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SALA DE LECTURA

HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA
 

 

HISTORIA CONTEMPORÁNEA DE ESPAÑA

ANALES DE LA GUERRA CIVIL

DE 1833 - 1886

 

POR

DON ANTONIO PIRALA

 

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ESCENARIO HISTÓRICO DE ESPAÑA AL PRINCIPIO DE LA OBRA

 

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INTRODUCCION DEL AUTOR

LIBRO PRIMERO .

LA COALICION TRIUNFANTE. PRIMERA PARTE

LA COALICIÓN TRIUNFANTE. SEGUNDA PARTE. LA JOVEN ESPAÑA

LA COALICIÓN TRIUNFANTE. TERCERA PARTE.

LA COALICIÓN TRIUNFANTE. CUARTA PARTE.

 

 

ESCENARIO HISTÓRICO DE ESPAÑA AL PRINCIPIO DE LA OBRA

 

BALDOMERO ESPARTERO

(1793-1879), príncipe de Vergara y regente de España.

 

ESPARTERO era el menor de ocho hermanos e hijo de un carpintero-carretero, familia trabajadora de la clase media preponderante en un pueblo de casi tres mil habitantes. Tres de sus hermanos fueron religiosos y una hermana, monja clarisa. En Granátula había recibido clases de latín y humanidades con su vecino Antonio Meoro, preceptor de Gramática, con gran fama en la zona, dado que preparaba a los chicos para acceder a estudios superiores. De hecho nombraría posteriormente al hijo de este, Anacleto Meoro Sánchez, obispo de Almería. Cursó sus primeros estudios oficiales en la Universidad Nuestra Señora del Rosario de Almagro, donde residía un hermano suyo dominico, y obtuvo el título de Bachiller en Artes y Filosofía. Almagro contaba con su propia Universidad desde 1553 por Real Cédula de Carlos I y era una ciudad muy activa y próspera. Su padre deseaba para Espartero una formación eclesiástica, pero el destino truncó esa posibilidad. En 1808 se alistó en el ejército para formar parte de las fuerzas que combatieron tras el levantamiento del 2 de mayo en Madrid contra la ocupación napoleónica. Las universidades habían sido cerradas el año anterior por Carlos IV y la propia Almagro había sido ocupada por los franceses.

Fue reclutado junto a un numeroso grupo de jóvenes por la Junta Suprema Central que se había constituido en Aranjuez bajo la autoridad del entonces ya anciano conde de Floridablanca, con el fin de detener en La Mancha al invasor antes de que las tropas enemigas llegasen a Andalucía. Fue alistado en el Regimiento de Infantería Ciudad Rodrigo, de guarnición en Sevilla, en calidad de Soldado Distinguido, grado que adquirió por haber cursado estudios universitarios. Durante el tiempo que estuvo en las líneas del frente en la zona centro-sur de España, participó en la batalla de Ocaña, donde las fuerzas españolas fueron derrotadas. De nuevo su condición de universitario le permitió formar parte del Batallón de Voluntarios Universitarios que se agrupó en torno a la Universidad de Toledo en agosto de 1808, pero el avance francés lo llevó hasta Cádiz donde cumplía su unidad funciones de defensa de la Junta Suprema Central. Las necesidades perentorias de un ejército casi destruido por el enemigo obligaron a la formación rápida de oficiales que se instruyeran en técnica militar. La formación universitaria previa de Espartero permitió que el coronel de artillería, Mariano Gil de Bernabé, lo seleccionara junto a otro grupo de jóvenes entusiastas en la recién creada Academia Militar de Sevilla. El nuevo destino no evitó que actuase desde el primer momento en escaramuzas con el enemigo durante su formación como cadete, y así consta en su hoja de servicios. Se lo integró, junto a otros cuarenta y ocho cadetes, en la Academia de Ingenieros el 11 de septiembre de 1811 y ascendió a subteniente el 1 de enero del siguiente año. Suspendió el segundo curso, pero se le ofreció como alternativa incorporarse al arma de infantería, al igual que a otros subtenientes. Tomó parte en destacadas operaciones militares en Chiclana, lo que le valió su primera condecoración: la Cruz de Chiclana.

Sitiado por los ejércitos franceses desde 1810, fue espectador de primera línea de los debates de las Cortes de Cádiz en la redacción de la primera constitución española, lo que marcó su decidida defensa del liberalismo y el patriotismo.

Mientras la guerra tocaba a su fin, estuvo destinado en el Regimiento de Infantería de Soria, y con dicha unidad se desplazó a Cataluña combatiendo en Tortosa, Cherta y Amposta, hasta regresar con el Regimiento a Madrid.

Terminada la guerra, y deseoso de proseguir su carrera militar, se alistó Espartero en septiembre de 1814 —al tiempo que era ascendido a teniente— en el Regimiento Extremadura, embarcando en la fragata Carlota hacia América el 1 de febrero de 1815 para reprimir la rebelión independentista de las colonias.

La corte fernandina había conseguido desplazar a ultramar a seis regimientos de infantería y dos de caballería. A las órdenes del general Miguel Tacón y Rosique, Espartero quedó integrado en una de las divisiones formadas con el Regimiento Extremadura que se dirigió hacia el Perú desde Panamá. Llegaron al puerto de El Callao el 14 de septiembre y se presentaron en Lima, con la orden de sustituir al marqués de la Concordia como virrey del Perú por el general Joaquín de la Pezuela, victorioso en la zona.

Los mayores problemas se concentraban en la penetración de fuerzas hostiles desde Chile y las Provincias Unidas de Sud América al mando del general José de San Martín. Para obstaculizar los movimientos, se decidió fortificar Arequipa, Potosí y Charcas, trabajo para el cual la única persona con conocimientos técnicos de todo el Ejército del Alto Perú era Espartero, por tener dos años de formación en la escuela de ingenieros. El éxito de la empresa le valió el ascenso a capitán el 19 de septiembre de 1816 y, aún antes de cumplir un año, el de segundo comandante.

Tras el pronunciamiento de Riego y la jura de la Constitución gaditana por el rey, las tropas peninsulares en América se dividieron definitivamente entre realistas y constitucionalistas. San Martín aprovechó estas circunstancias de división interna para continuar su acoso al enemigo y avanzar, ante lo cual un numeroso grupo de oficiales destituyó a Pezuela como virrey el 29 de enero de 1821, nombrando en su lugar al general José de la Serna e Hinojosa. Se desconoce con exactitud el papel que en este movimiento jugó Espartero, aunque su unidad en conjunto fue leal al nuevo virrey. Sea como fuere, el que sería más tarde duque de la Victoria se empleó a fondo en el sur del Perú y este de Bolivia en un modo de combate singular caracterizado por escasas tropas y acciones rápidas donde el conocimiento del terreno y la capacidad de aprovechar al máximo los recursos a mano eran determinantes. Este modo de operar será el que más tarde desarrolle también en la guerra en España.

Los ascensos de Espartero por acciones de guerra fueron constantes. En 1823 era ya coronel de Infantería a cargo del Batallón del Centro del ejército del Alto Perú. Cuando el bando independentista lanzó la Primera Campaña de Intermedios a inicios de 1823, el general chileno Rudecindo Alvarado trató de penetrar con fuerzas muy superiores por las fortificaciones de Arequipa y Potosí, de las que se sentía especialmente orgulloso Espartero, el general Jerónimo Valdés no dudó en encargar a este la defensa de la posición de Torata, con apenas cuatrocientos hombres, con el fin de hostigar desde ella al enemigo, al tiempo que Valdés organizaba una encerrona. Al llegar los sublevados, Espartero mantuvo durante dos horas la posición causando importantes bajas y replegándose a órdenes de Valdés de manera ordenada, mientras este salía al encuentro del enemigo sin permitirle avanzar y, en un error del general Alvarado al desplegar una línea de frente excesiva, Valdés lanzó un ataque desde el que desbarató las pretensiones de penetración. Tras la llegada de José de Canterac, el enemigo fue puesto en fuga, siendo el Batallón de Espartero uno de los que persiguió a las fuerzas que huían por Moquegua y destacó por destruir por completo la llamada Legión Peruana. El general Valdés consignó en sus calificaciones sobre Espartero:

Tiene mucho valor, talento, aplicación y conocida adhesión al Rey nuestro señor: es muy a propósito para el mando de un Cuerpo y más aún para servir en clase de oficial de Estado Mayor por sus conocimientos. Éste será algún día un buen general...

A su valentía se unía una gran sangre fría y capacidad de engaño al enemigo, infiltrándose entre los sublevados para más tarde arrestarlos y, en juicio sumarísimo, condenarlos a muerte y ejecutarlos. Este modo de proceder sería una constante en su carrera militar.

El 9 de octubre de 1823, el victorioso comandante fue ascendido a brigadier otorgándosele el mando del Estado Mayor del Ejército del Alto Perú. Tras finalizar labores de control de los restos de insurgentes, La Serna lo envió a la conferencia de Salta como representante plenipotenciario del virrey para la firma de un armisticio que permitiese la extensión de los acuerdos con los insurrectos de Buenos Aires al Perú. En Salta se reunió Espartero con el general Juan Gregorio de Las Heras, que actuaba en nombre del Gobierno bonaerense. Acreditado, Espartero comunicó a Las Heras que el acuerdo no era posible, pues las fuerzas enemigas carecían de toda capacidad operativa y no se sentía el virrey obligado a otorgar más que la generosidad con la que habían sido tratados. La actitud hostil de La Serna y el propio Espartero hacia las Comisiones Regias enviadas a Buenos Aires en 1820 y 1823 por los gobiernos liberales del Trienio Constitucional por establecer relaciones con las provincias del Río de la Plata, se ha interpretado como una afrenta a la Corona para algunos, o como una medida de contención de las aspiraciones independentistas para otros.

La figura de Espartero a esta edad fue trazada por el conde de Romanones como la de:

... un hombre de estatura mediana, por el conjunto y proporciones de su cuerpo no daba la impresión de pequeñez... de ojos claros, mirada fría... sus músculos faciales no se contraían en momento alguno...

El fin del Trienio Liberal y el retorno al absolutismo volvieron a dividir al ejército expedicionario. La Serna envió a Espartero a Madrid con el encargo de recibir instrucciones precisas de la Corona, partiendo para la capital desde el puerto de Quilca el 5 de junio de 1824 en un barco inglés. Llegó a Cádiz el 28 de septiembre y se presentó en Madrid el 12 de octubre. Aunque obtuvo para el virrey la confianza de la Corona, no pudo garantizar los refuerzos pedidos.

Embarcó en Burdeos camino de América el 9 de diciembre, coincidiendo con la pérdida del Virreinato del Perú. Arribó a Quilca el 5 de mayo de 1825 sin noticias delndesastre de Ayacucho, y fue hecho prisionero por orden de Simón Bolívar, estando a punto de ser fusilado en más de una ocasión. Gracias a la mediación entre otras personas, del liberal extremeño Antonio González y González ;que sufría exilio en Arequipa, fue liberado tras sufrir dura prisión, pudiendo regresar a España con un numeroso grupo de compañeros de armas.

A su llegada fue destinado a Pamplona y, posteriormente, fijó su residencia en Logroño, muy a su pesar. Allí contrajo matrimonio el 13 de septiembre de 1827 con María Jacinta Martínez de Sicilia, rica heredera de la ciudad y gracias a la cual se convirtió en un hacendado.

A pesar de los favorables informes de sus superiores, de regreso en la península hubo de desempeñar funciones burocráticas y destinos menores, lo que le irritaba. Aprovechó para ordenar su nueva hacienda constituida por la fortuna heredada de su esposa, María Jacinta, y que consistía en un mayorazgo y diversos bienes vinculados donde se encontraban importantes fincas rústicas y urbanas y cerca de un millón y medio de reales procedentes también de los beneficios en las inversiones que los tutores de su esposa habían realizado durante la minoría de edad de esta.

En 1828 fue nombrado comandante de armas y presidente de la Junta de Agravios de Logroño y después se lo destinó al Regimiento Soria destacado en Barcelona primero, y Palma de Mallorca más tarde.

Aunque no participó en la decisiva batalla —lo que provocaba sus iras al serle mencionado—, sí que lo hizo en muchos otros enfrentamientos y, de hecho, él y muchos de los oficiales que lo acompañaban serían conocidos en España como «los Ayacuchos», en recuerdo de su pasado americano y de la influencia que sobre sus ideas políticas tuvieron otros militares liberales que participaron en aquella guerra. Su actividad en la campaña americana fue febril y destacada por sus conocimientos en topografía y construcción de instalaciones militares, su capacidad de actuar rápido y con pocos efectivos, la virtud de movilizar con prontitud tropas y la autoridad que le reconocían sus soldados. Los méritos de guerra fueron numerosos, aunque hizo poca mención de ellos en los años posteriores.

A la muerte de Fernando VII, Espartero apoyó la causa de Isabel II y de la regente María Cristina de Borbón frente al hermano del difunto rey Fernando, Carlos María Isidro.

Durante la primera guerra carlista el general Espartero dio muestras de sus cualidades como militar que ya había demostrado durante las campañas americanas y entre las que destacaban su valentía —que fue lo que más contribuyó a convertirlo en un héroe nacional, especialmente tras su victoria en la batalla de Luchana—, su honestidad —un diplomático estadounidense dijo de él que «disfruta de una fortuna independiente y no pretende aumentarla a expensas de la tropa, como es costumbre aquí»— y el interés por los hombres que estaban bajo sus órdenes, como lo demostraba su continuo empeño en conseguir los fondos para pagar sueldos y vituallas de sus soldados —un problema que padeció su antecesor al frente del Ejército del Norte, el general Luis Fernández de Córdoba, y que su hermano Fernando describió en sus memorias: «El dinero, nervio del Ejército, faltaba lastimosamente en el Norte, y así es que, además de la carencia de subsistencias y pertrechos, los oficiales no cobraban sus sueldos ni el soldado sus reducidos sobres»—.

Pero durante la guerra civil también aparecieron dos de sus defectos: que su valor alternaba con recurrentes episodios de desidia y falta de firmeza —que pudieron estar relacionados con su dolencia en la vejiga que padeció toda su vida y que le hacía extremadamente doloroso montar a caballo— y su excesiva severidad en todo lo relacionado con la disciplina. En cuanto a esto último, el incidente que tuvo mayor repercusión fue el que se produjo por la orden dada por Espartero de diezmar un batallón de chapelgorris —voluntarios liberales a sueldo— guipuzcoanos cuyos miembros supuestamente habían asesinado al párroco de la aldea alavesa de Labastida, profanado la iglesia y arrasado el lugar, y que fue cumplida el 13 de diciembre de 1835. La operación fue dirigida personalmente por Espartero, quien en su informe oficial afirmó que los actos cometidos por estos soldados exigían la «pública demostración a las tropas y a los pueblos... con un severo escarmiento», y durante la misma se echaron a suertes los chapelgorris que iban a ser fusilados, uno de cada diez, y de entre ellos se escogió a diez, «y sin darles más tiempo que algunos momentos para confesarse, a los diez que cupo tan aciaga suerte fueron inhumanamente fusilados», según relató el comandante del batallón. Asimismo Espartero ordenó ejecutar prisioneros carlistas en represalia por el asesinato de liberales, que el general justificó afirmando en una carta que «el empleo de represalias no es más que defensa propia» y «porque perdería la mágica ilusión que la fortuna me ha otorgado, desde el momento en que se observe en mí indiferencia por castigar los crímenes de los rebeldes, y por proteger a mis subordinados».

Entre los cambios en la dirección del Ejército que la regente María Cristina adoptó en los primeros días de gobierno para eliminar a los elementos carlistas, Espartero fue nombrado comandante general de Vizcaya en 1834, bajo las órdenes de un antiguo jefe suyo, Jerónimo Valdés, que lo había reclamado para el servicio en campaña. Participó así en el frente norte durante la Primera Guerra Carlista, desempeñando un destacado papel, no sin antes haber puesto en fuga distintas partidas carlistas en Onteniente.

Sus primeras medidas recuerdan mucho la etapa americana. Al frente de una pequeña división, ordenó la fortificación de Bilbao, Durango y Guernica para defenderlas de las incursiones carlistas, y persiguió las pequeñas partidas que se formaban en distintos puntos. La primera operación de envergadura enfrentándose al grueso de las tropas enemigas tuvo como escenario Guernica en febrero de 1834. Sitiados los cristinos por una columna de seis mil hombres, Espartero liberó la ciudad el día 24 con cinco veces menos fuerzas que los atacantes, lo que le valió el ascenso a mariscal de campo.

En mayo se le otorgó la Comandancia General de todas las Provincias Vascongadas. La segunda gran acción que recibió como encargo fue a mediados de 1835. El general carlista Zumalacárregui había conseguido agrupar las partidas de voluntarios en un ejército bien organizado. Los cristinos, sin embargo, pasaban por una grave crisis al haber sido cambiados los mandos en varias ocasiones por la propia situación de conflictividad que vivía Madrid. En estas circunstancias, Zumalacárregui emprendió una ofensiva que lo llevó a fijar posiciones avanzadas en Villafranca de Ordicia, dominando así una amplia zona de movimientos. Espartero recibió el encargo de Valdés de enfrentarse a Zumalacárregui, para lo que contaba con dos divisiones y un batallón, más otras dos divisiones que se aproximaban desde el valle del Baztán. El 2 de junio consiguió sin esfuerzo situarse en un alto a la vista de Villafranca, en el camino de Vergara. Aseguró las posiciones a la espera de los refuerzos, pero cambió de parecer y se dirigió a Vergara. Al estar a la vista del general carlista Francisco Benito Eraso, este aprovechó la vulnerabilidad del batallón de retaguardia para atacarlo en su repliegue con poco más de tres compañías de infantería. La impresión de los atacados fue que el grueso carlista era numeroso y, poco a poco, se extendió el pánico entre la tropa, que llegó a huir de manera desordenada hacia Bilbao. Ese fue el primer fracaso militar de Espartero y las consecuencias de la derrota fueron muy graves, ya que los carlistas ocuparon pocos días después Durango, por lo que les quedó abierto el camino para sitiar Bilbao.

Su valentía y arrojo fueron incuestionables como en el Primer Sitio de Bilbao, que consiguió levantar. Tras la batalla de Mendigorría, donde los cristinos obtuvieron su segunda gran victoria en la guerra, Espartero debió enfrentarse a su superior, Luis Fernández de Córdoba, en una pugna entre ambos por recibir los méritos de las acciones de campaña.

En Bilbao, cuando catorce batallones carlistas asediaban la ciudad el 24 de agosto de 1835, Espartero participó activamente en el levantamiento del cerco sin apenas esfuerzo. De camino a Vitoria tras salir de Bilbao el 11 de septiembre, batallones carlistas se opusieron a sus unidades, por lo que ordenó arremeter contra ellos persiguiéndolos hasta Arrigorriaga, donde se encontró con importantes fuerzas carlistas que lo obligaron a retroceder hasta la capital vizcaína. En este repliegue encontró tomada la entrada a la ciudad, con lo que recibió ataques por vanguardia y retaguardia. Acorralado, Espartero decidió enfrentarse a las tropas que en el puente sobre el río Nervión le cortaban el paso, por lo que pudo cruzar al fin camino de la ciudad en una brillante acción que le valió la Cruz Laureada de San Fernando y la Gran Cruz de Carlos III, además de una herida en el brazo.

No obstante su desafiante capacidad, sus mandos no lo consideraban capaz de dirigir el grueso de los ejércitos cristinos, dado su ímpetu alocado y sus reiterados actos de desobediencia a los superiores. En 1836, el Ejército del Norte quedó en manos de Luis Fernández de Córdoba como general en jefe. Recibidas órdenes de atacar al enemigo en cualquier situación de ventaja, Espartero ocupó en marzo el puerto de Orduña con fuerzas menguadas, con lo que ganó así una ventajosa posición para el ejército. Ello le valió una nueva Laureada de San Fernando y la posibilidad de efectuar una nueva acción días después sobre Amurrio. Tras las acciones con la III División, al abrir franco el paso a Vizcaya, Fernández de Córdoba lo propuso, muy a su pesar, para el ascenso a teniente general el 20 de junio. Aún le permitió la guerra obtener el acta de diputado por Logroño a las Cortes Generales en las elecciones celebradas el 3 de octubre de 1836 junto a quien sería otro gran adalid del liberalismo, Salustiano de Olózaga. Todavía sería elegido en otras tres ocasiones a lo largo de su vida, aunque no ocupó jamás su escaño y renunció en favor de otras provincias.

En el verano Espartero cayó enfermo y se desplazó a Logroño para recuperarse. Los movimientos liberales en toda España se sucedieron mientras descansaba. Los éxitos militares logrados lo catapultaron finalmente a ser nombrado general en jefe del Ejército del Norte y virrey de Navarra, en sustitución de Fernández de Córdoba. El motín de los sargentos de La Granja, que había colocado a la regente en la necesidad de abandonar el Estatuto Real y dar más protagonismo a los liberales con el restablecimiento de la Constitución de Cádiz de 1812, favoreció también el nombramiento.

Alcanzar el grado de general en jefe hizo que el futuro duque de la Victoria moderase su crueldad, limitase sus acciones impetuosas y dedicase un tiempo a reorganizar el ejército isabelino que contaba con dos problemas graves: uno, la necesidad de moverse por un territorio, el carlista, bien asentado, donde las fuerzas leales a María Cristina solo contaban con algunas grandes ciudades y fortificaciones, pero no libertad de movimientos; en segundo lugar, la falta de recursos para equipar las tropas y la ausencia de disciplina interna.

Casi sin actividad bélica, los carlistas aprovecharon para reorganizarse y volvieron a sitiar Bilbao en 1836 con más fuerzas y mejor organizados que en la primera ocasión. Desde el Ebro y sin usar el camino de Vitoria, Espartero dirigió catorce batallones camino de la capital vizcaína en un viaje lento y tormentoso, concentrándose en el valle de Mena en noviembre, dado que no disponía todavía de información suficiente sobre los posibles movimientos del enemigo. Finalmente, mientras la flota hispano-británica lo esperaba en Castro-Urdiales, consiguió llegar el día 20 de noviembre y embarcar a su ejército, con trescientos jinetes más, camino de Portugalete, donde arribó el 27. Tomó los altos de Baracaldo, pero lo rechazaron los carlistas en el primer intento de entrar en Bilbao. Aunque el 30 la mayoría de los generales aconsejaron a Espartero que abandonase el intento de levantar el sitio, decidió no hacer caso: ordenó construir un puente de barcas sobre el Nervión y el 1 de diciembre el ejército isabelino se encontraba al otro lado, debiendo mantener las posiciones contra el incesante fuego enemigo. El segundo intento de levantar el cerco volvió a fracasar y la moral de la tropa decayó. Falto de dinero, que no llegó hasta mediados de mes, Espartero trazó un plan que le permitió atacar a un tiempo por las dos orillas del Nervión. El 19 de diciembre, los cañones de la Armada Española e inglesa apoyaron la operación de avance y la ciudad fue liberada en una acción meritoria, con Espartero enfermo y a la cabeza, entrando por el puente de Luchana el día de Navidad.

Especialmente satisfecho, un oficial envió según sus instrucciones el siguiente Oficio al Gobierno del que se extrae lo sustancial:

... Las privaciones y sufrimientos de las tropas de mi mando han quedado recompensadas en este día. Ayer a las cuatro de la tarde dispuse la atrevida operación de embarcar compañías de cazadores que se apoderasen de la batería enemiga de Luchana. Al poco tiempo, aunque en medio de una terrible nevada, se ejecutó la operación con el éxito más feliz para la bravura y entusiasmo de aquellas, y eficaz cooperación de la Marina inglesa y Española. El puente quedó en nuestro poder; los enemigos lo tenían cortado; pero a la hora y media ya estaba restablecido. Los enemigos, reuniendo considerables fuerzas, acudieron sobre aquel punto: el combate se empeñó ya de noche: el temporal de agua, nieve y granizo, fue espantoso: la pérdida que experimentó este ejército en las muchas horas de combate fue también de consideración. Los momentos fueron críticos; pero las cargas decididas á la bayoneta nos hicieron dueños de todas sus posiciones, haciendo levantar el sitio de esta villa, en la que he verificado hoy la entrada. Todas sus baterías, municiones é inmenso parque quedó en nuestro poder... Cuartel General de Bilbao, 25 de diciembre de 1836. Excmo. Sr. Baldomero Espartero. Excmo. Sr. Secretario de Estado y del Despacho de la Guerra.

Su victoria en la batalla de Luchana «puso el nombre de Espartero en labios de todo el mundo, al menos en la España liberal, y lo convirtió en objeto de pinturas, innumerables artículos en periódicos, de discursos parlamentarios y también sin duda, de conversaciones de café. Según Antonio Espina [biógrafo de Espartero], tras Luchana, Espartero "adquirió proporciones épicas". Fue un regalo de Navidad idóneo para la causa liberal. Para el pueblo se convirtió en la "Espada de Luchana", y posteriormente recibió el título de conde de Luchana».

Después de Luchana, la balanza de la guerra se inclinaba a favor del ejército gubernamental. Las fuerzas leales a Isabel II eran superiores en número y capacidad operativa. Desde Bilbao, Espartero se trasladó por el norte del País Vasco hasta Navarra, concentró y organizó a las tropas, se dirigió al Maestrazgo y se vio obligado a enfrentarse con la denominada Expedición Real encabezada por el pretendiente carlista, último intento de este de conquistar Madrid y obtener la victoria en la guerra. Espartero les alcanzó a las puertas de la capital, donde se libró la batalla de Aranzueque con victoria del general "isabelino". El éxito lo colocó en una posición dominante entre los liberales, pero también entre todos los ciudadanos agradecidos por haberles salvado de la incursión y haber provocado el desmoronamiento del ejército enemigo. Los homenajes y agradecimientos públicos y privados convencieron a Espartero de que la popularidad obtenida era un equipaje muy valioso para alcanzar el poder político.

Entre 1837 y 1839, al tiempo que formó un gobierno fugaz por falta de sostén parlamentario suficiente, derrotó a las tropas carlistas en Peñacerrada, en Ramales —que se llamó Ramales de la Victoria desde entonces— y en Guardamino.

Fomentó la división entre los carlistas y firmó la paz, promovida muy activamente por el representante militar de Gran Bretaña en Bilbao, lord John Hay, con el general carlista Rafael Maroto mediante el Convenio de Oñate el 29 de agosto de 1839, confirmado con el abrazo que se dieron estos dos generales dos días más tarde ante las tropas de ambos ejércitos reunidas en los campos de Vergara, acto que se conoce como el Abrazo de Vergara.

El acuerdo entre Espartero y Maroto sellado con el "abrazo de Vergara" el 31 de agosto de 1839 consistía en que los carlistas depondrían las armas a cambio de que los oficiales y soldados de su ejército se incorporaran al ejército regular y que los fueros de Guipúzcoa, Álava, Vizcaya y Navarra serían respetados por el gobierno. La idea de utilizar los fueros para alcanzar la paz parece que surgió a principios de 1837, aunque se discute de quién partió —Antonio Pirala en su Historia del Convenio de Vergara publicada en 1852 se la atribuyó a Eugenio de Aviraneta.

La firma del acuerdo de paz con Maroto había sido contestada por muchos sectores carlistas, entre los que se encontraba el general Ramón Cabrera que, refugiado en el Maestrazgo, plantó cara a Espartero hasta que fue derrotado con la conquista de Morella el 30 de mayo de 1840, acción por la cual la reina Isabel le concedió el título de duque de Morella y el Toisón de Oro. Cabrera huyó hacía Cataluña con la mayor parte de los restos del Ejército del Norte, perseguido por el general Leopoldo O'Donnell.

El final victorioso de la guerra carlista le valió la dignidad de grande de España y el título duque de la Victoria, amén de los de duque de Morella, conde de Luchana y de vizconde de Banderas. Muchos años más tarde, en 1872, el rey Amadeo I le concedió también el de príncipe de Vergara, con el tratamiento aparejado de Su Alteza Real. Posteriormente, este otorgamiento fue confirmado por el rey Alfonso XII.

Aunque en 1826, durante la década ominosa, denunció una conspiración liberal que estaba siendo organizada en Londres por unos «traidores» dirigidos por el general exiliado Espoz y Mina para derribar la monarquía absoluta de Fernando VII, tras la muerte de este, Espartero siempre fue partidario del liberalismo frente al absolutismo. Sin embargo, nunca puso por escrito su ideario y «su pensamiento político nunca fue más allá de unos vagos pronunciamientos sobre la libertad y las constituciones, así como la lealtad a la monarquía, que pueden resumirse en un lema que él mismo hizo famoso: Cúmplase la voluntad nacional». Otra de las frases que resumen su pensamiento político fue que lo que deseaba para España era la «libertad apropiadamente entendida», cuyo modelo era la monarquía constitucional británica, porque allí «se respeta como un derecho la reunión y la petición con el fin de conocer la opinión y evitar la fuerza que lleva consigo un cambio repentino que aquí se llama revolución». Su primera declaración política apareció implícita en un poema escrito para celebrar el restablecimiento de la Constitución de 1812 tras el motín de los sargentos de La Granja en agosto de 1836:

Entre el más inaudito despotismo

La madre España ha poco se veía

Y rodeada de hijos ambiciosos

Del bien particular que los domina.

Ni aun hallaba consuelo en la esperanza

De recobrar su libertad perdida.

Arrojada a sus pies y ya disuelto

El mejor de los códigos yacía.

Destrozadas sus páginas hermosas

Que al pueblo español hicieron libre un día.

Y el noble agricultor, el comerciante,

Las doctas Musas y la industria activa

Testigos eran de su amargo llanto,

Que fieles a imitarles concurrían.

En esto, de la fama diligente

Se oyen los ecos, que pidiendo albricias,

Publican que por los pueblos de Iberia

Logran su libertad apetecida.

Siempre mostró una lealtad total a la reina Isabel II, hasta el punto de que al final del bienio progresista no quiso encabezar la resistencia al golpe moderado porque eso podría poner en peligro a la monarquía isabelina y «yo, monárquico y defensor de esa augusta persona, no quiero ser cómplice de su destronamiento»; incluso permaneció un tiempo en Madrid, antes de retirarse a Logroño, a petición expresa de la reina con el fin de sofocar una revuelta que en la ciudad había «tomado por bandera la persona de VE». Esta lealtad se mantuvo también después de haber sido destronada en la Revolución Gloriosa de 1868 defendiendo los derechos al trono de su hijo, el futuro Alfonso XII.

En su actuación como político también influyó su condición de militar, pues siempre pensó que la vida política podía manejarse militarmente, como le comentó en una carta a su esposa en noviembre de 1840:

No hagas caso de periódicos ni matices; con la Constitución se manda como con la ordenanza; cuando el que manda es justo y firme y cuando no se separa de la ley, nadie debe arredrarle y nada lo detendrá en la marcha... Yo no hago caso de matices ni de papeles porque yo soy la bandera española y a ella se unirán todos los españoles.

Esta forma de entender el gobierno se puso de manifiesto cuando en octubre de 1841 ordenó fusilar a los generales y políticos comprometidos en un intento de golpe de Estado que incluía el rapto de la reina Isabel II, de once años de edad, y entre los que se encontraba el joven general Diego de León.

Sus éxitos militares durante la guerra carlista —la batalla de Luchana de diciembre de 1835 con la que rompió el sitio de Bilbao; el abrazo de Vergara que puso fin a la guerra en el norte— le proporcionaron una enorme popularidad, rayana en la idolatría especialmente entre las clases bajas —para el pueblo Espartero era la «Espada de Luchana» y, tras su victoria en la guerra, pasó a ser el «Pacificador de España»—. Así relata un diplomático estadounidense la entrada en Madrid de Espartero el 29 de septiembre de 1840

Su entrada fue celebrada con la más entusiasta acogida; durante tres días los festejos continuaron a una escala de regia magnificencia —las calles iluminadas, las casas adornadas con colgaduras, arcos triunfales erigidos en el Prado, y una airosa columna con los símbolos adecuados en la Puerta del Sol—, además de espectáculos dramáticos y corridas de toros, a los cuales los espectadores fueron invitados con entradas para reunirse con él.

Estas muestras de entusiasmo se repitieron en otros lugares como cuando llegó a Valencia el 8 de octubre y la multitud desenganchó los caballos de su carruaje y se puso a tirar de él por las calles de la ciudad.

La entrada en la vida política se produjo tras la victoria de Luchana cuando tanto moderados como progresistas le ofrecieron formar parte del gobierno ocupando el Ministerio de Guerra, pero él se negó porque la Guerra aún no había concluido. Su decantamiento por los progresistas, según Jorge Vilches, se debió a que el gobierno del moderado Evaristo Pérez de Castro no aprobó la petición de Espartero de que su ayudante Linage fuera ascendido a mariscal de campo,14 aunque también pudieron influir sus enfrentamientos con el general moderado Ramón María Narváez que venían desde años atrás, cuando no se le suministraban las mismas tropas, material y fondos que al Espadón de Loja.

Las incursiones de Espartero en política desde 1839 eran duramente contestadas por la prensa moderada. Consciente de su poder y opuesto al conservadurismo de María Cristina, tras las revueltas de 1840 consiguió ser nombrado presidente del Consejo de Ministros, pero el insuficiente apoyo lo obligó a dimitir. Espartero lideraba sin oposición el Partido Progresista y necesitaba una mayoría suficiente en las Cortes. El motín de la Granja de San Ildefonso había llamado la atención a los moderados sobre la fortaleza de los liberales y, por tanto, del propio Espartero. Así, el enfrentamiento con la regente acerca del papel de la Milicia Nacional y de la autonomía de los Ayuntamientos concluyó en una sublevación generalizada contra María Cristina en las ciudades más importantes Barcelona, Zaragoza y Madrid, las más destacadas y en la renuncia y entrega de esta de la Regencia y custodia de sus hijas, incluida la reina Isabel, en manos del general.

Espartero alcanzó la regencia mientras María Cristina marchaba al exilio en Francia. No obstante, el Partido Progresista se encontraba dividido respecto a cómo ocupar el espacio dejado por la madre de Isabel II. Por un lado, los llamados trinitarios abogaban por el nombramiento de una Regencia compartida por tres miembros. Por otro, los unitarios capitaneados por el propio Espartero mantenían la necesidad de una Regencia unipersonal sólida.i Finalmente, Espartero fue elegido el 8 de marzo de 1841 regente único del Reino por 169 votos de las Cortes Generales contra 103 votos que obtuvo Agustín Argüelles. La fortaleza del general le permitió alcanzar la Regencia no sin antes haberse enemistado con una parte significativa del Partido Progresista que veía en el general un autoritarismo latente, teniendo que haber utilizado incluso parte de los votos moderados para alcanzar la regencia única.

Su modo de gobernar personalista y militarista provocó la enemistad con muchos de sus partidarios. Esta situación de tensión interna entre los progresistas fue aprovechada por los moderados con el levantamiento de O'Donnell en 1841, que se saldó con el fusilamiento de algunos destacados y apreciados miembros del ejército, como Diego de León. Con posterioridad, el alzamiento de Barcelona en noviembre de 1842, provocado por la crisis del sector algodonero, fue reprimido con dureza por el regente al bombardear la ciudad el capitán general Antonio Van Halen el 3 de diciembre con cuantiosas víctimas. Se le atribuye la famosa frase «A Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada cincuenta años», pero según el historiador Adrian Shubert la frase es «sin duda» un «mito», «legado del nacionalismo reciente», existiendo un «fuerte culto a Espartero en Cataluña que duró treinta años después del bombardeo de Barcelona». El entonces coronel Prim, que ya le había acusado de favorecer los tejidos ingleses al no imponerles fuertes aranceles y del que se acabó de distanciar tras el bombardeo, se sublevó en Barcelona; el general Narváez desembarcó en Valencia y marchó a Madrid, donde más tarde se le uniría Prim.

En 1843 se vio obligado a disolver las Cortes, ante la hostilidad de las mismas. Narváez y Serrano encabezaron un pronunciamiento conjunto de militares moderados y progresistas, en el que las fuerzas propias del regente se pasaron al enemigo en Torrejón de Ardoz. Sevilla se sublevó en julio y fue bombardeada por las fuerzas de Van Halen y, a partir del día 24, por Espartero en persona.

 

NARVÁEZ

 

Hijo de José María Narváez y Porcel, 1.er conde de Cañada Alta, y María Ramona Campos y Mateos, tuvo un hermano llamado José Narváez y Campos, 2.º conde de Cañada Alta.

Su carrera militar comenzó en el regimiento de Guardia Valona en 1815, y durante el Trienio Constitucional (1820-23) se decantó por los partidarios del liberalismo. Tuvo un papel destacado en la lucha contra la sublevación absolutista de la Guardia Real en Madrid (julio de 1822). Posteriormente, sirvió bajo el mando de Francisco Espoz y Mina en Cataluña, en la campaña para derribar la Regencia de Urgel, en la que tuvo una participación significativa en la toma y destrucción de Castellfollit de Riubregós y la definitiva ocupación de la Seo de Urgel, el 3 de febrero de 1823. Poco después tuvo que enfrentarse a las tropas de los Cien Mil Hijos de San Luis, que le harían prisionero en junio de 1823. Trasladado a Francia, permaneció retenido en cárceles galas hasta el 2 de junio de 1824, cuando Fernando VII publicó un decreto que hizo posible la liberación de los presos por su apoyo al régimen liberal.

Tras rechazar cualquier tipo de cargo durante el reinado de Fernando VII, Narváez marchó a su Loja natal, donde permaneció nueve años, dedicado a labores de labranza, con las que logró reunir una suma considerable. Tras el estallido de la Primera Guerra Carlista se reincorporó al ejército en 1834, para servir al lado de las fuerzas liberales, que defendían el trono de Isabel II. Destinado al frente norte, escenario principal de la contienda, Narváez no tardaría en demostrar sus dotes militares, que le valieron ya un primer ascenso a 2.º comandante de infantería tras la batalla de El Carrascal, en diciembre de 1834. Más tarde, en julio de 1835, participó en la batalla de Mendigorría, al frente del batallón del Infante. Su actuación le valió el ascenso a teniente coronel. El 17 de agosto de ese mismo año fue encargado de la persecución de la partida guerrillera de Jerónimo Merino, "el Cura Merino", al que infligiría una derrota en el Puerto de la Cebollera. De vuelta al frente del norte, Narváez elevaría su prestigio al dirigir en octubre de 1835 una exposición a la reina por la que cedía su sueldo anual, de 18 000 reales, para sufragar la lucha. En enero de 1836, destacaría en la batalla de Arlabán, en la que resultó herido y tras la que sería recompensado con su promoción a brigadier.

En mayo de 1836 fue destinado al Ejército del Centro, donde se vio envuelto en algunas operaciones en el Bajo Aragón, y donde se enfrentó y derrotó a Ramón Cabrera en Pobleta de Morella. Tras un breve retorno al frente Norte, donde participó en la batalla de Montejurra, se le encomendó la persecución de la Expedición Gómez, una expedición conformada por unos 2700 infantes y 180 jinetes, encabezada por el general carlista Miguel Gómez Damas, que había recorrido gran parte de la península ibérica, tratando de alentar nuevos focos de apoyo al infante Carlos María Isidro de Borbón. Las fuerzas de Narváez y Gómez se enfrentarían en la Sierra de Aznar, con victoria para el ejército liberal, que no logró destruir por completo a las tropas carlistas, por la insubordinación de tropas comandadas por el general Isidro Alaix Fábregas, lo que propiciaría el enfrentamiento de Narváez con este y, consecuentemente, con el general Baldomero Espartero, su principal valedor.

Tras un periodo de inactividad motivado por su enfrentamiento con el Gobierno de José María Calatrava, fue encargado en septiembre de 1837 de la organización y mando de un ejército de reserva del sur de España, con el que se dedicó durante más de un año a la tarea de desactivar las distintas partidas de guerrilleros carlistas en La Mancha, obteniendo una larga serie de victorias frente a algunos de los cabecillas principales del carlismo en la región, como "Palillos", "Revenga" o "el Feo de Buendía".

En 1838 fue promovido a mariscal de campo, y electo diputado a Cortes Generales. Su gran habilidad militar y su ideología liberal hicieron que tanto progresistas como moderados pretendiesen que se incorporara a sus respectivos partidos. Isidro Alaix Fábregas, hombre de confianza de Espartero, potenció el proceso que se abrió a Narváez tras su implicación en un movimiento de sublevación popular, acaecido en Sevilla ese mismo año, dirigido por el general Córdova contra el gobierno del duque de Frías. Narváez se refugió primero en Gibraltar, y, exiliado en París, presidió junto a Córdova una junta de oposición a Espartero, la llamada "Orden Militar Española", que veía en la sublevación el medio para liquidar la hegemonía progresista en España. Permanecería en la capital francesa durante los tres años que duró la regencia de Espartero. Fue senador por la provincia de Cádiz entre 1843 y 1845 y senador vitalicio desde ese año hasta su fallecimiento en 1868.

El 27 de junio de 1843 desembarcaría en Valencia, para ponerse al frente de una revolución en la que también estaban implicados militares de relieve como Francisco Serrano y Juan Prim y que contaba con el respaldo del progresista disidente Salustiano Olózaga. El 23 de julio de ese año derrotaría a las tropas esparteristas de Seoane en Torrejón de Ardoz, cerca de Madrid, en una batalla que precipitaría la caída del régimen de Espartero. Por esta victoria sería ascendido a teniente general. En noviembre es víctima de un atentado en la calle del Desengaño de Madrid, al que logra sobrevivir. Fallece, sin embargo, su ayudante, José Basetti.

La reputación alcanzada por su papel director en el movimiento revolucionario de 1843, promocionó a Narváez como nuevo hombre fuerte del Partido Moderado. Así, en 1844, cuando Isabel II, que ya había sido declarada mayor de edad, decidió entregar la función de gobierno a los moderados, Narváez fue designado por primera vez presidente del gobierno. Este primer gabinete tuvo como tarea principal la reforma de la constitución, una labor en la que a Narváez le tocó ejercer de árbitro entre el marqués de Viluma, ministro de Estado, partidario de una carta otorgada, y de los ministros de Gobernación y Hacienda, el marqués de Pidal y Alejandro Mon, respectivamente, partidarios de reformar a través de las Cortes la Constitución de 1837. Finalmente se inclinó del lado de estos últimos, convirtiéndose en uno de los impulsores de la Constitución de 1845. El 18 de noviembre de 1845, Isabel II premia su lealtad concediéndole el Ducado de Valencia con Grandeza de España.

 

MARQUÉS DE MIRAFLORES

 

El marqués era el segundo hijo del influyente vizcaíno Carlos Pando y Álava, que formaba parte de la camarilla del futuro Fernando VII. A los nueve años fue paje del rey Carlos IV, pero al morir su hermano mayor, se convirtió en el heredero del título y del mayorazgo familiar. De joven se dedicó al estudio de la agricultura y la industria, creando un gran establecimiento agrícola en Daimiel (Ciudad Real).

Durante la Guerra de la Independencia participó en el levantamiento del 2 de mayo. Posteriormente toda la familia tuvo que huir de Madrid a Cádiz, ya que su padre había sido elegido alcalde constitucional de Madrid entre 1812 y 1813, durante la ocupación francesa.

En 1814 contrajo matrimonio con Vicenta Moñino y Pontejos, condesa de Floridablanca, sobrina del ministro de Carlos III. Con la subida al trono de Fernando VII, su tío el infante Don Antonio le solicitó consejo, escribiendo el llamado Memorial de Miraflores. En este documento daba cuatro recomendaciones al Rey:

No aceptar la Constitución de 1812, ya que no participó en su redacción.

Convocar Cortes de inmediato.

Unir a todos los políticos leales a la Corona, sin olvidar a nadie.

Realizar un amnistía general de delitos políticos.

En 1820, como parte de la Milicia Nacional, participó en diversas acciones con el general Rafael Riego, retirándose en 1822, y evitando las persecuciones de la llamada Década Ominosa (1823-1833).

Reaparece el 31 de diciembre de 1832, tomando partido por la regente María Cristina y la futura Isabel II. En 1834 comenzó su carrera diplomática, al ser nombrado ministro plenipotenciario en Londres. Su mayor logro fue la firma de la Cuádruple Alianza, entre España, el Reino Unido, Francia y Portugal por la cual la causa isabelina obtuvo el apoyo de dos grandes potencias europeas frente a las potencias absolutistas (Rusia, Austria y Prusia), abiertas partidarias del pretendiente Carlos María Isidro.

Durante la vigencia del Estatuto Real (1834 a 1836) Miraflores fue prócer del Reino. Pero en 1836, al restablecerse la Constitución de Cádiz a raíz del Motín de La Granja, se exilió a Francia.

Su siguiente objetivo fue trabajar para acabar con la guerra carlista. Regresó a España como senador en 1838, juró la Constitución e intervino en el Convenio de Vergara. Ese mismo año fue nombrado embajador en París y acudió como embajador extraordinario a la coronación de la reina Victoria, cargos que dejó al convertirse Espartero en regente. Retornó con posterioridad a la actividad política, como senador por Barcelona.

Su carrera política culminó al ser nombrado presidente del Consejo de Ministros el 12 de febrero de 1846. La situación de España era muy grave, y había tres problemas inaplazables: la boda de Isabel II, las relaciones con el Papado, y el reconocimiento de Isabel como legítima reina de España por parte de Rusia, Austria y Prusia. Le acompañó en el gobierno otro ilustre político, Francisco Javier de Istúriz, como ministro de la Gobernación.

Su programa intentó plasmar su ideario político. En lo parlamentario buscó la legalidad, proponiendo el diálogo con los disidentes, la conciliación, y la moralidad mediante una administración honesta. Pero el verse supeditado al general Narváez, y los manejos inmorales de la regente María Cristina para lucrarse provocaron la dimisión del marqués en favor del propio Narváez.

Pasó, pues, a ocupar la presidencia del Senado (1845-1852). Tras la boda de la reina Isabel II con Francisco de Asís, y debido a su elevada moralidad y discreción, el marqués recibió el cargo de gobernador de palacio, centrándose en sanear la administración palatina, aquejada de infinitos males.

Durante la presidencia de Bravo Murillo (1851), Miraflores ocupó el Ministerio de Estado. Por su intervención, se consiguió el apoyo de Inglaterra y Francia, que con sus barcos defendieron Cuba de las ambiciones imperialistas de los Estados Unidos. El 2 de marzo (Gaceta del 3) de 1863, la reina Isabel le encargó formar gobierno, apoyándose en el marqués de la Habana, como ministro de Guerra, y Francisco Mata y Alós, como ministro de Marina. Tras cesar el 17 de enero de 1864, nuevamente pasó a ocupar la presidencia del Senado (1866-1868).

 

BRAVO MURILLO

 

El 9 de junio de 1803 nacía en Fregenal de la Sierra —por entonces en Sevilla, actualmente provincia de Badajoz— Juan Bravo Murillo, hijo de Vicente Bravo Méndez y de María Manuela Murillo y Ortega, en un modesto hogar en la calle la Jara (actual calle Bravo Murillo). Un niño que, al ser bautizado al día siguiente en la parroquia de Santa Ana, recibiría el nombre de Juan Manuel José Primo Bravo Murillo Méndez. Cabe destacar que la casa de su nacimiento, donde hoy sobresalen varias placas de reconocimiento al insigne político por parte de su ciudad natal y del Cabildo Insular de Gran Canaria, no pertenecía a la familia de los Bravo, sino que era un edificio utilizado como escuela por el padre de Bravo Murillo, Vicente Bravo Méndez, donde se impartían lecciones de latín a los niños. Dicha escuela seguiría en uso hasta bien entrado el siglo XX.

Se inició en los estudios de filosofía, con tan solo doce años, en las dependencias educativas del Convento de San Francisco en Fregenal, un edificio muy cercano a su casa de nacimiento. Dos años más tarde se trasladaría a continuar sus estudios a Sevilla, ciudad de la que dependía políticamente Fregenal, donde acabaría sus estudios de filosofía en tan solo un año, ya que había cursado los dos primeros en su ciudad natal. En los cinco años que permaneció en la Universidad de Sevilla, que van desde octubre de 1815 a 1820, no solo terminaría sus estudios en filosofía, sino que cursaría también los estudios de teología y comenzaría con los estudios de derecho, que le llevarían posteriormente a trasladarse a Salamanca. Cuando llegó Bravo Murillo a la universidad hispalense, esta era considerada la segunda en importancia en España, tanto por la selección de profesores como por número de alumnos. Si bien es cierto que las enseñanzas de materias más innovadoras habían quedado estancadas en aquella época.

Los constantes cambios políticos acontecidos durante la época, que se ponían especialmente de acento en tierras andaluzas, obligaron a Bravo Murillo a trasladarse en 1820, coincidiendo con el pronunciamiento del coronel Riego en las Cabezas de San Juan, a la Universidad de Salamanca, donde pondría punto final a sus estudios de Derecho y donde se licenció finalmente en 1825.

Al terminar sus estudios Bravo Murillo volvería a trasladarse a Sevilla, con la intención de impartir clases en la universidad hispalense, donde empezaría a dar lecciones de filosofía en octubre de 1825. Permaneció en su cátedra durante nueve años, hasta 1834, si bien es cierto que ya podía disfrutar por aquel entonces de su propio bufete de abogados en Sevilla, lo que obligaba a Bravo Murillo a derivar sus funciones, en ocasiones, en su hermano José Joaquín.

Este despacho traería mucha fama en Sevilla al joven abogado frexnense, donde en 1831 lograría una sonada victoria. Su reputación le llevaría a que, a la muerte de Fernando VII, fuera nombrado, en 1834, fiscal de la Audiencia Provincial de Cáceres, por el ministro de Gracia y Justicia, Nicolás María Garelly, que ejercía su cartera dentro del gabinete moderado de Martínez de la Rosa.

La Audiencia Provincial de Cáceres había sido creada durante el reinado de Carlos IV, e impartía justicia a toda la región extremeña, a la que había sido adscrita Fregenal de la Sierra, lugar de nacimiento de Bravo Murillo, tras la reforma territorial de 1833 por el gobierno de Francisco Cea Bermúdez, por la que Fregenal pasaba a formar parte de la provincia de Badajoz. Muy posiblemente esta sería una de las causas por las que el afamado abogado había aceptado el cargo, además de por tratarse de un cargo de alto puesto en la sociedad.

Permanecería en la audiencia cacereña hasta 1835, cuando por orden del ministro Álvaro Gómez Becerra, debía trasladarse a la Audiencia de Oviedo, lo que suponía un retraso en su carrera, pues la audiencia de Oviedo era considerada de menor rango que la de Cáceres. Ante esta situación el entonces fiscal decidió renunciar a su cargo y trasladarse a Madrid.

Una vez instalado en la capital de España, comenzaría a abrirse camino en su profesión como abogado, pese a no contar con la fama con la que se había hecho durante su estancia en Sevilla. De esta etapa cabe destacar su iniciativa, que apoyada por su amigo y compañero de profesión Joaquín Francisco Pacheco, llevaría a los dos próximos políticos de relevancia a fundar el Boletín de Jurisprudencia y Legislación en 1836, un periódico que buscaba ser, al mismo tiempo, de carácter teórico y práctico, insertando en él trabajos doctrinales sobre derecho en sus distintas ramas y, al mismo tiempo, la legislación y las resoluciones judiciales, cuyo conocimiento era tan necesario para los abogados.

Caído en el mes de mayo de 1836 el Gobierno presidido por Mendizábal, se crearía un gabinete encabezado por Francisco Javier Istúriz que, unido a Alcalá Galiano, pretendía dar la vuelta a las políticas progresistas del anterior gobierno, y pasar a realizar todo tipo de medidas de corte moderado. En este gobierno entró a formar parte como ministro de Gracia y Justicia el antiguo profesor de Bravo Murillo en la Universidad de Salamanca, Barrio Ayuso. El nuevo ministro quiso contar con la colaboración de su amigo y discípulo en el ministerio, ofreciéndole un cargo de oficial que no dudó en aceptar.

Istúriz, buscando la mayoría en el Congreso de los Diputados, que por entonces caía del bando progresista, consiguió que la regente María Cristina de Borbón firmase un decreto de disolución de las Cortes, convocándose nuevas elecciones en 1837, en las que Bravo Murillo se presentaría como candidato del Partido Moderado por Sevilla. Pese a ser elegido como diputado no llegaría a ocupar su escaño, ya que el ejército protagonizaría un motín en La Granja que obligó a la regente María Cristina a destituir el gabinete de Istúriz y a poner en vigor de nuevo la Constitución de Cádiz.

Por otra parte se crearía un nuevo Gobierno, presidido por el doceañista José María Calatrava y que convocaría Cortes Constituyentes con la intención de realizar una renovación de la Constitución de 1812. De todo este proceso nacería la nueva Constitución de 1837, que trajo consigo un nuevo sistema político que se perpetuaría hasta 1844. De este proceso constitucional preferiría apartarse Bravo Murillo, que volvió a dedicarse a su carrera de abogado, aunque este periodo sería de corto espacio.

Las Cortes volvieron a reunirse en noviembre de 1837, donde Bravo Murillo ocupó su escaño por Sevilla. Pocas serían sus intervenciones como procurador y estas, más que a problemas de política en general, se referían a aspectos técnicos y especialmente jurídicos. Del gabinete en el Gobierno, presidido por el conde de Ofalia, podría haber formado Bravo Murillo, pero las circunstancias le llevaron a no aceptar el cargo, ya que habría ocupado alguna de las carteras ministeriales que habían sido abandonadas ante las presiones del general Baldomero Espartero, que hacía y deshacía a su antojo apoyado en sus victorias contra los carlistas.

De nuevo sería ofrecido un cargo ministerial a Bravo Murillo, esta ocasión por parte del duque de Frías a su llegada al poder en 1838, un puesto que volvería a rechazar, ya que se encontraba ante la misma situación, donde el general Espartero seguía dominando la situación política. La hostilidad de Espartero hacia el duque de Frías propiciaría la destitución del Gobierno antes de que acabase el año.

Otro nuevo Gobierno fue designado, de acuerdo con los intereses de Espartero y esta vez presidido por Evaristo Pérez de Castro, que no ocupaba la posición de más poder, ya que casi todo el peso del gobierno caía sobre el ministro de Guerra, de total confianza para Espartero, el general Alaix. De este periodo destaca la intervención de Bravo Murillo ante las Cortes por los disturbios que tuvieron lugar en Sevilla en enero de 1839. Ese mismo año se pondría fin a la Primera Guerra Carlista.

Ya en 1840, y con el propósito de favorecer el poder de los progresistas y sobre todo el del general Baldomero Espartero, se convocaron elecciones, donde Bravo Murillo volvió a ser elegido como diputado, esta vez desde la provincia de Ávila, en las filas del Partido Moderado, que conseguiría afianzarse en las Cortes, inauguradas por la regente María Cristina en febrero del mismo año. Fue durante este periodo cuando Bravo Murillo pronunció sus primeros discursos en relación con la hacienda en España, que tan famoso lo harían posteriormente.

Finalmente al llegar octubre de 1840 conseguiría al fin llegar a la regencia Baldomero Espartero, que había conseguido expulsar a la regente María Cristina y hacerse con el máximo poder en España. En esta situación Bravo Murillo se apartaría de nuevo de la lucha política, como había hecho en 1837, para dedicarse de forma exclusiva a ejercer la abogacía. En estos años de exclusiva dedicación a su profesión, Bravo Murillo comenzaría a estrechar lazos con los personajes más relevantes de la aristocracia madrileña, que le confiaban sus pleitos.

En el mes de julio de 1843 se cumplió el pronóstico de la reina María Cristina cuando al salir de España después de renunciar a la Regencia anunció que la caída del general Espartero sería rápida. En aquel caluroso estío, en que las pasiones políticas alcanzaron también máxima temperatura, se embarcaba también el duque de la Victoria para el destierro, zafándose de sus perseguidores. Había conseguido el regente unir a moderados, liderados por Narváez, y progresistas, dirigidos por Salustiano Olózaga y Joaquín María López. No participaría Bravo Murillo de la insurrección que llevó a Baldomero Espartero a abandonar España; pero no se mostraría sino satisfecho con la noticia de la salida del regente de su cargo.

Ante esta situación de desgobierno las Cortes, convocadas para el 15 de octubre, acordarían anticipar la mayoría de edad de la reina Isabel, que por aquel entonces solo contaba con trece años de edad. De esta forma no sería necesario elegir un nuevo regente. Aunque ahora el problema se situaba sobre quien conseguiría reunir los apoyos suficientes y la confianza de la reina para crear un gobierno.

 

OLOZAGA

 

Salustiano de Olózaga Almandoz nació en una familia acomodada de ideología liberal en la Rioja alavesa. Su abuelo, Ramón Antonio, natural de Lanciego, obtuvo en 1791 el reconocimiento de su nobleza ligada al privilegio vasco de hidalguía universal por ser sus ascendientes «[...] nobles hijosdalgo, notorios de sangre por provenir de las Casas solares de la provincia de Guipúzcoa [...]». En 1803, fue regidor de Logroño como artesano del estado noble, cargo que ostentó posteriormente, al menos, dos veces más. Su padre, Celestino Olózaga y Sáenz de Navarrides, también había nacido en Oyón y trabajaba como médico contratado por el ayuntamiento de Arnedo con un salario anual de 11 000 reales.

Al poco de nacer, el niño fue llevado a la casa familiar de Arnedo y allí aprendió las primeras letras. Años más tarde afirmó que su padre utilizaba para enseñarle a leer los artículos de la Constitución de 1812 conforme iban aprobándose en el transcurso de las sesiones parlamentarias.

Su profesor de latín fue Marcelino Magro, un catedrático liberal originario de Cuenca y refugiado en Arnedo que utilizaba como material didáctico textos de autores latinos y no el catecismo o libros de oraciones, como era usual en la época.

De esta primera época formativa quedó reseñado por Fernández de los Ríos el éxito obtenido por el pequeño Salustiano en el concurso de latín que los franciscanos del convento de Vico celebraban cada 2 de agosto, fiesta de la Porciúncula. El ganador obtenía el derecho a que el resto de los alumnos le homenajeara vitoreándole con el nombre de su pueblo. Esa aclamación de «¡Viva Arnedo!» perduró en la memoria de Olózaga y, al llegar la desamortización, compró el convento ribereño del Cidacos. Al borde de la muerte, en otro 2 de agosto, pero de 1873, aún escribía con nostalgia a su hijo que «hoy hace 58 años que recibí en Vico mi primer premio literario».

Estudió Filosofía en Zaragoza y Madrid, donde residía con su familia desde 1819. Oficial de la Milicia nacional y liberal convencido, acompañó en 1823 a las Cortes del Trienio liberal durante su traslado a Sevilla y Cádiz, huyendo de la intervención absolutista de los Cien Mil Hijos de San Luis. Tras la derrota liberal, vuelve a Madrid y cursa estudios de Derecho en la Universidad Central, ejerciendo posteriormente como pasante del abogado Manuel María Cambronero. En el entorno de este, participó en las conspiraciones liberales de 1831, lo que le obligó a exiliarse en San Juan de Luz (Francia).

Aprovechando la amnistía de 1832 vuelve a España (febrero de 1833) y es recomendado por el conde de Toreno al ministro de Gracia y Justicia Nicolás María Garelli, que le nombra secretario de la comisión que revisaba el Código de comercio. Con Mendizábal fue gobernador civil de Madrid. Fue elegido diputado por esta ciudad y después por Logroño en las sucesivas elecciones parlamentarias desde 1836 hasta 1873. Participó en la elaboración de la Constitución española de 1837 tras el Motín de la Granja de San Ildelfonso, convencido de la necesidad de superar los enfrentamientos que la Constitución de 1812 y el Estatuto Real de 1834 habían supuesto. Es por entonces cuando se le nombra preceptor de Isabel II (reina desde 1833, pero aún bajo regencia de su madre María Cristina). Fue senador por la provincia de Logroño en 1872 y 1873.

Opuesto a la Ley de Ayuntamientos de la Regente y con un claro apoyo al progresismo y a Baldomero Espartero en su enfrentamiento con aquella, tomó parte activa en la caída de María Cristina. Al ascender Espartero al poder, fue nombrado embajador en París, donde trató de conciliar las posiciones oficiales españolas con las tramas que realizaba María Cristina en el exilio.

Tras la caída de Espartero y recién nombrada Isabel II mayor de edad y Reina de España, fue nombrado a propuesta de Joaquín María López presidente del Consejo de Ministros. Debió enfrentarse a las falsas acusaciones del moderado Luis González Bravo, en las que sostenía que había obtenido la disolución de las Cortes mediante el uso de la violencia e intimidación sobre la Reina. La situación le obligó a huir de nuevo a Francia el 29 de noviembre de 1843.

CONDE DE ARANDA

 

 

 

ISABEL II