HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA Y LA CIVILIZACION ESPAÑOLA (cristoraul.org) |
BOSQUEJO HISTÓRICO DE LA CASA DE AUSTRIA EN ESPAÑAPORD. ANTONIO CÁNOVAS DEL CASTILLOHice en mi prólogo a la Historia de la Decadencia de la Casa de Austria, el retrato de Cánovas del Castillo, su autor, como brillante regenerador de los nuevos estudios históricos en España, y ahora me toca presentarle en su Bosquejo histórico de la Casa de Austria, en la hermosa aplicación de los principios que tácitamente concordó para hacer eficaz la reforma proyectada. Sin embargo, este último libro no fué más que un avance, un ensayo, un programa, aunque de la mayor calificación. Cuando lo escribió su autor estaba fuera de su mente darle la extensión, ni aspirar a la importancia que desde que apareció le fué reconocida. Dos ilustres publicistas, a la vez jurisconsultos y hombres de administración, los Sres. D. Estanislao Suárez Inclán y D. Francisco Barca, pusiéronse de acuerdo para redactar y dar a la estampa cierta obra jurídico-enciclopédica: un Diccionario de administración y derecho, y al distribuir los artículos por orden alfabético que lo habían de omponer, sometieron al Sr. Cánovas del Castillo el encargo de escribir, en la letra A del primero y único tomo que salió a luz, el artículo histórico sobre el reinado de la casa de Austria en España. Aquel artículo enciclopédico, escrito, en efecto, por el Sr. Cánovas del Castillo, es el que constituye este Bosquejo, del que, con la caja del Diccionario, se imprimieron aparte cien únicos ejemplares, ofrecidos al autor por único pago de su trabajo, para que éste pudiera obsequiar con ellos a los amigos y personas estudiosas que quisiese. A tales circunstancias se debe que se haya constituido en libro por todo extremo raro y difícil de obtener; pues aunque repetidas veces y por diversos editores se propuso al Sr. Cánovas del Castillo, no sólo su reproucción, sino su triple traducción al francés, al alemán y al inglés para hacer de él en estas lenguas y en los países respectivos donde se hablan, otras ediciones, el autor negó tenazmente el permiso para su reproducción, bajo el pretexto de querer repasarla una vez más en toda su integridad antes de darlo segunda vez a la estampa. Hay que reconocer que la condición esencial con que fué escrito para formar parte de una publicación enciclopédica, si obligó á su autor á encerrarse en límites hasta cierto punto estrechos, pues, a pesar de todo, el artículo en cuestión resultó verdadero libro, habiendo la materia de abarcar el movimiento histórico de seis reinados y de dos siglos, con todos sus acontecimientos políticos, militares, económicos, científicos, literarios, jurídicos y sociales, tenía que ser de una condensación extraordinaria; por esta razón, casi exento de la labor mecánica de la narración detallada de sucesos, quedó encarnado en sublimes síntesis de admirable crítica, lo que después de todo, en la labor histórica, constituye la quinta esencia de todos los estudios y de todas las reflexiones. El Bosquejo en este molde formalizado, no podría menos de resultar, como en realidad resulta, tanto el plan, cuanto el resumen, de la grandiosa obra general que ya en aquel tiempo Cánovas del Castillo tenía meditada, para la que contaba ya también con una preparación colosal, y que era la su- prema aspiración de su espíritu laborioso al ocurrir tristemente la violencia criminal de su muerte. Acaso, de haber podido realizar este plausible pensamiento, todavía habría depurado más algunos puntos, especialmente en el juicio que le merecieron muchos personajes, sobre los que tanto había modificado sus opiniones primeras al escribir la Historia de la Decadencia; mas, con todo, en el Bosquejo está firmemente establecido el espíritu general de lo que había de ser su obra fundamental; y esta consideración, que le mereció tanto éxito desde el primer momento de su aparición, aumenta su valor más y más cada día que pasa, hasta el punto de poderse afirmar que con sólo el Bosquejo la historia fundamental proyectada estaba hecha y concluida. La mera concepción de este Bosquejo y la forma en que está desarrollado, revela suficientemente qué amplitud y variedad de elementos concedía el Sr. Cánovas del Castillo al modo nuevo de escribir la Historia. El aspecto geológico y la configuración geodésica del suelo, los grados de su fecundidad y los productos de su riqueza, la disposición geográfica de la península y su aislamiento casi absoluto para beneficiar el contacto y las relaciones con otros pueblos, la condición etnográfica de la raza que habita cada una de las partes en que está dividida la monarquía, son estudios preliminares con que por vez primera en España el autor creía deberse contar para dar sólido fundamento á la dinámica permanente de la Historia. Con estos datos, la síntesis de la valoración crítica de cada período histórico determinado se resuelve en una ecuación de principios indestructibles, sobre los cuales se establece la indeclinable fuerza de una tesis doctrinal. Cánovas del Castillo, al acometer el plan de su Bosquejo, se encontraba repetido hasta la saciedad por todo el mundo el falso concepto de que el período que iba a examinar, el período de los dos siglos en que gobernó la monarquía española la casa imperial de Austria, había sido un paréntesis de nuestra historia. Contra este sofisma crítico, que era a la vez una verdadera herejía histórica y política, Cánovas del Castillo cuidó esmeradamente de dejar asentado en el primer párrafo del Bosquejo, como tesis fundamental de su estudio, que «no ha habido grandeza para nosotros, es decir, para España, sino en los días de la dinastía austríaca». Y perfeccionando esta idea, aún añadía: «Ni antes, ni después de aquella época ha sido otra cosa España que un rincón del continente europeo, más ó menos unido, mejor ó peor gobernado, pero aislado, de todas suertes, e incapaz de disputar siquiera el primer lugar de las naciones. Poseímosle ó disputámosle siempre, durante los reinados de la casa de Austria, y habría sido una locura pretenderlo ni antes de su advenimiento ni después de extinguida». Y, por último, termina este concepto con las siguientes frases: « —Ha sido, por tanto, una figura retórica, que conviene dar al olvido, lo de llamar desdeñosamente paréntesis de nuestra historia a los reinados de la casa de Austria. No fué aquél, en verdad, un accidente, sino el apogeo mismo de nuestra historia». Tras de una declaración tan rotunda, el primer análisis que se impuso fué el del carácter verdadero de cada uno de los hombres cuya figura saliente marcó el de cada uno de los acontecimientos que correlativamente trajo al palenque de los hechos la sucesión de las cosas; y para que este estudio reflejara bien la suma imparcialidad de su apreciación, los primeros elementos de ilustración que investigó fueron los que proporcionaban los escritos de aquellos extranjeros, que, habiendo residido en nuestro país en posiciones cercanas a los más altos personajes, y sido, por lo tanto, testigos de los sucesos y hasta de los pensamientos que los engendraron, dejaron consignadas sus impresiones, no en escritos públicos de que rara vez se salvan de ejercer su cohecho las pasiones o los intereses egoístas cuando no parciales, sino en informes privados y de tal naturaleza, que llevando el sello de la verdad como sus autores la sentían, destinados a permanecer siempre en el secreto de los archivos, ninguna previsión podía acompañarles de que alguna vez hubieran de ser objeto del libre análisis de la publicidad. Estos documentos se los facilitó la publicación de las Relaciones de los embajadores vénetos á la Señoría de Vénecia, dados a luz cuando aquel poder de todo punto se había extinguido y la corriente impetuosa de las revoluciones modernas enteramente había cambiado el modo político de ser de todas las sociedades antiguas. Dígase lo que se quiera, las dos personalidades que sobre el trono español han sido más debatidas durante el tiempo que duró en el solio la dinastía austríaca, fueron Felipe II y Felipe IV. La grandeza de España bajo Carlos V, enteramente se empalma y se confunde con la del Imperio. El reinado de Felipe III fué la tregua de una gran crisis, y la minoridad y el reinado de Carlos II una prolongada agonía. Felipe II y Felipe IV fueron los que llenaron sus dos siglos respectivos: Felipe II y Felipe IV son, pues, las figuras contra las que se estrellaron los embates todos de la crítica de propios y extraños, y ésta, tanto en uno como en otro monarca, había cebado su mayor acritud, presentándoles, no como fueron, sino completamente desnaturalizados ante el teatro de la Historia. Contra el primero se asociaron todos los elementos de hostilidad que en todo el continente sublevaba contra su poder el omnímodo que X ejercía desde el trono de Madrid sobre los destinos del universo entero, y contra el segundo la rivalidad de Francia, con la complicidad de los demás enemigos tradicionales de España. Cánovas del Castillo no podía menos de aplicar a estos dos augustos personajes, así como a los hombres eminentes en la política, en las armas y en la diplomacia que les servían, una atención preferente, y persiguiendo con fe los datos nuevos de información que pudieran aportarse de la documentación extraña a la nuestra, y que con la nuestra en la fuente más pura de los archivos nacionales hubiera de conformarse, halló este fondo nuevo de autoridad en que robustecer las propias impresiones que había adquirido de la diafanidad de los papeles inéditos, desmintiendo cuantos juicios había vulgarizado la pluma de los llamados hombres doctos. En este fondo vemos a un Federico Badoero, embajador en 1557, a Pablo y Antonio Tiépolo, sucesivos continuadores de su misión diplomática cerca de Felipe II, a Juan Soranzo y Tomás Contarini, a Segismundo Cavalli y Agustín Nani, cuyas ingenuas confesiones sobre las cualidades de este monarca, han sido de más utilidad para sus rectificaciones, que toda la numerosa bibliografía de Gachard, que no había bastado a restablecer el crédito contra el que la tácita connivencia de todos sus enemigos se había empeñado en hacer aparecer como el demonio del mediodía. Después de la publicación de tantas selectas documentaciones, después de los trabajos de Cánovas en este Bosquejo, y de otros dignos imitadores suyos, ya es lícito defender y presentar a Felipe II como al hombre de mayor probidad y honradez que en su tiempo hubo sobre los tronos de Europa, en correspondencia con lo que tan fidedignamente ha probado recientemente el danés Carlos Bratlí en su precioso libro Filip den anden af Spanien, publicado en 1909 en Copenhague. La misma importancia que para la rehabilitación histórica del nombre de Felipe II han tenido las Relaciones de los embajadores vénetos ya citados, y de quienes Cánovas en este Bosquejo ha hecho todo el aprecio fundamental que merecen. Al llegar, pues, á los problemas nacionales del reinado de Felipe IV en el siglo XVII, el autor de este libro tuvo el mismo cuidadoso empeño de asesorarse de los juicios de Pedro Gritti, Luis Mocénigo, Francisco Córner, Juan y Jerónimo Justiniani, Luis Contarini y Jacobo Quirino. En la bibliografía histórica de aquel siglo nada se ofrece que se parezca al detalle sincero de estas informaciones, y no sólo el Rey sale engrandecido de ellos por la bondad de sus intentos y por la suma de sus virtudes, hasta ahora olvidadas, para hacer resaltar sobre ellas los defectos que tuviese y que la novela, ponzoña de la historia, prestándoles un tinte dramático, tan miserablemente ha exagerado, sino aquel ministro convertido en el vilipendio de la tradición, cuando realmente, como los mismos franceses sus rivales algún tiempo escribieron de don Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Olivares, fué sin duda el mayor hombre político que su siglo tuvo y en la lealtad de su política y carácter muy superior a su mayor émulo y enemigo el Cardenal de Richelieu. No fueron solos los embajadores vénetos los llamados a juicio por Cánovas del Castillo al formar el plan de su Bosquejo histórico. Amigos ó adversarios de España y de la dinastía imperial que se sentó en su solio durante los dos siglos de su mayor influencia en el mundo, el autor del Bosquejo admitió a tan peregrina residencia los autores que más se habían distinguido en todos los idiomas de Europa, tratando en extensos estudios y monografías asuntos de nuestra historia en aquellas dos centurias o sobre los personajes que tuvieron mayor representación en los sucesos de aquel tiempo; y, ya para apoyarse en sus opiniones, ya para discutirlas, el Bosquejo comprendió el espíritu analítico ó crítico de Bergenroth y de Hillebrand respecto al primer Felipe y a Doña Juana de Aragón, su mujer; de Amadeo Pichot, Sterling, Robertson, Mignet y Gachard, tocante a Carlos V; de los mismos Gachard y Mignet, Teodoro Juste; Guizot, de Croze y Carlos de Moiiy, sobre Felipe II; de Daru, Gardiner Rawson y Aumale para Felipe IV, y finalmente, del Marqués de Villars, de Divenent y de Madame d'Aulnoy, con relación al gobierno tutelar de Doña Mariana de Austria y al reinado del infeliz Carlos II. No era esta, ciertamente, toda la bibliografía extranjera sobre asuntos históricos de aquel tiempo en España, de que se podía disponer, ni como materia de ilustración, ni como materia de controversia; pero, en realidad, los límites del Bosquejo no permitían otra cosa. Si después de la publicación de Los estudios sobre Felipe IV en 1888, Cánovas del Castillo hubiera podido realizar en toda su plenitud el desarrollo de su Historia fundamental del reinado de la Casa de Austria en España, el examen así de los escritores extranjeros, como de los nacionales que desde 1854 habían venido trabajando con la fe de los archivos acerca de estudios de nuestra historia, habría sido tan vasto como era lícito presumir del Catálogo que ya conocemos de su opulenta Biblioteca histórica. Aun así y todo, esta confrontación y esta rectificación de opiniones fué ya de tan poderoso influjo desde que el Bosquejo de la Casa de Austria se dio á la imprenta en las adversas condiciones que antes se ha dicho, que puede muy bien asegurarse que desde entonces se han impuesto grandes modificaciones en el concepto general y vulgarmente admitido antes tocante á algunos de nuestros monarcas de aquella dinastía, a la equidad de su política y hasta a las prendas personales y al mérito indiscutible de muchos de sus ministros. Si en su más íntima esencia se examina bien el Bosquejo histórico de la Casa de Austria, del Sr. Cánovas del Castillo, considéresele ó no como el plan y el resumen de la Historia general que proyectaba de esta parte tan interesante de nuestra Historia nacional, la resultante definitiva no puede ser otra que la historia de la rivalidad de Francia contra España, rivalidad que á través de los siglos aparece siempre viva, con unos mismos caracteres así desde el origen de la corona de León y Castilla, como del de la de Aragón, hasta la unión de las dos para constituir la unidad de la monarquía española; rivalidad que encarna todo el campo de nuestra acción política en el mundo durante el período de nuestra mayor grandeza que en el Bosquejo se describe; rivalidad que sigue siempre en función hostil contra España, aun después de haber trocado en nuestro solio la sangre de los Austrias por la de una rama de la familia entonces reinante en Francia; rivalidad que nos agobió del mismo modo cuando la revolución arrolló al filo de la guillotina todo el edificio del pasado; rivalidad que el régimen napoleónico todavía extremó más y más hasta ponernos a punto de extinguirnos; rivalidad que en el Congreso de Viena de 1815 hizo imponer sobre nuestros débiles esfuerzos la misma Restauración, a cuyo triunfo tanto contribuímos; rivalidad que la monarquía de los Orleans hizo pesar sobre nosotros en la cuestión de los matrimonios regios españoles; rivalidad que el segundo imperio, después de haber contribuido al éxito de la revolución que destronó a la Reina Doña Isabel II, volvió a hacer onerosa a nuestra soberanía en la cuestión de las candidaturas regias; rivalidad que, en estos mismos momentos, se ha hecho patente por tantos procedimientos obstruccionistas de nuestros derechos y de nuestra acción en Marruecos, en tanto que con su pretendido protectorado sobre el imperio del Magreb, se propone establecer un verdadero asedio contra la ciudadela de nuestro aminorado poder, teniéndonos por todas nuestras fronteras naturales atropellados y sometidos a la superioridad accidental con que desde 1815, desde el Congreso de Viena, las benevolencias de Europa mantienen la ficción política, que es la única base de su decantado poderío. Si en la política de Francia los principios sobre que se sustenta esta conducta que tiende permanentemente y por todos los medios imaginables a mantener a España en una absoluta impotencia y en una continua disminución de poder, se observan por una tradición continuada desde los siglos medios, y a través de todas las vicisitudes de la Historia, contra nosotros con una constancia que constituye como un dogma de sus relaciones con España; en España, cada uno de los casos en que esta rivalidad secular y tradicional se ha extremado contra nosotros, siempre nos ha cogido en la misma imprevisión, no haciéndonos cargo de ella, hasta que se nos ha hecho materialmente palpable, y sin dejarnos medios casi ni de acudir al remedio rápido en nuestra propia defensa. La causa de este defecto consiste en que mientras en Francia el sentimiento nacional, lo mismo en la masa del pueblo francés que en el alma de los hombres de Estado que dirigen su gobierno, forma el concepto de esta pretendida superioridad, como fruto del conocimiento íntimo de su propia historia, aprendida desde los primeros rudimentos de la educación juvenil e inculcada como el verdadero catecismo de la conciencia y de las virtudes civiles, sin admitir idea, versión ni concepto alguno que emane del extranjero; en España el abandono de la historia nacional es tan absoluto, que durante los tres últimos siglos su cultivo enteramente ha estado entregado a los extraños, de los cuales hemos recibido las malas traducciones con que hasta en las escuelas se enseñan las pocas nociones que en las aulas se suministran, no formándose en su estudio ni la conciencia del pueblo, ni la educación fundamental de los mismos que llevan sobre sí la dirección y el gobierno del Estado. La proximidad a Francia de la única frontera terrestre con que la península se relaciona con el resto del continente, la similitud de la lengua de una misma raíz y origen latino, la condición indolente de nuestra propia raza que más quiere que todas las cosas se le den hechas que empeñarse en el trabajo de hacerlas, todo conspira a esta deserción de nuestros propios intereses, todo nos desnuda de esa conciencia que es la que da las fuerzas en que estriba el valor de sí propios, todo lo inmerge en ese indiferentismo, bajo el cual la acción de la rivalidad extraña se ha cebado en nosotros, hasta constituirnos en el estado de notoria inferioridad en que ya por todo el mundo se nos califica. Donde la historia propia, y cimentada sobre documentos propios y propios raciocinios, no forma la conciencia pública, ni robustece la previsión de los legisladores y el poder de los gobiernos, la falta del conocimiento verdadero del propio valer establece esa inferioridad moral respecto a los demás pueblos, pero sobre todo con los pueblos rivales y vecinos, que los llevan a todas las degradaciones que hace tres siglos España sufre de la rivalidad de Francia. El Bosquejo histórico de la Casa de Austria, del Sr. Cánovas del Castillo, plan y resumen de la Historia fundamental de ese mismo período que en él se comprende, venía á ser, a la imprevisión de los indoctos plebeyos y de los indoctos condecorados, la base de esa conciencia regeneradora, por la que tan pocos espíritus, tan levantados como el suyo, vehementemente suspiran. En ella se afirmaron las grandes dotes de estadista que desplegó en los sucesos políticos de su tiempo en que intervino, y sobre todo en los que estuvieron sometidos a su dirección, y el mayor servicio que como historiador pudo prestar a su patria, coronando con ellos los que como jefe de gobierno prestó al país y al trono, fué la aspiración a dotarle de un monumento literario que fuera a la resurrección de la conciencia nacional como a la fe de los antiguos israelitas el cuerpo sagrado de su Viejo Testamento. No quiso retrotraer el Sr. Cánovas del Castillo la acción histórica de su libro, a los precedentes que para la nueva historia de la España unida sentaron elocuentemente las obstrucciones de Francia, en su eterna inmixtión en los asuntos peninsulares, para impedir la fusión de las dos coronas de Aragón y Castilla, meiante el enlace de la Princesa jurada Doña Isabel la Católica con el Príncipe de Gerona D. Fernando, declarado ya por su padre rey de Sicilia; ni aun siquiera abordó los problemas de las mismas obstrucciones, cuando otra vez Carlos se propuso intervenir en los casamientos de los hijos de los Reyes Católicos, en los que los arcanos inexcrutables de la Providencia, que es la únicamente suprema que dirige los destinos humanos, había dispuesto las secretas resoluciones de la suerte en el porvenir. El Bosquejo había de empezar en el primero de los Austrias, es decir, en Felipe I, el Hermoso, aunque la verdadera reina era, según las leyes de España, su mujer, Doña Juana y como el reinado del primero fué de tan corta duración, la influencia solapada de Francia en aquella situación sólo pudo tentar á ejercerse, mediante su ingerencia en las cuestiones, más de familia que de política, que existieron entre el rey padre D. Fernando y el consorte de la reina, ya considerada como falta de juicio, cuando por esta causa el archiduque y su padre el emperador Maximiliano creyeron que el esposo debía ser el árbitro del patrimonio de su mujer, y Francia les brindó su alianza a fin de levantarle contra el rey, su suegro, cuyo talento superior pudo desvanecer la nube negociando el concierto de Salamanca de 24 de Noviembre de 1505, por el que quedó sentado que la reina, su padre y su marido gobernasen los tres juntos, llevando el matrimonio los títulos mayestáticos y el rey Fernando el de gobernador perpetuo del reino. Pero lo que no pasó de tentativa en el breve período del gobierno de Felipe I, tomó ya otros caracteres, cuando llegado a la mayor edad el primogénito de aquel enlace, el príncipe-archiduque Carlos de Gante, determinó venir a España a tomar por sí las riendas de la Monarquía, y a la vez los electores del Imperio le aclamaron por Soberano. Dos movimientos casi simultáneos impulsaron en la Península los procedimientos clandestinos de la política francesa, cual si en la actualidad se tratase de socialistas, anarquistas, regionalistas, republicanos o cualquiera otra suerte de gentes levantiscas. Aquellos movimientos fueron el de las Germanías de Valencia y de Mallorca y el de las Comunidades de Castilla; uno y otro reflejando el carácter de una guerra social interior. Dominadas éstas, surgieron las guerras llamadas de rivalidad personal entre el rey Francisco I y el emperador Carlos V, en las cuales las armas francesas, ni dejaron de intentar toda clase de invasiones, empezando por la de Navarra, ni dejaron de promover contra su rival toda clase de alianzas. Vencidas en todas partes; sujetas por repetidos pactos siempre rotos, como de costumbre; sin fe en la guarda de ninguno de sus compromisos y atisbando sin pestañear la ocasión de nuevas agresiones, su perpetuo espíritu inquieto no dio la menor tregua a la guerra conti- nua en que sumergió a Europa, pudiendo contar una vez y otra vez con su apoyo descubierto, o con su velada connivencia los luteranos de todas las ligas del continente y los Barbarrojas de todas las piraterías del Mediterráneo. Cuando fatigado de tanta lucha Carlos V cedió a su hijo Felipe II la corona real heredada, con todos los feudos de la cuna y con todas las conquistas de la espada, y a su hermano el Infante D. Fernando los derechos del Imperio, Enrique II de Francia se propuso contrarrestar el poder del rey de España renovando contra él las alianzas hostiles, hasta con el Papa Paulo IV, para acometerle en sus Estados de Italia, y convirtiendo los de Flandes en un palenque siempre encendido en rebeliones y guerras devastadoras. No bastaron San Quintín y Gravelinas para contenerle más que un momento, mediante la paz pactada en Chateau-Cambresis, y si buscadas por Felipe II en los lazos matrimoniales con Isabel de Valois las garantías de concordia que ya su padre el emperador se había inútilmente propuesto cuando cedió á su hermana Doña Leonor al tálamo del rey Francisco, las connivencias hipócritas nunca cedieron de parte de Francia, ya con los que mantenían las guerras separatistas de las provincias unidas, ya en las marítimas con Inglaterra, ya en los levantamientos de los moriscos peninsulares de Granada y Ronda, de Aragón y Valencia, ya para impedir la incorporación de la corona de Portugal a la de España. También las naves francesas fueron con las británicas y las rebeldes de Portugal de las vencidas en las Azores. Cuando por los pactos establecidos y en su odio tradicional contra España, Francia no podía manejar la espada y el falconete en los campos de batalla, todavía la promovía hostilidades sin tregua en los círculos de la opinión, por medio de escritos infamantes, y para sostener estas campañas de descrédito no sólo acogió y tuvo a sueldo, sino incitó a sus viles acusacio- nes al ministro traidor Antonio Pérez, fugitivo del rigor de las justicias de Felipe II, promovedor de las agitaciones de Zaragoza y miserable calumniador de su rey y de su patria. Inseguro Felipe II de las facultades de su hijo y heredero para el manejo político de república tan vasta, y más inseguro todavía de la amistad sellada por Francia en el tratado de Vervins, dejó el campo de la vida a las incertidumbres del acaso y a los arcanos de la Providencia. En efecto, aquel reinado de Felipe III, que al parecer fué una gran tregua, y en realidad fué una gran crisis, si suspendió las armas con Holanda e hizo las paces con Inglaterra, dejó a Francia libres las manos ocultas con que sugirió al Duque de Saboya las empresas del Monferrato y a los grisones las aventuras de la Valtelina, y aun dentro de la Península, las nuevas insidias de los moriscos, con que no hubo otro remedio que acudir a la resolución radical de expulsarlos de las provincias en que moraban, para quitar a sus intri- gas famosas las madrigueras que tanto cultivaba de perpetuas perturbaciones. En esto de los moriscos, como antes en los movimientos de las Germanías y en las agitaciones de las Comunidades de Castilla, Danvila, posteriormente a Cánovas, pronunció la última palabra, y después de las investigaciones documentarlas hechas en los archivos de la Inquisición de Valencia, en el Archivo general, Municipal y episcopal del mismo reino, y en el general de Simancas, la participación a escondidas que Francia tomó en todos estos problemas de la historia, ha quedado tan probada y tan patente como algún día quedará la que le ha correspondido en todas nuestras convulsiones políticas interiores, desde la revolución de Aranjuez, en Marzo de 1808, hasta la de la última semana negra y sangrienta de Barcelona, hace dos años. Esto no es más que cuestión de tiempo y de investigación de archivos, cuando sean investigables los que ahora guardan los secretos actuales del Estado. Desgraciadamente, en nuestro país se repiten los hechos sin dejarnos ninguna enseñanza, ni estimularnos hacia aquella política de precauciones que siempre hubiéramos podido oponer a la tenacidad y consecuencia de la que con nosotros secularmente se sigue, sin modificarse jamás, del otro lado de las vertientes pirenaicas; y el reinado de Felipe IV da la prueba más convincente de la falta de conciencia nacional con que nuestro país vegeta siempre, no sólo esquivando su ayuda, sino hasta oponiéndose abiertamente a la acertada acción de nuestros poderes públicos, cuando de vez en cuando aparece un espíritu verdaderamente español y patriota en las altas esferas, desde donde se providencia la marcha perseverante del Estado. Después de los estériles resultados que dieron a la política española, así el matrimonio de Doña Leonor de Austria, la hermana de Carlos V con Francisco I, como el de la princesa francesa Doña Isabel de Valois con Felipe II, ningún problema político debió examinarse con más mesura que el de nuevos matrimonios de nuestros príncipes con los de la casa de Francia. Fué, por lo tanto, el primero y más grave error de la política del reinado de Felipe III, el ajuste del doble enlace de la Princesa Doña Isabel de Borbón con el Príncipe de la Corona y el de la Infanta Doña Ana de Austria con Luis XIII. Sin que éste último consorcio desarmase en París la política tradicional francesa contra España, el de Doña Isabel de Borbón con Felipe IV equivalió a meter en el tálamo real español todas las artes disimuladas de la intriga permanente de Francia. Aquel tálamo, no en la persona augusta de la Reina, sino en las de los que de allá venían bajo la diversidad de pretextos a que relaciones tan íntimas, al parecer, se prestan, fué desde la subida de Felipe IV al trono la cindadela intangible de un perpetuo espionaje contra España. Nada se intentaba en Madrid que en París no tuviese inmediata confidencia. Así el primer problema que Felipe IV y su ministro el Conde-Duque de Olivares tuvieron que afrontar, el del matrimonio de una princesa española, la Infanta Doña María, hermana del rey, con el heredero de la Corona británica, acabada de hacerse la unión de la de Escocia con Inglaterra, equivalente a la más estrecha alianza entre la monarquía española y la Gran Bretaña, alianza que habría perpetuado nuestra supremacía, así en el continente como en los mares, abortó de todo punto entre aquel océano de intrigas que Francia tejió por todas partes; en Roma, con el Papa Urbano VIII, en Bruselas, con la Infanta gobernadora Doña Isabel Clara Eugenia, en Madrid, con todo el partido de la reina Isabel; porque en España nunca hay opiniones concordes y la fuerza nacional ha de zozobrar en la red de las intrigas parciales; en Londres, con los astutos resortes de sus negociaciones taimadas, sembrando la desconfianza contra España, con lo que logró no sólo deshacer los pactos ya contraídos, sino hacer ocupar con una princesa católica francesa, el puesto que se quitó a la princesa española, precisamente por ser católica. El mismo Urbano VIII, que no permitió el matrimonio de la Infanta Doña María de Austria con Carlos I, aún Príncipe de Gales, por ser aquélla católica y éste protestante, ninguna repugnancia opuso al matrimonio de Enriqueta de Francia con el mismo Príncipe, a pesar de que éste no había abjurado de sus creencias, como se le exigía para contraer el matrimonio español, y de que la princesa Enriqueta de Francia presumía de ser tan católica como nuestra Infanta española postergada. La guerra de la independencia de la Valtelina, la sucesión del ducado de Mantua, la ruptura de la tregua con las provincias de la Neerlandia, todo problema político que en Europa se planteaba, ofrecía á Francia ocasión para mover sus armas contra España. Todos los incidentes de las guerras político-religiosas de los treinta años en Alemania le prestaban propicia coyuntura para ajustar alianzas y más alianzas, aunque con la apariencia de hostiles A la casa de Austria, en realidad contra España. Y no bastándole tener levantados con sus artimañas contra Felipe IV y su gran ministro D. Gaspar de Guzmán, y en liga permanente, a los reyes de Inglaterra, Dinamarca y Suecia, a la república de Venecia, al duque de Saboya, al conde Palatino, al duque de Weimar, al marqués de Brandeburgo, a las ciudades anseáticas, al círculo inferior de Sajonia, a los calvinistas de Alemania y a los Estados rebeldes de Holanda, y presentar a la vez la Italia española acometida por la Valtelina y el genovesado, amenazando a la vez los Estados de Milán y de Nápoles, las costas de España y las islas del Océano asediadas por 130 navíos de Inglaterra, y en Flandes sitiadas sus más importantes plazas con ejércitos formados de franceses, ingleses, daneses y suecos, mas los contingentes de las provincias unidas, invadida y tomada la bahía de Todos los Santos en el Brasil y en otros puntos del mar del Sur en las Indias y hostilizado a la vez cuanto el pabellón español cobijaba en Asia, África, América y Europa, todavía en la Península se intentaban desembarcos en Cádiz y en Lisboa, invasiones en Cataluña, Navarra y Guipúzcoa, y por último, terribles movimientos separatistas en Flandes con el duque de Friedland, en Nápoles con Massaniello, en Portugal con el Duque de Braganza, en Andalucía con el de Medina Sidonia, en Aragón con el de Híjar, en Cataluña con los segadors que asesinaron al virrey Conde de Santa Coloma, mientras los libros, los folletos y toda suerte de publicaciones nos infamaban con sus calumnias, haciendo tan cruda e inexorable la guerra de opinión contra nosotros, como la guerra de la diplomacia y de los ejércitos coligados. En esto se sustancia toda la política de Francia respecto a España, asi después de los matrimonios de Isabel de Borbón con Felipe IV y de la Infanta Doña Ana con Luis XIII, como después, habiendo de venir más rigurosas enemistades, al negociarse los terceros matrimonios de la isla de los Faisanes, que tras el triste reinado de Carlos II todavía habían de producir nuestra casi total reducción a una mera provincia de Francia, habiéndose por la política de Luis XIV cultivado antes proyectos de extinción y repartos de la monarquía española, cuando la anarquía interior que se había logrado introducir en nuestro país y con que España había estado devorándose a sí misma, desde la caída del Conde-Duque de Olivares, por el resto del reinado de Felipe IV, durante toda la regencia de Doña Mariana de Austria y durante todo el reinado del Augustulo de esta casa, hizo dictar a éste en su testamento para un nieto de Luis XIV la sucesión de su trono. Desde la caída del Conde-Duque de Olivares comenzaron las desmembraciones territoriales: la guerra era continua y cada tratado de paz que se negociaba se llevaba los pedazos atropellados de nuestro poder. El de Westfalia no lo suscribió Francia, al reconocerse la independencia de Holanda; pero en el de los Pirineos, con la mano de la Infanta María Teresa para Luis XIV entregamos al rival vecino todo el Artois, varias ciu- dades de Flandes, el Rosellón y parte de la Cerdaña. Aquel infausto matrimonio, a poco de morir Felipe IV, empezó a dar pretextos de nuevo a Francia para promover nuevas guerras, nuevas invasiones y nuevos tratados de paz, y en el de Aquisgran, España le cedió todo lo que por aquellos medios se nos había conquistado en Flandes, y en el de Nimega, el Franco Condado y nuevos territorios belgas, pudiéndose considerar el de Ryswick como una verdadera irrisión de la suerte afrentosa en que nos ponía la especie de conmiseración hacia nosotros que lo produjo, a cambio de sujetarnos al yugo de que todavía en los dos siglos sucesivos no nos hemos podido emancipar. El cuadro desconsolador que queda resumido es el que forma el plan y el desarrollo interesantísimo del Bosquejo liistórico de la Casa de Austria del señor Cánovas del Castillo: libro de una importancia y de un interés supremo, y cuyo conocimiento, cuya vulgarización y cuyas enseñanzas debieran decretarse en todas las escuelas para que el alma de la juventud en las nuevas generaciones fuera formando esa conciencia nacional ilustrada de que frecuentemente vemos con pena carecer hasta a la mayor parte de los que en las altas jerarquías del Estado politicamente nos dirigen. Una de las ventajas que ofrecen los estudios profundos de la historia, es que con su conocimiento perfecto casi se pueden prevenir los sucesos, que en la vida de los pueblos, como en la vida de los individuos, mudando sólo de los accidentes de la ocasión, siempre se repiten. ¿No es siempre una misma la política de Francia respecto a España, para mantenernos en el interior divididos y en anarquía permanente, y en el exterior olvidados, impotentes y desatendidos? ¿No es siempre una misma la política que labra en el mundo el desconcepto de nuestro nombre por medio de la guerra de opinión? El problema de Marruecos, que en este momento se discute, da la norma de lo primero; el eco de la semana sangrienta de Barcelona y del proceso del asesino solapado Ferrer la de lo segundo; respecto al cuadro de la anarquía interior, atizada desde la otra parte de nuestras fronteras, no hay que ver más que el espectáculo que nos ofrece de continuo en nuestra patria el socialismo, el regionalismo, el anarquismo, reproduciendo siempre, bajo la acción de las influencias de fuera, las guerras políticas parciales que nos habían devorado en la continuidad sin tregua de las revoluciones y de las guerras civiles de todo el siglo XIX, que comenzó con una invasión francesa y acabó con el último despojo de nuestras últimas colonias y el tratado ignominioso de París. Van estas líneas encaminadas á poner en su punto el Bosquejo histórico de la Casa de Austria, del señor Cánovas del Castillo, al deberse a uno de sus más ilustrados deudos la reproducción hasta patriótica de un libro que, ennobleciendo tanto la memoria de su insigne autor, estaba llamado a desaparecer, dadas las circunstancias en que por vez primera se dio á luz en una publicación que fué desde casi sus comienzos interrumpida, y del que, por acaso, pudo salvarse el centenar de ejemplares de que se hizo edición separada, mas del que, como antes se ha dicho, debiera preceptuarse en las escuelas como Catecismo de la conciencia nacional para inculcarlo en las almas de la juventud; y a muchos parecería osado ingerir aquí nociones de otras obras que, aunque con la de Cánovas del Castillo confluyen a un mismo patriótico objeto, que aunque empalmadas en su propio magisterio, al cabo carecen de la grandeza de las concepciones de tan gran maestro. Pero al que estas líneas escribe no puede menos de ser propicio el momento para sentirse enorgullecido de haber también, en su modesta esfera, contribuido a hacer patentes en algunos de sus obscuros escritos muchos de los principios de la política salvadora que de los de Cánovas del Castillo se deducen en obras como las de Cánovas del Castillo trabajadas con la cultura de la más extensa y sana documentación. Al tomar asiento el que esto escribe en el senado de la Historia patria, en la Real Academia de la Historia, como su individuo de número, siguiendo la costumbre establecida, tuvo que elegir un tema para el obligado discurso de recepción, y este tema fue el de los Dogmas fundamentales y permanentes de la política exterior de España, establecidos por Fernando V de Aragón al constituir la unidad de la Monarquía Española. Claro es que en estos dogmas las relaciones que hubieron de ser más estudiadas fueron las de España con Francia, tomando por modelo la que siguió en todo el curso de su historia la monarquía aragonesa, en perpetua lid de rivalidad con aquélla, y cuyos aciertos la dieron por tantos siglos el cetro político y comercial del Mediterráneo, cuando el Mediterráneo era el único mar de la civilización. Constante siempre en el estudio de los problemas internacionales de España, que no podían referirse, respecto al resto del continente, sino a Francia, nuestra vecina y rival, o a Italia, nuestra hermana, cuyos destinos han corrido secularmente parejas con los nuestros, ó á Inglaterra, que por algún tiempo pudo prestarnos su frontera de inmunidad en el mar, o a Alemania, que permanentemente debiera constituir nuestra frontera de seguridad, uno de los primeros temas a que debió dar la preferencia de sus estudios fué el de las ya referidas Guerras seculares de opinión contra España y las desmembraciones de esta monarquía, opúsculo que vio la luz pública en La España Moderna del 1.° de Noviembre de 1905. Recordando el origen de estas guerras de opinión contra España, desde el advenimiento de Carlos de Gante a ceñirse la corona de los Reyes Católicos, a la que añadió los engarces de la corona del Imperio y de las conquistas del Nuevo Mundo, por todo el reinado de Felipe II, que hizo pesar su cetro sobre toda Europa, así con las providencias de su política como con la grandeza de sus victorias; y, finalmente, al llegar al trono Felipe IV por aquel conato de restauración del antiguo poder, que siempre coronará de inmarcesibles laureles la frente de aquel monarca y de su gran ministro, aunque al cabo la suerte no correspondiera en definitiva a la constancia de sus esfuerzos; yo pinté en aquel cuadro las máximas contra España sembradas diestramente en Inglaterra por el insigne filósofo y político lord Francis Bacon de Veruliano en sus opúsculos titulados Consideraciones políticas sobre la guerra contra España y Disertaciones sobre la verdadera XXIX grandeza de la Gran Bretaña. Escritos a raíz del desaire hecho en Madrid al Príncipe de Gales, que fué después Carlos I de Inglaterra, en la cuestión de su casamiento con la Infanta Doña María de Austria, deshecho, como ya se ha dicho, por las intrigas de Francia en connivencia con el Papa Urbano VIII y la Infanta Doña Isabel Clara Eugenia, Gobernadora de Flandes, temerosa de que para el dote de su sobrina se la despojase en favor de Inglaterra de aquel Gobierno, jactábase en ellos lord Bacon «de haber sido Inglaterra la que había descubierto la inanidad de la potencia de España y puesto patente su vulnerabilidad por todos lados y su inconsistencia para mantener sus propias empresas», después de la sorpresa que la armada del conde de Lest produjo sobre Lisboa y Cádiz, donde logró hacer un desembarco y ganar, aunque por pocos días, la torre del Puntal. Al fin formulaba un plan general de destrucción del poder de España en Europa, que fué completado después en Alemania y Suecia por otro pensador y tratadista eminente, Samuel Puffendorf. Todavía fué adicionado en las querellas de Francia por el obscuro abogado de Auxerre, Christophe Baltazar, escribiendo en 1625 otros dos opúsculos, el titulado Des usurpations des Rois d'Espagne sur la Couronne de France y el que denominó Des commeneement, progrés et declin de las Monarchie française et droits des rois de France sur l'Empire, en que fijó los puntos permanentes de la política de Francia contra España, hasta reducirla á la órbita de su absorción. Desde entonces toda la literatura política francesa del resto del siglo XVII únicamente se redujo a la infamación de nuestra patria y a la disputa eterna de los derechos de Francia sobre todo lo terrestre y todo lo imaginable, así lo humano como lo divino; y así se escribieron libros como el de La antipatía de españoles y franceses, y otros semejantes contra los que fué inútil ue el Conde-Duque de Olivares hiciera adelgazar en oposición las plumas del Obispo de Iprés, Cornelio Jansenio, del marqués Virgilio Malvezzi, y de otros publicistas italianos, belgas y españoles, pues la guerra de opinión contra España constituía otra segunda alianza de las intrigas de Francia, tan honda, tan subsistente, que todavía, después de tres siglos, tampoco ha logrado disiparse. Dígalo el escándalo producido en todo el continente, en Francia, en Bélgica, en Italia, en Dinamarca por el proceso Ferrer como consecuencia de las salvajes hecatombes de Barcelona, promovidas y organizadas por él. Claro es que en esta guerra de opinión suscitada en aquel tiempo, uno de los tiros más directos iban a dar en el blanco del ministro que bajo el cetro de Felipe IV llevaba la dirección de la política resistente de España, D. Gaspar de Guzmán, Conde-Duque de Oli- vares. El torrente del descrédito que en esta lucha, en que desde el tálamo real se hizo tomar parte a aquella oligarquía española que con el Duque de Braganza se había alzado con Portugal, que con el Duque de Medina Sidonia y el Marqués de Ayamonte, trató de alzarse con Andalucía, que con el Duque de Híjar, el Marqués del Valle de la Sagra y el General D. Carlos Padilla, trató de alzarse con Aragón, y que coadyuvó al levantamiento de Cataluña, aunque no logró igual éxito en el que se intentó también en Navarra, fué tan profundo, habiéndole remachado aún más la caída del ministro, que habiendo llegado, al cabo de tres siglos, ponderado hasta nosotros en todas sus artificiales proporciones, hasta a hombres tan razonadores e ilustres como Cánovas del Castillo, alcanzó por algún tiempo inocularse en los conceptos admitidos y consagrados por el tiempo, hasta que al cabo el estudio, la testifi- cación documentarla, el análisis de sus acciones, acabaron por arrancarle la venda de los ojos. Pocos personajes han estimulado más la atención crítica del Sr. Cánovas del Castillo, como el Conde Duque de Olivares. Cuando en 1854 escribió el Sr. Cánovas la Historia de la decadencia de España, ninguna conmiseración tuvo con él. Todos los historiadores, así extranjeros como nacionales, habían extremado los conceptos de su escaso valer, y de la responsabilidad personal que le tocaba en los desdichados éxitos del reinado de Felipe IV. Desprevenido entonces, y aceptando sin otro examen los juicios canonizados universalmente, también cayó sin cautela en el antipatriótico error. Mas después de aquel ensayo, se enfrascó en el estudio directo de cada uno de los hechos y de cada uno de los personajes que habían merecido tan duras sentencias de la historia, y cuando en las Relaciones de los embajadores vénetos, escritas con absoluta sinceridad, vio aquellos juicios enteramente modificados y hasta en oposición con los corrientes admitidos, ya en el Bosquejo histórico, presentó al gran ministro de Felipe IV con otras líneas muy distintas, y cuando después escribió sus Estudios del reinado de Felipe IV y la revolución de Portugal, la figura del Conde-Duque de tal manera se había agigantado en su ilustrada y justa crítica, que un crítico de esta última obra, el Sr. Rodríguez de Armas, en el artículo que publicó en La Época del 28 de Agosto de 1897, ya decía: «Después de haber examinado muchos historiadores, meditamos recordando las reflexiones de Cánovas, y desaparece el engaño en que estábamos y comprendemos bien las causas de nuestras desgracias. Aquel cuadro, pintado por todos, donde resaltan un rey libertino y un privado imbécil, como fuentes casi únicas de nuestro decaimiento, no es más que una mentira. En el cuadro de Cánovas, Felipe IV y Olivares alcanzan una vida nueva, alumbrada por juicios justísimos. El desgraciado Conde-Duque de Olivares, que ha merecido la execración perenne de los españoles, aparece muy distinto de como le concebíamos. Todos se empeñaban en acumular defectos sobre él para convertirle en la causa de nuestra ruina. Sus contemporáneos influidos de fuera, y comenzando por la reina Isabel, le profesaban un odio injusto, y Cánovas, para describir las buenas condiciones que, por el contrario, le adornaban, ha recurrido a los textos originales de los que por sus cargos estuvieron cerca de él y pudieron conocerle a fondo. Además de la opinión de los embajadores venecianos Mocénigo, Córner y Justiniani, que también insertó el Sr. Cánovas en el Bosquejo histórico de la Casa de Austria, cita las de Francisco de Meló, Eri- ceyra, el nuncio Sachetti y Bassompiére. Todas estas personas, que no estaban ligadas al Conde-Duque de Olivares por afectos o intereses, lo presentan en la integridad de toda su pureza y de todo su valer. ¡Cuan diferente el Olivares que todos describían al que muetra Cánovas con textos irrefutables á la vista! En vez del privado adulador, el ministro indómito que impone con firmeza sus opiniones al monarca; en vez del valido adocenado, el gobernante que se desvive por reunir dinero y tropas para la guerra, desplegando laboriosidad infatigable para acumular elementos en Flandes, en Fuenterrabía, en Cataluña y en Portugal, en medio de invasiones extranjeras, formidables insurrecciones interiores, carencia de recursos e intrigas palaciegas para destruirle; en vez del acicate de diversiones y festejos, el político incansable que se queja de tener que asistir a ellos robando tiempo a los negocios públicos, cuando había que luchar con tantos inconvenientes, con tantos problemas y con tantas dificultades. No era, no, Olivares un hombre vulgar, aun cuando fracasaran muchas de sus empresas. No se estrelló ante frágiles obstáculos, sino ante empeños inmensos. En las desgracias nacionales, Olivares sólo fué la víctima expiatoria de los errores de todos los que con él hubieran debido salvar la nación.» En otro de mis estudios, La labor político-literaria del Conde-Duque de Olivares, publicado en la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos de Agosto y Septiembre de 1904, resumí en breves términos aquellas providencias hercúleas del ministerio del Conde-Duque de Olivares, cuando viendo atacado el poder español por la conflagración de toda Europa, movida por Francia, y la hostilidad simultáneamente abierta en toda la extensión de los dispersos dominios españoles, sin recursos pecuniarios, pues la Hacienda se hallaba agotada, sin soldados, porque los soldados ilustres del siglo anterior se habían concluido, se vio obligado a improvisar, e improvisó en efecto, guarniciones numerosas con que defender en la Península las fronteras de Aragón y Cataluña, presidiar a Perpiñán, Barcelona y Valencia con las costas de Murcia y Cartagena, poner en pie de guerra las de Granada y Málaga, socorrer a Gibraltar y Cádiz, dotar de tropas fieles a Lisboa y Galicia, formar un cordón militar en el señorío de Vizcaya y provincia de Guipúzcoa, fortificar los pasos y cindadelas de Navarra, reforzar las Terceras, Canarias y Baleares, juntamente con todas las fronteras de África, proteger los dominios del Nuevo Mundo con las escuadras del mar del Sur y acudir a Flandes con 70.000 hombres, con otros 70.000 a la Lombardía, con 12.000 al Genovesado, con 20.000 a las islas de Cerdeña, Ibiza y Menorca, guardar las costas y fronteras de Nápoles con 30.000 infantes y 40.000 caballos, socorrer con otros 3.030 a Sicilia, artillar todas las plazas marítimas de la Península, dando el gobierno militar de Galicia a D. Pedro de Toledo Osorio, marqués de Villafranca, el de Gibraltar al Duque de Arcos y a don Luis Bravo de Acuña, el de Murcia al marqués de los Veléz, el de Portugal al marqués de la Hinojosa, a don Fernando Girón el de Cádiz, el de Málaga a D. Pedro Pacheco, a D. Juan de Velasco y Castañeda el de las Cuatro Villas, a D. Francisco de Irizazabal el de Canarias, el de las Terceras a D. Iñigo de Mosquera, y así todos los demás gobiernos militares, a la vez que se armaban dos gruesas armadas en los dos mares que bañan la Península y se reforzaban con 20 galeras las costas de Flandes y con 56 las del Brasil, y se estacionaban 52 galeones en Lisboa, ocho en Genova, 12 en el mar del Sur y otros tantos en el Plata, en Nueva España y en Santo Domingo, y se ponían por cabos de todas estas fuerzas los generales más insignes por mar y tierra que hasta entonces se habían distinguido. Todos estos elementos se fueron extinguiendo en veinte años de una lucha continuada, sin quedar arbitrios materiales para su reposición. ¿Fué esto culpa del CondeDuque de Olivares, tan injustamente vilipendiado, para producir su caída y para condenar a perpetuidad su memoria? Dos casos semejantes de caídas de grandes ministros contiene la historia moderna de España, en cuya similitud no se puede menos de reflexionar profundamente: la del Conde-Duque de Olivares, tejiéndose la opinión hostil para derribarle por los manejos franceses en el tálamo mismo de la esposa de Felipe IV, y la caída, al comenzar el siglo XIX, del ministro universal del rey Carlos IV, el Príncipe de la Paz, tejiéndose la intriga para derribarle, por la influencia francesa, en el cuarto del heredero de la corona, el Príncipe de Asturias, Fernando VII, destinado también a su vez a ser destronado para fundar una nueva dinastía francesa en la Península. La semejanza de estos dos casos, ambos movidos por la influencia de Francia, no puede menos de traer a la memoria el de otros dos sucesos de índole análoga, siempre bajo la presión de la influencia de Francia: el de las rebeliones de D. Sancho IV contra su padre el rey D. Alfonso, el Sabio, cuando éste intentó reivindicar para sí sus derechos a la corona imprial, y el del luctuoso drama de Montiel entre el rey D. Pedro de Castilla y su hermano D. Enrique de Trastamara, cuando el primero quiso estrechar sus alianzas con Inglaterra. Todos los vencidos de estos acontecimientos históricos sufrieron, además del golpe que les produjo su desgracia, la guerra de opinión que a su reputación se hizo a la vez para que quedasen perpetuamente inhabilitados ante el juicio de la historia; el rey D. Alfonso por débil de carácter y desacertado en su gobierno, D. Pedro de Castilla por arbitrario, altanero y cruel, el rey Felipe IV y su ministro D. Gaspar de Guzmán por entregados a vicios y placeres e incapaces para representar el papel que cumplía a su alta posición, y Carlos IV y el Príncipe de la Paz por insuficientes, indoctos y hasta imbéciles. Así está hecha todavía la historia de España, y así continuamos siendo todavía los amigos, los aliados de Francia! La obra de Cánovas del Castillo, de que el Bosquejo histórico de la Casa de Austria no es más que un plan y un resumen, no es solamente la producción de un gran trabajo histórico, al que se le concede los honores de la erudición en que abunda y de la rectificación a que aspira; la obra de Cánovas del Castillo, aunque desgraciadamente limitada al plan y al resumen que el Bosquejo representa, es una obra grande e inmortal de un gran hombre de Estado y de un gran patriota. Como obra de hombre de Estado es un tra- tado vivo de alta economía que debieran aprender de memoria, para que sus ejemplos siempre sirvieran de norte a los actos de gobierno, todos los que se encumbran a la posición desde donde se dirigen los destinos de una gran nación; como obra de un gran patriota su lectura debiera estar recomendada hasta en las aulas, para que la juventud que en ellas se instruye formara en sus doctrinas esa fe en la patria que constituye lo que yo llamo conciencia nacional. Sin tener esta conciencia no puede existir espíritu de unidad, y sin espíritu de unidad no hay patria posible. Este es el único valladar que en el momento actual, cuando se discuten nuestros intereses en Marruecos, esa frontera de nuestra seguridad que debiera ser intangible para todo poder extranjero, este es el único valladar que siempre España debiera oponer a las pretensiones de Francia contra nosotros; con este valladar hicieron una España grande y respetada Fernando V de Aragón, Carlos V el Emperador y el gran Felipe II.
Juan Pérez de Guzmáx y Gallo. De la Real Academia de la Historia. Madrid, 12 de Octubre de 1911
DIVIDIDA
ESPAÑA en cortos Estados independientes, desde la invasión de los musulmanes
hasta las conquistas de Granada y Navarra, y la incorporación definitiva de
Aragón a Castilla, no aparece como un gran poder en la historia, sino durante
los reinados de la casa de Austria. Son ellos, ciertamente, los que la han
hecho intervenir más en los negocios políticos de Europa y en el movimiento
general de la civilización. Ni las épicas hazañas de los catalanes y aragoneses
en Oriente, ni la maravillosa restauración de los Estados Pontificios por el
cardenal Albornoz y algunos clérigos y soldados castellanos; ni las conquistas
de Sicilia o Cerdeña por D. Alonso y D. Pedro; ni la dominación misma de otro
D. Alonso en Nápoles, fueron hechos que pudieran llamarse nacionales y
asegurasen a España duradera importancia. Lo único que logramos con eso fue dar
a entender las altas calidades militares y políticas que a la sazón poseíamos y
que éramos capaces de alcanzar mayores destinos de los que la Península por sí
sola ofrecía. Ya los Reyes Católicos figuraron gloriosamente en el mundo; pero
no era su poder el de una nación todavía, sino más bien el de una alianza entre
las principales naciones peninsulares; y sus armas no pasaron de los confines
de España, la costa de África, los límites meridionales de Italia a las
primeras islas exploradas del Nuevo Mundo. Al advenimiento de la casa de
Austria es cuando forma ya España una nación permanente; y entonces es cuando
recorren nuestras armas y naves todo el globo, y median nuestros hombres
políticos en todas las grandes controversias humanas. Desde su extinción, en
Carlos II, vuelve a encerrarse nuestra actividad en la Península; y aunque
ciertas expediciones felices a Italia y África, o la necesidad de la propia
defensa en la Península, alguna vez ponen á prueba nuestro valor militar
todavía, lo cierto es que Europa y el mundo marchan ya siempre, en adelante,
sin sentir nuestra oposición o nuestra ayuda, pasando a ser indiferentes de
temibles que éramos o aborrecidos. No ha habido, pues, grandeza para nosotros
sino en los días de la monarquía austríaca; y siempre entenderán los hombres,
cuando se hable de la decaída España antigua, que tratan de la que heredó
Carlos I, y comenzó a desmembrarse en manos de su biznieto el cuarto Felipe. Ni
antes ni después de aquella época ha sido otra cosa España que un rincón del
continente europeo, más o menos unido, mejor o peor gobernado, pero aislado, de
todas suertes, e incapaz de disputar siquiera el primer lugar de las naciones.
Lo poseímos o lo disputamos siempre, durante los reinados de la casa de
Austria, y habría sido una locura pretenderlo, ni antes de su advenimiento, ni
después de extinguida. Ha sido, por tanto, una figura retórica, que conviene
dar al olvido, antes de leer estas páginas, lo de llamar desdeñosamente
paréntesis de nuestra historia á los reinados de la casa de Austria. No fue
aquel, en verdad, un accidente, sino el apogeo mismo de nuestra historia. Mas
no se piense, por lo dicho, tampoco que juzguemos su grandeza pasajera como un
bien útil para la nación española. Ni los individuos ni las naciones logran á
la larga ventajas, levantándose más que consienten sus condiciones propias. Por
eso, al tratar no ha mucho de la superioridad militar de los españoles en
aquellos tiempos, hizo el autor de este libro reflexiones, que repetirá aquí en
los propios términos, para no ejecutar dos veces inútilmente, un trabajo mismo.
Ni la singular situación (decía ya entonces), que esta Península ocupa al
extremo de Europa, y cerrada su comunicación con el continente por una nación
más poblada, mucho más fértil y de muchos más recursos siempre; ni las
condiciones ingratas de nuestro suelo, por lo general destemplado y seco; ni la
devastación forzosamente causada por ocho siglos de una guerra intestina, como
fue al fin la que sostuvimos con los moros españoles, y por aquellas grandes
inundaciones de bárbaros, que no en ejércitos, sino en tribus y razas enteras,
sucesivamente, vinieron de todas las vastas regiones de África a caer sobre la
Península, brindaban á la monarquía de los Reyes Católicos con el primer puesto
del mundo, en el orden natural de las cosas. Enlaces, al parecer ventajosos
hicieron una parte, y otra las armas; pero nuestras conquistas de Sicilia y de
Nápoles, nuestros hechos en el Milanesado, en Alemania, en Flandes, no fueron
más que aventuras gloriosas. Y el empeño tenaz con que procuramos retener luego
lo que, casi por azar, adquirimos en aquellas partes, si de suyo fue heroico,
y, dado el temple duro de nuestro carácter nacional, inevitable, no dejó de ser
por eso impolítico y funesto. Hay cualidades que pueden honrar a los individuos
y perder a las naciones: cualidades que para los individuos mismos son de
ordinario fatales, aunque respetables siempre y loables, si se quiere, en
ocasiones. De estas mostraron no pocas durante la casa de Austria, como las han
mostrado en todo el curso de la historia los españoles. Seducidos, en el
entretanto, por los encomios exagerados de los geógrafos griegos y latinos, que
solían conocer solo de España algunas cortas porciones, ya, cual hoy,
favorecidas y excepcionales, los críticos extranjeros han concedido siempre más
estima en España a la tierra que al hombre que la puebla, cuando lo contrario
es lo justo en nuestro concepto. Inútil fue para destruir esta opinión, en los
siglos pasados, el testimonio de los pocos viajeros que por sí mismos vieron
las cosas y las tocaron con sus propias manos. Desde 1465 a 1467, y antes, por
tanto, que comenzase a intervenir constantemente España en los negocios
generales del mundo, recorrió todo el centro de la Península, así como muchas
provincias de Inglaterra o Francia, el barón León de Rozmital,
noble de Bohemia, el cual ha dejado de estas peregrinaciones una curiosísima
relación latina. No hay más que recorrer ligeramente sus páginas para observar
que había ya diferencia bastante entre la riqueza de estas últimas naciones y
la de la Península española. Desde que aquel discreto observador entró en
Castilla hasta Segovia, y de aquí a Portugal, por Salamanca, apenas dejó de
hallar ya a su paso campos incultos, dice unas veces, y escribe otras:
romerales, maleza, monte bajo, cuando más, por dondequiera, excepto en las
vecindades de la sierra de Guadarrama, donde, mejor aun que ahora, crecían á la
sazón bosques incomparables de pinos. De Medina del Campo en adelante, por un
espacio muy largo, decían ya literalmente aquellos viajeros antiguos, como han
podido decir hasta nuestros días, cuantos han recorrido los propios sitios.
Vueltos a entrar en España por Mérida, hallaron de nuevo delante de sí un
desierto, vestido de aromosas hierbas, los cándidos, y sin duda verídicos,
viajeros. De allí á Zaragoza, por Madrid y Guadalajara, sólo admiraron algunos
bosques entre Medellín y Madrigalejos; viñas y olivos
en Talavera, o en los pantanosos alrededores de Zaragoza misma; frutas
abundantes hacia Calatayud y la Almunia, por las tierras que fertilizaba ya el
Jalón, como hoy en día. Viñas y huertas distinguían ya también los campos de
Lérida de los grandes desiertos aragoneses. Y en Barcelona, asimismo, hallaron
ya los viajeros al laborioso catalán, a quien ellos reputaron, sin embargo, por
más díscolo y cruel, que a cuantos hombres de naciones bárbaras hubiesen
conocido hasta entonces, plantando en las cercanías de su altiva y comerciante
ciudad copiosos bosques de palmeras, y contestando a los que se sorprendían de
verle cultivar frutos que necesitaban cien años para ser gozados, que él quería
dejar a sus descendientes, los mismos bienes que de la previsión de sus
predecesores había recibido. Poco diverso se ve, en suma, que era del estado
material de España, cincuenta años hace, el de entonces. Bástenos ya añadir a
lo expuesto que en igual situación que Rozmital debió
de hallar la Península, hacia 1506, el embajador veneciano Vicenzo Quirini, puesto que calculó en solo 250.000 el número de
los vecinos que habitaban las ciudades, villas y aldeas de la corona de
Castilla; los cuales vivían con todo eso, a lo que cuenta, miserablemente. De
seguro la diferencia entre otras naciones y España no era tan grande en la
época aquella cuanto es ahora, después de los tristes siglos de tiranía y superstición
por que hemos pasado; pero no puede negarse que la hubiese ya, bien que
calurosamente negada por los españoles de entonces. Y lo cierto es, en fin, que
únicamente la individual superioridad de los españoles, y en especial de sus
soldados, puede explicar hoy el que las pobres y pequeñas naciones, unidas en
la Península, predominaran siglo y medio sobre tantas otras más ricas y
pobladas, y más fuertes en todo que ellas.
Partiendo de
estos hechos es como puede juzgarse con imparcialidad á la casa de Austria en
España; y por lo mismo no hemos titubeado en copiarlo al pie de la letra, en
los precedentes párrafos. Cinco, entre todos, fueron los reyes austríacos, y de
ellos tratará brevemente este libro, aspirando más bien que a presentar en
inútil resumen los sucesos militares o políticos, a describir el carácter y
calidades de los diversos príncipes; la forma y tendencia del gobierno de cada
cual; las principales consecuencias, por último, así internas como externas que
su reinado produjeron. Esto parece lo más apropiado al objeto y dimensiones de
la presente obra.
I
FELIPE I
FUÉ EL
PRIMERO de la dinastía austríaca, que en España se llamase Rey, D. Felipe I.
Era hijo este príncipe del emperador Maximiliano I y de María Carolina de
Borgoña, hija heredera del famoso Carlos el Temerario; y había nacido en la
ciudad de Brujas, en Flandes, á 24 de Junio de 1478. Muerta su madre, heredó de
ella los Estados de Borgoña y Flandes; y, habiendo entrado en alianza el
emperador, su padre, con los Reyes Católicos, durante las guerras de Italia,
quisieron afirmarlas ambas familias concertando dos matrimonios: el uno, entre
D. Felipe y la infanta Doña Juana, que no podía pensar aún en ser sucesora de
sus padres, y el otro, entre el príncipe heredero de Castilla y Aragón, Don
Juan y la archiduquesa Margarita, hermana también del archiduque. Seguidas
sobre esto las negociaciones en 1495, por Agosto del año siguiente, salió ya
del puerto de Laredo una escuadra castellana al mando del almirante de
Castilla D. Fadrique Enriquez, compuesta de veinte
naves con más de tres mil hombres á bordo, para conducir á la infanta Doña
Juana á Flandes y traer á la archiduquesa a España. Ratificáronse las bodas entre Don Felipe y Doña Juana en Lille el 20 de Octubre del mismo
año, dándoles el arzobispo de Cambray la bendición nupcial. Bien que la infanta
española comenzase pronto á recoger sinsabores de su matrimonio, pasaron al
principio bastante tranquilos sus días en Flandes, hasta que, llegadas allá
sucesivamente las nuevas de la muerte del príncipe de Asturias D. Juan, de la
infanta Doña Isabel, hija primogénita de los Reyes Católicos, y del tierno
infante D. Miguel, hijo de la última, fue llamada a más alto lugar, recayendo
en ella el derecho y la sucesión de los reinos de Aragón y Castilla. Ocurrió
esto en el año 1500 precisamente. Tenía Doña Juana, nacida en Toledo a 6 de
Noviembre de 1479, la corta edad de diez y siete años cuando contrajo matrimonio;
pasaba por ser tan parecida á la madre de Don Fernando, que éste la llamaba por
burlas madre, y suegra Doña Isabel; y si hubiéramos de creer al embajador
veneciano Quirini, que la conoció en Flandes, era
bastante hermosa entonces, así como por el testimonio de Luis Vives, se sabe
que aprendió de niña el latín perfectamente y gozaba de muy buen ingenio. Dió origen a sus primeros sinsabores su carácter extremadamente
celoso, cosa en que están conformes cuantos la conocieron. Molestaba, según Quirini, al archiduque con los tales celos, por manera que
no hallaba forma el infeliz marido de apaciguarla; hablaba poco y no mostraba
afición a nada; manteníase los días enteros encerrada
en su cuarto, consumiéndose á solas en su propio tormento; huía las fiestas,
los solaces y los placeres; aborrecía, sobre todo, la compañía de mujeres, flamencas
o españolas, viejas o jóvenes, de cualquiera condición o estado. Confirma, no
obstante, el veneciano el dicho de Luis Vives, de que era a ratos mujer
discreta, y fácilmente aprendía cuanto se la enseñaba, mostrándose en las pocas
palabras que decía, oportuna y grave. De las cualidades naturales del
archiduque son varias las opiniones, aunque predominen con mucho las que le
favorecen menos. A creer al embajador antes citado, no sólo era hermosísimo de
persona, que en esto todos convienen, gallardo justador y diestro jinete, sino
que era también muy apto para la guerra, muy sufrido en los trabajos, de'
índole naturalmente buena, magnífico, liberal, afable, tan llano con todos, que
apenas conservaba el soberano decoro, amantísimo y celosísimo de la justicia,
religioso y firmísimo en sus palabras, de tal ingenio, en fin, que en un
instante comprendía las materias más arduas. Aquel embajador, en suma, que le
acompañó muchos meses por mar y tierra en sus viajes, no le halló otros
defectos que el de ser de carácter irresoluto, lo cual le inclinaba a fiarlo
todo en su consejo, y el de ser facilísimo en dar crédito a cuanto le decían
sus amigos. Opuesto casi en todo es á éste el juicio que de él formaron los más
de los españoles. Desde luego, y aunque pecasen de excesivos, los celos de Doña
Juana nada tenían de infundados. Era en realidad tan dado á las mujeres el archiduque,
que escandalizó a Castilla en los pocos días que en ella reinara, con los
excesos que cometió en este punto, favorecido por la vil complacencia de sus
amigos y cortesanos, y señaladamente por el famoso D. Juan Manuel, hombre
pequeño de cuerpo, pero de ingenio grande como Mariana dijo, depravado y turbulento.
También parece cierto que no amó nunca el archiduque á su esposa, o porque los
celos de ésta desde el principio le mortificaran con exceso, o porque ella no
tuviese muchos atractivos, que es lo que dan á entender sus retratos, á pesar
de la favorable apreciación de Quirini. Bastara, por
lo demás, con que se dejase llevar de los consejos de los que le rodeaban, y
careciera de gravedad en su trato, como el mismo embajador dice, para que fuese
el archiduque poco estimado por sus suegros, y aun por’ el pueblo español.
Únicamente los grandes señores, mal avenidos con la severa disciplina á que los
tenían sujetos los Reyes Católicos, y deseosos de adquirir nuevamente la
licencia alcanzada en el débil gobierno de Enrique IV, pudieron mirar con
simpatía desde e¡ principio a D. Felipe, por lo mismo que le creían á propósito
para ser manejado por otros. Pocos se repararon en España, hasta que la
sucesión del trono recayó en ellos, los defectos de los archiduques; pero desde
entonces, como era natural, fueron ambos el objeto preferente de la atención de
los monarcas y de los pueblos. Y de allí adelante también, a las causas íntimas
que hacían ya poco dichoso su matrimonio, se agregaron las intrigas perennes
de que por todas partes se vieron rodeados aquellos jóvenes príncipes, que tan
poco disfrutaron los grandes destinos con que les brindara, al parecer la
fortuna.
Pocos meses
antes de morir el príncipe de Portugal D. Miguel, heredero por su madre de los
Estados de Aragón y Castilla, dio a luz un hijo la archiduquesa en Gante, a 24
de Febrero de 1500, que recibió el nombre de Carlos, en memoria de su abuelo el
Temerario.
Cuéntase que por haber nacido en
la fiesta de San Matías, mostró la Reina Católica, su abuela, piadosos prsentimientos de que sería muy afortunado; y el mundo
llegó, con efecto, a contarle por uno de sus mayores príncipes, con el dictado
de Carlos V. Parió además de este hijo Doña Juana, á D. Fernando, nacido en España
y emperador luego; y cuatro hijas que fueron reinas de Francia, Dinamarca,
Hungría y Portugal. De esta suerte estuvo siempre asegurada en su matrimonio la
sucesión de España, tan contrastada por la fortuna, que tantos dolores ocasionó
a los Reyes Católicos, y no menor incertidumbre en sus vasallos. Convenía que
fuese jurada Doña Juana como princesa de Asturias y de Aragón, y vivamente
anhelaban por eso sus padres que viniese a España. Mas cuando en 1502 lo
lograron, nuevos dolores comenzaban ya a despedazar el corazón de los ancianos
reyes, entristeciendo a cuantos pensaban en el porvenir nacional. Los celos y
el singular retraimiento de que en 1504 habló a su corte Quirini,
ofrecían ya en realidad, a los ojos de los padres de Doña Juana, de su esposo
mismo y de cuantos íntimamente la trataban, caracteres de demencia evidente,
aunque no constante. Había un triste precedente con que físicamente explicarla,
porque la madre de la Reina Católica, de nombre Isabel, cual ella, padeció una
enfermedad idéntica, ocasionada, en gran parte, por el amor excesivo que
profesaba al rey D. Juan II su esposo; enfermedad con la cual vivió hasta 1490,
precisamente el propio año en que se casó su nieta. La gravedad extrema del
caso, tratándose de una persona en quien se cifraba la esperanza de tantos
reinos, tuvo por mucho tiempo suspensos a los que la rodeaban, y sin osar
rendir fe a una desgracia, por lo demás palpable. Ya en Agosto de 1498, dispuso
la reina Isabel, con noticia sin duda de algunas extravagancias, que la
visitara en Flandes Fray Tomás Matienzo, dominico y sub-prior del monasterio de Santa Cruz en Segovia, hombre de su mayor confianza. De la
correspondencia de este buen fraile con los Reyes Católicos, así como de otros
documentos copiados o descifrados en Simancas, es de donde ha pretendido
deducir modernamente el escritor belga Mr. de Bergenroth,
en obra inglesa, que nunca estuvo loca Doña Juana, sino que fue víctima de
horrible persecución por parte de sus padres y de su hijo, suponiendo que dieron
causa a ella sus inclinaciones contrarias a la religión católica, y el perpetuo
interés de hijo y padre en usurparle el trono. Pocas veces ha nacido, en
verdad, en la historia, opinión más sin fundamento, ni más claramente
contradicha por los documentos mismos en que se intenta apoyarla y va
alcanzando con todo eso alguna boga, sin duda por su singularidad misma.
Verdaderamente Bergenroth no conocía bien la lengua
en que están escritos los documentos que dio a luz con tan audaz propósito; y
del propio achaque adoleció el francés Mr. de Hillebrand,
que se adhirió á la opinión de aquel últimamente. Cuando en 1522 aconsejó el
marqués de Denia, encargado de la custodia de la infeliz demente á Carlos V,
que la hiciese premia en muchas cosas, es decir, que se las hiciera hacer por
fuerza, siguiendo aquella antigua máxima castellana de que el loco por la pena
es cuerdo, autorizó su opinión con el ejemplo de Doña Isabel la Católica, la
cual, según él decía, trató así a su madre, loca también, como queda dicho.
Pero en lugar de esto, que es textual, leyó Bergenroth malamente en un documento, que con quien empleó la coacción o premia, por él
elevada a tormento, la Reina Católica, fue con su propia hija Doña Juana,
cuando era niña; deduciendo de error tamaño, contra aquella mujer insigne,
consecuencias no menos inverosímiles que injustas. Citamos este ejemplo, porque
él de sí prueba la escasa fe que Bergenroth merece
como intérprete de documentos españoles, destruyendo por otra parte, al paso,
la suposición absurda de que los rigores contra Doña Juana, empezasen antes
de su matrimonio, cuando nadie sospechaba su locura, ni probablemente existía.
Justo es decir en pro de la equidad del autor belga, que no se muestra parcial,
en cambio, del archiduque D. Felipe, su compatriota. De éste afirma, que lejos
de fundar grandes planes políticos, en la sucesión de la Reina Católica, ni él
ni sus consejeros se propusieron nunca otra cosa que apropiarse las rentas de
Castilla, llamándole á boca llena cruel marido y despreciable príncipe. Déjase arrastrar por lo demás en su extraña antipatía á la
Reina Católica, hasta decir que entre todos los malvados que intervinieron en
la inverosímil trama de que supone víctima a Doña Juana, la virtuosa, aunque
ciertamente seca y dura, Doña Isabel, se llevó la palma. El caso es, en tanto,
que desde las primeras conversaciones de que dan cuenta los documentos por él
mismo publicados, entre Matienzo y la princesa, claramente se deduce que no
estaba ya ésta en su cabal juicio. «No sé si por mi venida o su poca devoción»
(dice en una de sus cartas el fraile), «el día de la Asunción aquí acudieron
dos confesores suyos, y con ninguno se confesó»; pero muy poco más adelante y
en otra carta, declara «que había tanta religión en su casa como en una estrecha
observancia, teniendo en esto mucha vigilancia, que debía ser loada, aunque
allí les pareciese al contrario: hallando en ella buenas apartes de buena
cristiana». Véase, pues, comparando entre sí tales textos, que el negarse a
confesar aquella y otras veces Doña Juana, no podía ser obra sino del estado de
perturbación de su espíritu, que ya le hacía mirar con enojo a tales o cuales
confesores, ya el cumplimiento mismo de sus religiosos deberes. Esto de los
confesores, por cierto, le ofrece a Mr. Hillebrand,
que ha publicado un artículo en la Revue des Deux Mondes sobre el asunto, la ocasión de demostrar que no
excede a Bergenroth en conocimiento de la lengua
castellana. Aconsejaba a Doña Juana discretamente, en una carta, su antiguo
preceptor Fray Andrés, que sólo confesase con frailes de los que vivían en los
conventos y sujetos á su regla, dejando á un lado los callejeros y
acostumbrados á frecuentar los bodegones de París, con alguno de los cuales se
había confesado ella, según noticias. Mr. Hillebrand,
que piensa que bodegón significa ebrio en castellano, quizá confundiendo
bodegón y beodo, toma de aquí pie para afirmar, que lo que el preceptor quería
era que alejase de sí á los doctos teólogos de la Sorbona, para entregar su
conciencia á los monjes españoles. Tales y tan veraces críticos son algunos de
los que han tomado á su cargo el esclarecimiento de este punto, importante ya
en la Historia general de España, y más aún en la de los príncipes de la casa
de Austria. Lo seguro es que, al decir de Matienzo, mostrábase ya Doña Juana como olvidada de todo y de todos los suyos, y zahareña y
sospechosa con el enviado mismo de su madre, que rara vez podía sacarla alguna
palabra. Las quejas principales que había de ella en la corte francesa eran
dos: la una, que no pagaba á sus criados, en lo cual tanta ó mayor culpa tenían ciertamente los ministros de su marido; la otra, que no
tomaba la menor parte en los asuntos caseros. Mas hay que advertir que la
princesa y las señoras que la acompañaban, se quejaron muy amargamente siempre
de la avaricia de los ministros flamencos, y de la indiferencia con que el
archiduque veía á su mujer y á las que la servían vivir en pobreza, sin tener
con que dar la menor limosna ni hacer el más pequeño bien á nadie. Y en una mujer
sujeta ya por naturaleza á extravíos mentales, llevada luego casi niña á un
país extranjero, tan diferente en costumbres de las que conocía, celosísima y
poco querida de su marido, tratada cuando menos con indiferencia por éste, y
maltratada por sus ministros y cortesanos, nada tiene de extraño que
rápidamente se desarrollase la enfermedad que dominó al fin toda su vida. Así,
fue, que cuando en 1502 vino á España, no pudo ya dudar la triste madre, de que
sólo gozaba la razón á ratos, pasando por lo general de un retraimiento casi
estúpido, á una excitación irracional y á veces furiosa: bien que esto último
no con frecuencia. Juróse, con todo eso, á Doña Juana
por princesa de Asturias, en las Cortes de Toledo, celebradas en Mayo del ya
citado año de 1502, siendo, no sin dificultad, reconocida en las de Zaragoza
por princesa de Aragón igualmente; y en Enero de 1503, tornó su marido á
Flandes, dejando ya mal contentos de sus costumbres á los suegros. Luego, en
1504, marchó allá también Doña Juana, con consentimiento de sus padres, y
después de una tentativa de evasión inútil, que dio harto a entender su estado.
Querían sus padres que aguardase estación favorable para embarcarse; y fuera de
sí ella se puso sola en camino un día hacia la costa, hasta que fue detenida en
Medina del Campo, tanquam única lecena, como escribió con su libertad acostumbrada
Pedro Mártir; permaneciendo un día y una noche casi desnuda en el patio del
Castillo. No acertaba á vivir la desdichada sin su marido, á pesar del mal trato
que, con más o menos razón, recibía de él, sin duda alguna. Apenas llegada al
fin á Flandes, supo la princesa la muerte de su madre, ocurrida en 26 de
Diciembre del mismo año de 1504, mediante la cual heredó el trono de Castilla.
No había
sido, en el entretanto, inútil la dolorosa observación que de su estado mental
acababa de hacer la prudente Reina Católica. Tres días antes de morir expidió
ésta una carta patente, por la que dispuso: que mientras su hija primogénita, y
heredera y sucesora legítima, estuviera ausente de los reinos, ú estando en
ellos, no los quisiera ó no pudiera regir ó gobernar, quedase el rey D. Fernando por gobernador y
administrador en nombre de la dicha princesa; según lo suplicado ya por los
procuradores de las Cortes de Toledo, continuadas y concluidas en Madrid y
Alcalá de Henares, en 1503, á las cuales debió de darse reservada noticia de
lo que se advertía en la princesa. De notar es que para cualquiera de los casos
en que administrase á Castilla D. Fernando, ordenase la reina que durara
aquella administración solamente hasta tanto que el infante D. Carlos, su
nieto, tuviese, al menos, veinte años cumplidos; cuyo plazo llegado debía D.
Fernando traspasar todas sus facultades en Castilla á su nieto, para que las
ejerciese también en nombre de Doña Juana, sin hacer cuenta, en todo esto, del
archiduque su padre. Dedúcese claramente de tal
documento, que no conceptuaba la Reina Católica que en caso alguno debía ser
su yerno rey de Castilla, ni siquiera administrador ó gobernador; y que teniendo por cierta é incurable la enfermedad de su hija, lo
que sobre todo procuró impedir fui que aquel adquiriese otra autoridad que la
privada de rey consorte. Compartieron, cual se ha visto, estas ideas de la
Reina Católica, sobre los derechos respectivos de su familia, las referidas
Cortes de Toledo, y las aprobaron también luego las célebres de Toro, que en
1505 presentaron unánime petición á D. Fernando en que se decía: «que habiendo
sido informados los procuradores, particularmente de la enfermedad de doña
Juana, considerando que así de derecho como según las leyes de estos reinos, al
dicho Sr. Rey sólo, por ser padre de S. A., le era debida y pertenecía la
legítima cura y administración de ellos, proveyendo al bien y procomún de los
mismos reinos, nombraban, y habían y tenían al dicho rey D. Fernando, por
legítimo curador, administrador y gobernador, en nombre de la reina doña Juana,
según que la reina doña Isabel lo dejara ordenado por su testamento y
provisiones». De la usurpación imaginada por Mr. Bergenroth,
fueron, pues, cómplices, á ser cierta, las Cortes de Toledo y las de Toro;
principalmente inspiradas éstas últimas por el célebre jurista y político
Palacios Rubios, y en las cuales se hicieron las conocidas leyes que todavía
son base de nuestro derecho civil. La reina Doña Isabel, en tal supuesto, tenía
que haber promovido la inicua usurpación, no tan solo en pro de su marido,
sino asimismo en pro de su nieto, niño de pocos años todavía; y esto, ella tan
celosa de su derecho propio y del de su casa, tan poco afecta á permitir
ninguna usurpación semejante tan puesta en su punto, en fin, que, al enumerar
el grave Zurita las cualidades insignes de D. ’Fernando, cuenta, entre las
mayores, haber podido entenderse con su mujer en el gobierno de los reinos. ¿Se
necesitará, tras lo expuesto, demostrar ahora largamente cuán absurda sea la
suposición hecha por el escritor belga antes citado? No; es ya evidente que lo
que quisieron resolver las disposiciones testamentarias de la Reina Católica,
fue una cuestión de derecho hasta aquí mal examinada; y eso fue lo que dió lugar asimismo á tantas complicaciones entonces, y á
tal confusión después en la historia. De un lado D. Felipe, que había osado ya
apellidarse príncipe de Castilla, viviendo la hija primogénita de los Reyes
Católicos, Doña Isabel, se hizo llamar rey de Castilla desde el punto y hora en
que supo la muerte de su suegra; siendo como tal reconocido por algunas
potencias de Europa, y entre otras, por Venecia, como muestra la embajada de Quirini. De otro lado D. Fernando, que tan á mal llevara ya
su injustificada pretensión de considerarse príncipe de Castilla, cuando no
había recaído el derecho de la sucesión en su esposa, si bien ordenó la
inmediata proclamación de Doña Juana, advirtió á la par que todos los pregones
y provisiones de justicia se hiciesen á nombre de ella solo sin mentar siquiera
al marido, como no reconociendo en él derecho alguno. Y ahora bien:
considerada esta cuestión legalmente, ¿se sabe con certeza á quién
correspondía la administración de los Estados reales de la hija loca? ¿Cuál del
marido ó del padre debía ejercitar en aquel caso la
cúratela de la reina? ¿Qué tribunal era competente á la sazón, para declarar la
incapacidad de la princesa y discernir aquella guarda especial, ya que la
curaduría en sí misma no podía ser testamentaria ni legítima, sino dativa,
según la doctrina de las Partidas? Las Cortes de Toro, que sin duda entendían
de leyes de España, discernieron expresamente la cúratela á D. Fernando; y
esto, inaplicable al derecho civil, no dejaba de adquirir verdadero valor
desde el punto en que lo hicieron las Cortes, único tribunal competente y
posible en las cuestiones referentes á la Corona. Y discernida por las Cortes
la curaduría á don Fernando, hallábase ya éste con un título propio, de que
carecía ciertamente D. Felipe. Porque si- solo de cosas materiales se tratara,
hubiese él entrado á administrarlas, como marido, sin contradicción alguna,
sin necesidad de proveer de curador á la demente; pero tratándose de los
reinos, cuya conservación tanto importaba á terceros, según los principios
jurídicos, si no ya según ley expresa, el nombramiento de curador procedía
hacerse, en realidad, como entendieron los legisladores de Toro. Ni dejaba de
tener también legal fuerza en este caso el testamento de Isabel la Católica;
que a ella como tronco y cabeza de su familia tocaba legislar sobre cuanto
pudiera concernerle, según el principio hasta aquí
sin contraste admitido en las familias reales. No era, pues, ninguna absurda
pretensión la de D. Fernando. Natural era, no obstante, que pareciese esto una
inesperada novedad para D. Felipe, su. yerno; y, bien que él ya tratase á su
mujer como loca, y que es tuviera más que nadie persuadido de que lo estaba,
de repente dejó de tenerla por tal en público, comenzando a correr la voz de
que se hallaba en cabal juicio, y atribuyendo la contraria a su padre, para
usurparla el reino. Los grandes de Castilla descontentísimos,
cual va dicho, del carácter firme de D. Fernando, y no teniéndole ya el mismo
respeto que cuando vivía la Reina Católica, empezaron, por su parte, á
declararse en favor del archiduque, poniendo también en duda, que la
administración del reino, puesto caso que estuviera incapacitada la reina,
perteneciese al padre antes que no al rey consorte. Alegaban, principalmente,
que por su matrimonio se había disuelto la patria potestad, y con ella todos
los derechos de D. Fernando sobre su hija, sin reparar que entonces no se
trataba sino de los derechos soberanos de la familia. Pero cual suele suceder
en contiendas tales, más bien que su razón, comenzó cada cual bien pronto á
preparar y medir sus fuerzas. Fueron y vinieron en vano mensajeros de Flandes á
España y de España á Flandes, sin poder concertar, naturalmente, pretensiones
tan contrarias, no del todo descubiertas, sin embargo, en su correspondencia,
por D. Fernando. A Lope de Conchillos, que era enviado de este último, le
prendió en el intermedio el archiduque en Bruselas, por haber sorprendido una
carta de su mujer, en la cual pedía á su padre que tomase á su cargo el
gobierno, y atribuir esto a manejos del Rey Católico; despidiendo, además, de
su corte, las pocas personas españolas de que estaba aquélla acompañada.
Buscaron al propio tiempo el archiduque y su padre, el emperador, la alianza
del rey de Francia para sostener el derecho del primero á la administración de
la monarquía castellana; pero en balde, porque ya le tenía ganado para sí,
como más astuto, el Rey Católico. Las cosas, en conclusión, llegaron á punto
que el archiduque D. Felipe ordenó desde Bruselas que se apercibiesen todos los
grandes y caballeros, y pueblos del reino, para tomar las armas contra D.
Fernando, y encender la guerra civil. Era el principal ministro y consejero del
archiduque, en todo esto, D. Juan Manuel, residente á su lado tiempo había, muy
á despecho del suegro. En Castilla eran sus principales campeones el marqués de
Villena y el duque de Nájera. En Roma, donde era tan importante por entonces
merecer simpatías, cuando no ayuda, servíale de
embajador el famoso D. Antonio de Acuña, que tan triste fin tuvo en las
Comunidades. Las artes de estos hábiles servidores, la ayuda del emperador, la
malquerencia de los grandes á D. Fernando y el amor á la novedad de los
pueblos, lograron formar al cabo una liga poderosa, que obligó al prudente D.
Fernando á modificar algo sus pretensiones, consintiendo en dar participación
á su yerno en el gobierno, contra la expresa voluntad de la Reina Católica. Hízose
sobre esto un concierto en Salamanca, á 24 de Noviembre de 1505, entre los
embajadores del archiduque y el rey D. Fernando, por el cual se convino que
éste, D. Felipe y Doña Juana gobernasen todos tres juntos, llevando los últimos
los nombre de rey y reina, y el primero el de gobernador perpetuo del reino. Y
como era ya tan clara la incapacidad de la reina, acordóse aquí, además, que se despachasen las provisiones y cédulas reales con las
firmas de ambos reyes solamente. Tuvo D. Felipe, como Zurita cuenta, esta
concordia no tan sólo por desigual sino por injusta, y mucho más lo pareció
todavía á los impacientes caballeros que estaban á su servicio; pero
maliciosamente se hicieron, al saberlo, en Bruselas públicas demostraciones de
alegría. Lo más importante para el archiduque era poder entrar fácilmente en
Castilla, y eso ya se lo proporcionaba la concordia de Salamanca. El resto lo
esperaba de las circunstancias y de su propio valor, que ciertamente no le
faltaba.
A 8 de Enero
de 1506 se embarcaron al cabo Doña Juana y su esposo para España, no sin
arribar por causa de un temporal á Inglaterra, donde fueron bien recibidos,
viniendo á desembarcar en la Coruña el 28 de Abril del mismo año: muy poco
después de llevar á cabo D. Fernando su nuevo matrimonio con Doña Germana de
Foix, deseando tener descendencia con que dividir los reinos de Aragón y
Castilla, como los naturales del primero manifiestamente deseaban entonces. No
bastan los agravios que tenía ya de su yerno, y de los grandes castellanos para
disculpar en D. Fernando tan triste condescendencia. Por de pronto aquel
matrimonio impolítico, juntamente con la llegada de los príncipes, acabaron de
destruir su ya escaso partido en Castilla; y D. Felipe, en tanto, al segundo
día de desembarcar manifestó claramente que no estaba dispuesto á cumplir la
concordia de Salamanca. Muy luego comenzaron á disponer armas los grandes del
partido de D. Felipe por todas partes, mientras éste en persona se adelantaba
hacia Castilla, en son de guerra, con escuadrones de piqueros alemanes y buena
artillería de campaña, dando á entender que estaba resuelto á mejorar su
derecho con la espada. No se descuidaba de su parte D. Fernando. Escribió á
cuantos señores y consejeros pensó que quisieran seguirle, manifestándoles que
el D. Felipe, su yerno, tenía á la reina, su hija, «fuera de libertad, y
tratada, no como su dignidad y estado real requerían, sino presa é incomunicada
con él y con todos sus leales servidores, por lo cual estaba resuelto a
aponerla en libertad por las armas, y les ordenaba que acudiesen a servirle en
una empresa en que se trataba de la deshonra y mengua suya propia, de su hija y
de los reinos de España. Vése aquí que la enfermedad
de Doña Juana, que ambos reconocían cuando estaban en paz y amistad, por uno y
otro, igualmente, se negaba cuando podía servir de pretexto su salud, para que
cada cual estorbase los propósitos del adversario. Mas para intentar la guerra
civil era tarde: tenía ya, á la sazón, D. Fernando, como confiesa Zurita, «junto
casi el reino todo contra sí»; mirábase solo y muy
apartado de sus propios Estados de donde no podía venirle socorro; temía que
el Gran Capitán, que estaba en Nápoles, y á quien debía saber que con afán
solicitaba su yerno, se alzase áfuer de castellano contra
él y le quitase aquella corona, no bien se rompiesen las hostilidades.
¡Triste espectáculo, entonces, como dijo en una de sus Epístolas Pedro Mártir,
el que ofreció aquel gran monarca errante y solo, sin que ni siquiera le fuese
posible ver ya á su propia hija! Unicamente quedaban
á su lado aún dos grandes de Castilla, el almirante D. Fadrique Enriquez y el duque de Alba, los cuales demostraron la
mayor fidelidad, sobre todo el último; y un solo prelado, el arzobispo de
Toledo, Don Fray Francisco Jiménez de Cisneros, que, llevado de su belicoso
carácter, le aconsejó hasta el último momento, según Zurita afirma, que apelase
á las armas, bien que rechazada esta opinión, mediase luego entre ambos
príncipes para que hicieran nuevo concierto. Tuvo éste lugar, por fin, á 27
de Junio de 1506, después de una entrevista celebrada entre la Puebla de
Sanabria y Asturianos, por D. Felipe y D. Fernando, á la cual acudió el
primero acompañado de todo su ejército de alemanes y castellanos; casi solo el
segundo y tan en poder de sus enemigos, que, según declaró él mismo en la
protesta secreta que hizo ante su secretario, allí mismo, hubo de ceder á
cuanto su yerno quiso, forzado por los «peligros, impresión y miedo» en que
estaba. Llamóse aquel concierto de Villafáfila, por
el lugar en que lo juró luego D. Fernando, así como el archiduque lo juró en
Benavente; y es curioso que éste último, que antes de la muerte de su suegra
había escrito ya á los Reyes Católicos, mostrando deseos de encerrar á Doña
Juana en alguna parte, por causa de su estado mental, y que luego había
sostenido que estaba buena y sana para oponer su derecho, en tal caso evidente,
al que alegaba como curador de una hija loca D. Fernando, conviniese en que
la concordia de Villafáfila se aludiera de nuevo extensamente á la incapacidad
de aquélla, consignando: «que ni se quería ocupar ni entender en »ningún
negocio de regimiento, gobernación ú otra »cosa, y que el hacerlo habría sido
causa del total perdición y destrucción del reino, según sus enferme- »dades y
pasiones, que por honestidad (o sea por decoro) se callaban.» Ello es, en
tanto, que logró D. Felipe su propósito de ser reconocido por rey juntamente
con su mujer; al paso que D. Fernando, después de hacer la estéril protesta de
que queda hecho mérito, y tener otra entrevista con su yerno en Renedo, se
volvió á sus Estados, sin que á pesar de la reconciliación le consintiese
aquél ver a su hija evadiéndolo con fútiles pretextos. Entonces fue cuando
comenzó el reinado del primero de los monarcas austríacos en Castilla, que duró
menos de tres meses.
Triste
impresión dejó de si D. Felipe en tan corto tiempo. Su favorito D. Juan Manuel,
que entre otras cualidades tenía la de ser «hidalgo pobre y codicioso», según
dice un cronicón de la época, llegó á ser bien pronto de los más impopulares
ministros que hubiera conocido hasta allí Castilla. Las tropas alemanas que D.
Felipe trajo consigo, cometían mil extorsiones en los pueblos, y se entendían
mal con los soldados, escuderos y caballeros de Castilla, convocados por don
Felipe contra su suegro. Por otra parte, no bien firmado el concierto de
Villafáfila, D. Felipe pidió ya consejo á D. Fernando sobre encerrar por loca á
su mujer, que á tantas opuestas ambiciones servía de fundamento. Excusó D.
Fernando desde Tordesillas, donde se hallaba aún, el darle parecer sobre el
caso, y en verdad que su reserva, tras lo ocurrido, no podía ser más natural,
ni más visible en ello la informalidad y ligereza del príncipe flamenco. Pero á
la par que consultaba la opinión del suegro, procuraba aquél ganar la voluntad
de los grandes, para que le ayudasen en el propósito de recluir á su esposa,
quedando libre y solo en el gobierno. Ganada tenía ya la voluntad de muchos y
hasta la del grande arzobispo Cisneros, según parece, haciéndoles firmar á
todos en un papel el compromiso de favorecer su deseo, cuando topó con el
almirante de Castilla, partidario acérrimo de D. Fernando, el cual le dijo
resueltamente, que se sirviera de su persona y casa, pero que no le mandase
hacer cosa contra su honra; y que no firmaría tal sin ver á la reina antes, y
convencerse de su demencia. Consintió en ello D. Felipe: el almirante, el
conde de Benavente y el arzobispo de Toledo conferenciaron durante dos días,
por muchas horas, con la reina, que no les respondió cosa que no fuese
desconcertada; pero les recibió en una sala obscura, vestida de negro, y casi
cubierto el rostro, como solía. Dudando entonces, ó afectando dudar, que estuviese enferma la reina, declaró el almirante al rey,
que lo que convenía era que llevase á Valladolid consigo á su mujer, porque de
un lado pensaba que el mayor mal de la reina eran celos, y apartándose de ella
no lograría, ciertamente, curarla, y de otro temía, que, no creyendo en el mal
muchos, tomaran su ausencia de la corte por una usurpación, que encendiese en
discordia á Castilla. Mal de su grado, cual puede imaginarse, y consolándose
de los disgustos que le ocasionaba el estado de su mujer con los banquetes y
amoríos, á que estaba más dado cada día, se encaminó á Valladolid D. Felipe,
donde reunió Cortes en Julio de aquel año de 1506, en las cuales no se hizo ni
otorgó petición de grande importancia, que conste por las actas; pero
secretamente se trató también, á lo que parece, de declarar incapaz á la
reina. Mas puesto allí de acuerdo el almirante, cada vez más tenaz en que no
estuviese sana Doña Juana para su marido, ya que no lo había estado para D.
Fernando, con los procuradores de Cortes, salióle mal
de nuevo á D. Felipe su intento; que no debía ser infundado, cuando hombres
como Cisneros lo apoyaban, bien que á muchos pudiera parecer- les peligroso,
por las malas prendas de gobernante que iba el archiduque descubriendo. De este
sentimiento general, y de la lucidez á intervalos que Doña Juana tenía, debió
prevalecerse el almirante para estorbar con los procuradores de Valladolid que
hiciesen, en favor de D. Felipe, aquello que los de la de Toro habían
consentido en D. Fernando inútilmente. Ya, en el ínterin, para entonces, los
grandes que habían seguido el partido de D. Felipe, tan sólo para aprovecharse
de la debilidad de su carácter, comenzaban á disgustarse al ver que, aunque
fuese realmente accesible á los consejos ajenos, tenía un ánimo esforzado y
propenso á acudir á la violencia, con el fin de hacer respetar sus buenas ó malas disposiciones. Esto, y la mala voluntad que
guardaba D. Felipe al duque de Alba por su fidelidad hacia D. Fernando, que
llegó á punto de no presentarse más en la corte, así como al almirante de
Castilla, por haber impedido que se decretase la reclusión de su mujer,
estuvieron ya para mover, en aquellos cortos meses, sangrientas turbulencias en
Castilla. Logró D. Felipe del marqués de Moya, no sin amenaza de quitársela
por armas, que cediese á su favorito don Juan Manuel la alcaidía del alcázar de Segovía; pero el almirante de Castilla, á quien pidió
también una fortaleza, como en rehenes por su conducta, declaró audazmente,
que el rey consorte no tenía derecho á petición semejante, y que solo si se lo
exigiese la reina, estando en libertad, obedecería. Para mayor conmoción de
los ánimos, ni el nuevo rey ni sus ministros se entendían bien con la
Inquisición recién establecida. Todo anunciaba, pues, guerra civil y desastres
públicos, cuando, hallándose en Burgos por Septiembre del citado año de 1506,
enfermó D. Felipe de unas fiebres malignas, al parecer causadas por el
demasiado ejercicio, y más probablemente por contagio, dado que morían muchos
en aquella ciudad á la sazón de la misma enfermedad; sin que nada diera á
entender, ni autorice a sospechar hoy formalmente, que muriese envenenado.
Pasó así de ésta a mejor vida D. Felipe a 25 del mes referido, y se suspendió
con su muerte el gobierno de la casa de Austria en España, hasta que faltando
D. Fernando el Católico, entró su nieto D. Carlos á gobernar el reino en
nombre de su madre, conforme al testamento de la Reina Católica.
Bien
conocidas son las demostraciones extravagantes de dolor, muy naturales en su
estado, que hizo la desdichada reina viuda, y no parece propio de este trabajo
describirlas. Tampoco es necesario aquí tratar ni de la segunda época de D.
Fernando el Católico en Castilla, que duró desde 1506 hasta que en 22 de Enero
de 1516 acabó aquél gran príncipe sus días; ni de la regencia gloriosa del
cardenal Cisneros, que se prolongó por dos años. No será posible, por último,
seguir relatando minuciosamente en este estudio los hechos de los demás
príncipes de la casa de Austria. El reinado de D. Felipe, tan breve y tan
insignificante para España, merece muy especial mención, con todo eso, por
haber él sido cabeza y tronco de su dinastía, bien que quepan tantas y tan
fundadas dudas, respecto á la razón con que se le enumera entre los reyes de
España. Lo expuesto servirá, sea como quiera, para explicar por qué, cuándo, en
qué forma, y con qué títulos, se introdujo aquí la primera de las dos grandes
dinastías extranjeras, que la han gobernado hasta nuestros días.
IICARLOS I DE ESPAÑA Y V DE ALEMANIA, EMPERADOR
EL VENECIANO
VICENZO QUERINI, que conoció al hijo primogénito de Doña Juana y D. Felipe en
Flandes, en la tierna edad de seis a siete años, dijo de él que era hermoso,
bien dispuesto, y demostraba en todas sus acciones ser muy animoso y cruel,
semejante á Carlos el Temerario, su abuelo. Sus derechos á la corona de
Castilla, muerta la madre, hubieran sido, sin duda, inconcusos, porque las
hembras nunca habían dejado allí de heredar; mas por lo que hace á Aragón no
eran tan claros. Habíase tolerado la jura de Doña Juana, en aquel reino, tan
solo por la autoridad que en él gozaba su padre D. Fernando, según atestiguan
los historiadores aragoneses; porque á pesar de haberlo ocupado ya una mujer,
Doña Petronila, juntamente con su esposo el Conde de Barcelona, es indudable
que aquella princesa misma excluyó, por testamento, á su sexo de la sucesión
al trono, y que desde los tiempos de D. Jaime el Conquistador, sobre todo,
pasaba tal exclusión por bien asentada. Por eso dice el Maestro Flórez que fué Doña Juana la primera princesa reconocida, como tal, en
uno y otro reino; y tanto era, en realidad, dudoso el caso que, por más que
Fernando V estableciese ya en su testamento la sucesión de las hembras á la
corona aragonesa, todavía al tratarse, casi dos siglos después, de la de
Carlos II, sostuvieron muchos que la costumbre inmemorial y las leyes del
reino, por igual, excluían del trono aragonés á las hembras de Francia y
Austria, origen de tan larga y sangrienta contienda. Entró á reinar, sin
embargo, D. Carlos por muerte de su abuelo, aun antes de cumplir la mayor edad
que le había señalado la Reina Católica; y es digno de observarse que no
llegó á ser monarca propio de Aragón ni de Castilla sino por cortos meses,
puesto que su madre Doña Juana vivió hasta el 11 de Abril de 1555, y en 16 de
Enero del año siguiente renunció ya él mismo al trono español en favor de su
hijo Felipe II. Durante este período larguísimo de tiempo vivió Doña Juana en
Tordesillas, aquejada de aquella especie de locura, bien conocida en todas
partes, y sobre todo, en España, que permite días lúcidos, y hasta temporadas
enteras, como para hacer tal estado dudoso. Una de las manías á que continuó
sujeta á veces, no siempre, era la de huir las prácticas religiosas; mas consta
que, entre los períodos lúcidos que en esto tuvo, lo fue el de sus últimas
horas. Tratóse, seguramente, toda la vida á la
infeliz reina, con el descuido y rigor que hasta nuestros días se ha empleado
con las personas destituidas de razón, por desconocer los medios de corrección
adecuados. Consta, por ejemplo, en la correspondencia publicada por Bergenroth, que su padre D. Fernando la tuvo que mandar dar
cuerda, por que no muriese, dejando de comer; y que á este trato se la sujetó
en otras ocasiones. Dar cuerda ó trato de cuerda,
era, simplemente, colgar á una persona del techo o muro, sin dejar que tocase
los pies con el suelo, hasta obligarla por el exceso de la incomodidad á
consentir en alguna cosa; castigo usado por mucho tiempo en España para
corregir niños indóciles. Debía ser esta la premia, apremio, ó apretamiento, que el marqués de Denia aconsejó luego á D.
Carlos que emplease en ocasiones; y sin excusar la dureza de tal proceder,
solamente nacida de la ignorancia de los tiempos, lo cierto es que no puede
pasar por tortura ó tormento. Harto más riguroso, en
verdad, era en las causas criminales aquel bárbaro medio de prueba, como sería
facilísimo demostrar, si no nos hubiéramos ya detenido sobradamente en el
asunto. Pero el caso es que, mientras estos tristes años pasaban por su madre,
hacía D. Carlos de simple administrador de los reinos como el abuelo. Hiciéronsele bien sentir los aragoneses, que se negaban al
principio á reconocerle el título de rey, mientras su madre viviese,
mostrándose más escrupulosos que los castellanos en este punto. Pero, con todo
eso, no sólo se llamó rey siempre don Carlos, aunque no hubiese heredado, en
realidad, todavía, sino que fué el primer príncipe
español que usase luego título de Majestad, en lugar del de Alteza, que llevaron
los Reyes Católicos y conservó su padre.
Mucho, en
realidad, sintieron los Estados de Flandes la ausencia de su joven príncipe D.
Carlos, como el tantas veces nombrado Quirini tenía
pronosticado. Detuviéronle, por lo mismo, bastante
tiempo para acrecentar la gloria del cardenal Cisneros, que gobernó en su
ausencia Castilla, tomando principalísima parte, de esta suerte, si hubiera de
creerse a Bergenroth o sus secuaces, en la
usurpación del trono de Doña Juana. Los grandes de Castilla en el ínterin, muy
poco afectos al firme poder de los monarcas, llegaron á desear la venida del
hijo de Doña Juana, con tal de salir de manos del poderoso y enérgico
arzobispo, que tanto se afanaba por humillarlos. Cisneros, por altivez propia
de su carácter, propendía á apoyarse en el pueblo contra los grandes, atento
solamente á las ambiciones de éstos, y sin medir bien los peligros de dar
sobrado poder á la ignorante muchedumbre. Cuando Carlos I, después de muchas
amonestaciones y algunas muy libres del cardenal, vino al fin á España, se
halló, pues, contenidos á los grandes; pero dispuestos, en cambio, á cualquier
alteración los pueblos, de lo cual había ya dado muestra el de Málaga,
rebelándose contra la autoridad del cardenal mismo. No llegó á ver á éste D. Carlos,
parte porque lo evitó con ingratitud evidente, llevado á ello de sus
consejeros flamencos ó españoles, que le miraban con
igual emulación y miedo, parte por la inmediata muerte del gran ministro,
ocurrida en 8 de Noviembre de 1517: mes y medio no más después del arribo del
nuevo rey, que á 19 de Septiembre del propio año había desembarcado en
Villaviciosa de Asturias. Dejó el joven príncipe, antes de salir de Flandes,
ajustado ya el convenio célebre de Noyón con
Francisco I de Francia, en el cual inútilmente quisieron los futuros rivales,
evitar las desavenencias que entre ellos, naturalmente, tenían que suscitar aún
la conquista de Nápoles alcanzada por Fernando V, viviendo la Reina Católica, y
la de Navarra por aquél también llevada a cabo en 1512, después de la muerte de
su mujer, y cuando gobernaba como regente á Castilla. Una y otra corona habían
sido arrancadas á la Francia misma, más bien que á sus soberanos particulares,
y no era fácil que aquella nación belicosa se resignase tan pronto á
abandonarlas. Hallóse así Carlos, desde la edad de
diez y siete años, sucesivamente empeñado en los negocios más complicados y
vastos que monarca alguno hubiese tenido sobre sí hasta entonces. En 1518, un
año después de su llegada á España, comenzó el protestantismo; en 1519 murió el
emperador Maximiliano; en este mismo año desembarcó Hernán-Cortés en las
costas de Méjico, para dar principio á la conquista y repoblación del
continente americano. No pudiendo ser objeto de este trabajo redactar todos los
sucesos á que dieron lugar las cuestiones inmensas en que tuvo parte, bastará
con dar á conocer en substancia lo que hizo Carlos I respecto de cada una y
los buenos ó malos frutos que alcanzara.
Errados
fueron, cuantos eran de esperar de su inexperiencia, los primeros pasos. Dijo
de él, quince años después de su arribo á España, Nicolás Tiépolo,
uno de los embajadores venecianos, que no seguía el parecer de otro en cosa
alguna, y Bernardo de Navagero, embajador también de
Venecia, aseguró, á fines de su reinado, que era el mejor general de su
imperio. Mas la verdad es, que en los principios estuvo de todo punto
entregado á Mr. de Chevres y otros ministros
flamencos, no menos ineptos que rapaces, y al cardenal Adriano, su maestro,
mejor intencionado que hábil en las cosas de gobierno. La superioridad que
cobró al fin Carlos sobre sus ministros y cuantas personas le rodeaban, ni
podía darse ni se dio a conocer hasta que, saliendo de la adolescencia, entró á
poseer plenamente sus grandes facultades intelectuales. Nada útil hizo por lo
pronto en España, en el breve tiempo que en ella estuvo, desde su desembarco en
Asturias, hasta que en 20 de Mayo de 1520 se embarcó en la Coruña para Flandes,
con el fin de tomar allí el camino de Aquisgrán, donde debía recibir la corona
imperial de Alemania, que acababa de adjudicarle la Dieta de Francfort, en competencia con el rey Francisco I de
Francia. Fuése malcontento, sin duda, de la inquietud
y soberbia de los españoles, grandes y plebeyos: que todos se quejaban á un
tiempo, pidiendo cada cual opuestos remedios para sus respectivos males,
tratándole de una parte con escasísimo respeto, y disputándole de otra,
tenazmente, los subsidios que pidiera para poder salir del reino. Había, á no
dudarlo, una grande indisciplina en el espíritu de los españoles de aquel
tiempo, y la ambición particular se sobreponía con sobrada frecuencia entre
ellos al bien público. Pero conviene también recordar que los pueblos de la
Península, y sobre todo los castellanos, eran de suyo pobres, y que aunque el
reinado inteligente de los Reyes Católicos produjese una prosperidad relativa,
y hubiese decadencia real y grande en los subsiguientes, por el mal gobierno ó las continuas guerras externas, nunca, ni en la mejor
época del siglo XVI, dejaron de doler aquí los tributos extraordinariamente. En
vano intenta Prescot, en su Historia de los Reyes
Católicos, demostrar que los concienzudos cálculos de Capmani están poco fundados. Ni la agricultura en aquel tiempo daba alimento todos los
años á la población escasa, ni la industria pasaba de producir géneros
inferiores, á propósito únicamente para el consumo del vulgo. El comercio de
exportación estaba, como posteriormente, limitado á frutos y primeras materias.
Acostumbrados entretanto á la severa economía de los Reyes Católicos, sólo
quebrantada para llevar á cabo útiles empresas, generalmente no podían menos
de ver con singular ira los españoles que los extranjeros despilfarrasen poco ó mucho sus rentas, ó que se
empleasen sus cortos recursos en proporcionar á su rey nuevos Estados, que
podrían acaso hacerle descuidar el gobierno de los que ya tenía. Por eso los
subsidios que al cabo obtuvo Carlos I en las Cortes que convocó en Santiago y
terminó en la Coruña, no sin emplear para ello ruegos, amenazas y hasta el
soborno de algunos de los procuradores, según se sospecha, fueron causa
principal del terrible levantamiento llamado de las Comunidades en Castilla,
poco después que se hubiese ya iniciado el de las Germanías en Valencia. En una
y otra parte, sin embargo, lo que vino á resultar realmente fué una lucha social y política, de largo tiempo antes preparada en la nación, y
cuyo estallido coincidió por desgracia con la ausencia de España del joven
monarca, con la imposición de nuevos tributos, con la debilidad déla regencia que quedó á cargo del referido cardenal
Adriano, y con el odio encendido en el pueblo español contra los ministros
flamencos, que servían ó acompañaban á la dinastía
reinante. Es evidente que el advenimiento al trono de los Reyes Católicos no
había bastado á contener la codicia y natural desasosiego de que caballeros,
grandes o prelados, dieron tantas señas en el reinado infeliz de Enrique IV,
como luego lo demostraron harto en sus pretensiones excesivas mientras duraron
las contiendas de Isabel la Católica y la Beltraneja, en la rudeza con que,
después de viudo, trataron al. Rey Católico, á pesar de su valor y experiencia;
en las discordias con que ya amenazaron á Felipe el Hermoso, durante su breve
reinado; y en las osadas contestaciones que tuvieron con el mismo Carlos I, so
pretexto de demandarle justicia alguno de ellos. Es también indudable que los
concejos y ciudades del reino, en quienes el poder real venía ya de tiempo
antes buscando apoyo contra la aristocracia, habían llegado á llenarse de no
menos ambición y orgullo, por su parte; pretendiendo no solamente destruir ó mermar los derechos señoriales, sino poner límites y dar
leyes, al propio tiempo, al poder real. Es certísimo, por último, que todos los
gobiernos sentían ya, en el entretanto, el deseo de intervenir más eficazmente
en la administración general que habían hasta allí intervenido; de hacer
preponderar una voluntad homogénea sobre las múltiples voluntades que por
donde quiera entorpecían entonces la acción administrativa; de realizar, en
suma, el fin político, que á la larga se obtuvo, con el establecimiento de la
monarquía absoluta, desde el siglo XVI en adelante. Obsérvase esta tendencia á la absorción y al predominio, lo mismo en Isabel la Católica,
tan celosa de su dignidad y tan dura en sus mandatos, que en el cardenal
Cisneros, ocupado ya en hacer al rey «más señor de sus vasallos que nunca otro
estuvo»; y lo mismo en Felipe I, que en los ministros flamencos de su hijo, los
cuales estaban además acostumbrados á regir naciones menos libres que á la
sazón eran Aragón y Castilla. De intereses, de tal manera contrapuestos, no
podía menos de nacer al cabo una lucha armada. Las ciudades de Toledo y
Salamanca habían enviado comisionados á don Carlos para exponerle sus
exigencias; y los de la primera casi le insultaron en Arévalo, y juntos con
los de Salamanca luego, se pusieron en Galicia poco menos que en total
rebeldía. Hallábanse sus comitentes en disposición de
pasar prontamente de las palabras á las armas, gracias á aquel impolítico
pensamiento, iniciado por Cisneros en Castilla, de formar una cierta especie de
milicia nacional con el nombre de gente de ordenanza, que él destinaba á
refrenar el poder de los grandes, y que en lugar de eso estuvo á punto de
destruir por mucho tiempo el poder real. «Quiso Dios para bien »de España, y
aun de toda la cristiandad», como el obispo Sandoval escribe, que por haberse
opuesto los grandes y el pueblo mismo, no pudiera llevarse sino en parte á cabo
aquel armamento en Castilla; pero bastó el que había para dar una base temible
á las Comunidades. De resultas de otro error de Carlos I, tuvieron también
armas los pueblos del reino de Valencia; porque, pidiéndolas con pretexto de
defenderse de los piratas argelinos, formaron con ellas las Gemianías sus huestes anárquicas, que tanto dieron que hacer por su lado á los caballeros
de aquel reino. La final consecuencia de todo esto fué que, mientras caminaba por Aquisgrán Carlos I, lleno de ilusiones con la corona
imperial que le esperaba, comenzase á ensangrentar la discordia civil la mayor
parte de España. Ideas liberales casi no sospechosas hasta allí, cundieron de
repente por Castilla, poniendo en grande aprieto la autoridad real. Llegaron á
pretender las ciudades castellanas, en ciertos capítulos, que se excluyera de
la sucesión del reino a las mujeres para que no gobernase más en él ningún principe nacido en el extranjero; que las Cortes y el
Consejo Real, no el rey, eligiesen en lo sucesivo al regente del reino; que no
pudiera haber corregidores reales en los pueblos, sino alcaldes populares,
propuestos en terna al rey por los vecinos; y que sin consentimiento de las
Cortes no pudiera el rey reclamar la guerra. Si esto iba contra el poder real,
contra los caballeros se pretendía más todavía, que era echarles de sus casas,
como dijo un notable escritor político de entonces, ó sea privarles de todos sus privilegios ó derechos
señoriales. La vigorosa liga que formaron ellos enfrente del peligro común; la
energía que aquella aristocracia guerrera conservaba todavía; la incapacidad y
mala inteligencia de los jefes que dirigieron el movimiento general en Castilla
y Valencia, pusieron término, más pronto que podía esperarse, á tales
disturbios, dejando abierta ancha brecha, no obstante, en la organización
social y política de la monarquía. Pocos fueron y bien conocidos los hechos
militares, por ser mucho mayor la anarquía que la guerra. El asalto feliz de
Tordesillas, donde estaba Doña Juana, la Loca, en poder de los comuneros; la
batalla de Villalar, fácilmente ganada el 23 de Abril de 1521 por D. Pedro
Fernández de Velasco, conde de Haro y general de los caballeros, contra las mal
ordenadas huestes populares que acaudillaba Juan Padilla; el suplicio de este
capitán, mejor intencionado que hábil, y de su compañero Juan Bravo, que regía
á los segovianos, y la inmediata rendición de todas las ciudades sublevadas,
menos Toledo, que defendió algún tiempo aún la valerosa mujer de Padilla, son
los más notables sucesos del levantamiento castellano. En Valencia y en
Mallorca, donde se había comunicado el fuego de las Germanías, lograron algún
tiempo después restablecer también el orden los ministros reales, no sin algún
combate sangriento. Todavía entonces figuró por un momento en nuestra historia,
al calor de estas tristes contiendas, Doña Juana la Loca. Los comuneros
quisieron declararla capaz de regir el reino, y hasta casarla de nuevo. Algunos
de los caballeros vencedores de Tordesillas quisieron luego, en cambio, que
ordenase á los de las Comunidades cesar en la resistencia. A todo consentía
ordinariamente la pobre enferma, sin darse siquiera cuenta por lo común de lo
que pasaba; pero los comuneros no pudieron obtener, sin embargo, que firmase
ningún documento, con lo cual quizá se evitaron mayores complicaciones. Por
eso y por su estado de enfermedad, que ellos mismos confesaban, no acertaron á
sacar de la reina ningún partido en el tiempo que estuvo en sus manos. Notable
es también que no llamaran nunca los comuneros usurpador é ilegítimo al
gobierno de su padre D. Fernando, ni protestaran contra su ya antigua
reclusión en Tordesillas, así como que entre los caballeros imperiales fuese,
por lo general, tan mal mirado el intento de algunos de emplear en cierta
ocasión contra los comuneros la autoridad de su nombre. Si alguna duda
cupiese respecto de la inverosímil usurpación que se atribuye á D. Fernando el
Católico y á D. Car. los, lo ocurrido en tiempo de las Comunidades bastaría
por sí sólo para disiparla, por el número y calidad de los testigos, que
tendrían en tal supuesto que pasar por cómplices. En resumen: Carlos V, que
acababa de añadir este número á su nombre, por corresponderle en el catálogo de
los emperadores de Alemania, halló ya del todo terminada la lucha entre
caballeros y comuneros, o sea entre la aristocracia y el pueblo, cuando el 16
de Julio de 1522 desembarcó en Santander de nuevo, veinticinco meses y
veintisiete días después de su primera salida de España.
Aunque tan
joven todavía, notóse ya gran progreso en la
inteligencia y el carácter de Carlos V. Llegó á tiempo de poder publicar en
Valladolid un perdón, ó indulto general, contra los
comprometidos en la revolución pasada, con excepción de ochenta individuos,
muchos de los cuales murieron en público cadalso todavía. Carlos, que
ciertamente no tenía mal corazón, supo pasar, no obstante, por más indulgente
que en realidad fué con los comuneros y con los de
las Gemanías, a los cuales castigó también con
suplicios numerosos. No hay duda, por otro lado, que al volver á España con el
título de emperador de Alemania, venía ya grandemente poseído de su propia
autoridad, y acariciando algo en la mente, que sin duda se parecía á la
monarquía universal. Verdad es que los autores políticos, y entre otros el
obispo Guevara, en su Reloj de Príncipes, escribían ya por aquel tiempo que,
así como Dios tiene ordenado que haya no más que un padre en cada familia, así
debía querer que un emperador sólo fuese monarca y señor de todo el mundo. El
curso rápido, aunque latente al principio, de las ideas absolutistas en todas
las clases de la sociedad española; la derrota y castigo de los populares; la
necesidad que vieron los caballeros que tenían del poder real para no ser
devorados por sus propios vasallos; el gran prestigio que añadió á su carácter
de rey de España el de emperador de Alemania, a quien muchos, de los nuevos
hombres de letras, consideraban heredero entonces de la autoridad única de los
antiguos emperadores de Roma, no podían menos de exaltar el grande espíritu de
Carlos V, inspirándole el convencimiento sincero de que, por medio de la
Monarquía, estaba destinado providencialmente á dirigir los destinos del
género humano. Y este conjunto de circunstancias que tanta idea de la
autoridad dio a Carlos V, obrando, a la par que sobre él, sobre la nación
española entera, sin distinción de clases ni instituciones, le facilitó también
extraordinariamente la conservación del orden, durante el resto de su reinado,
en las provincias aragonesas y castellanas. Sólo en 1539 tuvo que luchar más
con la grandeza, la cual se opuso en las Cortes ó Juntas de Toledo al restablecimiento de la sisa, llevando la voz por cierto el
mismo conde de Haro, ya condestable de Castilla, que venciera en Villalar á
los comuneros. Duraba aún la soberbia individual de los grandes, y dieron de
ella señaladas muestras en Toledo, delante del emperador, aunque su poder
estuviese ya muerto. Los procuradores de las ciudades, bien que separados de la
alta nobleza, á la cual no se la permitió tratar con ellos, negaron con tal
ejemplo el subsidio que pedía el monarca; y éste se vengó de aquella última
oposición de los grandes, no convocándoles más á Cortes, con lo cual quedaron
privados, desde allí, de toda representación política. Compensóseles,
al pronto, bastantemente con la importancia militar y gubernativa que les
concedió en toda Europa; porque Carlos, aunque no nacido en España, era
español ante todo, y la nobleza y los soldados españoles ocuparon siempre el
primer lugar en su imperio. La mayor importancia, pues, de este reinado está en
los sucesos exteriores y en los intereses generales de la especie humana, que
durante él se controvertieron, hacia los cuales
convirtió al fin su atención entera la nación española.
La discordia
entre Francia y España, mal contenida por el tratado de Noyón,
no tardó en estallar furiosamente. Después de sucesos varios, decidió por el
pronto el triunfo en favor de Carlos V, la célebre batalla empeñada el 24 de
Febrero de 1525, dentro de un parque vecino á la ciudad de Pavía, sitiada por
los franceses, y en la cual el mismo rey Francisco I fue hecho prisionero por
los capitanes imperiales Carlos de Lanoy, el marqués
de Pescara y el condestable de Borbón: gracias principalmente á h destreza y
valor de la infantería española. Desde Pavía fue el rey francés conducido a
España y encerrado en el alcázar de Madrid, donde estuvo hasta que se ajustó el
tratado que lleva el nombre de esta villa, favorable al emperador por todos
conceptos, y que dejó á su disposición el Ducado de Milán, que devolvió á su
soberano Francisco Sforza, para heredarle mejor. Poco más de dos años después,
á 6 de Mayo de 1527, asaltaron los españoles á Roma, guiados por el condestable
de Borbón, que sucumbió al pie del muro, poniéndola á horrible saco y haciendo
prisionero en la fortaleza de Sant-Angelo al Papa
Clemente VII, que estaba también con el imperio y España en guerra. A tal
triunfo debió Carlos ser solemnemente coronado en Bolonia, por el Papa mismo,
el año de 1530, recibiendo á un tiempo la investidura de los reyes lombardos y
de los emperadores de Occidente. En 1547 ganó el propio Carlos, con el duque de
Alba y al frente de un ejército compuesto de españoles, alemanes é italianos,
la batalla de Muhlberg, contra los príncipes
alemanes, que componían la liga protestante de Smalcalda,
haciendo prisionero al jefe de ellos, que era el elector de Sajonia. Tan
inauditas victorias no bastaron, sin embargo, para que pudiese salir adelante
Carlos V en sus gigantescos empeños; porque aunque él fuese tan poderoso, por
la vasta extensión de sus Estados, tenía sobre sí casi todo el mundo conocido.
Con Francia sola tuvo que sostener cinco guerras. La primera, terminó en 1526
con el tratado de Madrid, que se negó á cumplir luego Francisco 1 pretextando
haberle firmado por fuerza; la segunda, en que ayudaron á la Francia, el Papa,
los venecianos, los florentinos y los suizos, concluyó por el tratado de Chateau-Cambresi en 1532, mediante el cual perdió aquella
potencia todas sus posesiones en Italia; la tercera, seguida con varia
fortuna, quedó suspensa en virtud de la tregua ajustada en Niza, por mediación
del Papa Paulo III en 1538; la cuarta dio lugar a la invasión de Carlos V en
Francia, y cesó después de ganar los franceses la batalla de Ceresele en el Piamonte, por la paz firmada en Crepy en 1544; la quinta, comenzada en 1551, duró hasta la
tregua de Vaucelles, ajustada ya por el emperador,
con el fin de dejar libre de cuidados á su hijo al recogerse en Yuste. Durante
estas largas y sangrientas contiendas, no sólo luchó con Francisco I, á quien
llegó á desafiar muy de veras á singular combate, quedando en esto y en todo
por más caballero que él, como M. Amédée Pichot
reconoce imparcialmente, sino que tuvo que lidiar luego con el sucesor de
aquel rey, Enrique II, heredero también de la política y de los odios de su
padre. Heredó, entre tanto, Carlos V, por su parte, la secular enemistad de
los príncipes españoles con los musulmanes; y la terrible aparición del poder osmánlico al Oriente de Europa, y su sucesivo
engrandecimiento, que llegó á poner en gravísimo riesgo á Viena, le dieron
nuevos motivos para medir con los sectarios de Mahoma sus armas. Llamado el
turco entonces el enemigo común de los cristianos, fue, sin embargo,
halagado-constantemente por aquellos que eran enemigos de Carlos V, y estuvo
en inteligencia o alianza con todos, principalmente con los franceses. Sin
embargo de esto, Solimán II, que había ya vencido y muerto al rey Luis de Hungría,
no logró más que poner, por tal manera, en manos del emperador, aquel reino, el
cual dió la investidura de él, como la de ledos los
Estados hereditarios de la casa de Austria, á su hermano D. Fernando. En 1529
tuvo luego que levantar el cerco de Viena, con gran pérdida, sin atreverse á
esperar á Carlos V, que llegaba en persona al socorro. Mas no contento con eso,
y deseoso de librar de piraterías las costas españolas, desembarcó aquel
intrépido monarca en África en 1535, rindió personalmente la famosa fortaleza
llamada la Goleta, y ocupó á Túnez, haciendo huir al terrible corsario
Barbarroja y sus feroces turcos. Menos afortunado en la expedición que hizo
también en persona contra Argel, corriendo el año de 1541, tuvo que reembarcar
con daño y sin éxito, pero no sin poner más y más de relieve las grandes
cualidades de su carácter. Estas resplandecieron, asimismo, singularmente en la
decisión que tomó de ponerse en manos de su rival Francisco I, pasando por
París á Flandes á reprimir la insurrección que estalló en Gante, su ciudad
natal, de 1539 a 1540. Aquella confianza tan peligrosa en el siglo de que se
habla, donde tan poco reconocidos eran los modernos principios del derecho
público, y tan frecuentemente faltaban á su palabra los mejores caballeros,
así como la rapidez extraordinaria con que supo de esta suerte presentarse en
Gante, é impedir por entonces el levantamiento de los Estados de Flandes, han
sido ya celebradas con razón por los historiadores. Pero las que más pusieron á
prueba á Carlos V y atormentaron más su vida fueron, á no dudarlo, las
cuestiones en que mediaban ideas ó intereses
religiosos; las mayores entonces y más influyentes de todas entre los hombres.
En vano quiso cortar las que se le originaron, dentro del propio catolicismo,
con la espada, dejando sin pena que sus tropas prendiesen á un Papa, y
manteniéndole preso, á pesar de protestar de todos modos, que no había sido su
intención reducirle á tal situación. En vano también venció con las armas á la
liga protestante de Smal- calda. La lucha de las
ideas tuvo que ocupar más al fin que la de las armas la atención de aquel gran
entendimiento. Así es que se prestó en Worms á ser
Juez de las disputas de Lutero con los doctores católicos; así es que formó el
famoso Intcrim (ó modus
vivendi) entre las dos religiones enemigas, que tantas transacciones
dogmáticas contenía y tan mal visto fué por los
Papas; así es que proyectó, inició y procuró constantemente la reunión del
concilio á que dió á la larga el nombre la ciudad de
Trento, último que, hasta el Vaticano, ha celebrado la Iglesia. Ni las armas
bastaban para dominar á las ideas, ni éstas eran entre sí conciliables por
ningún camino; y los intereses de todo género, familiares, políticos,
personales, envenenaban, cual suelen, por otra parte, las cuestiones que la
mera oposición de las ideas religiosas iniciara. Los Papas Clemente VII y Paulo
IV querían la ruina del imperio, por cuyo fin intrigaron muchos años, ó más bien siglos, esperando poner á sus plantas á los emperadores
y reyes, echar de Italia á los extranjeros, por solo serlo, y acrecentar sus
Estados temporales, tanto ó más que por mantener la
unidad de la Iglesia, ó la pureza de sus tradiciones
católicas. Los príncipes alemanes lidiaban tanto como por la Reforma luterana,
por usurpar y humillar la potestad imperial. Cuando acababa el emperador de
dar sus más severos edictos contra los protestantes, fué cuando Clemente VII suscitó en su contra la liga de Cognac,
que dió lugar al saco de Roma; y mientras aquel
católico príncipe se hacía campeón déla cristiandad, ó más bien de la civilización entera, contra los
turcos, los Papas mismos, Clemente VII y Paulo IV, fundaban en sus bárbaras
armadas esperanzas propias. Algo también pudo Carlos V dejarse llevar por su
lado, cual queda dicho, de las circunstancias de la época y de su propio genio,
y aspirará influir demasiado en los negocios del mundo, dando lugar con esto á
que se pensase que apetecía de hecho la monarquía universal; pero considerando
atentamente los hechos de aquel hombre extraordinario, se advierte, que no hizo
más al cabo que defender, de una parte, los grandes derechos políticos que
había puesto la Providencia en sus manos, y declararse, de otra parte, campeón
del catolicismo contra todos sus enemigos á un tiempo. Quizá influyó para esto
en su ánimo la doctrina que comenzaban á extender entonces los juristas del
Renacimiento, y que el famoso doctor y arzobispo D. Pedro Guerrero formuló en
1560 diciendo «que todos los daños y censuras de la Iglesia »habían venido del
sacerdocio, y todo el remedio y »quietud del gobierno y brazo temporal»; por lo
cual advertía á los príncipes «que habían de rendir cuenta á »Dios de la
Iglesia que estaban llamados á amparar y »reparar» (1). Esta doctrina, derivada
de la historia de los primeros emperadores cristianos, era harto fácil que la
adoptase por norma un príncipe joven, esforzado, religioso y lleno de genio; y,
una vez adoptada, preciso es reconocer que lo fué con resolución y sinceridad completa. Carlos V fué bendecido por los mismos padres de Trento al cerrar sus sesiones «como
promovedor del Concilio»; y consta además que, entre las condiciones en que
puso en libertad á Clemente VII, fué una que se
celebrase aquél prontamente. El Interim formulado en
Ratisbona en 1541, y sobre cuyas bases se publicó el célebre edicto del mismo
nombre en la Dieta de Ausburgo de 1548, fué, sin duda, una concesión hecha al protestantismo, por
la fuerza de las circunstancias; pero no cabe duda de la buena fe con que
consintió en él Carlos V, por más que al hacerlo pareciese usurpar facultades
altísimas, propias solo del Pontífice y de la Iglesia católica. Bien caro pagó
esto último el piadoso emperador con las diatribas violentas de que fué objeto por tal motivo, hasta en su misma corte, donde
el jesuíta Bobadilla se atrevió á unir su voz á las
de los que le comparaban con Constante, Heraclio, Zenón y otros perseguidores
de la Iglesia; y con las durísimas censuras que mereció en Roma, en especial
del Papa Paulo IV, que públicamente le llamaba hereje y cismático. Tuvo que
soportar así Carlos V, con ser quien era, lo que tan común es que padezcan los
políticos verdaderos de todos los tiempos, que dan su parte inevitable á las
circunstancias, contra la tendencia inflexible de las pasiones desencadenadas.
Y no es maravilla, por cierto, que herido por la injusticia con que era
tratado de parte de los mismos á quien defendía; exasperado por los sucesos
adversos que al lado de los prósperos tuvo que sufrir también en su reinado;
arrastrado, en fin, por su propio carácter esforzado y dominante, Carlos
mostrase, á las veces, disposiciones violentas, sobre todo contra los Papas, á
los cuales respetaba menos que otros católicos, por lo mismo que pensaba que
Dios le tenía, casi al igual de ellos, encomendada la guarda y protección de la
Iglesia, y por lo mismo que ellos le debieron entonces, cuando menos, la
conservación de su poder temporal: porque es difícil formarse idea al presente
de lo que sin Carlos V habría sido del Pontificado. Dieron con esto y todo,
alguno de sus actos motivo para que en compañía de su hijo Felipe II se le
formase un proceso en Roma, de que se tratará más adelante. Pero ello fué en tanto que tamaños trabajos y contradicciones, y
algún suceso poco afortunado, como el sitio de Metz en Francia, que emprendió
inútilmente, fatigaron completamente, aun antes que el alma, el cuerpo del
grande emperador, quebrantando su salud y sus fuerzas, y moviéndole al cabo, en
1555, á llevar á efecto la renuncia de todos sus Estados, que por más de veinte
años venía ya meditando. Aquella actividad increíble que desplegó Carlos V en
su reinado, recorriendo constantemente la Europa por mar y tierra, y el
prematuro deseo de soledad y retiro que se apoderó de él desde los treinta y
cinco años, constituyen una de las más notables singularidades de su
carácter. Ya había cedido el reino de Nápoles a su hijo D. Felipe, al contraer
matrimonio éste con la reina María de Inglaterra, para que pudiese llevar por
sí propio título de rey, y casi al mismo tiempo le había concedido la
investidura del Ducado de Milán. En 22 de Octubre de 1555 renunció luego en él
la dignidad de maestre de la orden del Toisón de Oro; tres días después los
Estados de Flandes, con tiernísima solemnidad; en 16 de Enero del año siguiente
la corona de Castilla con León, Navarra y las Indias, entre las cuales
figuraban ya Méjico y el Perú; la de Aragón, con Valencia, Cerdeña, Mallorca y
el condado de Barcelona, y por último la de Sicilia, en tres documentos diversos.
Lo único que retuvo por algún tiempo fué la corona
del imperio, bien que sólo ya de nombre la conservase desde el tratado de Passau, mediante el cual convino con los príncipes
protestantes, contra él coligados, en dejar por lugarteniente suyo en Alemania
á su hermano D. Fernando, titulado ya Rey de Romanos. Era preciso contar para
cederle á éste aquella corona con los mismos príncipes electores del imperio,
muy difíciles de avenir, á la sazón, por las disidencias religiosas; y por eso
conservó el nombre de emperador, hasta que en 12 de Marzo de 1558 fue
reconocido como tal su hermano en la Dieta de Francfort.
Hubo de singular en esto, que el Papa Paulo IV no llegó nunca á reconocer la
renuncia de Carlos V, sosteniendo que aquel príncipe debía exponer ante su
superior autoridad los motivos que á ella le impulsaban, para que él pudiese
aprobarlos ó no, según los hallare ó no fundados. Teníale, pues, por
emperador aún el Papa cuando ya para nadie lo era. Hízose á la vela, por
ultima vez de Flandes el gran emperador con sus hermanas, Doña Leonor y Doña
María, que habían sido reinas de Hungría y de Francia, y de reducidísima
corte. Desde Laredo, donde arribó á 28 de Septiembre de 1556, se encaminó casi
sin parar á Extremadura y al lugar de la Jarandilla, entrando, por fin, en el
monasterio de Yuste. Allí acabó tranquilamente sus días á 21 de Septiembre de
1558, el más principal hombre que ha habido ni habrá, según decía el fiel
servidor Luis de Quijada, al participar su muerte. En poco estuvo que no muriese
el mismo día de San Matías, en que había nacido. La tierna sencillez y
religiosa grandeza con que aguardó su fin aquel enemigo infausto de la Francia,
han sido pintadas con noble imparcialidad y de mano maestra por M. Mignet, fundándose en lo que dejaron escrito testigos de
vista y dignos del mayor crédito; y el juicio de aquel historiador insigne
puede bien servir de correctivo á las inverosímiles calumnias de que M. de Bergenroth y de M. de Hillebrant,
menos competentes que él todavía, le han hecho objeto poco hace.
Sin duda no
era Carlos V un hombre perfecto; pero no recuerda otro que lo sea más la
historia. Del pobre monasterio de Gerónimos, donde
quiso morir: de su estancia, retiro y exequias, han escrito largamente varios
autores; por lo cual sería ocioso extender más con ello este estudio. Lo que
importa todavía decir es que, aunque entregó su cuerpo al reposo en Yuste, y
se despojó de todos sus títulos, después de aceptada su renuncia al imperio,
su mente conservó toda la actividad antigua, y su corazón todo el amor que
había profesado en el gobierno al engrandecimiento de su raza; y que estuvo
además interviniendo constantemente con sus consejos que, sin quererlo él,
sonaban á órdenes soberanas, en el gobierno de la monarquía española. Hasta
hubo momento en que estuvo á punto de abandonar su retiro, á ruego de su hijo,
y encargarse de invadir una vez más el territorio francés con un ejército de
España. Las largas luchas que había sostenido con los protestantes, y que
tanto contribuyeron á rendir su ánimo, le hicieron ver, en el ínterin, con
sobresalto inmenso, la formidable aparición de las doctrinas luteranas en
España hacia 1558, y una vez y otra, desde Yuste aconsejó vivamente que se
reprimiesen á toda costa. Todavía en su codicilo, días antes de morir, mandó á
su hijo, como padre, y por la obediencia que le debía, que persiguiese y
castigase á todo trance á los herejes, sin que esto le impidiese conservar allí
aun su mala voluntad al Papa Paulo y á la corte romana. Ni dejó de preocuparse
allí, tanto como antes, de los empeños urgentísimos en que la Hacienda se
encontraba, de resultas de las continuas y gigantescas empresas llevadas sin
suficientes recursos á cabo. Hoy todavía se duda, si hizo ó no, en vida, celebrar sus propias exequias. Este hecho singular, admitido por
Pichot y Sterling, y refutado por Mignet,
no debe afirmarse ni negarse con certidumbre completa, en opinión del erudito
belga Mr. Gachard, que tanto tiempo y trabajo ha
empleado en esclarecer los postreros días de Carlos V. Pero de todas suertes, y
aun descontado este detalle dramático, pocos cuadros ofrece la historia tan
interesantes como el de Carlos V, terminando entre los frailes de Yuste sus
activos y gloriosísimos días.
Dejó Carlos
V dos hijos varones: D. Felipe, llamado ya rey de Inglaterra y de Nápoles,
fruto de su único matrimonio con Doña Isabel de Portugal, nacido en Valladolid
el 21 de Mayo de 1527, y jurado príncipe de Asturias en 19 de Abril del año
siguiente; y D. Juan, de gloriosa memoria, habido, según demostró D. Modesto
Lafuente, en Bárbara dé Blombergh, mujer de mediana
condición de Ratisbona, el cual debió ver la luz hacia 1547, aunque la fecha
cierta se ignore. Tuvo el nuevo rey Felipe II dos hermanas legítimas; la
primera, Doña María, que fué emperatriz de Alemania;
la segunda, Doña Juana, gobernadora algún tiempo de España, que casó con el
hijo primogénito D. Juan de Portugal, y fue madre del infeliz D. Sebastián.
También se halló don Felipe con una hermana ilegítima, Doña Margarita, que fue
duquesa de Parma, gobernadora de Flandes, y madre del insigne Alejandro
Farnesio. Vése, pues, por esta mera enunciación de
personas que, aun sin contar á Felipe II, todos los primeros descendientes del
gran Carlos, hicieron honor á su nombre; señalándose mucho los varones
bastardos en las armas, y las hembras legítimas ó ilegítimas en el gobierno.
III
QUEDÓ, al
morir D. Carlos, la Monarquía con muchos Estados y mucha gloria, con ministros
y capitanes muy expertos, con soldados tenidos por invencibles, en especial la
infantería española; mas no podía esperarse que estuviese la Península, ni más
poblada, ni más pujante que de los Reyes Católicos la hubiese aquél recibido.
Antes de pasar adelante, conveniente será que fijemos ya algún tanto la atención
en esta materia. El buen o mal gobierno de un rey no debe medirse por lo que
tiene, sino por lo que halla y lo que deja. Federico Badoero,
embajador veneciano, que por los años de 1557 se hallaba precisamente en la
Península, dijo de ella, describiéndola, «que era árida, porque á las veces no
tenía lluvias en un año entero, ni permitía su terreno que se le introdujesen
dos dedos de arado», añadiendo «que no pensaba que hubiese país que poseyese
menos artificios é industrias».
Oyó ya decir
también aquel diplomático a los españoles, que «la pobreza, las montañas y la
esterilidad, eran las verdaderas fortalezas que tenía el país, porque cualquier
ejército pequeño lo destruirían los naturales, y uno numeroso perecería por sí
mismo de hambre». Todos los españoles que militaban por aquel tiempo fuera de
la Península, los computaba con acierto el veneciano en unos veinte mil
solamente; poquísimos, en verdad, para guardar tantos dominios e influir tanto
en el mundo; no juzgando que fuera posible aumentarlos hasta una mitad más, sin
gran trabajo. Estaba, pues, ya fiado a la disciplina y valor de los tercios, o
regimientos de arcabuceros, mosqueteros y piqueros de infantería, nuestro
poder militar, más bien que al número. Difícil, por otro lado, sería hacer una
pintura más exacta del estado económico y las costumbres de España, cuando
comenzó á reinar Felipe II, que la que puso, al principiar su obra, el
contemporáneo historiador de este príncipe, Luis Cabrera de Córdoba. Parécenos
por lo mismo conveniente copiarla, y generalmente á la letra, no obstante la
minuciosidad ú obscuridad del lenguaje. «En este tiempo»—dice Cabrera—«tenía la
moneda su justo valor intrínseco, desde el cornado, blanca, uno, dos y cuatro
maravedís, que valían ocho blancas, con que se compraban ocho cosas; tarjas de
plata de á veinte maravedís; real de treinta y cuatro; y los de á dos de á
cuatro y de á ocho, hasta el escudo de oro de cuatrocientos maravedís de valor.
Era grande la fuerza y lustre de armas, caballos y sus guarnimentos,
ganados, crianza y labranza, por no huir el trabajo, como los que viven
solamente de censos comprados ve en los metales que las Indias les han
comunicado, después que los Pontífices Calixto II y Martino V dieron permiso á
las rentas constituidas o censos, poco usados antes. La tierra les
correspondía, y favorecía el cielo muy regular a sus deseos, cuidados y
fatigas. No permitía la abundancia tasa, ni la moderación en los trajes término
por leyes. Los pueblos, llenos de gente belicosa y armígera, naturalmente
robusta, gallarda, no admitían los casamientos antes de la edad de treinta
años y más, y las mujeres de veinte y cinco; ni la sensualidad y derramamiento
pedían otra cosa, ajustados entonces a la virtud y razón los hombres por
naturaleza, costumbre y templanza en el beber y comer manjares gruesos, con
variedad poca para cebar el apetito; con lo cual eran todos de larga vida; no
estando la malicia poderosa, ni usándose delicadeza y regalo, superfluidad
introducida por la comunicación con extranjeros, y aromas de las Indias,
venciendo a la moderación española, como á los romanos los regalos de la misma
Asia. La juventud ocupada ^respetaba á los ancianos, dignos mucho entonces de
»veneración, y sus advertencias; y las hijas asistían á »la continua labor de
sus ajuares para su dote, siendo »su pureza, clausura y estimación la mayor
parte y más »esencial, y diez menos el costo de la dote que hoy, en el tanto.
El vestido en los varones era calzas justas ó »justillos con rodilleras ó falladillos, ó zahones más angostos que los balones que hoy se
practican; traje el último con que se casó Felipe II la primera vez en
Salamanca. Los sayos largos de faldas, con sobrefaldillas,
escarcela, capa larga con capilla, gorra de lana de Milán ó terciopelo muy plana, ó bonetes redondos, ó caperusas de paño; collares de
los camisones juntos, sin lechuguillas, que entonces entraron las que llamaron
marquesotas, como las barbas reformadas á la tudesca, muy largas, usadas con la
entrada á reinar del emperador Carlos V, porque andaban antes los españoles,
rapados a la romana, como muestran los retraeos del rey D. Fernando V. Las
medias eran de carisea, estameña, paño, ligadas con atapiernas ó senogiles; que por los
italianos dijeron ligagamba, y hoy ligas; aunque ya usaba el nuevo rey de las
de punto »de aguja de seda, que le enviaba en presente y regalo »desde Toledo
la mujer de Gutierre Lope de Padilla», bien conocido
caballero. «Vestían las mujeres ropas »y basquiñas de paño frisado y grana; y,
si de tercio- »pelo, servían en el matrimonio de abuela, hija y nieta: »y en
lugares bien populosos y hacendados había en ni palacio del Ayuntamiento
vestidos con que todos >dos vecinos recibían las bendiciones nupciales
generalmente. Los mantos eran de paño velarte ó con-
»trai; sombreros sobreños, como oblea, de fieltro o
terciopelo, y con borlas y cordones de seda. Los médicos traían gorras llanas,
o bonetes de cuatro esquinas, y »ropas talares, o manteos y lechuguillas y los
estudiantes particularmente. Tardaban éstos ocho años en estudiar latín,
suficientes para saber las cosas, y aprender las ciencias, si las enseñaran en
lengua castellana; pues la necesidad ha introducido por excelencia, lo que Dios
en la torre de Babilonia por castigo. La forma de los edificios tenia grandeza
y rudeza, y el culto divino estaba en gran veneración, con respecto al
sacerdocio; y la mayor prerrogativa y riqueza de una familia popular era tener
en ella un sacerdote. Los monasterios pocos de frailes y de monjas; y en el
número y diversidad, la devoción y variedad que hermosea la Iglesia, y ha
introducido en su aumento, y del bien público espiritual. Finalmente, los
reinos ricos de todos los bienes, y de amor a sus príncipes, hacían excediente su principal fundamento, que son las fuerzas y
reputación.» Algo puede haber en este cuadro, inspirado por aquel común
parecer de que cualquier tiempo pasado filé mejor, consignado en las coplas
anteriores de Jorge Manrique; pero el fondo no puede menos de ser exacto. De
las palabras, pues, que preceden, y de Badoero también citadas, dedúcese lo que realmente era la
nación española, en el punto de ir á llegar á su cénit nuestra casa de Austria.
No se había dado aún, como se ve, en el arbitrio económico de alterar el valor
de la moneda; conocíase poco todavía la clase de
rentistas o acreedores del Estado, que los empréstitos enormes de la época y el
dinero de las Indias, acrecentaron tanto después, y fue al cabo tan
desgraciada; la labranza era la riqueza general, las costumbres religiosas y
severas, sencillísimo el trato y el lujo casi desconocido. Había aquí, pues,
una nación más bien pobre que rica ciertamente, á pesar de que á eso llamase
Cabrera riqueza, y de fuerzas desproporcionadas al papel que representaba en
el mundo; pero honrada, varonil, sobria, capaz de mantener como mantuvo por
largo tiempo, la vida activa y la lucha desigual en que estaba empeñada.
No falta
más, para completar este interesante cuadro de Cabrera, sino señalar ya aquí la
luz siniestra, con que comenzaba á alumbrar la nación y á secar de paso su
inteligencia, la sistemática represión de las ideas, en el instante de subir
Felipe II al trono.
Esta nación
nuestra había ya combatido, durante muchos siglos, á las razas extranjeras que
sustentaban la religión mahometana con las armas; y atormentando con frecuencia
á otra raza extranjera, la judía, que pacifica, pero astutamente, aspiraba á
confundirse con ella, y aun á influir en sus destinos, ora apoderándose de la
administración pública y del comercio, ó del
ejercicio de ciertas profesiones, como la medicina, ora enlazándose con las
mejores familias, penetrando en el palacio de los reyes, disputando allí el
favor y el poder. Vencidas, sometidas, destruidas ya en gran parte las
primeras, expulsada y horriblemente perseguida la última, fácil era que
volviese luego su furor contra los disidentes del culto cristiano, que
comenzaba á abrigar en su seno. No fueron, no, y esto es ya hoy bien sabido,
las persecuciones religiosas, hijas del carácter de este ó el otro príncipe, sino del sentimiento de la mayoría inmensa de la nación, sin
diferencia de clases. La aparición de Felipe II en el poder no fué sino una coincidencia casual con el violento desarrollo
en España de aquel espíritu de intolerancia, que llegó á constituir el hecho
culminante y decisivo de nuestra historia en los siglos posteriores. Ofrecen
de esto último razón sobrada los procesos comenzados á formar cuando aún no
había dejado de gobernar realmente Carlos V, y que dieron por fruto á la
postre los autos de fe de 1559 en Valladolid, y el de 1560 en Sevilla, así como
la terrible Pragmática de 1558, contra los libros prohibidos. Ofrécenla también aquellas frases melancólicas con que
Gonzalo de Illescas lamentó por entonces que ya en España se viesen «las
cárceles, los cadalsos, y aún las hogueras, pobladas de gente de lustre, y de
personas que, al parecer del mundo, en letras y en vida, hacían muy grande
ventaja á otras.» Por tales novedades, según el propio autor refiere, apresuró
su venida á estos reinos D. Felipe, no bien acabada su primera guerra con
Francia; dejando la comodidad de Bruselas, que tan cerca le tenía de su mujer
María de Inglaterra, para encerrarse en la Península, de donde no quiso más
salir con motivo alguno. Juntándose con este gran choque religioso, á la sazón,
el progreso constante de las doctrinas del Derecho justiniano ó bizantino, abiertamente favorables al absolutismo
monárquico, llegó á ser sin sentirlo en todas partes el ideal del Estado, lo
que llama el inglés Buckle sistema de protección, y
consiste, en atribuir á la potestad civil, confundida con la eclesiástica, la
dirección de todos los intereses morales ó materiales de los hombres; causa permanente sin duda, como aquel autor y otros
muchos han dicho, de nuestro descaecimiento intelectual y político. Que si al
menos la corona de España se hubiera propuesto proteger no más que la
conciencia de sus propios súbditos, velando sólo por ellas tan rigurosamente,
fuera, aunque cierta siempre, algo menos presurosa nuestra ruina. Pero Carlos V
se había considerado ya en posesión de cierta especie de Monarquía universal,
más bien moral que material ó de hecho; juzgándose
obligado hasta en Yuste, á cuidar providencialmente de los intereses
espirituales de la especie humana, y recomendándolo además al descender al
sepulcro á su sucesor. Y este sucesor, que parecía para el caso nacido, tomó
aquella imposible y funesta misión á su cargo, con el perseverante empeño de
quien sinceramente creía también en ella, así como con la terquedad y exageración
propias de su espíritu, menos independiente, por lo mismo que era más estrecho
que el de su padre. Porque á la verdad, Carlos V no se negó á la discusión, no
rehuyó á todo trance las transacciones, que era sobrada para eso su
inteligencia de hombre de estado; y solamente en Yuste manifestó al fin
remordimientos de haber sacrificado alguna vez el rigor de su misión á las
circunstancias, como en los Interim de que ya se ha
hecho mención. Felipe II no pudo tener en esto el remordimiento más leve,
supuesto que nunca cedió de veras ó en la menor cosa
por su parte. Fué, en tanto, el principal instrumento
del sistema social y político de que hablamos, el bien conocido tribunal del
Santo Oficio, introducido en Castilla por los Reyes Católicos contra los judíos;
mal mirado por Felipe el Hermoso; empleado tibiamente contra los mahometanos
en los primeros años de Carlos V. Desde que el segundo Felipe tomó á su cargo
las riendas del gobierno, siguiendo estrictamente en ellas los consejos de su
padre, fué acrecentando de día en día la Inquisición
su influencia. Por medio, pues, de las armas, donde no llegaban las hogueras de
la fe, ó de las hogueras por si solas, donde
alcanzaban, dió principio España, en suma, á una
lucha á muerte, desde principios del nuevo reinado, contra todo humano
elemento, que pretendiera sustraerse á la protección y dirección política y
religiosa, de que el poder real se consideraba legítimamente investido en el
organismo social. Era aquella una utopía funesta como la que más á la especie
humana, y no menos imposible de realizar por completo que todas. Mas no se
piense, como la pasión de ciertas escuelas da á entender con frecuencia, que
el principio de conferir á un hombre sólo, con sus consejeros ó sin ellos, el derecho de suprimir la libertad individual
de los hombres, amoldándolos todos al tipo estrecho de cada reinado ó familia soberana, fuese sólo peculiar de Felipe II ó de España en aquel siglo. Ya hemos indicado que nació á
un tiempo en todas partes, y lo mismo floreció y se notaron sus efectos en
España que en Inglaterra; lo propio de parte de los monarcas católicos, cual
Felipe II y María Tudor, que de los soberanos protestantes, como Enrique VIII
y su hija Isabel. No existía entonces la idea de la tolerancia civil ó religiosa, en ninguna nación, ni entre las fieles, ni
entre las infieles; nadie reconocía el derecho al libre examen, ni éntrelos
tradicionalistas, ni entre los novadores; pensando igualmente, que era justo
quemar á sus contrarios, el célebre inquisidor general de Felipe II, D.
Fernando Val- dés, y el heresiarca Calvino. La
instintiva independencia personal de los señores de solar ó castillo, de los burgueses ó vecinos de Concejos, que
vivían al amparo de Fueros y Cartas-pueblas, de los mismos vasallos de la Corona,
que por cierto dejaron en su nombre de realengos un vivo testimonio filológico
de su licencioso estado, iba lentamente acabando á manos de los legistas
formados por las Pandectas y las Partidas en España, y por virtud de aquel
mismo impulso, en todas las demás naciones de la Europa culta. La única
diferencia, en suma, entre lo de aquí y lo de afuera, consistía en que Felipe
11 con la Inquisición, y el catolicismo con los Papas, eran más lógicos con
los adversarios; por lo cual afirmaron mejor é hicieron durar más cualquier
error social y político que hubiese en su sistema. Pero hemos aquí expuesto,
con sobrada extensión acaso, así el espíritu general del mundo, como las
circunstancias especiales de España al retirarse á Yus-
te Carlos V; y es tiempo ya de dar á conocer particularmente la persona y los
hechos principales del monarca, que en tan grave y decisiva crisis tomó sobre
si la responsabilidad de regir los destinos de la belicosa y pía nación
española.
IV
POCOS
HOMBRES han reinado que sean objeto de tan opuestos juicios como Felipe II. Fué él, para unos un perverso, y un santo varón para otros;
para éstos engrandeció más que nadie á España, para aquéllos le amenguó, dando
principio á su decadencia; quién le juzga, en fin, como un hombre todo
extraordinario, quién le rebaja al nivel de los más vulgares tiranos. En
ninguna de estas opiniones extremas hay exactitud ni justicia. La verdad es que
nada hay más raro en el mundo que un hombre de todo punto impecable, si no es
otro enteramente destituido, de buenas cualidades. Y, sin embargo, hállanse historiadores dramáticos, más comunes hoy que en
ningún tiempo, dados sólo á pintar monstruos ó purísimos ideales humanos, convirtiendo la vida en lucha perenne y fatal de
héroes con malhechores. En el entretanto lo que se advierte es, que no hay un
solo grande hombre en la historia, llámese Alejandro, César ó Bonaparte, que no presente negras manchas en el disco fulgurante de su vida, si
se le mira atentamente. Carlos V, sin ir más lejos, bien que fuera á todas
luces tan grande como el que más de los citados, tuvo defectos, no leves,
entre otros el de la obstinación, en sus buenas ó malas disposiciones, según confesaba él mismo; y el asesinato ejecutado de su
orden en Antonio del Rincón, español al servicio de Francia, así como sus
instigaciones contra los herejes de Valladolid y Sevilla, y sus edictos contra
los de Flandes, harto claramente demuestran que, al igual de su hijo,
participaba de los más odiosos principios de su tiempo, antes popularizados
que no inventados por Machiavello. Con el criterio,
pues, qne se aplica á aquellos y otros personajes de
su tamaño, hay que juzgar á Felipe II, aunque no se le encuentre en el número
de los más grandes hombres. Porque nadie puede dudar que fué hombre de talento sumo y de una maravillosa laboriosidad: pero para ser
grande, entre los príncipes y gobernantes, faltábanle realmente la actividad, la resolución, el valor personal, que, cuando supo su
ausencia del lugar del combate en San Quintín, echó ya en él de menos su padre
en sentidos términos; como quien tan altamente le había mostrado siempre, y
mejor que nadie, en aquellas aventureras expediciones de Túnez ó Argel, notables para un caballero particular, no menos
que heroicas en el primer monarca de la tierra. Faltábanle á Felipe II, á la par con la noble energía que tales hechos dieron á entender
en su padre, la magnánima confianza de que aquél solía hacer alarde; la
inclinación á la clemencia que aquél de ordinario tenía y practicaba, cuando
no estaba impulsado por alguna viva necesidad política; la dulce sensibilidad,
en fin, que aquél solía poner en sus afecciones, y de que dió tan relevantes pruebas con la fidelidad que guardó, no obstante haber
enviudado antes de los cuarenta años, á su única esposa Doña Isabel, la
hermosa emperatriz que convirtió con sus restos mortales á San Francisco de
Borja. Siempre será, por todo eso, mayor y más simpática la memoria de Carlos V
que la de Felipe II. Llamábanle á aquél los españoles
el César por su dignidad imperial; y era en realidad otro Julio César, por su
persona; tranquilamente valeroso cual César, cual César confiado y aventurero,
como César generoso y magnánimo, autor como César de Comentarios, que no han
podido por cierto hasta aquí encontrarse; lo mismo que César, en fin, gran
general, escritor, hombre de Estado, incansable en la acción durante la vida,
á la par que despre- ciador del mundo é indiferente á
la muerte. Felipe II, en cambio, no ha tenido como hombre de negocios ó de gabinete, ningún rival en el gobierno hasta ahora.
Son innumerables los documentos anotados de su mano, y los asuntos por él mismo
resueltos, que existen en diversos archivos de Europa. Era, en substancia,
Felipe II, un monarca moderno por sus hábitos y su talento, como fué su padre un monarca de tiempos todavía heroicos: el
último de los príncipes paladines de la Edad Media, así como el primero de los
príncipes, que supo ser verdadero hombre de Estado en la moderna Europa.
Tímido, en el entretanto; desconfiado, irresoluto, seco y poco sensible,
sincera y profundamente religioso, poseído, sin duda alguna, de una grande
veneración por la memoria y las ideas de su padre, pero más terco que él
todavía, Felipe condensa en sí, á las claras, y mejor que nadie representa el
sistema social que sostuvo España en el mundo, durante todo el tiempo de la
casa de Austria; porque, así como él las huellas de su padre, servilmente
siguieron más tarde las suyas propias sus sucesores. Por eso tiene el reinado
de Felipe II tanta importancia, ó más, que el de su
gran padre, aun siéndole inferior, y llama tanto á sí la atención, por eso
mismo, de los pensadores actuales. No hay que dudarlo: la cuestión entre
España y el mundo; la oposición entre el pensamiento político-religioso de la
casa de Austria y el proceso inevitable de las ideas humanas, que últimamente
se ha estudiado con tal empeño, las halló ya Felipe II planteadas, cual queda
dicho; no fueron, no, obra de su propio espíritu. Al verlas llegar su
inteligente padre, quísolas evitar, primero por medio
de la discusión doctrinal, después por medio de las armas; últimamente, por
medio de atrevidas aunque forzosas transacciones; pero inútilmente, porque su
brazo robusto no bastaba á detener la marcha que trazaba á los sucesos la
Providencia. En la lucha lo que hizo fué consumir,
como se ha visto, sus fuerzas físicas. Al exhalar luego su último suspiro en
Yuste, delante de la imagen de Cristo, á la cual tantas veces había pedido de
rodillas, bajo su tienda de campaña, que le concediera vencer á los enemigos
del catolicismo y de la monarquía, dejó en herencia á Felipe II, no sólo sus
Estados, que de esos harto desprendido estaba ya, sino su pensamiento mismo y
la causa en que había gastado su vida. Nada es más injusto, por tanto, que
acusar á Felipe II de inventor de una política que halló creada. Ni más ni
menos que su padre pudo él también juzgarse destinado por Dios á defender
eternamente la verdadera fe, contra turcos y protestantes, sin darles nunca
paz ó tregua.
A imitación
asimismo de su padre fué como hizo de la España la
corona defensora de la Iglesia. Tanto como su padre pensaba, sinceramente, que
su misión de guardar y proteger á la Iglesia, era de origen divino, al modo que
la de los Papas; mirando en éstos, más bien que unos superiores temporales, que
era lo que ellos pretendían ser, unos aliados espirituales, que no siempre
sabían cumplir con su fin sagrado. Igualmente que su padre, en fin, y más que
su padre también, á causa del progreso constante de las ideas bizantinas,
entendía poseer en sí el poder de los antiguos emperadores romanos; no
reconocer en lo temporal ni superioridad ni límite sobre la tierra; ser ley
viva; tribunal constante, supremo dueño y señor legítimo de todos sus vasallos.
Bien pudiera mostrarse aquí, desde ahora, con los libros de los juristas, y de
los políticos, y con los despachos de los ministros contemporáneos, que tales
eran con efecto las ideas predominantes al principiar á reinar Felipe ¡1 y que
ellas inspiraron los hechos más contravertidos de su
gobierno. Lo que hay que confesar es que por la índole de su talento y de sus
sentimientos, y por su posición misma, debía ser este príncipe, como fué en realidad, quien más viva y tenazmente prohijó tales
ideas en Europa. Y una vez ya formado con ellas su entendimiento, de su
carácter especial no dependió más que la ejecución de las cosas: empleando el
disimulo donde otro habría empleado la fuerza, usando el secreto donde otro
habría usado la jactancia, acudiendo á las armas de gabinete, que eran las
únicas de que sabía valerse, en lugar de las de los campos, que no vistió más
que una vez sola en su vida, sobre San Quintín, y esa inútilmente. La unidad
del es
píritu y de la vida de Felipe,
puede, exactamente, compararse, como se ha comparado por muchos, con la de su
obra predilecta, el Escorial; y en esto han andado más sagaces aun los poetas
que los historiadores. Aquella pálida montaña de granito, regular, uniforme,
monótona, triste, grande, construida para la eternidad, pudo bien reflejar al
alma de Felipe II; porque no otros caracteres distinguían su entendimiento, é
idénticos aspectos presentó siempre su política. El que algún detalle
impropio, semejante á los que hoy mismo quebrantan la unidad arquitectónica del
Escorial, desdiga del tipo de Felipe II en su naturaleza y su vida, no ha de
contradecir la regla general, por cierto. Que no se compone solo de
entendimiento ó de razón el hombre; y aunque fuese
Felipe II de los que más han hecho de su corazón y de su cabeza una cosa
misma, natural es que de vez en cuando hubiese entre ella y él cierta
discordancia. Los embajadores venecianos de su época, perfeccionan ó aclaran con mil detalles personales este retrato que
procuramos sacar solamente de sus papeles y hechos. Decía de él Federico Badoero, que le tenía por capaz de tratar los mayores
negocios, y que trabajaba más de gabinete que su salud consentía; pero que era
poco activo corporalmente, é imposible el sorprenderle expresión alguna en la
mirada, á causa de no fijarla nunca en la persona con quien hablaba. Michieli por su lado cuenta, que por las noches gustaba de
recorrer enmascarado las calles de Madrid, para enterarse por sí mismo, sin
duda, de lo que pasaba. Antonio Tiépolo, que fue el
que mejor le conoció acaso, le pinta en traje elegante siempre, pero siempre
negro; sin bordados de oro ó plata, ni otras joyas
encima que la insignia del
Toisón, y la
cadenilla de oro de su reloj. Y él y Paolo Tiépolo,
su antecesor, en especial, le hacen dado á las mujeres con exceso, á pesar de
su seriedad característica; y le muestran deleitándose, en compañía de una ú
otra, frecuente y extraordinariamente, bien que tomando al sexo bello más como
objeto de entretenimiento que de amor, sin concederle sobre sí influjo alguno.
Todos ellos, hasta quince ó diez y seis que
representaron á la república en su reinado (1), refieren largamente su
asiduidad en las misas, en las vísperas, en los sermones, y su devoción
extrema al Santísimo Sacramento. Todos le representan sobrio, de pocas
palabras, aficionado á la soledad, inmutable en sus costumbres, minucioso,
paciente, enemigo de conceder ó negar nada
personalmente, muy disimulado y rencoroso. Oía bien los consejos, pero solo
cuando se dejaban correr, como al descuido en su presencia, y podía él
apropiarse cualquier idea, sin aparentarlo, según dice un español que le
conoció de cerca. Y consta, además, por otros testigos de vista ó memorias del tiempo, que era muy aficionado á las artes,
principalmente, á la arquitectura y la pintura, de lo cual dió grandes muestras, asistiendo á la edificación del Escorial frecuentemente,
discutiendo sus planos, y llamando famosos pintores que adornasen sus techos y
muros. No falta quien también le suponga diestrísimo en versificar y tañer la
vihuela: y es bien sabido que gustaba de proteger las letras clásicas y sa-
(1) Aunque
no parece propio de este trabajo acumular en él citas, por lo cual se omiten
cuantas es fácil verificar, parece conveniente advertir que hasta el fin del
siglo xvi, las Relaciones venecianas que se
mencionan pertenecen á la Colección Alberi ó de Florencia.
gradas, de
juntar libros raros y guardar y conservar documentos, de tener correspondencia
y hasta amistad particular con los sabios de su época, como Furio-Ce- riol ó Arias Montano. En cambio
se le vió siempre, conformándose en esto con su
opinión la de su ministro Antonio Pérez, mantener, á buena distancia los
grandes del reino, demasiado semejantes á príncipes en el siglo anterior, para
que no pudieran familiarizarse también con él, prefiriendo á la compañía de
éstos la de sus bufones, que le divertían sin riesgo y sin obligarle á
hablar. Porque es de advertir que el mayor y más constante de sus placeres,
después de largas horas de trabajo, puesta la frente en una mano, y en otra la
pluma, eran la quietud y el silencio, mientras otros se agitaban ó procuraban distraerle. Los grandes así desairados, ó se retiraron-á vivir como pequeños monarcas en sus
Estados, como hizo en Guadalajara el del Infantado; ó como Villafranca, Santa Cruz, y el mismo Alba sirvieron, por lo común, fuera
de la corte; dejando á los legistas de los Consejos, entonces reorganizados y
acrecentados, ó á los hombres de fortuna como Ruy
Gómez y Antonio Pérez, que ayudasen de cerca en el gobierno, á su receloso
señor. Por lo demás, en el apartamiento sistemático que, no ya solo con los
grandes, sino con todo el mundo observaba, en Felipe II debía de entrar por
mucho la debilidad esencial de su carácter. Aquel hombre tan inflexible de ideas
y de lejos, no sabía ser áspero nunca de cerca. Por eso prefirió siempre
mantener cierta especie de neutralidad entre los partidos cortesanos, que
acaudillaron durante su reinado, el principe de Eboli, y el duque de Alba, á decidirse de todo punto por cualquiera
de ellos. Su voluntad
era
decisiva, irresistible en todo caso; y más quería, no obstante, tolerar aquella
oposición, que embarazaba, á las veces, su política, que no abrazar uno de los
dos partidos por completo. Ellos entre sí se desgarraban en pequeñas
contiendas, y él se prevalía de sus miserias mismas para estar más al tanto de
todo, y guiarlos más. dulcemente hacia los fines que se proponía. No bien
comenzado su reinado, confesó en Bruselas al cardenal Carrafa, su enemigo
hasta allí, según refiere el historiador de la contienda que tuvo con Paulo
IV, y sus sobrinos, Pedro Norés, que no podía hacer
carrera con los ministros que le había dejado su padre, los cuales le trataban
con escaso respeto, prefiriendo siempre al que tenía él, su propio dictamen. La
larga experiencia que atesoraban ellos; los grandes secretos de Estado de que
estaban en posesión; el respeto mismo que á él las cosas de su padre le
inspiraron, no bastan á explicar la paciencia con que los sufrió Felipe II por
largo tiempo. Otro monarca, con carácter más decidido, los habría reprimido al
instante, dada la idea altísima que de su potestad tenía. Pero Felipe, lo que
en esto hizo, como en todo, fué írseles sobreponiendo
lenta y astutamente, hasta enterarse bien de los negocios, y escoger las
ocasiones en que hacerles sentir el peso de su poder con más ó menos dureza, según su respectivo mérito. Fué constante, sin embargo, con sus ministros, tanto como
al fin severo. Antonio Perrenot, obispo de Arras, y
arzobispo de Malinas y de Besanzón, más conocido por el cardenal Granvela hijo de Nicolás Perrenot,
uno de los ministros principales de Carlos V, lo fué también de Felipe II; y este le sostuvo de tal suerte, en Flandes, contra la
antipatía de los señores flamencos,
que fué aquella una de las más visibles é inmediatas causas de
la rebelión. Al duque de Alba, D. Fernando Alvarez de
Toledo, uno de los pocos grandes que en la junta ó Cortes de 1539 se pusieron de parte del emperador, lo mismo que su abuelo el
conquistador de Navarra de parte de Fernando el Católico, y en quien había
aquél ya adivinado un buen general, experimentándolo, como tal, en Mulberg, le dispensó también Felipe II una amistad muy
constante. Y aunque le desterrara en su vejez de la corte, por culpa de su hijo
don Fadrique, más que propia, de allí le sacó para confiarle el mando del
ejército, con que había de conquistar á Portugal, asistiendo luego á la
cabecera de su lecho mortuorio, como piadoso y antiguo amigo, para confortarle
en la última hora. ¡Extraña y solemne entrevista, digna, por cierto, de la
curiosidad de la historia, la de aquellos dos hombres de hierro, que fueron
juntos el terror de su tiempo, y que se despedían en la cumbre ambos de su
gloria, muriendo el uno en la tierra que acababa de conquistar, el otro
reuniendo bajo su cetro, en fin, toda la Península! A D. Ruy Gómez de Silva,
portugués de nación y principe de Eboli,
le quiso muy bien por sí, igualmente; aunque sea cierto, como los venecianos
dicen y dió tanto á entender Antonio Pérez, que
gustase á la par con exceso de su mujer, la famosa doña Ana de Mendoza. En
cuanto á Antonio Pérez, hijo de Gonzalo Pérez, secretario del emperador y
hombre de letras, de quien se tratará más despacio luego, no puede dudarse que
él faltó á la amistad y lealtad á su protector y rey, tanto, por lo menos, como
le faltó á éste luego indulgencia ó generosidad en su
castigo. Con D. Juan de Idiaquez y D. Cristóbal de
Moura, de
quienes se
sirvió no más que como verdaderos secretarios, en sus últimos años, se sabe
que fué cortés y generoso siempre. No puede, pues,
negársele el título de buen amigo á Felipe II. Tampoco sería justo negarle
otras dos cualidades patentizadas en documentos fehacientes: la primera, que fué un hijo respetuoso y venerador de su padre, por más
que éste le hallase poco afectuoso con él: la segunda, que trató muy bien á sus
mujeres, aunque nunca experimentase hacia ellas un amor muy apasionado. Lejos
de apetecer Felipe II la sucesión de su padre, miró su renuncia con temor y
pena, y quiso que se le considerase, por tan soberano entre los Padres
Jerónimos de Yuste, como cuando ocupaba el trono, obedeciéndose sus órdenes:
cosa no tan usada entre reyes, ó aun entre hombres
particulares, que deba dejarse en olvido. Ni siquiera exigió el título de
majestad mientras vivió su padre: porque su hermana doña Juana, gobernadora de
España, continuó dándole el nombre de príncipe, á secas, después de la
renuncia de aquél. Todo muestra, en conclusión, de parte de Felipe II el más
profundo respeto filial. De lo que únicamente tuvo razón para quejarse su padre
en el monasterio, fué de que no le escribiese él
mismo, sino rarísimas veces, como Gachard advierte.
Y tocante á que les fuese bien con él á sus mujeres, frío y todo cual siempre
era, no cabe duda alguna. La primera, que fué doña
María de Portugal, acabó sus días á los dos años de matrimonio, siendo ambos
muy jóvenes, por manera que nada tiene, en verdad, de extraño, que pasaran,
cual pasaron aquel breve tiempo, muy enamorados; pero la segunda, doña María
Tudor, su tía, de mucha más edad que él, y fea, vivió también echándole de
menos,
y anhelante
siempre por su vuelta, todo el tiempo que, durante su matrimonio, estuvo él
ausente de Inglaterra, cosa ya más notable. Admiraron los ingleses la conducta
de Felipe como marido; y, dicho sea al paso, les pareció más tratable y menos
duro que su mujer hasta en las cuestiones religiosas: no teniendo que echarle
en cara otra cosa, sino que por el amor que su mujer le profesaba,
condescendiese con todos sus designios políticos, haciendo de aquel pueblo
altivo un satélite de la monarquía española.
No pudo
luego el monarca español aunque le procurase con raro empeño, contraer
matrimonio con su cuñada la sanguinaria, y al fin herética Isabel, de quien
dijo Góngora lo de:
Mujer de
muchos y de muchos nuera;
¡Oh, Reina
torpe! Reina no, más loba
Libidinosa y
fiera.
A habérsele
logrado tal propósito á Felipe, mucho hubiera dado que decir, y muy singular,
el matrimonio de aquellos dos eternos rivales después, así religiosos, como
políticos; de aquellos príncipes, los mayores de su tiempo, á no dudarlo. Pero
ya que no tuvo que habérselas en su tálamo Felipe II con mujer tan peligrosa,
tomó por tercera esposa á la tierna y bella princesa doña Isabel de Valois, llamada
de la Paz, por la que se ajustó al tiempo mismo que su matrimonio en Cambray;
respecto de la cual han corrido tan torpes y calumniosas fábulas. Lo que de
ella dice, sin embargo, la diplomacia veneciana, diligentísima escrutadora de secretos cortesanos, es que llena de amor esperaba á su marido
en vela noches enteras, por no perder su conversación
y compañía,
si se le ocurría visitarla. Existe, además, una carta, varias veces publicada y
en este particular decisiva, en la cual dijo confidencialmente la reina Isabel
á su madre, «que su esposo era tan bueno para ella, »y se sentía tan feliz á su
lado, que aunque la residencia de Madrid fuese cien veces más desagradable que
»era, y lo era para ella mucho, no podría fastidiarse ja- »más.» La cuarta y
última esposa de Felipe, doña Ana de Austria, que fué madre de su sucesor, Felipe III, sintió tanto la grave enfermedad que aquél
tuvo en Badajoz, corriendo el año de 1580, que según refiere el P. Florez, puesta allí en fervorosa oración, «ofreció á »Dios
su vida, porque no quitase al rey y á la Iglesia »la de su marido, tan
sumamente importante para to- »dos.» No podía ser,
pues, un dechado de toda maldad el hombre que después de todo se hacia amar de
tal suerte. Preténdese, sin embargo, no ya solo que
fuese poco sensible, que esto en el fondo es bien cierto, sino que no conocía
siquiera el cariño paternal; y eso, sobre no ser verosímil de suyo, es
manifiestamente inexacto. Cuando la caída, casi mortal, de su hijo D. Carlos,
en Alcalá de Henares, lo asistió el rey con los ojos preñados de lágrimas, y
con un sentimiento tal «que >podía hacer llorarlas piedras,» conforme
escribió entonces al duque de Florencia, su embajador en esta corte; y varios
embajadores vénetos convienen en que amó entrañablemente, y hasta con
adoración, á su hija doña Isabel Clara Eugenia, que ellos llamaban delizia del suo padre-, su
lectora, su secretaria, su única compañera ó amiga
íntima en los tristes días de la vejez, y á quien apellidaba ya moribundo, al
recomendársela á su heredero, luz de sus ojos. No hay tampoco razón,
por
consiguiente, para suponerle destituido de los inevitables sentimientos de
padre.
Mas los
principios políticos que Felipe II profesaba, de suyo ocasionados á la
intolerancia y al rigor de una parte; de otra las duras necesidades del
Gobierno en tiempos tan revueltos,, con tantos estados y tantas cuestiones
gravísimas sobre sí; su propio carácter, por último, no exento de defectos
graves y aquí ya descrito con la exactitud posible, de consuno con las
singulares desgracias públicas y privadas de que se vió afligido, darán siempre, de todos modos, un color sombrío al reinado de Felipe
II en la historia. Guerras constantes y sangrientas, sin resultados útiles las
más de ellas, con los gastos, la penuria, las pérdidas consiguientes de hombres
y dinero en las vastas regiones que gobernaba; grandes y costosísimas
rebeliones alentadas entre súbditos extranjeros, para contener ó destruir á otros monarcas, que protegían á los suyos
propios; tramas poco escrupulosas y crueles para librarse de los más peligrosos
de sus adversarios públicos ó secretos; irregulares
ejecuciones, en fin, de vasallos sacrificados con más ó menos motivo á la razón de Estado; negras y mal disipadas sospechas, de
terribles resoluciones difíciles de justificar, de ser ciertas, á la luz del
sentimiento humano: todo concurre en el reinado de Felipe II para derramar
sobre él negras nubes. Sus mismos ministros y generales participan, en gran
parte, de las prevenciones con que á él le mira la historia, sobre todo el
cardenal Granvela, obispo de Arras, y el gran duque
de Alba. Todavía esperan, sin embargo, lo mismo aquel rey, que estos ministros,
un cotejo imparcial con los reyes y ministros contemporáneos suyos, para ver
si de él
salen aventajados ó gravados: todavía falta ver
también, con algún despacio, si los hombres que tomaron parte en la gran lucha
social del siglo xvi, á nombre de España, fueron por
ventura más severos, ó más violentos, ó más crueles, que los que, desde que en 1789 comenzó la
revolución moderna, han intervenido en la dirección y gobierno de las naciones.
A nuestro juicio, lo mismo Felipe II. que sus ministros, están muy lejos de
poder ser comparados con los que en este siglo han empleado, ni más ni menos
que él, la violencia para defender sus principios, ó sus intereses sociales, religiosos, políticos; y las más oscuras páginas del
reinado de Felipe II, que son, á no dudarlo, las que tocan á la sublevación de
Flandes, parecerán claras y limpias, si alguna vez de buena fe se les coteja,
con las de la invasión de España por el primer Bonaparte, harto más inmotivada
que la de Flandes, por el duque de Alba, harto más sangrienta, harto más rica
en episodios crueles, asesinatos, asolamientos, y todo género de impiedad ó estrago. Pero estas consideraciones, que deben servir
para juzgar con equidad á los hombres, no quitan ni pueden quitar el justo
horror que inspiran muchos de los sucesos dolorosos del reinado de que
tratamos.
¡Ojalá que
todas las cuestiones hubieran en él seguido los pasos prudentes, que al fin
siguió, la que se originara, viviendo aun Carlos V, entre él y su hijo de una
parte, y de otra el Papa Paulo IV. Movido este pontífice, recto y santo varón,
pero imperiosísimo y colérico, de antiguos
resentimientos contra los príncipes españoles y del deseo, común entonces en
los papas, de echar de Italia á los extranjeros, no cesó de hallar en
todo, desde
su ascensión al Pontificado, pretextos de discordia con España. Incitábale también á ello hábilmente su sobrino Carlos
Carrafa, por él convertido de soldado en cardenal y primer ministro; el cual
tenía resentimientos antiguos contra los españoles, y mucha amistad con los
franceses. Manifestóse ya á las claras esta mala
voluntad de tío y sobrino, al revocar Paulo IV la concesión sobre rentas
eclesiásticas que, con el título de Subsidio de la cuarta y santa Cruzada tenía
hecha la Santa Sede á Carlos V; alegando abusos en la exacción é inexacto
cumplimiento en las condiciones eon que se hiciera.
Hubo teólogos en España, como el obispo de Lugo, y el célebre Melchor Cano, que
opinasen, no obstante, que el nuevo papa no podía revocar la gracia de su
antecesor; sosteniendo que debía seguir el rey con buena conciencia
disfrutando aquella parte de las rentas eclesiásticas, sin el consentimiento ya
de la Santa Sede. Y cuando llamó á Roma el papa á aquellos atrevidos
eclesiásticos, con severos Breves, por disposición de Felipe II, y acuerdo del
Consejo Real, se hizo de modo que no llegasen á sus manos, á fin de evitarles
el deber espiritual de cumplirlos. El único prelado que tomó con calor, á la
sazón, la defensa de la potestad y de la determinación del Papa, como se había
dictado en favor suyo y de su cabildo principalmente, fué el arzobispo de Toledo, D. Juan Martínez Silíceo, que recibió la púrpura
cardenalicia en recompensa; y el solo de los sujetos consultados sobre este
punto especial que negase la razón al rey, fué el ya
bien conocido catedrático de Salamanca, fray Domingo de Soto. Grandemente se
agravaron los disgustos entre ambas cortes con haber quitado los Estados
feudales
Paulo IV á
Marco Antonio Colonna, su vasallo, por ser éste muy favorecido de España: la
cual, desde los tiempos del Gran Capitán, había contado para la conservación
de Nápoles, con la alianza de aquella turbulenta y poderosa familia, que
siempre tenía en jaque el poder y la ambición de los Papas. Llegaron á punto
las cosas que el cardenal Carrafa vino á Francia, y persuadió á Enrique II á
que rompiese la tregua de Vaucelles, ajustada por el
emperador al finalizar su gobierno, concertándose, en lugar de esto, con el
Papa para la conquista del reino de Nápoles. Entre tanto fueron presos en Roma
el enviado extraordinario de España, Garcilaso de la Vega, y otros ministros
reales, acusados de conspirar contra Paulo IV y su familia. Exasperados ya con
esto, así Felipe II desde Inglaterra, como Carlos V desde Yuste, y la princesa
gobernadora Doña Juana con el Consejo Real desde Valladolid donde á la sazón
residía la Corte, rivalizaron en propósitos de hacer un escarmiento con Paulo
IV, que enseñase de nuevo al jefe de la Iglesia el respeto con que debían ser
tratados los monarcas católicos de entonces. Con este fin formó el secretario Erasso, á lo que parece, un terrible memorial de agravios,
el cual se sometió luego con ciertas propuestas bien duras, de hostilidad al
Papa, al exámen de una junta de teólogos, reunida en
Valladolid; pidiéndose, además, parecer por escrito á otros políticos y
juristas de importancia. Púsose á discusión, con este
motivo, si podría ó no declarar nula el rey de España
la elección del Papa Paulo, por suponerla falta de algunas condiciones
canónicas; examinóse si los concilios nacionales
tendrían autoridad para arreglar puntos gravísimos de disciplina eclesiástica
en la Península, sin el
6
permiso y
confirmación de la Santa Sede; tratóse de sí se podía ó no ordenar la salida de todos los españoles de
Roma, y prohibir el constante envío de dinero de- España á aquella corte, á
cambio de gracias espirituales; y ventilóse, por
último, si era ó no lícito emplear las armas para
reducir al‘ Papa, y exigirle, ya reducido, importantes concesiones tanto
temporales como espirituales. Entre los individuos de esta junta,
cuidadosamente escogidos para el caso, y las demás personas consultadas, hubo
pareceres diferentes, bien que mostrándose los más, favorables al empleo del
rigor con el Papa; distinguiéndose, por su virulencia irrespetuosa contra éste,
el áspero, aunque profundo, Melchor Cano, dentro de la junta; y fuera, el sabio
escritor y sagaz diplomático D. Francisco de Vargas. No faltaron tampoco
algunos, como el canciller de Aragón Bolea, que demostrasen francamente, la
gran contradicción que había en tratar con dureza á la persona del Papa,
cuando al mismo tiempo se gastaban, en defensa de su autoridad, todas las
fuerzas de la nación española. Felipe II, por más que viese con gusto los
osados dictámenes demuchos de sus consejeros, para
apoyar con ellos sus pretensiones, lo cierto es que se adhirió en la práctica
al parecer de los más templados, comprendiendo todos los inconvenientes que
para él ofrecía tal contienda. Diéronse, sin embargo,
rigurosas órdenes á las costas y fronteras, para que no se dejase penetrar á
ningún cursor de letras apostólicas, con el fin de evitar la publicación en
España de la excomunión que se temía; dispúsose la
salida de todos los españoles de Roma, y que no se enviasen allá dineros por
razón alguna; y determinóse, en conclusión, que el
duque de Alba, nom
brado ya lugarteniente general
del rey en Italia, invadiese desde Ñapóles los
Estados Pontificios. Comenzó el duque por escribir una soberbia carta al Papa
para que entrase en razón, amenazándole con hacer temblar á Roma á manos del
rigor, echó mano, sin escrúpulo, de las rentas eclesiásticas del reino, para
formar su ejército, y hasta de las campanas de la ciudad pontificia de
Benevento, para fundir cañones. Pero el Papa, lejos de desalentarse con la
invasión de su Estados, excomulgó directamente aquel año en la Bula de la
Cena, al rey católico, por haber ocupado á mano armada los lugares pontificios,
comenzando, además, á formarle un solemne proceso, en el cual incluyó á su
padre, bien que estuviese ya retirado en Yuste. Hizo entonces dos fáciles
campañas el duque de Alba contra los Estados de la Iglesia, tomando en la
primera á Ostia, tras de lo cual se ajustó una inútil tregua; y avistando
secretamente en la segunda los mismos muros de Roma, con propósito, sin duda,
de apoderarse por sorpresa de alguna puerta de la ciudad: más no lográndolo, ni
queriendo renovar el estrago de otro tiempo, se retiró sin combate. Movió con
todo eso aquella amenaza, junta con la noticia de la rota de sus aliados
franceses, en San Quintín, á ceder al Papa, abandonando la causa de la
independencia italiana, que tan prematuramente había tomado á su cargo; y el 8
de Septiembre de 1557 fué su ministro, el cardenal
Carrafa, al cuartel general del duque, en Cavi, y
ajustó con él la paz en dos tratados, público el uno, el otro secreto. Sometióse en ellos el Papa á declarar «que abandonaría la
liga que tenía pactada con »el rey cristianísimo, prometiendo que en adelante
se- >ría padre común de los fieles, y se conservaría entre
»ellos
neutral»; y quedó además pactado, que para persuadir al rey católico de la
sincera reconciliación de aquella corte, dentro de cuarenta días se presentaría
en Bruselas á darle satisfacciones, el propio cardenal Carrafa. No habiéndose
convenido, sin embargo, expresamente que devolviese el Papa sus bienes á Marco
Antonio Colonna, su vasallo, pero aliado de España, ni impuesto al Papa ninguna
de las compensaciones y •penas proyectadas por los juristas regios, pareció
esta paz desventajosa á muchos, y al mismo Carlos V en Yuste. Dada, no
obstante, la posición que en el mundo católico ocupaba Felipe II, no podía ser
más natural su moderación con Paulo IV: en cuanto al duque de Alba, hállasele ya, en estos sucesos, con todas sus cualidades
características: general de seguros, aunque no brillantes cálculos; más atento
al éxito que á la vanagloria; ministro inflexible del poder real, hacia el
cual profesaba más aun que respeto, cierto género de culto; capaz, por obedecer
á su rey, de faltar á los deberes de su conciencia, y al Papa mismo, y teniendo
en nada sus bulas y sus censuras comparadas con los decretos reales que
cumplía. Por la parte de Flandes, en el ínterin, la ruptura de la tregua de Vaucelles había sido funestísima para Francia: la cual
perdió, no tan solo la ya referida batalla de San Quintín, ganada facilísimamen- te por los nuestros á la vista del rey, y
mandándolos el duque de Saboya, Manuel Filiberto, así como aquella plaza misma,
luego entrada por asalto; sino otra nueva batalla, poco más tarde, en Gravelinas, rigiendo el ejército de España el Conde de
Egmont, gran señor y gran soldado. Y gracias que Felipe II, á quien se ha
culpado, quizá sin razón bastante de falta de decisión
entonces, no
se atrevió á proseguir la victoria, falto ya de recursos pecuniarios, lo cual
le impedía mantener reunidas sus vencedoras tropas. «Pluguiese á Dios», decía
en 1558 á este propósito, el Comendador mayor de Castilla tratando de dineros,
«que el rey se hallara »con ellos el año pasado, que Calais estuviera libre, y
»París hecho carbón.» Pero lo cierto es que, á pesar de haber perdido nuestra
aliada, la corona de Inglaterra, aquella plaza importante, como se ganaron
otras, fue gloriosísima tal guerra, y del todo ventajosa para Felipe II, lo
mismo en Italia que en Francia, comenzándose con resolución, siguiéndose con
fortuna, y terminándose con moderación discreta. Por el tratado de Chateau- Cambresi, de 1559, se
obligó, entre otras cosas, el rey de Francia, á dejar sus confederaciones con
el turco y príncipes protestantes, y á proteger la religión católica; y el de Cavi, anuló también las inteligencias, indudablemente
iniciadas por el cardenal Carrafa, ministro del Papa, con luteranos y turcos,
contra España; dando reposo entre los dos á Europa por cierto tiempo, y
permitiéndole al rey volver á la Península, donde urgentemente le llamaba, no
menos que la agitación religiosa, el difícil estado de la Hacienda pública. La
última consecuencia del gran rompimiento promovido por Paulo IV, fué un hecho singular, hasta aquí desconocido. Ya hemos
apuntado que aquel Pontífice formó un proceso, ó más
bien varios en Roma, contra el rey Felipe y sus cómplices, entre los que
figuraba el emperador su padre, acusándose á todos, no ya de atentar
únicamente contra la independencia de la Santa Sede, sino de conatos de
envenenamiento y otros delitos, encaminados á privar de la vida al cardenal
Carrafa, su primer ministro. El pro
ceso, en especial
formado contra Carlos V y Felipe II, y que dejó sin fallar el Papa Paulo, por
causa de la paz, fué luego declarado nulo y de ningún
valor por su sucesor Pío IV, en Consistorio público, el mismo día, por cierto,
que condenó á muerte al cardenal Carrafa, y su hermano, que tanta parte habían
tomado en la pasada contienda. Hízose pública la primera de estas resoluciones
con una bula fechada en Roma á 9 de Mayo de 1561; y habiendo pedido los
procesos el embajador español, para quemarlos, dispuso Su Santidad que, en vez
de eso, se entregasen al rey, á fin de que hiciese por sí con ellos lo que
gustase. Fueron en virtud de esto traídos los tales procesos á España, y
recogidos de la casa del nuncio, que aquí había; por haber muerto antes de
entregarlos, se les colocó en un arca, que se llevó al archivo de Simancas,
formado cual es sabido en aquel tiempo, donde intactos se encuentran todavía. A
pesar de investigaciones prolijas no ha hallado prueba alguna, el autor de
este libro, de que Felipe II procurase en Roma la persecución y muerte que
padeció al fin su antiguo enemigo el cardenal Carrafa, por medio del cual,
principalmente, logró más tarde hacer Papa á su protegido Pío IV. Pero lo que
es indudable es que mandó á su embajador Francisco de Vargas, empeñado en
favorecerle á causa del servicio últimamente prestado, que le dejase correr su
triste suerte. Y es que Carlos Carrafa, luego cardenal, ministro del Papa y
árbitro de la paz del mundo, había nacido súbdito en Nápoles del rey de España,
y tuvo por tema Felipe II, no perdonar jamás á aquellos de sus grandes
vasallos que desconocieron su autoridad en lo más mínimo. Fué,
pues, el éxito de la política de aquel
monarca, en
esta primera parte de su reinado, decisivo y completo.
No dejó de
ser dichoso tampoco el hijo de Carlos V en la lucha que mantuvo durante toda su
vida con los mahometanos, á pesar de algunos descalabros como los de Bugia, Mazagran y los Gelves, y
del apoyo que solían hallar las empresas de ellos donde menos pudiera
esperarse. En 1564 reconquistó, después de otra tentativa inútil, el Peñón de
la Gomera, que antes se había perdido, y años después hizo cegar la ría de Te- tuán, abrigo constante de piratas berberiscos.
Habiendo dispuesto más tarde que los hijos de los moriscos de Granada
concurriesen á las escuelas castellanas, dejando el uso de la lengua y vestidos
árabes, así como sus peculiares supersticiones, se originó hacia 1569 la gran
rebelión de aquella gente, que aunque no dejó de dar cuidados y de traer gastos
y pérdida de hombres, acabó en su derrota y sumisión completas, tras de la cual
se proyectó por algunos su completa expulsión de la Península, que no se llevó
á cabo por la repugnancia ingénita de Felipe II á toda medida perturbadora y
violenta. Señalóse ya como general en aquella guerra
el hermano natural del rey, D. Juan de Austria, que tiernamente le había
recomendado Carlos V, y mostró desde la adolescencia muy altas cualidades
militares. Por eso mismo, no bien acabado su aprendizaje en las Alpujarras, le
confió el rey el mando de la grande armada naval, reunida por la Santa Liga,
que á instancias del Papa San Pío V, se formó entre la Santa Sede, Venecia y
España contra los turcos. La victoria de Lepante,
inmediatamente alcanzada por la liga, aunque no produjese todos los frutos que
debían de ella espe
rarse, acabó con la
superioridad marítima del imperio1 ostnánlico,
iniciando á no dudarlo su decadencia. Y por más que los venecianos disputasen á
los marinos españoles el honor de la jornada, ó que
en Roma se pretendiese anteponer á la de D. Juan de Austria la gloria allí
adquirida por el general de la Iglesia Marco Antonio Colonna, el mismo que
había dado tanta ocasión á la guerra de Paulo IV con Felipe II, lo cierto es
que la historia guardará siempre los mejores laureles de aquel triunfo para el
monarca español y para su joven y valeroso hermano. Este último fué quien dirigió también la afortunada expedición contra
Túnez, conquistada ya una vez por su padre, ocupando y fortificando el
castillo de la Goleta, que para bien de España se perdió- luego, á decir de
Cervantes, porque no nos traía sino gasto inútil. Hasta la derrota y muerte deD. Sebastián de Portugal, sobrino carnal del rey Felipe,
por los marroquíes, que tuvo lugar en Alcázar-Quevir,
y bien contra su voluntad, puesto que hizo cuanto pudo para impedir aquella
empresa temeraria, fueron para él á la larga muy dichosas. Porque muerto
también en 1580 el cardenal y arzobispo de Lisboa D. Enrique, sucesor de D.
Sebastián, pretendió el rey de España aquella corona por el derecho de su
madre, la emperatriz Isabel, hija primogénita del rey Manuel el Grande,
bisabuelo de D. Sebastián, que murió célibe. Y en vano se la disputaron el
bastardo D. Antonio, prior de Ocrato, ó la infanta doña Catalina, hija del infante D. Eduardo, her" mano del cardenal y rey D. Enrique, y, por
consiguiente, más cercana al último posesor, la cual estaba casada con el
duque Juan de Braganza. El derecho de Felipe II, fundado en una hembra más
cercana al tronco,.
antes que en
nada, se apoyó á la postre eficazmente en una escuadra de cien velas, confiada
á D. Alvaro de Bazán, marqués de Santa Cruz, y en un
ejército poderoso formado en Castilla, con el cual entró en Portugal el duque
de Alba, de edad ya de setenta y cuatro años, deshizo el de D. Antonio cerca de
Lisboa, y ocupó aquella capital en 24 de Agosto de 1580. Fácilmente rendidas
tras esto Coimbra y Oporto, convocó Felipe II las
Cortes portuguesas en Thomar, y en ella fué personalmente jurado por la grandeza, prelados y
procuradores como legítimo rey. La derrota del prior de Ocrato y sus naves francesas por la escuadra de Bazán en las Islas Terceras, consumó
después el triunfo de Felipe II. Sin embargo, ni Portugal quedó sujeto por
lazos bastantes, ni de buena voluntad reunido á España entonces, y la casa de
Braganza, á la cual dejó el ponderado maquiavelismo de Felipe II residir en
Portugal, poderosa y libre, no renunció de verdad nunca á sus pretensiones,
disimulándolas únicamente hasta hallar ocasión oportuna en que satisfacerlas.
Felipe II fué, pues, en Portugal lo que en todas
partes, cuando se trataba únicamente de política: harto moderado en su
triunfo para dejarlo seguro. Pero con ser tantas y tan grandes las empresas
de que hemos hecho ya ligera memoria, todavía puede afirmarse que no fueron
ellas las que más le preocuparon en los largos años de su reinado. La lucha con
el protestantismo, herencia directa y principal de su gran padre, como se ha
dicho, fué la que consumió la mejor parte de la vida
de Felipe II, así como la que le ocasionó los mayores desastres y dolores.
Hasta los sucesos más personales y que más han hecho hablar de él
desfavorablemente, están directa ó indirectamen
te y siempre
más ó menos relacionados con aquella lucha
implacable. Al ciego ardor con que la mantuvo Felipe II, dentro de España, por
medio de la Inquisición, y en Flandes, Inglaterra ó Francia, ora por las armas, ora por las intrigas, ya valiéndose de legítimos
recursos, ya de otros que justamente hoy reputa infames la conciencia pública, débense de seguro las más negras páginas de su
historia y muchas otras de las de su tiempo. Lo mismo la exageración de sus
defectos naturales, que el singular ensañamiento con que la posteridad ha
tratado su nombre, no á otra cosa que á su lucha con el protestantismo deben
atribuirse. Son Felipe II y el protestantismo, en suma, dos antagonistas
eternos, que viven todavía y aun puede decirse que combaten sin tregua, por
medio de sus partidarios respectivos, en el campo de la historia y en el de la
política, después de haber llenado el mundo real, durante medio siglo, de
escándalo, terror y sangre.
Comenzaron
los disturbios de Flandes, que siempre íormarán época
en la historia de España, por la importancia que en nuestra suerte alcanzaron,
corriendo el año 1563, y con una liga entre el príncipe de Orange, Guillermo de
Nassau, Lamoral, conde de Egmont y y Felipe de Montmorency, conde de Horns,
seguidos de varios caballeros del Toisón de Oro, deudos de ellos y otros
muchos partidarios. Iba aquella liga tan solo, al parecer encaminada, contra el
gobierno del antiguo obispo de Arras, ya cardenal de Granvela,
principal ministro y consejero, señalado por Felipe II á su hermana Margarita
de Parma, gobernadora de Flan- des. Los tres principales señores referidos
habían sido hasta allí muy halagados por los monarcas españoles.
Guillermo de
Nassau, por su carácter, apellidado el Taciturno, sirvió con gloria en los
ejércitos del emperador, mandándolos, muerto Borbón el que asaltó á Roma, y el
día solemne en que abdicó aquél los Estados de Flandes en Bruselas, salió á la
ceremonia apoyado en su hombro, dando así muestra pública de ser uno de los
más queridos y confidentes súbditos que tenía. En cuanto á Egmont, ya queda
dicho que mandó el ejército de España en la batalla feliz de Gravelinas, debiéndose, en buena parte, la de San Quintín
también al arrojo de la caballería que capitaneaba. No tan ilustre cuanto los
anteriores, había desempeñado asimismo el de Horns altos empleos y servido con acierto en ellos á la corona de España. El más
ambicioso, con mucho, era el Taciturno; pero ninguno de ellos se creía tampoco
suficientemente recompensado, ninguno respetaba ya tanto la sagacidad
inteligente y laboriosa de Felipe II, como las altas miras y esforzado
espíritu de Carlos V; ninguno veía con gusto á los españoles administrando ó guardando las provincias flamencas; ninguno, en fin,
dejaba de tenerse por más digno que Granvela de
dirigir los negocios de aquellos países y los consejos de la princesa
gobernadora. Tales motivos, principalmente personales, antes que no las
diferencias religiosas, puesto que los condes de Egmont y de Horns murieron luego católicos, fueron los que poco á poco
pusieron en oposición abierta á aquellos señores con Granvela primero, después con la duquesa Margarita, que llegó á no tenerles por leales,
y con el mismo rey Felipe por último. Las doctrinas luteranas habían, en tanto,
penetrado con mucho ardor en Flan- des y de día en día ganaban adeptos, mas
esto era es
pecialmente entre las clases
inferiores del pueblo; que los grandes señores citados y los más de los que
seguían su partido, ó no hiceron más que transigir al principio con los protestantes, ó si se declararon protestantes á la larga, más bien que por convicción propia, fué por buscar apoyo en elementos populares bastante
fuertes para resistir al poder real. En tres puntos principales fijaron sus
pretensiones los coligados. Fué el primero que las
tropas españolas abandonasen á Flan- des, en lo cual «por la causa que ellos se
saben fue- non á S. M. mucho á la mano casi todos los caballearos de por acá»,
decía, hacia 1577, el maestro Pedro Cornejo en su Sumario de las guerras
civiles y causas de la rebelión en Flandes. Fué el
segundo que se separase del gobierno al cardenal Granvela. Fué el tercero que se revocasen ó dulcificaran en Flandes los edictos de Carlos V contra los luteranos. Accedió
Felipe II á la primera pretensión, aunque á las claras no tuviese otro objeto
que desarmar su autoridad, y accedió también á la segunda, aunque no sin larga
resistencia, ordenando en secreto á Granvela que se
retirara temporalmente al Franco-Condado, donde había nacido. Unicamente respecto de la tercera pretensión fué después de varias consultas, y no sin disimular, como
solía, aparentando lo contrario por algún tiempo, en el fondo de su corazón
inflexible, pronunciando con este motivo, al cabo, aquella frase famosa de que
«más quería no tener súbditos que tenerlos luteranos». Tres años enteros, sin
embargo, desde 1563 hasta 1566, el rey, Margarita y Granvela estuvieron trabajando incesantemente, y casi siempre de acuerdo, para atraerse
las voluntades de aquellos señores, y en particular la
del conde de
Egmont, no escaseando favores, promesas y halagos. En todo este tiempo, hasta
los edictos contra los luteranos y el tribunal de la Inquisición, que los
flamencos rechazaban, ó estuvieron del todo
suspensos, ó tibiamente ejercitaron sus rigores. Pero
la verdad es que el príncipe de Orange, desde 1560, por lo menos, en que tomó
tan á pechos la salida de las tropas españolas, se sentía poseído de la
ambición hasta un punto que, de todas suertes, tenía que hacerle incompatible á
la larga con todo gobierno extranjero, y que, desde que en 1566 se decidió ya
por las doctrinas luteranas que había profesado, como su padre, en la niñez, y
abandonado luego por seguir á Carlos V, quedando para siempre imposibilitado de
ser fiel súbdito de Felipe II. Si fué la severidad
inútil, inútiles no menos habrían sido, para él como para los suyos, nuevas
concesiones. Sagaz, reservado, valeroso, perseverante, Guillermo de Orange
estaba destinado á ser, cual fué, el verdadero
caudillo de la independencia de aquellas provincias; y aunque le suponga falto
de ambición su apasionado Motley, porque no aspiró á
ceñirse en ellas la corona, no puede dudarse que tenía en alto grado el amor
del poder, y que, con el modesto nombre de conde, quiso ser, y fué al cabo soberano. Menos decidido, menos respetable
también por su conducta personal, bastante desarreglada, tocante á intereses,
vanaglorioso, negligente, con más corazón que cabeza, y estimándose tanto á sí
mismo que despreciaba naturalmente á todo el mundo, ni era Egmont á propósito
para dirigir una revolución, ni podía resignarse á ser un súbdito de los que se
querían ya en aquella época, y como era, por ejemplo, el mismo duque de Alba, á
quien se encargó su
castigo. El
buen príncipe Filiberto de Saboya, que había tenido á Egmont á sus órdenes en
San Quintín, le describió ya su carácter de la manera que decimos á Branthóme, según refiere este autor, su contemporáneo, en
las Vidas de los grandes capitanes extranjeros. No con mejores colores le ha
pintado también Mr. Gachard en nuestros días,
censurando sus dobles tratos con el partido de la independencia y con Felipe
II: y por más que otro escritor belga Mr. Teodoro Juste, haya pretendido
poetizar después su carácter, preciso es reconocer que no aparece de los
documentos muy estimable. Hasta el ser valentísimo soldado, según reconocía
Filiberto de Saboya, muy buen juez en la materia, hacía más peligroso su
carácter y más sensible su equívoca actitud en la revolución iniciada. Y en el
entretanto que estos grandes señores conspiraban más ó menos abiertamente contra el rey en Flan- des, ó le
entretenían con viajes á España, como el de Egmont y embajadas cual la de Montigny y Berghes, pretendiendo
tratar de un arreglo quizá imposible, y que no es seguro que de buena fe se
buscase por parte del mayor número, rompió el bajo pueblo flamenco en feroces
tumultos por varias partes. Estimulado por los predicadores luteranos, comenzó
ya á insultar las cosas sagradas, á destruir y saquear iglesias, á declararse
por fin en abierta rebelión, política y religiosa. Entonces también fué cuando, de resultas de ciertas palabras de desprecio
pronunciadas por la princesa gobernadora contra los sediciosos, adoptaron
ellos el nombre de Mendigos ó Guenx,
y el principe de Orange y los condes de Egmont y de Horns, así como todos los señores coligados, hicieron
alarde de gritar Vivan los
Gueu.i' o.n sus banquetes. Ya en 1566, como reconoce Mr. Guizot en la introducción á la
Historia de estos sucesos, escrita por el anglo-americano Motley,
eran, de consiguiente, los señores citados, reconocidos ó secretos jefes de aquellos sediciosos iconoclastas, por más que muchos de ellos
no hubieran dejado de ser ó llamarse católicos.
Puede, en verdad, defenderse, no sin buenas razones ahora, que no debían
consentir los flamencos en ser gobernados por un monarca propio, pero que,
residiendo lejos, se servía de algunos ministros extraños, pues no otros
fueron precisamente los motivos del levantamiento castellano en tiempos de
Carlos V. También pudiera hoy sostenerse, aunque desconociendo ya las eternas
condiciones humanas, que debió preferir Felipe II á la resistencia que hizo, el
espontáneo abandono de derechos que, dado el principio monárquico, eran
incontestables en Flandes. Lo que ya nadie sostendrá de buena fe, cuando
también conocida está la índole de las revoluciones, es que en 1566 no hubiese
llegado para el gobierno español la hora de defender su autoridad en Flandes; ó bien que algún poder antiguo ó moderno haya dejado de resistir con armas y castigos en casos iguales. Antes,
cual solía, pecó de lento, que no de precipitado, en esto Felipe II. Por otra
parte, aunque fuera siempre útil el viaje allá, que le aconsejaron muchos, no
habría hecho con él, de seguro, sino retardar pocos años ó meses una revolución de todas suertes inevitable. El caso fué,
en tanto, que el monarca español, que nunca había cedido á gusto á las exigencias
de aquellos súbditos, y que, sobre la suspensión del Santo Oficio y los
edictos, había hecho ya secretas protestas, profundamente irritado al fin con
la
oposición
política, pero más exasperado aún con el carácter religioso que comenzaba á
darse á la contienda, dispuso que pasara á ayudar á su hermana Margarita en el
gobierno de Flandes, y en realidad á encargarse de éste enteramente, como se
encargó luego, el duque de Alba, D. Fernando Alvarez de Toledo, de quien se había valido en Italia y se valió más tarde en Portugal;
el hombre de guerra de más confianza del emperador, su padre, en Alemania, el
más respetado por él mismo de sus consejeros políticos, el jefe de uno de los
dos partidos que dividían su corte. Consta hoy por la correspondencia que ha
publicado Gachard, que cuando el duque de Alba salió
de España, llevaba órdenes terminantes del rey para prender y procesar como
traidores á los grandes señores que protegían á los Gueux,
y en primer lugar, naturalmente, á los condes de Eg- mont y de Horns; para castigar
del mismo modo á los demás que resultasen culpables; para restablecer en todo
su vigor los edictos de Carlos V contra los herejes, cuya ejecución estaba
suspendida, y aun la Inquisición misma, poniendo duro freno á las ciudades
agitadas. No era hombre aquel monárquico ardiente, que anteponía el servicio
del rey al del Papa, de dejar de cumplir estos decretos reales. Entró en
Flandes por Agosto de 1567 al frente de tres tercios viejos españoles sacados
de las guarniciones de Italia, desde donde los condujo hasta allí por Saboya y
Borgoña, no sin vencer grandísimas dificultades; y habiéndose puesto en salvo
antes de su llegada, en Alemania, el príncipe de Orange con su hermano Luis de
Nassau, que eran 1os más comprometidos y los más avisados, prendió sólo á los
condes de Egmont y de Horns, sujetándoles
á un
proceso, que duró desde primeros de Septiembre de aquel año hasta 4 de Junio
del siguiente. Considerando las culpas que resultaron, desde el punto de
vista de justicia política ahora, no cabe duda en que la pena de muerte,
impuesta á los dos condes, fué excesiva: no hay
porqué decir otro tanto si se atiende á la extensión que, por consentimiento
común, tenía el delito de lesa magestad en el siglo
décimo sexto. Habían sido ambos condes fautores, con justo ó injusto fin, de verdaderas sediciones; habían formado una liga para resistir,
hasta con la fuerza, la ejecución de ciertos decretos reales; no habían dejado
de estar nunca en más ó menos inteligencia con el
príncipe de Orange, que se hallaba en rebelión abierta, desde antes de
terminar el proceso; tanto que, cuando se ejecutó la sentencia, ya había
hecho invadir á mano armada, por medio de su hermano Luis de Nassau, los
Estados de Flandes, declarándolos independientes del nieto de Felipe el
Hermoso, su legítimo soberano. Verdad es que los dos señores sobredichos, ni
dejaron realmente de ser católicos, ni llegaron ¿í tomar las armas contra el
monarca; pero la mera conspiración para oponerse á los decretos reales, solía
ser castigada con la pena de muerte en todas las naciones del mundo entonces.
Como quiera que sea, la ejecución de los dos condes en Bruselas el 5 de Junio
de 1568, constituye uno de los hechos que más han dado que hablar contra
Felipe II, así como contra el duque de Alba, y en general, contra los
españoles; y eso que, admitiendo que hubo rigor sobrado en la pena, ni puede
decirse que fueron inocentes los condes, ni que dejasen de deplorar su castigo
los <españoles mismos. Sábese, por el contrario,
que uno
de nuestros
maestres de campo, quizá el famoso Julián Romero, previno á tiempo á Egmont
que se pusiese en salvo, igualmente que otros capitanes españoles; y hasta D.
Hernando de Toledo, hijo natural del duque de Alba, pocos momentos antes de su
prisión, le aconsejó reservadamente • que escapase . Branthóme dice textualmente en su obra antecitada «que no hubo es- »pañol que no llorase
á Egmont, y que el duque de »Alba dió grandes señales
de tristeza, aunque él mismo »le hubiese condenado á muerte». Ni faltó testigo
de vista y extranjero que escribiese al cardenal Qranve-
la, relatándole el suceso, que había llorado á lágrima viva, durante la
ejecución, el propio duque de Alba. Piénsese ahora de un modo ú otro acerca de
este asunto, en que nos hemos detenido más de lo ordinario, por el particular
interés que excita, lo cierto es que comenzó, á la par con él, la guerra
famosa de Flandes, que duró no menos de ochenta años. Precisamente en los
mismos días del suplicio de los condes, fué roto el
ejército real del conde de Aremberg por el de los
insurrectos, que mandaba el invasor Luis de Nassau. No con gran trabajo, si
bien con habilidad suma, echó muy pronto el duque de Alba á Luis de Nassau de
Flandes; levantó luego ciudadelas durante su gobierno; hizo in- , numerables
castigos; mas no pudo reducir con todo eso á los sublevados. Estrelláronse allí durante siete años el bonísimo ingenio,
la singular elocuencia, la reserva y previsión infinitas que el veneciano
Antonio Tiépolo reconocía en el viejo duque de Alba,
no menos que el rigor sangriento que por única vez empleó en. su dilatada vida.
Ni tuvo mejor fortuna con su constancia invencible, su consumada experiencia y
su habí-
lidad militar y política D.
Luis de Zúñiga y Requenses; ni alcanzaron más el
brillante valor, la gloria, la astucia y la blandura de Don Juan de Austria, ó las dotes de grandes capitanes y hábiles políticos del
duque de Par- ma, Alejandro Farnesio, y del discípulo
mejor del mismo duque de Alba, D. Pedro Enriquez de
Guzmán, conde de Fuentes de Val de Opero. La guerra á tanta distancia de la
Península, y entre tantas poderosas naciones enemigas nuestras, que auxiliaban
sin cesar á los insurrectos, era de imposible buen éxito; y convencido de ello
al cabo, Felipe II cedió, al morir, aquellas provincias á su hija la infanta
Clara Eugenia, muy poco antes casada con Alberto, archiduque de Austria. No
habrían podido, no, las siete provincias, que á la sazón formaron la república
de Holanda, resistir por sí solas á los terribles tercios españoles, que allí
precisamente llevaron á cabo increíbles hazañas. Fué menester que todos los poderosos protestantes y todos los enemigos políticos
de la supremacía española en Europa, estuviesen á su lado en aquella tremenda
lucha, para que pudieran alcanzar su independencia. De aquí nació, por otra
parte, que estuviese España luego en mala inteligencia casi constante con
Inglaterra y Francia, que eran las principales naciones auxiliares de los
insurrectos. Felipe II, que quiso casarse con Isabel de Inglaterra, con tal
que se mantuviera fiel á la religión católica, no fué luego tan encarnizado enemigo suyo, sino porque ayudaba, más ó menos manifiestamente, á los herejes flamencos; y aun
por eso envió contra Inglaterra su Invencible armada, de tan triste memoria, y
otra menor, pero igualmente desgraciada. Tal fué asimismo el principal motivo de que con tanto calor abrazase el partido
de María
Stuardo, y de que prestara eficaz apoyo á ciertas conjuraciones de los señores
escoceses, que tuvieron por objeto quitarle á su rival el poder ó la vida. Tampoco tuvo diverso fundamento la constante
intervención de Felipe II en los negocios de Francia; y no hay que maravillarse
mucho de que felicitase á Catalina de Médicis, por la matanza famosa de la
noche de San Bartolomé, atento á que ella evitó el que doce mil hombres de los
mejores de Francia, preparados ya por los protestantes, invadiesen nuestras
provincias flamencas, según refiere Branthóme, y
confiesan otros autores de la época, y que el mismo rey Carlos IX nos declarase
la guerra. Por lo demás, la matanza de San Bartolomé fué exclusivamente tramada por la reina madre de Francia y los grandes señores de
aquella nación, bárbaramente enemigos del almirante de Colig- ny, abusando de la imbécil debilidad de Carlos IX, y
apoyándose en el fanatismo católico de la población parisiense. Esto resulta
con evidencia, entre otras partes, en el libro no ha mucho publicado en
francés por Mr. de Croze, acerca de los Guisas, los
Valois y Felipe II. Hasta al escribirle este último monarca á Catalina de
Médicis que en aquella acción «había bien mostrado lo que tenía en su cristiano
pecho», claramente dió á entender, que había sido
secreta para él una resolución que le era tan útil, y de que tanto por eso
mismo se felicitaba. No fué, en cambio, inocente de
todo punto, en el asesinato del príncipe de Orange, su antiguo y rebelde
súbdito; porque siguiendo la costumbre legal de aquellos tiempos y los
posteriores, puso como tal su cabeza á precio. Sin duda que la intervención
del duque de Parma en aquel trágico hecho,
lo mismo que
la muerte de Montigny, hermano del conde de Horns, y agente y cómplice de los señores flamencos,
ejecutada secretamente en Simancas, fingiendo haber sido natural, ni más ni
menos que el asesinato del Secretario Escovedo,
cometido en Madrid más tarde, son justamente reprobados hoy por la conciencia
humana. Bien que sea notorio que no hubo príncipe en Europa, por aquel tiempo,
de quien no se puedan referir casos iguales, no por eso hemos de pretender
excusarlos. Mas no seríamos tampoco imparciales si no dejásemos aquí consignado
que Felipe II obró siempre de acuerdo con sus ministros, no haciendo en
muchos casos sino permitir que ellos resolviesen por sí solos; y eso,
tratándose á las veces de hombres como Alejandro Farnesio, que fueron honor de
su siglo. Quizá no será importuno que recordemos también, con esta ocasión, lo
que ya en otra hemos dicho, á propósito del derecho que se arrogaban á la
sazón los reyes de sentenciar á muerte sin forma de juicio á sus súbditos. «No
sin asombro se aprende» decíamos en la exposición de las Ideas políticas de
los españoles durante la casa de Austria, tratando de los procesos
escandalosos de Antonio Pérez, «que ni un rey sincera- »mente cristiano, sin
duda alguna, ni hombres de la ma- »yor calidad en el Estado, ni siquiera los de iglesia, ó ^consultados antes ó llamados
luego á examinar nueva- »mente la causa de Escovedo,
para acallar inquietudes »justas de la real conciencia, sospecharon siquiera, á
lo »que parece, que estuviese fuera de la autoridad absoluta de los monarcas
la disposición y sanción de un »hecho semejante; y eso que era preciso suponer
nada »menos sino que el rey podía abocar así en secreto,
Pero hemos
hablado ya de Flandes y al paso de Mon tigny y de Escovedo; es hora de
decir algo de ciertos sucesos, íntimamente relacionados con aquellas personas,
que son de los más siniestros del reinado de Felipe II, así como los que más
tocan á su vida privada. Hablemos de la prisión y muerte del príncipe D. Carlos
por una parte, y por otra del proceso de Antonio Pérez, seguido de las
alteraciones de Aragón y las graves consecuencias que produjeron. Mientras más
de cerca se miran las relaciones del príncipe D. Carlos con Felipe II, ha
dicho Mr. Guizot con fundamento, mayor convicción se adquiere «de que no hubo
por uno ni por >otro lado crimen alguno, cometido ó proyectado; y que »la sombría inquietud del padre, respecto á los senti- »mientos y la conducta
futura del hijo, en materias religiosas, dan la verdadera explicación de
todo.» Exactas son, á no dudar, estas palabras por lo que hasta aquí resulta
sobre Felipe II. Pero en cuanto á D. Car
te seria de
este modo muy explicable, como que á semejanza de su abuela Doña Juana la
Loca, tenía el capricho á las veces de no cumplir sus deberes religiosos, sin
que haya tampoco el menor motivo para pensar que le moviesen á ello opiniones
heréticas. De otras de sus rarezas no hay que hablar aquí, por ser no menos conocidas,
que inexplicables las más. Y lo cierto es que, contemplando serenamente los
dichos ó hechos de aquel príncipe infortunado, parece
imposible dejar de tenerle por una de dos cosas: ó por malvado, ó por loco; induciéndonos todo á
preferir la suposición última. Hállase realmente en
toda esta familia, desde Doña Isabel, madre de la Reina Católica, hasta su
cuarto nieto el príncipe D. Carlos, algo de singular que eleva á algunos hasta
el genio y hace caer á otros, cuando no en el delirio, en la extravagancia.
Nada hay ya que decir de Doña Juana la Loca, primera nieta de Doña Isabel, y
en el prematuro y raro deseo de Carlos V de hacerse monje, así como de algunas
de sus acciones en Yuste, sobre todo en la de las exequias en vida, si fuera
cierta, algo también se advierte que no es sano ni natural. El propio Felipe II
padeció siempre una especie de hipocondría invencible, que solo aliviaba,
algún tanto, la continua lectura de papeles, y se calmaba únicamente en la
soledad ó el silencio. En cuanto al príncipe D.
Carlos, lo completamente infundado de sus odios y de sus arranques coléricos;
lo vago y lo descaminado de su proyectos políticos; el extraño desarreglo, en
fin, de su vida privada, antes y después de su prisión, dan á entender de
sobra lo que sospechamos: es decir, que, por lo menos, padecía pasajeros
accesos de demencia. En varias de las cartas que escribió sobre su
detención el
padre, habla de defecto en el juicio de D. Carlos, y particularmente al
emperador le dijo, que su determinación respecto á aquél no iba enderezada á castigo de culpa; explicándole, además, á la emperatriz, su hermana, la
conducta del hijo «por su natural condición y la falta que en esto
se entendía.'* No pudo decir más claro, en el lenguaje
oficial de aquel tiempo, que le tenia, no por criminal, sino por falto de seso.
¿Y se ha pensado 'bien lo que era carecer de él, en la segunda mitad del
siglo xvi, el heredero de la monarquía española? ¿Hánse todos hasta aquí fijado bastantemente
sobre los amargos pensamientos, ó los cuidados acerbísimos, que debió esto causar á un hombre entregado
con alma y vida, á la dirección de España y del mundo en la gran crisis de
aquel siglo? El encierro del príncipe acordado, á la postre, por el infeliz
padre, á quien desde niño tantos y tan hondos disgustos había traído, no es
ya, en verdad, mirado como injusto por ningún célebre escritor de nuestro
tiempo. «Indudablemente, dice Mr. Gachard, tuvo
graves moti- »vos el monarca para privar de la
libertad á su hijo, »porque no podía permitir que este se pusiese en rebelión
abierta contra él, y que con proyectos inconsiderados, cuando no facciosos,
perturbase ó llevara la rebelión á las provincias de
la monarquía; pero ¿no le bastaba destruir estos proyectos, asegurándose de su
»persona? ¿Era preciso que le tratara como reo de Espiado, que le separara de
amigos y servidores, que le »negara el espacio y el aire, sometiendo á un
espionaje »incesante, día y noche, sus acciones, sus palabras y -'hasta sus
pensamientos? ¿Debía reducirle, en fin, á la ^desesperación, precipitándole á
atentar contra sus días
>por
cuantos medios quedaban á su alcance? No matan , ^solamente el hierro, el
veneno ó el garrote: los tormentos morales son un
suplicio también, y difícilmente podrá justificarse ante la posteridad á
Felipe II de tos que hizo padecer á su hijo.» Y he aquí lo más que puede, hasta
ahora, censurarse realmente, de la conducta de Felipe en aquel asunto. Porque
tocante á que D. Carlos, fué inmediatamente víctima
de su propio y voluntario desarreglo en la comida, la bebida y el sueño, ya
entregándose á las tres cosas con exceso, ya absteniéndose de ellas de
propósito, por muchos días seguidos, y del abandono de todo género de cuidados
higiénicos, pocos son los que dudan al presente. Afír- manlo, por el contrario, de consuno los despachos de
todos los historiadores españoles contemporáneos, sin haber documento formal
que lo contradiga. No ha desaparecido, con todo eso, la sospecha de que
acabase la vida el príncipe, en un suplicio, condenado por su padre. Y es que
la circunstancia de haberse ejecutado por orden de éste otras muertes secretas,
hasta largo tiempo después juzgadas naturales, el misterio con que hablan
varios historiadores españoles, y Cabrera entre ellos, de un suceso singularísimo
siempre y escandaloso, como el de la prisión de D. Carlos, dadas las ideas
monárquicas de la época, las reticencias de Antonio Pérez, que bien pueden
referirse solamente á la prisión, sin embargo, las acusaciones interesadas de
los protestantes y contemporáneos, principalmente, del príncipe de Orange en
su famosa Apología, la relación novelesca del Abate de San Real, copiada,
traducida, esparcida por todas partes, cual si se tratara de obras diversas,
que entre sí confirmaran un propio suceso, la antipatía
profunda, en
fin, que, no sin razón, inspira al mundo moderno el ideal social de Felipe II,
conspiran á un tiempo á que la opinión de muchos se empeñe en convertirle en
parricida, luchando brazo á brazo con los resultados que ofrece el estudio de
los numerosos documentos contemporáneos. Entre tanto Mr. de Moüy, y Mr. Gachard juzgan ya,
por su parte, completamente esclarecido el asunto, absolviendo de la nota de
parricida á Felipe II; y aunque no hayan faltado habilidad ni erudición, á un
moderno escritor español, para mantener todavía la versión opuesta, no son más
eficaces que las anteriores sus pruebas. La opinión del autor de este trabajo
es, en el ínterin, ya que no puede excusarse de darla en tan grave asunto, que
la falsa idea que Felipe II tenía de sus deberes temporales y espirituales,
era tal y como la expuso el mismo al herético D. Carlos de Sessa,
en el auto de fe de Valladolid, diciéndole, que no titubearía en llevar leña al
fuego para su propio hijo, si le hallase en culpa semejante; y que, por lo
mismo, tratándose de salvar ó perder la causa, que
con tamaño empeño defendía, era capaz de condenar, en efecto, á muerte á D.
Carlos, á haberle juzgado verdadero reo de traición ó herejía. Otro se maravillaría más, por tanto, que el autor de este libro, de
que algún día se encontrase un documento, por donde resultara ser esa la
verdad realmente; pero no lo espera. Y los datos hasta aquí reunidos, que
parece imposible que ya se aumenten, no permiten creer sino que falleció de
muerte natural D. Carlos, bien que provocada por sus ordinarios excesos y
otros más dañosos á que se entregó despechado, durante su breve encierro.
Aquel pobre príncipe, que no estaba probablemente en su cabal juicio an
tes, con
eso, cual suele acontecer, acabó de perderlo. De que no fué protestante, ni por principios adversario del catolicismo, dieron, por otra
parte, suficiente prueba, sus últimos momentos, al decir de todos,
edificantes. Detestó á veces, indeliberadamente, á los clérigos, como
detestaba, sin razón, á su propio padre, á su tía la princesa gobernadora Doña
Juana y al duque de Alba; y según parece, en ciertos ratos á todo el mundo.
Semejante rey para la monarquía española hubiera sido su inmediata ruina, y
Dios sabe que otro aspecto habría ofrecido la respectiva historia del
catolicismo y del protestantismo á haber reinado. Si fué suspicaz el padre durante el encierro de su hijo, justo es reconocer, á la
par, que como él hubiera llegado en aquella sazón á escapársele, pasando á
Italia ó Flandes, habría causado perjuicios
irremediables. La muerte de D. Carlos, en tal estado, y cuando tantos peligros
traía su vida, libró, pues, sin duda, de ungran peso
á Felipe II; pero de esto solo no es lógico deducir, que procurase ó celebrase su muerte. Difícil sería, por el contrario,
demostrar que, desde Francia, tuviera algún interés Antonio Pérez en decirle á
Mr. Zumet, en la centésima quinta de sus segundas
cartas, que aquel monarca «lloró tres días por su hijo, con ser su
perseguidor;» no siendo cierto. Precisamente la dicha carta trataba del
fallecimiento de su propia hija Gregoria, á la cual suponía Pérez víctima de
las persecuciones del rey contra su familia; y era mala ocasión, ciertamente,
para mentir en provecho de este último. Por lo demás, en las líneas de Mr. Gachard, copiadas antes, parece como que rinde el ilustre
historiador algún tributo, al deseo general de que Felipe II no resulte del
todo inocente en
el asunto.
De tenerle en completa seguridad no podía menos de provenir tormentos morales
para cualquiera, y más para una persona de cerebro tan exaltado como el
príncipe: pero eso era irremediable. Lo malo que hubo aquí, cual siempre, en
Felipe II, fué además de su frialdad de alma, cierta
inclinación á mostrarse todavía más firme y duro que era, con el fin de
mantener el respeto y hasta el espanto que llegó á inspirar su persona, y que
él consideraba indispensable para su autoridad. Negarse tenazmente á ver á su
hijo, sino de lejos, cuando más, y sin que él lo advirtiese, y llorarle á solas
luego, de modo que únicamente lo supiera de cierto su confidente Antonio
Pérez, era lo propio del carácter singular de aquel monarca. El embajador
francés Forquevaulx, que, al referir la muerte de la
reina Isabel á su corte, le calificaba de buen marido, notó, sin embargo, que
á las tiernísimas palabras con que se despedía de él la joven princesa,
respondió siempre con fría constancia, como si creyese que no estaba su fin tan
cerca. Otro tanto es sabido que afectaba creer respecto del fin de su hijo. Y
es que aquel grande espíritu, por entero consagrado al poder y á la dominación,
rehusaba, hasta que más no podía, rendirse á los afectos humanos; y aun no se
rendía á ellos sino contra su voluntad manifiesta. Su disimulo era la clave de
un sistema completo de conducta.
No fueron
los de Carlos los únicos disgustos de familia que tuvo Felipe II. Era su
hermano natural don Juan de Austria, según le pintó en 1572 el veneciano
Antonio Tiépolo, hombre de temperamento colérico y
sanguíneo, vivo, valiente y deseoso de gloria, habiendo favorecido mucho, por
lo que el mismo embajador
dice, la
formación de la Liga, que dió en fruto la batalla
naval, con el fin de mejorar de estado, hallándose muy mal contento del que en
España alcanzaba. Tiépa- lo suponía que aquel gran
triunfo fué exclusivamente debido á la industria y
valor de los venecianos de un lado, y de otro á la resolución del joven y exforzado- bastardo de Carlos V, cuyos laureles inútilmente
querían traspasar á otro los romanos. Felipe II, que dijo al saber las nuevas
del gran suceso, con su frialdad ordinaria, aquella frase célebre de mucho ha
aventurado D. Juan, aunque no compartiera el ardor de éste, ni mirase con gusto
su creciente ambición, no dejó nunca de proporcionarle ocasiones en que adquirir
nuevas glorias: prueba de que le miraba con amor, y de que no eran sus
recelos, en los principios al menos, muy graves. Cuando debieron estos
despertarse en su ánimo fué al verle pretender con
insistencia, que para él se fundase un reino cristiano en Túnez, que el año
1573 ganó sin resistencia; proyecto entonces quimérico, pero grande, y que, á
no haber estado ocupada España en la lucha con los protestantes, pudiera quizá
emprenderse con probabilidad, y no escaso provecho de la civilización en Africa. Sordo Felipe 11 á tales deseos, desde luego, y
perdidas, poco después, Túnez y la fortaleza de la Goleta que la defendía,
aspiró D. Juan, sucesivamente, á los tronos de Francia y de Inglaterra,
mientras tuvo á su cargo el gobierno deFlandes. Acrecentáronse ya con esto bastante los recelos que á un principe tal como Felipe II tenía, necesariamente, que
inspirarle la ambición generosa, pero impaciente de su hermano; más no hizo,
sin embargo, contra él demostración alguna, ni le quitó de las manos, cual
pudiera.,.
los medios
de alimentar sus temerarias aspiraciones. Contentóse con cerrar á ellas las puertas más estrechamente que nunca, por su parte,
negándole, con evasivas, hasta el título de infante de España, que el
glorioso bastardo pretendía por sus hechos. Comenzó, al propio tiempo á
vigilarle secretamente, llegando á sospechar, al cabo, que su secretario, Juan
de Escovedo, le estimulaba á poner por obra alguno de
sus ambiciosos pensamientos. Sugirióle,
principalmente, esta idea, esforzándola de día en día, su famoso ministro
Antonio Pérez, por cuya mano pasaban, á la sazón, los negocios de Flandes:
hombre, al decir del embajador Alberto Badoero,
discretísimo, gentil, de mucha crianza y saber, de maneras muy dulces, con que
templaba los disgustos que la sequedad del rey ocasionaba, macilento y de poca
salud, de vida desordenada y aficionado con exceso á todo género de comodidades
y placeres. Discípulo y criatura de Ruy Gómez de Silva, tuvo este famoso
ministro más de intrigante y cortesano que no de gran político, siendo su
carácter no menos obscuro que su estilo, mezcla singular de frivolidad y
sabiduría, de arrogancia y flaqueza. Este sujeto, que tanto ha dado que hablar
al mundo, y, que tan traidor fué, al fin, á su
patria, llegó á representarle como indispensable á Felipe la muerte del
secretario de D. Juan, que, con cierta comisión de su señor, se hallaba en
Madrid por entonces, y, después de sus acostumbradas vacilaciones, autorizóle el soberano, al fin, para que la hiciese ejecutar
de cualquier modo. Fué, pues, en virtud de esto y no
sin varias tentativas inútiles y odiosísimas, asesinado Escovedo junto al muro de la derruida iglesia de Santa María de la Almudena, en Madrid,
pasando por vengan-
-za particular en la apariencia. Murió, pocos meses después
que su secretario, D. Juan de Austria, corriendo -el mes de Octubre de 1578, y
en su campo cerca de Na- mur á la edad florida de 33 años. La pérdida de la salud la debió en gran parte á
su propia ambición y tempranos trabajos, agobiándole, sobre todo, en sus
últimos días, la peligrosa situación de las rebeladas provincias -de Flandes,
que en vano procuraba reducir á la obediencia por la política ó por las armas, y algo debió también de contribuir la
frialdad estudiada con que le trataba su hermano. Pero no hay hasta aquí otros
motivos á que achacar con fundamento su muerte, ni se necesitan más que
estos, ó su sola enfermedad, para explicarla. Mas
ambicioso que tierno ó sensible, más esforzado que
prudente, pero brillante y grande en todo, fué, á no
dudarlo, D. Juan de Austria, después de su padre, el más simpático de los
príncipes austro-españoles. No tardaron, en tanto, los muchos y altos enemigos,
que Antonio Pérez tenía, en sospechar que de él procediese la misteriosa muerte
de Escovedo. Fué todo .uno
sospechar esto y atribuirlo, no á razones políticas, sino al deseo de quitar de enmedio á aquel hombre sagaz, porque no revelase el
secreto que había descubierto, de estar en amorosas relaciones el dicho Pérez
con la viuda de Eboli, Doña Ana Mendoza de la Cerda,
ya citada. Llegó al cabo á noticia del rey este rumor con pruebas bastantes
para darle crédito: juzgóse engañado y aparentemente
lo estaba en los dos primeros conceptos, como amante, amigo y juez; y, lleno de
oculta ira, mandó prender con pretextos frívolos, por Julio de 1579 á la
princesa y á Pérez. Contentóse, en •suma, con
humillar á la primera, teniéndola guardada en Pinto
hasta 1581, que la permitió retirarse á su villa de Pastrana; pero, en cuanto á
Antonio Pérez, después de tenerle preso cinco años, sin causa aparente,
permitió que comenzara á formársele un proceso de cohecho y otro luego y más
riguroso todavía, para averiguar el motivo cierto de la muerte de Escovedo. Nada hay que decir respecto á la justicia con que
pudo y debió Felipe II procurar el esclarecimiento de este último asunto; y
aun es digno de elogio que se prestase para eso á hacer pública su participación
en él, ordenándole á Pérez que puntualmente refiriese cuanto había pasado, con
todos los antecedentes de la secreta sentencia ejecutada. Si fué tratado el antiguo ministro, desde el principio, como
el odio trata siempre á los ministros caídos, sujetándole, entre otras cosas ó durísimo tormento, no puede decirse que tuviese el rey
más parte en ello que dejarle á merced de sus émulos; pero era bastante. Y lo
largo de la persecución mostró bien, en el ínterin, el rencor que el rey le
tenía, dando á sospechar de sobra, la pasión particular que en aquel caso le
estimulaba. Por más que Ranke pusiera en duda su amor á la princesa, no parece
hoy posible negar que á esto se refiriesen los occulti rispetti, por los cuales dice Tomás Contarini que le
tomó odio el rey: confirmándolo, además, otros diplomáticos, y muy expresamente
el francés Branthóme, antes favorable que adverso á
Felipe II, y que precisamente se hallaba en Madrid cuando ocurrió el
rompimiento. Ni hay por qué negar crédito á este capricho amoroso, sabiéndose
ya lo que sobre la afición de Felipe II á las mujeres escribieron los
embajadores venecianos, Federico Badoero, Paulo Tiépolo y Juan Soran- zo, todos los cuales, de común acuerdo, afirman que
más segura,
al Santo Oficio. Fué el primer pretexto que para ello
sugirieron los tales á Felipe II, que Pérez trataba de escaparse desde Zaragoza
á Francia, donde había herejes. Algunas palabras equívocas de aquél acabaron de
preparar la causa de fé; y el Consejo de la suprema
Inquisición ordenó, por fin, á la de Zaragoza llamar á sí la persona del reo,
en virtud de sus privilegios á todos superiores, poniéndole en sus cárceles
secretas. Nótese aquí, de una parte, hasta qué punto era ya la Inquisición un
instrumento político; y de otra, la cautela con que procedía Felipe II cuanto á
los fueros ó libertades antiguas de sus súbditos, no
atreviéndose á atacarlas á nombre de su potestad real, sino pretextando el
gran interés religioso que el Santo Oficio representaba. El vulgo de Aragón,
que por más que fuese este reino el primero que hubiera conocido la
Inquisición en España, era el menos afecto de los de la Península á aquel
tribunal, pensaba, generalmente, que nadie, ni los inquisidores mismos, podían
sobreponer su jurisdicción á la del Justicia, y aunque éste se prestase á
entregar á Pérez, y lo entregó con efecto, los zaragozanos se alteraron, sacaron
violentamente por sí mismos á Pérez de las cárceles de la Inquisición y lo
devolvieron á la de los manifestados. En vano los letrados del reino
declararon que no había contrafuero en entregar á Pérez á la Inquisición; en
vano los inquisidores de Zaragoza pidieron los presos y la Corte del justicia
acordó entregárselos de nuevo. Al ir á verificarse la entrega, alzáronse otra vez en tumulto los zaragozanos, arrollaron
las tropas y las autoridades reales pusieron en libertad á Pérez. Con esto
llegó al último punto la irritación de la Junta de Estado, creada
ya en Madrid
para entender en este asunto, y en la cual figuraban los ministros más graves. Inclinábase el rey á reunir las Cortes de Aragón y buscar
todavía remedios pacíficos para aquietar á los sublevados; pero la mayoría de
la Junta se mostró inflexible. Y, conformándose con su opinión, dispuso aquél,
al cabo, que entrase en Aragón el ejército formado, en tanto, en Castilla, al
mando de D. Alonso de Vargas, so pretexto de defender la frontera de Francia.
Todo cambió de aspecto en Aragón entonces: una gran junta de letrados, reunida
por los diputados forales, opinó que era ilegal y debía resistirse la entrada
del ejército castellano; el tribunal del Justicia declaró el contrafuero y se
convocaron las fuerzas de las universidades y señores, que en la mayor parte se
negaron á prestarlas, para formar un ejército. Era Justicia de Aragón D. Juan
de Lanuza, en cuya casa hacía más de ciento cincuenta años que estaba aquel
importante oficio: joven de escasos veintisiete años de edad, de buena
condición, pero débil é inexperto en demasía. Ni supo resistir en Zaragoza al
vulgo acalorado por Antonio Pérez y el turbulento D. Diego de Heredia, ni pudo
lograr que los aragoneses, en general, hiciesen suya la causa de los
zaragozanos; ni mostró aliento para afrontar, con la turba insubordinada que
mandaba, el ejército real buscando gloriosa muerte en el campo, ni tuvo la
prudencia, al menos, que Antonio Pérez para escapar á Francia, antes que D.
Alonso de Vargas entrase en Zaragoza sin resistencia. Lo que hizo fué abandonar en Utebo á los sublevados, huyendo á Epila para volver de allí á Zaragoza. De esta suerte se
entregó indefenso á la cólera de la Junta de Estado de Madrid, que instaba
vivamente al
rey para que escarmentase con grandes castigos á los que le desobedecieron: ni
más ni menos que habían aconsejado los mismos ú otros ministros que se hiciese
cuando comenzó la rebelión deFlandes. Felipe II,
según su inclinación constante, acabó por dirigir sus mayores golpes contra
los más altos y nobles de sus vasallos desobedientes; y envió á D. Alonso de
Vargas una orden concebida en los terribles términos que siguen: «en recibiendo
ésta, prenderéis á D. Juan »de Lanuza, Justicia mayor de Aragón, y tan presto
»sepa yo de su muerte como de su prisión.» No de otra suerte había tratado á
los condes de Egmont y de Horns, aunque dejara
observar, respecto de ellos, mayores formalidades jurídicas. Murió, pues, á
manos del verdugo, Juan de Lanuza, más desgraciado que grande ciertamente;
causando tal tristeza su castigo, según refiere á la par con otros autores
Martín de Salas de Vi- llamar, soldado del ejército de Vargas, y testigo
presencial en todo:
Que ninguno
del reino mueve el paso Para el entierro y fama de él notoria; Todo era llanto,
que cada uno laso Estaba de tristeza transitoria; Poniendo luto á puertas y
ventanas Por no ver su cabeza ya con canas (1).
(1) De la
jornada y entrada en Zaragoza con el ejército del rey nuestro señor, en el cual
se trata la causa y efectos de ella, con el ejemplar castigo de los inventores
de las rebeliones de ella y malvadas herejías de Antonio Pérez, etcétera.
Compuesta en octava rima por Martín de Salas de Villa- mar, criado del rey
nuestro señor en las sus guardas de Castilla, dirigida á su capitán el marqués
de Aguilar y conde Castañeda. — Manuscrito puntual y curiosísimo, que trata de
De lo grande
del sentimiento y de lo mucho que llamaron la atención estas alteraciones en
todo el reino, dedújose erradamente, y ha sido voz
muy general hasta ahora, que Felipe II privó con esta ocasión de todos sus
fueros á los aragoneses. La verdad es, que los redujo y modificó bastante,
según Mignet observa; mas no por eso es inexacto lo
que el marqués de Pidal escribiera de que, si «reformó estos fueros, fué por medios y trá- »mites
legales en ellos establecidos; es decir, por me- »dio de las Cortes legalmente
convocadas; y que des- »pués de esta reforma, Aragón
quedó con lo esencial. >de ellos intacto; quedó un reino aparte con su
organización diferente de los demás de la monarquía y con >sus leyes
especiales.» Puede, en verdad, disputarse si era esencial ó no bastante parte de lo reformado; pero en el fondo lo que dice el moderno
historiador español es cierto. Ni era propio del espíritu conservador de
Felipe II llevar á cabo las obras de demolición de un golpe. Por eso mismo
durante su reinado se reunieron con tanta frecuencia las Cortes de Castilla,
prefiriendo, á prescindir de su concurso, ganar con dádivas y amonestaciones
la voluntad de los procuradores, para que-, se rindiesen á sus deseos, y
llevando con mucha paciencia las repulsas que recibía de aquellos cuerpos,
impotentes ya, porque les faltaban el apoyo y la confianza de los pueblos; mas
no mudos todavía. La verdad era que aquellas Asambleas políticas en ninguno de
los reinos de la Península podían influir mucho corr estos sucesos y otros de los últimos años del reinado de Felipe 11, y poseía en
su escogida biblioteca el señor duque de Frías. (Nota del autor.)
las escasas
facultades que alcanzaban en los negocios generales del Estado. Lo ordinario
era llamarlas solo á conceder ó negar recursos,
cuando el gobierno estaba ya empeñado en las empresas para las cuales se
requerían; y lo más que lograban con su oposición, era que se llevasen á cabo
mal ó á deshora. Esto, por lo que toca á sus
facultades económicas, que en cuanto á la de pedir reformas en las leyes, como
estaban tan dominadas ó más que los ministros reales
por los errores de la época, pocas veces proponían cosas útiles y prácticas. Lo
único, pues, para que servían las libertades que en aquel reinado quedaban, era
para prestar fuerza con su aquiescencia á ciertas leyes graves, para conceder
servicios extraordinarios, harto más copiosos siempre que en Aragón en
Castilla, ó para describir y lamentar los males
públicos, sobre todo la pobreza y descaecimiento que cada vez más iba
sintiéndose en toda España.
Las
alteraciones de Aragón aumentaron, en el ínterin, la preocupación constante
que ocasionó á Felipe II en sus últimos años el estado de las cosas de Francia.
Auxiliados allí unas veces y contrariados otras por la corte los católicos
franceses, habían acabado por darse una organización independiente, que se
llamó la Liga, bajo los auspicios de Felipe II. Muerto á manos de Ja- cobo
Clemente Enrique III, que, aun después de lama- tanza de San Bartolomé, no dejó
de entenderse con los calvinistas y de causar recelos á los católicos, intentó
Felipe II poner aquella corona en las sienes de su hija querida Isabel Clara
Eugenia, y cuando esto no fuera posible, impedir de todos modos que la
alcanzase el pretendiente Enrique de Borbón, príncipe de Bearne y titulado rey
de Navarra, que profesaba la religión pro
testante.
Dos veces, con este fin, hizo Felipe II que el ■ejército español deFlandes dejase desamparados aquellos Estados para socorrer á los católicos franceses. Gracias á las grandes cualidades
militares del duque de Parma, Alejandro Farnesio, que mandaba á los nuestros, París primero y luego Rouen, fueron fácilmente socorridas y libertadas de caer en
manos de los protestantes; pero Felipe II no pudo impedir, con todo eso, que
al fin se sentase Enrique IV en el trono francés, si bien le forzó á hacerse
antes católico. No bien posesionado del cetro el nuevo monarca francés,
comenzó á procurar su venganza, molestando á Felipe II en Flan- des, en Aragón
y en todas partes. Ni tardó mucho en declararle, corriendo el año de 1595,
abierta y formalmente la guerra. Pero á pesar de haber obtenido España en ella
no pequeñas ventajas ganando la gran batalla de Doullens el conde de Fuentes, D. Pedro Enriquez de Guzmán, y
adquiriendo algunas plazas, se apresuró Felipe II á consentir en la paz poco
ventajosa de Ver- vins en 1598, por sentir ya cercana
su muerte y no querer dejar á su joven heredero empeñado en una lucha contra
tal y tan poderoso adversario. Y, con efecto, no le engañaban sus tristes
previsiones en este punto. El día 13 de Septiembre de aquel mismo año de 1598,
anunciaron, al fin, las campanas del Escorial á los leñadores y humildes
pastores del contorno, que en la obscuridad y desnudez de una de sus celdas de
granito acababa de morir Felipe II. Y el eco de aquellos tañidos,
comunicándose de gente en gente, hizo que ■sucesivamente fueran levantándose túmulos funerales,
aunque no tan grandes todos como el de Sevilla, que celebró Cervantes, por los
antiguos reinos de la Penín
sula
española, en el Rosellón, Ñapóles, Sicilia, Milán,
Cerdeña, Países Bajos, el Franco Condado, las islas Baleares, Canarias y
Terceras, en las plazas propias ó tributarias de la
costa septentrional de Africa, en Méjico, el Perú,
el Brasil, Nueva Granada, Chile y las provincias del Paraguay y de la Plata,
en Guinea, Angola, Bengala y Mozambique, donde tenían grandes estable- mientos los portugueses, en los reinos de Ormuz, de Goa y
de Cambaya, la costa de Malabar, Malaca, Ma- cao y
Ceylán, las Molucas, las Filipinas y todas las Antillas. ¡Jamás en tantos y
tan diversos países se habían alzado preces ó vestido
lutos por ningún hombre en la Historia! Con harta razón exclamaba, pues, por
entonces el poeta Balbuena, uno de los mejores del siglo:
Mas, ¿quién
será, invencible, patria mía, En cien años, cien siglos, cien edades, Bastante
á ver lo que de tí podría?
Ya, y por
primera vez desde el tiempo de los godos, formaba toda la Península entonces
una sola nación, de Lisboa á Valencia, de Perpiñán á Gibraltar. Ganáronse también y se poblaron de españoles ó descendientes de estos, nuevos y grandes territorios en
América, continuándose la obra de Hernán-Cortés y los Pizarros,
hasta el punto de quedar sometida la mejor parte de aquel gran continente al
dominio español. Del reinado de Felipe II también procede la reunión á España
de las islas Filipinas, que ofrecen tantas esperanzas á nuestra prosperidad
todavía (1). Mantúvose, además, la gloria de
(1)
Afortunadamente para el gran patriotismo del autor, su muerte traidora,
principio y base de pérdida tan considerable en todo el emporio, aun de
nuestras colonias, al declinar el siglo xix,
nuestras
armas á la altura misma en que la dejó Carlos V, tanto por mar como por tierra
con las insignes victorias de San Quintín y de Lepanto, y con aquella continua
escuela de Flandes, donde más que en parte alguna brillaron por aquel tiempo
nuestras armas. Llegó, por último, en la referida época la-lengua castellana á
producir sus mejores frutos literarios, adquiriendo toda su flexibilidad y
riqueza, cual ya dijo Capmany, ó completándose, como
D. Agustín Durán ha añadido después, «el amal- »gama
y fusión de las partes heterogéneas que constituyen todo su mérito y
originalidad.» Si Carlos V había conocido y llorado á Garcilaso y disfrutado
en su tiempo á Antonio de Guevara, Florian de Ocampo
y Juan de Avila, tuvo Felipe 11, por su parte, un
Fernando de Herrera que cantase las glorias de su hermano D. Juan y la batalla
naval; un fray Luis de León que compusiese el epitafio de su desdichado hijo
D. Carlos; un Hurtado de Mendoza, un fray Luis de Granada, una Santa Teresa, un
Mariana, en fin, y un Cervantes, para recopilar, el primero, las Historias ó Crónicas de España hasta allí escritas con noble y
sentencioso estilo, y ser maestro eterno, el segundo, de la prosa castellana.
Dijo, pues, con acierto D. Manuel Cañete en un notable discurso académico, que
«durante el glorioso retinado de Felipe II, tres cosas subieron en nuestro
país »al colmo de esplendor: la unidad de la fe, la unidad de. »la monarquía y
la unidad del idioma.» Y, sin embargo,
le impidió
ver la vergüenza de nuestros últimos desmembramientos territoriales. ¡Fué preciso que Cánovas del Castillo sucumbiera, para
llevar á efecto tales despojos. — (Nota del editor.)
con ser
verdad esto y haber hecho aquel rey de la monarquía española la mayor que
hayan conocido los humanos, comenzó precisamente nuestra decadencia casi al
punto mismo que sobrevino su muerte. No dejó de ser admirado Felipe II de los
españoles, sobre todo después de muerto, porque mejor que nadie representaba
su propio ideal religioso y político; pero no fué querido de ellos, como Burke erradamente y como con
sorpresa afirma. De los grandes era, por el contrario, aborrecido, según
refiere el veneciano Segismundo Cavalli; y los mismos que le servían, como el
duque de Alba, que conquistó luego á Portugal, deploraban poco antes que
pudieran llegar á estar juntos ambos reinos por ser eso privarse de un lugar
seguro y próximo á donde escapar en caso necesario de su despotismo. Del clero,
nunca tan duramente dominado por el poder temporal, no fué querido tampoco personalmente, por más que aprobase el sentido general de su
política. Y por lo que toca al estado llano, oprimido cual nunca de nuevos
tributos, disminuido y arruinado, pasó en continuo lamento todo su reinado,
según consta por cien documentos auténticos. No hay que confundir, no, el
respeto profundo, y hasta el miedo que le tuvieron sus propios súbditos, ni
tampoco la admiración de los de su hijo y nieto, con el sentimiento del amor,
que no podía inspirar con su carácter Felipe II, á los que únicamente le
conocían por su apariencia ó sus hechos. La sola
persona que derramó quizá por él copiosas lágrimas fué su dulce y tierna hija Isabel, aquel único amor de su vejez, en favor de la cuaj abdicó la soberanía de Flandes, el 6 de Mayo de 1598, declarando
al propio tiempo su matrimonio con el cardenal Alberto de Austria, que
naturalmente para ello
obtuvo
dispensa pontificia. Mostró esta abdicación, seguramente, que comprendía Felipe
II con su gran sagacidad, la conveniencia de dar monarcas propios á aquellas
provincias, separándolas de la corona de Es- pana; pero no debió dejar de
influir también en su ánimo el deseo de recompensar con eso la adhesión
admirable de su hija. Fuera de ella, los que no celebraron quedar libres de
tan duro amo, se contentaron con respetar su memoria, ó temer por el porvenir de la monarquía en días ya tan críticos desamparada de
sus talentos y consumada experiencia.
V
UÉ FUÉ, en
realidad—tiempo es ya de considerarlo—, aquella grandeza pasajera de la casa
de Austria y de la España? Puesto que de aquí adelante nos toca describir solo
su decadencia
común,
preciso será hacer alto y detenernos más que de ordinario consiente este
trabajo. Para darse exacta cuenta del poder de España á fines del siglo xvi, como del de cualquiera otra nación antigua ó moderna, hay que ver su estado social y su organización
gubernativa, la riqueza general, el ejército, la marina y el espíritu militar
de las diversas clases, el orden y situación de la Hacienda pública, de que
depende el que las fuerzas de mar ó tierra puedan
estar debidamente preparadas y asistidas, para imponer ó mantener en respeto á los extraños, la inteligencia, el saber, las ideas
cardinales, en fin, que inspiran y guían la conducta de la nación de que se
trata, sobre todo en la política; porque una nación que no es verdaderamente
inteligente, en su conjunto, ni alimenta ideas profundas, no puede mantener su
actividad moral ni conservar
su poder
material por mucho tiempo. De todo esto hemos de tratar ahora, por lo mismo, en
pocos párrafos.
No era, en
primer lugar, lisonjero nuestro estado social. Los pueblos, en comparación con
los de otras partes, vivían, sin duda, pobrísimamente, como escribiera en 1570
Segismundo Cavalli y confirmó en 1598 Agustín Nani, diciendo ya «que, en
particular, los castellanos, cederían con gusto al fisco sus bienes por no
»pagar las contribuciones.» La propiedad, hecha tres partes casi iguales, de
las que una sola poseían los particulares, otra la nobleza y el clero otra, en
los principios del siglo, al decir de Lucio Marineo Sículo, parecía ya
repartida en dos solas porciones: la una de los eclesiásticos, la otra del
resto de la nación, por virtud de las donaciones que la piedad de los tiempos
cada día más estimulaba. Era, pues, muy rico el clero y exento de contribuir á
las cargas públicas por regla general, como no fuese por concesión del papa y
violentado además por el rey, del cual y de su real Consejo dependía antes que
no del Papa, al decir del veneciano Agustín Nani. Daban lugar los privilegios
del clero á frecuentes discordias con los ministros reales, sobre todo cuando
se trataba de cobrar las pocas rentas eclesiásticas obtenidas; pero Felipe II
no tenía en ellas escrúpulos ningunos. Lejos de eso, refiere el embajador
antecitado «que no contaba por buen alcalde ó corregidor al que no había estado siquiera diez veces excomulgado, reputando,
además, por cierto, que las cen- »suras injustas de
nada valían, y que si los clérigos »tenían el derecho de excomulgar á los ministros
que »los violentaban, estos tenían, en cambio, el de no ha-
^cer caso de sus censuras.» Los grandes de España por su
lado, aunque muy ricos aun en posesiones territoriales, estaban todos llenos
de deudas y no se sabía de alguno que tuviese dinero á mano, en lo cual se
hallaban de acuerdo con Nani, Segismundo Cavalli y otros.
■ Para el segundo de estos
diplomáticos eran ya los grandes de España, en 1570, «gente vanísima y de ningún valor», que no tenía, como suele decirse, «voz en el capítulo» ó sea en el gobierno del Estado. Tratábanlos peor que el rey todavía el consejo real y las
justicias, dando la razón á los vasallos contra sus señores casi siempre en las
diferencias que sobrevenían; recordando frecuentemente sus contrarios al rey,
como cuenta Cabrera, para que no les diese paz ni tregua, que ellos habían
preso á Juan II, depuesto á Enrique IV, combatido á la reina católica. Creían
de por sí no pocos ministros, como Antonio Pérez, que solo lejos estaban bien,
y aun esta fué en tiempo de Felipe II la opinión
general de los políticos, quizá por seguir la inclinación del rey; bien que
alguno, como Alamos Barrientes,
la impugnase fuertemente, sosteniendo que la corona real ■debía apoyarse en las de los
duques, marqueses y condes, para que de nuevo no viniesen días como los que
precedieron al de Villalar. Triunfó este último principio en los reinados
siguientes; pero con los largos ocios del de Felipe II perdieron los más de los
grandes, en tanto, el hábito de los negocios públicos y de la guerra,
entregándose, como los venecianos dicen, á la disipación y á los placeres.
Pronto hubo realmente por única diferencia de hidalgo á villano en Castilla, la
de pagar pechos y servicios los segundos y no los primeros; sin •que por eso se
considerasen ya, en la práctica, los 9
grandes cual
de los de 1539 escribía Sandoval, con la obligación «de aventurar sus personas
y haciendas en ^servicio del rey, gastándolas en la guerra», puesto que eran
cada día menos los que iban á las empresas lejanas en que estaba empeñada la
monarquía. Virreinatos principales y principales cargos diplomáticos ó militares no podía haber para todos, y los que los
desempeñaban solían ser los únicos luego que alcanzaban puestos en el Consejo
de Estado, establecido en 1526 por Carlos V. Los más de los señores de aquel
tiempo, permanecían, pues, ociosos en sus casas, y lo mismo sus hijos, á no ser
aquellos que, ó arruinados ó perseguidos por la justicia á causa de alguna aventura escandalosa, pasaban á
buscar impunidad ó fortuna en los ejércitos de Italia
y Flandes. A tal insignificancia estaba ya reducida la antes poderosísima y
valerosa nobleza de grandes y titulados, con sus inmediatas ramas, al dejar la
vida Felipe II. Llegó al más alto punto, en cambio, por entonces el poder de
los togados ó golillas, como, por despique llamaban á
los hombres de la ley, los señores. No dejó nunca de haber letrados en el mismo
Consejo de Estado, principal de la monarquía por su autoridad, por presidirlo
el rey y por entender en los negocios de paz y guerra y en todas las
negociaciones externas; pero cuya influencia no fué nunca en sustancia tan grande como la del real Consejo y Cámara de Castilla,
donde solo entraban ya togados, con su gobernador ó presidente, y á cuyo cargo corría el gobierno interior de la mayor parte de
España, asi como la provisión de innumerables
empleos civiles y eclesiásticos. Equivalía el primero al actual Ministerio de
Estado; era para Castilla, el segundo, Ministerio de la Gobernación,
de Fomento y
de Gracia y Justicia; y con esto basta para comprender cuál sería la
superioridad de poder el de los togados que lo formaban. Togados compusieron
también, desde el principio, el Consejo de Aragón y el de las Indias, el de las
Ordenes y gran parte del de la Guerra; sala de togados tuvo el de Hacienda;
juristas había igualmente en el Consejo de Italia y en el mismo de la Suprema
Inquisición. La organización de estos cuerpos, consultivos y activos á un
tiempo, con carácter más bien jurídico que político á los cuales estuvo fiada
la administración de la monarquía por dos siglos, fué poderosamente iniciada por Carlos V, con la base del Consejo del rey que
dejaron los Reyes Católicos y perfeccionado por Felipe II. Lentos, rutinarios y
apegados á los textos y prácticas legales, no es esta ocasión de exponer todo
el inmenso influjo que tuvieron en la administración y gobierno de España
durante la casa de Austria; pero sí debemos consignar que á ellos se debieron
especialmente la parsimonia, la lentitud, el grande espíritu conservador y
tradicionalista que distingue la acción del poder en España, desde el primer
tercio del siglo décimosexto hasta los últimos años
del siguiente. Ya hemos dicho que eran generalmente inclinados sus ministros,
como hombres de ley, á cercenar los privilegios y derechos de la nobleza; y
para eso no obstaba el ser muchos y aun todos los del Consejo de las Ordenes,
colegiales mayores, hidalgos, poseedores de buenas ejecutorias. Perteneciendo á
la nobleza pobre ó á la desheredada, por lo común,
no detestaban menos á los titulados señores de vasallos, que pudieran los
hijos del estado llano, como observó Agustín Nani. También solían atacar sin
piedad los privilegios del clero, tomando
generalmente,
hasta los que tenían órdenes sagradas, la parte del rey contra el Papa, y la de
la justicia real contra las inmunidades que la limitaban. Cabrera acusaba á
los profesores de letras legales que componían estos Consejos, de «grandes
dificultadores de lo políti- »co,
y en lo que se pretendía hacer sin escrúpulo», por ser, aún en cosas de
necesidad, «demasiadamente ce- »ñidos con la letra de
las leyes», y tener, por costumbre, «por yerro, todo lo que no hacían ó mandaban »ellos.» No era este último cargo infundado, á
juicio del que esto escribe, si es que podía pasar por cargo siempre; pero algo
lo remedió, de todos modos, en la práctica, la fuerza creciente del poder real,
casi ya sin límites, gracias á los pincipios absolutistas que los Consejos mismos iban haciendo predominar en todas las
esferas del Estado. Entre tanto, para el rey Felipe II los letrados de los
Consejos no fueron sino instrumentos complacientes, á no ser cuando tomaban
con más calor que él todavía las cuestiones tocantes á la autoridad real; y
para los privados y favoritos de los reyes sucesivos, ya se verá que también
fueron dóciles servidores generalmente. Contribuyó á dar cierta flexibilidad
al régimen de los Consejos, el sistema de juntas, formadas de individuos de varios
de ellos; bien que así se aumentasen las ruedas de aquella máquina
complicadísima, haciéndose más difícil y tardo su movimiento. Pero esto se
verá después y más oportunamente. Basta con lo dicho ahora, para formar idea de
la relación que entre sí guardaban las diversas clases sociales, y de la forma
de gobierno que adoptó al fin, y observó durante su existencia la dinastía
austríaca.
Respecto al
ejército, nada tenemos que añadir á lo
que no ha
mucho de él dijimos con otro motivo. Era el soldado español, y principalmente
el de infantería, en el buen tiempo, un hombre que sentaba plaza
voluntariamente, llevado por el deseo juvenil de correr aventuras, por el
aliciente de mejorar su fortuna y condición, y acaso también por huir de la
persecución de la justicia, ó de la venganza de algún
padre ó pariente malamente ofendido en las mujeres de
su casa. Desde que este tal sentaba plaza, teníase por hombre noble y despreciaba todo oficio mecánico; y aunque guardara, por lo
común, con gusto severísima disciplina, con frecuencia ponía asimismo mano á
la espada contra sus propios oficiales, no bien le parecía que ya tocaba en
honra el castigo debido á sus faltas. No en vano, cuando un general ó maestre de campo se veía maltratado en alguna acción de
guerra por la fortuna, iba de ordinario á recobrar ó depurar su honor en las filas de aquella infantería, sirviendo con una pica; no
en vano encerraban siempre sus primeras hileras multitud de capitanes y
oficiales reformados ó de reemplazo; no pocos señores
de vida airada ó de cortos haberes, que querían
buscarse la vida en ejercicio honrado, y hasta muchos señores de hábito, es
decir, caballeros de las orgullosas órdenes militares. Las filas de tal
infantería, eran una verdadera escuela y un asilo seguro para el honor. ¿Cómo
no había de ser mal sufrido en ellas el mismo soldado raso, cuando de casos de
honor se trataba? No habiendo, por otra parte, tiempo limitado de enganche,
sabía el soldado viejo que no podía ser despedido del servicio sin causa
legítima; por manera que era una profesión y carrera, desde el menor infante
hasta el mayor capitán, la de las armas entonces. Para
echar á uno
del servicio se necesitaba que fuese jugador, pendenciero, hombre de muy malas
costumbres en suma; para pasarle por las picas, no se necesitaba, en cambio,
más sino que, hallándose en campo seis contra ciento, uno de los seis tomase
por acaso la fuga, abandonando á sus compañeros en el riesgo. Cuenta, como
cosa natural, un hecho de esos D. Bernardino de Mendoza, célebre escritor de
las guerras de Flandes. Lloraban, por otro lado, los maestres de campo al
tener que reformar ó disolver cualquiera de aquellas
feroces familias militares, como cuando D. Sancho Martínez de Leyva castigó un
tercio en Flandes, diciéndole á su alférez: «Ea,
batid la bandera y plegadla, pues ya de »agora nunca
irá delante del tercio viejo*. Lloraban también los encanecidos soldados á sus
capitanes, como á sus propios padres, si caían en algún trance sangriento,
como al propio Borbón, con ser extranjero, le lloraron junto al muro de Roma. Y
eso que no necesitaban ellos, por ventura, tener capitanes señalados por el
rey, puesto que en cualquiera necesidad sabían solos buscárselos. No era la
guerra, por de contado, entonces la lucha de una nación con otra, como lo es
al presente. Sábese hoy, que á la larga tiene que
vencer por necesidad, entre dos naciones contendientes, aquella que cuente con
más extensión, con más riqueza, con más fuerza, en suma. Tal ha sido la
consecuencia inevitable del aumento de los ejércitos que, comenzado por los
tiempos de Luis XIV en Europa, lleva en nuestros días á los campos de batalla
cuantos hombres útiles pueden poner los que gobiernan sobre las armas. El
valor individual, la habilidad y fortuna, en suma, de los capitanes, ceden
temprano ó tarde de esta suerte, como
acabamos de
ver con ocasión de la última guerra sostenida por los Estados del Sur contra
los del Norte en la república anglo-americana (1), y se vió también al cabo en las grandes luchas de Napoleón I con la Europa coligada, á
la mayor población, fertilidad, industria ó fuerza
material del adversario. Nada de esto acontecía en el siglo xvi y la primera mitad del xvn, que fué cuando disfrutó España su superioridad militar. No era á la sazón aquí, ni
fuera de aquí, cualquiera hombre soldado; éranlo solo
los que el instinto y las pasiones de la guerra naturalmente llamaban á las
armas. Los pueblos, por su parte, más acostumbrados que hoy á cambiar de
señores, rara vez se mezclaban en las contiendas que sostenían sus respectivos
ejércitos; y así era como éstos, aunque cortísimos en número, podían ganar ó conservar vastos y ricos Estados á sus caudillos ó príncipes. Palabra por palabra casi, copiamos esto
ahora, de nuestro artículo acerca de la Supremacía militar de los españoles en
Europa, cual en otra ocasión ya hemos hecho, por no repetir un mismo trabajo en
vano. Y en cuanto á la marina militar, que tanta importancia comenzó á cobrar
en toda Europa, desde el primer tercio del siglo xvi,
con ocasión, principalmente, de los grandes armamentos marítimos de los turcos,
también nos han dejado los embajadores venecianos muchas y minuciosas noticias,
que apenas permite extractar la índole de este trabajo. Nadie, tanto como estos
venecianos, entendía á la sazón de marina militar, ni nadie co
tí) Esto se escribía en
1866; después se han visto guerras más formidables: por ejemplo la
franco-prusiana de 1871; la última ruso-japonesa.—(Nota del editor.)
nocía cual ellos toda su
verdadera importancia. Mateo*. Zanne, por no citar
otros, escribía en 1584, que de la armada de mar podía decirse que
absolutamente dependía la seguridad y defensa de los Estados españoles; y que
el rey católico podía armar entonces cuantas naves gruesas quisiese, tomando
las de comercio, que de todas las naciones acudían á sus puertos, así como
ofender á sus contrarios con el corso, permitiendo á vizcaínos y catalanes
que lo practicasen por su cuenta, cual deseaban. La escuadra sutil se componía,
según el dicho embajador, por aquel tiempo, de 92 galeras: 37 de España, 18 de
Génova, que eran, á su juicio, las mejores; 13 de Sicilia, y 24 de Nápoles;
esto, sin contar otras 12 de los príncipes de Italia, que estaban á nuestra
devoción siempre. Un sólo arsenal marítimo había, en tanto, en la Península, el
de Barcelona, en el cual no se construían más galeras que las que el rey
necesitaba; buques pesados, pero más baratos que los de nación alguna. En
Nápoles había otro buen arsenal según parece. Tales fueron los elementos
marítimos con que en 1588 formó Felipe II la invencible, pero desdichada,
armada que aniquilaron las mares bravas del Norte y la inexperiencia de las
tripulaciones con que contaba; tales los que sirvieran para reunir la nueva
escuadra, menos poderosa y no más feliz que la primera, con que en 1597 quiso
asaltar de nuevo las costas de Inglaterra para vengar la toma y saqueo de Cádiz
por los ingleses el año anterior. Aquella marina en manos de don Juan de
Austria, del marqués de Santa Cruz ó de los Dorias,
llevó á cabo gloriosas hazañas; pero ¿qué podía esperarse de ella, entregada
al joven duque de Me- dinasidonia, que mandó al cabo
la invencible, y que no
había
navegado jamás? Estaba en las costumbres del tiempo, á la verdad, que los
mandos supremos y muy vastos, se confiriesen siempre á príncipes ó grandes señores; y Felipe II, aunque tan poco amigo de
estos últimos, no pudo, por lo que se vió, dejar de
rendir á tal preocupación algún tributo. Lo mismo en mar que en tierra, juzgábase que bastaba que los segundos capitanes fueran
experimentados, teniéndose á los primeros por representantes de la autoridad
real, sin otra misión que dar consideración y prestigio con su clase y nombre
al mando. Y mientras hubo príncipes como D. Juan de Austria, Filiberto de
Saboya ó Alejandro de Farne- sio, y grandes como Alba ó Santa Cruz, pudo tolerarse; pero llegó tiempo en que tuvo esta costumbre no'
pequeña parte también en nuestros desastres militares.
Cuál fuera,
en el ínterin, el estado de la monarquía bajo el aspecto de la población y de
la riqueza en los últimos años del reinado de Felipe II, sabríase bien á haberse llevado del todo á término la obra colosal, histórica y
administrativa del Censo español, emprendida por aquel rey, de que dió razón no ha mucho tiempo, D. Fermín Caballero en un
discurso leído en la Academia de la Historia. Este proyecto, extendido por el
mismo monarca al estudio de la historia y la estadística de América, que se
estaba conquistando y poblando á la sazón, es, sin duda, de lo que más alta
idea da de los talentos de moderno político y administrador que poseía. Faltos
de completa luz acerca de este punto, ya hemos ido sentando los hechos que
sobre él consignan los viajeros de la época, principalmente los venecianos que
vinieron como embajadores, por lo que toca á los reinados de Felipe el Hermoso ó Carlos V, y los pri
meros años,
del de Felipe II. Del testimonio de estos extranjeros, conformes é imparciales,
hemos deducido que, á pesar de las afirmaciones contrarias del angloamericano
Prescott, y del francés M. Weiss, en el libro que escribió acerca del estado de
España antes del advenimiento de los Borbones, y, no obstante los reparos
fundados que á algunas de las consecuencias de Capmany ha opuesto modernamente
el Sr. Colmeiro, son indudables los más de los
asertos de aquel catalán ilustre en la primera de sus Disertaciones críticas,
<acerca de si la industria, la agricultura y la población »de España de los
siglos pasados han llevado ventaja >á las del tiempo presente. > Cumple
fijar aquí ahora con la exactitud posible, qué alteraciones hubo en todo ello
desde que empezó hasta que acabó de reinar Felipe II. Y comenzando por la
población, bien puede hoy asegurarse, á pesar de los muchos cálculos
infundados que en otro tiempo se han hecho, y á los cuales hemos ya puesto
algún correctivo, que no pasaba en tiempo de los Reyes Católicos, de diez
millones de almas; los cuales, durante el reinado de Felipe II, se disminuyeron
bastante todavía, hallándose reducidos en 1594 á poco más de ocho millones. Las
apreciaciones arbitrarias de los embajadores venecianos se ven hoy fortalecidas
por las cifras mejor calculadas. La industria y el comercio no debieron
disminuir con mucha prisa, sin embargo, en este periodo,'porque solo hacia el citado año de 1594 fué ya notoria la
decadencia general de las ciudades comerciantes é industriales, como Burgos,
Valladolid, Toledo, Segovia ó Córdoba; habiendo hasta
allí crecido, desde 1530, casi todas en población y riqueza, y conservando ó aumentando su prosperidad todavía de
1594 en
adelante, Sevilla y Murcia, La Coruña y Cádiz. Medina del Campo, por su lado,
no obstante el estrago que padeció en la guerra de las Comunidades, continuó
sus famosas ferias durante todo el reinado de Felipe II, siendo la de 1563
citada como una de las mayores, y todavía con más ponderación la de 1575, en
la cual admite el Sr. Colmeiro contra la opinión de Cap- many, que se negoció por
valor de 500 á 550 millones de reales de nuestra moneda actual. Pero ya, desde
este año de 1575, empezaron á decaer aquellas ferias famosas y á la par la
villa misma; parte por virtud del establecimiento allí de las alcabalas y el
abuso que hizo del crédito de sus comerciantes Felipe II; parte porque, con el
descubrimiento de las Indias y el aumento de la navegación en nuestros mares,
tenían que dejar de ser, por fuerza, ciertos pueblos del interior los
principales mercados de la Península. Nada más injusto, en tanto, que atribuir,
como el economista francés Blanqui, al sistema prohibitivo, que supone
inventado por Carlos V y continuado inexorablemente por la tiranía de sus
sucesores, la ruina de la poca ó mucha industria que
hubiese en España. Bien al principio del reinado del emperador le pidieron las
Cortes de La Coruña que prohibiera la extracción de España de oro y plata,
labrada y por labrar, so pena de muerte; y en los capítulos definitivos, con
que expusieron sus quejas los Comuneros al mismo monarca, solicitaban igual
prohibición, así como que alterase ya el valor de la moneda para evitar su
extracción, y que no permitiese sacar de estos reinos trigo, ganados ó cueros de Sevilla. En cambio, los propios Comuneros
pretendían con calor la revocación de las licencias concedidas para introducir
paños
extranjeros en España. La verdad es, que por las peticiones de las Cortes
castellanas, desde 1548 hasta 1588, se echa de ver que, contra el deseo general
de ellas, no había hasta entonces verdadero sistema prohibitivo en España en
materia de comercio, sino que, por el contrario, nosotros exportábamos con
abundancia vinos, recibiendo libremente, en cambio, de Flandes ó Francia la mayor parte de las mercaderías de lujo ó difícil fabricación, que empleábamos en el consumo
interior, lo mismo que las que por medio de las flotas enviábamos á las
Indias. Lo que hubo fué, que el aumento mismo del
comercio facilitando la introducción de los géneros extraños muy superiores ya
á los nuestros, impidió la conservación de la escasa industria nacional que
existía, y que no pudo competir con la extranjera por muchas y diversas causas
que es imposible determinar completamente en este libro. Una de las
principales, que era la escasez de población, ni puede menos de atribuirse en
gran parte á la expulsión de los judíos, álas emigraciones constantes de los moriscos, aún antes de su expulsión, y á la
repoblación europea, tan rápidamente llevada á cabo por España sola en
América; debiéndose también contar con la continua salida de hombres activos,
inteligentes y aventureros para Flan- des, Italia, Alemania ó Africa, que aunque no en gran número, según queda
dicho, siempre se llevaban consigo, á no dudarlo, la parte más capaz, vigorosa
y útil de la nación. La industria, en suma, de las aventuras en ambos mundos,
más brillante de seguro y más á propósito para enriquecer á tal ó cuál individuo afortunado que las de las manufacturas,
llegó á ocupar bien pronto y por completo la actividad nacional; y esto solo
basta
ba, aunque no hubiese habido
otras muchas causas eficaces, para que fueran lentamente paralizándose los
telares de Toledo ó Segovia.
Pero no es
posible echar en olvido la parte principalísima que indudablemente tuvo en el
empobrecimiento general del país el inaudito desarreglo económico producido
por la política ambiciosa de Carlos V y Felipe II. Pesaban muchísimo sobre la parte
laboriosa de la nación los tributos, y tanto ó más su
mala distribución, derivada de la mala organización social de la época. Basta
recordar, respecto á lo último, que hallándose dividida, á principios del siglo xvi, la riqueza de la Península en tres partes
iguales, conforme queda expuesto, una de los reyes, otra de los grandes y
caballeros, y otra de los eclesiásticos, hacia el último tercio de aquel mismo
siglo suponían ya los embajadores venecianos que, por el constante
acrecentamiento de las adquisiciones de la Iglesia, se elevaba á la mitad su
parte; y que, aunque el clero pagase de mala voluntad los subsidios de la
Cuarta y la Cruzada y algo también contribuyese el estado noble, lo que es los
servicios y las contribuciones generales estaban solamente á cargo del estado
llano y civil, ó sea del pueblo. Los tributos mismos,
por otro lado, no dejaron de acrecentarse constantemente desde la muerte de
Fernando el Católico en adelante. No bastándole ya á Carlos V los
acostumbrados, ni los almojarifazgos de Indias, estable- •cidos en 1522, ni los maestrazgos incorporados para siempre á la Corona en 1523, ni
las Cruzadas y composiciones de que sacaba grandes sumas, quiso cual se ha
visto en las Cortes de Toledo de 1539, restablecer la Sisa, abolida en los
tiempos de Doña María de Mo
lina, bien que no pudiese
lograrlo por la resistencia de los nobles que estimuló la de las ciudades. Y es
digna de considerarse la pintura desconsoladora que después de tantos esfuerzos
para mejorarla, hizo Cabrera del estado de la hacienda pública al tiempo de
abdicar Carlos V. «Las deudas del emperador», decía, «eran muchas, y
propusieron los ministros su abolición ó que »no se
pagasen; y parecía de mal ejemplo, no tanto ■¡>por la pérdida de los acreedores,
nunca igual á la >ganancia ilícita inmoderada, cuanto de
las viudas, »huérfanos, pueblo menudo, de su compañía y asientos »y por la
abertura para romper la fe de los contratos »justos los pródigos, y tomar
dinero en todas partes y aprecios, con la esperanza de la rescisión. Convenía
»moderar los intereses, como se hizo antiguamente en aRoma y en Venecia, y guardar las obligaciones legíti- »mas
y parar el curso de las usuras, según la ley de aDios que las prohibía, y la Genucia romana, bien admi- »tida y mal guardada. Mas
contravenir luego á la prohibición la necesidad de los príncipes y avaricia de alos tratantes con dinero, en todo tiempo, haría
engaño aá las leyes. Decían no debía pagar las deudas
del pre- adecesor el heredero, por ley del reino; mas
D. Felipe así, porque fué por resignación, con las
cargas que te- anía el que le dió,
viviendo, universalmente sus bienes »y sus deudas. Había sútiles tracistas de crecer con atodas artes los tributos,
inventores de extorsiones, allamados hombres de
prudencia y arbitrio, en vender ^encomiendas, juros, jurisdicciones,
hidalguías, regi- amientos, escribanías, alcaldías,
tierras baldías, oficios, ^dignidades, y con esto la justicia, los premios de
la ^virtud y nobleza, origen de la declinación de algunos
^Estados
antiguamente, abriendo camino á la avaricia, »latrocinios, injusticias,
ignorancia de los tiempos estragados. La venta de los regimientos comenzó en
el reí- »nado de D. Juan II, dando en presa el bien público y ^particular á la
codicia y dinero quizá adquirido con »malas artes, valiendo por esto á los
vulgares, para ser ^mayores en la república, el haber sido peores. Querían
»vender los lugares del episcopado y abadengo; aunque aparecía necesario
revalidar el breve del Sumo Pontífi- >ce, por ser
el que dió al emperador personal. Exten- adíanle algunos alegando se había la concesión
virtual- >mente hecho á la corona defensora de la Iglesia por >el rey D.
Carlos, su natural señor y cabeza; y podía >el sucesor usar del mismo
derecho sin limitación. Pe- adían servicio al Perú y á Méjico, y el obispo de Chia- apa que asistía en la corte, gran defensor de los
indios »é indianos condenaba el vender los repartimientos, »como se proponía
por de grandísimos inconvenientes y acontra la buena
gobernación de aquellas provincias y aconciencia del
rey, sustentando que era mejor tentar apor benevolencia el servicio y aprovechamiento.» Vén- se
aquí indicados ya ciertos errores acerca del crédito y del género de
obligaciones contraída por el Estado con sus acreedores, no del todo olvidados
en nuestros días ni aun por naciones que van á la cabeza de la moderna
cultura, como los Estados Unidos de América; vénse ya
nacer los arbitristas como en todos los tiempos de gran penuria para las
naciones; vése con insistencia propuesto el triste
recurso de vender empleos y dignidades públicas, que antes y después se
empleara en España y otras naciones de Europa, para proporcionar ingresos al
Erario público; vése acudir á todos y á to
das partes
por recursos extremos, hasta á las Indias, que aun se estaban conquistando.
Pues todo
cuanto Cabrera aquí dice sobre las necesidades de la época, lo confirma la
correspondencia en gran parte inédita de Felipe II, que sobre esta materia se
conserva en Simancas. En carta del principe rey
dirigida á su hermana doña Juana desde Bruselas, con fecha 8 de Abril de 1556,
le decía sobre la tregua de Vaucelles con Francia, lo
siguiente: «Considerando el »extremo en que todo está, é para mirar é tratar de
al- »gún remedio, por vía de medios ó negociaciones, é dar »orden en acortar todos los gastos que
se pudiese, ve- »nimos en lo de la tregua como, se os
ha avisado, y »se comienza á entender en estos Estados en ello, y en
>cumplir las deudas porque no nos consuman los intereses tan grandes que
corren; é porque los de allá no »son menores, si no se atajan, tomando algún
término, »porque se gane tiempo en esto, que tanto nos importa, »os ruego
afectuosamente mandéis á los del Consejo »de Hacienda que con el cuidado y
diligencia, como yo »sé que ponen en todo, miren y platiquen desde luego »en
los medios é forma que se podría tener, así por vía »de lo de las Indias como
de arbitrios é industria del »mismo reino, que otras veces se hayan usado, ó de »otros que podría haber. Y cuando estas no bastasen
»para lo que se debe, para lo que faltase, tratar con las »mismas partes que
contentasen con que se les pagase »y consignase en honras, haciendas ó juros; presuponiendo cuanto conviene, por una vía ó por otra, cum- »plir y rematar
con otros cambios é atajar los intere- ' »ses, teniendo juntamente respeto d que el crédito se
^conserve, en cuanto ser pudiese, satisfaciendo á los
^mercaderes
lo mejor que se pueda (1)». Al romper luego dicha tregua los franceses, y
saberse que Su Santidad no quería la paz, fueron, naturalmente, mayores las
dificultades económicas. Pidió el rey un donativo al ■clero y á los principales
personajes de la nobleza, que produjo algo, pero mucho menos de lo que se
esperaba. Estuvo, como era natural, el clero más reacio en aquella ocasión que en otra ninguna,
porque aparte de su ordinaria resistencia á que se empleasen sus rentas en
gastos políticos y militares, la guerra de entonces se dirigía contra el Papa
principalmente. Hubo serias contestaciones con el arzobispo de Toledo, Martínez
Silíceo, que no acabaron sino con su muerte, ocurrida en aquel tiempo; y
también con el famoso D. Fernando de Valdés, aquel implacable inquisidor
general que era al propio tiempo arzobispo de Sevilla, al cual obligaron las
abiertas amenazas de D. Felipe, y aún de D. Carlos V desde Yuste, á hacer al
fin algún préstamo ó donativo, que de todo tuvo
menos de voluntario. Pero no fué esto aún lo más
grave. En 2 de Febrero de 1557 escribió Felipe II á la princesa, que estaba
resuelto á entrar aquel verano en Francia; y como era la primera cosa con que
se hallaba en su reinado, echar el resto; por lo cual le ordenaba que se
apoderase de cuanto hubiese traído la flota de Indias. «Lo que se ha hecho »en
este caso en las tomas pasadas,» decía textualmente, «es que se ha dado juro
en pago de ellas. A los »que han querido ser pagados en las Indias, se les han
»Iibrado allá y se les ha dado el juro en diferentes preicios. Y lo que últimamente se proveyó es que á los
fl) Archivo de
Simancas.—Estado.—Legajo 5 11, folio 1 11.
10
>pasajeros
se les diese el juro á 16.000 el millar al quietar, ó sea al seis y un cuarto por ciento, y que gozaren la renta de ello desde el
día que les suspendiesen »de darles partidas; y que á los mercaderes seles
diese >á 14.000 el millar, -ó bien á siete y un
séptimo por aciento; y que llevasen de intereses á
razón de 14 por »100 al año desde dicho día de la suspensión hasta que
^comenzasen á gozar de la renta del juro. Y los que aquisiesen ser librados en las Indias llevasen el dicho »interés hasta que allá fuesen
pagados, y más cuatro >meses para traerlos, y allende de esto se les diese
el aseguro de la traída, siete ú ocho por ciento. Y pues se ales toma la
hacienda contra su voluntad y reciben tan- ato daño y perjuicio de ello, parece
que el juro de los aparticulares se Ies debería dar al mismo precio que se ales da á los
mercaderes (1).» De conformidad con estos regios acuerdos, se expidió orden
rigurosa en l.° de Febrero de 1557, para que se
entregase á Hernán López del Campo, factor general del rey, todo el oro,
plata y dinero de mercaderes, pasajeros y difuntos, que la flota había traído.
Pudieron los interesados con la complicidad, sin duda, de los ministros
reales, salvar la mayor parte de sus tesoros; y así es que con grandísima
cólera, no ya solo de Felipe II, sino también de Carlos V, se redujo la presa
á 500 mil ducados, en lugar de los millones que se esperaban. Más feliz el
Tesoro público en Septiembre del mismo año de 1557, pudo apoderarse de otra
flota que conducía á España 400.000 ducados para él y un millón para particulares,
indemnizándoles de igual manera que para los precedentemen-
(1) Archivo
de Simancas.—Legajo 514, folio 17.
te
despojados se había dispuesto. Las Cortes de 1558 reclamaron en vano contra
estas inicuas medidas, dictadas por una necesidad que ya se juzgaba única y
suprema, lo mismo que habían protestado con igual ocasión, inútilmente, las
de Valladolid en 1555. Felipe II, en carta fechada en Gante á 12 de Marzo del
propio año, decía á la princesa, de su puño y letra, pidiéndola auxilios, lo
siguiente: «Váme tanto en que el dinero >venga con
grandísima brevedad, y la gente," que no »puedo dejar de encomendárselo á
V. A. muchas veces; >y así le suplico que mande á todos los que entienden
>en esto, que se den grandísima prisa á enviármelo; aporque si no viene muy
pronto, yo prometo á V. A. »que quedaré de manera que no podré alzar la cabe- *za en toda mi vida, ni ir á esos reinos, pues sin >honra
no quiero parecer en ellos (1).» Tan desesperadamente veía ya, pues, las cosas
de España, al comenzar á reinar, Felipe II á causa del mal estado de la
Hacienda, y no por sí solo, sino por lo que le decían los más experimentados
ministros de su padre. El obispo Arras, luego cardenal Granvela,
le escribía, por ejemplo, en Abril de 1557, que veía todas las cosas tan á
cabo <que estaba atónito, pensando en ello». Y de intento nos hemos parado
tanto, extractando documentos, algunos hasta aquí desconocidos, para que se
forme idea clara de cómo dejó Carlos V la Hacienda de España, y con qué
trabajos se mantenía, por lo mismo, en sus mejores tiempos nuestra artificial
grandeza. Todo el reinado de Felipe II fué luego un
puro lamento y una continua penuria. Concíbese que
aún haya espíritus
(1) Archivo
de Simancas.—Legajo 514, folio 2 I,
superficiales
que den poca importancia á las funestas complicaciones, que el desarreglo de la
Hacienda trae á los pueblos, mirando la reputación que mantuvo y dejó una
monarquía, tan aquejada ya de esta enfermedad, como la de Felipe II. Pero esta
clase de padecimientos son los que no se borran nunca del todo de las
naciones. Todavía hoy experimenta dolores España, cuya raíz está en los
descubiertos financieros que tuvimos tres siglos hace. En 1561, después de las
paces con Roma, consiguió Felipe II que le concediese el Papa el subsidio
llamado de galeras, y en 1567 la renta del excusado: todo bastante á despecho
del clero español, que siempre dudaba que hubiese en la Santa Sede facultades,
para disponer así de sus peculiares bienes. Aumentóse la alcabala, por entonces, de 5 á 10 por 100; creóse el impuesto de exportación sobre las lanas, que iban á Flandes ó Italia; el llamado de los diezmos de puertos entre
Castilla y Portugal; la renta de la población de Granada: por último, el
aborrecido servicio de millones en que iba envuelto el restablecimiento de la
Sisa, que no pudo conseguir Carlos V, y fué ya
continuándose en los reinados sucesivos. Pidiéronse,
demás de esto, donativos á toda la nación, con humildes términos, ya que
faltaba ocasión de obtenerlos por fuerza, siendo notables las gestiones para el
de 1596 á 1597, por muchos comparadas á pedir limosna. Pero al exceso
constante de los gastos sobre los ingresos nada basta, mientras no se ataja á
costa de cualquier sacrificio, por rudo que sea; y el que España necesitaba
entonces no era menos que abandonar su posición en el mundo, y la causa
religiosa que á tanta costa sustentaba. Hubo, pues, que -hacer al fin un
arreglo de la deuda en 1575;
ordenándose,
por decreto del Consejo de Hacienda, que los convenios celebrados para adquirir
fondos desde 1560 hasta aquella fecha, se reformarían y «bajan- »do los
intereses, se fenecerían las cuentas, y conforme. ■»á ellas se libraría la paga en vasallos y
cosas, á aprecios tales que el rey saliese de deudas y agravio.» Cabrera, de quien son
estas palabras, añade, que este decreto alborotó en Génova y Flandes á los
hombres de negocios, qüe habían prestado dinero á
España; y no les faltaba razón para ello, puesto que se les obligaba á cambiar
sus valores fiduciarios con otros territoriales, á los precios que tuviera por
conveniente fijar el fisco. Dedúcese del capítulo xxvi, libro xn, del propio
Cabrera que la necesidad de acudir de nuevo al crédito hizo, cual suele
suceder, imposible la ejecución de las más injustas de aquellas disposiciones;
«volviendo» dice «arrepentido el rey á sus contratos ó asientos con los »extranjeros, y tomando ya medio general acerca del »decreto:
de manera que fué él ó el
Estado como »siempre, el decretado y damnificado, y los hacendistas
»satisfechos mañosa y costosamente.» La transformación de valores se llevó á
cabo, no obstante, dándose á los acreedores, en cambio de los pagarés que
poseían, lo que, por concesión del Papa, produjo la venta de bienes
eclesiásticos del arzobispado de Toledo, y juros de la real Hacienda. Menos
ejecución tuvo el proyecto, ya concebido por Felipe II, de pedir á los señores,
títulos y grandes «que dieran razón de la posesión de sus »mayorazgos y
bienes,» proponiéndose incorporar al Estado todos los que sin títulos formales
disfrutasen; porque fué, como era natural, tan vivo
el descontento que produjo, que apenas pasó de intento. Justo es aña
dir á lo dicho que, si Felipe
II gastaba mucho en sus desmesuradas empresas políticas, y no poco en fábricas
piadosas como la del Escorial, jamás ha habido monarca que en su persona
gastase menos, reduciendo á diez mil ducados al mes, con extraordinario y todo,
el presupuesto de su casa. No podía ocultarse á un hombre de tan altas dotes
de gobierno lo que importaba á la nación el buen régimen de la Hacienda
pública; y es de ver la amargura con que habló siempre", en su
correspondencia, del mal estado en que la tenía. Tiempo hace, por ejemplo, que
corre impresa una carta suya al secretario Garnica, en la cual se lamenta de la
disconformidad de consejos, pareceres y sistemas que para mejorar la Hacienda
se le proponían de todas partes, sin que para nada aprovechase alguno de ellos:
como que en realidad lo único que aprovechar podía era gastar menos. «Mirad» le
decía entre otras cosas, «lo >que con razón lo sentiré, viéndome en cuarenta
y ocho »años de edad, y con el príncipe de tres, dejándole la »Hacienda tan sin
orden como hasta aquí; y demás de »esto qué vejez tendré, pues parece que ya la
comienzo, »si paso de aquí adelante con no ver un día con lo que »tengo de
vivir otro, ni saber con qué se ha de sustentar lo que tanto es menester: ni
sé como vivo con la »pena que me da, por las causas que aquí he dicho, y »por
otras que hay para tenerla.» No con menor sentimiento sabían todo esto las Cortes
de Castilla, que principalmente llevaba sobre sí las cargas públicas, puesto
que, aparte de las provincias aún hoy exentas, la Corona de Aragón contribuía
entonces con muy escasos subsidios. En la proposición real, ó discurso de la Corona, de 1563, díjoles ya á aquellas Felipe II que las
rentas
ordinarias estaban casi del todo vendidas y empeñadas; y en el de las de 1566
que el patrimonio real estaba casi del todo exhausto y consumido: no cesando de
hablar de igual manera en cuantas se celebraron hasta su muerte. Designados,
entre tanto, los procuradores por la temeridad de la suerte, como advirtió
Mariana, fácilmente se corrompían con la esperanza á las dádivas; constando
auténticamente además, por la correspondencia de Simancas, que, no bien acabadas,
remitía cada uno su memorial al rey, de los cuales se formaba una relación,
anotada por los ministros reales, en que se designaban los que debían ó no ser complacidos, según que se hubiesen ó no prestado á dar ciegamente sus votos á la proposición
real, imponiendo á sus comitentes nuevas cargas. Injusto fuera callar aquí que
este sistema de favorecer en sus empeños á los diputados que votan los
proyectos de los gobiernos, y, no á los que no, está lejos de ser peculiar de
Felipe II ni de aquel tiempo, puesto que se le ha visto usar, con semejante
motivo, por todos y en todas partes. Fuerza es añadir, de otro lado, que ni aún
por eso dejaron de condenar con frecuencia aquellas Cortes el desarreglo
económico del rey, así como la perjudicial política que lo ocasionaba. Las de
1566 le manifestaron ya que tenían mucho sentimiento en ver «que las fuer- izas
del reino no podían corresponder á la necesidad, >obligación, voluntad y
deseo, que tenían en servirlo:» las de 1570 á 71, reunidas primero en Córdoba,
y en Madrid luego, pusieron graves dificultades á votar el servicio que les
pedía; y en las de 1573 á 1574, tuvo que dar licencia á los procuradores para
ir á consultar con los ayuntamientos de las ciudades que representa
ban, su
propuesta sobre el desempeño de la Hacienda,, no considerándose ellos con
poderes bastantes para votarla: por lo cual se prorrogaron hasta 1575. No se
cansaba Felipe II de acudir á las Cortes, porque, en medio de que los
escritores políticos de su época llegaban ya á sostener que no había verdadera
propiedad individual, y que toda la del reino pertenecía esencialmente al
monarca, así como que la corona podía imponer los tributos necesarios, sin
contar con los procuradores, jamás él ó sus teólogos
familiares admitieron semejante doctrina; y no llegó por eso mismo á concebir
tampoco el propósito de concluir con aquellas resistencias á mano airada. Las
Cortes, por su parte, acababan por ceder siempre, bien que no sin dolorosas
protestas: diciendo entre otras las de 1579, que faltaba ya hasta la esperanza
del remedio, <por estar gastados los ^caudales de los tratantes, y del todo
descompuesto y ^desbaratado el universal y particular comercio; y tan
^adelgazadas las granjerias de la tierra; y muy subidos
>los precios de las cosas; y muy agotada la moneda.* Llegaron las cosas á
punto que, para lograr que las de 1588 consintiesen en las propuestas reales, fué preciso recurrir á los prelados, á fin de que
persuadieran á los cabildos municipales á que otorgaran á sus procuradores los ámplios poderes indispensables. Por último: las Cortes de
1592 declararon que no había, ni podía haber duda, en que el reino estaba
consumido y acabado del todo. Nada tiene, pues, de extraño, que en tiempos que
inspiraban estas lastimeras frases, no solo destruyesen los tributos y el
desorden de la Hacienda del Estado la riqueza pública, sino que decayera
realmente tanto la población, como atrás queda expuesto;
bajando, en
breve plazo, de diez á ocho millones de almas. Fácil también ya era, según
dijo D. Alejandro Llórente poco hace en un notable
discurso, «divisar »desde aquellas cumbres sombríos horizontes y no leja- >janos abismos.» Y no podrá ya tacharse de exagerado
tampoco, aunque sea caluroso, como de persona agraviada, el resumen que por
estas y otras causas, hizo del estado general, en que dejó á España Felipe II,
el ilustre comentador de Tácito, Alamos Barrientos,
con las siguientes palabras, ya en otra ocasión dadas á luz por el autor del
presente trabajo: «Por las continuas enfermedades de aquel rey» decía, «ó por nuestros >pecados, ó por
los secretos juicios de Dios, no ha sido >suficiente todo para que no se
halle V. M. á la Iglesia >más cercada que nunca estuvo de herejes y enemigos
>que la persiguen. Los reinos, no sólo no son seguros, >sino indefensos,
infestados, invadidos; todo el mar >Océano y Mediterráneo, casi enseñoreado
de los ene- >migos; la nación española rendida y
amilanada, de descontenta y desfavorecida, siendo la que siempre se >tuvo
por invencible, por ser con la que se han sujetado todas las otras, y ganado
los reinos que se han >juntado con esta corona; la justicia postrada y
perdida; el patrimonio real consumido; la reputación y crédito acabado,
juntamente con las grandes cabezas del >Estado, guerra y paz, de que han
abundado estos reinos, y han sido tan temidos por esto como por todo su
>poder. De lo cual lo que ha resultado es: que halla >Vuestra Majestad
universal desconsuelo y descontento en los grandes, medianos y menores, juntamente
>con la desconfianza y otros semejantes efectos, que necesariamente resultan
de ser este el verdadero esta-
»do en que
queda, y está todo.» Inútil sería añadir una palabra, después de las de este
político contemporáneo: uno de los mayores de su época, y que no hablaba así á
cualquiera, sino al propio hijo de Felipe II.
Respecto al
estado intelectual de España, á su fin político y religioso, y al sistema de
represión comenzado, cual hemos dicho, hacia esta época, para afirmar ó mantener la unidad de creencias religiosas, preciso
también será decir algo más de lo que incidentalmente queda expuesto, por la
especial importancia de la materia. Siendo Felipe II el principal
representante de aquel sistema, en ningún otro de los reinados de la casa de
Austria podría ser el punto más oportunamente tratado. Es indudable, ante todo,
que, así como reinando Felipe II cobró la represión religiosa mucho mayores
proporciones que hasta allí hubiese conocido España, á pesar de venir de muy
de lejos en ella la intolerancia, también llegaron, cual ya se ha dicho, en
aquel tiempo, la lengua y la literatura española al más alto grado de su
esplendor. Conviene explicar al paso esta contradicción aparente, esclareciendo
hasta donde sea posible hechos, que con razón deben contarse por los de más
transcendencia de nuestra historia. Queda ya expuesto que el principal
instrumento de la represión, por medio de la cual se logró mantener la unidad
religiosa fué, y nadie lo ignora, la Inquisición
española. Derivados los tribunales especiales de la fe, distintos de los de
los obispos ordinarios, del célebre Concilio de Tolosa de 1229, y encargados
bien pronto á los frailes dominicos, que se distinguían ya por su celo contra
los herejes, fundáronse en Alemania, en Italia y
Aragón, antes que en Castilla. Poco habían dado que decir de si tales
tribunales, no
habiendo
intervenido aún en esta última, en ninguna gran causa colectiva ó social, cuando, estimulados por los clamores de la mayor
parte de sus súbditos, que aborrecían á los judíos, y temían su influjo
creciente, solicitaron los Reyes Católicos bula del Papa para la creación de un
tribunal especial de Inquisición, nombrado por la Corona; que atendiese á la
conservación y defensa del cristianismo en sus Estados. Obtúvose y comenzó á proceder en Sevilla hacia 1481, según parece, contra los que,
aparentando que eran cristianos, practicaban la doctrina judaica, esta nueva
Inquisición, ó Inquisición española: distinta de la
eclesiástica, hasta allí conocida, tanto por su origen real, como por sus
fines, que fueron siempre no menos sociales ó políticos, que religiosos. Hízose este tribunal más especial por los
antecedentes motivos, que no por sus procedimientos ó su rigor, que fueron, á poco más ó menos, los
ordinarios del siglo en que se fundara y del siguiente. Como instrumento de
unidad religiosa fué primero empleado contra los
cristianos judaizantes, luego contra los judíos declarados y residentes á pesar
de la expulsión, y algo también después contra los mahometanos ó moriscos: aunque estos, recordándose sin duda las
capitulaciones, mediante las cuales sucumbieron, fuesen tratados siempre con
bastante indulgencia. Ni dejó de entender la Inquisición también en casos de
mera herejía, ó sospecha de tal, durante los
reinados que precedieron al de Felipe II; y aún los Reyes Católicos dieron ya
sobre los libros impresos una pragmática, bastante represiva, para impedir que
por causa de ellos penetrasen en España ciertas doctrinas extrañas. Mas nada de
esto ni de lo que se vió en tiempo de Felipe el
Hermoso ó Carlos V,
puede
compararse con lo acontecido desde 1557 en adelante. Célebres son las
ordenanzas de Madrid de 12 de Septiembre de 1561, por las cuales se rigieron
principalmente los tribunales del Santo Oficio en sus procedimientos contra
las personas; pero más digna de celebridad es todavía la pragmática contra los
libros de 1558, ya citada en este libro, y que tanta parte tuvo, á no dudarlo,
en la decadencia intelectual de España. Desde este tiempo hacia adelante, fué ya la Inquisición un tribunal más político que
religioso, formado y ardientemente protegido por la Corona, que cuidaba con
mucho empeño de que se le conservase su carácter regio y nacional, y no fueran
sus procesos en apelación á Roma. Hacíasele entender
en negocios puramente de Estado por la confianza especial que inspiraba,
tomando motivo para ello del enlace constante que á la sazón tenían las
cuestiones religiosas y políticas; y por su medio se procuraba asimismo
impedir que la discordia, que ^on pretextos
religiosos, tanto había dado que hacer á Carlos V en Alemania, ó á Felipe II en Flandes, se comunicara á España. Que esta
última fuese muy principal razón, aunque no seguramente la única, de la
crueldad con que el poder civil, aún más que el religioso, se opuso á la
introducción del protestantismo en la Península, lo manifiesta una carta de
Carlos V á la princesa gobernadora Doña Juana, desde Yuste, en la cual le
dijo: «que >él había visto, por experiencia, en Alemania y Flan- »des, que
no podía haber prosperidad ni reposo, donde >no había unidad de doctrina;»
de donde tomaba pie para encargarla que acabase á toda costa con los herejes.
Y este fué siempre, en lo sucesivo, el principio
capital de la política interior de España. «Puede decirse,»
escribía,
pues, con acierto el embajador veneciano Agustín Nani, <que el jefe de la
Inquisición es aquí el »rey, que nombra á los inquisidores y sus ministros, y
>los emplea en enfrenar á sus súbditos, castigándolos »con el secreto, y la
severidad con que en aquel tribu- »nal se procede,
cuando no basta la autoridad ordinaria »secular, aunque suprema, del Consejo
real; por maneara que la Inquisición, y el Consejo se dan la mano, y
recíprocamente se ayudan para servir al rey en las »materias de Estado.» Lo
exacto de este juicio, plenísi- mamente confirmado está en el caso de Antonio Pérez. Tocante á los libros, tenemos
además á la vista varios documentos inéditos de Simancas, por donde se prueba
que la idea de prohibir y castigar su introducción cruelmente, antes partió,
que del Santo Oficio, de Felipe II. En 4 de Marzo de 1558 mandó este príncipe á
los inquisidores, desde Flandes, que vigilasen mucho la introducción de los
libros heréticos, reprimiendo con severidad cualquier abuso que en esto se
observase; y con fecha 12 de Mayo, le respondió el Consejo de la general
Inquisición, que <en el recoger los libros prohibidos »y que no se trajesen
á estos reinos otros sospechosos »y heréticos, se había tenido y tenía el
cuidado que >Su Majestad mandaba, y se había escrito á los inquisidores que
cada uno en su distrito hiciese publicar >editos con grandes censuras para que nadie los tuvie- >ra, ni ningún confesor pudiese absorver á las persogas que los tuvieran y no los diesen; por ser tanta la
>desvergüenza y osadía de los herejes que no bastaba »el cuidado, según
mostraban los muchos libros de esta >clase que cada día parecían:»
proponiéndose, en suma, «hacer todo lo posible por evitarlo y castigar con todo
»rigorá los delincuentes.» No contento el monarca con tal
recomendación, escribió otra carta, á 5 de Junio del propio año, al Consejo de
la Inquisición añadiendo, que por lo que importaba atajar y remediar la
invasión del luteranismo en España, con mucho fundamento y brevedad escribía á
la serenísima princesa, su hermana, gobernadora del reino, que les encargase
«tener las ma- »nos en ello y hacer lo que solían y
de ellos confiaba >para extirparlo, de manera que no pasase adelante,
»avisándole, particularmente de lo que se hiciere en lo »de los frailes que huyeron
de Sevilla»; los cuales eran doce jerónimos de San Isidro del Campo, fugitivos
para evitar la persecución que tenían por sus doctrinas protestantes.
Secundando y no más la Inquisición el celo del rey, contestó á esta carta en 26
de Octubre de 1558, y decía, que con consulta de la serenísima princesa, ya «se
habían nombrado inquisidores y comisarios, que remidiesen en las fronteras y
puertos, donde aportaban »los libros sospechosos, para que se remediase el daño
»que de traerlos resultaba.» Añadía después que, en lo tocante á los presos,
«se entendía con todo cuidado para y>que S. M. fuera servido, y su real y
santa intención »se ejecutara, habiendo ya mandado escribir la princesa
»gobernadora á todos los prelados, grandes y justicias »y otras personas del
reino, para que tuviesen gran cqi- »dado, así en lo
de los libros como en lo demás, y de »todo diesen aviso á los inquisidores.» La
represión del luteranismo no era, á todo esto, como decía la misma
Inquisición, ya muy fácil; porque algunos de los más doctos eclesiásticos que
siguieron al emperador á Alemania, desde 1546 á 1552, lejos de convencer con
sus predicaciones á los protestantes, habían sido impul
sados por su
ejemplo, ó por las exigencias de la controversia
misma, á examinar detenidamente los textos sagrados; y de este examen lengüístico y dogmático quedaron bastantes de ellos, no
menos llenos de error que sus contradictores. Constantino Ponce de la Fuente y
Agustín Cazalla, dos de los primeros teólogos de Carlos V, se inficionaron por
tal manera en las doctrinas protestantes, que otros hombres de mérito, como
Juan de Valdés, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, siguieron su ejemplo,
que no tardó en imitar mucha gente y aún frailes y personas nobles. Eran, como
se ve, bastante importantes y numerosos los autores ó cómplices de la herejía, para haber burlado al rey y á la Inquisición, por
mucho tiempo, de no apelarse, cual se apeló, á medidas extremas. La pragmática
contra los libros, de 7 de Diciembre de 1558, ya más de una vez citada, lo fué tanto, que prohibió á los libreros y á toda clase de
personas, bajo pena de muerte, y perdimiento de todos sus bienes, tener,
vender, introducir, ni traer del extranjero ningún libro, ni obra impresa, ni
por imprimir, de las vedadas por el Santo Oficio; sometiendo además, á la
aprobación y licencia del Consejo real, cuantos libros hubieran de publicarse
en España. Y no bastando todavía esto, en 21 de Agosto de 1572 se mandaron
visitar en un mismo día y hora por toda España, cuantas librerías hubiese,
sellándolas, apoderándose de todos los libros, y reconociendo los que
estuvieran prohibidos, para aplicar de una vez aquella rigorosa pragmática á
cuantas personas hubiesen contravenido á sus disposiciones. Ni hay que
maravillarse mucho de esas órdenes draconianas, cuando sabemos que Francisco I
llegó á decretar en Francia, á 12 de Enero
de 1535, la
abolición del arte de la imprenta; y que en Inglaterra ó Alemania, la publicación de libros contrarios al monarca ó á la religión reinantes, solían ser á la sazón perseguidos, tanto ó más que en España, bien que no tan constante y
sistemáticamente, gracias á la organización sólida y hábil del Santo Oficio.
Pero si aquí realizaron Carlos V ó Felipe II la
persecución de los herejes y la organización de tribunales á propósito para
exterminarlos, con mayor calor que otros monarcas, fué porque, aparte de las consideraciones políticas y de utilidad inmediata, que
quedan expuestas, había que contar con el sincero fanatismo religioso de ambos
y con su decidido empeño de acabar con el protestantismo en todo el mundo,
para lo cual era lo primero no dejarle echar raices en la Península. Ni es posible dudar tampoco, que este sistema
político-religioso de que la Inquisición fué instrumento, contase en su apoyo con la opinón general del pueblo español, de todo punto favorable á la intolerancia religiosa
en aquel siglo y el siguiente. Hombres eminentes no vacilaban en prestar su
elocuencia á los autos de fe, como Melchor Cano hizo en el de Valladolid contra
Cazalla y sus secuaces. La corte de Roma, bastante favorable á la Inquisición
en tiempo de Paulo IV, parecía ya tibia con respecto á ella, en los días de su
sucesor, el célebre jurista y diplomático Francisco de Vargas, no obstante ser
él tan poco respetuoso con la Santa Sede, así como á los más realistas de los
Ministros de la época. Fué, á no dudarlo, aprobada
por el intolerante y feroz fanatismo de la multitud, nunca amiga de la
templanza, antes aficionada siempre á los extremos de rigor, en cualquier
sentido en que se ejerza, la presencia de Felipe II, en
el auto de 8
de Octubre 1559 en Valladolid; y admirado su piadoso juramento de prestar su
espada á la Inquisición para que defendiese la fe. Y no honraron por eso
mismo, únicamente, Felipe II ó sus sucesores
aquellos juicios terribles, sino que, desde el principio, los grandes y
títulos y la generalidad de los españoles los tomaron á fiesta, engalanándose
bien pronto, cuantos pudieron, con el título de familiares del Santo Oficio.
Algo haría fingir el temor, no lo dudamos; pero la España de entonces ha
dejado en la lengua señales indelebles del íntimo espíritu que la animara,
dando á la palabra hereje la acepción de mal intencionado y perverso, y
haciendo equivalente la frase cara de hereje, de cara fea ó propia de hombre desalmado. Debiéronse hacer á la par
tan sospechosos los sabios al vulgo, que llegó á ser frase corriente, y
aplicable á cualquier hombre estudioso la de está en peligro de ser luterano.
No entró nunca seguramente en el ánimo de Felipe II perseguir el saber, ni
reducir á la ignorancia á sus súbditos: bastara la protección eficacísima que
dispensó á Arias de Montano, en la publicación de su Biblia políglota, para
demostrar que, aun siendo los estudios escriturarios y lingüísticos los más peligrosos
entonces, juzgábalos buenos é indispensables. El mal
esencialmente estaba en el sistema de protección y represión por él tan
enérgicamente adoptado. No quería más, sin duda alguna, que mantener la unidad
de doctrina en la ciencia de las ciencias, que es la de Dios; no defendía
aquella doctrina, en su unidad, sino porque con toda sinceridad la tenía como
única cierta: no pretendía otra cosa, con sus inquisidores, que amparar el
saber verdadero, y castigar el falso; pero en este dis-
11
cernimiento, para todo gobierno y
todo tribunal imposible, lo que aconteció á la larga fué,
que toda especie de saber sucumbió.
Los frutos,
sin embargo, del sistema no se recogieron todos inmediatamente. A pesar de los
bien conocidos contratiempos de Fray Luis de León y otros, la lengua castellana
y la literatura, propiamente dicha, alcanzaron su siglo de oro, cual se ha
dicho con repetición, en el reinado de Felipe II, así como en los primeros años
del siguiente, prolongándose, según veremos luego, hasta más de la mitad del de
su nieto, el esplendor déla poesía dramática. El
adelanto natural, y hasta allí no interrumpido de la lengua, de una parte; de
otra los continuos viajes, y la gran comunicación en que estuvieron los
españoles con las escuelas y los grandes hombres de toda Europa, durante los
reinados de Carlos V y Felipe II, deben contarse como causas principales del
gran progreso literario de que hablamos, y de que, á pesar de las trabas
interiores, puestas ya á los buenos estudios, no se sintiera con rapidez la
decadencia. De advertir es también que, en ciertos géneros literarios, la
Inquisición se limitó, por lo común, á expurgar de obscenidades ó irreverencias los libros, como hizo con la Propaladla de
Torres Naharro; procediendo hasta en esto mismo con
mucha más parsimonia y descuido, que en la persecución de doctrinas y
proposiciones heréticas, ó que tenía por peligrosas.
Por eso mismo, la crítica y las ciencias naturales, que indispensablemente
necesitan de alguna libertad para el examen, fueron las solas que quedaron aquí
ahogadas en su cuna, sin poder aprovechar el movimiento general de progreso
iniciado en ellas por aquel tiempo. Florecieron extraor
dinariamente, en cambio, las ciencias
morales en los días de Felipe II, la teología, lo mismo que la jurisprudencia,
y que la política, bien que informadas todas por la filosofía escolástica. Y es
grande, ciertamente, la gloria que deben dar á España los escritores de estas
materias, por más que no basten á compensarla, de lo que en otras, primero, y
luego en estas mismas perdiera, con la perseverante y nimia intolerancia que
paulatinamente fué desarrollando el Santo Oficio.
Pero es
sobre todo notable y digna de atención la importancia que llegó á alcanzar por
entonces el derecho público, en lo tocante al origen de las sociedades
humanas, al principio y formación del poder público, á los derechos y deberes
de los gobiernos para con los gobernados, á la índole y distinción de las dos
grandes potestades de la época, la regia y la pontificia. Tenía aquella
sociedad española un doble ideal social: la unidad del poder y la unidad de la
doctrina religiosa. La alianza ó la discordia de
estos dos ideales, y las relaciones continuas de las potestades que los
representaban, obligaba, como nunca, á estudiarlos. Y así se vió que descaecían rápidamente las grandes instituciones
históricas de la Edad Media, que, como las Cortes y los Concejos, las clases y
los fueros, ó los Concilios nacionales y los
Cabildos, representaban la instintiva necesidad de los individuos, de limitar
de algún modo los poderes supremos, fatalmente inclinados á la absorción, sea
cualquiera la forma en que estén organizados; y en los propios momentos se
desenvolvía activamente una escuela político-religiosa, libre y profunda,
aunque fundada en un estudio incompleto del individuo y de la sociedad. Para
comprender bien el espíritu de estos
tiempos, hay
precisamente que advertir que de tal escuela se derivaron dos teorías
fundamentales: la una, apoyada en las pasadas sumisiones del imperio de
Occidente, que sujetaba los monarcas temporales á la suprema dirección política
del jefe de la Iglesia católica; la otra, derivada de. las primitivas tradiciones,
que pretendía que los soberanos católicos, y sobre todo los emperadores de
Alemania, debían ejercer, á la par con los Pontífices, el gobierno externo de
la Iglesia, como sus naturales protectores. Lo mismo los príncipes católicos
que los protestantes, sostenían, en virtud de esta última teoría, que su
potestad era de derecho divino, ni más ni menos que la que ejercía la Iglesia,
y que ni en lo divino ni en lo humano podían desobedecerlos sus súbditos, para
quienes su voluntad, conforme ordenaban las antiguas leyes romanas, debía ser
ley. Hefele, escritor alemán, en su libro acerca del
cardenal Cisne- ros, refiere, por ejemplo, que, después de haber abandonado la
religión católica los habitantes del Palatina- do, pasaron, en 1563, del
luteranismo al calvinismo, por un decreto del elector Federico III; y
habiéndose convertido el sucesor de éste, Luis, al luteranismo de nuevo en
1576, obligó por la fuerza á sus súbditos á abjurar el calvinismo, que les
había impuesto su padre. No eran pasados apenas siete años, cuando el tutor de
Federico IV, Juan Casimiro, impuso de nuevo el calvinismo al Electorado. La
misma paz religiosa, de 1555, celebrada en tiempo de Carlos V, dejó á los
príncipes alemanes el derecho de dar á escoger á sus súbditos entre abrazar
las creencias religiosas que ellos para sí adoptasen, ó emigrar, no sin satisfacer antes al Tesoro soberano buenas multas. Esto pasaba
aún en Alemania
durante el
reinado de Felipe II; y lo que ya había acontecido en Inglaterra, reinando
Enrique VIII, ó aconteció, en contrapuestos
sentidos, bajo el cetro de María ó de Isabel, no hay
que recordarlo, por sobrado sabido. Ni la conducta de España con los judíos y
los moriscos estuvo guiada por otro que por este mismo principio; el cual, sin
embargo, castigaba la Inquisición, y condenaban los doctores católicos, en sí
mismo y en absoluto, á fin de que no pudiera, con razón, aplicarse á los
verdaderos fieles. Pero en el ínterin, la conquista de Navarra,, hecha durante
la niñez de Carlos V, se justificaba únicamente con una bula del Papa, de una
parte; y de otra, el alto derecho de protección de que se juzgaban investidos
los emperadores de Alemania, y aun los reyes, daba aliento á Carlos V para
asistir como juez á la famosa disputa teológica de Worms,
exigir • imperiosamente la celebración del Concilio de Trento, y publicar uno y
otro Interim de conciliación, entre el Catolicismo y
la Reforma. Marchaban así de frente y en contradicción las dos teorías
expuestas: la de la superioridad temporal del Papa sobre los soberanos y la de
la participación de éstos, por derecho propio, en el gobierno de la Iglesia.
Felipe II, por ejemplo, que juzgaba con potestad al Papa para quitarle el
reino á Isabel de Inglaterra, por herética, asimismo se creía en el deber de
tomar eficacísima parte en las declaraciones dogmáticas de Trento. Y todos los
monarcas de aquella dinastía se creyeron igualmente obligados á intervenir en
la elección de los Papas, pensando que á ellos también les tocaba procurar, por
todo género de influencias, y hasta por dádivas, con tal que no pactasen
obligación expresa de votar, que ocuparan la silla
de San Pedro
personas determinadas. No puede, ciertamente, negarse que en todo ésto, además del interés espiritual, tratasen á las veces
los reyes de favorecer sus conveniencias políticas, ni que, en especial los de
España, dejaran de tener muy en cuenta, en todo lo de Roma, las de los grandes
Estados que poseían en Italia. En todos los sistemas políticos, y por
sinceramente que los profesen los hombres, se abre paso el interés personal con
frecuencia, y aun en ocasiones, sin advertirlo, aquellos mismos que confunden
su provecho con los principios que sustentan. Lo que no puede dudarse es que
Felipe 11 fuese sinceramente católico y hasta fanático católico; y, con todo
eso, es indudable que no creía faltar á los deberes de tal, constituyéndose en
una especie de curador oficioso y constante de la Iglesia, desobedeciendo
cuantas bulas y breves del Papa contrariaban sus miras, cuai se ha visto, y hasta ordenando una vez á todos sus súbditos católicos, con más ó menos motivo, que no es del caso apreciar ahora, salir
de Roma, ciudad común, y capital constante de los católicos, ó que sólo cuando gratis les concediesen en Roma gracias
espirituales, recibiesen las que únicamente puede otorgar el vicario de Cristo.
Tan sólo la confusión del derecho temporal y espiritual, que acabamos de
explicar, hacía prácticas contradicciones semejantes. Los doctores españoles
juristas y teólogos, desde Palacios Rubios en adelante, examinaron hondamente
las gravísimas cuestiones de principio que ofrecía la conjunción, en una época
dada, de aquellos dos distintos ideales: el monárquico ó civil, y el pontificio ó eclesiástico, procurando
determinar los límites de ambas potestades, y concertar las opuestas teorías
que
mantenían
entre ellas perenne la discordia. Hiriéronlo, en
verdad, desde puntos de vista muy diferentes, como que al antecitado autor le fué encomendada la justificación de la conquista de
Navarra, hecha mediante una bula de exoneración expedida’por el Papa; mientras que á Melchor Cano, por ejemplo, lo que se le sometió fué la cuestión de saber hasta qué punto el rey temporal
podía corregir los desmanes de los Pontífices con las armas. Difícil era sobre
tales y tan opuestos precedentes fundar una verdadera y única doctrina; pero
al cabo, durante el Siglo de Oro de nuestra literatura, predominó en España la
de la escuela político-religiosa ya mencionada, cuyos principales
representantes fueron ciertamente el sabio Francisco Vitoria, maestro de
Melchor Cano, el insigne dominico Domingo de Soto y el jesuíta Francisco Suárez, llamado el doctor eximio. Todos estos autores sostuvieron la
recíproca y armónica independencia de las dos potestades, espiritual y temporal;
el origen divino del pontificado en la institución y en la persona; el origen
también divino y providencial de las sociedades humanas, y el de la primaria
constitución del poder; mas no el de las dinastías ó los reyes, reconociendo, á la par de esto último, la libertad natural de los
hombres, no sólo para seguir la religión verdadera, sino para escoger la forma
de gobierno por que han de regirse, y las personas que deben dirigirlos. Y
excitados por el calor de la controversia, ó por la
tiranía de los protestantes contra la conciencia de los católicos, los jesuítas, nacidos de lo más íntimo del espíritu español de
entonces, y á pesar de la viva oposición que hallaron, muy influyentes ya,
desde Felipe II en adelante, no solamente comenzaron á enseñar el
principio de
la soberanía nacional, sino aun la teoría de la insurrección legítima, llegando
hasta á excusar el regicidio en ciertos casos. Surgió así un liberalismo
exagerado, y á deshora de la lucha misma de la potestad regia y pontificia, y
del doble ideal de la época. Mas no puede negarse que fuese aquélla, con sus
más ó menos claras inconsecuencias, sus exageraciones
y todo, una grande escuela científica. Ella echó con Alfonso de Castro los
cimientos de la ciencia del derecho penal, y la del derecho de gentes con
Francisco Vitoria y Baltasar de Ayala. Ella dió de sí
innumerables tratados de derecho político, entre los cuales se cuentan muchos
dignísimos de estima aún hoy en día, conforme ha demostrado en otra ocasión el
autor de este trabajo. Ella será, cuando profundamente llegue á estudiarse y
conocerse del todo, el timbre mayor quizá del reinado de Felipe II, y uno de
los mejores, si no el más celebrado fruto, del talento español hasta ahora. La
circunstancia de escribirse los más profundos de estos libros en latín
comúnmente, el género de personas que los escribían y los propósitos
inmediatos á que los dedicaban, hicieron que dejase la Inquisición suelta la
rienda al atrevido espíritu filosófico de los autores, por mucho espacio de tiempo
más que al de los que componían las obras en romance, y al alcance, por
consiguiente, de la multitud, ó al de los que tomaban
por norte asuntos menos protegidos de uno ú otro de los grandes intereses
dominantes en la época. Tal era en tanto el liberalismo doctrinal de la de
Felipe 1! todavía, que la Inquisición no permitió una vez, según refiere
Antonio Pérez, antes bien, castigó como escandalosa, la proposición de que los
reyes eran due
ños absolutos de las vidas y
haciendas de sus vasallos. Ni un solo autor creía, por otra parte, en España,
donde tan violentamente estaba estableciéndose la unidad de doctrina, que el
rey tuviera jurisdicción sobre la conciencia. Y es que la lógica impera rara
vez por completo entre los hombres. La Inquisición misma, que por su parte la
tenía inexorable, no podía realizar, ni quizá concebir toda su obra de un
golpe. Mucho más claramente que en el siglo xvi sería, pues, en el xvn, cuando se tocaran las
consecuencias todas del riguroso sistema de prolección,
iniciado por Carlos V y Felipe II en España. Hasta entonces no sólo en las
buenas letras, sino en las ciencias morales, y en especial en la Teología, como
tan altamente demostraron nuestros es- * critores de
la grande época del Concilio de Trento, resplandeció el talento español con
brillo inmortal. Pero si la forma de gobierno, la política exterior, el estado
del ejército, de la marina, de la propiedad, de la industria, del comercio, de
la Hacienda pública, todo lo demás que hasta aquí hemos expuesto, en fin, daban
ya á entender bastantemente la no lejana ruina del poder y la grandeza
española, nada contribuyó tanto, sin embargo, á extremar nuestra decadencia y
hacerla duradera, como la final dirección tomada desde el siglo xvi hacia adelante, por el espíritu nacional, y
someramente señalada en los precedentes párrafos. Por sí mismo resultará esto
demostrado en lo que sigue.
NO ES LA
PRIMERA VEZ que escribe el autor de este bosquejo acerca de los tres últimos
reinados de la casa de Austria. Al tocar de nuevo el asunto, quince años
después de dada
Nació Felipe
III en Madrid, á 14 de Abril de 1578, de la cuarta mujer de Felipe II, doña Ana
de Austria. Su educación dejó mucho que desear, porque, según decía ya en 1598
Agustín Nani, túvole siempre su padre singularmente
sujeto, por manera que se hizo humilde y obedientísimo.
«Tiene», le decían por lo mismo á su padre sus maestros y servidores, «todas
las partes de »príncipe cristiano: es muy religioso, devoto y honesto; vicio
ninguno no se sabe»; pero ninguna otra cosa acertaban á alabarle en su adolescencia.
Acaso el ejemplo de Carlos, aumentando en Felipe II los recelos propios de su
carácter, le movieron á dar al nuevo príncipe educación semejante. Quiso, sin
embargo, que antes de morir él comenzara á tomar parte en las deliberaciones y
prácticas políticas, para irle instruyendo en ellas; y hasta mandó que
presidiese dos veces por semana una especie de Junta de Estado, para que oyera
lo que se trataba y se lo relatase luego. Pero no parece que el príncipe, ó bien por los defectos de su primera educación, ó bien por su naturaleza negligente, prestara atención á
esto ni hiciese esperar nunca notables progresos á su padre, puesto que se
lamentaba éste ya de la incapacidad de su hijo con el archiduque Alberto, su
yerno, que era al propio tiempo su confidente y amigo, cuando aquél estuvo en
Madrid á solicitar la mano de la infanta. Suponíasele,
con todo eso, al morir Felipe II, contrario al sistema de gobierno por aquél
seguido; y no faltaba quien temiese también que resultara más co
lérico que aquél, y más vivo,
atrevido y armígero; pretendiendo que las malas voces que corrían sobre su
capacidad y carácter nacían del padre, para excusarse de no haberle dado parte
en el gobierno, como había con él hecho, aun antes de su abdicación, Carlos V.
Nani, que oyó todo esto;suspendió directamente su
juicio, hasta que los acontecimientos se encargaron de demostrar que era la
expuesta una de tantas imaginadas habilida- dades
como imputaban sus contemporáneos á Felipe II. fuera de las que por obra
realmente ponía él. Tenía Felipe III, cuando heredó, poco más de veinte años,
y había sido jurado como príncipe heredero de Portugal en Lisboa, en 1583; de
Castilla y León, en 1584; de Aragón, Cataluña y Valencia, en 1585, y en 1586
de Navarra. Al morir su padre estaba ya ajustado su matrimonio con doña
Margarita, hija del archiduque de Austria D. Carlos, y el casamiento se
verificó, por poderes, en Ferrara, echando á la desposada la bendición el Papa
mismo, el 13 de Noviembre de 1598. No llegó á juntarse la nueva reina con su
marido hasta el 18 de Abril del año siguiente, en la ciudad de Valencia. Contábase que, habiéndose mostrado á Felipe III los
retratos de tres princesas para que escogiese mujer, no había querido tener en
esto opinión siquiera, dejando la elección á su padre; y bien pudo ser esto
cierto, según los datos que Francisco Soranzo,
sucesor de Nani, en la embajada de España recogió de sus primeros años, y la
descripción que hizo de su temperamento y carácter.
Ofreció el
nuevo rey, según dicen, hasta los siete años, poquísimas esperanzas de vida,
porque padecía de una grave enfermedad en la piel, atribuida á las pésimas
calidades de su nodriza, Al reinar se hallaba en muy buena salud, no obstante,
aunque no sin reliquias de la enfermedad antigua, pareciendo de buena
complexión, ágil y bien formado; y, si bien su mirada era un tanto melancólica,
solía convertirla, al saludar ó hablar, en amable. Decíase de él por Madrid, y oyó So- ranzo,
que en tiempo de su padre no tenía otro recreo que salir algunas veces á caza;
mas no se atrevía á matar las fieras, sin que aquél le otorgase primero su
permiso. A tal punto llevaba el respeto de que ya habló Nani. Soportaba,
además, muchas cosas que le desagradaban, viviendo contento en la quietud y el
retiro, y hasta se refería que los ministros de su padre le trataban con poca
consideración, sin que él perdiera por eso su calma. Cuantas dudas pudo haber,
mientras vivió el padre, sobre si era esto modestia ó flaqueza, se disiparon pronto. Soranzo consigna que
continuó viviendo de rey como de príncipe, y en los propios humildes
términos. Frecuentaba los oficios divinos; procuraba, con la bondad de sus
acciones, hacerse más perfecto cada día, con la inocencia de sus costumbres
servir de ejemplo á los demás, con la justicia tener quieto y contento á su
pueblo, con los honores y las gracias satisfacer á los grandes señores; dando
bien á entender, desde el principio, que gobernaría siempre más todas las
Relaciones de España. Aunque publicados estos volúmenes en 1862, no sabemos de
ningún historiador que hasta el presente haya hecho uso de ellos para ilustrar
el siglo xvn.
como
verdadero cristiano, que como puro político, que por su propia voluntad á nadie
haría injuria y que no emprendería guerras inicuas contra príncipes cristianos.
Con todo esto, dice Soranzo, había que tener cuidado
en no ofenderle, porque, á pesar de su bondad, tenía también algunos puntos de
rencoroso; como su padre, era bastante susceptible, y no parecía fácil
acomodar con él amistades rotas. Aquel apacible y débil nieto de Carlos V
tenía en sí también algo, aunque muy escondido, del brillante valor de su
abuelo; porque, según Soranzo cuenta, cierta noche
que lo despertó el ruido de los pasos de un alabardero que, por casualidad,
había llegado hasta su cuarto, lejos de llamar á la servidumbre que tenía
inmediata, saltó súbitamente del lecho, y puso mano á la espada para
defenderse por sí mismo, cosa que hizo* hablar mucho en la corte. Pero lo que
predominaba en la mente y el carácter de Felipe 111 era la piedad religiosa, y
ella acabó por regir, más ó menos discretamente, su
vida entera. No era tampoco diferente en esto de Carlos V ni de Felipe II; pero
como tenía mucho menos entendimiento, lo que fué en
aquéllos grande y produjo importantísimas consecuencias en el mundo, era en él
pequeño, y paró en escrúpulos ó supersticiones.
Manifestó ya desde los primeros años el más profundo respeto á su confesor,
fray Gaspar de Córdoba, hombre, al decir de Soranzo,
de talento sumo y de ideas purísimas, al cual procuraba imitar en todo, ni más
ni menos que si él fuese también fraile, no tan sólo en la conducta, sino hasta
en las maneras. No todos los que guiaron la conciencia de Felipe 111 fueron
tan apreciables cual Córdoba, ciertamente. Por lo mismo que este rey era, dice
su historiador iné
dito,
Bernabé de Vivanco, «muy dado á oración, fué unas salteado de
religiosos^. Dura frase, en verdad; pero originada de que no solamente sus
confesores, como Córdoba, el maestro Xavierre y el
padre Luis de Aliaga, tuvieron principal parte en su gobierno, sino de que, á
lo que Vivanco dice, al verse en su tiempo «un »hombre con hábito de sayal de
jerga, ya le parecía »que era digno de gobernar y no otro»; añadiendo que «los
tales, á la primera plática de Dios, luego ha- »cian de los privados ó ministros y los rebajaban». Señala Vivanco, entre los más
osados, á fray Juan de Santa María, autor de la República y Policía cristiana,
libro político de no escasa importancia para entonces; al Padre Florencia, de
la Compañía de Jesús, y hasta á la priora de la Encarnación. Nunca, ni Carlos
V, ni Felipe ¡I habían dado semejante entrada á las personas eclesiásticas en
sus Consejos. Aquellos príncipes gustaban más de participar del poder
eclesiástico, que de obedecerle á ciegas, y se daban más trazas de
protectores, que de servidores de la Iglesia. Pero Felipe III era tal, que,
como dijo Virgilio de Malvezzi, su historiador, se
recontara entre los mejores hombres, á no haber sido rey; y más bien que rey, fué, con efecto, un beato ó casi
un monje. «En su corazón», dice por su parte Quevedo en los Grandes anales de
quince días, «sólo existían la religión y la piedad; fué de costumbres »tan candorosas, que con su mirar daba tanta devoción »como
respeto; tan virtuoso, que se podía esperar de »su espíritu tantos milagros
como hazañas de su po- »der.»
Por eso mismo osó calificar aquel satírico de milagro continuado la
conservación de la monarquía durante su vida. Y lo cierto es que, en tanto que
dicho-
sámente cultivaba Felipe III su virtud propia, dejó del todo sueltas las riendas del Estado, que con mano tan firme habían hasta allí regido sus antecesores. Mal podía ya temer la Europa la ambición del que, viendo á sus hijos con rosarios en las manos, les decía: «hijos »míos, esas son las espadas con que habéis de defen- »der el reino». Mal podía recelar de él tenebrosos planes, como los de su padre, al verle consagrar su actividad mayor á la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción, que no se ha logrado hasta nuestros días. Sobre esto sí que escribió á las universidades y á los obispos eficazmente; y aun le ofreció al Papa hacer un viaje á pie á Roma para moverle más á adelantar la declaración dogmática que deseaba, llenándose de antemano de júbilo al oir rezar con él á sus hijos: Santa María, sin pecado concebida. Tuvo también singular empeño en que se canonizasen santos españoles, como San Isidro labrador, Santa Teresa de Jesús, San Raimundo de Peñafort y San Ignacio de Loyola, logrando que se santificasen de una vez más de doscientos mártires de España. Como era, pues, natural, tomaron por aquel tiempo inaudito acrecentamiento las fundaciones de conventos de frailes y monjas, y la edificación de todo género de templos, bien que fuesen estos de pobre arquitectura, en general, porque eran escasos los tesoros y escasos ya también los arquitectos de mérito. De este carácter exclusivamente religioso y contemplativo de Felipe III, se derivaron dos cosas: la una, que los ministros gobernasen por sí solos con el nombre te privados, hasta allí apenas oído, y que nunca pudo representar lo que entonces con monarcas como los anteriores; la otra, que estos tales privados ó ministros, para
congraciarse mejor con el rey, aparentando el sincero ardor religioso que él
tenía, secundaran y hasta exagerasen su deseo en la fundación de conventos y
obras piadosas de todas clases, abandonando, por ellos ó ellas, los más importantes servicios públicos. Aquel ejemplo del rey.y sus ministros, seguido, por imitación, en todas
partes, produjo el exceso del estado eclesiástico, que muy luego criticaron
justamente el canónigo Navarrete y tantos otros economistas ó políticos.
Fué el mayor y más constante
de los privados de Felipe III, su ayo, D. Francisco
Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, que era conde á la sazón, y poco
después duque de Lerma: el vasallo de más influjo sobre su rey que hubiese
conocido España desde D. Alvaro de Luna. Tuvo este
privado, ó primer ministro, sus propios privados ó ministros subalternos, que hicieron casi tanto ruido como
él; y no le faltaron también enemigos ni adversarios políticos, siendo, al
fin, el más afortunado su propio hijo el duque de Uceda, como se verá luego,
que, si no en el favor, le sucedió en el ministerio. Desde el día, por
consiguiente, en que expiró Felipe II, con el dolor de saber ya qué manos
inhábiles iban á tomar las riendas que de las suyas soltaba, hasta 1618, que se
consumó la desgracia de Lerma, puede decirse que él más bien fué, que Felipe 111, quien reinase en España. Cuál fuera
el carácter general de su política, lo señaló bien pronto Francisco Soranzo, determinando ya, al paso, esenciales diferencias
entre la de éste y la del anterior reinado. Mientras que Felipe I!, por su gran
experiencia y larga práctica, todo lo discutía, ventilaba y resolvía por su
propio con-
muy
resuelto, pero inútilmente, puesto que, no entendiendo por sí de nada, ni por
sí solo su privado tampoco, en la política, andaba ésta entregada á las lentas
deliberaciones de los Consejos. El padre, en fin, no quería que sus ministros
aceptasen el menor presente, fuera de quien fuera, reservándose premiarlos él
mismo como le parecía; y el hijo no sólo les daba y premiaba por sí
larguísimamente, sino que tenía gusto en que se les hiciesen regalos; con lo
cual pronto se introdujo en la corte la costumbre, que, lejos de combatir,
aprovechó para sí Lerma copiosamente, de recibir dádivas por todo, llegando á
ser el cohecho, no sólo general, sino, en apariencia, inocente. Lo que Soranzo en esto escribe, confírmalo el político Santa
María, diciendo: «que »las leyes que vedaban el cohecho estaban entonces
^escritas en el papel, y la costumbre de cometerle, con »letras de oro, en los
corazones»; tras de lo cual añade que era vicio más usado en aquel tiempo que
en otro «alguno». Hasta dió ya á entender Santa María
que algunas veces, y á algún gran privado, se había dado licencia para
ejercitar el cohecho; y esto, que pudiera parecer increíble, no sólo lo
confirma la relación de Soranzo, sino que lo hace
patente cierta Real orden que figuró en el proceso de D. Rodrigo Calderón,
principal agente del duque de Lerma durante su gobierno. Bien á las claras daá entender todo ello que Felipe 111, como de él dijo el
veneciano Octavio Bon, que reemplazó á Soranzo, era,
en realidad, hombre de entendimiento escaso; y aunque sencillo, humano y
cortés, incapaz de cumplir sus reales deberes. Por más que á las veces hablara
cuerdamente de los negocios, según refirió más tarde Simón Contarini, no había
más que oirle, para
comprender
que no le inspiraban interés alguno; pasando á solas y en el ocio los días
enteros, ó vagando por los bosques, y sin prestar
atención apenas á las pocas personas que recibía; sobre todo si se hablaba de
algo importante. Simón Contarini, por cierto, dice, tratando de esta afición
del rey á los bosques y á la caza, que por el vulgo corría la frase de que
aquéllos y el duque de Lerma eran entonces los verdaderos reyes. No fué, con todo, tan exclusiva su afición á la caza que,
según cuentan los embajadores Francisco Pruili y
Francisco de Soranzo, no gustase también Felipe III
de ver representar comedias ó ver danzar; y, lo que
es ya menos inocente, de jugar, vicio al cual se entregaba con tal ardor, no
teniéndolo quizá por cosa mala, que se pasaba con él las noches en claro,
perdiendo grandes sumas que enriquecían á sus cortesanos. Verdad es que su
ignorancia del valor del dinero era tal, que, al decir de la corte, dió más él en los primeros nueve años de reinado, que en
toda la vida su padre. Fué tal, en tanto, la
particular influencia de Lerma sobre su soberano, y tal el espíritu supersticioso
que iba invadiendo la Península, que el citado Contarini da por cierto que
muchos de buena fe sospechaban ya que á Felipe III le tenía su ministro
hechizado. Esta sospecha ridicula, bastante á
indicar por sí sola el estado intelectual de España, ochenta años antes que
comenzara á gobernar Carlos II, no puede achacarse sólo á ignorancia ó malicia de los que la abrigaban, teniendo presentes los
documentos contemporáneos. «La ineludible verdad, hemos dicho ya en otra parte,
que guardar suelen los archivos, demuestra que las brujas y los hechizos,
hermanos legítimos de la superstición, fueron poderosas armas políti
cas ó eficacísimos argumentos de nuestra historia muchos años
antes que naciese el último vástago de esta dinastía; y que los ministros de la
monarquía absoluta, aunque tan religiosos, no retrocedían delante de exceso
ninguno, si se trataba de alcanzar los fines de su ambición y codicia, lo mismo
cuando eran seglares, que cuando los cubrían, en mal hora, sagrados hábitos.»
Varios son los procesos políticos originales .guardados en Simancas, que dan
clarísima luz acerca de las íntimas medidas de Estado y gobierno de esta
época, cuyo conocimiento prueba, una vez más, cuán bien enterados de todo
estaban los embajadores venecianos. En uno de los que el autor de este Bosquejo
ha visto, se halla que el marqués de Camarasa, descendiente por parte de padre
de Francisco de los Cobos, secretario del emperador Carlos V, con deseo
desordenado de privar, ó sea de tomar parte en el
gobierno, y llevado «de pasión »contra el señor duque de Lerma por pleitos de hacien- »da, ó con el fin de
quitarle el lugar que tenía, procuró »por miles medios de hechicerías y
conjuros é invoca- »ciones de demonios, alcanzar la
gracia de S. M. el »rey Felipe III». Y con efecto, así las pruebas hechas como
las confesiones mismas del marqués, no permiten dudar que éste quiso, por
tales medios, forzar la voluntad del rey, según afirmaba el fiscal de la causa;
siendo por extremo notable el gran número de personas que, en concepto de
actores ó testigos, figuraron en aquellos
extravagantes autos, entre los cuales se contaba nada menos que el ya citado
padre Florencia, tan metido en la política, el primero de los predicadores de
la corte y el mismo que asistió en sus últimos momentos á aquel piadoso rey.
También el proceso
de D.
Rodrigo Calderón, á que hemos aludido, ofrece plenísimas pruebas de que este
ministro fió en mucha parte la conservación del
favor que alcanzaba á hechizos y hechiceros. De la consulta elevada al rey en 28
de Julio de 1619 por la Junta de los Jueces que en su causa entendieron,
aparece que se hallaron en casa de D. Rodrigo, entre otras cosas, objetos de
brujería y materia de hechizos. Existían allí libros y papales con caracteres
y cifras supersticiosas, figuras extravagantes, lienzos manchados de sangre,
hojas de verbena con el conjuro para usar de ellas, migajas de pan carcomidas,
un pedazo de uña que parecía ser de la gran bestia, atado con un pedazo de seda
colorada, cabellos al parecer de mujeres de diferentes edades, unos entre
ellos que se sospechaba haber pertenecido á la reina Doña Margarita ya
entonces difunta, y otros del que fué luego Felipe IV
y de la infanta Doña Ana, lo cual constaba en los sobrescritos. Esto sin
contar con otros muchos papeles con polvos é infinidad de adminículos que,
examinados por dos médicos y un boticario, declararon ser «de los que solían
usar los hechiceros para conseguir amistades, atraer voluntades »y ofender á
las personas».Entregados, como era justo los caracteres
de los libros y conjuros al examen de un religioso muy docto y entendido en la
materia, declaró ser todo aquello «caso diabólico y pacto tácito ó ex- »preso con el demonio». Tantas y tan repetidas
supersticiones no hay por qué derivarlas, como Buckle pretende, de siglos muy anteriores; y hasta de la misma formación geológica ó la meteorología peculiar de la Península española, como
aquel escritor hace. A pesar de los frecuentes temblores de tierra de que ha
bla; á pesar
de ser cierta la sequedad general del territorio, lo cual solía ya representar
á los labradores españoles las lluvias como beneficio especial del cielo; á
pesar de las frecuentes apariciones de santos, en las grandes batallas de
cristianos y moros, que narran realmente los viejos cronicones castellanos, no
parece, en verdad, que los escritores anteriores ó contemporáneos de los Reyes Católicos, de Carlos V ó del mismo Felipe II, fuesen más supersticiosos en España que en el resto de
Europa. Lejos de eso, se advierte una despreocupación en la manera de pensar ó escribir, de que los versos del arcipreste de Hita y del
Cancionero de Baena, así como las varias Celestinas, y las comedias de Torres Naharro dan razón bastante. Esta despreocupación, que para
los meros escritores paraba en obscenidades, burlas de clérigos ó exceso de llaneza, al tratar de cosas de Iglesia, llegaba
en los ministros reales á desafiar, cuando convenía, las iras de Roma, como
hicieron, sin ir más lejos, Francisco de Vargas Megía,
Martín Velasco y el duque de Alba, en tiempo de Carlos V ó Felipe II, inspirándoles á los reyes mismos la grande independencia de
espíritu que mostraron siempre en el gobierno. No eran, no, nimios ni
supersticiosos, aunque fuesen fanáticos por los dogmas católicos y la Iglesia
tradicional, que á tanta costa defendían contra los infieles y los
innovadores, Carlos V ni Felipe 11; no lo eran, no, sus ministros, según se vió aun en los que heredó Felipe III de su padre, como el
condestable de Castilla D. Juan Fernández de Velasco, gobernador de Milán, que
tan enérgicamente defendió la jurisdicción real contra el arzobispo y cardenal
Bo- rromeo, ó el conde de
Fuentes; no lo eran siquiera los
hombres de
letras antes de terminar el siglo xvi. Podía ya serlo
en mucha parte el vulgo, que lo es siempre un tanto; pero ni aun el de la
manera ridicula que aparece ya que lo era en el
reinado de que ahora tratamos.
¿A qué se
debió, pues, una transformación tan rápida y patente? A nuestro juicio no hay
que acudir tan lejos como Buckle, ni dar tanta parte
como él á la naturaleza física. Exterminados los infieles, los herejes, y
amordazados los críticos que con alguna libertad discutían acerca de los
dogmas de la Iglesia, ó los textos de la Santa
Escritura; prohibida ó estorbada toda alta
meditación á los seglares, y en especial las que tocaban á lo sobrenatural;
miradas con desconfianza profunda las renacientes ciencias físicas y naturales;
reducido el estudio de las del espíritu á los doctores latinos, y
principalmente á los teólogos, fué bien pronto la
creencia ciega, y tras ella la superstición, el único alimento de los
entendimientos comunes: entre los cuales tenían, como siempre, que contarse los
de muchos de los poderosos y de los cortesanos. Este primero é inevitable
efecto del absoluto sistema represivo, tan duramente ejercitado por el Santo
Oficio, fué estimulado en gran manera ¿cómo dudarlo?
por el carácter débil de Felipe III, su escasa instrucción y la cortedad de su
entendimiento, que le hizo rodearse de personas, también sin valor
intelectual, como Lerma ó Uceda. Comienza, pues, aquí
á experimentarse el fruto triste del sistema político religioso iniciado por
Carlos V y Felipe II. No lo previeron, no, seguramente aquellos monarcas, sobre
todo el primero; no lo previo siquiera el Santo Oficio, que lealmente persiguió
todas las supersticiones, siendo no menos inflexible que con los herejes
ó judíos, con los
pretendidos endemoniados ó hechiceros. Pero era
luchar en vano con el espíritu del hombre, que necesita tener algo propio y
desconocido en que emplear su innata curiosidad y su actividad incesante. Experimentáronlo en aquel tiempo los que quisieron reducir
la razón humana al estrecho espacio de la ciega credulidad religiosa, y lo
están experimentando, al presente los ateos, materialistas ó positivistas, que, detrás de lo espiritual y lo sobrenatural que pretenden
destruir, ven ya también levantarse, con el nombre de espiritismo y otros, las
más ridiculas supersticiones y hasta la propia y
genuina hechicería.
Pero hemos
tratado ya de diversas influencias de aquel reinado: de los privados, de los
frailes ó monjas, y hasta de los hechiceros. Falta
ahora hablar de otra influencia mucho más natural en la vida práctica, que
quiso y no pudo, sin embargo, liegar á serlo: es á
saber, la de la reina. El pueblo español, que, aunque respetaba muchísimo la
santidad de su rey, dejó pronto de esperar de él cosa buena, 'tuvo por mucho
espacio de tiempo los ojos fijos en Doña Margarita; adivinando sus deseos y sus
amarguras, persiguiendo con tenaces sospechas á los que fueron sus contrarios
en la vida, de haber procurado por violentos medios quitársela. No hay de este
último racional indicio alguno, aunque conste que fué una de las cosas que más se investigaran en el proceso de D. Rodrigo Calderón,
y no faltó quien elevase la culpa al propio Lerma. Pero la lucha que este
último y su partido mantuvieron con la reina Margarita para impedirla todo
influjo en el gobierno es cierta; y de eso nos han dejado los embajadores
venecianos curiosas noticias. Era aquella princesa, al decir
de todos,
muy viva y astuta, y empleaba grandes artificios para ganar la voluntad del
rey, aspirando á que se creyese que tenia con él mayor influencia que tenía. Merecíala, en verdad, por la excelente aptitud que
demostraba para las cosas de gobierno; pero dominado ya el marido por el duque
de Lerma, y vigilada siempre ella por la duquesa, nunca pudo conseguirla. Hacíala Lerma callar, á las veces, concediéndola todas sus
pretensiones, después, sobre todo, que se convenció ella misma de no poderlas
conseguir de distinta suerte, y empleaba otras el rigor para vencerla,
prohibiéndola, según se dijo, hasta que hablase con su esposo, ni aun en
intimidad, de asuntos públicos. Claro es que á esto último no prestaría fácil
obediencia la reina; pero Lerma tenía un modo seguro de reducirla entonces, que
era llevarse á caza al rey, dejándola con diversos pretextos en el alcázar, y
teniéndola apartada de su marido semanas enteras. Cedía al cabo, como no podía
menos, la reina, de quien no parece, por las muestras, que estuviera su esposo
muy enamorado, aunque le fuese muy fiel, porque no cabía en su ánimo la idea
de un pecado mortal. Después de infructuosa y larga lucha abandonó Doña Margarita
el intento de mezclarse en el gobierno; pero con tanto disgusto propio, que
solía decir al embajador imperial, que habría preferido ser monja en Gratz, su patria, á ser reina en España de tal suerte. Entregóse, pues, exclusivamente á la oración, á la
limosna, á su confesor y á obedecer exclusivamente á su esposo, que, en tanto,
y casi de la propia manera obedecía á su privado; y después de haber tenido
siete hijos, de los cuales cinco llegaron á mayor edad, falleció de sobreparto
el 3 de Octubre de 1611, en Madrid, á la tem
prana edad de veintisiete años
no cumplidos, dejando excelente memoria en todo el reino. Singular es que lo
que no había logrado en vida contra Lerma y sus partidarios aquella reina
desgraciada, lo lograse con su muerte, que fué quebrantar la privanza de Lerma. Rompió á decir la gente que moría envenenada ó por Calderón ó por Lerma, según
queda indicado. Y desde 1611 en que ella murió, hasta 1618 en que cayó Lerma, y
luego hasta la muerte de éste y la de Calderón, no parecía sino que su sombra
los persiguiese, y aun á toda su parcialidad, tan defendida por el historiador
Vivanco: la cual fué desgraciadísima á la postre,
como suelen serlo todas las agrupaciones políticas, por mucho tiempo
triunfantes, y que por lo mismo despiertan grandes envidias ó emulaciones.
Los
acontecimientos políticos del reinado cuyos principales actores acabamos de
pintar, no fueron entre tanto, ni muy numerosos, ni de muy transcendental
importancia. «No son las guerras de Germania ni los negocios de Flandes, de
Italia ó las Indias, lo que principalmente preocupa
á esta corte ó atentamente se »mira en ella, por
parte de los que gobiernan, sino el »ver quién ha de ocupar el primer puesto y
conservarle, »para lo cual no se omite diligencia ni estudio alguno»; tal decía
Pedro Contarini en 1619, de la corte de Felipe III, y era cierto. Ni sólo los
acontecimientos exteriores, sino los interiores también, padecieron en
general completo abandono. Fué de los más notables
que hubo entre estos últimos la definitiva traslación de la corte á Madrid,
después de haber ensayado Felipe III y Lerma fijarla en Valladolid, donde solía
estar en tiempo de Carlos V. Por lo que toca al orden público en la
Península, habíanlo dejado de-tal suerte
seguro el largo mando de Felipe II y la severidad con que se administró en su
tiempo la justicia, que el ya referido Pedro Contarini observaba en 1619 que en
España podía el rey proceder contra el que quisiese ó castigarle, por rigurosamente que fuera, sin peligro ninguno; cosa que los del
país atribuían á su propia religiosidad y fidelidad; pero que el veneciano
consideraba más bien producida, de una parte, por la miseria misma en que vivía
el pueblo, y la falta de grandes capitales con que mantener parcialidades
peligrosas, y de otra por el rigor sumo con que aún se ejercía el gobierno, y
administraban la justicia los tribunales formados en el reinado anterior. Buckleha seguido la versión de los españoles de entonces,
en nuestros días, sosteniendo que su antigua y celebrada fidelidad ó sumisión y su ardiente fe religiosa eran hermanas
gemelas; pero la verdad es, á juicio del autor de este Bosquejo, que el
grande espíritu de obediencia que sin duda hubo en España, desde mediados del
siglo xvi en adelante, fué obra inmediata y práctica de los tribunales político-religiosos de la
Inquisición, que como con una red de hierro cubrían ya la Península. Por lo
demás, cuando la justicia se ejercitaba con esmero como en tiempo de Felipe
II, ó en los primeros años sucesivos, hasta que se
apagaron las tradiciones ,y costumbres de aquel largo reinado, la obediencia
era completa y la tranquilidad igual en todos conceptos; pero no bien se aflojó
la administración de justicia y se debilitó el poder, en los días de Felipe
IV, comenzaron á multiplicarse más que en época alguna los excesos y delitos
privados. El Santo Oficio atendió solícito á lo esencial y lo logró
por lo
común, aunque no precisamente siempre, según veremos más adelante: que era
mantener inviolable el respeto al rey, su cabeza y su brazo, y de la fuerza del
cual la suya propia pendía. Nada tanto como la confusión de potestades,
realizada por aquella perseverante y sistemática institución, podía hacer uno,
en los ánimos de la generalidad de los españoles, el respeto á Dios y el
respeto al rey. Algo ayudaban por cierto á ello, las doctrinas de los
escritores políticos y hasta los sentimientos idealmente monárquicos de los
poetas, extendiendo, no sin resistencia ni contradicciones, la doctrina del
derecho divino con que ejercía el poder cada persona real. Pero ni esta
doctrina, ni la contraria, favorable á la soberanía nacional, que por entonces
contenían los libros, podían tener en la práctica muy grande influjo. Quien la
tenía y la ejercitó, como dicho queda, fué el Santo Oficio.
Y mientras la generalidad de la nación estaba casi sujeta, por la fuerza
material y espiritual, al poder monárquico, la clase seglar privilegiada,
desde el tiempo en que la redujo al retiro de Felipe II, se esterilizaba más
cada día, burlándose no menos de los estudios literarios que del comercio,
teniendo casi por infames ambas profesiones, y no dándose mucho tampoco ni á
los ejercicios caballerescos, ni á la profesión de las armas. Seguían los
señores consumiendo, en lugar de eso, la vida en el ocio, ó venían á la corte á disputarse el favor del poder, sobre todo desde que Felipe
111 se echó en sus brazos abandonando los principios del padre. Fueron, por lo
mismo, mayores y más ardientes que antes las luchas cortesanas en este
reinado, declarando, la aristocracia sobre todo, una guerra implacable á los
pocos hombres
del estado
llano que osaban disputarle los primeros puestos, como D. Rodrigo Calderón, por
ejemplo, á quien no perdonó, hasta verle muerto en el cadalso. Pero todo esto
hacía más y más incontrastable, en el ínterin, el orden, principalmente en
Castilla ó en la parte del antiguo reino de Aragón,
recién castigada. Una sola causa de temor ó peligro
interior quedaba en pie, y esa desapareció en 1610, con la expulsión de los
moriscos: el más osado y bárbaro consejo que hubiese hasta allí oído el mundo,
según dijo Richelieu más tarde. Ya hemos visto que meditó esto, y no osó
llevarlo á cabo el prudente Felipe II. La extrema piedad de su hijo, que le
hizo detestar más que su padre todavía á los vasallos de fe falsa ó dudosa, y el predominio que adquirieron á la sazón los
eclesiásticos, partidarios de la expulsión en la mayor parte, por indiscreto
celo, lograron al fin que se emprendiese aquella terrible y costosa medida.
Resuelta, pues, desde 1600 y decretada en 1601, para los moriscos del reino de
Valencia, que eran los más numerosos, fuese ordenando que salieran todos de sus
casas, bajo pena de muerte, yendo á donde el co- misarioreal de su comarca señalase, paraser deallítrans- portados á Berbería, sin permitirles
llevarse otra cosa que lo que pudieran conducir por sí mismos. Sus bienes
raíces fueron, sin excepción, confiscados; concediéndoseles no más que un
plazo de sesenta días para disponer de los muebles y semovientes y llevarse el
producto, no en metales ó letras de cambio, sino en
mercaderías de estos reinos, á no ser que prefiriesen dejar la mitad de la
hacienda para el rey. En vano apelaron en algunas partes los infelices
moriscos á las armas. Las tropas, con anticipación reunidas en los puntos más
amenazados,
Jos
redujeron fácilmente á la obediencia ó los
aniquilaron, y la expulsión se realizó por entero. Que los moriscos solían
tener inteligencia con los piratas berberiscos, ayudándoles en los frecuentes
robos que cometían en nuestras costas; que miraban con malos ojos á la raza
conquistadora, y que no eran so capa muy buenos cristianos, son cosas fuera de
duda. Pero es imposiblere- cordar,
con todo eso, los pormenores de aquella catástrofe, sin sentir el corazón oprimido
y lamentar la suerte de tantos hijos de España, criados al fin á nuestro sol,
y alimentados en nuestros campos, víctimas de las iras del mar, de la impiedad
dé los que los conducían, ó de la barbarie de los
habitantes de Africa, donde fueron los más
conducidos, que no los reconocían por compatriotas, ni siquiera ya por
correligionarios. No quedaron ellos solos destruidos, sino que de nuestra parte fué también grandísimo el daño, según reconocen todos
los economistas de la época: arruináronse miserablemente
las ricas y populosas costas de Valencia y Granada; olvidóse buena parte de la poca industria que nos quedaba y los moriscos ejercían; se
abandonaron muchos campos, que ellos solos cultivaban bien; centenares de
pueblos desiertos y millares de casas destruidas, dieron larga señal de su
partida. Calcúlase de diversas maneras el número de
los expulsados, y aunque no llegara ciertamente al millón, ni aun al medio que
han pretendido algunos, lo que no puede dudarse es que fué muy considerable el de los expulsados, aumentándose así en gran manera la
despoblación de la Península. Algo, en cambio, ganaron todavía la unidad de la
fe, la uniformidad de las costumbres y el orden público, haciéndose más y más
fácil el despotismo del
Tocante al
exterior, hubo un solo pensamiento predominante en este reinado, que fue la
conservación de la paz; y apenas se hubiera oído hablar de España en el mundo
entonces, á no ser por algunos de los servidores que la quedaban formados en
la ambiciosa escuela de Felipe II. Fue, no obstante, yes singular, más bien
afortunado que infeliz en el exterior este reinado; no pudiendo decirse que
durante él se descubriese en sus acciones la decadencia de España. Pero como en
todo lo que al exterior se refiriese, si se emprendía algo, no era sino
procurando seguir las huellas de Felipe II, aprestóse en 1602 en Flandes una nueva expedición á favor de los católicos de Irlanda, y
en contra de Isabel de Inglaterra, al mando de D. Juan del Aguila,
discípulo del duque de Alba y del príncipe de Parma, la cual, por las pocas
fuerzas de que se componía, se vió forzada á
capitular con los enemigos, obteniendo que se la condujese á España. Muerta
Isabel, de allí á poco su sucesor Jacobo I mostró tal deseo de tratar con
España y comenzó á ser tan tolerante con los católicos, que parecía prudente
intimar con él, esperando de esta suerte atraerle á la religión de su madre,
la infeliz María Stuardo. Tuvieron así principio las corteses relaciones que
hubo entre Inglaterra y España, grandemente favorecida, hasta la mitad de este
reinado, por la amistad que alcanzó de Jacobo I el célebre D. Diego Sarmiento
de Acuña, conde de Gondomar, y por la afición que efectivamente aquél tenía á
la religión católica. Esta era tal, que le hizo pensar muchas veces en el medio
de volver con sus vasallos á la obediencia de la Iglesia de Roma,
De propósito
mencionamos esto y los atrevidos pensamientos del conde de Fuentes, para dar a
entender la arrogancia que conservaban los ministros españoles en el reinado
pacífico de Felipe III. Por fin, el asesinato de Enrique IV en 1610 ocurrido, y
en que ninguna parte tuvieron, seguramente, el monarca ni el gobierno español,
les dejó libres de aquel peligroso enemigo, y el conde de Fuentes pudo, a su
sabor, tomar las llaves de la Valtelina, adquirir el dominio de Final, y aun
obligar á la república de Venecia a ceder en sus gravísimas disidencias con el
Papa, sin más que amenazarla con su ejército, de orden del rey. Proclamó éste
en tal ocasión, por cierto, según refiere Gil González Dávila, que no le había
dado «Dios su monarquía más que para ponerla »á los pies de la Iglesia,
sirviéndola y defendiéndola».
Fue mientras
tanto menos afortunado todavía que el de los monarcas españoles, en Flandes, el
gobierno del archiduque Alberto y de la generosa y pía infanta Isabel Clara
Eugenia, por más que ellos fuesen de por sí estimados, sobre todo la infanta, y
que los protegiera con todas sus fuerzas España. Perdió allí entonces nuestro
ejército, por sobra de ardor, la primera batalla1 campal, que hacía un siglo
que hubiese deslustrado su gloria, que fue la de Niewport o de las Dunas; y aunque el ilustre Ambrosio de Spínola la rindió después, á la
cabeza de él, la gran fortaleza de Ostende, no pudo esto lograrse sin
larguísimo asedio y pérdidas inmensas. Los frecuentes motines de las tropas,
ocasionados por falta de pagas, contribuyeron mucho en este tiempo y los
anteriores, á impedir la reducción de las provincias holandesas, de hecho ya
independientes. Al cabo, en 1609 se determinó el archiduque á ajustar treguas
por doce años con la nueva república de Holanda, mediante las cuales púdose librar España, por algún tiempo, del peso de aquella
guerra, hasta que al advenimiento de Felipe IV se renovó. Muerto el archiduque
primero, y luego la infanta Isabel sin sucesión, como desde antes de casarse
habían previsto los curiosos venecianos, recobramos también entonces y en mal
hora las provincias flamencas.
Del lado de
Italia, que fué donde más ocupación halló nuestra
política en este reinado, siempre defendió el buen ó mal éxito de ella de las particulares condiciones de los virreyes y generales,
más bien que de la habilidad ó los dictámenes de los
ministros y Consejos en la corte. Debióse en especial
al ya citado conde de Fuentes, cuyo principal anhelo era morir guerreando cual
había vivido, no tan sólo la reducción de Venecia á la paz con el Papa, sino
mantener también en respeto al belicoso duque de Saboya, Carlos Manuel, hijo
del caudillo de San Quintín, Filiberto, que debió á España la restitución de
sus Estados. Felipe II le había dado ya inútilmente la mano de su hija doña
Catalina para tenerle firme en su alianza. Viudo á los pocos años, y muerto
su suegro, Carlos aspiraba nada menos ya que al título glorioso de libertador
de Italia. Habían comenzado los disgustos con él y aun las hostilidades,
gobernando en Milán el condestable de Castilla, de quien se ha hablado,
asistido en el mando de las armas por el marqués de San Germán y de la
Hinojosa, D. Juan de Mendoza. Acusó á este último el de Fuentes, hombre de
formalidad probada, de haber ayudado en aquella ocasión secretamente al duque
de Saboya para que acometiese el Estado de Monferrato en lugar de impedírselo, con la esperanza de recibir de él recompensas. Y, sin
embargo, este mismo Hinojosa, acusado también por la opinión general de haberse
enriquecido en Milán por malos medios, fué nombrado
en 1612 sucesor de Fuentes; encargándosele como tal la dirección de la guerra,
que estalló ya formalmente, con motivo de las disensiones entre las casas de
Saboya y Mantua, que ocasionó la sucesión del Monferrato,
y en que tomó parte
España. Fué poco fecunda la campaña que Hinojosa hizo, y terminóla por el tratado de Asti de 1615, desaprobado en
Madrid; lo cual dió lugar á que se declarase ya por
traidor generalmente, confirmándose al parecer la secreta acusación del de
Fuentes. Hecho es- este por donde se advierte, entre otros, que bastaba ser
deudo de Lerma, ó repartir con él los provechos, como
se suponía de Hinojosa, para ser virrey ó general á
la sazón, con evidente daño de la monarquía. Oblí- ganos, no obstante, la imparcialidad á decir que, en un
manuscrito inédito, que original poseemos, y que, bien examinado, parece compuesto
en justificación de la conducta de Hinojosa, se alega como razón de haber éste
consentido en la paz desventajosa de Asti, la equívoca conducta que observaba
Catalina de Médicis en la contienda, y que hacía esperar al saboyano la ayuda
de Francia. Preténdese, además, que con aquel tratado
habían recibido todos mucha satisfacción, particularmente el Papa y los demás
príncipes y repúblicas de Italia, que deseaban más que nadie ver quietud en
ella. Pero las anteriores cartas de Fuentes, el habérsele quitado luego, á
pesar de la protección de su pariente Lerma, el gobierno de Milán, por dictamen
del Consejo de Estado, y la opinión general de España, condenaron, sin embargo,
á aquel magnate contra el cual se hicieron unas célebres coplas que empiezan:
Vuestra
Majestad despache Al marqués de San Germán, Que si nos vendió á Milán También
nos ganó á Larache.
Aludíase en esto último á la fácil
ocupación de Ala- rache en Africa, llevada á cabo en
Noviembre de 1610, por aquel general, de orden de Felipe 111. Fué á suceder en Milán á Hinojosa el marqués de
Villafranca, Don Pedro Alvarez de Toledo, y quiso la
buena fortuna de España por entonces que se reuniesen en Italia los tres más
inteligentes españoles que quizá quedaban: Villa- franca, que era uno, donde
hemos dicho; el marqués de Bedmar; D. Alonso de la Cueva, que era otro, de
embajador en Venecia, y el otro, en fin, en Nápoles, que era D. Pedro Téllez
Girón, Duque de Osuna y conde de Ureña. Este famoso triunvirato logró por sí
solo, y casi sin auxilios de España, reducir al fin por las armas á Carlos
Manuel á contentarse con sus propios Estados, sometiéndose á razonables
condiciones; y llenó de terror á la república de Venecia, rival de la casa de
Austria en el Adriático, y principal, aunque secreto, apoyo del saboyana, así
como de todos los enemigos de España en la Península itálica. Pocos personajes
hay más singulares en la historia que aquel duque de Osuna, llamado el grande
- hombre de valor y de superior inteligencia, sin duda alguna, extravagante,
audaz, fácil en tomar y dar dineros, perseverante, soberbio, violento, fértil
en recursos de ingenio; mezcla notable, en suma, de vicios bajos y altas
condiciones de inteligencia ó
carácter.
Después de derramar copiosamente su sangre en Flarides,
volvió á España, y casó á su primogénito con una nieta del duque de Lerma,
gracias al cual obtuvo en seguida el virreinato de Sicilia. Dióse buenas trazas para que el Parlamento de aquel reino votase contra su costumbre
grandes servicios al rey, y una pensión al duque de Uceda, su consuegro, á
título de favorecedor del reino. Conocía muy bien Osuna el flaco de la corte de
España en aquel tiempo, y no era hombre á quien los escrúpulos impidiesen
aprovecharlo. Parece, pues, que mientras estuvo en Italia no cesó de enviar
gruesas cantidades á Uceda, al P. Confesor Luis de Aliaga, á D. Rodrigo
Calderón y á cuantas personas de influjo había en la corte. Y está tan
averiguado esto de los cohechos en aquella época, que no hay razón ninguna
para que se tache de exagerada en el fondo la carta del agente de Osuna en
Madrid, Don Francisco de Quevedo, ya varias veces impresa, en la cual decía
éste que, con una letra de treinta mil ducados que de aquel había recibido, se
andaba tras él media corte, y no había hombre que no le hiciese mil
ofrecimientos, pareciendo que hubiese jubileo en su casa, según salían y
entraban. Aunque mantenida con tan malos medios y bastante gravosa á los
pueblos que regía, no puede negarse que la estancia del duque en Italia, sobre
todo en el virreinato de Nápoles, á que fué ascendido
desde el de Sicilia, fué ventajosísima para España,
lo mismo que la de sus amigos Villafranca y Bedmar. Dedúcese de la copiosa correspondencia entre estos señores, que contiene el tomo xlvi de la Colección ele documentos inéditos para la
Historia de España , cuán en poco tenían todos tres el gobier
no de
Madrid, proponiéndose servirle á pesar suyo. Mostrábase el Consejo de Estado contentísimo de Osuna en particular, en su consulta de 14
de Noviembre de 1617, dos meses después de celebrado el nuevo convenio de
Pavía, con Saboya, del cual no todos parecían satisfechos, sin embargo. Pronto
comenzó á preocupar al Consejo y hasta al mismo duque de Lerma el
aborrecimiento que los tres magnates, y principalmente Osuna, manifestaban á
los venecianos; aun después de ajustada la paz en París, entre estos y el
archiduque Fernando, rey de Bohemia, á favor del cual solamente pretendía el
virrey mantener su escuadra en el Adriático, y después de ratificada en Madrid,
á 26 de Septiembre de 1617, la capitulación de Pavía, mediante la cual, del
todo se restableció la buena armonía entre Saboya y España. Reclamaba el
embajador veneciano en Madrid que retirase el duque de Osuna su escuadra de las
aguas del golfo, donde había ejercido hasta allí completo dominio la república;
pedía con más razón ciertamente, que cesase e¡ virrey de perseguir en plena paz
sus bajeles y apresarlos, como si Nápoles fuese potencia independiente de
España; prohijaban los Consejeros de Estado estas demandas, y el mismo duque
de Lerma, influidos todos por el pacífico espíritu de Felipe III; mas Osuna y
sus compañeros á todo se hacían sordos. Alegaba el primero, que llevaba la voz
por los tres, «que si había entrado en el mar Adriático »con bajeles redondos,
había sido por divertir á los » venecianos los socorros que daban á Saboya, y
estorbar los daños que podían hacer á la marina del rey de >Bohemia; que,
conseguido esto, lo que pretendía era »destruir la intrusa soberanía de los
venecianos en aque-
toriador veneciano, Juan Bautista
Nani, que conoció bien los papeles de la República, lo confirma con su propio
dictamen. Pero ¿tuvieron alguna participación en la trama supuesta Bedmar y
Osuna? Y si la tuvieron, ¿qué se proponían, ó adonde
alcanzaban sus propósitos? Esta cuestión es la que divide ha mucho tiempo á
los historiadores. El francés Mr. Daru, después de haber hecho reconocer los
archivos de Venecia, y examinado cuantos historiadores han hecho mención del
caso, declaró ésta conjuración pura fábula, inventada por el gobierno véneto
para ocultar sus inteligencias secretas con el duque de Osuna, á quien supone
que estimulaba y ayudaba so capa la República, para que se alzase con el reino
de Ñapóles; fábula metodizada y adornada luego con
detalles novelescos por el abate de San Real, autor también de la falsa
relación de la muerte del príncipe D. Carlos. Un escritor veneciano de nuestro
siglo, Domingo Tiépolo, en la quinta de sus
rectificaciones á la historia del citado Daru, ha pretendido demostrar, no
obstante, con muchos argumentos y algún nuevo dato, que la conspiración fué cierta, y el objeto probable reducir el Estado de
Venecia al dominio español. Y en cambio, el Sr. Fernández Guerra, en un
discurso leído ante la Real Academia de la Historia, ha reforzado en nuestros
días la opinión de Daru, en la parte de que ni Osuna ni Bedmar conspiraron
contra la República, apoyándose en muchos documentos inéditos. De ellos
mismos, no obstante, y de otros más copiosos, publicados en la gran Colección
anteriormente citada, dedúcese, en concepto del autor
de este libro, que hubo conjuración formada por unos cuantos aventureros, sin
que hoy se sepa á punto
fijo su
verdadero objeto; aunque por la calidad y el número de los comprometidos, pueda
desde luego afirmarse que no tuvo la importancia que quiso dársela. Pretendía
Bedmar, en su parte al gobierno de Madrid, que era todo invención pura de los
nobles venecianos, «que aborrecían, capitalmente el nombre de Es- »paña, y que habían tenido siempre miras de hacerlo »odioso
á sus vasallos, para quitarles el deseo de aserio del rey de España, movidos de
afición antigua »y de la fama de la gran justicia y religión que había »en sus
reinos y Estados»; y en verdad que son algo sospechosas estas palabras, dando á
entender que no tenía Bedmar por tan imposible, cuanto en realidad era, someter
también Venecia al dominio español, cosa que de seguro habrían impedido el
resto de Italia y la Europa entera. Pero aunque abrigase esta temeraria idea
en su mente, ¿era posible que Bedmar y Osuna se propusiesen sorprender á Venecia
y hacerla española, no sólo sin licencia, sino contra la voluntad expresa del
pacífico y hasta tímido gobierno de Felipe III? ¿Cómo habrían podido guardar su
conquista, si la lograban? ¿Cómo responder á su gobierno del mal éxito, si le
había? El poco ruido que hizo el Senado véneto sobre esto, dándose ligerísima
cuenta á las Cortes extranjeras, y aun á la de España, cosa de tantas diversas
maneras interpretada, confirma nuestro aserto de que la conspiración en sí
misma tuvo muy corta importancia. Dijo con sospechosa franqueza Osuna, tratando
de los aventureros franceses y holandeses, presos y ajusticiados, como autores
de la conspiración, «que si aquella »gente tuviera fuerza para saquear á
Venecia lo hicie- »ra, y
que holandeses también le ayudaran»; los cuales,
según él
añadía, se amotinaron por «no cumplirles las »pagas que se les habían
ofrecido». Y aquí se ven dos cosas: la una que la conspiración no la negaba el
virrey; la otra, que, al decir suyo, era obra de mercenarios mal pagados, que
querían cobrarse por sus manos, saqueando la ciudad. No negaba Bedmar tampoco
que conociese á los jefes de aquellos aventureros; antes bien, confesó que ocho
días antes de aparecer colgados, recibió en audiencia á dos de ellos, los
cuales se le quejaron de que, por no haberles respondido á tiempo Osuna, «se
habían perdido buenas ocasiones de em- »presas grandes».
No cabe
duda, por último, puesto que consta en una carta remitida por el duque de Osuna
mismo al Gobierno español (1), respecto á que los principales conjurados le
atribuían grandes designios en perjuicio de toda Italia, y en particular de la
República véneta; por lo cual contaban con él para sus planes. Bastaba que
fuese pública la antipatía de Osuna á los venecianos, y que tuviera una escuadra
en el golfo, para que los conjurados confiasen en él, seguramente, sin que
haya motivo para deducir, de esto solo, que aquél se prestaba á auxiliarlos.
Pero en cuanto á que ignorase el virrey, y sobre todo Bedmar, que habló con
ellos, la conspiración, parece difícil creerlo; y el último, sobre todo, ni
siquiera niega expresamente que la ignorase. Es lo más probable, por
consiguiente, en todo esto que, como Osuna decía, los soldados venecianos de la
República mal pagados, y acaso algunos plebeyos, de los
(1) Adjunta
con la letra E al despacho de 24 de Julio de 1618. Tomo xlvi de la Colección de documentos inéditos para la historia de España.
que Bedmar
suponía que estaban inclinados á ser vasallos de España y no debían ser sino
mal contentos del régimen aristocrático de su patria, tramaran una
conjuración, ó para alterar la forma de gobierno, ó, lo que es más probable, para despojar á los ricos de sus
bienes, fiados en la falta de tropas nacionales de la República; que para
asegurarse buena retirada ó tener á quien entregar la
presa, si salían bien, buscasen el favor de Osuna, el más próximo, el más
fuerte y el más conocido de los enemigos del Senado véneto; que Osuna y Bedmar,
sin comprometerse mucho, dejasen correr á sabiendas una conjuración que podía,
si no destruir aquella República, que tanto embarazaba en Italia nuestra
política, cuando menos ocasionarla males y pérdidas difíciles de reparar en
mucho tiempo, sobre todo si ardían su arsenal y su escuadra; y que el Senado
véneto, advertido, por una delación, de la conjuración militar que se
preparaba, y viendo mezclados en ella los nombres de Osuna y Bedmar, sin hallar
pruebas que directamente los comprometiesen, adoptara el prudente camino que
tomó de castigar duramente á los conspiradores, y disimular con los españoles.
Así se explica bien que los medios preparados por la mercenaria gente
conjurada fueran tan insuficientes para su empresa, aunque hubiesen podido
intentarla tranquilamente; que, descubierta la conspiración, Bedmar se
encontrara en el embarazo que la doblez siempre produce, por lo cual ni acertó
á mantener su serenidad ante el Senado véneto, ni osó permanecer más en
Venecia, aunque nadie llegara á amenazar directamente su persona. Que esta sea
la verdad y no otra, lo vino á declarar el duque de Lerma, que debió estar
mejor ente
rado que nadie, en la consulta
del Consejo de Estado de Madrid de 25 de Junio de 1618, sobre la instancia que
acerca del asunto hizo el embajador de Venecia. Dijo Lerma entonces, y nótese
que era en el secreto de las deliberaciones: «que, si en Venecia hubo subleva-
» ción, sería de naturales mal contentos y recelosos
del bien público, que acudirían al recurso que allí »tenían, que era el
embajador de España, el cual, szzz > aconsejarles
ni inducirlos, podría haberles guardado secreto, por la confianza que tenían
de él y ->por no hallarse obligado á otra cosa». ¿Estaría Lerma
personalmente enterado, de antemano, de un suceso que, con tanta exactitud á
nuestro juicio, describía luego, aunque no lo estuviesen ni el Rey ni el Consejo?No es improbable. De éste, y no de otro modo, como
el francés Mr. Daru ha demostrado, y es notorio, se entendía en el siglo xvn la fe diplomática; y bien podían ver con indiferencia,
y hasta con gusto, los gobiernos de entonces, las conjuraciones tramadas
contra un Estado enemigo, cuando nada era tan frecuente como urdirlas unos
contra otros. No nos hemos detenido, pues, tan excesivamente en este punto,
sino por poner algo en claro una cuestión muy controvertida; que, por lo demás,
á haber sido otro el gobierno de Felipe III, y si el intento de hacer á Venecia
provincia española no hubiera sido tan temerario, con razón podría
sospecharse, sin necesidad de conocer los documentos citados, que la
conjuración contra Venecia fué cosa formal. Desde la
traición de Antonio Pérez, no dejó ya más Francia de intrigar en la corona de
Aragón para que se levantase contra España, como lo logró en parte al cabo en
1640; y España, por su lado,
ni en tiempo
de Felipe II, ni aun en tiempo de su hijo, mientras tuvo recelos de Enrique IV,
dejó de favorecer cuanto pudo á los descontentos franceses. Lo que nos parece
sin fundamento, es el proyecto atribuido por Daru al duque de Osuna, de alzarse
con ayuda de Venecia, rey de Nápoles; y derivado sólo de voces vagas, que
corrieron por Nápoles, cuando en 1620 fué Osuna
destituido del virreinato. A haber tenido tal proyecto, no hubieran quedado en
vanas palabras ó amenazas las demostraciones de aquel
hombre tan osado y fecundo en recursos, el día en que, contando sólo con sus
enemigos, y con órdenes secretas de la corte, se presentó repentinamente el
cardenal D. Gaspar de Borja en Prócida, acompañado
del famoso D. Diego Saavedra Fajardo, y algunos pocos caballeros particulares
que le asistían en Roma, y violentamente se hizo conocer por virrey. Quieto,
aunque despechado, dió entonces lugar Osuna á que
todas las autoridades del reino prestasen obediencia al cardenal, y á que éste,
que era hombre de aliento, se metiera una noche secretamente en Castello Nuovo, obligándole así á entregar el mando. Pudo alegar
para resistir Osuna, y no le faltara razón, que no era conveniente forma
aquella de reemplazarle en su gobierno. Francisco Zazzera,
autor de unos diarios del gobierno de Osuna en Nápoles, refiere que estuvo
éste para volverse loco ó morir de pena, viéndose
tratado de tal suerte; que andaba furibundo y acariciando al parecer terribles
pensamientos contra el cardenal; pero no indica siquiera la especie de que
tratara de rebelarse. Ni le hubiera sido, en verdad, fácil, porque los
defectos de su carácter le habían enajenado las voluntades de todos los
españoles y de
todos los
italianos, con excepción de algunos pocos plebeyos, y el día de su relevo fuétodo júbilo Nápoles, á lo que el mismo Zazzera añade. Aquellas mismas faltas de su carácter y el
poco favor que, después de la caída de Lerma y Uceda, tenía en la corte, fueron
causa sin duda, de que se dispusiese en Madrid una forma de relevarlo tan
desusada y violenta. Por lo demás, los mayores y más hábiles enemigos del duque
en Nápoles, de lo que le acusaron no fué de traidor,
sino de enriquecerse por medios no ya ilícitos, sino hasta bárbaros, de vida
licenciosa y aun desvergonzada, y hasta de no oir misa, ni creer en Dios; y gente que á tanto llegaba no habría dejado de
acusarle de traición también por poco que valiera la sospecha. Al dar cuenta
el cardenal Borja al rey de haber echado á Osuna de Nápoles, le hablaba en
verdad de las artificiosas dilaciones de éste para dejar el mando, y de los peligros
en que por su culpa estaba ya la tranquilidad pública, pero nada de traición;
terminando, por cierto su parte, con estas severas palabras: «si V. M. no
arrima con »más cuidado el hombro al gobierno de los reinos, ex- aperimentará cada día mayores inconvenientes». Felipe III
no oyó el consejo; y el haberse sacado á Villa- franca de Milán, á Bedmar de
Venecia y á Osuna de Nápoles, no sirvió más que para disminuir en Italia
nuestro poder; porque tales como aquellos hombres eran, valían mucho más que los
que desde Madrid los censuraban.
Las de
Alemania fueron, después de las cosas de Italia, las que más llamaron la
atención de España en este reinado. No había mayor interés para ella, en el
mundo, que hallar comunicación fácil entre 14
sus lejanas
provincias de Lombardía y Flandes, al través de los extensos países, que
atravesó el gran duque de Alba con sus tercios en el siglo anterior. Por eso
levantó el conde de Fuentes el fuerte de su nombre en los confines de la Suiza
católica y de los grisones, asegurando á nuestras, tropas la entrada en
Alemania; y si hemos de dar crédito al conde de Khevenhüller,
embajador del Imperio en Madrid y autor de los Anales de Fernando 11, llegaron
asimismo á estar muy adelantados los tratos para cederle á Felipe III, en
cambio de los derechos que podía alegar á las coronas de Hungría y Bohemia, una
parte del Austria occidental, con el fin de abrirnos para siempre el paso de
los Alpes, mediante el dominio de sus dos vertientes, itálica y germánica. De
esta suerte se hubieran dado más la mano las dos ramas, alemana y española, de
la casa de Austria, y facilitádose, además, el paso
de los ejércitos de Lombardía, hasta el Rhin, donde
iban ya también tomando oportunas posiciones nuestras armas; con lo cual se
habría acudido mucho mejor al socorro y defensa de Flandes.
Precisamente
el transporte allí de tropas, por mar, sobre todo desde que dejamos de disponer
de la plaza de Calais, en tiempo de María de Inglaterra, había ya llegado á
ser tan difícil, que la frase de poner una pica en Flandes quedó en la lengua
castellana para determinar una enorme dificultad vencida. No dejó nunca el
gobierno de Felipe III, pacífico como era, de hacer esfuerzos grandes para
alcanzar tamañas ventajas. D. Gómez Suárez de Figueroa, á quien llamaron sus
contemporáneos el gran duque de Feria, y fué el
último de los magnates españoles de aquel siglo, que
algo
mereciera semejante calificación, sucedió á Villa- franca en el gobierno de
Milán; y, aprovechándose de las continuas diferencias de los habitantes de la Valte- lina con los grisones, que
los tiranizaban, intervino á mano armada en sus contiendas, y se apoderó de una
gran parte del territorio. Acababa de estallar entretanto la guerra llamada de
los treinta años en Alemania entre la unión evangélica, formada por los
protestantes alemanes y el emperador, que estaba, como todos sus antecesores
desde Carlos V, á la cabeza del partido católico alemán. Púsose también España de parte de éste, como correspondía á su tradicional política; y
el marqués de Spínola llevó á Alemania nuestro ejército de Flandes, á la sazón
ocioso, dejándonos ya empeñados para el reinado siguiente, en nuevas y
costosas empresas. No tuvo ocasión de lograr Felipe 111 ninguna ventaja notable
contra los protestantes, privilegiados enemigos de su padre. En cambio hizo más
que él contra los moros de Africa, porque, después
de ocupada Alarache, cual se ha indicado, envió en
1G14 áD. Luis Fajardo á la conquista de la fortaleza
de la Mamora, tomando con tal calor la empresa, que,
al decir de Gil González Dávila, ninguno de los nobles que podían ir «se
atrevió á quedar en la corte, teniendo por cosa » vergonzosa estar en ella
cuando las armas de su rey »entraban victoriosas en Africa». También fueron cañoneadas en este tiempo las
plazas de Salé y Arcila por las escuadras españolas; y más perseguidos que
nunca los corsarios turcos.
Pero en el
ínterin que tan perezosamente caminaba la política exterior de España, y que la
interior estaba en la apariencia reducida á fundar y dotar conventos,
no obstante
la famosa consulta del Consejo Real de 1619 y las censuras que el exceso de las
fundaciones piadosas, de la amortización y número de las personas
eclesiásticas, arrancaban ya á los mejores escritores políticos, dos cosas se
encaminaban á su fin y le tuvieron, con poco más de tres años de distancia: la
privanza del duque de Lerma y la vida de Felipe III. Aquel breve espacio de
tiempo, puede decirse que, por entero, se ocupó ya en Madrid en guerras
cortesanas. No era tan torpe Lerma que no viese venir con tiempo su caída, y
negoció que le hiciese cardenal el papa, fiando con razón de la piedad del rey,
que aquella dignidad le defendería de sus enemigos, por más que el prodigioso
influjo, que hasta allí había tenido sobre su ánimo, se convirtiese en despego,
sino en aborrecimiento. Vistióse, en suma, de
colorado para no ser ahorcado, según decía uno de los libelos aconsonantados de
la época. Porque es de advertir que, desde la muerte de Felipe II, no cesó ya
de haber una especie de periodismo clandestino y manuscrito en España. Un
cierto Iñigo Ibáñez, que fué secretario del duque de
Lerma, escribió un terrible papel contra Felipe II después de muerto,
intitulándole El Confuso y mal gobierno del rey pasado; y estuvo varias veces
preso por otras diatribas contra D. Pedro Villafranqueza y D. Rodrigo Calderón. Y en este reinado comenzó también á hacer correr de
mano en mano sus versos satíricos contra los ministros, y hasta contra el rey
mismo, el célebre conde de Villamediana. Eran ya generales, en todas formas,
la murmuración y el odio contra el favorito, cuando el rey le apartó de su
lado. En vano pretende el historiador Bernabé de Vivanco, partidario acérrimo
de
Lerma, que,
al mandarle dejar á éste el rey el manejo de los papeles, lo hizo <más por
dar satisfacción al »mundo de su fidelidad, que con pretexto de que hu- »biese cometido delito; y con
intento de volverle á su >palacio más que de apartarle, como se hubiera
visto »claro si se viera». Mucho le engañaban, sin duda, sus propios deseos á
Vivanco. Atacado el favorito, no ya sólo por los libelistas, que esto poco
importaba seguramente, sino por el confesor Aliaga, y cuantos clérigos,
frailes y monjas solían rodear al rey, en particular por el padre Juan de Santa
María; no bien defendido por sus deudos y amigos, el conde de Lemos y D.
Fernando de Borja; fuerte y astutamente contradicho, hasta por su propio hijo,
el duque de Uceda, aliado del confesor Aliaga, con cuya ayuda le disputaba
tiempo había ya la real gracia, estaba sin remedio perdido cuando le despidió
el rey. Tanto ó más, que sus propios hechos
contribuyeron ciertamente á desacreditarle y facilitar su caída los principales
agentes de quien se servía.
Era el más
caracterizado D. Rodrigo Calderón, nombrado marqués de Siete Iglesias; hombre
soberbio y codicioso, y que de humilde condición se había levantado á los más
altos puestos con escándalo de la corte, donde á la sazón lo invadía todo la
alta nobleza, si no ya ganosa de influjo social y político, sedienta de
aquellos mismos empleos provechosos, que abrían la puerta al ocio y al placer. Fué después de Calderón, el mayor favorito de Lerma un
cierto D. García de Pareja, joven, de muy buen parecer, y también de mediano
origen, sobre cuya vida ha publicado poco ha el Sr. Gayangos curiosos detalles; sospechando, como
ya había
sospechado el autor de este estudio, que este sea el verdadero nombre del que,
con el supuesto de Gil Blas, dejó las curiosas y exactísimas memorias de aquel
tiempo, que publicó el francés Le Sage, con estilo y forma de novela, y no sin
añadir, sin duda, bastantes accidentes ó detalles
propios. A D. Rodrigo, como más alto, se le acusaba de graves crímenes, de los
cuales uno se le probó plenamente: el de la muerte que mandó dar á un tal
Francisco Juara, pretextando que le quitaba el
crédito. Apartóle el rey de su servicio antes de la
caída de Lerma, mandándole formar un proceso, y aun darle tormento para que
declarase todas sus culpas, derogando para aquel caso especial, por medio de
una especie de rescripto, la ley que prohibía dársele á las personas de su
condición, fuera de pocos casos determinados. Nada hay más seguro ni más
singular que el odio implacable que mostró Felipe III á Calderón, en lo que le
quedó de vida, complaciéndose en tener noticia de su proceso, y en que se le
tratase rigurosamente. Por lo que toca á la privanza de Pareja, corrían, á lo
que parece, por la corte versiones que la hacían muy vergonzosa para él y
Lerma, de Jas cuales no sólo se hallan indicios entre
los satíricos de la época, sino en el proceso original de Calderón que se
conserva en Simancas. ¡Triste idea dan de la moralidad secreta de aquella
época, en la apariencia tan santa ó entregada á la
devoción, así este proceso de Calderón como el de Camarasa antes citado! Lerma
y Calderón, sobre todo, aparecen como codiciosos y preocupadísimos, de una
parte, y de otra destituidos de escrúpulos para mandar envenenar ó matar á hierro á quien quiera que les estorbase; siendo
varias las
muertes
repentinas y sospechosas de que, aparte de una probada, se hallan indicios
graves. Aparece también de su proceso, que Calderón trataba bastante mal á los
pajes favorecidos por Lerma á la manera que García de Pareja, y que el contar
lo que pasaba en casa del gran privado de Felipe III, podía fácilmente conducir
al hablador á prisión y á la muerte. No es extraño, pues, que trasluciéndose
poco á poco su vida íntima, llegara á tener tan poquísimos amigos Lerma, y que
el mismo Felipe III, de algo advertido, que ya le pareciese inexcusable, le
perdiera el cariño tenaz que le tuvo.
Mandóle, por último, retirarse á
Lerma á Valladolid, donde todavía años después se descubrió que tenía parte en
una trama urdida por medio de su confesor para asesinar al conde-duque de
Olivares, ministro de Felipe IV. ¡A tanto llegaba la ambición de aquel
magnate, que era, sin embargo, dulce y humano, según todas las apariencias, y
á tanto la perversión secreta de su tiempo! A la verdad, las faltas expuestas ó someramente indicadas de Lerma, le señalan por uno de los
hombres menos estimables, que hayan puesto hasta aquí mano en el gobierno de
España. La Inquisición daba evidentemente más religión á los labios que á los
corazones, ó al menos los que la manejaban no se
aplicaban á sí propios la severidad que á los demás, ¡base rápidamente
degradando, en tanto, el carácter español, y convirtiéndose la antigua
turbulencia en hipocresía. Se advierte, sin embargo, que la Inquisición era
cada día más intolerante con las ideas que juzgaba peligrosas, ó con las prácticas heréticas y supersticiosas; pero no
tan dura como pudiera creerse con los pe
cados
comunes. Así obedecía á su carácter más bien político que religioso;
dependiendo además, en esto como en todo, la eficacia de su acción, del impulso
que le comunicaba el poder real, á quien principalmente servía. Nada sería más
curioso ahora, bien que ajeno de la índole de este trabajo, que relatar
minuciosamente la persecución de que fueron objeto, uno tras otro, no sólo los
deudos, sino los amigos todos de Lerma, después de su caída, y hasta su propio
hijo, miserable instrumento de los enemigos de su casa para derribar al más
temible de ella, que era el padre. Bernabé de Vivanco, que la cuenta muy al por
menor, como quien la padeció, siempre atribuye al partido de los clérigos,
frailes y monjas, no sólo las desgracias de Lerma, sino las de todos los
suyos.
La última
acción notable de Felipe III, fué su viaje á
Portugal, donde celebró Cortes, porque ya, á la vuelta, estuvo para morir en
Casa-Rubios, donde llegó á hacer testamento. Alivióse,
al parecer, algún tanto; y en el poco tiempo que le quedó de vida, apenas le
preocupó ya otra cosa que el proceso de Calderón. Pero bien pronto volvió á
caer enfermo, y el 31 de Marzo de 1621 acabó sus días, asistido, entre otros,
por el varias veces referido Florencia, á quien no sin razón dijo poco antes
de expirar: «Ahora no hallo cosa buena que »me aliente, ni vos cuando
prediquéis en mis honras »la hallaréis que decir; pero encárgoos que miréis por »la honra de los muertos». Atormentábale,
con efecto, y mas que nunca, en aquella hora suprema el recuerdo de las
omisiones que había tenido en el reinar; de no haber gobernado por su persona;
de haber entregado su voluntad á otro que á Dios. Los famosos cohechos
por él
consentidos debieron también ponérsele entonces con su verdadero carácter,
ante los ojos; y más si pensó en que hubo hombre, como el conde de Villa-
longa, D. Pedro Franqueza, secretario de Estado de Aragón, que, en treinta y
seis años con su padre, no tuvo nota, y en su tiempo dió lugar, llevado del mal ejemplo de otros más altos, á que se le capitulase por
cuatrocientas setenta y cuatro cargos nada menos; de resultas de lo cual murió
en la cárcel. No fué más honrado que su padre el
último primer ministro de Felipe, D. Cristóbal de Sandoval y Rojas, duque de
Uceda; de suerte que, con ser tan devoto y casi santo, dejó Felipe III
corrompido el gobierno, cual nunca, lo cual debió producirle profundísima
amargura. Al exhalar su último suspiro tenía en las manos el propio crucifijo
con que habían muerto su abuelo y su padre; ¡piadosa y singular tradición de
familia! Y es digno de notarse aquí, por último, que los minuciosos detalles
que quedan de aquellos postreros momentos de Felipe III, los consignó con
fecha 13 de Abril de aquel ano, la primera de las cartas impresas que, con la
firma de Andrés de Al- mansa y Mendoza, ó simplemente
Andrés Mendoza, pasan por ser en España el primer ensayo del periodismo.
ENOS POBLADA
quizá que en el reinado anterior, quedó al terminar éste la Península, á parte
de la expulsión de los moriscos. El
ejército,
con la misma organización y reputación toda
vía que en
los tiempos pasados, tocante á los cuerpos viejos, aunque ya comenzaran á
mermar su prestigio, sobre todo el de la infantería, algunos sobrado bisoños,
que pasaron á la guerra de Saboya. La marina, con
más
reputación quizá que nunca, gracias á los armamentos felices de Osuna en
Nápoles. Luego que pasaron, dice con respecto á las letras Capmany, «los días
* felices aún del reinado de Felipe III, que disfrutó de »los ingenios que
habían sobrevivido al reinado de su >padre, el lenguaje declinó insensiblemente»;
pero, hasta entonces, continuó brillando el Siglo de Oro de
nuestra
literatura con los mayores prosistas y poetas que haya alcanzado España. Los Argensolas, Jáuregui, Villegas, el mismo Lope de Vega,
florecieron en este tiempo; pero también Góngora, de suerte que dentro de este
progreso estaba ya la decadencia. Sigüenza y
Yepes,
fueron con Mariana y Cervantes, heredados de Felipe II, los principales
prosistas de la época; y basta para decir cuáles eran citarlos. Los padres Juan
Márquez y Juan de Santa María, con su Gobernador Cristiano y República
Cristiana vulgarizaban, en tanto, el Derecho público del siglo, escribiendo
acerca de él en romance, y no sin mantener atrevidas opiniones; al paso que el
canónigo Pedro Fernández de 'Navarrete en su Conset vación de Monarquías, el Padre Juan de Mariana sobre la
moneda, y otros echababan los cimientos de la
Economía política. Por lo que toca á las Cortes y en especial las de Castilla,
ni más ni menos influyeron que antes, habiéndolas reunido Felipe II once
veces, y seis su hijo, en la mitad de tiempo de reinado. La Hacienda no tuvo
tan graves ni tan frecuentes compromisos como en el reinado anterior, porque
hubo menos ocasiones de gastarla. Mas, sin embargo, los mayores errores
económicos que se cometieron en España durante la dinastía austríaca, en este
reinado, tuvieron lugar precisamente. Hemos visto, por Luis Cabrera, que al
comenzar á reinar Felipe II, estaba en buen arreglo la moneda, no habiéndose
pensado aún en sacar partido de ella, para proporcionar recursos á la Hacienda
pública, con daño de todos y de la riqueza de la nación. Con efecto, ni los
Reyes Católicos, ni Carlos V tocaron al justo valor de la moneda, bien que no
les faltasen antiguos y malos ejemplos que seguir; y Felipe II los imitó
generalmente en este punto, cediendo en algo á las exageradas y erróneas
pretensiones de las Cortes; pero resistiendo en lo más importante. Desde este
reinado de Felipe III, «desatóse ya», dice con razón
el Sr. Colmeiro, «una lluvia de pragmáticas alterando
la
amoneda, tan
indiscretas y contradictorias, que no es a fácil ni necesario recogerlas», ó sea exponerlas. Pues esto, aunque profundamente
perturbador, de los cambios, y contrario al desarrollo del comercio, no fué nada comparado con el daño de acuñar sin tasa la
moneda de vellón, como si se creasen así valores reales, ó no debiera ella ser meramente supletoria; daño desde 1603 experimentado.
Inundaron bien pronto los comerciantes extranjeros de moneda de cobre,
falsificada en sus fábricas, nuestros mercados, llevándose en cambio el oro y
plata que venía de América; de suerte que por uno que el gobierno ganó,
perdieron ciento los particulares, y el desorden ocasionado por tal manera,
duró ya todo el siglo xvíi. Contemplando, finalmente,
aunque de muy lejos, estas cosas, el napolitano Tomás de Campanella, y el
holandés Juan de Laet, predijeron ya entonces la
ruina próxima del poderío español. Y en España mismo, escribió al morir Felipe
III el novelista é historiador Gonzálo de Céspedes y
Meneses, al dar principio á la historia de Felipe IV, estas solemnes palabras:
«el gran empeño y diversiones de sus riquezas »y tesoros, cargas de pechos y
gabelas, arbitrio in- »fausto y detestable de la moneda de vellón, y la larga
»invasión de sus rebeldes, parece que amagan seguros »males al imperio, y que
es lícito argüir del nuevo »príncipe español, que ha venido á ser reparo ó á ser »testigo de su ruina». No fué ni reparo, ni testigo, como veremos ahora: fué tal el
nuevo príncipe, que se bastaba él para perder cualquier monarquía, dado un
régimen político en que tanto dependía ya de las condiciones personales del
gobernante, como era á la sazón el de España.
VIH
UVO FELIPE
IV dos hermanos varones, á los cuales amó tiernamente: D. Carlos el uno que
nunca se separó de su lado, hasta que murió al frisar en veinticinco años, y D.
Fernando, de quien
se hablará
más largamente después. Asi como el primero se
entregó á lecturas literarias, llegando á ser más que mediano poeta, el
segundo, á quien se dió un capelo y el arzobispado
de Toledo, de niño nunca pensó más que en armas, caballos y planos de
fortalezas ó batallas, según refieren los embajadores
vénetos. También tenía aquel monarca dos hermanas, que habrá que mencionar más
adelante, Doña Ana que fué reina de Francia, y Doña
María que estuvo para ser reina de Inglaterra, y fué al cabo emperatriz. Comenzó, á poco de empezar este reinado, la desaparición
insensible en palacio del influjo de los eclesiásticos; porque, aunque era
puntual en cumplir los deberes de cristiano el nuevo rey, nada tenía, sin
embargo, de devoto. Si al fin de sus cansados años comunicó pensamientos
íntimos con alguna persona consagrada á Dios, para aliviar su alma, no puede
decirse que
entonces, antes, ni después, estuviese la corte de España bajo la influencia
clerical, como había estado. En cambio se sometió tanto ó más que su padre á su privado el conde de Olivares; llegando, por eso, á
contar el P. Maestro Laynez y otros escritores políticos, la mala costumbre de
tener privados, ó personas en quien soltar el peso
del gobierno, como institución particular y propia de la monarquía absoluta. •
Vivamente
combatida antes la supuesta institución por los escritores y el clero, rehusó
al principio Olivares el nombre de tal; pero tomó luego todas las
atribuciones de Lerma, acabando por recibir también, sin escrúpulo, el título
de privado ó valido. El privado, pues, los Consejos y
las Juntas transitorias que con los individuos de ellos solían formarse para
casos especiales, continuaron constituyendo en el nuevo reinado el gobierno
español. La oposición, que mucho tiempo latente, á causa de la avasalladora
influencia de Olivares sobre el rey, se compuso al cabo de la grandeza y los
nobles, llamados por Felipe III, y convertidos ya en intrigantes; y al calor
de esta clase privilegiada se reunían todos los descontentos del poder. Este,
no hallándose ya ejercido por la persona real, que era á quien tributaban una
especie de culto los súbditos altos y bajos, comenzó á perder algo de día en
día de su antiguo prestigio; y aflojada además la administración de justicia, y
relajado el gobierno político, poco á poco sefuéobrando una transformación talen las costumbres, que parece imposible en tan breve
espacio. Comparando las Relaciones del historiador Luis de Cabrera, con los
Avisos de Pellicer (una y otra obra ya publicadas), adviértese una diferencia inmensa en el número y cali
dad de
excesos ó crímenes, desde Felipe III á Felipe IV. El
pueblo, que no había hecho más que oir, admirar, ó temer en tiempo de Felipe II, y murmurar ó lamentarse con prudencia en el de Felipe III, comienza
aquí á dar claras señales de seguir con más atención que respeto, la marcha de
las cosas palaciegas, que son las únicas políticas un tanto á su alcance. Y las
publicaciones clandestinas, nacidas á raíz de la muerte de Felipe II, y
bastante leídas ya en los días de Felipe III, rápidamente se aumentaron, asi en número como en éxito, llegando á ostentar por último
una licencia, no superada en ninguna monárquía, ni en
las más libres, hasta ahora. Faltaba aplicar la imprenta á estas
murmuraciones, cosa que nadie osaba, por la dificultad del secreto en una
industria, que andaba en tan pocas manos; faltaba la comunicación general de
unas y otras provincias, y de unos súbditos con otros, que habría hecho aquel
género de oposición mucho más peligroso; pero en Madrid, por lo menos, todos
los actos del gobierno eran áspera y libremente zaheridos no ya de palabra,
sino también por escrito. En estos papeles, compuestos muchos de ellos por
personas que habían corrido el mundo y estaban libres de las preocupaciones
vulgares, no sólo se decía la verdad al rey y á los ministros, sino á la
nación misma. Cuerpo fantástico, llamó, por ejemplo, á su celebrado poder y grandeza,
uno de ellos. Tales caracteres distinguieron, en suma, de la de otros tiempos,
la política interior de España, en el largo período de reinado que comienza á
ocuparnos. Los principales personajes de entonces darémos-
los á conocer como hasta aquí, valiéndonos ordinariamente de las Relaciones
venecianas. Pedro Gritti, que
15
conoció á
Felipe IV en vida de su padre, y á la edad de diez y seis años, le atribuye
gran vivacidad de ingenio natural, quieto y plácido, aunque algo más inclinado
á la cólera que el de aquel, y suma cortesía. No asistía al Consejo de Estado,
ni siquiera como su padre á una junta especial, para enterarse de los negocios,
cosa que él lamentaba, más que convenía al monarquismo receloso de la época; y
según Gritti añade, los ministros le vigilaban por
eso sobremanera, y no decía una palabra que no se pusiese al punto en
conocimiento de su padre. El único rey de esta dinastía que tuvo, por lo que
se ve, generosa confianza en su sucesor, fué Carlos
V. Tal como le describe Gritti tenía que ser aún
Felipe IV, cuando sucedió á su padre; y once años después dijo de él Luis Mocénigo, que era en todos los ejercicios corporales muy
ágil, gran jinete, sufrido á la fatiga, amigo de la caza y en general de
diversiones, sobre todo de las corridas de toros, en que solía tomar parte, y
de las comedias, para ver las cuales iba de incógnito á los teatros ó corrales, además de hacerlas representar en palacio
frecuentemente. Conocíase que presumía mucho de sí
propio, daba con facilidad audiencias, contestaba brevemente y con
generalidades, aparentaba gravedad, vestía con modestia de ordinario; pero se
complacía mucho también en mostrarse de gran gala: no se ocupaba poco ni mucho
en los negocios públicos, y era muy dado al amor, con mujeres de condición
humilde por lo común. «Si gobernase, se cree »de él que lo haría puntualmente y
con equidad y justicia»; decía Francisco Córner en 1634, resumiendo en dos
palabras las condiciones de su carácter. Estaba muy dado á la lectura de libros
históricos por entonces;
parecía
menos entregado que antes á las mujeres y gustaba ya bastante de que le
enterasen de cuanto pasaba; mas cual siempre lo fiaba todo en su favorito, y
aun le contaba cuanto le decían, por lo cual nadie osaba hablarle con
franqueza. Poco á poco los años, el quebranto de salud nunca robusta y muy
gastada en los placeres, y las grandes desgracias de su reinado, fueron
convirtiendo el carácter de Felipe IV, de placentero que era, en melancólico;
pero no se empeoraron por eso sus cualidades morales. En 1643, después de
despedir de su servicio al conde-duque, ya esta transformación se había
verificado; y Gerónimo Justi- niani,
que le conoció á la sazón, dijo que era amabilísimo con sus servidores, y más
aún con los embajadores extranjeros; que era más compasivo que liberal; que su
repugnancia á derramar sangre era tal, que la impunidad más escandalosa
comenzaba á enseñorearse del reino; y que amargamente lamentaba ya la
disipación de tesoros, la pérdida de Estados, la destrucción de ejércitos y
escuadras, la aflicción de unos vasallos, la rebelión de otros, cuantas
desventuras, en fin, había presenciado desde el trono. Añade Justiniani que su
capacidad era bastante para todo; sin embargo de lo cual desconfiaba muchísimo
de sí mismo, y tenía la responsabilidad moral de las resoluciones, gustando de
seguir los consejos de otros, y echarles la culpa de cualquier mal éxito. Por
último, resume Justiniani su juicio acerca de lo que aquel rey era en la
madurez de su edad, con estas severas palabras: «Hay en él más »forma que
substancia, y á la manera de los ídolos antiguos, él recibe la adoración, y
sus ministros dan por »él las respuestas». La reina Isabel, en tanto, su pri
mera mujer,
nada intervino en los negocios póblicos, hasta que
llegaron los grandes desastres de la monarquía: contentándose con llorar en
silencio la infidelidad del rey, que enamoraba á las mujeres de su propia
servidumbre, y llegó á tener, según en Madrid se decía y refirió á su corte un
veneciano, hasta veintitrés hijos bastardos. Piadosa, dulce, poco dotada de
salud en la última parte de su vida, tan estimada en la corte como su difunta
suegra Doña Margarita, que casi murió en opinión de santa, al decir de
Francisco Córner, confirmado por otros embajadores vénetos, ni el menor motivo
existe para sospechar de su virtud, como cierta tradición poética ha hecho.
Prestó á ello ocasión la muerte violenta, dada de orden del conde-duque, y con
asentimiento, sin duda, del rey, al conde de Villa- mediana. Mas, de una parte,
ha demostrado D. Juan Eugenio Hartzenbusch, en cierto Discurso académico, los
falsos fundamentos en que la tradición de los amores de Villamediana se apoya;
y todo da á entender, de otra, que lo mismo Villamediana, que el gran amigo de
Quevedo, Adán de la Parra, si cual parece murieron por sentencias secretas,
iguales á las que costaron la vida á Montigny y Escovedo, no fueron motivados sino de sus excesos de pluma.
Villamediana, sobre todo, desterrado ya en tiempo de Felipe 111, y vuelto á la
gracia y séquito real, en el de Felipe IV, se puso de nuevo en oposición al
gobierno bien pronto; y comenzó contra él una guerra de papeles, letrillas y
epigramas sangrientos, que no perdonaban al rey, ni al privado, ni á ningún
personaje influyente de la época. El ser anónimos los papeles y epigramas,
impedía formar procesos solemnes contra ellos; el ser tales como
eran solían
señalar con certidumbre á los autores; y aunque notoriamente humano y bondadoso
Felipe IV, no era difícil que, á instancia de su primer ministro, resolviese
hacer ciertos ejemplares con un género de enemigos, como los libelistas, que en
ninguna época, ni siquiera en el siglo en que vivimos, han sido tratados con
indulgencia, á la larga, por ninguno de los poderes, que han combatido, y que
han terminado por echar mano de todas sus armas. La calidad, la reinci- cidencia, el exceso y la
generalidad de los ataques, la dureza penal de los tiempos, todo esto junto,
contribuyó á que, en el caso de Villamediana, por ejemplo, fuese el castigo
desproporcionado; pero el de Quevedo y otros escritores enemigos del gobierno,
excedió poco de los que ha presenciado en España misma, con todos los partidos,
la generación contemporánea. Pero sea lo que quiera de esto, lo cierto es que
nada aparece hasta aquí menos probado que el que faltara á la reina Isabel en
lo más mínimo, á la severidad de conducta usada por todas las reinas de España
desde los días infelices de Enrique IV. Queda por pintar brevemente la persona
y los hechos del privado, para formar idea completa de las personas que
figuraron en la primera, y más larga é interesante parte de este reinado.
Tenía el
conde de Olivares, D. Gaspar de Guzmán, al tomar realmente las riendas del
poder, menos de treinta años; y era hombre de temperamento sanguíneo, colérico,
de feliz memoria y buen discurso, aunque sin experiencia política alguna;
habiendo mostrado ya grande astucia con saber mantenerse en la cámara del
príncipe, á pesar de los recelos primero, y luego de la enemistad de Lerma,
contra el cual trabajó en verdad
cuanto pudo,
durante la decadencia de su favor, coligado con el partido que le era opuesto.
Parece que al principio no fuese Olivares simpático al príncipe, que no supo
pasarse luego sin él por tantos años. Verdad es que, al decir de Luis Mocénigo, era muy distinto su proceder del de otros
favoritos; veía poco á su señor, le trataba con rigor, en lugar de persuadirlo ó rogarle; parecía como si diese órdenes, y aunque le viera
ya con opinión formada, mantenía á todo trance la suya propia. Era, de otra
parte, incansable en los negocios; y, por consagrarse á ellos, abandonó todo
género de diversiones, asistiendo sólo por acompañar al rey. Su entendimiento
se inclinaba naturalmente á la paradoja; complacíase en todo lo nuevo y extraordinario; forjábase fácilmente quimeras; cualquier intento imposible, lo tenía por obvio, hasta que
las dificultades, que despreciaba al principio, sobrevenían y lo aterraban,
cogiéndole de improviso. De este retrato de Luis Mocénigo,
lleno de verdad, sin duda alguna, se trasluce bien lo que era en substancia
aquel ministro: hombre de entendimiento no vulgar, lleno de buen deseo, y
hasta de noble ambición de servir á su patria; pero falto de aplomo, y la
experiencia que solamente el hondo estudio ó la larga
práctica de los negocios proporcionan; un político visionario, en fin, de esos
que engendran todos los tiempos, y en todos traen' sobre los pueblos, que
ciegamente los siguen, confusión y estrago. Lo que Mocénigo dijo, y lo que el autor de este trabajo piensa, lo confirma el embajador
Francisco Córner, diciendo, que era el conde-duque de muy capaz entendimiento, que
estaba siempre sobre los negocios, alimentando únicamente su alma con las
ideas del poder; que no era sen
sible sino á la ambición; y que
los ya numerosísimos y poderosos enemigos, que contaba, de 1631 á 1634, «no
aponían en duda su integridad, no negaban su aplica- »ción,
ni su deseo ardiente de acertar y engrandecer el »reino, sino que le culpaban
del mal éxito que alcanzaba su política, atribuyéndolo á la impetuosidad de su
»carácter, á su afición á novedades, á sus pretensiones »mismas de hacer más
grande á la monarquía, que pen- »saban otros
ministros y que podía serlo», á poca madurez, en suma, de su juicio. Acusábanle también, y no sin razón, según las noticias
todas, de insoportablemente altanero en su trato, de hablar demasiado, y con
tal vehemencia, que dejaba descubrir sus intenciones á los enemigos; y aun
quizá les pesaba á los cortesanos de entonces, bien que no hablaran de eso
tanto, el que siguiendo la inclinación natural del rey, fuera más avaro que
pródigo en mercedes, y que ya que él no se apropiaba los dineros públicos,
impidiese que otros se lo apropiaran, como solían, en tiempo de Felipe III.
Juan Justiniano, que sucedió á Córner, decía también del favorito en 1638,
cuando ya iba de capa caída, que era Señor «de grande y pronto ingenio,
inteligente, incansable en la fatiga, solícito en el servicio del rey, »fácil
y amable en las audiencias», refiriéndose á las de los embajadores
probablemente. Anade Justiniano que, ni más ni menos
que al rey, cual hemos dicho, le repugnaban á D. Gaspar de Guzmán los severos
ejemplares de justicia; que gustaba de oir proyectos
y experimentarlos; que por la vivacidad de su genio se dejaba arrastrar de la
cólera á veces; que vivía sin ostentación, y con integridad y honradez, y no
solo él mismo, sino también cuantos le rodeaban. El único de
estos que dió que decir de su persona, según los venecianos, fuéel jesuíta Salazar, su
confesor, contra quien descargaron también su saña impíamente los escritores
clandestinos de la época; y aquel de sus secretarios de quien fiaba más, sin
que se murmurase, era el portugués Meló; el mismo, sin duda, que mandó luego
en Rocroy.
Lejos de
tomar para sí nada, en el entretanto, Justiniano suponía que su amor á las
empresas extranjeras llegó á punto de dar para ellas su propio dinero. Por lo
demás, el veneciano advierte que cualquier mediano éxito político ó militar, le llenaba de esperanzas extraordinarias, y que
para ser bien oído, no había más que hablarle de proyectos de engrandecimiento
de la monarquía; todo propio de su inexperiencia, de su ignorancia política y
de su poco exacto juicio. El último embajador véneto que de Guzmán trata, es
Luis Contarini, que desde 1638 á 1641 estuvo en España; y esforzando cuanto
habían dicho los anteriores, le proclama «hombre capaz y astuto, no
bastantemente estimado, muy prudente y perspicaz, desinteresado, asiduo al
trabajo día y noche, religioso, pío, »amante de lo justo y de lo honesto; pero
colérico, »impetuoso, terco, hasta el punto de no querer oir muchas veces á los que mantenían opiniones contrarias». Tal le había hecho á
la larga la práctica del gobierno. Merece, á la verdad, el hombre en cuyas
manos hizo patente su decadencia la monarquía española, «apeán-
»dosenos del concepto altísimo, en que hasta allí nos
»tenían los extranjeros» como Vivanco dice, que nos hayamos detenido en dar á
conocer, por testigos conformes é irrecusables, su verdadero carácter y circuns
tancias. La excesiva duración de
su mando, y á un tiempo mismo así sus buenas como sus malas cualidades, le
enajenaron la voluntad de los más poderosos de sus contemporáneos; y el vulgo,
que juzga siempre por el éxito á sus gobernantes, también le aborreció, porque fué desgraciado, condenando sin defensa su memoria. Pero es
hora ya de que la historia pronuncie imparcial- mente su fallo, no absolviendo
ciertamente de sus notorias y graves faltas al desdichado ministro, sino
reduciéndolas á su justo valor. No era Olivares, no, ni un hombre vulgar, ni
un malvado; y su carácter merece respeto más bien que otra cosa. Aun es
difícil calcular qué otra persona hubiera podido reemplazarle con ventaja en
el gobierno, durante aquel reinado, porque desde que Felipe II, abandonando la
generosa confianza de su padre, dejó de educar para rey á su hijo; y desde que
los nuevos reyes no guardaron los ministros de sus antecesores, al modo que
retuvo Felipe II los de su padre, á costa de humillaciones, la tradición y la
experiencia, que forman el alma de las monarquías absolutas, se rompieron de
un golpe; quedando entregado el poder á aprendices políticos, que á costa de
la nación se ensayaron en su difícil ejercicio. El más inteligente, el más
trabajador, el más honrado, el de más buena fe de todos aquellos ambiciosos
inexpertos, fué D. Gaspar de Guzmán, sin duda
alguna; pero no era posible que tal cual era, dejase de imprimir una errada
dirección á la política, y cuando la quiso acaso cambiar, no era ya tiempo.
Esto es cuanto hay que decir de la persona; y, tocante á los sucesos ocurridos
durante su gobierno, preciso es recordar, antes de referirlos, lo que eran la
grandeza y el poder de Es
paña en el momento mismo de su
apogeo: en el reinado de Felipé II.
El carácter
pacífico del tercer Felipe, la prudencia de Lerma, única buena cualidad
política que poseía, y más que nada la muerte de Enrique IV, con la minoridad
de Luis XIII, en Francia, aplazaron por algunos años el triste espectáculo de
la impotencia radical que tenía España para mantener su posición y su política
en el mundo; pero la hora había de llegar y llegó en tiempo de Felipe IV y de
su gran favorito. Restableció, á la verdad, Olivares el gobierno personal de
Felipe II, sin tener su experiencia ni su gran juicio; pero los ministros de
Felipe III y de Carlos II siguieron más que él los dictámenes de los Consejos,
y no les fué por eso mejor. Hubo menos calma, menos
prudencia, es indudable, en el gobierno personal de Olivares que en el de los
rutinarios juristas ó magnates de los Consejos; pero
hubo mayor actividad, en cambio, más fertilidad de recursos, más unidad, sobre
todo en el mando. Las provincias, principalmente las lejanas, se gobernaron
solas, según el capricho ó la condición de sus
virreyes, en el reinado de Felipe III, como ya se ha visto, y en el de Carlos
II como veremos después. Olivares con su constante atención á los negocios,
con su actividad quizá excesiva, con su inteligencia evidentemente superior, dió cierta unidad de nuevo á la acción del poder, que acaso
le permitió resistir á la contraria fortuna por algún más tiempo. Pero la
lucha principal había de ser con Francia, que contaba ya á la sazón con veinte
millones unidos de almas, cuando la de España, que algún tanto creció, no
obstante, en este reinado, con la poca paz que hubo, no debía de pasar de ocho
apenas. Por otra
parte, los
Estados de fuera de la Península, aunque ricos y poderosos en sí, nos
obligaban á diseminar nuestras ya escasas fuerzas; los fueros de las
provincias Vascongadas, de Navarra'y de Aragón,
echaban todo el peso de los tributos y de la guerra sobre la Corona de
Castilla; y ninguna de estas dificultades las había creado Olivares. Tampoco
estableció el Santo Oficio, y con él la superstición y la ruina pronta de todo
saber útil en España, ni ocasionó la desaparición de las industrias, y de las
célebres ferias nacionales, del todo ya realizada en tiempo de Felipe III, ni dió rienda suelta á la amortización y á las fundaciones
monásticas, que tanta parte tuvieron en el empobrecimiento material de España,
ni expulsó judíos ó moriscos, ni siquiera estimuló
las persecuciones religiosas contra judíos ó heréticos, ni dió por sí solo lugar al descontento de
la Corona de Aragón que venía desde Felipe II, ni fué quien dejó á Portugal tan suelto del resto de la monarquía, y tan poco afecto
á su unión con los demás reinos, nunca de buena voluntad aceptada. En lo que
pecó principalmente, fué en no estudiar bastante á
fondo aquellos males que, no porque no los hubiese originado él, existían
menos, y en querer remediarlo y salvarlo todo á un tiempo. Pero mantener más en
pie aquel deforme coloso de '.a monarquía española era imposible de todas
suertes, como * desde el principio de esta obra dejamos ya indicado; y dado que
no era verosímil que rindiera España, sin combate, la cerviz al destino, quizá fué Olivares, por su propio amor á lo imposible, el hombre
propio de las circunstancias.
De mucho
tiempo antes que Felipe III muriera, sabíase, por lo
demás, en la corte quién había de ser el mi
nistro y favorito de su sucesor;
y no tardó él por cierto en demostrar su privanza. En los últimos días del rey
difunto, los amigos de Lerma, que estaba retirado en su villa de éste nombre,
movidos de la ilusión de que se hizo eco Vivanco, quisieron tentar de nuevo la
fortuna, mandándole venir á toda prisa. Era temida su llegada de muchos, por si
prolongaba el moribundo rey la vida y lo volvía á su gracia; pero Olivares
cortó la dificultad aconsejando al príncipe que ejerciese jurisdicción
anticipada, y ordenara al cardenal que se volviese á Lerma. Hízolo el príncipe, y Lerma obedeció, no sin advertir que
no reconocía aún autoridad en quien lo mandaba; y tomando aquel odio á
Olivares, que paró en un conato de envenenamiento. Tampoco había muerto
todavía Felipe III cuando Olivares le dijo públicamente al duque de Uceda, su
antecesor, según se cuenta: «wz todo es mío». Tres
días después de muerto Felipe III, logró asimismo reparación del agravio que de
aquél había recibido, no queriéndole hacer grande. Propúsose con gran calor en seguida desagraviar á la nación de los ministros y cortesanos
de Felipe III, y el primero que pagó sus culpas fué el Padre Aliaga, desterrado de la corte. Continuóse apresurando, por otro lado, el proceso de D. Rodrigo Calderón, contra el cual
hubo extraño rencor, no sólo de parte de Felipe III, sino de su hijo y
Olivares, que, humanos con todo el mundo, fueron con él implacables. Habíase
hecho odioso D. Rodrigo por su desmesurada soberbia, sobre todo á la nobleza,
que se la perdonaba menos por su origen humilde, y no halló alrededor sino
acusadores ó verdugos. Fué,
pues, á la postre condenado á muerte, y degollado en la Playa Mayor de Madrid;
y la noble entereza con que
murió,
corriendo aún el año de 1621, disculpó en la opinión veleidosa del pueblo
todos sus yerros. Si no hubo otro motivo para su castigo que el asesinato de Juara, confesado en el proceso, fué aquel sin duda excesivo para las ideas del tiempo, porque, como dijo Vi- vanco aludiendo á la muerte que se dió más tarde á Villamediana, «si mandar matar á un hombre ordinario, »puso á un hombre
tan grande en tal estrago, si fuera »noble, y el aplauso de los más valientes
ingenios, ¿qué »debería hacerse con el agresor? » Desconocía, ó afectaba ignorar Vivanco, que lo de Villamediana no
procedió seguramente, como lo de Juara, de venganza
privada de un ministro, sino de castigo real; aunque destituido de formas
jurídicas y odioso como todos los de su especie. «En este instante, se comenzó
á tocar», escribe también Vivanco, al referir estos primeros pasos del nuevo
ministro, «la destrucción de la casa de Lerma y »la de sus criados»; y, con
efecto, no bien acabado el proceso de Calderón, comenzaron los de tres duques
muy famosos en el anterior reinado: Lerma, Uceda y Osuna. Andaba éste último
por la corte desde 1620 que vino de Nápoles, suscitándose enemistades, antes
que aplacando las antiguas, con la soberbia de su condición, y el lujo
desmesurado de su casa y persona. Públicamente se le acusaba en corrillos y
papeles de haberse enriquecido malamente en el gobierno de Nápoles; y el conde
de Villamediana le apellidó, antes de morir, el ladrón, en unas coplas.
Despreciaba tales murmuraciones Osuna, y aun las alentaba cada día con su
conducta, llevando tras sí siempre veinte coches con multitud de caballeros
españoles y napolitanos, sus favorecidos, haciéndose, además, guardar por
cincuenta capitanes y
alféreces
reformados, vistiendo, en fin, telas extrañas y costosísimas, sembradas de
piedras preciosas. En una de las fiestas de Madrid entró á justar en la Plaza
Mayor con cien lacayos vestidos de azul y plata; y no había príncipe ó grande que le igualase en magnificencia, ni el rey
apenas. Mientras vivió Felipe III y Uceda, á quien tan suyo tenía por
parentesco $ dádivas, dirigió el gobierno, la emulación nada pudo contra él;
pero el conde-duque, íntegro de por sí y con vivo deseo de señalarse por
justo, no quiso dejarle sin castigo. Ya la nobleza y tribunales de Nápoles
habían hecho una información para justificar el haber llamado al cardenal Bor-
ja. Sobre los datos ciertamente exagerados de esta información, se decretó la
prisión del duque, que llevó su desgracia con entereza durante los dos años y
medio que estuvo encerrado, ya en el castillo de la Alameda, cuyos muros, á
medio caer, se ven aún no lejos de la quinta que con aquel nombre tenían ha
poco sus sucesores, ya en Madrid, donde murió, más de despecho que de otra
cosa. Libró á Lerma de andar los mismos pasos que Calderón ú Osuna el capelo
cardenalicio, como había previsto, y ni aun por la indigna conjuración urdida
contra Olivares, recibió otro castigo que darle á entender que la sabía el
rey. Mas Uceda, que no tenía tal defensa, cayó en poder de los tribunales, y
sabe Dios á dónde llegara su castigo, si el rey no hubiese intervenido, contra
su costumbre, en aquel asunto, declarando en una cédula autógrafa, que no había
faltado á sus obligaciones. Lo mismo Lerma que su hijo llevaron al sepulcro
bien pronto sus pesares; pero entretanto estuvieron sujetos á una junta
llamada de reformación de costumbres, constituida con el objeto de que á todos
los que eran
y habían sido ministros, desde 1603, se les registrase la hacienda que poseían ó habían enajenado, bajo penas gravísimas, de modo que
fuera fácilmente conocido el patrimonio de cada uno, para calcular si lo había ó no aumentado por malos medios. Fué,
en virtud de este retrospectivo examen, condenado Lerma á pagar al fisco
setenta y dos mil ducados anuales y el atraso de veinte años, por las rentas y
riquezas adquiridas en su ministerio. Dió con este
motivo el pueblo de Madrid señales de gran contento y hasta de frenesí, muy á
despecho de Vivanco, que se desató contra él en imprecaciones, como si entonces
no tuviera la multitud razón, aunque no la tenga siempre. No se contentó,
naturalmente, Olivares con rebajar á los contrarios, sino que elevó al mismo
tiempo á otros, procurando hacerse también clientela. Alzó los destierros á
personas importantes que los padecían por su oposición al gobierno pasado, y
devolvió plazas y dignidades que se tenían por mal quitadas; siendo entonces
cuando, entre otros, volvieron á la corte Villamediana del monasterio de
Fitero y Quevedo de la Torre de Juan Abad, famoso ya éste último por sus obras
y su amistad con Osuna. Pero lo más importante que debe considerarse en este
cambio de rey y ministro, es lo que en él hubo de verdaderamente político.
Extractándolo de la extensa y confusa obra del tan repetidas veces citado
Vivanco, ha publicado en otra ocasión ya el autor de este trabajo, el programa
de Olivares al encargarse del gobierno, que da idea clara del estrecho sentido
político de aquel tiempo. Comenzó por insinuarle al nuevo rey, «que »muchos,
viéndole de tan pocos años, se le querrían ^introducir á darle consejos y
gobernarle, y que esto
osería
dejarle caer á cada paso en notable confusión, y »se perturbaría todo el buen
gobierno, y que así S. M. »había de ser servido de que hombre humano no pu- »sieso la mano en esto más que su persona sola-». Ofreciólo con tal condición obrar él en su servicio cosas
tales, que no se hubiesen visto más raras ó prodigiosas
en el mundo, y hacerle «el mayor, más grande, temido »y amado rey que hubiesen
tenido los siglos». La Hacienda quedaba en malísimo estado por causas
antiguas, harto conocidas ya, y Olivares le dijo al rey nuevo también, «que le
había de desempeñar, y ponerle deba- »jo de sus pies
á sus enemigos con la maña y con la »fuerza, y en su dominio las provincias de
Holanda», casi abandonadas, mediante la tregua de diez años, que justamente
expiró á la par que el tercer Felipe. Pero más que la hipocresía de condenar el
oficio de privado, quien manifiestamente lo era; más que aquellas vanas
promesas de prosperidades futuras y de curar los males tan añejos de la
Hacienda de España; más, en fin, que la política guerrera con que pretendía
sustituir la pacífica de Lerma y Uceda, parecióle injusto á Vivanco el propósito que pregonaba Olivares «de recuperar al real
»patrimonio el exceso de las mercedes de su padre, que »montaban en todo
sesenta mil ducados de renta»; muy corto exceso, á juicio del consecuente amigo
de los ministros anteriores, para un rey de España. Aunque lleno de orgullosos
intentos, reconoce Vivanco que mostraba Olivares, sin embargo, grandísima
modestia en los principios, haciendo como que fiaba todos los negocios de la
experiencia de su tío D. Baltasar de Zúñiga. En cambio hablaba, según el mismo
autor añade, «con »equívocos y otros ambajes, que ni
alegraban mucho ni
«entristecían
poco, pronosticando y prometiendo gran- »des cosas: de suerte, que todos
partían de su presen- »cia preñados de extrañas
imágenes é ilusiones, sobre «las cuales se platicaba luego en todos los
corrillos, «plazas y calles, y se escribía en estafetas y correos á «todas
partes; por tal manera que no se esperaban más «que novedades del nuevo reinado
y de los recientes «gobernadores». Decía, finalmente, el nuevo ministro, como
Vivanco también refiere, que en adelante había de haber rey para todos, no para
uno solo; que las mercedes habían de repartirse iguales, y la virtud había de
alcanzar el primer lugar en los premios; que habían de ser castigados los malos
y los que derechamente no cumpliesen con su objigación y oficio; que había de haber asistencia, prontitud y limpieza en los empleados;
que los oficios públicos los daría á los criados del rey, no á los suyos
propios, ensalzando, en primer lugar, á la milicia, y estableciendo el orden de
antigüedad en los ascensos de todos; que no había de haber en palacio, ni fuera
de él, quien tuviese dos empleos á un tiempo; que todas las cosas habían de
ponerse, en fin, al uso <de las costumbres más esclarecidas, de las mejores
«políticas, y de aquellos que las escribieron». Grande honor fuera, sin duda,
para cualquiera de los escritores políticos de aquellos siglos haber hecho
pasar de la teoría á la práctica estos principios, ajustándose á su ideal el
régimen práctico del Estado; pero esta dicha, poco lograda en el siglo
presente, mal podían alcanzarla los de los primeros años del xvti, por más que rindiera, al ofrecerlo, Olivares cierto
tributo ya al poder de la imprenta. Tal era el programa que, aunque
malignamente expuesto por Vivanco, corresponde exacta- 16
mente á la
idea que de su autor nos han dado los venecianos.
Con el fin
de poner mano á la obra más fácilmente, se fué Olivares á vivirá Palacio, tomando la habitación que solían tener los príncipes
de Asturias, donde el mismo Felipe IV había- residido hasta morir su padre.
Allí se hacía traer todos los papeles importantes sacados de los archivos y
secretarías sin cuenta ni resguardo alguno; origen, sin duda, de la pérdida que
muchos de ellos experimentaron, y de que, hallándose tan completa en Simancas
la colección de los de Carlos V, Felipe II y Felipe III, sean tan escasos los
que de Felipe IV se encuentran. Allí daba audiencias, como antes solían los
reyes; despachaba con los secretarios del despacho; dictaba órdenes á los
Consejos; hacía todos los alardes de mando que pudiera, siendo suya la Corona.
No tardó, como Lerma, en hacer sentir su privanza á la real familia. Llevóse mal siempre con los infantes D. Carlos y D.
Fernando, muy bien vistos ambos en la corte, y que de mal grado le miraban
influir hasta tal punto en su hermano. De todos los arbitrios que imaginaba, en
tanto, para mejorar las cosas públicas, y la situación de la monarquía, formó
una extensa Memoria, que dirigió al rey, muy alabada entonces: y la verdad es
que, por lo que observaron exteriormente los venecianos, jamás se había
conocido tan holgada la Hacienda, tan puntual el pago de todo, tan ordenado el
gobierno, en resumen, como en los primeros años de la administración de
Olivares. Su único asesor notable fué • D. Baltasar
de Zúñiga, que murió antes de mucho, y cuya larga experiencia debió servirle
bastante, aunque los murmuradores dijeran que le tenía solo al lado para
disimular su
privanza. Luego, atraídos por su carácter, no tardaron en pulular á su
alrededor los arbitristas, hombres incansables que no dejaban de publicar
peregrinas ideas y remedios para todas las necesidades públicas,
disparatadamente chistosos, cuando no funestos. De éstos recogió inspiraciones
el inexperto conde- duque, y así fueron algunas de sus pragmáticas. Determinó
que los servicios no se recompensasen con cantidad de maravedises ó ducados como antes, sino que, á cuenta de ellos, se
repartiesen los honores y las dignidades, con lo cual se evitaron gastos; pero
se envilecieron las grandezas y las encomiendas á fuerza de prodigarse,
olvidando que el buen orden de una nación exige economía, no sólo de dinero,
sino también de dignidades. Además de la costumbre ya existente de crear
juntas especiales compuestas de individuos de diversos Consejos, y que entonces
creció mucho, introdújose la de que no deliberasen
los consejeros de viva voz, sino dirigiéndose por escrito al rey, que enviaba
los dictámenes al favorito. Por aquel tiempo se comenzó á nombrar sucesores á
los empleos, antes que vacasen, aunque repartiéndoles por merecimientos y no
por dinero. Tratóse también de acortar los términos
de los pleitos, reduciendo á la tercera parte el número, en verdad exorbitante,
que había de consejeros, escribanos, procuradores, alcaldes, alguaciles y
demás oficiales públicos, fijando un plazo á los litigantes forasteros para
residir en la corte, y disponiendo, para evitar su venida, que se viesen ante
las justicias ordinarias los pleitos de los privilegiados. A los señores de
vasallos se mandó que residiesen entre ellos. Por último, se prohibieron
ciertas modas costosas. Dieron de rebato, con este mo
tivo, los alcaldes de casa y
corte en las tiendas, y sacando todas las valonas, zapatillas bordadas,
almillas, ligas, bandas, puntas, randas, abanicos, puños aderezados y otras
galas prohibidas, hacían con todo ello como una especie de autos de fe. Calculóse, además, que había cuello cuyo aderezo costaba al
año seiscientos escudos, y se prohibió su uso, dando el rey y el favorito el
ejemplo. Hasta aquí las medidas propiamente económicas ó administrativas. Por lo que toca á la Hacienda, rebajóse de nuevo violentamente el interés de los desdichados juros, que constituían la principal
deuda del Estado; prohibióse sacar del reino oro ó plata é introducir en él moneda de vellón, y, poco
después, que el cambio de la moneda de oro ú plata por la de vellón, tan
depreciada por su propio exceso, no pasase de 10 por 100. Pero no bastó esto á
evitar que sobrase todavía el vellón en nuestros mercados, y en 1626 se
pregonó una real cédula para que no se labrase más moneda de aquella clase en
veinte años. Al siguiente hubo- que publicar otra famosa pragmática para su
disminución, encomendándola á una especie de Junta y Caja de amortización, con
el nombre de diputación general del consumo del vellón, cuya tarea consistía en
recoger en las primeras capitales del reino aquella moneda, trocándola por oro
y plata, para inutilizar una parte y poner otra en curso por su valor
ordinario. Aunque la dicha diputación debió hacer algo, fuerza fué expedir, en 1628, nueva pragmática, rebajando ya
violentamente el valor de la moneda de vellón á la mitad, sin abono alguno á
los tenedores, que pertenecían, por lo común, á las clases más pobres. Salían,
á pesar de todo, de España el oro y la plata, como que, además de satisfacer
mucha parte
de nuestro consumo á los extranjeros, teníamos que enviar fuera grandes sumas
para las atenciones militares y políticas; y en 1628 se pensó detener
-aquellos metales revocando las antiguas disposiciones que permitían exportar
moneda, con tal de que se importase igual valor en mercaderías. No alcanzó
esta medida más fortuna que las otras; y, creciendo las necesidades, se
deshizo en 1636 cuanto hasta allí se había hecho, mandando que la moneda de
vellón, resellada cuando se redujo, se resellase otra vez para triplicar su
valor. Conminóse con la pena de muerte, nada menos, á
los que llevasen más interés que el señalado en la pragmática por el cambio en
oro y plata, prohibiéndose, al paso, la introducción de cobre en la Península.
Tales medidas contradictorias dieron lugar ya entonces al negocio, repetido en
tiempos más cercanos, de aprovecharse los que tenían noticias anticipadas de
las alteraciones, para expender ó recoger moneda,
según el caso, y realizar no cortas ganancias. A todo esto, eran cada día
necesarios más tributos; y lo que no había osado Felipe II para menguar la
escasa autoridad que quedaba á las Cortes, se emprendió en tiempo de su nieto.
Decretó éste, en 1632, que los procuradores trajesen poderes decisivos en
adelante para otorgar servicios, sin necesidad de la confirmación de los
cabildos municipales; con lo cual acabaron estos últimos de persuadirse, y más
aún los pueblos, de que eran inútiles, y les salían caros, hasta por lo poco
que podía costar sustentarlos mientras duraban las Cortes. Para Olivares fué aquel buen medio de evitar las dificultades que, con la
apelación á las ciudades que representaban, ponían algunos pocos procuradores
indóciles á la concesión ó
prorrogación
de tributos. En cada uno de los veintiún ayuntamientos que tenían á la sazón
voto en Cortes, se hizo él mismo conceder, por otra parte, una plaza de regidor
perpetuo, para intervenir en la elección de los procuradores. No satisfecho con
estos elementos de influjo, y el de ganar á los procuradores con mercedes, como
á los de Sevilla en 1636, según se ve por la Correspondencia de los jesuítas, no ha mucho publicada en el Memorial histórico,
llegaba el caso de amenazar hasta con procesos á los procuradores
desobedientes, por más que no llegaran á incoarse. Y los políticos ó jurisconsultos realistas comenzaron á sostener, á la par,
que las Cortes no eran de necesidad, sino de consejo, ó que cuando más, debían servir para la buena distribución de los servicios, no
para concederlos, si eran necesarios, porque á esto consideraban obligados á
los procuradores. Con tales antecedentes, no hay que extrañar que, reunidas en
1621, de 1623 á 1629, de 1632 á 1636, y de 1638 á 1643, continuasen otorgando
las Cortes el servicio de cuatro millones anuales de ducados, por seis años
cada vez, en la misma forma con que se practicó la exacción en el anterior
reinado. Por tal manera llegó á ser este tributo ordinario, con el nombre de
millones, formando, con la alcabala y otros hasta nuestros días, las llamadas
rentas provinciales. Habían ido, entretanto, rápidamente creciendo las
ejecutorias ó títulos de nobleza, con facilidad
otorgados ó vendidos, como todo, en el anterior
reinado; y el número de hidalgos aumentaba el de exentos de pechos, haciéndose
éstos cada día más pesados en Castilla. Tuvo el natural deseo Olivares de que
la Corona de Aragón contribuyese con igual eficacia á levantar las cargas del
Estado, y
para eso
llevó al rey á aquellas provincias, corriendo el año de 1626, después de
convocar sus respectivas Cortes en Barbastro las de Aragón, que concluyeron
luego en Calatayud; las de Valencia en Monzón; en Lérida las de Cataluña,
terminadas, más tarde, en Barcelona. La inclinación á la unidad del poder, de
Olivares, y el carácter valeroso del rey cuando ya tomaba á pechos algún
asunto, dieron lugar durante aquel viaje á escenas y contestaciones
violentísimas, que dejaron ya muy preparadas en los ánimos las turbulencias
posteriores. De los valencianos, no sin amenazas, obtuvo el rey entonces
setenta y dos mil libras de su moneda, por quince años, para sostener mil
hombres igual tiempo; de los aragoneses consiguió con alguna más facilidad,
ciento cuarenta y cuatro mil escudos, por otros quince años, para costear dos
mil soldados; pero nada pudo obtener de los catalanes, y, abandonando
precipitadamente y lleno de cólera á Barcelona, se volvió el monarca con su
primer ministro á la corte. Ya en 1620 se había tratado inútilmente de que
diese Cataluña alguna cuenta desús rentas, pagando el quinto de ellas; mas
Barcelona alegó, por su parte, que tenía privilegios, que la hacían exenta de
tributos: cosa no extraña, puesto que lo estaban en Castilla misma Burgos,
Granada, Toledo y otros lugares de los más ricos, á causa de la desigualdad y
confusión administrativas de aquel tiempo. Pero la exención de Cataluña
entera era más grave; y aunque en el camino recibió el rey una diputación de
sus Cortes ofreciéndole algún servicio, y continuándose éstas, con asistencia
del cardenal infante D. Fernando, otorgaron, al fin, una regular cantidad de
libras catalanas, no dejó de haber ya nunca mala inteligencia entre el gobierno
y
aquella
provincia. Tornóse, por lo mismo, algo después á la
pretensión primera de que Barcelona diese cuenta de sus rentas para pagar el
quinto al Erario; quiso el virrey, que á la sazón era el duque de Cardona,
registrar por sí los libros de la ciudad, para averiguar el importe, y estuvo
ya para estallar un gran tumulto. Pero cuando se hallaba invencible resistencia
en una parte, se acudía á otra sin descanso. Pidiéronse,
pues, nuevos donativos á la nobleza y al clero, que los hicieron de alguna
cuantía, enviando solamente el cardenal Borja, de Roma, quinientos mil ducados;
y dando, á su pesar, como siempre, el estado eclesiástico hasta siete millones
de igual moneda. Mediante una bula del Papa, se obtuvie-
• ron más tarde, del mismo estado eclesiástico, otros diez y nueve millones de
ducados. Al propio tiempo se creó en 1632 la contribución de lanzas y medias annatas; luego la del papel sellado, con mucha repugnancia
recibida, y no admitida en Vizcaya; después la de un tanto por ciento más en
las ventas, que se llamó de extensión de alcabalas; por último, á los artículos
de consumo, gravados por el tributo de millones, se aumentaron muchos, y entre
otros la sal, dejando sólo excluidos algunos de los de mayor necesidad. Y
gracias que se desistió de llevar adelante la singular contribución del medio
dozavo (1), por las generales reclamaciones que originó su planteamiento. A
tanta costa y con tales esfuerzos logró en los principios Olivares tener con
alguna holgura la Hacienda; pero no sin librar además sobre el porvenir, porque
en 1622 tenía ya dispuesto del produc-
(1)
Consistía esta contribución en quitarle á cada vara de tela medio dozavo en
provecho del Tesoro público.
to de todas las rentas hasta
1625, y así sucesivamente. Con estos empeños, los gastos de la recaudación
salían carísimos; llegando á ser los contadores reales y sus tenientes, y los
arrendadores de rentas, los más crueles enemigos que hubiesen jamás conocido
los infelices castellanos. Procedían tales apuros y tamaños males de donde
habían nacido: de la política exterior, vuelta á poner en actividad por el
genio emprendedor de Olivares.
Muy á punto
estuvieron ya de aliarse estrechamente, por medio de un matrimonio, las coronas
de Inglaterra y España, tan irreconciliables enemigas en los días de Felipe II.
Hacia 1617 se hablaba ya confidencialmente del matrimonio de la infanta doña
María, hermana de Felipe IV, con el príncipe de Gales, que fué luego Carlos I, tratándolo el rey Jacobo. de una parte, y de otra su grande
amigo D. Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar. Más tarde, el conde de
Bristol, embajador inglés en Madrid, solicitó, juntamente con la mano de la
infanta, que España y el emperador devolviesen sus Estados al conde Palatino,
que acababa de perderlos, como uno de los fautores de la guerra de Alemania.
No pudo Olivares separar ambos asuntos; y en cambio tampoco Inglaterra logró
separar la cuestión del matrimonio, de la de la libertad de los católicos en
aquel reino, que pretendía España. Caminaban, pues, lenta y embarazosamente
las negociaciones, cuando en 1623 se presentó en ?4adrid, de incógnito, el
príncipe de Gales, acompañado del marqués de Buckingham y otros caballeros
ingleses. Pasáronse en festejos y cumplimientos los
primeros días; visitó el príncipe á la infanta y gustó de ella, y como el Papa,
á quien se consultó sobre el
caso,
respondiese bien, y lo mismo las dos Juntas formadas de teólogos y de
consejeros, llegó á juzgarse arreglado todo, fijándose día para los
desposorios. Mas por las causas indicadas antes, ó por
otras que cubre aún el velo del misterio, á pesar del interesante libro de M.
Guizot, de otra-moderna obra del inglés Samuel Qardiner sobre el asunto, y de otra española no tan conocida, lo cierto es que, después
de muchos despachos, conferencias y ceremonias, nada se concertó y el príncipe
se marchó de Madrid con tan buen semblante como agraviado en el fondo. Dejó
poderes para continuar las negociaciones, pero allí quedaron. El conde de la
Roca, D. Juan Antonio de Vera y Fi- gueroa, grande
amigo de Olivares, y que escribió un panegírico de la privanza, alaba mucho á
aquel ministro por haber evitado la proyectada alianza; pero para eso parece
que habría sido mejor no llevar las cosas tan adelante. Si el tal matrimonio
hubiera llegado á celebrarse, la desdichada suerte de los esposos nos hubiera
al cabo traído más perjuicios quizá que ventajas; pero, por de pronto, fué desacierto grave no aprovechar la alianza de una
nación que empezaba á ser temible en los mares, exponiendo á su resentimiento
nuestro comercio, nuestras flotas, y más tarde nuestras colonias, mal seguras
ya de los holandeses. A juicio del autor de este trabajo, lo que movió á
Olivares á obrar de tal suerte fué el sentimiento
general del país, que debía mirar con muy malos ojos, después de tanto como se
había predicado, ó dicho contra los protestantes, el
enviar una infanta á ser reina de ellos. Ya á aquella hora era más fanática la
generalidad de la nación que la corte ó los
Consejos, y el mismo Santo
Oficio;
porque siempre que echan raíces en los pueblos opiniones verdaderas ó falsas, cuesta tanto arrancarlas, por lo menos, cuanto
costó arraigarlas. En lugar de la alianza inglesa, Olivares entonces se dió de lleno á la alemana; y hallando encendida la guerra
de los treinta años, y renovado el combate entre el protestantismo y la casa
de Austria, intentó restaurar del todo la política de Felipe II, para lo cual
comenzó por no prorrogar la tregua de Holanda, que había expirado precisamente
con el anterior reinado. Las armas españolas enviadas á Alemania, al mando de
D. Gonzalo Fernández de Córdoba, hijo del duque de Sessa y biznieto del Gran Capitán, contribuyeron mucho á la victoria de Hoecht contra los protestantes; por el mar don Fadrique de
Toledo, hijo del marqués de Villafranca, dió buen
principio á la guerra contra los holandeses, destruyéndoles una escuadra en el
Estrecho de Gibral- tar.
Pasó de Alemania á Flandes el nuevo D. Gonzalo de Córdoba y ganó también contra
los holandeses la batalla de Fleurus, mandando su
caballería D. Felipe de Silva. Poco después dirigió Felipe IV al capitán
general de nuestras armas en Flandes aquel mandado célebre: «■Marqués de Spínola, tomad á Breda^ y se tomó, tras diez meses de
sitio, con inmenso gasto y pérdidas. Nuevamente afortunado D. Fadrique
de Toledo, echó del Brasil y de las Antillas á los holandeses que infestaban
aquellas regiones. Siguió así felizmente, por lo general, mas no sin algún
descalabro, la nueva guerra con Holanda, que Olivares y el Consejo de Estado,
con sumo error, sin duda calculaban que apenas costaba tanto como la paz
armada. En Italia, en el ínterin, se encendió de nuevo la guerra con motivo de
la ocupa
ción de la Valtelina, luchando
el duque de Feria ventajosamente con Saboya, auxiliada ya por un ejército
francés, bien que estuviesen todavía en paz las dos coronas. Tan aparente
amistad había entre ellas, que, apenas ajustado el Tratado de Monzón en 1636,
por el cual se arregló la cuestión de la Valtelina, quedando ésta libre de los
grisones y aliada de España, envió Olivares la escuadra de D. Fadrique de
Toledo á la Rochela, para que ayudase al rey de Francia á someter del todo á
los protestantes de sus Estados. Nueva guerra nació antes de mucho en Italia,
coligada España con Saboya, para aprovecharse de la sucesión del ducado de
Mantua. Era ya el Cardenal de Richelieu ministro y árbitro de la Francia, y
ardía en deseos de reanudar la política de Enrique IV contra España. Envió,
pues, á Italia, sin otro motivo que estorbar nuestros intentos, un ejército; y
desde 1628 hasta 1639, pelearon allí con varia fortuna contra las francesas las
tropas españolas, auxiliadas por las del Imperio y Saboya. Obró sin acierto
entonces D. Gonzalo de Córdoba; y aun el mismo Ambrosio de Spínola, llamado á
sucederle, tuvo el dolor de ver ceder á su hijo delante de los franceses, y
perdió el juicio: «muriendo de los que no osaron morir», como dijo
elocuentemente Quevedo. Los Tratados de Quierasco,
que pusieron término á esta contienda, fueron ya más favorables á Luis XIII
que á Felipe IV. La guerra de Flandes, en tanto, comenzaba á ser por tierra y
mar bastante desgraciada; y, muerta la infanta Isabel, y reincorporadas á
España aquellas provincias, se pensó en enviar allí un gobernador de importancia. Fijáronse, por dicha, los ojos en el Cardenal
infante don Fernando, cada día menos aficionado á la carrera ecle
siástica y enamorado de la militar
más cada día, y que, al decir de los embajadores vénetos, no podía ver sin
tristeza salir del alcázar á sus hermanos con caballos y armas: ya que no
podía en esto, los imitaba secretamente en sus galanteos, considerándose
seglar. Fué aquel biznieto de Carlos V el único de
sus descendientes legítimos que tuviera naturaleza y espíritu militar, y
merece en la Historia de España glorioso recuerdo. Or- denósele, como al duque de Alba en otro tiempo, que
con el ejército veterano de Italia pasase á Flandes, atravesando la Alemania
occidental y la Alsacia, donde el duque de Feria había ya conducido antes un
cuerpo de tropas para defender el Rhin del impetuoso
valor de Gustavo Adolfo de Suecia. El Cardenal infante fué bastante más afortunado en esta expedición que el de Feria, que sucumbió al
clima con la mayor parte de su ejército. Habiéndose reunido con el suyo al rey
de Hungría, Fernando, y al duque de Baviera, tomó parte en la batalla de Nordlinghen contra los suecos, casi tenidos por
invencibles, los cuales cedieron allí á la firmeza heroica de la infantería
española. La gloria de este triunfo acabó de decidir á Richelieu á lanzar á la
Francia en la arena, contra la casa de Austria, y principalmente contra
España, y tomando pretexto de haber mandado el Cardenal infante ocupar á
Tréveris y prender al elector como enemigo de España, envió en 1635 un heraldo
á Bruselas á declararle la guerra, publicando además un largo manifiesto contra
España. Respondieren Quevedo, Céspedes de Meneses y otros, y el conde-duque que
con Richelieu estaba lleno de emulación, según los venecianos cuentan, dijo á
uno de ellos que tan fácil como le había sido al heraldo del rey de Francia
hallar el ca
mino de
Bruselas para declarar la guerra, tan difícil le sería hallar él de Madrid para
pedir la paz. Pero á pesar de tal jactancia, no sin razón acusó el insigne
padre Moret á Olivares de que al saber la declaración que, en su concepto,
deseaba por aquello de que hay más escritores que hagan famosa la guerra que
la paz, debilitase la fuerza moral de la monarquía, publicando por bandos la
pobreza del Erario, para suavizar el desabrimiento de las levas y
contribuciones.
Imposible
sería apuntar aquí los accidentes innumerables de aquella dilatada y decisiva
guerra, sostenida en Europa á un tiempo en las fronteras del Pirineo, Italia,
Flandes, Alemania y el Franco-Condado, y á la par en todos los mares por la
Francia ó sus aliados contra España. Jamás alarde
mayor ó más desesperado esfuerzo hizo nación alguna
que la española entonces, peleando por todos lados con desiguales medios, é
imponiendo respeto á sus enemigos por largo espacio de tiempo todavía.
Perdimos al empezar en Aveiro una reñida batalla, pero ganamos á los
holandeses el fuerte de Schenck. Mientras lo
recobraban entró, en 1636 en Francia, el Cardenal infante, tomó muchas plazas
de Picardía hasta Corbie y llenó á París de espanto,
culpándole algunos, como á Felipe 11, por no haber llegado hasta sus muros,
sin pensar que, lo mismo que aquél, carecía de recursos para ir tan adelante.
Ganó al siguiente año el propio Cardenal infante una gran batalla en Callóo sobre los holandeses, y contra ellos y los franceses
sostuvo luego tres desiguales campañas en que no les dejó adquirir ventajas, á
pesar de su superioridad numérica. Los imperiales, por su parte, que al mando
del general italiano Piccolomini vinieron á auxi
liar en 1639
al Cardenal infante, ganaron la batalla de Thionville contra los franceses; pero, en cambio, asolaron éstos el Franco-Condado y la
grande escuadra que regía D. Antonio de Oquendo, después de varios reñidos
encuentros, fué destruida por holandeses y franceses
unidos en las costas de Inglaterra. En Italia, entretanto, D. Diego Messia de Guzmán, marqués de Leganés y deudo de Olivares,
que había peleado vale- rosísimamente en Nordlinghen, se encargó del gobierno de Milán, y, acometido
por el nuevo duque de Saboya, hijo del turbulento Carlos Manuel, que se alió á
la Francia, emprendió con vigor la guerra. La batalla que se llamó del Tessino, aunque indecisa, fué gloriosa para los españoles; y el duque de Rohan, general francés, quedó
expulsado de la Valtelina, que ocupaba. Muerto prematuramente aquel duque de
Saboya, su mujer, que era francesa, continuó la guerra. Forzó el conde de
Harcourt las lineas de Leganés delante del Casal, y
Tu- rín, sitiada por el príncipe Tomás de Saboya,
partidario entonces de España, no pudo ser, después de accidentes varios,
conquistada. Ejercitábanse á todo esto las armas
lejos de la Península española, la cual tenía tan tranquilas como en tiempo de
paz sus fronteras, cuando Olivares, con mucha imprevisión, dispuso acometer
las de Francia. Pocas ventajas logró el marqués de Valparaíso por la parte de
Navarra, y el duque de Cardona, encargado de tomar del lado del Rosellón á Leuca- ta, fué completamente batido. En cambio los franceses, que con un grande ejército y
numerosa escuadra sitiaron á Fuenterrabía, fueron forzados en su campo, y
deshechos del todo por un ejército que descendió sobre ellos de los montes, al
mando del almirante de Castilla don
Juan Alonso
Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríosecó. Al
otro extremo del Pirineo se recuperó bien pronto á Salsas, recién pérdida. La
escuadra de D. García de Toledo, hermano de D. Fadrique y duque de Fernandina,
se apoderó también, por entonces, de las islas de San Honorato y Santa
Margarita en las costas provenzales. ¡Tan reñida iba esta guerra á fines de
1639 todavía! Pero acercábase el incendio, oíase el chisporroteo de los combustibles, sentíanse las llamaradas, el humo ennegrecía ya el
horizonte, elevándose desde la irresistible hoguera, destinada á consumir el
frágil, aunque bien defendido alcázar, de nuestro poder.
No pudo ser
acometida Leucata, ni recobrada Salsas, venciendo en
más de un combate á los franceses, sin que los catalanes prestasen grande ayuda
y tuviesen que soportar las naturales molestias de tan vecina guerra.
Necesitaba en tanto Olivares, más que nunca, de unidad en el mando para
mantener aquella gran lucha; y, como los catalanes le pusiesen á cada paso
dificultades con sus fueros, previno al virrey D. Dalmau de Queralt, conde de
Santa Coloma, que si ellos podían concertarse con el servicio público, los
respetara; mas que, en otro caso, tuviera á quien los alegase por «ene- amigo
de Dios y del rey, de su sangre y patria». No pudo Santa Coloma, aunque lo
intentó, poner de acuerdo á la corte y á sus paisanos, los catalanes, ni
reprimir todos los excesos de los soldados que habían tomado en Cataluña
cuarteles de invierno. En una de las contestaciones que, á causa de esto, tuvo
el virrey con la ciudad, se exaltó su impetuoso carácter al oir al mensajero de ésta, Francisco de Tamarit, diputado militar y voz de la
nobleza catalana, y le metió preso. No se
necesitó ya
más. El pueblo de Barcelona sacó violentamente á Tamarit de la cárcel, y
alentado al ver que no se castigaba su atrevimiento, se alzó en abierta
rebelión el día del Corpus de 1640, asesinando á Santa Coloma y con él á
cuantos castellanos encontrara. Lérida, Balaguer, Gerona, y más enérgicamente
Tortosa, siguieron bien pronto el movimiento, y al grito de vía fora fueron por donde quiera acometidos del paisanaje
armado los cuerpos españoles acuartelados en aquella frontera, obligándolas á
refugiarse en el Rosellón ó en Aragón. Tomó parte muy
principal en esta revolución todo el alto y bajo clero de Cataluña,
considerándola como nacional, por lo mal borradas que se hallaban las antiguas
diferencias de Estado á Estado en la Península. Y aunque al principio
proclamasen los sublevados que no iban contra la corona de España, tan pronto
como supieron que se formaba ejército para sujetarlos, se echaron en brazos de
Richelieu y de la Francia, que de muy buen grado les dieron todo género de
auxilios. Entretanto el ejército, dificilisimamente reunido, al mando del marqués de los Vélez, fué derrotado por los barceloneses al intentar apoderarse de la montaña de Mont- juich, para dominar la ciudad. Pero cuando aconteció tal
desastre, no era ya sólo Cataluña entera quien ayudaba á nuestros enemigos,
sino todo Portugal también; porque el l.° de
Diciembre de 1640 se alzó Lisboa, aclamando por rey al duque Juan de Braganza,
nieto de la infanta Catalina, que tan tibiamente disputó la sucesión á Felipe
II; siendo aquél desde luego reconocido como tal por todas las clases, y con
más entusiasmo por el clero mismo y las órdenes religiosas. No le faltaban quejas
á Portugal como á Cataluña, ora de la vi-
17
rreina, italiana Margarita de
Saboya, duquesa viuda de Mantua, ora de la conducta de los principales
ministros que la servían, Miguel de Vasconcellos y
Diego de Suá- rez; pero las
principales eran que se les pedía dinero y gente para ¡a guerra en Europa, y en
cambio se guardaban mal sus antiguas colonias. Mas la verdad era, según ya se
ha dicho, que Portugal no llegó á estar nunca de buena voluntad unida á España,
y que Felipe II y Felipe III, no habían hecho nada para apagar la antipatía de
aquellos naturales contra los castellanos, cosa difícil de cualquier modo, ni
para quitarles los medios de rebelarse en la primera ocasión que se les viniera
á las manos. ¿Qué especie de tiranos eran aquellos monarcas españoles que
dejaban residir tranquilamente á los duques de Braganza en Portugal, aun
después de sospechar que conspiraban? Con la parsimonia del gobierno de aquella époc a,con su respeto
generalmente nimio en la práctica de los fueros y leyes especiales de cada
provincia, con la falta de tropas permanentes que las guarnecieran y lo
reciente de los lazos que juntaban unas á otras, no era posible conservar la
unidad de la nación, ni siquiera mantener el orden público, donde el clero se
divorciaba de la Corona, como en Cataluña y Portugal, en que hasta los jesuítas é inquisidores se declararon contra España.
Empeñado en una lucha suprema que debía fijar, por siglos, la posición de
España en el mundo, y sintiendo ya su verdadero peso, después de haberla aceptado
tan gustosamente, natural era que Olivares pidiese tributos y hombres á la
nación entera, no contentándose con que diese solamente unos y otros Castilla,
por ser injusto y por no ser bastante. Pero la desgracia era que España no era
una, sino uno el so
berano; que había monarquía
común, no patria común, y que ni los catalanes y portugueses primero, ni los
napolitanos ó sicilianos después, miraban como suyos
propios los intereses ó las necesidades, la gloria ó el infortunio de la Corona. Únicamente los castellenos, á decir verdad, se sentían siempre
identificados con la suerte de nuestros ejércitos ó de nuestras escuadras y con los aciertos ó errores de
nuestra diplomacia. En toda Europa representaba el rey aún la patria; pero, en
realidad, había también ya patria común en algunas partes, prin-
. cipalmente en Francia, que era nuestra enemiga. Por
atender demasiado á la unidad religiosa y á la unidad del poder, desatendió
bastante Felipe II otra unidad más permanente, la territorial, la de la nación,
que, cuando llega á establecerse bien, es la única perpetua. Desde Felipe II,
el único gobernante español capaz de comprender aquel grande interés político fué Olivares; pero ninguno se halló en circunstancias menos
oportunas para realizarlo. Su inexperiencia, su espíritu paradójico y su
soberbia le hicieron esperar lo contrario; quiso más de lo que era posible en
la nación que regía yen el momento histórico en que se encontraba, y fué por eso sólo el piloto destinado á conducir á los
escollos el pesado bajel que gobernaba, entregando su nombre á la execración
irreflexiva, pero quizá imperecedera, de los españoles. Para completar las
desdichas de España en 1640, hay que decir que, á principios de Noviembre de
aquel año infausto, acabó sus días en Flandes el inteligente y valeroso
Cardenal-infante D. Fernando, de unas malignas tercianas que cogió en su campo,
delante de la plaza de Ayre, que sitiaba. No le
quedaba, pues, en aquella hora crítica á España más que un solo elemento
de los que
constituían su fuerza: el prestigio militar de sus viejos tercios de
infantería. Con ellos había entretenido el Cardenal-infante el grueso de los
ejércitos franceses en Flandes hasta su muerte; con ellos el antiguo
secretario de Olivares y luego embajador, general, virrey de Sicilia y conde de Assumar, D. Francisco de Meló, ganó todavía, en 1642,
la batalla de Honnecourt contra los franceses, que le
valió el título de marqués de Tordelaguna; con ellos,
en fin, se puso al año siguiente sobre la plaza de Rocroy para atraer á sí el mayor empuje de las fuerzas enemigas, separándolas de las
ya abiertas fronteras de Cataluña. Esto último dió lugar á la funesta batalla de 19 de Mayo de 1643, en que sucumbió la vieja
infantería española. Mandó allí á los franceses el duque de Enghien, conocido
luego por el Gran Condé, y á los españoles el dicho
Meló, que se condujo como mal general y buen soldado, acompañado de su
decrépito maestre de campo general, Pablo Bernardo de Fontaine, de nación
lorenés, el cual murió en una litera á los primeros tiros, sin alcanzar lo
reñido de la batalla. Este Fontaine, confundido por los extranjeros con el
gran conde de Fuentes, que murió tantos años antes, se ha creído, con error,
hasta poco ha, que fué quien dirigió la postrera y
heroica defensa de la infantería española, y sobre su verdadero nombre y
patria se han suscitado muchas dudas, hoy completamente disipadas. Lo sabido,
desde entonces, es que en Rocroy murieron el antiguo
espíritu y la organización poderosa, que hizo tan temible durante siglo y
medio la infantería española (1).
(1) Después
de lo que el Sr. Gayangos ha publicado sobre el conde
de Fontaine y del opúsculo acerca de la Supremacía mili-
Pero cuando
la noticia de este último y decisivo golpe, bien velada por cierto, llegó á
Madrid, ya había dejado de ser privado y ministro D. Gaspar de Guzmán desde
mediados de Enero. En vano pretendió ocultar todavía al rey la importancia de
los desastres ocurridos, ó distraer al pueblo español
para que no hiciese alto en ellos. Tenía éste último demasiado dentro de sí
mismo las revoluciones de Cataluña y Portugal, para no darlas su justo valor; y
á las levas, y los alojamientos, y los tributos y hasta otra de las bajas de la
moneda de vellón que tanto le afectaban, ordenada en 1642 por una nueva
pragmática, acabaron de hacerle prorrumpir en unánimes quejas contra el
privado. «Cazad franceses, »que son los lobos que tememos-», le gritaron las
turbas al rey mismo, uno de los días que salió á caza por en- tar en Europa, durante los siglos XVI y XVII, con una
relación de la batalla de Rocrov, que imprimió en la Jterz&a de España primero, y luego en el segundo
tomo de sus Estudios literarios, el autor de este trabajo, parece que ninguna
duda debería haber quedado respecto al personaje de que se trata. Sin
embargo, habiendo traducido la Revue Britannique, que dirige M. Amedée Pichot, ¡a antecitada
relación de la batalla de Ro- croy, el caballero de Failly, jefe de escuadrón de artillería francés, envió
hace tres meses á aquella publicación un breve artículo y un fragmento de
árbol genealógico, pretendiendo con ellos probar que el personaje de que se
trata no se titulaba Fontaine, sino Fontaines, que
era natural de la provincia de Picardía y de la familia de los señores de la
Neuville-aux-Bois. Afortunadamente para el autor de
esta obra y de aquel opúsculo, en la misma Revue Britannique ha tomado su defensa el general Guillaume,
miembro de la Academia de Bélgica, demostrando que son ciertos los datos
biográficos sobre Fontaine que, de acuerdo con el Sr. Gayangos,
había publicado en la pequeña obra á que se refiere esta polémica.
tonces. La oposición palaciega y
cortesana, latente al principio y mal descubierta hasta allí, estalló también
ya públicamente, poniéndose á su cabeza la reina doña Isabel de Borbón. Era
diestra aquella princesa, como criada en la corte de María de Médicis,
orgullosa además en su interior y •dominante, y no llevaba con paciencia el
carácter imperioso del conde-duque, habiéndose propuesto derribarle mucho
tiempo hacía ya, mas sin hallar modo de conseguirlo. Vigilábala constantemente la condesa de Olivares, doña Inés de Zúñiga, dama de no vulgar
talento y completamente identificada con su esposo, la cual ejercía en palacio
una autoridad absoluta, tratando de igual á igual á las princesas, como la de
Mantua y la de Cariñán, cuando estuvieron en Madrid,
echando ó intimidando á todas las demás señoras de
la corte. Alentada la reina con la desconfianza de los consejos del ministro,
que comenzó á notar en su esposo, púsose enfrente de
aquél sin reparo. Fué ella quien persuadió al rey
para que marchase á Cataluña y por sí mismo viera el estado de los pueblos y de
la guerra, y aunque no pasó de Zaragoza y se volvió sin hacer nada, el pueblo
echó la culpa á Olivares y alabó mucho á la reina. Quedó ella en Madrid
gobernando, y dió no pocas muestras de actividad y
energía para buscar recursos, pretendiendo hasta empeñar sus joyas con tal
objeto. Fortalecida entonces con el aura popular que la rodeaba, representóle ya á su marido, cuando volvió á Madrid, los
desaciertos del conde-duque; y aun dícese que, mostrándole un día al príncipe
D. Baltasar, su primogénito, prorrumpió en lágrimas, exclamando que por causa
de aquel ministro llegaría á ser un triste caballero particular. A este tiempo
ya los grandes no asis
tían á palacio ni al servicio
del rey, el clero, como todo el mundo, estaba conjurado contra el favorito y
era, pues, jefe de un verdadero partido nacional la reina. Dos mujeres
ofendidas secundaron también sus planes, que fueron doña Ana de Guevara, ama
del rey, á quien él amaba sobremanera, y la primera Margarita de Sa- boya,
duquesa de Mantua, que echada de Portugal, vino á Ocaña, y no teniendo allí
siquiera con qué alimentarse, se presentó de improviso en la corte á elevar
sus quejas. También fué menester que vivamente
atacasen al rey su maestro Don fray Galcerán Albanell,
arzobispo de Granada, y el conde del Castrillo, presidente del Consejo de
Hacienda, muy respetado por el monarca, escribiéndole el primero una carta muy
libre y dirigiéndole el otro oportunas y bien encaminadas indicaciones. Por
último, hasta el marqués de Grana- Carretto, enviado
del emperador, que, por lo que á éste importaba, miraba con dolor la mala
suerte de Olivares, se declaró en oposición con él. ¡Tanto era menester para
destruir aquella privanza! Conoció Olivares mismo que sería inútil la
resistencia; y, ó rendido de luchar, ó queriendo hacer menos dolorosa su caída, pidió al rey
licencia para retirarse de los negocios, que le fué negada dosveces; pero cuando quizá comenzaba á dar
suelta otra vez á sus ilusiones, recibió de improviso un billete, de propia
mano del rey, mandándole que no se entrometiera más en el gobierno y se
retirase á Loe- ches hasta nueva disposición. De allí pasó Olivares á la ciudad
de Toro, donde murió, mostrando grande entereza en su desgracia. Estuvo Felipe
IV con él tan generoso como solía. Mandó que se le dejasen registrar y romper
todos los papeles que quisiera y pudieran
perjudicarle;
escribió á los Consejos honrándole mucho y diciendo que le apartaba de los
negocios por sus repetidas instancias y para tomar sobre sí el gobierno, sin
fiarlo más de otro alguno; y, habiendo expuesto el presidente de Hacienda,
Castrillo, que ciertas urgencias del Estado no podían cubrirse sin echar mano
de una cantidad de plata para Olivares venida de América, negóse á aprobar el remedio; antes bien, encargó que se le pagasen puntualmente sus
sueldos. No aprobó su bondad el pueblo, que en numerosas turbas acechó la
hora de dejar el palacio el favorito para insultarle, como lo hiciera, á no
tomar el buen partido de irse oculto y disfrazado, pues uno de sus coches,
donde se creyó que iba, fué apedreado. Frustrado tal
intento, corrieron las turbas por las calles dando vivas á cuantas personas
habían tenido parte en la caída del privado. No tardaron aquellas en lograr que
á su hijo bastardo, D. Enrique de Guzmán, se le echase también de palacio,
desterrándole de la corte, y que se despidiese asimismo del real servicio á la
condesa de Olivares, aunque no sin los gajes y emolumentos de su oficio. Quejóse de todo ésto el
conde-duque al rey en una carta, con motivo de la cual escribió este último á
D. José González de Uzqueta, por cuyo conducto la
recibió, las siguientes benignas palabras: «He visto el papel del »conde, que
os devuelvo, y verdaderamente que si se apusiera el negocio en disputa creo
tuviera muchas ranzones para rebatir las que el conde da, y no sé si sus
»mayores amigos se conformarían con que se recibiese »esto á justicia; pero
como vos conocéis las aprensiones vehementes de la condición del conde, no os
espantaréis de lo que dice: en todo lo que yo pudiere no
^dejaré de
asistirle por los muchos años que me ha ser- »vido>
(1).
Después de
tan largo favor, ningún ministro de la monarquía absoluta fué tratado, al caer, tan blandamente como Olivares: parte por el buen natural del
rey y parte porque, así como no consta que llegase éste á amarle nunca, se
sabe que nunca tampoco dejó de respetarle y estimarle. Sus enemigos, que
prosiguiendo y aumentándose cada día la circulación de papeles clandestinos,
lo habían llenado ya de improperios en ellos, durante su ministerio, naturalmente,
aprovecharon su caída para desatarse en mayores invebtivas.
Al Pater noster y á La isla
de los Monopantos, de Quevedo, libelos bastante
famosos, siguió la C/zcrtf de Alelí so, que es una
especie de poema satírico en que no hay género de calumnia que no se amontone
contra el conde-duque, atribuyéndole todos los defectos del rey é
interpretándose torcidamente todos sus hechos. En cambio se imprimió
públicamente su defensa en Madrid, atribuyéndose á un tal Humena ó Ahumada, clérigo y muy amigo suyo, con el título de
Nicandro ó antídoto contra las calumnias que la
ignorancia r envidia han esparcido para deslucir r manchar las heroicas c
inmortales acciones del conde-duque de Olivares después de su retiro;obra curiosa, en la cual se hace alarde de que la
política interior del conde-duque tendía prudentemente á inutilizar el poder
que habían recobrado los grandes y á reformar los privilegios de los pueblos, á
fin de hacer la sujeción más inmediata y absoluta, y
(1)
Correspondencia entre Felipe IV y D. José González de Uzqueta,
sacada del archivo del conde viudo de Rodezno.
que fuese el
rey verdadero rey, no vasallo de sus vasallos (1), tratándose despiadadamente
al paso á los principales enemigos del ministro caído. Sugirieron éstos
entonces á Felipe IV lo que los émulos de Antonio Pérez á Felipe II; es á
saber: que entregase á la Inquisición el Nicandro, con su autor y su inspirador
naturalmente; pero aquel monarca se contentó con prohibir en publico á su joven
hijo que leyese el escrito y rogarle á la reina lo mismo. Y eso que el defensor
del conde-duque, no sin buenas razones, osaba echar gran parte de la culpa de
las desgracias que se experimentaban sobre sus antecesores, Fernando el
Católico y Felipe II, y que él, personalmente, no salía bien librado del todo.
Por de contado que la constancia con que todos los embajadores vénetos hablan
de la honradez del conde-duque, debe hacer sospechosos de pasión los altos
cálculos que formaron sus enemigos de las riquezas que había atesorado en el ministerio.
Más crédito merece seguramente el cargo de que protegió con exceso á sus
deudos. Recordábase, con fundamento, que sólo había
dado altos puestos á D. Baltasar de Zúñiga, su tío, á su primo D. Diego Messia de Guzmán, marqués de Leganés, en el cual, cuando le
tenía ai lado, descargaba una parte de los negocios
públicos, y á quien fió muchos mandos de ejército, ó al conde de Monterrey, su cuñado, que fué virrey de Nápoles, lo mismo que al duque de Medina de las Torres, su yerno. En
el virreinato de Milán, se tropieza con Leganés de nuevo y lo mismo en
Cataluña, asi como en el generalato de la frontera
de Por-
(1) Esta
frase textual es idéntica á una del Cardenal Cisne- ros en sus Cartas.
tugal se encuentra otra vez á
Monterrey: y aun se dice que su hijo el bastardo, D. Enrique, mozo disoluto y
sin autoridad ni talento, estuvo para ocupar la presidencia del Consejo de
Indias. Siendo el conde-duque Guzmán y su mujer Zúniga, Zúñigas y Guzmanes se ven siempre en los más altos
empleos, exceptuando algún Ve- lasco, por ser su abuelo materno de aquella
casa, y tener casado en ella á su bastardo. Ni aun su sucesor en el
ministerio, D. Luis de Haro, hubiera llegado á aquel puesto sin ser sobrino
suyo, porque á eso sólo debió la entrada en la corte y la amistad del rey. Esta
era, sin embargo, consecuencia legitima de la política personal de la época.
Tampoco se escaseó á si mismo Olivares los empleos y dignidades que le daban á
un tiempo importancia y provecho. Pero en suma, nada de cuanto de él se sabe desmiente
la opinión de los embajadores venecianos: que era un buen caballero, aunque no
fuese un buen político.
C. J
IX
ESDE 21 de
Mayo de 1643, poco más de tres meses después de retirado Olivares, anunció ya á
su corte el veneciano Sagre-
do la
privanza de D. Luis Méndez de Haro, á pesar de los públicos propósitos del rey
de gobernar por sí solo en adelante. Justo es reconocer, con todo eso, que en
los veintidós años que todavía vivió Felipe IV, no volvió más á desentenderse
tanto de los negocios como en la primera parte de su reinado. Es D. Luis, de
todas suertes, después del rey y de Olivares, la persona que más importa conocer
de aquel reinado. Hizo de él Jerónimo Justiniani, en 1649, una pintura
extensa, y, por cuanto aparece, exactísima. Exteriormente, agradable y cortés,
inclinado á la paz, ambicioso de gloria, pero no de la de Olivares, sino de la
de Lerma, cuya memoria era ya grata á la nación entonces, recordando los
pacíficos años de su privanza y sus maneras dulces, y olvidando^ ó no sabiendo, lo que hubo de censurable en su vida íntima.
Este D. Luis fué, y no Olivares, el partícipe de los
secretos placeres de la juventud del rey y aun
su tercero,
bien contra el gusto de aquél, que quiso ya separarle de palacio varias veces,
celoso de tanta intimidad. Paciente en las audiencias, recto de intención,
razonable aunque poco activo, más fácil en ofrecer que en cumplir, de más luces
naturales que experiencia, bien que reputado siempre por de no gran talento,
desinteresado si bien no tanto que no admitiese algunos regalos, más rico, en
suma, de buenas que de malas cualidades: tal era el nuevo primer ministro. En cuanto
á sus facultades, venían á ser las mismas que las de Ler- ma y Olivares, con la sola diferencia de que no
permitía el rey que en su presencia se le reconociese por privado, como si
eso bastara para no serlo. Fué, pues, D. Luis, menos
en tal nombre, heredero en todo de Olivares, hasta de la hacienda y los
títulos, que, muerto aquél, recayeron en su persona, aunque no usara otro que
el de marqués del Carpió, que llevó su padre. Frisaba, por último, el segundo
favorito, al comenzar á serlo, en los cuarenta años. No tuvo tiempo de llevarse
bien ni mal con él la reina doña Isabel, porque en Octubre de 1644 falleció en
Madrid, muy sentida por el pueblo. En el ínterin, no se había señalado la caída
de Olivares con grandes persecuciones de sus partidarios. Sin embargo, su primo
Leganés, acusado, con razón ó sin ella, por el
público de faltas graves, no tan sólo fué separado
del mando de Cataluña, sino que se le sujetó á un proceso, reemplazándole el
portugués D. Felipe de Silva, sacado de prisión en cambio. D. Francisco de
Quevedo y otros desterrados volvieron á la vez á la corte, y algunos deudos del
conde-duque fueron destituidos, como Medina de las Torres, de Ñapóles. Y en medio de las grandísimas dificultades y
desgracias con
que recogió
D. Luis el poder, tuvo al menos la fortuna de que, pocos días antes de caer su
tío, muriese el cardenal de Richelieuy casi al mismo
tiempo Luis XIII, dejando una nueva minoridad en Francia á cargo de la reina
doña Ana de Austria, hermana de Felipe IV. Esta circunstancia y el espíritu
pacífico de Haro, hicieron por algún tiempo esperar que, en las largas
conferencias de Munster, por entonces comenzadas, y
que al fin produjeron los tratados de Westfalia, entre casi todas las naciones
beligerantes, lograra España la paz de que necesitaba tanto. Pero á pesar de
los hábiles esfuerzos de D. Diego Saavedra Fajardo, que asistió á aquellas
conferencias desde el principio, como segundo negociador, nada pudo
concertarse. «Jamás hará Espa- »ña una paz que no sea honrosa»—dijo cierto día Saavedra á uno de los embajadores
franceses—. «Pues te- »ned por seguro»—contestó
éste—«que no será menos »terca Francia en su prosperidad, que quiera serlo Es-
»paña en su desgracia.» No pudo, pues, allí
entenderse D. Luis de Haro, sino con Holanda, poniéndose término de este modo,
en 1647, á la guerra comenzada en tiempo del gran duque de Alba. Pero entre los
dos regios hermanos continuó la guerra. La corte de España estaba tal para
sostenerla, que á fines de 1643 escribió de Madrid Pellicer, en uno de sus Jfzsos, estas gráficas palabras: «aquí nadie cobra ni
paga». Y sin embargo, no solamente continuó resistiendo en la frontera de
Rosellón, y en Cataluña y Portugal, en Lombardía y Flandes, sino que bien
pronto tuvo que atender á dominar asimismo las sublevaciones de Sicilia yNápoles. Digna es de admirar la constancia que, en medio
de sus faltas, mostraron Felipe IV y su gobierno en aquellas
circunstancias,
y digno de admiración también el valor de la nación, que hizo frente á todo con
sus débiles fuerzas, aplazando más y más tiempo aún la dolorosa confesión de su
decadencia. No hay que reparar ya tanto en las pérdidas como en lo mucho que
parece imposible que se conservase.
Fué al fin de veras Felipe IV
á la guerra. Con un nuevo ejército que ayudaron á formar la flota de Indias y
los grandes recursos enviados por los virreyes de Italia, se aproximó á la
plaza de Lérida, con cuya ocupación amenazaban ya los franceses el corazón de
la Península, y aunque no pudo tomarla en aquella campaña, detuvo con la
recuperación de Monzón la marcha triunfante del enemigo. Tornó el rey al
ejército de Aragón, en 1644, presentándose ante él, en Barbastro, vestido de
general, por primera \ez en su vida, y casi á su
vista ganó D. Felipe de Silva la batalla de Lérida, que ocasionó la rendición
de la plaza. Entró el rey como vencedor en ella, no sin haberse expuesto antes
valerosamente al fuego enemigo (1). No mereció ya, pues, en esta campaña
Felipe IV los duros sarcasmos de sus súbditos, que le costó su primera salida á
Aragón con el conde-duque, cuando se escribieron contra él tantas conocidas
diatribas en verso. Metióse en el fuego, hasta el
punto que D. Felipe de Silva tuvo que apartarle de él con violencia. De
resultas de esta expedición no se halló Felipe IV en Madrid al morir la reina,
y en Marzo
(1) Refiere
este hecho incidentalmente, como cosa bien sabida entonces, el marqués de la
Mina, conde de la Pezuela, en su Historia inédita de la guerra de Cerdeiía p Sicilia en losados de 1717,18, 19 y 20; obra en
dos tomos, dignísima de ser dada á la estampa y umversalmente desconocida.
de 1645
volvió de nuevo á Zaragoza para seguir á la vista de la guerra, acompañado de
su único hijo D. Baltasar Carlos, que en Octubre del año siguiente murió allí
por cierto, no cumplidos aún diez y siete años. Prosiguió con varia fortuna,
entretanto, la guerra de Cataluña, mandando nuestro ejército, después de
Silva, el napolitano Cantelmo, tras éste Meló, y otra
vez el marqués de Leganés, el cual logró una nueva victoria contra los
franceses, obligándoles á levantar el sitio de Lérida, de cuyos muros fué también rechazado, en 1647, el famoso duque de Enghien,
vencedor de Rocroy. El vigor poco usado con que, á
causa de la presencia del rey, se hizo la guerra por aquella parte; la
prudencia del sucesor de Leganés, D. Juan de Garay, y las diferencias de
carácter de franceses y catalanes, fueron poco á poco inclinando á estos
últimos á incorporarse nuevamente á España, y después de muchos accidentes no
muy importantes, llegó ya al pie de Barcelona en la primavera de 1651 el nuevo
virrey y capitán general D. Juan Oroz- co Manrique de
Lara. Aquella gran ciudad, cuna y alma de la rebelión, después de un sitio
bastante largo, se rindió con júbilo de la mayoría de sus moradores, y tras
esto, las plazas que ocupaban los catalanes se fueron sucesivamente entregando,
por manera que en corto plazo quedaron expulsados de casi toda Cataluña los
franceses. Lo peor fué que durante esta sublevación
se perdió Perpiñán y todo el Rosellón para siempre, siendo destruido el
ejército mandado por el marqués de Po- var, con el
cual se había intentado la imposible empresa de socorrer aquella provincia,
atravesando toda Cataluña, entonces en armas. Más adelante ganó todavía Mortara en Cataluña una batalla, sobre el Ter, á los
franceses. Del lado de Portugal, donde se juzgó, no sin razón, que era menos
urgente acudir que á Cataluña, se dio una batalla dudosa en Montijo, aunque
algo más favorable para los españoles, mandados por el marqués de Torrecusa, buen general napolitano. En el ínterin en
Alsacia ganaron los españoles, combinados con los imperiales, la batalla de
Tuttlingen contra los franceses, corriendo el año de 1644; pero en el de 1647
perdimos en Flandes la de Lens, gobernando aquellos Estados y el ejército el
archiduque Leopoldo de Austria. A todo esto seguíamos combatiendo también en
Lombardía contra los franceses, aliados del duque de Sabo- ya y luego del de
Módena, haciendo allí bastante felices campañas el condestable de Castilla D.
Bernardino Fernández de Velasco y D. Luis de Benavides, marqués de Caracena,
que en 1649 llegó á obligar al de Módena á pedir la paz. Lo que más preocupó,
sin embargo, al gobierno español en este período, fueron las rebeliones de
Palermo y Nápoles, causadas ambas por exceso de los tributos y levas de hombres
que de aquellas fertilísimas y pobladas provincias sacaba, sin cesar, España
para sostener la guerra. Extenuada ya Castilla, los Estados de Italia llevaban
sobre si mucha parte del peso de ella en estos años de que tratamos. Los
sicilianos, aunque alzados contra su virrey, el marqués de los Vélez, a quien
atribuían todos sus males, no quisieron, por aquella vez, sustraerse al dominio
español ni llamar al enemigo; pero los de Nápoles, que, capitaneados por el
insensato Massaniello, también daban al principio
mueras a su virrey, el duque de Arcos, y vivas al rey de España, acabaron,
después de muerto Massaniello, por erigirse en
república independiente, bajo la dirección del duque de Guisa, Enrique de
Lorena, que arribó allá seguido de algunos aventureros franceses. Con motivo de
esta sublevación, ocurrida en 1647, comenzó su carrera militar y política D.
Juan José de Austria, el más aciago de los hijos naturales de Felipe IV, habido
en una cómica llamada María Calderón y nacido por Abril de 1629. Habíale por tal reconocido el rey, por mediación de
Olivares, que, al decir de sus enemigos, quiso justificar de este modo el
reconocimiento que de su parte él también hizo de un tal Julián Valcárcel,
como hijo bastardo suyo, que fue el conocido por D. Enrique Felípez de Guzmán. Este segundo D. Juan de Austria mostró sin duda, desde sus primeros
años, gran valor personal y ayudó bien en Nápoles a que el nuevo virrey, D.
Iñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate, hombre de muchos servicios, experiencia
y talento, redujese los napolitanos á la obediencia, prendiendo y enviando a
España al duque de Guisa. Hasta 1658, en que se hizo la paz, fue todavía muy
vigorosa la guerra entre España, de un lado, y del otro, Francia, Inglaterra,
donde degollado Carlos I, gobernaba ya Cromwell, Portugal y los duques de
Saboya y Módena, el último de los cuales nos declaró de nuevo la guerra. Sin la
debilidad de la regencia y las internas discordias que impidieron a Mazzarino sacar a la sazón todo el partido posible de las
fuerzas de Francia, no se concebirían siquiera estos diez últimos años de lucha desigualísima, bajo todos conceptos, y honrosa para
los españoles. Por la parte de Cataluña, como estaban ya á nuestro favor los naturales,
obtuvimos constantemente ventajas. El marqués de Caracena y después de él D.
Alonso Pérez de Vivero, conde de Fuensaldaña, lograron conservar la Lombardía
a pesar de las superiores fuerzas de los coligados; y de Nápoles fue rechazado
otra vez el duque de Guisa, ingrato al rey Felipe, a quien debía la libertad.
Mas lo principal de la guerra se trasladó á Flandes, gracias á la ayuda que las
provincias fieles, y que por lo mismo se habían mantenido católicas, solían
prestar al gobierno español. La larga lucha de la independencia de Holanda
dividió para siempre, en dos trozos, los Países Bajos, como en el siglo
anterior ha demostrado bien la violenta sublevación de Bélgica contra el
sucesor de Guillermo de Orange. Aprovechándose de aquel espíritu católico y
separatista hábilmente, los gobernadores españoles hallaron allí siempre
algunos medios para guerrear contra Holanda, y estos medios mismos se emplearon
después contra Francia, que sólo ofrecía á aquellos naturales el cambio de un
dueño lejano y débil, y por lo mismo ya condescendiente, por otro engreído,
próximo y fuerte. Hubo también alguna ventaja en que vinieran á servir por
aquellos años en nuestro ejército, á causa de sus disidencias con la Regente
doña Ana de Austria, el antiguo duque de Enghien, príncipe ya de Condé, y el vizconde de Turena, los más ilustres de los
generales franceses del siglo. Mandando el primero, con D. Juan de Austria y el
marqués de Caracena, nuestro ejército, se obtuvo un triunfo en Valenciennes salvando aquella plaza sitiada; pero en
cambio D. Juan de Austria y Condé, acompañados del
duque de York, que fué más tarde Carlos 11 de
Inglaterra, perdieron dos años después la batalla de las Dunas contra los
franceses y tras ella la plaza de Dunquerque. Al fin, en 1658, después de
muchos meses de inútiles tratos, abrieron España y Francia formales
negociaciones para la paz, la primera, por medio de D. Luis de Haro, y la
segunda, del cardenal Mazzarino. Fue el lugar de la
conferencia una casilla de madera, construida de por mitad en la isla del
Bidasoa, llamada de los Faisanes, á la raya de España y Francia, y que se
supuso que pertenecía á ambas coronas, para que ni una ni otra pasara por
negociar en territorio enemigo. Concertáronse los
negociadores en ciento veinticuatro artículos, que forman aquella paz famosa
de los Pirineos, tan importante en la historia de España. Por ella cedimos un
gran número de plazas y territorios de Flandes, y lo más sensible fué que tuviésemos que abandonar también los condados del
Rosellón y Conflent, señalando allí, como límites
entre las dos naciones, la cima de los montes Pirineos; de modo que todo lo del
lado de acá quedase á España, y lo de allá á Francia. No es fácil calcular
ahora si pudieron ó no obtenerse muchas mayores
ventajas de aquel Tratado, porque, naturalmente, Francia persistiría en
conservar las conquistas que más útiles para sí juzgase. Pero hay bastante
motivo para recelar que por falsos cálculos de la corte y orgullo de su
ministro, faltó acierto en las negociaciones. Antes que abandonarse Rosellón,
debió darse doble o triple territorio en Flandes y aun todos aquellos Estados.
Si el interés de Francia la inclinaba á traer al Pirineo su frontera
meridional, tanto ó más debía inclinarla á llevarla
hacia el Rhin, objeto preferente de su política desde
entonces. Sea como quiera, allí acabó el duelo á muerte de España y Francia,
que duró veintisiete años, asegurando á la segunda el primer lugar en el
continente europeo.
Quedó
también pactado allí el matrimonio del joven monarca francés Luis XIV con la
infanta María Teresa, mediante el cual, y a pesar de la renuncia expresa que de
sus derechos hizo la infanta, había de suceder, con. el tiempo, á la casa de
Austria la de Borbón en España. Fué á entregar á su
hija á la frontera el mismo rey Felipe IV, y así volvió á ver á su hermana Ana
de Austria, con quien tan funesta lucha había mantenido, como reina de
Francia. A todo esto, y desde 1649, hallábase casado, por segunda vez, Felipe
IV con doña Mariana de Austria, su sobrina, antes destinada á su difunto hijo
D. Baltasar. Hízose este matrimonio á petición de las Cortes y de la nación
entera, sumamente inquieta ya por la falta de heredero varón. Nació de él, un
año antes de la paz de los Pirineos, el príncipe Felipe, apellidado Próspero,
por las grandes esperanzas á que respondía, lo cual permitió que se diese la
infanta María Teresa á la Francia. Pero aquel niño, que llegó á ser jurado
príncipe de Asturias, murió á los cuatro años, y túvose á gran fortuna que, quince días después, naciera el que fué luego Carlos II. Causaron todas estas cosas disgustos amargos en el corazón de
Felipe IV, y no menores se los produjo su última y burlada esperanza política. Cifrábase ésta en reducir á Portugal, el mayor interés, con
efecto, de su corona, y para alcanzarlo se- había ya negado firmemente á que
entrase aquel reino en la paz de los Pirineos. Eran muertos, á la sazón, el'
duque de Braganza, que se llamó D. Juan IV, y su hijo Teodosio, y ocupaba el
nuevo trono D. Alonso, joven licencioso y de flaco juicio; pero aquella
ambiciosa hija de Huelva, doña Luisa de Guzmán, su madre, supo, no obstante,
defenderse con sumo brío y aun tomar la ofensiva. Quería Felipe IV, ya viejo,
ir á la campaña formal que emprendió contra los portugueses, mas se opuso á
ello su favorito Haro, ofreciéndole, en cambio, dirigirla él en persona. Costónos aquel aprendizaje militar una completa derrota en
las líneas de Elvas, que nuestro ejército sitiaba.
Nuevos arbitrios, y entre otros el de alterar de nuevo, en 1661, el valor de la
moneda, mezclando en ella el cobre y la plata, se inventaron con motivo de
esta guerra desgraciada. Diez y siete veces— decía Jacobo Quirino por
entonces—que se había alterado durante los últimos catorce años el valor de la
moneda; añadiendo, con fundamento, que, si al pronto se ganaba un 40 por 100
en la alteración, á la larga se perdería toda la plata que con el cobre se
mezclara. Las rentas estaban empeñadas hasta 1667; no entraba la menor cosa en
las poblaciones que no pagase crecidísimos derechos, exceptuándose sólo el pan,
que en honor de San Isidro labrador se respetaba todavía, y el caudal de la
flota que se esperaba de Nueva España estaba destinado, en la mayor parte,
para dote de la reina de Francia, indemnizaciones ai príncipe de Condé ó sus
parciales y deudas ya contraídas. Con tales apuros se organizó un nuevo
ejército contra Portugal, al mando de D. Juan de Austria, que en los campos de
Estremoz fué también derrotado, quedando, como dijo
un papel del tiempo, «destruida la flor de España, lo mejor de Flan- »des, lo
lucido de Milán, lo escogido de Nápoles, lo »granado de Extremadura;
perdiéndose 8.000.000 que »había costado la empresa y millares de muertos y
prisioneros». «Nadie se ha portado bien—escribía de allá D. Juan—, ni yo
mismo, puesto que vivo.» Murió en esto D. Luis de Haro, y Felipe IV, que
parecía más activo y más inteligente, mientras más edad tenía, halló manera aún
de reunir otro ejército, á las órdenes del marqués dé Caracena, que fue también
vencido, aunque no deshecho, en Montesclaros, media legua de Villaviciosa. Debiéronse tantos desastres, en mucha parte, á los cuerpos
veteranos ingleses, franceses o portugueses, delante de los cuales poníamos
regimientos generalmente bisoños. Pero al recibir la nueva del último, exclamó
ya Felipe IV: «Hágase la voluntad de Dios», y cayó acongojado. Su alma, como su
cuerpo, estaba, y con razón, rendida. Pasaba ya esto en 1665, y ocho años antes
había dicho de él D. Jerónimo de Barrionuevo en uno de sus Avisos inéditos,
refiriéndose á cierta ruidosa fiesta que se le dio en la Zarzuela, «que lo
trababan como á los gusanos de seda, a los cuales, para que no se mueran,
cuando se encapota el cielo y hay truenos y rayos, no hay más remedio que
tocarles guitarras, sonarles adufes, repicarles sonajas y usar con ellos de
todos los instrumentos alegres». A la rota de Villaviciosa no sobrevivió ya
Felipe IV sino tres meses, rindiendo al Criador su espíritu el 15 de
Septiembre de 1665. Las postreras palabras que dirigió a su hijo, incapaz aún
de comprenderlas, fueron estas: «Dios os bendiga y haga más dichoso que yo.»
Sólo tres hijos legítimos, de tantos como tuvo, le sobrevivieron: el niño D.
Carlos y las infantas doña María Teresa y doña Margarita, que fue emperatriz.
De los ilegítimos, mucho más numerosos, sólo reconoció a D. Juan de Austria. Llamóse a este rey Felipe el Grande, al comenzar su
reinado, y es bien conocido el donaire que acerca de esto se dijo, comparándole
con los agujeros del campo, que lo son más cuanta más tierra se les va
quitando. En su testamento nombró por heredero al único varón que le quedaba de
matrimonio, llamando al trono, a falta de descendencia suya, a la infanta doña
Margarita con sus descendientes; á falta de éstos también, á los hijos y
descendientes de la emperatriz doña María, su hermana, con las mismas
condiciones y precedencias dispuestas en ¡a sucesión de sus hijos; á falta de
éstos, por último, á los hijos y descendientes legítimos de la infanta doña
Catalina, su tía, duquesa de Saboya; excluyendo, en todos los casos, á los
descendientes de la reina de Francia, doña María Teresa, su hija, con estas
formales palabras: «Queda excluida la ^infanta doña María Teresa y todos sus
hijos y descendientes varones y hembras, aunque puedan decir ó »pretender que en su persona no corre ni pueden
considerarse las razones de la causa pública, ni otras en »que se pueda fundar
esta exclusión; y si acaeciere »enviudar la serenísima infanta, sin hijos de
este matrimonio, en tal caso quede libre de la exclusión que »queda dicha y
capaz de los derechos de poder y suceder en todo.» ¿Quién había de decir que de
tantas personas y líneas llamadas á la sucesión del trono, sólo había de venir
á ocuparla aquella tan terminantemente excluida por las anteriores palabras?
Determinó también el rey que fuese tutora del príncipe y gobernadora del reino,
durante la menor edad de aquél, su esposa doña Mariana, asistida de una junta ó consejo de gobierno, que había de componerse del
presidente del Consejo de Castilla, que era á la sazón el conde del Castrillo;
del vicecanciller de Aragón, que lo era el jurisconsulto D. Cristóbal Crespí de Valldaura; del arzobispo de Toledo, primado del
reino, que lo era el cardenal Sandoval; del inquisidor general, que lo era el cardenal
D. Pascual de Aragón, o los que sucediesen en tales puestos, y además, por la
clase de grandes, el marqués de Aytona, y por el
Consejo de Estado, el conde de Peñaranda. Con esta junta se pretendía que la
regencia de la reina fuese tranquila, pero no bastó, por cierto, como hemos de
ver más adelante.
YA ERA
notoria, palpable, la decadencia de España: las semillas que á fines del siglo
XVI aparecían sembradas habían germinado y producido todos sus frutos
infaustos. En 1640, llegó casi inadvertida la hora crítica de la catástrofe;
pero no sintiéndose todavía en Madrid impresión desfavorable ninguna. Merece
la pintura de lo que fue la frívola corte de Felipe IV, y el estado de la
nación en su tiempo, que hagamos un nuevo alto. Comparando lo que escribimos
ahora con lo que antes de hablar de Felipe III dejamos consignado, puede
formarse idea exacta de lo más íntimo y cardinal de la historia de España en
los siglos XVI y XVII.
Celebrábase entonces, con costosos
festejos, no sólo cada suceso de familia, como el matrimonio del rey de
Hungría, sino cada rumor de triunfo que corría, verdadero o falso, y los había
también, no pocas veces, sin pretexto alguno. De los más señalados fue uno en
que se representó cierta comedia de magia, o más bien alegoría, con el título
de la Circe, invención de un tal Cosme Leti, sobre el estanque grande de los
nuevos Jardines del Retiro, con máquinas, tramoyas, luces y toldos, parte
fundados en el lecho mismo del estanque, parte sobre barcas que iban á la par
navegando. Estando la representación en un punto en que se fingían tormentas,
estalló una verdadera con tal torbellino de viento, que lo desbarató todo y
algunas personas peligraron de golpes y caídas; mas no se desistió del
espectáculo, repitiéndose pocos días después, delante del rey con la corte
primero, y luego delante de los Consejos, comunidades religiosas y pueblo.
Acrecentándose cada día la afición al arte dramático, donde más de continuo
asistía el pueblo era á los teatros ó corrales, así
como el rey y los cortesanos cultivaban la misma afición en las salas de
Palacio, donde llegaron á hacerse comedias improvisadas por los primeros
ingenios de la época, que allí mismo tramaban el plan, y repartiéndose los
papeles, las ejecutaban luego, siguiendo á su voluntad los diálogos. Con tal
género de favor no tardó este arte en extenderse y progresar sobremanera. Los
antiguos corrales de la Cruz y del Príncipe se convirtieron en teatros, para
aquel siglo lujosos, y todo el mecanismo de la imitación alcanzó una perfección
hasta entonces desconocida en Europa. Los comediantes, no contentos con las
ganancias que Madrid les ofrecía, cruzaban continuamente los caminos, y, desde
las más grandes hasta las más pequeñas, todas las poblaciones del reino veían
levantarse telones y ejecutarse comedias, bailes y entremeses. Nada habría que
decir de este entusiasmo escénico en otra época; pero dadas las miserias,
desgracias y peligros de la monarquía, resístese a
aplaudirlo la pluma severa de la historia. Miserable espectáculo ofrecía por
cierto. Felipe IV, regocijado y placentero en las comedias, mientras su
hermano, el infante cardenal D. Fernando, rendido el cuerpo de tan largas
campañas y trabajos en Alemania o Flandes, y acosado el ánimo de
presentimientos y temores por la suerte de la patria, enflaquecía de hora en
hora, y en florida edad bajaba al sepulcro. Faltábanle soldados al buen infante, y al rey le sobraban representantes y truhanes,
porque, según dejó escrito uno de ellos con imparcialidad notable, «como su
vida era libre y apetecida de gente moza, se aumentaban considerablemente cada
día». No había dinero; a punto que el rey se echó sobre la plata que trajo en
1639 la flota de Indias de propiedad particular, tomando la mitad para sí y
pagando de la otra mitad mucha parte en calderilla: nuevo despojo y no menos
inicuo que los del tiempo de Felipe II; y en medio de tales apuros continuaban
labrándose a mucha costa el Buen Retiro, comenzado por Olivares, y un teatro
en él donde se representasen comedias con más lujo que antes en los salones;
obra grande, al decir de un autor contemporáneo. Allí, entre comediantes,
farsas, bailes, los reyes perdían no poco de su dignidad, al paso que
estimulaban el ocio ruinoso de los vasallos. Porque gustaba la reina de ver silbar
comedias, dieron los cortesanos en silbarlas todas, buenas ó malas, con igual diligencia. Para que viese asimismo la reina lo que pasaba en
las cazuelas de los teatros, se representó bien al vivo en el Buen Retiro,
trayendo mujeres que se mesasen y arañasen unas, que se diesen vayas o insultos
otras, y mosqueteros o truhanes que de propósito las enojasen. Hasta se
echaron alguna vez entre ellas reptiles que las asustaran; y «ayudado esto»,
exclama un contemporáneo, con libertad singular, «del son de silbatos, chiflos
y castradores, »se hacía espectáculo más de gusto que de decencia». A esto vino
a parar, a las veces, la admirada gravedad de nuestros reyes de otro tiempo.
Felipe, tan ceremonioso, constituido casi en un ídolo antiguo, como decían
los venecianos, toleraba esto, no obstante, en presencia suya, de u esposa y
de sus hijos; dando tales alas á los representantes, que uno, de nombre Juan
Rana, que hacía de gracioso, osó mofar públicamente por los afeites que usaban
en el rostro, durante una de las representaciones del Buen Retiro, á dos damas
principales de la corte. Semejantes devaneos, comunicándose á la generalidad
de la nación, rápidamente acabaron de corromper por aquel tiempo las
venerables costumbres de los antepasados. No hubo en Madrid, bien pronto,
moralidad alguna; quedaban la soberbia, quedaban el valor y algunos rasgos
externos del antiguo carácter español; pero no las virtudes que describió en el
siglo anterior Luis Cabrera(de Córdoba). Pintaba con exactitud, sin duda, D. Francisco
de Quevedo los vicios de la época; no hay grande encarecimiento en sus
descripciones. Su desenfado podía ser muy peligroso entonces; y fue, con
efecto, perseguido el poeta, con pretextos varios, entre los cuales hubo uno
injustísimo, que fue el de que mantenía inteligencias con los franceses. La
verdad era que había hallado medio de poner ante los ojos del rey un memorial
en verso, donde apuntaba las desdichas de la república, señalando como
principal causa de ellas al conde-duque. Siguióle el
aborrecimiento de éste hasta el último día de su privanza, y así estuvo
Quevedo en San Marcos de León, durante cerca de cuatro años, los dos de ellos
metido en un subterráneo, con cadenas é incomunicado. Y no fue poco que no le
degollasen, como al principio se creyó en Madrid, recordando otros ejemplares.
Pero mientras aquel terrible censor pagaba así sus libertades, la corte, los
magistrados y los funcionarios de todo género acrecentaban sus abusos cada
día, y entretanto hervía España, y principalmente Madrid, en riñas, robos ó asesinatos. Los capeadores, o ladrones de capas, no
perdonaban siquiera las entradas y salidas de palacio, y despojaban de noche á
todo transeúnte, sin distinción de clase oó persona. Pagábanse cada día muertes y ejercitábase notoriamente el oficio de matador; violábanse conventos, saqueábanse iglesias, galanteábanse sin reserva monjas, como mujeres particulares; eran innumerables, á la semana,
los desafíos, riñas, asesinatos y venganzas. Lóense en las cartas y avisos de
la época continuas y horrendas tragedias, que muestran no mucho más respeto á
las cosas de Dios que á las de los hombres. Tal caballero, rezando á la puerta
de una iglesia, era acometido de asesinos, robado y muerto; tal otro llevaba á
confesar á su mujer para quitarle al día siguiente la vida y que no se
perdiese con el cuerpo el alma; éste, acometido de facinerosos en la calle, se
acogía debajo del palio del Santísimo, y allí mismo era muerto; aquél se
despertaba de noche al sentir puñaladas en su almohada, y era que su propio ayo le erraba golpes mortales, disparados por levísima
ofensa. Una compañía de naturales de Antequera, y los soldados del tercio de
Madrid, estuvieron batallando todo un día en la corte por pequeña ocasión y se
dieron hasta doce ó más acometidas en las calles, á
pesar de haber sacado de una iglesia el Santísimo Sacramento para aplacarlos.
El corregidor de Málaga prendió, por leve disgusto, á un hombre principal, y
omitiendo el proceso le hizo decapitar de noche, sin confesión y por un esclavo.
En quince días hubo en Madrid sólo ciento diez muertes de hombres y mujeres,
muchas en personas principales. Tales datos, años ha sacados de los /Irzsos de Pellicer por el autor de esta obra, se han
enriquecido sobremanera con la publicación de la Correspondencia de los Jesuítas, hecha modernamente en el Memorial histórico.
Allí los delitos privados, los desacatos á la justicia, las contiendas
violentas de jurisdicción, los atropellos, las excomuniones, los sacrilegios y
á la par con todo esto las hechicerías, los embaucamientos y las
supersticiones ridículas, se encuentran por centenares. Escándalos, muchos de
ellos no extraños ciertamente en otros países y épocas, donde se han visto
iguales, si no mayores, pero casi inconcebibles en España, que tan severas
costumbres tenía en tiempos de Felipe II. Atribuíase no poca porción de estos crímenes á los soldados de los nuevos tercios que se
formaban, tan sólo ejercitados en la facción de los sacos, como decía un papel
del tiempo; y bien podía ser, porque con la continua guerra estaban casi
agotados los hombres de verdadero espíritu militar. Apenas acudía á ponerse
voluntariamente bajo las banderas sino gente perdida, mucha por engaño ó por fuerza, y que, por lo mismo, no tardaba en desertar
y darse á mala vida, no poca que tomaba por oficio el engancharse, y recibida
la paga desertaba antes de salir á campaña, quedándose en la corte sin otro
modo de vivir que el robo, hasta hallar nueva ocasión de engancharse. Formaban
estos también cuadrillas de malhechores en despoblado, que cometían inauditos
desmanes; mas no eran ellos sólo, sino los labradores y lugareños los que se
dedicaban á este ejercicio, especialmente en Cataluña. Allí corrían en
cuadrillas, ó por quejosos de la autoridad, ó por facinerosos, muchos hombres de valor y conocimiento
en el terreno, burlando las iras de la justicia. Llamaban á aquella vida anclar
en trabajo, y había entre ellos sus caudillos y capitanes. Tales ó semejantes cuadrillas de forajidos se vieron asimismo en
las llanuras de la desierta Mancha. Y en tanto los tribunales del reino, unas
veces mandaban ahorcar ó degollar por leves causas, y
aun ajusticiaban, por precipitación, á inocentes, y otras se mostraban
descuidados con los criminales más peligrosos. El gobierno solía ser menos
severo todavía que los alcaldes de corte ó los
corregidores para los delincuentes, perdonando con frecuencia los mayores
excesos, ó por la calidad de las personas, o por sus
servicios, o por mero capricho del príncipe y su privado. Así se vió a D. Pedro de Santa Cilia entrar con alto puesto á servir en los ejércitos y armadas de España después de
haber dado muerte por sus manos o su industria á trescientas veinticinco
personas. Era este don Pedro mallorquín, y, siguiendo los impulsos vengativos,
que asemejaban entonces á sus paisanos á los naturales de Córcega, determinó
vengar la muerte de un hermano suyo y se lanzó á cometer tantas en personas
casi siempre inocentes, echándose á bandido. Hallábase en Madrid Santa Cilia cuando sacaron de palacio un caballo que nadie osaba
montar por su bravura; ofrecióse a hacerlo Santa Cilia, y lo ejecutó con tanta habilidad que todos los
presentes quedaron maravillados.
Violo
también el rey; mandóle subir y que le contase su
historia, y por último le perdonó y admitió á su servicio, en gracia de su
atrevimiento. Portóse luego Santa Cilia como soldado y capitán de valor, señalándose en Nordlinghen y otras ocasiones; pero el número increíble de
sus crímenes pedía, á la verdad, otro rigor. Con tales caprichos y la impunidad
frecuente que ofrecía el pretendido derecho de asilo á cuantos tomaban
iglesia, no había justicia posible. La Inquisición hacía ya la vista gorda á
los más de estos desafueros, limitando su atención y cuidado á los casos de
herejías y supersticiones del vulgo ó á los delitos
que le encomendaba el rey. Sorprende hoy la facilidad con que corrían libros
llenos de ideas y palabras obscenas, que no se tolerarían en los tiempos
modernos, siendo así que tan rigurosa censura se ejercitaba contra los autores
en todo lo tocante á pensamientos religiosos y políticos. Notaron ya los
venecianos la flojedad de la conducta del Inquisidor general, cuando se trataba
de gente poderosa, en el negocio escandaloso de las monjas de San Plácido,
convento fundado por el protonotario de Aragón D. Jerónimo de Villanueva, uno
de los principales ministros de la época. El proceso acerca de este asunto,
cuya principal pieza está en Simancas y otra también notable en el nuevo
Archivo general de Alcalá, da á conocer detalles muy repugnantes de
prostitución y supersticiones por parte del D. Jerónimo, del prior del
convento, de la abadesa, amiga antigua del primero, y de las monjas. Jamás la
ignorancia y el vicio han aparecido quizá en tan singular consorcio; y aunque
D. Jerónimo estuvo preso por la Inquisición, sentenciósele sólo «por algunas causas, y justos respetos», en lugar de «las grandes penas en
que se pudiera condenarle» á ser «gravemente reprendido y advertido de »lo que
resultaba contra él de su proceso»; y á abjurar de levi,
por suponerse que cabía en todo ello opinión herética. Esta desigualdad de los
procedimientos ó castigos llegó á tal punto, á las
veces, que repugna al sentido común, cuanto más al derecho. Vense en los autos de fe, ó quemadas ó duramente castigadas muchas personas por delitos como la bigamia, mientras
corren impunemente muchos atentados seguramente más graves. Cualquier palabra
de doble sentido ó sospechosa, en materia de fe ó de culto, era también castigada con más crueldad que el
robo de una monja ó la violación de unos votos; bien
que esto último llegó á ser cosa frecuente. Y era á todo esto tan general el
fanatismo, que el cronista D. José Pellicer y Tovar, después de narrar en sus
Avisos tan grandes peligros é infelicidades, exclama: «De verdad, una de las desdi- »chas que se deben reparar con más atención y
lástima, »es ver á España tan llena por todos lados de judíos »enemigos de
nuestra santa fe católica». Lamentábase Pellicer de
esto cuando en 1632 se había celebrado en Madrid un solemne auto de fe, con
asistencia del rey, para quemar á algunos pobres judaizantes; y se les seguía
persiguiendo á muerte en todo el reino, como en los días más severos de Felipe
II. Tan extraña confusión en las ideas y las costumbres había introducido la
mezcla de la austeridad antigua con la liviana vida de Felipe IV y la política
irreflexiva de su privado.
Hubo quien
dijo, en el entretanto, que llegaron á cuarenta las batallas perdidas en
tiempo de Felipe IV, y aunque no dejaron de ganarse muchas, lo cierto es que,
lo mismo las ganadas que las perdidas, inútilmente consumieron nuestra sangre.
Podía pelear España, desde antes de mediar él siglo, por el honor, mas no ya
por el triunfo, que era de todas suertes imposible. Las pérdidas de territorio
fueron á la par inmensas, aumentándose varias á los últimos años á las que
hubo en tiempo del conde-duque. No solían pasar á todo esto las tropas de la
Península de 20.000 hombres, y esos sin instrucción ni pundonor; cuadrillas de
holgazanes y foragidos más bien que no escuadrones y
tercios, mientras que Flandes, Lombardía, Sicilia y Nápoles, solían hallarse
casi del todo desguarnecidas de soldados nacionales. Bien pronto se empleó
comúnmente el nombre glorioso de la infantería española, para designar con él,
tan respetado antes, á la turba que en los patios de los teatros se ejercitaba
en silbar ó aplaudir comedias, y al compás que se
agotaban los soldados desaparecían los generales y capitanes. La marina, á
pesar de que dependían casi totalmente ya el comercio y la Hacienda del
monopolio, del comercio y de las minas de América, estaba reducidísima, y como
no había quien escoltase las flotas, ó no llegaban ó llegaban tarde á nuestros puertos, robadas y perseguidas
con frecuencia, ya por las escuadras de las potencias enemigas, ya por piratas
de todas las naciones que, alentandos con la
impunidad y el cebo de una segura ganancia, salían á buscarlas por los mares.
Con el nombre de Hermanos de la costa ó de
filibusteros, llegaron los piratas á atacar formalmente alguna de nuestras
escuadras y á hacer desembarcos en tierra firme, y hasta se apoderaron del
islote de la Tortuga, al Norte de Santo Domingo, estorbándonos desde allí la
navegación. Señaláronse entre ellos el francés Pedro
Legrand, el holandés Juan David, los ingleses Mansfield y Scott y un mestizo de
Nueva España llamado Diego el Mulato, al cual propuso nuestra corte, sin
rubor, hacerle almirante de España, con sueldo crecido y perdón de sus
innumerables crímenes. Ni dejaban los argelinos de recoger las pocas naves que
• libraban bien de los Hermanos de la costa, apresándolas luego en nuestras
mismas aguas, al paso que robaban nuestras propias costas é impedían la libre
navegación del Mediterráneo. Y en tanto, se pedían naves de limosna á Génova,
se alquilaban á los holandeses, y el conde de Castrillo, D. García de
Avellaneda, como presidente del Consejo de Hacienda, declaraba que era preciso
renunciar á tener armada. Con todo eso, sonaban constantemente en este infeliz
período, ya en ejércitos, ya en escuadras, todos los antiguos nombres
favorecidos de la fortuna y de la gloria, mas no ciertamente para acrecentar
su esplendor. Ejército mandó un duque de Alba en Portugal, y fuera mejor para
su nombre que no lo mandara, donde tan alto había dejado el suyo su abuelo;
ejército mandó allí también un duque de Osuna, bastante diferente del que
mereció el título de grande; ni el D. Juan de Austria de ahora era el de los
días de Felipe II; ni fué un Colonna que se halló en
Cataluña semejante á aquellos otros valerosos y experimentados compañeros del
Gran Capitán; ni tuvo que ver otro Alejahdro Farnesio
que sirvió en Portugal con aquel
ilustre de
Flandes; ni los Dorias y el marqués de Santa Cruz eran tampoco invencibles
marinos como sus padres; Guzmanes y Zúñigas,
primero, luego Toledos, Benavides, Ponces de León y Haros, perdían á
la nación en el gabinete y en los campos de'batalla;
principalmente aquellos Guzmanes á quienes el mismo rey D. Felipe llegó á
contar por los más funestos enemigos que por entonces hubiese tenido España,
poco antes de su muerte. Guzmán, era el conde-duque; Guzmán, doña Luisa,
duquesa de Braganza y su hermano el sospechoso duque de Medina-Sidonia;
Guzmán, el marqués de Ayamonte, de quien se hablará luego; Guzmanes se hallan
en las conjuraciones todas y en todas las derrotas. De ellos solamente el
marqués de Lega- nés, á pesar de sus faltas, sirvió
bien en la guerra. Á la par con éstos hallábanse, en
poder é influencia, casi todos los nobles de otros tiempos, porque los
favoritos eran siempre nobles. Ya no los contenía la venganza de Fernando V, ni
los oprimía el brazo de Felipe II, pero no por eso daban altas muestras de sí,
ni reconquistaban su antiguo prestigio. Si iban á los ejércitos no era por
deber ó gloria, sino por los sueldos y comodidades;
por poseerlos y disfrutarlos se disputaban los destinos públicos, sin
consultar si su capacidad bastaba ó no para
desempeñarlos; ninguno entendía servir á la patria, sino á sí propios. Viéronse también aparecer muchos títulos nuevos; personas
de humilde ó mediano nacimiento llegaban hasta á ser
contados entre los grandes, y los híibitos de las
órdenes militares sacados á pública subasta, y las ejecutorias de hidalguía
vendidas á precio de pequeños servicios, continuaban aniquilando la clase
contribuyente del país, al paso que socavaban los ci
mientos de la aristocracia
verdadera y crecía la vanidad general, pueril ó funesta. Los que ya eran nobles se juzgaban aptos para todo; unos mismos de
ellos gobernaban, indistintamente, ejércitos ó armadas, la hacienda ó los tribunales, asistían á los
Consejos del rey y tal vez componían, en los ratos de ocio, entremeses y
comedias.
En cambio la
religiosa fidelidad de la nobleza española al rey flaqueó á toda prisa,
abriendo y enseñando prácticamente al pueblo el camino, ya por él olvidado, de
las revoluciones. No hay que hablar sólo de Portugal ó Cataluña, ni menos de las provincias de Italia, donde el antiguo espíritu
nacional arrastró á la sublevación á todas las clases, pueblo, clero ó nobleza. La doctrina de la monarcomaquía,
impunemente profesada en España por mucho tiempo y ya desacreditada en todas
partes, comenzaba á tener adeptos hasta en Castilla, y lo mismo el derecho de
insurrección. Punto es éste en el que conviene acaso una digresión, para mejor
inteligencia de los tiempos. No en vano, en uno de los romances satíricos de
la época, se leían estos versos:
España gime
oprimida, la iglesia está peligrosa, y aun pienso que de los grandes la lealtad
y fe zozobran.
Con efecto;
además del alzamiento de Braganza, que al cabo era descendiente de reyes, y de
la sospecha fundada de que Medina-Sidonia, su cuñado, quiso imitarle en
Andalucía, hubo otras conjuraciones y procesos de personas muy principales, por
delitos intentados ó cometidos contra la corona. En
ciertos Avisos de corte,
publicados
en el tomo Vil de la ya citada Colección de cartas del Memorial histórico, está
impresa una de D. Carlos Padilla, teniente general que había sido de
caballería, tan incoherente é incompleta allí, que más bien que obra de un
conspirador, parece fruto de una imaginación extraviada. Pero en la causa
original, guardada en Simancas, la carta está entera y más comprensible, con
otras varias, y las confesiones hechas por su autor dan idea completa de que
hubo en realidad delito. Pasaba este sujeto por agente del ministro D. Luis de
Haro, con quien se entendía, en realidad, acerca de una comisión que debía
llevar á Francia, para alimentar allí la discordia entre la reina viuda y los
príncipes de la sangre; pero, al propio tiempo, negociaba con los portugueses,
que conspiraban en Andalucía á favor, según parece, del duque de Medina-Sidonia,
y sobre todo trataba con el duque de Híjar, que supo que tenía un gran
propósito entre las manos. De esta manera procuraba poseer á un tiempo la
confianza del Gobierno y la de los que contra él maquinaban, mostrándose en sus
cartas dispuesto á aprovechar esta doble circunstancia, ya para mejorar de
fortuna, ya para vengar sus agravios. Comparábase á
sí mismo en una de sus cartas á los conjurados contra César, manifestando
además que le guiaba la opinión de que, ycndole á
España mal, siendo una, la convendría estar otra vez repartida en diversos
Estados. Debía ser, por lo que se ve, Padilla uno de esos hombres á quienes, en
las épocas de desesperación de las naciones, enloquece el deseo de enmendar
las cosas públicas, frecuentemente junto con el de aprovecharse de la
inevitable ruina general, que esperan, para mejorar de fortuna. Lo cierto fué, entre tanto, que
D. Luis de
Haro, receloso de él por su conducta en la guerra de Cataluña y por sus libres
conversaciones, comenzó á espiarle, logrando al fin interceptar una carta, que
D. Carlos enviaba á su hermano D. Juan, castellano de Milán, por medio del
conde de Asentar, D. Pedro de Acuña. Formado proceso contra él y las personas á
quienes en su carta aludía y seguido con rapidez inusitada, fueron condenados
á muerte y degollados en la Plaza Mayor de Madrid, á 5 de Diciembre de 1648, el
citado D. Carlos Padilla y D. Pedro de Silva, marqués de la Vega de la Sagra de
Toledo, como convictos, según el pregón decía, «de que trataban y solicitaban
que »se cometiese traición contra la corona» (1). Un capitán portugués, llamado
Domingo Cabral, que había sido confidente de éstos y fué condenado también, pocos días antes murió en la cárcel. En una Relación que hay
manuscrita de este suceso (2), se dice que era el don Carlos «hombre de ingenio
agudo, inquieto, sedicioso, ^soberbio y no poderoso de sí mismo». D. Pedro de
Silva, á quien se le sorprendió una carta, con la de Padilla, es allí mismo
calificado de «legista de algún cré- »dito, aunque se
deseaba en él prudencia y gravedad». Pero el más culpado, en la apariencia, de
todos era don Rodrigo de Silva, duque de Híjar y conde de Salinas, que, según
declararon los reos precedentes, trataba con su ayuda de hacerse rey de Aragón.
Basta para demostrar que era capaz de cualquier cosa aquel personaje, el hecho
de haber declarado en el proceso, como prue-
(1) Archivo
general de Simancas: Diversos de Castilla. Legajo 32, piezas 1, 2, 3 y 6.
(2) En un
tomo de Papeles varios, de mi propiedad.
ba de su lealtad al rey, que
formalmente le había propuesto á éste encargase de envenenar, por medio de un
criado suyo muy diestro en ello, al duque de Braganza; propuesta que por cierto
desechó con nobleza Felipe IV. Tiene el autor de esta obra á la vista el
testimonio legal, y una relación particular del tormento que hizo dar al duque
el implacable D. Pedro de Amezque- ta, uno de sus jueces, durante hora y cuarto, y esos
documentos no permiten dudar que era de robustísimo temple el corazón de aquel
magnate. Después del cuarto garrote, sajado y destrozado le* llevaron al
lecho, y al ponerse en él dijo á uno de los presentes que «toda- »vía estaba
para hacer dos versos». Mucho le valió tan extraordinaria firmeza, porque
habiéndolo negado todo, antes y después del tormento, las declaraciones de los
otros reos contra su persona quedaron en meras presunciones, que como se decía
entonces, purgó el tormento. Los jueces se limitaron, pues, á condenarle á
reclusión, advirtiéndole al rey que, por lo que habían notado del carácter del
duque, convenía que fuese perpetua. Impresa está también la defensa del duque,
que en respuesta á la acusación del fiscal D. Agustín del Hierro, escribieron
los letrados D. Esteban de Prado y D. Pedro Muriel Berrocal, en la cual
consideran á don Carlos Padilla como un hombre «totalmente fuera de >razón»
y su carta como un conjunto de delirios (1); alegando además que si el propio
D. Carlos y D. Pedro acusaron á aquél, no fué sino
con apremio de tormento
(1) ¡Tan
antiguo es el recurso de considerar locos á los auto- tores de los grandes crímenes, sobre todo políticos, los leguleyos á quienes la
piedad legal confía la defensa!—J. P. de G.
y rechazando
el testimonio de los otros testigos á causa de hablar de oídas, ó por referencia casi todo. Don Pedro de Silva declaró, sin
embargo, de ciencia propia, haber oído decir al duque y á D. Carlos en el
Prado, «que España estaba ya perdida, y que así se había de Homar partido con
Francia, antes que muriese sin suscesión S. M.>,
que estaba viudo entonces, «para que sella asistiese á la pretensión del duque,
sobre ser rey »de Aragón». Las frecuentes entrevistas y tratos entre el duque y
los otros reos, nadie los negaba, por otra parte, y confrontados, en suma, los
cargos de la acusación, que también cerré impresa, con los de la defensa,
parece que los tribunales de nuestros días difícilmente habrían sido menos
severos que el de entonces con el duque de Híjar. Nunca mejor que, al salvar
éste la vida á fuerza de sufrimiento, se demostró quizá la verdad de aquellos
versos de un largo romance contemporáneo titulado Sueño político, cuyo autor
se supone que fue un D. Melchor de Fonseca y Almeyda, y en el cual se decía ya,
entre otras cosas, á Felipe IV:
Aunque las
leyes lo ordenen, advierte que en los tormentos, no se averiguan las culpas,
gran rey, sino los esfuerzos.
Justo es
añadir, no obstante, que, habiendo alcanzado la muerte al duque en 1663,
estando todavía en León preso, el día mismo en que recibió el viático dirigió
una carta al rey, por medio de su confesor el P. Francisco de Gandía,
protestando de su inocencia y apelando al Tribunal de Dios, que tenía vecino,
contra su sentencia. La ocasión suprema en que escribió aquella carta, los térmi
nos de ella
y la confirmación quedió átal protesta el confesor, con la autoridad de su ministerio, pueden hacer dudar de
la culpabilidad del duque, á pesar de lo dicho; pero lo que aparentemente dan á
entender los documentos, es lo contrario. Por los mismos días en que se
ejecutaron los mencionados castigos fué degollado en
la cárcel de Segovia D. Francisco Manuel Silvestre de Guzmán, marqués de
Ayamonte y jefe de aquellos descontentos de Andalucía, de que hablaba en su
carta Padilla. Hay relación particular de este suceso, hecha por el famoso
Diego de Colmenares y dada también á luz en la correspondencia de los jesuítas, del Memorial histórico. Fueron á todos los tres
citados caballeros cortadas las cabezas por detrás, aunque el de Ayamonte logró
el favor de que esto se hiciese con él después de muerto; mas el pregón de los
que salieron al público decía, como la sentencia, «por traidores y
conspiradores contra la »corona», según se lee en unas cartas de Pellicer al
cronista Ustarroz (1). Algunos años después, hacia 1663, dió mucho que hablar también el suceso del teatro del Buen Retiro, entre cuyas
tablas y al pie de los lienzos pintados de las decoraciones, se descubrieron
cierta mañana las cenizas de una cuerda quemada que habían colocado allí,
tocando con tres ó cuatro papeles en que se contenía
más de una libra de pólvora. La cuerda había resultado corta, al consumirse,
por no haber calculado bien el que la puso y le prendió fuego, lo que había de
embeber conforme fuera ardiendo. Al
(1)
Biblioteca Nacional: V, 104.—Híjar, que aparece como D. Rodrigo de Silva en la
causa, se llama á sí propio en su carta al rey D. Rodrigo Sarmiento de la
Cerda, Mendoza y Villandrando, apellidos que muestran
bien su antigua y esclarecida nobleza.
punto se
puso preso, con sospechas fundadas, á un berberisco, esclavo del marqués de Heliche y del Carpió, y no se tardó en averiguar que este
marqués había procurado envenenarle en la cárcel, por medio de un paje suyo, á
quien se cogió el veneno. No pudiendo negar el marqués tal intento, alegó para
justificarlo que temía que aquel infeliz lo calumniara, atribuyendo á mandato
suyo el proyectado incendio. El esclavo, en tanto, superior por lo que se ve á
su amo, que tan mal sabía aprovechar las lecciones del célebre doctor Vázquez
Siruela, que lo educara, nada declaró, aunque se le dió tormento, que pudiera comprometerle. Pero antes de mucho se averiguó también,
por más que lo negase el marqués al principio, que tenía en su poder una llave,
con la cual podía abrirse una puerta que conducía al teatro y al lugar mismo en
que se hallaron cuerda y pólvora. Habitaba entonces el rey Felipe IV con su
familia en el Buen Retiro, y que el marqués del Carpió quiso prender fuego al
teatro con manifiesta probabilidad de que ardiese á la par todo el edificio y
¡a familia real pereciese, está, con lo que precede, por demás demostrado.
Pero este marqués del Carpió, D. Gaspar de Haro y Guzmán, era Hijo del ya
difunto primer ministro D. Luis Méndez de Haro y sobrino carnal y heredero del
conde-duque de Olivares, y con singular blandura, por eso sin duda, hizo el rey
que se siguiese su proceso. Nombrósele un fiscal,
que más bien le favoreciera que lo culpara, atribuyendo á motivos y fines
insignificantes aquel hecho y considerándolo como simple incendiario para
librarle, entre otras cosas, del tormento, que el presunto delito de lesa
majestad llevaba consigo. Los hechos constan de esta propia manera,
aquí
narrada, en un escrito formado en defensa del marqués, de qué corren muchas
copias, y que se intitula Arte de lo bueno y lo justo para la causa que motivó
la prisión del marqués del Carpió, duque de Monto- ro. Sentó luego plaza el
marqués de soldado particular y sirvió bien en la guerra; pero ésta fué la única expiación de un delito tan grave, al parecer
intentado por no haberle hecho el rey, como á su padre, primer ministro. No
eran los nobles así, más respetuosos seguramente con la corona que los del
tiempo de Enrique IV ó Fernando V. La política de
Felipe II con ellos no había logrado, pues, á la larga otra cosa que hacerlos
cortesanos y conspiradores en vez de guerreros y osados; y Felipe IV, que al
firmar la sentencia de los cómplices de Híjar había puesto de su letra que con
harto dolor de su corazón la firmaba y sólo por respeto á la justicia, y que, á
tan poca costa, dejó libre á Heliche, tampoco logró
con sus bondades sino desmoronar lo principal de la obra levantada por su
abuelo: que era la seguridad interior del reino (1).
Cuando tal
era el estado social, la desorganización é inmoralidad administrativa tenían
que ser, naturalmente, inmensas. Pagábase encada plazatde guerra ó cada ejército
doble número de gente de la que había; abastecíanse á
gran costa las fortalezas y armadas, y luego se hallaba que los bastimentos no
llegaron ó se vendieron. <Por cuyo
engaño»—escribía precisamente en aquel
(1) El
examen de estos procesos, hasta aquí no conocidos, merece mayor detención; pero
eso es propio de un trabajo de otra índole. Aún se lia dilatado más aquí el autor que debiera, por la extraña obscuridad en que han
estado hasta ahora aquellos sucesos.
tiempo el
autor de Estebanillo González—«se perdieron muchas
victorias y se malograron muchas ocasiones; que de ello pudiera decir acerca
de esto y de otros »sucesos que han pasado y pasan de esta misma calidad, »no
sólo á patrones de galeras, sino á gobernadores de ovillas y castellanos de
fortalezas, y á municioneros y »proveedores, en quien puede más la fuerza del
interés »que el blasón de la lealtad. > Vendíanse hasta las municiones de las plazas y bajeles, y los capitanes de las compañías
buscaban gente perdida que el día de la revista hiciese de soldados para
fingir número, no llevando consigo la mitad del que cobraba. De aqui nacía que la corte dispusiese una empresa, fiando en
que bastaban las fuerzas, con arreglo á los documentos y partes de los
generales, y luego se malograba, porque éramos inferiores á los contrarios.
Comenzó á menguar entonces hasta la antigua lealtad española; porque no se vió en tiempo de Carlos V y los primeros Felipes, capitán ó soldado que
vendiese un puesto al enemigo, y aquí ahora se hallan, ni más ni menos que en
otras naciones. íbase perdiendo, asimismo, la
rigurosa subordinación de clase á clase, que anteriormente se observaba. En
1654 hubo un caso que, así por demostrar bien esto último, como por la
precipitación y anarquía judicial que revela, es digno de citarse. Servía un D.
Antonio de Amada al marqués de Cañete, y era muy querido de todos. Aconteció
que el marqués golpease á la mujer de uno de sus lacayos, porque quiso
impedirle castigar á su marido, con lo cual, ofendido éste, determinó matarlo,
y al bajar, ya anochecido, las escaleras, escondido detrás de Amada, dió al marqués una estocada de que murió, huyendo al punto. Fué preso Amada y, aunque
protestó de
su inocencia hasta lo último, fué condenado á muerte,
sin oírsele apenas. Tenía órdenes menores y lo reclamó la justicia
eclesiástica; pero, no atendiéndola, envió el cardenal arzobispo de Toledo,
con conocimiento del rey, cuadrillas de frailes y de criados que robaron al
supuesto reo, conduciéndole en el momento de la ejecución á casa del prelado.
No tardó la justicia ordinaria en forzar la casa de éste y llevarse al reo de
nuevo, ejecutando, al cabo de una semana, la sentencia. Todos los grandes
acudieron á escoltar al verdugo, porque, con la muerte del de Cañete, cada
cual temía ya por su vida; citándose con horror que un cochero había ya
respondido por aquellos días al duque de Pastrana, «que todos eran hombres y
que cada uno se »tenía por hijo de su padre»; palabras y temor que ha
conservado Barrionuevo en sus Avisos inéditos, y que indican la subordinación
hasta allí acostumbrada y el inopinado recelo que de nuevo comenzaba á inspirar
el bajo pueblo. Este, excitado por los clérigos, estaba, en el ínterin, de
parte de Amada, y hubo que mandar salir de Madrid á muchos de aquellos y aun al
mismo cardenal, que se negó á cumplir la orden. Temíase que entre la grandeza y el clero, apoyado por el pueblo, se llegara á las
armas, cuando un suceso inopinado acabó de llenar á la corte de espanto. El
lacayo que había matado al de Cañete, estando á punto de morir de heridas que
se ocasionó en la fuga, declaró que D. Antonio de Amada era inocente. El dolor
del rey fué muy grande; el escándalo tal, que en
mucho tiempo no se trató de otra cosa en Madrid. Por los mismos días el
condestable de Castilla mató á un criado suyo é hizo armas contra un alcalde
de corte, y el hecho fué quedar sin
castigo,
porque ni siquiera cumplió el corto destierro que se le impuso. Tal se
practicaba ya la justicia que con tanto esmero hizo administrar Felipe II.
La
superstición general no podía menos de ir á todo esto aumentando, por más que
la Inquisición no dejara de perseguirla en ciertos casos. Mas ¿cómo podían dar
fruto alguno los castigos, cuando participaban de ella las más altas personas
del Estado? No solamente el protonotario D. Jerónimo de Villanueva abusaba de
sus entradas en San Plácido, aparentando dar crédito á muchas de las absurdas
opiniones que allí se profesaban, sino que hizo creer al conde-duque que
algunas monjas, poseídas del demonio, habían revelado, entre otros dislates
políticos, que la condesa, su mujer, le daría sucesión. Y consta del proceso,
aunque sin nombrarle, que estuvo aquel ministro en el convento para oir de los labios de los supuestos demonios profecía que
tanto le halagaba. Por la correspondencia de los jesuítas,
publicada en el Memorial histórico español, se ve que ni ellos mismos, con ser
generalmente discretos y doctos, se atrevían á burlarse siempre de las patrañas
supersticiosas que corrían y recíprocamente se contaban. Ni era fácil cuando
en Valladolid, á presencia del obispo y clero, salía el demonio del cuerpo de
una doncella de veinte años, á fuerza de solemnes conjuros, exponerse á negar
hechos semejantes. La célebre madre Luisa, de Carrión de los Condes, vivió en
olor de santidad por muchos años de aquella era, refiriéndose frecuentes
milagros y coloquios frecuentes suyos con Dios y su Santa Madre, y fué muy visitada en su convento de graves consejeros,
obispos y superiores de las órdenes religiosas. Propúsose examinar la Inquisición de 20
Valladolid
hasta qué punto fuera su santidad cierta; mas en el tránsito á aquella ciudad,
los pueblos acudieron en turbas á aclamarla, y la chancillería y el obispo
mismo se pusieron de su parte, por manera que murió sin ser sentenciada. Otra
monja hubo de más alto influjo todavía: la venerable sor María de Jesús,
abadesa de la Concepción descalza de Agreda. Esta mujer insigne escribió un
libro intitulado Mystica ciudad de Dios, rico en
detalles de la vida de Jesucristo y su Santísima Madre, por ningún otro
conducto conocidos, y que hay que suponer inspirados ó revelados. Condenado tal libro por la Sorbona y anatematizado por Bossuet, pero
vivamente defendido por el docto cardenal Aguirre, la Universidad de Lovaina,
las de Alcalá y Salamanca y por muchos prelados y doctores españoles, no llegó
á ser puesto en el Indice; porque si bien fué desaprobado por la congregación, suspendió el Papa la
publicación de la censura. Merece, por tanto, mayor respeto esta monja que las
demás que anunciaron revelaciones ó milagros en la
época de que se trata; mas no es posible dejar de lamentar, con todo eso, que
de sus singulares silicios y trabajos la distrajese Felipe IV, para consultar
con ella negocios políticos. Concíbese, en verdad,
que tuviera mucha necesidad de alivio espiritual y mucha sed de remedios
maravillosos Felipe IV, cuando en Julio de 1643 dirigió su primera carta á sor
María de Agreda, después de rota su antigua amistad con el conde-duque,
perdido Portugal y casi Cataluña, deshechos en Rocroy los tercios viejos. Pero lo cierto es que, desde aquella fecha hasta 27 de
Marzo de 1665, es decir, menos de dos meses antes de morir la monja, mediaron
entre ella y el rey 234 cartas, que contiene el
manuscrito
de la Biblioteca Nacional, el más completo que existe, y otras probablemente
perdidas. Escribía el rey á media margen para que contestase la monja en la
otra mitad del papel, y los sitios, las batallas, las negociaciones, el buen
éxito, en resumen de toda su política, principalmente los fió,
por aquellos largos años, Felipe IV, á la intervención de la monja; la cual se
contentaba con ofrecérsele, anunciarle buenos sucesos é insinuar virtuosos
consejos. Justo es decir, para acabar este punto, que no se advierte en toda la
correspondencia el menor deseo de abusar de su favor, por parte de la monja,
ni para sí ni para nadie, y que del rey Felipe IV tampoco se saben
supersticiones indignas, como de tantos otros personajes de su época; denotando
únicamente su excesiva confianza en sor María de Agreda el estado de su ánimo,
tras las desgracias referidas y el espíritu general de la época.
De tal
espíritu participaron, como era natural, cada vez más las letras. La historia
se ve confundida ó manchada entonces por los falsos
cronicones, y por las inscripciones y escrituras falsas que, desde los últimos
años de Felipe II, habían comenzado á poner en circulación hombres degran calidad y hasta autores de mérito, seglares ó eclesiásticos. Inventábanse, á
porfía, concilios, obispos, santos, religiosos, para halagar la piedad de los
fieles de una parte, y de otra, genealogías y personajes que no habían
existido jamás, para contentar la vanidad de los nuevos nobles, faltando poco
para que pasara ya por un incrédulo el discreto pero piadoso Mariana. Por de
contado que nada se escribía, al propio tiempo, de verdadera filosofía en
España como no fuesen exposiciones de Aristóteles ó alguna
de Platón,
hechas en latín generalmente. Habíase distinguido como filósofo, en el siglo
anterior, Sebastián Fox Morcillo, que estuvo para ser maestro del príncipe D.
Carlos y profesaba una doctrina mixta de los dos mayores filósofos griegos y
algún otro. En romance, Juan Huarte y doña Oliva Sabuco, Venegas, Mejía, Oliva
y Cervantes de Salazar, publicaron también obras notables de especulación,
aunque no de verdadera filosofía. Pero la dirección predominante del espíritu
nacional llevó á escribir libros místicos, antes que filosóficos, á muchos
más escritores, sin contar con los que enseñaban formalmente la Teología.
Después de Juan de Avila y de Santa Teresa hubo, por
lo mismo, grandes místicos entre nosotros, siendo, como es sabido, fray Luis
de Granada el primero de todos por su elocuencia y estilo y el jesuíta Nieremberg el último,
que, como tal, merezca leerse. Mas bien pronto se corrompió totalmente el
gusto de este género de escritores, hasta venir á parar en ridículos catálogos
de citas sagradas é intrincados conceptos, que indeliberadamente pecaban de
panteísmo algunas veces. Las letras filosóficas y místicas puede decirse que
fueron las primeras que decayeron por completo. Resistió la jurisprudencia casi
tanto como la Teología misma, la decadencia, después de haber sido con no
menor gloria que ella cultivada en el Siglo de oro, resplandeciendo aquella
ciencia, tras los famosos Gregorio López y Antonio Gómez en las obras del
insigne D. Diego de Covarrubias y Leiba, altamente
alabado por los venecianos que le conocieron y en las de Alfonso de Acevedo,
Luis Vázquez de Avendaño, D. Cristóbal Crespi de Valldaura y otros innumerables
autores. Después de los teólogos y juris
tas, ios que más brillaron en las ciencias fueron los políticos
que desde Felipe III comenzaron á escribir frecuentemente en castellano, y los
economistas, que también usaban casi siempre el romance, aunque haya
perjudicado mucho á estos últimos el haberse confundido con ellos la
vocinglera turba de los arbitristas, protegidos por los apuros de la época y
aun por el carácter del conde-duque, como se ha dicho. Señaláronse entre los políticos, por sus ideas liberales, el autor de la Ley regia, en
Portugal, Juan Salgado de Araujo, que admitía el Pacto de las sociedades
humanas y la soberanía nacional, combatiendo como dañosa la doctrina de que
debían tener los reyes privados, y entre los absulutis-
tas, Jerónimo de Ceballos, que en su Arte real sostuvo que, en lo temporal, no
debían reconocer los reyes superior. por lo que no era otorgar servicios lo
que hacían, á su juicio, las Cortes, sino pagar deudas de vasallos á sus
soberanos, llegando hasta admitir que los reyes de España poseían gracia
natural para echar los demonios del cuerpo. Juan Pablo Mártir Rizo, D. Diego
de Tovar, D. Francisco de Quevedo, D. Diego de Saave- dra Fajardo, Baltasar Gracián y otros muchos,
escribieron también muy notables libros de Derecho público, tan famosos
dentro como fuera de España; porque de las Empresas políticas, de Saavedra, por
ejemplo, se hicieron doce ediciones castellanas y tres traducciones, en latín,
francés é italiano, y el Oráculo manual y arte de prudencia, de Gracián, no tan
sólo fué traducido á estas lenguas sino también á la
alemana, sirviendo además allí de texto en las escuelas. Lo raro en este punto
es que mientras el Santo Oficio hacía quitar del libro de Eugenio de Narbona,
intitulado Doc
trina civil
y política, las menores alusiones á la pereza de los reyes y al favor excesivo
de los ministros, que pudieran referirse á Felipe 111 ó Felipe IV, y no faltaban inquisidores que hallasen olor de herejía en el hecho
de no citarse en aquella obra escritores sagrados, sino gentiles ó profanos (1), los jesuítas publicasen á lo mejor papeles en castellano, agitando cuestiones como la de si
es mejor tener gobierno que no tenerlo, si es preferible el gobierno
democrático al monárquico, si es más conveniente la monarquía electiva que la
hereditaria, si es ó no lícito matar al tirano y
otras semejantes, que en 1632 mandó recoger el Consejo real, ordenando que no
imprimiese la Compañía más conclusiones sin su permiso. Á las veces sorprende,
más todavía que el atrevimiento de los políticos, el de los ecomistas,
sobre todo el de los que perte- enecían,
entre estos últimos, al estado eclesiástico. Ya el canónigo Navarrete había
condenado el aumento de las comunidades religiosas y la expulsión de los moriscos,
después de hecha, que era bastante; pero en 1651 hubo un secretario del Supremo
Consejo de la Inquisición, de nombre D. Felipe Antonio Alosa Rodarte, que, en
una obra intitulada Exhortación al estado eclesiástico, anunció ya á éste que
llegaría tiempo en que los seglares volvieran á cobrar, necesitados, lo que
sin necesidad «les dieran sus antepasados tan liberalmente». Muchos de estos
economistas, á ejemplo de Mariana, pero cuando precisamente cada día se estaba
alterando el valor de la moneda, negaron que
(1) Archivo
general de Simancas: Inquisición. Censuras p calificaciones de Libros. Legajos
5.°, niim. 6.
el rey
tuviese potestad para ello, y son durísimas las censuras, fundadas unas,
infundadas otras, que dirigieron todos á cuantas disposiciones se dieron para
mejorar la Hacienda ó remediar la miseria pública. No
estaba, en suma, en aquel tiempo tan destituido de censura ó fiscalización el poder como se piensa generalmente. Los predicadores convertían
los pulpitos en tribunas, sobre todo en las Cuaresmas, y tronaban libremente
contra cuantos eran ó ellos juzgaban abusos y errores
del poder civil; los escritores clandestinos atacaban sin piedad, en prosa ó verso, á los ministros y al rey mismo, contra quien
circulaban impunemente las más sangrientas burlas; los políticos y
economistas, cual queda expuesto, criticaban á la par en tono grave todo lo que
era ó les parecía digno de reprobación. Si hubiera
habido tanta libertad entonces para tratar de historia, de filosofía, de
ciencias naturales, como solían permitir el Santo Oficio y el Consejo real para
examinar los actos de los gobernantes y juzgarlos, otro habría sido de seguro
el estado intelectual de la nación en aquella era.
Mas la
afición del rey y de la corte á la poesía dramática hizo que sin disputa fuese
este género de literatura, como escribimos tiempo hace y aquí literalmente
copiamos, el que más cultivase y en el que más brillara entonces el ingenio
español; de tal manera, que, á calificar por su rasgo más característico este
reinado, así como del de Felipe 111 puede decirse que fué de frailes y monjas, de éste habría que decir que fué de cómicos y comedias. Jamás en tiempo ó nación
alguna se ha cultivado con igual entusiasmo y talento el arte dramático como
en España y durante el reinado de Felipe IV. Catorce años duró la vida á Lope
de Vega, después de
muerto
Felipe III, y en todo este tiempo no dejó de componerlas; de suerte que su
nombre va unido también al de Felipe IV. Mas Calderón fué ya todo suyo, y él y Tirso y Moreto y Rojas y el corcovado Alarcón,
escribieron para su placer y el de la corte, La vida es sueño, El desdén con
el desdén, El burlador de Sevilla, García del Castañar y La verdad sospechosa,
inmortales obras. Á la par de estos ingenios de primer orden, hizo Guillén de
Castro el original de El Cid; Luis Vélez de Guevara y Montalván, lograron
aplausos; la Hoz y Mata, escribió su Castigo de la miseria; Diamante, su Judía
de Toledo; Solís, sus obras dramáticas que eclipsó más tarde el mérito
singular de sus páginas históricas; D. Fernando de Zárate y el judaizante
Enríquez Gómez, las suyas, sean dos ó sean una propia
persona. Florecieron también Mira de Mescua, Matos Fragoso y D. Antonio Hurtado
de Mendoza, Belmonte y Leyva, si no con tan grande ingenio como los primeros,
con bastante para ser recordados: y aun detrás de los poetas de primero y
segundo orden, aparecen otros no despreciables todavía: Villayzán,
á cuyas comedias asistía siempre disfrazado Felipe IV, tal era la estimación
en que las tenía; Zabaleta, el primero que escribió en España artículos de
costumbres, tan ingenioso en ellas cuanto penoso en sus reflexiones y escritos
morales; el novelista Salas Barbadillo, infeliz en la poesía épica y no muy
aventajado en la lírica; D. Alonso del Castillo So- lórzano,
también novelista y bueno, mas no así poeta, aunque algunas de sus novelas
estén en verso; Coello, los Herreras, D. Jacinto y D. Rodrigo, los hermanos
Figueroa, D. José y D. Diego, Jiménez Enciso, D. Je- rómino de Cáncer, que pudiera llamarse medio poeta,
pues sólo
escribió por mitad; Villaviciosa y Avellaneda, colega del anterior; Vélez, el
hijo; Monroy; un cierto maestro León, harto distinto del gran lírico en mérito
y fama; Muxet y Solís, Matías de los Reyes y el
doctor Felipe Godínez, más dado que á las humanas á las comedias religiosas.
En estas últimas emplearon también su ingenio el maestro José de Valdivielso,
no mejor dramático que épico; el trinitario fray Hortensio Félix Pa- lavicino, predicador de
Felipe IV, hombre no falto de talento, pero de deplorable gusto é ingenio, que
hacía las delicias de la corte con sus sermones y la desdicha de todo el mundo
con sus comedias; los jesuítas Céspedes y Calleja y
otra multitud, en fin, de frailes, caballeros y autores anónimos, indignos ya
de memoria. Mas no es de olvidar con ellos el nombre de Luis Quiñones de
Benavente, que pretendió resucitar en España la ditirámbica imitación de
Aristóteles (uno de los cuatro géneros en que éste dividía la imitación
poética), la cual consistía en juntar en una misma pieza verso, música y
baile. No podría ser la pretensión más alta; pero ni el nombre ni la materia de
sus obras correspondieron á ella, y sólo fué al cabo
ingenioso autor de bailes, entremeses y sainetes, en cuyo género de escribir
le acompañaron Cáncer, Avellaneda y otros de los escritores vulgares de la
época. También escribió comedias y medias comedias D. Francisco de Quevedo, y
no falta quien suponga que las compuso el propio monarca, bajo el título de Un
ingenio de esta corte, anónimo entonces empleado de muchos. Con tantos poetas
y comedias no podían menos de ser muchos y buenos también los comediantes. Señaláronse, desde fines del reinado de Felipe III hasta la
muerte de Felipe IV, aquella María
Calderón,.en quien tuvo á D. Juan de
Austria; laBalta- sara, que purgó sus libertades de
cómica con penitente vida; la hermosa Josefa Vaca y su marido Alonso Morales,
llamado el príncipe de los representantes; los dos Olmedos, padre é hijo,
hidalgos é infanzones; el desvergonzado Juan Rana, encanto, por sus gracias, de
la corte; Roque de Figueroa, el Néstor de los cómicos; María Riquelme, notable
por haber sido virtuosa en las tablas en aquel tiempo; Bárbara Coronel, mujer
varonil, célebre en aventuras y costumbres impropias de su sexo y homicida á
lo que se cree de su marido; Eufrasia de Reina, casada á un tiempo con dos
maridos; la famosa Amarilis, María de Córdoba; el noble caballero D. Pedro de
Castro; Sebastián del Prado, que fué con la infanta
doña María Teresa á París, y durante mucho tiempo representó allí comedias
españolas con grande aplauso, y otros innumerables hidalgos, clérigos, frailes
y personas de toda condición y estado, aficionados á un género de vida que
miraba la justicia de la época con particular indulgencia. Queda en esto por
decir que, así como al rey se le cuenta por muchos entre los poetas dramáticos,
á las princesas españolas podría también contárselas entre las cómicas de su
época. Por el mes de Mayo de 1622 se representó, en los jardines de Aranjuez,
una comedia fantástica del conde de Villa- mediana, titulada La gloria de Niquea, labrándose teatro de madera y telas á mucha costa;
asistieron el rey, los infantes D. Carlos y D. Fernando y gran concurso de
cortesanos, de modo que no se vió, según el narrador,
lugar vacío. Hizo en esta comedia el papel de Reina de la hermosura, doña
Isabel de Borbón; la infanta doña María, representó el de Niquea,
y los otros las damas
y criados de
la real casa y hasta una negra esclava, que fué muy
aplaudida. Es igualmente sabido que la infanta doña María Teresa, reina luego
de Francia, representó con sus damas una comedia lírica de D. Gabriel Bo- cángel Unzueta, para celebrar la venida á España de su
madrastra doña Mariana. Pero á pesar de la inaudita afición que tales hechos
demuestran á la poesía dramática, decayó ésta también al fin, como todos los
otros géneros de literatura.
Había
heredado Felipe IV de su abuelo y su padre á Góngora, poeta de grande
originalidad, el cual, hallando ya manoseada la forma clásica, inventó, para distinguirse,
una extraña y contraria á todos los buenos principios, que de su nombre se
llamó gongorismo, y también culteranismo, por la afectación de cultura de que
se hacía alarde. En vano escribió Rioja su Epístola moral, de tan noble y
clásico estilo, y sus puras Silvas á las flores; en vano Jáuregui hizo aquella
correcta traducción poética, que es la única aún que haya superado al
original; en vano rivalizó en sencillez Villegas con Anacreonte, y Espinosa con
Teócrito en buen gusto; en vano Quevedo descargó directamente los terribles
golpes de su crítica contra los innovadores. Fué arrastrado él mismo por ella antes de mucho con Lope, otro de sus mayores
enemigos, con el mismo Jáuregui y con los más de los líricos de aquella Edad. Señaláronse entre los sectarios de Góngora y apóstoles de
la nueva forma, el hijo infeliz de la casa de Oñate, que con el nombre de conde
de Villamediana fué tan trágicamente famoso; y
Baltasar y Lorenzo Gracián, que redujeron á reglas y doctrina lo que era solo
deplorable extravío. No tardó éste en comunicarse de la poesía lírica á la
dramática,
afeando sobremanera los dramas de Lope y de Calderón, introduciendo una
afectación de sentimiento que mataba la verdad, y un alambicamiento de estilo
que obscurecía los más bellos rasgos del ingenio; á la poesía épica, en que
produjo tan miserables abortos como algunos de los'cantos del mismo Lope; al Ma- cabeo, de Silveira, y la
Virgen de Atocha, de Salas Barbadillo; á la historia, que ennoblecida aún con
las páginas inmortales de Moneada y Meló, tuvo que soportar que Céspedes de
Meneses, el novelista, narrase en culto los primeros años de Felipe IV; al
pulpito mismo, donde el padre Paravicino explicaba
también la noble y sencilla doctrina de Cristo, en el lenguaje hinchado y
pedantesco, salpicado de retruécanos, para- nomasias,
conceptillos, trasposiciones, neologismos, latinos ó griegos, y alusiones mitológicas que, en verso ó prosa, formaban los especiales caracteres de la nueva escuela. No se comprende,
sin recordar los antecedentes y meditarlos, cómo pudo sobrevenir en breve
plazo revolución tan completa. El genio y la fatalidad de un solo hombre no
bastaban para eso; y más cuando él, aunque eminente, no alcanzaba superioridad
alguna sobre varios de sus secuaces. Traslúcese antes
de estudiar el asunto, que algo debía haber en los espíritus, y algo en lo
general de la nación, que facilitara la empresa, y aun impusiese acaso la
nueva escuela á muchos que voluntariamente no la habrían seguido jamás. Este
algo no podía ser más que el apartamiento de las ciencias y el casi exclusivo
culto de la poesía y buenas letras. Ociosa ya la razón y falta de ideas nuevas
la inteligencia, ¿qué había de hacer la poesía, ceñida á los estrechos límites
de lo pasado y entregada á su sola
actividad,
sino devorarse á sí misma? Tarde ó temprano eso
tenía que suceder, y sucedió á fines del reinado de Felipe IV. Porque ni la
literatura en general, ni la poesía, la más flexible y perfecta de sus
manifestaciones, son sino la forma de ideas preexistentes, un cierto espejo
donde se reflejan las épocas con sus sentimientos justos ó injustos y sus verdaderos ó falsos principios; y como
forma y espejo que son, no tienen potencia para crear por sí solas la
substancia que representan. Tal vez nacen hombres que á su cualidad de poetas
juntan la de filósofos, é inquieren y crean, y cantan á un tiempo; pero la
singularidad de tales ingenios no contradice la marcha general del arte en sus
naturales condiciones, ni, en el caso presente, perseguida con sistemática
saña, hubiera andado la filosofía más segura debajo del manto vistoso de los
versos que debajo de los latinos infolios, salmantinos ó complutenses. Y asi como mientras manan y corren las
ideas en poderoso río, producen sus riberas lozanas é innumerables las flores
literarias, así cuando suspenden su movimiento las aguas, no acuden nuevas y
se estancan las antiguas, vienen la putrefacción ó la
decadencia, tarde ó temprano. ¡Dichosos los primeros
que, bebiendo las aguas corrientes y claras, pudieron hacerse inmortales! Los
segundos las encuentran turbias y escasas, y quizá con tanto ingenio como los
primeros, son mucho menos felices en sus producciones. Los terceros sienten ya
sed y repugnancia, anhelan por nuevas aguas, claras y copiosas; quisieran
descubrir manantiales nuevos; los buscan por todas partes, y entonces nace
precisamente el hombre de la decadencia. Es éste, de ordinario, un ingenio
creador, de poderosa fantasía, de alto
aliento, que
debió ser de los primeros, y no lleva con paciencia ser de los últimos; que
quisiera ser original, y no halla cómo serlo; ofendido de la gloria de sus
antecesores, no más dotados de genio, sino más oportunos en nacer; deseoso de
igualarlos é imposibilitado de seguirlos; jardinero de estío, espigador de
invierno, sin flor ni grano que recompense su fatiga. Tal fué,
en suma, Góngora. Y cuando llegan tales circunstancias, y cuando el hombre de
la decadencia busca camino por donde huir del desierto que le rodea, no halla,
no puede hallar más que uno solo, que es el de alterar la forma , ya que le
falta el fondo: distinguirse por la palabra, ya que no por el sentimiento ó la idea. Entonces, en lugar de encerrar en frases
sencillas ideas sublimes, presta á vulgares ideas pomposas é hinchadas
palabras; y en vez de dejar en hermosa desnudez el estilo, le viste
retruécanos, de paranomasias, y cuantas galas afectadas imagina. Desecha la
metáfora natural por la violenta; abandona la palabra propia por la extraña,
la nacional por la extranjera; confunde el alambicamiento con el ingenio, la
pedantería con la erudición, lo relumbrante con lo claro y verdadero. Y por
ser todo esto efecto de circunstancias comunes, se explica solamente que los
más de los ingenios cedieran tan pronto al contagio, y que si hubo algunos que
por cierto tiempo resistieran, no hubiese ninguno al fin que se salvara.
Aquellos ingenios afortunados, que habían nacido en época de buen gusto, y
alimentado su espíritu con los buenos modelos, todavía en medio de las
aberraciones de la nueva escuela dejaron inmortales obras, principalmente en
la poesía dramática. Pero sus sucesores, criados ya en el cieno de la
corrupción literaria, no imi
taron más que sus faltas, no
aprobaron sino sus delirios; y con la poesía desaparecieron los poetas. Acabó
así, pues, la primera de las artes, la de la palabra, entre nosotros, perdida
en las tinieblas del gongorismo, á la par que en Francia anunciaba Descartes la
filosofía moderna, á la par que Corneille y Racine
creaban la tragedia francesa, y Moliere perfeccionaba la comedia de nuestros
días sobre modelos españoles.
Aquella
gloria poética tan grande, aunque seguida de tan mortal caída, fue acompañada
de otra no menor: la de la pintura. Este otro arte, tan favorecido por Carlos
V, por Felipe II, y aun por el propio Felipe 111, llegó durante el reinado de
Felipe IV á su apogeo. No en balde aquellos dos primeros monarcas habían hecho
venir á España los primeros maestros y los mejores cuadros de su tiempo. Con
ellos se formaron, en tiempo de Felipe 111, pintores inmortales, que reinando
Felipe IV fueron ya asombro de las gentes. Tuvo este último monarca, entre sus
vanidades, la de que se empleasen en su servicio los primeros pintores que
entonces tuviese el mundo, españoles los más, no pocos italianos y flamencos,
de sus provincias súbditas ó dependientes; los cuales
transcribieron al lienzo todos los objetos de su amor y cuantos asuntos podían
halagarle. De ello ofrece larga muestra el Museo del Prado. Allí está el
retrato de su padre Felipe 111, obra de Velázquez; y el pincel de este grande
hombre le sigue á él mismo, desde la niñez hasta la edad madura, acertando á
trazar las huellas que la edad y los placeres iban dejando en su rostro, con
sagacidad inimitable. Allí están doña Isabel de Borbón, la bella francesa, y
doña Mariana, la orgullosa austríaca; allí los príncipes infortunados don
Baltasar y
D. Felipe Próspero; allí la infanta doña Margarita y aun el conde-duque, á
quien el rey, si no amó, consideró más que á nadie de su familia, por el propio
pincel de Velázquez retratados. La historia de la Virgen, casi entera,
representada por Bartolomé Murillo, y los muchos cuadros 'místicos de éste y de
Zurbarán encantan asimismo allí los ojos de los artistas, después de haber
presenciado las devociones del licencioso rey en sus palacios. También el
flamenco Snayers ha dejado allí pintadas sus
cacerías, y el P. Mayno ha conservado allí en
alegoría su vana esperanza de reducir á Flan- des. Y á la par se ven por donde
quiera, las pasajeras y últimas glorias de los primeros días de su reinado; de
una parte de la campaña del gran duque de Feria contra el Monferrato,
representada en la marcha sobre Acqui, cuadro del
aragonés José Leonardo; de otra, la campaña del mismo duque en Alsacia,
representada con el socorro de Constanza y la expugnación de Reinfeldt, cuadro del florentino Vicente Carducci; ya el cuadro del madrileño Eugenio Caxes, que señala el nuevo desembarco de los ingleses
cerca de Cádiz, al mando del conde de Lest, y la
conducta valerosa de aquel maestre de campo, D. Fernando de Girón, que,
enfermo y atormentado de la gota, se hace llevar en silla de manos á disponer
tan gloriosa'victoria; ya el cuadro con que el
antecitado Vicente Carducci, pinta á D. Gonzalo de
Córdoba venciendo en la memorable batalla de Fleurus;
ya el cuadro de Leonardo, donde pinta la rendición de Breda y al buen marqués
de Espinóla, que acompañado del de Leganés, D. Diego Felípez de Guzmán, recibe las llaves de la ciudad, ó el que al propio asunto dedicó Velázquez, uno de los
mejores de este autor, y el
conocidísimo
con el nombre del cuadro de las lanzas. Por último, por Velázquez y Van-Dick
está allí retratado el victorioso cardenal-infante, y por Rubens, amigo del rey
y del conde-duque, la victoria de Nordlinghen. Nunca
iguales asuntos han sido tratados por más altos pinceles. Zurbarán, en tanto,
con sus trabajos de Hércules; Toledo, con sus batallas marítimas; Alonso Cano,
pintor, escultor y arquitecto de grandes obras y poco afortunada vida; Ribera
el Españoleto, Esteban March, Rizi, los floristas Arellano
y Vander Hamen, y otros muchos que fuera ocioso
enumerar, se emplean en adornar el alcázar regio, el Buen Retiro, los sitios
reales del Pardo, Aranjuez, San Ildefonso y el llamado la Zarzuela, y hacen
que aquél sea, con razón, reputado en España, por el siglo de oro también de la
pintura.
Para no
callar ninguna de las cosas que distinguieron la corte y el reinado de Felipe
IV, preciso es decir algo también de los juegos de cañas, toros y fiestas
caballerescas, que ocultaron por algún tiempo los funerales de la monarquía.
No parece sino que para tales ejercicios nació ya predestinado este príncipe,
porque en los regocijos que por su nacimiento se celebraron en Valla- dolid, hubo famosísimas cañas, en las cuales corrieron con
los caballeros de la corte, contra su costumbre, el mismo Felipe III y el
privado Lerma. Hijos de la antigua galantería española y árabe, fueron
ordinarios en tiempo de Carlos V, pocos en los días de Felipe II, raros en los
de Felipe III. Felipe IV les dió más vida que hubiesen
tenido nunca. Apenas hubo fiesta en su reinado en que él no corriese cañas por
su persona, siendo celebradísimas las de 1623, con ocasión de la venida del
príncipe de Gales, en la Plaza Mayor de 21
Madrid. Las
cuadrillas fueron diez, con más de quinientos caballos, gobernándolas el
conde-duque y Monterrey, el marqués de Villafranca y los principales señores
de la corte: el lujo increíble, la destreza y gallardía del rey y del principe inglés fueron muy celebradas. Corriólas también el rey en 1636 con diez y seis cuadrillas de á doce caballeros,
rompiendo él solo tres lanzas. El casamiento de la infanta doña María con el
rey de Hungría; la elección de éste como rey de romanos; el nacimiento del
príncipe D. Baltasar Carlos y otros tales sucesos, dieron igual ocasión á
fiestas de toros y cañas, de gran magnificencia, donde el rey lució igualmente
su gallardía. En las del nacimiento de D. Baltasar fueron los caballeros
sesenta, contándose el mismo rey, con número inmenso de músicos y escuderos. La
edad y los pesares de Felipe IV trajeron hasta esto mismo á decadencia en los
últimos años de aquel reinado, cuando ya dejaba discutir si eran ó no lícitas las comedias mismas, y las prohibía en
ocasiones.
De Cortes
nada hay que decir ya de nuevo en el entretanto. Celebráronse algunas veces todavía en los reinos de la Corona de Aragón y Navarra, y, en
Castilla especialmente, húbolas de 1646 á 47, de
1649 á 51, de 1655 á 58, de 1660 á 64 y en 1665, aunque estas no tuvieron ya
efecto por la muerte de Felipe IV. Lo único que merece advertirse es que
fueron las de 1665 las últimas de Castilla, reunidas por la dinastía austrica. «Ha cesado la causa para que se sir- »vió convocarlas el rey, y no es necesaria esta fun- »ción»; decía el decreto de
la Regente, por el cual se disolvieron. Las anteriores trataron todas, como de
ordinario, de la prorrogación del servicio de millones
y de la
extensión de alcabalas, ventas de juros y nuevos arbitrios sobre consumos. En
lo sucesivo se fué ya prorrogando la cobranza de los
millones con licencia individual de los ayuntamientos de voto en Cortes, que de
esta suerte se evitaban enviar y mantener en Madrid á sus procuradores; y
preferían este modo sencillo de prestar aquiescencia á lo que no hallaban ya
modo de negar en la antigua forma. Todavía en el posterior reinado hubo
escritores políticos, como el P. Mendo en Castilla, y D. Lorenzo Matheu y Sanz
en Valencia, que sostuviesen la necesidad de convocar Cortes para nuevas
imposiciones de tributos; todavía algunos grandes del reino quisieron echar
mano de las Cortes para que ellas regularan la sucesión de la Corona,
designando sucesor á Carlos Ii, mas el gobierno las dió ya por muertas.
AS
REGENCIAS, en todos tiempos agitadas y peligrosas, lo eran más ciertamente en
las monarquías absolutas de fines del siglo xvn,
faltas de
toda institución nacional en que apoyarse, que pueden serlo ahora, en cualquier
nación regularmente constituida. Añádase á esto que el poder personal y
absoluto exige para ejercerse con éxito condiciones de juicio, experiencia y
carácter, que es muy difícil que reuna en sí una
mujer, y fácilmente se comprenderá lo mucho que le faltó á doña Mariana de
Austria para darle á España el gobierno que necesitaba. Al individuo aislado,
ha dicho ya en otra ocasión el autor de esta obra, le arrastran como leve
arista las circunstan
cias; y estas eran ya tales
que no hubiera alcanzado á dominarlas el monarca de más valor y de más genio, y
mucho menos una regencia y una mujer. Se necesitaba «fundir la campana rota de
esta monarquía, para que volviese en nueva fundición á cobrar su antiguo
sonido»,
según decía
un papel anónimo de la época; ó en otros términos, lo
que hacía falta era una verdadera revolución , que arrancase de raíz ciertos
males, lo cual no estaba ya al alcance de la casa de Austria. Cuando menos era
indispensable lo que hubo al fin: una gran mutilación territorial y un cambio
de dinastía, que nos convirtiese en Estado peninsular y marítimo, de Estado
continental que éramos, sacándonos del palenque de las luchas europeas, y
trayéndonos grandes períodos de reposo de una parte, y de otra ideas nuevas que
animasen la ya yerta monarquía de Felipe II. Hay que mirar, pues, en general,
con más equitativa indulgencia que se ha solido hasta ahora, las desgracias
políticas del gobierno de doña Mariana de Austria. Hasta el mismo P. Flórez,
tan sesudo, tan diligente, tan imparcial, tan benévolo ordinariamente para las
reinas católicas, es harto severo con la viuda de Felipe IV. Tardó, á la
verdad, poco en producir gran disgusto la reina gobernadora, con la pública
confianza que hacía de su confesor el P. Juan Everardo Nithard, jesuíta, nombrándole consejero de Estado é Inquisidor
general; para lo cual fué preciso primeramente
naturalizarlo. Hasta entonces los confesores habían tomado parte en la
política, haciéndose parciales de éste ó el otro
ministro; pero Nithard comenzó á hacer de ministro
único. Todos los favoritos hasta allí, desde los famosos flamencos de Carlos V,
habían sido españoles, y Nithard era extranjero.
Bastaban estas dos novedades y las flacas condiciones de la persona que
representaba el poder real, para resolverlo todo en poco tiempo. Pero había
además una persona cerca del trono, que era D. Juan de Austria, el cual por su
posición equívoca y grande á un
tiempo, por
la reputación de esforzado y hasta de buen general que conservaba, y no sin
alguna razón, á pesar de sus desgracias militares, y por haber quedado fuera
del gobierno, estaba naturalmente destinado á ser jefe, y lo fué, de una oposición sistemática á la regente y á cuantos
ministros merecieran su confianza. Los grandes que habían pasado todo aquel
siglo disputándose secretamente el poder ó el
influjo, y que habían llegado ya hasta á formar, como hemos visto, tenebrosas tramas
políticas, sin miedo á la reina, de un lado, por ser mujer y regente, y
alentados, de otro, por D. Juan de Austria, que, además de tener sangre real,
era hombre de guerra y capaz de cualquiera aventura, rompieron ya
desembozadamente el largo respeto que habían guardado á la Corona, desde que
Carlos V y Felipe II la pusieron alta, volviendo á recobrar el espíritu
inquieto que los animara en tiempo de Enrique IV, salva la diferencia de
costumbres de siglo á siglo. Llena, por tal manera, el largo espacio de once
años el antagonismo de doña Mariana y D. Juan de Austria, servida aquélla por
el Padre Nithard, ó su
segundo favorito D. Fernando de Valen- zuela y algunos pocos grandes;
capitaneando el segundo á la mayor parte de la grandeza y apoyado en la opinión
popular, de una parte, porque hacía la oposición al poder, y de otra, porque
los que tenían este poder en sus manos, ó eran
extranjeros, como doña Mariana y Nithard, ó como Valenzuela, un hombre nuevo y de elevación rápida,
circunstancias que rara vez la multitud respeta ó perdona. En esta lucha, durante la cual se apeló á todo, hasta á la violencia,
quedó triunfante al fin D. Juan, que apenas cumplió el rey catorce años, á
nombre de él se encargó del gobierno
para dar á
la nación unos tres años no menos infelices que los once que ya le habían dado
entre él y la viuda de su padre. El juicio de ambas administraciones, la de la
reina y la de D. Juan, lo resumió exactamente, al morir el último, el marqués
de Villars, en sus Memorias de la corte de España durante el reinado de Carlos
//(1679 á 1682), con las siguientes palabras: «Hace quince años», dice, «cuando
estuve por primera »vez en España», es decir, al terminar su reinado Felipe
IV, «todavía se hallaban allí ministros de reputa- »ción en los Consejos, y en el tesoro del rey, ó en las
»cajas de los comerciantes, bastante dinero para acor-
»darse de las riquezas que daban las Indias en días de »mejor gobierno; pero
ahora, en mi segundo viaje, he »tenido ocasión de ver continuamente la corte y
los »ministros, y apenas he encontrado restos de la anti- »gua España, ni en lo
público ni en lo particular; el »cambio es tal, que parecería increíble, si no
fuese fácil »demostrarlo».
Lo esencial
y vital de la España antigua había, con efecto, desaparecido ya por entonces
del todo: primero del exterior y de las fronteras, después de la organización
y las costumbres sociales, por último de la misma constitución de la corte y el
poder monárquico. Pero en esta época, mejor que nunca, puesto que fué personal el origen de las cuestiones que acabaron de
engendrar consecuencias tales, tiene que fijarse en las personas la historia,
preguntando: ¿cuál era el verdadero carácter de doña Mariana? ¿cuál el del
Padre Nithard? ¿cuál el de Valenzuela? ¿cuál el del
segundo D. Juan de Austria? Responder sucesivamente á esto, es explicar la
minoridad de Carlos 11, con mucha
más
exactitud que pueden hacerlo los sucesos, que presentaremos á la par en
resumen.
Nada más
bello que el retrato que hizo en 1667 el veneciano Marino Zorzi,
de doña Mariana de Austria. «Viuda», dice, «en la florida edad de treinta años, edi- »fica lo ejemplar de su vida y la inocencia de
sus costumbres, semejantes á un espejo purísimo; emplea » muchas horas
gustosamente en ejercicios devotos, y >otras tantas en las audiencias y
despacho de los nego- »cios,
repartiendo así su vida en el servicio de Dios, »en el del rey su hijo, ó el de sus vasallos; nueva total- emente en la dirección del gobierno, va de él enterán- »dose con mucha solicitud, y sólo sus indisposiciones
»frecuentes retardan más que conviniera la expedición »de las materias del
Estado». Más concreto Catterino Bellegno,
dijo en 1670 que indebidamente la acusaban los castellanos de no haber sabido
despojarse de sus inclinaciones alemanas, ó distinguir los intereses de la conciencia de los del gobierno; y, tratando
luego de su persona, la alaba por el hábito hereditario y constante que tenía
de amar á Dios y observar sus preceptos, esperando que ni la Providencia podría
menos de recompensar el candor de princesa tan grande, ni dejaría la
posteridad de hacerla vencedora sobre la maldad de aquellos tiempos,
bendiciendo las lágrimas y las oraciones que ella constantemente consagraba á
la paz del mundo y á la realización de la justicia en su gobierno. «En suma»,
exclama luego, «cada vez que se quieran »buscar ejemplos de devoción y pureza
sin mancha, »preciso será contar á esta princesa entre los primeros, »porque su
gran nombre ha de ser hasta el fin de los »siglos ensalzado en todas las
historias verídicas». De
costumbres
inocentes y de ejemplar piedad, declaró también Carlos Contarini, hacia 1673, á
doña Mariana. Su sucesor, Jerónimo Zeno, que la
conoció ya en el momento de triunfar D. Juan y salir de palacio, añade que era
imposible describir la imperturbable constancia de su ánimo heroico eri aquella desgracia, y la resignación y tranquilidad con
que supo llevarla; muy diversa de la reconcentrada cólera con que se había
sometido años antes á separarse de su confesor, prorrumpiendo en improperios
contra la nación española. Este mismo embajador cuenta que durante la elevación
de Valen- zuela, de que tanto, según él, se murmuraba, y no sin aparentes
pretextos, ejercitó la reina como siempre los vivos sentimientos de piedad en
su familia hereditarios; y que su bolsillo lo repartía entero entre los pobres,
aunque fuese por otro lado amiga de adquirir riquezas. Apartada ya del
gobierno, la pinta, por último, en su honroso retiro, Federico Córner, por los
años de 1682, de un lado aparentando cautamente no ingerirse en el gobierno,
aunque alguna que otra vez influyera todavía; de otro lado conservando el
crédito, la estimación, el respeto de todos, observando piadosa vida y
ejemplares costumbres; en el conjunto, confirmando el gran concepto que
merecía y «que la hacía inaccesible á »todas las censuras, con que el diente
mordaz de la »malignidad intenta herir también á los monarcas en »ocasiones».
Tantos y tan diversos testimonios parecen demostrar plenamente dos cosas: la
primera, que era la regente bastante religiosa, para hacer en realidad árbitro
de sí misma y del reino á su confesor, cual publicaba D. Juan y repetían sus
parciales y la nación entera; la segunda, que en el favor de Valen-
zuela no
tuvo parte ninguna pasión ilícita, como pregonaron muchos entonces y han
pensado no pocos más tarde. En cuanto á Nithard,
había sido, al decir de Zor- zi,
soldado en sus primeros años, pasó de la celda á palacio y de la dirección de
una conciencia á la de una monarquía con talento, si no superior, bastante, con
intención excelente, y desinterés y moderación propias de su frío temperamento
alemán. Del buen deseo de Nithard nada en resumen
tenía que decir el veneciano; mas sí de sus acciones, que habrían debido ser, á
su juicio, más prontas y eficaces. Bellegno, que
habló también del confesor, pero ya después de su caída, le juzgaba indigno,
por la medianía de su talento, de la autoridad que le había otorgado la reina;
cosa debida sólo, en su concepto, á ser compatriotas y á haberle ella tenido
junto á sí nada menos que por espacio de veinticuatro años. Al espíritu
religioso de la reina hubo, pues, de juntarse en Nithard para con ella el ser la persona de su más íntima confianza. Por lo demás, aquel jesuíta no tuvo en sí más que dos faltas, bien
averiguadas: la de ser impacientemente ambicioso y la de ser extranjero. El
gobierno fué poco más ó menos en sus manos lo que después de su caída. Y por lo que hace á Valenzuela,
está fuera de duda que hubo murmuraciones acerca del carácter de sus relaciones
con la reina. Lo dicen expresamente Zeno y Córner,
citado antes, y que ha sido ello creído por historiadores verídicos, á pesar de
la contraria esperanza de Bellegno, lo demuestran
las palabras que el maestro Flórez emplea, al hablar del puesto de caballerizo
mayor y de la grandeza de Valenzuela, diciendo: «ser cosa que, aunque no
estuviera revestida de otros >excesos y desórdenes, pudiera exasperar los
ánimos
»de los más
contenidos». Era este segundo valido natural de Ronda (1); vino á buscar
fortuna en la corte y entró á servir al duque del Infantado, con la protección
del cual obtuvo un hábito de Santiago. Logró luego introducirse con el P. Nithard, y como era galán y poeta, dióse también buena traza, con sus entradas en palacio, para enamorar á una
camarista de la reina, llamada doña María Ambrosia de Uceda, con quien
contrajo matrimonio. Sobrevino la salida de Nithard de la corte, y quedó la reina sin ningún hombre al lado, de su confianza
íntima: ella que, parte por la rigurosa etiqueta de palacio, parte por su
carácter generalmente reservado, continuaba siendo en España extranjera. Nadie
tan á propósito para sustituir en su confianza particular al jesuíta alemán, como un amigo de éste, marido además de su
camarista preferida, sobre todo cuando era Valenzuela de comprensión fácil y
ameno trato, activo y diestro. Digan lo que quieran para excusarla los
venecianos, lo menos que puede pensarse de doña Mariana es que, por falta de
experiencia y aun de instinto político, confundía fácilmente sus simpatías y
deseos personales, con la opinión y la conveniencia públicas; como se vió primero, al nombrar inquisidor general, y hasta
pretender hacer arzobispo de Toledo, á un jesuíta extrajero, y al ir dando luego dignidad tras dignidad á
Valenzuela, elevándole desde segundo introductor de embajadores, hasta capitán
general de la costa de Gra-
(1) Por
natural de Ronda ha sido tenido; pero recientemente fué hallada su fe de bautismo en la parroquia de Santa Ana, de Ñapóles,
de padre rondeño, el maese de campo D. Francisco de Valenzuela, gobernador del
Castillo de Santa Ágata, en tierra de Barí.—J. P. de G.
nada, á
caballerizo mayor y grande de España, con título de marqués de Villasierra; aunque en este postrero favor tuviese mucha
parte el rey su hijo según se verá luego. Y eso que en cualquier tiempo habría
disgustado á la corte y á la nación, en uno en que el prestigio de la Corona
estaba tan rebajado, y su poder tan flaco, tenía que dar alientos, no solamente
á las más injustas murmuraciones, sino á la violencia y á la sedición misma.
La envidia, hermana carnal de la ambición desapoderada, inspiraba principalmente
entonces las acciones de todos, y era desafiar con temeridad aquellas
peligrosas pasiones proteger tanto á sus particulares amigos. En vano derramaba
á la par, la reina, á manos llenas las gracias sobre todos; pues nadie miraba
lo que él recibía, sino lo que otros, y en especial Nithard ó Velenzuela, alcanzaban.
Aquella princesa causó, por tanto, perjuicios á España, que pudiera evitar con
otro instinto, experiencia y talento, aunque no fué suya la culpa de todo lo de su tiempo, ni haya por qué negarle la integridad de
su honra particular ligeramente.
Rompió las
hostilidades contra la reina D. Juan, retirado por orden del rey, su padre, de
Madrid en Consuegra, residencia ordinaria de los grandes priores de Castilla,
en la Orden de San Juan, cuya dignidad poseía; allí publicó que, después de
haber presidido el Consejo secreto de su padre, no podía tolerar compañero tan
inferior en los negocios, como el P. Nithard. No
contentaron á éste ni á la reina aquella ruidosa protesta ni su inopinada
vuelta á Madrid, recelando, no sin razón, que lo hacía para conspirar mejor; y
no tardaron en hallar pretexto con que alejarle de España, aunque no lo
lograron. Por entonces un leguleyo, de nombre Duhau,
natural de
Turena, descubrió en ciertos libros antiguos que en el Estado de Brabante
estaba vigente una ley que disponía que, siempre que un poseedor pasase á
segundas nupcias, reservara los bienes patrimoniales para los hijos del primer
matrimonio. No necesitó más Luis XIV; y extendiendo un manifiesto al punto donde
pretendía probar que aquella ley civil debía también considerarse como ley
política, exigió que España le entregase por su mujer, María Teresa, única
sucesora que había quedado del primer matrimonio de Felipe IV, el Brabante y
cualquiera otro país donde hubiese tal derecho de reserva. Rechazó, como era
natural, doña Mariana de Austria la pretensión y el manifiesto del francés, y
refutó éste el doctor D. Francisco Ramos del Manzano, con sólidas y eruditas
razones. Pero ni ¡a negativa de la reina, ni los buenos argumentos del
jurisconsulto Manzano, apartaron á Luis XIV de su propósito. Concertóse con Portugal para que nos entretuviese en su
frontera; y en 1667, entró sin más declaración de guerra en los Países Bajos,
con cincuenta mil soldados. Tan pronto como sospechó la invasión, escribió el
marqués de Castel-Rodrigo, D. Rodrigo de Moura, á la reina, diciéndola: «Que
mientras Francia hacía tan grandes » preparativos de su parte, todo era
desnudez y falta de »recursos en Flandes; que tenía necesidad de soldados
»españoles é italianos, y hasta de tiempo para mejorar »algo las cosas; que
había abastecido á Namur, Char- slemont y Charlerois, alentando los abatidos ánimos; »pero
que no por eso podían contarse por seguras tan > importantes plazas, puesto
que continuaban haciendo »falta provisiones, y los doscientos mil escudos, que
>era la sola cantidad que había recibido en dos meses,
»no bastaban
para cubrir la centésima parte de las urgencias; que si los franceses
entraban, como se decía, »aquella primavera, no veía cómo habían de salvarse
»las plazas, si no era de milagro; y que bien pudiera >darse una provincia,
con tal de evitar entonces el »rompimiento». Poco de todo esto pudo lograr el
marqués, aunque los Estados de Flandes ayudaron bien, como-solían, y en
España, la reina y el confesor acudieron á todos los medios posibles aún para
buscar recursos. Rebajaron de nuevo la deuda de los tristes juros, repartieron
un donativo entre ios grandes y prelados, se impuso
un nuevo tributo sobre carruajes y muías, pensóse en
echar mano de los caudales de particulares que trajese la flota, acusando
muchos de haber sugerido otra vez esta idea que no se ejécutó entonces al cabo á D. Juan de Austria. Luis XIV, en tanto, tomó en aquella
campaña de 1667 muchas plazas de Flandes, y en la siguiente se apoderó por
primera vez del Franco-Condado, provincia aislada en Francia, que parece
imposible que conservara España tanto tiempo.
Forzoso fué resignarse en circunstancias tales á reconocer la
independencia de Portugal, que era evidentemente imposible reconquistar ya, y
que aseguraba siembre un aliado vecino y temible á la Francia; y por Febrero de
1668, se ajustó en efecto un tratado de paz, según el cual se devolvieron
Portugal y España cuanto la una de la otra poseía, con excepción de Ceuta, que
á modo de memoria quedó en nuestro poder. Siguióse á
esta paz la de Aquisgran con la Francia misma,
negociada por las demás potencias interesadas en el equilibrio europeo, idea
que comenzaba á dirigir la política
de los gobiernos
continentales. Por ella recobramos algunas de las plazas perdidas y todo el
Franco-Condado. D. Juan de Austria, á quien en el ínterin se había mandado que
fuese de Madrid á Flandes á regir el ejército, procuró entretenerse en Galicia
hasta que se acabó la guerra. Todavía estaba allí, cuando fué preso en Madrid un cierto Malladas (1), agente suyo al parecer, y según el
estilo usado en no pocos procedimientos políticos, por aquel tiempo, tan
pronto fué preso como agarrotado, sin que se
conociese bien la causa. Lo cierto es que, al saberlo, hizo D. Juan una dura
representación á la reina, negándose á ir por de pronto á Flandes, y
protestando contra aquella ejecución con un calor, que dió que sospechar á los que no conocían el proceso que aquél era efectivamente por
de pronto agente suyo, y que andaba ya metido en una conjuración. La reina
contestó á su representación, mandándole volver á Consuegra sin tocar en la
corte; y poco después, con mayores indicios ya de que conspiraba, envió al
marqués de Salinas con un destacamento de tropa á prenderle en aquella villa.
Pero D. Juan, advertido á tiempo, se escapó y pasó ¿Barcelona; levantó el
espíritu de aquellas provincias contra la regente y su confesor; y, acompañado
al fin de tres compañías de caballería y doscientos infantes escogidos, se
encaminó por Zaragoza á Madrid, presentándose con actitud amenazadora en el
vecino lugar de Torrejón de Ardoz. Entonces los grandes de su parti-
(1) Al
capitán Malladas, que vivía en una posada de la calle del Olivo, se le delató,
con pruebas, de tener preparada una emboscada para asesinar al P. Nithard al pasar por delante de la Encarnación para
dirigirse al Noviciado, donde residía, al salir del despacho de Palacio con la
reina.—J. P. de G.
do, Alba,
Infantado, Pastrana, Maqueda, Heliche, Fri- jiliana y Castrillo, que
acababa de dejar la presidencia de Castilla, comenzaron á agitar el pueblo de
Madrid contra la reina; mientras el confesor, ayudado sólo por los marqueses de Aytona y Peñalva, y el almirante de Castilla, el
nuevo presidente de Castilla y el inquisidor general, llamaban, por su parte,
los cortos destacamentos de tropa que había en las provincias limítrofes,
procurando formar un pequeño ejército. No les dieron tiempo la audacia de los
señores austríacos, que llamaban everardos á sus
contrarios y la insolencia y cólera que con asombro de todos comenzaba á
mostrar la multitud del pueblo, parcial de D. Juan* y su partido. Los Consejos
de Estado y Aragón, ó prudentes ó atemorizados, consultaron que debía despedirse al confesor del reino; el de
Castilla se dividió, y la Junta de gobierno; en presencia de la reina misma,
opinó, por tres votos contra dos, que la salida de Nithard era necesaria á la paz pública. Pretendía la reina y su escaso partido resistir
aún, fiados en que la autoridad de la Corona impondría en último extremo á los
rebeldes; pero era temeraria la lucha. Medió, pues, el nuncio, ya bastante
inclinado á D. Juan, y el confesor fué despedido con
el título de embajador extraordinario á Roma, estando en poco que antes de
salir de Madrid no le despedazase el pueblo. Así terminó corriendo el año de
1669, el primer pronunciamiento militar de España, y con él acabó el influjo
del primero de los validos de la Regencia.
No sucumbió
doña 'vlariana á todo, sin embargo. Si bien se
despidió á su confesor, negó, en cambio, licencia á D. Juan para entrar en
Madrid, mandándole disol- 22
ver la corta
fuerza armada que tenía, y la enemistad entre ambos continuó tal ó aún más sañuda que antes. Exigía D. Juan, por su parte,
que se nombrase una junta de mayores y más experimentados ministros, donde se
tratase de aminorar los tributos, de repartirlos por igual entre los vasallos,
de hacer economías en la Hacienda, distribuir bien los empleos, reformar la
milicia, y restablecer la buena administración de justicia. Quería al propio
tiempo que se proveyesen los puestos de confesor é inquisidor general, que
conservaba á su nombre el padre Nithard, en personas
naturales de estos reinos, y que no se mezclasen en negocios políticos; que se
separase de la presidencia de Castilla al obispo de Placencia por ser enemigo
suyo, y que, de no separársele, no tomara parte al menos en los negocios que
le tocasen, lo mismo que al marqués de Ayto- na, que se había señalado tanto contra su persona. A estas
pretensiones juntó D. Juan luego la de que se pusiese en libertad al hermano de
su secretario Patino, preso por agente de otra conspiración; la de que se
despojase al padre Everardo de todos sus empleos y honores, y la de que á él
se le conservase en propiedad el gobierno de Flandes, de que, por no haber ido
allá, cuando se le mandó, le había destituido la reina. Escribió todo esto D.
Juan en Guadalajara, á donde se había retirado desde Torrejón; mas la reina, en
lugar de ceder á tales exigencias redobló las suyas, preparándose para resistir
otra vez con más eficacia. Nombró realmente la junta que pedía D. Juan, con el
nombre de Junta de alivios, á fin de que no creyese el pueblo que descuidaba
sus intereses, y negoció astutamente, por algunos días, con D. Juan para
entretenerle; pero en
el
entretanto ordenó la formación de una coronelía ó regimiento, ya proyectado antes que saliese el confesor, el cual, á las
órdenes del marqués de Ayto- na y con el nombre de Guardias de la Reina, debía atender á su defensa. A la par
con esto enviaba despachos á Ciudad-Rodrigo y Galicia para que los
destacamentos de tropas, que allí quedaban, del ejército de Portugal, se
acercasen á la corte. Por último, juzgándose ya bastante fuerte, mandó de
improviso á Guadalajara al general de la caballería D. Diego Correa, para que,
si no licenciaba D. Juan al punto su caballería, diese orden á los capitanes
de abandonarles, so pena de desleales. No obedecieron los capitanes, y D. Juan,
lejos de licenciar su escolta, comenzó á reforzarla con algunos migueletes
catalanes y paisanos que acudían á su servicio. Pero, al propio tiempo, el
regimiento de la Guardia se engrosaba á toda prisa, y el marqués de Aytona, su coronel, pudo responder ya de contener con él á
D. Juan, y sujetar en Madrid á los grandes de la oposición y al pueblo.
Entraron á mandar las compañías jóvenes de altas casas, del partido contrario
á D. Juan, como el conde del Melgar, luego almirante de Castilla, el de
Fuensalida, el de Cartagine- ta,
luego duque de Montalto, el marqués de Jarandillo, el de las Navas, el duque de Abrantes y otros
caballeros particulares. Componíase la tropa de
sargentos y cabos viejos y algunos soldados veteranos, y, para completarlo más
pronto, de cuantos hombres de vida airada quisieron sentar plaza. Acuartelóse en el barrio de San Francisco y se uniformó y
armó con un esmero desusado en regimientos de España. Representó el
Ayuntamiento de Madrid contra la formación de este cuerpo
con notable
energía, formulando en veinte proposiciones los perjuicios que habían de
originarse, y lo propio hizo el Consejo de Castilla. Pero la reina desatendiólas reclamaciones de la villa, y ordenó callar al
Consejo sobre el asunto. Quejóse D. Juan de todo esto
altamente, y no recibió otra respuesta, sino la de que se abstuviera de
escribir y entrometerse tanto en los negocios públicos. Aguardábase,
pues, un rompimiento entre los dos partidos, y que se convirtiesen en campo de
batalla las calles déla corte; hasta se señalaba ya
el día y la hora en que D. Juan había de caer sobre Madrid, y se proveían de
víveres los vecinos, alarmados, para no salir de sus casas. Faltaban en el
mercado los mantenimientos: todo era, en fin, confusión y espanto, cuando, de
improviso, se .deshizo la nube aquella pacíficamente. El nuncio, que seguía
siempre de mediador, logró que D. Juan se contentase con el virreinato ordinario
de Aragón, á título de vicario general de aquella Corona, y que se alejase de
Madrid, no sin gran disgusto de los más ardientes de sus partidarios y de los
que comenzaban á aficionarse á las obscuras peripecias de las revoluciones.
Apenas habría quizá llegado á Zaragoza D. Juan, cuando comenzó ya á ser público
en Madrid el nuevo valimiento de Valenzuela.
Habían
quedado tan inquietos los ánimos y tan quebrantada la autoridad, á pesar de la
imprevista energía demostrada por la reina, que durante los seis años que duró,
desde su origen hasta su fin, el nuevo valimiento, y á la par con él la
Regencia, puede decirse que no hubo ya día tranquilo en este Madrid, tan
silencioso, respetuoso y hasta humilde bajo el cetro de Felipe III todavía, y
tan obediente aún, bien que murmurador y
desmoralizado,
en la época de Felipe IV. Para alarmarlo hizo correr alguno de los muchos
descontentos la voz de que iba á darse un decreto mandando recoger todas las
armas ofensivas y defensivas y prohibiendo su uso, por tiempo limitado, y en
poco estuvo que no produjese ya esto un levantamiento; porque el uso de las
espadas y broqueles era tan general aún, que no había ciudadano alto ó bajo que no se sintiese agraviado. Desvanecida aquella
alarma, comenzaron á originar otras cada día las fechorías de los soldados de
la nueva Guardia. Andaba la Hacienda de tal modo, que á pesar de todo el
cuidado que se puso en asistirlos, les faltaron desde los primeros meses las
pagas. No se necesitaba más para que se recrudeciesen en Madrid las lastimosas
escenas de los peores tiempos de Felipe IV. El mayor reposo en que había estado
el reino por algunos años había favorecido á los tribunales para corregir algo
los desórdenes y castigar no pocos malvados; pero las recientes turbaciones de
nuevo engendraron criminales sin número que, por medio del regimiento de la
Guardia, vinieron en gran parte á reunirse en ?¿adrid.
Bien habían previsto esto la villa y el Consejo en sus representaciones; pero
la reina no oyó nada entonces, aguijada del deseo de asegurarse contra D.
Juan, y ahora los naturales comenzaban á recoger de tal indiferencia amargos
frutos.
Viéronse casos espantosos en pocos
días. Dos de los soldados, yendo á robar unos melonares, mataron al dueño de
ellos, que era el ventero de Alcorcón, y saquearon la venta. Salieron los
alguaciles de Madrid á averiguar el caso y tropezaron con los del regimiento,
que ya estaban allí; vinieron á las manos, peleando
justicia
contra justicia, hasta que los de la militar con los soldados obligaron á sus
contrarios á encerrarse en la venta, y allí les pusieron cerco determinados á
no dejar uno á vida. Pudieron los sitiados avisar á Cara- banchel,
de donde salieron en su socorro la hermandad del lugar y las de otros
comarcanos, y como también á los soldados les llegaran de refuerzo no pocos de
sus compañeros, se empeñó en aquellos campos una formal batalla, donde hubo
muchos muertos y heridos de ambas partes, retirándose al cabo los soldados, por
hallarse inferiores en número á sus contrarios. Juraron, no obstante, vengarse
de los de Carabanchel, y una noche se acercaron al lugar con propósito de
saquearlo; pero también tuvieron poca ventura, porque salieron los vecinos
contra ellos, mataron dos y trajeron tres prisioneros á la cárcel de corte.
Entonces, irritados ya al último punto los soldados, se juntaron en cierto
número, y con todo el arreo y ordenanza militar fueron á talar y quemar los
panes del pueblo. Estaba este aparejado á la defensa, cerradas las bocacalles,
sin más que un portillo por donde se entrase, con cuerpo de guardia constante.
No bien sus espías les avisaron el propósito y número de soldados, los
lugareños salieron á su encuentro, no pareciéndoles número desproporcionado á
sus fuerzas, y pelearon con ellos tan valerosamente, que mataron hasta doce,
retirándose los demás escarmentados. Aunque insignificante en sí este suceso,
merece recordarse, porque de él sólo se infiere cómo andaría en ?vladrid el gobierno, cuando á sus puertas se verificaba
esto sin que nadie pusiese remedio. Lo más eficaz que se le ocurrió al marqués
de Aytona para corregir á sus soldados, fué encerrarlos en el barrio de San Fran
cisco,
mandando desocupar todas las casas y prohibir de noche la salida. Pasó la reina
este proyecto á consulta del Consejo de Castilla, el cual, aprovechando la
ocasión, representó con gran libertad y firmeza, que no había otro remedio
sino echar al regimiento de la corte, exonerándolo: «que la principal
obligación de los re- »yes era castigar los delitos, carga de muy gran peso,
»pero estrechísima, porque pasó á los reyes con la »traslación que hicieron los
pueblos». Así las disputas iban poco á poco encendiendo los espíritus y
haciendo brotar todavía doctrinas liberales, de entre las cenizas á que la
Inquisición había reducido todo libre examen. Poco después el mismo Consejo
hizo una descripción de los excesos del regimiento, verdaderamente curiosa:
«Son los testigos más vecinos, decía, las quejas uni-
»versales que dan los caminantes y trajineros de lo »que á las entradas de
Madrid les sucede, quitándolos »lo que traen, y á los que no tienen los
maltratan ó »matan, dejándolos desnudos. Los frutos
de las viñas »los han talado. Las huertas las han destruido; del ga- »nado que se apacentaba en prados en contornos de »esta
villa, han quitado muchas cabezas y tratado mal ȇ los pastores; las casas de
los hombres de negocios, > depositarios y hacendistas no se ven libres de
tientos y papeles en que les piden socorros con amena- »zas; pocas personas se
escapan de las peticiones que »les hacen los soldados, á título de la necesidad
que »padecen». Y la evidencia de estos daños llegó á ser tal, que la Junta
grande de gobierno y el Consejo de la Guerra, que habían opinado porque se
formase el regimiento, aconsejaron al cabo á la reina que lo echase de Madrid.
Era el
marqués de Aytona, D. Ramón Guillen de Moneada, que
lo mandaba, hombre devoto y de honradas costumbres, pero no poco ambicioso y de
carácter firme y terco, y por todas estas cualidades irreconciliable enemigo
de D. Juan, de quien estaba ofendido. Sabía y deploraba los desórdenes del
regimiento; buscaba y proponía de buena fe maneras de remediarlo; pero no
consentía ni en salirse con su regimiento de Madrid, ni en oprimir tanto á sus
soldados que llegasen los ciudadanos á perderles el miedo. Su objeto era el
mismo que tan indeliberadamente llevaban á cabo sus soldados: dominar y
espantar á Madrid para que no se apoyasen en las turbas D. Juan y su partido. Y
para que la gente del regimiento se separase todavía más del vulgo, dióle Aytona un traje extraño que
se llamó chamberga, según unos, porque era el mismo que usaban los soldados
del general francés Schomberg; según otros, porque
los traía un cierto Mr. Chavaget que vino á servir á
España en el ejército de Portugal. De aquí procedió llamarse aquel regimiento
de la chamberga ó chambergos; y chambergos por un
lado y golillas por otro, que así llamaban ellos á los cortesanos, continuaron
revolviendo á Madrid por mucho tiempo.
Pero entre
tanto aquella exigua fuerza militar, que ocupa, por eso solo, lugar importante
en la historia de España, dió reposo á doña Mariana,
y á su consejero ó principal agente Vaienzuela, mientras la regencia duró de derecho. No
descuidaba, sin embargo, Valenzuela contentar al pueblo de Madrid. Procuró,
antes que todo, que estuviesen provistos los mercados y baratos los
mantenimientos, lo cual se lograba entonces poniendo tasa al precio de las
cosas y obligando á
traer aquí,
de buenas ó de malas, sus frutos á los lugares
vecinos. De esta suerte la intervención de los madrileños con sus gritos y
amenazas en los sucesos políticos llegó á producir algo semejante á los preto- rianos, y algo también
parecido al privilegio del antiguo pueblo romano, mantenido á costa de las
provincias por los emperadores, para obtener su apoyo. Llevado, por otra
parte, de su carácter alegre y de su afición á la poesía dramática, que él
también cultivaba, protegió Valenzuela los teatros, así como las mascaradas y
las corridas de toros. Llevó á cabo asimismo importantes obras públicas para
facilitar salarios á los que los querían, siendo de ellas pl puente de Toledo, el arco de Palacio, según se creq (1), y uno de los ángulos de la Plaza Mayor, años ante; destruido por un
incendio. La Junta de gobierno, ci ya dirección tomó
Valenzuela al cabo, y el Consejo ce Estado, atendían, en el entretanto, lenta
y dificilmeite, como siempre, á las provincias de
fuera de la Pen nsula y á los negocios exteriores.
Ajustóse un tratado en 16' 3 con
Holanda para poner freno á las provocaciones continuas y á la ambición
insaciable de Luis X1V y rota la guerra, se sostuvo en Flandes y en CatájGña con poca fortuna. El Franco-Condado se perdió ó.itonces para siempre. Va- lenciennes,
Cambray, Gapp y otras de las mayores plazas de
Flandes cayeron igualmente en poder del enemigo. Donde únicamen^
i pudo hacerse una campa- I
(1) Este
arco recientemente ha desaparecido, con el edificio á que estaba adosado, para
c< nstruir la gran verja que ahora cierra la
llamada plaza de Armas.—J. P. de Q.
ña bastante gloriosa fué en el Rosellón, cuyos naturales ayudaban en buen número
á los nuestros, para librarse de los conquistadores franceses, y en Cataluña
hubo también algunas muy reñidas, en que tomaron grandísima parte los almogábares y migueletes del país, organizados en
partidas- y somatenes, que impedían alcanzar ventajas notables á los ejércitos
de Luis XIV. Pero como solía suceder, no tuvo España sólo que pelear tampoco
entonces contra los extranjeros, sino contra sus propios súbditos con ellos
coligados.
Levantóse Mesina en 1674, gritando
al principio «muera el virrey» y «viva Carlos II», y de allí á poco «viva
Francia». Llamaban los mesineses conjuración de los ministros españoles contra
ellos, á la resistencia natural que encontraron para llevar adelante sus
propósitos; mas el hecho es que no pararon hasta prestar juramento de fidelidad
á Luis XIV, recibiendo de su parte por virrey al duque de Vivonne.
Procedieron la reina gobernadora y sus ministros con más actividad que
solían, en aquel caso; enviaron tropas de Cataluña, fueron allá los pocos
bajeles y galeras que quedaban al mando del marqués del Viso, y la escuadra
holandesa del famoso almirante Ruytter, que nos
prestaron nuestros aliados. Después de varios combates navales, uno de los
cuales costó á Ruytter la vida, los españoles,
apoyados por la inmensa mayoría de los sicilianos, estrecharon á los franceses
de suerte, que éstos acabaron por abandonar sigilosamente á los mesineses, con
lo cual tuvo la insurrección fácil término. En Cerdeña hubo también graves
turbaciones por aquel tiempo, á causa de haber sido asesinado el virrey,
marqués de Camarasa, atribuyéndole infundadamente una
muerte; pero
se aplacaron sin gran dificultad, aunque no sin tener que enviar allí también
bajeles y soldados. En la misma Península, fué teatro
Valencia de graves desórdenes. Y á la par los filibusteros ó hermanos de la costa, continuaron destruyendo nuestras flotas de América; y uno
de ellos, por nombre Morgan, llevó su audacia hasta saquear á Portobello, y la
isla de Santa Catalina.
Mientras
acontecía todo esto, iba de hora en hora creciendo el favor de Valenzuela.
Jerónimo Zeno, que tanto exalta, cual se ha visto
antes, la religiosa conducta, en esta época misma observada por doña Mariana,
dice, sin embargo, que aunque la carrera de Valenzuela debía atribuirse á un
simple capricho de la fortuna, y fuese obra de envidioso rencor suponerla hija
de ciertos afectos de la reina, la verdad era que la vanidad inconsiderada de
aquél acumulaba todos los indicios posibles para creer lo peor. Desempeñaba,
entre otros empleos, el de superintendente de las fábricas de palacio, y con
este pretexto tenía dobles llaves de los aposentos del mismo, y entrada y
salida libre por todas partes. Esto último, y el quedarse hasta las altas horas
de la noche en compañía de la reina, fueron el principal origen de las
murmuraciones. Por lo demás, aquel valido daba sólo audiencias, al salir ó entrar en los corredores de palacio, no admitiéndolas en
su casa hasta los últimos meses de su ministerio. No carecía de valor; hablaba
poco de negocios, no tanto por cautela, como por ocultar su insuficiencia, y
era excesivamente avaro, por lo cual no logró nunca tener, como hubiera podido,
amigos particulares. Es indudable que aunque fuera siempre la reina quien le
protegiese más, debió á
Carlos II
también bastante favor en sus primeros tiempos, sin duda por la amenidad de su
trato. El 6 de Noviembre de 1675 cumplió Carlos II catorce años, y con aquella
fecha misma escribió la reina á los ministros, que diesen ya todos los decretos
á nombre del rey, que entraba en posesión del reino, según el testamento de su
padre. Púsosele también poco antes casa aparte. Pues
en Noviembre del año siguiente, fué cuando Valenzuela
se hospedó ya en palacio, y en las mismas habitaciones de los infantes,
haciendo allí alarde del título de primer ministro, recibiendo en la cama
visitas de embajadores, llamando á los grandes señores que componían la Junta
de gobierno á deliberar en su cuarto. De una carta original de aquel tiempo,
que á la vista tenemos (1), resulta que el rey mismo bajó al aposento que
había de ocupar Valenzuela, para ver si estaba bien preparado, lo mismo que la
reina, la cual, hallándolo desabrigado, mandó que ardiese allí constantemente
una chimenea (2). En la concesión de la grandeza de España tuvo también mucha
parte cuando menos el rey, como aparece de otra carta original, que forma
colección con la anterior, en que se cuenta que, cazando aquél cierto día con
el almirante de Castilla y el marqués de Villasie-
(1) Varias
cartas de 1676 á <S0.Tomo de manuscritos de don Pascual Gayangos,
que perteneció á la gran biblioteca del conde de Villa-Umbroso, presidente que fué del Consejo de Castilla.
(2) Esta
particularidad, que mostraría gran consideración de parte de una reina de aquel
tiempo á Valenzuela, y sería tanto más notable, cuanto que, según resulta de la
correspondencia, no lia mucho publicada, de la
primera mujer de Felipe V con su madre, no halló todavía entonces ninguna
chimenea en palacio, sinosólo braseros. La especie de
la chimenea parece debió ser una de las muchas invenciones que contra él
fraguaron después de su caída los partidarios de D. Juan de Austria.
rra, D. Fernando de
Valenzuela, erró el tiro á un ciervo y acertó á dárselo al marqués en un muslo.
Por indemnizarle de la herida involuntaria y poco grave que le hizo el joven
rey, se le dió luego al punto la dignidad de grande
de España, conforme la citada carta dice, y confirma un memorial (1) que
dirigió más tarde Valenzuela al rey, de que posee copia el autor de este
trabajo.
No bien se
hubo declarado mayor de edad al rey, aunque en realidad continuara tan en
tutela como antes, los grandes del partido contrario á la reina, y los muchos
que se fueron haciendo enemigos de Valenzuela, resolvieron ya hacer un esfuerzo
supremo para apoderarse del poder. Todo estaba en separar la madre del hijo y
tomar el nombre de éste, casi niño todavía, para ordenar á su gusto las cosas.
La legitimidad de su autoridad había dado hasta allí á doña Mariana una fuerza
para resistir, que ya del todo le faltaba. Comenzaron, pues, á correr la voz
los del partido de D. Juan, de que el rey, que ya lo era de derecho, estaba
cohibido por su madre y por Valenzuela, dando á entender al pueblo que cuando quedase
libre, sería capaz, adolescente y todo, como era, de remediar la monarquía.
Verdaderamente, los venecianos dicen que en sus primeros años manifestaba
Carlos II maravillosas disposiciones; y en esto, exagerado por el interés, se
fundarían también aquellas esperanzas, no sólo burladas luego, sino á la
(1) Forma
parte de una Colección de copias de documentos tocante á la vida y muerte de
aquel ministro, regalada al autor, y que ha pertenecido á la marquesa del Vado,
nieta segunda de D. Bartolomé de Rivera y Valenzuela, que debió ser su
heredero, por haberse extinguido la rama directa de aquél en su único hijo,
que murió sin sucesión. De esta Colección son otros de los documentos que se
citan.
sazón
inverosímiles. Llamado por sus partidarios, vino entonces D. Juan á Madrid de
improviso, pensando que su sola presencia bastaría para dominar al joven rey y
atemorizar á la madre; pero ésta se negó á verle, y no pasó del Buen Retiro.
Valenzuela, por su lado, tuvo bastante resolución para querer prenderle allí
una noche; de modo que el príncipe juzgó prudente volverse á Aragón y
Cataluña, aplazando de nuevo sus propósitos. Burlado por este camino, pensó
valerse otra vez aquel partido de las amenazas ó de
la violencia, comenzando á conspirar con tal objeto. Tratando una de las
cartas de la Colección ya citada de las diferencias que tenía el general de la
costa, Valenzuela, con la ciudad de Granada, sobre organización de un tercio,
dice, al paso, que corría la voz de que «el Consejo de Estado había consultado
al rey que no »convenía que aquél entrase en palacio; mas que lo »que parecía
cierto era haber misterios tan profundos »que los hombres no los podían
sondar». Valenzuela entró en palacio á pesar de la consulta, si la hubo, y no
salió de él ni aun con la llegada de D. Juan; pero otra carta añade luego que
estaban ya concertados, armados y dispuestos los grandes á echar de allí, por
fuerza, no ya sólo al ministro, sino á la reina. No teniendo ya autoridad
propia, y sintiéndose abandonada poco á poco por su hijo, para evitar mayor
perturbación en el pueblo y humillaciones más graves, convino doña Mariana al
cabo, según Zeno cuenta, en que escribiese á D. Juan
el rey que viniera á encargarse del gobierno. Procuró el príncipe no llegar á
Madrid hasta que lograron sus amigos que saliera para Cataluña el famoso
regimiento de la chamberga, donde sin duda temía que
conservara
tales simpatías la reina madre que le fuera difícil tratarla como quería.
La reina,
por su parte, debió procurar ante todo salvar la vida de Valenzuela, que,
entregada ella á discreción, era lo que más peligraba. Probablemente por su
consejo, pero no sin que él manifestase también dolor grandísimo, llamó Carlos
II al prior del Escorial, y diciéndole que no tenía de quien fiarse más que de
él, le suplicó que se llevase secretamente al monasterio á Valenzuela,
mandándole para mayor seguridad, por escrito, que le tuviese allí alojado, en
los aposentos mismos que con el rey había ocupado otras veces. Salió para
allá, por tanto, Valenzuela, abandonado de los pocos grandes que seguían aún el
partido de la reina, los cuales, sin esperar orden ninguna, se habían ya
negado á seguir concurriendo á las juntas de gobierno, en el cuarto del
desventurado primer ministro. En la segunda mitad de Diciembre de 1676 ocurría
esto; en 21 de Enero de 1677 escribió al cardenal Nithard en Roma, desde Madrid, uno de sus antiguos amigos y servidores, cierta carta
en cifra que da bastante luz sobre el estado de las cosas. Enviábale uno de los ejemplares de un escrito esparcido por la corte, en infinitas
copias, «encaminado al descrédito de la reina, y á su total »ruina», y por su
cuenta le decía: «que no sólo trataba »el partido de D. Juan de prender
inmediatamente á »Valenzuela, sino de darle tormentos fierísimos y probar »por
tal medio lo que deseaban para destruir á la rei- »na, y después inhabilitar al mismo rey, y extinguir la
»línea austríaca». La carta concluía observando «que, »en el entretanto,
aquella santa señora estaba sin direc- »ción de nadie en todas sus cosas, y tan abandonada
»que era
grandísima lástima»; por lo cual suplicaba á Dios, el que la escribía, «que
asistiese y amparase su »ino cencía». Por estas
palabras de un hombre de importancia, sin duda, y muy íntimamente enterado de
todo, se ve hasta qué punto llegaban las pretensiones del partido vencedor,
cuando vieron ya indefensa á la reina. De ellas puede también sacarse un
testimonio más á favor de la virtud de esta, tan defendida, cual hemos visto,
por los embajadores venecianos. No niega, sin embargo, el autor de la presente
obra, que caben dudas aún acerca de este punto. Aunque los dichos de los
venecianos parece como que hacen plena prueba, lo que el P. Flórez da á
entender y lo que resulta de los hechos mismos que acabamos de exponer ligeramente,
no permite fallar de un modo inapelable este proceso histórico. La más sincera
piedad religiosa no puede á veces libertar al corazón de las pasiones. Por lo
demás, tuvo la reina al llegar D. Juan que soportar más de un desaire de su
hijo, y salir, mal de su grado, de palacio, é irse luego á residir al alcázar
de Toledo. Y en cuanto á Valenzuela, si bien no llegó la venganza tan lejos
como se pensaba, pagó bien, con todo esto, la exageración de su valimiento. A
pesar del decreto anterior del rey fueron, de acuerdo con D. Juan de Austria,
al Escorial el duque de Medina-Sidonia y D. Antonio de Toledo, hijo del de
Alba, acompañados del conde de Fuentes y los marqueses de Valparaíso y de
Falces, y seguidos de quinientos caballos de los que por escolta había traído
el bastardo de Cataluña. Negándoles el prior al exministro, sitiaron primero el
convento por hambre; y no empeciendo las protestas de
la comunidad, acabaron por entrar en él violentamente y sacar á
Valenzuela,
tan pronto como supieron por una delación el sitio en que estaba. La relación
de este suceso, escrita por un monje del monasterio, afirma que Valenzuela le
echó allí en cara á D. Antonio de Toledo el haber solicitado su amistad y pedídole el Toisón, que le concedió, así como una buena
suma del Tesoro Real al duque su padre, que se hallaba muy alcanzado, y plaza
en el Consejo de Estado; por todo lo cual le había ofrecido con palabras
textuales que los dos serían sus esclavos. No tuvo el descendiente del
conquistador de Portugal palabra alguna que responder; que tal era la
corrupción de aquel tiempo. Expidió una bula el Papa para que se devolviese al
asilo del Escorial la persona de Valenzuela, pero no fué obedecida; y en lugar de eso autorizó el nuncio, por ser el ex ministro caballero
profeso de Santiago, que desde Consuegra donde estaba preso, en poder de los
criados de D. Juan, se le relegase á la fortaleza de Cavite, en Filipinas, por
diez anos. Mandósele, de consiguiente, poner en
libertad en 1687, conservándole todos sus títulos y honores. Por último, en
Méjico, á donde pasó desde aquellas islas, recibió ya licencia para volver á
España; pero antes que pudiera realizar su viaje, lo mató un caballo por
Diciembre de 1691. Lo desconocido de la vida de este favorito justificará quizá
el que se den más noticias de él que merece (1).
Quedó D.
Juan dueño absoluto del poder, aunque no por largo tiempo. Lo mismo que el
primer D. Juan de
(1) Entre
otras particularidades que constan en la ya citada Colección de papeles, se
halla un catálogo de sus escritos, que fueron muy numerosos, contando entre
ellos nada menos que seis tomos de obras poéticas.
23
Austria tuvo
mucho empeño en ser declarado infante de España, sin poder conseguirlo, ni aun
durante su ministerio. Era, al decir de Carlos Contarini, D. Juan, afable y
gentil; y otros venecianos concuerdan en que su valor y su talento militar
estaban altamente estimados en España, de modo que llegó al poder con aplauso
de la nación entera, deseosa de ser gobernada por un hombre enérgico que la
defendiera bien de los extranjeros. Su desgracia quiso que, abandonada España
de la Holanda, é incapaz de resistir á Luis XIV por si sola, hubiera que
firmar, durante su ministerio, la triste paz de Nimega, complemento de la de
los Pirineos, que trajo consigo otra gran desmembración de territorio. Este
tratado dió ocasión á la venida á Madrid, como
embajador de Francia, del marqués de Villars, que, en sus Memorias, nos ha
dejado un retrato que parece bastante ajustado á la verdad, por lo que dan á
entender sus hechos. «Su mayor desgracia», dice aquél diplomático, «fué llegar á ocupar el primer puesto del Estado. Jamás
»persona alguna le ocupó con mejores circunstancias: »su ilustre nacimiento, la
buena opinión de los pueblos, »el favor de los grandes, los pocos años del rey,
todo »parecía ayudarle, de suerte que puede decirse que »fué el solo quien se faltó á si mismo. Era un hombre »compuesto de apariencias y de
genio más brillante que »sólido, presuntuoso, poseído de sí propio y sin esti- »mación ni fe alguna en los
demás, harto preocupado »de pequeñeces y falto á menudo de amplitud de miras »y
de resolución en las cosas grandes, capaz de preci-
»pitarlas, sin embargo, por terquedad de carácter. Estas »faltas estaban
compensadas con muchas cualidades »brillantes: era de buena presencia, ameno,
cortés, ha-
>blaba bien varias lenguas, tenia ingenio, valor personal;
poseía, en suma, todas las exterioridades del mé-
»rito, y no un mérito verdadero». Tomó á su cargo, con tales ó parecidas cualidades, D. Juan, no sólo el arreglo de una
nación totalmente ya desorganizada, sino el ejercicio de un poder en sí mismo
quebrantado y hasta deshonrado por él mismo y sus partidarios. Pocas
expiaciones hay más seguras que la de los que recogen el poder con altos
fines, después de haberlo destrozado ó anulado con
sus propias manos. Bien pronto lo experimentó D. Juan, teniendo que empezar
por desterrar de Madrid á muchos grandes de los del partido de la reina, y
encontrándose poco á poco con que eran ya también enemigos suyos, casi todos
los que habían pertenecido al suyo propio hasta el día del triunfo. Separó de
la presidencia del Consejo de Castilla al conde de Valle-Umbroso, el mismo de
quien proceden los papeles citados antes; hombre tan recto que, habiendo
recibido un decreto de la reina para decapitar á un hombre, sin forma de
proceso, como se solía, echó el papel á un brasero diciendo: «así cumplo yo
órdenes tan contrarias á »mis obligaciones». Para reemplazar á un sujeto de tan
raras condiciones, á la sazón, nombró á un simple canónigo de Toledo. Deshizo
luego casi el regimiento déla Guardia ó de la Chamberga, por su antigua adhesión á la reina
madre. Pasábase de allí á poco los días leyendo los innumerables papeles
satíricos que por Madrid circulaban, desesperándose ó imaginando terribles venganzas contra los que le censuraban. Uno de los
escritores castigados fué el marqués de Mondéjar, á
quien le atribuyeron ciertos versos sangrientos. Ya habían sido echados de la
corte Osuna, Astillano, Mansera,
Humanes,
Aguilar, y hasta el conde de Monterrey, jefe de su partido en Madrid, mientras
él estaba en Zaragoza, por sospechar que quería suplantarle en el ministerio,
enviándole á mandar en Cataluña primero, y desterrándole y procesándole
después. Antes de mucho tiempo comenzó á echar todo el mundo de menos la
regencia tan aborrecida antes, aunque á decir verdad no llevara mucha ventaja
al de D. Juan el ministerio de Valenzuela. Pero en política, más que en nada,
parece siempre mayor mal el presente que los pasados. Y mientras el pueblo,
que no había mejorado de condición realmente ni poco ni mucho con el cambio,
murmuraba de su suerte y de la del Estado, los grandes, mal satisfechos de las
recompensas recibidas, ó muy agraviados, entraron de
nuevo en relaciones con la reina madre. Trataban ahora de reunirla con su hijo,
de la propia manera que la habían separado de él, con el fin de derribar á D.
Juan, á quien los más de ellos habían contribuido á enaltecer. Bastó que el
marqués de Vi- llars, que refiere muchas de estas
particularidades, se negara á tratar como infante de España al bastardo de
Felipe IV, para estar bien visto al punto por la mayor parte de la grandeza y
por el pueblo. A estas diferencias mismas entre el embajador francés y D.
Juan, se debió también en mucha parte que, cuantos trataban al rey, prefiriesen
su matrimonio con la princesa María Luisa de Orleans á los otros con alemanas,
de que se hablaba. Ya comenzaban á volver uno á uno los grandes desterrados,
sin conocimiento de D. Juan y con licencias particulares del rey: ya había
consultado éste mismo con Medinaceli, Oropesa y el inquisidor general Sarmiento
y Valladares, sobre la forma mejor de despe
dir á D. Juan y de traer á
Madrid á Doña Mariana otra vez; ya había escogido al fin por mujer Carlos II á
Doña María Luisa de Orleans, y hasta estaba acordado el matrimonio, por
poderes, en Fontainebleau, cuando D. Juan de Austria, que había estado
gravemente enfermo, por Julio del mismo año, cayó postrado en el lecho, de
donde no se levantó más. El día 17 de Septiembre de 1679, acabó así sus días á
los cincuenta años de edad. Propalaron sus enemigos por entonces que llegaba su
ambición hasta el punto de esperar que recaería la corona en él, si moría sin
sucesión Carlos II. Pero si esta ilusión tuvo, debió durarle poco tiempo, y ser
antes de alcanzar el poder, porque durante todo el tiempo que ejerció éste,
estuvo ya poseído de una profunda melancolía, á la cual atribuyó Villars su
fin únicamente, aunque el veneciano Federico Córner, dice: «que fué tan imprevista y violenta su indisposición, que »dejó
incierto el juicio y el hecho de su muerte». La versión de Villars le parece,
al que esto escribe, bastante probable; porque bastan para matar, en realidad,
los desengaños de una ambición irreflexiva y el contemplar impotentemente,
desde el poder, las miserias de los adversarios políticos, sobre todo cuando,
por la propia conducta anterior, no se tiene bien adquirido el derecho de
condenarlas ó despreciarlas.
XII
ASTA QUE
murió D. Juan y se casó Carlos II, no pudo decirse que terminase su minoridad,
la única que hubiese experimentado España
en muchos
siglos. Ocurrió tal de 1679 á 1680; y sólo desde entonces hay que contar el
infeliz reinado de este
príncipe.
Abandonadas ya anteriormente las diversas provincias de la monarquía á las
frecuentes acometidas que, con frívolos pretextos, les daba el poderoso Luis
XIV, y cada vez con ejércitos más bisónos (1) y
escasos, y
más cortas y mal pertrechadas escuadras, sin dinero, ni generales capaces, sólo
impidieron la total desmembración de la monarquía durante los veintiún años
que gobernó Carlos II, tres cosas: una, el nativo
valor de los
pueblos marítimos y fronterizos, armando de su cuenta corsarios los primeros, y
deteniendo los
segundos la
marcha al interior de los ejércitos franceses, con el sistema de guerrillas ya
adoptado por los
(1) Bisónos llamaban á los soldados nuevos de España en Italia,
por ir allá llenos de bisogni, ó necesidades.
terribles migueletes ó voluntarios catalanes, poseídos de aborrecimiento á sus vecinos, después de los sucesos pasados; otra, el grande interés que tenían Inglaterra y Holanda, con ella unida por aquel tiempo, y más que nadie el Imperio, en que no cayesen todas nuestras plazas y territorios de Flandes bajo el dominio francés; la tercera, en fin, el proyecto á la larga concebido por Luis XIV, nuestro mayor enemigo, de recoger de una vez todos los Estados españoles para su dinastía. Pero, entretanto, nos declaró en el período de que tratamos dos nuevas guerras, de las cuales sacó como siempre ventajas, bien que sin arrancarnos del todo las nuevas provincias que ambicionaba en Flandes. Inevitablemente vencida ya aquella triste España de Carlos II, defendió, no obstante, palmo á palmo su territorio, y una por una sus almenas. Ni fueron á la sazón nuestros solos enemigos los de Europa; los |