelado, ni como ayo del príncipe D. Felipe, después rey de España, tercero
de aquel nombre, ni como Inquisidor General, ni como arzobispo de Toledo, supo
dar paso alguno sin que le guiase su inseparable Padre Mariana, quien supo
responder a su cariño y confianza con la gratitud y el amor hacia tan gran
Príncipe de la Iglesia que respiran los libros de Mariana.
En la soledad ya
de su retiro dedicóse a escribir nuestro autor con tal
constancia, que podemos decir que dejó la pluma de las manos cuando a él le dejó la vida. Con su
maravillosa lectura y aplicación se había internado en el conocimiento de todo
género de ciencias, y parecía que estas no tenían ya regiones no exploradas
para el infatigable escritor.
No es este el
lugar de haber el catálogo ni de dar el juicio sobre sus obras. De paso, y
según se nos vayan presentando las circunstancias, diremos de cada una de ellas
lo que cuadre a nuestro
propósito. Baste por ahora decir que los que no conocen sino al historiador, no
conocen a Mariana. Para
nosotros, la Historia, con ser la más lata, es tal vez la que menos nos dice de
la variada y profunda erudición en toda clase de ramos del saber de un escritor
á quien sus contemporáneos, que tantos sabios conocían, llamaron maravilloso.
V.
Maravilloso
todavía más por su carácter que por su erudición, y el rasgo distintivo de
aquél fue siempre el amor a la verdad desnuda, amor que tal
vez raya en la temeridad y en el arrojo. En decirla y defenderla, su valor era
invencible, y como la lisonja gana amigos, y enemigos la verdad, los tuvo de
éstos tan encarnizados y fieros, que no parecía, dice él mismo, sino que todos
los elementos se habían conjurado contra él: tan cercado se hallaba de
pesadumbres y trabajos. No conoció jamás ni el disfraz ni la adulación, y la
hiel que a veces parece
derramar en sus escritos, es hija, no de carácter ruin y pendenciero, sino de
la severidad de su juicio y de su amor inquebrantable a lo justo y a lo recto. Aparte de otras
congojas, el amor a la verdad, que
expuso más escuetamente de lo que fuera tal vez preciso, y el deseo de luchar
por el bienestar del pueblo, y por lo que hoy llamaríamos moralidad
administrativa, le hizo escribir el famosísimo libro De mutatione monetae, que dio terrible susto a corrompidos privados del Rey, y con Mariana en una
cárcel. Allí se vio que su firmeza era
mayor que la del diamante, y que no temía sino a Dios, ni cejaba sino ante la
verdad. Y estaba tranquilo en la prisión, porque, según él mismo nos refiere,
no creía haber ofendido a Dios ni aun
venialmente en cuanto había escrito. Ni premios, ni amenazas, ni amigos,
ni enemigos, pudieron hacerle retractar un punto de lo que él defendía como
justo, y de la cárcel salió Mariana, a los sesenta y cuatro años de su edad,
con el corazón tan entero como había entrado, y sin borrar un ápice de su
libro, que salió, como su autor, absuelto por la Iglesia.
Otro rasgo fue su amor a la patria. El le puso la pluma en
las manos, hastiado, como estaba, de oírnos motejar de incultos y de bárbaros por los extranjeros;
él mismo nos dice que si acometía la gran empresa de escribir la historia de su
patria, era porque en los países extraños se ignoraban nuestras glorias y
nuestras hazañas. Sólo que el amor de Mariana a la patria se confundía con el de la verdad. Para
él, querer a España y dar a luz su historia, no es ni
denigrar al extranjero, ni tejer panegíricos de falsas alabanzas, ni
engalanarnos con ajenas plumas : es contar sus hechos, que hartos gloriosísimos
tiene, sin necesidad de fingir otros nuevos; y el amor, cuando es noble y
sincero, ni evita la reprensión, ya que manchas las hay en todas partes, ni oculta la verdad porque amargue, cuando de decirla puede resultar la
corrección y la enmienda. La verdad, nos ha dicho él, es la primera ley de la
historia, y por la verdad la historia triunfa del tiempo, que acaba con
todas las grandezas.
Ese amor a la verdad y a España es la clave de casi todos sus libros. Mariana, en su larga vida de ochenta y siete años, asistió al principio de la decadencia de nuestra nación, que él había conocido tan grande, y que había sido más grande aún, como se lo decían a Mariana las crónicas de su patria. Sin dejar de ponerse todavía el sol en nuestros dominios, empezaba ya a declinar nuestra estrella, y a ponerse el sol de nuestra gloria en los campos de batalla, en las ciencias y en las artes. Y debía ser terrible para su corazón asistir al comienzo de la ruina de un pueblo quien la religión, la honradez, el carácter fidelísimo, habían elevado a la cumbre de la grandeza. Evitar la destrucción de su patria le hace escribir su historia, gloriosísima cual ninguna, para que, a la vista de los hechos de los antiguos españoles, recobrasen los modernos la virilidad y los bríos que empezaban a arrebatarles los vicios. Persigue implacable la corrupción en el Gobierno, la venta de los puestos administrativos y de la justicia, la rapiña de recaudadores y alcabaleros, el nombramiento de hombres viles y livianos, la osadía y desnudez del vicio en todas sus formas, como que sabía perfectamente el insigne historiador que pueblo corrompido pierde pronto su virilidad, y tras de ésta la libertad de la que se ha hecho indigno. Para rejuvenecer a España, pensaba, y pensaba muy bien, que no había más sino conceder premios a la virtud, acosar al crimen, lo mismo en los grandes que en los pequeños, honrar el mérito, rejuvenecer la religión, la administración de la justicia, la honradez en el Gobierno, resucitar las patrias tradiciones y las libertades antiguas. Y para conseguir ese fin, su espíritu generoso, que no podía sufrir ni las intrigas cortesanas, ni el disfraz, ni la lisonja, ni el fraude, ni la mentira, dondequiera que las encontraba, lo mismo en el palacio del Rey que en el hogar del poderoso y del favorito y el cortesano, las desenmascaraba tan valientemente, que la corrupción, que el dolo de las Cortes y las artes palaciegas , jamás han tenido azote más sangriento que la pluma de Mariana. Inde irae, porque no pudiendo los aduladores de los reyes y corruptores de los pueblos vengarse de la verdad, se vengaban de su insigne defensor. Decir que Mariana mojaba su pluma en hiel y hería por afición y como por instinto de su natural cáustico, es no conocer a Mariana. Éste no pretendía , y de ello protestaba, maltratar nadie, y sí sólo defender a la patria, y con la patria la virtud y la justicia. Dolíase al ver empañado el brillo de la diadema de dos mundos; enflaquecida nuestra pujanza; obscurecida nuestra gloria ; los caracteres, envilecidos, o enervados; en el poder, improvisados favoritos, y en la obscuridad hombres de intachable conducta y de esclarecido mérito; secándose los laureles que a costa de torrentes de sangre había sembrado España en todos los campos de batalla; los Reyes en manos de orgullosos validos; vacías las arcas del Tesoro, y secas las fuentes de la prosperidad pública; y al contemplar este cuadro tan triste, latiendo de pena o de indignación su pechó, escribía libros y tenía valor para decir en el Prólogo de uno de ellos estas palabras, que son como el compendio de toda su vida y de la energía de su carácter : «De esto mismo servirá por lo menos este papel, después de cumplir con mi conciencia, de que entienda el mundo ya que unos están impedidos de miedo, otros en hierros de sus pretensiones y ambición, y algunos, con dones, tapada la boca y trabada la lengua que no falta en el Reino y por los rincones quien vuelva por la verdad y avise los inconvenientes y daños que á estos Reinos amenazan». Ejemplo
asombroso de lo que puede la verdad cuando se defiende con pureza de vida,
indomable valor y rectitud de intención. Pobrísimo Religioso, sin nombre
ilustre, sin más armas que su talento, sin más valer que el que le daba su
independencia de carácter y la riqueza de su ingenio fecundísimo, fue un verdadero poder en su época,
un azote para el vicio, un freno para los gobernantes y un alivio y defensor
para los pueblos. Así pudo exclamar el presidente del Consejo de Castilla, D.
Francisco de Contreras , al saber la muerte de Mariana : « Hoy ha perdido el
freno nuestro Consejo».
VI Eso en cuanto al
escritor, por más que en el somero estudio que haremos de sus doctrinas, lo
iremos conociendo más a fondo. Su vida,
en cuanto a Religioso, según
nos refieren los que le trataron, fue modelo de virtudes y dechado de santidad, y conviene
hacer en esto hincapié, ya porque la vida es casi siempre la clave de las
doctrinas, ya porque no falta quien cree que aquélla fue tan desenfadada y libre, como se
figuran los mismos que fue su pluma. Y,
evidentemente, si se lo fingen regicida, liberal, racionalista con ribetes de
protestante, o viceversa, a duras penas podrán convencerse
ni hacer creer a nadie que fuese
Mariana un santo varón, observantísimo de las reglas de la Compañía, obediente
con la famosa obediencia ciega que tanto da que pensar a los que se pasan la vida viendo a ver cómo no obedecen a nadie, humilde, y, en una
palabra, excelente hijo de San Ignacio, aunque pese al Sr. Morayta.
Pero , ¿a quién hemos de
creer en esto de la vida de Mariana? ¿A los que lo han visto en sus libros, y a éstos tal vez por el forro, o en la nueva estatua de Talavera, o a los que conversaron con él, lo
trataron y son testigos fidedignos e imparciales de cuanto nos refieren? Pues no hay un
escritor de aquella edad que no alabe la pureza de su vida tanto como su
ingenio, y, a ser cierto
cuanto nos dicen, que ningún motivo hay racional de duda, podemos asegurar que
si Mariana fue severo con
todos, no lo fue menos consigo, y
que si no perdonó faltas ajenas, tanto o más persiguió las propias; en una palabra: que a nadie trató peor que á sí mismo.
El citado P.
Castro, y su continuador el P. Ezquerra, contemporáneos suyos, nos hablan de sus virtudes como
de varón cuya vida era tan estimada como su doctrina. El cardenal Sforcia Pallavicino nos dice de
él que era hombre de costumbres inocentísimas ; el doctor IX Francisco
de Padilla le llama « varón santísimo y libre de todos respetos humanos»
: Rivadeneyra y Alegambe atestiguan que calificó, con el testimonio de todas
las virtudes, que era superior á la desgracia; la Historia de la Compañía
le llama observantísimo de la vida religiosa, y el P. Alonso de Andrade, que vivió con
él en la Casa profesa de Toledo, y que escribía para los que a Mariana habían conocido y tratado,
dice que fue ejemplo de los
religiosos venideros , y edificación y enseñanza de los presentes, observantísimo de sus reglas y
de todas las obediencias y ordenaciones de sus Prelados. «Y en esta parte, dice, hablo de
experiencia, porque viví con él algunos años, y como testigo de vista,
testifico que no se ordenó cosa alguna para la observancia regular que no fuese
el primero en ejecutarla. El trato de su persona fue de un pobre religioso, y de un
filósofo antiguo como Sócrates o Catón, y que comía moderadísimamente. La cama pobre, las
alhajas pobres y humildes y
precisamente necesarias, algunos libros para su estudio, sin género de
curiosidad ni policía. Fue gran
despreciador del mundo, de sus riquezas, honras y deleites; todo el suyo era
en la oración y en el estudio. Tuvo gran respeto a los Superiorcs, y siéndolo él a todos en el caudal, se sujetaba a su dirección como un niño, y
era cosa admirable y digna de eterna memoria para la posteridad, ver a un hombre tan sabio y una cabeza
de tanto seso nevada de canas y consultado de los mayores hombres del orbe en
materias gravísimas y estimados sus pareceres como de un oráculo, dar cuenta
de su conciencia a un Superior
discípulo de sus discípulos, y tomar su
dirección, de ochenta años, como si fuera un novicio de catorce, para las cosas
de su alma, y con ser acérrimo en defender sus opiniones y no volver atrás en
lo que una vez dijo, en llegando el voto del Superior y su dictamen, deponía el
suyo y se sujetaba a su obediencia.»
Y así continúa
el P. Alonso de Andrade, contándonos, como todos sus biógrafos, ciertos
pormenores de su vida, que dicen mucho para explicarnos sus doctrinas. Que
amaba tanto la pureza de su conciencia, que indefectiblemente se reconciliaba
todos los días antes de decir Misa, que era la primera de Casa, y a la que acudían muchas personas
para oírla, como de varón
santo: que dos veces al
año recogíase por espacio de quince días a hacer los ejercicios de San
Ignacio: que cuando vino de París, puso su confesonario en el patio del Colegio
para confesar solamente a los pobres y
desvalidos: que su ocupación más favorita era visitar las cárceles y hospitales y enseñar la
doctrina a los niños, más gozoso
que cuando leía las cátedras de París: que siendo muy anciano, venía con su
caña rigiendo los niños de la doctrina por las calles, cosa que llenaba de asombro
y de edificación a todos. En una
palabra: que fue tan admirable por
sus virtudes como por su doctrina, con haber sido ésta tan extraordinaria y
alabada de todos.
Ese fue Mariana como religioso, y ojalá
le imitasen en su vida los que se glorían de quererle seguir en sus supuestas
doctrinas. Tal vez, si así sucediera, las doctrinas de Mariana dejarían de
parecer lo que muchos se figuran, y serían tan intachables e inmaculadas casi siempre como la
vida de su autor.
VII Hombre verdaderamente extraordinario, yen quien la naturaleza pareció haber agotado todas sus riquezas después de haberle revelado todos sus secretos. Orador elocuentísimo, según nos refiere Andrés Schotto, que lo trató, y nos cuenta que fue admirado por los dos hombres más elocuentes de su siglo, Pedro Juan Perpiñá< y Marco Antonio Mureto. Literato consumado, no inferior en las lenguas clásicas a los Vives y Nebrijas, a los que evidentemente supera en la gallardía y nervio del estilo,iguala al menos en el sabor purísimo del lenguaje de la edad de Augusto: en las lenguas sabias, comparale con su maestro Cipriano de Huerga y con Benito Arias Montano, como lo demuestra en su tratado De Annis Arabum y De Biblia Vulgata, y en los Comentarios a la Sagrada Escritura, en los que maneja las lenguas orientales como si no supiera otra cosa, quien parecía saberlo todo. Teólogo tan sutil, que los que le oyeron en París y Roma leer a Santo Tomás, lloraron siempre que tan peregrino ingenio aplicara su natural viveza a cosas tan poco arduas como la historia, y no a ilustrar con la luz de su entendimiento las sublimes cuestiones de la ciencia divina. Filósofo de tan alto vuelo, que como por vía de pasatiempo, y para entretener los ocios de la vida del campo, adonde le había llevado su delicada salud, escribe obras como lustres libros De morte et immortalita, verdadera joya literaria y filosófica de nuestra edad de oro, delicias hoy, como siempre, de los pocos que saborean nuestras riquezas científicas, y el otro libro Spectaculis, en el que la severidad de la moral cristiana, la erudición de lo sagrado y lo profano, el celo por la pureza de las costumbres y el amor a las tradiciones antiguas, le hacen filosofar, como lo haría el más rígido Catón, iluminado por la lumbre de la fe. Precioso libro, de amenísima y variada literatura, traducido al romance por el mismo Mariana, que no tuvo más objeto al escribirlo «que el que los hombres no se pierdan con los malos ejemplos, ni manchen con obscenas liviandades sus almas, criadas y nacidas para la santidad». Vivió Mariana
ochenta y siete años, acabando sus días el 17 de Febrero de 1623: llorado de
sus amigos y respetado y admirado de todos bajó á la tumba cuando ya no tenía
ni aun fuerzas para mover la pluma, a la que no dio descanso durante su larga vida. Próximo ya al sepulcro, escribió
un tomo en folio de comentarios, que supondría hoy la vida de un hombre; lo que
hace ver que en Mariana jamás envejeció ni el corazón ni el ingenio. Fue, dicen
los que lo conocieron, de menos que mediana estatura, ojos vivísimos, por donde
parecía respirar el fuego de su alma, frente espaciosa y serena sin rugosos
entrecejos, con los que graciosamente le adorna la novela más bien que la historia; en una palabra: aspecto noble,
espejo de la nobleza de su espíritu. Corazón mucho más grande que el cuerpo, amante
de la verdad y de la virtud hasta el martirio, sobrio como un anacoreta,
purísimo en obras y palabras, apreciador del tiempo cual de la más preciosa mercancía;
la religión y la ciencia se unieron para formar en él uno de los hombres más
singulares del siglo XVI, y uno de los
sabios más dignos de este nombre que el mundo ha producido.
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