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HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA Y LA CIVILIZACION ESPAÑOLA (cristoraul.org)

 

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BOSQUEJO HISTÓRICO DE LA CASA DE AUSTRIA EN ESPAÑA

POR

D. ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLO

 

Hice en mi prólogo a la Historia de la Decadencia de la Casa de Austria, el retrato de Cánovas del Castillo, su autor, como brillante regenerador de los nuevos estudios históricos en España, y ahora me toca presentarle en su Bosquejo histórico de la Casa de Austria, en la hermosa aplicación de los principios que tácitamente concordó para hacer eficaz la reforma proyectada. Sin embargo, este último libro no fué más que un avance, un ensayo, un programa, aunque de la mayor calificación.

Cuando lo escribió su autor estaba fuera de su mente darle la extensión, ni aspirar a la importancia que desde que apareció le fué reconocida. Dos ilustres publicistas, a la vez jurisconsultos y hombres de administración, los Sres. D. Estanislao Suárez Inclán y D. Francisco Barca, pusiéronse de acuerdo para redactar y dar a la estampa cierta obra jurídico-enciclopédica: un Diccionario de administración y derecho, y al distribuir los artículos por orden alfabético que lo habían de omponer, sometieron al Sr. Cánovas del Castillo el encargo de escribir, en la letra A del primero y único tomo que salió a luz, el artículo histórico sobre el reinado de la casa de Austria en España. Aquel artículo enciclopédico, escrito, en efecto, por el Sr. Cánovas del Castillo, es el que constituye este Bosquejo, del que, con la caja del Diccionario, se imprimieron aparte cien únicos ejemplares, ofrecidos al autor por único pago de su trabajo, para que éste pudiera obsequiar con ellos a los amigos y personas estudiosas que quisiese. A tales circunstancias se debe que se haya constituido en libro por todo extremo raro y difícil de obtener; pues aunque repetidas veces y por diversos editores se propuso al Sr. Cánovas del Castillo, no sólo su reproucción, sino su triple traducción al francés, al alemán y al inglés para hacer de él en estas lenguas y en los países respectivos donde se hablan, otras ediciones, el autor negó tenazmente el permiso para su reproducción, bajo el pretexto de querer repasarla una vez más en toda su integridad antes de darlo segunda vez a la estampa.

Hay que reconocer que la condición esencial con que fué escrito para formar parte de una publicación enciclopédica, si obligó á su autor á encerrarse en límites hasta cierto punto estrechos, pues, a pesar de todo, el artículo en cuestión resultó verdadero libro, habiendo la materia de abarcar el movimiento histórico de seis reinados y de dos siglos, con todos sus acontecimientos políticos, militares, económicos, científicos, literarios, jurídicos y sociales, tenía que ser de una condensación extraordinaria; por esta razón, casi exento de la labor mecánica de la narración detallada de sucesos, quedó encarnado en sublimes síntesis de admirable crítica, lo que después de todo, en la labor histórica, constituye la quinta esencia de todos los estudios y de todas las reflexiones. El Bosquejo en este molde formalizado, no podría menos de resultar, como en realidad resulta, tanto el plan, cuanto el resumen, de la grandiosa obra general que ya en aquel tiempo Cánovas del Castillo tenía meditada, para la que contaba ya también con una preparación colosal, y que era la su- prema aspiración de su espíritu laborioso al ocurrir tristemente la violencia criminal de su muerte. Acaso, de haber podido realizar este plausible pensamiento, todavía habría depurado más algunos puntos, especialmente en el juicio que le merecieron muchos personajes, sobre los que tanto había modificado sus opiniones primeras al escribir la Historia de la Decadencia; mas, con todo, en el Bosquejo está firmemente establecido el espíritu general de lo que había de ser su obra fundamental; y esta consideración, que le mereció tanto éxito desde el primer momento de su aparición, aumenta su valor más y más cada día que pasa, hasta el punto de poderse afirmar que con sólo el Bosquejo la historia fundamental proyectada estaba hecha y concluida.

La mera concepción de este Bosquejo y la forma en que está desarrollado, revela suficientemente qué amplitud y variedad de elementos concedía el Sr. Cánovas del Castillo al modo nuevo de escribir la Historia. El aspecto geológico y la configuración geodésica del suelo, los grados de su fecundidad y los productos de su riqueza, la disposición geográfica de la península y su aislamiento casi absoluto para beneficiar el contacto y las relaciones con otros pueblos, la condición etnográfica de la raza que habita cada una de las partes en que está dividida la monarquía, son estudios preliminares con que por vez primera en España el autor creía deberse contar para dar sólido fundamento á la dinámica permanente de la Historia. Con estos datos, la síntesis de la valoración crítica de cada período histórico determinado se resuelve en una ecuación de principios indestructibles, sobre los cuales se establece la indeclinable fuerza de una tesis doctrinal. Cánovas del Castillo, al acometer el plan de su Bosquejo, se encontraba repetido hasta la saciedad por todo el mundo el falso concepto de que el período que iba a examinar, el período de los dos siglos en que gobernó la monarquía española la casa imperial de Austria, había sido un paréntesis de nuestra historia. Contra este sofisma crítico, que era a la vez una verdadera herejía histórica y política, Cánovas del Castillo cuidó esmeradamente de dejar asentado en el primer párrafo del Bosquejo, como tesis fundamental de su estudio, que «no ha habido grandeza para nosotros, es decir, para España, sino en los días de la dinastía austríaca». Y perfeccionando esta idea, aún añadía: «Ni antes, ni después de aquella época ha sido otra cosa España que un rincón del continente europeo, más ó menos unido, mejor ó peor gobernado, pero aislado, de todas suertes, e incapaz de disputar siquiera el primer lugar de las naciones. Poseímosle ó disputámosle siempre, durante los reinados de la casa de Austria, y habría sido una locura pretenderlo ni antes de su advenimiento ni después de extinguida». Y, por último, termina este concepto con las siguientes frases: « —Ha sido, por tanto, una figura retórica, que conviene dar al olvido, lo de llamar desdeñosamente paréntesis de nuestra historia a los reinados de la casa de Austria. No fué aquél, en verdad, un accidente, sino el apogeo mismo de nuestra historia».

Tras de una declaración tan rotunda, el primer análisis que se impuso fué el del carácter verdadero de cada uno de los hombres cuya figura saliente marcó el de cada uno de los acontecimientos que correlativamente trajo al palenque de los hechos la sucesión de las cosas; y para que este estudio reflejara bien la suma imparcialidad de su apreciación, los primeros elementos de ilustración que investigó fueron los que proporcionaban los escritos de aquellos extranjeros, que, habiendo residido en nuestro país en posiciones cercanas a los más altos personajes, y sido, por lo tanto, testigos de los sucesos y hasta de los pensamientos que los engendraron, dejaron consignadas sus impresiones, no en escritos públicos de que rara vez se salvan de ejercer su cohecho las pasiones o los intereses egoístas cuando no parciales, sino en informes privados y de tal naturaleza, que llevando el sello de la verdad como sus autores la sentían, destinados a permanecer siempre en el secreto de los archivos, ninguna previsión podía acompañarles de que alguna vez hubieran de ser objeto del libre análisis de la publicidad. Estos documentos se los facilitó la publicación de las Relaciones de los embajadores vénetos á la Señoría de Vénecia, dados a luz cuando aquel poder de todo punto se había extinguido y la corriente impetuosa de las revoluciones modernas enteramente había cambiado el modo político de ser de todas las sociedades antiguas.

Dígase lo que se quiera, las dos personalidades que sobre el trono español han sido más debatidas durante el tiempo que duró en el solio la dinastía austríaca, fueron Felipe II y Felipe IV. La grandeza de España bajo Carlos V, enteramente se empalma y se confunde con la del Imperio. El reinado de Felipe III fué la tregua de una gran crisis, y la minoridad y el reinado de Carlos II una prolongada agonía. Felipe II y Felipe IV fueron los que llenaron sus dos siglos respectivos: Felipe II y Felipe IV son, pues, las figuras contra las que se estrellaron los embates todos de la crítica de propios y extraños, y ésta, tanto en uno como en otro monarca, había cebado su mayor acritud, presentándoles, no como fueron, sino completamente desnaturalizados ante el teatro de la Historia. Contra el primero se asociaron todos los elementos de hostilidad que en todo el continente sublevaba contra su poder el omnímodo que X ejercía desde el trono de Madrid sobre los destinos del universo entero, y contra el segundo la rivalidad de Francia, con la complicidad de los demás enemigos tradicionales de España. Cánovas del Castillo no podía menos de aplicar a estos dos augustos personajes, así como a los hombres eminentes en la política, en las armas y en la diplomacia que les servían, una atención preferente, y persiguiendo con fe los datos nuevos de información que pudieran aportarse de la documentación extraña a la nuestra, y que con la nuestra en la fuente más pura de los archivos nacionales hubiera de conformarse, halló este fondo nuevo de autoridad en que robustecer las propias impresiones que había adquirido de la diafanidad de los papeles inéditos, desmintiendo cuantos juicios había vulgarizado la pluma de los llamados hombres doctos. En este fondo vemos a un Federico Badoero, embajador en 1557, a Pablo y Antonio Tiépolo, sucesivos continuadores de su misión diplomática cerca de Felipe II, a Juan Soranzo y Tomás Contarini, a Segismundo Cavalli y Agustín Nani, cuyas ingenuas confesiones sobre las cualidades de este monarca, han sido de más utilidad para sus rectificaciones, que toda la numerosa bibliografía de Gachard, que no había bastado a restablecer el crédito contra el que la tácita connivencia de todos sus enemigos se había empeñado en hacer aparecer como el demonio del mediodía. Después de la publicación de tantas selectas documentaciones, después de los trabajos de Cánovas en este Bosquejo, y de otros dignos imitadores suyos, ya es lícito defender y presentar a Felipe II como al hombre de mayor probidad y honradez que en su tiempo hubo sobre los tronos de Europa, en correspondencia con lo que tan fidedignamente ha probado recientemente el danés Carlos Bratlí en su precioso libro Filip den anden af Spanien, publicado en 1909 en Copenhague.

La misma importancia que para la rehabilitación histórica del nombre de Felipe II han tenido las Relaciones de los embajadores vénetos ya citados, y de quienes Cánovas en este Bosquejo ha hecho todo el aprecio fundamental que merecen. Al llegar, pues, á los problemas nacionales del reinado de Felipe IV en el siglo XVII, el autor de este libro tuvo el mismo cuidadoso empeño de asesorarse de los juicios de Pedro Gritti, Luis Mocénigo, Francisco Córner, Juan y Jerónimo Justiniani, Luis Contarini y Jacobo Quirino. En la bibliografía histórica de aquel siglo nada se ofrece que se parezca al detalle sincero de estas informaciones, y no sólo el Rey sale engrandecido de ellos por la bondad de sus intentos y por la suma de sus virtudes, hasta ahora olvidadas, para hacer resaltar sobre ellas los defectos que tuviese y que la novela, ponzoña de la historia, prestándoles un tinte dramático, tan miserablemente ha exagerado, sino aquel ministro convertido en el vilipendio de la tradición, cuando realmente, como los mismos franceses sus rivales algún tiempo escribieron de don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, fué sin duda el mayor hombre político que su siglo tuvo y en la lealtad de su política y carácter muy superior a su mayor émulo y enemigo el Cardenal de Richelieu.

No fueron solos los embajadores vénetos los llamados a juicio por Cánovas del Castillo al formar el plan de su Bosquejo histórico. Amigos ó adversarios de España y de la dinastía imperial que se sentó en su solio durante los dos siglos de su mayor influencia en el mundo, el autor del Bosquejo admitió a tan peregrina residencia los autores que más se habían distinguido en todos los idiomas de Europa, tratando en extensos estudios y monografías asuntos de nuestra historia en aquellas dos centurias o sobre los personajes que tuvieron mayor representación en los sucesos de aquel tiempo; y, ya para apoyarse en sus opiniones, ya para discutirlas, el Bosquejo comprendió el espíritu analítico ó crítico de Bergenroth y de Hillebrand respecto al primer Felipe y a Doña Juana de Aragón, su mujer; de Amadeo Pichot, Sterling, Robertson, Mignet y Gachard, tocante a Carlos V; de los mismos Gachard y Mignet, Teodoro Juste; Guizot, de Croze y Carlos de Moiiy, sobre Felipe II; de Daru, Gardiner Rawson y Aumale para Felipe IV, y finalmente, del Marqués de Villars, de Divenent y de Madame d'Aulnoy, con relación al gobierno tutelar de Doña Mariana de Austria y al reinado del infeliz Carlos II. No era esta, ciertamente, toda la bibliografía extranjera sobre asuntos históricos de aquel tiempo en España, de que se podía disponer, ni como materia de ilustración, ni como materia de controversia; pero, en realidad, los límites del Bosquejo no permitían otra cosa. Si después de la publicación de Los estudios sobre Felipe IV en 1888, Cánovas del Castillo hubiera podido realizar en toda su plenitud el desarrollo de su Historia fundamental del reinado de la Casa de Austria en España, el examen así de los escritores extranjeros, como de los nacionales que desde 1854 habían venido trabajando con la fe de los archivos acerca de estudios de nuestra historia, habría sido tan vasto como era lícito presumir del Catálogo que ya conocemos de su opulenta Biblioteca histórica. Aun así y todo, esta confrontación y esta rectificación de opiniones fué ya de tan poderoso influjo desde que el Bosquejo de la Casa de Austria se dio á la imprenta en las adversas condiciones que antes se ha dicho, que puede muy bien asegurarse que desde entonces se han impuesto grandes modificaciones en el concepto general y vulgarmente admitido antes tocante á algunos de nuestros monarcas de aquella dinastía, a la equidad de su política y hasta a las prendas personales y al mérito indiscutible de muchos de sus ministros.

Si en su más íntima esencia se examina bien el Bosquejo histórico de la Casa de Austria, del Sr. Cánovas del Castillo, considéresele ó no como el plan y el resumen de la Historia general que proyectaba de esta parte tan interesante de nuestra Historia nacional, la resultante definitiva no puede ser otra que la historia de la rivalidad de Francia contra España, rivalidad que á través de los siglos aparece siempre viva, con unos mismos caracteres así desde el origen de la corona de León y Castilla, como del de la de Aragón, hasta la unión de las dos para constituir la unidad de la monarquía española; rivalidad que encarna todo el campo de nuestra acción política en el mundo durante el período de nuestra mayor grandeza que en el Bosquejo se describe; rivalidad que sigue siempre en función hostil contra España, aun después de haber trocado en nuestro solio la sangre de los Austrias por la de una rama de la familia entonces reinante en Francia; rivalidad que nos agobió del mismo modo cuando la revolución arrolló al filo de la guillotina todo el edificio del pasado; rivalidad que el régimen napoleónico todavía extremó más y más hasta ponernos a punto de extinguirnos; rivalidad que en el Congreso de Viena de 1815 hizo imponer sobre nuestros débiles esfuerzos la misma Restauración, a cuyo triunfo tanto contribuímos; rivalidad que la monarquía de los Orleans hizo pesar sobre nosotros en la cuestión de los matrimonios regios españoles; rivalidad que el segundo imperio, después de haber contribuido al éxito de la revolución que destronó a la Reina Doña Isabel II, volvió a hacer onerosa a nuestra soberanía en la cuestión de las candidaturas regias; rivalidad que, en estos mismos momentos, se ha hecho patente por tantos procedimientos obstruccionistas de nuestros derechos y de nuestra acción en Marruecos, en tanto que con su pretendido protectorado sobre el imperio del Magreb, se propone establecer un verdadero asedio contra la ciudadela de nuestro aminorado poder, teniéndonos por todas nuestras fronteras naturales atropellados y sometidos a la superioridad accidental con que desde 1815, desde el Congreso de Viena, las benevolencias de Europa mantienen la ficción política, que es la única base de su decantado poderío.

Si en la política de Francia los principios sobre que se sustenta esta conducta que tiende permanentemente y por todos los medios imaginables a mantener a España en una absoluta impotencia y en una continua disminución de poder, se observan por una tradición continuada desde los siglos medios, y a través de todas las vicisitudes de la Historia, contra nosotros con una constancia que constituye como un dogma de sus relaciones con España; en España, cada uno de los casos en que esta rivalidad secular y tradicional se ha extremado contra nosotros, siempre nos ha cogido en la misma imprevisión, no haciéndonos cargo de ella, hasta que se nos ha hecho materialmente palpable, y sin dejarnos medios casi ni de acudir al remedio rápido en nuestra propia defensa. La causa de este defecto consiste en que mientras en Francia el sentimiento nacional, lo mismo en la masa del pueblo francés que en el alma de los hombres de Estado que dirigen su gobierno, forma el concepto de esta pretendida superioridad, como fruto del conocimiento íntimo de su propia historia, aprendida desde los primeros rudimentos de la educación juvenil e inculcada como el verdadero catecismo de la conciencia y de las virtudes civiles, sin admitir idea, versión ni concepto alguno que emane del extranjero; en España el abandono de la historia nacional es tan absoluto, que durante los tres últimos siglos su cultivo enteramente ha estado entregado a los extraños, de los cuales hemos recibido las malas traducciones con que hasta en las escuelas se enseñan las pocas nociones que en las aulas se suministran, no formándose en su estudio ni la conciencia del pueblo, ni la educación fundamental de los mismos que llevan sobre sí la dirección y el gobierno del Estado. La proximidad a Francia de la única frontera terrestre con que la península se relaciona con el resto del continente, la similitud de la lengua de una misma raíz y origen latino, la condición indolente de nuestra propia raza que más quiere que todas las cosas se le den hechas que empeñarse en el trabajo de hacerlas, todo conspira a esta deserción de nuestros propios intereses, todo nos desnuda de esa conciencia que es la que da las fuerzas en que estriba el valor de sí propios, todo lo inmerge en ese indiferentismo, bajo el cual la acción de la rivalidad extraña se ha cebado en nosotros, hasta constituirnos en el estado de notoria inferioridad en que ya por todo el mundo se nos califica. Donde la historia propia, y cimentada sobre documentos propios y propios raciocinios, no forma la conciencia pública, ni robustece la previsión de los legisladores y el poder de los gobiernos, la falta del conocimiento verdadero del propio valer establece esa inferioridad moral respecto a los demás pueblos, pero sobre todo con los pueblos rivales y vecinos, que los llevan a todas las degradaciones que hace tres siglos España sufre de la rivalidad de Francia.

El Bosquejo histórico de la Casa de Austria, del Sr. Cánovas del Castillo, plan y resumen de la Historia fundamental de ese mismo período que en él se comprende, venía á ser, a la imprevisión de los indoctos plebeyos y de los indoctos condecorados, la base de esa conciencia regeneradora, por la que tan pocos espíritus, tan levantados como el suyo, vehementemente suspiran. En ella se afirmaron las grandes dotes de estadista que desplegó en los sucesos políticos de su tiempo en que intervino, y sobre todo en los que estuvieron sometidos a su dirección, y el mayor servicio que como historiador pudo prestar a su patria, coronando con ellos los que como jefe de gobierno prestó al país y al trono, fué la aspiración a dotarle de un monumento literario que fuera a la resurrección de la conciencia nacional como a la fe de los antiguos israelitas el cuerpo sagrado de su Viejo Testamento.

No quiso retrotraer el Sr. Cánovas del Castillo la acción histórica de su libro, a los precedentes que para la nueva historia de la España unida sentaron elocuentemente las obstrucciones de Francia, en su eterna inmixtión en los asuntos peninsulares, para impedir la fusión de las dos coronas de Aragón y Castilla, meiante el enlace de la Princesa jurada Doña Isabel la Católica con el Príncipe de Gerona D. Fernando, declarado ya por su padre rey de Sicilia; ni aun siquiera abordó los problemas de las mismas obstrucciones, cuando otra vez Carlos se propuso intervenir en los casamientos de los hijos de los Reyes Católicos, en los que los arcanos inexcrutables de la Providencia, que es la únicamente suprema que dirige los destinos humanos, había dispuesto las secretas resoluciones de la suerte en el porvenir. El Bosquejo había de empezar en el primero de los Austrias, es decir, en Felipe I, el Hermoso, aunque la verdadera reina era, según las leyes de España, su mujer, Doña Juana y como el reinado del primero fué de tan corta duración, la influencia solapada de Francia en aquella situación sólo pudo tentar á ejercerse, mediante su ingerencia en las cuestiones, más de familia que de política, que existieron entre el rey padre D. Fernando y el consorte de la reina, ya considerada como falta de juicio, cuando por esta causa el archiduque y su padre el emperador Maximiliano creyeron que el esposo debía ser el árbitro del patrimonio de su mujer, y Francia les brindó su alianza a fin de levantarle contra el rey, su suegro, cuyo talento superior pudo desvanecer la nube negociando el concierto de Salamanca de 24 de Noviembre de 1505, por el que quedó sentado que la reina, su padre y su marido gobernasen los tres juntos, llevando el matrimonio los títulos mayestáticos y el rey Fernando el de gobernador perpetuo del reino.

Pero lo que no pasó de tentativa en el breve período del gobierno de Felipe I, tomó ya otros caracteres, cuando llegado a la mayor edad el primogénito de aquel enlace, el príncipe-archiduque Carlos de Gante, determinó venir a España a tomar por sí las riendas de la Monarquía, y a la vez los electores del Imperio le aclamaron por Soberano. Dos movimientos casi simultáneos impulsaron en la Península los procedimientos clandestinos de la política francesa, cual si en la actualidad se tratase de socialistas, anarquistas, regionalistas, republicanos o cualquiera otra suerte de gentes levantiscas. Aquellos movimientos fueron el de las Germanías de Valencia y de Mallorca y el de las Comunidades de Castilla; uno y otro reflejando el carácter de una guerra social interior. Dominadas éstas, surgieron las guerras llamadas de rivalidad personal entre el rey Francisco I y el emperador Carlos V, en las cuales las armas francesas, ni dejaron de intentar toda clase de invasiones, empezando por la de Navarra, ni dejaron de promover contra su rival toda clase de alianzas. Vencidas en todas partes; sujetas por repetidos pactos siempre rotos, como de costumbre; sin fe en la guarda de ninguno de sus compromisos y atisbando sin pestañear la ocasión de nuevas agresiones, su perpetuo espíritu inquieto no dio la menor tregua a la guerra conti- nua en que sumergió a Europa, pudiendo contar una vez y otra vez con su apoyo descubierto, o con su velada connivencia los luteranos de todas las ligas del continente y los Barbarrojas de todas las piraterías del Mediterráneo.

Cuando fatigado de tanta lucha Carlos V cedió a su hijo Felipe II la corona real heredada, con todos los feudos de la cuna y con todas las conquistas de la espada, y a su hermano el Infante D. Fernando los derechos del Imperio, Enrique II de Francia se propuso contrarrestar el poder del rey de España renovando contra él las alianzas hostiles, hasta con el Papa Paulo IV, para acometerle en sus Estados de Italia, y convirtiendo los de Flandes en un palenque siempre encendido en rebeliones y guerras devastadoras. No bastaron San Quintín y Gravelinas para contenerle más que un momento, mediante la paz pactada en Chateau-Cambresis, y si buscadas por Felipe II en los lazos matrimoniales con Isabel de Valois las garantías de concordia que ya su padre el emperador se había inútilmente propuesto cuando cedió á su hermana Doña Leonor al tálamo del rey Francisco, las connivencias hipócritas nunca cedieron de parte de Francia, ya con los que mantenían las guerras separatistas de las provincias unidas, ya en las marítimas con Inglaterra, ya en los levantamientos de los moriscos peninsulares de Granada y Ronda, de Aragón y Valencia, ya para impedir la incorporación de la corona de Portugal a la de España. También las naves francesas fueron con las británicas y las rebeldes de Portugal de las vencidas en las Azores. Cuando por los pactos establecidos y en su odio tradicional contra España, Francia no podía manejar la espada y el falconete en los campos de batalla, todavía la promovía hostilidades sin tregua en los círculos de la opinión, por medio de escritos infamantes, y para sostener estas campañas de descrédito no sólo acogió y tuvo a sueldo, sino incitó a sus viles acusacio- nes al ministro traidor Antonio Pérez, fugitivo del rigor de las justicias de Felipe II, promovedor de las agitaciones de Zaragoza y miserable calumniador de su rey y de su patria.

Inseguro Felipe II de las facultades de su hijo y heredero para el manejo político de república tan vasta, y más inseguro todavía de la amistad sellada por Francia en el tratado de Vervins, dejó el campo de la vida a las incertidumbres del acaso y a los arcanos de la Providencia. En efecto, aquel reinado de Felipe III, que al parecer fué una gran tregua, y en realidad fué una gran crisis, si suspendió las armas con Holanda e hizo las paces con Inglaterra, dejó a Francia libres las manos ocultas con que sugirió al Duque de Saboya las empresas del Monferrato y a los grisones las aventuras de la Valtelina, y aun dentro de la Península, las nuevas insidias de los moriscos, con que no hubo otro remedio que acudir a la resolución radical de expulsarlos de las provincias en que moraban, para quitar a sus intri- gas famosas las madrigueras que tanto cultivaba de perpetuas perturbaciones. En esto de los moriscos, como antes en los movimientos de las Germanías y en las agitaciones de las Comunidades de Castilla, Danvila, posteriormente a Cánovas, pronunció la última palabra, y después de las investigaciones documentarlas hechas en los archivos de la Inquisición de Valencia, en el Archivo general, Municipal y episcopal del mismo reino, y en el general de Simancas, la participación a escondidas que Francia tomó en todos estos problemas de la historia, ha quedado tan probada y tan patente como algún día quedará la que le ha correspondido en todas nuestras convulsiones políticas interiores, desde la revolución de Aranjuez, en Marzo de 1808, hasta la de la última semana negra y sangrienta de Barcelona, hace dos años. Esto no es más que cuestión de tiempo y de investigación de archivos, cuando sean investigables los que ahora guardan los secretos actuales del Estado.

Desgraciadamente, en nuestro país se repiten los hechos sin dejarnos ninguna enseñanza, ni estimularnos hacia aquella política de precauciones que siempre hubiéramos podido oponer a la tenacidad y consecuencia de la que con nosotros secularmente se sigue, sin modificarse jamás, del otro lado de las vertientes pirenaicas; y el reinado de Felipe IV da la prueba más convincente de la falta de conciencia nacional con que nuestro país vegeta siempre, no sólo esquivando su ayuda, sino hasta oponiéndose abiertamente a la acertada acción de nuestros poderes públicos, cuando de vez en cuando aparece un espíritu verdaderamente español y patriota en las altas esferas, desde donde se providencia la marcha perseverante del Estado. Después de los estériles resultados que dieron a la política española, así el matrimonio de Doña Leonor de Austria, la hermana de Carlos V con Francisco I, como el de la princesa francesa Doña Isabel de Valois con Felipe II, ningún problema político debió examinarse con más mesura que el de nuevos matrimonios de nuestros príncipes con los de la casa de Francia. Fué, por lo tanto, el primero y más grave error de la política del reinado de Felipe III, el ajuste del doble enlace de la Princesa Doña Isabel de Borbón con el Príncipe de la Corona y el de la Infanta Doña Ana de Austria con Luis XIII. Sin que éste último consorcio desarmase en París la política tradicional francesa contra España, el de Doña Isabel de Borbón con Felipe IV equivalió a meter en el tálamo real español todas las artes disimuladas de la intriga permanente de Francia. Aquel tálamo, no en la persona augusta de la Reina, sino en las de los que de allá venían bajo la diversidad de pretextos a que relaciones tan íntimas, al parecer, se prestan, fué desde la subida de Felipe IV al trono la cindadela intangible de un perpetuo espionaje contra España. Nada se intentaba en Madrid que en París no tuviese inmediata confidencia. Así el primer problema que Felipe IV y su ministro el Conde-Duque de Olivares tuvieron que afrontar, el del matrimonio de una princesa española, la Infanta Doña María, hermana del rey, con el heredero de la Corona británica, acabada de hacerse la unión de la de Escocia con Inglaterra, equivalente a la más estrecha alianza entre la monarquía española y la Gran Bretaña, alianza que habría perpetuado nuestra supremacía, así en el continente como en los mares, abortó de todo punto entre aquel océano de intrigas que Francia tejió por todas partes; en Roma, con el Papa Urbano VIII, en Bruselas, con la Infanta gobernadora Doña Isabel Clara Eugenia, en Madrid, con todo el partido de la reina Isabel; porque en España nunca hay opiniones concordes y la fuerza nacional ha de zozobrar en la red de las intrigas parciales; en Londres, con los astutos resortes de sus negociaciones taimadas, sembrando la desconfianza contra España, con lo que logró no sólo deshacer los pactos ya contraídos, sino hacer ocupar con una princesa católica francesa, el puesto que se quitó a la princesa española, precisamente por ser católica. El mismo Urbano VIII, que no permitió el matrimonio de la Infanta Doña María de Austria con Carlos I, aún Príncipe de Gales, por ser aquélla católica y éste protestante, ninguna repugnancia opuso al matrimonio de Enriqueta de Francia con el mismo Príncipe, a pesar de que éste no había abjurado de sus creencias, como se le exigía para contraer el matrimonio español, y de que la princesa Enriqueta de Francia presumía de ser tan católica como nuestra Infanta española postergada.

La guerra de la independencia de la Valtelina, la sucesión del ducado de Mantua, la ruptura de la tregua con las provincias de la Neerlandia, todo problema político que en Europa se planteaba, ofrecía á Francia ocasión para mover sus armas contra España. Todos los incidentes de las guerras político-religiosas de los treinta años en Alemania le prestaban propicia coyuntura para ajustar alianzas y más alianzas, aunque con la apariencia de hostiles A la casa de Austria, en realidad contra España. Y no bastándole tener levantados con sus artimañas contra Felipe IV y su gran ministro D. Gaspar de Guzmán, y en liga permanente, a los reyes de Inglaterra, Dinamarca y Suecia, a la república de Venecia, al duque de Saboya, al conde Palatino, al duque de Weimar, al marqués de Brandeburgo, a las ciudades anseáticas, al círculo inferior de Sajonia, a los calvinistas de Alemania y a los Estados rebeldes de Holanda, y presentar a la vez la Italia española acometida por la Valtelina y el genovesado, amenazando a la vez los Estados de Milán y de Nápoles, las costas de España y las islas del Océano asediadas por 130 navíos de Inglaterra, y en Flandes sitiadas sus más importantes plazas con ejércitos formados de franceses, ingleses, daneses y suecos, mas los contingentes de las provincias unidas, invadida y tomada la bahía de Todos los Santos en el Brasil y en otros puntos del mar del Sur en las Indias y hostilizado a la vez cuanto el pabellón español cobijaba en Asia, África, América y Europa, todavía en la Península se intentaban desembarcos en Cádiz y en Lisboa, invasiones en Cataluña, Navarra y Guipúzcoa, y por último, terribles movimientos separatistas en Flandes con el duque de Friedland, en Nápoles con Massaniello, en Portugal con el Duque de Braganza, en Andalucía con el de Medina Sidonia, en Aragón con el de Híjar, en Cataluña con los segadors que asesinaron al virrey Conde de Santa Coloma, mientras los libros, los folletos y toda suerte de publicaciones nos infamaban con sus calumnias, haciendo tan cruda e inexorable la guerra de opinión contra nosotros, como la guerra de la diplomacia y de los ejércitos coligados. En esto se sustancia toda la política de Francia respecto a España, asi después de los matrimonios de Isabel de Borbón con Felipe IV y de la Infanta Doña Ana con Luis XIII, como después, habiendo de venir más rigurosas enemistades, al negociarse los terceros matrimonios de la isla de los Faisanes, que tras el triste reinado de Carlos II todavía habían de producir nuestra casi total reducción a una mera provincia de Francia, habiéndose por la política de Luis XIV cultivado antes proyectos de extinción y repartos de la monarquía española, cuando la anarquía interior que se había logrado introducir en nuestro país y con que España había estado devorándose a sí misma, desde la caída del Conde-Duque de Olivares, por el resto del reinado de Felipe IV, durante toda la regencia de Doña Mariana de Austria y durante todo el reinado del Augustulo de esta casa, hizo dictar a éste en su testamento para un nieto de Luis XIV la sucesión de su trono.

Desde la caída del Conde-Duque de Olivares comenzaron las desmembraciones territoriales: la guerra era continua y cada tratado de paz que se negociaba se llevaba los pedazos atropellados de nuestro poder. El de Westfalia no lo suscribió Francia, al reconocerse la independencia de Holanda; pero en el de los Pirineos, con la mano de la Infanta María Teresa para Luis XIV entregamos al rival vecino todo el Artois, varias ciu- dades de Flandes, el Rosellón y parte de la Cerdaña. Aquel infausto matrimonio, a poco de morir Felipe IV, empezó a dar pretextos de nuevo a Francia para promover nuevas guerras, nuevas invasiones y nuevos tratados de paz, y en el de Aquisgran, España le cedió todo lo que por aquellos medios se nos había conquistado en Flandes, y en el de Nimega, el Franco Condado y nuevos territorios belgas, pudiéndose considerar el de Ryswick como una verdadera irrisión de la suerte afrentosa en que nos ponía la especie de conmiseración hacia nosotros que lo produjo, a cambio de sujetarnos al yugo de que todavía en los dos siglos sucesivos no nos hemos podido emancipar.

El cuadro desconsolador que queda resumido es el que forma el plan y el desarrollo interesantísimo del Bosquejo liistórico de la Casa de Austria del señor Cánovas del Castillo: libro de una importancia y de un interés supremo, y cuyo conocimiento, cuya vulgarización y cuyas enseñanzas debieran decretarse en todas las escuelas para que el alma de la juventud en las nuevas generaciones fuera formando esa conciencia nacional ilustrada de que frecuentemente vemos con pena carecer hasta a la mayor parte de los que en las altas jerarquías del Estado politicamente nos dirigen. Una de las ventajas que ofrecen los estudios profundos de la historia, es que con su conocimiento perfecto casi se pueden prevenir los sucesos, que en la vida de los pueblos, como en la vida de los individuos, mudando sólo de los accidentes de la ocasión, siempre se repiten. ¿No es siempre una misma la política de Francia respecto a España, para mantenernos en el interior divididos y en anarquía permanente, y en el exterior olvidados, impotentes y desatendidos? ¿No es siempre una misma la política que labra en el mundo el desconcepto de nuestro nombre por medio de la guerra de opinión? El problema de Marruecos, que en este momento se discute, da la norma de lo primero; el eco de la semana sangrienta de Barcelona y del proceso del asesino solapado Ferrer la de lo segundo; respecto al cuadro de la anarquía interior, atizada desde la otra parte de nuestras fronteras, no hay que ver más que el espectáculo que nos ofrece de continuo en nuestra patria el socialismo, el regionalismo, el anarquismo, reproduciendo siempre, bajo la acción de las influencias de fuera, las guerras políticas parciales que nos habían devorado en la continuidad sin tregua de las revoluciones y de las guerras civiles de todo el siglo XIX, que comenzó con una invasión francesa y acabó con el último despojo de nuestras últimas colonias y el tratado ignominioso de París.

Van estas líneas encaminadas á poner en su punto el Bosquejo histórico de la Casa de Austria, del señor Cánovas del Castillo, al deberse a uno de sus más ilustrados deudos la reproducción hasta patriótica de un libro que, ennobleciendo tanto la memoria de su insigne autor, estaba llamado a desaparecer, dadas las circunstancias en que por vez primera se dio á luz en una publicación que fué desde casi sus comienzos interrumpida, y del que, por acaso, pudo salvarse el centenar de ejemplares de que se hizo edición separada, mas del que, como antes se ha dicho, debiera preceptuarse en las escuelas como Catecismo de la conciencia nacional para inculcarlo en las almas de la juventud; y a muchos parecería osado ingerir aquí nociones de otras obras que, aunque con la de Cánovas del Castillo confluyen a un mismo patriótico objeto, que aunque empalmadas en su propio magisterio, al cabo carecen de la grandeza de las concepciones de tan gran maestro. Pero al que estas líneas escribe no puede menos de ser propicio el momento para sentirse enorgullecido de haber también, en su modesta esfera, contribuido a hacer patentes en algunos de sus obscuros escritos muchos de los principios de la política salvadora que de los de Cánovas del Castillo se deducen en obras como las de Cánovas del Castillo trabajadas con la cultura de la más extensa y sana documentación. Al tomar asiento el que esto escribe en el senado de la Historia patria, en la Real Academia de la Historia, como su individuo de número, siguiendo la costumbre establecida, tuvo que elegir un tema para el obligado discurso de recepción, y este tema fue el de los Dogmas fundamentales y permanentes de la política exterior de España, establecidos por Fernando V de Aragón al constituir la unidad de la Monarquía Española. Claro es que en estos dogmas las relaciones que hubieron de ser más estudiadas fueron las de España con Francia, tomando por modelo la que siguió en todo el curso de su historia la monarquía aragonesa, en perpetua lid de rivalidad con aquélla, y cuyos aciertos la dieron por tantos siglos el cetro político y comercial del Mediterráneo, cuando el Mediterráneo era el único mar de la civilización. Constante siempre en el estudio de los problemas internacionales de España, que no podían referirse, respecto al resto del continente, sino a Francia, nuestra vecina y rival, o a Italia, nuestra hermana, cuyos destinos han corrido secularmente parejas con los nuestros, ó á Inglaterra, que por algún tiempo pudo prestarnos su frontera de inmunidad en el mar, o a Alemania, que permanentemente debiera constituir nuestra frontera de seguridad, uno de los primeros temas a que debió dar la preferencia de sus estudios fué el de las ya referidas Guerras seculares de opinión contra España y las desmembraciones de esta monarquía, opúsculo que vio la luz pública en La España Moderna del 1.° de Noviembre de 1905. Recordando el origen de estas guerras de opinión contra España, desde el advenimiento de Carlos de Gante a ceñirse la corona de los Reyes Católicos, a la que añadió los engarces de la corona del Imperio y de las conquistas del Nuevo Mundo, por todo el reinado de Felipe II, que hizo pesar su cetro sobre toda Europa, así con las providencias de su política como con la grandeza de sus victorias; y, finalmente, al llegar al trono Felipe IV por aquel conato de restauración del antiguo poder, que siempre coronará de inmarcesibles laureles la frente de aquel monarca y de su gran ministro, aunque al cabo la suerte no correspondiera en definitiva a la constancia de sus esfuerzos; yo pinté en aquel cuadro las máximas contra España sembradas diestramente en Inglaterra por el insigne filósofo y político lord Francis Bacon de Veruliano en sus opúsculos titulados Consideraciones políticas sobre la guerra contra España y Disertaciones sobre la verdadera XXIX grandeza de la Gran Bretaña. Escritos a raíz del desaire hecho en Madrid al Príncipe de Gales, que fué después Carlos I de Inglaterra, en la cuestión de su casamiento con la Infanta Doña María de Austria, deshecho, como ya se ha dicho, por las intrigas de Francia en connivencia con el Papa Urbano VIII y la Infanta Doña Isabel Clara Eugenia, Gobernadora de Flandes, temerosa de que para el dote de su sobrina se la despojase en favor de Inglaterra de aquel Gobierno, jactábase en ellos lord Bacon «de haber sido Inglaterra la que había descubierto la inanidad de la potencia de España y puesto patente su vulnerabilidad por todos lados y su inconsistencia para mantener sus propias empresas», después de la sorpresa que la armada del conde de Lest produjo sobre Lisboa y Cádiz, donde logró hacer un desembarco y ganar, aunque por pocos días, la torre del Puntal. Al fin formulaba un plan general de destrucción del poder de España en Europa, que fué completado después en Alemania y Suecia por otro pensador y tratadista eminente, Samuel Puffendorf. Todavía fué adicionado en las querellas de Francia por el obscuro abogado de Auxerre, Christophe Baltazar, escribiendo en 1625 otros dos opúsculos, el titulado Des usurpations des Rois d'Espagne sur la Couronne de France y el que denominó Des commeneement, progrés et declin de las Monarchie française et droits des rois de France sur l'Empire, en que fijó los puntos permanentes de la política de Francia contra España, hasta reducirla á la órbita de su absorción. Desde entonces toda la literatura política francesa del resto del siglo XVII únicamente se redujo a la infamación de nuestra patria y a la disputa eterna de los derechos de Francia sobre todo lo terrestre y todo lo imaginable, así lo humano como lo divino; y así se escribieron libros como el de La antipatía de españoles y franceses, y otros semejantes contra los que fué inútil ue el Conde-Duque de Olivares hiciera adelgazar en oposición las plumas del Obispo de Iprés, Cornelio Jansenio, del marqués Virgilio Malvezzi, y de otros publicistas italianos, belgas y españoles, pues la guerra de opinión contra España constituía otra segunda alianza de las intrigas de Francia, tan honda, tan subsistente, que todavía, después de tres siglos, tampoco ha logrado disiparse. Dígalo el escándalo producido en todo el continente, en Francia, en Bélgica, en Italia, en Dinamarca por el proceso Ferrer como consecuencia de las salvajes hecatombes de Barcelona, promovidas y organizadas por él.

Claro es que en esta guerra de opinión suscitada en aquel tiempo, uno de los tiros más directos iban a dar en el blanco del ministro que bajo el cetro de Felipe IV llevaba la dirección de la política resistente de España, D. Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Oli- vares. El torrente del descrédito que en esta lucha, en que desde el tálamo real se hizo tomar parte a aquella oligarquía española que con el Duque de Braganza se había alzado con Portugal, que con el Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Ayamonte, trató de alzarse con Andalucía, que con el Duque de Híjar, el Marqués del Valle de la Sagra y el General D. Carlos Padilla, trató de alzarse con Aragón, y que coadyuvó al levantamiento de Cataluña, aunque no logró igual éxito en el que se intentó también en Navarra, fué tan profundo, habiéndole remachado aún más la caída del ministro, que habiendo llegado, al cabo de tres siglos, ponderado hasta nosotros en todas sus artificiales proporciones, hasta a hombres tan razonadores e ilustres como Cánovas del Castillo, alcanzó por algún tiempo inocularse en los conceptos admitidos y consagrados por el tiempo, hasta que al cabo el estudio, la testifi- cación documentarla, el análisis de sus acciones, acabaron por arrancarle la venda de los ojos. Pocos personajes han estimulado más la atención crítica del Sr. Cánovas del Castillo, como el Conde Duque de Olivares.

Cuando en 1854 escribió el Sr. Cánovas la Historia de la decadencia de España, ninguna conmiseración tuvo con él. Todos los historiadores, así extranjeros como nacionales, habían extremado los conceptos de su escaso valer, y de la responsabilidad personal que le tocaba en los desdichados éxitos del reinado de Felipe IV. Desprevenido entonces, y aceptando sin otro examen los juicios canonizados universalmente, también cayó sin cautela en el antipatriótico error. Mas después de aquel ensayo, se enfrascó en el estudio directo de cada uno de los hechos y de cada uno de los personajes que habían merecido tan duras sentencias de la historia, y cuando en las Relaciones de los embajadores vénetos, escritas con absoluta sinceridad, vio aquellos juicios enteramente modificados y hasta en oposición con los corrientes admitidos, ya en el Bosquejo histórico, presentó al gran ministro de Felipe IV con otras líneas muy distintas, y cuando después escribió sus Estudios del reinado de Felipe IV y la revolución de Portugal, la figura del Conde-Duque de tal manera se había agigantado en su ilustrada y justa crítica, que un crítico de esta última obra, el Sr. Rodríguez de Armas, en el artículo que publicó en La Época del 28 de Agosto de 1897, ya decía:

«Después de haber examinado muchos historiadores, meditamos recordando las reflexiones de Cánovas, y desaparece el engaño en que estábamos y comprendemos bien las causas de nuestras desgracias. Aquel cuadro, pintado por todos, donde resaltan un rey libertino y un privado imbécil, como fuentes casi únicas de nuestro decaimiento, no es más que una mentira. En el cuadro de Cánovas, Felipe IV y Olivares alcanzan una vida nueva, alumbrada por juicios justísimos. El desgraciado Conde-Duque de Olivares, que ha merecido la execración perenne de los españoles, aparece muy distinto de como le concebíamos. Todos se empeñaban en acumular defectos sobre él para convertirle en la causa de nuestra ruina. Sus contemporáneos influidos de fuera, y comenzando por la reina Isabel, le profesaban un odio injusto, y Cánovas, para describir las buenas condiciones que, por el contrario, le adornaban, ha recurrido a los textos originales de los que por sus cargos estuvieron cerca de él y pudieron conocerle a fondo. Además de la opinión de los embajadores venecianos Mocénigo, Córner y Justiniani, que también insertó el Sr. Cánovas en el Bosquejo histórico de la Casa de Austria, cita las de Francisco de Meló, Eri- ceyra, el nuncio Sachetti y Bassompiére. Todas estas personas, que no estaban ligadas al Conde-Duque de Olivares por afectos o intereses, lo presentan en la integridad de toda su pureza y de todo su valer. ¡Cuan diferente el Olivares que todos describían al que muetra Cánovas con textos irrefutables á la vista! En vez del privado adulador, el ministro indómito que impone con firmeza sus opiniones al monarca; en vez del valido adocenado, el gobernante que se desvive por reunir dinero y tropas para la guerra, desplegando laboriosidad infatigable para acumular elementos en Flandes, en Fuenterrabía, en Cataluña y en Portugal, en medio de invasiones extranjeras, formidables insurrecciones interiores, carencia de recursos e intrigas palaciegas para destruirle; en vez del acicate de diversiones y festejos, el político incansable que se queja de tener que asistir a ellos robando tiempo a los negocios públicos, cuando había que luchar con tantos inconvenientes, con tantos problemas y con tantas dificultades. No era, no, Olivares un hombre vulgar, aun cuando fracasaran muchas de sus empresas. No se estrelló ante frágiles obstáculos, sino ante empeños inmensos. En las desgracias nacionales, Olivares sólo fué la víctima expiatoria de los errores de todos los que con él hubieran debido salvar la nación.»

En otro de mis estudios, La labor político-literaria del Conde-Duque de Olivares, publicado en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos de Agosto y Septiembre de 1904, resumí en breves términos aquellas providencias hercúleas del ministerio del Conde-Duque de Olivares, cuando viendo atacado el poder español por la conflagración de toda Europa, movida por Francia, y la hostilidad simultáneamente abierta en toda la extensión de los dispersos dominios españoles, sin recursos pecuniarios, pues la Hacienda se hallaba agotada, sin soldados, porque los soldados ilustres del siglo anterior se habían concluido, se vio obligado a improvisar, e improvisó en efecto, guarniciones numerosas con que defender en la Península las fronteras de Aragón y Cataluña, presidiar a Perpiñán, Barcelona y Valencia con las costas de Murcia y Cartagena, poner en pie de guerra las de Granada y Málaga, socorrer a Gibraltar y Cádiz, dotar de tropas fieles a Lisboa y Galicia, formar un cordón militar en el señorío de Vizcaya y provincia de Guipúzcoa, fortificar los pasos y cindadelas de Navarra, reforzar las Terceras, Canarias y Baleares, juntamente con todas las fronteras de África, proteger los dominios del Nuevo Mundo con las escuadras del mar del Sur y acudir a Flandes con 70.000 hombres, con otros 70.000 a la Lombardía, con 12.000 al Genovesado, con 20.000 a las islas de Cerdeña, Ibiza y Menorca, guardar las costas y fronteras de Nápoles con 30.000 infantes y 40.000 caballos, socorrer con otros 3.030 a Sicilia, artillar todas las plazas marítimas de la Península, dando el gobierno militar de Galicia a D. Pedro de Toledo Osorio, marqués de Villafranca, el de Gibraltar al Duque de Arcos y a don Luis Bravo de Acuña, el de Murcia al marqués de los Veléz, el de Portugal al marqués de la Hinojosa, a don Fernando Girón el de Cádiz, el de Málaga a D. Pedro Pacheco, a D. Juan de Velasco y Castañeda el de las Cuatro Villas, a D. Francisco de Irizazabal el de Canarias, el de las Terceras a D. Iñigo de Mosquera, y así todos los demás gobiernos militares, a la vez que se armaban dos gruesas armadas en los dos mares que bañan la Península y se reforzaban con 20 galeras las costas de Flandes y con 56 las del Brasil, y se estacionaban 52 galeones en Lisboa, ocho en Genova, 12 en el mar del Sur y otros tantos en el Plata, en Nueva España y en Santo Domingo, y se ponían por cabos de todas estas fuerzas los generales más insignes por mar y tierra que hasta entonces se habían distinguido. Todos estos elementos se fueron extinguiendo en veinte años de una lucha continuada, sin quedar arbitrios materiales para su reposición. ¿Fué esto culpa del CondeDuque de Olivares, tan injustamente vilipendiado, para producir su caída y para condenar a perpetuidad su memoria?

Dos casos semejantes de caídas de grandes ministros contiene la historia moderna de España, en cuya similitud no se puede menos de reflexionar profundamente: la del Conde-Duque de Olivares, tejiéndose la opinión hostil para derribarle por los manejos franceses en el tálamo mismo de la esposa de Felipe IV, y la caída, al comenzar el siglo XIX, del ministro universal del rey Carlos IV, el Príncipe de la Paz, tejiéndose la intriga para derribarle, por la influencia francesa, en el cuarto del heredero de la corona, el Príncipe de Asturias, Fernando VII, destinado también a su vez a ser destronado para fundar una nueva dinastía francesa en la Península. La semejanza de estos dos casos, ambos movidos por la influencia de Francia, no puede menos de traer a la memoria el de otros dos sucesos de índole análoga, siempre bajo la presión de la influencia de Francia: el de las rebeliones de D. Sancho IV contra su padre el rey D. Alfonso, el Sabio, cuando éste intentó reivindicar para sí sus derechos a la corona imprial, y el del luctuoso drama de Montiel entre el rey D. Pedro de Castilla y su hermano D. Enrique de Trastamara, cuando el primero quiso estrechar sus alianzas con Inglaterra. Todos los vencidos de estos acontecimientos históricos sufrieron, además del golpe que les produjo su desgracia, la guerra de opinión que a su reputación se hizo a la vez para que quedasen perpetuamente inhabilitados ante el juicio de la historia; el rey D. Alfonso por débil de carácter y desacertado en su gobierno, D. Pedro de Castilla por arbitrario, altanero y cruel, el rey Felipe IV y su ministro D. Gaspar de Guzmán por entregados a vicios y placeres e incapaces para representar el papel que cumplía a su alta posición, y Carlos IV y el Príncipe de la Paz por insuficientes, indoctos y hasta imbéciles. Así está hecha todavía la historia de España, y así continuamos siendo todavía los amigos, los aliados de Francia!

La obra de Cánovas del Castillo, de que el Bosquejo histórico de la Casa de Austria no es más que un plan y un resumen, no es solamente la producción de un gran trabajo histórico, al que se le concede los honores de la erudición en que abunda y de la rectificación a que aspira; la obra de Cánovas del Castillo, aunque desgraciadamente limitada al plan y al resumen que el Bosquejo representa, es una obra grande e inmortal de un gran hombre de Estado y de un gran patriota. Como obra de hombre de Estado es un tra- tado vivo de alta economía que debieran aprender de memoria, para que sus ejemplos siempre sirvieran de norte a los actos de gobierno, todos los que se encumbran a la posición desde donde se dirigen los destinos de una gran nación; como obra de un gran patriota su lectura debiera estar recomendada hasta en las aulas, para que la juventud que en ellas se instruye formara en sus doctrinas esa fe en la patria que constituye lo que yo llamo conciencia nacional. Sin tener esta conciencia no puede existir espíritu de unidad, y sin espíritu de unidad no hay patria posible. Este es el único valladar que en el momento actual, cuando se discuten nuestros intereses en Marruecos, esa frontera de nuestra seguridad que debiera ser intangible para todo poder extranjero, este es el único valladar que siempre España debiera oponer a las pretensiones de Francia contra nosotros; con este valladar hicieron una España grande y respetada Fernando V de Aragón, Carlos V el Emperador y el gran Felipe II.

 

Juan Pérez de Guzmáx y Gallo.

De la Real Academia de la Historia.

Madrid, 12 de Octubre de 1911

 

 

DIVIDIDA ESPAÑA en cortos Estados independientes, desde la invasión de los musulmanes hasta las conquistas de Granada y Navarra, y la incorporación definitiva de Aragón a Castilla, no aparece como un gran poder en la historia, sino durante los reinados de la casa de Austria. Son ellos, ciertamente, los que la han hecho intervenir más en los negocios políticos de Europa y en el movimiento general de la civilización. Ni las épicas hazañas de los catalanes y aragoneses en Oriente, ni la maravillosa restauración de los Estados Pontificios por el cardenal Albornoz y algunos clérigos y soldados castellanos; ni las conquistas de Sicilia o Cerdeña por D. Alonso y D. Pedro; ni la dominación misma de otro D. Alonso en Nápoles, fueron hechos que pudieran llamarse nacionales y asegurasen a España duradera importancia. Lo único que logramos con eso fue dar a entender las altas calidades militares y políticas que a la sazón poseíamos y que éramos capaces de alcanzar mayores destinos de los que la Península por sí sola ofrecía. Ya los Reyes Católicos figuraron gloriosamente en el mundo; pero no era su poder el de una nación todavía, sino más bien el de una alianza entre las principales naciones peninsulares; y sus armas no pasaron de los confines de España, la costa de África, los límites meridionales de Italia a las primeras islas exploradas del Nuevo Mundo. Al advenimiento de la casa de Austria es cuando forma ya España una nación permanente; y entonces es cuando recorren nuestras armas y naves todo el globo, y median nuestros hombres políticos en todas las grandes controversias humanas. Desde su extinción, en Carlos II, vuelve a encerrarse nuestra actividad en la Península; y aunque ciertas expediciones felices a Italia y África, o la necesidad de la propia defensa en la Península, alguna vez ponen á prueba nuestro valor militar todavía, lo cierto es que Europa y el mundo marchan ya siempre, en adelante, sin sentir nuestra oposición o nuestra ayuda, pasando a ser indiferentes de temibles que éramos o aborrecidos. No ha habido, pues, grandeza para nosotros sino en los días de la monarquía austríaca; y siempre entenderán los hombres, cuando se hable de la decaída España antigua, que tratan de la que heredó Carlos I, y comenzó a desmembrarse en manos de su biznieto el cuarto Felipe. Ni antes ni después de aquella época ha sido otra cosa España que un rincón del continente europeo, más o menos unido, mejor o peor gobernado, pero aislado, de todas suertes, e incapaz de disputar siquiera el primer lugar de las naciones. Lo poseímos o lo disputamos siempre, durante los reinados de la casa de Austria, y habría sido una locura pretenderlo, ni antes de su advenimiento, ni después de extinguida. Ha sido, por tanto, una figura retórica, que conviene dar al olvido, antes de leer estas páginas, lo de llamar desdeñosamente paréntesis de nuestra historia á los reinados de la casa de Austria. No fue aquel, en verdad, un accidente, sino el apogeo mismo de nuestra historia. Mas no se piense, por lo dicho, tampoco que juzguemos su grandeza pasajera como un bien útil para la nación española. Ni los individuos ni las naciones logran á la larga ventajas, levantándose más que consienten sus condiciones propias. Por eso, al tratar no ha mucho de la superioridad militar de los españoles en aquellos tiempos, hizo el autor de este libro reflexiones, que repetirá aquí en los propios términos, para no ejecutar dos veces inútilmente, un trabajo mismo. Ni la singular situación (decía ya entonces), que esta Península ocupa al extremo de Europa, y cerrada su comunicación con el continente por una nación más poblada, mucho más fértil y de muchos más recursos siempre; ni las condiciones ingratas de nuestro suelo, por lo general destemplado y seco; ni la devastación forzosamente causada por ocho siglos de una guerra intestina, como fue al fin la que sostuvimos con los moros españoles, y por aquellas grandes inundaciones de bárbaros, que no en ejércitos, sino en tribus y razas enteras, sucesivamente, vinieron de todas las vastas regiones de África a caer sobre la Península, brindaban á la monarquía de los Reyes Católicos con el primer puesto del mundo, en el orden natural de las cosas. Enlaces, al parecer ventajosos hicieron una parte, y otra las armas; pero nuestras conquistas de Sicilia y de Nápoles, nuestros hechos en el Milanesado, en Alemania, en Flandes, no fueron más que aventuras gloriosas. Y el empeño tenaz con que procuramos retener luego lo que, casi por azar, adquirimos en aquellas partes, si de suyo fue heroico, y, dado el temple duro de nuestro carácter nacional, inevitable, no dejó de ser por eso impolítico y funesto. Hay cualidades que pueden honrar a los individuos y perder a las naciones: cualidades que para los individuos mismos son de ordinario fatales, aunque respetables siempre y loables, si se quiere, en ocasiones. De estas mostraron no pocas durante la casa de Austria, como las han mostrado en todo el curso de la historia los españoles. Seducidos, en el entretanto, por los encomios exagerados de los geógrafos griegos y latinos, que solían conocer solo de España algunas cortas porciones, ya, cual hoy, favorecidas y excepcionales, los críticos extranjeros han concedido siempre más estima en España a la tierra que al hombre que la puebla, cuando lo contrario es lo justo en nuestro concepto. Inútil fue para destruir esta opinión, en los siglos pasados, el testimonio de los pocos viajeros que por sí mismos vieron las cosas y las tocaron con sus propias manos. Desde 1465 a 1467, y antes, por tanto, que comenzase a intervenir constantemente España en los negocios generales del mundo, recorrió todo el centro de la Península, así como muchas provincias de Inglaterra o Francia, el barón León de Rozmital, noble de Bohemia, el cual ha dejado de estas peregrinaciones una curiosísima relación latina. No hay más que recorrer ligeramente sus páginas para obser­var que había ya diferencia bastante entre la riqueza de estas últimas naciones y la de la Península española. Desde que aquel discreto observador entró en Castilla hasta Segovia, y de aquí a Portugal, por Salamanca, apenas dejó de hallar ya a su paso campos incultos, dice unas veces, y escribe otras: romerales, maleza, monte bajo, cuando más, por dondequiera, excepto en las vecindades de la sierra de Guadarrama, donde, mejor aun que ahora, crecían á la sazón bosques incomparables de pinos. De Medina del Campo en adelante, por un espacio muy largo, decían ya literalmente aquellos viajeros antiguos, como han podido decir hasta nues­tros días, cuantos han recorrido los propios sitios. Vueltos a entrar en España por Mérida, hallaron de nuevo delante de sí un desierto, vestido de aromosas hierbas, los cándidos, y sin duda verídicos, viajeros. De allí á Zaragoza, por Madrid y Guadalajara, sólo admiraron algunos bosques entre Medellín y Madrigalejos; viñas y olivos en Talavera, o en los pantanosos alrededores de Zaragoza misma; frutas abundantes hacia Calatayud y la Almunia, por las tierras que fertilizaba ya el Jalón, como hoy en día. Viñas y huertas distinguían ya tam­bién los campos de Lérida de los grandes desiertos aragoneses. Y en Barcelona, asimismo, hallaron ya los viajeros al laborioso catalán, a quien ellos reputaron, sin embargo, por más díscolo y cruel, que a cuantos hombres de naciones bárbaras hubiesen conocido hasta entonces, plantando en las cercanías de su altiva y comerciante ciudad copiosos bosques de palmeras, y contestando a los que se sorprendían de verle cultivar frutos que necesitaban cien años para ser gozados, que él quería dejar a sus descendientes, los mismos bienes que de la previsión de sus predecesores había recibido. Poco diverso se ve, en suma, que era del estado material de España, cincuenta años hace, el de entonces. Bástenos ya añadir a lo expuesto que en igual situación que Rozmital debió de hallar la Península, hacia 1506, el embajador veneciano Vicenzo Quirini, puesto que calculó en solo 250.000 el número de los vecinos que habitaban las ciudades, villas y aldeas de la corona de Castilla; los cuales vivían con todo eso, a lo que cuenta, miserablemente. De seguro la diferencia entre otras naciones y España no era tan grande en la época aquella cuanto es ahora, después de los tristes siglos de tiranía y superstición por que hemos pasado; pero no puede negarse que la hubiese ya, bien que calurosamente negada por los españoles de entonces. Y lo cierto es, en fin, que únicamente la individual superioridad de los españoles, y en especial de sus soldados, puede explicar hoy el que las pobres y pequeñas naciones, unidas en la Península, predominaran siglo y medio sobre tantas otras más ricas y pobladas, y más fuertes en todo que ellas.

Partiendo de estos hechos es como puede juzgarse con imparcialidad á la casa de Austria en España; y por lo mismo no hemos titubeado en copiarlo al pie de la letra, en los precedentes párrafos. Cinco, entre todos, fueron los reyes austríacos, y de ellos tratará brevemente este libro, aspirando más bien que a presentar en inútil resumen los sucesos militares o políticos, a describir el carácter y calidades de los diversos príncipes; la forma y tendencia del gobierno de cada cual; las principales consecuencias, por último, así internas como externas que su reinado produjeron. Esto parece lo más apropiado al objeto y dimensiones de la presente obra.

 

 

I

FELIPE I

 

FUÉ EL PRIMERO de la dinastía austríaca, que en España se llamase Rey, D. Felipe I. Era hijo este príncipe del emperador Maximiliano I y de María Carolina de Borgoña, hija heredera del famoso Carlos el Temerario; y había nacido en la ciudad de Brujas, en Flandes, á 24 de Junio de 1478. Muerta su madre, heredó de ella los Estados de Borgoña y Flandes; y, habiendo entrado en alianza el emperador, su padre, con los Reyes Católicos, durante las guerras de Italia, quisieron afirmarlas ambas familias concertando dos matrimonios: el uno, entre D. Felipe y la infanta Doña Juana, que no podía pensar aún en ser sucesora de sus padres, y el otro, entre el príncipe heredero de Castilla y Aragón, Don Juan y la archiduquesa Margarita, hermana también del archiduque. Seguidas sobre esto las negociaciones en 1495, por Agosto del año siguiente, salió ya del puerto de Laredo una escuadra castellana al mando del al­mirante de Castilla D. Fadrique Enriquez, compuesta de veinte naves con más de tres mil hombres á bordo, para conducir á la infanta Doña Juana á Flandes y traer á la archiduquesa a España. Ratificáronse las bodas entre Don Felipe y Doña Juana en Lille el 20 de Octubre del mismo año, dándoles el arzobispo de Cambray la bendición nupcial. Bien que la infanta española comenzase pronto á recoger sinsabores de su matrimonio, pasaron al principio bastante tranquilos sus días en Flandes, hasta que, llegadas allá sucesivamente las nuevas de la muerte del príncipe de Asturias D. Juan, de la infanta Doña Isabel, hija primogénita de los Reyes Católicos, y del tierno infante D. Miguel, hijo de la última, fue llamada a más alto lugar, recayendo en ella el derecho y la sucesión de los reinos de Aragón y Castilla. Ocurrió esto en el año 1500 precisamente. Tenía Doña Juana, nacida en Toledo a 6 de Noviembre de 1479, la corta edad de diez y siete años cuando contrajo matrimonio; pasaba por ser tan parecida á la madre de Don Fernando, que éste la llamaba por burlas madre, y suegra Doña Isabel; y si hubiéramos de creer al embajador veneciano Quirini, que la conoció en Flandes, era bastante hermosa entonces, así como por el testimonio de Luis Vives, se sabe que aprendió de niña el latín perfectamente y gozaba de muy buen ingenio. Dió origen a sus primeros sinsabores su carácter extremadamente celoso, cosa en que están conformes cuantos la conocieron. Molestaba, según Quirini, al archiduque con los tales celos, por manera que no hallaba forma el infeliz marido de apaciguarla; hablaba poco y no mostraba afición a nada; manteníase los días enteros encerrada en su cuarto, consumiéndose á solas en su propio tormento; huía las fiestas, los solaces y los placeres; aborrecía, sobre todo, la compañía de mujeres, flamencas o españolas, viejas o jóvenes, de cualquiera condición o estado. Confirma, no obstante, el veneciano el dicho de Luis Vives, de que era a ratos mujer discreta, y fácilmente aprendía cuanto se la enseñaba, mostrándose en las pocas palabras que decía, oportuna y grave. De las cualidades naturales del archiduque son varias las opiniones, aunque predominen con mucho las que le favorecen menos. A creer al embajador antes citado, no sólo era hermosísimo de persona, que en esto todos convienen, gallardo justador y diestro jinete, sino que era también muy apto para la guerra, muy sufrido en los trabajos, de' índole naturalmente buena, magnífico, liberal, afable, tan llano con todos, que apenas conservaba el soberano decoro, amantísimo y celosísimo de la justicia, religioso y firmísimo en sus palabras, de tal ingenio, en fin, que en un instante comprendía las materias más arduas. Aquel embajador, en suma, que le acompañó muchos meses por mar y tierra en sus viajes, no le halló otros defectos que el de ser de carácter irresoluto, lo cual le inclinaba a fiarlo todo en su consejo, y el de ser facilísimo en dar crédito a cuanto le decían sus amigos. Opuesto casi en todo es á éste el juicio que de él formaron los más de los españoles. Desde luego, y aunque pecasen de excesivos, los celos de Doña Juana nada tenían de infundados. Era en realidad tan dado á las mujeres el archiduque, que escandalizó a Castilla en los pocos días que en ella reinara, con los excesos que cometió en este punto, favorecido por la vil complacencia de sus amigos y cortesanos, y señaladamente por el famoso D. Juan Manuel, hombre pequeño de cuerpo, pero de ingenio grande como Mariana dijo, depravado y turbulento. También parece cierto que no amó nunca el archiduque á su esposa, o porque los celos de ésta desde el principio le mortificaran con exceso, o porque ella no tuviese muchos atractivos, que es lo que dan á entender sus retratos, á pesar de la favorable apreciación de Quirini. Bastara, por lo demás, con que se dejase llevar de los consejos de los que le rodeaban, y careciera de gravedad en su trato, como el mismo embajador dice, para que fuese el archiduque poco estimado por sus suegros, y aun por’ el pueblo español. Únicamente los grandes señores, mal avenidos con la severa disciplina á que los tenían sujetos los Reyes Católicos, y deseosos de adquirir nuevamente la licencia alcanzada en el débil gobierno de Enrique IV, pudie­ron mirar con simpatía desde e¡ principio a D. Felipe, por lo mismo que le creían á propósito para ser manejado por otros. Pocos se repararon en España, hasta que la sucesión del trono recayó en ellos, los defectos de los archiduques; pero desde entonces, como era natural, fueron ambos el objeto preferente de la atención de los monarcas y de los pueblos. Y de allí adelante también, a las causas íntimas que hacían ya poco di­choso su matrimonio, se agregaron las intrigas perennes de que por todas partes se vieron rodeados aquellos jóvenes príncipes, que tan poco disfrutaron los grandes destinos con que les brindara, al parecer la fortuna.

Pocos meses antes de morir el príncipe de Portugal D. Miguel, heredero por su madre de los Estados de Aragón y Castilla, dio a luz un hijo la archiduquesa en Gante, a 24 de Febrero de 1500, que recibió el nombre de Carlos, en memoria de su abuelo el Temerario.

Cuéntase que por haber nacido en la fiesta de San Matías, mostró la Reina Católica, su abuela, piadosos pr­sentimientos de que sería muy afortunado; y el mundo llegó, con efecto, a contarle por uno de sus mayores príncipes, con el dictado de Carlos V. Parió además de este hijo Doña Juana, á D. Fernando, nacido en España y emperador luego; y cuatro hijas que fueron reinas de Francia, Dinamarca, Hungría y Portugal. De esta suerte estuvo siempre asegurada en su matrimonio la sucesión de España, tan contrastada por la fortuna, que tantos dolores ocasionó a los Reyes Ca­tólicos, y no menor incertidumbre en sus vasallos. Convenía que fuese jurada Doña Juana como princesa de Asturias y de Aragón, y vivamente anhelaban por eso sus padres que viniese a España. Mas cuando en 1502 lo lograron, nuevos dolores comenzaban ya a despedazar el corazón de los ancianos reyes, entristeciendo a cuantos pensaban en el porvenir nacional. Los celos y el singular retraimiento de que en 1504 habló a su corte Quirini, ofrecían ya en realidad, a los ojos de los padres de Doña Juana, de su esposo mismo y de cuantos íntimamente la trataban, caracteres de demencia evidente, aunque no constante. Había un triste precedente con que físicamente explicarla, porque la madre de la Reina Católica, de nombre Isabel, cual ella, padeció una enfermedad idéntica, ocasionada, en gran parte, por el amor excesivo que profesaba al rey D. Juan II su esposo; enfermedad con la cual vivió hasta 1490, precisamente el propio año en que se casó su nieta. La gravedad extrema del caso, tratándose de una persona en quien se cifraba la esperanza de tantos reinos, tuvo por mucho tiempo suspensos a los que la rodeaban, y sin osar rendir fe a una desgracia, por lo demás palpable. Ya en Agosto de 1498, dispuso la reina Isabel, con noticia sin duda de algunas extravagancias, que la visitara en Flandes Fray Tomás Matienzo, dominico y sub-prior del monasterio de Santa Cruz en Segovia, hombre de su mayor confianza. De la correspondencia de este buen fraile con los Reyes Católicos, así como de otros documentos copiados o descifrados en Simancas, es de donde ha pretendido deducir modernamente el escritor belga Mr. de Bergenroth, en obra inglesa, que nunca estuvo loca Doña Juana, sino que fue víctima de horrible persecución por parte de sus padres y de su hijo, suponiendo que dieron causa a ella sus inclinaciones contrarias a la religión católica, y el perpetuo interés de hijo y padre en usurparle el trono. Pocas veces ha nacido, en verdad, en la historia, opinión más sin fundamento, ni más cla­ramente contradicha por los documentos mismos en que se intenta apoyarla y va alcanzando con todo eso alguna boga, sin duda por su singularidad misma. Verdaderamente Bergenroth no conocía bien la lengua en que están escritos los documentos que dio a luz con tan audaz propósito; y del propio achaque adoleció el francés Mr. de Hillebrand, que se adhirió á la opinión de aquel últimamente. Cuando en 1522 aconsejó el marqués de Denia, encargado de la custodia de la infeliz demente á Carlos V, que la hiciese premia en muchas cosas, es decir, que se las hiciera hacer por fuerza, siguiendo aquella antigua máxima castellana de que el loco por la pena es cuerdo, autorizó su opinión con el ejemplo de Doña Isabel la Católica, la cual, según él decía, trató así a su madre, loca también, como queda dicho. Pero en lugar de esto, que es textual, leyó Bergenroth malamente en un documento, que con quien empleó la coacción o premia, por él elevada a tormento, la Reina Católica, fue con su propia hija Doña Juana, cuando era niña; deduciendo de error tamaño, contra aquella mujer insigne, consecuencias no menos inverosímiles que injustas. Citamos este ejemplo, porque él de sí prueba la escasa fe que Bergenroth merece como intérprete de documentos españoles, destruyendo por otra parte, al paso, la suposición ab­surda de que los rigores contra Doña Juana, empeza­sen antes de su matrimonio, cuando nadie sospechaba su locura, ni probablemente existía. Justo es decir en pro de la equidad del autor belga, que no se muestra parcial, en cambio, del archiduque D. Felipe, su compatriota. De éste afirma, que lejos de fundar grandes planes políticos, en la sucesión de la Reina Católica, ni él ni sus consejeros se propusieron nunca otra cosa que apropiarse las rentas de Castilla, llamándole á boca llena cruel marido y despreciable príncipe. Déjase arrastrar por lo demás en su extraña antipatía á la Reina Católica, hasta decir que entre todos los malvados que intervinieron en la inverosímil trama de que supone víctima a Doña Juana, la virtuosa, aunque ciertamente seca y dura, Doña Isabel, se llevó la palma. El caso es, en tanto, que desde las primeras conversaciones de que dan cuenta los documentos por él mismo publicados, entre Matienzo y la princesa, claramente se deduce que no estaba ya ésta en su cabal juicio. «No sé si por mi venida o su poca devoción» (dice en una de sus cartas el fraile), «el día de la Asunción aquí acudieron dos confesores suyos, y con ninguno se confesó»; pero muy poco más adelante y en otra carta, declara «que había tanta religión en su casa como en una estrecha observancia, teniendo en esto mucha vigilancia, que debía ser loada, aunque allí les pareciese al contrario: hallando en ella buenas apartes de buena cristiana». Véase, pues, comparando entre sí tales textos, que el negarse a confesar aquella y otras veces Doña Juana, no podía ser obra sino del estado de perturbación de su espíritu, que ya le hacía mirar con enojo a tales o cuales confesores, ya el cumplimiento mismo de sus religiosos deberes. Esto de los confesores, por cierto, le ofrece a Mr. Hillebrand, que ha publicado un artículo en la Revue des Deux Mondes sobre el asunto, la ocasión de demostrar que no excede a Bergenroth en conocimiento de la lengua castellana. Aconsejaba a Doña Juana discretamente, en una carta, su antiguo preceptor Fray Andrés, que sólo confesase con frailes de los que vivían en los conventos y sujetos á su regla, dejando á un lado los callejeros y acostumbrados á frecuentar los bodegones de París, con alguno de los cuales se había confesado ella, según noticias. Mr. Hillebrand, que piensa que bodegón significa ebrio en castellano, quizá confundiendo bodegón y beodo, toma de aquí pie para afirmar, que lo que el preceptor quería era que alejase de sí á los doctos teólogos de la Sorbona, para entregar su conciencia á los monjes españoles. Tales y tan veraces críticos son algunos de los que han tomado á su cargo el esclarecimiento de este punto, importante ya en la Historia general de España, y más aún en la de los príncipes de la casa de Austria. Lo seguro es que, al decir de Matienzo, mostrábase ya Doña Juana como ol­vidada de todo y de todos los suyos, y zahareña y sos­pechosa con el enviado mismo de su madre, que rara vez podía sacarla alguna palabra. Las quejas principales que había de ella en la corte francesa eran dos: la una, que no pagaba á sus criados, en lo cual tanta ó mayor culpa tenían ciertamente los ministros de su marido; la otra, que no tomaba la menor parte en los asuntos caseros. Mas hay que advertir que la princesa y las señoras que la acompañaban, se quejaron muy amarga­mente siempre de la avaricia de los ministros flamen­cos, y de la indiferencia con que el archiduque veía á su mujer y á las que la servían vivir en pobreza, sin tener con que dar la menor limosna ni hacer el más pequeño bien á nadie. Y en una mujer sujeta ya por na­turaleza á extravíos mentales, llevada luego casi niña á un país extranjero, tan diferente en costumbres de las que conocía, celosísima y poco querida de su marido, tratada cuando menos con indiferencia por éste, y maltratada por sus ministros y cortesanos, nada tiene de extraño que rápidamente se desarrollase la enfer­medad que dominó al fin toda su vida. Así, fue, que cuando en 1502 vino á España, no pudo ya dudar la triste madre, de que sólo gozaba la razón á ratos, pa­sando por lo general de un retraimiento casi estúpido, á una excitación irracional y á veces furiosa: bien que esto último no con frecuencia. Juróse, con todo eso, á Doña Juana por princesa de Asturias, en las Cortes de Toledo, celebradas en Mayo del ya citado año de 1502, siendo, no sin dificultad, reconocida en las de Zaragoza por princesa de Aragón igualmente; y en Enero de 1503, tornó su marido á Flandes, dejando ya mal contentos de sus costumbres á los suegros. Luego, en 1504, marchó allá también Doña Juana, con consentimiento de sus padres, y después de una tentativa de evasión inútil, que dio harto a entender su estado. Querían sus padres que aguardase estación favorable para embarcarse; y fuera de sí ella se puso sola en camino un día hacia la costa, hasta que fue detenida en Medina del Campo, tanquam única lecena, como escribió con su libertad acostumbrada Pedro Mártir; permaneciendo un día y una noche casi desnuda en el patio del Castillo. No acertaba á vivir la desdichada sin su marido, á pesar del mal trato que, con más o menos razón, recibía de él, sin duda alguna. Apenas llegada al fin á Flandes, supo la princesa la muerte de su madre, ocurrida en 26 de Diciembre del mismo año de 1504, mediante la cual heredó el trono de Castilla.

No había sido, en el entretanto, inútil la dolorosa observación que de su estado mental acababa de hacer la prudente Reina Católica. Tres días antes de morir expidió ésta una carta patente, por la que dispuso: que mientras su hija primogénita, y heredera y sucesora le­gítima, estuviera ausente de los reinos, ú estando en ellos, no los quisiera ó no pudiera regir ó gobernar, quedase el rey D. Fernando por gobernador y adminis­trador en nombre de la dicha princesa; según lo supli­cado ya por los procuradores de las Cortes de Toledo, continuadas y concluidas en Madrid y Alcalá de Hena­res, en 1503, á las cuales debió de darse reservada no­ticia de lo que se advertía en la princesa. De notar es que para cualquiera de los casos en que administrase á Castilla D. Fernando, ordenase la reina que durara aquella administración solamente hasta tanto que el in­fante D. Carlos, su nieto, tuviese, al menos, veinte años cumplidos; cuyo plazo llegado debía D. Fernan­do traspasar todas sus facultades en Castilla á su nieto, para que las ejerciese también en nombre de Doña Jua­na, sin hacer cuenta, en todo esto, del archiduque su padre. Dedúcese claramente de tal documento, que no conceptuaba la Reina Católica que en caso alguno de­bía ser su yerno rey de Castilla, ni siquiera administra­dor ó gobernador; y que teniendo por cierta é incurable la enfermedad de su hija, lo que sobre todo procuró impedir fui que aquel adquiriese otra autoridad que la privada de rey consorte. Compartieron, cual se ha vis­to, estas ideas de la Reina Católica, sobre los derechos respectivos de su familia, las referidas Cortes de Tole­do, y las aprobaron también luego las célebres de Toro, que en 1505 presentaron unánime petición á D. Fernan­do en que se decía: «que habiendo sido informados los procuradores, particularmente de la enfermedad de doña Juana, considerando que así de derecho como según las leyes de estos reinos, al dicho Sr. Rey sólo, por ser padre de S. A., le era debida y pertenecía la legítima cura y administración de ellos, proveyendo al bien y procomún de los mismos reinos, nombraban, y habían y tenían al dicho rey D. Fernando, por legítimo curador, administrador y gobernador, en nombre de la reina doña Juana, según que la reina doña Isabel lo dejara ordenado por su testamento y provisiones». De la usurpación imaginada por Mr. Bergenroth, fue­ron, pues, cómplices, á ser cierta, las Cortes de Tole­do y las de Toro; principalmente inspiradas éstas últimas por el célebre jurista y político Palacios Rubios, y en las cuales se hicieron las conocidas leyes que todavía son base de nuestro derecho civil. La reina Doña Isabel, en tal supuesto, tenía que haber promovido la inicua usur­pación, no tan solo en pro de su marido, sino asimismo en pro de su nieto, niño de pocos años todavía; y esto, ella tan celosa de su derecho propio y del de su casa, tan poco afecta á permitir ninguna usurpación semejan­te tan puesta en su punto, en fin, que, al enumerar el grave Zurita las cualidades insignes de D. ’Fernando, cuenta, entre las mayores, haber podido entenderse con su mujer en el gobierno de los reinos. ¿Se necesi­tará, tras lo expuesto, demostrar ahora largamente cuán absurda sea la suposición hecha por el escritor belga antes citado? No; es ya evidente que lo que qui­sieron resolver las disposiciones testamentarias de la Reina Católica, fue una cuestión de derecho hasta aquí mal examinada; y eso fue lo que dió lugar asimismo á tantas complicaciones entonces, y á tal confusión des­pués en la historia. De un lado D. Felipe, que había osado ya apellidarse príncipe de Castilla, viviendo la hija primogénita de los Reyes Católicos, Doña Isabel, se hizo llamar rey de Castilla desde el punto y hora en que supo la muerte de su suegra; siendo como tal reco­nocido por algunas potencias de Europa, y entre otras, por Venecia, como muestra la embajada de Quirini. De otro lado D. Fernando, que tan á mal llevara ya su in­justificada pretensión de considerarse príncipe de Cas­tilla, cuando no había recaído el derecho de la sucesión en su esposa, si bien ordenó la inmediata proclamación de Doña Juana, advirtió á la par que todos los pregones y provisiones de justicia se hiciesen á nombre de ella solo sin mentar siquiera al marido, como no recono­ciendo en él derecho alguno. Y ahora bien: considera­da esta cuestión legalmente, ¿se sabe con certeza á quién correspondía la administración de los Estados reales de la hija loca? ¿Cuál del marido ó del padre de­bía ejercitar en aquel caso la cúratela de la reina? ¿Qué tribunal era competente á la sazón, para declarar la in­capacidad de la princesa y discernir aquella guarda es­pecial, ya que la curaduría en sí misma no podía ser testamentaria ni legítima, sino dativa, según la doctrina de las Partidas? Las Cortes de Toro, que sin duda en­tendían de leyes de España, discernieron expresamente la cúratela á D. Fernando; y esto, inaplicable al dere­cho civil, no dejaba de adquirir verdadero valor desde el punto en que lo hicieron las Cortes, único tribunal competente y posible en las cuestiones referentes á la Corona. Y discernida por las Cortes la curaduría á don Fernando, hallábase ya éste con un título propio, de que carecía ciertamente D. Felipe. Porque si- solo de cosas materiales se tratara, hubiese él entrado á admi­nistrarlas, como marido, sin contradicción alguna, sin necesidad de proveer de curador á la demente; pero tratándose de los reinos, cuya conservación tanto im­portaba á terceros, según los principios jurídicos, si no ya según ley expresa, el nombramiento de curador pro­cedía hacerse, en realidad, como entendieron los legis­ladores de Toro. Ni dejaba de tener también legal fuer­za en este caso el testamento de Isabel la Católica; que a ella como tronco y cabeza de su familia tocaba legis­lar sobre cuanto pudiera concernerle, según el principio hasta aquí sin contraste admitido en las familias reales. No era, pues, ninguna absurda pretensión la de D. Fer­nando. Natural era, no obstante, que pareciese esto una inesperada novedad para D. Felipe, su. yerno; y, bien que él ya tratase á su mujer como loca, y que es­ tuviera más que nadie persuadido de que lo estaba, de repente dejó de tenerla por tal en público, comenzando a correr la voz de que se hallaba en cabal juicio, y atribuyendo la contraria a su padre, para usurparla el reino. Los grandes de Castilla descontentísimos, cual va dicho, del carácter firme de D. Fernando, y no te­niéndole ya el mismo respeto que cuando vivía la Rei­na Católica, empezaron, por su parte, á declararse en favor del archiduque, poniendo también en duda, que la administración del reino, puesto caso que estuviera in­capacitada la reina, perteneciese al padre antes que no al rey consorte. Alegaban, principalmente, que por su matrimonio se había disuelto la patria potestad, y con ella todos los derechos de D. Fernando sobre su hija, sin reparar que entonces no se trataba sino de los de­rechos soberanos de la familia. Pero cual suele suceder en contiendas tales, más bien que su razón, comenzó cada cual bien pronto á preparar y medir sus fuerzas. Fueron y vinieron en vano mensajeros de Flandes á España y de España á Flandes, sin poder concertar, naturalmente, pretensiones tan contrarias, no del todo descubiertas, sin embargo, en su correspondencia, por D. Fernando. A Lope de Conchillos, que era enviado de este último, le prendió en el intermedio el archidu­que en Bruselas, por haber sorprendido una carta de su mujer, en la cual pedía á su padre que tomase á su cargo el gobierno, y atribuir esto a manejos del Rey Ca­tólico; despidiendo, además, de su corte, las pocas per­sonas españolas de que estaba aquélla acompañada. Buscaron al propio tiempo el archiduque y su padre, el emperador, la alianza del rey de Francia para sostener el derecho del primero á la administración de la monar­quía castellana; pero en balde, porque ya le tenía gana­do para sí, como más astuto, el Rey Católico. Las co­sas, en conclusión, llegaron á punto que el archiduque D. Felipe ordenó desde Bruselas que se apercibiesen todos los grandes y caballeros, y pueblos del reino, para tomar las armas contra D. Fernando, y encender la guerra civil. Era el principal ministro y consejero del archiduque, en todo esto, D. Juan Manuel, residente á su lado tiempo había, muy á despecho del suegro. En Castilla eran sus principales campeones el marqués de Villena y el duque de Nájera. En Roma, donde era tan importante por entonces merecer simpatías, cuando no ayuda, servíale de embajador el famoso D. Antonio de Acuña, que tan triste fin tuvo en las Comunidades. Las artes de estos hábiles servidores, la ayuda del em­perador, la malquerencia de los grandes á D. Fernando y el amor á la novedad de los pueblos, lograron for­mar al cabo una liga poderosa, que obligó al prudente D. Fernando á modificar algo sus pretensiones, consin­tiendo en dar participación á su yerno en el gobierno, contra la expresa voluntad de la Reina Católica. Hízose sobre esto un concierto en Salamanca, á 24 de No­viembre de 1505, entre los embajadores del archiduque y el rey D. Fernando, por el cual se convino que éste, D. Felipe y Doña Juana gobernasen todos tres juntos, llevando los últimos los nombre de rey y reina, y el primero el de gobernador perpetuo del reino. Y como era ya tan clara la incapacidad de la reina, acordóse aquí, además, que se despachasen las provisiones y cédulas reales con las firmas de ambos reyes solamen­te. Tuvo D. Felipe, como Zurita cuenta, esta concor­dia no tan sólo por desigual sino por injusta, y mucho más lo pareció todavía á los impacientes caballeros que estaban á su servicio; pero maliciosamente se hicieron, al saberlo, en Bruselas públicas demostraciones de ale­gría. Lo más importante para el archiduque era poder entrar fácilmente en Castilla, y eso ya se lo proporcio­naba la concordia de Salamanca. El resto lo esperaba de las circunstancias y de su propio valor, que cierta­mente no le faltaba.

A 8 de Enero de 1506 se embarcaron al cabo Doña Juana y su esposo para España, no sin arribar por cau­sa de un temporal á Inglaterra, donde fueron bien recibidos, viniendo á desembarcar en la Coruña el 28 de Abril del mismo año: muy poco después de llevar á cabo D. Fernando su nuevo matrimonio con Doña Ger­mana de Foix, deseando tener descendencia con que di­vidir los reinos de Aragón y Castilla, como los natura­les del primero manifiestamente deseaban entonces. No bastan los agravios que tenía ya de su yerno, y de los grandes castellanos para disculpar en D. Fernando tan triste condescendencia. Por de pronto aquel matrimonio impolítico, juntamente con la llegada de los príncipes, acabaron de destruir su ya escaso partido en Castilla; y D. Felipe, en tanto, al segundo día de desembarcar manifestó claramente que no estaba dispuesto á cum­plir la concordia de Salamanca. Muy luego comenza­ron á disponer armas los grandes del partido de D. Fe­lipe por todas partes, mientras éste en persona se ade­lantaba hacia Castilla, en son de guerra, con escuadro­nes de piqueros alemanes y buena artillería de campa­ña, dando á entender que estaba resuelto á mejorar su derecho con la espada. No se descuidaba de su parte D. Fernando. Escribió á cuantos señores y consejeros pensó que quisieran seguirle, manifestándoles que el D. Felipe, su yerno, tenía á la reina, su hija, «fuera de libertad, y tratada, no como su dignidad y estado real requerían, sino presa é incomunicada con él y con to­dos sus leales servidores, por lo cual estaba resuelto a aponerla en libertad por las armas, y les ordenaba que acudiesen a servirle en una empresa en que se trataba de la deshonra y mengua suya propia, de su hija y de los reinos de España. Vése aquí que la enfermedad de Doña Juana, que ambos reconocían cuando esta­ban en paz y amistad, por uno y otro, igualmente, se negaba cuando podía servir de pretexto su salud, para que cada cual estorbase los propósitos del adversario. Mas para intentar la guerra civil era tarde: tenía ya, á la sazón, D. Fernando, como confiesa Zurita, «junto casi el reino todo contra sí»; mirábase solo y muy apar­tado de sus propios Estados de donde no podía venirle socorro; temía que el Gran Capitán, que estaba en Nápoles, y á quien debía saber que con afán solicitaba su yerno, se alzase áfuer de castellano contra él y le qui­tase aquella corona, no bien se rompiesen las hostilida­des. ¡Triste espectáculo, entonces, como dijo en una de sus Epístolas Pedro Mártir, el que ofreció aquel gran monarca errante y solo, sin que ni siquiera le fue­se posible ver ya á su propia hija! Unicamente queda­ban á su lado aún dos grandes de Castilla, el almirante D. Fadrique Enriquez y el duque de Alba, los cuales demostraron la mayor fidelidad, sobre todo el último; y un solo prelado, el arzobispo de Toledo, Don Fray Fran­cisco Jiménez de Cisneros, que, llevado de su belicoso carácter, le aconsejó hasta el último momento, según Zurita afirma, que apelase á las armas, bien que recha­zada esta opinión, mediase luego entre ambos prínci­pes para que hicieran nuevo concierto. Tuvo éste lu­gar, por fin, á 27 de Junio de 1506, después de una en­trevista celebrada entre la Puebla de Sanabria y Astu­rianos, por D. Felipe y D. Fernando, á la cual acudió el primero acompañado de todo su ejército de alemanes y castellanos; casi solo el segundo y tan en poder de sus enemigos, que, según declaró él mismo en la pro­testa secreta que hizo ante su secretario, allí mismo, hubo de ceder á cuanto su yerno quiso, forzado por los «peligros, impresión y miedo» en que estaba. Llamóse aquel concierto de Villafáfila, por el lugar en que lo juró luego D. Fernando, así como el archiduque lo juró en Benavente; y es curioso que éste último, que antes de la muerte de su suegra había escrito ya á los Reyes Católicos, mostrando deseos de encerrar á Doña Juana en alguna parte, por causa de su estado mental, y que luego había sostenido que estaba buena y sana para oponer su derecho, en tal caso evidente, al que alega­ba como curador de una hija loca D. Fernando, convi­niese en que la concordia de Villafáfila se aludiera de nuevo extensamente á la incapacidad de aquélla, con­signando: «que ni se quería ocupar ni entender en »ningún negocio de regimiento, gobernación ú otra »cosa, y que el hacerlo habría sido causa del total perdición y destrucción del reino, según sus enferme- »dades y pasiones, que por honestidad (o sea por decoro) se callaban.» Ello es, en tanto, que logró D. Fe­lipe su propósito de ser reconocido por rey juntamente con su mujer; al paso que D. Fernando, después de hacer la estéril protesta de que queda hecho mérito, y tener otra entrevista con su yerno en Renedo, se vol­vió á sus Estados, sin que á pesar de la reconciliación le consintiese aquél ver a su hija evadiéndolo con fútiles pretextos. Entonces fue cuando comenzó el reinado del primero de los monarcas austríacos en Castilla, que duró menos de tres meses.

Triste impresión dejó de si D. Felipe en tan corto tiempo. Su favorito D. Juan Manuel, que entre otras cualidades tenía la de ser «hidalgo pobre y codicioso», según dice un cronicón de la época, llegó á ser bien pronto de los más impopulares ministros que hubiera conocido hasta allí Castilla. Las tropas alemanas que D. Felipe trajo consigo, cometían mil extorsiones en los pueblos, y se entendían mal con los soldados, es­cuderos y caballeros de Castilla, convocados por don Felipe contra su suegro. Por otra parte, no bien firma­do el concierto de Villafáfila, D. Felipe pidió ya consejo á D. Fernando sobre encerrar por loca á su mujer, que á tantas opuestas ambiciones servía de fundamento. Excusó D. Fernando desde Tordesillas, donde se ha­llaba aún, el darle parecer sobre el caso, y en verdad que su reserva, tras lo ocurrido, no podía ser más na­tural, ni más visible en ello la informalidad y ligereza del príncipe flamenco. Pero á la par que consultaba la opinión del suegro, procuraba aquél ganar la voluntad de los grandes, para que le ayudasen en el propósito de recluir á su esposa, quedando libre y solo en el go­bierno. Ganada tenía ya la voluntad de muchos y hasta la del grande arzobispo Cisneros, según parece, ha­ciéndoles firmar á todos en un papel el compromiso de favorecer su deseo, cuando topó con el almirante de Castilla, partidario acérrimo de D. Fernando, el cual le dijo resueltamente, que se sirviera de su persona y casa, pero que no le mandase hacer cosa contra su hon­ra; y que no firmaría tal sin ver á la reina antes, y con­vencerse de su demencia. Consintió en ello D. Felipe: el almirante, el conde de Benavente y el arzobispo de Toledo conferenciaron durante dos días, por mu­chas horas, con la reina, que no les respondió cosa que no fuese desconcertada; pero les recibió en una sala obscura, vestida de negro, y casi cubierto el rostro, como solía. Dudando entonces, ó afectando dudar, que estuviese enferma la reina, declaró el almirante al rey, que lo que convenía era que llevase á Valladolid consi­go á su mujer, porque de un lado pensaba que el ma­yor mal de la reina eran celos, y apartándose de ella no lograría, ciertamente, curarla, y de otro temía, que, no creyendo en el mal muchos, tomaran su ausencia de la corte por una usurpación, que encendiese en discor­dia á Castilla. Mal de su grado, cual puede imaginarse, y consolándose de los disgustos que le ocasionaba el estado de su mujer con los banquetes y amoríos, á que estaba más dado cada día, se encaminó á Valladolid D. Felipe, donde reunió Cortes en Julio de aquel año de 1506, en las cuales no se hizo ni otorgó petición de grande importancia, que conste por las actas; pero se­cretamente se trató también, á lo que parece, de decla­rar incapaz á la reina. Mas puesto allí de acuerdo el almirante, cada vez más tenaz en que no estuviese sana Doña Juana para su marido, ya que no lo había estado para D. Fernando, con los procuradores de Cortes, salióle mal de nuevo á D. Felipe su intento; que no debía ser infundado, cuando hombres como Cisneros lo apoyaban, bien que á muchos pudiera parecer- les peligroso, por las malas prendas de gobernante que iba el archiduque descubriendo. De este sentimiento general, y de la lucidez á intervalos que Doña Juana tenía, debió prevalecerse el almirante para estorbar con los procuradores de Valladolid que hiciesen, en fa­vor de D. Felipe, aquello que los de la de Toro habían consentido en D. Fernando inútilmente. Ya, en el ínte­rin, para entonces, los grandes que habían seguido el partido de D. Felipe, tan sólo para aprovecharse de la debilidad de su carácter, comenzaban á disgustarse al ver que, aunque fuese realmente accesible á los consejos ajenos, tenía un ánimo esforzado y propenso á acudir á la violencia, con el fin de hacer respetar sus buenas ó malas disposiciones. Esto, y la mala voluntad que guardaba D. Felipe al duque de Alba por su fide­lidad hacia D. Fernando, que llegó á punto de no presentarse más en la corte, así como al almirante de Castilla, por haber impedido que se decretase la reclusión de su mujer, estuvieron ya para mover, en aquellos cortos meses, sangrientas turbulencias en Castilla. Logró D. Felipe del marqués de Moya, no sin amenaza de quitársela por armas, que cediese á su favorito don Juan Manuel la alcaidía del alcázar de Segovía; pero el almirante de Castilla, á quien pidió también una fortaleza, como en rehenes por su conducta, declaró audazmente, que el rey consorte no tenía derecho á petición semejante, y que solo si se lo exigiese la reina, estando en libertad, obedecería. Para mayor conmoción de los ánimos, ni el nuevo rey ni sus ministros se entendían bien con la Inquisición recién establecida. Todo anunciaba, pues, guerra civil y desastres públicos, cuando, hallándose en Burgos por Septiembre del citado año de 1506, enfermó D. Felipe de unas fiebres malignas, al parecer causadas por el demasiado ejercicio, y más probablemente por contagio, dado que morían muchos en aquella ciudad á la sazón de la misma enfermedad; sin que nada diera á entender, ni autorice a sospechar hoy formalmente, que muriese envenenado. Pasó así de ésta a mejor vida D. Felipe a 25 del mes referido, y se suspendió con su muerte el gobierno de la casa de Austria en España, hasta que faltando D. Fernando el Católico, entró su nieto D. Carlos á gobernar el reino en nombre de su madre, conforme al testamento de la Reina Católica.

Bien conocidas son las demostraciones extravagantes de dolor, muy naturales en su estado, que hizo la desdichada reina viuda, y no parece propio de este trabajo describirlas. Tampoco es necesario aquí tratar ni de la segunda época de D. Fernando el Católico en Castilla, que duró desde 1506 hasta que en 22 de Enero de 1516 acabó aquél gran príncipe sus días; ni de la regencia gloriosa del cardenal Cisneros, que se prolongó por dos años. No será posible, por último, seguir relatando minuciosamente en este estudio los hechos de los demás príncipes de la casa de Austria. El reinado de D. Felipe, tan breve y tan insignificante para España, merece muy especial mención, con todo eso, por haber él sido cabeza y tronco de su dinastía, bien que quepan tantas y tan fundadas dudas, respecto á la razón con que se le enumera entre los reyes de España. Lo expuesto servirá, sea como quiera, para explicar por qué, cuándo, en qué forma, y con qué títulos, se introdujo aquí la primera de las dos grandes dinastías ex­tranjeras, que la han gobernado hasta nuestros días.

 

II

CARLOS I DE ESPAÑA Y V DE ALEMANIA, EMPERADOR

 

EL VENECIANO VICENZO QUERINI, que conoció al hijo primogénito de Doña Juana y D. Felipe en Flandes, en la tierna edad de seis a siete años, dijo de él que era hermoso, bien dispuesto, y demostraba en todas sus acciones ser muy animoso y cruel, semejante á Carlos el Temerario, su abuelo. Sus derechos á la corona de Castilla, muerta la madre, hubieran sido, sin duda, inconcusos, porque las hembras nunca habían dejado allí de heredar; mas por lo que hace á Aragón no eran tan claros. Habíase tolerado la jura de Doña Juana, en aquel reino, tan solo por la autoridad que en él gozaba su padre D. Fernando, según atestiguan los historiado­res aragoneses; porque á pesar de haberlo ocupado ya una mujer, Doña Petronila, juntamente con su esposo el Conde de Barcelona, es indudable que aquella prin­cesa misma excluyó, por testamento, á su sexo de la sucesión al trono, y que desde los tiempos de D. Jai­me el Conquistador, sobre todo, pasaba tal exclusión por bien asentada. Por eso dice el Maestro Flórez que fué Doña Juana la primera princesa reconocida, como tal, en uno y otro reino; y tanto era, en realidad, dudo­so el caso que, por más que Fernando V estableciese ya en su testamento la sucesión de las hembras á la co­rona aragonesa, todavía al tratarse, casi dos siglos des­pués, de la de Carlos II, sostuvieron muchos que la costumbre inmemorial y las leyes del reino, por igual, excluían del trono aragonés á las hembras de Francia y Austria, origen de tan larga y sangrienta contienda. En­tró á reinar, sin embargo, D. Carlos por muerte de su abuelo, aun antes de cumplir la mayor edad que le ha­bía señalado la Reina Católica; y es digno de observar­se que no llegó á ser monarca propio de Aragón ni de Castilla sino por cortos meses, puesto que su madre Doña Juana vivió hasta el 11 de Abril de 1555, y en 16 de Enero del año siguiente renunció ya él mismo al trono español en favor de su hijo Felipe II. Durante este pe­ríodo larguísimo de tiempo vivió Doña Juana en Tordesillas, aquejada de aquella especie de locura, bien conocida en todas partes, y sobre todo, en España, que permite días lúcidos, y hasta temporadas enteras, como para hacer tal estado dudoso. Una de las manías á que con­tinuó sujeta á veces, no siempre, era la de huir las prácticas religiosas; mas consta que, entre los períodos lúcidos que en esto tuvo, lo fue el de sus últimas horas. Tratóse, seguramente, toda la vida á la infeliz reina, con el descuido y rigor que hasta nuestros días se ha empleado con las personas destituidas de razón, por desconocer los medios de corrección adecuados. Consta, por ejemplo, en la correspondencia publicada por Bergenroth, que su padre D. Fernando la tuvo que mandar dar cuerda, por que no muriese, dejando de comer; y que á este trato se la sujetó en otras ocasio­nes. Dar cuerda ó trato de cuerda, era, simplemente, colgar á una persona del techo o muro, sin dejar que tocase los pies con el suelo, hasta obligarla por el exce­so de la incomodidad á consentir en alguna cosa; casti­go usado por mucho tiempo en España para corregir niños indóciles. Debía ser esta la premia, apremio, ó apretamiento, que el marqués de Denia aconsejó luego á D. Carlos que emplease en ocasiones; y sin excusar la dureza de tal proceder, solamente nacida de la igno­rancia de los tiempos, lo cierto es que no puede pasar por tortura ó tormento. Harto más riguroso, en verdad, era en las causas criminales aquel bárbaro medio de prueba, como sería facilísimo demostrar, si no nos hu­biéramos ya detenido sobradamente en el asunto. Pero el caso es que, mientras estos tristes años pasaban por su madre, hacía D. Carlos de simple administrador de los reinos como el abuelo. Hiciéronsele bien sentir los aragoneses, que se negaban al principio á reconocerle el título de rey, mientras su madre viviese, mostrándo­se más escrupulosos que los castellanos en este punto. Pero, con todo eso, no sólo se llamó rey siempre don Carlos, aunque no hubiese heredado, en realidad, toda­vía, sino que fué el primer príncipe español que usase luego título de Majestad, en lugar del de Alteza, que llevaron los Reyes Católicos y conservó su padre.

 

Mucho, en realidad, sintieron los Estados de Flandes la ausencia de su joven príncipe D. Carlos, como el tantas veces nombrado Quirini tenía pronosticado. Detuviéronle, por lo mismo, bastante tiempo para acre­centar la gloria del cardenal Cisneros, que gobernó en su ausencia Castilla, tomando principalísima parte, de esta suerte, si hubiera de creerse a Bergenroth o sus se­cuaces, en la usurpación del trono de Doña Juana. Los grandes de Castilla en el ínterin, muy poco afectos al firme poder de los monarcas, llegaron á desear la veni­da del hijo de Doña Juana, con tal de salir de manos del poderoso y enérgico arzobispo, que tanto se afanaba por humillarlos. Cisneros, por altivez propia de su carác­ter, propendía á apoyarse en el pueblo contra los gran­des, atento solamente á las ambiciones de éstos, y sin medir bien los peligros de dar sobrado poder á la igno­rante muchedumbre. Cuando Carlos I, después de mu­chas amonestaciones y algunas muy libres del carde­nal, vino al fin á España, se halló, pues, contenidos á los grandes; pero dispuestos, en cambio, á cualquier alteración los pueblos, de lo cual había ya dado mues­tra el de Málaga, rebelándose contra la autoridad del cardenal mismo. No llegó á ver á éste D. Carlos, par­te porque lo evitó con ingratitud evidente, llevado á ello de sus consejeros flamencos ó españoles, que le miraban con igual emulación y miedo, parte por la in­mediata muerte del gran ministro, ocurrida en 8 de No­viembre de 1517: mes y medio no más después del arribo del nuevo rey, que á 19 de Septiembre del pro­pio año había desembarcado en Villaviciosa de Astu­rias. Dejó el joven príncipe, antes de salir de Flandes, ajustado ya el convenio célebre de Noyón con Francis­co I de Francia, en el cual inútilmente quisieron los fu­turos rivales, evitar las desavenencias que entre ellos, naturalmente, tenían que suscitar aún la conquista de Nápoles alcanzada por Fernando V, viviendo la Reina Católica, y la de Navarra por aquél también llevada a cabo en 1512, después de la muerte de su mujer, y cuando gobernaba como regente á Castilla. Una y otra corona habían sido arrancadas á la Francia misma, más bien que á sus soberanos particulares, y no era fácil que aquella nación belicosa se resignase tan pronto á aban­donarlas. Hallóse así Carlos, desde la edad de diez y siete años, sucesivamente empeñado en los negocios más complicados y vastos que monarca alguno hubiese tenido sobre sí hasta entonces. En 1518, un año después de su llegada á España, comenzó el protestantismo; en 1519 murió el emperador Maximiliano; en este mis­mo año desembarcó Hernán-Cortés en las costas de Méjico, para dar principio á la conquista y repoblación del continente americano. No pudiendo ser objeto de este trabajo redactar todos los sucesos á que dieron lugar las cuestiones inmensas en que tuvo parte, bas­tará con dar á conocer en substancia lo que hizo Car­los I respecto de cada una y los buenos ó malos frutos que alcanzara.

 

Errados fueron, cuantos eran de esperar de su inex­periencia, los primeros pasos. Dijo de él, quince años después de su arribo á España, Nicolás Tiépolo, uno de los embajadores venecianos, que no seguía el pare­cer de otro en cosa alguna, y Bernardo de Navagero, embajador también de Venecia, aseguró, á fines de su reinado, que era el mejor general de su imperio. Mas la verdad es, que en los principios estuvo de todo pun­to entregado á Mr. de Chevres y otros ministros fla­mencos, no menos ineptos que rapaces, y al cardenal Adriano, su maestro, mejor intencionado que hábil en las cosas de gobierno. La superioridad que cobró al fin Carlos sobre sus ministros y cuantas personas le rodeaban, ni podía darse ni se dio a conocer hasta que, saliendo de la adolescencia, entró á poseer plenamente sus grandes facultades intelectuales. Nada útil hizo por lo pronto en España, en el breve tiempo que en ella estuvo, desde su desembarco en Asturias, hasta que en 20 de Mayo de 1520 se embarcó en la Coruña para Flandes, con el fin de tomar allí el camino de Aquisgrán, donde debía recibir la corona imperial de Alemania, que acababa de adjudicarle la Dieta de Francfort, en competencia con el rey Francisco I de Francia. Fuése malcontento, sin duda, de la inquietud y soberbia de los españoles, grandes y plebeyos: que todos se quejaban á un tiempo, pidiendo cada cual opuestos remedios para sus respectivos males, tratán­dole de una parte con escasísimo respeto, y dispután­dole de otra, tenazmente, los subsidios que pidiera para poder salir del reino. Había, á no dudarlo, una grande indisciplina en el espíritu de los españoles de aquel tiempo, y la ambición particular se sobreponía con sobrada frecuencia entre ellos al bien público. Pero conviene también recordar que los pueblos de la Pe­nínsula, y sobre todo los castellanos, eran de suyo po­bres, y que aunque el reinado inteligente de los Reyes Católicos produjese una prosperidad relativa, y hubiese decadencia real y grande en los subsiguientes, por el mal gobierno ó las continuas guerras externas, nunca, ni en la mejor época del siglo XVI, dejaron de doler aquí los tributos extraordinariamente. En vano intenta Prescot, en su Historia de los Reyes Católicos, de­mostrar que los concienzudos cálculos de Capmani es­tán poco fundados. Ni la agricultura en aquel tiempo daba alimento todos los años á la población escasa, ni la industria pasaba de producir géneros inferiores, á propósito únicamente para el consumo del vulgo. El comercio de exportación estaba, como posteriormente, limitado á frutos y primeras materias. Acostumbrados entretanto á la severa economía de los Reyes Católi­cos, sólo quebrantada para llevar á cabo útiles empre­sas, generalmente no podían menos de ver con singu­lar ira los españoles que los extranjeros despilfarrasen poco ó mucho sus rentas, ó que se empleasen sus cor­tos recursos en proporcionar á su rey nuevos Estados, que podrían acaso hacerle descuidar el gobierno de los que ya tenía. Por eso los subsidios que al cabo obtuvo Carlos I en las Cortes que convocó en Santiago y ter­minó en la Coruña, no sin emplear para ello ruegos, amenazas y hasta el soborno de algunos de los procu­radores, según se sospecha, fueron causa principal del terrible levantamiento llamado de las Comunidades en Castilla, poco después que se hubiese ya iniciado el de las Germanías en Valencia. En una y otra parte, sin embargo, lo que vino á resultar realmente fué una lucha social y política, de largo tiempo antes prepara­da en la nación, y cuyo estallido coincidió por desgra­cia con la ausencia de España del joven monarca, con la imposición de nuevos tributos, con la debilidad déla regencia que quedó á cargo del referido cardenal Adriano, y con el odio encendido en el pueblo español contra los ministros flamencos, que servían ó acompa­ñaban á la dinastía reinante. Es evidente que el adve­nimiento al trono de los Reyes Católicos no había bas­tado á contener la codicia y natural desasosiego de que caballeros, grandes o prelados, dieron tantas señas en el reinado infeliz de Enrique IV, como luego lo demos­traron harto en sus pretensiones excesivas mientras du­raron las contiendas de Isabel la Católica y la Beltraneja, en la rudeza con que, después de viudo, trataron al. Rey Católico, á pesar de su valor y experiencia; en las discordias con que ya amenazaron á Felipe el Her­moso, durante su breve reinado; y en las osadas con­testaciones que tuvieron con el mismo Carlos I, so pre­texto de demandarle justicia alguno de ellos. Es tam­bién indudable que los concejos y ciudades del reino, en quienes el poder real venía ya de tiempo antes bus­cando apoyo contra la aristocracia, habían llegado á llenarse de no menos ambición y orgullo, por su parte; pretendiendo no solamente destruir ó mermar los dere­chos señoriales, sino poner límites y dar leyes, al pro­pio tiempo, al poder real. Es certísimo, por último, que todos los gobiernos sentían ya, en el entretanto, el de­seo de intervenir más eficazmente en la administración general que habían hasta allí intervenido; de hacer pre­ponderar una voluntad homogénea sobre las múltiples voluntades que por donde quiera entorpecían entonces la acción administrativa; de realizar, en suma, el fin po­lítico, que á la larga se obtuvo, con el establecimiento de la monarquía absoluta, desde el siglo XVI en adelan­te. Obsérvase esta tendencia á la absorción y al pre­dominio, lo mismo en Isabel la Católica, tan celosa de su dignidad y tan dura en sus mandatos, que en el car­denal Cisneros, ocupado ya en hacer al rey «más señor de sus vasallos que nunca otro estuvo»; y lo mismo en Felipe I, que en los ministros flamencos de su hijo, los cuales estaban además acostumbrados á regir naciones menos libres que á la sazón eran Aragón y Castilla. De intereses, de tal manera contrapuestos, no podía menos de nacer al cabo una lucha armada. Las ciudades de Toledo y Salamanca habían enviado comisionados á don Carlos para exponerle sus exigencias; y los de la pri­mera casi le insultaron en Arévalo, y juntos con los de Salamanca luego, se pusieron en Galicia poco menos que en total rebeldía. Hallábanse sus comitentes en disposición de pasar prontamente de las palabras á las armas, gracias á aquel impolítico pensamiento, iniciado por Cisneros en Castilla, de formar una cierta especie de milicia nacional con el nombre de gente de ordenan­za, que él destinaba á refrenar el poder de los gran­des, y que en lugar de eso estuvo á punto de destruir por mucho tiempo el poder real. «Quiso Dios para bien »de España, y aun de toda la cristiandad», como el obispo Sandoval escribe, que por haberse opuesto los grandes y el pueblo mismo, no pudiera llevarse sino en parte á cabo aquel armamento en Castilla; pero bas­tó el que había para dar una base temible á las Comu­nidades. De resultas de otro error de Carlos I, tuvie­ron también armas los pueblos del reino de Valencia; porque, pidiéndolas con pretexto de defenderse de los piratas argelinos, formaron con ellas las Gemianías sus huestes anárquicas, que tanto dieron que hacer por su lado á los caballeros de aquel reino. La final conse­cuencia de todo esto fué que, mientras caminaba por Aquisgrán Carlos I, lleno de ilusiones con la corona imperial que le esperaba, comenzase á ensangrentar la discordia civil la mayor parte de España. Ideas libera­les casi no sospechosas hasta allí, cundieron de repen­te por Castilla, poniendo en grande aprieto la autoridad real. Llegaron á pretender las ciudades castellanas, en ciertos capítulos, que se excluyera de la sucesión del reino a las mujeres para que no gobernase más en él ningún principe nacido en el extranjero; que las Cortes y el Consejo Real, no el rey, eligiesen en lo sucesivo al regente del reino; que no pudiera haber corregidores reales en los pueblos, sino alcaldes populares, propues­tos en terna al rey por los vecinos; y que sin consenti­miento de las Cortes no pudiera el rey reclamar la gue­rra. Si esto iba contra el poder real, contra los caba­lleros se pretendía más todavía, que era echarles de sus casas, como dijo un notable escritor político de en­tonces, ó sea privarles de todos sus privilegios ó de­rechos señoriales. La vigorosa liga que formaron ellos enfrente del peligro común; la energía que aquella aristocracia guerrera conservaba todavía; la incapaci­dad y mala inteligencia de los jefes que dirigieron el movimiento general en Castilla y Valencia, pusieron término, más pronto que podía esperarse, á tales dis­turbios, dejando abierta ancha brecha, no obstante, en la organización social y política de la monarquía. Pocos fueron y bien conocidos los hechos militares, por ser mucho mayor la anarquía que la guerra. El asalto feliz de Tordesillas, donde estaba Doña Juana, la Loca, en poder de los comuneros; la batalla de Villalar, fácil­mente ganada el 23 de Abril de 1521 por D. Pedro Fernández de Velasco, conde de Haro y general de los caballeros, contra las mal ordenadas huestes populares que acaudillaba Juan Padilla; el suplicio de este capi­tán, mejor intencionado que hábil, y de su compañero Juan Bravo, que regía á los segovianos, y la inmediata rendición de todas las ciudades sublevadas, menos To­ledo, que defendió algún tiempo aún la valerosa mujer de Padilla, son los más notables sucesos del levanta­miento castellano. En Valencia y en Mallorca, donde se había comunicado el fuego de las Germanías, logra­ron algún tiempo después restablecer también el orden los ministros reales, no sin algún combate sangriento. Todavía entonces figuró por un momento en nuestra historia, al calor de estas tristes contiendas, Doña Jua­na la Loca. Los comuneros quisieron declararla capaz de regir el reino, y hasta casarla de nuevo. Algunos de los caballeros vencedores de Tordesillas quisieron lue­go, en cambio, que ordenase á los de las Comunida­des cesar en la resistencia. A todo consentía ordina­riamente la pobre enferma, sin darse siquiera cuenta por lo común de lo que pasaba; pero los comuneros no pudieron obtener, sin embargo, que firmase ningún do­cumento, con lo cual quizá se evitaron mayores com­plicaciones. Por eso y por su estado de enfermedad, que ellos mismos confesaban, no acertaron á sacar de la reina ningún partido en el tiempo que estuvo en sus manos. Notable es también que no llamaran nunca los comuneros usurpador é ilegítimo al gobierno de su pa­dre D. Fernando, ni protestaran contra su ya antigua reclusión en Tordesillas, así como que entre los caballe­ros imperiales fuese, por lo general, tan mal mirado el intento de algunos de emplear en cierta ocasión con­tra los comuneros la autoridad de su nombre. Si algu­na duda cupiese respecto de la inverosímil usurpación que se atribuye á D. Fernando el Católico y á D. Car­. los, lo ocurrido en tiempo de las Comunidades basta­ría por sí sólo para disiparla, por el número y calidad de los testigos, que tendrían en tal supuesto que pasar por cómplices. En resumen: Carlos V, que acababa de añadir este número á su nombre, por corresponderle en el catálogo de los emperadores de Alemania, halló ya del todo terminada la lucha entre caballeros y co­muneros, o sea entre la aristocracia y el pueblo, cuan­do el 16 de Julio de 1522 desembarcó en Santander de nuevo, veinticinco meses y veintisiete días después de su primera salida de España.

 

Aunque tan joven todavía, notóse ya gran progreso en la inteligencia y el carácter de Carlos V. Llegó á tiempo de poder publicar en Valladolid un perdón, ó in­dulto general, contra los comprometidos en la revolu­ción pasada, con excepción de ochenta individuos, mu­chos de los cuales murieron en público cadalso todavía. Carlos, que ciertamente no tenía mal corazón, supo pasar, no obstante, por más indulgente que en realidad fué con los comuneros y con los de las Gemanías, a los cuales castigó también con suplicios numerosos. No hay duda, por otro lado, que al volver á España con el título de emperador de Alemania, venía ya grandemente poseído de su propia autoridad, y acariciando algo en la mente, que sin duda se parecía á la monarquía uni­versal. Verdad es que los autores políticos, y entre otros el obispo Guevara, en su Reloj de Príncipes, es­cribían ya por aquel tiempo que, así como Dios tiene ordenado que haya no más que un padre en cada fami­lia, así debía querer que un emperador sólo fuese mo­narca y señor de todo el mundo. El curso rápido, aun­que latente al principio, de las ideas absolutistas en todas las clases de la sociedad española; la derrota y castigo de los populares; la necesidad que vieron los caballeros que tenían del poder real para no ser devo­rados por sus propios vasallos; el gran prestigio que añadió á su carácter de rey de España el de emperador de Alemania, a quien muchos, de los nuevos hombres de letras, consideraban heredero entonces de la auto­ridad única de los antiguos emperadores de Roma, no podían menos de exaltar el grande espíritu de Carlos V, inspirándole el convencimiento sincero de que, por me­dio de la Monarquía, estaba destinado providencial­mente á dirigir los destinos del género humano. Y este conjunto de circunstancias que tanta idea de la autori­dad dio a Carlos V, obrando, a la par que sobre él, so­bre la nación española entera, sin distinción de clases ni instituciones, le facilitó también extraordinariamente la conservación del orden, durante el resto de su rei­nado, en las provincias aragonesas y castellanas. Sólo en 1539 tuvo que luchar más con la grandeza, la cual se opuso en las Cortes ó Juntas de Toledo al restable­cimiento de la sisa, llevando la voz por cierto el mismo conde de Haro, ya condestable de Castilla, que ven­ciera en Villalar á los comuneros. Duraba aún la sober­bia individual de los grandes, y dieron de ella señaladas muestras en Toledo, delante del emperador, aunque su poder estuviese ya muerto. Los procuradores de las ciudades, bien que separados de la alta nobleza, á la cual no se la permitió tratar con ellos, negaron con tal ejemplo el subsidio que pedía el monarca; y éste se vengó de aquella última oposición de los grandes, no convocándoles más á Cortes, con lo cual quedaron pri­vados, desde allí, de toda representación política. Compensóseles, al pronto, bastantemente con la importan­cia militar y gubernativa que les concedió en toda Eu­ropa; porque Carlos, aunque no nacido en España, era español ante todo, y la nobleza y los soldados españo­les ocuparon siempre el primer lugar en su imperio. La mayor importancia, pues, de este reinado está en los sucesos exteriores y en los intereses generales de la especie humana, que durante él se controvertieron, ha­cia los cuales convirtió al fin su atención entera la na­ción española.

 

La discordia entre Francia y España, mal contenida por el tratado de Noyón, no tardó en estallar furiosa­mente. Después de sucesos varios, decidió por el pron­to el triunfo en favor de Carlos V, la célebre batalla empeñada el 24 de Febrero de 1525, dentro de un par­que vecino á la ciudad de Pavía, sitiada por los france­ses, y en la cual el mismo rey Francisco I fue hecho prisionero por los capitanes imperiales Carlos de Lanoy, el marqués de Pescara y el condestable de Borbón: gracias principalmente á h destreza y valor de la infan­tería española. Desde Pavía fue el rey francés condu­cido a España y encerrado en el alcázar de Madrid, donde estuvo hasta que se ajustó el tratado que lleva el nombre de esta villa, favorable al emperador por to­dos conceptos, y que dejó á su disposición el Ducado de Milán, que devolvió á su soberano Francisco Sforza, para heredarle mejor. Poco más de dos años después, á 6 de Mayo de 1527, asaltaron los españoles á Roma, guiados por el condestable de Borbón, que sucumbió al pie del muro, poniéndola á horrible saco y haciendo prisionero en la fortaleza de Sant-Angelo al Papa Clemente VII, que estaba también con el imperio y España en guerra. A tal triunfo debió Carlos ser solemnemente coronado en Bolonia, por el Papa mismo, el año de 1530, recibiendo á un tiempo la investidura de los reyes lombardos y de los emperadores de Occidente. En 1547 ganó el propio Carlos, con el duque de Alba y al frente de un ejército compuesto de españoles, alemanes é ita­lianos, la batalla de Muhlberg, contra los príncipes ale­manes, que componían la liga protestante de Smalcalda, haciendo prisionero al jefe de ellos, que era el elector de Sajonia. Tan inauditas victorias no bastaron, sin embargo, para que pudiese salir adelante Carlos V en sus gigantescos empeños; porque aunque él fuese tan poderoso, por la vasta extensión de sus Estados, tenía sobre sí casi todo el mundo conocido. Con Francia sola tuvo que sostener cinco guerras. La primera, terminó en 1526 con el tratado de Madrid, que se negó á cum­plir luego Francisco 1 pretextando haberle firmado por fuerza; la segunda, en que ayudaron á la Francia, el Papa, los venecianos, los florentinos y los suizos, con­cluyó por el tratado de Chateau-Cambresi en 1532, me­diante el cual perdió aquella potencia todas sus pose­siones en Italia; la tercera, seguida con varia fortuna, quedó suspensa en virtud de la tregua ajustada en Niza, por mediación del Papa Paulo III en 1538; la cuarta dio lugar a la invasión de Carlos V en Francia, y cesó después de ganar los franceses la batalla de Ceresele en el Piamonte, por la paz firmada en Crepy en 1544; la quin­ta, comenzada en 1551, duró hasta la tregua de Vaucelles, ajustada ya por el emperador, con el fin de dejar libre de cuidados á su hijo al recogerse en Yuste. Du­rante estas largas y sangrientas contiendas, no sólo lu­chó con Francisco I, á quien llegó á desafiar muy de veras á singular combate, quedando en esto y en todo por más caballero que él, como M. Amédée Pichot re­conoce imparcialmente, sino que tuvo que lidiar luego con el sucesor de aquel rey, Enrique II, heredero tam­bién de la política y de los odios de su padre. Heredó, entre tanto, Carlos V, por su parte, la secular enemis­tad de los príncipes españoles con los musulmanes; y la terrible aparición del poder osmánlico al Oriente de Europa, y su sucesivo engrandecimiento, que llegó á poner en gravísimo riesgo á Viena, le dieron nuevos motivos para medir con los sectarios de Mahoma sus armas. Llamado el turco entonces el enemigo común de los cristianos, fue, sin embargo, halagado-constante­mente por aquellos que eran enemigos de Carlos V, y estuvo en inteligencia o alianza con todos, principal­mente con los franceses. Sin embargo de esto, Soli­mán II, que había ya vencido y muerto al rey Luis de Hungría, no logró más que poner, por tal manera, en manos del emperador, aquel reino, el cual dió la inves­tidura de él, como la de ledos los Estados hereditarios de la casa de Austria, á su hermano D. Fernando. En 1529 tuvo luego que levantar el cerco de Viena, con gran pérdida, sin atreverse á esperar á Carlos V, que llegaba en persona al socorro. Mas no contento con eso, y deseoso de librar de piraterías las costas espa­ñolas, desembarcó aquel intrépido monarca en África en 1535, rindió personalmente la famosa fortaleza lla­mada la Goleta, y ocupó á Túnez, haciendo huir al te­rrible corsario Barbarroja y sus feroces turcos. Menos afortunado en la expedición que hizo también en per­sona contra Argel, corriendo el año de 1541, tuvo que reembarcar con daño y sin éxito, pero no sin poner más y más de relieve las grandes cualidades de su carácter. Estas resplandecieron, asimismo, singularmente en la decisión que tomó de ponerse en manos de su rival Fran­cisco I, pasando por París á Flandes á reprimir la insu­rrección que estalló en Gante, su ciudad natal, de 1539 a 1540. Aquella confianza tan peligrosa en el siglo de que se habla, donde tan poco reconocidos eran los mo­dernos principios del derecho público, y tan frecuente­mente faltaban á su palabra los mejores caballeros, así como la rapidez extraordinaria con que supo de esta suerte presentarse en Gante, é impedir por entonces el levantamiento de los Estados de Flandes, han sido ya celebradas con razón por los historiadores. Pero las que más pusieron á prueba á Carlos V y atormentaron más su vida fueron, á no dudarlo, las cuestiones en que mediaban ideas ó intereses religiosos; las mayores en­tonces y más influyentes de todas entre los hombres. En vano quiso cortar las que se le originaron, dentro del propio catolicismo, con la espada, dejando sin pena que sus tropas prendiesen á un Papa, y manteniéndole pre­so, á pesar de protestar de todos modos, que no había sido su intención reducirle á tal situación. En vano tam­bién venció con las armas á la liga protestante de Smal- calda. La lucha de las ideas tuvo que ocupar más al fin que la de las armas la atención de aquel gran entendi­miento. Así es que se prestó en Worms á ser Juez de las disputas de Lutero con los doctores católicos; así es que formó el famoso Intcrim (ó modus vivendi) en­tre las dos religiones enemigas, que tantas transacciones dogmáticas contenía y tan mal visto fué por los Papas; así es que proyectó, inició y procuró constantemente la reunión del concilio á que dió á la larga el nombre la ciudad de Trento, último que, hasta el Vaticano, ha celebrado la Iglesia. Ni las armas bastaban para domi­nar á las ideas, ni éstas eran entre sí conciliables por ningún camino; y los intereses de todo género, familia­res, políticos, personales, envenenaban, cual suelen, por otra parte, las cuestiones que la mera oposición de las ideas religiosas iniciara. Los Papas Clemente VII y Paulo IV querían la ruina del imperio, por cuyo fin intri­garon muchos años, ó más bien siglos, esperando poner á sus plantas á los emperadores y reyes, echar de Italia á los extranjeros, por solo serlo, y acrecentar sus Esta­dos temporales, tanto ó más que por mantener la unidad de la Iglesia, ó la pureza de sus tradiciones católicas. Los príncipes alemanes lidiaban tanto como por la Re­forma luterana, por usurpar y humillar la potestad im­perial. Cuando acababa el emperador de dar sus más severos edictos contra los protestantes, fué cuando Clemente VII suscitó en su contra la liga de Cognac, que dió lugar al saco de Roma; y mientras aquel cató­lico príncipe se hacía campeón déla cristiandad, ó más bien de la civilización entera, contra los turcos, los Papas mismos, Clemente VII y Paulo IV, fundaban en sus bárbaras armadas esperanzas propias. Algo tam­bién pudo Carlos V dejarse llevar por su lado, cual queda dicho, de las circunstancias de la época y de su propio genio, y aspirará influir demasiado en los nego­cios del mundo, dando lugar con esto á que se pensase que apetecía de hecho la monarquía universal; pero considerando atentamente los hechos de aquel hombre extraordinario, se advierte, que no hizo más al cabo que defender, de una parte, los grandes derechos polí­ticos que había puesto la Providencia en sus manos, y declararse, de otra parte, campeón del catolicismo con­tra todos sus enemigos á un tiempo. Quizá influyó para esto en su ánimo la doctrina que comenzaban á extender entonces los juristas del Renacimiento, y que el famoso doctor y arzobispo D. Pedro Guerrero formuló en 1560 diciendo «que todos los daños y censuras de la Iglesia »habían venido del sacerdocio, y todo el remedio y »quietud del gobierno y brazo temporal»; por lo cual advertía á los príncipes «que habían de rendir cuenta á »Dios de la Iglesia que estaban llamados á amparar y »reparar» (1). Esta doctrina, derivada de la historia de los primeros emperadores cristianos, era harto fácil que la adoptase por norma un príncipe joven, esforzado, religioso y lleno de genio; y, una vez adoptada, pre­ciso es reconocer que lo fué con resolución y sinceridad completa. Carlos V fué bendecido por los mismos pa­dres de Trento al cerrar sus sesiones «como promove­dor del Concilio»; y consta además que, entre las con­diciones en que puso en libertad á Clemente VII, fué una que se celebrase aquél prontamente. El Interim formulado en Ratisbona en 1541, y sobre cuyas bases se publicó el célebre edicto del mismo nombre en la Dieta de Ausburgo de 1548, fué, sin duda, una concesión he­cha al protestantismo, por la fuerza de las circunstan­cias; pero no cabe duda de la buena fe con que consintió en él Carlos V, por más que al hacerlo pareciese usur­par facultades altísimas, propias solo del Pontífice y de la Iglesia católica. Bien caro pagó esto último el pia­doso emperador con las diatribas violentas de que fué objeto por tal motivo, hasta en su misma corte, donde el jesuíta Bobadilla se atrevió á unir su voz á las de los que le comparaban con Constante, Heraclio, Zenón y otros perseguidores de la Iglesia; y con las durísimas censuras que mereció en Roma, en especial del Papa Paulo IV, que públicamente le llamaba hereje y cismático. Tuvo que soportar así Carlos V, con ser quien era, lo que tan común es que padezcan los políticos verdaderos de todos los tiempos, que dan su parte in­evitable á las circunstancias, contra la tendencia infle­xible de las pasiones desencadenadas. Y no es maravi­lla, por cierto, que herido por la injusticia con que era tratado de parte de los mismos á quien defendía; exas­perado por los sucesos adversos que al lado de los prós­peros tuvo que sufrir también en su reinado; arrastrado, en fin, por su propio carácter esforzado y dominante, Carlos mostrase, á las veces, disposiciones violentas, sobre todo contra los Papas, á los cuales respetaba me­nos que otros católicos, por lo mismo que pensaba que Dios le tenía, casi al igual de ellos, encomendada la guarda y protección de la Iglesia, y por lo mismo que ellos le debieron entonces, cuando menos, la conserva­ción de su poder temporal: porque es difícil formarse idea al presente de lo que sin Carlos V habría sido del Pontificado. Dieron con esto y todo, alguno de sus actos motivo para que en compañía de su hijo Felipe II se le formase un proceso en Roma, de que se tratará más adelante. Pero ello fué en tanto que tamaños tra­bajos y contradicciones, y algún suceso poco afortu­nado, como el sitio de Metz en Francia, que emprendió inútilmente, fatigaron completamente, aun antes que el alma, el cuerpo del grande emperador, quebrantando su salud y sus fuerzas, y moviéndole al cabo, en 1555, á llevar á efecto la renuncia de todos sus Estados, que por más de veinte años venía ya meditando. Aquella actividad increíble que desplegó Carlos V en su reina­do, recorriendo constantemente la Europa por mar y tierra, y el prematuro deseo de soledad y retiro que se apoderó de él desde los treinta y cinco años, constitu­yen una de las más notables singularidades de su ca­rácter. Ya había cedido el reino de Nápoles a su hijo D. Felipe, al contraer matrimonio éste con la reina Ma­ría de Inglaterra, para que pudiese llevar por sí propio título de rey, y casi al mismo tiempo le había concedido la investidura del Ducado de Milán. En 22 de Octubre de 1555 renunció luego en él la dignidad de maestre de la orden del Toisón de Oro; tres días después los Estados de Flandes, con tiernísima solemnidad; en 16 de Enero del año siguiente la corona de Castilla con León, Na­varra y las Indias, entre las cuales figuraban ya Méjico y el Perú; la de Aragón, con Valencia, Cerdeña, Ma­llorca y el condado de Barcelona, y por último la de Sicilia, en tres documentos diversos. Lo único que re­tuvo por algún tiempo fué la corona del imperio, bien que sólo ya de nombre la conservase desde el tratado de Passau, mediante el cual convino con los príncipes protestantes, contra él coligados, en dejar por lugarte­niente suyo en Alemania á su hermano D. Fernando, titulado ya Rey de Romanos. Era preciso contar para cederle á éste aquella corona con los mismos príncipes electores del imperio, muy difíciles de avenir, á la sa­zón, por las disidencias religiosas; y por eso conservó el nombre de emperador, hasta que en 12 de Marzo de 1558 fue reconocido como tal su hermano en la Dieta de Francfort. Hubo de singular en esto, que el Papa Pau­lo IV no llegó nunca á reconocer la renuncia de Car­los V, sosteniendo que aquel príncipe debía exponer ante su superior autoridad los motivos que á ella le im­pulsaban, para que él pudiese aprobarlos ó no, según los hallare ó no fundados. Teníale, pues, por empera­dor aún el Papa cuando ya para nadie lo era. Hízose á la vela, por ultima vez de Flandes el gran emperador con sus hermanas, Doña Leonor y Doña María, que habían sido reinas de Hungría y de Francia, y de reducidísi­ma corte. Desde Laredo, donde arribó á 28 de Septiem­bre de 1556, se encaminó casi sin parar á Extremadura y al lugar de la Jarandilla, entrando, por fin, en el mo­nasterio de Yuste. Allí acabó tranquilamente sus días á 21 de Septiembre de 1558, el más principal hombre que ha habido ni habrá, según decía el fiel servidor Luis de Quijada, al participar su muerte. En poco estuvo que no muriese el mismo día de San Matías, en que había na­cido. La tierna sencillez y religiosa grandeza con que aguardó su fin aquel enemigo infausto de la Francia, han sido pintadas con noble imparcialidad y de mano maestra por M. Mignet, fundándose en lo que dejaron escrito testigos de vista y dignos del mayor crédito; y el juicio de aquel historiador insigne puede bien servir de correc­tivo á las inverosímiles calumnias de que M. de Bergenroth y de M. de Hillebrant, menos competentes que él todavía, le han hecho objeto poco hace.

 

Sin duda no era Carlos V un hombre perfecto; pero no recuerda otro que lo sea más la historia. Del pobre monasterio de Gerónimos, donde quiso morir: de su es­tancia, retiro y exequias, han escrito largamente varios autores; por lo cual sería ocioso extender más con ello este estudio. Lo que importa todavía decir es que, aun­que entregó su cuerpo al reposo en Yuste, y se despo­jó de todos sus títulos, después de aceptada su renun­cia al imperio, su mente conservó toda la actividad an­tigua, y su corazón todo el amor que había profesado en el gobierno al engrandecimiento de su raza; y que estuvo además interviniendo constantemente con sus consejos que, sin quererlo él, sonaban á órdenes so­beranas, en el gobierno de la monarquía española. Has­ta hubo momento en que estuvo á punto de abandonar su retiro, á ruego de su hijo, y encargarse de invadir una vez más el territorio francés con un ejército de Es­paña. Las largas luchas que había sostenido con los pro­testantes, y que tanto contribuyeron á rendir su ánimo, le hicieron ver, en el ínterin, con sobresalto inmenso, la formidable aparición de las doctrinas luteranas en Es­paña hacia 1558, y una vez y otra, desde Yuste acon­sejó vivamente que se reprimiesen á toda costa. Toda­vía en su codicilo, días antes de morir, mandó á su hijo, como padre, y por la obediencia que le debía, que per­siguiese y castigase á todo trance á los herejes, sin que esto le impidiese conservar allí aun su mala voluntad al Papa Paulo y á la corte romana. Ni dejó de preocupar­se allí, tanto como antes, de los empeños urgentísimos en que la Hacienda se encontraba, de resultas de las continuas y gigantescas empresas llevadas sin suficien­tes recursos á cabo. Hoy todavía se duda, si hizo ó no, en vida, celebrar sus propias exequias. Este hecho sin­gular, admitido por Pichot y Sterling, y refutado por Mignet, no debe afirmarse ni negarse con certidumbre completa, en opinión del erudito belga Mr. Gachard, que tanto tiempo y trabajo ha empleado en esclarecer los postreros días de Carlos V. Pero de todas suertes, y aun descontado este detalle dramático, pocos cuadros ofrece la historia tan interesantes como el de Carlos V, terminando entre los frailes de Yuste sus activos y glo­riosísimos días.

 

Dejó Carlos V dos hijos varones: D. Felipe, llamado ya rey de Inglaterra y de Nápoles, fruto de su único matrimonio con Doña Isabel de Portugal, nacido en Valladolid el 21 de Mayo de 1527, y jurado príncipe de As­turias en 19 de Abril del año siguiente; y D. Juan, de gloriosa memoria, habido, según demostró D. Modesto Lafuente, en Bárbara dé Blombergh, mujer de mediana condición de Ratisbona, el cual debió ver la luz hacia 1547, aunque la fecha cierta se ignore. Tuvo el nuevo rey Felipe II dos hermanas legítimas; la primera, Doña María, que fué emperatriz de Alemania; la segunda, Doña Juana, gobernadora algún tiempo de España, que casó con el hijo primogénito D. Juan de Portugal, y fue madre del infeliz D. Sebastián. También se halló don Felipe con una hermana ilegítima, Doña Margarita, que fue duquesa de Parma, gobernadora de Flandes, y ma­dre del insigne Alejandro Farnesio. Vése, pues, por esta mera enunciación de personas que, aun sin contar á Felipe II, todos los primeros descendientes del gran Carlos, hicieron honor á su nombre; señalándose mu­cho los varones bastardos en las armas, y las hembras legítimas ó ilegítimas en el gobierno.

 

III

 

QUEDÓ, al morir D. Carlos, la Monarquía con muchos Estados y mucha gloria, con minis­tros y capitanes muy expertos, con solda­dos tenidos por invencibles, en especial la infantería española; mas no podía esperarse que estuviese la Pe­nínsula, ni más poblada, ni más pujante que de los Re­yes Católicos la hubiese aquél recibido. Antes de pasar adelante, conveniente será que fijemos ya algún tanto la atención en esta materia. El buen o mal gobierno de un rey no debe medirse por lo que tiene, sino por lo que halla y lo que deja. Federico Badoero, embajador veneciano, que por los años de 1557 se hallaba preci­samente en la Península, dijo de ella, describiéndola, «que era árida, porque á las veces no tenía lluvias en un año entero, ni permitía su terreno que se le introdu­jesen dos dedos de arado», añadiendo «que no pensaba que hubiese país que poseyese menos artificios é in­dustrias».

 

Oyó ya decir también aquel diplomático a los espa­ñoles, que «la pobreza, las montañas y la esterilidad, eran las verdaderas fortalezas que tenía el país, porque cualquier ejército pequeño lo destruirían los naturales, y uno numeroso perecería por sí mismo de hambre». Todos los españoles que militaban por aquel tiempo fuera de la Península, los computaba con acierto el venecia­no en unos veinte mil solamente; poquísimos, en ver­dad, para guardar tantos dominios e influir tanto en el mundo; no juzgando que fuera posible aumentarlos hasta una mitad más, sin gran trabajo. Estaba, pues, ya fiado a la disciplina y valor de los tercios, o regimientos de arcabuceros, mosqueteros y piqueros de in­fantería, nuestro poder militar, más bien que al número. Difícil, por otro lado, sería hacer una pintura más exac­ta del estado económico y las costumbres de España, cuando comenzó á reinar Felipe II, que la que puso, al principiar su obra, el contemporáneo historiador de este príncipe, Luis Cabrera de Córdoba. Parécenos por lo mismo conveniente copiarla, y generalmente á la letra, no obstante la minuciosidad ú obscuridad del lenguaje. «En este tiempo»—dice Cabrera—«tenía la moneda su justo valor intrínseco, desde el cornado, blanca, uno, dos y cuatro maravedís, que valían ocho blancas, con que se compraban ocho cosas; tarjas de plata de á veinte maravedís; real de treinta y cuatro; y los de á dos de á cuatro y de á ocho, hasta el escudo de oro de cuatrocientos maravedís de valor. Era grande la fuerza y lustre de armas, caballos y sus guarnimentos, ganados, crianza y labranza, por no huir el trabajo, como los que viven solamente de censos comprados ve en los metales que las Indias les han comunicado, después que los Pontífices Calixto II y Martino V dieron permiso á las rentas constituidas o censos, poco usados antes. La tierra les correspondía, y favorecía el cielo muy regular a sus deseos, cuidados y fatigas. No permitía la abundancia tasa, ni la moderación en los trajes término por leyes. Los pueblos, llenos de gente belicosa y armígera, naturalmente robusta, ga­llarda, no admitían los casamientos antes de la edad de treinta años y más, y las mujeres de veinte y cin­co; ni la sensualidad y derramamiento pedían otra cosa, ajustados entonces a la virtud y razón los hombres por naturaleza, costumbre y templanza en el beber y comer manjares gruesos, con variedad poca para cebar el apetito; con lo cual eran todos de larga vida; no estando la malicia poderosa, ni usándose delicadeza y regalo, superfluidad introducida por la comunicación con extranjeros, y aromas de las Indias, venciendo a la moderación española, como á los romanos los regalos de la misma Asia. La juventud ocupada ^respetaba á los ancianos, dignos mucho entonces de »veneración, y sus advertencias; y las hijas asistían á »la continua labor de sus ajuares para su dote, siendo »su pureza, clausura y estimación la mayor parte y más »esencial, y diez menos el costo de la dote que hoy, en el tanto. El vestido en los varones era calzas justas ó »justillos con rodilleras ó falladillos, ó zahones más angostos que los balones que hoy se practican; traje el último con que se casó Felipe II la primera vez en Sa­lamanca. Los sayos largos de faldas, con sobrefaldillas, escarcela, capa larga con capilla, gorra de lana de Milán ó terciopelo muy plana, ó bonetes redondos, ó caperusas de paño; collares de los camisones juntos, sin lechuguillas, que entonces entraron las que llamaron marquesotas, como las barbas reformadas á la tudesca, muy largas, usadas con la entrada á reinar del emperador Carlos V, porque andaban antes los españoles, rapados a la romana, como muestran los retra­eos del rey D. Fernando V. Las medias eran de carisea, estameña, paño, ligadas con atapiernas ó senogiles; que por los italianos dijeron ligagamba, y hoy ligas; aunque ya usaba el nuevo rey de las de punto »de aguja de seda, que le enviaba en presente y regalo »desde Toledo la mujer de Gutierre Lope de Padilla», bien conocido caballero. «Vestían las mujeres ropas »y basquiñas de paño frisado y grana; y, si de tercio- »pelo, servían en el matrimonio de abuela, hija y nieta: »y en lugares bien populosos y hacendados había en ni palacio del Ayuntamiento vestidos con que todos >dos vecinos recibían las bendiciones nupciales ge­neralmente. Los mantos eran de paño velarte ó con- »trai; sombreros sobreños, como oblea, de fieltro o ter­ciopelo, y con borlas y cordones de seda. Los médicos traían gorras llanas, o bonetes de cuatro esquinas, y »ropas talares, o manteos y lechuguillas y los estudian­tes particularmente. Tardaban éstos ocho años en estudiar latín, suficientes para saber las cosas, y aprender las ciencias, si las enseñaran en lengua castellana; pues la necesidad ha introducido por excelencia, lo que Dios en la torre de Babilonia por castigo. La forma de los edificios tenia grandeza y rudeza, y el culto divino estaba en gran veneración, con respecto al sacerdocio; y la mayor prerrogativa y riqueza de una familia popular era tener en ella un sacerdote. Los monaste­rios pocos de frailes y de monjas; y en el número y diversidad, la devoción y variedad que hermosea la Iglesia, y ha introducido en su aumento, y del bien público espiritual. Finalmente, los reinos ricos de todos los bienes, y de amor a sus príncipes, hacían exce­diente su principal fundamento, que son las fuerzas y reputación.» Algo puede haber en este cuadro, inspi­rado por aquel común parecer de que cualquier tiem­po pasado filé mejor, consignado en las coplas ante­riores de Jorge Manrique; pero el fondo no puede me­nos de ser exacto. De las palabras, pues, que preceden, y de Badoero también citadas, dedúcese lo que real­mente era la nación española, en el punto de ir á llegar á su cénit nuestra casa de Austria. No se había dado aún, como se ve, en el arbitrio económico de alterar el valor de la moneda; conocíase poco todavía la clase de rentistas o acreedores del Estado, que los empréstitos enormes de la época y el dinero de las Indias, acrecen­taron tanto después, y fue al cabo tan desgraciada; la labranza era la riqueza general, las costumbres religio­sas y severas, sencillísimo el trato y el lujo casi desco­nocido. Había aquí, pues, una nación más bien pobre que rica ciertamente, á pesar de que á eso llamase Ca­brera riqueza, y de fuerzas desproporcionadas al pa­pel que representaba en el mundo; pero honrada, varo­nil, sobria, capaz de mantener como mantuvo por largo tiempo, la vida activa y la lucha desigual en que estaba empeñada.

 

No falta más, para completar este interesante cuadro de Cabrera, sino señalar ya aquí la luz siniestra, con que comenzaba á alumbrar la nación y á secar de paso su inteligencia, la sistemática represión de las ideas, en el instante de subir Felipe II al trono.

 

Esta nación nuestra había ya combatido, durante muchos siglos, á las razas extranjeras que sustentaban la religión mahometana con las armas; y atormentando con frecuencia á otra raza extranjera, la judía, que pa­cifica, pero astutamente, aspiraba á confundirse con ella, y aun á influir en sus destinos, ora apoderándo­se de la administración pública y del comercio, ó del ejercicio de ciertas profesiones, como la medicina, ora enlazándose con las mejores familias, penetrando en el palacio de los reyes, disputando allí el favor y el po­der. Vencidas, sometidas, destruidas ya en gran parte las primeras, expulsada y horriblemente perseguida la última, fácil era que volviese luego su furor contra los disidentes del culto cristiano, que comenzaba á abrigar en su seno. No fueron, no, y esto es ya hoy bien sabi­do, las persecuciones religiosas, hijas del carácter de este ó el otro príncipe, sino del sentimiento de la ma­yoría inmensa de la nación, sin diferencia de clases. La aparición de Felipe II en el poder no fué sino una coincidencia casual con el violento desarrollo en Espa­ña de aquel espíritu de intolerancia, que llegó á cons­tituir el hecho culminante y decisivo de nuestra histo­ria en los siglos posteriores. Ofrecen de esto último razón sobrada los procesos comenzados á formar cuan­do aún no había dejado de gobernar realmente Car­los V, y que dieron por fruto á la postre los autos de fe de 1559 en Valladolid, y el de 1560 en Sevilla, así como la terrible Pragmática de 1558, contra los libros prohibidos. Ofrécenla también aquellas frases melancó­licas con que Gonzalo de Illescas lamentó por entonces que ya en España se viesen «las cárceles, los cadal­sos, y aún las hogueras, pobladas de gente de lustre, y de personas que, al parecer del mundo, en letras y en vida, hacían muy grande ventaja á otras.» Por ta­les novedades, según el propio autor refiere, apresuró su venida á estos reinos D. Felipe, no bien acabada su primera guerra con Francia; dejando la comodidad de Bruselas, que tan cerca le tenía de su mujer María de Inglaterra, para encerrarse en la Península, de donde no quiso más salir con motivo alguno. Juntándose con este gran choque religioso, á la sazón, el progreso constante de las doctrinas del Derecho justiniano ó bizantino, abiertamente favorables al absolutismo mo­nárquico, llegó á ser sin sentirlo en todas partes el ideal del Estado, lo que llama el inglés Buckle sistema de protección, y consiste, en atribuir á la potestad ci­vil, confundida con la eclesiástica, la dirección de to­dos los intereses morales ó materiales de los hombres; causa permanente sin duda, como aquel autor y otros muchos han dicho, de nuestro descaecimiento intelectual y político. Que si al menos la corona de España se hu­biera propuesto proteger no más que la conciencia de sus propios súbditos, velando sólo por ellas tan riguro­samente, fuera, aunque cierta siempre, algo menos pre­surosa nuestra ruina. Pero Carlos V se había conside­rado ya en posesión de cierta especie de Monarquía universal, más bien moral que material ó de hecho; juzgándose obligado hasta en Yuste, á cuidar providen­cialmente de los intereses espirituales de la especie hu­mana, y recomendándolo además al descender al sepul­cro á su sucesor. Y este sucesor, que parecía para el caso nacido, tomó aquella imposible y funesta misión á su cargo, con el perseverante empeño de quien since­ramente creía también en ella, así como con la terque­dad y exageración propias de su espíritu, menos inde­pendiente, por lo mismo que era más estrecho que el de su padre. Porque á la verdad, Carlos V no se negó á la discusión, no rehuyó á todo trance las transacciones, que era sobrada para eso su inteligencia de hombre de estado; y solamente en Yuste manifestó al fin remordi­mientos de haber sacrificado alguna vez el rigor de su misión á las circunstancias, como en los Interim de que ya se ha hecho mención. Felipe II no pudo tener en esto el remordimiento más leve, supuesto que nun­ca cedió de veras ó en la menor cosa por su parte. Fué, en tanto, el principal instrumento del sistema social y político de que hablamos, el bien conocido tribunal del Santo Oficio, introducido en Castilla por los Reyes Ca­tólicos contra los judíos; mal mirado por Felipe el Her­moso; empleado tibiamente contra los mahometanos en los primeros años de Carlos V. Desde que el segundo Felipe tomó á su cargo las riendas del gobierno, si­guiendo estrictamente en ellas los consejos de su pa­dre, fué acrecentando de día en día la Inquisición su influencia. Por medio, pues, de las armas, donde no llegaban las hogueras de la fe, ó de las hogueras por si solas, donde alcanzaban, dió principio España, en suma, á una lucha á muerte, desde principios del nuevo reinado, contra todo humano elemento, que pretendie­ra sustraerse á la protección y dirección política y reli­giosa, de que el poder real se consideraba legítima­mente investido en el organismo social. Era aquella una utopía funesta como la que más á la especie huma­na, y no menos imposible de realizar por completo que todas. Mas no se piense, como la pasión de ciertas es­cuelas da á entender con frecuencia, que el principio de conferir á un hombre sólo, con sus consejeros ó sin ellos, el derecho de suprimir la libertad individual de los hombres, amoldándolos todos al tipo estrecho de cada reinado ó familia soberana, fuese sólo peculiar de Felipe II ó de España en aquel siglo. Ya hemos indica­do que nació á un tiempo en todas partes, y lo mismo floreció y se notaron sus efectos en España que en In­glaterra; lo propio de parte de los monarcas católicos, cual Felipe II y María Tudor, que de los soberanos pro­testantes, como Enrique VIII y su hija Isabel. No existía entonces la idea de la tolerancia civil ó religiosa, en ninguna nación, ni entre las fieles, ni entre las infieles; nadie reconocía el derecho al libre examen, ni éntrelos tradicionalistas, ni entre los novadores; pensando igual­mente, que era justo quemar á sus contrarios, el céle­bre inquisidor general de Felipe II, D. Fernando Val- dés, y el heresiarca Calvino. La instintiva independen­cia personal de los señores de solar ó castillo, de los burgueses ó vecinos de Concejos, que vivían al ampa­ro de Fueros y Cartas-pueblas, de los mismos vasallos de la Corona, que por cierto dejaron en su nombre de realengos un vivo testimonio filológico de su licencio­so estado, iba lentamente acabando á manos de los le­gistas formados por las Pandectas y las Partidas en España, y por virtud de aquel mismo impulso, en todas las demás naciones de la Europa culta. La única dife­rencia, en suma, entre lo de aquí y lo de afuera, con­sistía en que Felipe 11 con la Inquisición, y el catolicis­mo con los Papas, eran más lógicos con los adversa­rios; por lo cual afirmaron mejor é hicieron durar más cualquier error social y político que hubiese en su sis­tema. Pero hemos aquí expuesto, con sobrada exten­sión acaso, así el espíritu general del mundo, como las circunstancias especiales de España al retirarse á Yus- te Carlos V; y es tiempo ya de dar á conocer particu­larmente la persona y los hechos principales del mo­narca, que en tan grave y decisiva crisis tomó sobre si la responsabilidad de regir los destinos de la belicosa y pía nación española.

 

IV

 

POCOS HOMBRES han reinado que sean objeto de tan opuestos juicios como Felipe II. Fué él, para unos un perverso, y un santo varón para otros; para éstos engrandeció más que nadie á España, para aquéllos le amenguó, dando principio á su decadencia; quién le juzga, en fin, como un hombre todo extraordinario, quién le rebaja al nivel de los más vulgares tiranos. En ninguna de estas opiniones extremas hay exactitud ni justicia. La verdad es que nada hay más raro en el mundo que un hombre de todo punto impecable, si no es otro enteramente destituido, de buenas cualidades. Y, sin embargo, hállanse historiadores dramáticos, más comunes hoy que en nin­gún tiempo, dados sólo á pintar monstruos ó purísimos ideales humanos, convirtiendo la vida en lucha perenne y fatal de héroes con malhechores. En el entretanto lo que se advierte es, que no hay un solo grande hombre en la historia, llámese Alejandro, César ó Bonaparte, que no presente negras manchas en el disco fulgurante de su vida, si se le mira atentamente. Carlos V, sin ir más lejos, bien que fuera á todas luces tan grande como el que más de los citados, tuvo defectos, no le­ves, entre otros el de la obstinación, en sus buenas ó malas disposiciones, según confesaba él mismo; y el asesinato ejecutado de su orden en Antonio del Rincón, español al servicio de Francia, así como sus instigacio­nes contra los herejes de Valladolid y Sevilla, y sus edictos contra los de Flandes, harto claramente de­muestran que, al igual de su hijo, participaba de los más odiosos principios de su tiempo, antes populariza­dos que no inventados por Machiavello. Con el crite­rio, pues, qne se aplica á aquellos y otros personajes de su tamaño, hay que juzgar á Felipe II, aunque no se le encuentre en el número de los más grandes hom­bres. Porque nadie puede dudar que fué hombre de ta­lento sumo y de una maravillosa laboriosidad: pero para ser grande, entre los príncipes y gobernantes, fal­tábanle realmente la actividad, la resolución, el valor personal, que, cuando supo su ausencia del lugar del combate en San Quintín, echó ya en él de menos su padre en sentidos términos; como quien tan altamente le había mostrado siempre, y mejor que nadie, en aque­llas aventureras expediciones de Túnez ó Argel, nota­bles para un caballero particular, no menos que heroi­cas en el primer monarca de la tierra. Faltábanle á Fe­lipe II, á la par con la noble energía que tales hechos dieron á entender en su padre, la magnánima confianza de que aquél solía hacer alarde; la inclinación á la cle­mencia que aquél de ordinario tenía y practicaba, cuan­do no estaba impulsado por alguna viva necesidad polí­tica; la dulce sensibilidad, en fin, que aquél solía poner en sus afecciones, y de que dió tan relevantes pruebas con la fidelidad que guardó, no obstante haber enviu­dado antes de los cuarenta años, á su única esposa Doña Isabel, la hermosa emperatriz que convirtió con sus restos mortales á San Francisco de Borja. Siempre será, por todo eso, mayor y más simpática la memoria de Carlos V que la de Felipe II. Llamábanle á aquél los españoles el César por su dignidad imperial; y era en realidad otro Julio César, por su persona; tranquila­mente valeroso cual César, cual César confiado y aventurero, como César generoso y magnánimo, autor como César de Comentarios, que no han podido por cierto hasta aquí encontrarse; lo mismo que César, en fin, gran general, escritor, hombre de Estado, incansa­ble en la acción durante la vida, á la par que despre- ciador del mundo é indiferente á la muerte. Felipe II, en cambio, no ha tenido como hombre de negocios ó de gabinete, ningún rival en el gobierno hasta aho­ra. Son innumerables los documentos anotados de su mano, y los asuntos por él mismo resueltos, que exis­ten en diversos archivos de Europa. Era, en substan­cia, Felipe II, un monarca moderno por sus hábitos y su talento, como fué su padre un monarca de tiempos todavía heroicos: el último de los príncipes paladines de la Edad Media, así como el primero de los prínci­pes, que supo ser verdadero hombre de Estado en la moderna Europa. Tímido, en el entretanto; desconfia­do, irresoluto, seco y poco sensible, sincera y profun­damente religioso, poseído, sin duda alguna, de una grande veneración por la memoria y las ideas de su pa­dre, pero más terco que él todavía, Felipe condensa en sí, á las claras, y mejor que nadie representa el sis­tema social que sostuvo España en el mundo, durante todo el tiempo de la casa de Austria; porque, así como él las huellas de su padre, servilmente siguieron más tarde las suyas propias sus sucesores. Por eso tiene el reinado de Felipe II tanta importancia, ó más, que el de su gran padre, aun siéndole inferior, y llama tanto á sí la atención, por eso mismo, de los pensadores actua­les. No hay que dudarlo: la cuestión entre España y el mundo; la oposición entre el pensamiento político-reli­gioso de la casa de Austria y el proceso inevitable de las ideas humanas, que últimamente se ha estudiado con tal empeño, las halló ya Felipe II planteadas, cual queda dicho; no fueron, no, obra de su propio espíritu. Al verlas llegar su inteligente padre, quísolas evitar, primero por medio de la discusión doctrinal, después por medio de las armas; últimamente, por medio de atrevidas aunque forzosas transacciones; pero inútil­mente, porque su brazo robusto no bastaba á detener la marcha que trazaba á los sucesos la Providencia. En la lucha lo que hizo fué consumir, como se ha visto, sus fuerzas físicas. Al exhalar luego su último suspiro en Yuste, delante de la imagen de Cristo, á la cual tan­tas veces había pedido de rodillas, bajo su tienda de campaña, que le concediera vencer á los enemigos del catolicismo y de la monarquía, dejó en herencia á Feli­pe II, no sólo sus Estados, que de esos harto despren­dido estaba ya, sino su pensamiento mismo y la causa en que había gastado su vida. Nada es más injusto, por tanto, que acusar á Felipe II de inventor de una po­lítica que halló creada. Ni más ni menos que su padre pudo él también juzgarse destinado por Dios á defen­der eternamente la verdadera fe, contra turcos y pro­testantes, sin darles nunca paz ó tregua.

 

A imitación asimismo de su padre fué como hizo de la España la corona defensora de la Iglesia. Tanto como su padre pensaba, sinceramente, que su misión de guardar y proteger á la Iglesia, era de origen divino, al modo que la de los Papas; mirando en éstos, más bien que unos superiores temporales, que era lo que ellos pretendían ser, unos aliados espirituales, que no siempre sabían cumplir con su fin sagrado. Igualmente que su padre, en fin, y más que su padre también, á causa del progreso constante de las ideas bizantinas, entendía poseer en sí el poder de los antiguos empera­dores romanos; no reconocer en lo temporal ni superio­ridad ni límite sobre la tierra; ser ley viva; tribunal constante, supremo dueño y señor legítimo de todos sus vasallos. Bien pudiera mostrarse aquí, desde ahora, con los libros de los juristas, y de los políticos, y con los despachos de los ministros contemporáneos, que ta­les eran con efecto las ideas predominantes al princi­piar á reinar Felipe ¡1 y que ellas inspiraron los hechos más contravertidos de su gobierno. Lo que hay que confesar es que por la índole de su talento y de sus sentimientos, y por su posición misma, debía ser este príncipe, como fué en realidad, quien más viva y tenaz­mente prohijó tales ideas en Europa. Y una vez ya formado con ellas su entendimiento, de su carácter es­pecial no dependió más que la ejecución de las cosas: empleando el disimulo donde otro habría empleado la fuerza, usando el secreto donde otro habría usado la jactancia, acudiendo á las armas de gabinete, que eran las únicas de que sabía valerse, en lugar de las de los campos, que no vistió más que una vez sola en su vida, sobre San Quintín, y esa inútilmente. La unidad del es­

 

píritu y de la vida de Felipe, puede, exactamente, com­pararse, como se ha comparado por muchos, con la de su obra predilecta, el Escorial; y en esto han andado más sagaces aun los poetas que los historiadores. Aquella pálida montaña de granito, regular, uniforme, monóto­na, triste, grande, construida para la eternidad, pudo bien reflejar al alma de Felipe II; porque no otros ca­racteres distinguían su entendimiento, é idénticos as­pectos presentó siempre su política. El que algún deta­lle impropio, semejante á los que hoy mismo quebrantan la unidad arquitectónica del Escorial, desdiga del tipo de Felipe II en su naturaleza y su vida, no ha de con­tradecir la regla general, por cierto. Que no se compo­ne solo de entendimiento ó de razón el hombre; y aun­que fuese Felipe II de los que más han hecho de su co­razón y de su cabeza una cosa misma, natural es que de vez en cuando hubiese entre ella y él cierta discor­dancia. Los embajadores venecianos de su época, per­feccionan ó aclaran con mil detalles personales este re­trato que procuramos sacar solamente de sus papeles y hechos. Decía de él Federico Badoero, que le tenía por capaz de tratar los mayores negocios, y que trabajaba más de gabinete que su salud consentía; pero que era poco activo corporalmente, é imposible el sorprenderle expresión alguna en la mirada, á causa de no fijarla nunca en la persona con quien hablaba. Michieli por su lado cuenta, que por las noches gustaba de recorrer enmascarado las calles de Madrid, para enterarse por sí mismo, sin duda, de lo que pasaba. Antonio Tiépolo, que fue el que mejor le conoció acaso, le pinta en traje elegante siempre, pero siempre negro; sin bordados de oro ó plata, ni otras joyas encima que la insignia del

 

Toisón, y la cadenilla de oro de su reloj. Y él y Paolo Tiépolo, su antecesor, en especial, le hacen dado á las mujeres con exceso, á pesar de su seriedad caracterís­tica; y le muestran deleitándose, en compañía de una ú otra, frecuente y extraordinariamente, bien que to­mando al sexo bello más como objeto de entretenimien­to que de amor, sin concederle sobre sí influjo alguno. Todos ellos, hasta quince ó diez y seis que representa­ron á la república en su reinado (1), refieren largamen­te su asiduidad en las misas, en las vísperas, en los ser­mones, y su devoción extrema al Santísimo Sacramen­to. Todos le representan sobrio, de pocas palabras, afi­cionado á la soledad, inmutable en sus costumbres, mi­nucioso, paciente, enemigo de conceder ó negar nada personalmente, muy disimulado y rencoroso. Oía bien los consejos, pero solo cuando se dejaban correr, como al descuido en su presencia, y podía él apropiarse cual­quier idea, sin aparentarlo, según dice un español que le conoció de cerca. Y consta, además, por otros testi­gos de vista ó memorias del tiempo, que era muy afi­cionado á las artes, principalmente, á la arquitectura y la pintura, de lo cual dió grandes muestras, asistiendo á la edificación del Escorial frecuentemente, discutiendo sus planos, y llamando famosos pintores que adornasen sus techos y muros. No falta quien también le suponga diestrísimo en versificar y tañer la vihuela: y es bien sabido que gustaba de proteger las letras clásicas y sa-

 

(1) Aunque no parece propio de este trabajo acumular en él citas, por lo cual se omiten cuantas es fácil verificar, pare­ce conveniente advertir que hasta el fin del siglo xvi, las Re­laciones venecianas que se mencionan pertenecen á la Colec­ción Alberi ó de Florencia.

 

gradas, de juntar libros raros y guardar y conservar do­cumentos, de tener correspondencia y hasta amistad particular con los sabios de su época, como Furio-Ce- riol ó Arias Montano. En cambio se le vió siempre, con­formándose en esto con su opinión la de su ministro Antonio Pérez, mantener, á buena distancia los grandes del reino, demasiado semejantes á príncipes en el siglo anterior, para que no pudieran familiarizarse también con él, prefiriendo á la compañía de éstos la de sus bu­fones, que le divertían sin riesgo y sin obligarle á ha­blar. Porque es de advertir que el mayor y más cons­tante de sus placeres, después de largas horas de tra­bajo, puesta la frente en una mano, y en otra la pluma, eran la quietud y el silencio, mientras otros se agita­ban ó procuraban distraerle. Los grandes así desaira­dos, ó se retiraron-á vivir como pequeños monarcas en sus Estados, como hizo en Guadalajara el del Infantado; ó como Villafranca, Santa Cruz, y el mismo Alba sir­vieron, por lo común, fuera de la corte; dejando á los legistas de los Consejos, entonces reorganizados y acrecentados, ó á los hombres de fortuna como Ruy Gómez y Antonio Pérez, que ayudasen de cerca en el gobierno, á su receloso señor. Por lo demás, en el apar­tamiento sistemático que, no ya solo con los grandes, sino con todo el mundo observaba, en Felipe II debía de entrar por mucho la debilidad esencial de su carácter. Aquel hombre tan inflexible de ideas y de lejos, no sa­bía ser áspero nunca de cerca. Por eso prefirió siem­pre mantener cierta especie de neutralidad entre los partidos cortesanos, que acaudillaron durante su reina­do, el principe de Eboli, y el duque de Alba, á decidir­se de todo punto por cualquiera de ellos. Su voluntad

 

era decisiva, irresistible en todo caso; y más quería, no obstante, tolerar aquella oposición, que embarazaba, á las veces, su política, que no abrazar uno de los dos partidos por completo. Ellos entre sí se desgarraban en pequeñas contiendas, y él se prevalía de sus miserias mismas para estar más al tanto de todo, y guiarlos más. dulcemente hacia los fines que se proponía. No bien co­menzado su reinado, confesó en Bruselas al cardenal Carrafa, su enemigo hasta allí, según refiere el histo­riador de la contienda que tuvo con Paulo IV, y sus so­brinos, Pedro Norés, que no podía hacer carrera con los ministros que le había dejado su padre, los cuales le trataban con escaso respeto, prefiriendo siempre al que tenía él, su propio dictamen. La larga experiencia que atesoraban ellos; los grandes secretos de Estado de que estaban en posesión; el respeto mismo que á él las cosas de su padre le inspiraron, no bastan á expli­car la paciencia con que los sufrió Felipe II por largo tiempo. Otro monarca, con carácter más decidido, los habría reprimido al instante, dada la idea altísima que de su potestad tenía. Pero Felipe, lo que en esto hizo, como en todo, fué írseles sobreponiendo lenta y astuta­mente, hasta enterarse bien de los negocios, y escoger las ocasiones en que hacerles sentir el peso de su poder con más ó menos dureza, según su respectivo mérito. Fué constante, sin embargo, con sus ministros, tanto como al fin severo. Antonio Perrenot, obispo de Arras, y arzobispo de Malinas y de Besanzón, más conocido por el cardenal Granvela hijo de Nicolás Perrenot, uno de los ministros principales de Carlos V, lo fué también de Felipe II; y este le sostuvo de tal suerte, en Flandes, contra la antipatía de los señores flamencos,

 

que fué aquella una de las más visibles é inmediatas causas de la rebelión. Al duque de Alba, D. Fernando Alvarez de Toledo, uno de los pocos grandes que en la junta ó Cortes de 1539 se pusieron de parte del em­perador, lo mismo que su abuelo el conquistador de Navarra de parte de Fernando el Católico, y en quien había aquél ya adivinado un buen general, experimen­tándolo, como tal, en Mulberg, le dispensó también Fe­lipe II una amistad muy constante. Y aunque le deste­rrara en su vejez de la corte, por culpa de su hijo don Fadrique, más que propia, de allí le sacó para confiarle el mando del ejército, con que había de conquistar á Portugal, asistiendo luego á la cabecera de su lecho mortuorio, como piadoso y antiguo amigo, para confor­tarle en la última hora. ¡Extraña y solemne entrevista, digna, por cierto, de la curiosidad de la historia, la de aquellos dos hombres de hierro, que fueron juntos el terror de su tiempo, y que se despedían en la cumbre ambos de su gloria, muriendo el uno en la tierra que acababa de conquistar, el otro reuniendo bajo su cetro, en fin, toda la Península! A D. Ruy Gómez de Silva, portugués de nación y principe de Eboli, le quiso muy bien por sí, igualmente; aunque sea cierto, como los venecianos dicen y dió tanto á entender Antonio Pérez, que gustase á la par con exceso de su mujer, la famosa doña Ana de Mendoza. En cuanto á Antonio Pérez, hijo de Gonzalo Pérez, secretario del emperador y hombre de letras, de quien se tratará más despacio luego, no puede dudarse que él faltó á la amistad y lealtad á su protector y rey, tanto, por lo menos, como le faltó á éste luego indulgencia ó generosidad en su castigo. Con D. Juan de Idiaquez y D. Cristóbal de Moura, de

 

quienes se sirvió no más que como verdaderos secreta­rios, en sus últimos años, se sabe que fué cortés y ge­neroso siempre. No puede, pues, negársele el título de buen amigo á Felipe II. Tampoco sería justo negarle otras dos cualidades patentizadas en documentos feha­cientes: la primera, que fué un hijo respetuoso y vene­rador de su padre, por más que éste le hallase poco afectuoso con él: la segunda, que trató muy bien á sus mujeres, aunque nunca experimentase hacia ellas un amor muy apasionado. Lejos de apetecer Felipe II la sucesión de su padre, miró su renuncia con temor y pena, y quiso que se le considerase, por tan sobera­no entre los Padres Jerónimos de Yuste, como cuando ocupaba el trono, obedeciéndose sus órdenes: cosa no tan usada entre reyes, ó aun entre hombres particulares, que deba dejarse en olvido. Ni siquiera exigió el título de majestad mientras vivió su padre: porque su herma­na doña Juana, gobernadora de España, continuó dán­dole el nombre de príncipe, á secas, después de la re­nuncia de aquél. Todo muestra, en conclusión, de parte de Felipe II el más profundo respeto filial. De lo que únicamente tuvo razón para quejarse su padre en el mo­nasterio, fué de que no le escribiese él mismo, sino ra­rísimas veces, como Gachard advierte. Y tocante á que les fuese bien con él á sus mujeres, frío y todo cual siempre era, no cabe duda alguna. La primera, que fué doña María de Portugal, acabó sus días á los dos años de matrimonio, siendo ambos muy jóvenes, por manera que nada tiene, en verdad, de extraño, que pasaran, cual pasaron aquel breve tiempo, muy enamorados; pero la segunda, doña María Tudor, su tía, de mucha más edad que él, y fea, vivió también echándole de menos,

 

y anhelante siempre por su vuelta, todo el tiempo que, durante su matrimonio, estuvo él ausente de Inglaterra, cosa ya más notable. Admiraron los ingleses la conduc­ta de Felipe como marido; y, dicho sea al paso, les pa­reció más tratable y menos duro que su mujer hasta en las cuestiones religiosas: no teniendo que echarle en cara otra cosa, sino que por el amor que su mujer le profesaba, condescendiese con todos sus designios po­líticos, haciendo de aquel pueblo altivo un satélite de la monarquía española.

 

No pudo luego el monarca español aunque le procu­rase con raro empeño, contraer matrimonio con su cu­ñada la sanguinaria, y al fin herética Isabel, de quien dijo Góngora lo de:

 

Mujer de muchos y de muchos nuera;

 

¡Oh, Reina torpe! Reina no, más loba

 

Libidinosa y fiera.

 

A habérsele logrado tal propósito á Felipe, mucho hubiera dado que decir, y muy singular, el matrimonio de aquellos dos eternos rivales después, así religiosos, como políticos; de aquellos príncipes, los mayores de su tiempo, á no dudarlo. Pero ya que no tuvo que ha­bérselas en su tálamo Felipe II con mujer tan peligrosa, tomó por tercera esposa á la tierna y bella princesa doña Isabel de Valois, llamada de la Paz, por la que se ajustó al tiempo mismo que su matrimonio en Cambray; respecto de la cual han corrido tan torpes y calumnio­sas fábulas. Lo que de ella dice, sin embargo, la diplo­macia veneciana, diligentísima escrutadora de secretos cortesanos, es que llena de amor esperaba á su marido en vela noches enteras, por no perder su conversación

 

y compañía, si se le ocurría visitarla. Existe, además, una carta, varias veces publicada y en este particular decisiva, en la cual dijo confidencialmente la reina Isa­bel á su madre, «que su esposo era tan bueno para ella, »y se sentía tan feliz á su lado, que aunque la residen­cia de Madrid fuese cien veces más desagradable que »era, y lo era para ella mucho, no podría fastidiarse ja- »más.» La cuarta y última esposa de Felipe, doña Ana de Austria, que fué madre de su sucesor, Felipe III, sintió tanto la grave enfermedad que aquél tuvo en Ba­dajoz, corriendo el año de 1580, que según refiere el P. Florez, puesta allí en fervorosa oración, «ofreció á »Dios su vida, porque no quitase al rey y á la Iglesia »la de su marido, tan sumamente importante para to- »dos.» No podía ser, pues, un dechado de toda maldad el hombre que después de todo se hacia amar de tal suerte. Preténdese, sin embargo, no ya solo que fuese poco sensible, que esto en el fondo es bien cierto, sino que no conocía siquiera el cariño paternal; y eso, sobre no ser verosímil de suyo, es manifiestamente ine­xacto. Cuando la caída, casi mortal, de su hijo D. Car­los, en Alcalá de Henares, lo asistió el rey con los ojos preñados de lágrimas, y con un sentimiento tal «que >podía hacer llorarlas piedras,» conforme escribió en­tonces al duque de Florencia, su embajador en esta cor­te; y varios embajadores vénetos convienen en que amó entrañablemente, y hasta con adoración, á su hija doña Isabel Clara Eugenia, que ellos llamaban delizia del suo padre-, su lectora, su secretaria, su única com­pañera ó amiga íntima en los tristes días de la vejez, y á quien apellidaba ya moribundo, al recomendársela á su heredero, luz de sus ojos. No hay tampoco razón,

 

por consiguiente, para suponerle destituido de los inevi­tables sentimientos de padre.

 

Mas los principios políticos que Felipe II profesaba, de suyo ocasionados á la intolerancia y al rigor de una parte; de otra las duras necesidades del Gobierno en tiempos tan revueltos,, con tantos estados y tantas cues­tiones gravísimas sobre sí; su propio carácter, por úl­timo, no exento de defectos graves y aquí ya descrito con la exactitud posible, de consuno con las singulares desgracias públicas y privadas de que se vió afligido, darán siempre, de todos modos, un color sombrío al reinado de Felipe II en la historia. Guerras constantes y sangrientas, sin resultados útiles las más de ellas, con los gastos, la penuria, las pérdidas consiguientes de hombres y dinero en las vastas regiones que gober­naba; grandes y costosísimas rebeliones alentadas entre súbditos extranjeros, para contener ó destruir á otros monarcas, que protegían á los suyos propios; tramas poco escrupulosas y crueles para librarse de los más peligrosos de sus adversarios públicos ó secretos; irre­gulares ejecuciones, en fin, de vasallos sacrificados con más ó menos motivo á la razón de Estado; negras y mal disipadas sospechas, de terribles resoluciones di­fíciles de justificar, de ser ciertas, á la luz del senti­miento humano: todo concurre en el reinado de Felipe II para derramar sobre él negras nubes. Sus mismos mi­nistros y generales participan, en gran parte, de las pre­venciones con que á él le mira la historia, sobre todo el cardenal Granvela, obispo de Arras, y el gran du­que de Alba. Todavía esperan, sin embargo, lo mismo aquel rey, que estos ministros, un cotejo imparcial con los reyes y ministros contemporáneos suyos, para ver

 

si de él salen aventajados ó gravados: todavía falta ver también, con algún despacio, si los hombres que toma­ron parte en la gran lucha social del siglo xvi, á nombre de España, fueron por ventura más severos, ó más violentos, ó más crueles, que los que, desde que en 1789 comenzó la revolución moderna, han intervenido en la dirección y gobierno de las naciones. A nuestro juicio, lo mismo Felipe II. que sus ministros, están muy lejos de poder ser comparados con los que en este si­glo han empleado, ni más ni menos que él, la violencia para defender sus principios, ó sus intereses sociales, religiosos, políticos; y las más oscuras páginas del rei­nado de Felipe II, que son, á no dudarlo, las que tocan á la sublevación de Flandes, parecerán claras y limpias, si alguna vez de buena fe se les coteja, con las de la in­vasión de España por el primer Bonaparte, harto más inmotivada que la de Flandes, por el duque de Alba, harto más sangrienta, harto más rica en episodios crue­les, asesinatos, asolamientos, y todo género de impie­dad ó estrago. Pero estas consideraciones, que deben servir para juzgar con equidad á los hombres, no qui­tan ni pueden quitar el justo horror que inspiran mu­chos de los sucesos dolorosos del reinado de que tra­tamos.

 

¡Ojalá que todas las cuestiones hubieran en él segui­do los pasos prudentes, que al fin siguió, la que se ori­ginara, viviendo aun Carlos V, entre él y su hijo de una parte, y de otra el Papa Paulo IV. Movido este pon­tífice, recto y santo varón, pero imperiosísimo y coléri­co, de antiguos resentimientos contra los príncipes es­pañoles y del deseo, común entonces en los papas, de echar de Italia á los extranjeros, no cesó de hallar en

 

todo, desde su ascensión al Pontificado, pretextos de discordia con España. Incitábale también á ello hábil­mente su sobrino Carlos Carrafa, por él convertido de soldado en cardenal y primer ministro; el cual tenía re­sentimientos antiguos contra los españoles, y mucha amistad con los franceses. Manifestóse ya á las claras esta mala voluntad de tío y sobrino, al revocar Pau­lo IV la concesión sobre rentas eclesiásticas que, con el título de Subsidio de la cuarta y santa Cruzada tenía hecha la Santa Sede á Carlos V; alegando abusos en la exacción é inexacto cumplimiento en las condiciones eon que se hiciera. Hubo teólogos en España, como el obispo de Lugo, y el célebre Melchor Cano, que opina­sen, no obstante, que el nuevo papa no podía revocar la gracia de su antecesor; sosteniendo que debía se­guir el rey con buena conciencia disfrutando aquella parte de las rentas eclesiásticas, sin el consentimiento ya de la Santa Sede. Y cuando llamó á Roma el papa á aquellos atrevidos eclesiásticos, con severos Breves, por disposición de Felipe II, y acuerdo del Consejo Real, se hizo de modo que no llegasen á sus manos, á fin de evitarles el deber espiritual de cumplirlos. El úni­co prelado que tomó con calor, á la sazón, la defensa de la potestad y de la determinación del Papa, como se había dictado en favor suyo y de su cabildo principal­mente, fué el arzobispo de Toledo, D. Juan Martínez Silíceo, que recibió la púrpura cardenalicia en recom­pensa; y el solo de los sujetos consultados sobre este punto especial que negase la razón al rey, fué el ya bien conocido catedrático de Salamanca, fray Domingo de Soto. Grandemente se agravaron los disgustos entre ambas cortes con haber quitado los Estados feudales

 

Paulo IV á Marco Antonio Colonna, su vasallo, por ser éste muy favorecido de España: la cual, desde los tiem­pos del Gran Capitán, había contado para la conserva­ción de Nápoles, con la alianza de aquella turbulenta y poderosa familia, que siempre tenía en jaque el poder y la ambición de los Papas. Llegaron á punto las cosas que el cardenal Carrafa vino á Francia, y persuadió á Enrique II á que rompiese la tregua de Vaucelles, ajus­tada por el emperador al finalizar su gobierno, concer­tándose, en lugar de esto, con el Papa para la conquis­ta del reino de Nápoles. Entre tanto fueron presos en Roma el enviado extraordinario de España, Garcilaso de la Vega, y otros ministros reales, acusados de cons­pirar contra Paulo IV y su familia. Exasperados ya con esto, así Felipe II desde Inglaterra, como Carlos V des­de Yuste, y la princesa gobernadora Doña Juana con el Consejo Real desde Valladolid donde á la sazón resi­día la Corte, rivalizaron en propósitos de hacer un es­carmiento con Paulo IV, que enseñase de nuevo al jefe de la Iglesia el respeto con que debían ser tratados los monarcas católicos de entonces. Con este fin formó el secretario Erasso, á lo que parece, un terrible memo­rial de agravios, el cual se sometió luego con ciertas propuestas bien duras, de hostilidad al Papa, al exámen de una junta de teólogos, reunida en Valladolid; pidién­dose, además, parecer por escrito á otros políticos y juristas de importancia. Púsose á discusión, con este motivo, si podría ó no declarar nula el rey de España la elección del Papa Paulo, por suponerla falta de algu­nas condiciones canónicas; examinóse si los concilios nacionales tendrían autoridad para arreglar puntos gra­vísimos de disciplina eclesiástica en la Península, sin el

 

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permiso y confirmación de la Santa Sede; tratóse de sí se podía ó no ordenar la salida de todos los españoles de Roma, y prohibir el constante envío de dinero de- España á aquella corte, á cambio de gracias espiritua­les; y ventilóse, por último, si era ó no lícito emplear las armas para reducir al‘ Papa, y exigirle, ya reducido, importantes concesiones tanto temporales como espi­rituales. Entre los individuos de esta junta, cuidadosa­mente escogidos para el caso, y las demás personas consultadas, hubo pareceres diferentes, bien que mos­trándose los más, favorables al empleo del rigor con el Papa; distinguiéndose, por su virulencia irrespetuosa contra éste, el áspero, aunque profundo, Melchor Cano, dentro de la junta; y fuera, el sabio escritor y sagaz di­plomático D. Francisco de Vargas. No faltaron tampoco algunos, como el canciller de Aragón Bolea, que de­mostrasen francamente, la gran contradicción que ha­bía en tratar con dureza á la persona del Papa, cuando al mismo tiempo se gastaban, en defensa de su autori­dad, todas las fuerzas de la nación española. Felipe II, por más que viese con gusto los osados dictámenes de­muchos de sus consejeros, para apoyar con ellos sus pretensiones, lo cierto es que se adhirió en la práctica al parecer de los más templados, comprendiendo todos los inconvenientes que para él ofrecía tal contienda. Diéronse, sin embargo, rigurosas órdenes á las costas y fronteras, para que no se dejase penetrar á ningún cursor de letras apostólicas, con el fin de evitar la pu­blicación en España de la excomunión que se temía; dispúsose la salida de todos los españoles de Roma, y que no se enviasen allá dineros por razón alguna; y de­terminóse, en conclusión, que el duque de Alba, nom­

 

brado ya lugarteniente general del rey en Italia, inva­diese desde Ñapóles los Estados Pontificios. Comenzó el duque por escribir una soberbia carta al Papa para que entrase en razón, amenazándole con hacer temblar á Roma á manos del rigor, echó mano, sin escrúpulo, de las rentas eclesiásticas del reino, para formar su ejército, y hasta de las campanas de la ciudad pontificia de Benevento, para fundir cañones. Pero el Papa, lejos de desalentarse con la invasión de su Estados, exco­mulgó directamente aquel año en la Bula de la Cena, al rey católico, por haber ocupado á mano armada los lugares pontificios, comenzando, además, á formarle un solemne proceso, en el cual incluyó á su padre, bien que estuviese ya retirado en Yuste. Hizo entonces dos fáciles campañas el duque de Alba contra los Estados de la Iglesia, tomando en la primera á Ostia, tras de lo cual se ajustó una inútil tregua; y avistando secretamen­te en la segunda los mismos muros de Roma, con pro­pósito, sin duda, de apoderarse por sorpresa de alguna puerta de la ciudad: más no lográndolo, ni queriendo re­novar el estrago de otro tiempo, se retiró sin combate. Movió con todo eso aquella amenaza, junta con la noti­cia de la rota de sus aliados franceses, en San Quintín, á ceder al Papa, abandonando la causa de la indepen­dencia italiana, que tan prematuramente había tomado á su cargo; y el 8 de Septiembre de 1557 fué su ministro, el cardenal Carrafa, al cuartel general del duque, en Cavi, y ajustó con él la paz en dos tratados, público el uno, el otro secreto. Sometióse en ellos el Papa á de­clarar «que abandonaría la liga que tenía pactada con »el rey cristianísimo, prometiendo que en adelante se- >ría padre común de los fieles, y se conservaría entre

 

»ellos neutral»; y quedó además pactado, que para per­suadir al rey católico de la sincera reconciliación de aquella corte, dentro de cuarenta días se presentaría en Bruselas á darle satisfacciones, el propio cardenal Ca­rrafa. No habiéndose convenido, sin embargo, expre­samente que devolviese el Papa sus bienes á Marco Antonio Colonna, su vasallo, pero aliado de España, ni impuesto al Papa ninguna de las compensaciones y •penas proyectadas por los juristas regios, pareció esta paz desventajosa á muchos, y al mismo Carlos V en Yuste. Dada, no obstante, la posición que en el mundo católico ocupaba Felipe II, no podía ser más natural su moderación con Paulo IV: en cuanto al duque de Alba, hállasele ya, en estos sucesos, con todas sus cua­lidades características: general de seguros, aunque no brillantes cálculos; más atento al éxito que á la vana­gloria; ministro inflexible del poder real, hacia el cual profesaba más aun que respeto, cierto género de culto; capaz, por obedecer á su rey, de faltar á los deberes de su conciencia, y al Papa mismo, y teniendo en nada sus bulas y sus censuras comparadas con los decretos rea­les que cumplía. Por la parte de Flandes, en el ínterin, la ruptura de la tregua de Vaucelles había sido funestí­sima para Francia: la cual perdió, no tan solo la ya referida batalla de San Quintín, ganada facilísimamen- te por los nuestros á la vista del rey, y mandándolos el duque de Saboya, Manuel Filiberto, así como aquella plaza misma, luego entrada por asalto; sino otra nueva batalla, poco más tarde, en Gravelinas, rigiendo el ejército de España el Conde de Egmont, gran señor y gran soldado. Y gracias que Felipe II, á quien se ha culpado, quizá sin razón bastante de falta de decisión

 

entonces, no se atrevió á proseguir la victoria, falto ya de recursos pecuniarios, lo cual le impedía mantener reunidas sus vencedoras tropas. «Pluguiese á Dios», decía en 1558 á este propósito, el Comendador mayor de Castilla tratando de dineros, «que el rey se hallara »con ellos el año pasado, que Calais estuviera libre, y »París hecho carbón.» Pero lo cierto es que, á pesar de haber perdido nuestra aliada, la corona de Inglaterra, aquella plaza importante, como se ganaron otras, fue gloriosísima tal guerra, y del todo ventajosa para Feli­pe II, lo mismo en Italia que en Francia, comenzándose con resolución, siguiéndose con fortuna, y terminándo­se con moderación discreta. Por el tratado de Chateau- Cambresi, de 1559, se obligó, entre otras cosas, el rey de Francia, á dejar sus confederaciones con el turco y príncipes protestantes, y á proteger la religión católica; y el de Cavi, anuló también las inteligencias, indudable­mente iniciadas por el cardenal Carrafa, ministro del Papa, con luteranos y turcos, contra España; dando re­poso entre los dos á Europa por cierto tiempo, y permi­tiéndole al rey volver á la Península, donde urgente­mente le llamaba, no menos que la agitación religiosa, el difícil estado de la Hacienda pública. La última con­secuencia del gran rompimiento promovido por Paulo IV, fué un hecho singular, hasta aquí desconocido. Ya hemos apuntado que aquel Pontífice formó un proceso, ó más bien varios en Roma, contra el rey Felipe y sus cómpli­ces, entre los que figuraba el emperador su padre, acu­sándose á todos, no ya de atentar únicamente contra la independencia de la Santa Sede, sino de conatos de en­venenamiento y otros delitos, encaminados á privar de la vida al cardenal Carrafa, su primer ministro. El pro­

 

ceso, en especial formado contra Carlos V y Felipe II, y que dejó sin fallar el Papa Paulo, por causa de la paz, fué luego declarado nulo y de ningún valor por su suce­sor Pío IV, en Consistorio público, el mismo día, por cierto, que condenó á muerte al cardenal Carrafa, y su hermano, que tanta parte habían tomado en la pasada contienda. Hízose pública la primera de estas resolu­ciones con una bula fechada en Roma á 9 de Mayo de 1561; y habiendo pedido los procesos el embajador es­pañol, para quemarlos, dispuso Su Santidad que, en vez de eso, se entregasen al rey, á fin de que hiciese por sí con ellos lo que gustase. Fueron en virtud de esto traí­dos los tales procesos á España, y recogidos de la casa del nuncio, que aquí había; por haber muerto antes de entregarlos, se les colocó en un arca, que se llevó al archivo de Simancas, formado cual es sabido en aquel tiempo, donde intactos se encuentran todavía. A pesar de investigaciones prolijas no ha hallado prueba algu­na, el autor de este libro, de que Felipe II procurase en Roma la persecución y muerte que padeció al fin su antiguo enemigo el cardenal Carrafa, por medio del cual, principalmente, logró más tarde hacer Papa á su protegido Pío IV. Pero lo que es indudable es que mandó á su embajador Francisco de Vargas, empeña­do en favorecerle á causa del servicio últimamente prestado, que le dejase correr su triste suerte. Y es que Carlos Carrafa, luego cardenal, ministro del Papa y árbitro de la paz del mundo, había nacido súbdito en Nápoles del rey de España, y tuvo por tema Feli­pe II, no perdonar jamás á aquellos de sus grandes vasallos que desconocieron su autoridad en lo más mínimo. Fué, pues, el éxito de la política de aquel

 

monarca, en esta primera parte de su reinado, decisivo y completo.

 

No dejó de ser dichoso tampoco el hijo de Carlos V en la lucha que mantuvo durante toda su vida con los mahometanos, á pesar de algunos descalabros como los de Bugia, Mazagran y los Gelves, y del apoyo que solían hallar las empresas de ellos donde menos pudie­ra esperarse. En 1564 reconquistó, después de otra ten­tativa inútil, el Peñón de la Gomera, que antes se ha­bía perdido, y años después hizo cegar la ría de Te- tuán, abrigo constante de piratas berberiscos. Habien­do dispuesto más tarde que los hijos de los moriscos de Granada concurriesen á las escuelas castellanas, dejando el uso de la lengua y vestidos árabes, así como sus peculiares supersticiones, se originó hacia 1569 la gran rebelión de aquella gente, que aunque no dejó de dar cuidados y de traer gastos y pérdida de hombres, acabó en su derrota y sumisión completas, tras de la cual se proyectó por algunos su completa expulsión de la Península, que no se llevó á cabo por la repug­nancia ingénita de Felipe II á toda medida perturbadora y violenta. Señalóse ya como general en aquella gue­rra el hermano natural del rey, D. Juan de Austria, que tiernamente le había recomendado Carlos V, y mostró desde la adolescencia muy altas cualidades militares. Por eso mismo, no bien acabado su aprendizaje en las Alpujarras, le confió el rey el mando de la grande ar­mada naval, reunida por la Santa Liga, que á instan­cias del Papa San Pío V, se formó entre la Santa Sede, Venecia y España contra los turcos. La victoria de Le­pante, inmediatamente alcanzada por la liga, aunque no produjese todos los frutos que debían de ella espe­

 

rarse, acabó con la superioridad marítima del imperio1 ostnánlico, iniciando á no dudarlo su decadencia. Y por más que los venecianos disputasen á los marinos espa­ñoles el honor de la jornada, ó que en Roma se preten­diese anteponer á la de D. Juan de Austria la gloria allí adquirida por el general de la Iglesia Marco Anto­nio Colonna, el mismo que había dado tanta ocasión á la guerra de Paulo IV con Felipe II, lo cierto es que la historia guardará siempre los mejores laureles de aquel triunfo para el monarca español y para su joven y vale­roso hermano. Este último fué quien dirigió también la afortunada expedición contra Túnez, conquistada ya una vez por su padre, ocupando y fortificando el casti­llo de la Goleta, que para bien de España se perdió- luego, á decir de Cervantes, porque no nos traía sino gasto inútil. Hasta la derrota y muerte deD. Sebastián de Portugal, sobrino carnal del rey Felipe, por los ma­rroquíes, que tuvo lugar en Alcázar-Quevir, y bien contra su voluntad, puesto que hizo cuanto pudo para impedir aquella empresa temeraria, fueron para él á la larga muy dichosas. Porque muerto también en 1580 el cardenal y arzobispo de Lisboa D. Enrique, sucesor de D. Sebastián, pretendió el rey de España aquella coro­na por el derecho de su madre, la emperatriz Isabel, hija primogénita del rey Manuel el Grande, bisabuelo de D. Sebastián, que murió célibe. Y en vano se la dis­putaron el bastardo D. Antonio, prior de Ocrato, ó la infanta doña Catalina, hija del infante D. Eduardo, her" mano del cardenal y rey D. Enrique, y, por consiguien­te, más cercana al último posesor, la cual estaba casa­da con el duque Juan de Braganza. El derecho de Fe­lipe II, fundado en una hembra más cercana al tronco,.

 

antes que en nada, se apoyó á la postre eficazmente en una escuadra de cien velas, confiada á D. Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y en un ejército pode­roso formado en Castilla, con el cual entró en Portugal el duque de Alba, de edad ya de setenta y cuatro años, deshizo el de D. Antonio cerca de Lisboa, y ocupó aquella capital en 24 de Agosto de 1580. Fácilmente rendidas tras esto Coimbra y Oporto, convocó Feli­pe II las Cortes portuguesas en Thomar, y en ella fué personalmente jurado por la grandeza, prelados y pro­curadores como legítimo rey. La derrota del prior de Ocrato y sus naves francesas por la escuadra de Bazán en las Islas Terceras, consumó después el triunfo de Felipe II. Sin embargo, ni Portugal quedó sujeto por la­zos bastantes, ni de buena voluntad reunido á España entonces, y la casa de Braganza, á la cual dejó el pon­derado maquiavelismo de Felipe II residir en Portugal, poderosa y libre, no renunció de verdad nunca á sus pretensiones, disimulándolas únicamente hasta hallar ocasión oportuna en que satisfacerlas. Felipe II fué, pues, en Portugal lo que en todas partes, cuando se tra­taba únicamente de política: harto moderado en su triun­fo para dejarlo seguro. Pero con ser tantas y tan gran­des las empresas de que hemos hecho ya ligera memo­ria, todavía puede afirmarse que no fueron ellas las que más le preocuparon en los largos años de su reinado. La lucha con el protestantismo, herencia directa y principal de su gran padre, como se ha dicho, fué la que consu­mió la mejor parte de la vida de Felipe II, así como la que le ocasionó los mayores desastres y dolores. Hasta los sucesos más personales y que más han hecho hablar de él desfavorablemente, están directa ó indirectamen­

 

te y siempre más ó menos relacionados con aquella lucha implacable. Al ciego ardor con que la mantuvo Felipe II, dentro de España, por medio de la Inquisi­ción, y en Flandes, Inglaterra ó Francia, ora por las armas, ora por las intrigas, ya valiéndose de legítimos recursos, ya de otros que justamente hoy reputa infa­mes la conciencia pública, débense de seguro las más negras páginas de su historia y muchas otras de las de su tiempo. Lo mismo la exageración de sus defectos na­turales, que el singular ensañamiento con que la poste­ridad ha tratado su nombre, no á otra cosa que á su lucha con el protestantismo deben atribuirse. Son Fe­lipe II y el protestantismo, en suma, dos antagonistas eternos, que viven todavía y aun puede decirse que combaten sin tregua, por medio de sus partidarios res­pectivos, en el campo de la historia y en el de la polí­tica, después de haber llenado el mundo real, durante medio siglo, de escándalo, terror y sangre.

 

Comenzaron los disturbios de Flandes, que siempre íormarán época en la historia de España, por la impor­tancia que en nuestra suerte alcanzaron, corriendo el año 1563, y con una liga entre el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau, Lamoral, conde de Egmont y y Felipe de Montmorency, conde de Horns, segui­dos de varios caballeros del Toisón de Oro, deudos de ellos y otros muchos partidarios. Iba aquella liga tan solo, al parecer encaminada, contra el gobierno del antiguo obispo de Arras, ya cardenal de Granvela, principal ministro y consejero, señalado por Felipe II á su hermana Margarita de Parma, gobernadora de Flan- des. Los tres principales señores referidos habían sido hasta allí muy halagados por los monarcas españoles.

 

Guillermo de Nassau, por su carácter, apellidado el Taciturno, sirvió con gloria en los ejércitos del empe­rador, mandándolos, muerto Borbón el que asaltó á Roma, y el día solemne en que abdicó aquél los Esta­dos de Flandes en Bruselas, salió á la ceremonia apo­yado en su hombro, dando así muestra pública de ser uno de los más queridos y confidentes súbditos que te­nía. En cuanto á Egmont, ya queda dicho que mandó el ejército de España en la batalla feliz de Gravelinas, de­biéndose, en buena parte, la de San Quintín también al arrojo de la caballería que capitaneaba. No tan ilustre cuanto los anteriores, había desempeñado asimismo el de Horns altos empleos y servido con acierto en ellos á la corona de España. El más ambicioso, con mucho, era el Taciturno; pero ninguno de ellos se creía tam­poco suficientemente recompensado, ninguno respeta­ba ya tanto la sagacidad inteligente y laboriosa de Fe­lipe II, como las altas miras y esforzado espíritu de Carlos V; ninguno veía con gusto á los españoles ad­ministrando ó guardando las provincias flamencas; nin­guno, en fin, dejaba de tenerse por más digno que Granvela de dirigir los negocios de aquellos países y los consejos de la princesa gobernadora. Tales motivos, principalmente personales, antes que no las diferen­cias religiosas, puesto que los condes de Egmont y de Horns murieron luego católicos, fueron los que poco á poco pusieron en oposición abierta á aquellos seño­res con Granvela primero, después con la duquesa Margarita, que llegó á no tenerles por leales, y con el mismo rey Felipe por último. Las doctrinas luteranas habían, en tanto, penetrado con mucho ardor en Flan- des y de día en día ganaban adeptos, mas esto era es­

 

pecialmente entre las clases inferiores del pueblo; que los grandes señores citados y los más de los que se­guían su partido, ó no hiceron más que transigir al prin­cipio con los protestantes, ó si se declararon protestan­tes á la larga, más bien que por convicción propia, fué por buscar apoyo en elementos populares bastante fuertes para resistir al poder real. En tres puntos prin­cipales fijaron sus pretensiones los coligados. Fué el primero que las tropas españolas abandonasen á Flan- des, en lo cual «por la causa que ellos se saben fue- non á S. M. mucho á la mano casi todos los caballe­aros de por acá», decía, hacia 1577, el maestro Pedro Cornejo en su Sumario de las guerras civiles y cau­sas de la rebelión en Flandes. Fué el segundo que se separase del gobierno al cardenal Granvela. Fué el tercero que se revocasen ó dulcificaran en Flandes los edictos de Carlos V contra los luteranos. Accedió Fe­lipe II á la primera pretensión, aunque á las claras no tuviese otro objeto que desarmar su autoridad, y acce­dió también á la segunda, aunque no sin larga resisten­cia, ordenando en secreto á Granvela que se retirara temporalmente al Franco-Condado, donde había naci­do. Unicamente respecto de la tercera pretensión fué después de varias consultas, y no sin disimular, como solía, aparentando lo contrario por algún tiempo, en el fondo de su corazón inflexible, pronunciando con este motivo, al cabo, aquella frase famosa de que «más quería no tener súbditos que tenerlos luteranos». Tres años enteros, sin embargo, desde 1563 hasta 1566, el rey, Margarita y Granvela estuvieron trabajando ince­santemente, y casi siempre de acuerdo, para atraerse las voluntades de aquellos señores, y en particular la

 

del conde de Egmont, no escaseando favores, promesas y halagos. En todo este tiempo, hasta los edictos contra los luteranos y el tribunal de la Inquisición, que los fla­mencos rechazaban, ó estuvieron del todo suspensos, ó tibiamente ejercitaron sus rigores. Pero la verdad es que el príncipe de Orange, desde 1560, por lo menos, en que tomó tan á pechos la salida de las tropas espa­ñolas, se sentía poseído de la ambición hasta un punto que, de todas suertes, tenía que hacerle incompatible á la larga con todo gobierno extranjero, y que, desde que en 1566 se decidió ya por las doctrinas luteranas que había profesado, como su padre, en la niñez, y abandonado luego por seguir á Carlos V, quedando para siempre imposibilitado de ser fiel súbdito de Felipe II. Si fué la severidad inútil, inútiles no menos habrían sido, para él como para los suyos, nuevas concesiones. Sagaz, reservado, valeroso, perseverante, Guillermo de Orange estaba destinado á ser, cual fué, el verdadero caudillo de la independencia de aquellas provincias; y aunque le suponga falto de ambición su apasionado Motley, porque no aspiró á ceñirse en ellas la corona, no puede dudarse que tenía en alto grado el amor del poder, y que, con el modesto nombre de conde, quiso ser, y fué al cabo soberano. Menos decidido, menos respetable también por su conducta personal, bastante desarreglada, tocante á intereses, vanaglorioso, negli­gente, con más corazón que cabeza, y estimándose tanto á sí mismo que despreciaba naturalmente á todo el mundo, ni era Egmont á propósito para dirigir una revolución, ni podía resignarse á ser un súbdito de los que se querían ya en aquella época, y como era, por ejemplo, el mismo duque de Alba, á quien se encargó su

 

castigo. El buen príncipe Filiberto de Saboya, que había tenido á Egmont á sus órdenes en San Quintín, le des­cribió ya su carácter de la manera que decimos á Branthóme, según refiere este autor, su contemporá­neo, en las Vidas de los grandes capitanes extranje­ros. No con mejores colores le ha pintado también Mr. Gachard en nuestros días, censurando sus dobles tratos con el partido de la independencia y con Feli­pe II: y por más que otro escritor belga Mr. Teodoro Juste, haya pretendido poetizar después su carácter, preciso es reconocer que no aparece de los documen­tos muy estimable. Hasta el ser valentísimo soldado, según reconocía Filiberto de Saboya, muy buen juez en la materia, hacía más peligroso su carácter y más sensible su equívoca actitud en la revolución iniciada. Y en el entretanto que estos grandes señores conspira­ban más ó menos abiertamente contra el rey en Flan- des, ó le entretenían con viajes á España, como el de Egmont y embajadas cual la de Montigny y Berghes, pretendiendo tratar de un arreglo quizá imposible, y que no es seguro que de buena fe se buscase por parte del mayor número, rompió el bajo pueblo flamenco en feroces tumultos por varias partes. Estimulado por los predicadores luteranos, comenzó ya á insultar las co­sas sagradas, á destruir y saquear iglesias, á declarar­se por fin en abierta rebelión, política y religiosa. En­tonces también fué cuando, de resultas de ciertas pala­bras de desprecio pronunciadas por la princesa gober­nadora contra los sediciosos, adoptaron ellos el nom­bre de Mendigos ó Guenx, y el principe de Orange y los condes de Egmont y de Horns, así como todos los señores coligados, hicieron alarde de gritar Vivan los

 

Gueu.i' o.n sus banquetes. Ya en 1566, como reconoce Mr. Guizot en la introducción á la Historia de estos sucesos, escrita por el anglo-americano Motley, eran, de consiguiente, los señores citados, reconocidos ó secretos jefes de aquellos sediciosos iconoclastas, por más que muchos de ellos no hubieran dejado de ser ó llamarse católicos. Puede, en verdad, defenderse, no sin buenas razones ahora, que no debían consentir los flamencos en ser gobernados por un monarca propio, pero que, residiendo lejos, se servía de algunos minis­tros extraños, pues no otros fueron precisamente los motivos del levantamiento castellano en tiempos de Carlos V. También pudiera hoy sostenerse, aunque desconociendo ya las eternas condiciones humanas, que debió preferir Felipe II á la resistencia que hizo, el espontáneo abandono de derechos que, dado el princi­pio monárquico, eran incontestables en Flandes. Lo que ya nadie sostendrá de buena fe, cuando también cono­cida está la índole de las revoluciones, es que en 1566 no hubiese llegado para el gobierno español la hora de defender su autoridad en Flandes; ó bien que algún po­der antiguo ó moderno haya dejado de resistir con armas y castigos en casos iguales. Antes, cual solía, pecó de lento, que no de precipitado, en esto Felipe II. Por otra parte, aunque fuera siempre útil el viaje allá, que le aconsejaron muchos, no habría hecho con él, de segu­ro, sino retardar pocos años ó meses una revolución de todas suertes inevitable. El caso fué, en tanto, que el monarca español, que nunca había cedido á gusto á las exigencias de aquellos súbditos, y que, sobre la sus­pensión del Santo Oficio y los edictos, había hecho ya secretas protestas, profundamente irritado al fin con la

 

oposición política, pero más exasperado aún con el ca­rácter religioso que comenzaba á darse á la contienda, dispuso que pasara á ayudar á su hermana Margarita en el gobierno de Flandes, y en realidad á encargarse de éste enteramente, como se encargó luego, el duque de Alba, D. Fernando Alvarez de Toledo, de quien se había valido en Italia y se valió más tarde en Portugal; el hombre de guerra de más confianza del emperador, su padre, en Alemania, el más respetado por él mismo de sus consejeros políticos, el jefe de uno de los dos partidos que dividían su corte. Consta hoy por la co­rrespondencia que ha publicado Gachard, que cuando el duque de Alba salió de España, llevaba órdenes terminantes del rey para prender y procesar como trai­dores á los grandes señores que protegían á los Gueux, y en primer lugar, naturalmente, á los condes de Eg- mont y de Horns; para castigar del mismo modo á los demás que resultasen culpables; para restablecer en todo su vigor los edictos de Carlos V contra los here­jes, cuya ejecución estaba suspendida, y aun la Inqui­sición misma, poniendo duro freno á las ciudades agi­tadas. No era hombre aquel monárquico ardiente, que anteponía el servicio del rey al del Papa, de dejar de cumplir estos decretos reales. Entró en Flandes por Agosto de 1567 al frente de tres tercios viejos españo­les sacados de las guarniciones de Italia, desde donde los condujo hasta allí por Saboya y Borgoña, no sin vencer grandísimas dificultades; y habiéndose puesto en salvo antes de su llegada, en Alemania, el príncipe de Orange con su hermano Luis de Nassau, que eran 1os más comprometidos y los más avisados, prendió sólo á los condes de Egmont y de Horns, sujetándoles

 

á un proceso, que duró desde primeros de Septiembre de aquel año hasta 4 de Junio del siguiente. Conside­rando las culpas que resultaron, desde el punto de vis­ta de justicia política ahora, no cabe duda en que la pena de muerte, impuesta á los dos condes, fué exce­siva: no hay porqué decir otro tanto si se atiende á la extensión que, por consentimiento común, tenía el de­lito de lesa magestad en el siglo décimo sexto. Habían sido ambos condes fautores, con justo ó injusto fin, de verdaderas sediciones; habían formado una liga para resistir, hasta con la fuerza, la ejecución de ciertos decretos reales; no habían dejado de estar nunca en más ó menos inteligencia con el príncipe de Orange, que se hallaba en rebelión abierta, desde antes de ter­minar el proceso; tanto que, cuando se ejecutó la sen­tencia, ya había hecho invadir á mano armada, por me­dio de su hermano Luis de Nassau, los Estados de Flandes, declarándolos independientes del nieto de Fe­lipe el Hermoso, su legítimo soberano. Verdad es que los dos señores sobredichos, ni dejaron realmente de ser católicos, ni llegaron ¿í tomar las armas contra el monarca; pero la mera conspiración para oponerse á los decretos reales, solía ser castigada con la pena de muer­te en todas las naciones del mundo entonces. Como quiera que sea, la ejecución de los dos condes en Bru­selas el 5 de Junio de 1568, constituye uno de los he­chos que más han dado que hablar contra Felipe II, así como contra el duque de Alba, y en general, contra los españoles; y eso que, admitiendo que hubo rigor sobra­do en la pena, ni puede decirse que fueron inocentes los condes, ni que dejasen de deplorar su castigo los <españoles mismos. Sábese, por el contrario, que uno

 

de nuestros maestres de campo, quizá el famoso Ju­lián Romero, previno á tiempo á Egmont que se pusie­se en salvo, igualmente que otros capitanes españoles; y hasta D. Hernando de Toledo, hijo natural del duque de Alba, pocos momentos antes de su prisión, le acon­sejó reservadamente • que escapase . Branthóme dice textualmente en su obra antecitada «que no hubo es- »pañol que no llorase á Egmont, y que el duque de »Alba dió grandes señales de tristeza, aunque él mismo »le hubiese condenado á muerte». Ni faltó testigo de vista y extranjero que escribiese al cardenal Qranve- la, relatándole el suceso, que había llorado á lágrima viva, durante la ejecución, el propio duque de Alba. Piénsese ahora de un modo ú otro acerca de este asun­to, en que nos hemos detenido más de lo ordinario, por el particular interés que excita, lo cierto es que comen­zó, á la par con él, la guerra famosa de Flandes, que duró no menos de ochenta años. Precisamente en los mismos días del suplicio de los condes, fué roto el ejército real del conde de Aremberg por el de los insu­rrectos, que mandaba el invasor Luis de Nassau. No con gran trabajo, si bien con habilidad suma, echó muy pronto el duque de Alba á Luis de Nassau de Flandes; levantó luego ciudadelas durante su gobierno; hizo in- , numerables castigos; mas no pudo reducir con todo eso á los sublevados. Estrelláronse allí durante siete años el bonísimo ingenio, la singular elocuencia, la re­serva y previsión infinitas que el veneciano Antonio Tiépolo reconocía en el viejo duque de Alba, no menos que el rigor sangriento que por única vez empleó en. su dilatada vida. Ni tuvo mejor fortuna con su cons­tancia invencible, su consumada experiencia y su habí-

 

lidad militar y política D. Luis de Zúñiga y Requenses; ni alcanzaron más el brillante valor, la gloria, la astu­cia y la blandura de Don Juan de Austria, ó las dotes de grandes capitanes y hábiles políticos del duque de Par- ma, Alejandro Farnesio, y del discípulo mejor del mismo duque de Alba, D. Pedro Enriquez de Guzmán, conde de Fuentes de Val de Opero. La guerra á tanta distan­cia de la Península, y entre tantas poderosas naciones enemigas nuestras, que auxiliaban sin cesar á los insu­rrectos, era de imposible buen éxito; y convencido de ello al cabo, Felipe II cedió, al morir, aquellas provin­cias á su hija la infanta Clara Eugenia, muy poco antes casada con Alberto, archiduque de Austria. No habrían podido, no, las siete provincias, que á la sazón forma­ron la república de Holanda, resistir por sí solas á los terribles tercios españoles, que allí precisamente lleva­ron á cabo increíbles hazañas. Fué menester que todos los poderosos protestantes y todos los enemigos polí­ticos de la supremacía española en Europa, estuviesen á su lado en aquella tremenda lucha, para que pudie­ran alcanzar su independencia. De aquí nació, por otra parte, que estuviese España luego en mala inteligencia casi constante con Inglaterra y Francia, que eran las principales naciones auxiliares de los insurrectos. Feli­pe II, que quiso casarse con Isabel de Inglaterra, con tal que se mantuviera fiel á la religión católica, no fué luego tan encarnizado enemigo suyo, sino porque ayu­daba, más ó menos manifiestamente, á los herejes fla­mencos; y aun por eso envió contra Inglaterra su In­vencible armada, de tan triste memoria, y otra menor, pero igualmente desgraciada. Tal fué asimismo el prin­cipal motivo de que con tanto calor abrazase el partido

 

de María Stuardo, y de que prestara eficaz apoyo á ciertas conjuraciones de los señores escoceses, que tuvieron por objeto quitarle á su rival el poder ó la vida. Tampoco tuvo diverso fundamento la constante intervención de Felipe II en los negocios de Francia; y no hay que maravillarse mucho de que felicitase á Ca­talina de Médicis, por la matanza famosa de la noche de San Bartolomé, atento á que ella evitó el que doce mil hombres de los mejores de Francia, preparados ya por los protestantes, invadiesen nuestras provincias flamencas, según refiere Branthóme, y confiesan otros autores de la época, y que el mismo rey Carlos IX nos declarase la guerra. Por lo demás, la matanza de San Bartolomé fué exclusivamente tramada por la rei­na madre de Francia y los grandes señores de aquella nación, bárbaramente enemigos del almirante de Colig- ny, abusando de la imbécil debilidad de Carlos IX, y apoyándose en el fanatismo católico de la población parisiense. Esto resulta con evidencia, entre otras par­tes, en el libro no ha mucho publicado en francés por Mr. de Croze, acerca de los Guisas, los Valois y Fe­lipe II. Hasta al escribirle este último monarca á Ca­talina de Médicis que en aquella acción «había bien mostrado lo que tenía en su cristiano pecho», clara­mente dió á entender, que había sido secreta para él una resolución que le era tan útil, y de que tanto por eso mismo se felicitaba. No fué, en cambio, inocente de todo punto, en el asesinato del príncipe de Orange, su antiguo y rebelde súbdito; porque siguiendo la cos­tumbre legal de aquellos tiempos y los posteriores, puso como tal su cabeza á precio. Sin duda que la in­tervención del duque de Parma en aquel trágico hecho,

 

lo mismo que la muerte de Montigny, hermano del con­de de Horns, y agente y cómplice de los señores fla­mencos, ejecutada secretamente en Simancas, fingien­do haber sido natural, ni más ni menos que el asesi­nato del Secretario Escovedo, cometido en Madrid más tarde, son justamente reprobados hoy por la concien­cia humana. Bien que sea notorio que no hubo príncipe en Europa, por aquel tiempo, de quien no se puedan referir casos iguales, no por eso hemos de pretender excusarlos. Mas no seríamos tampoco imparciales si no dejásemos aquí consignado que Felipe II obró siem­pre de acuerdo con sus ministros, no haciendo en mu­chos casos sino permitir que ellos resolviesen por sí solos; y eso, tratándose á las veces de hombres como Alejandro Farnesio, que fueron honor de su siglo. Qui­zá no será importuno que recordemos también, con esta ocasión, lo que ya en otra hemos dicho, á propó­sito del derecho que se arrogaban á la sazón los reyes de sentenciar á muerte sin forma de juicio á sus súbdi­tos. «No sin asombro se aprende» decíamos en la ex­posición de las Ideas políticas de los españoles du­rante la casa de Austria, tratando de los procesos es­candalosos de Antonio Pérez, «que ni un rey sincera- »mente cristiano, sin duda alguna, ni hombres de la ma- »yor calidad en el Estado, ni siquiera los de iglesia, ó ^consultados antes ó llamados luego á examinar nueva- »mente la causa de Escovedo, para acallar inquietudes »justas de la real conciencia, sospecharon siquiera, á lo »que parece, que estuviese fuera de la autoridad abso­luta de los monarcas la disposición y sanción de un »hecho semejante; y eso que era preciso suponer nada »menos sino que el rey podía abocar así en secreto, »y resumir en las soledades de su conciencia, toda la »jurisdicción de un tribunal único, todas las garantías »de un procedimiento legítimo, toda la solemnidad de >una sentencia imparcial, toda la santidad también de »la cosa juzgada, y que había que emplear ó consentir, »por último, en la ejecución de la pena los instrumen­tos é intrigas peculiares á los delincuentes y á los deli- »tos comunes». Años después, decía en verdad Saave- dra Fajardo, que «el que hace la justicia á escondidas, »más parece asesino que príncipe»; pero la práctica pasó sin grave escándalo, tanto en el caso de Escove- do como en los anteriores. Ni podía ser de otro modo, cuando el mismo confesor de Felipe II, Fray Diego de Chaves, se atrevió á decirle á éste, en cierta carta im­presa por Antonio Pérez en sus Relaciones, «que el »príncipe seglar, que tiene poder sobre la vida de sus »súbditos y vasallos, como se la puede quitar por justas »causas y por juicios formados, lo puede hacer sin él, »teniendo testigos; pues la orden en lo demás y tela de »los juicios es nacida por sus leyes, en las cuales él »mismo puede dispensar». Falta añadir que no era esta .doctrina propia de políticos españoles solamente, sino que la misma se profesó en Francia y en toda Europa por muchos, durante aquel siglo. Y á un prínipe de tal manera aconsejado hasta en el tribunal de la concien­cia, por hombres á quienes cegaba la exageración del principio monárquico, ni más ni menos que la del de la soberanía popular cegó á fines del siglo último á los terroristas franceses, bien pudo por lo mismo sin es­crúpulos condenar á muerte, por sí solo, á los súbditos que eran ó creía dignos de tal pena, como el príncipe de Orange, Montigny y Escovedo. De aquí viene, pues, el hecho observado por Mr. Guizot, de que los actos más odiosos de este género los cumpliese Feli­pe II con una evidente seguridad de espíritu. Era él, en suma, un fanático religioso y político, aunque profundamente sincero y hasta dotado de natural moderación; y no es su mano la que se siente en tales arbitrarieda­des, sino la negra mano de su siglo: la triste práctica del ideal monárquico, que había engendrado como un progreso la anarquía feudal de la Edad Media, y que estaban, á la sazón, vistiendo, con falsas galas cientí­ficas, los lógicos del Renacimiento, comenzando por tomar ejemplos del régimen más tiránico que hasta aquí haya conocido la tierra: es, á saber, el de los Césares romanos.

Pero hemos hablado ya de Flandes y al paso de Mon tigny y de Escovedo; es hora de decir algo de ciertos sucesos, íntimamente relacionados con aquellas perso­nas, que son de los más siniestros del reinado de Feli­pe II, así como los que más tocan á su vida privada. Hablemos de la prisión y muerte del príncipe D. Carlos por una parte, y por otra del proceso de Antonio Pérez, seguido de las alteraciones de Aragón y las graves con­secuencias que produjeron. Mientras más de cerca se miran las relaciones del príncipe D. Carlos con Feli­pe II, ha dicho Mr. Guizot con fundamento, mayor con­vicción se adquiere «de que no hubo por uno ni por >otro lado crimen alguno, cometido ó proyectado; y que »la sombría inquietud del padre, respecto á los senti- »mientos y la conducta futura del hijo, en materias reli­giosas, dan la verdadera explicación de todo.» Exac­tas son, á no dudar, estas palabras por lo que hasta aquí resulta sobre Felipe II. Pero en cuanto á D. Car los bien que sea cierto que ni su inteligencia ni su ca­rácter le hacían á propósito para formales empresas, no puede negarse que ostentó siempre una oposición sistemática, y, dado el rigor délos principios monárqui­cos, culpable á la política de su padre. Así lo ha demos­trado Mr. Carlos de Moüy recientemente, y lo ha con­firmado luego Mr. Gachard, nada parcial, por cierto, del rey Felipe en este asunto. Duda, á la verdad, este último autor que conspirase D. Carlos con Montigny, y el barón de Berghes, enviados en Madrid de los se­ñores cohgados ya en Flandes contra el gobierno espa­ñol, tratando de pasar secretamente á aquellas provin­cias, y apoderarse de ellas, en vida de su padre; más todos los historiadores españoles del tiempo, y con ellos Mr. de Moüy, dan á esto crédito. Relata el propio Ga­chard, en otra parte, extensamente, sus descabellados proyectos de escaparse de la Península para ir á Italia, donde no podían llamarle ciertamente otros propósitos, que los mismos que, según parece, pretendía llevar á Flandes; es á saber, quitarle á su padre unas provincias que, por estar separadas del centro de la monarquía, debían apetecer la independencia. La exactitud de lo último confirma, á nuestro juicio, la de lo primero. No cabe dudar tampoco, que aborrecía mortalmente D. Car­los á su padre, sin que se hallen otros fundamentos para este aborrecimiento impío, que su ambición irreflexiva ó vaga y su carácter, con todo el mundo por igual ca­prichoso, violento y hasta cruel. De lo que escribió al príncipe mismo, ya varias veces publicado, el doctor Suarez de Toledo, hombre en quien él depositaba sus mayores confianzas, se deduce claramente, así que conspiró, en efecto, con Montigny, cuya secreta muer­

 

te seria de este modo muy explicable, como que á se­mejanza de su abuela Doña Juana la Loca, tenía el ca­pricho á las veces de no cumplir sus deberes religiosos, sin que haya tampoco el menor motivo para pensar que le moviesen á ello opiniones heréticas. De otras de sus rarezas no hay que hablar aquí, por ser no menos co­nocidas, que inexplicables las más. Y lo cierto es que, contemplando serenamente los dichos ó hechos de aquel príncipe infortunado, parece imposible dejar de tenerle por una de dos cosas: ó por malvado, ó por loco; induciéndonos todo á preferir la suposición últi­ma. Hállase realmente en toda esta familia, desde Doña Isabel, madre de la Reina Católica, hasta su cuarto nie­to el príncipe D. Carlos, algo de singular que eleva á algunos hasta el genio y hace caer á otros, cuando no en el delirio, en la extravagancia. Nada hay ya que de­cir de Doña Juana la Loca, primera nieta de Doña Isa­bel, y en el prematuro y raro deseo de Carlos V de ha­cerse monje, así como de algunas de sus acciones en Yuste, sobre todo en la de las exequias en vida, si fue­ra cierta, algo también se advierte que no es sano ni natural. El propio Felipe II padeció siempre una espe­cie de hipocondría invencible, que solo aliviaba, algún tanto, la continua lectura de papeles, y se calmaba úni­camente en la soledad ó el silencio. En cuanto al prín­cipe D. Carlos, lo completamente infundado de sus odios y de sus arranques coléricos; lo vago y lo desca­minado de su proyectos políticos; el extraño desarreglo, en fin, de su vida privada, antes y después de su pri­sión, dan á entender de sobra lo que sospechamos: es decir, que, por lo menos, padecía pasajeros accesos de demencia. En varias de las cartas que escribió sobre su

 

detención el padre, habla de defecto en el juicio de D. Carlos, y particularmente al emperador le dijo, que su determinación respecto á aquél no iba enderezada á castigo de culpa; explicándole, además, á la empera­triz, su hermana, la conducta del hijo «por su natural condición y la falta que en esto se entendía.'* No pudo decir más claro, en el lenguaje oficial de aquel tiempo, que le tenia, no por criminal, sino por falto de seso. ¿Y se ha pensado 'bien lo que era carecer de él, en la segunda mitad del siglo xvi, el heredero de la monarquía española? ¿Hánse todos hasta aquí fijado bastantemente sobre los amargos pensamientos, ó los cuidados acerbísimos, que debió esto causar á un hom­bre entregado con alma y vida, á la dirección de Espa­ña y del mundo en la gran crisis de aquel siglo? El en­cierro del príncipe acordado, á la postre, por el infeliz padre, á quien desde niño tantos y tan hondos disgus­tos había traído, no es ya, en verdad, mirado como in­justo por ningún célebre escritor de nuestro tiempo. «Indudablemente, dice Mr. Gachard, tuvo graves moti- »vos el monarca para privar de la libertad á su hijo, »porque no podía permitir que este se pusiese en rebe­lión abierta contra él, y que con proyectos inconside­rados, cuando no facciosos, perturbase ó llevara la re­belión á las provincias de la monarquía; pero ¿no le bastaba destruir estos proyectos, asegurándose de su »persona? ¿Era preciso que le tratara como reo de Es­piado, que le separara de amigos y servidores, que le »negara el espacio y el aire, sometiendo á un espionaje »incesante, día y noche, sus acciones, sus palabras y -'hasta sus pensamientos? ¿Debía reducirle, en fin, á la ^desesperación, precipitándole á atentar contra sus días

 

>por cuantos medios quedaban á su alcance? No matan , ^solamente el hierro, el veneno ó el garrote: los tor­mentos morales son un suplicio también, y difícilmen­te podrá justificarse ante la posteridad á Felipe II de tos que hizo padecer á su hijo.» Y he aquí lo más que puede, hasta ahora, censurarse realmente, de la con­ducta de Felipe en aquel asunto. Porque tocante á que D. Carlos, fué inmediatamente víctima de su propio y voluntario desarreglo en la comida, la bebida y el sue­ño, ya entregándose á las tres cosas con exceso, ya absteniéndose de ellas de propósito, por muchos días seguidos, y del abandono de todo género de cuidados higiénicos, pocos son los que dudan al presente. Afír- manlo, por el contrario, de consuno los despachos de todos los historiadores españoles contemporáneos, sin haber documento formal que lo contradiga. No ha des­aparecido, con todo eso, la sospecha de que acabase la vida el príncipe, en un suplicio, condenado por su pa­dre. Y es que la circunstancia de haberse ejecutado por orden de éste otras muertes secretas, hasta largo tiem­po después juzgadas naturales, el misterio con que ha­blan varios historiadores españoles, y Cabrera entre ellos, de un suceso singularísimo siempre y escandaloso, como el de la prisión de D. Carlos, dadas las ideas mo­nárquicas de la época, las reticencias de Antonio Pérez, que bien pueden referirse solamente á la prisión, sin embargo, las acusaciones interesadas de los protestan­tes y contemporáneos, principalmente, del príncipe de Orange en su famosa Apología, la relación novelesca del Abate de San Real, copiada, traducida, esparcida por todas partes, cual si se tratara de obras diversas, que entre sí confirmaran un propio suceso, la antipatía

 

profunda, en fin, que, no sin razón, inspira al mundo moderno el ideal social de Felipe II, conspiran á un tiempo á que la opinión de muchos se empeñe en con­vertirle en parricida, luchando brazo á brazo con los re­sultados que ofrece el estudio de los numerosos docu­mentos contemporáneos. Entre tanto Mr. de Moüy, y Mr. Gachard juzgan ya, por su parte, completamente esclarecido el asunto, absolviendo de la nota de parri­cida á Felipe II; y aunque no hayan faltado habilidad ni erudición, á un moderno escritor español, para mante­ner todavía la versión opuesta, no son más eficaces que las anteriores sus pruebas. La opinión del autor de este trabajo es, en el ínterin, ya que no puede excusarse de darla en tan grave asunto, que la falsa idea que Feli­pe II tenía de sus deberes temporales y espirituales, era tal y como la expuso el mismo al herético D. Carlos de Sessa, en el auto de fe de Valladolid, diciéndole, que no titubearía en llevar leña al fuego para su propio hijo, si le hallase en culpa semejante; y que, por lo mismo, tratándose de salvar ó perder la causa, que con tamaño empeño defendía, era capaz de condenar, en efecto, á muerte á D. Carlos, á haberle juzgado verdadero reo de traición ó herejía. Otro se maravillaría más, por tan­to, que el autor de este libro, de que algún día se en­contrase un documento, por donde resultara ser esa la verdad realmente; pero no lo espera. Y los datos hasta aquí reunidos, que parece imposible que ya se aumen­ten, no permiten creer sino que falleció de muerte natu­ral D. Carlos, bien que provocada por sus ordinarios excesos y otros más dañosos á que se entregó despe­chado, durante su breve encierro. Aquel pobre prínci­pe, que no estaba probablemente en su cabal juicio an­

 

tes, con eso, cual suele acontecer, acabó de perderlo. De que no fué protestante, ni por principios adversario del catolicismo, dieron, por otra parte, suficiente prue­ba, sus últimos momentos, al decir de todos, edifican­tes. Detestó á veces, indeliberadamente, á los clérigos, como detestaba, sin razón, á su propio padre, á su tía la princesa gobernadora Doña Juana y al duque de Alba; y según parece, en ciertos ratos á todo el mun­do. Semejante rey para la monarquía española hubiera sido su inmediata ruina, y Dios sabe que otro aspecto habría ofrecido la respectiva historia del catolicismo y del protestantismo á haber reinado. Si fué suspicaz el padre durante el encierro de su hijo, justo es recono­cer, á la par, que como él hubiera llegado en aquella sazón á escapársele, pasando á Italia ó Flandes, habría causado perjuicios irremediables. La muerte de D. Car­los, en tal estado, y cuando tantos peligros traía su vida, libró, pues, sin duda, de ungran peso á Felipe II; pero de esto solo no es lógico deducir, que procurase ó celebrase su muerte. Difícil sería, por el contrario, demostrar que, desde Francia, tuviera algún interés Antonio Pérez en decirle á Mr. Zumet, en la centésima quinta de sus segundas cartas, que aquel monarca «lloró tres días por su hijo, con ser su perseguidor;» no siendo cierto. Precisamente la dicha carta trataba del fallecimiento de su propia hija Gregoria, á la cual suponía Pérez víctima de las persecuciones del rey con­tra su familia; y era mala ocasión, ciertamente, para mentir en provecho de este último. Por lo demás, en las líneas de Mr. Gachard, copiadas antes, parece como que rinde el ilustre historiador algún tributo, al deseo general de que Felipe II no resulte del todo inocente en

 

el asunto. De tenerle en completa seguridad no podía menos de provenir tormentos morales para cualquiera, y más para una persona de cerebro tan exaltado como el príncipe: pero eso era irremediable. Lo malo que hubo aquí, cual siempre, en Felipe II, fué además de su frialdad de alma, cierta inclinación á mostrarse todavía más firme y duro que era, con el fin de mantener el res­peto y hasta el espanto que llegó á inspirar su persona, y que él consideraba indispensable para su autoridad. Negarse tenazmente á ver á su hijo, sino de lejos, cuando más, y sin que él lo advirtiese, y llorarle á so­las luego, de modo que únicamente lo supiera de cier­to su confidente Antonio Pérez, era lo propio del carác­ter singular de aquel monarca. El embajador francés Forquevaulx, que, al referir la muerte de la reina Isa­bel á su corte, le calificaba de buen marido, notó, sin embargo, que á las tiernísimas palabras con que se des­pedía de él la joven princesa, respondió siempre con fría constancia, como si creyese que no estaba su fin tan cerca. Otro tanto es sabido que afectaba creer respecto del fin de su hijo. Y es que aquel grande espíritu, por entero consagrado al poder y á la dominación, rehusa­ba, hasta que más no podía, rendirse á los afectos hu­manos; y aun no se rendía á ellos sino contra su volun­tad manifiesta. Su disimulo era la clave de un sistema completo de conducta.

 

No fueron los de Carlos los únicos disgustos de fa­milia que tuvo Felipe II. Era su hermano natural don Juan de Austria, según le pintó en 1572 el veneciano Antonio Tiépolo, hombre de temperamento colérico y sanguíneo, vivo, valiente y deseoso de gloria, habien­do favorecido mucho, por lo que el mismo embajador

 

dice, la formación de la Liga, que dió en fruto la bata­lla naval, con el fin de mejorar de estado, hallándose muy mal contento del que en España alcanzaba. Tiépa- lo suponía que aquel gran triunfo fué exclusivamente debido á la industria y valor de los venecianos de un lado, y de otro á la resolución del joven y exforzado- bastardo de Carlos V, cuyos laureles inútilmente que­rían traspasar á otro los romanos. Felipe II, que dijo al saber las nuevas del gran suceso, con su frialdad ordi­naria, aquella frase célebre de mucho ha aventurado D. Juan, aunque no compartiera el ardor de éste, ni mirase con gusto su creciente ambición, no dejó nunca de proporcionarle ocasiones en que adquirir nuevas glo­rias: prueba de que le miraba con amor, y de que no eran sus recelos, en los principios al menos, muy gra­ves. Cuando debieron estos despertarse en su ánimo fué al verle pretender con insistencia, que para él se fundase un reino cristiano en Túnez, que el año 1573 ganó sin resistencia; proyecto entonces quimérico, pero grande, y que, á no haber estado ocupada España en la lucha con los protestantes, pudiera quizá empren­derse con probabilidad, y no escaso provecho de la ci­vilización en Africa. Sordo Felipe 11 á tales deseos, desde luego, y perdidas, poco después, Túnez y la for­taleza de la Goleta que la defendía, aspiró D. Juan, su­cesivamente, á los tronos de Francia y de Inglaterra, mientras tuvo á su cargo el gobierno deFlandes. Acre­centáronse ya con esto bastante los recelos que á un principe tal como Felipe II tenía, necesariamente, que inspirarle la ambición generosa, pero impaciente de su hermano; más no hizo, sin embargo, contra él demos­tración alguna, ni le quitó de las manos, cual pudiera.,.

 

los medios de alimentar sus temerarias aspiraciones. Contentóse con cerrar á ellas las puertas más estrecha­mente que nunca, por su parte, negándole, con evasi­vas, hasta el título de infante de España, que el glorio­so bastardo pretendía por sus hechos. Comenzó, al pro­pio tiempo á vigilarle secretamente, llegando á sospe­char, al cabo, que su secretario, Juan de Escovedo, le estimulaba á poner por obra alguno de sus ambiciosos pensamientos. Sugirióle, principalmente, esta idea, es­forzándola de día en día, su famoso ministro Antonio Pérez, por cuya mano pasaban, á la sazón, los nego­cios de Flandes: hombre, al decir del embajador Alber­to Badoero, discretísimo, gentil, de mucha crianza y sa­ber, de maneras muy dulces, con que templaba los dis­gustos que la sequedad del rey ocasionaba, macilento y de poca salud, de vida desordenada y aficionado con exceso á todo género de comodidades y placeres. Dis­cípulo y criatura de Ruy Gómez de Silva, tuvo este fa­moso ministro más de intrigante y cortesano que no de gran político, siendo su carácter no menos obscuro que su estilo, mezcla singular de frivolidad y sabiduría, de arrogancia y flaqueza. Este sujeto, que tanto ha dado que hablar al mundo, y, que tan traidor fué, al fin, á su patria, llegó á representarle como indispensable á Fe­lipe la muerte del secretario de D. Juan, que, con cier­ta comisión de su señor, se hallaba en Madrid por en­tonces, y, después de sus acostumbradas vacilaciones, autorizóle el soberano, al fin, para que la hiciese ejecu­tar de cualquier modo. Fué, pues, en virtud de esto y no sin varias tentativas inútiles y odiosísimas, asesinado Escovedo junto al muro de la derruida iglesia de Santa María de la Almudena, en Madrid, pasando por vengan-

 

-za particular en la apariencia. Murió, pocos meses des­pués que su secretario, D. Juan de Austria, corriendo -el mes de Octubre de 1578, y en su campo cerca de Na- mur á la edad florida de 33 años. La pérdida de la sa­lud la debió en gran parte á su propia ambición y tem­pranos trabajos, agobiándole, sobre todo, en sus últimos días, la peligrosa situación de las rebeladas provincias -de Flandes, que en vano procuraba reducir á la obe­diencia por la política ó por las armas, y algo debió también de contribuir la frialdad estudiada con que le trataba su hermano. Pero no hay hasta aquí otros moti­vos á que achacar con fundamento su muerte, ni se ne­cesitan más que estos, ó su sola enfermedad, para ex­plicarla. Mas ambicioso que tierno ó sensible, más es­forzado que prudente, pero brillante y grande en todo, fué, á no dudarlo, D. Juan de Austria, después de su pa­dre, el más simpático de los príncipes austro-españoles. No tardaron, en tanto, los muchos y altos enemigos, que Antonio Pérez tenía, en sospechar que de él pro­cediese la misteriosa muerte de Escovedo. Fué todo .uno sospechar esto y atribuirlo, no á razones políticas, sino al deseo de quitar de enmedio á aquel hombre sa­gaz, porque no revelase el secreto que había descu­bierto, de estar en amorosas relaciones el dicho Pérez con la viuda de Eboli, Doña Ana Mendoza de la Cerda, ya citada. Llegó al cabo á noticia del rey este rumor con pruebas bastantes para darle crédito: juzgóse en­gañado y aparentemente lo estaba en los dos primeros conceptos, como amante, amigo y juez; y, lleno de oculta ira, mandó prender con pretextos frívolos, por Julio de 1579 á la princesa y á Pérez. Contentóse, en •suma, con humillar á la primera, teniéndola guardada en Pinto hasta 1581, que la permitió retirarse á su villa de Pastrana; pero, en cuanto á Antonio Pérez, después de tenerle preso cinco años, sin causa aparente, permi­tió que comenzara á formársele un proceso de cohecho y otro luego y más riguroso todavía, para averiguar el motivo cierto de la muerte de Escovedo. Nada hay que decir respecto á la justicia con que pudo y debió Feli­pe II procurar el esclarecimiento de este último asunto; y aun es digno de elogio que se prestase para eso á hacer pública su participación en él, ordenándole á Pé­rez que puntualmente refiriese cuanto había pasado, con todos los antecedentes de la secreta sentencia ejecuta­da. Si fué tratado el antiguo ministro, desde el principio, como el odio trata siempre á los ministros caídos, suje­tándole, entre otras cosas ó durísimo tormento, no pue­de decirse que tuviese el rey más parte en ello que de­jarle á merced de sus émulos; pero era bastante. Y lo largo de la persecución mostró bien, en el ínterin, el rencor que el rey le tenía, dando á sospechar de sobra, la pasión particular que en aquel caso le estimulaba. Por más que Ranke pusiera en duda su amor á la princesa, no parece hoy posible negar que á esto se refiriesen los occulti rispetti, por los cuales dice Tomás Contarini que le tomó odio el rey: confirmándolo, además, otros diplomáticos, y muy expresamente el francés Branthóme, antes favorable que adverso á Felipe II, y que precisamente se hallaba en Madrid cuando ocurrió el rompimiento. Ni hay por qué negar crédito á este capricho amoroso, sabiéndose ya lo que sobre la afición de Fe­lipe II á las mujeres escribieron los embajadores vene­cianos, Federico Badoero, Paulo Tiépolo y Juan Soran- zo, todos los cuales, de común acuerdo, afirman que fué desordenadísimo de costumbres en este punto. El mismo Antonio Pérez hace, por otra parte, frecuentes alusiones á ello en sus Relaciones y Cartas que serían inofensivas á no tratarse de cosa universalmente sabida entonces; si bien lo que da á entender es, que el rey no recibió sino repulsas de la princesa, y que de lo que tuvo celos fué, de que la entereza que con él mostraba, no se extendiese también á su ministro. Era, entretan­to la voz común que, de tercero, había pasado á prin­cipal el ministro, con perjuicio de su señor. Quizá las pruebas ciertas de esto se hallarían entre aquellos pa­peles, que D. Rodrigo Calderón estuvo encargado de recoger en Francia de manos del grande amigo de Pérez, Gil de Mesa, y que los consejeros de Felipe III calificaron en el proceso de Calderón de indecentes al ejemplo de su gran prudencia y real grandeza, según ha consignado el autor de este libro en otra parte. Que Pérez fuese ingrato y traidor ya al rey, parece, pues, muy probable; pero no por eso era menos inno­ble, dada la índole del motivo, la saña implacable de Felipe II. Meditaba, mientras se le perseguía, y halló al fin Pérez, por dicha suya, el medio de escaparse de sus prisiones, dando con esto ocasión inesperada y ex­traña á las alteraciones de Aragón, que el marqués de Pidal, con mucha mayor copia de datos que Argensola ó Céspedes, ha historiado en nuestros días. Ya eran pasados, cuando huyó Pérez, muy cerca de once años, desde su prisión, durante los cuales pudo mil veces ha­cerle morir secretamente Felipe II y no lo hizo: prueba segura de que, para ejecuciones como la de Montigny, necesitaba, con sus ideas y todo, muy excepcionales motivos. No le hubiera sido difícil tampoco hacerle condenar á muerte, con todas las formas jurídicas, en aquel largo plazo de tiempo, ni más ni menos que se le con­denó después de su fuga; porque los jueces de la causa le detestaban más que él todavía. Lo que con su fuga pasó en seguida en Aragón, y los disgustos que le oca­sionó luego, desde Francia,, demuestran, por otra parte, que jamás había tenido Felipe II un preso más peligroso en sus cárceles, y esto mejor que nadie lo sabría él mis­mo. La razón de Estado, por tanto, tal como en aquel tiempo se entendía, de cierto le aconsejaba que no die­se lugar á la fuga de Pérez, poseedor de los mayores secretos de la monarquía, una vez que con su lealtad no podía ya contar. Felipe II, sin embargo, aunque lleno de rencor contra Pérez, no olvidó, sin duda, mientras le tuvo en Madrid preso, Jo mucho que había de perso­nal en la causa; y su natural justificación le movió á de­jar á un lado, por entonces, los terribles consejos de la razón de Estado. Posible es que lamentara más tarde tales escrúpulos al verle llegar á Calatayud libre y sal­vo, y tomar sagrado en un convento, de donde no se le pudo sacar ya por los agentes reales, sino para en­tregarle inmediatamente á la corte del Justicia de Ara­gón, con arreglo al famoso privilegio de manifestación de los aragoneses, y ser conducido á la cárcel foral de Zaragoza. Para un rey que, por medio de un alguacil, había podido prender con ligerísima causa á todo un du­que de Alba, en los setenta y cuatro años de su edad y en el colmo de su gloria, la afortunada desobediencia de Antonio Pérez y el amparo que hallaba en los fueros de Aragón, debieron ser motivos de singular despecho; y éste le aconsejó que cediese á la opinión de algunos de sus consejeros, fiando la venganza, para hacerla

 

más segura, al Santo Oficio. Fué el primer pretexto que para ello sugirieron los tales á Felipe II, que Pérez trataba de escaparse desde Zaragoza á Francia, donde había herejes. Algunas palabras equívocas de aquél acabaron de preparar la causa de ; y el Consejo de la suprema Inquisición ordenó, por fin, á la de Zaragoza llamar á sí la persona del reo, en virtud de sus privile­gios á todos superiores, poniéndole en sus cárceles secretas. Nótese aquí, de una parte, hasta qué punto era ya la Inquisición un instrumento político; y de otra, la cautela con que procedía Felipe II cuanto á los fue­ros ó libertades antiguas de sus súbditos, no atrevién­dose á atacarlas á nombre de su potestad real, sino pre­textando el gran interés religioso que el Santo Oficio representaba. El vulgo de Aragón, que por más que fuese este reino el primero que hubiera conocido la In­quisición en España, era el menos afecto de los de la Península á aquel tribunal, pensaba, generalmente, que nadie, ni los inquisidores mismos, podían sobreponer su jurisdicción á la del Justicia, y aunque éste se pres­tase á entregar á Pérez, y lo entregó con efecto, los za­ragozanos se alteraron, sacaron violentamente por sí mismos á Pérez de las cárceles de la Inquisición y lo devolvieron á la de los manifestados. En vano los le­trados del reino declararon que no había contrafuero en entregar á Pérez á la Inquisición; en vano los inquisi­dores de Zaragoza pidieron los presos y la Corte del justicia acordó entregárselos de nuevo. Al ir á verifi­carse la entrega, alzáronse otra vez en tumulto los za­ragozanos, arrollaron las tropas y las autoridades rea­les pusieron en libertad á Pérez. Con esto llegó al úl­timo punto la irritación de la Junta de Estado, creada

 

ya en Madrid para entender en este asunto, y en la cual figuraban los ministros más graves. Inclinábase el rey á reunir las Cortes de Aragón y buscar todavía re­medios pacíficos para aquietar á los sublevados; pero la mayoría de la Junta se mostró inflexible. Y, confor­mándose con su opinión, dispuso aquél, al cabo, que entrase en Aragón el ejército formado, en tanto, en Castilla, al mando de D. Alonso de Vargas, so pretex­to de defender la frontera de Francia. Todo cambió de aspecto en Aragón entonces: una gran junta de letra­dos, reunida por los diputados forales, opinó que era ilegal y debía resistirse la entrada del ejército castella­no; el tribunal del Justicia declaró el contrafuero y se convocaron las fuerzas de las universidades y señores, que en la mayor parte se negaron á prestarlas, para formar un ejército. Era Justicia de Aragón D. Juan de Lanuza, en cuya casa hacía más de ciento cincuenta años que estaba aquel importante oficio: joven de esca­sos veintisiete años de edad, de buena condición, pero débil é inexperto en demasía. Ni supo resistir en Zara­goza al vulgo acalorado por Antonio Pérez y el turbu­lento D. Diego de Heredia, ni pudo lograr que los ara­goneses, en general, hiciesen suya la causa de los za­ragozanos; ni mostró aliento para afrontar, con la tur­ba insubordinada que mandaba, el ejército real bus­cando gloriosa muerte en el campo, ni tuvo la pruden­cia, al menos, que Antonio Pérez para escapar á Fran­cia, antes que D. Alonso de Vargas entrase en Zarago­za sin resistencia. Lo que hizo fué abandonar en Utebo á los sublevados, huyendo á Epila para volver de allí á Zaragoza. De esta suerte se entregó indefenso á la cólera de la Junta de Estado de Madrid, que instaba

 

vivamente al rey para que escarmentase con grandes castigos á los que le desobedecieron: ni más ni menos que habían aconsejado los mismos ú otros ministros que se hiciese cuando comenzó la rebelión deFlandes. Felipe II, según su inclinación constante, acabó por di­rigir sus mayores golpes contra los más altos y nobles de sus vasallos desobedientes; y envió á D. Alonso de Vargas una orden concebida en los terribles términos que siguen: «en recibiendo ésta, prenderéis á D. Juan »de Lanuza, Justicia mayor de Aragón, y tan presto »sepa yo de su muerte como de su prisión.» No de otra suerte había tratado á los condes de Egmont y de Horns, aunque dejara observar, respecto de ellos, mayores formalidades jurídicas. Murió, pues, á manos del ver­dugo, Juan de Lanuza, más desgraciado que grande ciertamente; causando tal tristeza su castigo, según re­fiere á la par con otros autores Martín de Salas de Vi- llamar, soldado del ejército de Vargas, y testigo pre­sencial en todo:

 

Que ninguno del reino mueve el paso Para el entierro y fama de él notoria; Todo era llanto, que cada uno laso Estaba de tristeza transitoria; Poniendo luto á puertas y ventanas Por no ver su cabeza ya con canas (1).

 

(1) De la jornada y entrada en Zaragoza con el ejército del rey nuestro señor, en el cual se trata la causa y efectos de ella, con el ejemplar castigo de los inventores de las rebe­liones de ella y malvadas herejías de Antonio Pérez, etcétera. Compuesta en octava rima por Martín de Salas de Villa- mar, criado del rey nuestro señor en las sus guardas de Castilla, dirigida á su capitán el marqués de Aguilar y conde Castañeda. — Manuscrito puntual y curiosísimo, que trata de

 

De lo grande del sentimiento y de lo mucho que lla­maron la atención estas alteraciones en todo el reino, dedújose erradamente, y ha sido voz muy general hasta ahora, que Felipe II privó con esta ocasión de todos sus fueros á los aragoneses. La verdad es, que los redujo y modificó bastante, según Mignet observa; mas no por eso es inexacto lo que el marqués de Pidal escribiera de que, si «reformó estos fueros, fué por medios y trá- »mites legales en ellos establecidos; es decir, por me- »dio de las Cortes legalmente convocadas; y que des- »pués de esta reforma, Aragón quedó con lo esencial. >de ellos intacto; quedó un reino aparte con su organi­zación diferente de los demás de la monarquía y con >sus leyes especiales.» Puede, en verdad, disputarse si era esencial ó no bastante parte de lo reformado; pero en el fondo lo que dice el moderno historiador es­pañol es cierto. Ni era propio del espíritu conservador de Felipe II llevar á cabo las obras de demolición de un golpe. Por eso mismo durante su reinado se reunieron con tanta frecuencia las Cortes de Castilla, prefiriendo, á prescindir de su concurso, ganar con dádivas y amo­nestaciones la voluntad de los procuradores, para que-, se rindiesen á sus deseos, y llevando con mucha pa­ciencia las repulsas que recibía de aquellos cuerpos, impotentes ya, porque les faltaban el apoyo y la con­fianza de los pueblos; mas no mudos todavía. La ver­dad era que aquellas Asambleas políticas en ninguno de los reinos de la Península podían influir mucho corr estos sucesos y otros de los últimos años del reinado de Felipe 11, y poseía en su escogida biblioteca el señor duque de Frías. (Nota del autor.)

 

las escasas facultades que alcanzaban en los negocios generales del Estado. Lo ordinario era llamarlas solo á conceder ó negar recursos, cuando el gobierno estaba ya empeñado en las empresas para las cuales se reque­rían; y lo más que lograban con su oposición, era que se llevasen á cabo mal ó á deshora. Esto, por lo que toca á sus facultades económicas, que en cuanto á la de pedir reformas en las leyes, como estaban tan domina­das ó más que los ministros reales por los errores de la época, pocas veces proponían cosas útiles y prácticas. Lo único, pues, para que servían las libertades que en aquel reinado quedaban, era para prestar fuerza con su aquiescencia á ciertas leyes graves, para conceder ser­vicios extraordinarios, harto más copiosos siempre que en Aragón en Castilla, ó para describir y lamentar los males públicos, sobre todo la pobreza y descaecimien­to que cada vez más iba sintiéndose en toda España.

 

Las alteraciones de Aragón aumentaron, en el ínte­rin, la preocupación constante que ocasionó á Felipe II en sus últimos años el estado de las cosas de Francia. Auxiliados allí unas veces y contrariados otras por la corte los católicos franceses, habían acabado por darse una organización independiente, que se llamó la Liga, bajo los auspicios de Felipe II. Muerto á manos de Ja- cobo Clemente Enrique III, que, aun después de lama- tanza de San Bartolomé, no dejó de entenderse con los calvinistas y de causar recelos á los católicos, intentó Felipe II poner aquella corona en las sienes de su hija querida Isabel Clara Eugenia, y cuando esto no fuera posible, impedir de todos modos que la alcanzase el pretendiente Enrique de Borbón, príncipe de Bearne y titulado rey de Navarra, que profesaba la religión pro­

 

testante. Dos veces, con este fin, hizo Felipe II que el ejército español deFlandes dejase desamparados aque­llos Estados para socorrer á los católicos franceses. Gracias á las grandes cualidades militares del duque de Parma, Alejandro Farnesio, que mandaba á los nues­tros, París primero y luego Rouen, fueron fácilmente socorridas y libertadas de caer en manos de los protes­tantes; pero Felipe II no pudo impedir, con todo eso, que al fin se sentase Enrique IV en el trono francés, si bien le forzó á hacerse antes católico. No bien posesio­nado del cetro el nuevo monarca francés, comenzó á procurar su venganza, molestando á Felipe II en Flan- des, en Aragón y en todas partes. Ni tardó mucho en declararle, corriendo el año de 1595, abierta y formal­mente la guerra. Pero á pesar de haber obtenido Espa­ña en ella no pequeñas ventajas ganando la gran batalla de Doullens el conde de Fuentes, D. Pedro Enriquez de Guzmán, y adquiriendo algunas plazas, se apresuró Felipe II á consentir en la paz poco ventajosa de Ver- vins en 1598, por sentir ya cercana su muerte y no que­rer dejar á su joven heredero empeñado en una lucha contra tal y tan poderoso adversario. Y, con efecto, no le engañaban sus tristes previsiones en este punto. El día 13 de Septiembre de aquel mismo año de 1598, anunciaron, al fin, las campanas del Escorial á los le­ñadores y humildes pastores del contorno, que en la obscuridad y desnudez de una de sus celdas de grani­to acababa de morir Felipe II. Y el eco de aquellos ta­ñidos, comunicándose de gente en gente, hizo que sucesivamente fueran levantándose túmulos funerales, aunque no tan grandes todos como el de Sevilla, que celebró Cervantes, por los antiguos reinos de la Penín­

 

sula española, en el Rosellón, Ñapóles, Sicilia, Milán, Cerdeña, Países Bajos, el Franco Condado, las islas Baleares, Canarias y Terceras, en las plazas propias ó tributarias de la costa septentrional de Africa, en Méji­co, el Perú, el Brasil, Nueva Granada, Chile y las pro­vincias del Paraguay y de la Plata, en Guinea, Angola, Bengala y Mozambique, donde tenían grandes estable- mientos los portugueses, en los reinos de Ormuz, de Goa y de Cambaya, la costa de Malabar, Malaca, Ma- cao y Ceylán, las Molucas, las Filipinas y todas las An­tillas. ¡Jamás en tantos y tan diversos países se habían alzado preces ó vestido lutos por ningún hombre en la Historia! Con harta razón exclamaba, pues, por enton­ces el poeta Balbuena, uno de los mejores del siglo:

 

Mas, ¿quién será, invencible, patria mía, En cien años, cien siglos, cien edades, Bastante á ver lo que de podría?

 

Ya, y por primera vez desde el tiempo de los godos, formaba toda la Península entonces una sola nación, de Lisboa á Valencia, de Perpiñán á Gibraltar. Ganáronse también y se poblaron de españoles ó descendientes de estos, nuevos y grandes territorios en América, conti­nuándose la obra de Hernán-Cortés y los Pizarros, hasta el punto de quedar sometida la mejor parte de aquel gran continente al dominio español. Del reinado de Fe­lipe II también procede la reunión á España de las islas Filipinas, que ofrecen tantas esperanzas á nuestra pros­peridad todavía (1). Mantúvose, además, la gloria de

 

(1) Afortunadamente para el gran patriotismo del autor, su muerte traidora, principio y base de pérdida tan considerable en todo el emporio, aun de nuestras colonias, al declinar el siglo xix,

 

nuestras armas á la altura misma en que la dejó Carlos V, tanto por mar como por tierra con las insignes victorias de San Quintín y de Lepanto, y con aquella continua es­cuela de Flandes, donde más que en parte alguna brilla­ron por aquel tiempo nuestras armas. Llegó, por último, en la referida época la-lengua castellana á producir sus mejores frutos literarios, adquiriendo toda su flexibili­dad y riqueza, cual ya dijo Capmany, ó completándose, como D. Agustín Durán ha añadido después, «el amal- »gama y fusión de las partes heterogéneas que consti­tuyen todo su mérito y originalidad.» Si Carlos V ha­bía conocido y llorado á Garcilaso y disfrutado en su tiempo á Antonio de Guevara, Florian de Ocampo y Juan de Avila, tuvo Felipe 11, por su parte, un Fernando de Herrera que cantase las glorias de su hermano D. Juan y la batalla naval; un fray Luis de León que compu­siese el epitafio de su desdichado hijo D. Carlos; un Hurtado de Mendoza, un fray Luis de Granada, una Santa Teresa, un Mariana, en fin, y un Cervantes, para recopilar, el primero, las Historias ó Crónicas de Es­paña hasta allí escritas con noble y sentencioso estilo, y ser maestro eterno, el segundo, de la prosa castella­na. Dijo, pues, con acierto D. Manuel Cañete en un no­table discurso académico, que «durante el glorioso ret­inado de Felipe II, tres cosas subieron en nuestro país »al colmo de esplendor: la unidad de la fe, la unidad de. »la monarquía y la unidad del idioma.» Y, sin embargo,

 

le impidió ver la vergüenza de nuestros últimos desmembra­mientos territoriales. ¡Fué preciso que Cánovas del Castillo sucumbiera, para llevar á efecto tales despojos. — (Nota del editor.)

 

con ser verdad esto y haber hecho aquel rey de la mo­narquía española la mayor que hayan conocido los hu­manos, comenzó precisamente nuestra decadencia casi al punto mismo que sobrevino su muerte. No dejó de ser admirado Felipe II de los españoles, sobre todo des­pués de muerto, porque mejor que nadie representaba su propio ideal religioso y político; pero no fué querido de ellos, como Burke erradamente y como con sorpresa afirma. De los grandes era, por el contrario, aborrecido, según refiere el veneciano Segismundo Cavalli; y los mismos que le servían, como el duque de Alba, que con­quistó luego á Portugal, deploraban poco antes que pu­dieran llegar á estar juntos ambos reinos por ser eso pri­varse de un lugar seguro y próximo á donde escapar en caso necesario de su despotismo. Del clero, nunca tan duramente dominado por el poder temporal, no fué que­rido tampoco personalmente, por más que aprobase el sentido general de su política. Y por lo que toca al estado llano, oprimido cual nunca de nuevos tributos, disminui­do y arruinado, pasó en continuo lamento todo su reina­do, según consta por cien documentos auténticos. No hay que confundir, no, el respeto profundo, y hasta el miedo que le tuvieron sus propios súbditos, ni tampoco la admiración de los de su hijo y nieto, con el sentimien­to del amor, que no podía inspirar con su carácter Feli­pe II, á los que únicamente le conocían por su aparien­cia ó sus hechos. La sola persona que derramó quizá por él copiosas lágrimas fué su dulce y tierna hija Isa­bel, aquel único amor de su vejez, en favor de la cuaj abdicó la soberanía de Flandes, el 6 de Mayo de 1598, declarando al propio tiempo su matrimonio con el car­denal Alberto de Austria, que naturalmente para ello

 

obtuvo dispensa pontificia. Mostró esta abdicación, seguramente, que comprendía Felipe II con su gran sa­gacidad, la conveniencia de dar monarcas propios á aquellas provincias, separándolas de la corona de Es- pana; pero no debió dejar de influir también en su áni­mo el deseo de recompensar con eso la adhesión admi­rable de su hija. Fuera de ella, los que no celebraron quedar libres de tan duro amo, se contentaron con res­petar su memoria, ó temer por el porvenir de la monar­quía en días ya tan críticos desamparada de sus talen­tos y consumada experiencia.

 

V

 

UÉ FUÉ, en realidad—tiempo es ya de con­siderarlo—, aquella grandeza pasajera de la casa de Austria y de la España? Puesto que de aquí adelante nos toca describir solo su decadencia

 

común, preciso será hacer alto y detenernos más que de ordinario consiente este trabajo. Para darse exacta cuenta del poder de España á fines del siglo xvi, como del de cualquiera otra nación antigua ó moderna, hay que ver su estado social y su organización gubernati­va, la riqueza general, el ejército, la marina y el espí­ritu militar de las diversas clases, el orden y situación de la Hacienda pública, de que depende el que las fuerzas de mar ó tierra puedan estar debidamente pre­paradas y asistidas, para imponer ó mantener en res­peto á los extraños, la inteligencia, el saber, las ideas cardinales, en fin, que inspiran y guían la conducta de la nación de que se trata, sobre todo en la política; porque una nación que no es verdaderamente inteli­gente, en su conjunto, ni alimenta ideas profundas, no puede mantener su actividad moral ni conservar

 

su poder material por mucho tiempo. De todo esto hemos de tratar ahora, por lo mismo, en pocos pá­rrafos.

 

No era, en primer lugar, lisonjero nuestro estado so­cial. Los pueblos, en comparación con los de otras partes, vivían, sin duda, pobrísimamente, como escri­biera en 1570 Segismundo Cavalli y confirmó en 1598 Agustín Nani, diciendo ya «que, en particular, los cas­tellanos, cederían con gusto al fisco sus bienes por no »pagar las contribuciones.» La propiedad, hecha tres partes casi iguales, de las que una sola poseían los par­ticulares, otra la nobleza y el clero otra, en los princi­pios del siglo, al decir de Lucio Marineo Sículo, pare­cía ya repartida en dos solas porciones: la una de los eclesiásticos, la otra del resto de la nación, por virtud de las donaciones que la piedad de los tiempos cada día más estimulaba. Era, pues, muy rico el clero y exento de contribuir á las cargas públicas por regla general, como no fuese por concesión del papa y violentado además por el rey, del cual y de su real Consejo de­pendía antes que no del Papa, al decir del veneciano Agustín Nani. Daban lugar los privilegios del clero á frecuentes discordias con los ministros reales, sobre todo cuando se trataba de cobrar las pocas rentas ecle­siásticas obtenidas; pero Felipe II no tenía en ellas es­crúpulos ningunos. Lejos de eso, refiere el embajador antecitado «que no contaba por buen alcalde ó corregi­dor al que no había estado siquiera diez veces exco­mulgado, reputando, además, por cierto, que las cen- »suras injustas de nada valían, y que si los clérigos »tenían el derecho de excomulgar á los ministros que »los violentaban, estos tenían, en cambio, el de no ha-

 

^cer caso de sus censuras.» Los grandes de España por su lado, aunque muy ricos aun en posesiones territoria­les, estaban todos llenos de deudas y no se sabía de alguno que tuviese dinero á mano, en lo cual se halla­ban de acuerdo con Nani, Segismundo Cavalli y otros.

 

Para el segundo de estos diplomáticos eran ya los gran­des de España, en 1570, «gente vanísima y de ningún valor», que no tenía, como suele decirse, «voz en el capítulo» ó sea en el gobierno del Estado. Tratábanlos peor que el rey todavía el consejo real y las justicias, dando la razón á los vasallos contra sus señores casi siempre en las diferencias que sobrevenían; recordando frecuentemente sus contrarios al rey, como cuenta Ca­brera, para que no les diese paz ni tregua, que ellos habían preso á Juan II, depuesto á Enrique IV, comba­tido á la reina católica. Creían de por sí no pocos mi­nistros, como Antonio Pérez, que solo lejos estaban bien, y aun esta fué en tiempo de Felipe II la opinión general de los políticos, quizá por seguir la inclinación del rey; bien que alguno, como Alamos Barrientes, la impugnase fuertemente, sosteniendo que la corona real debía apoyarse en las de los duques, marqueses y con­des, para que de nuevo no viniesen días como los que precedieron al de Villalar. Triunfó este último principio en los reinados siguientes; pero con los largos ocios del de Felipe II perdieron los más de los grandes, en tanto, el hábito de los negocios públicos y de la guerra, entregándose, como los venecianos dicen, á la disipa­ción y á los placeres. Pronto hubo realmente por única diferencia de hidalgo á villano en Castilla, la de pagar pechos y servicios los segundos y no los primeros; sin •que por eso se considerasen ya, en la práctica, los 9

 

grandes cual de los de 1539 escribía Sandoval, con la obligación «de aventurar sus personas y haciendas en ^servicio del rey, gastándolas en la guerra», puesto que eran cada día menos los que iban á las empresas leja­nas en que estaba empeñada la monarquía. Virreinatos principales y principales cargos diplomáticos ó milita­res no podía haber para todos, y los que los desempe­ñaban solían ser los únicos luego que alcanzaban pues­tos en el Consejo de Estado, establecido en 1526 por Carlos V. Los más de los señores de aquel tiempo, permanecían, pues, ociosos en sus casas, y lo mismo sus hijos, á no ser aquellos que, ó arruinados ó perse­guidos por la justicia á causa de alguna aventura escan­dalosa, pasaban á buscar impunidad ó fortuna en los ejércitos de Italia y Flandes. A tal insignificancia esta­ba ya reducida la antes poderosísima y valerosa noble­za de grandes y titulados, con sus inmediatas ramas, al dejar la vida Felipe II. Llegó al más alto punto, en cambio, por entonces el poder de los togados ó golillas, como, por despique llamaban á los hombres de la ley, los señores. No dejó nunca de haber letrados en el mismo Consejo de Estado, principal de la monarquía por su autoridad, por presidirlo el rey y por entender en los negocios de paz y guerra y en todas las negociaciones externas; pero cuya influencia no fué nunca en sustan­cia tan grande como la del real Consejo y Cámara de Castilla, donde solo entraban ya togados, con su gober­nador ó presidente, y á cuyo cargo corría el gobierno interior de la mayor parte de España, asi como la pro­visión de innumerables empleos civiles y eclesiásticos. Equivalía el primero al actual Ministerio de Estado; era para Castilla, el segundo, Ministerio de la Gobernación,

 

de Fomento y de Gracia y Justicia; y con esto basta para comprender cuál sería la superioridad de poder el de los togados que lo formaban. Togados compusieron también, desde el principio, el Consejo de Aragón y el de las Indias, el de las Ordenes y gran parte del de la Guerra; sala de togados tuvo el de Hacienda; juristas había igualmente en el Consejo de Italia y en el mismo de la Suprema Inquisición. La organización de estos cuerpos, consultivos y activos á un tiempo, con carác­ter más bien jurídico que político á los cuales estuvo fiada la administración de la monarquía por dos siglos, fué poderosamente iniciada por Carlos V, con la base del Consejo del rey que dejaron los Reyes Católicos y perfeccionado por Felipe II. Lentos, rutinarios y apega­dos á los textos y prácticas legales, no es esta ocasión de exponer todo el inmenso influjo que tuvieron en la administración y gobierno de España durante la casa de Austria; pero sí debemos consignar que á ellos se de­bieron especialmente la parsimonia, la lentitud, el grande espíritu conservador y tradicionalista que distingue la acción del poder en España, desde el primer tercio del siglo décimosexto hasta los últimos años del siguiente. Ya hemos dicho que eran generalmente inclinados sus ministros, como hombres de ley, á cercenar los privile­gios y derechos de la nobleza; y para eso no obstaba el ser muchos y aun todos los del Consejo de las Ordenes, colegiales mayores, hidalgos, poseedores de buenas ejecutorias. Perteneciendo á la nobleza pobre ó á la des­heredada, por lo común, no detestaban menos á los ti­tulados señores de vasallos, que pudieran los hijos del estado llano, como observó Agustín Nani. También so­lían atacar sin piedad los privilegios del clero, tomando

 

generalmente, hasta los que tenían órdenes sagradas, la parte del rey contra el Papa, y la de la justicia real contra las inmunidades que la limitaban. Cabrera acu­saba á los profesores de letras legales que componían estos Consejos, de «grandes dificultadores de lo políti- »co, y en lo que se pretendía hacer sin escrúpulo», por ser, aún en cosas de necesidad, «demasiadamente ce- »ñidos con la letra de las leyes», y tener, por costum­bre, «por yerro, todo lo que no hacían ó mandaban »ellos.» No era este último cargo infundado, á juicio del que esto escribe, si es que podía pasar por cargo siempre; pero algo lo remedió, de todos modos, en la práctica, la fuerza creciente del poder real, casi ya sin límites, gracias á los pincipios absolutistas que los Con­sejos mismos iban haciendo predominar en todas las esferas del Estado. Entre tanto, para el rey Felipe II los letrados de los Consejos no fueron sino instrumen­tos complacientes, á no ser cuando tomaban con más calor que él todavía las cuestiones tocantes á la autori­dad real; y para los privados y favoritos de los reyes sucesivos, ya se verá que también fueron dóciles ser­vidores generalmente. Contribuyó á dar cierta flexibili­dad al régimen de los Consejos, el sistema de juntas, formadas de individuos de varios de ellos; bien que así se aumentasen las ruedas de aquella máquina compli­cadísima, haciéndose más difícil y tardo su movimiento. Pero esto se verá después y más oportunamente. Basta con lo dicho ahora, para formar idea de la relación que entre sí guardaban las diversas clases sociales, y de la forma de gobierno que adoptó al fin, y observó durante su existencia la dinastía austríaca.

 

Respecto al ejército, nada tenemos que añadir á lo

 

que no ha mucho de él dijimos con otro motivo. Era el soldado español, y principalmente el de infantería, en el buen tiempo, un hombre que sentaba plaza volunta­riamente, llevado por el deseo juvenil de correr aven­turas, por el aliciente de mejorar su fortuna y condi­ción, y acaso también por huir de la persecución de la justicia, ó de la venganza de algún padre ó pariente malamente ofendido en las mujeres de su casa. Desde que este tal sentaba plaza, teníase por hombre noble y despreciaba todo oficio mecánico; y aunque guardara, por lo común, con gusto severísima disciplina, con fre­cuencia ponía asimismo mano á la espada contra sus propios oficiales, no bien le parecía que ya tocaba en honra el castigo debido á sus faltas. No en vano, cuan­do un general ó maestre de campo se veía maltratado en alguna acción de guerra por la fortuna, iba de ordi­nario á recobrar ó depurar su honor en las filas de aquella infantería, sirviendo con una pica; no en vano encerraban siempre sus primeras hileras multitud de capitanes y oficiales reformados ó de reemplazo; no pocos señores de vida airada ó de cortos haberes, que querían buscarse la vida en ejercicio honrado, y hasta muchos señores de hábito, es decir, caballeros de las orgullosas órdenes militares. Las filas de tal infantería, eran una verdadera escuela y un asilo seguro para el honor. ¿Cómo no había de ser mal sufrido en ellas el mismo soldado raso, cuando de casos de honor se tra­taba? No habiendo, por otra parte, tiempo limitado de enganche, sabía el soldado viejo que no podía ser des­pedido del servicio sin causa legítima; por manera que era una profesión y carrera, desde el menor infante hasta el mayor capitán, la de las armas entonces. Para

 

echar á uno del servicio se necesitaba que fuese juga­dor, pendenciero, hombre de muy malas costumbres en suma; para pasarle por las picas, no se necesitaba, en cambio, más sino que, hallándose en campo seis contra ciento, uno de los seis tomase por acaso la fuga, aban­donando á sus compañeros en el riesgo. Cuenta, como cosa natural, un hecho de esos D. Bernardino de Men­doza, célebre escritor de las guerras de Flandes. Llo­raban, por otro lado, los maestres de campo al tener que reformar ó disolver cualquiera de aquellas feroces familias militares, como cuando D. Sancho Martínez de Leyva castigó un tercio en Flandes, diciéndole á su al­férez: «Ea, batid la bandera y plegadla, pues ya de »agora nunca irá delante del tercio viejo*. Lloraban también los encanecidos soldados á sus capitanes, como á sus propios padres, si caían en algún trance san­griento, como al propio Borbón, con ser extranjero, le lloraron junto al muro de Roma. Y eso que no necesi­taban ellos, por ventura, tener capitanes señalados por el rey, puesto que en cualquiera necesidad sabían so­los buscárselos. No era la guerra, por de contado, en­tonces la lucha de una nación con otra, como lo es al presente. Sábese hoy, que á la larga tiene que vencer por necesidad, entre dos naciones contendientes, aque­lla que cuente con más extensión, con más riqueza, con más fuerza, en suma. Tal ha sido la consecuencia ine­vitable del aumento de los ejércitos que, comenzado por los tiempos de Luis XIV en Europa, lleva en nuestros días á los campos de batalla cuantos hombres útiles pueden poner los que gobiernan sobre las armas. El va­lor individual, la habilidad y fortuna, en suma, de los capitanes, ceden temprano ó tarde de esta suerte, como

 

acabamos de ver con ocasión de la última guerra soste­nida por los Estados del Sur contra los del Norte en la república anglo-americana (1), y se vió también al cabo en las grandes luchas de Napoleón I con la Europa coli­gada, á la mayor población, fertilidad, industria ó fuerza material del adversario. Nada de esto acontecía en el siglo xvi y la primera mitad del xvn, que fué cuando disfrutó España su superioridad militar. No era á la sa­zón aquí, ni fuera de aquí, cualquiera hombre soldado; éranlo solo los que el instinto y las pasiones de la gue­rra naturalmente llamaban á las armas. Los pueblos, por su parte, más acostumbrados que hoy á cambiar de señores, rara vez se mezclaban en las contiendas que sostenían sus respectivos ejércitos; y así era como és­tos, aunque cortísimos en número, podían ganar ó con­servar vastos y ricos Estados á sus caudillos ó prínci­pes. Palabra por palabra casi, copiamos esto ahora, de nuestro artículo acerca de la Supremacía militar de los españoles en Europa, cual en otra ocasión ya hemos hecho, por no repetir un mismo trabajo en vano. Y en cuanto á la marina militar, que tanta importancia comenzó á cobrar en toda Europa, desde el primer ter­cio del siglo xvi, con ocasión, principalmente, de los grandes armamentos marítimos de los turcos, también nos han dejado los embajadores venecianos muchas y minuciosas noticias, que apenas permite extractar la índole de este trabajo. Nadie, tanto como estos venecia­nos, entendía á la sazón de marina militar, ni nadie co­

 

) Esto se escribía en 1866; después se han visto guerras más formidables: por ejemplo la franco-prusiana de 1871; la última ruso-japonesa.—(Nota del editor.)

 

nocía cual ellos toda su verdadera importancia. Mateo*. Zanne, por no citar otros, escribía en 1584, que de la ar­mada de mar podía decirse que absolutamente depen­día la seguridad y defensa de los Estados españoles; y que el rey católico podía armar entonces cuantas naves gruesas quisiese, tomando las de comercio, que de to­das las naciones acudían á sus puertos, así como ofen­der á sus contrarios con el corso, permitiendo á vizcaí­nos y catalanes que lo practicasen por su cuenta, cual deseaban. La escuadra sutil se componía, según el di­cho embajador, por aquel tiempo, de 92 galeras: 37 de España, 18 de Génova, que eran, á su juicio, las me­jores; 13 de Sicilia, y 24 de Nápoles; esto, sin contar otras 12 de los príncipes de Italia, que estaban á nues­tra devoción siempre. Un sólo arsenal marítimo había, en tanto, en la Península, el de Barcelona, en el cual no se construían más galeras que las que el rey necesita­ba; buques pesados, pero más baratos que los de na­ción alguna. En Nápoles había otro buen arsenal según parece. Tales fueron los elementos marítimos con que en 1588 formó Felipe II la invencible, pero desdichada, armada que aniquilaron las mares bravas del Norte y la inexperiencia de las tripulaciones con que contaba; tales los que sirvieran para reunir la nueva escuadra, menos poderosa y no más feliz que la primera, con que en 1597 quiso asaltar de nuevo las costas de Inglaterra para vengar la toma y saqueo de Cádiz por los ingle­ses el año anterior. Aquella marina en manos de don Juan de Austria, del marqués de Santa Cruz ó de los Dorias, llevó á cabo gloriosas hazañas; pero ¿qué po­día esperarse de ella, entregada al joven duque de Me- dinasidonia, que mandó al cabo la invencible, y que no

 

había navegado jamás? Estaba en las costumbres del tiempo, á la verdad, que los mandos supremos y muy vastos, se confiriesen siempre á príncipes ó grandes señores; y Felipe II, aunque tan poco amigo de estos últimos, no pudo, por lo que se vió, dejar de rendir á tal preocupación algún tributo. Lo mismo en mar que en tierra, juzgábase que bastaba que los segundos capita­nes fueran experimentados, teniéndose á los primeros por representantes de la autoridad real, sin otra misión que dar consideración y prestigio con su clase y nom­bre al mando. Y mientras hubo príncipes como D. Juan de Austria, Filiberto de Saboya ó Alejandro de Farne- sio, y grandes como Alba ó Santa Cruz, pudo tolerar­se; pero llegó tiempo en que tuvo esta costumbre no' pequeña parte también en nuestros desastres militares.

 

Cuál fuera, en el ínterin, el estado de la monarquía bajo el aspecto de la población y de la riqueza en los últimos años del reinado de Felipe II, sabríase bien á haberse llevado del todo á término la obra colosal, his­tórica y administrativa del Censo español, emprendida por aquel rey, de que dió razón no ha mucho tiempo, D. Fermín Caballero en un discurso leído en la Acade­mia de la Historia. Este proyecto, extendido por el mismo monarca al estudio de la historia y la estadística de América, que se estaba conquistando y poblando á la sazón, es, sin duda, de lo que más alta idea da de los talentos de moderno político y administrador que po­seía. Faltos de completa luz acerca de este punto, ya hemos ido sentando los hechos que sobre él consignan los viajeros de la época, principalmente los venecianos que vinieron como embajadores, por lo que toca á los reinados de Felipe el Hermoso ó Carlos V, y los pri­

 

meros años, del de Felipe II. Del testimonio de estos extranjeros, conformes é imparciales, hemos deducido que, á pesar de las afirmaciones contrarias del anglo­americano Prescott, y del francés M. Weiss, en el libro que escribió acerca del estado de España antes del advenimiento de los Borbones, y, no obstante los re­paros fundados que á algunas de las consecuencias de Capmany ha opuesto modernamente el Sr. Colmeiro, son indudables los más de los asertos de aquel catalán ilustre en la primera de sus Disertaciones críticas, <acerca de si la industria, la agricultura y la población »de España de los siglos pasados han llevado ventaja >á las del tiempo presente. > Cumple fijar aquí ahora con la exactitud posible, qué alteraciones hubo en todo ello desde que empezó hasta que acabó de reinar Felipe II. Y comenzando por la población, bien puede hoy asegu­rarse, á pesar de los muchos cálculos infundados que en otro tiempo se han hecho, y á los cuales hemos ya puesto algún correctivo, que no pasaba en tiempo de los Reyes Católicos, de diez millones de almas; los cuales, durante el reinado de Felipe II, se disminuyeron bastante todavía, hallándose reducidos en 1594 á poco más de ocho millones. Las apreciaciones arbitrarias de los embajadores venecianos se ven hoy fortalecidas por las cifras mejor calculadas. La industria y el comercio no debieron disminuir con mucha prisa, sin embargo, en este periodo,'porque solo hacia el citado año de 1594 fué ya notoria la decadencia general de las ciudades comerciantes é industriales, como Burgos, Valladolid, Toledo, Segovia ó Córdoba; habiendo hasta allí creci­do, desde 1530, casi todas en población y riqueza, y conservando ó aumentando su prosperidad todavía de

 

1594 en adelante, Sevilla y Murcia, La Coruña y Cá­diz. Medina del Campo, por su lado, no obstante el estrago que padeció en la guerra de las Comunidades, continuó sus famosas ferias durante todo el reinado de Felipe II, siendo la de 1563 citada como una de las ma­yores, y todavía con más ponderación la de 1575, en la cual admite el Sr. Colmeiro contra la opinión de Cap- many, que se negoció por valor de 500 á 550 millones de reales de nuestra moneda actual. Pero ya, desde este año de 1575, empezaron á decaer aquellas ferias famosas y á la par la villa misma; parte por virtud del establecimiento allí de las alcabalas y el abuso que hizo del crédito de sus comerciantes Felipe II; parte porque, con el descubrimiento de las Indias y el aumento de la navegación en nuestros mares, tenían que dejar de ser, por fuerza, ciertos pueblos del interior los principales mercados de la Península. Nada más injusto, en tanto, que atribuir, como el economista francés Blanqui, al sistema prohibitivo, que supone inventado por Car­los V y continuado inexorablemente por la tiranía de sus sucesores, la ruina de la poca ó mucha industria que hubiese en España. Bien al principio del reinado del emperador le pidieron las Cortes de La Coruña que prohibiera la extracción de España de oro y plata, la­brada y por labrar, so pena de muerte; y en los capí­tulos definitivos, con que expusieron sus quejas los Comuneros al mismo monarca, solicitaban igual prohi­bición, así como que alterase ya el valor de la moneda para evitar su extracción, y que no permitiese sacar de estos reinos trigo, ganados ó cueros de Sevilla. En cambio, los propios Comuneros pretendían con calor la revocación de las licencias concedidas para introducir

 

paños extranjeros en España. La verdad es, que por las peticiones de las Cortes castellanas, desde 1548 hasta 1588, se echa de ver que, contra el deseo general de ellas, no había hasta entonces verdadero sistema pro­hibitivo en España en materia de comercio, sino que, por el contrario, nosotros exportábamos con abundan­cia vinos, recibiendo libremente, en cambio, de Flandes ó Francia la mayor parte de las mercaderías de lujo ó difícil fabricación, que empleábamos en el consumo in­terior, lo mismo que las que por medio de las flotas en­viábamos á las Indias. Lo que hubo fué, que el aumen­to mismo del comercio facilitando la introducción de los géneros extraños muy superiores ya á los nuestros, impidió la conservación de la escasa industria nacional que existía, y que no pudo competir con la extranjera por muchas y diversas causas que es imposible deter­minar completamente en este libro. Una de las princi­pales, que era la escasez de población, ni puede menos de atribuirse en gran parte á la expulsión de los judíos, álas emigraciones constantes de los moriscos, aún antes de su expulsión, y á la repoblación europea, tan rápi­damente llevada á cabo por España sola en América; debiéndose también contar con la continua salida de hombres activos, inteligentes y aventureros para Flan- des, Italia, Alemania ó Africa, que aunque no en gran número, según queda dicho, siempre se llevaban consi­go, á no dudarlo, la parte más capaz, vigorosa y útil de la nación. La industria, en suma, de las aventuras en ambos mundos, más brillante de seguro y más á pro­pósito para enriquecer á tal ó cuál individuo afortunado que las de las manufacturas, llegó á ocupar bien pronto y por completo la actividad nacional; y esto solo basta­

 

ba, aunque no hubiese habido otras muchas causas efi­caces, para que fueran lentamente paralizándose los telares de Toledo ó Segovia.

 

Pero no es posible echar en olvido la parte principa­lísima que indudablemente tuvo en el empobrecimien­to general del país el inaudito desarreglo económico producido por la política ambiciosa de Carlos V y Feli­pe II. Pesaban muchísimo sobre la parte laboriosa de la nación los tributos, y tanto ó más su mala distribución, derivada de la mala organización social de la época. Basta recordar, respecto á lo último, que hallándose dividida, á principios del siglo xvi, la riqueza de la Pe­nínsula en tres partes iguales, conforme queda expues­to, una de los reyes, otra de los grandes y caballeros, y otra de los eclesiásticos, hacia el último tercio de aquel mismo siglo suponían ya los embajadores vene­cianos que, por el constante acrecentamiento de las adquisiciones de la Iglesia, se elevaba á la mitad su parte; y que, aunque el clero pagase de mala voluntad los subsidios de la Cuarta y la Cruzada y algo tam­bién contribuyese el estado noble, lo que es los servi­cios y las contribuciones generales estaban solamente á cargo del estado llano y civil, ó sea del pueblo. Los tributos mismos, por otro lado, no dejaron de acrecen­tarse constantemente desde la muerte de Fernando el Católico en adelante. No bastándole ya á Carlos V los acostumbrados, ni los almojarifazgos de Indias, estable- •cidos en 1522, ni los maestrazgos incorporados para siempre á la Corona en 1523, ni las Cruzadas y compo­siciones de que sacaba grandes sumas, quiso cual se ha visto en las Cortes de Toledo de 1539, restablecer la Sisa, abolida en los tiempos de Doña María de Mo­

 

lina, bien que no pudiese lograrlo por la resistencia de los nobles que estimuló la de las ciudades. Y es digna de considerarse la pintura desconsoladora que después de tantos esfuerzos para mejorarla, hizo Cabrera del estado de la hacienda pública al tiempo de abdicar Car­los V. «Las deudas del emperador», decía, «eran mu­chas, y propusieron los ministros su abolición ó que »no se pagasen; y parecía de mal ejemplo, no tanto ¡>por la pérdida de los acreedores, nunca igual á la >ganancia ilícita inmoderada, cuanto de las viudas, »huérfanos, pueblo menudo, de su compañía y asientos »y por la abertura para romper la fe de los contratos »justos los pródigos, y tomar dinero en todas partes y aprecios, con la esperanza de la rescisión. Convenía »moderar los intereses, como se hizo antiguamente en aRoma y en Venecia, y guardar las obligaciones legíti- »mas y parar el curso de las usuras, según la ley de aDios que las prohibía, y la Genucia romana, bien admi- »tida y mal guardada. Mas contravenir luego á la pro­hibición la necesidad de los príncipes y avaricia de alos tratantes con dinero, en todo tiempo, haría engaño las leyes. Decían no debía pagar las deudas del pre- adecesor el heredero, por ley del reino; mas D. Felipe así, porque fué por resignación, con las cargas que te- anía el que le dió, viviendo, universalmente sus bienes »y sus deudas. Había sútiles tracistas de crecer con atodas artes los tributos, inventores de extorsiones, allamados hombres de prudencia y arbitrio, en vender ^encomiendas, juros, jurisdicciones, hidalguías, regi- amientos, escribanías, alcaldías, tierras baldías, oficios, ^dignidades, y con esto la justicia, los premios de la ^virtud y nobleza, origen de la declinación de algunos

 

^Estados antiguamente, abriendo camino á la avaricia, »latrocinios, injusticias, ignorancia de los tiempos estra­gados. La venta de los regimientos comenzó en el reí- »nado de D. Juan II, dando en presa el bien público y ^particular á la codicia y dinero quizá adquirido con »malas artes, valiendo por esto á los vulgares, para ser ^mayores en la república, el haber sido peores. Querían »vender los lugares del episcopado y abadengo; aunque aparecía necesario revalidar el breve del Sumo Pontífi- >ce, por ser el que dió al emperador personal. Exten- adíanle algunos alegando se había la concesión virtual- >mente hecho á la corona defensora de la Iglesia por >el rey D. Carlos, su natural señor y cabeza; y podía >el sucesor usar del mismo derecho sin limitación. Pe- adían servicio al Perú y á Méjico, y el obispo de Chia- apa que asistía en la corte, gran defensor de los indios »é indianos condenaba el vender los repartimientos, »como se proponía por de grandísimos inconvenientes y acontra la buena gobernación de aquellas provincias y aconciencia del rey, sustentando que era mejor tentar apor benevolencia el servicio y aprovechamiento.» Vén- se aquí indicados ya ciertos errores acerca del crédito y del género de obligaciones contraída por el Estado con sus acreedores, no del todo olvidados en nuestros días ni aun por naciones que van á la cabeza de la mo­derna cultura, como los Estados Unidos de América; vénse ya nacer los arbitristas como en todos los tiem­pos de gran penuria para las naciones; vése con insisten­cia propuesto el triste recurso de vender empleos y dig­nidades públicas, que antes y después se empleara en España y otras naciones de Europa, para proporcionar ingresos al Erario público; vése acudir á todos y á to­

 

das partes por recursos extremos, hasta á las Indias, que aun se estaban conquistando.

 

Pues todo cuanto Cabrera aquí dice sobre las nece­sidades de la época, lo confirma la correspondencia en gran parte inédita de Felipe II, que sobre esta materia se conserva en Simancas. En carta del principe rey dirigida á su hermana doña Juana desde Bruselas, con fecha 8 de Abril de 1556, le decía sobre la tregua de Vaucelles con Francia, lo siguiente: «Considerando el »extremo en que todo está, é para mirar é tratar de al- »gún remedio, por vía de medios ó negociaciones, é dar »orden en acortar todos los gastos que se pudiese, ve- »nimos en lo de la tregua como, se os ha avisado, y »se comienza á entender en estos Estados en ello, y en >cumplir las deudas porque no nos consuman los inte­reses tan grandes que corren; é porque los de allá no »son menores, si no se atajan, tomando algún término, »porque se gane tiempo en esto, que tanto nos importa, »os ruego afectuosamente mandéis á los del Consejo »de Hacienda que con el cuidado y diligencia, como yo »sé que ponen en todo, miren y platiquen desde luego »en los medios é forma que se podría tener, así por vía »de lo de las Indias como de arbitrios é industria del »mismo reino, que otras veces se hayan usado, ó de »otros que podría haber. Y cuando estas no bastasen »para lo que se debe, para lo que faltase, tratar con las »mismas partes que contentasen con que se les pagase »y consignase en honras, haciendas ó juros; presupo­niendo cuanto conviene, por una vía ó por otra, cum- »plir y rematar con otros cambios é atajar los intere- ' »ses, teniendo juntamente respeto d que el crédito se ^conserve, en cuanto ser pudiese, satisfaciendo á los

 

^mercaderes lo mejor que se pueda (1)». Al romper luego dicha tregua los franceses, y saberse que Su San­tidad no quería la paz, fueron, naturalmente, mayores las dificultades económicas. Pidió el rey un donativo al clero y á los principales personajes de la nobleza, que produjo algo, pero mucho menos de lo que se espera­ba. Estuvo, como era natural, el clero más reacio en aquella ocasión que en otra ninguna, porque aparte de su ordinaria resistencia á que se empleasen sus rentas en gastos políticos y militares, la guerra de entonces se dirigía contra el Papa principalmente. Hubo serias contestaciones con el arzobispo de Toledo, Martínez Silíceo, que no acabaron sino con su muerte, ocurrida en aquel tiempo; y también con el famoso D. Fernando de Valdés, aquel implacable inquisidor general que era al propio tiempo arzobispo de Sevilla, al cual obligaron las abiertas amenazas de D. Felipe, y aún de D. Car­los V desde Yuste, á hacer al fin algún préstamo ó do­nativo, que de todo tuvo menos de voluntario. Pero no fué esto aún lo más grave. En 2 de Febrero de 1557 escribió Felipe II á la princesa, que estaba resuelto á entrar aquel verano en Francia; y como era la primera cosa con que se hallaba en su reinado, echar el resto; por lo cual le ordenaba que se apoderase de cuanto hubiese traído la flota de Indias. «Lo que se ha hecho »en este caso en las tomas pasadas,» decía textual­mente, «es que se ha dado juro en pago de ellas. A los »que han querido ser pagados en las Indias, se les han »Iibrado allá y se les ha dado el juro en diferentes pre­icios. Y lo que últimamente se proveyó es que á los

 

fl) Archivo de Simancas.—Estado.—Legajo 5 11, folio 1 11.

 

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>pasajeros se les diese el juro á 16.000 el millar al qui­etar, ó sea al seis y un cuarto por ciento, y que goza­ren la renta de ello desde el día que les suspendiesen »de darles partidas; y que á los mercaderes seles diese >á 14.000 el millar, -ó bien á siete y un séptimo por aciento; y que llevasen de intereses á razón de 14 por »100 al año desde dicho día de la suspensión hasta que ^comenzasen á gozar de la renta del juro. Y los que aquisiesen ser librados en las Indias llevasen el dicho »interés hasta que allá fuesen pagados, y más cuatro >meses para traerlos, y allende de esto se les diese el aseguro de la traída, siete ú ocho por ciento. Y pues se ales toma la hacienda contra su voluntad y reciben tan- ato daño y perjuicio de ello, parece que el juro de los aparticulares se Ies debería dar al mismo precio que se ales da á los mercaderes (1).» De conformidad con estos regios acuerdos, se expidió orden rigurosa en l.° de Febrero de 1557, para que se entregase á Hernán Ló­pez del Campo, factor general del rey, todo el oro, pla­ta y dinero de mercaderes, pasajeros y difuntos, que la flota había traído. Pudieron los interesados con la com­plicidad, sin duda, de los ministros reales, salvar la mayor parte de sus tesoros; y así es que con grandísima cólera, no ya solo de Felipe II, sino también de Car­los V, se redujo la presa á 500 mil ducados, en lugar de los millones que se esperaban. Más feliz el Tesoro público en Septiembre del mismo año de 1557, pudo apoderarse de otra flota que conducía á España 400.000 ducados para él y un millón para particulares, indemni­zándoles de igual manera que para los precedentemen-

 

(1) Archivo de Simancas.—Legajo 514, folio 17.

 

te despojados se había dispuesto. Las Cortes de 1558 reclamaron en vano contra estas inicuas medidas, dic­tadas por una necesidad que ya se juzgaba única y su­prema, lo mismo que habían protestado con igual oca­sión, inútilmente, las de Valladolid en 1555. Felipe II, en carta fechada en Gante á 12 de Marzo del propio año, decía á la princesa, de su puño y letra, pidiéndola auxilios, lo siguiente: «Váme tanto en que el dinero >venga con grandísima brevedad, y la gente," que no »puedo dejar de encomendárselo á V. A. muchas veces; >y así le suplico que mande á todos los que entienden >en esto, que se den grandísima prisa á enviármelo; aporque si no viene muy pronto, yo prometo á V. A. »que quedaré de manera que no podré alzar la cabe- *za en toda mi vida, ni ir á esos reinos, pues sin >honra no quiero parecer en ellos (1).» Tan desespe­radamente veía ya, pues, las cosas de España, al comen­zar á reinar, Felipe II á causa del mal estado de la Ha­cienda, y no por sí solo, sino por lo que le decían los más experimentados ministros de su padre. El obispo Arras, luego cardenal Granvela, le escribía, por ejem­plo, en Abril de 1557, que veía todas las cosas tan á ca­bo <que estaba atónito, pensando en ello». Y de intento nos hemos parado tanto, extractando documentos, algu­nos hasta aquí desconocidos, para que se forme idea clara de cómo dejó Carlos V la Hacienda de España, y con qué trabajos se mantenía, por lo mismo, en sus mejores tiempos nuestra artificial grandeza. Todo el reinado de Felipe II fué luego un puro lamento y una continua penuria. Concíbese que aún haya espíritus

 

(1) Archivo de Simancas.—Legajo 514, folio 2 I,

 

superficiales que den poca importancia á las funestas complicaciones, que el desarreglo de la Hacienda trae á los pueblos, mirando la reputación que mantuvo y dejó una monarquía, tan aquejada ya de esta enfermedad, como la de Felipe II. Pero esta clase de padecimientos son los que no se borran nunca del todo de las nacio­nes. Todavía hoy experimenta dolores España, cuya raíz está en los descubiertos financieros que tuvimos tres siglos hace. En 1561, después de las paces con Roma, consiguió Felipe II que le concediese el Papa el subsidio llamado de galeras, y en 1567 la renta del excusado: todo bastante á despecho del clero español, que siempre dudaba que hubiese en la Santa Sede fa­cultades, para disponer así de sus peculiares bienes. Aumentóse la alcabala, por entonces, de 5 á 10 por 100; creóse el impuesto de exportación sobre las lanas, que iban á Flandes ó Italia; el llamado de los diezmos de puertos entre Castilla y Portugal; la renta de la pobla­ción de Granada: por último, el aborrecido servicio de millones en que iba envuelto el restablecimiento de la Sisa, que no pudo conseguir Carlos V, y fué ya conti­nuándose en los reinados sucesivos. Pidiéronse, demás de esto, donativos á toda la nación, con humildes tér­minos, ya que faltaba ocasión de obtenerlos por fuerza, siendo notables las gestiones para el de 1596 á 1597, por muchos comparadas á pedir limosna. Pero al exce­so constante de los gastos sobre los ingresos nada bas­ta, mientras no se ataja á costa de cualquier sacrificio, por rudo que sea; y el que España necesitaba entonces no era menos que abandonar su posición en el mundo, y la causa religiosa que á tanta costa sustentaba. Hubo, pues, que -hacer al fin un arreglo de la deuda en 1575;

 

ordenándose, por decreto del Consejo de Hacienda, que los convenios celebrados para adquirir fondos des­de 1560 hasta aquella fecha, se reformarían y «bajan- »do los intereses, se fenecerían las cuentas, y conforme. »á ellas se libraría la paga en vasallos y cosas, á aprecios tales que el rey saliese de deudas y agravio.» Cabrera, de quien son estas palabras, añade, que este decreto alborotó en Génova y Flandes á los hombres de negocios, qüe habían prestado dinero á España; y no les faltaba razón para ello, puesto que se les obligaba á cambiar sus valores fiduciarios con otros territoriales, á los precios que tuviera por conveniente fijar el fisco. Dedúcese del capítulo xxvi, libro xn, del propio Cabre­ra que la necesidad de acudir de nuevo al crédito hizo, cual suele suceder, imposible la ejecución de las más injustas de aquellas disposiciones; «volviendo» dice «arrepentido el rey á sus contratos ó asientos con los »extranjeros, y tomando ya medio general acerca del »decreto: de manera que fué él ó el Estado como »siempre, el decretado y damnificado, y los hacendistas »satisfechos mañosa y costosamente.» La transforma­ción de valores se llevó á cabo, no obstante, dándose á los acreedores, en cambio de los pagarés que poseían, lo que, por concesión del Papa, produjo la venta de bienes eclesiásticos del arzobispado de Toledo, y juros de la real Hacienda. Menos ejecución tuvo el proyecto, ya concebido por Felipe II, de pedir á los señores, títu­los y grandes «que dieran razón de la posesión de sus »mayorazgos y bienes,» proponiéndose incorporar al Estado todos los que sin títulos formales disfrutasen; porque fué, como era natural, tan vivo el descontento que produjo, que apenas pasó de intento. Justo es aña­

 

dir á lo dicho que, si Felipe II gastaba mucho en sus desmesuradas empresas políticas, y no poco en fábricas piadosas como la del Escorial, jamás ha habido monar­ca que en su persona gastase menos, reduciendo á diez mil ducados al mes, con extraordinario y todo, el pre­supuesto de su casa. No podía ocultarse á un hombre de tan altas dotes de gobierno lo que importaba á la nación el buen régimen de la Hacienda pública; y es de ver la amargura con que habló siempre", en su corres­pondencia, del mal estado en que la tenía. Tiempo hace, por ejemplo, que corre impresa una carta suya al secretario Garnica, en la cual se lamenta de la discon­formidad de consejos, pareceres y sistemas que para mejorar la Hacienda se le proponían de todas partes, sin que para nada aprovechase alguno de ellos: como que en realidad lo único que aprovechar podía era gastar menos. «Mirad» le decía entre otras cosas, «lo >que con razón lo sentiré, viéndome en cuarenta y ocho »años de edad, y con el príncipe de tres, dejándole la »Hacienda tan sin orden como hasta aquí; y demás de »esto qué vejez tendré, pues parece que ya la comienzo, »si paso de aquí adelante con no ver un día con lo que »tengo de vivir otro, ni saber con qué se ha de susten­tar lo que tanto es menester: ni sé como vivo con la »pena que me da, por las causas que aquí he dicho, y »por otras que hay para tenerla.» No con menor senti­miento sabían todo esto las Cortes de Castilla, que principalmente llevaba sobre sí las cargas públicas, puesto que, aparte de las provincias aún hoy exentas, la Corona de Aragón contribuía entonces con muy es­casos subsidios. En la proposición real, ó discurso de la Corona, de 1563, díjoles ya á aquellas Felipe II que las

 

rentas ordinarias estaban casi del todo vendidas y em­peñadas; y en el de las de 1566 que el patrimonio real estaba casi del todo exhausto y consumido: no cesando de hablar de igual manera en cuantas se celebraron hasta su muerte. Designados, entre tanto, los procura­dores por la temeridad de la suerte, como advirtió Mariana, fácilmente se corrompían con la esperanza á las dádivas; constando auténticamente además, por la correspondencia de Simancas, que, no bien acabadas, remitía cada uno su memorial al rey, de los cuales se formaba una relación, anotada por los ministros reales, en que se designaban los que debían ó no ser com­placidos, según que se hubiesen ó no prestado á dar ciegamente sus votos á la proposición real, imponiendo á sus comitentes nuevas cargas. Injusto fuera callar aquí que este sistema de favorecer en sus empeños á los diputados que votan los proyectos de los gobiernos, y, no á los que no, está lejos de ser peculiar de Feli­pe II ni de aquel tiempo, puesto que se le ha visto usar, con semejante motivo, por todos y en todas partes. Fuerza es añadir, de otro lado, que ni aún por eso dejaron de condenar con frecuencia aquellas Cortes el desarreglo económico del rey, así como la perjudicial política que lo ocasionaba. Las de 1566 le manifestaron ya que tenían mucho sentimiento en ver «que las fuer- izas del reino no podían corresponder á la necesidad, >obligación, voluntad y deseo, que tenían en servirlo:» las de 1570 á 71, reunidas primero en Córdoba, y en Madrid luego, pusieron graves dificultades á votar el servicio que les pedía; y en las de 1573 á 1574, tuvo que dar licencia á los procuradores para ir á consultar con los ayuntamientos de las ciudades que representa­

 

ban, su propuesta sobre el desempeño de la Hacienda,, no considerándose ellos con poderes bastantes para votarla: por lo cual se prorrogaron hasta 1575. No se cansaba Felipe II de acudir á las Cortes, porque, en medio de que los escritores políticos de su época llega­ban ya á sostener que no había verdadera propiedad individual, y que toda la del reino pertenecía esencial­mente al monarca, así como que la corona podía impo­ner los tributos necesarios, sin contar con los procura­dores, jamás él ó sus teólogos familiares admitieron semejante doctrina; y no llegó por eso mismo á conce­bir tampoco el propósito de concluir con aquellas resis­tencias á mano airada. Las Cortes, por su parte, acaba­ban por ceder siempre, bien que no sin dolorosas pro­testas: diciendo entre otras las de 1579, que faltaba ya hasta la esperanza del remedio, <por estar gastados los ^caudales de los tratantes, y del todo descompuesto y ^desbaratado el universal y particular comercio; y tan ^adelgazadas las granjerias de la tierra; y muy subidos >los precios de las cosas; y muy agotada la moneda.* Llegaron las cosas á punto que, para lograr que las de 1588 consintiesen en las propuestas reales, fué preciso recurrir á los prelados, á fin de que persuadieran á los cabildos municipales á que otorgaran á sus procuradores los ámplios poderes indispensables. Por último: las Cortes de 1592 declararon que no había, ni podía ha­ber duda, en que el reino estaba consumido y acaba­do del todo. Nada tiene, pues, de extraño, que en tiempos que inspiraban estas lastimeras frases, no solo destruyesen los tributos y el desorden de la Hacienda del Estado la riqueza pública, sino que decayera real­mente tanto la población, como atrás queda expuesto;

 

bajando, en breve plazo, de diez á ocho millones de al­mas. Fácil también ya era, según dijo D. Alejandro Llórente poco hace en un notable discurso, «divisar »desde aquellas cumbres sombríos horizontes y no leja- >janos abismos.» Y no podrá ya tacharse de exagerado tampoco, aunque sea caluroso, como de persona agra­viada, el resumen que por estas y otras causas, hizo del estado general, en que dejó á España Felipe II, el ilustre comentador de Tácito, Alamos Barrientos, con las siguientes palabras, ya en otra ocasión dadas á luz por el autor del presente trabajo: «Por las continuas enfermedades de aquel rey» decía, «ó por nuestros >pecados, ó por los secretos juicios de Dios, no ha sido >suficiente todo para que no se halle V. M. á la Iglesia >más cercada que nunca estuvo de herejes y enemigos >que la persiguen. Los reinos, no sólo no son seguros, >sino indefensos, infestados, invadidos; todo el mar >Océano y Mediterráneo, casi enseñoreado de los ene- >migos; la nación española rendida y amilanada, de descontenta y desfavorecida, siendo la que siempre se >tuvo por invencible, por ser con la que se han sujeta­do todas las otras, y ganado los reinos que se han >juntado con esta corona; la justicia postrada y perdi­da; el patrimonio real consumido; la reputación y cré­dito acabado, juntamente con las grandes cabezas del >Estado, guerra y paz, de que han abundado estos rei­nos, y han sido tan temidos por esto como por todo su >poder. De lo cual lo que ha resultado es: que halla >Vuestra Majestad universal desconsuelo y desconten­to en los grandes, medianos y menores, juntamente >con la desconfianza y otros semejantes efectos, que necesariamente resultan de ser este el verdadero esta-

 

»do en que queda, y está todo.» Inútil sería añadir una palabra, después de las de este político contemporáneo: uno de los mayores de su época, y que no hablaba así á cualquiera, sino al propio hijo de Felipe II.

 

Respecto al estado intelectual de España, á su fin po­lítico y religioso, y al sistema de represión comen­zado, cual hemos dicho, hacia esta época, para afirmar ó mantener la unidad de creencias religiosas, preciso también será decir algo más de lo que incidentalmente queda expuesto, por la especial importancia de la mate­ria. Siendo Felipe II el principal representante de aquel sistema, en ningún otro de los reinados de la casa de Austria podría ser el punto más oportunamente tratado. Es indudable, ante todo, que, así como reinando Felipe II cobró la represión religiosa mucho mayores proporcio­nes que hasta allí hubiese conocido España, á pesar de venir de muy de lejos en ella la intolerancia, también lle­garon, cual ya se ha dicho, en aquel tiempo, la lengua y la literatura española al más alto grado de su esplendor. Conviene explicar al paso esta contradicción aparente, esclareciendo hasta donde sea posible hechos, que con razón deben contarse por los de más transcendencia de nuestra historia. Queda ya expuesto que el principal instrumento de la represión, por medio de la cual se logró mantener la unidad religiosa fué, y nadie lo igno­ra, la Inquisición española. Derivados los tribunales es­peciales de la fe, distintos de los de los obispos ordina­rios, del célebre Concilio de Tolosa de 1229, y encarga­dos bien pronto á los frailes dominicos, que se distin­guían ya por su celo contra los herejes, fundáronse en Alemania, en Italia y Aragón, antes que en Castilla. Poco habían dado que decir de si tales tribunales, no

 

habiendo intervenido aún en esta última, en ninguna gran causa colectiva ó social, cuando, estimulados por los clamores de la mayor parte de sus súbditos, que aborrecían á los judíos, y temían su influjo creciente, solicitaron los Reyes Católicos bula del Papa para la creación de un tribunal especial de Inquisición, nombra­do por la Corona; que atendiese á la conservación y defensa del cristianismo en sus Estados. Obtúvose y comenzó á proceder en Sevilla hacia 1481, según pare­ce, contra los que, aparentando que eran cristianos, prac­ticaban la doctrina judaica, esta nueva Inquisición, ó Inquisición española: distinta de la eclesiástica, hasta allí conocida, tanto por su origen real, como por sus fines, que fueron siempre no menos sociales ó políticos, que religiosos. Hízose este tribunal más especial por los antecedentes motivos, que no por sus procedimien­tos ó su rigor, que fueron, á poco más ó menos, los ordi­narios del siglo en que se fundara y del siguiente. Como instrumento de unidad religiosa fué primero empleado contra los cristianos judaizantes, luego contra los judíos declarados y residentes á pesar de la expulsión, y algo también después contra los mahometanos ó moriscos: aunque estos, recordándose sin duda las capitulacio­nes, mediante las cuales sucumbieron, fuesen tratados siempre con bastante indulgencia. Ni dejó de entender la Inquisición también en casos de mera herejía, ó sos­pecha de tal, durante los reinados que precedieron al de Felipe II; y aún los Reyes Católicos dieron ya sobre los libros impresos una pragmática, bastante represiva, para impedir que por causa de ellos penetrasen en España ciertas doctrinas extrañas. Mas nada de esto ni de lo que se vió en tiempo de Felipe el Hermoso ó Carlos V,

 

puede compararse con lo acontecido desde 1557 en ade­lante. Célebres son las ordenanzas de Madrid de 12 de Septiembre de 1561, por las cuales se rigieron princi­palmente los tribunales del Santo Oficio en sus proce­dimientos contra las personas; pero más digna de cele­bridad es todavía la pragmática contra los libros de 1558, ya citada en este libro, y que tanta parte tuvo, á no dudarlo, en la decadencia intelectual de España. Desde este tiempo hacia adelante, fué ya la Inquisición un tribunal más político que religioso, formado y ardien­temente protegido por la Corona, que cuidaba con mu­cho empeño de que se le conservase su carácter regio y nacional, y no fueran sus procesos en apelación á Roma. Hacíasele entender en negocios puramente de Estado por la confianza especial que inspiraba, tomando motivo para ello del enlace constante que á la sazón tenían las cuestiones religiosas y políticas; y por su medio se pro­curaba asimismo impedir que la discordia, que ^on pre­textos religiosos, tanto había dado que hacer á Car­los V en Alemania, ó á Felipe II en Flandes, se comu­nicara á España. Que esta última fuese muy principal razón, aunque no seguramente la única, de la crueldad con que el poder civil, aún más que el religioso, se opu­so á la introducción del protestantismo en la Península, lo manifiesta una carta de Carlos V á la princesa gober­nadora Doña Juana, desde Yuste, en la cual le dijo: «que >él había visto, por experiencia, en Alemania y Flan- »des, que no podía haber prosperidad ni reposo, donde >no había unidad de doctrina;» de donde tomaba pie para encargarla que acabase á toda costa con los here­jes. Y este fué siempre, en lo sucesivo, el principio ca­pital de la política interior de España. «Puede decirse,»

 

escribía, pues, con acierto el embajador veneciano Agustín Nani, <que el jefe de la Inquisición es aquí el »rey, que nombra á los inquisidores y sus ministros, y >los emplea en enfrenar á sus súbditos, castigándolos »con el secreto, y la severidad con que en aquel tribu- »nal se procede, cuando no basta la autoridad ordinaria »secular, aunque suprema, del Consejo real; por mane­ara que la Inquisición, y el Consejo se dan la mano, y recíprocamente se ayudan para servir al rey en las »materias de Estado.» Lo exacto de este juicio, plenísi- mamente confirmado está en el caso de Antonio Pérez. Tocante á los libros, tenemos además á la vista varios documentos inéditos de Simancas, por donde se prueba que la idea de prohibir y castigar su introducción cruel­mente, antes partió, que del Santo Oficio, de Felipe II. En 4 de Marzo de 1558 mandó este príncipe á los in­quisidores, desde Flandes, que vigilasen mucho la in­troducción de los libros heréticos, reprimiendo con seve­ridad cualquier abuso que en esto se observase; y con fecha 12 de Mayo, le respondió el Consejo de la gene­ral Inquisición, que <en el recoger los libros prohibidos »y que no se trajesen á estos reinos otros sospechosos »y heréticos, se había tenido y tenía el cuidado que >Su Majestad mandaba, y se había escrito á los inqui­sidores que cada uno en su distrito hiciese publicar >editos con grandes censuras para que nadie los tuvie- >ra, ni ningún confesor pudiese absorver á las perso­gas que los tuvieran y no los diesen; por ser tanta la >desvergüenza y osadía de los herejes que no bastaba »el cuidado, según mostraban los muchos libros de esta >clase que cada día parecían:» proponiéndose, en suma, «hacer todo lo posible por evitarlo y castigar con todo

 

»rigorá los delincuentes.» No contento el monarca con tal recomendación, escribió otra carta, á 5 de Junio del propio año, al Consejo de la Inquisición añadiendo, que por lo que importaba atajar y remediar la invasión del luteranismo en España, con mucho fundamento y bre­vedad escribía á la serenísima princesa, su hermana, go­bernadora del reino, que les encargase «tener las ma- »nos en ello y hacer lo que solían y de ellos confiaba >para extirparlo, de manera que no pasase adelante, »avisándole, particularmente de lo que se hiciere en lo »de los frailes que huyeron de Sevilla»; los cuales eran doce jerónimos de San Isidro del Campo, fugitivos para evitar la persecución que tenían por sus doctrinas pro­testantes. Secundando y no más la Inquisición el celo del rey, contestó á esta carta en 26 de Octubre de 1558, y decía, que con consulta de la serenísima princesa, ya «se habían nombrado inquisidores y comisarios, que re­midiesen en las fronteras y puertos, donde aportaban »los libros sospechosos, para que se remediase el daño »que de traerlos resultaba.» Añadía después que, en lo tocante á los presos, «se entendía con todo cuidado para y>que S. M. fuera servido, y su real y santa intención »se ejecutara, habiendo ya mandado escribir la princesa »gobernadora á todos los prelados, grandes y justicias »y otras personas del reino, para que tuviesen gran cqi- »dado, así en lo de los libros como en lo demás, y de »todo diesen aviso á los inquisidores.» La represión del luteranismo no era, á todo esto, como decía la mis­ma Inquisición, ya muy fácil; porque algunos de los más doctos eclesiásticos que siguieron al emperador á Alemania, desde 1546 á 1552, lejos de convencer con sus predicaciones á los protestantes, habían sido impul­

 

sados por su ejemplo, ó por las exigencias de la con­troversia misma, á examinar detenidamente los textos sagrados; y de este examen lengüístico y dogmático quedaron bastantes de ellos, no menos llenos de error que sus contradictores. Constantino Ponce de la Fuen­te y Agustín Cazalla, dos de los primeros teólogos de Carlos V, se inficionaron por tal manera en las doctrinas protestantes, que otros hombres de mérito, como Juan de Valdés, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, siguieron su ejemplo, que no tardó en imitar mucha gente y aún frailes y personas nobles. Eran, como se ve, bastante importantes y numerosos los autores ó cómplices de la herejía, para haber burlado al rey y á la Inquisición, por mucho tiempo, de no apelarse, cual se apeló, á medidas extremas. La pragmática contra los libros, de 7 de Diciembre de 1558, ya más de una vez citada, lo fué tanto, que prohibió á los libreros y á toda clase de personas, bajo pena de muerte, y perdimiento de todos sus bienes, tener, vender, introducir, ni traer del extranjero ningún libro, ni obra impresa, ni por im­primir, de las vedadas por el Santo Oficio; sometiendo además, á la aprobación y licencia del Consejo real, cuantos libros hubieran de publicarse en España. Y no bastando todavía esto, en 21 de Agosto de 1572 se mandaron visitar en un mismo día y hora por toda Es­paña, cuantas librerías hubiese, sellándolas, apoderán­dose de todos los libros, y reconociendo los que estu­vieran prohibidos, para aplicar de una vez aquella rigo­rosa pragmática á cuantas personas hubiesen contrave­nido á sus disposiciones. Ni hay que maravillarse mu­cho de esas órdenes draconianas, cuando sabemos que Francisco I llegó á decretar en Francia, á 12 de Enero

 

de 1535, la abolición del arte de la imprenta; y que en Inglaterra ó Alemania, la publicación de libros contra­rios al monarca ó á la religión reinantes, solían ser á la sazón perseguidos, tanto ó más que en España, bien que no tan constante y sistemáticamente, gracias á la organización sólida y hábil del Santo Oficio. Pero si aquí realizaron Carlos V ó Felipe II la persecución de los herejes y la organización de tribunales á propósito para exterminarlos, con mayor calor que otros monar­cas, fué porque, aparte de las consideraciones políticas y de utilidad inmediata, que quedan expuestas, había que contar con el sincero fanatismo religioso de ambos y con su decidido empeño de acabar con el protestan­tismo en todo el mundo, para lo cual era lo primero no dejarle echar raices en la Península. Ni es posible du­dar tampoco, que este sistema político-religioso de que la Inquisición fué instrumento, contase en su apoyo con la opinón general del pueblo español, de todo punto favorable á la intolerancia religiosa en aquel siglo y el siguiente. Hombres eminentes no vacilaban en prestar su elocuencia á los autos de fe, como Melchor Cano hizo en el de Valladolid contra Cazalla y sus secuaces. La corte de Roma, bastante favorable á la Inquisición en tiempo de Paulo IV, parecía ya tibia con respecto á ella, en los días de su sucesor, el célebre jurista y di­plomático Francisco de Vargas, no obstante ser él tan poco respetuoso con la Santa Sede, así como á los más realistas de los Ministros de la época. Fué, á no dudarlo, aprobada por el intolerante y feroz fanatismo de la multitud, nunca amiga de la templanza, antes afi­cionada siempre á los extremos de rigor, en cualquier sentido en que se ejerza, la presencia de Felipe II, en

 

el auto de 8 de Octubre 1559 en Valladolid; y admirado su piadoso juramento de prestar su espada á la Inqui­sición para que defendiese la fe. Y no honraron por eso mismo, únicamente, Felipe II ó sus sucesores aque­llos juicios terribles, sino que, desde el principio, los grandes y títulos y la generalidad de los españoles los tomaron á fiesta, engalanándose bien pronto, cuantos pudieron, con el título de familiares del Santo Oficio. Algo haría fingir el temor, no lo dudamos; pero la Es­paña de entonces ha dejado en la lengua señales inde­lebles del íntimo espíritu que la animara, dando á la palabra hereje la acepción de mal intencionado y per­verso, y haciendo equivalente la frase cara de hereje, de cara fea ó propia de hombre desalmado. Debiéronse hacer á la par tan sospechosos los sabios al vulgo, que llegó á ser frase corriente, y aplicable á cualquier hom­bre estudioso la de está en peligro de ser luterano. No entró nunca seguramente en el ánimo de Felipe II perseguir el saber, ni reducir á la ignorancia á sus súbditos: bastara la protección eficacísima que dispensó á Arias de Montano, en la publicación de su Biblia po­líglota, para demostrar que, aun siendo los estudios escriturarios y lingüísticos los más peligrosos enton­ces, juzgábalos buenos é indispensables. El mal esen­cialmente estaba en el sistema de protección y repre­sión por él tan enérgicamente adoptado. No quería más, sin duda alguna, que mantener la unidad de doctrina en la ciencia de las ciencias, que es la de Dios; no defendía aquella doctrina, en su unidad, sino porque con toda sinceridad la tenía como única cierta: no pre­tendía otra cosa, con sus inquisidores, que amparar el saber verdadero, y castigar el falso; pero en este dis-

 

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cernimiento, para todo gobierno y todo tribunal impo­sible, lo que aconteció á la larga fué, que toda especie de saber sucumbió.

 

Los frutos, sin embargo, del sistema no se recogieron todos inmediatamente. A pesar de los bien conocidos contratiempos de Fray Luis de León y otros, la lengua castellana y la literatura, propiamente dicha, alcanzaron su siglo de oro, cual se ha dicho con repetición, en el reinado de Felipe II, así como en los primeros años del siguiente, prolongándose, según veremos luego, hasta más de la mitad del de su nieto, el esplendor déla poe­sía dramática. El adelanto natural, y hasta allí no inte­rrumpido de la lengua, de una parte; de otra los con­tinuos viajes, y la gran comunicación en que estuvieron los españoles con las escuelas y los grandes hombres de toda Europa, durante los reinados de Carlos V y Felipe II, deben contarse como causas principales del gran progreso literario de que hablamos, y de que, á pesar de las trabas interiores, puestas ya á los buenos estudios, no se sintiera con rapidez la decadencia. De advertir es también que, en ciertos géneros literarios, la Inquisición se limitó, por lo común, á expurgar de obscenidades ó irreverencias los libros, como hizo con la Propaladla de Torres Naharro; procediendo hasta en esto mismo con mucha más parsimonia y descuido, que en la persecución de doctrinas y proposiciones he­réticas, ó que tenía por peligrosas. Por eso mismo, la crítica y las ciencias naturales, que indispensablemente necesitan de alguna libertad para el examen, fueron las solas que quedaron aquí ahogadas en su cuna, sin poder aprovechar el movimiento general de progreso iniciado en ellas por aquel tiempo. Florecieron extraor­

 

dinariamente, en cambio, las ciencias morales en los días de Felipe II, la teología, lo mismo que la jurispru­dencia, y que la política, bien que informadas todas por la filosofía escolástica. Y es grande, ciertamente, la gloria que deben dar á España los escritores de estas materias, por más que no basten á compensarla, de lo que en otras, primero, y luego en estas mismas per­diera, con la perseverante y nimia intolerancia que paulatinamente fué desarrollando el Santo Oficio.

 

Pero es sobre todo notable y digna de atención la importancia que llegó á alcanzar por entonces el dere­cho público, en lo tocante al origen de las sociedades humanas, al principio y formación del poder público, á los derechos y deberes de los gobiernos para con los gobernados, á la índole y distinción de las dos grandes potestades de la época, la regia y la pontificia. Tenía aquella sociedad española un doble ideal social: la uni­dad del poder y la unidad de la doctrina religiosa. La alianza ó la discordia de estos dos ideales, y las rela­ciones continuas de las potestades que los representa­ban, obligaba, como nunca, á estudiarlos. Y así se vió que descaecían rápidamente las grandes instituciones históricas de la Edad Media, que, como las Cortes y los Concejos, las clases y los fueros, ó los Concilios nacionales y los Cabildos, representaban la instintiva necesidad de los individuos, de limitar de algún modo los poderes supremos, fatalmente inclinados á la absor­ción, sea cualquiera la forma en que estén organizados; y en los propios momentos se desenvolvía activamente una escuela político-religiosa, libre y profunda, aunque fundada en un estudio incompleto del individuo y de la sociedad. Para comprender bien el espíritu de estos

 

tiempos, hay precisamente que advertir que de tal es­cuela se derivaron dos teorías fundamentales: la una, apoyada en las pasadas sumisiones del imperio de Occidente, que sujetaba los monarcas temporales á la suprema dirección política del jefe de la Iglesia católi­ca; la otra, derivada de. las primitivas tradiciones, que pretendía que los soberanos católicos, y sobre todo los emperadores de Alemania, debían ejercer, á la par con los Pontífices, el gobierno externo de la Iglesia, como sus naturales protectores. Lo mismo los príncipes cató­licos que los protestantes, sostenían, en virtud de esta última teoría, que su potestad era de derecho divino, ni más ni menos que la que ejercía la Iglesia, y que ni en lo divino ni en lo humano podían desobedecerlos sus súbditos, para quienes su voluntad, conforme ordena­ban las antiguas leyes romanas, debía ser ley. Hefele, escritor alemán, en su libro acerca del cardenal Cisne- ros, refiere, por ejemplo, que, después de haber aban­donado la religión católica los habitantes del Palatina- do, pasaron, en 1563, del luteranismo al calvinismo, por un decreto del elector Federico III; y habiéndose con­vertido el sucesor de éste, Luis, al luteranismo de nue­vo en 1576, obligó por la fuerza á sus súbditos á abju­rar el calvinismo, que les había impuesto su padre. No eran pasados apenas siete años, cuando el tutor de Fe­derico IV, Juan Casimiro, impuso de nuevo el calvinis­mo al Electorado. La misma paz religiosa, de 1555, ce­lebrada en tiempo de Carlos V, dejó á los príncipes alemanes el derecho de dar á escoger á sus súbditos en­tre abrazar las creencias religiosas que ellos para sí adoptasen, ó emigrar, no sin satisfacer antes al Tesoro soberano buenas multas. Esto pasaba aún en Alemania

 

durante el reinado de Felipe II; y lo que ya había acon­tecido en Inglaterra, reinando Enrique VIII, ó aconte­ció, en contrapuestos sentidos, bajo el cetro de María ó de Isabel, no hay que recordarlo, por sobrado sabido. Ni la conducta de España con los judíos y los moriscos estuvo guiada por otro que por este mismo principio; el cual, sin embargo, castigaba la Inquisición, y conde­naban los doctores católicos, en sí mismo y en abso­luto, á fin de que no pudiera, con razón, aplicarse á los verdaderos fieles. Pero en el ínterin, la conquista de Navarra,, hecha durante la niñez de Carlos V, se justifi­caba únicamente con una bula del Papa, de una parte; y de otra, el alto derecho de protección de que se juz­gaban investidos los emperadores de Alemania, y aun los reyes, daba aliento á Carlos V para asistir como juez á la famosa disputa teológica de Worms, exigir • imperiosamente la celebración del Concilio de Trento, y publicar uno y otro Interim de conciliación, entre el Catolicismo y la Reforma. Marchaban así de frente y en contradicción las dos teorías expuestas: la de la su­perioridad temporal del Papa sobre los soberanos y la de la participación de éstos, por derecho propio, en el gobierno de la Iglesia. Felipe II, por ejemplo, que juz­gaba con potestad al Papa para quitarle el reino á Isa­bel de Inglaterra, por herética, asimismo se creía en el deber de tomar eficacísima parte en las declaracio­nes dogmáticas de Trento. Y todos los monarcas de aquella dinastía se creyeron igualmente obligados á intervenir en la elección de los Papas, pensando que á ellos también les tocaba procurar, por todo género de influencias, y hasta por dádivas, con tal que no pacta­sen obligación expresa de votar, que ocuparan la silla

 

de San Pedro personas determinadas. No puede, cier­tamente, negarse que en todo ésto, además del interés espiritual, tratasen á las veces los reyes de favorecer sus conveniencias políticas, ni que, en especial los de España, dejaran de tener muy en cuenta, en todo lo de Roma, las de los grandes Estados que poseían en Italia. En todos los sistemas políticos, y por sinceramente que los profesen los hombres, se abre paso el interés personal con frecuencia, y aun en ocasiones, sin ad­vertirlo, aquellos mismos que confunden su provecho con los principios que sustentan. Lo que no puede du­darse es que Felipe 11 fuese sinceramente católico y hasta fanático católico; y, con todo eso, es indudable que no creía faltar á los deberes de tal, constituyéndo­se en una especie de curador oficioso y constante de la Iglesia, desobedeciendo cuantas bulas y breves del Papa contrariaban sus miras, cuai se ha visto, y hasta ordenando una vez á todos sus súbditos católicos, con más ó menos motivo, que no es del caso apreciar aho­ra, salir de Roma, ciudad común, y capital constante de los católicos, ó que sólo cuando gratis les concedie­sen en Roma gracias espirituales, recibiesen las que únicamente puede otorgar el vicario de Cristo. Tan sólo la confusión del derecho temporal y espiritual, que acabamos de explicar, hacía prácticas contradicciones semejantes. Los doctores españoles juristas y teólogos, desde Palacios Rubios en adelante, examinaron honda­mente las gravísimas cuestiones de principio que ofre­cía la conjunción, en una época dada, de aquellos dos distintos ideales: el monárquico ó civil, y el pontificio ó eclesiástico, procurando determinar los límites de am­bas potestades, y concertar las opuestas teorías que

 

mantenían entre ellas perenne la discordia. Hiriéronlo, en verdad, desde puntos de vista muy diferentes, como que al antecitado autor le fué encomendada la justifica­ción de la conquista de Navarra, hecha mediante una bula de exoneración expedida’por el Papa; mientras que á Melchor Cano, por ejemplo, lo que se le sometió fué la cuestión de saber hasta qué punto el rey temporal podía corregir los desmanes de los Pontífices con las armas. Difícil era sobre tales y tan opuestos preceden­tes fundar una verdadera y única doctrina; pero al cabo, durante el Siglo de Oro de nuestra literatura, predomi­nó en España la de la escuela político-religiosa ya mencionada, cuyos principales representantes fueron ciertamente el sabio Francisco Vitoria, maestro de Mel­chor Cano, el insigne dominico Domingo de Soto y el jesuíta Francisco Suárez, llamado el doctor eximio. Todos estos autores sostuvieron la recíproca y armó­nica independencia de las dos potestades, espiritual y temporal; el origen divino del pontificado en la institu­ción y en la persona; el origen también divino y provi­dencial de las sociedades humanas, y el de la primaria constitución del poder; mas no el de las dinastías ó los reyes, reconociendo, á la par de esto último, la libertad natural de los hombres, no sólo para seguir la religión verdadera, sino para escoger la forma de gobierno por que han de regirse, y las personas que deben dirigirlos. Y excitados por el calor de la controversia, ó por la tiranía de los protestantes contra la conciencia de los católicos, los jesuítas, nacidos de lo más íntimo del es­píritu español de entonces, y á pesar de la viva oposi­ción que hallaron, muy influyentes ya, desde Felipe II en adelante, no solamente comenzaron á enseñar el

 

principio de la soberanía nacional, sino aun la teoría de la insurrección legítima, llegando hasta á excusar el regicidio en ciertos casos. Surgió así un liberalismo exagerado, y á deshora de la lucha misma de la potes­tad regia y pontificia, y del doble ideal de la época. Mas no puede negarse que fuese aquélla, con sus más ó menos claras inconsecuencias, sus exageraciones y todo, una grande escuela científica. Ella echó con Al­fonso de Castro los cimientos de la ciencia del derecho penal, y la del derecho de gentes con Francisco Vitoria y Baltasar de Ayala. Ella dió de sí innumerables trata­dos de derecho político, entre los cuales se cuentan mu­chos dignísimos de estima aún hoy en día, conforme ha demostrado en otra ocasión el autor de este traba­jo. Ella será, cuando profundamente llegue á estudiar­se y conocerse del todo, el timbre mayor quizá del rei­nado de Felipe II, y uno de los mejores, si no el más celebrado fruto, del talento español hasta ahora. La circunstancia de escribirse los más profundos de es­tos libros en latín comúnmente, el género de per­sonas que los escribían y los propósitos inmediatos á que los dedicaban, hicieron que dejase la Inquisi­ción suelta la rienda al atrevido espíritu filosófico de los autores, por mucho espacio de tiempo más que al de los que componían las obras en romance, y al al­cance, por consiguiente, de la multitud, ó al de los que tomaban por norte asuntos menos protegidos de uno ú otro de los grandes intereses dominantes en la época. Tal era en tanto el liberalismo doctrinal de la de Fe­lipe 1! todavía, que la Inquisición no permitió una vez, según refiere Antonio Pérez, antes bien, castigó como escandalosa, la proposición de que los reyes eran due­

 

ños absolutos de las vidas y haciendas de sus vasallos. Ni un solo autor creía, por otra parte, en España, don­de tan violentamente estaba estableciéndose la unidad de doctrina, que el rey tuviera jurisdicción sobre la conciencia. Y es que la lógica impera rara vez por completo entre los hombres. La Inquisición misma, que por su parte la tenía inexorable, no podía realizar, ni quizá concebir toda su obra de un golpe. Mucho más claramente que en el siglo xvi sería, pues, en el xvn, cuando se tocaran las consecuencias todas del riguroso sistema de prolección, iniciado por Carlos V y Feli­pe II en España. Hasta entonces no sólo en las buenas letras, sino en las ciencias morales, y en especial en la Teología, como tan altamente demostraron nuestros es- * critores de la grande época del Concilio de Trento, resplandeció el talento español con brillo inmortal. Pero si la forma de gobierno, la política exterior, el estado del ejército, de la marina, de la propiedad, de la industria, del comercio, de la Hacienda pública, todo lo demás que hasta aquí hemos expuesto, en fin, daban ya á entender bastantemente la no lejana ruina del po­der y la grandeza española, nada contribuyó tanto, sin embargo, á extremar nuestra decadencia y hacerla du­radera, como la final dirección tomada desde el si­glo xvi hacia adelante, por el espíritu nacional, y so­meramente señalada en los precedentes párrafos. Por sí mismo resultará esto demostrado en lo que sigue.

 

VI

 

NO ES LA PRIMERA VEZ que escribe el autor de este bosquejo acerca de los tres úl­timos reinados de la casa de Austria. Al to­car de nuevo el asunto, quince años después de dada á luz su imperfecta y breve Historia de la decaden­cia de España, son no pocos los errores ó juicios te­merarios que le obligan á deshacer mayores y más de­tenidas investigaciones; y por más que no deba éste ser un trabajo completo, ni mucho menos, con gusto aprovecha la ocasión que se le presenta de describir con exactitud el carácter y circunstancias de los prin­cipales personajes españoles del siglo xvn. Obró el autor de buena fe siempre, siguiendo las versiones más generalmente recibidas; pero no por eso se juzga dis­pensado de volver hoy por los fueros de la verdad y la justicia. Propónese, en cambio, utilizar en este ar­ticulo cuanto convenga de aquella obra, para dar bien á conocer los monarcas en cuyo tiempo se realizó nues­tra decadencia. Desde el apogeo en que España y la casa de Austria aparecían aún durante el reinado de Felipe II, irémoslas viendo descender lentamente al principio, rapidísimamente después, á la mayor impo­tencia política en el reinado de Carlos II, tarea menos grata, pero quizá más útil, que la fastuosa descripción de nuestra nunca bien cimentada grandeza.

Nació Felipe III en Madrid, á 14 de Abril de 1578, de la cuarta mujer de Felipe II, doña Ana de Austria. Su educación dejó mucho que desear, porque, según decía ya en 1598 Agustín Nani, túvole siempre su padre sin­gularmente sujeto, por manera que se hizo humilde y obedientísimo. «Tiene», le decían por lo mismo á su padre sus maestros y servidores, «todas las partes de »príncipe cristiano: es muy religioso, devoto y hones­to; vicio ninguno no se sabe»; pero ninguna otra cosa acertaban á alabarle en su adolescencia. Acaso el ejem­plo de Carlos, aumentando en Felipe II los recelos pro­pios de su carácter, le movieron á dar al nuevo prínci­pe educación semejante. Quiso, sin embargo, que antes de morir él comenzara á tomar parte en las deliberacio­nes y prácticas políticas, para irle instruyendo en ellas; y hasta mandó que presidiese dos veces por semana una especie de Junta de Estado, para que oyera lo que se trataba y se lo relatase luego. Pero no parece que el príncipe, ó bien por los defectos de su primera educa­ción, ó bien por su naturaleza negligente, prestara atención á esto ni hiciese esperar nunca notables pro­gresos á su padre, puesto que se lamentaba éste ya de la incapacidad de su hijo con el archiduque Alberto, su yerno, que era al propio tiempo su confidente y amigo, cuando aquél estuvo en Madrid á solicitar la mano de la infanta. Suponíasele, con todo eso, al morir Felipe II, contrario al sistema de gobierno por aquél seguido; y no faltaba quien temiese también que resultara más co­

 

lérico que aquél, y más vivo, atrevido y armígero; pre­tendiendo que las malas voces que corrían sobre su ca­pacidad y carácter nacían del padre, para excusarse de no haberle dado parte en el gobierno, como había con él hecho, aun antes de su abdicación, Carlos V. Nani, que oyó todo esto;suspendió directamente su juicio, hasta que los acontecimientos se encargaron de demostrar que era la expuesta una de tantas imaginadas habilida- dades como imputaban sus contemporáneos á Felipe II. fuera de las que por obra realmente ponía él. Tenía Fe­lipe III, cuando heredó, poco más de veinte años, y ha­bía sido jurado como príncipe heredero de Portugal en Lisboa, en 1583; de Castilla y León, en 1584; de Ara­gón, Cataluña y Valencia, en 1585, y en 1586 de Na­varra. Al morir su padre estaba ya ajustado su matri­monio con doña Margarita, hija del archiduque de Aus­tria D. Carlos, y el casamiento se verificó, por pode­res, en Ferrara, echando á la desposada la bendición el Papa mismo, el 13 de Noviembre de 1598. No llegó á juntarse la nueva reina con su marido hasta el 18 de Abril del año siguiente, en la ciudad de Valencia. Contá­base que, habiéndose mostrado á Felipe III los retratos de tres princesas para que escogiese mujer, no había querido tener en esto opinión siquiera, dejando la elec­ción á su padre; y bien pudo ser esto cierto, según los da­tos que Francisco Soranzo, sucesor de Nani, en la emba­jada de España recogió de sus primeros años, y la des­cripción que hizo de su temperamento y carácter.

Ofreció el nuevo rey, según dicen, hasta los siete años, poquísimas esperanzas de vida, porque pade­cía de una grave enfermedad en la piel, atribuida á las pésimas calidades de su nodriza, Al reinar se hallaba en muy buena salud, no obstante, aunque no sin reli­quias de la enfermedad antigua, pareciendo de buena complexión, ágil y bien formado; y, si bien su mirada era un tanto melancólica, solía convertirla, al saludar ó hablar, en amable. Decíase de él por Madrid, y oyó So- ranzo, que en tiempo de su padre no tenía otro recreo que salir algunas veces á caza; mas no se atrevía á matar las fieras, sin que aquél le otorgase primero su permiso. A tal punto llevaba el respeto de que ya habló Nani. Soportaba, además, muchas cosas que le des­agradaban, viviendo contento en la quietud y el retiro, y hasta se refería que los ministros de su padre le tra­taban con poca consideración, sin que él perdiera por eso su calma. Cuantas dudas pudo haber, mientras vi­vió el padre, sobre si era esto modestia ó flaqueza, se disiparon pronto. Soranzo consigna que continuó vi­viendo de rey como de príncipe, y en los propios hu­mildes términos. Frecuentaba los oficios divinos; pro­curaba, con la bondad de sus acciones, hacerse más perfecto cada día, con la inocencia de sus costumbres servir de ejemplo á los demás, con la justicia tener quie­to y contento á su pueblo, con los honores y las gra­cias satisfacer á los grandes señores; dando bien á en­tender, desde el principio, que gobernaría siempre más todas las Relaciones de España. Aunque publicados estos volú­menes en 1862, no sabemos de ningún historiador que hasta el presente haya hecho uso de ellos para ilustrar el siglo xvn.

 

como verdadero cristiano, que como puro político, que por su propia voluntad á nadie haría injuria y que no emprendería guerras inicuas contra príncipes cristianos. Con todo esto, dice Soranzo, había que tener cuida­do en no ofenderle, porque, á pesar de su bondad, te­nía también algunos puntos de rencoroso; como su pa­dre, era bastante susceptible, y no parecía fácil acomo­dar con él amistades rotas. Aquel apacible y débil nieto de Carlos V tenía en sí también algo, aunque muy es­condido, del brillante valor de su abuelo; porque, según Soranzo cuenta, cierta noche que lo despertó el ruido de los pasos de un alabardero que, por casualidad, ha­bía llegado hasta su cuarto, lejos de llamar á la servi­dumbre que tenía inmediata, saltó súbitamente del le­cho, y puso mano á la espada para defenderse por sí mismo, cosa que hizo* hablar mucho en la corte. Pero lo que predominaba en la mente y el carácter de Feli­pe 111 era la piedad religiosa, y ella acabó por regir, más ó menos discretamente, su vida entera. No era tampoco diferente en esto de Carlos V ni de Felipe II; pero como tenía mucho menos entendimiento, lo que fué en aquéllos grande y produjo importantísimas con­secuencias en el mundo, era en él pequeño, y paró en escrúpulos ó supersticiones. Manifestó ya desde los primeros años el más profundo respeto á su confesor, fray Gaspar de Córdoba, hombre, al decir de Soranzo, de talento sumo y de ideas purísimas, al cual procuraba imitar en todo, ni más ni menos que si él fuese también fraile, no tan sólo en la conducta, sino hasta en las ma­neras. No todos los que guiaron la conciencia de Feli­pe 111 fueron tan apreciables cual Córdoba, ciertamente. Por lo mismo que este rey era, dice su historiador iné­

 

dito, Bernabé de Vivanco, «muy dado á oración, fué unas salteado de religiosos^. Dura frase, en verdad; pero originada de que no solamente sus confesores, como Córdoba, el maestro Xavierre y el padre Luis de Aliaga, tuvieron principal parte en su gobierno, sino de que, á lo que Vivanco dice, al verse en su tiempo «un »hombre con hábito de sayal de jerga, ya le parecía »que era digno de gobernar y no otro»; añadiendo que «los tales, á la primera plática de Dios, luego ha- »cian de los privados ó ministros y los rebajaban». Señala Vivanco, entre los más osados, á fray Juan de Santa María, autor de la República y Policía cristia­na, libro político de no escasa importancia para enton­ces; al Padre Florencia, de la Compañía de Jesús, y has­ta á la priora de la Encarnación. Nunca, ni Carlos V, ni Felipe ¡I habían dado semejante entrada á las perso­nas eclesiásticas en sus Consejos. Aquellos príncipes gustaban más de participar del poder eclesiástico, que de obedecerle á ciegas, y se daban más trazas de pro­tectores, que de servidores de la Iglesia. Pero Felipe III era tal, que, como dijo Virgilio de Malvezzi, su histo­riador, se recontara entre los mejores hombres, á no haber sido rey; y más bien que rey, fué, con efecto, un beato ó casi un monje. «En su corazón», dice por su parte Quevedo en los Grandes anales de quince días, «sólo existían la religión y la piedad; fué de costumbres »tan candorosas, que con su mirar daba tanta devoción »como respeto; tan virtuoso, que se podía esperar de »su espíritu tantos milagros como hazañas de su po- »der.» Por eso mismo osó calificar aquel satírico de milagro continuado la conservación de la monarquía durante su vida. Y lo cierto es que, en tanto que dicho-

sámente cultivaba Felipe III su virtud propia, dejó del todo sueltas las riendas del Estado, que con mano tan firme habían hasta allí regido sus antecesores. Mal podía ya temer la Europa la ambición del que, viendo á sus hijos con rosarios en las manos, les decía: «hijos »míos, esas son las espadas con que habéis de defen- »der el reino». Mal podía recelar de él tenebrosos pla­nes, como los de su padre, al verle consagrar su activi­dad mayor á la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción, que no se ha logrado hasta nuestros días. Sobre esto sí que escribió á las universidades y á los obispos eficazmente; y aun le ofreció al Papa hacer un viaje á pie á Roma para moverle más á adelantar la de­claración dogmática que deseaba, llenándose de ante­mano de júbilo al oir rezar con él á sus hijos: Santa María, sin pecado concebida. Tuvo también singular empeño en que se canonizasen santos españoles, como San Isidro labrador, Santa Teresa de Jesús, San Rai­mundo de Peñafort y San Ignacio de Loyola, logrando que se santificasen de una vez más de doscientos már­tires de España. Como era, pues, natural, tomaron por aquel tiempo inaudito acrecentamiento las fundaciones de conventos de frailes y monjas, y la edificación de todo género de templos, bien que fuesen estos de pobre arquitectura, en general, porque eran escasos los teso­ros y escasos ya también los arquitectos de mérito. De este carácter exclusivamente religioso y contemplativo de Felipe III, se derivaron dos cosas: la una, que los ministros gobernasen por sí solos con el nombre te pri­vados, hasta allí apenas oído, y que nunca pudo repre­sentar lo que entonces con monarcas como los ante­riores; la otra, que estos tales privados ó ministros,

para congraciarse mejor con el rey, aparentando el sincero ardor religioso que él tenía, secundaran y has­ta exagerasen su deseo en la fundación de conventos y obras piadosas de todas clases, abandonando, por ellos ó ellas, los más importantes servicios públicos. Aquel ejemplo del rey.y sus ministros, seguido, por imitación, en todas partes, produjo el exceso del esta­do eclesiástico, que muy luego criticaron justamente el canónigo Navarrete y tantos otros economistas ó polí­ticos.

 

Fué el mayor y más constante de los privados de Felipe III, su ayo, D. Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, que era conde á la sazón, y poco después duque de Lerma: el vasallo de más influ­jo sobre su rey que hubiese conocido España desde D. Alvaro de Luna. Tuvo este privado, ó primer minis­tro, sus propios privados ó ministros subalternos, que hicieron casi tanto ruido como él; y no le faltaron tam­bién enemigos ni adversarios políticos, siendo, al fin, el más afortunado su propio hijo el duque de Uceda, como se verá luego, que, si no en el favor, le sucedió en el ministerio. Desde el día, por consiguiente, en que expiró Felipe II, con el dolor de saber ya qué manos inhábiles iban á tomar las riendas que de las suyas soltaba, hasta 1618, que se consumó la desgracia de Lerma, puede decirse que él más bien fué, que Feli­pe 111, quien reinase en España. Cuál fuera el carácter general de su política, lo señaló bien pronto Francisco Soranzo, determinando ya, al paso, esenciales diferen­cias entre la de éste y la del anterior reinado. Mientras que Felipe I!, por su gran experiencia y larga práctica, todo lo discutía, ventilaba y resolvía por su propio con- sejo, Felipe 111, ó Lerma en su nombre, se entregaban casi por completo á las deliberaciones de los Consejos. Mientras Felipe II tenía por costumbre rebajar á los grandes, para reprimir su soberbia y la sobrada eleva­ción de ánimo que tenían, Lerma ó Felipe III, siguiendo la doctrina de Alamos Barrientos, tan amigo de Antonio Pérez como opuesto á él en opiniones políticas, co­menzó á favorecer á los grandes, sirviéndose de ellos siempre, concediéndoles con plena confianza los cargos más importantes, frecuentando, además, su trato; cosas en que bien se desmostraba la clase á que Lerma perte­necía. Plebeyos eran, en verdad, los privados del pri­vado, ó sean los favoritos particulares de Lerma; pero esto, aunque no lo advierta el veneciano, debía consis­tir en que los otros no se presentasen á servir á su igual, ó quizá inferior de origen. Lejos, por otra parte, de manifestar Felipe III la libre conciencia que había formado su padre en las cosas eclesiásticas, á causa de la altísima idea que tenía de su potestad, y quizá también de su largo trato con teólogos, que no siempre osarían ni querrían contradecirle, mostrábase en ellas delicadísimo; no atreviéndose á coartar la autoridad ó libertad de la Iglesia, ni á exigirla cosa alguna que no estuviese fundada en razón y justicia. A tales diferen­cias, nacidas de opuestos sentimientos é ideas de go­bierno, había que añadir las que originaba la diversidad de caracteres. Porque había sido el padre muy parco en dar y premiar, y era el hijo sobremanera liberal, com­placiéndose al hacer mercedes; cosa en que Lerma, por lo que le convenía, no le iba á la mano. Fué también el padre muy tardo en resolver las cosas importantes, fian­do lo más al tiempo, al paso que el hijo era, á las veces,

muy resuelto, pero inútilmente, puesto que, no enten­diendo por sí de nada, ni por sí solo su privado tampo­co, en la política, andaba ésta entregada á las lentas deliberaciones de los Consejos. El padre, en fin, no quería que sus ministros aceptasen el menor presente, fuera de quien fuera, reservándose premiarlos él mismo como le parecía; y el hijo no sólo les daba y premiaba por sí larguísimamente, sino que tenía gusto en que se les hiciesen regalos; con lo cual pronto se introdujo en la corte la costumbre, que, lejos de combatir, aprovechó para sí Lerma copiosamente, de recibir dádivas por todo, llegando á ser el cohecho, no sólo general, sino, en apariencia, inocente. Lo que Soranzo en esto escri­be, confírmalo el político Santa María, diciendo: «que »las leyes que vedaban el cohecho estaban entonces ^escritas en el papel, y la costumbre de cometerle, con »letras de oro, en los corazones»; tras de lo cual añade que era vicio más usado en aquel tiempo que en otro «alguno». Hasta dió ya á entender Santa María que algunas veces, y á algún gran privado, se había dado li­cencia para ejercitar el cohecho; y esto, que pudiera parecer increíble, no sólo lo confirma la relación de So­ranzo, sino que lo hace patente cierta Real orden que figuró en el proceso de D. Rodrigo Calderón, principal agente del duque de Lerma durante su gobierno. Bien á las claras daá entender todo ello que Felipe 111, como de él dijo el veneciano Octavio Bon, que reemplazó á Soranzo, era, en realidad, hombre de entendimiento es­caso; y aunque sencillo, humano y cortés, incapaz de cumplir sus reales deberes. Por más que á las veces hablara cuerdamente de los negocios, según refirió más tarde Simón Contarini, no había más que oirle, para

comprender que no le inspiraban interés alguno; pasan­do á solas y en el ocio los días enteros, ó vagando por los bosques, y sin prestar atención apenas á las pocas personas que recibía; sobre todo si se hablaba de algo importante. Simón Contarini, por cierto, dice, tratando de esta afición del rey á los bosques y á la caza, que por el vulgo corría la frase de que aquéllos y el duque de Lerma eran entonces los verdaderos reyes. No fué, con todo, tan exclusiva su afición á la caza que, según cuentan los embajadores Francisco Pruili y Francisco de Soranzo, no gustase también Felipe III de ver repre­sentar comedias ó ver danzar; y, lo que es ya menos inocente, de jugar, vicio al cual se entregaba con tal ar­dor, no teniéndolo quizá por cosa mala, que se pasaba con él las noches en claro, perdiendo grandes sumas que enriquecían á sus cortesanos. Verdad es que su ignorancia del valor del dinero era tal, que, al decir de la corte, dió más él en los primeros nueve años de rei­nado, que en toda la vida su padre. Fué tal, en tanto, la particular influencia de Lerma sobre su soberano, y tal el espíritu supersticioso que iba invadiendo la Penín­sula, que el citado Contarini da por cierto que muchos de buena fe sospechaban ya que á Felipe III le tenía su ministro hechizado. Esta sospecha ridicula, bastan­te á indicar por sí sola el estado intelectual de España, ochenta años antes que comenzara á gobernar Carlos II, no puede achacarse sólo á ignorancia ó malicia de los que la abrigaban, teniendo presentes los documentos contemporáneos. «La ineludible verdad, hemos dicho ya en otra parte, que guardar suelen los archivos, de­muestra que las brujas y los hechizos, hermanos legíti­mos de la superstición, fueron poderosas armas políti­

cas ó eficacísimos argumentos de nuestra historia mu­chos años antes que naciese el último vástago de esta dinastía; y que los ministros de la monarquía abso­luta, aunque tan religiosos, no retrocedían delante de exceso ninguno, si se trataba de alcanzar los fines de su ambición y codicia, lo mismo cuando eran seglares, que cuando los cubrían, en mal hora, sagrados hábitos.» Varios son los procesos políticos originales .guardados en Simancas, que dan clarísima luz acerca de las ínti­mas medidas de Estado y gobierno de esta época, cuyo conocimiento prueba, una vez más, cuán bien enterados de todo estaban los embajadores venecianos. En uno de los que el autor de este Bosquejo ha visto, se halla que el marqués de Camarasa, descendiente por parte de pa­dre de Francisco de los Cobos, secretario del empera­dor Carlos V, con deseo desordenado de privar, ó sea de tomar parte en el gobierno, y llevado «de pasión »contra el señor duque de Lerma por pleitos de hacien- »da, ó con el fin de quitarle el lugar que tenía, procuró »por miles medios de hechicerías y conjuros é invoca- »ciones de demonios, alcanzar la gracia de S. M. el »rey Felipe III». Y con efecto, así las pruebas hechas como las confesiones mismas del marqués, no permi­ten dudar que éste quiso, por tales medios, forzar la voluntad del rey, según afirmaba el fiscal de la causa; siendo por extremo notable el gran número de perso­nas que, en concepto de actores ó testigos, figuraron en aquellos extravagantes autos, entre los cuales se contaba nada menos que el ya citado padre Florencia, tan metido en la política, el primero de los predicado­res de la corte y el mismo que asistió en sus últimos momentos á aquel piadoso rey. También el proceso

de D. Rodrigo Calderón, á que hemos aludido, ofre­ce plenísimas pruebas de que este ministro fió en mu­cha parte la conservación del favor que alcanzaba á hechizos y hechiceros. De la consulta elevada al rey en 28 de Julio de 1619 por la Junta de los Jueces que en su causa entendieron, aparece que se hallaron en casa de D. Rodrigo, entre otras cosas, objetos de bru­jería y materia de hechizos. Existían allí libros y pa­pales con caracteres y cifras supersticiosas, figuras ex­travagantes, lienzos manchados de sangre, hojas de verbena con el conjuro para usar de ellas, migajas de pan carcomidas, un pedazo de uña que parecía ser de la gran bestia, atado con un pedazo de seda colo­rada, cabellos al parecer de mujeres de diferentes eda­des, unos entre ellos que se sospechaba haber pertene­cido á la reina Doña Margarita ya entonces difunta, y otros del que fué luego Felipe IV y de la infanta Doña Ana, lo cual constaba en los sobrescritos. Esto sin con­tar con otros muchos papeles con polvos é infinidad de adminículos que, examinados por dos médicos y un boticario, declararon ser «de los que solían usar los he­chiceros para conseguir amistades, atraer voluntades »y ofender á las personas».Entregados, como era justo los caracteres de los libros y conjuros al examen de un religioso muy docto y entendido en la materia, declaró ser todo aquello «caso diabólico y pacto tácito ó ex- »preso con el demonio». Tantas y tan repetidas su­persticiones no hay por qué derivarlas, como Buckle pretende, de siglos muy anteriores; y hasta de la mis­ma formación geológica ó la meteorología peculiar de la Península española, como aquel escritor hace. A pesar de los frecuentes temblores de tierra de que ha­

bla; á pesar de ser cierta la sequedad general del terri­torio, lo cual solía ya representar á los labradores es­pañoles las lluvias como beneficio especial del cielo; á pesar de las frecuentes apariciones de santos, en las grandes batallas de cristianos y moros, que narran realmente los viejos cronicones castellanos, no parece, en verdad, que los escritores anteriores ó contemporá­neos de los Reyes Católicos, de Carlos V ó del mismo Felipe II, fuesen más supersticiosos en España que en el resto de Europa. Lejos de eso, se advierte una des­preocupación en la manera de pensar ó escribir, de que los versos del arcipreste de Hita y del Cancionero de Baena, así como las varias Celestinas, y las come­dias de Torres Naharro dan razón bastante. Esta des­preocupación, que para los meros escritores paraba en obscenidades, burlas de clérigos ó exceso de llaneza, al tratar de cosas de Iglesia, llegaba en los ministros reales á desafiar, cuando convenía, las iras de Roma, como hicieron, sin ir más lejos, Francisco de Vargas Megía, Martín Velasco y el duque de Alba, en tiempo de Carlos V ó Felipe II, inspirándoles á los reyes mis­mos la grande independencia de espíritu que mostraron siempre en el gobierno. No eran, no, nimios ni supers­ticiosos, aunque fuesen fanáticos por los dogmas cató­licos y la Iglesia tradicional, que á tanta costa defen­dían contra los infieles y los innovadores, Carlos V ni Felipe 11; no lo eran, no, sus ministros, según se vió aun en los que heredó Felipe III de su padre, como el condestable de Castilla D. Juan Fernández de Velasco, gobernador de Milán, que tan enérgicamente defendió la jurisdicción real contra el arzobispo y cardenal Bo- rromeo, ó el conde de Fuentes; no lo eran siquiera los

hombres de letras antes de terminar el siglo xvi. Podía ya serlo en mucha parte el vulgo, que lo es siempre un tanto; pero ni aun el de la manera ridicula que apa­rece ya que lo era en el reinado de que ahora tratamos.

¿A qué se debió, pues, una transformación tan rápi­da y patente? A nuestro juicio no hay que acudir tan lejos como Buckle, ni dar tanta parte como él á la natu­raleza física. Exterminados los infieles, los herejes, y amordazados los críticos que con alguna libertad discu­tían acerca de los dogmas de la Iglesia, ó los textos de la Santa Escritura; prohibida ó estorbada toda alta me­ditación á los seglares, y en especial las que tocaban á lo sobrenatural; miradas con desconfianza profunda las renacientes ciencias físicas y naturales; reducido el es­tudio de las del espíritu á los doctores latinos, y prin­cipalmente á los teólogos, fué bien pronto la creen­cia ciega, y tras ella la superstición, el único alimento de los entendimientos comunes: entre los cuales tenían, como siempre, que contarse los de muchos de los po­derosos y de los cortesanos. Este primero é inevitable efecto del absoluto sistema represivo, tan duramente ejercitado por el Santo Oficio, fué estimulado en gran manera ¿cómo dudarlo? por el carácter débil de Fe­lipe III, su escasa instrucción y la cortedad de su en­tendimiento, que le hizo rodearse de personas, también sin valor intelectual, como Lerma ó Uceda. Comienza, pues, aquí á experimentarse el fruto triste del sistema político religioso iniciado por Carlos V y Felipe II. No lo previeron, no, seguramente aquellos monarcas, sobre todo el primero; no lo previo siquiera el Santo Oficio, que lealmente persiguió todas las supersti­ciones, siendo no menos inflexible que con los herejes

ó judíos, con los pretendidos endemoniados ó hechice­ros. Pero era luchar en vano con el espíritu del hombre, que necesita tener algo propio y desconocido en que emplear su innata curiosidad y su actividad incesante. Experimentáronlo en aquel tiempo los que quisieron re­ducir la razón humana al estrecho espacio de la ciega credulidad religiosa, y lo están experimentando, al pre­sente los ateos, materialistas ó positivistas, que, detrás de lo espiritual y lo sobrenatural que pretenden destruir, ven ya también levantarse, con el nombre de espiritis­mo y otros, las más ridiculas supersticiones y hasta la propia y genuina hechicería.

Pero hemos tratado ya de diversas influencias de aquel reinado: de los privados, de los frailes ó monjas, y hasta de los hechiceros. Falta ahora hablar de otra influencia mucho más natural en la vida práctica, que quiso y no pudo, sin embargo, liegar á serlo: es á sa­ber, la de la reina. El pueblo español, que, aunque res­petaba muchísimo la santidad de su rey, dejó pronto de esperar de él cosa buena, 'tuvo por mucho espacio de tiempo los ojos fijos en Doña Margarita; adivinando sus deseos y sus amarguras, persiguiendo con tenaces sospechas á los que fueron sus contrarios en la vida, de haber procurado por violentos medios quitársela. No hay de este último racional indicio alguno, aunque cons­te que fué una de las cosas que más se investigaran en el proceso de D. Rodrigo Calderón, y no faltó quien elevase la culpa al propio Lerma. Pero la lucha que este último y su partido mantuvieron con la reina Mar­garita para impedirla todo influjo en el gobierno es cierta; y de eso nos han dejado los embajadores vene­cianos curiosas noticias. Era aquella princesa, al decir

de todos, muy viva y astuta, y empleaba grandes arti­ficios para ganar la voluntad del rey, aspirando á que se creyese que tenia con él mayor influencia que tenía. Merecíala, en verdad, por la excelente aptitud que de­mostraba para las cosas de gobierno; pero dominado ya el marido por el duque de Lerma, y vigilada siempre ella por la duquesa, nunca pudo conseguirla. Hacíala Lerma callar, á las veces, concediéndola todas sus pretensio­nes, después, sobre todo, que se convenció ella misma de no poderlas conseguir de distinta suerte, y emplea­ba otras el rigor para vencerla, prohibiéndola, según se dijo, hasta que hablase con su esposo, ni aun en intimi­dad, de asuntos públicos. Claro es que á esto último no prestaría fácil obediencia la reina; pero Lerma tenía un modo seguro de reducirla entonces, que era llevarse á caza al rey, dejándola con diversos pretextos en el al­cázar, y teniéndola apartada de su marido semanas en­teras. Cedía al cabo, como no podía menos, la reina, de quien no parece, por las muestras, que estuviera su esposo muy enamorado, aunque le fuese muy fiel, por­que no cabía en su ánimo la idea de un pecado mortal. Después de infructuosa y larga lucha abandonó Doña Margarita el intento de mezclarse en el gobierno; pero con tanto disgusto propio, que solía decir al emba­jador imperial, que habría preferido ser monja en Gratz, su patria, á ser reina en España de tal suerte. Entregó­se, pues, exclusivamente á la oración, á la limosna, á su confesor y á obedecer exclusivamente á su esposo, que, en tanto, y casi de la propia manera obedecía á su privado; y después de haber tenido siete hijos, de los cuales cinco llegaron á mayor edad, falleció de sobre­parto el 3 de Octubre de 1611, en Madrid, á la tem­

prana edad de veintisiete años no cumplidos, dejando excelente memoria en todo el reino. Singular es que lo que no había logrado en vida contra Lerma y sus partida­rios aquella reina desgraciada, lo lograse con su muer­te, que fué quebrantar la privanza de Lerma. Rompió á decir la gente que moría envenenada ó por Calderón ó por Lerma, según queda indicado. Y desde 1611 en que ella murió, hasta 1618 en que cayó Lerma, y luego hasta la muerte de éste y la de Calderón, no parecía sino que su sombra los persiguiese, y aun á toda su parcialidad, tan defendida por el historiador Vivanco: la cual fué desgraciadísima á la postre, como suelen serlo todas las agrupaciones políticas, por mucho tiempo triunfantes, y que por lo mismo despiertan grandes envidias ó emu­laciones.

Los acontecimientos políticos del reinado cuyos prin­cipales actores acabamos de pintar, no fueron entre tanto, ni muy numerosos, ni de muy transcendental im­portancia. «No son las guerras de Germania ni los ne­gocios de Flandes, de Italia ó las Indias, lo que prin­cipalmente preocupa á esta corte ó atentamente se »mira en ella, por parte de los que gobiernan, sino el »ver quién ha de ocupar el primer puesto y conservarle, »para lo cual no se omite diligencia ni estudio alguno»; tal decía Pedro Contarini en 1619, de la corte de Feli­pe III, y era cierto. Ni sólo los acontecimientos exte­riores, sino los interiores también, padecieron en gene­ral completo abandono. Fué de los más notables que hubo entre estos últimos la definitiva traslación de la corte á Madrid, después de haber ensayado Felipe III y Lerma fijarla en Valladolid, donde solía estar en tiem­po de Carlos V. Por lo que toca al orden público en la

Península, habíanlo dejado de-tal suerte seguro el largo mando de Felipe II y la severidad con que se adminis­tró en su tiempo la justicia, que el ya referido Pedro Contarini observaba en 1619 que en España podía el rey proceder contra el que quisiese ó castigarle, por rigurosamente que fuera, sin peligro ninguno; cosa que los del país atribuían á su propia religiosidad y fideli­dad; pero que el veneciano consideraba más bien producida, de una parte, por la miseria misma en que vivía el pueblo, y la falta de grandes capitales con que mantener parcialidades peligrosas, y de otra por el rigor sumo con que aún se ejercía el gobierno, y administraban la justicia los tribunales formados en el reinado anterior. Buckleha seguido la versión de los es­pañoles de entonces, en nuestros días, sosteniendo que su antigua y celebrada fidelidad ó sumisión y su ar­diente fe religiosa eran hermanas gemelas; pero la ver­dad es, á juicio del autor de este Bosquejo, que el gran­de espíritu de obediencia que sin duda hubo en España, desde mediados del siglo xvi en adelante, fué obra in­mediata y práctica de los tribunales político-religiosos de la Inquisición, que como con una red de hierro cu­brían ya la Península. Por lo demás, cuando la justicia se ejercitaba con esmero como en tiempo de Feli­pe II, ó en los primeros años sucesivos, hasta que se apagaron las tradiciones ,y costumbres de aquel largo reinado, la obediencia era completa y la tranquilidad igual en todos conceptos; pero no bien se aflojó la ad­ministración de justicia y se debilitó el poder, en los días de Felipe IV, comenzaron á multiplicarse más que en época alguna los excesos y delitos privados. El Santo Oficio atendió solícito á lo esencial y lo logró

por lo común, aunque no precisamente siempre, según veremos más adelante: que era mantener inviolable el respeto al rey, su cabeza y su brazo, y de la fuerza del cual la suya propia pendía. Nada tanto como la con­fusión de potestades, realizada por aquella perseveran­te y sistemática institución, podía hacer uno, en los ánimos de la generalidad de los españoles, el respeto á Dios y el respeto al rey. Algo ayudaban por cierto á ello, las doctrinas de los escritores políticos y hasta los sentimientos idealmente monárquicos de los poetas, extendiendo, no sin resistencia ni contradicciones, la doctrina del derecho divino con que ejercía el poder cada persona real. Pero ni esta doctrina, ni la contraria, favorable á la soberanía nacional, que por entonces contenían los libros, podían tener en la práctica muy grande influjo. Quien la tenía y la ejercitó, como dicho queda, fué el Santo Oficio. Y mientras la generalidad de la nación estaba casi sujeta, por la fuerza material y espiritual, al poder monárquico, la clase seglar privi­legiada, desde el tiempo en que la redujo al retiro de Felipe II, se esterilizaba más cada día, burlándose no menos de los estudios literarios que del comercio, te­niendo casi por infames ambas profesiones, y no dán­dose mucho tampoco ni á los ejercicios caballerescos, ni á la profesión de las armas. Seguían los señores consumiendo, en lugar de eso, la vida en el ocio, ó ve­nían á la corte á disputarse el favor del poder, sobre todo desde que Felipe 111 se echó en sus brazos aban­donando los principios del padre. Fueron, por lo mis­mo, mayores y más ardientes que antes las luchas cor­tesanas en este reinado, declarando, la aristocracia sobre todo, una guerra implacable á los pocos hombres

del estado llano que osaban disputarle los primeros puestos, como D. Rodrigo Calderón, por ejemplo, á quien no perdonó, hasta verle muerto en el cadalso. Pero todo esto hacía más y más incontrastable, en el ínterin, el orden, principalmente en Castilla ó en la par­te del antiguo reino de Aragón, recién castigada. Una sola causa de temor ó peligro interior quedaba en pie, y esa desapareció en 1610, con la expulsión de los mo­riscos: el más osado y bárbaro consejo que hubiese hasta allí oído el mundo, según dijo Richelieu más tar­de. Ya hemos visto que meditó esto, y no osó llevarlo á cabo el prudente Felipe II. La extrema piedad de su hijo, que le hizo detestar más que su padre todavía á los vasallos de fe falsa ó dudosa, y el predominio que adquirieron á la sazón los eclesiásticos, partidarios de la expulsión en la mayor parte, por indiscreto celo, lo­graron al fin que se emprendiese aquella terrible y cos­tosa medida. Resuelta, pues, desde 1600 y decretada en 1601, para los moriscos del reino de Valencia, que eran los más numerosos, fuese ordenando que salieran todos de sus casas, bajo pena de muerte, yendo á donde el co- misarioreal de su comarca señalase, paraser deallítrans- portados á Berbería, sin permitirles llevarse otra cosa que lo que pudieran conducir por sí mismos. Sus bienes raíces fueron, sin excepción, confiscados; concediéndo­seles no más que un plazo de sesenta días para disponer de los muebles y semovientes y llevarse el producto, no en metales ó letras de cambio, sino en mercaderías de es­tos reinos, á no ser que prefiriesen dejar la mitad de la hacienda para el rey. En vano apelaron en algunas par­tes los infelices moriscos á las armas. Las tropas, con anticipación reunidas en los puntos más amenazados,

Jos redujeron fácilmente á la obediencia ó los aniquila­ron, y la expulsión se realizó por entero. Que los mo­riscos solían tener inteligencia con los piratas berberis­cos, ayudándoles en los frecuentes robos que cometían en nuestras costas; que miraban con malos ojos á la raza conquistadora, y que no eran so capa muy buenos cristianos, son cosas fuera de duda. Pero es imposiblere- cordar, con todo eso, los pormenores de aquella catás­trofe, sin sentir el corazón oprimido y lamentar la suer­te de tantos hijos de España, criados al fin á nuestro sol, y alimentados en nuestros campos, víctimas de las iras del mar, de la impiedad dé los que los conducían, ó de la barbarie de los habitantes de Africa, donde fue­ron los más conducidos, que no los reconocían por compatriotas, ni siquiera ya por correligionarios. No quedaron ellos solos destruidos, sino que de nuestra parte fué también grandísimo el daño, según reconocen todos los economistas de la época: arruináronse mise­rablemente las ricas y populosas costas de Valencia y Granada; olvidóse buena parte de la poca industria que nos quedaba y los moriscos ejercían; se abandonaron muchos campos, que ellos solos cultivaban bien; cen­tenares de pueblos desiertos y millares de casas des­truidas, dieron larga señal de su partida. Calcúlase de diversas maneras el número de los expulsados, y aun­que no llegara ciertamente al millón, ni aun al medio que han pretendido algunos, lo que no puede dudarse es que fué muy considerable el de los expulsados, au­mentándose así en gran manera la despoblación de la Península. Algo, en cambio, ganaron todavía la unidad de la fe, la uniformidad de las costumbres y el orden público, haciéndose más y más fácil el despotismo del poder político-religioso de la corona, tan grande ya y constantemente ejercido después por favoritos.

Tocante al exterior, hubo un solo pensamiento pre­dominante en este reinado, que fue la conservación de la paz; y apenas se hubiera oído hablar de España en el mundo entonces, á no ser por algunos de los servi­dores que la quedaban formados en la ambiciosa es­cuela de Felipe II. Fue, no obstante, yes singular, más bien afortunado que infeliz en el exterior este reinado; no pudiendo decirse que durante él se descubriese en sus acciones la decadencia de España. Pero como en todo lo que al exterior se refiriese, si se emprendía algo, no era sino procurando seguir las huellas de Felipe II, aprestóse en 1602 en Flandes una nueva expedición á favor de los católicos de Irlanda, y en contra de Isabel de Inglaterra, al mando de D. Juan del Aguila, discípu­lo del duque de Alba y del príncipe de Parma, la cual, por las pocas fuerzas de que se componía, se vió for­zada á capitular con los enemigos, obteniendo que se la condujese á España. Muerta Isabel, de allí á poco su sucesor Jacobo I mostró tal deseo de tratar con España y comenzó á ser tan tolerante con los católicos, que parecía prudente intimar con él, esperando de esta suer­te atraerle á la religión de su madre, la infeliz María Stuardo. Tuvieron así principio las corteses relaciones que hubo entre Inglaterra y España, grandemente favo­recida, hasta la mitad de este reinado, por la amistad que alcanzó de Jacobo I el célebre D. Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar, y por la afición que efec­tivamente aquél tenía á la religión católica. Esta era tal, que le hizo pensar muchas veces en el medio de volver con sus vasallos á la obediencia de la Iglesia de Roma, que confesaba ser la madre y verdadera, y desear mucho ser oído en un Concilio, siendo la causa que le apartó al fin de tal propósito, el libro en que el famo­so Francisco Suárez desconocía su absoluto poder mo­nárquico, ni más ni menos que el de todos los reyes, y admitía, con Mariana, el regicidio en ciertos casos. Quemóse el libro de Suárez en Londres y París, como en esta última ciudad se había ya quemado, el de Maria­na; y pusieron nuestros enemigos el nombre de doctrina de España á la del regicidio, ó monarcomaquia. Por la parte de Francia, entre tanto, todo fué peligros á los principios de aquel reinado; porque Enrique IV, tranquilizados ya sus súbditos, y organizadas sus fuer­zas, anhelaba por pretextos para formar contra nosotros una liga general en Europa, que destruyese el poder de la casa de Austria, y con él la grandeza de la monar­quía española. Todavía Lerma continuó en Francia, por lo mismo, las maquinaciones de Felipe II, sirviéndose de dádivas é intrigas con los grandes señores, mal con­tentos con Enrique IV, á fin de distraer su atención é impedirle poner por obra sus peligrosos intentos; mas sin lograr otro fruto que el que ejecutara el francés grandes escarmientos y asegurase más su autoridad. Quien mejor se opuso á la ambición de Enrique IV y le dió más cuidados, fué D. Pedro Enríquez de Guzmán, conde de Fuentes de Val de Opero por su mujer, ven­cedor de Doullens, como se ha dicho. Era éste, al decir de Bentivoglio, que le conoció personalmente, discípu­lo del duque de Alba; preciábase de tener sus mismos sentimientos y observar igual disciplina; sagaz, altivo, -fastuoso, despreciador de todos los hechos militares de los demás, y de toda otra nación ó potencia que España; miraba á Enrique IV como un rival de él digno, y, en vez de temerle, apetecía medir con él las armas. Apro­vechándose de la libertad en que la inaudita negligen­cia del gobierno de Felipe III dejaba á los virreyes ó generales, no perdonaba ocasión, por su parte, de mor­tificar á Francia, aumentando al paso en Italia la in­fluencia española. De 1609 á 1610, el rompimiento en­tre España y Francia parecía, por todos conceptos, in­evitable; y tanto, que al pedir cuentas á Enrique IV nuestro embajador, D. Iñigo de Cárdenas, de los arma­mentos grandísimos que estaba haciendo, le respondió aquél por toda satisfacción: «¿Quiere vuestro rey ser señor de todo el mundo?, pues yo tengo la mi espada en el cinto tan larga como otra»; á lo cual respondió el español gravemente, que su rey no quería ser dueño del mundo, porque ya se había hecho señor de lo mejor de él, y que, sin meterse en el tamaño de las espadas, era tal el de la espada de su rey, que en Europa y las demás partes del mundo podía sustentar lo que tenía y mantener su reputación, de modo que quien la provocase, habría de sentirla.

De propósito mencionamos esto y los atrevidos pensamientos del conde de Fuentes, para dar a entender la arrogancia que conservaban los ministros españoles en el reinado pacífico de Felipe III. Por fin, el asesinato de Enrique IV en 1610 ocurrido, y en que ninguna parte tuvieron, seguramente, el monarca ni el gobierno español, les dejó libres de aquel peligroso enemigo, y el conde de Fuentes pudo, a su sabor, tomar las llaves de la Valtelina, adquirir el dominio de Final, y aun obligar á la república de Venecia a ceder en sus gravísimas disidencias con el Papa, sin más que amenazarla con su ejército, de orden del rey. Proclamó éste en tal ocasión, por cierto, según refiere Gil González Dávila, que no le había dado «Dios su monarquía más que para ponerla »á los pies de la Iglesia, sirviéndola y defendiéndola».

Fue mientras tanto menos afortunado todavía que el de los monarcas españoles, en Flandes, el gobierno del archiduque Alberto y de la generosa y pía infanta Isabel Clara Eugenia, por más que ellos fuesen de por sí estimados, sobre todo la infanta, y que los protegiera con todas sus fuerzas España. Perdió allí entonces nuestro ejército, por sobra de ardor, la primera batalla1 campal, que hacía un siglo que hubiese deslustrado su gloria, que fue la de Niewport o de las Dunas; y aunque el ilustre Ambrosio de Spínola la rindió después, á la cabeza de él, la gran fortaleza de Ostende, no pudo esto lograrse sin larguísimo asedio y pérdidas inmen­sas. Los frecuentes motines de las tropas, ocasionados por falta de pagas, contribuyeron mucho en este tiem­po y los anteriores, á impedir la reducción de las pro­vincias holandesas, de hecho ya independientes. Al cabo, en 1609 se determinó el archiduque á ajustar tre­guas por doce años con la nueva república de Holanda, mediante las cuales púdose librar España, por algún tiempo, del peso de aquella guerra, hasta que al adve­nimiento de Felipe IV se renovó. Muerto el archiduque primero, y luego la infanta Isabel sin sucesión, como desde antes de casarse habían previsto los curiosos ve­necianos, recobramos también entonces y en mal hora las provincias flamencas.

Del lado de Italia, que fué donde más ocupación halló nuestra política en este reinado, siempre defendió el buen ó mal éxito de ella de las particulares condiciones de los virreyes y generales, más bien que de la habili­dad ó los dictámenes de los ministros y Consejos en la corte. Debióse en especial al ya citado conde de Fuen­tes, cuyo principal anhelo era morir guerreando cual había vivido, no tan sólo la reducción de Venecia á la paz con el Papa, sino mantener también en respeto al belicoso duque de Saboya, Carlos Manuel, hijo del cau­dillo de San Quintín, Filiberto, que debió á España la restitución de sus Estados. Felipe II le había dado ya inútilmente la mano de su hija doña Catalina para tener­le firme en su alianza. Viudo á los pocos años, y muer­to su suegro, Carlos aspiraba nada menos ya que al tí­tulo glorioso de libertador de Italia. Habían comenza­do los disgustos con él y aun las hostilidades, gober­nando en Milán el condestable de Castilla, de quien se ha hablado, asistido en el mando de las armas por el marqués de San Germán y de la Hinojosa, D. Juan de Mendoza. Acusó á este último el de Fuentes, hombre de formalidad probada, de haber ayudado en aquella ocasión secretamente al duque de Saboya para que aco­metiese el Estado de Monferrato en lugar de impedírse­lo, con la esperanza de recibir de él recompensas. Y, sin embargo, este mismo Hinojosa, acusado también por la opinión general de haberse enriquecido en Milán por malos medios, fué nombrado en 1612 sucesor de Fuen­tes; encargándosele como tal la dirección de la guerra, que estalló ya formalmente, con motivo de las disen­siones entre las casas de Saboya y Mantua, que ocasionó la sucesión del Monferrato, y en que tomó parte

España. Fué poco fecunda la campaña que Hinojosa hizo, y terminóla por el tratado de Asti de 1615, desaprobado en Madrid; lo cual dió lugar á que se decla­rase ya por traidor generalmente, confirmándose al parecer la secreta acusación del de Fuentes. Hecho es- este por donde se advierte, entre otros, que bastaba ser deudo de Lerma, ó repartir con él los provechos, como se suponía de Hinojosa, para ser virrey ó general á la sazón, con evidente daño de la monarquía. Oblí- ganos, no obstante, la imparcialidad á decir que, en un manuscrito inédito, que original poseemos, y que, bien examinado, parece compuesto en justificación de la conducta de Hinojosa, se alega como razón de haber éste consentido en la paz desventajosa de Asti, la equívoca conducta que observaba Catalina de Médicis en la contienda, y que hacía esperar al saboyano la ayuda de Francia. Preténdese, además, que con aquel tratado habían recibido todos mucha satisfacción, par­ticularmente el Papa y los demás príncipes y repúbli­cas de Italia, que deseaban más que nadie ver quietud en ella. Pero las anteriores cartas de Fuentes, el habérsele quitado luego, á pesar de la protección de su pariente Lerma, el gobierno de Milán, por dictamen del Consejo de Estado, y la opinión general de España, condenaron, sin embargo, á aquel magnate contra el cual se hicieron unas célebres coplas que empiezan:

Vuestra Majestad despache Al marqués de San Germán, Que si nos vendió á Milán También nos ganó á Larache.

Aludíase en esto último á la fácil ocupación de Ala- rache en Africa, llevada á cabo en Noviembre de 1610, por aquel general, de orden de Felipe 111. Fué á suce­der en Milán á Hinojosa el marqués de Villafranca, Don Pedro Alvarez de Toledo, y quiso la buena fortuna de España por entonces que se reuniesen en Italia los tres más inteligentes españoles que quizá quedaban: Villa- franca, que era uno, donde hemos dicho; el marqués de Bedmar; D. Alonso de la Cueva, que era otro, de em­bajador en Venecia, y el otro, en fin, en Nápoles, que era D. Pedro Téllez Girón, Duque de Osuna y conde de Ureña. Este famoso triunvirato logró por sí solo, y casi sin auxilios de España, reducir al fin por las armas á Carlos Manuel á contentarse con sus propios Estados, sometiéndose á razonables condiciones; y llenó de te­rror á la república de Venecia, rival de la casa de Aus­tria en el Adriático, y principal, aunque secreto, apoyo del saboyana, así como de todos los enemigos de Es­paña en la Península itálica. Pocos personajes hay más singulares en la historia que aquel duque de Osuna, lla­mado el grande - hombre de valor y de superior inteli­gencia, sin duda alguna, extravagante, audaz, fácil en tomar y dar dineros, perseverante, soberbio, violento, fértil en recursos de ingenio; mezcla notable, en suma, de vicios bajos y altas condiciones de inteligencia ó

 

carácter. Después de derramar copiosamente su san­gre en Flarides, volvió á España, y casó á su primogé­nito con una nieta del duque de Lerma, gracias al cual obtuvo en seguida el virreinato de Sicilia. Dióse buenas trazas para que el Parlamento de aquel reino votase contra su costumbre grandes servicios al rey, y una pensión al duque de Uceda, su consuegro, á título de favorecedor del reino. Conocía muy bien Osuna el flaco de la corte de España en aquel tiempo, y no era hombre á quien los escrúpulos impidiesen aprovechar­lo. Parece, pues, que mientras estuvo en Italia no cesó de enviar gruesas cantidades á Uceda, al P. Confesor Luis de Aliaga, á D. Rodrigo Calderón y á cuantas personas de influjo había en la corte. Y está tan averi­guado esto de los cohechos en aquella época, que no hay razón ninguna para que se tache de exagerada en el fondo la carta del agente de Osuna en Madrid, Don Francisco de Quevedo, ya varias veces impresa, en la cual decía éste que, con una letra de treinta mil duca­dos que de aquel había recibido, se andaba tras él me­dia corte, y no había hombre que no le hiciese mil ofre­cimientos, pareciendo que hubiese jubileo en su casa, según salían y entraban. Aunque mantenida con tan malos medios y bastante gravosa á los pueblos que re­gía, no puede negarse que la estancia del duque en Italia, sobre todo en el virreinato de Nápoles, á que fué ascendido desde el de Sicilia, fué ventajosísima para España, lo mismo que la de sus amigos Villafranca y Bedmar. Dedúcese de la copiosa correspondencia en­tre estos señores, que contiene el tomo xlvi de la Colección ele documentos inéditos para la Historia de España , cuán en poco tenían todos tres el gobier­

 

no de Madrid, proponiéndose servirle á pesar suyo. Mostrábase el Consejo de Estado contentísimo de Osuna en particular, en su consulta de 14 de Noviem­bre de 1617, dos meses después de celebrado el nuevo convenio de Pavía, con Saboya, del cual no todos pa­recían satisfechos, sin embargo. Pronto comenzó á pre­ocupar al Consejo y hasta al mismo duque de Lerma el aborrecimiento que los tres magnates, y principalmente Osuna, manifestaban á los venecianos; aun después de ajustada la paz en París, entre estos y el archidu­que Fernando, rey de Bohemia, á favor del cual sola­mente pretendía el virrey mantener su escuadra en el Adriático, y después de ratificada en Madrid, á 26 de Septiembre de 1617, la capitulación de Pavía, mediante la cual, del todo se restableció la buena armonía entre Saboya y España. Reclamaba el embajador veneciano en Madrid que retirase el duque de Osuna su escuadra de las aguas del golfo, donde había ejercido hasta allí completo dominio la república; pedía con más razón ciertamente, que cesase e¡ virrey de perseguir en plena paz sus bajeles y apresarlos, como si Nápoles fuese potencia independiente de España; prohijaban los Con­sejeros de Estado estas demandas, y el mismo duque de Lerma, influidos todos por el pacífico espíritu de Felipe III; mas Osuna y sus compañeros á todo se ha­cían sordos. Alegaba el primero, que llevaba la voz por los tres, «que si había entrado en el mar Adriático »con bajeles redondos, había sido por divertir á los » venecianos los socorros que daban á Saboya, y estor­bar los daños que podían hacer á la marina del rey de >Bohemia; que, conseguido esto, lo que pretendía era »destruir la intrusa soberanía de los venecianos en aque- íos mares; que en obececer al rey, sacando su escua- »dra del Adriático, le haría un grande servicio, y que con »la armada que tenía junta no sólo aspiraba á humillar á »los venecianos sino á contener las invasiones del turco »y espantar ó exterminar á los piratas de Argel». Tal es­taba la correspondencia-, cuando, de repente, escribió confidencialmente Bedmar á Villafranca, que el vulgo de Venecia los acusaba á él y á Osuna de una conjuración contra la República, protestando ser cosa ajena de la verdad; sin embargo de lo cual creía conveniente que el marqués lo llamase á Milán por veinte días, á fin de evi­tar el peligro en que estaba de algún insulto popular, siendo notoria la voluntad del rey de que se excusasen ocasiones de discordia, y más una tan grande como el atropello de su embajador en Venecia. Decía Bedmar también, que el rumor era que habían querido los conju­rados quemar el arsenal y saquear la casa de la mone­da, donde estaba el dinero de la República. Por la con­testación de Villafranca, manifestando el temor de que «se perdiese el derecho de la inocencia con la ausen- »cia», parece que él al menos no estaba en la conjura­ción, si la había. Un papel presentado por D. Francisco de Quevedo, á nombre del duque, y los partes dados á 10 y 21 de Julio de 1618 sobre los sucesos de Vene­cia, por Bedmar y Osuna, prueban plenamente, por otra parte, con el tono de exculpación en que están escritos, que, aun dado que hubiese conjuración, no tenían la menor participación en ella ni el rey, ni el Consejo de Estado. Eso resulta asimismo, con eviden­cia de las instrucciones del Gobierno español á sus ministros en Italia, recomendándoles constantemente evitar todo compromiso ó discordia; y el verídico his­

 

toriador veneciano, Juan Bautista Nani, que conoció bien los papeles de la República, lo confirma con su propio dictamen. Pero ¿tuvieron alguna participación en la trama supuesta Bedmar y Osuna? Y si la tuvie­ron, ¿qué se proponían, ó adonde alcanzaban sus pro­pósitos? Esta cuestión es la que divide ha mucho tiem­po á los historiadores. El francés Mr. Daru, después de haber hecho reconocer los archivos de Venecia, y examinado cuantos historiadores han hecho mención del caso, declaró ésta conjuración pura fábula, inventa­da por el gobierno véneto para ocultar sus inteligen­cias secretas con el duque de Osuna, á quien supone que estimulaba y ayudaba so capa la República, para que se alzase con el reino de Ñapóles; fábula metodi­zada y adornada luego con detalles novelescos por el abate de San Real, autor también de la falsa relación de la muerte del príncipe D. Carlos. Un escritor vene­ciano de nuestro siglo, Domingo Tiépolo, en la quinta de sus rectificaciones á la historia del citado Daru, ha pretendido demostrar, no obstante, con muchos argu­mentos y algún nuevo dato, que la conspiración fué cierta, y el objeto probable reducir el Estado de Vene­cia al dominio español. Y en cambio, el Sr. Fernández Guerra, en un discurso leído ante la Real Academia de la Historia, ha reforzado en nuestros días la opinión de Daru, en la parte de que ni Osuna ni Bedmar conspi­raron contra la República, apoyándose en muchos do­cumentos inéditos. De ellos mismos, no obstante, y de otros más copiosos, publicados en la gran Colección anteriormente citada, dedúcese, en concepto del autor de este libro, que hubo conjuración formada por unos cuantos aventureros, sin que hoy se sepa á punto

 

fijo su verdadero objeto; aunque por la calidad y el número de los comprometidos, pueda desde luego afir­marse que no tuvo la importancia que quiso dársela. Pretendía Bedmar, en su parte al gobierno de Ma­drid, que era todo invención pura de los nobles vene­cianos, «que aborrecían, capitalmente el nombre de Es- »paña, y que habían tenido siempre miras de hacerlo »odioso á sus vasallos, para quitarles el deseo de aserio del rey de España, movidos de afición antigua »y de la fama de la gran justicia y religión que había »en sus reinos y Estados»; y en verdad que son algo sospechosas estas palabras, dando á entender que no tenía Bedmar por tan imposible, cuanto en realidad era, someter también Venecia al dominio español, cosa que de seguro habrían impedido el resto de Italia y la Eu­ropa entera. Pero aunque abrigase esta temeraria idea en su mente, ¿era posible que Bedmar y Osuna se pro­pusiesen sorprender á Venecia y hacerla española, no sólo sin licencia, sino contra la voluntad expresa del pacífico y hasta tímido gobierno de Felipe III? ¿Cómo habrían podido guardar su conquista, si la lograban? ¿Cómo responder á su gobierno del mal éxito, si le había? El poco ruido que hizo el Senado véneto sobre esto, dándose ligerísima cuenta á las Cortes extranje­ras, y aun á la de España, cosa de tantas diversas ma­neras interpretada, confirma nuestro aserto de que la conspiración en sí misma tuvo muy corta importancia. Dijo con sospechosa franqueza Osuna, tratando de los aventureros franceses y holandeses, presos y ajusticia­dos, como autores de la conspiración, «que si aquella »gente tuviera fuerza para saquear á Venecia lo hicie- »ra, y que holandeses también le ayudaran»; los cuales,

 

según él añadía, se amotinaron por «no cumplirles las »pagas que se les habían ofrecido». Y aquí se ven dos cosas: la una que la conspiración no la negaba el virrey; la otra, que, al decir suyo, era obra de mercenarios mal pagados, que querían cobrarse por sus manos, sa­queando la ciudad. No negaba Bedmar tampoco que conociese á los jefes de aquellos aventureros; antes bien, confesó que ocho días antes de aparecer colga­dos, recibió en audiencia á dos de ellos, los cuales se le quejaron de que, por no haberles respondido á tiem­po Osuna, «se habían perdido buenas ocasiones de em- »presas grandes».

 

No cabe duda, por último, puesto que consta en una carta remitida por el duque de Osuna mismo al Gobier­no español (1), respecto á que los principales conjura­dos le atribuían grandes designios en perjuicio de toda Italia, y en particular de la República véneta; por lo cual contaban con él para sus planes. Bastaba que fuese pública la antipatía de Osuna á los venecianos, y que tuviera una escuadra en el golfo, para que los con­jurados confiasen en él, seguramente, sin que haya motivo para deducir, de esto solo, que aquél se pres­taba á auxiliarlos. Pero en cuanto á que ignorase el virrey, y sobre todo Bedmar, que habló con ellos, la conspiración, parece difícil creerlo; y el último, sobre todo, ni siquiera niega expresamente que la ignorase. Es lo más probable, por consiguiente, en todo esto que, como Osuna decía, los soldados venecianos de la Re­pública mal pagados, y acaso algunos plebeyos, de los

 

(1) Adjunta con la letra E al despacho de 24 de Julio de 1618. Tomo xlvi de la Colección de documentos inéditos para la historia de España.

 

que Bedmar suponía que estaban inclinados á ser vasa­llos de España y no debían ser sino mal contentos del régimen aristocrático de su patria, tramaran una con­juración, ó para alterar la forma de gobierno, ó, lo que es más probable, para despojar á los ricos de sus bie­nes, fiados en la falta de tropas nacionales de la Repú­blica; que para asegurarse buena retirada ó tener á quien entregar la presa, si salían bien, buscasen el fa­vor de Osuna, el más próximo, el más fuerte y el más conocido de los enemigos del Senado véneto; que Osuna y Bedmar, sin comprometerse mucho, dejasen correr á sabiendas una conjuración que podía, si no destruir aquella República, que tanto embarazaba en Italia nuestra política, cuando menos ocasionarla males y pérdidas difíciles de reparar en mucho tiempo, sobre todo si ardían su arsenal y su escuadra; y que el Senado véneto, advertido, por una delación, de la conjuración militar que se preparaba, y viendo mezclados en ella los nombres de Osuna y Bedmar, sin hallar pruebas que directamente los comprometiesen, adoptara el pru­dente camino que tomó de castigar duramente á los conspiradores, y disimular con los españoles. Así se explica bien que los medios preparados por la merce­naria gente conjurada fueran tan insuficientes para su empresa, aunque hubiesen podido intentarla tranquila­mente; que, descubierta la conspiración, Bedmar se encontrara en el embarazo que la doblez siempre pro­duce, por lo cual ni acertó á mantener su serenidad ante el Senado véneto, ni osó permanecer más en Venecia, aunque nadie llegara á amenazar directamente su per­sona. Que esta sea la verdad y no otra, lo vino á de­clarar el duque de Lerma, que debió estar mejor ente­

 

rado que nadie, en la consulta del Consejo de Estado de Madrid de 25 de Junio de 1618, sobre la instancia que acerca del asunto hizo el embajador de Venecia. Dijo Lerma entonces, y nótese que era en el secreto de las deliberaciones: «que, si en Venecia hubo subleva- » ción, sería de naturales mal contentos y recelosos del bien público, que acudirían al recurso que allí »tenían, que era el embajador de España, el cual, szzz > aconsejarles ni inducirlos, podría haberles guar­dado secreto, por la confianza que tenían de él y ->por no hallarse obligado á otra cosa». ¿Estaría Lerma personalmente enterado, de antemano, de un suceso que, con tanta exactitud á nuestro juicio, des­cribía luego, aunque no lo estuviesen ni el Rey ni el Consejo?No es improbable. De éste, y no de otro modo, como el francés Mr. Daru ha demostrado, y es notorio, se entendía en el siglo xvn la fe diplomática; y bien podían ver con indiferencia, y hasta con gusto, los go­biernos de entonces, las conjuraciones tramadas con­tra un Estado enemigo, cuando nada era tan frecuente como urdirlas unos contra otros. No nos hemos deteni­do, pues, tan excesivamente en este punto, sino por poner algo en claro una cuestión muy controvertida; que, por lo demás, á haber sido otro el gobierno de Felipe III, y si el intento de hacer á Venecia provincia española no hubiera sido tan temerario, con razón po­dría sospecharse, sin necesidad de conocer los docu­mentos citados, que la conjuración contra Venecia fué cosa formal. Desde la traición de Antonio Pérez, no dejó ya más Francia de intrigar en la corona de Ara­gón para que se levantase contra España, como lo lo­gró en parte al cabo en 1640; y España, por su lado,

 

ni en tiempo de Felipe II, ni aun en tiempo de su hijo, mientras tuvo recelos de Enrique IV, dejó de favorecer cuanto pudo á los descontentos franceses. Lo que nos parece sin fundamento, es el proyecto atribuido por Daru al duque de Osuna, de alzarse con ayuda de Venecia, rey de Nápoles; y derivado sólo de voces vagas, que corrieron por Nápoles, cuando en 1620 fué Osuna destituido del virreinato. A haber tenido tal proyecto, no hubieran quedado en vanas palabras ó amenazas las demostraciones de aquel hombre tan osa­do y fecundo en recursos, el día en que, contando sólo con sus enemigos, y con órdenes secretas de la corte, se presentó repentinamente el cardenal D. Gaspar de Borja en Prócida, acompañado del famoso D. Diego Saavedra Fajardo, y algunos pocos caballeros particu­lares que le asistían en Roma, y violentamente se hizo conocer por virrey. Quieto, aunque despechado, dió entonces lugar Osuna á que todas las autoridades del reino prestasen obediencia al cardenal, y á que éste, que era hombre de aliento, se metiera una noche se­cretamente en Castello Nuovo, obligándole así á en­tregar el mando. Pudo alegar para resistir Osuna, y no le faltara razón, que no era conveniente forma aquella de reemplazarle en su gobierno. Francisco Zazzera, autor de unos diarios del gobierno de Osuna en Nápo­les, refiere que estuvo éste para volverse loco ó morir de pena, viéndose tratado de tal suerte; que andaba furi­bundo y acariciando al parecer terribles pensamientos contra el cardenal; pero no indica siquiera la especie de que tratara de rebelarse. Ni le hubiera sido, en ver­dad, fácil, porque los defectos de su carácter le habían enajenado las voluntades de todos los españoles y de

 

todos los italianos, con excepción de algunos pocos plebeyos, y el día de su relevo fuétodo júbilo Nápoles, á lo que el mismo Zazzera añade. Aquellas mismas faltas de su carácter y el poco favor que, después de la caída de Lerma y Uceda, tenía en la corte, fueron causa sin duda, de que se dispusiese en Madrid una forma de relevarlo tan desusada y violenta. Por lo demás, los mayores y más hábiles enemigos del duque en Nápo­les, de lo que le acusaron no fué de traidor, sino de enriquecerse por medios no ya ilícitos, sino hasta bár­baros, de vida licenciosa y aun desvergonzada, y hasta de no oir misa, ni creer en Dios; y gente que á tanto llegaba no habría dejado de acusarle de traición tam­bién por poco que valiera la sospecha. Al dar cuenta el cardenal Borja al rey de haber echado á Osuna de Nápoles, le hablaba en verdad de las artificiosas dila­ciones de éste para dejar el mando, y de los peligros en que por su culpa estaba ya la tranquilidad pública, pero nada de traición; terminando, por cierto su parte, con estas severas palabras: «si V. M. no arrima con »más cuidado el hombro al gobierno de los reinos, ex- aperimentará cada día mayores inconvenientes». Feli­pe III no oyó el consejo; y el haberse sacado á Villa- franca de Milán, á Bedmar de Venecia y á Osuna de Nápoles, no sirvió más que para disminuir en Italia nuestro poder; porque tales como aquellos hombres eran, valían mucho más que los que desde Madrid los censuraban.

 

Las de Alemania fueron, después de las cosas de Italia, las que más llamaron la atención de Espa­ña en este reinado. No había mayor interés para ella, en el mundo, que hallar comunicación fácil entre 14

 

sus lejanas provincias de Lombardía y Flandes, al tra­vés de los extensos países, que atravesó el gran duque de Alba con sus tercios en el siglo anterior. Por eso levantó el conde de Fuentes el fuerte de su nombre en los confines de la Suiza católica y de los grisones, asegurando á nuestras, tropas la entrada en Alemania; y si hemos de dar crédito al conde de Khevenhüller, em­bajador del Imperio en Madrid y autor de los Anales de Fernando 11, llegaron asimismo á estar muy adelan­tados los tratos para cederle á Felipe III, en cambio de los derechos que podía alegar á las coronas de Hungría y Bohemia, una parte del Austria occidental, con el fin de abrirnos para siempre el paso de los Alpes, median­te el dominio de sus dos vertientes, itálica y germáni­ca. De esta suerte se hubieran dado más la mano las dos ramas, alemana y española, de la casa de Austria, y facilitádose, además, el paso de los ejércitos de Lom­bardía, hasta el Rhin, donde iban ya también tomando oportunas posiciones nuestras armas; con lo cual se habría acudido mucho mejor al socorro y defensa de Flandes.

 

Precisamente el transporte allí de tropas, por mar, sobre todo desde que dejamos de disponer de la pla­za de Calais, en tiempo de María de Inglaterra, ha­bía ya llegado á ser tan difícil, que la frase de poner una pica en Flandes quedó en la lengua castellana para determinar una enorme dificultad vencida. No dejó nunca el gobierno de Felipe III, pacífico como era, de hacer esfuerzos grandes para alcanzar tamañas venta­jas. D. Gómez Suárez de Figueroa, á quien llamaron sus contemporáneos el gran duque de Feria, y fué el último de los magnates españoles de aquel siglo, que

 

algo mereciera semejante calificación, sucedió á Villa- franca en el gobierno de Milán; y, aprovechándose de las continuas diferencias de los habitantes de la Valte- lina con los grisones, que los tiranizaban, intervino á mano armada en sus contiendas, y se apoderó de una gran parte del territorio. Acababa de estallar entretan­to la guerra llamada de los treinta años en Alemania entre la unión evangélica, formada por los protestan­tes alemanes y el emperador, que estaba, como todos sus antecesores desde Carlos V, á la cabeza del parti­do católico alemán. Púsose también España de parte de éste, como correspondía á su tradicional política; y el marqués de Spínola llevó á Alemania nuestro ejérci­to de Flandes, á la sazón ocioso, dejándonos ya empe­ñados para el reinado siguiente, en nuevas y costosas empresas. No tuvo ocasión de lograr Felipe 111 ninguna ventaja notable contra los protestantes, privilegiados enemigos de su padre. En cambio hizo más que él con­tra los moros de Africa, porque, después de ocupada Alarache, cual se ha indicado, envió en 1G14 áD. Luis Fajardo á la conquista de la fortaleza de la Mamora, tomando con tal calor la empresa, que, al decir de Gil González Dávila, ninguno de los nobles que podían ir «se atrevió á quedar en la corte, teniendo por cosa » vergonzosa estar en ella cuando las armas de su rey »entraban victoriosas en Africa». También fueron ca­ñoneadas en este tiempo las plazas de Salé y Arcila por las escuadras españolas; y más perseguidos que nunca los corsarios turcos.

 

Pero en el ínterin que tan perezosamente caminaba la política exterior de España, y que la interior estaba en la apariencia reducida á fundar y dotar conventos,

 

no obstante la famosa consulta del Consejo Real de 1619 y las censuras que el exceso de las fundaciones piadosas, de la amortización y número de las personas eclesiásticas, arrancaban ya á los mejores escritores políticos, dos cosas se encaminaban á su fin y le tuvie­ron, con poco más de tres años de distancia: la privan­za del duque de Lerma y la vida de Felipe III. Aquel breve espacio de tiempo, puede decirse que, por ente­ro, se ocupó ya en Madrid en guerras cortesanas. No era tan torpe Lerma que no viese venir con tiempo su caída, y negoció que le hiciese cardenal el papa, fiando con razón de la piedad del rey, que aquella dignidad le defendería de sus enemigos, por más que el prodigioso influjo, que hasta allí había tenido sobre su ánimo, se convirtiese en despego, sino en aborrecimiento. Vistió­se, en suma, de colorado para no ser ahorcado, según decía uno de los libelos aconsonantados de la época. Porque es de advertir que, desde la muerte de Feli­pe II, no cesó ya de haber una especie de periodismo clandestino y manuscrito en España. Un cierto Iñigo Ibáñez, que fué secretario del duque de Lerma, escri­bió un terrible papel contra Felipe II después de muer­to, intitulándole El Confuso y mal gobierno del rey pasado; y estuvo varias veces preso por otras diatri­bas contra D. Pedro Villafranqueza y D. Rodrigo Cal­derón. Y en este reinado comenzó también á hacer co­rrer de mano en mano sus versos satíricos contra los ministros, y hasta contra el rey mismo, el célebre con­de de Villamediana. Eran ya generales, en todas for­mas, la murmuración y el odio contra el favorito, cuan­do el rey le apartó de su lado. En vano pretende el historiador Bernabé de Vivanco, partidario acérrimo de

 

Lerma, que, al mandarle dejar á éste el rey el manejo de los papeles, lo hizo <más por dar satisfacción al »mundo de su fidelidad, que con pretexto de que hu- »biese cometido delito; y con intento de volverle á su >palacio más que de apartarle, como se hubiera visto »claro si se viera». Mucho le engañaban, sin duda, sus propios deseos á Vivanco. Atacado el favorito, no ya sólo por los libelistas, que esto poco importaba segu­ramente, sino por el confesor Aliaga, y cuantos cléri­gos, frailes y monjas solían rodear al rey, en particular por el padre Juan de Santa María; no bien defendido por sus deudos y amigos, el conde de Lemos y D. Fer­nando de Borja; fuerte y astutamente contradicho, hasta por su propio hijo, el duque de Uceda, aliado del confesor Aliaga, con cuya ayuda le disputaba tiem­po había ya la real gracia, estaba sin remedio perdido cuando le despidió el rey. Tanto ó más, que sus pro­pios hechos contribuyeron ciertamente á desacreditarle y facilitar su caída los principales agentes de quien se servía.

 

Era el más caracterizado D. Rodrigo Calderón, nom­brado marqués de Siete Iglesias; hombre soberbio y codicioso, y que de humilde condición se había levan­tado á los más altos puestos con escándalo de la corte, donde á la sazón lo invadía todo la alta nobleza, si no ya ganosa de influjo social y político, sedienta de aquellos mismos empleos provechosos, que abrían la puerta al ocio y al placer. Fué después de Calderón, el mayor favorito de Lerma un cierto D. García de Pareja, joven, de muy buen parecer, y también de me­diano origen, sobre cuya vida ha publicado poco ha el Sr. Gayangos curiosos detalles; sospechando, como

 

ya había sospechado el autor de este estudio, que este sea el verdadero nombre del que, con el supuesto de Gil Blas, dejó las curiosas y exactísimas memorias de aquel tiempo, que publicó el francés Le Sage, con es­tilo y forma de novela, y no sin añadir, sin duda, bas­tantes accidentes ó detalles propios. A D. Rodrigo, como más alto, se le acusaba de graves crímenes, de los cuales uno se le probó plenamente: el de la muerte que mandó dar á un tal Francisco Juara, pretextando que le quitaba el crédito. Apartóle el rey de su servi­cio antes de la caída de Lerma, mandándole formar un proceso, y aun darle tormento para que declarase to­das sus culpas, derogando para aquel caso especial, por medio de una especie de rescripto, la ley que pro­hibía dársele á las personas de su condición, fuera de pocos casos determinados. Nada hay más seguro ni más singular que el odio implacable que mostró Feli­pe III á Calderón, en lo que le quedó de vida, compla­ciéndose en tener noticia de su proceso, y en que se le tratase rigurosamente. Por lo que toca á la privanza de Pareja, corrían, á lo que parece, por la corte versio­nes que la hacían muy vergonzosa para él y Lerma, de Jas cuales no sólo se hallan indicios entre los satíricos de la época, sino en el proceso original de Calderón que se conserva en Simancas. ¡Triste idea dan de la moralidad secreta de aquella época, en la apariencia tan santa ó entregada á la devoción, así este proceso de Calderón como el de Camarasa antes citado! Lerma y Calderón, sobre todo, aparecen como codiciosos y preocupadísimos, de una parte, y de otra destituidos de escrúpulos para mandar envenenar ó matar á hierro á quien quiera que les estorbase; siendo varias las

 

muertes repentinas y sospechosas de que, aparte de una probada, se hallan indicios graves. Aparece tam­bién de su proceso, que Calderón trataba bastante mal á los pajes favorecidos por Lerma á la manera que García de Pareja, y que el contar lo que pasaba en casa del gran privado de Felipe III, podía fácilmente conducir al hablador á prisión y á la muerte. No es ex­traño, pues, que trasluciéndose poco á poco su vida íntima, llegara á tener tan poquísimos amigos Lerma, y que el mismo Felipe III, de algo advertido, que ya le pareciese inexcusable, le perdiera el cariño tenaz que le tuvo.

 

Mandóle, por último, retirarse á Lerma á Valladolid, donde todavía años después se descubrió que tenía parte en una trama urdida por medio de su confesor para asesinar al conde-duque de Olivares, ministro de Felipe IV. ¡A tanto llegaba la ambición de aquel mag­nate, que era, sin embargo, dulce y humano, según todas las apariencias, y á tanto la perversión secreta de su tiempo! A la verdad, las faltas expuestas ó somera­mente indicadas de Lerma, le señalan por uno de los hombres menos estimables, que hayan puesto hasta aquí mano en el gobierno de España. La Inquisición daba evidentemente más religión á los labios que á los corazones, ó al menos los que la manejaban no se aplicaban á sí propios la severidad que á los demás, ¡base rápidamente degradando, en tanto, el carácter español, y convirtiéndose la antigua turbulencia en hi­pocresía. Se advierte, sin embargo, que la Inquisición era cada día más intolerante con las ideas que juzgaba peligrosas, ó con las prácticas heréticas y supersticio­sas; pero no tan dura como pudiera creerse con los pe­

 

cados comunes. Así obedecía á su carácter más bien político que religioso; dependiendo además, en esto como en todo, la eficacia de su acción, del impulso que le comunicaba el poder real, á quien principalmente servía. Nada sería más curioso ahora, bien que ajeno de la índole de este trabajo, que relatar minuciosamen­te la persecución de que fueron objeto, uno tras otro, no sólo los deudos, sino los amigos todos de Lerma, después de su caída, y hasta su propio hijo, miserable instrumento de los enemigos de su casa para derribar al más temible de ella, que era el padre. Bernabé de Vivanco, que la cuenta muy al por menor, como quien la padeció, siempre atribuye al partido de los cléri­gos, frailes y monjas, no sólo las desgracias de Ler­ma, sino las de todos los suyos.

 

La última acción notable de Felipe III, fué su viaje á Portugal, donde celebró Cortes, porque ya, á la vuelta, estuvo para morir en Casa-Rubios, donde llegó á ha­cer testamento. Alivióse, al parecer, algún tanto; y en el poco tiempo que le quedó de vida, apenas le preo­cupó ya otra cosa que el proceso de Calderón. Pero bien pronto volvió á caer enfermo, y el 31 de Marzo de 1621 acabó sus días, asistido, entre otros, por el va­rias veces referido Florencia, á quien no sin razón dijo poco antes de expirar: «Ahora no hallo cosa buena que »me aliente, ni vos cuando prediquéis en mis honras »la hallaréis que decir; pero encárgoos que miréis por »la honra de los muertos». Atormentábale, con efecto, y mas que nunca, en aquella hora suprema el recuerdo de las omisiones que había tenido en el reinar; de no haber gobernado por su persona; de haber entregado su voluntad á otro que á Dios. Los famosos cohechos

 

por él consentidos debieron también ponérsele enton­ces con su verdadero carácter, ante los ojos; y más si pensó en que hubo hombre, como el conde de Villa- longa, D. Pedro Franqueza, secretario de Estado de Aragón, que, en treinta y seis años con su padre, no tuvo nota, y en su tiempo dió lugar, llevado del mal ejemplo de otros más altos, á que se le capitulase por cuatrocientas setenta y cuatro cargos nada menos; de resultas de lo cual murió en la cárcel. No fué más hon­rado que su padre el último primer ministro de Felipe, D. Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de Uceda; de suerte que, con ser tan devoto y casi santo, dejó Feli­pe III corrompido el gobierno, cual nunca, lo cual debió producirle profundísima amargura. Al exhalar su último suspiro tenía en las manos el propio crucifijo con que habían muerto su abuelo y su padre; ¡piadosa y singu­lar tradición de familia! Y es digno de notarse aquí, por último, que los minuciosos detalles que quedan de aquellos postreros momentos de Felipe III, los consig­nó con fecha 13 de Abril de aquel ano, la primera de las cartas impresas que, con la firma de Andrés de Al- mansa y Mendoza, ó simplemente Andrés Mendoza, pasan por ser en España el primer ensayo del perio­dismo.

 

 

 

 

 

 

 

ENOS POBLADA quizá que en el reinado anterior, quedó al terminar éste la Península, á parte de la expulsión de los moriscos. El

 

ejército, con la misma organización y reputación toda­

 

vía que en los tiempos pasados, tocante á los cuerpos viejos, aunque ya comenzaran á mermar su prestigio, sobre todo el de la infantería, algunos sobrado bisoños, que pasaron á la guerra de Saboya. La marina, con

 

más reputación quizá que nunca, gracias á los arma­mentos felices de Osuna en Nápoles. Luego que pasa­ron, dice con respecto á las letras Capmany, «los días * felices aún del reinado de Felipe III, que disfrutó de »los ingenios que habían sobrevivido al reinado de su >padre, el lenguaje declinó insensiblemente»; pero, hasta entonces, continuó brillando el Siglo de Oro de

 

nuestra literatura con los mayores prosistas y poetas que haya alcanzado España. Los Argensolas, Jáuregui, Villegas, el mismo Lope de Vega, florecieron en este tiempo; pero también Góngora, de suerte que dentro de este progreso estaba ya la decadencia. Sigüenza y

 

Yepes, fueron con Mariana y Cervantes, heredados de Felipe II, los principales prosistas de la época; y basta para decir cuáles eran citarlos. Los padres Juan Már­quez y Juan de Santa María, con su Gobernador Cris­tiano y República Cristiana vulgarizaban, en tanto, el Derecho público del siglo, escribiendo acerca de él en romance, y no sin mantener atrevidas opiniones; al paso que el canónigo Pedro Fernández de 'Navarrete en su Conset vación de Monarquías, el Padre Juan de Ma­riana sobre la moneda, y otros echababan los cimientos de la Economía política. Por lo que toca á las Cortes y en especial las de Castilla, ni más ni menos influye­ron que antes, habiéndolas reunido Felipe II once veces, y seis su hijo, en la mitad de tiempo de reinado. La Hacienda no tuvo tan graves ni tan frecuentes compro­misos como en el reinado anterior, porque hubo menos ocasiones de gastarla. Mas, sin embargo, los mayores errores económicos que se cometieron en España du­rante la dinastía austríaca, en este reinado, tuvieron lu­gar precisamente. Hemos visto, por Luis Cabrera, que al comenzar á reinar Felipe II, estaba en buen arreglo la moneda, no habiéndose pensado aún en sacar partido de ella, para proporcionar recursos á la Hacienda pú­blica, con daño de todos y de la riqueza de la nación. Con efecto, ni los Reyes Católicos, ni Carlos V toca­ron al justo valor de la moneda, bien que no les falta­sen antiguos y malos ejemplos que seguir; y Felipe II los imitó generalmente en este punto, cediendo en algo á las exageradas y erróneas pretensiones de las Cor­tes; pero resistiendo en lo más importante. Desde este reinado de Felipe III, «desatóse ya», dice con razón el Sr. Colmeiro, «una lluvia de pragmáticas alterando la

 

amoneda, tan indiscretas y contradictorias, que no es a fácil ni necesario recogerlas», ó sea exponerlas. Pues esto, aunque profundamente perturbador, de los cam­bios, y contrario al desarrollo del comercio, no fué nada comparado con el daño de acuñar sin tasa la mo­neda de vellón, como si se creasen así valores reales, ó no debiera ella ser meramente supletoria; daño desde 1603 experimentado. Inundaron bien pronto los comer­ciantes extranjeros de moneda de cobre, falsificada en sus fábricas, nuestros mercados, llevándose en cambio el oro y plata que venía de América; de suerte que por uno que el gobierno ganó, perdieron ciento los particu­lares, y el desorden ocasionado por tal manera, duró ya todo el siglo xvíi. Contemplando, finalmente, aun­que de muy lejos, estas cosas, el napolitano Tomás de Campanella, y el holandés Juan de Laet, predijeron ya entonces la ruina próxima del poderío español. Y en España mismo, escribió al morir Felipe III el novelista é historiador Gonzálo de Céspedes y Meneses, al dar principio á la historia de Felipe IV, estas solemnes pa­labras: «el gran empeño y diversiones de sus riquezas »y tesoros, cargas de pechos y gabelas, arbitrio in- »fausto y detestable de la moneda de vellón, y la larga »invasión de sus rebeldes, parece que amagan seguros »males al imperio, y que es lícito argüir del nuevo »príncipe español, que ha venido á ser reparo ó á ser »testigo de su ruina». No fué ni reparo, ni testigo, como veremos ahora: fué tal el nuevo príncipe, que se bastaba él para perder cualquier monarquía, dado un régimen político en que tanto dependía ya de las con­diciones personales del gobernante, como era á la sa­zón el de España.

 

VIH

 

UVO FELIPE IV dos hermanos varones, á los cuales amó tiernamente: D. Carlos el uno que nunca se separó de su lado, hasta que murió al frisar en veinticinco años, y D. Fernando, de quien

 

se hablará más largamente después. Asi como el prime­ro se entregó á lecturas literarias, llegando á ser más que mediano poeta, el segundo, á quien se dió un cape­lo y el arzobispado de Toledo, de niño nunca pensó más que en armas, caballos y planos de fortalezas ó batallas, según refieren los embajadores vénetos. También tenía aquel monarca dos hermanas, que habrá que mencionar más adelante, Doña Ana que fué reina de Francia, y Doña María que estuvo para ser reina de Inglaterra, y fué al cabo emperatriz. Comenzó, á poco de empezar este reinado, la desaparición insensible en palacio del influjo de los eclesiásticos; porque, aunque era puntual en cumplir los deberes de cristiano el nuevo rey, nada te­nía, sin embargo, de devoto. Si al fin de sus cansados años comunicó pensamientos íntimos con alguna per­sona consagrada á Dios, para aliviar su alma, no puede

 

decirse que entonces, antes, ni después, estuviese la corte de España bajo la influencia clerical, como había estado. En cambio se sometió tanto ó más que su pa­dre á su privado el conde de Olivares; llegando, por eso, á contar el P. Maestro Laynez y otros escritores políticos, la mala costumbre de tener privados, ó per­sonas en quien soltar el peso del gobierno, como insti­tución particular y propia de la monarquía absoluta. •

 

Vivamente combatida antes la supuesta institución por los escritores y el clero, rehusó al principio Oliva­res el nombre de tal; pero tomó luego todas las atribu­ciones de Lerma, acabando por recibir también, sin es­crúpulo, el título de privado ó valido. El privado, pues, los Consejos y las Juntas transitorias que con los indi­viduos de ellos solían formarse para casos especiales, continuaron constituyendo en el nuevo reinado el go­bierno español. La oposición, que mucho tiempo laten­te, á causa de la avasalladora influencia de Olivares sobre el rey, se compuso al cabo de la grandeza y los nobles, llamados por Felipe III, y convertidos ya en in­trigantes; y al calor de esta clase privilegiada se reunían todos los descontentos del poder. Este, no ha­llándose ya ejercido por la persona real, que era á quien tributaban una especie de culto los súbditos altos y bajos, comenzó á perder algo de día en día de su antiguo prestigio; y aflojada además la administración de justicia, y relajado el gobierno político, poco á poco sefuéobrando una transformación talen las costumbres, que parece imposible en tan breve espacio. Comparan­do las Relaciones del historiador Luis de Cabrera, con los Avisos de Pellicer (una y otra obra ya publicadas), adviértese una diferencia inmensa en el número y cali­

 

dad de excesos ó crímenes, desde Felipe III á Feli­pe IV. El pueblo, que no había hecho más que oir, ad­mirar, ó temer en tiempo de Felipe II, y murmurar ó lamentarse con prudencia en el de Felipe III, comienza aquí á dar claras señales de seguir con más atención que respeto, la marcha de las cosas palaciegas, que son las únicas políticas un tanto á su alcance. Y las publicaciones clandestinas, nacidas á raíz de la muer­te de Felipe II, y bastante leídas ya en los días de Fe­lipe III, rápidamente se aumentaron, asi en número como en éxito, llegando á ostentar por último una licencia, no superada en ninguna monárquía, ni en las más libres, hasta ahora. Faltaba aplicar la imprenta á estas mur­muraciones, cosa que nadie osaba, por la dificultad del secreto en una industria, que andaba en tan pocas ma­nos; faltaba la comunicación general de unas y otras provincias, y de unos súbditos con otros, que habría hecho aquel género de oposición mucho más peligroso; pero en Madrid, por lo menos, todos los actos del go­bierno eran áspera y libremente zaheridos no ya de palabra, sino también por escrito. En estos papeles, compuestos muchos de ellos por personas que habían corrido el mundo y estaban libres de las preocupaciones vulgares, no sólo se decía la verdad al rey y á los mi­nistros, sino á la nación misma. Cuerpo fantástico, llamó, por ejemplo, á su celebrado poder y grandeza, uno de ellos. Tales caracteres distinguieron, en suma, de la de otros tiempos, la política interior de España, en el largo período de reinado que comienza á ocupar­nos. Los principales personajes de entonces darémos- los á conocer como hasta aquí, valiéndonos ordinaria­mente de las Relaciones venecianas. Pedro Gritti, que

 

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conoció á Felipe IV en vida de su padre, y á la edad de diez y seis años, le atribuye gran vivacidad de ingenio natural, quieto y plácido, aunque algo más inclinado á la cólera que el de aquel, y suma cortesía. No asistía al Consejo de Estado, ni siquiera como su padre á una junta especial, para enterarse de los negocios, cosa que él lamentaba, más que convenía al monarquismo rece­loso de la época; y según Gritti añade, los ministros le vigilaban por eso sobremanera, y no decía una palabra que no se pusiese al punto en conocimiento de su pa­dre. El único rey de esta dinastía que tuvo, por lo que se ve, generosa confianza en su sucesor, fué Car­los V. Tal como le describe Gritti tenía que ser aún Felipe IV, cuando sucedió á su padre; y once años des­pués dijo de él Luis Mocénigo, que era en todos los ejercicios corporales muy ágil, gran jinete, sufrido á la fatiga, amigo de la caza y en general de diversiones, sobre todo de las corridas de toros, en que solía tomar parte, y de las comedias, para ver las cuales iba de incógnito á los teatros ó corrales, además de hacerlas representar en palacio frecuentemente. Conocíase que presumía mucho de sí propio, daba con facilidad au­diencias, contestaba brevemente y con generalidades, aparentaba gravedad, vestía con modestia de ordina­rio; pero se complacía mucho también en mostrarse de gran gala: no se ocupaba poco ni mucho en los nego­cios públicos, y era muy dado al amor, con mujeres de condición humilde por lo común. «Si gobernase, se cree »de él que lo haría puntualmente y con equidad y jus­ticia»; decía Francisco Córner en 1634, resumiendo en dos palabras las condiciones de su carácter. Estaba muy dado á la lectura de libros históricos por entonces;

 

parecía menos entregado que antes á las mujeres y gustaba ya bastante de que le enterasen de cuanto pa­saba; mas cual siempre lo fiaba todo en su favorito, y aun le contaba cuanto le decían, por lo cual nadie osa­ba hablarle con franqueza. Poco á poco los años, el quebranto de salud nunca robusta y muy gastada en los placeres, y las grandes desgracias de su reinado, fueron convirtiendo el carácter de Felipe IV, de pla­centero que era, en melancólico; pero no se empeora­ron por eso sus cualidades morales. En 1643, después de despedir de su servicio al conde-duque, ya esta transformación se había verificado; y Gerónimo Justi- niani, que le conoció á la sazón, dijo que era amabilísi­mo con sus servidores, y más aún con los embajado­res extranjeros; que era más compasivo que liberal; que su repugnancia á derramar sangre era tal, que la impunidad más escandalosa comenzaba á enseñorearse del reino; y que amargamente lamentaba ya la disipa­ción de tesoros, la pérdida de Estados, la destrucción de ejércitos y escuadras, la aflicción de unos vasallos, la rebelión de otros, cuantas desventuras, en fin, había presenciado desde el trono. Añade Justiniani que su capacidad era bastante para todo; sin embargo de lo cual desconfiaba muchísimo de sí mismo, y tenía la responsabilidad moral de las resoluciones, gustando de seguir los consejos de otros, y echarles la culpa de cualquier mal éxito. Por último, resume Justiniani su juicio acerca de lo que aquel rey era en la madurez de su edad, con estas severas palabras: «Hay en él más »forma que substancia, y á la manera de los ídolos an­tiguos, él recibe la adoración, y sus ministros dan por »él las respuestas». La reina Isabel, en tanto, su pri­

 

mera mujer, nada intervino en los negocios póblicos, hasta que llegaron los grandes desastres de la monar­quía: contentándose con llorar en silencio la infidelidad del rey, que enamoraba á las mujeres de su propia ser­vidumbre, y llegó á tener, según en Madrid se decía y refirió á su corte un veneciano, hasta veintitrés hijos bastardos. Piadosa, dulce, poco dotada de salud en la última parte de su vida, tan estimada en la corte como su difunta suegra Doña Margarita, que casi murió en opinión de santa, al decir de Francisco Cór­ner, confirmado por otros embajadores vénetos, ni el menor motivo existe para sospechar de su virtud, como cierta tradición poética ha hecho. Prestó á ello ocasión la muerte violenta, dada de orden del conde-duque, y con asentimiento, sin duda, del rey, al conde de Villa- mediana. Mas, de una parte, ha demostrado D. Juan Eugenio Hartzenbusch, en cierto Discurso académico, los falsos fundamentos en que la tradición de los amo­res de Villamediana se apoya; y todo da á entender, de otra, que lo mismo Villamediana, que el gran amigo de Quevedo, Adán de la Parra, si cual parece murieron por sentencias secretas, iguales á las que costaron la vida á Montigny y Escovedo, no fueron motivados sino de sus excesos de pluma. Villamediana, sobre todo, desterrado ya en tiempo de Felipe 111, y vuelto á la gracia y séquito real, en el de Felipe IV, se puso de nuevo en oposición al gobierno bien pronto; y co­menzó contra él una guerra de papeles, letrillas y epi­gramas sangrientos, que no perdonaban al rey, ni al privado, ni á ningún personaje influyente de la época. El ser anónimos los papeles y epigramas, impedía for­mar procesos solemnes contra ellos; el ser tales como

 

eran solían señalar con certidumbre á los autores; y aunque notoriamente humano y bondadoso Felipe IV, no era difícil que, á instancia de su primer ministro, resolviese hacer ciertos ejemplares con un género de enemigos, como los libelistas, que en ninguna época, ni siquiera en el siglo en que vivimos, han sido trata­dos con indulgencia, á la larga, por ninguno de los po­deres, que han combatido, y que han terminado por echar mano de todas sus armas. La calidad, la reinci- cidencia, el exceso y la generalidad de los ataques, la dureza penal de los tiempos, todo esto junto, contribu­yó á que, en el caso de Villamediana, por ejemplo, fue­se el castigo desproporcionado; pero el de Quevedo y otros escritores enemigos del gobierno, excedió poco de los que ha presenciado en España misma, con todos los partidos, la generación contemporánea. Pero sea lo que quiera de esto, lo cierto es que nada aparece hasta aquí menos probado que el que faltara á la reina Isabel en lo más mínimo, á la severidad de conducta usada por todas las reinas de España desde los días infelices de Enrique IV. Queda por pintar brevemente la per­sona y los hechos del privado, para formar idea com­pleta de las personas que figuraron en la primera, y más larga é interesante parte de este reinado.

 

Tenía el conde de Olivares, D. Gaspar de Guzmán, al tomar realmente las riendas del poder, menos de treinta años; y era hombre de temperamento sanguíneo, colérico, de feliz memoria y buen discurso, aunque sin experiencia política alguna; habiendo mostrado ya grande astucia con saber mantenerse en la cámara del príncipe, á pesar de los recelos primero, y luego de la enemistad de Lerma, contra el cual trabajó en verdad

 

cuanto pudo, durante la decadencia de su favor, coli­gado con el partido que le era opuesto. Parece que al principio no fuese Olivares simpático al príncipe, que no supo pasarse luego sin él por tantos años. Verdad es que, al decir de Luis Mocénigo, era muy distinto su proceder del de otros favoritos; veía poco á su señor, le trataba con rigor, en lugar de persuadirlo ó rogarle; parecía como si diese órdenes, y aunque le viera ya con opinión formada, mantenía á todo trance la suya propia. Era, de otra parte, incansable en los negocios; y, por consagrarse á ellos, abandonó todo género de diversiones, asistiendo sólo por acompañar al rey. Su entendimiento se inclinaba naturalmente á la paradoja; complacíase en todo lo nuevo y extraordinario; forjába­se fácilmente quimeras; cualquier intento imposible, lo tenía por obvio, hasta que las dificultades, que despre­ciaba al principio, sobrevenían y lo aterraban, cogién­dole de improviso. De este retrato de Luis Mocénigo, lleno de verdad, sin duda alguna, se trasluce bien lo que era en substancia aquel ministro: hombre de enten­dimiento no vulgar, lleno de buen deseo, y hasta de noble ambición de servir á su patria; pero falto de aplo­mo, y la experiencia que solamente el hondo estudio ó la larga práctica de los negocios proporcionan; un polí­tico visionario, en fin, de esos que engendran todos los tiempos, y en todos traen' sobre los pueblos, que cie­gamente los siguen, confusión y estrago. Lo que Mo­cénigo dijo, y lo que el autor de este trabajo piensa, lo confirma el embajador Francisco Córner, diciendo, que era el conde-duque de muy capaz entendimiento, que estaba siempre sobre los negocios, alimentando única­mente su alma con las ideas del poder; que no era sen­

 

sible sino á la ambición; y que los ya numerosísimos y poderosos enemigos, que contaba, de 1631 á 1634, «no aponían en duda su integridad, no negaban su aplica- »ción, ni su deseo ardiente de acertar y engrandecer el »reino, sino que le culpaban del mal éxito que alcanza­ba su política, atribuyéndolo á la impetuosidad de su »carácter, á su afición á novedades, á sus pretensiones »mismas de hacer más grande á la monarquía, que pen- »saban otros ministros y que podía serlo», á poca ma­durez, en suma, de su juicio. Acusábanle también, y no sin razón, según las noticias todas, de insoportablemente altanero en su trato, de hablar demasiado, y con tal ve­hemencia, que dejaba descubrir sus intenciones á los enemigos; y aun quizá les pesaba á los cortesanos de entonces, bien que no hablaran de eso tanto, el que si­guiendo la inclinación natural del rey, fuera más avaro que pródigo en mercedes, y que ya que él no se apro­piaba los dineros públicos, impidiese que otros se lo apropiaran, como solían, en tiempo de Felipe III. Juan Justiniano, que sucedió á Córner, decía también del favorito en 1638, cuando ya iba de capa caída, que era Señor «de grande y pronto ingenio, inteligente, in­cansable en la fatiga, solícito en el servicio del rey, »fácil y amable en las audiencias», refiriéndose á las de los embajadores probablemente. Anade Justiniano que, ni más ni menos que al rey, cual hemos dicho, le repugnaban á D. Gaspar de Guzmán los severos ejemplares de justicia; que gustaba de oir proyectos y experimentarlos; que por la vivacidad de su genio se dejaba arrastrar de la cólera á veces; que vivía sin os­tentación, y con integridad y honradez, y no solo él mismo, sino también cuantos le rodeaban. El único de

 

estos que dió que decir de su persona, según los vene­cianos, fuéel jesuíta Salazar, su confesor, contra quien descargaron también su saña impíamente los escritores clandestinos de la época; y aquel de sus secretarios de quien fiaba más, sin que se murmurase, era el portu­gués Meló; el mismo, sin duda, que mandó luego en Rocroy.

 

Lejos de tomar para sí nada, en el entretanto, Justiniano suponía que su amor á las empresas ex­tranjeras llegó á punto de dar para ellas su propio dinero. Por lo demás, el veneciano advierte que cual­quier mediano éxito político ó militar, le llenaba de es­peranzas extraordinarias, y que para ser bien oído, no había más que hablarle de proyectos de engrandeci­miento de la monarquía; todo propio de su inexperien­cia, de su ignorancia política y de su poco exacto jui­cio. El último embajador véneto que de Guzmán trata, es Luis Contarini, que desde 1638 á 1641 estuvo en España; y esforzando cuanto habían dicho los anterio­res, le proclama «hombre capaz y astuto, no bastante­mente estimado, muy prudente y perspicaz, desinte­resado, asiduo al trabajo día y noche, religioso, pío, »amante de lo justo y de lo honesto; pero colérico, »impetuoso, terco, hasta el punto de no querer oir mu­chas veces á los que mantenían opiniones contrarias». Tal le había hecho á la larga la práctica del gobierno. Merece, á la verdad, el hombre en cuyas manos hizo patente su decadencia la monarquía española, «apeán- »dosenos del concepto altísimo, en que hasta allí nos »tenían los extranjeros» como Vivanco dice, que nos hayamos detenido en dar á conocer, por testigos con­formes é irrecusables, su verdadero carácter y circuns­

 

tancias. La excesiva duración de su mando, y á un tiempo mismo así sus buenas como sus malas cualidades, le enajenaron la voluntad de los más poderosos de sus contemporáneos; y el vulgo, que juzga siempre por el éxito á sus gobernantes, también le aborreció, porque fué desgraciado, condenando sin defensa su memoria. Pero es hora ya de que la historia pronuncie imparcial- mente su fallo, no absolviendo ciertamente de sus no­torias y graves faltas al desdichado ministro, sino re­duciéndolas á su justo valor. No era Olivares, no, ni un hombre vulgar, ni un malvado; y su carácter mere­ce respeto más bien que otra cosa. Aun es difícil cal­cular qué otra persona hubiera podido reemplazarle con ventaja en el gobierno, durante aquel reinado, porque desde que Felipe II, abandonando la generosa confianza de su padre, dejó de educar para rey á su hijo; y desde que los nuevos reyes no guardaron los ministros de sus antecesores, al modo que retuvo Fe­lipe II los de su padre, á costa de humillaciones, la tra­dición y la experiencia, que forman el alma de las mo­narquías absolutas, se rompieron de un golpe; quedan­do entregado el poder á aprendices políticos, que á costa de la nación se ensayaron en su difícil ejercicio. El más inteligente, el más trabajador, el más honrado, el de más buena fe de todos aquellos ambiciosos inex­pertos, fué D. Gaspar de Guzmán, sin duda alguna; pero no era posible que tal cual era, dejase de imprimir una errada dirección á la política, y cuando la quiso acaso cambiar, no era ya tiempo. Esto es cuanto hay que decir de la persona; y, tocante á los sucesos ocurridos durante su gobierno, preciso es recordar, antes de referirlos, lo que eran la grandeza y el poder de Es­

 

paña en el momento mismo de su apogeo: en el reinado de Felipé II.

 

El carácter pacífico del tercer Felipe, la prudencia de Lerma, única buena cualidad política que poseía, y más que nada la muerte de Enrique IV, con la minoridad de Luis XIII, en Francia, aplazaron por algunos años el triste espectáculo de la impotencia radical que tenía Es­paña para mantener su posición y su política en el mun­do; pero la hora había de llegar y llegó en tiempo de Felipe IV y de su gran favorito. Restableció, á la ver­dad, Olivares el gobierno personal de Felipe II, sin te­ner su experiencia ni su gran juicio; pero los ministros de Felipe III y de Carlos II siguieron más que él los dictámenes de los Consejos, y no les fué por eso mejor. Hubo menos calma, menos prudencia, es indudable, en el gobierno personal de Olivares que en el de los rutinarios juristas ó magnates de los Consejos; pero hubo mayor actividad, en cambio, más fertilidad de re­cursos, más unidad, sobre todo en el mando. Las pro­vincias, principalmente las lejanas, se gobernaron solas, según el capricho ó la condición de sus virreyes, en el reinado de Felipe III, como ya se ha visto, y en el de Carlos II como veremos después. Olivares con su cons­tante atención á los negocios, con su actividad quizá excesiva, con su inteligencia evidentemente superior, dió cierta unidad de nuevo á la acción del poder, que acaso le permitió resistir á la contraria fortuna por al­gún más tiempo. Pero la lucha principal había de ser con Francia, que contaba ya á la sazón con veinte millones unidos de almas, cuando la de España, que algún tanto creció, no obstante, en este reinado, con la poca paz que hubo, no debía de pasar de ocho apenas. Por otra

 

parte, los Estados de fuera de la Península, aunque ri­cos y poderosos en sí, nos obligaban á diseminar nues­tras ya escasas fuerzas; los fueros de las provincias Vascongadas, de Navarra'y de Aragón, echaban todo el peso de los tributos y de la guerra sobre la Corona de Castilla; y ninguna de estas dificultades las había crea­do Olivares. Tampoco estableció el Santo Oficio, y con él la superstición y la ruina pronta de todo saber útil en España, ni ocasionó la desaparición de las industrias, y de las célebres ferias nacionales, del todo ya realizada en tiempo de Felipe III, ni dió rienda suelta á la amorti­zación y á las fundaciones monásticas, que tanta parte tuvieron en el empobrecimiento material de España, ni expulsó judíos ó moriscos, ni siquiera estimuló las per­secuciones religiosas contra judíos ó heréticos, ni dió por sí solo lugar al descontento de la Corona de Ara­gón que venía desde Felipe II, ni fué quien dejó á Por­tugal tan suelto del resto de la monarquía, y tan poco afecto á su unión con los demás reinos, nunca de buena voluntad aceptada. En lo que pecó principalmente, fué en no estudiar bastante á fondo aquellos males que, no porque no los hubiese originado él, existían menos, y en querer remediarlo y salvarlo todo á un tiempo. Pero mantener más en pie aquel deforme coloso de '.a monar­quía española era imposible de todas suertes, como * desde el principio de esta obra dejamos ya indicado; y dado que no era verosímil que rindiera España, sin combate, la cerviz al destino, quizá fué Olivares, por su propio amor á lo imposible, el hombre propio de las circunstancias.

 

De mucho tiempo antes que Felipe III muriera, sabía­se, por lo demás, en la corte quién había de ser el mi­

 

nistro y favorito de su sucesor; y no tardó él por cierto en demostrar su privanza. En los últimos días del rey difunto, los amigos de Lerma, que estaba retirado en su villa de éste nombre, movidos de la ilusión de que se hizo eco Vivanco, quisieron tentar de nuevo la fortuna, mandándole venir á toda prisa. Era temida su llegada de muchos, por si prolongaba el moribundo rey la vida y lo volvía á su gracia; pero Olivares cortó la dificultad aconsejando al príncipe que ejerciese jurisdicción anti­cipada, y ordenara al cardenal que se volviese á Ler­ma. Hízolo el príncipe, y Lerma obedeció, no sin adver­tir que no reconocía aún autoridad en quien lo manda­ba; y tomando aquel odio á Olivares, que paró en un conato de envenenamiento. Tampoco había muerto to­davía Felipe III cuando Olivares le dijo públicamente al duque de Uceda, su antecesor, según se cuenta: «wz todo es mío». Tres días después de muerto Felipe III, logró asimismo reparación del agravio que de aquél había recibido, no queriéndole hacer grande. Propúsose con gran calor en seguida desagraviar á la nación de los ministros y cortesanos de Felipe III, y el primero que pagó sus culpas fué el Padre Aliaga, desterrado de la corte. Continuóse apresurando, por otro lado, el pro­ceso de D. Rodrigo Calderón, contra el cual hubo ex­traño rencor, no sólo de parte de Felipe III, sino de su hijo y Olivares, que, humanos con todo el mundo, fue­ron con él implacables. Habíase hecho odioso D. Rodri­go por su desmesurada soberbia, sobre todo á la noble­za, que se la perdonaba menos por su origen humilde, y no halló alrededor sino acusadores ó verdugos. Fué, pues, á la postre condenado á muerte, y degollado en la Playa Mayor de Madrid; y la noble entereza con que

 

murió, corriendo aún el año de 1621, disculpó en la opi­nión veleidosa del pueblo todos sus yerros. Si no hubo otro motivo para su castigo que el asesinato de Juara, confesado en el proceso, fué aquel sin duda excesi­vo para las ideas del tiempo, porque, como dijo Vi- vanco aludiendo á la muerte que se dió más tarde á Villamediana, «si mandar matar á un hombre ordinario, »puso á un hombre tan grande en tal estrago, si fuera »noble, y el aplauso de los más valientes ingenios, ¿qué »debería hacerse con el agresor? » Desconocía, ó afec­taba ignorar Vivanco, que lo de Villamediana no proce­dió seguramente, como lo de Juara, de venganza priva­da de un ministro, sino de castigo real; aunque destitui­do de formas jurídicas y odioso como todos los de su especie. «En este instante, se comenzó á tocar», escri­be también Vivanco, al referir estos primeros pasos del nuevo ministro, «la destrucción de la casa de Lerma y »la de sus criados»; y, con efecto, no bien acabado el proceso de Calderón, comenzaron los de tres duques muy famosos en el anterior reinado: Lerma, Uceda y Osuna. Andaba éste último por la corte desde 1620 que vino de Nápoles, suscitándose enemistades, antes que aplacando las antiguas, con la soberbia de su condición, y el lujo desmesurado de su casa y persona. Pública­mente se le acusaba en corrillos y papeles de haberse enriquecido malamente en el gobierno de Nápoles; y el conde de Villamediana le apellidó, antes de morir, el ladrón, en unas coplas. Despreciaba tales murmuracio­nes Osuna, y aun las alentaba cada día con su conduc­ta, llevando tras sí siempre veinte coches con multitud de caballeros españoles y napolitanos, sus favorecidos, haciéndose, además, guardar por cincuenta capitanes y

 

alféreces reformados, vistiendo, en fin, telas extrañas y costosísimas, sembradas de piedras preciosas. En una de las fiestas de Madrid entró á justar en la Plaza Ma­yor con cien lacayos vestidos de azul y plata; y no ha­bía príncipe ó grande que le igualase en magnificencia, ni el rey apenas. Mientras vivió Felipe III y Uceda, á quien tan suyo tenía por parentesco $ dádivas, dirigió el gobierno, la emulación nada pudo contra él; pero el conde-duque, íntegro de por sí y con vivo deseo de se­ñalarse por justo, no quiso dejarle sin castigo. Ya la nobleza y tribunales de Nápoles habían hecho una infor­mación para justificar el haber llamado al cardenal Bor- ja. Sobre los datos ciertamente exagerados de esta in­formación, se decretó la prisión del duque, que llevó su desgracia con entereza durante los dos años y medio que estuvo encerrado, ya en el castillo de la Alameda, cuyos muros, á medio caer, se ven aún no lejos de la quinta que con aquel nombre tenían ha poco sus suceso­res, ya en Madrid, donde murió, más de despecho que de otra cosa. Libró á Lerma de andar los mismos pasos que Calderón ú Osuna el capelo cardenalicio, como ha­bía previsto, y ni aun por la indigna conjuración urdida contra Olivares, recibió otro castigo que darle á enten­der que la sabía el rey. Mas Uceda, que no tenía tal defensa, cayó en poder de los tribunales, y sabe Dios á dónde llegara su castigo, si el rey no hubiese interve­nido, contra su costumbre, en aquel asunto, declarando en una cédula autógrafa, que no había faltado á sus obligaciones. Lo mismo Lerma que su hijo llevaron al sepulcro bien pronto sus pesares; pero entretanto estu­vieron sujetos á una junta llamada de reformación de costumbres, constituida con el objeto de que á todos

 

los que eran y habían sido ministros, desde 1603, se les registrase la hacienda que poseían ó habían enajenado, bajo penas gravísimas, de modo que fuera fácilmente conocido el patrimonio de cada uno, para calcular si lo había ó no aumentado por malos medios. Fué, en virtud de este retrospectivo examen, condenado Lerma á pa­gar al fisco setenta y dos mil ducados anuales y el atraso de veinte años, por las rentas y riquezas adqui­ridas en su ministerio. Dió con este motivo el pueblo de Madrid señales de gran contento y hasta de frene­sí, muy á despecho de Vivanco, que se desató contra él en imprecaciones, como si entonces no tuviera la multitud razón, aunque no la tenga siempre. No se con­tentó, naturalmente, Olivares con rebajar á los contra­rios, sino que elevó al mismo tiempo á otros, procuran­do hacerse también clientela. Alzó los destierros á per­sonas importantes que los padecían por su oposición al gobierno pasado, y devolvió plazas y dignidades que se tenían por mal quitadas; siendo entonces cuando, entre otros, volvieron á la corte Villamediana del monaste­rio de Fitero y Quevedo de la Torre de Juan Abad, fa­moso ya éste último por sus obras y su amistad con Osuna. Pero lo más importante que debe considerarse en este cambio de rey y ministro, es lo que en él hubo de verdaderamente político. Extractándolo de la extensa y confusa obra del tan repetidas veces citado Vivanco, ha publicado en otra ocasión ya el autor de este traba­jo, el programa de Olivares al encargarse del gobierno, que da idea clara del estrecho sentido político de aquel tiempo. Comenzó por insinuarle al nuevo rey, «que »muchos, viéndole de tan pocos años, se le querrían ^introducir á darle consejos y gobernarle, y que esto

 

osería dejarle caer á cada paso en notable confusión, y »se perturbaría todo el buen gobierno, y que así S. M. »había de ser servido de que hombre humano no pu- »sieso la mano en esto más que su persona sola-». Ofreciólo con tal condición obrar él en su servicio cosas tales, que no se hubiesen visto más raras ó prodigiosas en el mundo, y hacerle «el mayor, más grande, temido »y amado rey que hubiesen tenido los siglos». La Ha­cienda quedaba en malísimo estado por causas antiguas, harto conocidas ya, y Olivares le dijo al rey nuevo también, «que le había de desempeñar, y ponerle deba- »jo de sus pies á sus enemigos con la maña y con la »fuerza, y en su dominio las provincias de Holanda», casi abandonadas, mediante la tregua de diez años, que justamente expiró á la par que el tercer Felipe. Pero más que la hipocresía de condenar el oficio de privado, quien manifiestamente lo era; más que aquellas vanas promesas de prosperidades futuras y de curar los males tan añejos de la Hacienda de España; más, en fin, que la política guerrera con que pretendía sustituir la pací­fica de Lerma y Uceda, parecióle injusto á Vivanco el propósito que pregonaba Olivares «de recuperar al real »patrimonio el exceso de las mercedes de su padre, que »montaban en todo sesenta mil ducados de renta»; muy corto exceso, á juicio del consecuente amigo de los mi­nistros anteriores, para un rey de España. Aunque lleno de orgullosos intentos, reconoce Vivanco que mostraba Olivares, sin embargo, grandísima modestia en los principios, haciendo como que fiaba todos los negocios de la experiencia de su tío D. Baltasar de Zúñiga. En cambio hablaba, según el mismo autor añade, «con »equívocos y otros ambajes, que ni alegraban mucho ni

 

«entristecían poco, pronosticando y prometiendo gran- »des cosas: de suerte, que todos partían de su presen- »cia preñados de extrañas imágenes é ilusiones, sobre «las cuales se platicaba luego en todos los corrillos, «plazas y calles, y se escribía en estafetas y correos á «todas partes; por tal manera que no se esperaban más «que novedades del nuevo reinado y de los recientes «gobernadores». Decía, finalmente, el nuevo ministro, como Vivanco también refiere, que en adelante había de haber rey para todos, no para uno solo; que las mer­cedes habían de repartirse iguales, y la virtud había de alcanzar el primer lugar en los premios; que habían de ser castigados los malos y los que derechamente no cumpliesen con su objigación y oficio; que había de haber asistencia, prontitud y limpieza en los empleados; que los oficios públicos los daría á los criados del rey, no á los suyos propios, ensalzando, en primer lugar, á la milicia, y estableciendo el orden de antigüedad en los ascensos de todos; que no había de haber en palacio, ni fuera de él, quien tuviese dos empleos á un tiempo; que todas las cosas habían de ponerse, en fin, al uso <de las costumbres más esclarecidas, de las mejores «políticas, y de aquellos que las escribieron». Grande honor fuera, sin duda, para cualquiera de los escritores políticos de aquellos siglos haber hecho pasar de la teoría á la práctica estos principios, ajustándose á su ideal el régimen práctico del Estado; pero esta dicha, poco lograda en el siglo presente, mal podían alcanzar­la los de los primeros años del xvti, por más que rin­diera, al ofrecerlo, Olivares cierto tributo ya al poder de la imprenta. Tal era el programa que, aunque ma­lignamente expuesto por Vivanco, corresponde exacta- 16

 

mente á la idea que de su autor nos han dado los vene­cianos.

 

Con el fin de poner mano á la obra más fácilmente, se fué Olivares á vivirá Palacio, tomando la habitación que solían tener los príncipes de Asturias, donde el mismo Felipe IV había- residido hasta morir su padre. Allí se hacía traer todos los papeles importantes saca­dos de los archivos y secretarías sin cuenta ni resguar­do alguno; origen, sin duda, de la pérdida que muchos de ellos experimentaron, y de que, hallándose tan com­pleta en Simancas la colección de los de Carlos V, Fe­lipe II y Felipe III, sean tan escasos los que de Feli­pe IV se encuentran. Allí daba audiencias, como antes solían los reyes; despachaba con los secretarios del despacho; dictaba órdenes á los Consejos; hacía todos los alardes de mando que pudiera, siendo suya la Co­rona. No tardó, como Lerma, en hacer sentir su privan­za á la real familia. Llevóse mal siempre con los infan­tes D. Carlos y D. Fernando, muy bien vistos ambos en la corte, y que de mal grado le miraban influir hasta tal punto en su hermano. De todos los arbitrios que imaginaba, en tanto, para mejorar las cosas públicas, y la situación de la monarquía, formó una extensa Me­moria, que dirigió al rey, muy alabada entonces: y la verdad es que, por lo que observaron exteriormente los venecianos, jamás se había conocido tan holgada la Ha­cienda, tan puntual el pago de todo, tan ordenado el gobierno, en resumen, como en los primeros años de la administración de Olivares. Su único asesor notable fué • D. Baltasar de Zúñiga, que murió antes de mucho, y cuya larga experiencia debió servirle bastante, aunque los murmuradores dijeran que le tenía solo al lado para

 

disimular su privanza. Luego, atraídos por su carác­ter, no tardaron en pulular á su alrededor los arbitris­tas, hombres incansables que no dejaban de publicar peregrinas ideas y remedios para todas las necesidades públicas, disparatadamente chistosos, cuando no funes­tos. De éstos recogió inspiraciones el inexperto conde- duque, y así fueron algunas de sus pragmáticas. Deter­minó que los servicios no se recompensasen con canti­dad de maravedises ó ducados como antes, sino que, á cuenta de ellos, se repartiesen los honores y las digni­dades, con lo cual se evitaron gastos; pero se envile­cieron las grandezas y las encomiendas á fuerza de pro­digarse, olvidando que el buen orden de una nación exi­ge economía, no sólo de dinero, sino también de digni­dades. Además de la costumbre ya existente de crear juntas especiales compuestas de individuos de diversos Consejos, y que entonces creció mucho, introdújose la de que no deliberasen los consejeros de viva voz, sino dirigiéndose por escrito al rey, que enviaba los dictá­menes al favorito. Por aquel tiempo se comenzó á nom­brar sucesores á los empleos, antes que vacasen, aun­que repartiéndoles por merecimientos y no por dinero. Tratóse también de acortar los términos de los pleitos, reduciendo á la tercera parte el número, en verdad exorbitante, que había de consejeros, escribanos, pro­curadores, alcaldes, alguaciles y demás oficiales públi­cos, fijando un plazo á los litigantes forasteros para residir en la corte, y disponiendo, para evitar su venida, que se viesen ante las justicias ordinarias los pleitos de los privilegiados. A los señores de vasallos se mandó que residiesen entre ellos. Por último, se prohibieron ciertas modas costosas. Dieron de rebato, con este mo­

 

tivo, los alcaldes de casa y corte en las tiendas, y sa­cando todas las valonas, zapatillas bordadas, almillas, ligas, bandas, puntas, randas, abanicos, puños adere­zados y otras galas prohibidas, hacían con todo ello como una especie de autos de fe. Calculóse, además, que había cuello cuyo aderezo costaba al año seiscien­tos escudos, y se prohibió su uso, dando el rey y el fa­vorito el ejemplo. Hasta aquí las medidas propiamente económicas ó administrativas. Por lo que toca á la Ha­cienda, rebajóse de nuevo violentamente el interés de los desdichados juros, que constituían la principal deu­da del Estado; prohibióse sacar del reino oro ó plata é introducir en él moneda de vellón, y, poco después, que el cambio de la moneda de oro ú plata por la de vellón, tan depreciada por su propio exceso, no pasase de 10 por 100. Pero no bastó esto á evitar que sobrase toda­vía el vellón en nuestros mercados, y en 1626 se pre­gonó una real cédula para que no se labrase más mone­da de aquella clase en veinte años. Al siguiente hubo- que publicar otra famosa pragmática para su disminu­ción, encomendándola á una especie de Junta y Caja de amortización, con el nombre de diputación general del consumo del vellón, cuya tarea consistía en reco­ger en las primeras capitales del reino aquella moneda, trocándola por oro y plata, para inutilizar una parte y poner otra en curso por su valor ordinario. Aunque la dicha diputación debió hacer algo, fuerza fué expedir, en 1628, nueva pragmática, rebajando ya violentamente el valor de la moneda de vellón á la mitad, sin abono alguno á los tenedores, que pertenecían, por lo común, á las clases más pobres. Salían, á pesar de todo, de Es­paña el oro y la plata, como que, además de satisfacer

 

mucha parte de nuestro consumo á los extranjeros, te­níamos que enviar fuera grandes sumas para las aten­ciones militares y políticas; y en 1628 se pensó detener -aquellos metales revocando las antiguas disposiciones que permitían exportar moneda, con tal de que se impor­tase igual valor en mercaderías. No alcanzó esta me­dida más fortuna que las otras; y, creciendo las necesi­dades, se deshizo en 1636 cuanto hasta allí se había hecho, mandando que la moneda de vellón, resellada cuando se redujo, se resellase otra vez para triplicar su valor. Conminóse con la pena de muerte, nada menos, á los que llevasen más interés que el señalado en la pragmática por el cambio en oro y plata, prohibiéndo­se, al paso, la introducción de cobre en la Península. Tales medidas contradictorias dieron lugar ya entonces al negocio, repetido en tiempos más cercanos, de apro­vecharse los que tenían noticias anticipadas de las alte­raciones, para expender ó recoger moneda, según el caso, y realizar no cortas ganancias. A todo esto, eran cada día necesarios más tributos; y lo que no había osado Felipe II para menguar la escasa autoridad que quedaba á las Cortes, se emprendió en tiempo de su nieto. Decretó éste, en 1632, que los procuradores traje­sen poderes decisivos en adelante para otorgar servi­cios, sin necesidad de la confirmación de los cabildos municipales; con lo cual acabaron estos últimos de per­suadirse, y más aún los pueblos, de que eran inútiles, y les salían caros, hasta por lo poco que podía costar sus­tentarlos mientras duraban las Cortes. Para Olivares fué aquel buen medio de evitar las dificultades que, con la apelación á las ciudades que representaban, ponían algunos pocos procuradores indóciles á la concesión ó

 

prorrogación de tributos. En cada uno de los veintiún ayuntamientos que tenían á la sazón voto en Cortes, se hizo él mismo conceder, por otra parte, una plaza de regidor perpetuo, para intervenir en la elección de los procuradores. No satisfecho con estos elementos de influjo, y el de ganar á los procuradores con mercedes, como á los de Sevilla en 1636, según se ve por la Co­rrespondencia de los jesuítas, no ha mucho publicada en el Memorial histórico, llegaba el caso de amenazar hasta con procesos á los procuradores desobedientes, por más que no llegaran á incoarse. Y los políticos ó jurisconsultos realistas comenzaron á sostener, á la par, que las Cortes no eran de necesidad, sino de consejo, ó que cuando más, debían servir para la buena distri­bución de los servicios, no para concederlos, si eran necesarios, porque á esto consideraban obligados á los procuradores. Con tales antecedentes, no hay que ex­trañar que, reunidas en 1621, de 1623 á 1629, de 1632 á 1636, y de 1638 á 1643, continuasen otorgando las Cortes el servicio de cuatro millones anuales de duca­dos, por seis años cada vez, en la misma forma con que se practicó la exacción en el anterior reinado. Por tal manera llegó á ser este tributo ordinario, con el nombre de millones, formando, con la alcabala y otros hasta nuestros días, las llamadas rentas provinciales. Habían ido, entretanto, rápidamente creciendo las ejecutorias ó títulos de nobleza, con facilidad otorgados ó vendidos, como todo, en el anterior reinado; y el número de hidal­gos aumentaba el de exentos de pechos, haciéndose éstos cada día más pesados en Castilla. Tuvo el natural de­seo Olivares de que la Corona de Aragón contribuyese con igual eficacia á levantar las cargas del Estado, y

 

para eso llevó al rey á aquellas provincias, corriendo el año de 1626, después de convocar sus respectivas Cor­tes en Barbastro las de Aragón, que concluyeron luego en Calatayud; las de Valencia en Monzón; en Lérida las de Cataluña, terminadas, más tarde, en Barcelona. La inclinación á la unidad del poder, de Olivares, y el carácter valeroso del rey cuando ya tomaba á pechos algún asunto, dieron lugar durante aquel viaje á esce­nas y contestaciones violentísimas, que dejaron ya muy preparadas en los ánimos las turbulencias posteriores. De los valencianos, no sin amenazas, obtuvo el rey en­tonces setenta y dos mil libras de su moneda, por quin­ce años, para sostener mil hombres igual tiempo; de los aragoneses consiguió con alguna más facilidad, ciento cuarenta y cuatro mil escudos, por otros quince años, para costear dos mil soldados; pero nada pudo obtener de los catalanes, y, abandonando precipitadamente y lleno de cólera á Barcelona, se volvió el monarca con su primer ministro á la corte. Ya en 1620 se había tratado inútilmente de que diese Cataluña alguna cuenta desús rentas, pagando el quinto de ellas; mas Barcelona alegó, por su parte, que tenía privilegios, que la hacían exen­ta de tributos: cosa no extraña, puesto que lo estaban en Castilla misma Burgos, Granada, Toledo y otros lu­gares de los más ricos, á causa de la desigualdad y con­fusión administrativas de aquel tiempo. Pero la exen­ción de Cataluña entera era más grave; y aunque en el camino recibió el rey una diputación de sus Cortes ofre­ciéndole algún servicio, y continuándose éstas, con asis­tencia del cardenal infante D. Fernando, otorgaron, al fin, una regular cantidad de libras catalanas, no dejó de haber ya nunca mala inteligencia entre el gobierno y

 

aquella provincia. Tornóse, por lo mismo, algo después á la pretensión primera de que Barcelona diese cuenta de sus rentas para pagar el quinto al Erario; quiso el virrey, que á la sazón era el duque de Cardona, regis­trar por sí los libros de la ciudad, para averiguar el im­porte, y estuvo ya para estallar un gran tumulto. Pero cuando se hallaba invencible resistencia en una parte, se acudía á otra sin descanso. Pidiéronse, pues, nuevos do­nativos á la nobleza y al clero, que los hicieron de algu­na cuantía, enviando solamente el cardenal Borja, de Roma, quinientos mil ducados; y dando, á su pesar, como siempre, el estado eclesiástico hasta siete millones de igual moneda. Mediante una bula del Papa, se obtuvie- • ron más tarde, del mismo estado eclesiástico, otros diez y nueve millones de ducados. Al propio tiempo se creó en 1632 la contribución de lanzas y medias annatas; luego la del papel sellado, con mucha repugnancia reci­bida, y no admitida en Vizcaya; después la de un tanto por ciento más en las ventas, que se llamó de extensión de alcabalas; por último, á los artículos de consumo, gravados por el tributo de millones, se aumentaron mu­chos, y entre otros la sal, dejando sólo excluidos algu­nos de los de mayor necesidad. Y gracias que se desis­tió de llevar adelante la singular contribución del medio dozavo (1), por las generales reclamaciones que origi­nó su planteamiento. A tanta costa y con tales esfuer­zos logró en los principios Olivares tener con alguna holgura la Hacienda; pero no sin librar además sobre el porvenir, porque en 1622 tenía ya dispuesto del produc-

 

(1) Consistía esta contribución en quitarle á cada vara de tela medio dozavo en provecho del Tesoro público.

 

to de todas las rentas hasta 1625, y así sucesivamente. Con estos empeños, los gastos de la recaudación salían carísimos; llegando á ser los contadores reales y sus tenientes, y los arrendadores de rentas, los más crueles enemigos que hubiesen jamás conocido los infelices castellanos. Procedían tales apuros y tamaños males de donde habían nacido: de la política exterior, vuelta á poner en actividad por el genio emprendedor de Oli­vares.

 

Muy á punto estuvieron ya de aliarse estrechamente, por medio de un matrimonio, las coronas de Inglaterra y España, tan irreconciliables enemigas en los días de Felipe II. Hacia 1617 se hablaba ya confidencialmente del matrimonio de la infanta doña María, hermana de Felipe IV, con el príncipe de Gales, que fué luego Car­los I, tratándolo el rey Jacobo. de una parte, y de otra su grande amigo D. Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar. Más tarde, el conde de Bristol, embaja­dor inglés en Madrid, solicitó, juntamente con la mano de la infanta, que España y el emperador devolviesen sus Estados al conde Palatino, que acababa de perder­los, como uno de los fautores de la guerra de Alemania. No pudo Olivares separar ambos asuntos; y en cambio tampoco Inglaterra logró separar la cuestión del matri­monio, de la de la libertad de los católicos en aquel reino, que pretendía España. Caminaban, pues, lenta y emba­razosamente las negociaciones, cuando en 1623 se pre­sentó en ?4adrid, de incógnito, el príncipe de Gales, acompañado del marqués de Buckingham y otros caba­lleros ingleses. Pasáronse en festejos y cumplimientos los primeros días; visitó el príncipe á la infanta y gustó de ella, y como el Papa, á quien se consultó sobre el

 

caso, respondiese bien, y lo mismo las dos Juntas for­madas de teólogos y de consejeros, llegó á juzgarse arreglado todo, fijándose día para los desposorios. Mas por las causas indicadas antes, ó por otras que cubre aún el velo del misterio, á pesar del interesante libro de M. Guizot, de otra-moderna obra del inglés Sa­muel Qardiner sobre el asunto, y de otra española no tan conocida, lo cierto es que, después de muchos des­pachos, conferencias y ceremonias, nada se concertó y el príncipe se marchó de Madrid con tan buen sem­blante como agraviado en el fondo. Dejó poderes para continuar las negociaciones, pero allí quedaron. El conde de la Roca, D. Juan Antonio de Vera y Fi- gueroa, grande amigo de Olivares, y que escribió un panegírico de la privanza, alaba mucho á aquel ministro por haber evitado la proyectada alianza; pero para eso parece que habría sido mejor no llevar las cosas tan adelante. Si el tal matrimonio hubiera llegado á cele­brarse, la desdichada suerte de los esposos nos hubie­ra al cabo traído más perjuicios quizá que ventajas; pero, por de pronto, fué desacierto grave no aprove­char la alianza de una nación que empezaba á ser temi­ble en los mares, exponiendo á su resentimiento nues­tro comercio, nuestras flotas, y más tarde nuestras colonias, mal seguras ya de los holandeses. A juicio del autor de este trabajo, lo que movió á Olivares á obrar de tal suerte fué el sentimiento general del país, que debía mirar con muy malos ojos, después de tanto como se había predicado, ó dicho contra los protestan­tes, el enviar una infanta á ser reina de ellos. Ya á aquella hora era más fanática la generalidad de la na­ción que la corte ó los Consejos, y el mismo Santo

 

Oficio; porque siempre que echan raíces en los pue­blos opiniones verdaderas ó falsas, cuesta tanto arran­carlas, por lo menos, cuanto costó arraigarlas. En lu­gar de la alianza inglesa, Olivares entonces se dió de lleno á la alemana; y hallando encendida la guerra de los treinta años, y renovado el combate entre el pro­testantismo y la casa de Austria, intentó restaurar del todo la política de Felipe II, para lo cual comenzó por no prorrogar la tregua de Holanda, que había expirado precisamente con el anterior reinado. Las armas espa­ñolas enviadas á Alemania, al mando de D. Gonzalo Fernández de Córdoba, hijo del duque de Sessa y biz­nieto del Gran Capitán, contribuyeron mucho á la vic­toria de Hoecht contra los protestantes; por el mar don Fadrique de Toledo, hijo del marqués de Villafranca, dió buen principio á la guerra contra los holandeses, destruyéndoles una escuadra en el Estrecho de Gibral- tar. Pasó de Alemania á Flandes el nuevo D. Gonzalo de Córdoba y ganó también contra los holandeses la batalla de Fleurus, mandando su caballería D. Felipe de Silva. Poco después dirigió Felipe IV al capitán general de nuestras armas en Flandes aquel mandado célebre: «Marqués de Spínola, tomad á Breda^ y se tomó, tras diez meses de sitio, con inmenso gasto y pérdidas. Nuevamente afortunado D. Fadrique de Toledo, echó del Brasil y de las Antillas á los holandeses que infes­taban aquellas regiones. Siguió así felizmente, por lo general, mas no sin algún descalabro, la nueva guerra con Holanda, que Olivares y el Consejo de Estado, con sumo error, sin duda calculaban que apenas costaba tanto como la paz armada. En Italia, en el ínterin, se encendió de nuevo la guerra con motivo de la ocupa­

 

ción de la Valtelina, luchando el duque de Feria venta­josamente con Saboya, auxiliada ya por un ejército francés, bien que estuviesen todavía en paz las dos co­ronas. Tan aparente amistad había entre ellas, que, apenas ajustado el Tratado de Monzón en 1636, por el cual se arregló la cuestión de la Valtelina, quedando ésta libre de los grisones y aliada de España, envió Olivares la escuadra de D. Fadrique de Toledo á la Rochela, para que ayudase al rey de Francia á someter del todo á los protestantes de sus Estados. Nueva gue­rra nació antes de mucho en Italia, coligada España con Saboya, para aprovecharse de la sucesión del ducado de Mantua. Era ya el Cardenal de Richelieu ministro y árbitro de la Francia, y ardía en deseos de reanudar la política de Enrique IV contra España. Envió, pues, á Italia, sin otro motivo que estorbar nuestros intentos, un ejército; y desde 1628 hasta 1639, pelearon allí con varia fortuna contra las francesas las tropas españolas, auxiliadas por las del Imperio y Saboya. Obró sin acier­to entonces D. Gonzalo de Córdoba; y aun el mismo Ambrosio de Spínola, llamado á sucederle, tuvo el dolor de ver ceder á su hijo delante de los franceses, y per­dió el juicio: «muriendo de los que no osaron morir», como dijo elocuentemente Quevedo. Los Tratados de Quierasco, que pusieron término á esta contienda, fue­ron ya más favorables á Luis XIII que á Felipe IV. La guerra de Flandes, en tanto, comenzaba á ser por tie­rra y mar bastante desgraciada; y, muerta la infanta Isa­bel, y reincorporadas á España aquellas provincias, se pensó en enviar allí un gobernador de importancia. Fi­járonse, por dicha, los ojos en el Cardenal infante don Fernando, cada día menos aficionado á la carrera ecle­

 

siástica y enamorado de la militar más cada día, y que, al decir de los embajadores vénetos, no podía ver sin tris­teza salir del alcázar á sus hermanos con caballos y armas: ya que no podía en esto, los imitaba secreta­mente en sus galanteos, considerándose seglar. Fué aquel biznieto de Carlos V el único de sus descendien­tes legítimos que tuviera naturaleza y espíritu militar, y merece en la Historia de España glorioso recuerdo. Or- denósele, como al duque de Alba en otro tiempo, que con el ejército veterano de Italia pasase á Flandes, atra­vesando la Alemania occidental y la Alsacia, donde el duque de Feria había ya conducido antes un cuerpo de tropas para defender el Rhin del impetuoso valor de Gustavo Adolfo de Suecia. El Cardenal infante fué bas­tante más afortunado en esta expedición que el de Fe­ria, que sucumbió al clima con la mayor parte de su ejército. Habiéndose reunido con el suyo al rey de Hun­gría, Fernando, y al duque de Baviera, tomó parte en la batalla de Nordlinghen contra los suecos, casi tenidos por invencibles, los cuales cedieron allí á la firmeza he­roica de la infantería española. La gloria de este triunfo acabó de decidir á Richelieu á lanzar á la Francia en la arena, contra la casa de Austria, y principalmente con­tra España, y tomando pretexto de haber mandado el Cardenal infante ocupar á Tréveris y prender al elector como enemigo de España, envió en 1635 un heraldo á Bruselas á declararle la guerra, publicando además un largo manifiesto contra España. Respondieren Quevedo, Céspedes de Meneses y otros, y el conde-duque que con Richelieu estaba lleno de emulación, según los ve­necianos cuentan, dijo á uno de ellos que tan fácil como le había sido al heraldo del rey de Francia hallar el ca­

 

mino de Bruselas para declarar la guerra, tan difícil le sería hallar él de Madrid para pedir la paz. Pero á pe­sar de tal jactancia, no sin razón acusó el insigne padre Moret á Olivares de que al saber la declaración que, en su concepto, deseaba por aquello de que hay más es­critores que hagan famosa la guerra que la paz, debili­tase la fuerza moral de la monarquía, publicando por bandos la pobreza del Erario, para suavizar el desabri­miento de las levas y contribuciones.

 

Imposible sería apuntar aquí los accidentes innume­rables de aquella dilatada y decisiva guerra, sostenida en Europa á un tiempo en las fronteras del Pirineo, Ita­lia, Flandes, Alemania y el Franco-Condado, y á la par en todos los mares por la Francia ó sus aliados contra España. Jamás alarde mayor ó más desesperado esfuer­zo hizo nación alguna que la española entonces, pe­leando por todos lados con desiguales medios, é impo­niendo respeto á sus enemigos por largo espacio de tiempo todavía. Perdimos al empezar en Aveiro una re­ñida batalla, pero ganamos á los holandeses el fuerte de Schenck. Mientras lo recobraban entró, en 1636 en Francia, el Cardenal infante, tomó muchas plazas de Picardía hasta Corbie y llenó á París de espanto, cul­pándole algunos, como á Felipe 11, por no haber llegado hasta sus muros, sin pensar que, lo mismo que aquél, carecía de recursos para ir tan adelante. Ganó al si­guiente año el propio Cardenal infante una gran batalla en Callóo sobre los holandeses, y contra ellos y los franceses sostuvo luego tres desiguales campañas en que no les dejó adquirir ventajas, á pesar de su supe­rioridad numérica. Los imperiales, por su parte, que al mando del general italiano Piccolomini vinieron á auxi

 

liar en 1639 al Cardenal infante, ganaron la batalla de Thionville contra los franceses; pero, en cambio, aso­laron éstos el Franco-Condado y la grande escuadra que regía D. Antonio de Oquendo, después de varios reñidos encuentros, fué destruida por holandeses y franceses unidos en las costas de Inglaterra. En Italia, entretanto, D. Diego Messia de Guzmán, marqués de Leganés y deudo de Olivares, que había peleado vale- rosísimamente en Nordlinghen, se encargó del gobierno de Milán, y, acometido por el nuevo duque de Saboya, hijo del turbulento Carlos Manuel, que se alió á la Francia, emprendió con vigor la guerra. La batalla que se llamó del Tessino, aunque indecisa, fué gloriosa para los españoles; y el duque de Rohan, general francés, quedó expulsado de la Valtelina, que ocupaba. Muerto prematuramente aquel duque de Saboya, su mujer, que era francesa, continuó la guerra. Forzó el conde de Harcourt las lineas de Leganés delante del Casal, y Tu- rín, sitiada por el príncipe Tomás de Saboya, partida­rio entonces de España, no pudo ser, después de acci­dentes varios, conquistada. Ejercitábanse á todo esto las armas lejos de la Península española, la cual tenía tan tranquilas como en tiempo de paz sus fronteras, cuando Olivares, con mucha imprevisión, dispuso aco­meter las de Francia. Pocas ventajas logró el marqués de Valparaíso por la parte de Navarra, y el duque de Car­dona, encargado de tomar del lado del Rosellón á Leuca- ta, fué completamente batido. En cambio los franceses, que con un grande ejército y numerosa escuadra sitiaron á Fuenterrabía, fueron forzados en su campo, y deshe­chos del todo por un ejército que descendió sobre ellos de los montes, al mando del almirante de Castilla don

 

Juan Alonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríosecó. Al otro extremo del Pirineo se recuperó bien pronto á Salsas, recién pérdida. La escuadra de D. García de Toledo, hermano de D. Fadrique y duque de Fernandina, se apoderó también, por entonces, de las islas de San Honorato y Santa Margarita en las costas provenzales. ¡Tan reñida iba esta guerra á fines de 1639 todavía! Pero acercábase el incendio, oíase el chisporroteo de los combustibles, sentíanse las llama­radas, el humo ennegrecía ya el horizonte, elevándose desde la irresistible hoguera, destinada á consumir el frágil, aunque bien defendido alcázar, de nuestro poder.

 

No pudo ser acometida Leucata, ni recobrada Salsas, venciendo en más de un combate á los franceses, sin que los catalanes prestasen grande ayuda y tuviesen que soportar las naturales molestias de tan vecina gue­rra. Necesitaba en tanto Olivares, más que nunca, de unidad en el mando para mantener aquella gran lucha; y, como los catalanes le pusiesen á cada paso dificul­tades con sus fueros, previno al virrey D. Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma, que si ellos podían concertarse con el servicio público, los respetara; mas que, en otro caso, tuviera á quien los alegase por «ene- amigo de Dios y del rey, de su sangre y patria». No pudo Santa Coloma, aunque lo intentó, poner de acuer­do á la corte y á sus paisanos, los catalanes, ni repri­mir todos los excesos de los soldados que habían toma­do en Cataluña cuarteles de invierno. En una de las contestaciones que, á causa de esto, tuvo el virrey con la ciudad, se exaltó su impetuoso carácter al oir al men­sajero de ésta, Francisco de Tamarit, diputado militar y voz de la nobleza catalana, y le metió preso. No se

 

necesitó ya más. El pueblo de Barcelona sacó violen­tamente á Tamarit de la cárcel, y alentado al ver que no se castigaba su atrevimiento, se alzó en abierta re­belión el día del Corpus de 1640, asesinando á Santa Coloma y con él á cuantos castellanos encontrara. Lé­rida, Balaguer, Gerona, y más enérgicamente Tortosa, siguieron bien pronto el movimiento, y al grito de vía fora fueron por donde quiera acometidos del paisanaje armado los cuerpos españoles acuartelados en aquella frontera, obligándolas á refugiarse en el Rosellón ó en Aragón. Tomó parte muy principal en esta revolución todo el alto y bajo clero de Cataluña, considerándola como nacional, por lo mal borradas que se hallaban las antiguas diferencias de Estado á Estado en la Penínsu­la. Y aunque al principio proclamasen los sublevados que no iban contra la corona de España, tan pronto como supieron que se formaba ejército para sujetarlos, se echaron en brazos de Richelieu y de la Francia, que de muy buen grado les dieron todo género de auxilios. Entretanto el ejército, dificilisimamente reunido, al man­do del marqués de los Vélez, fué derrotado por los bar­celoneses al intentar apoderarse de la montaña de Mont- juich, para dominar la ciudad. Pero cuando aconteció tal desastre, no era ya sólo Cataluña entera quien ayu­daba á nuestros enemigos, sino todo Portugal también; porque el l.° de Diciembre de 1640 se alzó Lisboa, aclamando por rey al duque Juan de Braganza, nieto de la infanta Catalina, que tan tibiamente disputó la suce­sión á Felipe II; siendo aquél desde luego reconocido como tal por todas las clases, y con más entusiasmo por el clero mismo y las órdenes religiosas. No le falta­ban quejas á Portugal como á Cataluña, ora de la vi-

 

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rreina, italiana Margarita de Saboya, duquesa viuda de Mantua, ora de la conducta de los principales ministros que la servían, Miguel de Vasconcellos y Diego de Suá- rez; pero las principales eran que se les pedía dinero y gente para ¡a guerra en Europa, y en cambio se guarda­ban mal sus antiguas colonias. Mas la verdad era, según ya se ha dicho, que Portugal no llegó á estar nunca de buena voluntad unida á España, y que Felipe II y Feli­pe III, no habían hecho nada para apagar la antipatía de aquellos naturales contra los castellanos, cosa difícil de cualquier modo, ni para quitarles los medios de rebelarse en la primera ocasión que se les viniera á las manos. ¿Qué especie de tiranos eran aquellos monarcas espa­ñoles que dejaban residir tranquilamente á los duques de Braganza en Portugal, aun después de sospechar que conspiraban? Con la parsimonia del gobierno de aquella époc a,con su respeto generalmente nimio en la práctica de los fueros y leyes especiales de cada pro­vincia, con la falta de tropas permanentes que las guar­necieran y lo reciente de los lazos que juntaban unas á otras, no era posible conservar la unidad de la nación, ni siquiera mantener el orden público, donde el clero se divorciaba de la Corona, como en Cataluña y Portugal, en que hasta los jesuítas é inquisidores se declararon contra España. Empeñado en una lucha suprema que debía fijar, por siglos, la posición de España en el mun­do, y sintiendo ya su verdadero peso, después de ha­berla aceptado tan gustosamente, natural era que Oli­vares pidiese tributos y hombres á la nación entera, no contentándose con que diese solamente unos y otros Castilla, por ser injusto y por no ser bastante. Pero la desgracia era que España no era una, sino uno el so­

 

berano; que había monarquía común, no patria común, y que ni los catalanes y portugueses primero, ni los na­politanos ó sicilianos después, miraban como suyos pro­pios los intereses ó las necesidades, la gloria ó el infor­tunio de la Corona. Únicamente los castellenos, á decir verdad, se sentían siempre identificados con la suerte de nuestros ejércitos ó de nuestras escuadras y con los aciertos ó errores de nuestra diplomacia. En toda Euro­pa representaba el rey aún la patria; pero, en realidad, había también ya patria común en algunas partes, prin- . cipalmente en Francia, que era nuestra enemiga. Por atender demasiado á la unidad religiosa y á la unidad del poder, desatendió bastante Felipe II otra unidad más permanente, la territorial, la de la nación, que, cuando llega á establecerse bien, es la única perpetua. Desde Felipe II, el único gobernante español capaz de com­prender aquel grande interés político fué Olivares; pero ninguno se halló en circunstancias menos oportunas para realizarlo. Su inexperiencia, su espíritu paradójico y su soberbia le hicieron esperar lo contrario; quiso más de lo que era posible en la nación que regía yen el mo­mento histórico en que se encontraba, y fué por eso sólo el piloto destinado á conducir á los escollos el pe­sado bajel que gobernaba, entregando su nombre á la execración irreflexiva, pero quizá imperecedera, de los españoles. Para completar las desdichas de España en 1640, hay que decir que, á principios de Noviembre de aquel año infausto, acabó sus días en Flandes el inteli­gente y valeroso Cardenal-infante D. Fernando, de unas malignas tercianas que cogió en su campo, delante de la plaza de Ayre, que sitiaba. No le quedaba, pues, en aquella hora crítica á España más que un solo elemento

 

de los que constituían su fuerza: el prestigio militar de sus viejos tercios de infantería. Con ellos había entre­tenido el Cardenal-infante el grueso de los ejércitos franceses en Flandes hasta su muerte; con ellos el anti­guo secretario de Olivares y luego embajador, general, virrey de Sicilia y conde de Assumar, D. Francisco de Meló, ganó todavía, en 1642, la batalla de Honnecourt contra los franceses, que le valió el título de marqués de Tordelaguna; con ellos, en fin, se puso al año si­guiente sobre la plaza de Rocroy para atraer á sí el mayor empuje de las fuerzas enemigas, separándolas de las ya abiertas fronteras de Cataluña. Esto último dió lugar á la funesta batalla de 19 de Mayo de 1643, en que sucumbió la vieja infantería española. Mandó allí á los franceses el duque de Enghien, conocido luego por el Gran Condé, y á los españoles el dicho Meló, que se condujo como mal general y buen soldado, acompaña­do de su decrépito maestre de campo general, Pablo Bernardo de Fontaine, de nación lorenés, el cual murió en una litera á los primeros tiros, sin alcanzar lo reñido de la batalla. Este Fontaine, confundido por los extran­jeros con el gran conde de Fuentes, que murió tantos años antes, se ha creído, con error, hasta poco ha, que fué quien dirigió la postrera y heroica defensa de la in­fantería española, y sobre su verdadero nombre y pa­tria se han suscitado muchas dudas, hoy completamen­te disipadas. Lo sabido, desde entonces, es que en Ro­croy murieron el antiguo espíritu y la organización po­derosa, que hizo tan temible durante siglo y medio la infantería española (1).

 

(1) Después de lo que el Sr. Gayangos ha publicado sobre el conde de Fontaine y del opúsculo acerca de la Supremacía mili-

 

Pero cuando la noticia de este último y decisivo gol­pe, bien velada por cierto, llegó á Madrid, ya había de­jado de ser privado y ministro D. Gaspar de Guzmán desde mediados de Enero. En vano pretendió ocultar todavía al rey la importancia de los desastres ocurridos, ó distraer al pueblo español para que no hiciese alto en ellos. Tenía éste último demasiado dentro de sí mismo las revoluciones de Cataluña y Portugal, para no darlas su justo valor; y á las levas, y los alojamientos, y los tributos y hasta otra de las bajas de la moneda de ve­llón que tanto le afectaban, ordenada en 1642 por una nueva pragmática, acabaron de hacerle prorrumpir en unánimes quejas contra el privado. «Cazad franceses, »que son los lobos que tememos-», le gritaron las turbas al rey mismo, uno de los días que salió á caza por en- tar en Europa, durante los siglos XVI y XVII, con una rela­ción de la batalla de Rocrov, que imprimió en la Jterz&a de Es­paña primero, y luego en el segundo tomo de sus Estudios lite­rarios, el autor de este trabajo, parece que ninguna duda debe­ría haber quedado respecto al personaje de que se trata. Sin em­bargo, habiendo traducido la Revue Britannique, que dirige M. Amedée Pichot, ¡a antecitada relación de la batalla de Ro- croy, el caballero de Failly, jefe de escuadrón de artillería fran­cés, envió hace tres meses á aquella publicación un breve artícu­lo y un fragmento de árbol genealógico, pretendiendo con ellos probar que el personaje de que se trata no se titulaba Fontaine, sino Fontaines, que era natural de la provincia de Picardía y de la familia de los señores de la Neuville-aux-Bois. Afortunadamen­te para el autor de esta obra y de aquel opúsculo, en la misma Revue Britannique ha tomado su defensa el general Guillaume, miembro de la Academia de Bélgica, demostrando que son cier­tos los datos biográficos sobre Fontaine que, de acuerdo con el Sr. Gayangos, había publicado en la pequeña obra á que se re­fiere esta polémica.

 

tonces. La oposición palaciega y cortesana, latente al principio y mal descubierta hasta allí, estalló también ya públicamente, poniéndose á su cabeza la reina doña Isabel de Borbón. Era diestra aquella princesa, como criada en la corte de María de Médicis, orgullosa ade­más en su interior y •dominante, y no llevaba con pa­ciencia el carácter imperioso del conde-duque, habién­dose propuesto derribarle mucho tiempo hacía ya, mas sin hallar modo de conseguirlo. Vigilábala constante­mente la condesa de Olivares, doña Inés de Zúñiga, dama de no vulgar talento y completamente identifica­da con su esposo, la cual ejercía en palacio una autori­dad absoluta, tratando de igual á igual á las princesas, como la de Mantua y la de Cariñán, cuando estuvieron en Madrid, echando ó intimidando á todas las demás se­ñoras de la corte. Alentada la reina con la desconfianza de los consejos del ministro, que comenzó á notar en su esposo, púsose enfrente de aquél sin reparo. Fué ella quien persuadió al rey para que marchase á Cataluña y por sí mismo viera el estado de los pueblos y de la gue­rra, y aunque no pasó de Zaragoza y se volvió sin hacer nada, el pueblo echó la culpa á Olivares y alabó mucho á la reina. Quedó ella en Madrid gobernando, y dió no pocas muestras de actividad y energía para buscar re­cursos, pretendiendo hasta empeñar sus joyas con tal objeto. Fortalecida entonces con el aura popular que la rodeaba, representóle ya á su marido, cuando volvió á Madrid, los desaciertos del conde-duque; y aun dícese que, mostrándole un día al príncipe D. Baltasar, su pri­mogénito, prorrumpió en lágrimas, exclamando que por causa de aquel ministro llegaría á ser un triste caballe­ro particular. A este tiempo ya los grandes no asis­

 

tían á palacio ni al servicio del rey, el clero, como todo el mundo, estaba conjurado contra el favorito y era, pues, jefe de un verdadero partido nacional la reina. Dos mujeres ofendidas secundaron también sus planes, que fueron doña Ana de Guevara, ama del rey, á quien él amaba sobremanera, y la primera Margarita de Sa- boya, duquesa de Mantua, que echada de Portugal, vino á Ocaña, y no teniendo allí siquiera con qué ali­mentarse, se presentó de improviso en la corte á elevar sus quejas. También fué menester que vivamente ataca­sen al rey su maestro Don fray Galcerán Albanell, arzo­bispo de Granada, y el conde del Castrillo, presidente del Consejo de Hacienda, muy respetado por el mo­narca, escribiéndole el primero una carta muy libre y dirigiéndole el otro oportunas y bien encaminadas in­dicaciones. Por último, hasta el marqués de Grana- Carretto, enviado del emperador, que, por lo que á éste importaba, miraba con dolor la mala suerte de Olivares, se declaró en oposición con él. ¡Tanto era menester para destruir aquella privanza! Conoció Olivares mismo que sería inútil la resistencia; y, ó rendido de luchar, ó queriendo hacer menos dolorosa su caída, pidió al rey licencia para retirarse de los negocios, que le fué negada dosveces; pero cuando quizá comenzaba á dar suelta otra vez á sus ilusiones, recibió de improviso un billete, de propia mano del rey, mandándole que no se entrometiera más en el gobierno y se retirase á Loe- ches hasta nueva disposición. De allí pasó Olivares á la ciudad de Toro, donde murió, mostrando grande ente­reza en su desgracia. Estuvo Felipe IV con él tan ge­neroso como solía. Mandó que se le dejasen registrar y romper todos los papeles que quisiera y pudieran

 

perjudicarle; escribió á los Consejos honrándole mucho y diciendo que le apartaba de los negocios por sus re­petidas instancias y para tomar sobre sí el gobierno, sin fiarlo más de otro alguno; y, habiendo expuesto el presidente de Hacienda, Castrillo, que ciertas urgen­cias del Estado no podían cubrirse sin echar mano de una cantidad de plata para Olivares venida de Améri­ca, negóse á aprobar el remedio; antes bien, encargó que se le pagasen puntualmente sus sueldos. No apro­bó su bondad el pueblo, que en numerosas turbas ace­chó la hora de dejar el palacio el favorito para insultar­le, como lo hiciera, á no tomar el buen partido de irse oculto y disfrazado, pues uno de sus coches, donde se creyó que iba, fué apedreado. Frustrado tal intento, co­rrieron las turbas por las calles dando vivas á cuantas personas habían tenido parte en la caída del privado. No tardaron aquellas en lograr que á su hijo bastardo, D. Enrique de Guzmán, se le echase también de pala­cio, desterrándole de la corte, y que se despidiese asi­mismo del real servicio á la condesa de Olivares, aun­que no sin los gajes y emolumentos de su oficio. Que­jóse de todo ésto el conde-duque al rey en una carta, con motivo de la cual escribió este último á D. José González de Uzqueta, por cuyo conducto la recibió, las siguientes benignas palabras: «He visto el papel del »conde, que os devuelvo, y verdaderamente que si se apusiera el negocio en disputa creo tuviera muchas ra­nzones para rebatir las que el conde da, y no sé si sus »mayores amigos se conformarían con que se recibiese »esto á justicia; pero como vos conocéis las aprensio­nes vehementes de la condición del conde, no os es­pantaréis de lo que dice: en todo lo que yo pudiere no

 

^dejaré de asistirle por los muchos años que me ha ser- »vido> (1).

 

Después de tan largo favor, ningún ministro de la mo­narquía absoluta fué tratado, al caer, tan blandamente como Olivares: parte por el buen natural del rey y parte porque, así como no consta que llegase éste á amar­le nunca, se sabe que nunca tampoco dejó de respetar­le y estimarle. Sus enemigos, que prosiguiendo y au­mentándose cada día la circulación de papeles clandes­tinos, lo habían llenado ya de improperios en ellos, durante su ministerio, naturalmente, aprovecharon su caída para desatarse en mayores invebtivas. Al Pater noster y á La isla de los Monopantos, de Quevedo, libelos bastante famosos, siguió la C/zcrtf de Alelí so, que es una especie de poema satírico en que no hay género de calumnia que no se amontone contra el con­de-duque, atribuyéndole todos los defectos del rey é in­terpretándose torcidamente todos sus hechos. En cam­bio se imprimió públicamente su defensa en Madrid, atribuyéndose á un tal Humena ó Ahumada, clérigo y muy amigo suyo, con el título de Nicandro ó antídoto contra las calumnias que la ignorancia r envidia han esparcido para deslucir r manchar las heroicas c in­mortales acciones del conde-duque de Olivares des­pués de su retiro;obra curiosa, en la cual se hace alarde de que la política interior del conde-duque tendía pru­dentemente á inutilizar el poder que habían recobrado los grandes y á reformar los privilegios de los pueblos, á fin de hacer la sujeción más inmediata y absoluta, y

 

(1) Correspondencia entre Felipe IV y D. José González de Uzqueta, sacada del archivo del conde viudo de Rodezno.

 

que fuese el rey verdadero rey, no vasallo de sus vasa­llos (1), tratándose despiadadamente al paso á los prin­cipales enemigos del ministro caído. Sugirieron éstos entonces á Felipe IV lo que los émulos de Antonio Pérez á Felipe II; es á saber: que entregase á la Inquisición el Nicandro, con su autor y su inspirador naturalmente; pero aquel monarca se contentó con prohibir en publico á su joven hijo que leyese el escrito y rogarle á la reina lo mismo. Y eso que el defensor del conde-duque, no sin buenas razones, osaba echar gran parte de la culpa de las desgracias que se experimentaban sobre sus an­tecesores, Fernando el Católico y Felipe II, y que él, personalmente, no salía bien librado del todo. Por de contado que la constancia con que todos los embajado­res vénetos hablan de la honradez del conde-duque, debe hacer sospechosos de pasión los altos cálculos que formaron sus enemigos de las riquezas que había atesorado en el ministerio. Más crédito merece segura­mente el cargo de que protegió con exceso á sus deu­dos. Recordábase, con fundamento, que sólo había dado altos puestos á D. Baltasar de Zúñiga, su tío, á su pri­mo D. Diego Messia de Guzmán, marqués de Leganés, en el cual, cuando le tenía ai lado, descargaba una par­te de los negocios públicos, y á quien fió muchos man­dos de ejército, ó al conde de Monterrey, su cuñado, que fué virrey de Nápoles, lo mismo que al duque de Medina de las Torres, su yerno. En el virreinato de Mi­lán, se tropieza con Leganés de nuevo y lo mismo en Ca­taluña, asi como en el generalato de la frontera de Por-

 

(1) Esta frase textual es idéntica á una del Cardenal Cisne- ros en sus Cartas.

 

tugal se encuentra otra vez á Monterrey: y aun se dice que su hijo el bastardo, D. Enrique, mozo disoluto y sin autoridad ni talento, estuvo para ocupar la presidencia del Consejo de Indias. Siendo el conde-duque Guzmán y su mujer Zúniga, Zúñigas y Guzmanes se ven siem­pre en los más altos empleos, exceptuando algún Ve- lasco, por ser su abuelo materno de aquella casa, y te­ner casado en ella á su bastardo. Ni aun su sucesor en el ministerio, D. Luis de Haro, hubiera llegado á aquel puesto sin ser sobrino suyo, porque á eso sólo debió la entrada en la corte y la amistad del rey. Esta era, sin embargo, consecuencia legitima de la política personal de la época. Tampoco se escaseó á si mismo Olivares los empleos y dignidades que le daban á un tiempo im­portancia y provecho. Pero en suma, nada de cuanto de él se sabe desmiente la opinión de los embajadores ve­necianos: que era un buen caballero, aunque no fuese un buen político.

 

C. J

 

 

 

 

 

IX

 

ESDE 21 de Mayo de 1643, poco más de tres meses después de retirado Olivares, anunció ya á su corte el veneciano Sagre-

 

do la privanza de D. Luis Méndez de Haro, á pesar de los públicos propósitos del rey de gobernar por sí solo en adelante. Justo es reconocer, con todo eso, que en los veintidós años que todavía vivió Felipe IV, no volvió más á desentenderse tanto de los negocios como en la primera parte de su reinado. Es D. Luis, de todas suertes, después del rey y de Olivares, la persona que más importa conocer de aquel reinado. Hizo de él Je­rónimo Justiniani, en 1649, una pintura extensa, y, por cuanto aparece, exactísima. Exteriormente, agradable y cortés, inclinado á la paz, ambicioso de gloria, pero no de la de Olivares, sino de la de Lerma, cuya memoria era ya grata á la nación entonces, recordando los pací­ficos años de su privanza y sus maneras dulces, y olvi­dando^ ó no sabiendo, lo que hubo de censurable en su vida íntima. Este D. Luis fué, y no Olivares, el partíci­pe de los secretos placeres de la juventud del rey y aun

 

su tercero, bien contra el gusto de aquél, que quiso ya separarle de palacio varias veces, celoso de tanta inti­midad. Paciente en las audiencias, recto de intención, razonable aunque poco activo, más fácil en ofrecer que en cumplir, de más luces naturales que experiencia, bien que reputado siempre por de no gran talento, des­interesado si bien no tanto que no admitiese algunos regalos, más rico, en suma, de buenas que de malas cualidades: tal era el nuevo primer ministro. En cuanto á sus facultades, venían á ser las mismas que las de Ler- ma y Olivares, con la sola diferencia de que no permi­tía el rey que en su presencia se le reconociese por pri­vado, como si eso bastara para no serlo. Fué, pues, D. Luis, menos en tal nombre, heredero en todo de Oli­vares, hasta de la hacienda y los títulos, que, muerto aquél, recayeron en su persona, aunque no usara otro que el de marqués del Carpió, que llevó su padre. Fri­saba, por último, el segundo favorito, al comenzar á serlo, en los cuarenta años. No tuvo tiempo de llevarse bien ni mal con él la reina doña Isabel, porque en Oc­tubre de 1644 falleció en Madrid, muy sentida por el pueblo. En el ínterin, no se había señalado la caída de Olivares con grandes persecuciones de sus partidarios. Sin embargo, su primo Leganés, acusado, con razón ó sin ella, por el público de faltas graves, no tan sólo fué separado del mando de Cataluña, sino que se le sujetó á un proceso, reemplazándole el portugués D. Felipe de Silva, sacado de prisión en cambio. D. Francisco de Quevedo y otros desterrados volvieron á la vez á la corte, y algunos deudos del conde-duque fueron desti­tuidos, como Medina de las Torres, de Ñapóles. Y en medio de las grandísimas dificultades y desgracias con

 

que recogió D. Luis el poder, tuvo al menos la fortuna de que, pocos días antes de caer su tío, muriese el car­denal de Richelieuy casi al mismo tiempo Luis XIII, de­jando una nueva minoridad en Francia á cargo de la reina doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV. Esta circunstancia y el espíritu pacífico de Haro, hicieron por algún tiempo esperar que, en las largas conferen­cias de Munster, por entonces comenzadas, y que al fin produjeron los tratados de Westfalia, entre casi todas las naciones beligerantes, lograra España la paz de que necesitaba tanto. Pero á pesar de los hábiles es­fuerzos de D. Diego Saavedra Fajardo, que asistió á aquellas conferencias desde el principio, como segundo negociador, nada pudo concertarse. «Jamás hará Espa- »ña una paz que no sea honrosa»—dijo cierto día Saa­vedra á uno de los embajadores franceses—. «Pues te- »ned por seguro»—contestó éste—«que no será menos »terca Francia en su prosperidad, que quiera serlo Es- »paña en su desgracia.» No pudo, pues, allí entenderse D. Luis de Haro, sino con Holanda, poniéndose térmi­no de este modo, en 1647, á la guerra comenzada en tiempo del gran duque de Alba. Pero entre los dos re­gios hermanos continuó la guerra. La corte de España estaba tal para sostenerla, que á fines de 1643 escribió de Madrid Pellicer, en uno de sus Jfzsos, estas gráfi­cas palabras: «aquí nadie cobra ni paga». Y sin embar­go, no solamente continuó resistiendo en la frontera de Rosellón, y en Cataluña y Portugal, en Lombardía y Flandes, sino que bien pronto tuvo que atender á do­minar asimismo las sublevaciones de Sicilia yNápoles. Digna es de admirar la constancia que, en medio de sus faltas, mostraron Felipe IV y su gobierno en aquellas

 

circunstancias, y digno de admiración también el valor de la nación, que hizo frente á todo con sus débiles fuerzas, aplazando más y más tiempo aún la dolorosa confesión de su decadencia. No hay que reparar ya tan­to en las pérdidas como en lo mucho que parece impo­sible que se conservase.

 

Fué al fin de veras Felipe IV á la guerra. Con un nue­vo ejército que ayudaron á formar la flota de Indias y los grandes recursos enviados por los virreyes de Ita­lia, se aproximó á la plaza de Lérida, con cuya ocupa­ción amenazaban ya los franceses el corazón de la Pe­nínsula, y aunque no pudo tomarla en aquella campaña, detuvo con la recuperación de Monzón la marcha triun­fante del enemigo. Tornó el rey al ejército de Aragón, en 1644, presentándose ante él, en Barbastro, vestido de general, por primera \ez en su vida, y casi á su vis­ta ganó D. Felipe de Silva la batalla de Lérida, que ocasionó la rendición de la plaza. Entró el rey como vencedor en ella, no sin haberse expuesto antes vale­rosamente al fuego enemigo (1). No mereció ya, pues, en esta campaña Felipe IV los duros sarcasmos de sus súbditos, que le costó su primera salida á Aragón con el conde-duque, cuando se escribieron contra él tantas conocidas diatribas en verso. Metióse en el fuego, hasta el punto que D. Felipe de Silva tuvo que apartarle de él con violencia. De resultas de esta expedición no se halló Felipe IV en Madrid al morir la reina, y en Marzo

 

(1) Refiere este hecho incidentalmente, como cosa bien sabi­da entonces, el marqués de la Mina, conde de la Pezuela, en su Historia inédita de la guerra de Cerdeiía p Sicilia en losados de 1717,18, 19 y 20; obra en dos tomos, dignísima de ser dada á la estampa y umversalmente desconocida.

 

de 1645 volvió de nuevo á Zaragoza para seguir á la vista de la guerra, acompañado de su único hijo D. Bal­tasar Carlos, que en Octubre del año siguiente murió allí por cierto, no cumplidos aún diez y siete años. Pro­siguió con varia fortuna, entretanto, la guerra de Cata­luña, mandando nuestro ejército, después de Silva, el napolitano Cantelmo, tras éste Meló, y otra vez el mar­qués de Leganés, el cual logró una nueva victoria con­tra los franceses, obligándoles á levantar el sitio de Lé­rida, de cuyos muros fué también rechazado, en 1647, el famoso duque de Enghien, vencedor de Rocroy. El vigor poco usado con que, á causa de la presencia del rey, se hizo la guerra por aquella parte; la prudencia del suce­sor de Leganés, D. Juan de Garay, y las diferencias de carácter de franceses y catalanes, fueron poco á poco inclinando á estos últimos á incorporarse nuevamente á España, y después de muchos accidentes no muy im­portantes, llegó ya al pie de Barcelona en la primavera de 1651 el nuevo virrey y capitán general D. Juan Oroz- co Manrique de Lara. Aquella gran ciudad, cuna y alma de la rebelión, después de un sitio bastante largo, se rindió con júbilo de la mayoría de sus moradores, y tras esto, las plazas que ocupaban los catalanes se fueron sucesivamente entregando, por manera que en corto plazo quedaron expulsados de casi toda Cataluña los franceses. Lo peor fué que durante esta sublevación se perdió Perpiñán y todo el Rosellón para siempre, sien­do destruido el ejército mandado por el marqués de Po- var, con el cual se había intentado la imposible empre­sa de socorrer aquella provincia, atravesando toda Ca­taluña, entonces en armas. Más adelante ganó todavía Mortara en Cataluña una batalla, sobre el Ter, á los franceses. Del lado de Portugal, donde se juzgó, no sin razón, que era menos urgente acudir que á Cataluña, se dio una batalla dudosa en Montijo, aunque algo más favorable para los españoles, mandados por el marqués de Torrecusa, buen general napolitano. En el ínterin en Alsacia ganaron los españoles, combinados con los im­periales, la batalla de Tuttlingen contra los franceses, corriendo el año de 1644; pero en el de 1647 perdi­mos en Flandes la de Lens, gobernando aquellos Es­tados y el ejército el archiduque Leopoldo de Austria. A todo esto seguíamos combatiendo también en Lombardía contra los franceses, aliados del duque de Sabo- ya y luego del de Módena, haciendo allí bastante feli­ces campañas el condestable de Castilla D. Bernardino Fernández de Velasco y D. Luis de Benavides, marqués de Caracena, que en 1649 llegó á obligar al de Módena á pedir la paz. Lo que más preocupó, sin embargo, al gobierno español en este período, fueron las rebeliones de Palermo y Nápoles, causadas ambas por exceso de los tributos y levas de hombres que de aquellas fertilísimas y pobladas provincias sacaba, sin cesar, España para sostener la guerra. Extenuada ya Castilla, los Es­tados de Italia llevaban sobre si mucha parte del peso de ella en estos años de que tratamos. Los sicilianos, aunque alzados contra su virrey, el marqués de los Vélez, a quien atribuían todos sus males, no quisieron, por aquella vez, sustraerse al dominio español ni llamar al enemigo; pero los de Nápoles, que, capitaneados por el insensato Massaniello, también daban al principio mue­ras a su virrey, el duque de Arcos, y vivas al rey de España, acabaron, después de muerto Massaniello, por erigirse en república independiente, bajo la dirección del duque de Guisa, Enrique de Lorena, que arribó allá seguido de algunos aventureros franceses. Con motivo de esta sublevación, ocurrida en 1647, comenzó su ca­rrera militar y política D. Juan José de Austria, el más aciago de los hijos naturales de Felipe IV, habido en una cómica llamada María Calderón y nacido por Abril de 1629. Habíale por tal reconocido el rey, por media­ción de Olivares, que, al decir de sus enemigos, quiso justificar de este modo el reconocimiento que de su par­te él también hizo de un tal Julián Valcárcel, como hijo bastardo suyo, que fue el conocido por D. Enrique Felípez de Guzmán. Este segundo D. Juan de Austria mos­tró sin duda, desde sus primeros años, gran valor per­sonal y ayudó bien en Nápoles a que el nuevo virrey, D. Iñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, hombre de muchos servicios, experiencia y talento, redujese los napolitanos á la obediencia, prendiendo y enviando a España al duque de Guisa. Hasta 1658, en que se hizo la paz, fue todavía muy vigorosa la guerra entre Espa­ña, de un lado, y del otro, Francia, Inglaterra, donde degollado Carlos I, gobernaba ya Cromwell, Portu­gal y los duques de Saboya y Módena, el último de los cuales nos declaró de nuevo la guerra. Sin la debilidad de la regencia y las internas discordias que impidieron a Mazzarino sacar a la sazón todo el partido posible de las fuerzas de Francia, no se concebirían siquiera estos diez últimos años de lucha desigualísima, bajo todos conceptos, y honrosa para los españoles. Por la parte de Cataluña, como estaban ya á nuestro favor los natu­rales, obtuvimos constantemente ventajas. El marqués de Caracena y después de él D. Alonso Pérez de Vive­ro, conde de Fuensaldaña, lograron conservar la Lombardía a pesar de las superiores fuerzas de los coliga­dos; y de Nápoles fue rechazado otra vez el duque de Guisa, ingrato al rey Felipe, a quien debía la libertad. Mas lo principal de la guerra se trasladó á Flandes, gracias á la ayuda que las provincias fieles, y que por lo mismo se habían mantenido católicas, solían prestar al gobierno español. La larga lucha de la independen­cia de Holanda dividió para siempre, en dos trozos, los Países Bajos, como en el siglo anterior ha demostrado bien la violenta sublevación de Bélgica contra el sucesor de Guillermo de Orange. Aprovechándose de aquel espí­ritu católico y separatista hábilmente, los gobernadores españoles hallaron allí siempre algunos medios para guerrear contra Holanda, y estos medios mismos se emplearon después contra Francia, que sólo ofrecía á aquellos naturales el cambio de un dueño lejano y débil, y por lo mismo ya condescendiente, por otro engreído, próximo y fuerte. Hubo también alguna ventaja en que vinieran á servir por aquellos años en nuestro ejército, á causa de sus disidencias con la Regente doña Ana de Austria, el antiguo duque de Enghien, príncipe ya de Condé, y el vizconde de Turena, los más ilustres de los generales franceses del siglo. Mandando el primero, con D. Juan de Austria y el marqués de Caracena, nues­tro ejército, se obtuvo un triunfo en Valenciennes sal­vando aquella plaza sitiada; pero en cambio D. Juan de Austria y Condé, acompañados del duque de York, que fué más tarde Carlos 11 de Inglaterra, perdieron dos años después la batalla de las Dunas contra los franceses y tras ella la plaza de Dunquerque. Al fin, en 1658, después de muchos meses de inútiles tratos, abrieron España y Francia formales negociaciones para la paz, la primera, por medio de D. Luis de Haro, y la segunda, del cardenal Mazzarino. Fue el lugar de la con­ferencia una casilla de madera, construida de por mitad en la isla del Bidasoa, llamada de los Faisanes, á la raya de España y Francia, y que se supuso que perte­necía á ambas coronas, para que ni una ni otra pasara por negociar en territorio enemigo. Concertáronse los negociadores en ciento veinticuatro artículos, que for­man aquella paz famosa de los Pirineos, tan importante en la historia de España. Por ella cedimos un gran nú­mero de plazas y territorios de Flandes, y lo más sensi­ble fué que tuviésemos que abandonar también los con­dados del Rosellón y Conflent, señalando allí, como lí­mites entre las dos naciones, la cima de los montes Pirineos; de modo que todo lo del lado de acá quedase á España, y lo de allá á Francia. No es fácil calcular ahora si pudieron ó no obtenerse muchas mayores ven­tajas de aquel Tratado, porque, naturalmente, Fran­cia persistiría en conservar las conquistas que más úti­les para sí juzgase. Pero hay bastante motivo para re­celar que por falsos cálculos de la corte y orgullo de su ministro, faltó acierto en las negociaciones. Antes que abandonarse Rosellón, debió darse doble o triple terri­torio en Flandes y aun todos aquellos Estados. Si el interés de Francia la inclinaba á traer al Pirineo su frontera meridional, tanto ó más debía inclinarla á lle­varla hacia el Rhin, objeto preferente de su política desde entonces. Sea como quiera, allí acabó el duelo á muerte de España y Francia, que duró veintisiete años, asegurando á la segunda el primer lugar en el continen­te europeo.

 

Quedó también pactado allí el matrimonio del joven monarca francés Luis XIV con la infanta María Teresa, mediante el cual, y a pesar de la renuncia expresa que de sus derechos hizo la infanta, había de suceder, con. el tiempo, á la casa de Austria la de Borbón en Espa­ña. Fué á entregar á su hija á la frontera el mismo rey Felipe IV, y así volvió á ver á su hermana Ana de Aus­tria, con quien tan funesta lucha había mantenido, como reina de Francia. A todo esto, y desde 1649, hallábase casado, por segunda vez, Felipe IV con doña Mariana de Austria, su sobrina, antes destinada á su difunto hijo D. Baltasar. Hízose este matrimonio á petición de las Cortes y de la nación entera, sumamente inquieta ya por la falta de heredero varón. Nació de él, un año an­tes de la paz de los Pirineos, el príncipe Felipe, apelli­dado Próspero, por las grandes esperanzas á que res­pondía, lo cual permitió que se diese la infanta María Teresa á la Francia. Pero aquel niño, que llegó á ser ju­rado príncipe de Asturias, murió á los cuatro años, y túvose á gran fortuna que, quince días después, nacie­ra el que fué luego Carlos II. Causaron todas estas co­sas disgustos amargos en el corazón de Felipe IV, y no menores se los produjo su última y burlada esperanza política. Cifrábase ésta en reducir á Portugal, el mayor interés, con efecto, de su corona, y para alcanzarlo se- había ya negado firmemente á que entrase aquel reino en la paz de los Pirineos. Eran muertos, á la sazón, el' duque de Braganza, que se llamó D. Juan IV, y su hijo Teodosio, y ocupaba el nuevo trono D. Alonso, joven licencioso y de flaco juicio; pero aquella ambiciosa hija de Huelva, doña Luisa de Guzmán, su madre, supo, no obstante, defenderse con sumo brío y aun tomar la ofen­siva. Quería Felipe IV, ya viejo, ir á la campaña formal que emprendió contra los portugueses, mas se opuso á ello su favorito Haro, ofreciéndole, en cambio, dirigirla él en persona. Costónos aquel aprendizaje militar una completa derrota en las líneas de Elvas, que nuestro ejército sitiaba. Nuevos arbitrios, y entre otros el de alterar de nuevo, en 1661, el valor de la moneda, mez­clando en ella el cobre y la plata, se inventaron con motivo de esta guerra desgraciada. Diez y siete veces— decía Jacobo Quirino por entonces—que se había alte­rado durante los últimos catorce años el valor de la mo­neda; añadiendo, con fundamento, que, si al pronto se ganaba un 40 por 100 en la alteración, á la larga se per­dería toda la plata que con el cobre se mezclara. Las rentas estaban empeñadas hasta 1667; no entraba la me­nor cosa en las poblaciones que no pagase crecidísimos derechos, exceptuándose sólo el pan, que en honor de San Isidro labrador se respetaba todavía, y el caudal de la flota que se esperaba de Nueva España estaba desti­nado, en la mayor parte, para dote de la reina de Fran­cia, indemnizaciones ai príncipe de Condé ó sus parcia­les y deudas ya contraídas. Con tales apuros se orga­nizó un nuevo ejército contra Portugal, al mando de D. Juan de Austria, que en los campos de Estremoz fué también derrotado, quedando, como dijo un papel del tiempo, «destruida la flor de España, lo mejor de Flan- »des, lo lucido de Milán, lo escogido de Nápoles, lo »granado de Extremadura; perdiéndose 8.000.000 que »había costado la empresa y millares de muertos y pri­sioneros». «Nadie se ha portado bien—escribía de allá D. Juan—, ni yo mismo, puesto que vivo.» Murió en esto D. Luis de Haro, y Felipe IV, que parecía más activo y más inteligente, mientras más edad tenía, halló manera aún de reunir otro ejército, á las órdenes del marqués dé Caracena, que fue también vencido, aunque no deshecho, en Montesclaros, media legua de Villaviciosa. Debiéronse tantos desastres, en mucha parte, á los cuerpos veteranos ingleses, franceses o portugue­ses, delante de los cuales poníamos regimientos gene­ralmente bisoños. Pero al recibir la nueva del último, exclamó ya Felipe IV: «Hágase la voluntad de Dios», y cayó acongojado. Su alma, como su cuerpo, estaba, y con razón, rendida. Pasaba ya esto en 1665, y ocho años antes había dicho de él D. Jerónimo de Barrionuevo en uno de sus Avisos inéditos, refiriéndose á cierta ruidosa fiesta que se le dio en la Zarzuela, «que lo tra­baban como á los gusanos de seda, a los cuales, para que no se mueran, cuando se encapota el cielo y hay truenos y rayos, no hay más remedio que tocarles guitarras, sonarles adufes, repicarles sonajas y usar con ellos de todos los instrumentos alegres». A la rota de Villaviciosa no sobrevivió ya Felipe IV sino tres me­ses, rindiendo al Criador su espíritu el 15 de Septiem­bre de 1665. Las postreras palabras que dirigió a su hijo, incapaz aún de comprenderlas, fueron estas: «Dios os bendiga y haga más dichoso que yo.» Sólo tres hijos legítimos, de tantos como tuvo, le sobrevi­vieron: el niño D. Carlos y las infantas doña María Te­resa y doña Margarita, que fue emperatriz. De los ilegí­timos, mucho más numerosos, sólo reconoció a D. Juan de Austria. Llamóse a este rey Felipe el Grande, al comenzar su reinado, y es bien conocido el donaire que acerca de esto se dijo, comparándole con los agujeros del campo, que lo son más cuanta más tierra se les va quitando. En su testamento nombró por heredero al único varón que le quedaba de matrimonio, llamando al trono, a falta de descendencia suya, a la infanta doña Margarita con sus descendientes; á falta de éstos tam­bién, á los hijos y descendientes de la emperatriz doña María, su hermana, con las mismas condiciones y pre­cedencias dispuestas en ¡a sucesión de sus hijos; á falta de éstos, por último, á los hijos y descendientes legíti­mos de la infanta doña Catalina, su tía, duquesa de Saboya; excluyendo, en todos los casos, á los descen­dientes de la reina de Francia, doña María Teresa, su hija, con estas formales palabras: «Queda excluida la ^infanta doña María Teresa y todos sus hijos y descen­dientes varones y hembras, aunque puedan decir ó »pretender que en su persona no corre ni pueden con­siderarse las razones de la causa pública, ni otras en »que se pueda fundar esta exclusión; y si acaeciere »enviudar la serenísima infanta, sin hijos de este matri­monio, en tal caso quede libre de la exclusión que »queda dicha y capaz de los derechos de poder y suceder en todo.» ¿Quién había de decir que de tantas per­sonas y líneas llamadas á la sucesión del trono, sólo había de venir á ocuparla aquella tan terminantemente excluida por las anteriores palabras? Determinó también el rey que fuese tutora del príncipe y gobernadora del reino, durante la menor edad de aquél, su esposa doña Mariana, asistida de una junta ó consejo de gobierno, que había de componerse del presidente del Consejo de Castilla, que era á la sazón el conde del Castrillo; del vicecanciller de Aragón, que lo era el jurisconsulto D. Cristóbal Crespí de Valldaura; del arzobispo de Toledo, primado del reino, que lo era el cardenal Sandoval; del inquisidor general, que lo era el cardenal D. Pascual de Aragón, o los que sucediesen en tales puestos, y además, por la clase de grandes, el marqués de Aytona, y por el Consejo de Estado, el conde de Peñaranda. Con esta junta se pretendía que la regencia de la reina fuese tranquila, pero no bastó, por cierto, como hemos de ver más adelante.

 

 

 

YA ERA notoria, palpable, la decadencia de Es­paña: las semillas que á fines del siglo XVI aparecían sembradas habían germinado y producido todos sus frutos infaustos. En 1640, llegó casi inadvertida la hora crítica de la catástrofe; pero no sin­tiéndose todavía en Madrid impresión desfavorable ninguna. Merece la pintura de lo que fue la frívola cor­te de Felipe IV, y el estado de la nación en su tiempo, que hagamos un nuevo alto. Comparando lo que escri­bimos ahora con lo que antes de hablar de Felipe III dejamos consignado, puede formarse idea exacta de lo más íntimo y cardinal de la historia de España en los siglos XVI y XVII.

 

Celebrábase entonces, con costosos festejos, no sólo cada suceso de familia, como el matrimonio del rey de Hungría, sino cada rumor de triunfo que corría, verda­dero o falso, y los había también, no pocas veces, sin pretexto alguno. De los más señalados fue uno en que se representó cierta comedia de magia, o más bien ale­goría, con el título de la Circe, invención de un tal Cos­me Leti, sobre el estanque grande de los nuevos Jar­dines del Retiro, con máquinas, tramoyas, luces y tol­dos, parte fundados en el lecho mismo del estanque, parte sobre barcas que iban á la par navegando. Estan­do la representación en un punto en que se fingían tormentas, estalló una verdadera con tal torbellino de viento, que lo desbarató todo y algunas personas peli­graron de golpes y caídas; mas no se desistió del es­pectáculo, repitiéndose pocos días después, delante del rey con la corte primero, y luego delante de los Consejos, comunidades religiosas y pueblo. Acrecen­tándose cada día la afición al arte dramático, donde más de continuo asistía el pueblo era á los teatros ó corrales, así como el rey y los cortesanos cultivaban la misma afición en las salas de Palacio, donde llegaron á hacerse comedias improvisadas por los primeros inge­nios de la época, que allí mismo tramaban el plan, y re­partiéndose los papeles, las ejecutaban luego, siguiendo á su voluntad los diálogos. Con tal género de favor no tardó este arte en extenderse y progresar sobremanera. Los antiguos corrales de la Cruz y del Príncipe se con­virtieron en teatros, para aquel siglo lujosos, y todo el mecanismo de la imitación alcanzó una perfección hasta entonces desconocida en Europa. Los comediantes, no contentos con las ganancias que Madrid les ofrecía, cru­zaban continuamente los caminos, y, desde las más grandes hasta las más pequeñas, todas las poblaciones del reino veían levantarse telones y ejecutarse come­dias, bailes y entremeses. Nada habría que decir de este entusiasmo escénico en otra época; pero dadas las mise­rias, desgracias y peligros de la monarquía, resístese a aplaudirlo la pluma severa de la historia. Miserable espectáculo ofrecía por cierto. Felipe IV, regocijado y placentero en las comedias, mientras su hermano, el infante cardenal D. Fernando, rendido el cuerpo de tan largas campañas y trabajos en Alemania o Flandes, y acosado el ánimo de presentimientos y temores por la suerte de la patria, enflaquecía de hora en hora, y en florida edad bajaba al sepulcro. Faltábanle soldados al buen infante, y al rey le sobraban representantes y truhanes, porque, según dejó escrito uno de ellos con imparcialidad notable, «como su vida era libre y apete­cida de gente moza, se aumentaban considerablemente cada día». No había dinero; a punto que el rey se echó sobre la plata que trajo en 1639 la flota de Indias de propiedad particular, tomando la mitad para sí y pagan­do de la otra mitad mucha parte en calderilla: nuevo despojo y no menos inicuo que los del tiempo de Feli­pe II; y en medio de tales apuros continuaban labrán­dose a mucha costa el Buen Retiro, comenzado por Olivares, y un teatro en él donde se representasen co­medias con más lujo que antes en los salones; obra grande, al decir de un autor contemporáneo. Allí, entre comediantes, farsas, bailes, los reyes perdían no poco de su dignidad, al paso que estimulaban el ocio ruinoso de los vasallos. Porque gustaba la reina de ver silbar comedias, dieron los cortesanos en silbarlas todas, buenas ó malas, con igual diligencia. Para que viese asimismo la reina lo que pasaba en las cazuelas de los teatros, se representó bien al vivo en el Buen Retiro, trayendo mujeres que se mesasen y arañasen unas, que se diesen vayas o insultos otras, y mosqueteros o truha­nes que de propósito las enojasen. Hasta se echaron alguna vez entre ellas reptiles que las asustaran; y «ayudado esto», exclama un contemporáneo, con liber­tad singular, «del son de silbatos, chiflos y castradores, »se hacía espectáculo más de gusto que de decencia». A esto vino a parar, a las veces, la admirada gravedad de nuestros reyes de otro tiempo. Felipe, tan ceremo­nioso, constituido casi en un ídolo antiguo, como de­cían los venecianos, toleraba esto, no obstante, en pre­sencia suya, de u esposa y de sus hijos; dando tales alas á los representantes, que uno, de nombre Juan Rana, que hacía de gracioso, osó mofar públicamente por los afeites que usaban en el rostro, durante una de las representaciones del Buen Retiro, á dos damas prin­cipales de la corte. Semejantes devaneos, comunicán­dose á la generalidad de la nación, rápidamente acaba­ron de corromper por aquel tiempo las venerables cos­tumbres de los antepasados. No hubo en Madrid, bien pronto, moralidad alguna; quedaban la soberbia, que­daban el valor y algunos rasgos externos del antiguo carácter español; pero no las virtudes que describió en el siglo anterior Luis Cabrera(de Córdoba). Pintaba con exactitud, sin duda, D. Francisco de Quevedo los vicios de la época; no hay grande encarecimiento en sus des­cripciones. Su desenfado podía ser muy peligroso en­tonces; y fue, con efecto, perseguido el poeta, con pretextos varios, entre los cuales hubo uno injustísimo, que fue el de que mantenía inteligencias con los france­ses. La verdad era que había hallado medio de poner ante los ojos del rey un memorial en verso, donde apun­taba las desdichas de la república, señalando como principal causa de ellas al conde-duque. Siguióle el aborrecimiento de éste hasta el último día de su privan­za, y así estuvo Quevedo en San Marcos de León, durante cerca de cuatro años, los dos de ellos metido en un subterráneo, con cadenas é incomunicado. Y no fue poco que no le degollasen, como al principio se creyó en Madrid, recordando otros ejemplares. Pero mientras aquel terrible censor pagaba así sus libertades, la corte, los magistrados y los funcionarios de todo gé­nero acrecentaban sus abusos cada día, y entretanto hervía España, y principalmente Madrid, en riñas, robos ó asesinatos. Los capeadores, o ladrones de capas, no perdonaban siquiera las entradas y salidas de palacio, y despojaban de noche á todo transeúnte, sin distinción de clase persona. Pagábanse cada día muertes y ejerci­tábase notoriamente el oficio de matador; violábanse conventos, saqueábanse iglesias, galanteábanse sin reserva monjas, como mujeres particulares; eran innu­merables, á la semana, los desafíos, riñas, asesinatos y venganzas. Lóense en las cartas y avisos de la época continuas y horrendas tragedias, que muestran no mu­cho más respeto á las cosas de Dios que á las de los hombres. Tal caballero, rezando á la puerta de una igle­sia, era acometido de asesinos, robado y muerto; tal otro llevaba á confesar á su mujer para quitarle al día si­guiente la vida y que no se perdiese con el cuerpo el alma; éste, acometido de facinerosos en la calle, se aco­gía debajo del palio del Santísimo, y allí mismo era muerto; aquél se despertaba de noche al sentir puña­ladas en su almohada, y era que su propio ayo le erraba golpes mortales, disparados por levísima ofensa. Una compañía de naturales de Antequera, y los soldados del tercio de Madrid, estuvieron batallando todo un día en la corte por pequeña ocasión y se dieron hasta doce ó más acometidas en las calles, á pesar de haber sacado de una iglesia el Santísimo Sacramento para aplacarlos. El corregidor de Málaga prendió, por leve disgusto, á un hombre principal, y omitiendo el proceso le hizo decapitar de noche, sin confesión y por un esclavo. En quince días hubo en Madrid sólo ciento diez muertes de hombres y mujeres, muchas en personas principales. Tales datos, años ha sacados de los /Irzsos de Pellicer por el autor de esta obra, se han enriquecido sobre­manera con la publicación de la Correspondencia de los Jesuítas, hecha modernamente en el Memorial his­tórico. Allí los delitos privados, los desacatos á la jus­ticia, las contiendas violentas de jurisdicción, los atro­pellos, las excomuniones, los sacrilegios y á la par con todo esto las hechicerías, los embaucamientos y las su­persticiones ridículas, se encuentran por centenares. Escándalos, muchos de ellos no extraños ciertamente en otros países y épocas, donde se han visto iguales, si no mayores, pero casi inconcebibles en España, que tan severas costumbres tenía en tiempos de Felipe II. Atribuíase no poca porción de estos crímenes á los sol­dados de los nuevos tercios que se formaban, tan sólo ejercitados en la facción de los sacos, como decía un papel del tiempo; y bien podía ser, porque con la con­tinua guerra estaban casi agotados los hombres de ver­dadero espíritu militar. Apenas acudía á ponerse volun­tariamente bajo las banderas sino gente perdida, mucha por engaño ó por fuerza, y que, por lo mismo, no tar­daba en desertar y darse á mala vida, no poca que tomaba por oficio el engancharse, y recibida la paga desertaba antes de salir á campaña, quedándose en la corte sin otro modo de vivir que el robo, hasta hallar nueva ocasión de engancharse. Formaban estos tam­bién cuadrillas de malhechores en despoblado, que co­metían inauditos desmanes; mas no eran ellos sólo, sino los labradores y lugareños los que se dedicaban á este ejercicio, especialmente en Cataluña. Allí corrían en cuadrillas, ó por quejosos de la autoridad, ó por facine­rosos, muchos hombres de valor y conocimiento en el terreno, burlando las iras de la justicia. Llamaban á aquella vida anclar en trabajo, y había entre ellos sus caudillos y capitanes. Tales ó semejantes cuadrillas de forajidos se vieron asimismo en las llanuras de la de­sierta Mancha. Y en tanto los tribunales del reino, unas veces mandaban ahorcar ó degollar por leves causas, y aun ajusticiaban, por precipitación, á inocentes, y otras se mostraban descuidados con los criminales más peligrosos. El gobierno solía ser menos severo todavía que los alcaldes de corte ó los corregidores para los delincuentes, perdonando con frecuencia los mayores excesos, ó por la calidad de las personas, o por sus ser­vicios, o por mero capricho del príncipe y su privado. Así se vió a D. Pedro de Santa Cilia entrar con alto puesto á servir en los ejércitos y armadas de España después de haber dado muerte por sus manos o su in­dustria á trescientas veinticinco personas. Era este don Pedro mallorquín, y, siguiendo los impulsos vengati­vos, que asemejaban entonces á sus paisanos á los na­turales de Córcega, determinó vengar la muerte de un hermano suyo y se lanzó á cometer tantas en personas casi siempre inocentes, echándose á bandido. Hallába­se en Madrid Santa Cilia cuando sacaron de palacio un caballo que nadie osaba montar por su bravura; ofreció­se a hacerlo Santa Cilia, y lo ejecutó con tanta habili­dad que todos los presentes quedaron maravillados.

 

Violo también el rey; mandóle subir y que le contase su historia, y por último le perdonó y admitió á su ser­vicio, en gracia de su atrevimiento. Portóse luego San­ta Cilia como soldado y capitán de valor, señalándose en Nordlinghen y otras ocasiones; pero el número in­creíble de sus crímenes pedía, á la verdad, otro rigor. Con tales caprichos y la impunidad frecuente que ofre­cía el pretendido derecho de asilo á cuantos tomaban iglesia, no había justicia posible. La Inquisición hacía ya la vista gorda á los más de estos desafueros, limi­tando su atención y cuidado á los casos de herejías y supersticiones del vulgo ó á los delitos que le encomen­daba el rey. Sorprende hoy la facilidad con que corrían libros llenos de ideas y palabras obscenas, que no se tolerarían en los tiempos modernos, siendo así que tan rigurosa censura se ejercitaba contra los autores en todo lo tocante á pensamientos religiosos y políticos. Notaron ya los venecianos la flojedad de la conducta del Inquisidor general, cuando se trataba de gente poderosa, en el negocio escandaloso de las monjas de San Plácido, convento fundado por el protonotario de Aragón D. Jerónimo de Villanueva, uno de los princi­pales ministros de la época. El proceso acerca de este asunto, cuya principal pieza está en Simancas y otra también notable en el nuevo Archivo general de Alca­lá, da á conocer detalles muy repugnantes de pros­titución y supersticiones por parte del D. Jerónimo, del prior del convento, de la abadesa, amiga antigua del pri­mero, y de las monjas. Jamás la ignorancia y el vicio han aparecido quizá en tan singular consorcio; y aunque D. Jerónimo estuvo preso por la Inquisición, sentenciósele sólo «por algunas causas, y justos respetos», en lugar de «las grandes penas en que se pudiera conde­narle» á ser «gravemente reprendido y advertido de »lo que resultaba contra él de su proceso»; y á abjurar de levi, por suponerse que cabía en todo ello opinión herética. Esta desigualdad de los procedimientos ó castigos llegó á tal punto, á las veces, que repugna al sentido común, cuanto más al derecho. Vense en los autos de fe, ó quemadas ó duramente castigadas mu­chas personas por delitos como la bigamia, mientras corren impunemente muchos atentados seguramente más graves. Cualquier palabra de doble sentido ó sos­pechosa, en materia de fe ó de culto, era también cas­tigada con más crueldad que el robo de una monja ó la violación de unos votos; bien que esto último llegó á ser cosa frecuente. Y era á todo esto tan general el fanatismo, que el cronista D. José Pellicer y Tovar, después de narrar en sus Avisos tan grandes peligros é infelicidades, exclama: «De verdad, una de las desdi- »chas que se deben reparar con más atención y lástima, »es ver á España tan llena por todos lados de judíos »enemigos de nuestra santa fe católica». Lamentábase Pellicer de esto cuando en 1632 se había celebrado en Madrid un solemne auto de fe, con asistencia del rey, para quemar á algunos pobres judaizantes; y se les se­guía persiguiendo á muerte en todo el reino, como en los días más severos de Felipe II. Tan extraña confusión en las ideas y las costumbres había introducido la mezcla de la austeridad antigua con la liviana vida de Felipe IV y la política irreflexiva de su privado.

 

Hubo quien dijo, en el entretanto, que llegaron á cua­renta las batallas perdidas en tiempo de Felipe IV, y aunque no dejaron de ganarse muchas, lo cierto es que, lo mismo las ganadas que las perdidas, inútilmente con­sumieron nuestra sangre. Podía pelear España, desde antes de mediar él siglo, por el honor, mas no ya por el triunfo, que era de todas suertes imposible. Las pérdi­das de territorio fueron á la par inmensas, aumentándo­se varias á los últimos años á las que hubo en tiempo del conde-duque. No solían pasar á todo esto las tropas de la Península de 20.000 hombres, y esos sin instruc­ción ni pundonor; cuadrillas de holgazanes y foragidos más bien que no escuadrones y tercios, mientras que Flandes, Lombardía, Sicilia y Nápoles, solían hallarse casi del todo desguarnecidas de soldados nacionales. Bien pronto se empleó comúnmente el nombre glorioso de la infantería española, para designar con él, tan respetado antes, á la turba que en los patios de los tea­tros se ejercitaba en silbar ó aplaudir comedias, y al compás que se agotaban los soldados desaparecían los generales y capitanes. La marina, á pesar de que de­pendían casi totalmente ya el comercio y la Hacienda del monopolio, del comercio y de las minas de Amé­rica, estaba reducidísima, y como no había quien es­coltase las flotas, ó no llegaban ó llegaban tarde á nuestros puertos, robadas y perseguidas con frecuen­cia, ya por las escuadras de las potencias enemigas, ya por piratas de todas las naciones que, alentandos con la impunidad y el cebo de una segura ganancia, salían á buscarlas por los mares. Con el nombre de Hermanos de la costa ó de filibusteros, llegaron los piratas á ata­car formalmente alguna de nuestras escuadras y á hacer desembarcos en tierra firme, y hasta se apoderaron del islote de la Tortuga, al Norte de Santo Domingo, estor­bándonos desde allí la navegación. Señaláronse entre ellos el francés Pedro Legrand, el holandés Juan David, los ingleses Mansfield y Scott y un mestizo de Nueva España llamado Diego el Mulato, al cual propuso nues­tra corte, sin rubor, hacerle almirante de España, con sueldo crecido y perdón de sus innumerables crímenes. Ni dejaban los argelinos de recoger las pocas naves que • libraban bien de los Hermanos de la costa, apresán­dolas luego en nuestras mismas aguas, al paso que ro­baban nuestras propias costas é impedían la libre nave­gación del Mediterráneo. Y en tanto, se pedían naves de limosna á Génova, se alquilaban á los holandeses, y el conde de Castrillo, D. García de Avellaneda, como presidente del Consejo de Hacienda, declaraba que era preciso renunciar á tener armada. Con todo eso, sonaban constantemente en este infeliz período, ya en ejérci­tos, ya en escuadras, todos los antiguos nombres favo­recidos de la fortuna y de la gloria, mas no ciertamente para acrecentar su esplendor. Ejército mandó un duque de Alba en Portugal, y fuera mejor para su nombre que no lo mandara, donde tan alto había dejado el suyo su abuelo; ejército mandó allí también un duque de Osu­na, bastante diferente del que mereció el título de gran­de; ni el D. Juan de Austria de ahora era el de los días de Felipe II; ni fué un Colonna que se halló en Catalu­ña semejante á aquellos otros valerosos y experimenta­dos compañeros del Gran Capitán; ni tuvo que ver otro Alejahdro Farnesio que sirvió en Portugal con aquel

 

ilustre de Flandes; ni los Dorias y el marqués de Santa Cruz eran tampoco invencibles marinos como sus pa­dres; Guzmanes y Zúñigas, primero, luego Toledos, Benavides, Ponces de León y Haros, perdían á la na­ción en el gabinete y en los campos de'batalla; princi­palmente aquellos Guzmanes á quienes el mismo rey D. Felipe llegó á contar por los más funestos enemi­gos que por entonces hubiese tenido España, poco antes de su muerte. Guzmán, era el conde-duque; Guzmán, doña Luisa, duquesa de Braganza y su hermano el sos­pechoso duque de Medina-Sidonia; Guzmán, el mar­qués de Ayamonte, de quien se hablará luego; Guz­manes se hallan en las conjuraciones todas y en todas las derrotas. De ellos solamente el marqués de Lega- nés, á pesar de sus faltas, sirvió bien en la guerra. Á la par con éstos hallábanse, en poder é influencia, casi todos los nobles de otros tiempos, porque los favoritos eran siempre nobles. Ya no los contenía la venganza de Fernando V, ni los oprimía el brazo de Felipe II, pero no por eso daban altas muestras de sí, ni reconquistaban su antiguo prestigio. Si iban á los ejércitos no era por deber ó gloria, sino por los sueldos y comodidades; por poseerlos y disfrutarlos se disputaban los destinos pú­blicos, sin consultar si su capacidad bastaba ó no para desempeñarlos; ninguno entendía servir á la patria, sino á sí propios. Viéronse también aparecer muchos títulos nuevos; personas de humilde ó mediano nacimiento llegaban hasta á ser contados entre los grandes, y los híibitos de las órdenes militares sacados á pública su­basta, y las ejecutorias de hidalguía vendidas á precio de pequeños servicios, continuaban aniquilando la clase contribuyente del país, al paso que socavaban los ci­

 

mientos de la aristocracia verdadera y crecía la vanidad general, pueril ó funesta. Los que ya eran nobles se juzgaban aptos para todo; unos mismos de ellos gober­naban, indistintamente, ejércitos ó armadas, la hacienda ó los tribunales, asistían á los Consejos del rey y tal vez componían, en los ratos de ocio, entremeses y comedias.

 

En cambio la religiosa fidelidad de la nobleza espa­ñola al rey flaqueó á toda prisa, abriendo y enseñando prácticamente al pueblo el camino, ya por él olvidado, de las revoluciones. No hay que hablar sólo de Portu­gal ó Cataluña, ni menos de las provincias de Italia, donde el antiguo espíritu nacional arrastró á la subleva­ción á todas las clases, pueblo, clero ó nobleza. La doc­trina de la monarcomaquía, impunemente profesada en España por mucho tiempo y ya desacreditada en todas partes, comenzaba á tener adeptos hasta en Castilla, y lo mismo el derecho de insurrección. Punto es éste en el que conviene acaso una digresión, para mejor inteli­gencia de los tiempos. No en vano, en uno de los ro­mances satíricos de la época, se leían estos versos:

 

España gime oprimida, la iglesia está peligrosa, y aun pienso que de los grandes la lealtad y fe zozobran.

 

Con efecto; además del alzamiento de Braganza, que al cabo era descendiente de reyes, y de la sospecha fun­dada de que Medina-Sidonia, su cuñado, quiso imitarle en Andalucía, hubo otras conjuraciones y procesos de personas muy principales, por delitos intentados ó co­metidos contra la corona. En ciertos Avisos de corte,

 

publicados en el tomo Vil de la ya citada Colección de cartas del Memorial histórico, está impresa una de D. Carlos Padilla, teniente general que había sido de caballería, tan incoherente é incompleta allí, que más bien que obra de un conspirador, parece fruto de una imaginación extraviada. Pero en la causa original, guar­dada en Simancas, la carta está entera y más compren­sible, con otras varias, y las confesiones hechas por su autor dan idea completa de que hubo en realidad deli­to. Pasaba este sujeto por agente del ministro D. Luis de Haro, con quien se entendía, en realidad, acerca de una comisión que debía llevar á Francia, para alimentar allí la discordia entre la reina viuda y los príncipes de la sangre; pero, al propio tiempo, negociaba con los por­tugueses, que conspiraban en Andalucía á favor, según parece, del duque de Medina-Sidonia, y sobre todo tra­taba con el duque de Híjar, que supo que tenía un gran propósito entre las manos. De esta manera procuraba poseer á un tiempo la confianza del Gobierno y la de los que contra él maquinaban, mostrándose en sus car­tas dispuesto á aprovechar esta doble circunstancia, ya para mejorar de fortuna, ya para vengar sus agravios. Comparábase á sí mismo en una de sus cartas á los conjurados contra César, manifestando además que le guiaba la opinión de que, ycndole á España mal, sien­do una, la convendría estar otra vez repartida en di­versos Estados. Debía ser, por lo que se ve, Padilla uno de esos hombres á quienes, en las épocas de desespera­ción de las naciones, enloquece el deseo de enmendar las cosas públicas, frecuentemente junto con el de apro­vecharse de la inevitable ruina general, que esperan, para mejorar de fortuna. Lo cierto fué, entre tanto, que

 

D. Luis de Haro, receloso de él por su conducta en la guerra de Cataluña y por sus libres conversaciones, co­menzó á espiarle, logrando al fin interceptar una carta, que D. Carlos enviaba á su hermano D. Juan, castella­no de Milán, por medio del conde de Asentar, D. Pedro de Acuña. Formado proceso contra él y las personas á quienes en su carta aludía y seguido con rapidez inusi­tada, fueron condenados á muerte y degollados en la Plaza Mayor de Madrid, á 5 de Diciembre de 1648, el citado D. Carlos Padilla y D. Pedro de Silva, marqués de la Vega de la Sagra de Toledo, como convictos, se­gún el pregón decía, «de que trataban y solicitaban que »se cometiese traición contra la corona» (1). Un capitán portugués, llamado Domingo Cabral, que había sido confidente de éstos y fué condenado también, pocos días antes murió en la cárcel. En una Relación que hay manuscrita de este suceso (2), se dice que era el don Carlos «hombre de ingenio agudo, inquieto, sedicioso, ^soberbio y no poderoso de sí mismo». D. Pedro de Silva, á quien se le sorprendió una carta, con la de Pa­dilla, es allí mismo calificado de «legista de algún cré- »dito, aunque se deseaba en él prudencia y gravedad». Pero el más culpado, en la apariencia, de todos era don Rodrigo de Silva, duque de Híjar y conde de Salinas, que, según declararon los reos precedentes, trataba con su ayuda de hacerse rey de Aragón. Basta para demos­trar que era capaz de cualquier cosa aquel personaje, el hecho de haber declarado en el proceso, como prue-

 

(1) Archivo general de Simancas: Diversos de Castilla. Le­gajo 32, piezas 1, 2, 3 y 6.

 

(2) En un tomo de Papeles varios, de mi propiedad.

 

ba de su lealtad al rey, que formalmente le había pro­puesto á éste encargase de envenenar, por medio de un criado suyo muy diestro en ello, al duque de Braganza; propuesta que por cierto desechó con nobleza Feli­pe IV. Tiene el autor de esta obra á la vista el testimo­nio legal, y una relación particular del tormento que hizo dar al duque el implacable D. Pedro de Amezque- ta, uno de sus jueces, durante hora y cuarto, y esos do­cumentos no permiten dudar que era de robustísimo temple el corazón de aquel magnate. Después del cuar­to garrote, sajado y destrozado le* llevaron al lecho, y al ponerse en él dijo á uno de los presentes que «toda- »vía estaba para hacer dos versos». Mucho le valió tan extraordinaria firmeza, porque habiéndolo negado todo, antes y después del tormento, las declaraciones de los otros reos contra su persona quedaron en meras pre­sunciones, que como se decía entonces, purgó el tor­mento. Los jueces se limitaron, pues, á condenarle á reclusión, advirtiéndole al rey que, por lo que habían notado del carácter del duque, convenía que fuese per­petua. Impresa está también la defensa del duque, que en respuesta á la acusación del fiscal D. Agustín del Hierro, escribieron los letrados D. Esteban de Prado y D. Pedro Muriel Berrocal, en la cual consideran á don Carlos Padilla como un hombre «totalmente fuera de >razón» y su carta como un conjunto de delirios (1); ale­gando además que si el propio D. Carlos y D. Pedro acusaron á aquél, no fué sino con apremio de tormento

 

(1) ¡Tan antiguo es el recurso de considerar locos á los auto- tores de los grandes crímenes, sobre todo políticos, los legule­yos á quienes la piedad legal confía la defensa!—J. P. de G.

 

y rechazando el testimonio de los otros testigos á cau­sa de hablar de oídas, ó por referencia casi todo. Don Pedro de Silva declaró, sin embargo, de ciencia propia, haber oído decir al duque y á D. Carlos en el Prado, «que España estaba ya perdida, y que así se había de Homar partido con Francia, antes que muriese sin su­scesión S. M.>, que estaba viudo entonces, «para que sella asistiese á la pretensión del duque, sobre ser rey »de Aragón». Las frecuentes entrevistas y tratos entre el duque y los otros reos, nadie los negaba, por otra parte, y confrontados, en suma, los cargos de la acusa­ción, que también cerré impresa, con los de la defensa, parece que los tribunales de nuestros días difícilmente habrían sido menos severos que el de entonces con el duque de Híjar. Nunca mejor que, al salvar éste la vida á fuerza de sufrimiento, se demostró quizá la verdad de aquellos versos de un largo romance contemporáneo ti­tulado Sueño político, cuyo autor se supone que fue un D. Melchor de Fonseca y Almeyda, y en el cual se decía ya, entre otras cosas, á Felipe IV:

 

Aunque las leyes lo ordenen, advierte que en los tormentos, no se averiguan las culpas, gran rey, sino los esfuerzos.

 

Justo es añadir, no obstante, que, habiendo alcanza­do la muerte al duque en 1663, estando todavía en León preso, el día mismo en que recibió el viático dirigió una carta al rey, por medio de su confesor el P. Francisco de Gandía, protestando de su inocencia y apelando al Tri­bunal de Dios, que tenía vecino, contra su sentencia. La ocasión suprema en que escribió aquella carta, los térmi­

 

nos de ella y la confirmación quedió átal protesta el con­fesor, con la autoridad de su ministerio, pueden hacer dudar de la culpabilidad del duque, á pesar de lo dicho; pero lo que aparentemente dan á entender los documen­tos, es lo contrario. Por los mismos días en que se ejecu­taron los mencionados castigos fué degollado en la cárcel de Segovia D. Francisco Manuel Silvestre de Guzmán, marqués de Ayamonte y jefe de aquellos descontentos de Andalucía, de que hablaba en su carta Padilla. Hay relación particular de este suceso, hecha por el famoso Diego de Colmenares y dada también á luz en la co­rrespondencia de los jesuítas, del Memorial histórico. Fueron á todos los tres citados caballeros cortadas las cabezas por detrás, aunque el de Ayamonte logró el favor de que esto se hiciese con él después de muerto; mas el pregón de los que salieron al público decía, como la sentencia, «por traidores y conspiradores contra la »corona», según se lee en unas cartas de Pellicer al cronista Ustarroz (1). Algunos años después, hacia 1663, dió mucho que hablar también el suceso del tea­tro del Buen Retiro, entre cuyas tablas y al pie de los lienzos pintados de las decoraciones, se descubrieron cierta mañana las cenizas de una cuerda quemada que habían colocado allí, tocando con tres ó cuatro papeles en que se contenía más de una libra de pólvora. La cuerda había resultado corta, al consumirse, por no haber calculado bien el que la puso y le prendió fuego, lo que había de embeber conforme fuera ardiendo. Al

 

(1) Biblioteca Nacional: V, 104.—Híjar, que aparece como D. Rodrigo de Silva en la causa, se llama á sí propio en su carta al rey D. Rodrigo Sarmiento de la Cerda, Mendoza y Villandrando, apellidos que muestran bien su antigua y esclarecida nobleza.

 

punto se puso preso, con sospechas fundadas, á un berberisco, esclavo del marqués de Heliche y del Car­pió, y no se tardó en averiguar que este marqués había procurado envenenarle en la cárcel, por medio de un paje suyo, á quien se cogió el veneno. No pudiendo negar el marqués tal intento, alegó para justificarlo que temía que aquel infeliz lo calumniara, atribuyendo á mandato suyo el proyectado incendio. El esclavo, en tanto, superior por lo que se ve á su amo, que tan mal sabía aprovechar las lecciones del célebre doctor Váz­quez Siruela, que lo educara, nada declaró, aunque se le dió tormento, que pudiera comprometerle. Pero antes de mucho se averiguó también, por más que lo negase el marqués al principio, que tenía en su poder una llave, con la cual podía abrirse una puerta que conducía al teatro y al lugar mismo en que se hallaron cuerda y pólvora. Habitaba entonces el rey Felipe IV con su fa­milia en el Buen Retiro, y que el marqués del Carpió quiso prender fuego al teatro con manifiesta probabili­dad de que ardiese á la par todo el edificio y ¡a familia real pereciese, está, con lo que precede, por demás de­mostrado. Pero este marqués del Carpió, D. Gaspar de Haro y Guzmán, era Hijo del ya difunto primer ministro D. Luis Méndez de Haro y sobrino carnal y heredero del conde-duque de Olivares, y con singular blandura, por eso sin duda, hizo el rey que se siguiese su proce­so. Nombrósele un fiscal, que más bien le favoreciera que lo culpara, atribuyendo á motivos y fines insignifi­cantes aquel hecho y considerándolo como simple in­cendiario para librarle, entre otras cosas, del tormen­to, que el presunto delito de lesa majestad llevaba consigo. Los hechos constan de esta propia manera,

 

aquí narrada, en un escrito formado en defensa del mar­qués, de qué corren muchas copias, y que se intitula Arte de lo bueno y lo justo para la causa que motivó la prisión del marqués del Carpió, duque de Monto- ro. Sentó luego plaza el marqués de soldado particular y sirvió bien en la guerra; pero ésta fué la única expia­ción de un delito tan grave, al parecer intentado por no haberle hecho el rey, como á su padre, primer ministro. No eran los nobles así, más respetuosos seguramente con la corona que los del tiempo de Enrique IV ó Fernan­do V. La política de Felipe II con ellos no había logra­do, pues, á la larga otra cosa que hacerlos cortesanos y conspiradores en vez de guerreros y osados; y Feli­pe IV, que al firmar la sentencia de los cómplices de Híjar había puesto de su letra que con harto dolor de su corazón la firmaba y sólo por respeto á la justicia, y que, á tan poca costa, dejó libre á Heliche, tampoco logró con sus bondades sino desmoronar lo principal de la obra levantada por su abuelo: que era la seguri­dad interior del reino (1).

 

Cuando tal era el estado social, la desorganización é inmoralidad administrativa tenían que ser, naturalmente, inmensas. Pagábase encada plazatde guerra ó cada ejér­cito doble número de gente de la que había; abastecíanse á gran costa las fortalezas y armadas, y luego se halla­ba que los bastimentos no llegaron ó se vendieron. <Por cuyo engaño»—escribía precisamente en aquel

 

(1) El examen de estos procesos, hasta aquí no conocidos, merece mayor detención; pero eso es propio de un trabajo de otra índole. Aún se lia dilatado más aquí el autor que debiera, por la extraña obscuridad en que han estado hasta ahora aquellos su­cesos.

 

tiempo el autor de Estebanillo González—«se perdie­ron muchas victorias y se malograron muchas ocasio­nes; que de ello pudiera decir acerca de esto y de otros »sucesos que han pasado y pasan de esta misma calidad, »no sólo á patrones de galeras, sino á gobernadores de ovillas y castellanos de fortalezas, y á municioneros y »proveedores, en quien puede más la fuerza del interés »que el blasón de la lealtad. > Vendíanse hasta las muni­ciones de las plazas y bajeles, y los capitanes de las compañías buscaban gente perdida que el día de la re­vista hiciese de soldados para fingir número, no llevan­do consigo la mitad del que cobraba. De aqui nacía que la corte dispusiese una empresa, fiando en que basta­ban las fuerzas, con arreglo á los documentos y partes de los generales, y luego se malograba, porque éramos inferiores á los contrarios. Comenzó á menguar enton­ces hasta la antigua lealtad española; porque no se vió en tiempo de Carlos V y los primeros Felipes, capitán ó soldado que vendiese un puesto al enemigo, y aquí ahora se hallan, ni más ni menos que en otras nacio­nes. íbase perdiendo, asimismo, la rigurosa subordina­ción de clase á clase, que anteriormente se observaba. En 1654 hubo un caso que, así por demostrar bien esto último, como por la precipitación y anarquía judicial que revela, es digno de citarse. Servía un D. Antonio de Amada al marqués de Cañete, y era muy querido de todos. Aconteció que el marqués golpease á la mujer de uno de sus lacayos, porque quiso impedirle castigar á su marido, con lo cual, ofendido éste, determinó matar­lo, y al bajar, ya anochecido, las escaleras, escondido detrás de Amada, dió al marqués una estocada de que murió, huyendo al punto. Fué preso Amada y, aunque

 

protestó de su inocencia hasta lo último, fué condenado á muerte, sin oírsele apenas. Tenía órdenes menores y lo reclamó la justicia eclesiástica; pero, no atendién­dola, envió el cardenal arzobispo de Toledo, con cono­cimiento del rey, cuadrillas de frailes y de criados que robaron al supuesto reo, conduciéndole en el momento de la ejecución á casa del prelado. No tardó la justicia ordinaria en forzar la casa de éste y llevarse al reo de nuevo, ejecutando, al cabo de una semana, la senten­cia. Todos los grandes acudieron á escoltar al verdu­go, porque, con la muerte del de Cañete, cada cual te­mía ya por su vida; citándose con horror que un coche­ro había ya respondido por aquellos días al duque de Pastrana, «que todos eran hombres y que cada uno se »tenía por hijo de su padre»; palabras y temor que ha conservado Barrionuevo en sus Avisos inéditos, y que indican la subordinación hasta allí acostumbrada y el inopinado recelo que de nuevo comenzaba á inspirar el bajo pueblo. Este, excitado por los clérigos, estaba, en el ínterin, de parte de Amada, y hubo que mandar salir de Madrid á muchos de aquellos y aun al mismo carde­nal, que se negó á cumplir la orden. Temíase que entre la grandeza y el clero, apoyado por el pueblo, se llega­ra á las armas, cuando un suceso inopinado acabó de llenar á la corte de espanto. El lacayo que había mata­do al de Cañete, estando á punto de morir de heridas que se ocasionó en la fuga, declaró que D. Antonio de Amada era inocente. El dolor del rey fué muy grande; el escándalo tal, que en mucho tiempo no se trató de otra cosa en Madrid. Por los mismos días el condesta­ble de Castilla mató á un criado suyo é hizo armas contra un alcalde de corte, y el hecho fué quedar sin

 

castigo, porque ni siquiera cumplió el corto destierro que se le impuso. Tal se practicaba ya la justicia que con tanto esmero hizo administrar Felipe II.

 

La superstición general no podía menos de ir á todo esto aumentando, por más que la Inquisición no dejara de perseguirla en ciertos casos. Mas ¿cómo podían dar fruto alguno los castigos, cuando participaban de ella las más altas personas del Estado? No solamente el protonotario D. Jerónimo de Villanueva abusaba de sus entradas en San Plácido, aparentando dar crédito á mu­chas de las absurdas opiniones que allí se profesaban, sino que hizo creer al conde-duque que algunas monjas, poseídas del demonio, habían revelado, entre otros dis­lates políticos, que la condesa, su mujer, le daría suce­sión. Y consta del proceso, aunque sin nombrarle, que estuvo aquel ministro en el convento para oir de los labios de los supuestos demonios profecía que tanto le halagaba. Por la correspondencia de los jesuítas, publi­cada en el Memorial histórico español, se ve que ni ellos mismos, con ser generalmente discretos y doctos, se atrevían á burlarse siempre de las patrañas supersti­ciosas que corrían y recíprocamente se contaban. Ni era fácil cuando en Valladolid, á presencia del obispo y clero, salía el demonio del cuerpo de una doncella de veinte años, á fuerza de solemnes conjuros, exponerse á negar hechos semejantes. La célebre madre Luisa, de Carrión de los Condes, vivió en olor de santidad por muchos años de aquella era, refiriéndose frecuen­tes milagros y coloquios frecuentes suyos con Dios y su Santa Madre, y fué muy visitada en su convento de graves consejeros, obispos y superiores de las ór­denes religiosas. Propúsose examinar la Inquisición de 20

 

Valladolid hasta qué punto fuera su santidad cierta; mas en el tránsito á aquella ciudad, los pueblos acudieron en turbas á aclamarla, y la chancillería y el obispo mismo se pusieron de su parte, por manera que murió sin ser sentenciada. Otra monja hubo de más alto influ­jo todavía: la venerable sor María de Jesús, abadesa de la Concepción descalza de Agreda. Esta mujer insigne escribió un libro intitulado Mystica ciudad de Dios, rico en detalles de la vida de Jesucristo y su Santísima Madre, por ningún otro conducto conocidos, y que hay que suponer inspirados ó revelados. Condenado tal libro por la Sorbona y anatematizado por Bossuet, pero vivamente defendido por el docto cardenal Aguirre, la Universidad de Lovaina, las de Alcalá y Salamanca y por muchos prelados y doctores españoles, no llegó á ser puesto en el Indice; porque si bien fué desaprobado por la congregación, suspendió el Papa la publicación de la censura. Merece, por tanto, mayor respeto esta monja que las demás que anunciaron revelaciones ó mi­lagros en la época de que se trata; mas no es posible dejar de lamentar, con todo eso, que de sus singulares silicios y trabajos la distrajese Felipe IV, para consul­tar con ella negocios políticos. Concíbese, en verdad, que tuviera mucha necesidad de alivio espiritual y mucha sed de remedios maravillosos Felipe IV, cuando en Julio de 1643 dirigió su primera carta á sor María de Agreda, después de rota su antigua amistad con el con­de-duque, perdido Portugal y casi Cataluña, deshechos en Rocroy los tercios viejos. Pero lo cierto es que, desde aquella fecha hasta 27 de Marzo de 1665, es decir, menos de dos meses antes de morir la monja, me­diaron entre ella y el rey 234 cartas, que contiene el

 

manuscrito de la Biblioteca Nacional, el más completo que existe, y otras probablemente perdidas. Escribía el rey á media margen para que contestase la monja en la otra mitad del papel, y los sitios, las batallas, las nego­ciaciones, el buen éxito, en resumen de toda su política, principalmente los fió, por aquellos largos años, Feli­pe IV, á la intervención de la monja; la cual se conten­taba con ofrecérsele, anunciarle buenos sucesos é insi­nuar virtuosos consejos. Justo es decir, para acabar este punto, que no se advierte en toda la corresponden­cia el menor deseo de abusar de su favor, por parte de la monja, ni para sí ni para nadie, y que del rey Feli­pe IV tampoco se saben supersticiones indignas, como de tantos otros personajes de su época; denotando úni­camente su excesiva confianza en sor María de Agreda el estado de su ánimo, tras las desgracias referidas y el espíritu general de la época.

 

De tal espíritu participaron, como era natural, cada vez más las letras. La historia se ve confundida ó man­chada entonces por los falsos cronicones, y por las ins­cripciones y escrituras falsas que, desde los últimos años de Felipe II, habían comenzado á poner en circu­lación hombres degran calidad y hasta autores de mé­rito, seglares ó eclesiásticos. Inventábanse, á porfía, concilios, obispos, santos, religiosos, para halagar la piedad de los fieles de una parte, y de otra, genealo­gías y personajes que no habían existido jamás, para contentar la vanidad de los nuevos nobles, faltando poco para que pasara ya por un incrédulo el discreto pero piadoso Mariana. Por de contado que nada se escri­bía, al propio tiempo, de verdadera filosofía en España como no fuesen exposiciones de Aristóteles ó alguna

 

de Platón, hechas en latín generalmente. Habíase dis­tinguido como filósofo, en el siglo anterior, Sebastián Fox Morcillo, que estuvo para ser maestro del príncipe D. Carlos y profesaba una doctrina mixta de los dos mayores filósofos griegos y algún otro. En romance, Juan Huarte y doña Oliva Sabuco, Venegas, Mejía, Oli­va y Cervantes de Salazar, publicaron también obras notables de especulación, aunque no de verdadera filo­sofía. Pero la dirección predominante del espíritu na­cional llevó á escribir libros místicos, antes que filosófi­cos, á muchos más escritores, sin contar con los que enseñaban formalmente la Teología. Después de Juan de Avila y de Santa Teresa hubo, por lo mismo, gran­des místicos entre nosotros, siendo, como es sabido, fray Luis de Granada el primero de todos por su elo­cuencia y estilo y el jesuíta Nieremberg el último, que, como tal, merezca leerse. Mas bien pronto se corrom­pió totalmente el gusto de este género de escritores, hasta venir á parar en ridículos catálogos de citas sa­gradas é intrincados conceptos, que indeliberadamente pecaban de panteísmo algunas veces. Las letras filosó­ficas y místicas puede decirse que fueron las primeras que decayeron por completo. Resistió la jurisprudencia casi tanto como la Teología misma, la decadencia, des­pués de haber sido con no menor gloria que ella culti­vada en el Siglo de oro, resplandeciendo aquella cien­cia, tras los famosos Gregorio López y Antonio Gómez en las obras del insigne D. Diego de Covarrubias y Leiba, altamente alabado por los venecianos que le co­nocieron y en las de Alfonso de Acevedo, Luis Vázquez de Avendaño, D. Cristóbal Crespi de Valldaura y otros innumerables autores. Después de los teólogos y juris­

 

tas, ios que más brillaron en las ciencias fueron los po­líticos que desde Felipe III comenzaron á escribir fre­cuentemente en castellano, y los economistas, que también usaban casi siempre el romance, aunque haya perjudicado mucho á estos últimos el haberse confun­dido con ellos la vocinglera turba de los arbitristas, pro­tegidos por los apuros de la época y aun por el carácter del conde-duque, como se ha dicho. Señaláronse entre los políticos, por sus ideas liberales, el autor de la Ley regia, en Portugal, Juan Salgado de Araujo, que admi­tía el Pacto de las sociedades humanas y la soberanía nacional, combatiendo como dañosa la doctrina de que debían tener los reyes privados, y entre los absulutis- tas, Jerónimo de Ceballos, que en su Arte real sostuvo que, en lo temporal, no debían reconocer los reyes supe­rior. por lo que no era otorgar servicios lo que hacían, á su juicio, las Cortes, sino pagar deudas de vasallos á sus soberanos, llegando hasta admitir que los reyes de España poseían gracia natural para echar los demo­nios del cuerpo. Juan Pablo Mártir Rizo, D. Diego de Tovar, D. Francisco de Quevedo, D. Diego de Saave- dra Fajardo, Baltasar Gracián y otros muchos, es­cribieron también muy notables libros de Derecho pú­blico, tan famosos dentro como fuera de España; porque de las Empresas políticas, de Saavedra, por ejemplo, se hicieron doce ediciones castellanas y tres traduccio­nes, en latín, francés é italiano, y el Oráculo manual y arte de prudencia, de Gracián, no tan sólo fué tra­ducido á estas lenguas sino también á la alemana, sir­viendo además allí de texto en las escuelas. Lo raro en este punto es que mientras el Santo Oficio hacía quitar del libro de Eugenio de Narbona, intitulado Doc­

 

trina civil y política, las menores alusiones á la pere­za de los reyes y al favor excesivo de los ministros, que pudieran referirse á Felipe 111 ó Felipe IV, y no fal­taban inquisidores que hallasen olor de herejía en el hecho de no citarse en aquella obra escritores sagrados, sino gentiles ó profanos (1), los jesuítas publicasen á lo mejor papeles en castellano, agitando cuestiones como la de si es mejor tener gobierno que no tener­lo, si es preferible el gobierno democrático al monár­quico, si es más conveniente la monarquía electiva que la hereditaria, si es ó no lícito matar al tirano y otras semejantes, que en 1632 mandó recoger el Con­sejo real, ordenando que no imprimiese la Compañía más conclusiones sin su permiso. Á las veces sorpren­de, más todavía que el atrevimiento de los políticos, el de los ecomistas, sobre todo el de los que perte- enecían, entre estos últimos, al estado eclesiástico. Ya el canónigo Navarrete había condenado el aumen­to de las comunidades religiosas y la expulsión de los moriscos, después de hecha, que era bastante; pero en 1651 hubo un secretario del Supremo Consejo de la Inquisición, de nombre D. Felipe Antonio Alosa Rodarte, que, en una obra intitulada Exhortación al estado eclesiástico, anunció ya á éste que llegaría tiempo en que los seglares volvieran á cobrar, necesita­dos, lo que sin necesidad «les dieran sus antepasados tan liberalmente». Muchos de estos economistas, á ejemplo de Mariana, pero cuando precisamente cada día se estaba alterando el valor de la moneda, negaron que

 

(1) Archivo general de Simancas: Inquisición. Censuras p calificaciones de Libros. Legajos 5.°, niim. 6.

 

el rey tuviese potestad para ello, y son durísimas las censuras, fundadas unas, infundadas otras, que dirigie­ron todos á cuantas disposiciones se dieron para mejorar la Hacienda ó remediar la miseria pública. No estaba, en suma, en aquel tiempo tan destituido de censura ó fiscalización el poder como se piensa generalmente. Los predicadores convertían los pulpitos en tribunas, sobre todo en las Cuaresmas, y tronaban libremente contra cuantos eran ó ellos juzgaban abusos y errores del poder civil; los escritores clandestinos atacaban sin piedad, en prosa ó verso, á los ministros y al rey mismo, contra quien circulaban impunemente las más sangrientas bur­las; los políticos y economistas, cual queda expuesto, criticaban á la par en tono grave todo lo que era ó les parecía digno de reprobación. Si hubiera habido tanta libertad entonces para tratar de historia, de filosofía, de ciencias naturales, como solían permitir el Santo Oficio y el Consejo real para examinar los actos de los gober­nantes y juzgarlos, otro habría sido de seguro el estado intelectual de la nación en aquella era.

 

Mas la afición del rey y de la corte á la poesía dra­mática hizo que sin disputa fuese este género de litera­tura, como escribimos tiempo hace y aquí literalmente copiamos, el que más cultivase y en el que más brillara entonces el ingenio español; de tal manera, que, á cali­ficar por su rasgo más característico este reinado, así como del de Felipe 111 puede decirse que fué de frailes y monjas, de éste habría que decir que fué de cómicos y comedias. Jamás en tiempo ó nación alguna se ha cul­tivado con igual entusiasmo y talento el arte dramático como en España y durante el reinado de Felipe IV. Catorce años duró la vida á Lope de Vega, después de

 

muerto Felipe III, y en todo este tiempo no dejó de com­ponerlas; de suerte que su nombre va unido también al de Felipe IV. Mas Calderón fué ya todo suyo, y él y Tirso y Moreto y Rojas y el corcovado Alarcón, escri­bieron para su placer y el de la corte, La vida es sueño, El desdén con el desdén, El burlador de Sevilla, Gar­cía del Castañar y La verdad sospechosa, inmortales obras. Á la par de estos ingenios de primer orden, hizo Guillén de Castro el original de El Cid; Luis Vélez de Guevara y Montalván, lograron aplausos; la Hoz y Mata, escribió su Castigo de la miseria; Diamante, su Judía de Toledo; Solís, sus obras dramáticas que eclip­só más tarde el mérito singular de sus páginas históri­cas; D. Fernando de Zárate y el judaizante Enríquez Gómez, las suyas, sean dos ó sean una propia persona. Florecieron también Mira de Mescua, Matos Fragoso y D. Antonio Hurtado de Mendoza, Belmonte y Leyva, si no con tan grande ingenio como los primeros, con bas­tante para ser recordados: y aun detrás de los poetas de primero y segundo orden, aparecen otros no desprecia­bles todavía: Villayzán, á cuyas comedias asistía siem­pre disfrazado Felipe IV, tal era la estimación en que las tenía; Zabaleta, el primero que escribió en España artículos de costumbres, tan ingenioso en ellas cuanto penoso en sus reflexiones y escritos morales; el nove­lista Salas Barbadillo, infeliz en la poesía épica y no muy aventajado en la lírica; D. Alonso del Castillo So- lórzano, también novelista y bueno, mas no así poeta, aunque algunas de sus novelas estén en verso; Coello, los Herreras, D. Jacinto y D. Rodrigo, los hermanos Figueroa, D. José y D. Diego, Jiménez Enciso, D. Je- rómino de Cáncer, que pudiera llamarse medio poeta,

 

pues sólo escribió por mitad; Villaviciosa y Avellaneda, colega del anterior; Vélez, el hijo; Monroy; un cierto maestro León, harto distinto del gran lírico en mérito y fama; Muxet y Solís, Matías de los Reyes y el doctor Felipe Godínez, más dado que á las humanas á las co­medias religiosas. En estas últimas emplearon también su ingenio el maestro José de Valdivielso, no mejor dra­mático que épico; el trinitario fray Hortensio Félix Pa- lavicino, predicador de Felipe IV, hombre no falto de talento, pero de deplorable gusto é ingenio, que hacía las delicias de la corte con sus sermones y la desdicha de todo el mundo con sus comedias; los jesuítas Céspe­des y Calleja y otra multitud, en fin, de frailes, caba­lleros y autores anónimos, indignos ya de memoria. Mas no es de olvidar con ellos el nombre de Luis Qui­ñones de Benavente, que pretendió resucitar en España la ditirámbica imitación de Aristóteles (uno de los cua­tro géneros en que éste dividía la imitación poética), la cual consistía en juntar en una misma pieza verso, mú­sica y baile. No podría ser la pretensión más alta; pero ni el nombre ni la materia de sus obras correspondieron á ella, y sólo fué al cabo ingenioso autor de bailes, en­tremeses y sainetes, en cuyo género de escribir le acom­pañaron Cáncer, Avellaneda y otros de los escritores vulgares de la época. También escribió comedias y medias comedias D. Francisco de Quevedo, y no falta quien suponga que las compuso el propio monarca, bajo el título de Un ingenio de esta corte, anónimo enton­ces empleado de muchos. Con tantos poetas y comedias no podían menos de ser muchos y buenos también los comediantes. Señaláronse, desde fines del reinado de Felipe III hasta la muerte de Felipe IV, aquella María

 

Calderón,.en quien tuvo á D. Juan de Austria; laBalta- sara, que purgó sus libertades de cómica con penitente vida; la hermosa Josefa Vaca y su marido Alonso Mo­rales, llamado el príncipe de los representantes; los dos Olmedos, padre é hijo, hidalgos é infanzones; el desvergonzado Juan Rana, encanto, por sus gracias, de la corte; Roque de Figueroa, el Néstor de los cómicos; María Riquelme, notable por haber sido virtuosa en las tablas en aquel tiempo; Bárbara Coronel, mujer varo­nil, célebre en aventuras y costumbres impropias de su sexo y homicida á lo que se cree de su marido; Eufra­sia de Reina, casada á un tiempo con dos maridos; la famosa Amarilis, María de Córdoba; el noble caballero D. Pedro de Castro; Sebastián del Prado, que fué con la infanta doña María Teresa á París, y durante mucho tiempo representó allí comedias españolas con grande aplauso, y otros innumerables hidalgos, clérigos, frai­les y personas de toda condición y estado, aficionados á un género de vida que miraba la justicia de la época con particular indulgencia. Queda en esto por decir que, así como al rey se le cuenta por muchos entre los poetas dramáticos, á las princesas españolas podría también contárselas entre las cómicas de su época. Por el mes de Mayo de 1622 se representó, en los jardines de Aranjuez, una comedia fantástica del conde de Villa- mediana, titulada La gloria de Niquea, labrándose tea­tro de madera y telas á mucha costa; asistieron el rey, los infantes D. Carlos y D. Fernando y gran concurso de cortesanos, de modo que no se vió, según el narrador, lugar vacío. Hizo en esta comedia el papel de Reina de la hermosura, doña Isabel de Borbón; la infanta doña María, representó el de Niquea, y los otros las damas

 

y criados de la real casa y hasta una negra esclava, que fué muy aplaudida. Es igualmente sabido que la infanta doña María Teresa, reina luego de Francia, representó con sus damas una comedia lírica de D. Gabriel Bo- cángel Unzueta, para celebrar la venida á España de su madrastra doña Mariana. Pero á pesar de la inaudita afición que tales hechos demuestran á la poesía dra­mática, decayó ésta también al fin, como todos los otros géneros de literatura.

 

Había heredado Felipe IV de su abuelo y su padre á Góngora, poeta de grande originalidad, el cual, hallan­do ya manoseada la forma clásica, inventó, para distin­guirse, una extraña y contraria á todos los buenos prin­cipios, que de su nombre se llamó gongorismo, y tam­bién culteranismo, por la afectación de cultura de que se hacía alarde. En vano escribió Rioja su Epístola moral, de tan noble y clásico estilo, y sus puras Silvas á las flores; en vano Jáuregui hizo aquella correcta traducción poética, que es la única aún que haya supe­rado al original; en vano rivalizó en sencillez Villegas con Anacreonte, y Espinosa con Teócrito en buen gus­to; en vano Quevedo descargó directamente los terri­bles golpes de su crítica contra los innovadores. Fué arrastrado él mismo por ella antes de mucho con Lope, otro de sus mayores enemigos, con el mismo Jáuregui y con los más de los líricos de aquella Edad. Señaláronse entre los sectarios de Góngora y apóstoles de la nueva forma, el hijo infeliz de la casa de Oñate, que con el nombre de conde de Villamediana fué tan trágicamente famoso; y Baltasar y Lorenzo Gracián, que redujeron á reglas y doctrina lo que era solo deplorable extravío. No tardó éste en comunicarse de la poesía lírica á la

 

dramática, afeando sobremanera los dramas de Lope y de Calderón, introduciendo una afectación de senti­miento que mataba la verdad, y un alambicamiento de estilo que obscurecía los más bellos rasgos del ingenio; á la poesía épica, en que produjo tan miserables abor­tos como algunos de los'cantos del mismo Lope; al Ma- cabeo, de Silveira, y la Virgen de Atocha, de Salas Barbadillo; á la historia, que ennoblecida aún con las páginas inmortales de Moneada y Meló, tuvo que so­portar que Céspedes de Meneses, el novelista, narrase en culto los primeros años de Felipe IV; al pulpito mis­mo, donde el padre Paravicino explicaba también la noble y sencilla doctrina de Cristo, en el lenguaje hin­chado y pedantesco, salpicado de retruécanos, para- nomasias, conceptillos, trasposiciones, neologismos, latinos ó griegos, y alusiones mitológicas que, en ver­so ó prosa, formaban los especiales caracteres de la nueva escuela. No se comprende, sin recordar los ante­cedentes y meditarlos, cómo pudo sobrevenir en breve plazo revolución tan completa. El genio y la fatalidad de un solo hombre no bastaban para eso; y más cuando él, aunque eminente, no alcanzaba superioridad alguna sobre varios de sus secuaces. Traslúcese antes de es­tudiar el asunto, que algo debía haber en los espíritus, y algo en lo general de la nación, que facilitara la em­presa, y aun impusiese acaso la nueva escuela á muchos que voluntariamente no la habrían seguido jamás. Este algo no podía ser más que el apartamiento de las cien­cias y el casi exclusivo culto de la poesía y buenas le­tras. Ociosa ya la razón y falta de ideas nuevas la inte­ligencia, ¿qué había de hacer la poesía, ceñida á los estrechos límites de lo pasado y entregada á su sola

 

actividad, sino devorarse á sí misma? Tarde ó tempra­no eso tenía que suceder, y sucedió á fines del reinado de Felipe IV. Porque ni la literatura en general, ni la poesía, la más flexible y perfecta de sus manifestacio­nes, son sino la forma de ideas preexistentes, un cier­to espejo donde se reflejan las épocas con sus senti­mientos justos ó injustos y sus verdaderos ó falsos principios; y como forma y espejo que son, no tienen potencia para crear por sí solas la substancia que repre­sentan. Tal vez nacen hombres que á su cualidad de poetas juntan la de filósofos, é inquieren y crean, y can­tan á un tiempo; pero la singularidad de tales ingenios no contradice la marcha general del arte en sus natura­les condiciones, ni, en el caso presente, perseguida con sistemática saña, hubiera andado la filosofía más segura debajo del manto vistoso de los versos que de­bajo de los latinos infolios, salmantinos ó compluten­ses. Y asi como mientras manan y corren las ideas en poderoso río, producen sus riberas lozanas é innumera­bles las flores literarias, así cuando suspenden su movi­miento las aguas, no acuden nuevas y se estancan las antiguas, vienen la putrefacción ó la decadencia, tarde ó temprano. ¡Dichosos los primeros que, bebiendo las aguas corrientes y claras, pudieron hacerse inmortales! Los segundos las encuentran turbias y escasas, y quizá con tanto ingenio como los primeros, son mucho me­nos felices en sus producciones. Los terceros sienten ya sed y repugnancia, anhelan por nuevas aguas, cla­ras y copiosas; quisieran descubrir manantiales nuevos; los buscan por todas partes, y entonces nace precisa­mente el hombre de la decadencia. Es éste, de ordina­rio, un ingenio creador, de poderosa fantasía, de alto

 

aliento, que debió ser de los primeros, y no lleva con paciencia ser de los últimos; que quisiera ser original, y no halla cómo serlo; ofendido de la gloria de sus ante­cesores, no más dotados de genio, sino más oportunos en nacer; deseoso de igualarlos é imposibilitado de seguirlos; jardinero de estío, espigador de invierno, sin flor ni grano que recompense su fatiga. Tal fué, en suma, Góngora. Y cuando llegan tales circunstancias, y cuando el hombre de la decadencia busca camino por donde huir del desierto que le rodea, no halla, no pue­de hallar más que uno solo, que es el de alterar la for­ma , ya que le falta el fondo: distinguirse por la palabra, ya que no por el sentimiento ó la idea. Entonces, en lugar de encerrar en frases sencillas ideas sublimes, presta á vulgares ideas pomposas é hinchadas palabras; y en vez de dejar en hermosa desnudez el estilo, le vis­te retruécanos, de paranomasias, y cuantas galas afec­tadas imagina. Desecha la metáfora natural por la vio­lenta; abandona la palabra propia por la extraña, la nacional por la extranjera; confunde el alambicamiento con el ingenio, la pedantería con la erudición, lo relum­brante con lo claro y verdadero. Y por ser todo esto efecto de circunstancias comunes, se explica solamen­te que los más de los ingenios cedieran tan pronto al contagio, y que si hubo algunos que por cierto tiempo resistieran, no hubiese ninguno al fin que se salvara. Aquellos ingenios afortunados, que habían nacido en época de buen gusto, y alimentado su espíritu con los buenos modelos, todavía en medio de las aberraciones de la nueva escuela dejaron inmortales obras, princi­palmente en la poesía dramática. Pero sus sucesores, criados ya en el cieno de la corrupción literaria, no imi­

 

taron más que sus faltas, no aprobaron sino sus delirios; y con la poesía desaparecieron los poetas. Acabó así, pues, la primera de las artes, la de la palabra, entre nosotros, perdida en las tinieblas del gongorismo, á la par que en Francia anunciaba Descartes la filosofía moderna, á la par que Corneille y Racine creaban la tragedia francesa, y Moliere perfeccionaba la comedia de nuestros días sobre modelos españoles.

 

Aquella gloria poética tan grande, aunque seguida de tan mortal caída, fue acompañada de otra no menor: la de la pintura. Este otro arte, tan favorecido por Car­los V, por Felipe II, y aun por el propio Felipe 111, llegó durante el reinado de Felipe IV á su apogeo. No en bal­de aquellos dos primeros monarcas habían hecho venir á España los primeros maestros y los mejores cuadros de su tiempo. Con ellos se formaron, en tiempo de Fe­lipe 111, pintores inmortales, que reinando Felipe IV fueron ya asombro de las gentes. Tuvo este último monarca, entre sus vanidades, la de que se empleasen en su servicio los primeros pintores que entonces tuvie­se el mundo, españoles los más, no pocos italianos y flamencos, de sus provincias súbditas ó dependientes; los cuales transcribieron al lienzo todos los objetos de su amor y cuantos asuntos podían halagarle. De ello ofrece larga muestra el Museo del Prado. Allí está el retrato de su padre Felipe 111, obra de Velázquez; y el pincel de este grande hombre le sigue á él mismo, des­de la niñez hasta la edad madura, acertando á trazar las huellas que la edad y los placeres iban dejando en su rostro, con sagacidad inimitable. Allí están doña Isa­bel de Borbón, la bella francesa, y doña Mariana, la orgullosa austríaca; allí los príncipes infortunados don

 

Baltasar y D. Felipe Próspero; allí la infanta doña Mar­garita y aun el conde-duque, á quien el rey, si no amó, consideró más que á nadie de su familia, por el propio pincel de Velázquez retratados. La historia de la Vir­gen, casi entera, representada por Bartolomé Murillo, y los muchos cuadros 'místicos de éste y de Zurbarán encantan asimismo allí los ojos de los artistas, después de haber presenciado las devociones del licencioso rey en sus palacios. También el flamenco Snayers ha dejado allí pintadas sus cacerías, y el P. Mayno ha conserva­do allí en alegoría su vana esperanza de reducir á Flan- des. Y á la par se ven por donde quiera, las pasajeras y últimas glorias de los primeros días de su reinado; de una parte de la campaña del gran duque de Feria con­tra el Monferrato, representada en la marcha sobre Acqui, cuadro del aragonés José Leonardo; de otra, la campaña del mismo duque en Alsacia, representada con el socorro de Constanza y la expugnación de Reinfeldt, cuadro del florentino Vicente Carducci; ya el cuadro del madrileño Eugenio Caxes, que señala el nuevo des­embarco de los ingleses cerca de Cádiz, al mando del conde de Lest, y la conducta valerosa de aquel maes­tre de campo, D. Fernando de Girón, que, enfermo y atormentado de la gota, se hace llevar en silla de manos á disponer tan gloriosa'victoria; ya el cuadro con que el antecitado Vicente Carducci, pinta á D. Gonzalo de Córdoba venciendo en la memorable batalla de Fleurus; ya el cuadro de Leonardo, donde pinta la rendición de Breda y al buen marqués de Espinóla, que acompañado del de Leganés, D. Diego Felípez de Guzmán, recibe las llaves de la ciudad, ó el que al propio asunto dedi­có Velázquez, uno de los mejores de este autor, y el

 

conocidísimo con el nombre del cuadro de las lanzas. Por último, por Velázquez y Van-Dick está allí retratado el victorioso cardenal-infante, y por Rubens, amigo del rey y del conde-duque, la victoria de Nordlinghen. Nun­ca iguales asuntos han sido tratados por más altos pin­celes. Zurbarán, en tanto, con sus trabajos de Hércu­les; Toledo, con sus batallas marítimas; Alonso Cano, pintor, escultor y arquitecto de grandes obras y poco afortunada vida; Ribera el Españoleto, Esteban March, Rizi, los floristas Arellano y Vander Hamen, y otros muchos que fuera ocioso enumerar, se emplean en ador­nar el alcázar regio, el Buen Retiro, los sitios reales del Pardo, Aranjuez, San Ildefonso y el llamado la Zar­zuela, y hacen que aquél sea, con razón, reputado en España, por el siglo de oro también de la pintura.

 

Para no callar ninguna de las cosas que distinguieron la corte y el reinado de Felipe IV, preciso es decir algo también de los juegos de cañas, toros y fiestas caballe­rescas, que ocultaron por algún tiempo los funerales de la monarquía. No parece sino que para tales ejerci­cios nació ya predestinado este príncipe, porque en los regocijos que por su nacimiento se celebraron en Valla- dolid, hubo famosísimas cañas, en las cuales corrieron con los caballeros de la corte, contra su costumbre, el mismo Felipe III y el privado Lerma. Hijos de la anti­gua galantería española y árabe, fueron ordinarios en tiempo de Carlos V, pocos en los días de Felipe II, raros en los de Felipe III. Felipe IV les dió más vida que hubiesen tenido nunca. Apenas hubo fiesta en su reinado en que él no corriese cañas por su persona, siendo celebradísimas las de 1623, con ocasión de la venida del príncipe de Gales, en la Plaza Mayor de 21

 

Madrid. Las cuadrillas fueron diez, con más de qui­nientos caballos, gobernándolas el conde-duque y Mon­terrey, el marqués de Villafranca y los principales seño­res de la corte: el lujo increíble, la destreza y gallardía del rey y del principe inglés fueron muy celebradas. Corriólas también el rey en 1636 con diez y seis cua­drillas de á doce caballeros, rompiendo él solo tres lan­zas. El casamiento de la infanta doña María con el rey de Hungría; la elección de éste como rey de romanos; el nacimiento del príncipe D. Baltasar Carlos y otros tales sucesos, dieron igual ocasión á fiestas de toros y cañas, de gran magnificencia, donde el rey lució igual­mente su gallardía. En las del nacimiento de D. Balta­sar fueron los caballeros sesenta, contándose el mismo rey, con número inmenso de músicos y escuderos. La edad y los pesares de Felipe IV trajeron hasta esto mis­mo á decadencia en los últimos años de aquel reinado, cuando ya dejaba discutir si eran ó no lícitas las come­dias mismas, y las prohibía en ocasiones.

 

De Cortes nada hay que decir ya de nuevo en el entretanto. Celebráronse algunas veces todavía en los reinos de la Corona de Aragón y Navarra, y, en Cas­tilla especialmente, húbolas de 1646 á 47, de 1649 á 51, de 1655 á 58, de 1660 á 64 y en 1665, aunque estas no tuvieron ya efecto por la muerte de Feli­pe IV. Lo único que merece advertirse es que fue­ron las de 1665 las últimas de Castilla, reunidas por la dinastía austrica. «Ha cesado la causa para que se sir- »vió convocarlas el rey, y no es necesaria esta fun- »ción»; decía el decreto de la Regente, por el cual se disolvieron. Las anteriores trataron todas, como de ordinario, de la prorrogación del servicio de millones

 

y de la extensión de alcabalas, ventas de juros y nue­vos arbitrios sobre consumos. En lo sucesivo se fué ya prorrogando la cobranza de los millones con licencia individual de los ayuntamientos de voto en Cortes, que de esta suerte se evitaban enviar y mantener en Madrid á sus procuradores; y preferían este modo sencillo de prestar aquiescencia á lo que no hallaban ya modo de negar en la antigua forma. Todavía en el posterior rei­nado hubo escritores políticos, como el P. Mendo en Castilla, y D. Lorenzo Matheu y Sanz en Valencia, que sostuviesen la necesidad de convocar Cortes para nuevas imposiciones de tributos; todavía algunos gran­des del reino quisieron echar mano de las Cortes para que ellas regularan la sucesión de la Corona, designan­do sucesor á Carlos Ii, mas el gobierno las dió ya por muertas.

 

 

 

 

 

AS REGENCIAS, en todos tiempos agitadas y peligrosas, lo eran más ciertamente en las monarquías absolutas de fines del siglo xvn,

 

faltas de toda institución nacional en que apoyarse, que pueden serlo ahora, en cualquier nación regularmente constituida. Añádase á esto que el poder personal y absoluto exige para ejercerse con éxito condiciones de juicio, experiencia y carácter, que es muy difícil que reuna en sí una mujer, y fácilmente se comprenderá lo mucho que le faltó á doña Mariana de Austria para darle á España el gobierno que necesitaba. Al indivi­duo aislado, ha dicho ya en otra ocasión el autor de esta obra, le arrastran como leve arista las circunstan­

 

cias; y estas eran ya tales que no hubiera alcanzado á dominarlas el monarca de más valor y de más genio, y mucho menos una regencia y una mujer. Se necesitaba «fundir la campana rota de esta monarquía, para que vol­viese en nueva fundición á cobrar su antiguo sonido»,

 

según decía un papel anónimo de la época; ó en otros términos, lo que hacía falta era una verdadera revolu­ción , que arrancase de raíz ciertos males, lo cual no estaba ya al alcance de la casa de Austria. Cuando me­nos era indispensable lo que hubo al fin: una gran muti­lación territorial y un cambio de dinastía, que nos con­virtiese en Estado peninsular y marítimo, de Estado continental que éramos, sacándonos del palenque de las luchas europeas, y trayéndonos grandes períodos de reposo de una parte, y de otra ideas nuevas que ani­masen la ya yerta monarquía de Felipe II. Hay que mirar, pues, en general, con más equitativa indulgencia que se ha solido hasta ahora, las desgracias políticas del gobierno de doña Mariana de Austria. Hasta el mis­mo P. Flórez, tan sesudo, tan diligente, tan imparcial, tan benévolo ordinariamente para las reinas católicas, es harto severo con la viuda de Felipe IV. Tardó, á la verdad, poco en producir gran disgusto la reina gober­nadora, con la pública confianza que hacía de su con­fesor el P. Juan Everardo Nithard, jesuíta, nombrándole consejero de Estado é Inquisidor general; para lo cual fué preciso primeramente naturalizarlo. Hasta entonces los confesores habían tomado parte en la política, ha­ciéndose parciales de éste ó el otro ministro; pero Ni­thard comenzó á hacer de ministro único. Todos los favoritos hasta allí, desde los famosos flamencos de Carlos V, habían sido españoles, y Nithard era extran­jero. Bastaban estas dos novedades y las flacas condi­ciones de la persona que representaba el poder real, para resolverlo todo en poco tiempo. Pero había ade­más una persona cerca del trono, que era D. Juan de Austria, el cual por su posición equívoca y grande á un

 

tiempo, por la reputación de esforzado y hasta de buen general que conservaba, y no sin alguna razón, á pesar de sus desgracias militares, y por haber quedado fuera del gobierno, estaba naturalmente destinado á ser jefe, y lo fué, de una oposición sistemática á la regente y á cuantos ministros merecieran su confianza. Los grandes que habían pasado todo aquel siglo disputándose secre­tamente el poder ó el influjo, y que habían llegado ya hasta á formar, como hemos visto, tenebrosas tramas políticas, sin miedo á la reina, de un lado, por ser mujer y regente, y alentados, de otro, por D. Juan de Austria, que, además de tener sangre real, era hombre de gue­rra y capaz de cualquiera aventura, rompieron ya des­embozadamente el largo respeto que habían guardado á la Corona, desde que Carlos V y Felipe II la pusieron alta, volviendo á recobrar el espíritu inquieto que los animara en tiempo de Enrique IV, salva la diferencia de costumbres de siglo á siglo. Llena, por tal manera, el largo espacio de once años el antagonismo de doña Ma­riana y D. Juan de Austria, servida aquélla por el Padre Nithard, ó su segundo favorito D. Fernando de Valen- zuela y algunos pocos grandes; capitaneando el segun­do á la mayor parte de la grandeza y apoyado en la opinión popular, de una parte, porque hacía la oposi­ción al poder, y de otra, porque los que tenían este poder en sus manos, ó eran extranjeros, como doña Ma­riana y Nithard, ó como Valenzuela, un hombre nuevo y de elevación rápida, circunstancias que rara vez la multitud respeta ó perdona. En esta lucha, durante la cual se apeló á todo, hasta á la violencia, quedó triunfante al fin D. Juan, que apenas cumplió el rey catorce años, á nombre de él se encargó del gobierno

 

para dar á la nación unos tres años no menos infelices que los once que ya le habían dado entre él y la viuda de su padre. El juicio de ambas administraciones, la de la reina y la de D. Juan, lo resumió exactamente, al morir el último, el marqués de Villars, en sus Memo­rias de la corte de España durante el reinado de Carlos //(1679 á 1682), con las siguientes palabras: «Hace quince años», dice, «cuando estuve por primera »vez en España», es decir, al terminar su reinado Feli­pe IV, «todavía se hallaban allí ministros de reputa- »ción en los Consejos, y en el tesoro del rey, ó en las »cajas de los comerciantes, bastante dinero para acor- »darse de las riquezas que daban las Indias en días de »mejor gobierno; pero ahora, en mi segundo viaje, he »tenido ocasión de ver continuamente la corte y los »ministros, y apenas he encontrado restos de la anti- »gua España, ni en lo público ni en lo particular; el »cambio es tal, que parecería increíble, si no fuese fácil »demostrarlo».

 

Lo esencial y vital de la España antigua había, con efecto, desaparecido ya por entonces del todo: pri­mero del exterior y de las fronteras, después de la organización y las costumbres sociales, por último de la misma constitución de la corte y el poder mo­nárquico. Pero en esta época, mejor que nunca, puesto que fué personal el origen de las cuestiones que acaba­ron de engendrar consecuencias tales, tiene que fijarse en las personas la historia, preguntando: ¿cuál era el verdadero carácter de doña Mariana? ¿cuál el del Pa­dre Nithard? ¿cuál el de Valenzuela? ¿cuál el del segun­do D. Juan de Austria? Responder sucesivamente á esto, es explicar la minoridad de Carlos 11, con mucha

 

más exactitud que pueden hacerlo los sucesos, que pre­sentaremos á la par en resumen.

 

Nada más bello que el retrato que hizo en 1667 el veneciano Marino Zorzi, de doña Mariana de Austria. «Viuda», dice, «en la florida edad de treinta años, edi- »fica lo ejemplar de su vida y la inocencia de sus cos­tumbres, semejantes á un espejo purísimo; emplea » muchas horas gustosamente en ejercicios devotos, y >otras tantas en las audiencias y despacho de los nego- »cios, repartiendo así su vida en el servicio de Dios, »en el del rey su hijo, ó el de sus vasallos; nueva total- emente en la dirección del gobierno, va de él enterán- »dose con mucha solicitud, y sólo sus indisposiciones »frecuentes retardan más que conviniera la expedición »de las materias del Estado». Más concreto Catterino Bellegno, dijo en 1670 que indebidamente la acusaban los castellanos de no haber sabido despojarse de sus inclinaciones alemanas, ó distinguir los intereses de la conciencia de los del gobierno; y, tratando luego de su persona, la alaba por el hábito hereditario y constante que tenía de amar á Dios y observar sus preceptos, esperando que ni la Providencia podría menos de recom­pensar el candor de princesa tan grande, ni dejaría la posteridad de hacerla vencedora sobre la maldad de aquellos tiempos, bendiciendo las lágrimas y las oracio­nes que ella constantemente consagraba á la paz del mundo y á la realización de la justicia en su gobierno. «En suma», exclama luego, «cada vez que se quieran »buscar ejemplos de devoción y pureza sin mancha, »preciso será contar á esta princesa entre los primeros, »porque su gran nombre ha de ser hasta el fin de los »siglos ensalzado en todas las historias verídicas». De

 

costumbres inocentes y de ejemplar piedad, declaró también Carlos Contarini, hacia 1673, á doña Mariana. Su sucesor, Jerónimo Zeno, que la conoció ya en el momento de triunfar D. Juan y salir de palacio, añade que era imposible describir la imperturbable constancia de su ánimo heroico eri aquella desgracia, y la resigna­ción y tranquilidad con que supo llevarla; muy diversa de la reconcentrada cólera con que se había sometido años antes á separarse de su confesor, prorrumpiendo en improperios contra la nación española. Este mismo embajador cuenta que durante la elevación de Valen- zuela, de que tanto, según él, se murmuraba, y no sin aparentes pretextos, ejercitó la reina como siempre los vivos sentimientos de piedad en su familia hereditarios; y que su bolsillo lo repartía entero entre los pobres, aunque fuese por otro lado amiga de adquirir riquezas. Apartada ya del gobierno, la pinta, por último, en su honroso retiro, Federico Córner, por los años de 1682, de un lado aparentando cautamente no ingerirse en el gobierno, aunque alguna que otra vez influyera toda­vía; de otro lado conservando el crédito, la estimación, el respeto de todos, observando piadosa vida y ejem­plares costumbres; en el conjunto, confirmando el gran concepto que merecía y «que la hacía inaccesible á »todas las censuras, con que el diente mordaz de la »malignidad intenta herir también á los monarcas en »ocasiones». Tantos y tan diversos testimonios pare­cen demostrar plenamente dos cosas: la primera, que era la regente bastante religiosa, para hacer en reali­dad árbitro de sí misma y del reino á su confesor, cual publicaba D. Juan y repetían sus parciales y la nación entera; la segunda, que en el favor de Valen-

 

zuela no tuvo parte ninguna pasión ilícita, como prego­naron muchos entonces y han pensado no pocos más tarde. En cuanto á Nithard, había sido, al decir de Zor- zi, soldado en sus primeros años, pasó de la celda á palacio y de la dirección de una conciencia á la de una monarquía con talento, si no superior, bastante, con in­tención excelente, y desinterés y moderación propias de su frío temperamento alemán. Del buen deseo de Nithard nada en resumen tenía que decir el veneciano; mas sí de sus acciones, que habrían debido ser, á su juicio, más prontas y eficaces. Bellegno, que habló también del con­fesor, pero ya después de su caída, le juzgaba indigno, por la medianía de su talento, de la autoridad que le había otorgado la reina; cosa debida sólo, en su con­cepto, á ser compatriotas y á haberle ella tenido junto á sí nada menos que por espacio de veinticuatro años. Al espíritu religioso de la reina hubo, pues, de juntarse en Nithard para con ella el ser la persona de su más íntima confianza. Por lo demás, aquel jesuíta no tuvo en sí más que dos faltas, bien averiguadas: la de ser impaciente­mente ambicioso y la de ser extranjero. El gobierno fué poco más ó menos en sus manos lo que después de su caída. Y por lo que hace á Valenzuela, está fuera de duda que hubo murmuraciones acerca del carácter de sus relaciones con la reina. Lo dicen expresamente Zeno y Córner, citado antes, y que ha sido ello creído por historiadores verídicos, á pesar de la contraria es­peranza de Bellegno, lo demuestran las palabras que el maestro Flórez emplea, al hablar del puesto de ca­ballerizo mayor y de la grandeza de Valenzuela, dicien­do: «ser cosa que, aunque no estuviera revestida de otros >excesos y desórdenes, pudiera exasperar los ánimos

 

»de los más contenidos». Era este segundo valido na­tural de Ronda (1); vino á buscar fortuna en la corte y entró á servir al duque del Infantado, con la protección del cual obtuvo un hábito de Santiago. Logró luego in­troducirse con el P. Nithard, y como era galán y poeta, dióse también buena traza, con sus entradas en pala­cio, para enamorar á una camarista de la reina, llama­da doña María Ambrosia de Uceda, con quien contrajo matrimonio. Sobrevino la salida de Nithard de la corte, y quedó la reina sin ningún hombre al lado, de su con­fianza íntima: ella que, parte por la rigurosa etiqueta de palacio, parte por su carácter generalmente reserva­do, continuaba siendo en España extranjera. Nadie tan á propósito para sustituir en su confianza particular al jesuíta alemán, como un amigo de éste, marido además de su camarista preferida, sobre todo cuando era Valenzuela de comprensión fácil y ameno trato, ac­tivo y diestro. Digan lo que quieran para excusarla los venecianos, lo menos que puede pensarse de doña Ma­riana es que, por falta de experiencia y aun de instinto político, confundía fácilmente sus simpatías y deseos personales, con la opinión y la conveniencia públicas; como se vió primero, al nombrar inquisidor general, y hasta pretender hacer arzobispo de Toledo, á un jesuí­ta extrajero, y al ir dando luego dignidad tras dignidad á Valenzuela, elevándole desde segundo introductor de embajadores, hasta capitán general de la costa de Gra-

 

(1) Por natural de Ronda ha sido tenido; pero recientemente fué hallada su fe de bautismo en la parroquia de Santa Ana, de Ñapóles, de padre rondeño, el maese de campo D. Francisco de Valenzuela, gobernador del Castillo de Santa Ágata, en tierra de Barí.—J. P. de G.

 

nada, á caballerizo mayor y grande de España, con título de marqués de Villasierra; aunque en este postrero favor tuviese mucha parte el rey su hijo según se verá luego. Y eso que en cualquier tiempo habría disgustado á la corte y á la nación, en uno en que el prestigio de la Corona estaba tan rebajado, y su poder tan flaco, tenía que dar alientos, no solamente á las más injustas mur­muraciones, sino á la violencia y á la sedición misma. La envidia, hermana carnal de la ambición desapodera­da, inspiraba principalmente entonces las acciones de todos, y era desafiar con temeridad aquellas peligrosas pasiones proteger tanto á sus particulares amigos. En vano derramaba á la par, la reina, á manos llenas las gracias sobre todos; pues nadie miraba lo que él recibía, sino lo que otros, y en especial Nithard ó Velenzuela, alcanzaban. Aquella princesa causó, por tanto, perjui­cios á España, que pudiera evitar con otro instinto, ex­periencia y talento, aunque no fué suya la culpa de todo lo de su tiempo, ni haya por qué negarle la integridad de su honra particular ligeramente.

 

Rompió las hostilidades contra la reina D. Juan, reti­rado por orden del rey, su padre, de Madrid en Con­suegra, residencia ordinaria de los grandes priores de Castilla, en la Orden de San Juan, cuya dignidad poseía; allí publicó que, después de haber presidido el Consejo secreto de su padre, no podía tolerar compañero tan inferior en los negocios, como el P. Nithard. No con­tentaron á éste ni á la reina aquella ruidosa protesta ni su inopinada vuelta á Madrid, recelando, no sin razón, que lo hacía para conspirar mejor; y no tardaron en ha­llar pretexto con que alejarle de España, aunque no lo lograron. Por entonces un leguleyo, de nombre Duhau,

 

natural de Turena, descubrió en ciertos libros antiguos que en el Estado de Brabante estaba vigente una ley que disponía que, siempre que un poseedor pasase á segundas nupcias, reservara los bienes patrimoniales para los hijos del primer matrimonio. No necesitó más Luis XIV; y extendiendo un manifiesto al punto donde pretendía probar que aquella ley civil debía también considerarse como ley política, exigió que España le entregase por su mujer, María Teresa, única sucesora que había quedado del primer matrimonio de Felipe IV, el Brabante y cualquiera otro país donde hubiese tal derecho de reserva. Rechazó, como era natural, doña Mariana de Austria la pretensión y el manifiesto del francés, y refutó éste el doctor D. Francisco Ramos del Manzano, con sólidas y eruditas razones. Pero ni ¡a negativa de la reina, ni los buenos argumentos del juris­consulto Manzano, apartaron á Luis XIV de su propó­sito. Concertóse con Portugal para que nos entretuviese en su frontera; y en 1667, entró sin más declaración de guerra en los Países Bajos, con cincuenta mil soldados. Tan pronto como sospechó la invasión, escribió el mar­qués de Castel-Rodrigo, D. Rodrigo de Moura, á la rei­na, diciéndola: «Que mientras Francia hacía tan grandes » preparativos de su parte, todo era desnudez y falta de »recursos en Flandes; que tenía necesidad de soldados »españoles é italianos, y hasta de tiempo para mejorar »algo las cosas; que había abastecido á Namur, Char- slemont y Charlerois, alentando los abatidos ánimos; »pero que no por eso podían contarse por seguras tan > importantes plazas, puesto que continuaban haciendo »falta provisiones, y los doscientos mil escudos, que >era la sola cantidad que había recibido en dos meses,

 

»no bastaban para cubrir la centésima parte de las ur­gencias; que si los franceses entraban, como se decía, »aquella primavera, no veía cómo habían de salvarse »las plazas, si no era de milagro; y que bien pudiera >darse una provincia, con tal de evitar entonces el »rompimiento». Poco de todo esto pudo lograr el mar­qués, aunque los Estados de Flandes ayudaron bien, como-solían, y en España, la reina y el confesor acu­dieron á todos los medios posibles aún para buscar recursos. Rebajaron de nuevo la deuda de los tristes juros, repartieron un donativo entre ios grandes y pre­lados, se impuso un nuevo tributo sobre carruajes y muías, pensóse en echar mano de los caudales de par­ticulares que trajese la flota, acusando muchos de ha­ber sugerido otra vez esta idea que no se ejécutó entonces al cabo á D. Juan de Austria. Luis XIV, en tanto, tomó en aquella campaña de 1667 muchas plazas de Flandes, y en la siguiente se apoderó por primera vez del Franco-Condado, provincia aislada en Francia, que parece imposible que conservara España tanto tiempo.

 

Forzoso fué resignarse en circunstancias tales á re­conocer la independencia de Portugal, que era evi­dentemente imposible reconquistar ya, y que aseguraba siembre un aliado vecino y temible á la Francia; y por Febrero de 1668, se ajustó en efecto un tratado de paz, según el cual se devolvieron Portugal y España cuanto la una de la otra poseía, con excepción de Ceuta, que á modo de memoria quedó en nuestro poder. Siguióse á esta paz la de Aquisgran con la Francia misma, ne­gociada por las demás potencias interesadas en el equi­librio europeo, idea que comenzaba á dirigir la política

 

de los gobiernos continentales. Por ella recobramos al­gunas de las plazas perdidas y todo el Franco-Condado. D. Juan de Austria, á quien en el ínterin se había man­dado que fuese de Madrid á Flandes á regir el ejército, procuró entretenerse en Galicia hasta que se acabó la guerra. Todavía estaba allí, cuando fué preso en Ma­drid un cierto Malladas (1), agente suyo al parecer, y según el estilo usado en no pocos procedimientos políti­cos, por aquel tiempo, tan pronto fué preso como aga­rrotado, sin que se conociese bien la causa. Lo cierto es que, al saberlo, hizo D. Juan una dura representa­ción á la reina, negándose á ir por de pronto á Flandes, y protestando contra aquella ejecución con un calor, que dió que sospechar á los que no conocían el proceso que aquél era efectivamente por de pronto agente suyo, y que andaba ya metido en una conjuración. La reina con­testó á su representación, mandándole volver á Consue­gra sin tocar en la corte; y poco después, con mayores indicios ya de que conspiraba, envió al marqués de Sali­nas con un destacamento de tropa á prenderle en aquella villa. Pero D. Juan, advertido á tiempo, se escapó y pasó ¿Barcelona; levantó el espíritu de aquellas provincias contra la regente y su confesor; y, acompañado al fin de tres compañías de caballería y doscientos infantes escogidos, se encaminó por Zaragoza á Madrid, pre­sentándose con actitud amenazadora en el vecino lugar de Torrejón de Ardoz. Entonces los grandes de su parti-

 

(1) Al capitán Malladas, que vivía en una posada de la calle del Olivo, se le delató, con pruebas, de tener preparada una emboscada para asesinar al P. Nithard al pasar por delante de la Encarnación para dirigirse al Noviciado, donde residía, al salir del despacho de Palacio con la reina.—J. P. de G.

 

do, Alba, Infantado, Pastrana, Maqueda, Heliche, Fri- jiliana y Castrillo, que acababa de dejar la presidencia de Castilla, comenzaron á agitar el pueblo de Madrid contra la reina; mientras el confesor, ayudado sólo por los marqueses de Aytona y Peñalva, y el almirante de Castilla, el nuevo presidente de Castilla y el inquisidor general, llamaban, por su parte, los cortos destacamen­tos de tropa que había en las provincias limítrofes, procurando formar un pequeño ejército. No les dieron tiempo la audacia de los señores austríacos, que lla­maban everardos á sus contrarios y la insolencia y có­lera que con asombro de todos comenzaba á mostrar la multitud del pueblo, parcial de D. Juan* y su partido. Los Consejos de Estado y Aragón, ó prudentes ó ate­morizados, consultaron que debía despedirse al confe­sor del reino; el de Castilla se dividió, y la Junta de gobierno; en presencia de la reina misma, opinó, por tres votos contra dos, que la salida de Nithard era ne­cesaria á la paz pública. Pretendía la reina y su esca­so partido resistir aún, fiados en que la autoridad de la Corona impondría en último extremo á los rebeldes; pero era temeraria la lucha. Medió, pues, el nuncio, ya bastante inclinado á D. Juan, y el confesor fué despe­dido con el título de embajador extraordinario á Roma, estando en poco que antes de salir de Madrid no le despedazase el pueblo. Así terminó corriendo el año de 1669, el primer pronunciamiento militar de España, y con él acabó el influjo del primero de los validos de la Regencia.

 

No sucumbió doña 'vlariana á todo, sin embargo. Si bien se despidió á su confesor, negó, en cambio, licen­cia á D. Juan para entrar en Madrid, mandándole disol- 22

 

ver la corta fuerza armada que tenía, y la enemistad entre ambos continuó tal ó aún más sañuda que antes. Exigía D. Juan, por su parte, que se nombrase una junta de mayores y más experimentados ministros, don­de se tratase de aminorar los tributos, de repartirlos por igual entre los vasallos, de hacer economías en la Hacienda, distribuir bien los empleos, reformar la mili­cia, y restablecer la buena administración de justicia. Quería al propio tiempo que se proveyesen los puestos de confesor é inquisidor general, que conservaba á su nombre el padre Nithard, en personas naturales de estos reinos, y que no se mezclasen en negocios polí­ticos; que se separase de la presidencia de Castilla al obispo de Placencia por ser enemigo suyo, y que, de no separársele, no tomara parte al menos en los nego­cios que le tocasen, lo mismo que al marqués de Ayto- na, que se había señalado tanto contra su persona. A estas pretensiones juntó D. Juan luego la de que se pusiese en libertad al hermano de su secretario Patino, preso por agente de otra conspiración; la de que se des­pojase al padre Everardo de todos sus empleos y hono­res, y la de que á él se le conservase en propiedad el gobierno de Flandes, de que, por no haber ido allá, cuando se le mandó, le había destituido la reina. Escri­bió todo esto D. Juan en Guadalajara, á donde se había retirado desde Torrejón; mas la reina, en lugar de ceder á tales exigencias redobló las suyas, preparándose para resistir otra vez con más eficacia. Nombró realmente la junta que pedía D. Juan, con el nombre de Junta de alivios, á fin de que no creyese el pueblo que des­cuidaba sus intereses, y negoció astutamente, por al­gunos días, con D. Juan para entretenerle; pero en

 

el entretanto ordenó la formación de una coronelía ó regimiento, ya proyectado antes que saliese el con­fesor, el cual, á las órdenes del marqués de Ayto- na y con el nombre de Guardias de la Reina, de­bía atender á su defensa. A la par con esto enviaba despachos á Ciudad-Rodrigo y Galicia para que los destacamentos de tropas, que allí quedaban, del ejérci­to de Portugal, se acercasen á la corte. Por último, juzgándose ya bastante fuerte, mandó de improviso á Guadalajara al general de la caballería D. Diego Co­rrea, para que, si no licenciaba D. Juan al punto su ca­ballería, diese orden á los capitanes de abandonarles, so pena de desleales. No obedecieron los capitanes, y D. Juan, lejos de licenciar su escolta, comenzó á refor­zarla con algunos migueletes catalanes y paisanos que acudían á su servicio. Pero, al propio tiempo, el regi­miento de la Guardia se engrosaba á toda prisa, y el marqués de Aytona, su coronel, pudo responder ya de contener con él á D. Juan, y sujetar en Madrid á los grandes de la oposición y al pueblo. Entraron á mandar las compañías jóvenes de altas casas, del partido con­trario á D. Juan, como el conde del Melgar, luego al­mirante de Castilla, el de Fuensalida, el de Cartagine- ta, luego duque de Montalto, el marqués de Jarandillo, el de las Navas, el duque de Abrantes y otros caballe­ros particulares. Componíase la tropa de sargentos y cabos viejos y algunos soldados veteranos, y, para com­pletarlo más pronto, de cuantos hombres de vida airada quisieron sentar plaza. Acuartelóse en el barrio de San Francisco y se uniformó y armó con un esmero desusa­do en regimientos de España. Representó el Ayunta­miento de Madrid contra la formación de este cuerpo

 

con notable energía, formulando en veinte proposicio­nes los perjuicios que habían de originarse, y lo propio hizo el Consejo de Castilla. Pero la reina desatendiólas reclamaciones de la villa, y ordenó callar al Consejo sobre el asunto. Quejóse D. Juan de todo esto altamen­te, y no recibió otra respuesta, sino la de que se abstu­viera de escribir y entrometerse tanto en los negocios públicos. Aguardábase, pues, un rompimiento entre los dos partidos, y que se convirtiesen en campo de ba­talla las calles déla corte; hasta se señalaba ya el día y la hora en que D. Juan había de caer sobre Ma­drid, y se proveían de víveres los vecinos, alarmados, para no salir de sus casas. Faltaban en el mercado los mantenimientos: todo era, en fin, confusión y espanto, cuando, de improviso, se .deshizo la nube aquella pací­ficamente. El nuncio, que seguía siempre de mediador, logró que D. Juan se contentase con el virreinato ordi­nario de Aragón, á título de vicario general de aquella Corona, y que se alejase de Madrid, no sin gran dis­gusto de los más ardientes de sus partidarios y de los que comenzaban á aficionarse á las obscuras peripe­cias de las revoluciones. Apenas habría quizá llegado á Zaragoza D. Juan, cuando comenzó ya á ser público en Madrid el nuevo valimiento de Valenzuela.

 

Habían quedado tan inquietos los ánimos y tan que­brantada la autoridad, á pesar de la imprevista energía demostrada por la reina, que durante los seis años que duró, desde su origen hasta su fin, el nuevo valimiento, y á la par con él la Regencia, puede decirse que no hubo ya día tranquilo en este Madrid, tan silencioso, respetuoso y hasta humilde bajo el cetro de Felipe III todavía, y tan obediente aún, bien que murmurador y

 

desmoralizado, en la época de Felipe IV. Para alarmar­lo hizo correr alguno de los muchos descontentos la voz de que iba á darse un decreto mandando recoger todas las armas ofensivas y defensivas y prohibiendo su uso, por tiempo limitado, y en poco estuvo que no produjese ya esto un levantamiento; porque el uso de las espadas y broqueles era tan general aún, que no había ciudadano alto ó bajo que no se sintiese agravia­do. Desvanecida aquella alarma, comenzaron á originar otras cada día las fechorías de los soldados de la nue­va Guardia. Andaba la Hacienda de tal modo, que á pesar de todo el cuidado que se puso en asistirlos, les faltaron desde los primeros meses las pagas. No se ne­cesitaba más para que se recrudeciesen en Madrid las lastimosas escenas de los peores tiempos de Felipe IV. El mayor reposo en que había estado el reino por algunos años había favorecido á los tribunales para corregir algo los desórdenes y castigar no pocos mal­vados; pero las recientes turbaciones de nuevo engen­draron criminales sin número que, por medio del re­gimiento de la Guardia, vinieron en gran parte á reunir­se en ?¿adrid. Bien habían previsto esto la villa y el Consejo en sus representaciones; pero la reina no oyó nada entonces, aguijada del deseo de asegurarse con­tra D. Juan, y ahora los naturales comenzaban á reco­ger de tal indiferencia amargos frutos.

 

Viéronse casos espantosos en pocos días. Dos de los soldados, yendo á robar unos melonares, mataron al dueño de ellos, que era el ventero de Alcorcón, y sa­quearon la venta. Salieron los alguaciles de Madrid á averiguar el caso y tropezaron con los del regimiento, que ya estaban allí; vinieron á las manos, peleando

 

justicia contra justicia, hasta que los de la militar con los soldados obligaron á sus contrarios á encerrarse en la venta, y allí les pusieron cerco determinados á no dejar uno á vida. Pudieron los sitiados avisar á Cara- banchel, de donde salieron en su socorro la hermandad del lugar y las de otros comarcanos, y como también á los soldados les llegaran de refuerzo no pocos de sus compañeros, se empeñó en aquellos campos una formal batalla, donde hubo muchos muertos y heridos de ambas partes, retirándose al cabo los soldados, por hallarse inferiores en número á sus contrarios. Juraron, no obs­tante, vengarse de los de Carabanchel, y una noche se acercaron al lugar con propósito de saquearlo; pero también tuvieron poca ventura, porque salieron los ve­cinos contra ellos, mataron dos y trajeron tres prisio­neros á la cárcel de corte. Entonces, irritados ya al úl­timo punto los soldados, se juntaron en cierto número, y con todo el arreo y ordenanza militar fueron á talar y quemar los panes del pueblo. Estaba este aparejado á la defensa, cerradas las bocacalles, sin más que un portillo por donde se entrase, con cuerpo de guardia constante. No bien sus espías les avisaron el propósito y número de soldados, los lugareños salieron á su en­cuentro, no pareciéndoles número desproporcionado á sus fuerzas, y pelearon con ellos tan valerosamente, que mataron hasta doce, retirándose los demás escarmen­tados. Aunque insignificante en sí este suceso, merece recordarse, porque de él sólo se infiere cómo andaría en ?vladrid el gobierno, cuando á sus puertas se verifi­caba esto sin que nadie pusiese remedio. Lo más eficaz que se le ocurrió al marqués de Aytona para corregir á sus soldados, fué encerrarlos en el barrio de San Fran­

 

cisco, mandando desocupar todas las casas y prohibir de noche la salida. Pasó la reina este proyecto á consulta del Consejo de Castilla, el cual, aprovechando la oca­sión, representó con gran libertad y firmeza, que no había otro remedio sino echar al regimiento de la corte, exonerándolo: «que la principal obligación de los re- »yes era castigar los delitos, carga de muy gran peso, »pero estrechísima, porque pasó á los reyes con la »traslación que hicieron los pueblos». Así las disputas iban poco á poco encendiendo los espíritus y haciendo brotar todavía doctrinas liberales, de entre las cenizas á que la Inquisición había reducido todo libre examen. Poco después el mismo Consejo hizo una descripción de los excesos del regimiento, verdaderamente curiosa: «Son los testigos más vecinos, decía, las quejas uni- »versales que dan los caminantes y trajineros de lo »que á las entradas de Madrid les sucede, quitándolos »lo que traen, y á los que no tienen los maltratan ó »matan, dejándolos desnudos. Los frutos de las viñas »los han talado. Las huertas las han destruido; del ga- »nado que se apacentaba en prados en contornos de »esta villa, han quitado muchas cabezas y tratado mal »á los pastores; las casas de los hombres de negocios, > depositarios y hacendistas no se ven libres de tien­tos y papeles en que les piden socorros con amena- »zas; pocas personas se escapan de las peticiones que »les hacen los soldados, á título de la necesidad que »padecen». Y la evidencia de estos daños llegó á ser tal, que la Junta grande de gobierno y el Consejo de la Guerra, que habían opinado porque se formase el regi­miento, aconsejaron al cabo á la reina que lo echase de Madrid.

 

Era el marqués de Aytona, D. Ramón Guillen de Moneada, que lo mandaba, hombre devoto y de honradas costumbres, pero no poco ambicioso y de carácter firme y terco, y por todas estas cualidades irre­conciliable enemigo de D. Juan, de quien estaba ofen­dido. Sabía y deploraba los desórdenes del regimiento; buscaba y proponía de buena fe maneras de remediar­lo; pero no consentía ni en salirse con su regimiento de Madrid, ni en oprimir tanto á sus soldados que llega­sen los ciudadanos á perderles el miedo. Su objeto era el mismo que tan indeliberadamente llevaban á cabo sus soldados: dominar y espantar á Madrid para que no se apoyasen en las turbas D. Juan y su partido. Y para que la gente del regimiento se separase todavía más del vulgo, dióle Aytona un traje extraño que se llamó chamberga, según unos, porque era el mismo que usa­ban los soldados del general francés Schomberg; según otros, porque los traía un cierto Mr. Chavaget que vino á servir á España en el ejército de Portugal. De aquí procedió llamarse aquel regimiento de la chamberga ó chambergos; y chambergos por un lado y golillas por otro, que así llamaban ellos á los cortesanos, continua­ron revolviendo á Madrid por mucho tiempo.

 

Pero entre tanto aquella exigua fuerza militar, que ocupa, por eso solo, lugar importante en la historia de España, dió reposo á doña Mariana, y á su consejero ó principal agente Vaienzuela, mientras la regencia duró de derecho. No descuidaba, sin embargo, Valen­zuela contentar al pueblo de Madrid. Procuró, antes que todo, que estuviesen provistos los mercados y baratos los mantenimientos, lo cual se lograba enton­ces poniendo tasa al precio de las cosas y obligando á

 

traer aquí, de buenas ó de malas, sus frutos á los lu­gares vecinos. De esta suerte la intervención de los madrileños con sus gritos y amenazas en los sucesos políticos llegó á producir algo semejante á los preto- rianos, y algo también parecido al privilegio del anti­guo pueblo romano, mantenido á costa de las provin­cias por los emperadores, para obtener su apoyo. Lle­vado, por otra parte, de su carácter alegre y de su afición á la poesía dramática, que él también cultivaba, protegió Valenzuela los teatros, así como las mascara­das y las corridas de toros. Llevó á cabo asimismo im­portantes obras públicas para facilitar salarios á los que los querían, siendo de ellas pl puente de Toledo, el arco de Palacio, según se creq (1), y uno de los ángulos de la Plaza Mayor, años ante; destruido por un incen­dio. La Junta de gobierno, ci ya dirección tomó Valen­zuela al cabo, y el Consejo ce Estado, atendían, en el entretanto, lenta y dificilmeite, como siempre, á las provincias de fuera de la Pen nsula y á los negocios ex­teriores.

 

Ajustóse un tratado en 16' 3 con Holanda para poner freno á las provocaciones continuas y á la ambi­ción insaciable de Luis X1V y rota la guerra, se sos­tuvo en Flandes y en CatájGña con poca fortuna. El Franco-Condado se perdió ó.itonces para siempre. Va- lenciennes, Cambray, Gapp y otras de las mayores plazas de Flandes cayeron igualmente en poder del enemigo. Donde únicamen^ i pudo hacerse una campa- I

 

(1) Este arco recientemente ha desaparecido, con el edificio á que estaba adosado, para c< nstruir la gran verja que ahora cierra la llamada plaza de Armas.—J. P. de Q.

 

ña bastante gloriosa fué en el Rosellón, cuyos naturales ayudaban en buen número á los nuestros, para librarse de los conquistadores franceses, y en Cataluña hubo también algunas muy reñidas, en que tomaron grandí­sima parte los almogábares y migueletes del país, or­ganizados en partidas- y somatenes, que impedían al­canzar ventajas notables á los ejércitos de Luis XIV. Pero como solía suceder, no tuvo España sólo que pe­lear tampoco entonces contra los extranjeros, sino contra sus propios súbditos con ellos coligados.

 

Levantóse Mesina en 1674, gritando al principio «muera el virrey» y «viva Carlos II», y de allí á poco «viva Francia». Llamaban los mesineses conjuración de los ministros españoles contra ellos, á la resisten­cia natural que encontraron para llevar adelante sus propósitos; mas el hecho es que no pararon hasta prestar juramento de fidelidad á Luis XIV, recibiendo de su parte por virrey al duque de Vivonne. Procedie­ron la reina gobernadora y sus ministros con más acti­vidad que solían, en aquel caso; enviaron tropas de Cataluña, fueron allá los pocos bajeles y galeras que quedaban al mando del marqués del Viso, y la escua­dra holandesa del famoso almirante Ruytter, que nos prestaron nuestros aliados. Después de varios comba­tes navales, uno de los cuales costó á Ruytter la vida, los españoles, apoyados por la inmensa mayoría de los sicilianos, estrecharon á los franceses de suerte, que éstos acabaron por abandonar sigilosamente á los mesi­neses, con lo cual tuvo la insurrección fácil término. En Cerdeña hubo también graves turbaciones por aquel tiempo, á causa de haber sido asesinado el virrey, mar­qués de Camarasa, atribuyéndole infundadamente una

 

muerte; pero se aplacaron sin gran dificultad, aunque no sin tener que enviar allí también bajeles y soldados. En la misma Península, fué teatro Valencia de graves desórdenes. Y á la par los filibusteros ó hermanos de la costa, continuaron destruyendo nuestras flotas de América; y uno de ellos, por nombre Morgan, llevó su audacia hasta saquear á Portobello, y la isla de San­ta Catalina.

 

Mientras acontecía todo esto, iba de hora en hora creciendo el favor de Valenzuela. Jerónimo Zeno, que tanto exalta, cual se ha visto antes, la religiosa con­ducta, en esta época misma observada por doña Ma­riana, dice, sin embargo, que aunque la carrera de Va­lenzuela debía atribuirse á un simple capricho de la fortuna, y fuese obra de envidioso rencor suponerla hija de ciertos afectos de la reina, la verdad era que la vanidad inconsiderada de aquél acumulaba todos los indicios posibles para creer lo peor. Desempeñaba, en­tre otros empleos, el de superintendente de las fábricas de palacio, y con este pretexto tenía dobles llaves de los aposentos del mismo, y entrada y salida libre por todas partes. Esto último, y el quedarse hasta las altas horas de la noche en compañía de la reina, fueron el principal origen de las murmuraciones. Por lo demás, aquel valido daba sólo audiencias, al salir ó entrar en los corredores de palacio, no admitiéndolas en su casa hasta los últimos meses de su ministerio. No carecía de valor; hablaba poco de negocios, no tanto por cautela, como por ocultar su insuficiencia, y era excesivamente avaro, por lo cual no logró nunca tener, como hubiera podido, amigos particulares. Es indudable que aunque fuera siempre la reina quien le protegiese más, debió á

 

Carlos II también bastante favor en sus primeros tiem­pos, sin duda por la amenidad de su trato. El 6 de No­viembre de 1675 cumplió Carlos II catorce años, y con aquella fecha misma escribió la reina á los ministros, que diesen ya todos los decretos á nombre del rey, que entraba en posesión del reino, según el testamento de su padre. Púsosele también poco antes casa aparte. Pues en Noviembre del año siguiente, fué cuando Valenzuela se hospedó ya en palacio, y en las mismas habitaciones de los infantes, haciendo allí alarde del título de primer ministro, recibiendo en la cama visitas de embajadores, llamando á los grandes señores que componían la Junta de gobierno á deliberar en su cuarto. De una carta ori­ginal de aquel tiempo, que á la vista tenemos (1), re­sulta que el rey mismo bajó al aposento que había de ocupar Valenzuela, para ver si estaba bien preparado, lo mismo que la reina, la cual, hallándolo desabrigado, mandó que ardiese allí constantemente una chime­nea (2). En la concesión de la grandeza de España tuvo también mucha parte cuando menos el rey, como apa­rece de otra carta original, que forma colección con la anterior, en que se cuenta que, cazando aquél cierto día con el almirante de Castilla y el marqués de Villasie-

 

(1) Varias cartas de 1676 á <S0.Tomo de manuscritos de don Pascual Gayangos, que perteneció á la gran biblioteca del conde de Villa-Umbroso, presidente que fué del Consejo de Castilla.

 

(2) Esta particularidad, que mostraría gran consideración de parte de una reina de aquel tiempo á Valenzuela, y sería tanto más notable, cuanto que, según resulta de la correspondencia, no lia mucho publicada, de la primera mujer de Felipe V con su madre, no halló todavía entonces ninguna chimenea en palacio, sinosólo braseros. La especie de la chimenea parece debió ser una de las muchas invenciones que contra él fraguaron después de su caída los partidarios de D. Juan de Austria.

 

rra, D. Fernando de Valenzuela, erró el tiro á un ciervo y acertó á dárselo al marqués en un muslo. Por indemni­zarle de la herida involuntaria y poco grave que le hizo el joven rey, se le dió luego al punto la dignidad de grande de España, conforme la citada carta dice, y con­firma un memorial (1) que dirigió más tarde Valenzuela al rey, de que posee copia el autor de este trabajo.

 

No bien se hubo declarado mayor de edad al rey, aun­que en realidad continuara tan en tutela como antes, los grandes del partido contrario á la reina, y los mu­chos que se fueron haciendo enemigos de Valenzuela, resolvieron ya hacer un esfuerzo supremo para apode­rarse del poder. Todo estaba en separar la madre del hijo y tomar el nombre de éste, casi niño todavía, para ordenar á su gusto las cosas. La legitimidad de su au­toridad había dado hasta allí á doña Mariana una fuerza para resistir, que ya del todo le faltaba. Comenzaron, pues, á correr la voz los del partido de D. Juan, de que el rey, que ya lo era de derecho, estaba cohibido por su madre y por Valenzuela, dando á entender al pueblo que cuando quedase libre, sería capaz, adolescente y todo, como era, de remediar la monarquía. Verdadera­mente, los venecianos dicen que en sus primeros años manifestaba Carlos II maravillosas disposiciones; y en esto, exagerado por el interés, se fundarían también aquellas esperanzas, no sólo burladas luego, sino á la

 

(1) Forma parte de una Colección de copias de documentos tocante á la vida y muerte de aquel ministro, regalada al autor, y que ha pertenecido á la marquesa del Vado, nieta segunda de D. Bartolomé de Rivera y Valenzuela, que debió ser su herede­ro, por haberse extinguido la rama directa de aquél en su único hijo, que murió sin sucesión. De esta Colección son otros de los documentos que se citan.

 

sazón inverosímiles. Llamado por sus partidarios, vino entonces D. Juan á Madrid de improviso, pensando que su sola presencia bastaría para dominar al joven rey y atemorizar á la madre; pero ésta se negó á ver­le, y no pasó del Buen Retiro. Valenzuela, por su lado, tuvo bastante resolución para querer prenderle allí una noche; de modo que el príncipe juzgó prudente vol­verse á Aragón y Cataluña, aplazando de nuevo sus propósitos. Burlado por este camino, pensó valerse otra vez aquel partido de las amenazas ó de la vio­lencia, comenzando á conspirar con tal objeto. Tra­tando una de las cartas de la Colección ya citada de las diferencias que tenía el general de la costa, Valen­zuela, con la ciudad de Granada, sobre organización de un tercio, dice, al paso, que corría la voz de que «el Consejo de Estado había consultado al rey que no »convenía que aquél entrase en palacio; mas que lo »que parecía cierto era haber misterios tan profundos »que los hombres no los podían sondar». Valenzuela entró en palacio á pesar de la consulta, si la hubo, y no salió de él ni aun con la llegada de D. Juan; pero otra carta añade luego que estaban ya concertados, arma­dos y dispuestos los grandes á echar de allí, por fuer­za, no ya sólo al ministro, sino á la reina. No teniendo ya autoridad propia, y sintiéndose abandonada poco á poco por su hijo, para evitar mayor perturbación en el pueblo y humillaciones más graves, convino doña Ma­riana al cabo, según Zeno cuenta, en que escribiese á D. Juan el rey que viniera á encargarse del gobierno. Procuró el príncipe no llegar á Madrid hasta que logra­ron sus amigos que saliera para Cataluña el famoso re­gimiento de la chamberga, donde sin duda temía que

 

conservara tales simpatías la reina madre que le fuera difícil tratarla como quería.

 

La reina, por su parte, debió procurar ante todo sal­var la vida de Valenzuela, que, entregada ella á discre­ción, era lo que más peligraba. Probablemente por su consejo, pero no sin que él manifestase también dolor grandísimo, llamó Carlos II al prior del Escorial, y diciéndole que no tenía de quien fiarse más que de él, le suplicó que se llevase secretamente al monasterio á Valenzuela, mandándole para mayor seguridad, por es­crito, que le tuviese allí alojado, en los aposentos mis­mos que con el rey había ocupado otras veces. Salió para allá, por tanto, Valenzuela, abandonado de los pocos grandes que seguían aún el partido de la reina, los cuales, sin esperar orden ninguna, se habían ya ne­gado á seguir concurriendo á las juntas de gobierno, en el cuarto del desventurado primer ministro. En la segun­da mitad de Diciembre de 1676 ocurría esto; en 21 de Enero de 1677 escribió al cardenal Nithard en Roma, desde Madrid, uno de sus antiguos amigos y servido­res, cierta carta en cifra que da bastante luz sobre el estado de las cosas. Enviábale uno de los ejemplares de un escrito esparcido por la corte, en infinitas copias, «encaminado al descrédito de la reina, y á su total »ruina», y por su cuenta le decía: «que no sólo trataba »el partido de D. Juan de prender inmediatamente á »Valenzuela, sino de darle tormentos fierísimos y probar »por tal medio lo que deseaban para destruir á la rei- »na, y después inhabilitar al mismo rey, y extinguir la »línea austríaca». La carta concluía observando «que, »en el entretanto, aquella santa señora estaba sin direc- »ción de nadie en todas sus cosas, y tan abandonada

 

»que era grandísima lástima»; por lo cual suplicaba á Dios, el que la escribía, «que asistiese y amparase su »ino cencía». Por estas palabras de un hombre de im­portancia, sin duda, y muy íntimamente enterado de todo, se ve hasta qué punto llegaban las pretensiones del partido vencedor, cuando vieron ya indefensa á la reina. De ellas puede también sacarse un testimonio más á favor de la virtud de esta, tan defendida, cual hemos visto, por los embajadores venecianos. No nie­ga, sin embargo, el autor de la presente obra, que caben dudas aún acerca de este punto. Aunque los dichos de los venecianos parece como que hacen plena prueba, lo que el P. Flórez da á entender y lo que resulta de los hechos mismos que acabamos de exponer ligera­mente, no permite fallar de un modo inapelable este proceso histórico. La más sincera piedad religiosa no puede á veces libertar al corazón de las pasiones. Por lo demás, tuvo la reina al llegar D. Juan que soportar más de un desaire de su hijo, y salir, mal de su grado, de palacio, é irse luego á residir al alcázar de Toledo. Y en cuanto á Valenzuela, si bien no llegó la venganza tan lejos como se pensaba, pagó bien, con todo esto, la exageración de su valimiento. A pesar del decreto ante­rior del rey fueron, de acuerdo con D. Juan de Austria, al Escorial el duque de Medina-Sidonia y D. Antonio de Toledo, hijo del de Alba, acompañados del conde de Fuentes y los marqueses de Valparaíso y de Falces, y seguidos de quinientos caballos de los que por escolta había traído el bastardo de Cataluña. Negándoles el prior al exministro, sitiaron primero el convento por hambre; y no empeciendo las protestas de la comuni­dad, acabaron por entrar en él violentamente y sacar á

 

Valenzuela, tan pronto como supieron por una delación el sitio en que estaba. La relación de este suceso, escri­ta por un monje del monasterio, afirma que Valenzuela le echó allí en cara á D. Antonio de Toledo el haber soli­citado su amistad y pedídole el Toisón, que le concedió, así como una buena suma del Tesoro Real al duque su padre, que se hallaba muy alcanzado, y plaza en el Consejo de Estado; por todo lo cual le había ofrecido con palabras textuales que los dos serían sus escla­vos. No tuvo el descendiente del conquistador de Por­tugal palabra alguna que responder; que tal era la co­rrupción de aquel tiempo. Expidió una bula el Papa para que se devolviese al asilo del Escorial la persona de Valenzuela, pero no fué obedecida; y en lugar de eso autorizó el nuncio, por ser el ex ministro caballero profeso de Santiago, que desde Consuegra donde esta­ba preso, en poder de los criados de D. Juan, se le re­legase á la fortaleza de Cavite, en Filipinas, por diez anos. Mandósele, de consiguiente, poner en libertad en 1687, conservándole todos sus títulos y honores. Por último, en Méjico, á donde pasó desde aquellas islas, recibió ya licencia para volver á España; pero antes que pudiera realizar su viaje, lo mató un caballo por Di­ciembre de 1691. Lo desconocido de la vida de este favorito justificará quizá el que se den más noticias de él que merece (1).

 

Quedó D. Juan dueño absoluto del poder, aunque no por largo tiempo. Lo mismo que el primer D. Juan de

 

(1) Entre otras particularidades que constan en la ya citada Colección de papeles, se halla un catálogo de sus escritos, que fueron muy numerosos, contando entre ellos nada menos que seis tomos de obras poéticas.

 

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Austria tuvo mucho empeño en ser declarado infante de España, sin poder conseguirlo, ni aun durante su minis­terio. Era, al decir de Carlos Contarini, D. Juan, afable y gentil; y otros venecianos concuerdan en que su valor y su talento militar estaban altamente estimados en Es­paña, de modo que llegó al poder con aplauso de la nación entera, deseosa de ser gobernada por un hom­bre enérgico que la defendiera bien de los extranjeros. Su desgracia quiso que, abandonada España de la Ho­landa, é incapaz de resistir á Luis XIV por si sola, hu­biera que firmar, durante su ministerio, la triste paz de Nimega, complemento de la de los Pirineos, que trajo consigo otra gran desmembración de territorio. Este tratado dió ocasión á la venida á Madrid, como emba­jador de Francia, del marqués de Villars, que, en sus Memorias, nos ha dejado un retrato que parece bastan­te ajustado á la verdad, por lo que dan á entender sus hechos. «Su mayor desgracia», dice aquél diplomático, «fué llegar á ocupar el primer puesto del Estado. Jamás »persona alguna le ocupó con mejores circunstancias: »su ilustre nacimiento, la buena opinión de los pueblos, »el favor de los grandes, los pocos años del rey, todo »parecía ayudarle, de suerte que puede decirse que »fué el solo quien se faltó á si mismo. Era un hombre »compuesto de apariencias y de genio más brillante que »sólido, presuntuoso, poseído de sí propio y sin esti- »mación ni fe alguna en los demás, harto preocupado »de pequeñeces y falto á menudo de amplitud de miras »y de resolución en las cosas grandes, capaz de preci- »pitarlas, sin embargo, por terquedad de carácter. Estas »faltas estaban compensadas con muchas cualidades »brillantes: era de buena presencia, ameno, cortés, ha-

 

>blaba bien varias lenguas, tenia ingenio, valor perso­nal; poseía, en suma, todas las exterioridades del - »rito, y no un mérito verdadero». Tomó á su cargo, con tales ó parecidas cualidades, D. Juan, no sólo el arre­glo de una nación totalmente ya desorganizada, sino el ejercicio de un poder en sí mismo quebrantado y hasta deshonrado por él mismo y sus partidarios. Pocas ex­piaciones hay más seguras que la de los que recogen el poder con altos fines, después de haberlo destrozado ó anulado con sus propias manos. Bien pronto lo expe­rimentó D. Juan, teniendo que empezar por desterrar de Madrid á muchos grandes de los del partido de la reina, y encontrándose poco á poco con que eran ya también enemigos suyos, casi todos los que habían per­tenecido al suyo propio hasta el día del triunfo. Separó de la presidencia del Consejo de Castilla al conde de Valle-Umbroso, el mismo de quien proceden los papeles citados antes; hombre tan recto que, habiendo recibido un decreto de la reina para decapitar á un hombre, sin forma de proceso, como se solía, echó el papel á un bra­sero diciendo: «así cumplo yo órdenes tan contrarias á »mis obligaciones». Para reemplazar á un sujeto de tan raras condiciones, á la sazón, nombró á un simple canó­nigo de Toledo. Deshizo luego casi el regimiento déla Guardia ó de la Chamberga, por su antigua adhesión á la reina madre. Pasábase de allí á poco los días leyen­do los innumerables papeles satíricos que por Madrid circulaban, desesperándose ó imaginando terribles ven­ganzas contra los que le censuraban. Uno de los escri­tores castigados fué el marqués de Mondéjar, á quien le atribuyeron ciertos versos sangrientos. Ya habían sido echados de la corte Osuna, Astillano, Mansera,

 

Humanes, Aguilar, y hasta el conde de Monterrey, jefe de su partido en Madrid, mientras él estaba en Zarago­za, por sospechar que quería suplantarle en el ministe­rio, enviándole á mandar en Cataluña primero, y deste­rrándole y procesándole después. Antes de mucho tiempo comenzó á echar todo el mundo de menos la re­gencia tan aborrecida antes, aunque á decir verdad no llevara mucha ventaja al de D. Juan el ministerio de Valenzuela. Pero en política, más que en nada, parece siempre mayor mal el presente que los pasados. Y mien­tras el pueblo, que no había mejorado de condición realmente ni poco ni mucho con el cambio, murmura­ba de su suerte y de la del Estado, los grandes, mal satisfechos de las recompensas recibidas, ó muy agra­viados, entraron de nuevo en relaciones con la reina madre. Trataban ahora de reunirla con su hijo, de la propia manera que la habían separado de él, con el fin de derribar á D. Juan, á quien los más de ellos habían contribuido á enaltecer. Bastó que el marqués de Vi- llars, que refiere muchas de estas particularidades, se negara á tratar como infante de España al bastardo de Felipe IV, para estar bien visto al punto por la mayor parte de la grandeza y por el pueblo. A estas diferen­cias mismas entre el embajador francés y D. Juan, se debió también en mucha parte que, cuantos trataban al rey, prefiriesen su matrimonio con la princesa María Luisa de Orleans á los otros con alemanas, de que se hablaba. Ya comenzaban á volver uno á uno los gran­des desterrados, sin conocimiento de D. Juan y con li­cencias particulares del rey: ya había consultado éste mismo con Medinaceli, Oropesa y el inquisidor general Sarmiento y Valladares, sobre la forma mejor de despe­

 

dir á D. Juan y de traer á Madrid á Doña Mariana otra vez; ya había escogido al fin por mujer Carlos II á Doña María Luisa de Orleans, y hasta estaba acordado el matrimonio, por poderes, en Fontainebleau, cuando D. Juan de Austria, que había estado gravemente en­fermo, por Julio del mismo año, cayó postrado en el lecho, de donde no se levantó más. El día 17 de Sep­tiembre de 1679, acabó así sus días á los cincuenta años de edad. Propalaron sus enemigos por entonces que llegaba su ambición hasta el punto de esperar que re­caería la corona en él, si moría sin sucesión Carlos II. Pero si esta ilusión tuvo, debió durarle poco tiempo, y ser antes de alcanzar el poder, porque durante todo el tiempo que ejerció éste, estuvo ya poseído de una pro­funda melancolía, á la cual atribuyó Villars su fin única­mente, aunque el veneciano Federico Córner, dice: «que fué tan imprevista y violenta su indisposición, que »dejó incierto el juicio y el hecho de su muerte». La versión de Villars le parece, al que esto escribe, bas­tante probable; porque bastan para matar, en realidad, los desengaños de una ambición irreflexiva y el contem­plar impotentemente, desde el poder, las miserias de los adversarios políticos, sobre todo cuando, por la propia conducta anterior, no se tiene bien adquirido el derecho de condenarlas ó despreciarlas.

 

 

 

 

 

XII

 

ASTA QUE murió D. Juan y se casó Carlos II, no pudo decirse que terminase su minoridad, la única que hubiese experimentado España

 

en muchos siglos. Ocurrió tal de 1679 á 1680; y sólo desde entonces hay que contar el infeliz reinado de este

 

príncipe. Abandonadas ya anteriormente las diversas provincias de la monarquía á las frecuentes acometidas que, con frívolos pretextos, les daba el poderoso Luis XIV, y cada vez con ejércitos más bisónos (1) y

 

escasos, y más cortas y mal pertrechadas escuadras, sin dinero, ni generales capaces, sólo impidieron la to­tal desmembración de la monarquía durante los veintiún años que gobernó Carlos II, tres cosas: una, el nativo

 

valor de los pueblos marítimos y fronterizos, armando de su cuenta corsarios los primeros, y deteniendo los

 

segundos la marcha al interior de los ejércitos france­ses, con el sistema de guerrillas ya adoptado por los

 

(1) Bisónos llamaban á los soldados nuevos de España en Italia, por ir allá llenos de bisogni, ó necesidades.

 

terribles migueletes ó voluntarios catalanes, poseídos de aborrecimiento á sus vecinos, después de los suce­sos pasados; otra, el grande interés que tenían Inglate­rra y Holanda, con ella unida por aquel tiempo, y más que nadie el Imperio, en que no cayesen todas nuestras plazas y territorios de Flandes bajo el dominio francés; la tercera, en fin, el proyecto á la larga concebido por Luis XIV, nuestro mayor enemigo, de recoger de una vez todos los Estados españoles para su dinastía. Pero, entretanto, nos declaró en el período de que tratamos dos nuevas guerras, de las cuales sacó como siempre ventajas, bien que sin arrancarnos del todo las nuevas provincias que ambicionaba en Flandes. Inevitablemen­te vencida ya aquella triste España de Carlos II, defen­dió, no obstante, palmo á palmo su territorio, y una por una sus almenas. Ni fueron á la sazón nuestros solos enemigos los de Europa; los bucaneros ó filibusteros infestaron también por aquellos años las Antillas, y los moros embistieron con repetición á Orán y Ceuta sin éxito alguno. Mas en la imposibilidad de recordar aquí todas aquellas campañas, más ricas en reveses que en glorias, y en que no hubo de notable más que la pérdida de una batalla sobre el Ter, la de Gerona y Barcelona en Cataluña, por la paz recobradas, ó la de Mons, en Flandes, preferimos dejar á un lado los sucesos milita­res, para extendernos mejor en los de la corte, aprove­chando algunas pocas páginas de nuestra historia de la Decadencia de España. Al cabo en la corte estuvo encerrada, por entonces, la escasa actividad de la polí­tica española; y fueron los sucesos de ella los que prepararon el fin de la dinastía austríaca, que fué lo más importante de que ha de tratar ya este trabajo. Es tam­

 

bién digno, por otra parte, de estudio atento este reina­do, porque él hace patente lo que es la monarquía abso­ta, por legítima que sea, por segura que se halle, por muy unida que esté con la potestad eclesiástica, por muy rodeada que se vea de instituciones similares, luego que dejan por cierto espacio de representarla hombres extraordinarios. La gran tradición de Fernan­do V, Carlos I y Felipe II mantuvo todavía las aparien­cias de la dignidad en el poder, y le conservó toda su fuerza externa, durante el reinado de Felipe III; y Feli­pe IV y Olivares no carecían aún de muchas condicio­nes de gobierno, el primero por su carácter varonil, aunque indolente, y el segundo por su aplicación, per- severencia y firmeza. Aquellos reinados, sin embargo, fueron desatando los lazos del respeto tradicional, y li­mando sordamente los resortes del poder, de tal mane­ra, que, durante la minoridad de Carlos II, estuvo Espa­ña entregada á una anarquía oligárquica, en la cual todos, menos el pueblo, tan profundamente disciplinado por el Santo Oficio, tomaron activa parte. Después, en el gobierno de Carlos II, se hizo total la anarquía, por­que á las continuas disputas de poder, nunca en miserias igualadas por ningún sistema parlamentario; á la inter­vención de todo género de influencias ilegales en el mando, principiando por la de los gobiernos extranjeros y más émulos de España; al rumor, en fin, de las inno­bles pasiones políticas desencadenadas en la corte, se juntó ya también alguna vez el rugido temeroso ó la furia suelta de las tempestades populares.

 

Entraba Carlos II, cuando se encargó del gobierno, en los veintidós años de edad; y, según afirmó el vene­ciano Federico Córner, todos sus actos respiraban ma­

 

jestad, prudencia y veneración, sin que se trasluciesen todavía sus inclinaciones. Templado en todo, no tenía vicios, ni ninguna virtud elevada; conocíasele que era hijo de padre viejo, por su falta de vigor y frescura; mostraba bien no haber dejado de niño los tiernos bra­zos de su madre, por su carencia de estudio, tanto más sensible, cuanto que poseía claras luces naturales. No comenzó por buscar favorito, como su padre y abuelo, sobre quien descargar el peso del gobierno, y á todos los que le servían los trataba con igual indiferencia, y si se sometía al cabo á los consejos de los demás, era por desconfianza de su propia suficiencia. Religioso lo fué mucho, é incapaz de consentir nada injusto; y hasta con pasión deseaba que se remediasen los males de la monarquía, estimulando constantemente el celo de sus ministros, de manera que no fué falta de voluntad el no remediarlos. Mas, por lo mismo que nada adelantaba con sus buenos deseos, y que era su temperamento tan débil, bien pronto comenzó á cansarse de oir hablar de negocios; y, al decir de Juan Córner, vino á ser casi para él un suplicio hasta despachar maquinalmente con la estampilla. Era muy aprensivo, y no sin razón, á la verdad; pero el cuidar de su salud tanto le robaba la poca atención de que disponía. Su carácter, anónimo al principio, fué apareciendo luego, por lo que en 1686 decía Sebastian Foscarini, se hizo ya inquieto, y más bien doble que disimulado; capaz de ser cruel antes que entero; amigo de chismes y cuentos; receloso, tímido y voluble. Con haber sido tantas como fueron las mudan­zas de ministros en su tiempo, pensaba Foscarini que más habrían sido, si no le faltara con frecuencia valor para despedir á los que tenía. El tiempo y la madurez

 

consiguiente del juicio parece que mejoraron algo las cualidades de Carlos II, porque en 1695 decía de él Car­los Ruzzini, que dedicaba ya muchas horas al despacho, enterándose por sí mismo de todas las consultas de los Consejos, comprendiendo fácilmente los negocios más arduos, reteniéndolos con suma felicidad en la memoria. Afirma el propio embajador que distinguía con sagaci­dad las pasiones é intereses de sus cortesanos y minis­tros; que amaba mucho á sus vasallos, prefiriendo para todo, como su padre y abuelo, á los grandes; que sabia disimular el dolor profundo que en realidad le causaban las desdichas públicas. Continuaban, no obstante, la desconfianza de sí mismo, su perplejidad é irresolu­ción, y cierto deseo invencible de alcanzar lo mejor, que le hacía perder las ocasiones de recoger lo bueno y lo mediano, ó tropezar con lo más malo. No gustaba, por recelo, de tratar con hombres de talento superior, prefiriendo los medianos; fijábase con dificultad en las cosas, movido siempre, al parecer, de una extrema sen­sibilidad y agitación nerviosa; iba á caza tan sólo por imitar á su padre, y cultivaba por eso mismo la pintura y la música. Para aquel primer arte tenía, á lo que aña­dió Pedro Venier en 1698, más habilidad que para nada, siendo singular la facilidad y perfección con que dibu­jaba. Tal como aparece, en suma, de estos retratos de los venecianos, Carlos II era más digno de amor que de antipatía, y más de compasión por su flaca salud que de menosprecio; y el último de aquellos que le conoció, que fué Luis Mocenigo, refirió al Senado que, tal como era, á su muerte fué universalmente llorado. Sin duda comprendían los que le lloraron que las desdichas de aquel tiempo, si en parte se debieron á la poca salud y

 

energía del rey, fueron mayormente nacidas de causas ajenas á su persona: las más del sistema político y administrativo, precisamente establecidos en el apogeo de la grandeza nacional; las otras de la ambición, desa­sosiego y falta de patriotismo de los ministros y hom­bres políticos que le tocaron en suerte, y de la crasa ignorancia y fanatismo del pueblo.

 

Mucho se fijaron al principiar este gobierno los es­pañoles en la nueva reina María Luisa de Orleans, que entró en Madrid por Enero de 1680; la cual era realmente digna de amor por sus virtudes, mas no llegó á lograrlo, parte por sus maneras francesas y su antipatía á las costumbres españolas, parte por no haber dado sucesor al trono como toda la nación anhe­laba. Fué muy bien recibida por el rey, que procuró di­vertirla con frecuentes espectáculos de toros, comedias y farsas, presentando la corte, por algún tiempo, el pro­pio alegre aspecto que en los mejores días de Feli­pe IV. No había á todo esto disfrutado de un auto de fe Carlos II, y para satisfacer su deseo, dispuso el in­quisidor geneneral que viniese á celebrar uno en Ma­drid la Inquisición de Toledo, puesto que aún no la había en la corte. Vino, pues, de Toledo la de aquella diócesis con todos sus familiares y los de Avila, Sego- via y demás iglesias comarcanas; reuniéronse las cau­sas de hasta ciento veinte de los desdichados que tenía el Santo Oficio en cárceles, y se mandó levantar un teatro en la Plaza Mayor de Madrid, más ostentoso que el en que asistió al auto de 1632 Felipe IV. El nuevo Rey, que no era más ni menos fanático que sus súbdi­tos, acogió con gratitud el obsequio del inquisidor gene­ral, lo propio que la reina madre Doña Mariana; y Doña

 

Luisa misma, sin duda por no disgustar á su esposo, hubo de poner buen semblante al extraño regocijo que se preparaba. Pero fué mayor que en la corte el entu­siasmo en la nobleza y el pueblo. Hiciéronse familiares del Santo Oficio los más de los grandes y títulos ilus­tres de España; y los Alencastre, los de Aguilar, los Zúñiga, Osorio, Pimentel, Pacheco, la Cueva, Silva, Mendoza, Fonseca, Moneada, Cardona, Guzmán, Fer­nández de Córdoba, la Cerda, Toledo, Portocarrero, Guevara y Manrique de Lara, modestamente presenta­ron pruebas de nobleza para alcanzar el honor de ser familiares del Santo Oficio, y acompañarle con su cruz al pecho en el auto. Los plebeyos, rivales en esto de los nobles, formaron también presurosos, para escoltar á los reos, una compañía llamada de soldados de la fe. Hízose la ceremonia de llevar los haces de leña con que habían de ser quemados los más culpables al real alcá­zar; y allí se ofreció uno al rey, que ordenó que fuese el primero que se echase al fuego. Paseáronse luego por Madrid ostentosamente las cruces llamadas de la fe, llevando en tales procesiones el estandarte de la Inquisición el duque de Medinaceli, Cardona y Lerma, D. Francisco de la Cerda, Enríquez, Afán de Rivera, declarado ya primer ministro; y mandando la guardia del tribunal el marqués de Pobar y Malpica, con cin­cuenta alabarderos de su casa. El día del auto discurrió el pueblo por las calles, desde el amanecer, gritando ¡viva la fe de Cristo! Los nobles aprovecharon tal oca­sión para hacer alarde de cuantas galas poseían; acudió el clero numerosísimo, como quien presencia un triunfo propio; fueron los reyes de los primeros que aparecie­ron en la Plaza Mayor, para no perder un ápice del es­

 

pectáculo; y hasta las más hermosas damas de la corte, no queriendo ser menos, llevaban bordados en los ves­tidos el hábito y las insignias de la Inquisición. Permí­tasenos, por ser este auto el último célebre, y el último también de los celebrados por la casa de Austria, apun­tar estos detalles, comunes á todos. Los reos muertos en las cárceles, comparecieron al auto en estatua con las cajas de sus huesos; los vivos y pertinaces con mor­dazas en los labios, otros sin ellas, pero todos con sam­benitos y corozas. Tomó el inquisidor general, D. Die­go Sarmiento de Valladares, juramento al rey de que perseguiría siempre á los herejes y apóstatas, y de que los entregaría al santo tribunal, sin excepción alguna: ni más ni más que se tomó en Valladolid á Felipe II. Tras esto probó un fraile en el púlpito, con no pocas citas de autores paganos, la justicia de castigar á los infieles. Leyéronse las acusaciones y sentencias de los condenados, y por último salieron á un brasero, para aquella ocasión expresamente levantado según escri­bió en sus Memorias el marqués de Villars, fuera de la puerta de Fuencarral, hasta el número de cincuenta y uno: los treinta y dos en estatua, los otros en perso­na, que eran trece hombres y seis mujeres, entre ellas una madre y dos hijas. Cuenta el propio Villars que los espectadores, encaramados en el brasero, pinchaban con sus espadas á los míseros condenados, mientras los consumía fuego lento, y que la turba del pueblo de Madrid les arrojaba nubes de piedras. Triste espec­táculo, por cierto; pero ¿hay razón para culpar de él solamente á Carlos II, ni á la dinastía austríaca? (1) De

 

(1) Lo raro de estas Memorias nos hace aquí citarlas. Están impresas en Londres en 1861, y añaden en este asunto y otros

 

esta manera juzgaban celebrar bien todos los madrile­ños, sin distinción de sexo ni de clases, el nuevo go­bierno de un rey á fines del siglo xvn.

 

No logró, sin grandes intrigas, llegar Medinaceli á primer ministro. Pretendieron también este cargo, el condestable de Castilla y duque de Frías, D. Iñigo Fer­nández de Velasco y D. Jerónimo de Eguía, hombre de bajos principios y de menores talentos; pero algo favorecido ya por el rey, y que había contribuido no poco á desacreditar á D. Juan. Bien que no lograse este D. Jerónimo para si la privanza, entretuvo por más de medio año al rey con pretextos diversos, á fin de que no nombrase primer ministro; y en el ínterin rigió casi á su antojo la monarquía. Apoyaba la reina madre al condestable, á Medinaceli el rey, y Eguía principalmen­te contaba con la ayuda del confesor, que no quería ver primer ministro á ningún magnate. Pero después de mu­chas idas, venidas y manejos, en que tomaron alguna parte las dos reinas, la vieja y la nueva, quedó por Me­dinaceli la victoria. Estaba este magnate bien reputado: creíase que superaban sus talentos á su ambición; mas otra cosa mostró su conducta. Faltaba ya tanto el dine­ro, que ni para el gasto diario de la casa real se encon­traba. En los mismos días del matrimonio llegó la flota de Indias ricamente cargada; pero cuanto tocaba al rey se gastó en los festejos, y luego no se halló otro arbi­trio que bajar de nuevo el valor de la moneda; lo cual originó, principalmente en Toledo, graves tumultos. Medinaceli, para quitar de sí responsabilidad, acudió al remedio, tan usado ya en España, de crear una junta mencionados antes, algunos detalles á la conocida Relación de Josef del Olmo.

 

compuesta del condestable, el almirante, el marqués de Astorga, el confesor y otros dos teólogos, que le acon­sejasen. Pero mientras la junta deliberaba, Nápoles an­daba llena de salteadores, los filibusteros desolaban á Portobello, y poco después á Veracruz, dominando casi completamente los mares de América, los gobernado­res de las provincias obraban cada cual á su placer, y el de Buenos Aires, entre otros, D. José Garro, echó de la colonia del Sacramento á los portugueses, com­prometiéndonos en nuevas desavencias con ellos. Fran­cia nos amenazaba insolentemente, entretanto, con bom­bardear nuestros puertos por una supuesta injuria, y en Madrid mismo hubo un tumulto inaudito, que causó por algunos días no poca inquietud al rey y á toda la corte. Originóle, y sirva de muestra de las costumbres del tiempo, el que un cierto Marco Díaz, de profesión comerciante, hizo ventajosas proposiciones para tomar las rentas del rey en arrendamiento. Regocijóse el pue­blo, que pensaba ganar mucho con las proposiciones de Díaz; pero los interesados hasta entonces en el co­bro oyeron mal el propósito. Y sea que ellos mismos pagasen el crimen, sea que el Díaz tuviese algún ocul­to enemigo, lo cierto es que, camino de Alcalá, fué aco­metido cierto día por unos enmascarados, que le hicie­ron varias heridas mortales. La ira del pueblo de Madrid fué tanta, que se temió ya que faltase al respe­to al rey, volviendo así la multitud, quiera y sumisa, aunque no muda, desde las Comunidades, á querer intervenir, con su fuerza material, en las cosas públi­cas. En tales circunstancias, agravadas por las malas cosechas, se rompió otra vez la guerra con Francia, que se sostuvo hasta la tregua de Ratisbona de 1684, me­

 

diante la cual dejó España en depósito á Luis XIV las plazas de Luxemburgo, Bovines y Chimay, recobrando las demás que había perdido. Genova, fiel aliada nues­tra hasta allí, se reconcilió tambiém con los franceses, bajo condiciones humillantes, abandonando nuestro par­tido. Esta tregua, lo mismo que la guerra, se hicieron por sí solas, sin que la corte apenas se ocupara en ellas, dis­traída con las intrigas que por doquiera ardían. Jamás ji­rones de poder y grandeza han sido más reñidos, ni por más pequeños medios. A semejanza de lo que pasó ya en la corte de Felipe III, figuraban ahora entre los con­tendientes bastantes frailes, y además señoras, poco em­pleadas todavía en la política. Señalábanse entre estas la duquesa de Medinaceli, de elevado talento, ambicio­sa, que tenía dominado á su marido, y disponía de todo á su antojo, y la de Terranova, camarera mayor de la reina, dama de imperioso carácter, que apenas juzgaba por su igual á la reina. De entre los frailes de influjo, el principal era el P. Reluz. confesor del rey. Hallóse un tanto en peligro la de Terranova con la reina, y, no bien se traslució, comenzaron á disputarse el puesto la de los Vélez, la de Aytona, la de Alburquerque y otras señoras principales, apoyada cada cual por deudos y amigos. Declaráronse los duques de Medinaceli contra la de Terranova, que les daba celos, y ella á su vez se propuso derribarlos, coligándose con el P. Reluz y don Jerónimo de Eguía. Llegó á celebrar el confesor una conferencia con el rey para probarle, con abundante copia de razones teológicas, que debía separará Medi­naceli, y nombrar otro ministro; pero Carlos, que según los venecianos dijeron, no era nada reservado, enteró de todo á Medinaceli, y éste, ganando á su partido á

 

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Eguía, logró con ayuda de él que se despidiese al con­fesor y á la de Terranova, quedando por entonces triun­fante. La camarera fué cortésmente invitada á pedir su retiro, cosa no vista en un empleo que solía acabar sólo con la propia vida, ó la de la reina á quien se servía, entrando en su lugar la duquesa de Alburquerque, amiga de la reina madre y del ministro. Parecía natural que Doña Mariana quisiese ver acomodados en destinos pú­blicos á los que la habían acompañado en la desgracia; mas, lejos de tolerarlo los cortesanos, era esta una de las cosas con que más alborotaban á Madrid, diciendo que el rey estaba otra vez en tutela. No se pagaba, por otra parte, á nadie, porque no había con qué; los buenos empleados se negaban á asistir, por consiguiente, á sus puestos, donde no podían vivir con honra, y á algunos hubo que obligarlos á continuar por fuerza. Dió esto ocasión á que Medinaceli, falto de recursos, y no atre­viéndose á pedirlos al reino en las ya olvidadas Cortes, sacase á subasta casi todos los empleos, llegando á ser general lo que era excepción hasta entonces. Adquirió con esto, la enfermedad de la empleomanía, inauditas proporciones. Los pocos empleos y gracias que no se vendían, se daban por influjo de la reina madre, ó por aplacar descontentos, como, al cesar la de Terranova en su cargo, se dieron á su yerno y nieto los duques de Híjar y de Monteleón, el virreinato de Galicia al uno, y al otro el Toisón de Oro. Si alguna vez se concedía al mérito algún empleo, entonces era cuando mayores quejas se levantaban, como se vió en la provisión del virreinato del Perú á favor de D. Melchor de Navarra y Aragonés, hombre de saber y virtud, aunque de cuna humilde. Los grandes y nobles de altas familias lo que­

 

rían todo para sí, y cada día eran más rigurosos con los del estado llano, cualquiera que fuese su mérito. Llegó un momento en que todos, con razón ó sin ella, estaban contra Medinaceli, siendo tan malos como él, por lo menos, los que le combatían, ansiando sólo suplantarle para imitarlo. Y el rey, en tanto, incapaz por salud y carácter de ejercer el poder absoluto que tenía, y sin principios ni instituciones que le ayudasen á limitar ó regular las ambiciones individuales, ni acertaba á sos­tener ni á derribar al ministro. Por fin, se decidió á esto último, instigado por las dos reinas, que aunque no se amaran, se entendían frecuentemente en los asuntos políticos, según los venecianos cuentan. María Luisa obraba sin cálculo cuando no seguía las inspiraciones del embajador de su nación; Doña Mariana tenía que­jas contra el ministro porque no pagaba su pensión pun­tualmente, y era en todo más entrometida que su nuera. Pero toda la intriga de las reinas estuvo dirigida en el fondo por el conde de Oropesa, que pretendía el minis­terio desde la presidencia del Consejo Real de Castilla, ora valiéndose secretamente de aquellas altas señoras ó de algunos criados del rey que le eran adictos, ora creando á su rival las públicas é insuperables dificulta­des que estaba en su mano crearle; gracias á las atri­buciones inmensas del alto Cuerpo, cuyo jefe era, yen el cual residían realmente todos los medios de adminis­tración y gobierno. Al fin, en 1685 sucumbió Medinace­li á tan duros embates, recibiendo orden del rey para retirarse al lugar de Cogolludo, privado de todos sus empleos.

 

Entraron en el regio favor, á un tiempo, el vencedor Oropesa y D. Manuel de Lira. Pertenecía D. Manuel

 

Garci-Álvarez de Toledo y Portugal, conde de Orope- sa, á una rama segunda de la casa deBraganza, de ori­gen bastardo, aunque él no lo fuese; hallábase en la flor de la edad, y había ya figurado mucho en las turbulen­cias de los últimos años; distinguiéndose por la destre­za con que logró mantenerse bien quisto de D. Juan, Valenzuela, Medinaceli y todos los primeros ministros, hasta que vió ocasión de serlo. Era devoto; gobernaba hermandades y favorecía monasterios, todo á propósito para medrar entonces; y tenía, como Medinaceli, una mujer muy intrigante y ambiciosa que le impulsaba y le asistía. Para distinguirse algo de su antecesor, no quiso tomar el nombre de primer ministro, guar­dando el de presidente de Castilla, ni gobernar solo, por lo cual compartió el poder con D. Manuel de Lira. Era éste ya secretario de Estado y del despacho uni­versal, por influjo de Oropesa, hombre de algunos ser­vicios en los ejércitos y negocios políticos, instruido, probo y diestro; pero todavía de mayor ambición que mérito. Lo más notable de Lira fué ciertamente que se atreviese aún á proponer la vuelta á España de los ju­díos, y que se permitiese practicar secretamente su cul­to, y tener cementerios á los protestantes, como uno de­tantos medios necesarios para levantar el arruinado co­mercio y la industria de España. Nunca la Inquisición se atrevió con los primeros ministros, de quienes era sólo instrumento; y así es que Lira pudo impunemente manifestar proyectos que, hasta más de siglo y medio después, nadie ha osado defender á las claras en Espa­ña. Pero entretanto, Oropesa y Lira tardaron poco en ser antagonistas más que aliados en el gobierno, olvi­dando fácilmente este último lo que debía a! primero.

 

Sucedía ya esto durante aquel período, señalado por los venecianos, en que el rey prestaba alguna más atención que solía á los negocios: preguntaba por todo y de todo quería enterarse, y gustaba mucho de la facilidad con que ponía á su alcance las cosas Oropesa, por lo cual no le apartaba de su lado. El vulgo de Madrid, que, al decir de los mismos venecianos, pensaba que el no ha­ber tenido hijos María Luisa, nacía de algunas medici­nas que le habían dado en Francia, para que faltase sucesor á España, lo cual muestra que era suspicaz en demasía, atribuyó entonces á Oropesa una maldad increí­ble. Supúsose que, alarmado el ministro con la afición que comenzaba á tomar á los negocios el rey. cambió de repente de sistema, y en lugar de facilitarle más la com­prensión de ellos, puso particular estudio en embrollár­selos y confundirle para que los aborreciese de nuevo. Pero lo cierto es, en el ínterin, que Oropesa suprimió muchas plazas en los tribunales y secretarías, reformó el Consejo de Hacienda, abolió empleos militares inúti­les, ordenando que se recompensase con otros civiles á los que habían servido bien en las armas, rebajó cier­tos sueldos, ordenó que no se emplease más que á los cesantes por orden de antigüedad y servicios, y em­prendió, en suma, un sistema de economías y de orden administrativo que hacía ya muchísima falta. Publicó además, en materia de gobierno, ciertos reglamentos y órdenes bastante acertados, con algunos inútiles, como el prohibir de todo punto la entrada de mercaderías extranjeras, á fin de que no saliera el oro, ordenando hasta que dejasen de usarlas las personas de la casa real para dar ejemplo. No produjo esto otra cosa que algunos nuevos autos de fe de mercaderías en Madrid,

 

tales como los que señalaron los principios de Feli­pe IV. Aboliéronse ciertos impuestos gravosos, com­pensando violentamente, como se solía, con réditos en juros á los negociantes á quienes estaban hipotecados, por adelantos hechos al Tesoro público; y también se mandó perseguir enérgicamente á los bandidos, que in­festaban el reino, prohibiendo el uso de armas de fuego cortas, que favorecían los crímenes. Tuvo Oropesa, por último, particular cuidado en que no faltasen en Madrid los abastos, aunque faltasen en el resto de Es­paña, porque al pueblo de Madrid, único que conocían de cerca, comenzaban ya á tenerle aquellos ministros no infundado respeto. Pero no bastó nada de lo dicho para librar á Oropesa de inmensa impopularidad bien pronto. Acusábase á la condesa, su mujer, no ya sólo de ser tan dada á influir como la de Medinaceli, su ante­cesora, sino de codicia, y al mismo conde comenzó á creérsele tan inclinado como los que le precedieron al provecho propio y de sus amigos. Citábanse en Madrid, cual antes, crímenes duramente castigados en unos, y no en otros, por ser criados ó deudos de los amigos del ministro. Sospechábase que en el abasto de la carne, á cargo de unos negociantes llamados los Prietos, tenía parte la mujer del ministro. Notóse, en especial, con mucho escándalo, que, cuando la superintendencia de la Hacienda pedía persona más competente que nunca, pusiera en tal puesto Oropesa al marqués de los Vélez, su primo, hombre de cortísimos alcances, aunque era ya presidente de Indias. Tenía el de los Vélez á su lado á un cierto García de Bustamente, que había sido su paje, sin más talento que una bachillería agradable, pero con ínfulas ya de ministro. Este, que halló estable­

 

cido por Medinaceli, cuando fué presidente de Indias, el arbitrio de vender todos los empleos y beneficios de aquellas provincias en beneficio del Tesoro, lo continuó y acrecentó de modo, que hasta las magistraturas y los obispados se vendieron en almoneda. Pronto hubo corre­dores de esto que públicamente ejercían su oficio, seña­lándose entre ellos un marqués de Santillana, indigno de tal nombre. Públicamente se decía que los corredores, después de entenderse con Bustamante en particular, compartían con la marquesa de los Vélez la ganancia que resultaba de dar los empleos por mucho más de lo que ingresaba en el Erario. No tardaron en salir tam­bién á la venta los indultos. Veíase á Bustamente rico, lo cual hacía contra él piena prueba en el concepto co­mún; y, queriendo añadir á su riqueza proporcionados honores, pretendió y obtuvo plaza en el Consejo de Hacienda, y luego en el de Indias. Todos estos desma­nes y murmuraciones los pagaba con su crédito Orope- sa, por ser quien aconsejaba en primer lugar al rey. Para asegurarse del favor de éste le había puesto por confesor Oropesa á fray Pedro Matilla, sujeto obscuro, con ambición y sin talento; mas le salió mal la cuenta, como á otros de sus predecesores, porque viéndose aquél en tal posición, convirtió en rivalidad el agrade­cimiento. Instaban muchos á Oropesa para que dejase la presidencia de Castilla, quedando sólo de primer mi­nistro, con el intento de debilitar el poder, que sólo re­uniendo ambos cargos podía ejercerse con eficacia en aquel tiempo, siendo el pretexto, que andaban muy retrasados los negocios. El confesor tomó á su cargo lo principal de la intriga; Oropesa, que la comprendió al punto, quiso poner á prueba con el rey el desinterés del

 

confesor, ofreciéndole la presidencia de Castilla para cuando la dejase él, sin la menor intención de cumplir la oferta. Pero Matilla la aceptó lleno de júbilo; y ente­rado de ello el rey, que, por lo visto, sabía estimarle en lo justo, le dijo un día con menosprecio: «¿por ventura »sois vos quien ha de ser presidente de Castilla?'». Paró con esto aquel golpe Oropesa; mas el confesor le juró ya desde entonces guerra á muerte. Coligóse, para hacérsela, con D. Manuel de Lira, el cardenal arzobis­po de Toledo, el viejo almirante de Castilla, los duques de Arcos y del Infantado y otros señores principales; y entre todos lograron que Oropesa dejase al fin la pre­sidencia al arzobispo de Zaragoza. Bastante indicado queda ya que el cargo de primer ministro y el de presi­dente de Castilla, eran naturalmente antagónicos, pu- diendo sólo subsistir en dos personas, cuando el primer ministro disponía del rey á todo su placer, como Lerma ú Olivares. No teniendo Carlos II de esta clase de favo­ritos, sus primeros ministros y los presidentes de Cas­tilla no podían existir juntos.

 

Así fué que el arzobispo de Zaragoza formó parte al instante de la oposición contra Oropesa, cuyo jefe reco­nocido era á la sazón el condestable de Castilla, hom­bre, al decir de un contemporáneo, «tan negado á hacer »bien con su amistad, como capaz de hacer mucho daño »siendo enemigo». Apoyábase esta oposición, como todas y las mismas del tiempo de Felipe 11, aunque re­frenadas aquéllas por la gran personalidad del rey, en todo género de acontecimientos infaustos. Faltaba dine­ro para otra guerra que nos promovía la Francia, y Oropesa, como sus antecesores, persistía en no reunir más Cortes, contentándose con pedir donativos, que

 

principalmente de Italia vinieron cuantiosos entonces, ó acudir á las ordinarias trampas y anticipos. Pero no podían por menos de crecer así los apuros, y con ellos las quejas generales. Oropesa se defendía de la terrible oposición que ya tenía enfrente, trayendo al rey de acá para allá en cacerías de lobos y jabalíes, ó llevándole á diversiones pomposas de comedias y toros para no de­jarle tiempo en que oir. De este sistema de diversiones sacaba también estar en la buena gracia de la reina Ma­ría Luisa, dulce y tierna, al decir de todos, pero como francesa que era, poco amiga del retiro y la tristeza. Hasta aquel apoyo le faltó al combatido ministro, antes de mucho, porque á principios de 1689, murió la reina, murmurándose que de veneno, como casi siempre que alguna persona real moría en aquel siglo, pero sin nin­gún fundamento. Verdad es que la malograda princesa tenía tanta aprensión de morir así, que, según los vene­cianos cuentan, tomaba á todo pasto un dañoso contra­veneno; lo cual nacía sólo del disgusto que advertía en ios españoles á causa de no tener sucesión.

 

Si parís, parís á España, si no parís, á París»;

 

decía con tal motivo una copla que corría á la sazón por el pueblo. Pero la generalidad juzgaba que la falta de­pendía del estado valetudinario del rey, y de todos mo­dos, no era para intentado tan execrable crimen, por puro patriotismo, ni había nadie cerca del rey á quien se tuviese por capaz de intentarlo.

 

Bien que sintiera mucho Carlos II la pérdida de su esposa; el deseo de tener sucesión, que le agitaba, pre­viendo ya las cuestiones sangrientas que de no tenerla

 

se seguirían, le hizo buscar bien pronto otra esposa. Los inconvenientes experimentados en la francesa, le movieron á fijarse esta vez en Alemania, y por elección del emperador y emperatriz, más que suya propia, fué reina de España la princesa Ana de Neoburg, hija del elector Palatino. Manifestó Carlos en los principios cierta curiosidad pueril por conocer á su nueva mujer, y aunque al decir de los españoles se convirtió la curio­sidad luego en melancólica indiferencia, Carlos Ruzzi- ni, embajador de Venecia, afirmó en 1695, que estaba no menos apasionado de ella que de la precedente. Vino con gran pompa, corriendo el año de 1699, Doña Ma­ría Ana, escoltada por las escuadras aliadas de la casa de Austria (1), y desde luego comenzó á hacer notar sus defectos, no escasos. Era soberbia, imperiosa, altiva, de capacidad mediana, sin moderación en sus antojos, co­diciosa y aficionada á las cosas de gobierno; gustando, no solamente de entender en las resoluciones graves, sino en la provisión de mercedes, cargos y honores. Llevaba con tal impaciencia cualquiera cosa que se opu­siese á su voluntad, que hasta con el rey rompía á la menor cosa en injurias, contraviniendo á la singular sumisión hasta allí observada con sus maridos por las reinas de España. Para colmo de desgracia padecía convulsiones de nervios y accidentes terribles, que apa­rentemente la ponían á las puertas de la muerte, obli­gando con eso á todos á tratarla con mayor mimo que al rey. Lo primero que esta nueva reina hizo, fué po­nerse á la cabeza del partido contrario á Oropesa, ga­nada por D. Manuel de Lira, que se anticipó á ofrecer-

 

(1) Inglaterra y Holanda.

 

la todo su influjo y ser su instrumento. Con ésto ya Lira, que de humilde nacimiento se veía á las puertas del supremo poder, rebosó de vanidad, juzgando que nada podía resistirle. Convirtióse la corte en casa de vecindad, porque como el rey no sabía callar, á todos les contaba lo que unos de otros murmuraban, y contu­vo algún tiempo aún la caída de Oropesa la reina ma­dre, que, sintiéndose menospreciada por la nueva reina, se puso de su parte. En el ínterin perdió Lira, por un raro incidente, cuanto hasta allí tenía logrado. Hab a resuelto Luis XIV en 1691 el sitio de Mons, plaza im­portantísima de Flandes, disponiéndolo con gran sigilo; mas no tanto que no comprendiese su intento nuestro aliado, el príncipe de Orange, llamado ya Guillermo III de Inglaterra, el cual lo participó al marqués de Gasta- naga, gobernador general de aquellos Estados, rogán­dole que dijese la verdadera situación de Mons, á fin de atender entre todos á su conservación. Respondió jac­tanciosamente Gastañaga que Mons estaba muy segu­ra en sus manos, asegurando que había dentro hasta doce mil hombres, y cuantas municiones de boca ó gue­rra se necesitaban, y fiados en esto nuestros aliados, vieron sin inquietud que la sitiase el rey Luis, acompa­ñado de todos sus ministros y generales, y hasta ciento y diez mil soldados, con doscientas piezas de artillería, ejército el más poderoso que hubiese visto Europa des­de los tiempos antiguos. Pero Gastañaga había faltado á la verdad en todo: la guarnición de Mons no llegaba á seis mil hombres; y aunque el conde de Berghes, su gobernador, se defendió esforzadamente, a! fin tuvo que ceder, falto de todo, con solos veinticinco días de trin­chera abierta. Sorprendió la pérdida á los aliados, que

 

lentamente, y fiados en una larga defensa, preparaban el socorro; y el rey de Inglaterra, irritado contra Gasta- naga, escribió de su puño y letra á Carlos II cuanto pudo discurrir sobre su conducta.- Gastañaga, por su parte, escribió también á Lira implorando su protec­ción; y éste, arrastrado por su vanidad y seguro del favor de la reina, tuvo la audacia de contestarle que, mientras él se hallase en el despacho, aunque en Flan- des no quedara más que una almena, la tendría él á su cargo. Llegó, sin saber cómo, esta carta á manos de Guillermo III, el cual, ardiendo en ira, la envió á nues­tro soberano, con los naturales comentarios. Era Oro- pesa bastante hábil, y sobrado celoso de su autoridad el rey para que no cayese Lira de aquel golpe. Retira­do, pues, á la Cámara de Indias, murió de allí á poco de pesadumbre, no pudiendo conllevar el peso de sus esperanzas burladas. Pero la pérdida de Mons produjo tan mal efecto en todos los ánimos, que, no contentos con la caída de Lira, solicitaban la del mismo Oropesa; y éste, no desvanecido con su triunfo, deseaba también retirarse y dejar pasar el nublado, impidiéndole sólo ejecutar su pensamiento la altanería y ambición de su mujer. Singular y constante síntoma de todas las deca­dencias es esta superioridad de carácter de las mujeres sobre los hombres y su influjo directo y decisivo en los negocios públicos. La reina Doña María Ana, más irri­tada que nunca con la separación de su confidente Lira, redobló, en tanto, contra Oropesa sus esfuerzos, y el conde de Joculis, embajador de Alemania, de una parte excitado por ella, de otra inclinado contra Oropesa por la pérdida de Mons, vino á juntarse con sus enemigos. No era posible resistir más, y sirvió de ocasión el nom­

 

bramiento de sucesor á Lira. Logró Oropesa que. se extendiese el decreto en favor de cierto Angulo, muy parcial suyo; pero la reina y los del partido del condes­table hicieron que no corriese. En lugar del decreto, lo que recibió Oropesa del rey fué un billete, cuyos tér­minos merecen recordarse, para muestra de lo que pen­saba el rey, y de cómo se creían á la sazón las cosas públicas: «Oropesa, decía el rey, viendo de la manera *que está esto, y si por Justos Juicios de Dios y por »nuestros pecados, quiere castigarnos con su pérdi- *da, por lo que te estimo y te estimaré mientras vivic- -»re, no quiero que sea en tus manos*. Entendió harto el ministro lo que quería decir Carlos II; se apresuró á ofrecerle su dimisión y salió oculto de Madrid, como solían salir todos los ministros caídos entonces, para la Puebla de Montalbán. Quedó con esto triunfante y se­ñora de todo la nueva reina; y la verdad es que no podían haber venido las cosas públicas á peores manos. Sobre ser ella mujer de notables defectos, tuvo la des­gracia de rodearse de gente ruin, famosa por los males que aún supo causar á la postrada España. Figuraba á la cabeza de esta gente la baronesa de Berlips, por el vulgo llamada la Perdiz, contrahaciendo burlescamente su nombre, mujer alemana y de obscuro origen, que había traído consigo la reina. Secundaba á la anterior un alemán llamado Enrique Wiser, y apellidado el Cojo vulgarmente, mozo de airada vida, que echado de la corte de Portugal, donde servía en empleo ínfimo, se había introducido también en la servidumbre de la rei­na. Todo entre ambos lo vendían y dilapidaban procu­rando hacer de prisa fortuna, por si pronto perdían la ocasión, como hacía temer la escasa salud del rey. Des­

 

de que vió llegar á la Berlips y á Wiser, Carlos Ruzzi- n¡ calculó ya, con la singularísima sagacidad de los venecianos, que serían causa de muchos males. Logra­ron unidos echar de España á un virtuosísimo jesuíta que tenía por confesor la reina, sin duda porque les estorbaba; y en su lugar trajeron al P. Chiusa, capu­chino alemán, que no aconsejaba á la reina sino lo que á los tres podía convenirles. Dieron luego participación la Berlips y el Cojo en su compañía al conde de Baño, caballerizo del rey, hombre digno de servirlos por sus míseras condiciones de carácter, y con tales consejeros emprendió su campaña política la reina. Había quedado pendiente la provisión de la Secretaría de Estado, cau­sa de tantas intrigas, y no pudo lograrla el Angulo sino á costa de siete mil doblones de oro, según se dijo. Conócese á este Angulo, llamado D. Juan, en los docu­mentos de la época por el sobrenombre del Macho ó el Mulo, que le puso el monarca mismo, á causa de su ineptitud incleíble. Pensó luego la reina en proveer por sí los demás cargos de importancia, desposeyendo á los parientes y deudos de Oropesa, y fueron nombrados consejeros de Estado varios grandes; pero no el buen marqués de Mortara, que era quien lo merecía, por ser el último de los generales que ilustrase su nombre en aquel siglo. No se dejó, en cambio, esperar mucho la caída del marqués de los Vélez, y de su criado favorito Bustamante, á quien el rey mismo sorprendió en concu­siones, y que se había hecho insoportable por su mal­dad á los más males. Pero los ministros que en el ma­nejo de la Hacienda sucedieron á Vélez, valían menos ó poco más que él, y no dejó de haber ya nunca Busta- mantes. Sorprendió mucho á la reina, en medio del

 

imperio que tenía ya en todo, la resolución inesperada del rey de nombrar presidente de Castilla á D. Manuel Arias Mon, caballero del hábito de San Juan y embaja­dor del gran maestre en España, á quien conocía sólo por una obra suya que había leído manuscrita, sobre los males públicos. Asombrada la corte de la novedad, juzgaron unos por aquel paso que el rey era ya capaz de mandar por sí, y sospecharon otros que la aptitud de Arias Mon era muy grande. Pero ambas cosas las des­mintió el tiempo. El rey, como solía siempre que se sentía más fuerte, se dedicó por algunos días á los ne­gocios, recayendo en su ordinaria flaqueza, y Arias Mon probó antes de mucho que era en el talento moderadísimo, en la experiencia escaso, en el espíritu débil, quizá no escrupuloso en la honra. Llevó la reina con poca paciencia aquel golpe, y más al ver que el duque de Montalto iba ganando la gracia del rey, á punto de parecer ya su privado. Pugnó por conservar la superioridad de su influjo; mas como Montalto no se descuidaba, el confesor tampoco abandonaba su parte de dominación, y el condestable, y Monterrey, y el almirante, querían todos á un tiempo el poder, se reno­vó la guerra de intrigas en la corte. Para transigir pro­pusieron unos y otros al rey que formase una Junta magna de gobierno, compuesta de todas aquellas per­sonas rivales, en las cuales se tratase de buscar reme­dio á los males públicos, y se gobernase todo. Pero lo único que allí se resolvió fué que los hábitos de las ór­denes militares no se diesen en adelante sino á los que hubiesen servido bien en la guerra; y el Cojo, la Ber- lips y la reina misma hicieron inútil aquella justa medi­da, vencidos de la ordinaria codicia. Tratóse también

 

de hacer economías, y no fue posible; porque todas ellas habían de parar en detrimento de los gobernantes ó de sus parciales. Al cabo el duque de Montalto, sin nombre de primer ministro ni valido, llegó á serlo del todo; y para afirmarse imaginó una traza, por extremo extraña, que muestra h.asta qué punto había llegado ya la sed de mando, y fué repartir en pedazos la monar­quía, para que tocase uno á cada cual de los rivales.

 

Con efecto, expidió Carlos II, por consejo de Mon­talto, un decreto, en el cual nombró al condestable teniente general y gobernador de Castilla la Vieja; al almirante, de las Andalucías y Canarias, y á Monterrey de Aragón y Cataluña; reservándole al primero la te­nencia general y gobierno de Castilla la Nueva. Así se pensaba tenerlos á todos contentos; y no parecía mal imaginado, ya que estaba convertida la monarquía en botín. Mas Monterrey no quiso aceptar la repartición, porque aspiraba á recoger todo el mando; fué preciso hacer otra nueva, en la cual Montalto tomó los reinos de Aragón, Navarra, Valencia y Cataluña, y el condes­table, Galicia, Asturias y las Castillas, dejando las An­dalucías al almirante. Estos tres tenientes generales ó ministros acordaron reunirse dos veces por semana, y decidir entre si las cosas grandes, dirigiendo en particu­lar cada uno los tribunales y capitanías generales de sus territorios respectivos. La burla de unos y la irrita­ción de otros llegó con esto al último punto: todos los tribunales representaron en contra, y el marqués de Villena, virrey de Navarra, y el duque de Sesa, general de la costa de Andalucía, hicieron dejación de sus car­gos. Nombróse, entretanto, otra junta de ministros para atender al remedio de la Hacienda, y allí, después de

 

largos debates é intrigas, se acordó que no se pagase merced alguna por todo el año de 1694; que durante el mismo año cediesen todos los empleados del reino la tercera parte de sus sueldos; que á cada título se saca­sen trescientos ducados, y á cada caballero de las órde­nes doscientos y á los negociantes y demás personas de caudal cuanto se juzgase prudente, todo á título de donativo. Ordenóse también que en todos los pueblos se sorteasen los vecinos, y que de cada diez fuese es­cogido uno para servir en los ejércitos. Causaron estas medidas horrible perturbación y ningún fruto, recogién­dose poco dinero, y menos soldados útiles. Todas estas desgracias las hacía valer la reina contra Montalto; y éste, por su lado, hacía vanidad de despreciarla á ella y á sus hechuras. Pero coligada estrechamente con el confesor, no tardó en sembrar entre los tenientes gene­rales la semilla de la discordia, atrayendo al almirante á su partido con la oferta de poner el gobierno en sus ma­nos. De aquí nuevas, múltiples, desesperadas intrigas. Tal, en resumen, era el tristísimo estado de España cuando Luis XIV fijó ya en ella los ojos, proponiéndose echar mano de cuanto fuera útil al gran propósito que ocupaba su ánimo.

 

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XIII

 

RA ÉSTE obtener la sucesión de la monarquía española para su nieto Felipe de Anjou, hijo segundo del delfín de Francia; y por conten­tar á los españoles y hacerles olvidar sus anteriores

 

violencias, se apresuró á ajustar, ante todo, la paz ge­nerosa de Riswich en 1697, poniendo en seguida manos á la obra con vivo empeño.

 

Ningún otro asunto llamaba ya tanto la atención de España y del mundo; ninguno ha sido más importante de cuantos se han tratado en esta obra. Justo es, pues, considerarle aparte. Tan muerta moralmente estaba ya la dinastía austríaca, que cuando acabó no tenía quizá un solo defensor desinteresado. El mal gobierno de Fe­lipe III y Felipe IV, los errores de la regente, la nulidad de Carlos II y los defectos de su mujer Doña María Ana, habían hecho odioso á la generalidad de los espa­ñoles todo lo austríaco y alemán. Los socorros que con tan poca cordura se habían dado al emperador, el des­precio con que últimamente había aquél mirado nues­tros intereses, y la intervención deplorable de algunos

 

alemanes en el gobierno, durante los últimos años, eran otras tantas causas que impulsaban á nuestros conciu­dadanos á desear un cambio de dinastía. A punto es­taban las cosas, que hubiera sido necesario un gran príncipe y un gobierno fuertísimo para que la posteridad de Carlos 11 pudiera continuar por mucho tiempo en el trono. No habiendo sucesión y teniéndose que llamar á un príncipe alemán á la corona, difícil era que la mayoría de la nación le aceptase aun cuando no hubiese venido á disputarle el cetro un pretendiente de más derecho ó que excitase mayores simpatías. Fué también fortuna para Francia, que al mismo tiempo que el nombre alemán caía en menosprecio, su nombre fuese ganando respeto en la opinión de los más de los españoles. A la verdad, Francia había sido hasta allí nuestra natural enemiga; su grandeza había sido nuestra ruina, como fué la nuestra su humillación; pero los daños que de ella nos vinieron podían ser olvidados por pechos genero­sos. Nos vencían los franceses en lides por más nume­rosos, ó más diestros; pero no nos destruían fingiéndose amigos: no devoraban las entrañas de la nación, como los alemanes. Hasta las princesas que Francia nos llegó á dar habían dejado de sí dulces recuerdos, al paso que las alemanas excitaban antipatías. Doña Isabel de Bor­dón no se olvidó un punto del bien de los vasallos, y fué más querida que la reina gobernadora Doña María Ana; y de las dos mujeres de Carlos II, Doña María Luisa de Orleans había sido personalmente tan respeta­da, como era Doña María Ana de Neoburg aborrecida. Júntese con esto la gloria que alcanzaba entonces la casa de Francia. Los españoles, que creían, no sin error, que todas sus desdichas venían de los malos.

 

reyes, viendo que la casa alemana los daba á cual peo­res, se lisonjeaban con la idea de ser gobernados por príncipes de una familia que los producía tan afortuna­dos. Falsos fundamentos, sin duda, eran todos estos para inclinar la opinión á los franceses; pero no los necesitan los pueblos más justificados para decidirse. Estudiando bien nuestras conveniencias políticas, se hubiera encontrado que, si un cambio era indispen­sable, donde menos había de buscarse nueva dinastía era en el vecino reino de Francia. Sin salir de la mo­narquía ni del siglo, podían también hallarse razones y ejemplos bastantes para temer el influjo de los fran­ceses, tanto ó más que el de los alemanes. Público era que Nápoles y Sicilia, provincias nuestras, después de admitir á los franceses por librarse del mal gobierno de la casa de Austria, habían tenido que echarlos de nuevo, coadyuvando poderosamente á restablecer el gobierno antiguo. Y, sobre todo, pudo España pedir lecciones á Cataluña. Fué esta provincia tan indigna­mente tratada por los franceses, que no permitió más en lo sucesivo que echasen raíces en su suelo, á pesar de los continuos disgustos que traía con la corte, y no aceptó á la casa de Borbón sino á viva fuerza, después de largos y heroicos esfuerzos por arrojarla de la Península. Pero en el resto de España faltaba previ­sión política y conocimiento de lo pasado, y así los áni­mos se inclinaron desde el principio de la cuestión al partido francés. Los hombres de Estado que tenía Es­paña entonces valían también poco, y no estaban en el caso de juzgar con más acierto que el vulgo. Empeña­dos, por otro lado, en sus míseras discordias, no mira­ron en la nueva cuestión, tan inmensa como era, sino

 

pretextos ó enseñas diferentes de combate. Cuantos habían figurado hasta allí en el gobierno y cuantos aspi­raban á figurar en adelante, se apresuraron á escoger puesto en los dos nuevos y grandes partidos, excepto aquellos, no escasos en número, que prefirieron, como suele acontecer en tales ocasiones, hacerse mediadores ó indiferentes con el fin de no arriesgar nada en la de­rrota y compartir con cualquier vencedor el triunfo, no se vieron bien determinados los dos partidos opuestos hasta la paz de Riswich, porque la guerra con Francia hacía arriesgado y deshonroso el declararse algo par­cial suyo; pero no dejaban ya desde antes de traslucir­se los diversos sentimientos de la gente. Mientras Doña María Luisa vivió, los embajadores franceses algo intrigaron ya en Madrid en favor de su dinastía. Muer­ta ella, el emperador aprovechó la ocasión de ser pa- rienta suya y cercana la nueva reina, para enviar á Es­paña de embajador al conde de Harrach, uno de los principales señores de su Consejo, señalándole por su­cesor al hijo, á fin de que no padeciesen dilación por motivo alguno las negociaciones. Logró este diplomático que ante los apuros de la última guerra con Francia lle­gase á prometerle Carlos II nombrar heredero al archi­duque Carlos, hijo segundo del emperador, y en quien éste y su hijo primogénito José renunciarían sus dere­chos, si enviaba doce mil hombres á su costa para de­fender á Cataluña. No accedió á la pretensión el empe­rador, aunque envió algunos refuerzos, por no consen­tir tal expedición la escasa suerte de sus armas en el Rhin y el Danubio; pero no por eso cejó en las intrigas. Díjoseen cambio que Francia, aúnen medio de la guerra, halló modo de ganar á su partido á no pocos grandes y

 

señores principales; y á esto atribuían, al menos los catalanes, la flojedad con que los defendieron algunos virreyes. Austríacos y franceses eran los que principal­mente se disputaban así la sucesión, procurando formar grandes partidos en España, que apoyasen sus preten­siones; mas no eran los únicos que presentasen candi­datos.

 

Fundaba el emperador Leopoldo sus derechos en su cuarto abuelo D. Fernando I, hijo de Doña Juana la Loca, y hermano de Carlos V, así como en su madre Doña María, hija de Felipe III, sosteniendo que, extin­guida la línea primogénita de varón, debía acudirse á la línea segundogénita, de donde él era, sin pasar á las hembras, y que aun dado caso de pasarse á éstas, se­gún la costumbre de la casa de Austria, debía preferir­se la cercana al tronco á la cercana al último poseedor. El rey de Francia negaba, por su parte, que por las leyes de España, que eran las que debían regir en este caso, fuese llamada la línea segundogénita de varón, á falta de la primera, con preferencia á las hijas de los últimos poseedores, y que excluyeran á éstas las más cercanas del tronco; con lo cual daba por inconcusos los derechos del delfín, hijo de María Teresa, primogénita de Felipe IV y hermana mayor de Carlos II. Podía tam­bién apoyarse en los de su propia madre Ana de Aus­tria, hija mayor de Felipe III, que debía ser preferida, como primogénita, á la madre del emperador Leopoldo. Para evitar que pudieran considerarse incompatibles las coronas de Francia y España lo mismo que la impe­rial y la española, al propio tiempo que Leopoldo y su primogénito el archiduque José, renunciaban sus dere­chos en el archiduque Carlos, hijo de aquél y hermano

 

de este último, renunció los suyos el delfín, hijo de la infanta María Teresa, en su hijo segundo Felipe, duque de Anjou. Llevaban los de Austria á los de Borbón la notable ventaja de que no hubiese incompatibilidad, por los tratados, en que las coronas imperial y españo­la se reuniesen; antes á la infanta Doña María, mujer del emperador Fernando III, se la había confirmado el derecho á suceder, por los conciertos matrimoniales, con exclusión de los hijos de Francia. Lejos de esto, la casa de Borbón tenía contra sí las renuncias solemnes de Doña Ana y Doña María Teresa, de donde procedía la expresa exclusión que de ellas y sus descendientes hizo en su testamento Felipe IV. Pero contra una y otra casa alegaba en tanto derechos el príncipe de Baviera, nieto de la infanta Doña Margarita María, hija menor de Felipe IV, y primera mujer del emperador Leopoldo. Y aunque éste había hecho que su hija única, llamada María Antonieta, renunciase los derechos á la corona de España, al contraer matrimonio con el Elector de Baviera, semejante renuncia no la tenía el bávaro por válida, á causa de no haber sido confirmada por Car­los II, ni por sus Consejos, ni por las Cortes de la mo­narquía, pareciendo reducida á un contrato privado entre hija y padre, muy diferente de aquel en que se habían pactado las renuncias de las hembras de Fran­cia. Por lo mismo, los más de los jurisconsultos se incli­naban á este último pretendiente, sosteniendo que, muerto Carlos II, debían sucederle sus hermanas; y es­tando una de ellas impedida por la renuncia del tratado de los Pirineos, debía sucederle la otra, ó, por repre­sentación, su nieto el príncipe de Baviera. No eran de despreciar tampoco los derechos del rey de Portugal:

 

venían de los de la infanta Doña María, hermana menor de Doña Juana la Loca, casada con el rey D. Manuel, de cuyo matrimonio nacieron los reyes D. Juan III y D. Enrique, y el príncipe D. Duarte, duque de Braganza, padre de la infanta Doña Catalina, que fué abuela de aquel D. Juan VI, por quien se separó este reino de España. Por último, se ofrecían como pretensores los duques de Saboya y Orleans, como descendiente el primero de la infanta Catalina, hija de Felipe II, y mu­jer del duque Carlos Manuel, tan famoso por su carác­ter turbulento, y el segundo, como hijo de Ana de Aus­tria. Tres grandes cuestiones de derecho había en estas pretensiones contrarias. Era la primera, si extinguida la línea primogénita de varón, debía acudirse ó no á la línea segundogénita, con preferencia á todas las hem­bras; la segunda era, si llegada la sucesión á éstas, de­bía preferirse la más cercana del tronco ó la más próxi­ma al último posesor; la tercera, si la renuncia del ante­cesor podía ó no perjudicar á su sucesor, en desapare­ciendo los motivos y circunstancias que la hubiesen provocado.

 

De resolverse negativamente esta última cuestión, el derecho de la casa de Francia era incontestable en Castilla, donde las hembras sucedían á sus hermanos varones; pero no tanto en Aragón, ni en otros Estados de la monarquía. Por otra parte, iba á carecer el dere­cho público de Europa de bases seguras, si tales renun­cias y tan solemnes como la de Doña María Teresa podían ser olvidadas á placer por las personas intere­sadas. Con preferir la línea segundogénita de varón se evitaban las dificultades que podía engendrar el distin­to derecho de suceder acostumbrado en los varios reí-

 

nos de la monarquía, se dejaban firmes las renuncias como base del derecho público, y la herencia total ve­nía legítimamente al emperador Leopoldo, descendiente del segundo hijo de Doña Juana la Loca. De otra suer­te, había que acudir á las hembras; y circunscrita á éstas la cuestión, ó eran ó no válidas las renuncias. Porque no siéndolo era imposible disputar con la Fran­cia, y siéndolo, la duda venía á estar entre las casas de Baviera, Portugal y Saboya, dado que las pretensiones de la de Orleans eran mucho más graves. De preferirse la hembra más cercana del último poseedor, el derecho estaba en favor del príncipe de Baviera, nieto de la hija menor de Felipe IV; pero quedaba en pie la dificultad que ofrecía el regir distintos derechos y costumbres en las diversas partes de España: de modo que si en unas partes era legítimo heredero, en otras quizá no podía considerársele tal. Atendiéndose á la hembra más cercana del fundador, no había duda en que pertenecía la corona de España al rey de Portugal, una vez exclui­da la línea segundogénita de varón representada por el emperador de Alemania; porque tomando como punto de partida á los Reyes Católicos, en cuyo tiempo vino á formarse la monarquía, se halla que todos sus dere­chos los transmitieron á sus dos hijas Doña Juana y Doña María, únicas de quien hubo sucesión. De Doña Juana quedaron dos hijos y dos líneas de varón: la una, que iba á extingirse en Carlos II; la otra, que represen­taba á la sazón el emperador. Extinguida la primera y excluida la segunda por cualquier causa que fuese, si la hembra más cercana del tronco debía preferirse, esta­ban delante de todos los derechos de Doña María y sus descendientes, que eran los monarcas de Portugal. Ta­

 

les derechos, si no podían prevalecer nunca sobre los de la casa de Austria, que tenía varones descendientes de hembra de la línea primogénita, podían excluir los de las casas de Baviera y de Saboya, que venían de hembras mucho más lejanas del origen ó fundador, y sobre todo, los de la casa de Francia. Tenían estos también la ventaja de conciliar las opuestas leyes de sucesión de nuestras provincias, porque, remontándose el origen de la sucesión á Doña Juana y á Doña María, que no tuvieron varones que les disputasen la preemi­nencia, y excluidos los únicos varones que quedaban, que eran los de Austria, no podían ser desconocidos ni en Aragón, ni en Castilla, ni en ninguna parte. Aun las razones políticas, que exigían que los reinos de España y Francia, ó España y el Imperio, no estuviesen en una misma casa, aconsejaban lo contrario tratándose de reinos que eran pedazos de uno mismo, y que habían constituido hacía tan poco tiempo un solo Estado. Uni­camente contrastaba tal suma de derechos, acrecenta­dos antes de mucho con la muerte del príncipe de Ba­viera, el que por las leyes de Castilla la hembra lejana del fundador excluye á la cercana, en cuyo caso debía obtener preferencia, sobre la de Portugal, la casa de Saboya. Pero como estas cuestiones de sucesión de reinos, cuando se complican, suelen antes resolverse por derecho constituyente que no por derecho consti­tuido, la pretensión de Portugal habría parecido harto más aceptable que la de Saboya, á sostenerla aquella casa con empeño. No lo hizo ni cuidó nadie de ello, ó porque no quisieran los mismos interesados reunir otra vez las dos coronas, ó porque, como antes indicamos, estaba ya fija la atención general, no en quien tuviese

 

mejor derecho, sino en quien se hallaba con más poder para sostenerlo. No bien comenzó á discutirse la cues­tión, pudo bien verse que no eran parte los discursos ni los alegatos á resolverla, y que las armas tendrían al fin que tomarla por su cuenta. Para este caso se prepara­ban ya los principales, competidores, aprovechando cada uno las flaquezas de su enemigo y haciendo valer todos sus recursos y sus medios, pero sin descuidar las intrigas y negociaciones.

 

En contraposición al conde de Harrach, que de acuer­do con Doña María Ana trabajaba en favor de su casa, envió el rey de Francia á Madrid al marqués de Har- court, después de las paces de Riswich; y no bien llegó, se entabló una lucha desesperada de manejos é intrigas entre él y el embajador del Imperio. Era el de Harcourt soldado valiente y capitán afortunado, cualidades muy estimadas en España; de gran penetración y de no es­casa ciencia, fastuoso como convenía que lo fuese en una corte donde el lujo era la perdición del reino; afa­ble, cortés, dotado, en fin, de cuantas cualidades se necesitaban para ser bien recibido del pueblo y de los grandes y hacerse lugar entre todos. Puso además Luis XIV á disposición del embajador sus arcas, á fin de que no le excediese nadie en Madrid ni en genero­sidad ni en magnificencia; y no tardó en recoger copio­sos frutos de la buena elección de la persona y de la eficacia de los medios que le había proporcionado. Alarmado el partido austríaco, y sobre todo la reina, con su venida, hicieron de modo que Harcourt fuese muy mal recibido en los principios. Ni siquiera se le permitió ver al rey, sino de noche y en una cámara es­paciosa y mal alumbrada, á fin de que no advirtiese que

 

estaba á las puertas del sepulcro, como realmente ya estaba. Pero Harcourt, como diestro, disimuló la ofen­sa y no correspondió á ella, sino llenando de delicados regalos y obsequios á los hijos de los grandes, y á los grandes mismos menos aficionados á Francia. Logró con eso mayor estimación que Harrach, el cual, sobre ser de aquellos alemanes tan aborrecidos, era altivo y duro, aunque inteligente y experimentado. Muy seme­jante á la de los maridos era la condición de las muje­res de los embajadores, interviniendo ellas también poderosamente en los sucesos. Ganó la marquesa de Harcourt el cariño de la reina y de sus damas, con po­nerlas al corriente de las modas que por París se usa­ban y con tratar á éstas de igual á igual en las ceremo­nias. Por el contrario, la de Harrach se hizo un enemi­go en cada una de las damas de palacio, á causa de haber pretendido que le diesen mayor tratamiento del que la correspondía. Poco faltó para que hasta la reina se pusiese á la cabeza del partido francés, contradicien­do su naturaleza y los intereses de su casa. El oro fran­cés ganó á la Perdiz y al Cojo, que al ver que se for­maban dos partidos, no pensaron más sino en que les ofrecían buenos compradores, y el P. Chiusa, confesor de la reina, abandonó por un momento también la cau­sa de sus compatriotas; y como al poco tiempo descu­briesen los intrigantes alemanes ciertas inteligencias entre el embajador imperial, Leganés y Monterrey, encaminadas á apartarlos del lado de la reina, para ser ellos los únicos que predominasen en sus Consejos, se decidieron de todo punto por Harcourt. Aprovecháron­se de las benévolas relaciones que mantenía la reina con la esposa de Harcourt, y la persuadieron de que

 

tuviese una entrevista con este mismo, para tratar de reconciliar los recíprocos intereses. Harcourt no des­perdició la ocasión, y manifestó á la reina que sólo á su mediación quería que el duque de Anjou debiese la co­rona, con lo cual halagaba su vanidad, indicándola al propio tiempo que se trataría de desposarla con el del­fín de Francia, muerto su esposo; que se darían ricos heredamientos á su favorita la Berlips y la púrpura car­denalicia á su confesor, concluyendo por prometerla que se devolvería I España el Rosellón, y se la ayuda­ría á reconquistar á Portugal, cosas ambas que se ha­bían dejado ya correr por el pueblo, y en él hicieron mejor efecto que en aquella princesa, sólo ocupada en su particular conveniencia. No atreviéndose la reina, con todo, á abandonar de un golpe al partido austríaco, estuvo mucho tiempo indecisa, aunque más inclinada á Francia que no al Imperio. Pero viendo que sus ma­yores enemigos se ponían en contra de la casa de Aus­tria, se mantuvo firme al cabo en este partido. Acom­pañábanla el almirante D. Tomás Enríquez de Cabrera, antes conde de Melgar, y el confesor Matilla, con mu­cha parte de la grandeza, ministros y magistrados poco amigos de novedades, y que temían ó aborrecían á la casa de Borbón como reformadora ó extranjera. No pudieron resistir, sin embargo, al impulso de la opinión general, tan enemiga de los austríacos, y también mane­jada por Harcourt. La especie de neutralidad que guar­dó la reina durante cierto tiempo, y los recelos de que se inclinase al partido francés, acabaron de poner de parte de éste todas las probabilidades del triunfo: de modo que, cuando aquella princesa, vuelta á sus prime­ros propósitos, quiso deshacer lo hecho, era tarde. Ya

 

no quedaba más apoyo sólido al partido austríaco sino la voluntad del enfermizo Carlos II, que, como era natu­ral, se inclinaba á los intereses de su familia. Pero la indiscreción y la altanería de los agentes imperiales lle­garon hasta á enajenarles este apoyo. No cesaban de hablar de la sucesión delante del rey, sin miramiento alguno á su dignidad ni piedad de su estado. Carlos, irritado de que tan codiciosamente disputasen su heren­cia, como si él ya no existiera, excusaba cuanto podía verse con Harrach y los austríacos, yHarrach, muy diferente en esto de Harcourt, resentido al punto de que le mirase con despego el rey, se retiró á Viena, dejan­do en su lugar á un hijo suyo, mozo inexperto. Con esto y haberse puesto el cardenal D. Luis Manuel Por- tocarrero, arzobispo de Toledo, á la cabeza del partido francés, parecía ya el triunfo de éste indudable. Era el cardenal hombre de rápida carrera, gran cortesano, pero de talento inferior á su posición y de pocas letras. Sin tomar mucha parte en las cosas políticas, había seguido la voz del almirante, cuyo amigo fué hasta que, rompien­do con él por motivos privados, tomó puesto en el par­tido contrario. Su actividad y el influjo de su mitra aca­baron de traer las cosas al punto que pod'an desear los franceses. Tras él vinieron á alistarse en este partido el inquisidor general Rocaberti, que había sucedido á don Diego Sarmiento, y los marqueses del Fresno y de Ma- ceda, con otros señores, y conociendo de cuánta impor­tancia era que poseyese él solo el manejo de la concien­cia del rey, logró de éste Portocarrero que apartara de sí al P. Matilla y llamase á su lado al P. Froilán Díaz," catedrático de prima de Alcalá, y hombre de más virtud que juicio, dándole por auxiliares á dos frailes hechu­

 

ras suyas, á los cuales dictó cuantas instrucciones nece­sitaban para favorecer sus propósitos y estorbar los de sus enemigos. Hubiera sido definitivamente nombrado ya entonces heredero de España el duque de Anjou á no aparecer de nuevo en la corte y en los negocios el conde de Oropesa.

 

Pero este ministro, dotado de más cualidades que ninguno de sus émulos, acechaba, desde la Puebla de Montalbán, la ocasión de recobrar lo perdido. Nombró- sele gentilhombre, sin otro intento que el de hacerle más llevadero su destierro; pero Oropesa lo entendió de distinto modo: se vino á Madrid y comenzó á hacer co­diciar ó temer sus servicios á los dos partidos conten­dientes. La reina, que estimaba sus cualidades, por más que personalmente le aborreciese, se apresuró á echar mano de él y lo elevó á la presidencia de Castilla. Dió esto algún aliento al decaído partido austríaco; pero antes de mucho riñó Oropesa con el almirante, que ha­biendo sido hasta allí el hombre de confianza de la rei­na, temía verse suplantado por él y no cesaba de hos­tilizarle. Entonces el nuevo presidente, viendo que en el partido austríaco no cabía y que no era digno para él pasarse al de los franceses, determinó formar un tercer partido con su candidato y todo para vencer los otros dos. Prohijó con tal fin las pretensiones del Elector de Baviera, que, aunque apoyadas por los más de los juris­consultos, no tenían, desde poco antes que murió la reina madre, quien les hiciese valer en la corte; y tanto hizo, que quedara triunfante en la lucha á no interpo­nerse la contraria voluntad del cielo, que inopinada­mente le quitó su candidato de las manos. Ayudóle á progresar un grande error de Luis XIV. Este monarca,

 

no fiándolo todo á las negociaciones y manejos, había discurrido vencer á los españoles, con ponerlos en la alternativa de dar la corona á su nieto ó someterse á la desmembración y repartimiento de su imperio. Para ello entró en tratos con el emperador y los príncipes más ó menos interesados en la sucesión de España. Ya en 1668 había habido semejante idea; y aun se añade que llegó á ajustarse sobre el particular un tratado, entre el emperador y el rey de Francia, que quedó en depósito del duque de Toscana, y sirvió de norma á los poste­riores. Sea esto ó no, el caso es que corriendo el año de 1698 se ajustó en la Haya un tratado solemne entre Inglaterra, Francia y Holanda, por el cual se estable­ció que Nápoles y Sicilia, los puertos de Toscana y el marquesado de Final con la provincia de Guipúzcoa, vendrían á poder del delfín, ó de otro modo serían agregados á la Francia; que el ducado de Milán queda­ría por el archiduque Carlos, y el resto de la monarquía por el príncipe de Baviera, ó por su padre á falta suya, aunque este último no pudiese alegar el más remoto derecho; comprometiéndose las tres potencias á llevar­lo todo á efecto por fuerza de armas, si era indispensa­ble, y secuestrando sus porciones á las casas de Austria y Baviera cuando no las admitiesen de buen grado.

 

Sin duda que este tratado era muy ventajoso para Francia; Guillermo de Inglaterra no sacaba de él otro provecho sino que ésta abandonase la causa del preten­diente, y á Holanda nada le tocaba. Pero Luis XIV que­ría más, para su familia, ya que para Francia no, que era el total de la monarquía; desde este punto de vista, el tratado fué una falta que aprovechó diestramente Oropesa. Mientras el emperador ardía en cólera contra 26

 

Francia, Carlos II, herido en lo más vivo, con ver que así dispusiesen los extranjeros de sus reinos, y el pueblo español, como siempre, digno y soberbio; lejos de amedrentarse, protestaron enérgicamente contra el tratado. Todo lo que Francia había adelantado con su destreza, se perdió, en un punto; Carlos se deter­minó á nombrar sucesor de por sí, el pueblo á no reci­bir sino al que le designase su soberano, y Oropesa, á favor de la confusión de Harcourt y Portocarrero y del decaimiento en que sin él se hallaba de nuevo el parti­do austríaco, logró levantar sobre todos el nombre de su candidato el príncipe de Baviera. Una junta de minis­tros y magistrados de los diferentes Consejos resolvió, á impulsos de la opinión común, que á aquél y no á otro pertenecía la corona; y el Consejo de Estado votó en pro de lo mismo, sin asistencia de Portocarrero, que, aunque era el alma del partido francés, no quiso com­prometerse con el rey, ni con el pueblo, demasiado exaltado. De acuerdo con estos dictámenes, firmó el rey un decreto entonces nombrando por sucesor y herede­ro en todos sus Estados al príncipe José Leopoldo de Baviera. Quísose guardar sigilo; mas no pudo evitarse que al punto supiesen el emperador y el rey de Francia lo decretado. Protestó el primero con una altivez que acabó de irritar contra él á toda la nobleza y pueblo; el segundo, aleccionado en la pasada experiencia, con mucha templanza. Ya parecía, pues, resuelta la cuestión y asegurada la paz de Europa, aunque en verdad no era fácil que ni aun así se evitase la guerra, cuando el rey presunto de España murió en Bruselas á la edad de seis años, en 8 de Febrero de 1699. Supúsose que de vene­no, y al menos así lo creyó su padre, porque en unma-

 

nifiesto que publicó con este motivo, decía: «que la es­trella fatal que perseguía á cuantos eran obstáculo al »engrandecimiento de la casa de Austria, había hecho »que su hijo muriese de una ligera indisposición, que »solía antes padecer sin peligro». No hay que decir, y más con tal sospecha, la impresión que la muerte del príncipe causaría en España. Restablecióse el crédito del partido francés, con el odio acrecentado al austríaco; y como el ya citado Arias Mon, destituido de la presiden­cia de Castilla por causa de Oropesa, y D. Francisco Ronquillo, separado del corregimiento de Madrid, vi­nieran á ponerse al lado de Harcourt y Portocarrero, juzgaron éstos llegado el momento de hacer nuevos esfuerzos. El más temible de sus enemigos era Orope­sa, que aunque inconsolable por la muerte de su can­didato, pronto halló nueva bandera en la casa de Aus­tria. No tardó en sentirse su hábil mano en este parti­do. Logró, entre otras cosas, que el rey llamase á Ma­drid al príncipe de la Hesse-Darmstad, con doscientos caballos imperiales, que habían servido en Cataluña durante la última guerra, no con otro objeto, sin duda, que con el de intimidar al pueblo, muy parcial ya de los franceses. No había tiempo que perder, si Harcourt y su partido querían evitar que con aquellas disposicio­nes entrase en los unos el temor, en otros la descon­fianza, y sucumbiese su causa. Resolvió, pues, el par­tido francés echar el resto.

 

Olvidada la gobernación pública con tales contiendas, no era ya que se hiciesen mal las cosas, sino que nada se hacía y todo estaba abandonado á la ventura. El go­bierno de los tenientes generales había caído por sí solo en una especie de desuso; modo inaudito de caer gober­

 

nantes. El duque de Montalto y el condestable no sona­ban ya en la política; únicamente el almirante, más am­bicioso que ninguno de sus compañeros, continuaba influyendo y trabajando. Oropesa y Portocarrero, sin ser ninguno de ellos ministro, eran los que más impor­tancia tuvieron en la corte; y la reina, ya unida con uno de ellos, ya combatiéndolos á los dos, no deseaba otra cosa sino conservar su funesto influjo. Como la muerte de Carlos estaba evidentemente tan próxima, nadie se disputaba ya el honor de ser su favorito, sino el de ser­lo del rey futuro, para lo cual pretendía cada uno que se eligiese á su antojo. Por lo mismo nadie se cuidaba, cual en otro tiempo, de que en Madrid no faltasen bas­timentos aunque le faltasen á todo el reino; mas como hubiese malísimas cosechas en aquellos años, llegó á invadir á la corte el hambre. No se necesitaba más para promover una sublevación, tiempo hacía contenida sola­mente por el antiguo hábito de obedecer del pueblo español.

 

Nada más fácil que achacar la culpa del hambre á Oropesa, que, como presidente de Castilla, dirigía el gobierno, estando especialmente encargado, por su em­pleo, de los mantenimientos. Por doquiera se oían denuestos contra él, acusándole, no de negligente sólo, sino de que comerciaba con su mujer en trigo y aceite, beneficiando la carestía. Ni dejaban de oirse impreca­ciones contra el rey, harto injustas por cierto; porque el infeliz no era ya posible que atendiese á más dolores que los que lentamente iban consumiendo su vida. <De »todo aquesto, ¿qué se le da al rey?», decían ciertos cantares de entonces después de enumerar las miserias del pueblo. Y Harcourt y sus amigos, para que no pu­

 

diera dirigirse contra ellos igual pregunta, y con el objeto también de poner en peor lugar á sus adversa­rios, repartían á manos llenas limosna y afectaban una caridad nimia, que el tesoro de Francia pagaba y el pueblo agradecía pródigamente. Servíalos en esto don Francisco Ronquillo, que, como corregidor que había sido, conocía mejor que nadie las necesidades y la gen­te á quien había que excitar y contentar, según viniese á cuento. Y no es mucho suponer que el mismo Ron­quillo fuese quien preparó los sucesos de que vamos á dar cuenta, demasiado útiles y bien aprovechados para pasar por casuales, y no por fruto del deseo de echar el resto los franceses. Ello es que cierta mañana de Abril, estando en la plaza el corregidor, D. Francisco de Vargas, atendiendo á los deberes de su oficio, uno de sus alguaciles maltrató por pequeña ocasión á una verdulera. Desatóse ella en injurias, y la gente que presenciaba la escena tomó al punto una actitud tan hostil, que Vargas juzgó prudente retirarse. Siguióle la gente con insultos y amenazas, y en un momento el es­pacio que media entre la Plaza Mayor y el arco de Pa­lacio, se vió lleno de hombres y mujeres que presuro­sos acudían de todos los extremos de la villa gritando: «iViva el rey! ¡Pan! ¡Pan! ¡Muera Oropesa!» La multi­tud no se detuvo en el arco, sino que llegó hasta los bal­cones mismos del alcázar, redoblando sus gritos. Oyó­los el rey con más amargura que cólera, sin saber qué partido tomar. Súpose que Ronquillo había estado á punto de morir á tronchazos y pedradas y que se ame­nazaba con peor suerte á Oropesa, con lo que ni el cardenal de Córdoba, ni el marqués de Leganés, ni el conde de Benavente, ni otros muchos grandes que acu­

 

dieron á Palacio sabían tampoco qué aconsejar ó hacer. La reina, con alguna más presencia de ánimo, se deter­minó á salir al balcón y habló á los amotinados, dicién- doles que el rey dormía; pero que no bien despertase le comunicaría sus quejas. «Ya hace mucho que duerme y >es tiempo de que despierte», respondieron á grandes voces. Entonces se asomó el propio rey al balcón; pero no por eso cesaron los clamores. El peligro arreciaba; y Benavente, que disfrutaba de algún favor con el vul­go, se ofreció al fin á hablarle, fuera de Palacio. Sus palabras templadas, pero tal vez mejor la inteligencia que tenía con los jefes de los insurrectos, lograron aca­llar el tumulto y que el gentío ofreciera retirarse, con tal que de nuevo se nombrara corregidor á Ronquillo y no se castigase á ninguna de las cabezas del desorden. Consintió el rey en todo; vino Ronquillo á Palacio, y acompañado del conde de Benavente salió á caballo por la Plaza, llenándolos á ambos la multitud de vítores y bendiciones. Y, por si esto no bastase para probar que uno y otro se entendían secretamente con los motores del motín, demostráronlo de todo punto ciertas palabras de Benavente, que volvieron á encender la confusión acabada. «El rey os perdona», les dijo; «pero en cuan- >to á la carestía no puede él remediarla, y será bien que »os dirijáis al presidente de Castilla». No fué menester más. El vulgo dejó desierta en un instante la Plaza de Palacio y se encaminó á las casas de Oropesa, enfrente de Santo Domingo el Real. Fué fortuna de éste que el almirante, con quien estaba á la sazón de acuerdo, pu­diera avisarle á tiempo lo que pasaba. No habían deja­do también de oirse amenazadores gritos contra el astuto almirante, jefe también de los austríacos, aunque

 

no tan continuos como contra Oropesa. La casa de este último fué en un momento invadida á pesar de la resis­tencia armada que opusieron los criados; y habiendo muerto alguno de los asaltantes, la muchedumbre estro­peó los muebles y los echó por las ventanas, destrozó las pinturas y los papeles, y no hubo, en fin, exceso que no creyese poco para satisfacer sus iras. Habíase refugiado Oropesa en casa del inquisidor general, su vecino, y el terrible nombre de esta dignidad contuvo á sus puertas á la multitud, que no osó siquiera insul­tarlas. Aproximábase la noche, en tanto, y el tumulto no cedía, pidiendo á voces la cabeza de Oropesa, cuando el cardenal de Córdoba y otros sacerdotes salieron de Santo Domingo con un crucifijo, y sus exhortaciones y las de Ronquillo, que ya debía tener por bastante lo hecho, lograron restablecer la calma. Así terminó la primera revolución del pueblo de Madrid, desde que era corte, contra el gobierno, y la única que desde Enri­que ¡V hubiese presenciado un rey de España. ¡Hasta en lo que toca al orden interior quedaba ya deshecha la herencia de Felipe III!

 

Habían pensado seguramente los del partido francés que con esto bastaría para que el rey separase de nue­vo á Oropesa; pero se engañaron, porque habiendo solicitado él su retiro, á causa de que no se castigaba á los culpables, resuelta y firmemente se negó el mori­bundo Carlos á consentirlo, mandándole permanecer en la presidencia. Entonces sus adversarios celebraron una junta en casa de Portocarrero, donde después de oir la opinión del jurisconsulto Pérez de Soto, favorable al duque de Anjou, se acordó á toda costa alejar á Oropesa de la corte. Fué Portocarrero á ver al rey, y prevale-

 

ciándose de su calidad cardenalicia y del influjo espiri­tual que en tal concepto tenía, le obligó á decretar la vuelta de Oropesa á la Puebla de Montalbán, el destie­rro del almirante á treinta leguas de la corte, y el nom­bramiento de D. Manuel Arias Mon, parcialisimo, como sabemos, del de Anjou, para la presidencia de Castilla. Quedó ya por entonces el partido francés triunfante, y sin más apoyo el austriaco que la reina, el conde de Frigiliana y de Aguilar y D. Antonio de Ubilla, secre­tario del despacho universal, que á falta de otros más calificados llegó á ser uno de sus caudillos. Un suceso tan singular como la revolución de Madrid, aunque me­nos público, ocurría entretanto. Hablamos de los su­puestos hechizos que, imaginados ya en Felipe III, mu­chos atribuían con honda convicción á su nieto Carlos II. Viéndole el vulgo dotado de entendimiento muy claro, de rectísima conciencia, de tanto amor á sus vasallos, sin que hiciese valer ninguna de tales calidades, y no comprendiendo tampoco cómo desde edad temprana había podido padecer una flaqueza tal de cuerpo, que le impidiera ejercitar sus buenas prendas, dió por segu­ro que algunos hechizos ó enemigos malos estaban apo­derados de su persona. A punto llegó el rumor, que ya en tiempo del Inquisidor Sarmiento y Valladares, el Tri­bunal Supremo de la fe llegó á intentar algunas averi­guaciones. Suspendiéronse por respeto á la persona del monarca; y así continuaron las cosas, hasta que en los principios de 1698 el mismo Carlos llamó al inquisi­dor general Rocaberti, y le rogó que indagase si era él ó no víctima de hechizos, como se creía. Oyólo Roca­berti con atención proporcionada á su ignorancia, que era grande, porque de pobre dominico se había elevado

 

á tal categoría más por intrigas que por fama ó mérito. Dió parte del asunto al Tribunal, cuyos ministros, más discretos y doctos que él, se negaron á entender en el asunto. No se desalentó por eso Rocaberti, y de allí á poco lo consultó con el Padre confesor Fray Froilán Díaz, que no teniendo más luces que él, fácilmente se conformó con sus propósitos. Diéronse entonces ambos á cazar los tales hechizos, y no tardaron en saber ca­sualmente que un cierto Fray Antonio Álvarez Argue­lles, vicario de un convento de monjas de la villa de Cangas, tenía gracia particular para exorcizar endemo­niados y platicar con los mismos demonios, por quienes averiguaba curiosísimos secretos. Escribieron, pues, al Obispo de Oviedo para que interrogase al vicario sobre los hechizos del rey; pero aquel prelado contestó, con desprecio, que el rey no tenía hechizos, sino flaqueza de ánimo y de cuerpo, y que antes que exorcismos ne­cesitaba buenos consejos. Ni Rocaberti ni el confesor se avergonzaron con la respuesta: llenos de buena fe se pusieron á buscar otros conductos por donde entenderse con el vicario, y lo lograron, entablándose una corres­pondencia entre los tres, fecundísima en puerilidades y locuras, que asombra que pudiera seguirse. Notóse, sin embargo, que los demonios á quienes interrogaba el vi­cario Arguelles no cesaban de hablar mal de los parcia­les de la casa de Austria, y principalmente de la reina y del almirante, sin perdonar á la reina madre, ya cosa del otro mundo, ni á ninguno de cuantos antes ó des­pués, habían abogado con seriedad contra la casa de Francia. Y dando por cierto los hechizos, solían, al pro­pio tiempo, proponer para el rey remedios capaces de causar su muerte, aunque estuviese robusto y sano. Ni

 

Rocaberti ni Froilán sospechaban eso de los demonios ni de su interlocutor, y molestaban sin cesar al pobre príncipe, haciendo los más de los remedios que aqué­llos les prevenían, y así transcurrió algún tiempo, hasta que los demonios se cansaron de pronto de hablar, y respondieron al vicario que no dirían palabra más, si no era en Madrid, en la capilla de Atocha. Asombró al con­fesor y al inquisidor tan extraña demanda; y si la die­ron crédito no se sabe, mas ello es que no les pareció bien traer tan cerca del rey persona que poseía el admi­rable privilegio de hablar con los malos. Negáronse de consiguiente á su venida y continuaron carteándose con él hasta la muerte del inquisidor Rocaberti, sin obtener otra cosa que nuevos embustes. Pero este vicario y es­tos demonios tenían cierto olor francés, que puso en alarma á los austríacos, no bien se susurró el caso en la corte. No era este partido menos rico en hechizos y diablos que podía serlo su adversario, y antes de mu­cho se recibió en Madrid una información auténtica del Obispo de Viena, donde se contenían graves respues­tas traídas por el demonio á la boca de unos energú­menos á quienes él y su clero estaban exorcizando en la iglesia de Santa Sofía, sobre los hechizos del rey Carlos II. De ellas se deducía que este príncipe había sido hechizado por una mujer, de nombre Isabel, que vivía en Madrid, en la calle de Silva. Dió el embajador imperial la información al rey; pasó luego al Tribunal, y se hicieron inútiles pesquisas. Parecía ya indispensable exorcizar á Carlos 11; se llamó para ello de Alemania al mejor exorcista del imperio, por nombre Fray Mauro de Tenda, capuchino de religión y dotado de gran torrente de voz, con lo cual atormentaba día y noche al pobre

 

rey, llamando á voces á los demonios que se alberga­ban en su cuerpo. Empeoró mucho el rey con el sobre­salto; y como estaba en poder de diablos y exorcistas austríacos, era de temer cualquier extravío en su opi­nión, que hiciese aún pasar la corona á poder del archi­duque. Entonces un nuevo demonio, más audaz que los otros, se apoderó de una pobre mujer y la condujo hasta el palacio mismo, donde entró desgreñada y furiosa sin que nadie pudiese contenerla, llegando á la presencia del rey, que no halló otro medio de librarse de ella, que ponerse por delante un relicario. Interrogóse á este nue­vo demonio y acusó claramente de autores del hechizo á la reina y al almirante, de donde se supo ser este de­monio francés. Encolerizóse cuanto era justo la reina; hizo que su marido apartase de su lado al Padre Froilán Díaz, y mandó que se le formase un proceso que duró mucho tiempo, y del cual resultó que él, como Rocaber- ti, no eran culpables sino de ignorancia y fanatismo. No de todos los cortesanos puede decirse lo mismo; y esta larga relación, así como la del motín contra Oropesa, debe perdonársenos que reproduzcamos, en gracia de que tales sucesos dan medida exacta de la nación, de los partidos, y hasta de los gobiernos extranjeros que en­tendían en la triste herencia de Carlos II.

 

La muerte estaba en el ínterin tan cercana del desdi­chado príncipe, que no podía ya aplazarse ningún es­fuerzo. Al empezar la primavera del año 1700, dentro y fuera de España se esperaba ya con viva zozobra la proximidad del inmenso problema político, que con ella iba á plantearse. Viendo Luis XIV que en Madrid tenía ya recobrado lo perdido, comenzó á moverse por fuera con nuevo empeño. Persistía en el propósito de hacer

 

entender á los españoles que tenían que darse á él, ó someterse á la desmembración del reino. Para ello ne­goció un nuevo tratado de repartición con el rey Gui­llermo III en Londres, sin intención de cumplirlo más que los otros, en su interior. Disponíase en él que, por muerte del príncipe de Baviera, pasasen al archiduque Carlos los Estados que estaban á aquel asignados, aña­diéndose la Lorena á los que debía recibir Francia, y dándole en cambio al posesor del ducado el de Milán. Si el archiduque no admitía el tratado en el término de tres meses, determinábase que toda su parte sería se­cuestrada, nombrando los aliados otro príncipe que ocu­pase su puesto. Protestó también el emperador contra este tratado, y el rey de España hizo fuertísimas recla­maciones en Londres y París, de cuyas resultas el mar­qués de Canales, nuestro embajador, fué expulsado de Inglaterra, y se rompieron las relaciones entre las dos coronas.

 

Aprovechóse el partido austríaco de esta nueva falta de Luis XIV, y puso en tal disposición el ánimo del rey, que Harcourt tuvo que volverse á Francia llamado por su soberano, procurando remediar el daño con su sacri­ficio. Prometióse en tanto á la reina, por los austríacos, casarla con el heredero imperial si lograba que fuese mombrado sucesor de la corona el archiduque, y Doña María Ana no sólo admitió el partido, sino que delató á su marido la promesa que la había hecho Harcourt de casarla con el delfín después que él muriese. Pudieran estas promesas extrañas dudarse á no constar por bue­nos testimonios, y la última, por el embajador véneto, que asistió á aquellas miserables intrigas, no menos verídico y sagaz que sus antecesores. Ya se habían

 

dado órdenes á los virreyes de Italia para admitir guar­niciones imperiales, y el partido francés parecía de nuevo perdido. Estorbó lo de las guarniciones la ame­naza que hicieron Francia é Inglaterra de declarar inmediatamente la guerra, y, más que la habilidad, la audacia de Portocarrero puso definitivamente de su parte la victoria.

 

Porque en el verano de 1700, después de una excur­sión al Escorial, donde sintió algún alivio, cayó Carlos en el lecho de que no había de levantarse jamás; insta­lóse Portocarrero en su aposento, y sin hablarle más que de cosas religiosas logró ahuyentar á la reina, á Ubilla y á todos sus parciales, incluso al confesor Torres Padmota y el inquisidor Mendoza; pues, para la asis­tencia espiritual del enfermo, traía ya él consigo dos frailes que suponía en olor de santidad nada menos. El rey, que veía ya su muerte inmediata, entregó á Porto- carrero el cuidado de su salvación, que fué entregar su corona á la casa de Francia. Indújole el artificioso car­denal á que hiciese testamentó, que él aún no quería, persuadiéndole de que pidiese dictamen á los diferentes Consejos sobre el nombramiento de herederos. La ma­yoría del de Castilla, de acuerdo con el cardenal, opinó por que fuese preferido el francés. En el Consejo de Es­tado fué la discusión más viva. El duque de Medinasi- donia, los marqueses de Villafranca, de Maceda y del Fresno, y los condes del Montijo y de San Estéban, opi­naron con Portocarrero en favor de la casa de Anjou. El conde de Frigiliana y Aguilar y el de Fuensalida se opusieron, pidiendo que se convocasen Cortes genera­les del reino, donde se eligiese sucesor libremente. Apoyábanse en muy sólidas razones, en especial aque-

 

lia de que no era fácil conciliar en ninguno de los pre­tendientes las distintas leyes de Aragón y Castilla. Desechó la mayoría todo pensamiento de convocar Cor­tes, y el de Frigiliana, levantándose entonces conmovi­do, pronunció estas solemnes palabras: «Hoy destruís »la monarquía». Acordóse, pues, allí también que el duque de Anjou debía ser nombrado heredero. Resis­tíase el rey todavía, y sabiendo Portocarrero que el Papa estaba muy irritado contra el emperador, aconse­jó que se sometiese á su decisión el caso. Gustó Carlos del consejo, y la respuesta de Inocencio XII fué, como esperaba Portocarrero, favorable al francés. Entonces Carlos no resistió más, y llamando á Ubilla, en presen­cia de Portocarrero y de D. Manuel Arias Mon, le hizo que extendiera un testamento nombrando por heredero en todos sus Estados y señoríos al duque de Anjou: «reconociendo, decía, que la razón en que se funda la re­nuncia de las señoras Doña Ana y Doña María Teresa, -reinas de Francia, mi tía y hermana, á la sucesión de »estos reinos, fué evitar el prejuicio de unirse á la co­cona de Francia; y reconociendo que, viniendo á cesar »este motivo fundamental, subsistía el derecho á la su­cesión en el pariente más inmediato, conforme á las »leyes de estos reinos, y que se verificaba este caso con »el hijo segundo del delfín». Nombró una junta para que gobernara sus reinos, durante la ausencia del de Anjou, compuesta de la reina su esposa, Portocarrero, Montal- to, Arias, Frigiliana, Benavente, el inquisidor general Mendoza, con D. Antonio de Ubilla como secretario. Y hecho esto exclamó con los ojos llenos de lágrimas: «Dios es quien da los reinos»; en lo que manifestó la repugnancia que le costaba desheredar á su familia.

 

Cerróse el testamento solemnemente, y Portocarrero y los suyos lo notificaron al punto á Luis XIV, cerciorán­dose de que estaba dispuesto á tomar entera la heren­cia y defenderla con las armas, no obstante los simula­dos convenios de repartimiento que había hecho. Pocos días después Carlos se halló ya incapaz de entender en asunto alguno de gobierno, y expidió un decreto con­fiándolo en lo civil y militar al cardenal Portocarrero, hasta su muerte. Quiso éste por cortesanía que se le asociase la reina; pero Carlos no consintió en ello, mostrando así que había llegado en sus últimos momen­tos á desestimarla. Llevaba ya, á la sazón, el pobre rey cuatro años de enfermedad casi continua, y cuarenta días de una disentería mortal. Al cabo, el día de Todos Santos de 1709, después de haber recibido muy devo­tamente los Sacramentos y la absolución papal, por mano del nuncio, exhortando tiernamente á los españo­les á la unión, y rogándoles que cumpliesen su testa­mento tranquilamente, expiró el malaventurado Car­los II, repitiendo estas palabras: «ya nada somos». Príncipe, como al principiar su vida indicamos, digno de lástima y de amor, más bien que de desprecio, con otra salud habría sido el mejor, seguramente, de los su­cesores de Felipe 11.

 

 

 

 

 

XIV

 

SERÁ por no conocerla exactamente, por lo que no nos detendremos en describir la miserable situación de España, al morir Car­

 

los 11, como de D. Modesto Lafuente ha sospechado Mr. Bukle sin fundamento. Ni aquel historiador ni nin­

 

gún otro puede ignorarla, aunque poco haya contado con las Memorias de los extranjeros, porque sobran las propias. Los documentos ya impresos en el Sema­nario erudito y las grandes colecciones inéditas que

 

hay de otros papeles de aquel reinado, en que se es­

 

cribía tan desnudamente como en los tiempos actuales,

 

aunque con mucha menos publicidad, acerca de la corte, de los hombres políticos y de los acontecimien­tos, nada dejan que desear en este punto. Los más de los males que á Bukle parecen sorprenderle en aquella época, venían ya de lejos y muchos del reinado mismo de Felipe II. La despoblación, sin ir más lejos, era casi igual en el punto de descender al sepulcro uno y otro rey: que si se sospecha alguna ventaja, está de parte del tiempo de Carlos II.

 

A los que recuerden cuál quedó, al abdicar Carlos V, la nación española y hayan seguido con atención el ne­gligente reinado de Felipe III, la lucha colosal é infeliz mantenida en el de Felipe IV, los naturales desórdenes de la Regencia, nada pudiera haberles ya sorprendido de cuanto aconteciese en los días de Carlos II, y poco o nada hay que añadirles para que formen de todo exacto juicio. Pero si les son todavía útiles, copiare­mos de nuevo aquí las siguientes palabras de un con­temporáneo y anónimo autor, dadas á luz en el Sema­nario erudito: «Hallábanse», dice éste, «los reales erarios, sobre consumidos, empeñados; la real Hacienda vendida; los hombres de caudal unos apurados y no satisfechos, y otros que de muy satisfechos, lo traían todo apurado; los mantenimientos al precio de quien vendía las necesidades; los vestuarios falsos como exóticos; los puertos marítimos con el muelle para Espa- ña y las mercaderías para fuera, sacando los extran­jeros los géneros para volverlos á vender beneficia- »dos; galeras y flotas pagadas á costa de España, pero » alquiladas para los tratos de Francia, Holanda é In- »glaterra; el Mediterráneo sin galeras ni bajeles; las »ciudades y lugares sin riquezas ni habitadores; los »castillos fronterizos sin más -defensa que su planta, »ni más soldados que su buen terreno; los campos sin »labradores; la labor pública olvidada; la moneda tan

 

(1) El Sr. Colmeiro, autor el más autorizado en este particu­lar hasta ahora, calcula la población del tiempo de Felipe 11 en 8.118.520 habitantes, y en 8.232.812 la del de Carlos 1!. Historia de la Economía política. Tomo n, pág. 11.

 

»incurable que era ruina si se bajaba, y era perdición »si se conservaba; los tribunales achacosos: la justicia >con pasiones; los jueces sin temor á la fama; los pues- >tos como de quien los posee, habiéndolos comprado; das dignidades hechas herencias ó compras; los hono- »res tan vendidos en pública almoneda que sólo faltaba da voz del pregonero; letras y armas sin mérito y con »desprecio; sin máscara los pecados y sin honor los »delitos; el real patrimonio sangrado á mercedes y > desperdicios; los espíritus apegados á la vil tole­rancia ó á la violenta impaciencia; las campañas »sin soldados ni medios para tenerlos; los cabos, ó »caudillos, procurando vivir más que merecer; los sol­idados con la precisa tolerancia que pide traerles des­nudos y mal pagados; el francés, como victorioso, »atrevido; el emperador defendiendo con nuestros te- »soros sus dominios; y finalmente, sin reputación nues- dras armas, sin crédito nuestros Consejos, con des- »precio los ejércitos y con desconfianza todos». Tal era España, en verdad, durante el reinado de Car­los 11; mas solo con leerlo se advierte que no poco de esto pudiera haberse ya dicho antes, y sabido es que en substancia lo dijo ya en el reinado de Felipe 111, el político D. Baltasar Alamos Barrientos.

 

Con esta triste España, sin embargo, decíamos ha quince años (1) y hoy repetimos, pereció la verdadera, la antigua, la grande España de los Reyes Católicos, no quedando vivo de aquello más que el odio que nos han profesado y que á pesar de nuestros inmensos desmem-

 

(1) Alude aquí el autor á su Historia de la decadencia de España, publicada quince años antes que el presente Bosquejo.

 

bramientos territoriales nos siguen profesando desde entonces muchos extranjeros. Tal fué el temor que in­fundió la monarquía española durante siglo y medio, que no parece sino que por largo tiempo se ha dudado de nuestra ruina, á la manera que el león mal herido en las selvas todavía- inspira horror con su cuerpo exánime y desangrado. Diríase que no juzgaban á España bien caída los que la daban tan inútiles gol­pes. Entretanto, cuanto hubo de desproporcionado en nuestra política, de utópico en el sistema social que defendimos y de malo en nuestros gobernantes, reyes ó ministros, en una sola enfermedad se comprendió y cifró al cabo: en la enfermedad que podríamos llamar financiera. Un escritor inglés, Mr. Davenent, decía ya en 1698, para explicar nuestra decadencia, con exac­titud singular, lo siguiente: «España es un notorio »ejemplo de los funestos efectos que producen en un »Estado las antiguas deudas públicas y del embarazo y »de la impotencia misma que causan en su administra­ción. Las principales rentas de este reino se emplean »en pagar los intereses de sumas tomadas á préstamos »ha cien años; y distraída así en otro uso la substancia »destinada á alimentar el cuerpo político, ha quedado »éste débil é incapaz de resistir á los menores acciden­tes. Cuando un pueblo reducido á esta posición se »compromete en guerras extranjeras, ni deben temerle »mucho sus enemigos, ni tienen que esperar grandes »auxilios de él sus aliados. Los enormes anticipos so­mbre las rentas futuras comenzaron hacia 1608 en Es- »paña, continuando de año en año, sin que se haya >pensado nunca en disminuir la carga; y esto sólo ha »contribuido más á debilitar la monarquía española

 

>que todas las otras faltas juntas que ha cometido».

 

La fecha de 1608 es, quizá, lo único que deba corre­girse, sustituyéndola por otra más antigua en este im­parcial juicio de la decadencia española. Dicho también sea en honor de su singular talento político, Felipe II vió, al tomar las riendas del gobierno, lo propio que Mr. Davenent cuando iba á morir Carlos II, como he­mos demostrado con documentos. Lo que tuvo prácti-' camente peor el hacernos campeones del antiguo sis­tema político-religioso en Europa, fué, por lo tanto, que eso sólo bastara para inutilizar todos los esfuerzos de aquel monarca y los siguientes para ordenar la Hacien­da. Los otros frutos finales del mencionado sistema, pueden cumplidamente saborearse leyendo la relación, algún tanto minuciosa, que hemos hecho de los hechi­zos de Carlos II. Superstición y miseria fué en suma lo que tras sí nos dejó la casa de Austria. Fuera del teatro, al que aún daban algún escaso brillo Candamo, Zamora y Cañizares, no hubo más poetas ya; no más políticos, ni más grandes teólogos siquiera. ¿Dónde estaban tam­poco los Francisco Victoria, los Melchor Cano, los dos Sotos, Domingo y Pedro, los Valencias, los Vázquez, los Suárez; aquellos doctores salmantinos ó aquellos prelados que cuenta hoy Roma en sus libros más doctos por regeneradores de la teología? Sólo lucían un tanto los jurisconsultos, y respecto de ellos conviene hacer una observación importante. Los de este siglo habían tomado especialmente á su cargo, dándole carácter más concreto que antes, la difusión de aquel espíritu regalis- ta que hemos señalado en Carlos V y Felipe II, y de que no dejó de participar Felipe IV. Bien conocido es el Me­morial escrito durante el reinado de este último, por

 

D. Fr. Domingo Pimentel, Obispo de Córdoba, y don Juan Chumacero y Carrillo, del Consejo y Cámara de Castilla, sobre los abusos que solía cometer la corte y curia de Roma con los súbditos españoles. Contempo­ráneo de estos regalistas célebres fué D. Francisco Sal­gado, el más atrevido quizá de los escritores españoles de estas materias, tan mal visto en Roma, como bien de­fendido en España por el rey y el Consejo Real que desobedecieron el anatema allí lanzado contra sus opi­niones. Y no hay duda que los jurisconsultos regalistas de fines del siglo xvu, como D. Juan Luis López, mar­qués del Risco, autor de la Historia de la Bula In Ccena y otros, prepararon con sus escritos los Concor­datos y aun las violentas resoluciones del siguiente en los negocios eclesiásticos. Ninguno de ellos llegó á pin­tar, en verdad, con tan vivos colores los abusos roma­nos y las corruptelas introducidas en las relaciones de la Iglesia con el Estado, como lo había hecho aquel D. Pe­dro Guerrero, cuyos principios fundamentales mencio­namos al tratar de Carlos V y Felipe 11; ninguno fué ya tan osado defensor de la monarquía seglar contra la ecle­siástica como D. Francisco de Vargas. Pero los regalis­tas del siglo xvi, si hacían á los príncipes partícipes de la soberanía y gobierno de la Iglesia, no negaban á ésta, en cambio, ninguna de sus nativas ó consuetudinarias facultades sobre las personas y las cosas. A lo que as­piraban era á establecer el régimen teocrático, bajo la forma de una alianza indisoluble entre la potestad tem­poral y la espiritual, dando á ésta siempre tanta ó más fuerza’Jque de ella tomaban. Los jurisconsultos de fines del siglo xvu, humildes servidores y campeones celo­sos de la monarquía absoluta, lo que pretendían por su

 

parte era la independencia y la secularización del Esta­do. Si esta diferencia entre los teócratas del siglo xvi y los regalistas del siguiente fuera obscura en principio, clarísimamente la demostrarían las vidas de los diversos personajes de que se habla. Carlos V y D. Francisco Vargas Megía, por ejemplo, pararon en sendos claus­tros. donde murieron como piadosos monjes, después de haber luchado, sobre quién servía mejor á la causa de Dios, con los Papas mismos. De la escuela de juriscon­sultos regalistas que florecía en España por los días de Carlos II y siguientes, ni uno solo acabó ya por ser mon­je, y algunos dejaron más sospechas de incrédulos que de fanáticos. Otros eran, pues, los hombres; y aunque no fuesen otras, en realidad, las tendencias, apartábanse ya bastante de las antiguas. Era llegada precisamente para los publicistas de la monarquía absoluta la hora crítica de negar toda independencia y toda libertad en ia nación; y la Iglesia tuvo que soportar los mismos ata­ques jurídicos que se habían lanzado antes contra las Cortes, la grandeza y todos los elementos sociales dis­tintos de la autoridad real. Carlos II no era capaz de comprender ni de concebir acaso ia unidad de poder po­lítico y teocrático á que Carlos V y Felipe II habían aspi­rado, y en no poca parte realizaron; pero los juristas de su tiempo comprendían con más claridad que aquellos propios reyes ó sus ministros, la necesaria independencia de la autoridad secular de la eclesiástica, y eran además campeones más desembarazados y audaces de la supe­rioridad del poder real sobre todos los otros poderes de la tierra. No es de extrañar esto: porque la doctrina del absolutismo monárquico alcanzó en todos sentidos en­tonces su mayor apogeo, si bien no fué nunca tan irra­

 

cionalmente aquí planteada cuanto en otras naciones de la época y señaladamente en Francia, por lo mismo que el poder real, en aquel país representado por Luis el Grande, lo estaba en España por Carlos II. Por lo demás, toda alta especulación, como toda literatura, estaba ya muerta. Digno es de notar, no obstante, que en medio de la ruina general dé las letras, la decadencia déla Inqui­sición y de sus calificadores, la lenidad de la censura del Consejero Real, ya reducida por lo común á una vana fórmula, y el relajamiento, en fin, de todos los resortes de la autoridad durante este reinado, dieron lugar á que comenzaran á mejorar en España por entonces los es­tudios críticos. El marqués de Mondéjar, D. Juan Lucas Cortés, D. Nicolás Antonio, el arcediano Dormez, y otros, fundaron la escuela crítica que Burriel, Mayans, Pérez Bayery Flórez habían de llenar de esplendor en el siglo inmediato. Un inesperado soplo de libertad re­frescó, sin duda, la atmósfera de España en los últimos años de la dinastía austríaca; y lo mismo que en los con­ciliábulos de los grandes, ó en los atrevidos propósitos y resoluciones del pueblo, se le siente en la crítica, ma­dre de la buena historia. Pero un soplo sólo y venido de lo alto, cuando la universalidad de la nación estaba entregada á aquella triste ignorancia, con que luchó más tarde Feijóo, no podía producir maduros ni muy copio­sos frutos. Pasó, pues, vanamente, sin dejar de sí otro rastro que las obras de aquellos pocos eruditos insignes, que rebuscaban entre los escombros de la patria, las glorias pasadas, para consolarse quizá mejor de las mi­serias que tenían delante. No se encuentra ya industria por otra parte, ni poca ni mucha, ni comercio, ni obra alguna de inteligencia ó prosperidad, de aquellas que

 

aquí ó allá aparecían, despertando esperanzas, sin duda excesivas, al morir los Reyes Católicos. Todo induce á creer, con todo eso, que la casa de Austria no sacó de su cauce la actividad nacional, sino que la dejó seguir ó la impelió sólo rápidamente, por el que los mismos Re­yes Católicos dejaron abierto. ¿Por qué pretender hacer exótica la política de la causa de Austria en nuestra His­toria? ¿Fué diversa ella, en suma, de la que creó la In­quisición, expulsó á los judíos, conquistó á Orán, fuéá buscar á los turcos á las islas de Grecia, y conquistó y guardó á Nápoles? No: aquella España de la casa de Austria, mejor ó peor, de cualquier modo que quiera hoy juzgársela, era, á no dudarlo, la antigua España, la genuina, la que engendró en esta tierra la Edad Media, madre común de las naciones modernas. No ha encu­bierto el autor de este larguísimo trabajo ninguna de sus faltas maliciosamente; pero ¡calumniarla! ¡escarne­cerla!, jamás. Y ya que se trata de la verdad justo es saberla ó reconocerla por entero. Malos reyes fueron los últimos de la dinastía austríaca; pero por ventura, ¿era mejor que ellos la nación que gobernaban? Todas las clases sociales intervinieron más ó menos en las co­sas públicas durante este gran período que hemos des­crito, y todas cometieron parecidas faltas. Fué la noble­za inquieta, codiciosa, atenta al bien individual más que al público en los días de Felipe el Hernioso-, impreviso­ra, aunque esforzada, en los de las Comunidades; vani­dosa, más bien que enérgica, con Carlos V; egoísta ó servil con su hijo; cortesana ó ambiciosa con los dos últimos Felipes; atrevida é interesada con la regencia; torpemente oligárquica, sin escrúpulos de ordinario, y hasta poco patriótica, en tiempo del postrer vástago de la dinastía austríaca. Fue el clero fácil instrumento del poder político en el Santo Oficio, y complaciente con exceso para los reyes, en las cosas de jurisdicción y aun de conciencia, e indócil, en cambio, con ellos y avarien­to, cuando eran rentas lo que pedían; insaciable, intri­gante, mundano, cada vez que tuvo influjo notable en­tonces en la gobernación del país. Fue el estado llano indisciplinado con el cardenal Cisneros, que lo protegía, y con el joven Carlos V, que aún no osaba tiranizarlo de veras; exagerado y temerario en sus pretensiones contra la corona y la nobleza, al comenzar las Comuni­dades; necio y turbulento al organizar su poder y prepa­rar la lucha que él mismo provocaba; cobarde al soste­nerla en las almenas o en los campos; humilde en la adversidad, cuanto soberbio en su pasajera fortuna. Y todas tres clases, nobleza, clero, estado llano, rivaliza­ron luego en fanatismo religioso; todas en protección á los conventos y en entusiasmo por los autos de fe; to­das, al fin, en vicios privados, y en hipocresía pública; hasta en la pereza puede decirse, con alguna exactitud, que rivalizaron. Conviene aquí observar que á la última hora de la monarquía austriaca la corona, todo en la teo­ría, casi nada era en la práctica; y como el Santo Oficio tomaba de ella toda su fuerza, estaba también muy le­jos de ser lo que antes. De cierta consulta elevada á Carlos II, en Mayo de 1696, por una Junta formada, se­gún costumbre, para el caso, y que ha dado á luz don Modesto Lafuente en su Historia general de Espa­ña, aparece que en aquel tiempo se pretendió ya reme­diar el mal antiguo de que «donde había tribunales del *Santo Oficio», fuese tal «la turbación de las jurisdic­ciones», que apenas quedara «ejercicio á la jurisdicción real ordinaria, ni autoridad á los que la adminis­traban; no habiendo especie de negocio, por ajeno que fuese de su instituto y facultad en que con cualquier »flaco motivo no se arrogasen el conocimiento». Habría sido remediar bien esto, ni más ni menos que acabar en realidad con la Inquisición española, tal como quiso que fuera Felipe II. Pero en el entretanto, atada la co­rona al lecho de dolor de Carlos II, entregada la Inqui­sición á la emulación de las otras jurisdicciones, y des­prestigiada por los ineptos jefes que los favoritos ó pri­meros ministros la daban, cual Rocaberti u otros, no habiendo arraigado el militarismo aquí todavía, aunque de él hiciera ya un buen ensayo D. Juan de Austria, ¿en manos de quién estuvo el poder durante este reinado sino del pueblo español? Lo que hubo fue que los hijos de la plebe y los de la nobleza, tan inteligentes y glo­riosos soldados y capitanes á las órdenes de un rey gue­rrero como Carlos V; tan leales y discretos súbditos también, bajo el duro cetro de su despótico, aunque prudente hijo; tan capaces para conquistar imperios y reinos y gobernar provincias extrañas; tan grandes, en fin, individual y colectivamente, para servir á un gobier­no personal enérgico y sabio; por completo carecían ya á la sazón de las condiciones necesarias para ser ver­daderos ciudadanos. La lenidad y la humanidad de Fe­lipe IV, más que sus otras faltas, engendraron una anar­quía horrible en las costumbres: la debilidad de mujer de Doña Mariana, el menosprecio del poder mismo; la bondad impotente de Carlos II, la confusión más com­pleta y el desorden mas insoportable; desorden en que todos tomaron parte, nobles y plebeyos, cada cual á su manera y en su hora. La historia debe ser útil ya, no solamente para los reyes, como Bossuet pensaba, sino tanto o más para los pueblos; y la de la casa de Austria para todos guarda amarguísimas lecciones.

 

No presenta, en tanto, la Historia ejemplo de des­membración igual de territorios á la que ha padecido España, desde que cesó de reinar la casa de Austria, hasta ahora. Ni la caída del imperio romano dio lugar a una separación semejante. De los dominios de esta flaca monarquía de Carlos II, cuya dolorosa pintura termina­mos, formáronse luego en Europa la de Nápoles y gran parte de la de Cerdeña y del llamado reino Lombardo-Véneto, que hoy constituye el de Italia, así como el de Bélgica. En América, las repúblicas de Haití, Santo Do­mingo, Méjico Guatemala, San Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Venezuela, el Ecuador, el Perú, Bolivia, Paraguay, Chile, Uruguay y la Confederación argentina, sin contar con los inmensos territorios de la Florida, la Luisiana, Tejas y California, que hoy están comprendidos entre los de la Unión americana, ni las innumerables posesiones que nos ha quitado Inglaterra. En África, Asia o América, y en la Europa misma, á cada paso se tropieza con nombres españoles que señalan hoy provincias y fortalezas pertenecientes á nuestra ri­val de otros tiempos. Queda de aquella herencia bastan­te, sin embargo, para que pudiera otra vez ser, y más sólidamente que nunca, poderosa y grande la nación es­pañola, si lo mereciera por sus pensamientos y por sus obras. No nos cansaremos de repetirlo: Dios da a cada nación a la larga lo que merece en el mundo.