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HISTORIA DE ESPAÑA |
Crónica latina de los
reyes de Castilla
Ms. G-1, Bibl. de la Real Acad. de Ha. de Madrid, España.
Crónica del reino de
Castilla centrada en los reinados de Alfonso VIII, Enrique I y Fernando III,
llegando hasta la conquista de Córdoba en 1236.
1
Cuando murió Fernán-González, el primer conde de Castilla después de la
derrota que los cristianos sufrieron en España en tiempos de Rodrigo, rey de
los godos, le sucedió su hijo el conde García-Fernández; a éste el suyo, el
conde Sancho. Un hijo de este Sancho, el infante García, cuando fue a León para
casarse con una hija del rey o de un conde, cayó muerto a manos de ciertos
leoneses.
La huérfana doña Mayor, hija del ya nombrado conde Sancho, fue dada en
matrimonio al rey de Navarra y Nájera Sancho, nieto de Sancho Abarca. El rey
Sancho tuvo de doña Mayor dos hijos, García y Fernando, quienes se enfrentaron
en Atapuerca, donde murió el rey García. Así el rey Fernando poseyó su reino,
el de su hermano y el de León, ya que se había casado con la hija de Bermudo,
rey de León.
2
Cuando murió el rey Fernando, por sobrenombre el Magno, el que libró Coimbra del poder de los moros, le sucedieron en el reino
sus tres hijos: el rey Sancho en Castilla; el rey Alfonso en León, Asturias y
Galicia; el rey García en Nájera y Navarra.
Pero el rey Sancho, como hombre turbulento y belicoso, no admitió un
copartícipe del reino paterno, según aquello "y no habrá suprema potestad
que consienta un asociado": apresó a su hermano el rey García, quien no
mucho después murió en cautividad, y expulsó del reino a su hermano el rey
Alfonso, que marchó, exiliado, junto al rey de los moros que por aquel entonces
dominaba en Toledo. Y "considerando que nada hay hecho cuando algo queda
por hacer", el rey Sancho sitió Zamora, donde gobernaba su hermana Urraca.
Allí fue muerto a traición, según se dice, por cierto satélite de Satanás llamado
Bellido Dolfos.
Como Sancho había muerto, su hermana Urraca envió unos mensajeros suyos a
su otro hermano Alfonso, que, por aquel entonces, vivía en Toledo. Cuando
recibió el mensaje, el rey Alfonso volvió con toda rapidez y, por la
Providencia de Dios, obtuvo en su totalidad el reino paterno. El Señor Dios le
inspiró el saludable consejo de que sitiara Toledo, cuya situación interna
conocía perfectamente, puesto que, mientras vivió allí, había escudriñado
totalmente a fondo sus interioridades y lugares apartados. Durante muchos años
la impugnó juiciosamente, devastando y destruyendo año tras año las mieses y
los frutos todos. Finalmente, los moros toledanos, movidos por la virtud divina
y con la condición de que les fuera permitido permanecer en la ciudad, retener
sus casas y posesiones y que le sirvieran como rey, entregaron su ciudad al rey
Alfonso, a quien recibieron con honor como rey y señor.
Tras la toma de la muy noble y bien defendida ciudad de Toledo, comenzó el
rey a devastar toda la tierra que se llama Extremadura, tomando, por la gracia
de Nuestro Señor Jesucristo, como varón sabio y poderoso, de las manos de los
sarracenos muchos castillos y villas de la Trasierra.
Ampliado así de diversas maneras el reino y puesto que no le quedaba hijo
varón alguno, pues el único que había tenido, de nombre Sancho, había muerto a
manos de los sarracenos junto a la villa que se llama Uclés, comenzó el rey a
considerar y a buscar diligentemente con quién, sin menoscabo de su honor,
podría unir en matrimonio a su hija, de nombre Urraca, que había tenido de su
legítima esposa.
Y como en tierras hispánicas no encontraba quien le pareciera digno de ser
yerno de un rey, mandó llamar de las tierras de Borgoña, que están junto al río
Arar, conocido vulgarmente como Saona, a un varón noble, valiente con las
armas, muy famoso, adornado de buenas costumbres, al conde en suma Raimundo,
con quien casó a su hija Urraca. Este conde no vivió después mucho tiempo con
su esposa, de la que tuvo un hijo, de nombre Alfonso, que luego reinó mucho
tiempo en las tierras de España y fue reconocido como emperador. Con el conde
Raimundo vino cierto pariente suyo, también conde, de nombre Enrique, a quién
el rey Alfonso, por amor a su yerno, entregó como esposa a otra hija que tenía
no de legítimo matrimonio, y de la que el conde Enrique tuvo un hijo, Alfonso
rey de Portugal, quien fue padre del rey Sancho, padre del rey Alfonso. Ambos
murieron de melancolía.
Viviendo aún el rey que tomó Toledo, murió su yerno el conde Raimundo y le
quedó su hijo Alfonso, el que después fue emperador, niño aún pequeño, y que se
criaba en Galicia.
3
Cuando murió el rey Alfonso, el que tomó Toledo, su hija, la reina Urraca,
le sucedió en el reino y lo administró pésimamente. Pues se casó, después de la
muerte de su padre, con Alfonso, rey de Aragón, hijo del rey Sancho, el que
puso asedio a Huesca y murió en el asedio. Le sucedió en el reino y en el
asedio de la citada villa su hijo Pedro, que la tomó, por la gracia de Dios,
tras vencer al rey de Zaragoza y superar a muchos sarracenos en la batalla que
tuvo lugar en la llanura de Alcoraz, junto a Huesca.
A este rey Pedro, como no le sobreviviesen hijos, le sucedió en el reino del
padre, Alfonso, rey de Aragón, con quien se casó, como antes dije, la reina
Urraca. Pero ella, despreciándolo y abandonándolo, se ocupó de otras cosas
indignas de contarse.
4
En aquel tiempo, pues, Alfonso, rey de Aragón, dolido en su corazón,
penetró en Castilla con muchos hombres de armas, e infirió muchos males al
reino de Castilla, pues sus hombre tenían en el reino
de Castilla muchas fortificaciones y muchísimos castillos, que la propia reina
había entregado al rey. Por ello se produjo gran perturbación y una guerra que
duró mucho tiempo y causó gran perjuicio en todo el reino de Castilla. Los
castellanos se unieron con el conde Gómez, llamado de Candespina,
que era excesivamente y más de lo que convenía familiar a la reina, y lucharon
contra el rey Alfonso junto a Sepúlveda, donde fueron vencidos por el rey y
murió el conde. La reina, por su parte, aceptó la excesiva familiaridad del
conde Pedro de Lara, padre del conde Malrico, del
conde Nuño y del conde Álvaro; y se dice que de ella tuvo un hijo llamado
Fernando Hurtado.
Alfonso, rey de Aragón, a veces por satélites suyos y en alguna ocasión
personalmente, atacó el reino de Castilla devastando miserablemente toda la
tierra, desprovista como estaba de su legítimo defensor, pues el hijo de la
reina Urraca y del conde Raimundo, Alfonso, el que pasado el tiempo fue
reconocido como emperador, no había llegado aún a los años de la pubertad y se
criaba en Galicia.
Finalmente, los castellanos con los gallegos y leoneses tomaron una
decisión contra el rey de Aragón y, sacando de Galicia a Alfonso, hijo de la
reina Urraca, hecho ya un jovencito, se prepararon para luchar contra el rey
aragonés. Al saber esto el rey, y considerando que no tenía justa causa para
una guerra con el legítimo señor de la tierra, abandonó el reino y volvió a sus
tierras.
Este rey era hombre amante de guerras y de gran ánimo; ganó muchas batallas
e infirió muchos males a los sarracenos. Asedió, por último, la villa llamada
Fraga, junto a Lérida, donde no por el valor de los sarracenos, sino más bien
por engaño de ellos y por permisión divina -ya que salió de improviso de dicha
villa la multitud de sarracenos que, sin saberlo el rey y su ejército, allí se
había concentrado- fue muerto, según se dice, por los moros. Otros sin embargo,
opinan que en esa ocasión se libró de este infortunio, si bien la mayor parte
de su ejército cayó a manos enemigas, como atestigua la multitud de huesos que
hasta hoy se muestra en cierta iglesia de la villa de Fraga a los ojos de los
curiosos. Se cuenta de él que, después de muchos años, en nuestros tiempos,
vino a Aragón, donde al principio de su llegada fue recibido con honor por los
nobles y por el rey Alfonso, hijo del conde de Barcelona, como si fuera
verdaderamente reconocido por ellos por las muchas y ocultas pruebas que daba a
hombres de antaño, con los que había convivido.
Por aquel entonces apareció en Castilla otro que se fingía, con toda
falsedad sin embargo, el rey Sancho, hijo del emperador y padre del ilustrísimo
rey Alfonso, nuestro señor; pero tanto éste en Castilla como aquél en Aragón
murieron de forma miserable.
Después de aquella horrible matanza en Fraga y de la muerte del rey, si es
que murió entonces allí, como no dejase éste descendencia, los aragoneses,
privados del solaz de un rey y de su gobierno, sacaron, según se dice, del
monasterio a cierto Ramiro, hermano del rey, monje y sacerdote, al que
obligaron, y así se hizo, a tomar esposa, de la que tuvo una hija, a la que
después tomó por esposa el conde de Barcelona, por lo que este condado quedó
unido al reino de Aragón hasta la actualidad. Ramiro, una vez que tuvo la hija,
como inhábil para el gobierno del reino, volvió a su monasterio. Pero de esto
hasta aquí.
5
El comienzo del reinado del rey Alfonso, el que después fue reconocido como
emperador, hijo del conde Raimundo y de la reina Urraca, fue desdichado. Pero después
gozó de mejor fortuna, porque, con la ayuda de Dios, en cuyo poder están todas
las potestades y los derechos de los reinos todos, gobernó en paz por mucho
tiempo toda Galicia, Asturias y la tierra de León, Castilla, Extremadura y la
Trasierra, e infirió muchos males a los sarracenos, pues tomó Córdoba, Baeza,
Andújar y Montoro, y ganó en aquellas tierras otras muchas fortalezas y villas.
Tomó además Almería, pero, si fue feliz en su conquista, fue menos afortunado
en su retención. "De miedo se paralizó la tierra" en sus días. Su
reino se enriqueció y amplió.
Se dice que el rey de Navarra, [García] Ramírez, hijo del infante Ramiro,
que fue hijo del infante Sancho de cierta dueña, hijo del rey García, el que
fue muerto en Atapuerca, fue su vasallo cuando alcanzó la corona del Imperio y
fue por todos considerado emperador. También el conde de Barcelona, cuya
hermana Berenguela tomó como esposa el citado emperador, fue su vasallo en
relación a aquellas cosas que sobre el río Ebro están establecidas en el reino
de Aragón.
6
Al comienzo del reinado del emperador surgió cierto sarraceno llamado Aventumerth, que, procedente de las tierras de Bagdad,
ciudad populosa e importante, en donde durante largo tiempo había estudiado,
predicó en el reino marroquí, que entonces poseían los moros llamados, con
específico nombre, moabitas y a los que vulgarmente se les conoce por
almorávides, y Alí es el nombre de su rey. Predicó especialmente contra la
soberbia y opresión de los moabitas, que oprimían cruelmente a las gentes
sometidas a su imperio, imponiendo con frecuencia inmoderados impuestos para
poder ejercer a su gusto el vicio de la liberalidad, o mejor dicho
prodigalidad, en el que estaban inmersos y del que se jactaban. Reunió junto a
sí gentes innumerables que gustosamente lo seguían deseando apartar de sus
cabezas el durísimo yugo de la servidumbre, ganándose, como varón sabio y
discreto aunque infiel, los ánimos de los hombre al
prometerles el don inestimable de la libertad. Entre los que seguían a Aventumerth se encontraba un hombre sencillo, generoso y
belicoso, de nombre Abdelmún, cuyo servicio usaba con
bastante frecuencia en las dificultades.
Lucharon, pues, Aventumerth y sus partidarios
contra el citado rey de los moabitas y contra su pueblo, y, aunque derrotados
muchas veces por los propios moabitas, finalmente los vencieron y los
expulsaron del reino, ocupando la populosa ciudad de Marrakech. Abdelmún, por influencia de Aventumerth como profeta de él, se estableció como rey en la citada ciudad y en el reino de
los moabitas. Los que así obtuvieron este reino son llamados almohades, que
significa unitarios, ya que confiesan que ellos adoran a un único Dios, al que
predicaba Aventumerth, como claramente se dice en
cierto libelo que escribió.
De Abdelmún proceden los que gobiernan el reino
marroquí hasta el día de hoy. Este reino floreció desde entonces hasta ahora y
sólo por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo comienza milagrosamente a
decaer. Hijo de Abdelmún fue Aben Jacob, que murió en
Portugal cuando asediaba la noble y populosa villa de Santarem.
Un hijo de Aben Jacob estuvo en la batalla de Alarcos y venció por permisión
divina a los cristianos y tomó Calatrava y Alarcos y otras fortalezas de
alrededor, y Malagón y Torre de Guadalferza. Acerca
de este rey y de sus hechos se hablará en las páginas siguientes. Pero estas
cosas hasta aquí.
7
El rey de los francos, Luis, tomó como esposa a una hija del emperador
llamada Sancha.
El número binario de los hijos del emperador [perjudicó] a su reino y fue
causa de las muchas matanzas y muchos males que en las Españas tuvieron lugar.
Pues dividió su reino, permitiéndolo Dios por los pecados de los hombres, entre
sus dos hijos a instancias del conde de Galicia, Fernando. A Sancho, su
primogénito legó Castilla y Ávila y Segovia y otras villas cercanas en
Extremadura, y Toledo y toda la Trasierra hacia aquellas partes, también la
Tierra de Campos hasta Sahagún y Asturias de Santillana. El resto de su reino
hacia León, y Galicia, Toro y Zamora y Salamanca con otras villas cercanas las
legó a Fernando, su hijo menor. Después de este desdichado reparto, cuando el
emperador volvía de la tierra de los sarracenos con su ejército, murió junto al
puerto de Muradal y fue sepultado en la iglesia toledana.
8
El rey Sancho, su hijo, había tomado como esposa, antes de la muerte del
padre, a doña Blanca, hija de Ramiro Garcés, rey de Navarra, de la que, antes
de la muerte del emperador, había tenido un hijo, Alfonso, glorioso y afamado
rey nuestro. El rey Sancho emprendió al comienzo de su reinado ciertas empresas
arduas y admirables, y, por ello, todos los que le conocían esperaban, por lo
que antes había llevado a cabo y por lo que de nuevo emprendía, que sería un
buen rey. Pero el Altísimo, que dispone todas las cosas, al año siguiente de la
muerte de su padre, acabó con su vida y fue sepultado junto a su padre en la
iglesia toledana.
A su muerte quedó su hijo, el
glorioso Alfonso, infante tierno de apenas tres años, y hubo tanta turbación en
el reino de Castilla cuanta no había habido antes en mucho tiempo.
Discordes entre sí los
principales del reino, Fernando Rodríguez, hijo de Rodrigo Fernández, hermano
de Gutierre Fernández de Castro, y sus hermanos y
otros amigos y consanguíneos que lo seguían, formaron una facción, intentando
huir de la persecución y opresión de los hijos del conde Pedro de Lara, es
decir, del conde Manríquez y del conde Nuño y del conde Álvaro y de toda su
parentela. Fernando Rodríguez y sus hermanos y consanguíneos poseían muchos
castillos, fuertemente defendidos, por concesión como otros poderosos en el
reino, la orden de no entregar las tierras y castillos a nadie sino a su hijo y
cuando éste llegara a los quince años de edad.
A causa de esta discordia y
del odio inexorable entre las distintas facciones de los poderosos, el conde
Manríquez y su hermano el conde Nuño se apoderaron del rey Alfonso y gobernaron
durante largo tiempo el reino, ya que intentaban someterlo todo entero en
beneficio propio con pretexto del niño, para honor, según decían, y provecho
del propio niño. Se procuró entonces, según se cree, por parte de los otros que
el rey Fernando, hijo del emperador, entrara en el reino de Castilla, y, como
era el más cercano familiar del niño, quiso tener la tutela del mismo y el
gobierno del reino. Pero, al impedirlo los citados condes a veces con engaño,
aunque laudable, a veces por la fuerza, no pudo conseguir lo que quería.
Por aquel tiempo, matanzas
innumerables e infinitas rapiñas, desordenada e indiscriminadamente, se
llevaron a cabo en todas las partes del reino. Por aquellos días, el conde
Manríquez luchó contra Fernando Rodríguez, con quien estaba el pueblo de Huete.
El conde tenía consigo al rey niño y sucumbió y murió en la batalla.
10
Cuando el rey glorioso llegó
a los quince años, Fernando Rodríguez y sus hermanos y amigos, cumpliendo el
mandato del padre, entregaron las tierras que tenían y los castillos al rey
Alfonso. El rey, hecho un poco mayor, comenzó a actuar como un hombre y a
confortarse en el Señor y a ejercitar la justicia, a la que siempre amó y
sirvió con poder y sabiduría hasta el fin de su vida. Adolescente ya, sitió
Cuenca, a la que tuvo mucho tiempo asediada, y por la gracia de Dios expugnó y
tomó, y a la que por propia voluntad honró con la dignidad pontifical, y es hoy
una de las más nobles ciudades del reino de Castilla, fortificada por su
posición natural y por la industria del hombre. Recuperó después Logroño y
otras villas y castillos en dirección a Navarra, que su tío el rey Sancho,
hermano de su madre, había mantenido ocupados durante largo tiempo. Por aquel
entonces alzó un gran y fuerte ejército contra su tío paterno Fernando, rey de
León, y recuperó toda la tierra que se llama del Infantado.
Este rey Fernando había
tomado como esposa a Urraca, hija de Alfonso, rey de Portugal, la cual, sin
embargo, no podía ser su esposa legítima, ya que eran parientes en tercer grado
según el cómputo canónico, pues el emperador y el rey de Portugal estaban
emparentados en segundo grado, puesto que eran hijos de dos hermanas, hijas del
rey Alfonso, el que tomó Toledo. Como dote de este enlace ilegítimo el rey
había entregado al rey de Portugal muchos castillos, que después recuperó de él
cuando fue capturado en Badajoz, y arrojado de la montura de tal manera que
nunca más pudo montar a caballo.
También fue entonces
capturado Giraldo, alias "Sin miedo", quien fue entregado a Rodrigo
Fernández, el Castellano, al que, a cambio de su libertad, Giraldo entregó
Montánchez, Trujillo, Santa Cruz de la Sierra y Mofra,
que el mismo Giraldo había ganado a los sarracenos, a los que había causado
muchos daños, y por los que fue decapitado en tierras marroquíes con un
pretexto baladí.
11
De Urraca el rey Fernando
tuvo un hijo, Alfonso, rey de León, que ahora reina en lugar de su padre.
Cuando murió el rey Fernando, su hijo, que entonces era adolescente, temió ser
privado del reino por el poder de don Alfonso, glorioso rey de Castilla, cuyo
honor y fama había llenado gran parte del orbe, y que entonces era terrible y
muy de temer por todos los reyes vecinos, tanto sarracenos como cristianos.
Se trató, pues, y procuró que
con Alfonso, rey de León, se desposara una de las hijas del rey de Castilla y
besara entonces su mano, y así se hizo, pues en unas Cortes, celebradas con
noble y notable concurrencia en Carrión de los Condes, el rey de León recibió
el espaldarazo del rey de Castilla en la iglesia de San Zoilo y besó su mano en
presencia de gallegos, leoneses y castellanos.
Pasado un pequeño intervalo
de apenas dos meses, Conrado, hijo de Federico, emperador de los romanos, en
unas nuevas e importantes Cortes celebradas en la misma de villa de Carrión,
fue armado caballero por el rey de Castilla. Con él desposó a su hija doña
Berenguela, que apenas tenía ocho años, e hizo que se le hiciera por parte de
todo el reino el homenaje de que el mismo Conrado reinaría después de él, si
aconteciera que muriera sin descendencia masculina, pues en aquel entonces el
rey glorioso don Alfonso no tenía hijo, sino hijas.
12
Había ya edificado Plasencia,
ciudad populosa y rica, y había ganado a los sarracenos la muy protegida
fortaleza de Alarcón. Comenzó entonces a edificar la villa de Alarcos, y, sin
acabar todavía el muro y no suficientemente afianzados los pobladores del
lugar, declaró la guerra al rey marroquí, cuyo reino era entonces floreciente y
considerado poderoso y fuerte por los reyes vecinos.
Envió, pues, el rey de
Castilla al arzobispo toledano don Martín, de feliz memoria, hombre discreto,
benigno y generoso, que de tal manera era querido por todos que de todos era
considerado padre. Llevó el arzobispo consigo hombres animosos y valientes y
una multitud de soldados y hombre de a pie, con los que devastó gran parte de
la tierra de moros de aquende el mar, expoliándola de muchas riquezas y de una
infinidad de vacas, ganado y jumentos.
Cuando el rey marroquí Abdelmún el tercero, del cual antes se ha hecho mención, lo
supo, se dolió en su corazón; salió al unto de Marrakech, reunió gran cantidad
de soldados y de hombres de a pie, pasó el mar, llegó a Córdoba y, pasando el
puerto de Muradal con gran rapidez, se extendió sobre la planicie del castillo
que ahora se llama Salvatierra.
El glorioso rey don Alfonso,
cuando supo la llegada del moro Almiramamolín -así se
denominaba a los reyes marroquíes-, mandó a sus vasallos que le siguieran con
toda rapidez. Él, como león rugiente que se estremece ante la presa, precedía a
los suyos y con enorme rapidez llegó hasta Toledo. Se detuvo allí algunos días
en espera de los grandes de la tierra, de sus nobles vasallos y de la multitud
de pueblos que le seguían. De allí condujo sus campamentos a Alarcos, donde
acampó con el firmísimo propósito que después de sucedido se supo: combatir con Almiramamolín, si rebasaba, camino de Alarcos, el
lugar llamado El Congosto, que era considerado el límite del reino de Castilla,
pues prefería exponer su vida y reino a tan gran peligro y someterse a la
voluntad de Dios luchando con el susodicho rey de los moros, que era
considerado el más poderoso y rico de todos los sarracenos, a permitirle traspasar
cualquier palmo del terreno de su reino. Por esto tampoco quiso el glorioso rey
de Castilla esperar al rey de León, que marchaba en su ayuda y que se
encontraba ya en tierras de Talavera, por más que este consejo le dieran
hombres prudentes y expertos en cosas de guerras.
Llegó Almiramamolín al lugar llamado El Congosto entre el castillo de Salvatierra y Alarcos, y
acampó allí.
13
Cuando el glorioso rey de
Castilla lo supo, ordenó a todos los suyos que a primera hora de la mañana
salieran armados al campo para luchar contra el rey de los moros, pues creía
que ese mismo día el rey de los moros se presentaría al combate. Los
castellanos, al llegar la mañana, salen al campo preparados para luchar, si
hubiese enemigo contra quién blandir las armas. Pero los moros descansaron ese
día preparándose para el siguiente, deseando al mismo tiempo eludir a sus
enemigos de forma tal que, fatigados ese día por el peso de las armas y por la
sed, se encontraran al siguiente menos aptos para la batalla: como así sucedió,
pues el glorioso rey de Castilla y su ejército, después de esperar al enemigo
en el campo desde el amanecer hasta después del mediodía, cansados del peso de
las armas y por la sed, volvieron a los campamentos pensando que el rey de los
moros no se atrevía a luchar con ellos.
Pero el rey de los moros
ordenó a los suyos que se prepararan para la batalla alrededor de media noche y
muy de mañana aparecieron súbitamente en el mismo campo que el rey castellano
había ocupado el día anterior. Se originó un revuelo en los campamentos de los
cristianos, y, lo que suele suceder con frecuencia, la imprevista presencia de
los moros produjo en los enemigos estupor y temor al mismo tiempo. Saliendo de
los campamentos rápidamente y sin orden, marchan al campo, miden sus armas, y
en la primera línea de los cristianos caen importantes hombres: Ordoño García
de Roda y sus hermanos, Pedro Rodríguez de Guzmán y Rodrigo Sánchez, su yerno,
y bastante otros muchos. Se despliegan los árabes para
perdición del pueblo cristiano. Una innumerable cantidad de flechas, sacadas de
los carcajes de los arcos, vuela por los aires, y, enviadas hacia lo incierto
hieren con golpe certero a los cristianos. Se lucha con fuerza por ambos
bandos. El día pródigo en sangre humana, envía moros al tártaro y traslada
cristianos a los eternos palacios.
El noble y glorioso rey,
viendo a los suyos caer en la batalla, se adelanta y, metiéndose en medio de
los enemigos, abate virilmente, con los que le asistían, muchos moros a derecha
e izquierda. Pero dándose cuenta los que le asistían más de cerca que no
podrían sostener a la innumerable multitud de moros, puesto que ya muchos de
los suyos habían caído en el combate -pues había durado la batalla mucho tiempo
y el sol había calentado al mediodía en la festividad de Santa Marina-, le
suplicaron que se alejase y preservara su vida ya que el Señor Dios se mostraba
airado con el pueblo cristiano. Pero no quería oírlos y prefería acabar la vida
con muerte gloriosa a retroceder, vencido, de la batalla. Los suyos, dándose
cuenta que el peligro era inminente para toda España, lo apartaron del combate,
casi de mala gana y a regañadientes.
Llegó, pues, a Toledo con
pocos soldados, doliéndose y gimiendo por la gran desgracia que había
acontecido. Diego López de Vizcaya, noble vasallo suyo, se refugió en el
castillo de Alarcos, donde fue asediado por los moros, pero por la gracia de
Dios, que lo reservaba para grandes cosas, mediante la entrega de algunos
rehenes, pudo salir y, siguiendo al rey, llegó a Toledo a los pocos días.
El rey de los moros saqueó
los espolios; tomó algunas fortalezas como Torre de Guadalferza,
Malagón, Benavente, Calatrava, Alarcos y Caracuel, y así volvió a su tierra.
14
El rey de León, que iba en
ayuda del rey de Castilla, llegó a Toledo y por consejo de algunos satélites de
Satanás se convirtió en arco de maldad, buscando ocasiones para apartarse del
amigo, y de amigo se hizo enemigo cruel, pues guardaba en la profundidad de su
alma el recuerdo de lo que sucediera en las Cortes celebradas en Carrión, de
las que anteriormente se hizo mención. Se marchó, pues, de Toledo indignado con
el glorioso rey, porque no había querido darle unos castillo que le había
pedido, y se congratulaba y se gozaba del infortunio acaecido a los
castellanos.
Se alió en seguida con el rey
marroquí y, tras recibir de él dinero y una multitud de soldados armados,
declaró la guerra al rey de Castilla. Y así al año siguiente, en ese tiempo en
que los reyes suelen proceder a la lucha, como Almiramamolín devastara la Trasierra y tuviera casi asediada la
ciudad de Toledo durante muchos días, el rey de León entró en el reino de
Castilla por Tierra de Campos con la mencionada multitud de moros -quienes,
como enemigos de la Cruz de Cristo, cometieron muchas atrocidades en contumelia
y deshonra de la religión cristiana en las iglesias y en el ajuar eclesiástico,
y llegó hasta Carrión, donde determinó borrar la injuria que creía que se le
había causado cuando besó la mano del rey de Castilla.
Por aquel mismo tiempo el rey
de Navarra, Sancho, que emparentaba con el rey de Castilla en segundo grado de
consanguinidad por una y otra parte, edificó cierto castillo junto a las viñas
de Logroño, al que llamó Corvo, y comenzó a devastar el reino de Castilla por
aquella parte, ya que creía tener causa justas para la guerra.
Así pues, daba la impresión
de que los cristianos, aliados con los moros en una coalición de impiedad,
conspiraban para destruir al rey de Castilla, infiriendo atrozmente por todas
las partes del reino los males que podían, de forma que en todo el reino ni un
ángulo podía hallarse en el que sentirse seguro. El fuego de la ira del Señor
parecía crecer y abatir la soberbia, que quizá tuviese el noble rey por su
gloria anterior, para que entendiera el prudente y noble rey que el reino de los
hombres está en manos de Dios y lo da a quien quiere.
15
Pero el rey glorioso, como
quien no se quiebra mucho con la adversidad ni se ensoberbece en la
prosperidad, poniendo toda su esperanza y confianza en Nuestro Señor
Jesucristo, cuya fe siempre firmísimamente aceptó, mantuvo y defendió contra
toda herética maldad, se preparó a defender virilmente su reino.
Por aquel tiempo, Sancha,
reina de Aragón, tía paterna del rey de Castilla, tenía bajo su tutela a su muy
niño hijo Pedro, rey de Aragón, y al propio reino, ya que, no mucho después de
la batalla de Alarcos, Alfonso, rey de Aragón, hijo del conde de Barcelona y
padre del citado rey Pedro, entró en el camino que ha de seguir toda carne. Se
sospechaba de él que maquinaba todo el mal que podía en perjuicio del reino del
rey de Castilla; pero la citada reina amaba, incluso en vida de su marido, al
rey de Castilla sobre todos los hombres, de forma que por esta razón le
resultaba muy odiosa a su esposa. Cuando fue, pues, propicia la ocasión, el
fuego del cariño, que había estado un poco oculto en el pecho de la reina en
vida de su esposo por miedo al mismo, estalló en llama manifiesta y confederó
firmísimamente a su hijo con el rey de Castilla, procurando, como sensata
Abigail, ayudar con todas sus fuerzas al rey de Castilla. Pero para que el rey
de Aragón pudiese llegar con toda rapidez en ayuda del rey de Castilla y puesto
que era algo pobre, recibió del rey de Castilla como regalo gran cantidad de
dinero. Y así cuando el rey Pedro llegó a la adolescencia, por consejo de su
prudente madre y acompañado de sus nobles vasallos, vino junto al rey de
Castilla e inseparablemente se le unió mientras la guerra duró.
Después de una prudente
reflexión, los reyes pusieron sus campamentos junto a Ávila, en un lugar sanísimo
y frío en medio del verano, que vulgarmente se llama Palomera, desde donde, si
fuese necesario, pudiesen con comodidad ayudar a los suyos, que estaban en
Trasierra y defendían villas y castillos contra el rey marroquí, y a aquellos
que estaban en la Tierra de Campos. Así, situados en medio, eran temidos por
los enemigos de uno y otro lado, a los que no les permitían vagar a sus anchas
como quisieran.
Y cuando se cercioraron que
el rey marroquí se volvía a su tierra, movieron sus campamentos contra el rey
de León, enviando por delante con una multitud de soldados a Fernando Rodríguez
de Albarracín, hombre noble, prudente y valeroso, para que detuvieran al rey de
León y a su ejército en el reino de Castilla y no le permitieran volver a su
tierra con entera libertad. Pero el rey de León, que lo supo con anterioridad,
volvió con gran rapidez a su tierra, de manera que el citado noble, Fernando
Rodríguez, no pudo alcanzarlo en el reino de Castilla, pero lo persiguió, no
obstante, hasta su propio reino.
Los reyes fueron con sus
ejércitos tras los soldados, que habían enviado por delante, y entraron en el
reino de León, devastando por todas partes toda la tierra, puesto que no tenía
defensor. Expugnaron y tomaron por la fuerza la ciudad de Castroverde, donde
fueron hechos prisioneros con todos sus soldados el conde Fernando de Cabrera,
y Álvaro Peláez, varón noble, y Pedro Ovario, y Alfonso Armillez,
noble portugués. Después, avanzando más, se acercaron a Benavente, en donde
estaba el rey de León con los moros y cristianos vasallos suyos, y llegaron
hasta Astorga, y algunos incluso hasta Rabanal y otros hasta el comienzo de la
tierra que se llama El Bierzo. Y así, devastando las regiones circundantes,
volvieron a León, y, poniendo asedio al "castiello que dizen de León", lo tomaron por la fuerza, y,
fortificándolo, lo retuvieron. Y con gran honor y mucho botín se volvieron al
reino de Castilla.
Al año siguiente, es decir,
al tercero después de la batalla de Alarcos, el rey marroquí vino de nuevo a la
Trasierra y asedió la villa de Madrid y la mantuvo asediada muchos días. La
protegió el poder de Dios por manos de Diego López y de otros nobles y de los
plebeyos que estaban en la misma villa. Entonces el rey se retiró del asedio y
marchó hacia Uclés y Huete y Cuenca, y después se volvió a su tierra. En ese
mismo tiempo, el rey de León recuperó el "castiello que dizen de León" junto a León.
El rey de Castilla y el rey
de Aragón entraron otra vez en el reino leonés y causaron a los leoneses mucho
daño. El rey de León marchó junto al rey marroquí, al que encontró en Sevilla.
Finalmente con la firma de una tregua entre el rey marroquí y el rey de
Castilla, aquel se volvió a Marrakech, capital de su reino, y se rehizo la paz entre los reyes de León y Castilla. Paz que
no pudo llevarse a cabo sino por el matrimonio de doña Berenguela, hija del rey
de Castilla, con el rey de León, en un matrimonio de hecho, porque según
derecho no era posible, ya que los reyes eran parientes en segundo grado de
consanguinidad.
16
El glorioso rey de Castilla,
que no olvidó los daños que el rey de Navarra le había causado a él y a su
reino en el tiempo de su tribulación, entró en su reino y comenzó a devastarlo.
Como el rey de Navarra viera que no podía resistirle, dejó su reino y se
refugió junto al rey marroquí: fue a la ciudad de Marrakech para implorar su
ayuda y suplicar que se dignara socorrerle.
Entre tanto el rey de
Castilla asedió Vitoria y, mientras duraba el asedio, adquirió todas las
fortalezas vecinas, Treviño, Argazón, Santa Cruz, Alchorroza, Vitoria la Vieja, Arlucea, la tierra que se
llama Guipúzcoa, incluso San Sebastián, Marañón, San Vicente y algunas otras.
Finalmente se le entregó Vitoria, y así obtuvo toda Álava y las tierras
vecinas, y con victoria volvió a Castilla.
El rey de Navarra,
desasistido de toda ayuda, aunque recibió cierta suma de dinero y consiguió que
el rey marroquí le asignara en Valencia unos réditos, permaneció en tierras
marroquíes mucho tiempo. Se firmó una tregua entre el rey de Castilla y el rey
de Navarra, quedando todos los castillos y villas que el rey de Castilla había
conquistado en el reino del rey de Navarra en poder del rey de Castilla.
17
Después de esto, el glorioso
rey de Castilla, para quien no existía más descanso que nunca descansar ni más
placer que la actividad constante, se esforzó en obtener toda la Gascuña, ala que creía tener derecho ya que se la prometió
su suegro, Enrique, rey de los ingleses. El noble rey de Castilla se había
casado con la hija del citado rey Enrique doña Leonor, nobilísima en costumbres
y linaje, honesta y muy prudente, con la que, se decía, el rey Enrique había
prometido Gascuña a su yerno el rey de Castilla.
Por aquel tiempo tenía el
reino de Inglaterra como rey a Juan, por sobrenombre Sin Tierra, hermano de la
citada reina doña Leonor, pues el rey Enrique tenía cuatro hijos: el rey joven
y el conde de Bretaña, que murieron ambos antes que su padre; Ricardo, conde de Poitou, que sucedió al padre en el reino y que,
cuando volvía de las tierras allende el mar, al asediar una fortaleza en tierra
del Lemosín o cerca, herido letalmente con una flecha, entró en el camino que
ha de seguir toda carne; y el cuarto, Juan Sin Tierra, que sucedió en el reino
a su hermano Ricardo, que murió sin descendencia.
En tiempos de este rey Juan,
a quien Felipe, rey de los francos, había privado de Normandía y Andecavia y de la tierra de los turonenses y de la populosa
ciudad de Poitiers, el rey de Castilla con algunos de sus vasallos entró en Gascuña y la ocupó casi en su totalidad, a excepción de
Bayona y Burdeos. Ocupó también Blaye y Bourg-sur-Gironde, que están más
allá del Garona, y la tierra que hay entre los dos mares, y así volvió a su
reino.
Antes de que marchara a Gascuña, se había firmado una tregua entre él y el rey de
León. Al volver de Gascuña firmó la paz y perdonó a
don Diego López, que había estado desterrado ya mucho tiempo. La causa de la
discordia entre el glorioso rey de Castilla y el rey de León había sido que el
rey de León había repudiado a doña Berenguela, hija del rey de Castilla, de la
que el rey de León había tenido ya dos hijos y dos hijas.
Aunque el noble rey de
Castilla, como varón sabio y discreto, comprendía que trabajar en la
adquisición de Gascuña era como arar una piedra,
impulsado, sin embargo, por cierta necesidad, no podía desistir de lo
comenzado. Pero la pobreza de la tierra y la inconstancia de los hombres, en
los que rara vez encontraba fidelidad, volvieron la tierra de Gascuña odiosa al rey, si bien el amor a su esposa y el
deseo de no causarle tristeza le empujaran a insistir pertinazmente en la
empresa. Viendo que no conseguía nada, desligó finalmente a los gascones, tanto
nobles como plebeyos, del juramento y homenaje al que estaban obligados. ¡Día
feliz Y para siempre amable al reino de Castilla aquel, en el que el glorioso
rey cesó de la pertinacia y desistió de lo comenzado! Gascuña hubiese podido secar la fuente inagotable de oro y ahogar la nobleza de grandes
hombres.
18
Antes de que el rey noble
marchara a Gascuña entregó en matrimonio su hija
niña, de nombre Blanca, que ahora está coronada como reina de los francos, al
hijo de Felipe, rey de los francos, Luis, que ahora reina en el reino franco en
lugar de su padre. Después de volver de Gascuña dio
como esposa a otra hija suya, de nombre Urraca, a Alfonso, hijo de Sancho, rey
de Portugal, que después reinó en lugar de su padre Sancho en el mismo reino.
Por ese tiempo el rey
glorioso tenía dos hijos: Fernando y Enrique. Cuando Fernando llegó a los años
de la pubertad era de tanta liberalidad, por no decir prodigalidad, que, aunque
mucho diera, pensaba que nada había dado si aún había quienes pedían, cuya
avaricia no era capaz de saciar suficientemente. De todas partes de España
confluían a él en caterva nobles, a todos los cuales recibía como conocidos y
su indigencia con muchos regalos aliviaba. Joven imberbe, separado al fin del
tutor, disfrutaba con los caballos y los perros, y con la yerba del campo
soleado, jugaba con aves de diverso género y sus iguales alababan sobremanera
sus costumbres. Al hacerse un poco mayor y llegar al final de la adolescencia,
se revistió de prudencia y comenzó, con el vigor de la edad juvenil, a
despreciar todo aquello en lo que antes se gloriaba y a aficionarse al uso de
las armas, juntándose de buen grado a los que conocía valerosos en las armas y
expertos en asuntos de guerra. Ardía en deseos de guerrear con los sarracenos y
lo comentaba con los familiares, dándole muchas vueltas en su mente, y ya no le
agradaba otra cosa que la milicia y el uso de las armas.
El rey glorioso, que conocía
el deseo de su hijo y veía su belleza -pues era muy hermoso- y el vigor de su
edad juvenil, se gozaba en él y daba gracias a Dios que le había concedido un
hijo tal que podía ser ya su ayudante en el gobierno del reino y suplir en
parte sus obligaciones en los asuntos de guerra. Permanecía fijo en lo profundo
de la mente del rey lo que nunca de ella se había borrado: el infortunio que
había padecido en la batalla de Alarcos. Muchas veces recordaba en su espíritu
aquel día, teniendo deseos de venganza sobre el rey marroquí, y sobre ello
rogaba muchas veces al Señor. Pero el Altísimo, que es paciente vengador,
viendo el deseo del glorioso, inclinó sus oídos y desde el excelso trono de su
gloria escuchó su oración. Así pues, el Espíritu del Señor irrumpió en el rey
glorioso y lo revistió de la fortaleza de lo alto, y así llevó a la práctica lo
que durante mucho tiempo había pensado.
Confiando en la misericordia
de Nuestro Señor Jesucristo declaró la guerra al rey marroquí e inmediatamente
entró con su hijo en tierras de dicho rey marroquí e inmediatamente entró con
su hijo en tierras de dicho rey por la parte de Murcia, pero como tenía pocos
hombres no pudo causar mucho daño a los moros. Mientras que él estaba en
aquellas tierras, Alfonso Téllez y Rodrigo Ruiz, vasallos suyos, asediaron con
algunos toledanos Torre de Guadalferza y, colocadas
las máquinas, la tomaron por la fuerza.
El rey marroquí Abdelmún cuarto, hijo del que vino a Alarcos, cuando supo
que el rey de Castilla le había declarado la guerra, se indignó, y lleno de
furor, como hombre valeroso y belicoso, impaciente por naturaleza, reunió gran
cantidad de soldados de a pie y de a caballo, abrió sus tesoros, dio a los
suyos unas soldadas muy espléndidas -el reino marroquí florecía entonces en
prudencia y riquezas- y atravesó el estrecho con una multitud de hombres de
guerra. Pasó por Sevilla y Córdoba y, salvando el Puerto de Muradal, asedió el
castillo de Salvatierra -era entonces cabeza de los hermanos de Calatrava-,
fortalecida en verdad con muchas armas de diverso género, con trigo y cebada,
legumbres de muy variada especie, con carnes y con hombre valerosos: los
hermanos y otros nobles y preclaros varones.
El asedio se afianzó y
empezaron a atacar el castillo con máquinas de extraordinaria magnitud, ya que
de otra forma parecía inexpugnable.
19
Cuando lo supo el rey noble,
ordenó a don Diego que permaneciera con sus vasallos y algunos otros magnates
junto a Toledo. El rey, por su parte, discurría por las villas y castillos de
la Trasierra confortando los ánimos de los hombres, pero el ejército que pudo
conseguir permaneció en la sierra de san Vicente, pues en aquella ocasión le
siguieron pocos concejos.
Después de algo más de dos
meses el citado castillo de Salvatierra por especial mandato del rey glorioso,
se entregó al rey marroquí, puesto que ya no podían defenderlo, a salvo la vida
de los que estaban dentro y a salvo también los bienes muebles que pudieran
llevar consigo. ¡Oh, cuanto llanto de hombres y gritos de mujeres gimiendo
todas a una y golpeando sus pechos por la pérdida de Salvatierra!.
Pero aquel llanto, por la
misericordia y virtud de Nuestro Señor Jesucristo, que ayuda a los suyos en los
momentos oportunos y en la tribulación, se convirtió en gozo al año siguiente.
En verdad que, como si de un presagio se tratara, el nombre del citada castillo
era SALVATIERRA, pues el Señor se sirvió de aquel castillo para salvar la
tierra toda de dos maneras: la llegada aquel año del rey marroquí, pudiendo
haber causado mucho daño, no dañó a ningún otro lugar; además la pérdida de
Salvatierra fue la principal causa de la guerra gloriosa que se llevó a cabo al
año siguiente en navas de Tolosa, en la que por virtud de la Cruz de Cristo fue
vencido el rey marroquí.
Tocado, pues, en su corazón
por el dolor, el rey glorioso puso su alma en manos y, tras aconsejarse y
deliberar con su hijo y con don Diego y con el arzobispo toledano y otros
principales del reino, se acordó que al año siguiente, poniendo su esperanza en
Dios, lucharían contra el rey marroquí, a no ser que él no quisiera. Salió,
pues, un edicto del rey glorioso por todo el reino para que, interrumpida la
construcción de muros en la que todos se afanaban, aprestaran sus armas de guerra y se preparasen para un próximo combate.
20
Pasados apenas quince días,
Fernando, hijo del rey, flor de la juventud, gloria del reino y mano derecha de
su padre, corroído por una aguda fiebre, murió en Madrid. Se desmoralizó el
corazón del rey, los príncipes y nobles de la tierra se quedaron atónitos,
enmudecieron los plebeyos de las ciudades y se aterrorizaron los sabios,
considerando que la ira e indignación de Dios había decretado asolar la tierra.
En ningún lugar cesaron los llantos, los más viejos rociaron sus cabezas con
cenizas, todos se vistieron de saco y cilicio, las vírgenes todas ayunaron y la
faz de la tierra casi cambió profundamente.
La nobilísima reina Leonor,
al conocer la muerte de su hijo, deseó morir con él y, entrando en el lecho en
que su hijo yacía, puso su boca sobre la de él y juntando las manos con las
manos se esforzaba en vivificarlo o en morir junto a él. Como afirman los que
lo vieron nunca fue visto un dolor semejante a aquél. Se puede exclamar con el
pueblo: "¡Qué abismo de riqueza, de sabiduría y de conocimiento el de
Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!. ¡Qué profundos sus designios!. Y nosotros
insensatos, no lo entendimos".
Lo que parecía comienzo de
dolores y confirmación de males, eso mismo fue final de males y comienzo de
gozo y consolación. Sepultado el hijo del rey en el monasterio real que está
situado en Burgos por el arzobispo toledano en presencia de la reina doña
Berenguela volvieron al lado del rey, al que encontraron junto a Guadalajara.
Después Rodrigo, arzobispo
toledano, fue enviado al rey de Francia y a los príncipes y a otros nobles de
aquellas partes para que les mostrara la angustia del pueblo cristiano y lo
dudoso de la guerra futura. El rey noble, por su parte, marchó a Cuenca, donde
mantuvo una conversación con su amigo Pedro, rey de Aragón, al que bajo
juramento comprometió a que se le uniera en Toledo al octavo día de la próxima
fiesta de Pentecostés preparado para la guerra contra el rey marroquí. Tras la
conversación, se separaron mutuamente, y el rey noble, revestido del poder de
lo alto, marchó al castillo de Alarcón, donde despidió a su esposa e hija, y
con pocos soldados y algunos hombres de las villas y con sus domésticos tomó en
menos de quince días el noble castillo de la Jorquera, que parecía
inexpugnable, y el de Alcalá y las Cuevas de Garandén,
todo lo cual fortaleció con armas y hombres, y así con gozo volvió a su tierra.
II.
Alfonso VIII 21
Así fue el comienzo del gozo.
Todos los que, a causa del dolor y de la angustia, se sentían desmoralizados
por la pérdida de Salvatierra y por la muerte del hijo del rey, fueron
confortados en el Señor y en el poder de su bondad, de manera que desde
entonces el máximo deseo de todos, tanto nobles como plebeyos era provocar con
la guerra al rey marroquí, En verdad la virtud de Nuestro Señor Jesucristo, que
verdaderamente es Dios y hombre, obraba latentemente, porque pudo cambiar tan
súbitamente los corazones de los hombres del temor a la audacia, de la
desesperación a una gran confianza.
El arzobispo toledano visitó
al rey de Francia y, tras exponerle la razón de su viaje y la necesidad y
angustia del pueblo cristiano, ni siquiera una palabra de ánimo pudo obtener de
sus labios. Recorrió toda Francia suplicando a los magnates y prometiéndoles
muchas cosas de parte del rey de Castilla, pero ni a uno de entre ellos pudo
conmover. Envió además el rey noble, cuya total intención y afán se volcaba en
esta empresa, a las partes de Poitou y Gascuña a un hombre sagaz, al maestro Arnaldo, su médico, para
que excitara los ánimos de los poderosos prometiendo muchas cosas de parte del
rey para la guerra futura. Muchos nobles y magnates llegaron con el arzobispo
de Burdeos desde aquellas tierras en ayuda del rey de Castilla al siguiente
verano, cuando el tiempo para la guerra era ya inminente. De las tierras de la
Provenza, por las que había pasado el arzobispo, vino el arzobispo de Narbona y
algunos otros nobles de la provincia vienense.
Alrededor, pues, de la fiesta
de Pentecostés comenzaron a confluir gentes de todas partes a la ciudad de
Toledo y, en el día octavo de la misma fiesta, Pedro, rey de Aragón, entró en
Toledo como había prometido, acompañado solamente de un soldado. Le siguieron
después muchos y buenos vasallos suyos, peritos en cosas de guerra.
Mientras se reunían los
nobles y los plebeyos del rey de Castilla y del rey de Aragón, el rey noble de
Castilla sufragaba suficientemente los gastos a todos los que habían venido de Poitou y de Gascuña y de la
Provenza y de otras partes y al mismo rey de Aragón. Tanta abundancia de oro se
distribuía todos los días que los contadores y apreciadores apenas podían
numerar la cantidad de denarios que eran necesarios para los gastos. Todo el
clero del reino de Castilla, atendiendo a la necesidad del reino, había
concedido en aquel año la mitad de todos sus réditos al rey. Además de los
estipendios diarios, envió una gran cantidad de dinero al rey de Aragón, antes
de que éste saliera de su reino, pues era pobre y estaba obligado por muchos
débitos y sin ayuda del rey de Castilla no hubiese podido dar las pagas
necesarias a los soldados suyos que debían seguirle.
Deseosos, pues, todos de la
guerra que se avecinaba se apresuran a levantar los campamentos, pero los de Poitou y otros ultramontanos ni tenían caballos aptos para
la guerra ni jumentos para llevar los bagajes necesarios en la expedición. A
todos los cuales el noble espíritu del glorioso príncipe, que derrochaba oro
como agua, proporcionó con esplendidez lo necesario.
22
Levantaron, pues, los
campamentos en nombre del Señor Jesucristo y marcharon hacia Malagón, que en un
momento y como en un abrir y cerrar de ojos tomaron de las manos de los moros,
matando inútilmente a cuantos allí encontraron. Se encaminaron después a
Calatrava, que se la entregó un moro llamado Avencalén,
respetada la vida de los hombre y mujeres que allí
encontraron. Tomaron además Benavente, Alarcos y Caracuel.
Pero como los ultramontanos,
que solían vivir entre sombras en regiones templadas, notaran en exceso el
calor del verano y el ardor del sol, empezaron a murmurar diciendo que ellos
habían venido, como se les había anunciado, a la guerra contra el rey marroquí,
y, como no lo encontraban, querían volver como fuera a su patria. Cuando los
cristianos lo supieron, se dolieron todos de la vuelta que preparaban, pues
eran casi mil soldados nobles, expertos en las armas y poderosos, y casi 60.000
soldados de a pie armados, de los cuales, por así decirlo, la cabeza y jefe era
el arzobispo burdegalés. El rey noble, junto con el
rey de Aragón, se esforzó por detenerlos, pero no pudieron conseguirlo. Y
aunque se aconsejó al rey noble que los aterrorizara con duras palabras y
amenazas, ya que habían consumido cosas suyas y habían recibido de él muchos
regalos, no quiso aceptar dicho consejo, sino que les permitió marchar en paz,
regalando al arzobispo burdegalés favores y gastos.
No distaba entonces el ejército del rey marroquí del ejército cristiano dos
días de camino. Admirable Dios en sus santos, que tan providencialmente
proporcionó a España y sobre todo al reino de Castilla que, al marcharse los
ultramontanos, la gloria de la victoria de la famosa batalla pudiera atribuirse
no a los ultramontanos, sino a los hispanos. Aunque se marcharon, se quedaron
unos pocos con Teobaldo de Blazón, hijo de Pedro
Rodríguez de Guzmán, y con el arzobispo narbonense, que era oriundo de
Cataluña.
Los cristianos, que antes se
habían sentido amedrentados, recobraron la moral y levantaron los campamentos
hacia Salvatierra, donde los colocaron. Permanecieron allí al día siguiente y,
por mandato de los reyes, tanto los nobles como los plebeyos salieron armados
al campo como si ya tuvieran que luchar contra los enemigos. Terribles en
verdad parecían las filas ordenadas de los campamentos; nunca tantas y tales
armas férreas se habían visto en tierras hispánicas. Gozosos los reyes por tan
dulce y tan terrible visión conciben ánimos ingentes y la esperanza de la
victoria que se presiente infunde ánimos a los espíritus y vigor a los cuerpos
de todos.
Levantaron rápida y gozosamente
los campamentos hacia el Puerto de Muradal y, cuando se acercaron a él, se
dieron cuenta con toda claridad de que parte del ejército marroquí tenía el
Puerto de Losa, por donde nadie podía pasar si ellos no querían. Los próceres
se reúnen en junta; en la tienda del rey de Castilla, el rey de Aragón y el rey
de Navarra - que entonces ya estaba presente, aunque llegó con pocos soldados
-, los arzobispos toledano y narboniense, Diego
López, noble vasallo del rey glorioso, y otros magnates de uno y otro reino se
reúnen para deliberar qué podía hacerse en tal circunstancia. Algunos pensaban
que cada cual debía volver a su tierra, cosa que podía hacerse con honor y
gloria, ya que no era aconsejable de ningún modo pasar los montes. Otros
opinaban que debía buscarse otro puerto; al rey glorioso, por su parte, le
pareció deshonroso retirarse. Se separaron al atardecer sin encontrar solución
alguna que les agradara, y decidieron implorar el auxilio divino según el
consejo del rey Josafat, del cual se lee en el libro de los Reyes: Cuando
ignoramos lo que debemos hacer, sólo tenemos la solución de levantar los ojos
al cielo.
23
Solamente permaneció en la
tienda con el rey glorioso García Romero, varón noble, prudente, valeroso y
vasallo fiel del rey de Aragón. Envió entonces Dios bajo la apariencia de
pastor a uno que, hablando en privado al rey glorioso, le prometió que
indicaría a quien él ordenara un lugar muy cercano por donde todo el ejército
pudiese atravesar sin peligro los altísimos montes. El rey se alegró muchísimo;
mandó que se acercara el citado García Romero y le indicó lo que había oído al
pastor. Salió en seguida García Romero, por mandato del rey glorioso llamó a
sus soldados y, con la guía del pastor, llegó, cuando el sol ya se ocultaba, a
cierto lugar, desde donde vio con los ojos lo que el pastor había dicho. Se
cree por los que juzgan con rectitud que no era "un puro hombre",
sino alguna virtud divina, que, en tanta angustia, ayudó al pueblo cristiano,
ya que por una parte, tantos adalides, tantos pastores, tantos hermanos de
Calatrava discurrían a menudo por aquellos lugares y, sin embargo, ninguno de
ellos sabía algo de aquel lugar, y, por otra, no compareció posteriormente el
pastor.
Guardaron silencio aquella
noche. Muy de mañana se divulgó la noticia en los campamentos. Todos se
llenaron de gran gozo y, levantando los campamentos, pasaron en el mismo día
del sábado los lugares escarpados de los montes y las concavidades de los
valles y, descendiendo a la planicie, acamparon frente a los campamentos del
rey marroquí. Cuando los moros vieron los campamentos cristianos, se llenaron
por igual de estupor y de temor.
A la mañana siguiente, en el
día del Señor, los moros salen al campo preparados para luchar, pero los
cristianos descansaron aquel día, defendiendo las tiendas de las incursiones de
los sarracenos. Los moros, ensoberbecidos, daban vueltas como locos por todos
los sitios llegando hasta las tiendas de los cristianos, pero dándose cuenta
que éstos no querían luchar aquel día volvieron, como vencedores, con su rey al
lugar de sus campamentos.
Brilla resplandeciente la
aurora del sol anunciando el feliz día, en el que, si alguna mancha u oprobio
había contraído el rey glorioso y su reino en la batalla de Alarcos, se había
de purgar con la virtud de Nuestro Señor Jesucristo y de su Cruz victoriosa,
contra la que había blasfemado con sucia boca el rey marroquí, pues se dice
que, cuando supo que el rey glorioso había mandado al arzobispo toledano a sus
legados a Francia y a otras regiones de cristianos para invitar al pueblo
seguidor de la fe católica a la próxima guerra, el rey marroquí afirmó que él
era poderoso para luchar contra todos los que adoraban el signo de la Cruz.
¡Señor Jesucristo, tú, los pusiste en el resbaladero; los precipitaste en la
ruina! Pues algunos se alzan hasta lo alto con desenfrenada soberbia, para
caer con más rápida caída.
24
Se levantan, pues, los
cristianos después de la media noche en la hora en que Cristo, a quien daban
culto, se levantó vencedor de la muerte y, tras la celebración solemne de la
Misa, recreados con los vivificantes sacramentos del Cuerpo y de la Sangre de
Jesucristo, nuestro Dios, y fortalecidos con el signo de la Cruz, toman
rápidamente las armas bélicas y corren gozosos a la batalla como invitados a un
banquete. No los retardan ni la dificultad y lo pedregoso de los terrenos ni
las concavidades de los valles ni las escabrosidades de los montes; llegan al
enemigo preparados a morir o vencer.
En la primera fila por parte
del glorioso rey estaba el noble vasallo, su fiel y valeroso Diego López y, con
él, Sancho Fernández, hijo de Alfonso, sanguíneos, amigos y vasallos suyos. Por
parte del rey de Aragón mandaba la vanguardia García Romero, varón noble,
valeroso y fiel, y con él estaban otros muchos aragoneses, nobles y poderosos.
Las otras filas estaban dispuestas a derecha e izquierda como exige el orden de
las batallas. Los reyes dirigían, cada uno la suya separada de la otra, las
últimas filas. El rey de Navarra, por su parte, tenía una fila con armas y
hombre bien instruidos; y así "cada cual marchaba de frente... y no se
volvían al caminar".
Los que estaban en la primera
fila de combate encontraron a los moros preparados para la batalla. Se atacan,
se lucha por doquier cuerpo a cuerpo con lanzas, espadas y mazas y no hay lugar
para los saeteros. Insisten los cristianos, resisten los moros, se produce el
fragor y ruido de las armas. Se mantiene la lucha, ni
unos ni otros son vencidos, aunque en alguna ocasión unos caigan contra los
enemigos y en otra sean repelidos por ellos.
En cierto momento se llegó a
gritar por algunos cristianos heridos, que retrocedían y huían, que los
cristianos habían sucumbido. Cuando el rey glorioso y noble de Castilla, que
estaba dispuesto antes a morir que a ser vencido, oyó este fúnebre clamor,
ordenó a quien llevaba su bandera ante su persona que picara al caballo con las
espuelas y subiera rápidamente al monte donde estaba lo fuerte de la batalla,
lo que en seguida se hizo. Cuando ascendieron los cristianos, pensando los
moros que casi nuevas filas les venían, ceden superados por la virtud de
Nuestro Señor Jesucristo.
El rey marroquí, que estaba
sentado en medio de los suyos rodeado de satélites escogidos para la guerra, se
levantó, subió a su caballo o a una yegua, y dio sus espaldas al huir; los
suyos mueren y caen en catervas, y el lugar de los campamentos y las tiendas de
los moros se convierten en sepulcros de muertos. Los que huyeron de la batalla
erraban, dispersos, por los montes como ovejas sin pastor y donde eran hallados
los mataban.
25
¿Quién puede contar cuántos
miles de moros cayeron aquel día y descendieron a las profundidades del
infierno? De los cristianos, sin embargo, quienes pudieron entonar con el
salmista: "Bendito el Señor, mi Roca, que adiestra mi mano para el
combate, mis dedos para la pelea; mi aliado, mi alcázar, castillo donde me
pongo a salvo" y lo que sigue, murieron poquísimos en ese día.
Saciados los cristianos con la efusión de la sangre de los moros y cansados del
peso de las armas, del calor y de la excesiva sed, volvieron, al caer el día, a
los campamentos de los moros y descansaron allí aquella noche, encontrando en
abundancia vituallas que necesitaban.
Levantaron después los
campamentos y marcharon hacia adelante y, como hallaron vacío y abandonado el
noble castillo de Vilches, lo ocuparon y fortificaron. Ocuparon además Baños,
Tolosa y Ferral. Llegaron después a Úbeda y la asediaron, pues encontraron allí
encerrada una gran multitud de moros, que, dejando desiertas otras ciudades,
como Baeza, a la que hallaron vacía los cristianos, y otras villas vecinas, se
habían reunido todos los moros en Úbeda como lugar más fortificado y apto para
su defensa. Pero la multitud encerrada era numerosa y peligrosa para ella misma
y casi perecían por el excesivo estrechamiento.
Viendo, pues, los moros el
poderío de los cristianos, que contra ellos ya había dado muestras al
expugnarlos virilmente y considerando también que estaban desasistidos de todo
consejo y ayuda, puesto que el rey marroquí había huido a Sevilla e incluso se
disponía a pasar el estrecho, se entregaron en manos del rey glorioso y del rey
de Aragón con la condición de que, si se les conservaba la vida, se
constituirían tanto ellos en persona como sus bienes todos en botín de su
enemigo. Según contaban algunos de los mismos moros, que fueron capturados
entonces en esa villa y que creían conocer el número de los encerrados, fueron
hechos prisioneros allí casi 100.000 sarracenos, contando mujeres y niños.
Todos los bienes muebles que
se consideraron de valor fueron entregados al rey de Aragón y a los que con él
habían venido a la guerra; también se llevo con él
muchos moros cautivos. Aquella maldita multitud, que estuvo encerrada en la
villa, fue dispersada por todas las regiones de los cristianos, puesto que de
las distintas partes del mundo murieron unos pocos en la gloriosa y triunfal
batalla.
Habían determinado avanzar
más, pero Dios, cuya voluntad nadie puede resistir, lo impidió. Ocultos son en
verdad los juicios de Dios. Quizá los cristianos pecaron de vanagloria y
soberbia atribuyéndose a ellos mismos y no a Dios el mérito de la victoria en
la guerra. Y así, cuando descansaban algunos días en el asedio de la citada
villa, a tales y tantos cristianos invadió una múltiple variedad de enfermedades
y principalmente un flujo de vientre que quedaron pocos sanos para defenderse
de los enemigos si la necesidad lo requiriera. Por aquel tiempo hubo tanta
mortandad entre los que habían permanecido alejados de la guerra que en aquel
otoño murieron gran parte de los mayores y ancianos en las villas y ciudades.
Considerando los reyes,
después de una diligente deliberación, que de ninguna manera podían avanzar
más, casi todos fueron del parecer que debían volver a su tierra. Destruyeron,
pues, en parte los muros de la citada villa, quemaron las casas, arrasaron los
árboles y las viñas que pudieron quemarse y, colocada así Baeza en desolación,
fortificaron los castillos antes dichos con hombres, armas y otras cosas
necesarias y volvieron a sus propios lugares con victoria, honor y mucho botín.
Entonces el rey glorioso
restituyó al rey de los navarros, que había venido en su ayuda, aunque con
pocos, ciertos castillos que el mismo rey noble había tomado del reino de
Navarra. El rey glorioso y noble, vencido y humillado el soberbio enemigo, fue
recibido en Toledo con alegría y gozo por todo el pueblo que clamaba y decía: Bendito
el que viene en el nombre del Señor.
En tiempos de este noble
triunfo, mientras los reyes católicos y sus vasallos exponían vida y reinos por
la exaltación del nombre cristiano, el rey de León, como había hecho en tiempos
de la otra guerra, declaró la guerra al rey de Castilla. Pero el rey glorioso,
que deseaba morir con honor y gloria en la guerra con los moros, no tomó en
cuenta lo que el rey de León había hecho, sino que quiso llegar con él a un
acuerdo amigable para que se prestaran ayuda mutua contra los moros.
26
Entre tanto, mientras se
trataba de la paz, alrededor del comienzo de la cuaresma siguiente a la guerra,
el rey glorioso, puesto que toda su preocupación en esto consistía, con unos
pocos soldados, con sus domésticos y con algunos de los concejos de la
Trasierra fue al castillo de las Dueñas, que ahora se llama Calatrava Nueva y
lo tomó y lo retuvo. Tomó después Hecnaveroxe, que
ahora se llama Santiago y es un castillo de los hermanos de la orden de
Santiago junto a Montiel.
Después asedió, lo que es
digno de admiración, con aquellos pocos que estaban con él, el noble castillo
de Alcaraz. Llegó, sin embargo, después don Diego y algunos otros magnates y el
asedio se afianzó. Fue expugnado viril y fuertemente con máquinas admirables.
Finalmente por la gracia de Dios se rindió al rey glorioso, respetada la vida
de los moros que entonces estaban allí. En el día de la Ascención fue recibido el rey glorioso en la villa con una solemne procesión, después que
el arzobispo toledano purificara la inmundicia de los moros y éstos se
marcharan; y en ese mismo día el arzobispo celebró allí la misa. Por aquel
entonces tomó también el rey noble otro castillo muy defendido por la
naturaleza, que está entre Segura y Alcaraz, a saber Ríopar,
y así con honor y gloria alrededor de Pentecostés volvió a tierras de
Guadalajara.
De allí, se dirigió hacia
tierras de Castilla, y, como su único y gran deseo era acabar su vida contra
los sarracenos por la exaltación del nombre de Jesucristo y viera que el rey de
León ponía gran impedimento a aquel tan santo y tan laudable propósito, entregó
muchas pagas a los nobles y grandes regalos a los magnates y convocó a una
multitud innumerable de pueblos para que, al menos aterrado por el miedo, el
rey de León firmara la paz con el rey glorioso y, si no quería ayudarle contra
los moros, no le pusiera, al menos, impedimentos. Así pues, firmaron la paz los
reyes por mediación de Diego y, expulsado de ambos reinos Pedro Fernández, el
rey de León se obligó a entrar a tierras de moros por su parte: y así se hizo.
Pero como temiera el rey
glorioso la inconstancia del rey de León, le dio a don Diego, su vasallo, que
le siguió con, al menos, 600 soldados y entonces expugnaron Alcántara y la
tomaron y, fortificándola, la retuvieron. Después movieron sus campamentos
hacia Mérida y, tras detenerse allí algunos días, el rey de León con su
ejército volvió de allí a su tierra, pese a que don Diego se opusiera y le
aconsejara lo contrario.
El noble vasallo del rey
glorioso, viendo la inconstancia y la pusilanimidad del rey de León, como
supiera también que el rey glorioso había asediado Baeza, que ya había sido
reedificada y sus muros reparados, no quiso volver a su tierra sin su señor,
sino que, por lo desierto de los montes y por los lugares fragosos de las
selvas, abriéndose paso entre castillos de moros, aunque ellos se opusieron y
en contra de su voluntad, llegó junto a su señor, el rey glorioso, a la citada
villa cuando el asedio ya había sido afianzado.
Pues el rey glorioso y noble
en el tiempo, en el que el rey de León, o mejor don Diego, tomó Alcántara,
aunque recientemente se había levantado del lecho de una enfermedad que le había
llevado hasta las puertas de la muerte y de por sí de ninguna manera pudiese
cabalgar sin la ayuda de alguien en quien apoyarse, vino hasta Toledo, y, como
tenía firmísimo propósito de acabar su vida en tierra de moros en tiempo de
guerra, asedió la citada villa de Baeza con pocos nobles y con pocos hombres de
ciudades y otras villas, Esto se llevó a cabo al principio del mes de diciembre
y el asedio duró hasta después de la festividad de la Purificación. Pero como
faltaron al ejército víveres y otras cosas necesarias, el rey noble se vio
obligado a levantar el asedio y volver a su tierra. En verdad la carencia de
comida en aquella expedición fue tal que las carnes de asno y de caballo se
vendían muy caras en el mercado, pues aquel año fue tan grande el hambre en el
reino de Castilla, principalmente en la Trasierra y Extremadura, como nunca se
vio ni escuchó en aquellas tierras desde los tiempos antiguos. Los hombre
morían en catervas y apenas había quien enterrara.
Se firmó entonces una tregua
entre el rey marroquí y el rey noble de Castilla. Pocos, en verdad, caballos y
otros pocos jumentos quedaban en el reino de Castilla, y gran parte de los
hombres morían consumidos por el hambre. Los moros, por el contrario, tenían en
abundancia caballos, trigo, cebada, aceite y otros diversos géneros de
alimentos. Calló pues la tierra y el rey descansó, y en la cuaresma siguiente
volvió a Castilla, donde permaneció hasta el comienzo del próximo septiembre.
27
Por aquel mismo tiempo el rey
de Aragón Pedro salió de su tierra con una multitud de soldados y marchó hacia
las tierras de Toulouse en ayuda del anciano conde tolosano, que había toma
como esposa a una hermana del rey, y un hijo del conde también había desposado
a otra hermana del rey. Pues entonces los francos estaban en tierras tolosanas
y tenían en su poder casi todo el vizcondado biterense y la mayor parte del condado tolosano.
El papa romano, Inocencio
III, había concedido un perdón general de todos los pecados a todos aquellos
que vinieran contra los Albigenses y otros herejes que
estaban en aquellas tierras. Pues varias herejías que, si bien presentaban
rostros distintos, tenían idénticas consecuencias, se habían extendido y se
multiplicaban día a día de tal modo que era peligroso para la iglesia universal
disimular por más tiempo tal estado de cosas.
Llegaron, pues, católicos de
distintas tierras y principalmente del reino de Francia y sometieron a la fe en
Cristo a casi toda aquella tierra en poco tiempo, abatiendo en un momento
castillos y ciudades muy defendidas y casi inexpugnables, castigando a los
mismos herejes con penas diversas y matándolos con distintas clases de muerte.
Obraba en verdad de manera manifiesta y milagrosamente la virtud del Señor
Nuestro Jesucristo, que es Rey de Reyes y Señor de los que dominan, a través
del ilustrísimo y fidelísimo conde Simón de Monfort, quien, como otro Judas
Macabeo, celoso de la Ley de Dios, combatía con vigor y potencia los combates
de Dios.
El rey de Aragón y el conde
tolosano y, con ellos, otros condes y barones y nobles de la tierra y muchos
plebeyos asediaron en un castillo con la firme confianza de que los capturarían
al conde Simón de Monfort, con quien estaban casi 500 soldados. Pero era el
conde Simón hombre belicoso y valeroso y tenía en su corazón confianza plena en
Nuestro Señor Jesucristo, por quien continuamente trabajaba. Viendo, pues, que
el peligro era inminente para él y los suyos, salieron en virtud de Nuestro
Señor Jesucristo del castillo asediado, cayeron sobre los campamentos y por la
fuerza de Cristo los obligaron a huir y mataron al mismo rey de Aragón con
muchos soldados. ¡Dichoso hubiese sido aquel rey si hubiese terminado la vida
inmediatamente después del importante triunfo en la guerra que tuvo lugar en
las Navas de Tolosa contra el rey marroquí!
28
El rey, glorioso y noble, de
Castilla, alrededor del comienzo del mes de septiembre, salió de Burgos camino
de Extremadura, pues había determinado mantener una conversación con el rey de
Portugal, su yerno, en tierras de Plasencia.
Pero, cuando estaba en
Valladolid, se presentó inesperadamente un mensajero que le comunicó la muerte
de su muy noble y fiel vasallo don Diego, de cuya muerte se dolió
inconsolablemente, pues lo amaba y confiaba en él más que en cualquier otra
persona. Como creía que su muerte estaba próxima, puesto que ya estaba bastante
débil, aquejado de vejez y gastado por muchos trabajos y dolores, había
determinado encomendar el reino, su hijo impúber, su mujer y sus hijas a la
fidelidad de dicho noble y fiel vasallo, y dejar todo en sus manos y potestad,
en la plena confianza de que él administraría todo con fidelidad y se
apresuraría a solucionar todos los problemas, pues se sentía deudor de muchos.
Frustrado así en tan gran esperanza y sintiéndose en trance de morir, el rey
glorioso se dolió sobremanera. Pocos días antes había muerto Pedro Fernández,
el Castellano, en tierras de Marruecos, al cual como
enemigo capital el rey noble perseguía. Así pues, se pasa de la pena a la
alegría, y viceversa, para que nadie pueda gloriarse, mientras esté en la vida
presente, de ser feliz.
Recobrado el ánimo, el rey
glorioso siguió hacia delante, pero al llegar a cierta aldea entre Arévalo y
Ávila, que se llama , comenzó a desfallecer poco a
poco, y cerca de la media noche, con la asistencia de pocos de sus familiares,
ingresó en el camino de la carne universal. Su noble esposa adolecía entonces
de cuartana.
¡Que una vorágine tenebrosa
se adueñe de aquella noche! ¡Que los astros del cielo no la iluminen, ya que se
atrevió a privar al mundo de sol tan grande! Fue flor del reino, honra del
mundo, notable por su bondad de costumbres, justo, prudente, valeroso,
espléndido; no manchó su gloria por razón alguna. Murió en el octavo día de la
fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. Castilla, privada a un mismo tiempo
de tan gran señor y rey y de un gran hombre y vasallo suyo, tiene causa de
dolor perpetuo hasta que perdure este mundo.
Los que con el rey estaban en
ese momento, a saber, su esposa e hija, el arzobispo toledano y el obispo
palentino y otros nobles, se apresuran en llevar el cuerpo, ya privado de vida,
al monasterio real, que el mismo rey había construido de nuevo, a sus expensas,
junto a Burgos. Al conocer la muerte de tan gran señor, concurren de todas
partes hombres de ciudades y nobles, que, considerando que se quedaban privados
de tan gran rey, caen en estupor y lloran en su interior por la angustia de su
espíritu. Las mujeres todas prorrumpieron en lamentos, los hombres rociaron de
cenizas sus cabezas, ceñidos de cilicio, y se vistieron de saco. Toda la gloria
de Castilla cambió súbitamente y como en un abrir y cerrar de ojos.
Entregado a la sepultura
magnífica y honoríficamente el cuerpo del rey glorioso, su noble esposa, la
reina doña Leonor, desprovista del solaz de un varón tan grande, deseando morir
por el dolor y la angustia, cayó de inmediato en el lecho de la enfermedad y en
la vigilia de Todos los Santos, alrededor de media noche, siguiendo a su
marido, clausuró su último día. Fue enterrada junto al rey en el citado
monasterio. Una misma sepultura guarda a los que un mismo espíritu había unido
y la nobleza de costumbres engrandecido.
El rey glorioso y noble
cuando comenzó a reinar era un niño de casi tres años; reinó más de cincuenta.
Murió en el año 1214.
29
Alrededor del año trigésimo
de su reinado fue tomada la ciudad santa de Jerusalén y toda la Tierra Santa
excepto Tiro, que vulgarmente se llama Sur, y Trípoli, que está en tierras
antioquenas. Saladino, sultán de Damasco y Babilonia, luchó contra el rey
jerosolimitano y contra los hermanos hospitalarios y templarios, y, porque lo
permitió la divina justicia, los venció y, tras matar a muchos de ellos y coger
cautivos a otros, tomó toda la tierra a excepción de las citadas ciudades y se
llevó como botín la Santa Cruz del Señor, que fue capturada en esa guerra.
Cuando el pueblo cristiano lo
supo se dolió sobremanera y el papa romano envió a sus predicadores a todos los
príncipes del pueblo cristiano para invitarlos a la liberación de Tierra Santa.
Federico, emperador de los
romanos, tomó el signo de la Cruz, y le siguieron todos los príncipes de
Germania, y con una innumerable multitud de soldados y otros hombres de guerra
pasó por Hungría, luego por Bulgaria y después por Rumania y llegó a la tierra
del sultán de Iconio, que limita con la tierra del
príncipe de Antioquía, tras vencer y ejecutar a todos los que habían querido
resistirse a él y a su ejército impidiéndole el paso.
Tenían, según la fama
refiere, el firme propósito de ir primero a Damasco y a Babilonia y destruir
todo el reino de Saladino y ayudar a los cristianos; llegar después a Tierra
Santa y a la ciudad de Jerusalén con gloria y honor. Esto en verdad se propuso
el rey terreno, pero de otra forma dispuso el Rey de reyes y Señor de los que
dominan, en cuyo poder están todos los poderíos y los derechos todos de los
reinos. Pues estando en los límites de los iconienses hacia Antioquía quiso bañarse en un pequeño río, pues era verano, bajó al agua
y allí súbitamente se ahogó. Los juicios de Dios son un océano inmenso. Parte
de su ejército murió y la parte restante volvió a los lugares que todavía los
cristianos tenían dentro de los términos de Tierra Santa.
30
Por ese mismo tiempo, Felipe,
rey de los francos, y Ricardo, rey de los ingleses, firmada de mutuo acuerdo
entre ambos la paz, con los duques y condes y otros barones y muchos soldados
pasaron el mar y se acercaron a Acre, que entonces tenían los sarracenos. La
sitiaron los reyes y, expugnándola fuerte y virilmente, la tomaron por la
fuerza. El rey Ricardo, antes de llegar allí, tomó la isla de Chipre y se la
sometió.
El rey Felipe, afectado de
una enfermedad gravísima que hacía temer por su vida, pasó el mar y volvió a su
tierra. Pero el rey Ricardo, valeroso y magnánimo, se quedó y permaneció
durante largo tiempo en aquellas tierras, defendiendo lo que los cristianos
tenían y obteniendo otras nuevas posesiones. Pero al conocer que el rey de
Francia le quería declarar la guerra, pasó el mar y mientras atravesaba la
tierra del duque de Austria, que vulgarmente se llama Estirriquia,
fue capturado por el duque y puesto en cautividad mucho tiempo. Finalmente,
tras pagar 100.000 marcos de plata por su libertad, volvió a su tierra y,
cuando asediaba una fortaleza, herido letalmente por una saeta, pagó el débito
a la naturaleza, como antes se dijo.
Alrededor del año
cuadragésimo del reinado del rey glorioso, el conde de Flandes y el conde blesense y otros barones del reino de Francia enviaron a
Italia por el marqués de Montferrato, a quien
eligieron como jefe y prometieron obedecer fielmente como señor. Habían
determinado entre ellos ir a servir al Señor Jesucristo allende el mar. Se
reunieron todos en Venecia y como se detuvieran allí mucho tiempo por la maldad
y engaño de los venecianos, llegó a ellos Alejo, emperador constantinopolitano,
hijo del emperador Isaac, que había dado muerte al conocidísimo traidor, según
se dice, Andrónico, quien después de la muerte del emperador Manuel había
usurpado por la violencia y traición el imperio constantinopolitano. El
emperador Isaac fue abuelo de la reina nuestra señora Beatriz, padre, a saber,
de su madre.
Llegó, pues, el citado Alejo
quejándose penosamente de sus súbditos, quienes contra toda justicia le habían
privado de su imperio, y suplicándoles humildemente que se dignaran ayudarle a
la vista de su situación. Y si por casualidad con su ayuda pudiera recuperar el
imperio, proporcionaría con largueza a los francos y lombardos todo lo
necesario en ayuda de Tierra Santa. Ganados por la piedad y empujados por la
pobreza lo siguieron; los constantinopolitanos por temor a ellos recibieron a
su señor, simulando exteriormente fidelidad cuando su interior estaba lleno de
engaño. Y por ello cuando los francos y lombardos se alejaron navegando hacia
Tierra Santa -se quejaban acerca del emperador porque no les correspondió según
lo prometido-, los constantinopolitanos volvieron la espalda al señor su
emperador Alejo y lo privaron de la sujeción y obediencia prometida y debida. Viendo,
pues, Alejo la maldad de sus súbditos envió detrás de los francos y lombardos a
sus mensajeros para que los volvieran a llamar: y así se hizo.
A su vuelta se aproximaron a
la ciudad de Constantinopla. Eran, en verdad, muy pocos con respecto a la multitud
del pueblo constantinopolitano, pero poderoso es el Señor así en lo poco como
en lo mucho, si quiere triunfar. Ayudados de la divina gracia, sin la que nada
podía hacer, entraron por la fuerza en la ciudad y, matando a derecha e
izquierda a muchos de los habitantes del lugar, ocuparon la ciudad y saquearon
su infinito botín: oro, plata, piedras preciosas, paños sirios, adornos de
diverso género, en todo lo cual más que en todas las ciudades que en el mundo había Constantinopla abundaba. Fue elegido emperador
Balduino, conde de Flandes; el marqués de Montferrato fue hecho rey en Salónica y fue elegido como patriarca cierto veneciano, a
quien yo mismo vi consagrar en Roma en la iglesia de San Pedro por manos de don
Inocencio III. A partir de entonces los latinos obtuvieron Constantinopla y la
iglesia constantinopolitana, a cuyo patriarca, no al citado, sino a su sucesor,
yo mismo vi en el Concilio Lateranense convocado bajo Inocencio III, obedece a
la Iglesia Romana.
Este Concilio se celebró un
año después de la muerte del rey glorioso, y en él intervinieron 420 obispos,
72 arzobispos, el patriarca de Constantinopla y el de Jerusalén y el aquiliense y el grandense. De
abades y de priores y de otros constituidos en dignidad no hay número. Esto
sucedió en la festividad de Todos los Santos y en los "idus" del
siguiente mes de julio don Inocencio III, varón bueno, cuyos hechos Dios hizo
prosperar, entró en el camino de la carne universal.
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