FRANCISCO DE MONCADA
EXPEDICIÓN DE CATALANES Y ARAGONESES AL ORIENTE
A
DON JUAN DE MONCADA. ARZOBISPO DE TARRAGONA
Por obedecer a V. S. Ilustrísima he puesto en orden esta breve
Historia, que la soledad de una aldea me la puso entre las manos con el deseo
natural de conservar memorias casi muertas de la patria, que merecen eterna duración. Recogí lo que pude de papeles antiguos de Cataluña, y ayudado de sus escritores y de los Griegos he procurado sacar esta
Expedición que los nuestros hicieron a Levante, libre de dos terribles
contrarios, descuido de los naturales y propios hijos, y malicia de los
extranjeros, enemigos de nuestro nombre y gloria, que parece que andaban a
porfía cual de ellos seria el autor de su muerte. Halléme desocupado; y así
reconocí por obligación el salir a su defensa; si esta ha sido bastante no lo
puedo asegurar, porque las armas, que son las antiguas memorias y autores, con
que me opuse, andan tan confusos y faltos, que apenas me dieron el socorro
necesario. Pero ya que no se entera, ni como ella fue descrita a la posteridad,
quedará por lo menos renovada con mas larga relación de la que los antiguos
Catalanes nos dejaron; cuyo descuido nació de parecerles que los hechos tan
esclarecidos la fama los conservará con mayor estimación que la Historia, y que
el tiempo no las pudiera oscurecer.
Guárdeme Dios a V. S. Ilustrísima muy largos años.
Barcelona 3 de Noviembre de 1620.
EL CONDE DE OSONA
PROEMIO
Mi intento es escribir la memorable Expedición y Jornada, que
los Catalanes y Aragoneses hicieron a las Provincias de Levante, cuando su
fortuna y valor andaban compitiendo en el aumento de su poder y estimación,
llamados por Andrónico Paleólogo Emperador de Griegos, en socorro y defensa de
su imperio y casa. Favorecidos y estimados en tanto que las armas de los Turcos
le tuvieron casi oprimido, y temió su perdición y ruina; pero después que por
el esfuerzo de los nuestros quedó libre de ellas, mal tratados y perseguidos
con gran crueldad y fiereza bárbara; de que nació la obligación natural de
mirar por su defensa y conservación, y
la causa de volver sus fuerzas invencibles contra los mismos Griegos, y su
Príncipe Andrónico; las cuales fueron tan formidables, que causaron temor y
asombro a los mayores Príncipes de Asia y Europa, perdición y total ruina a
muchas naciones y Provincias, y admiración a todo el mundo.
Obra será esta, aunque pequeña por el descuido de los antiguos,
largos en hazañas, cortos en escribirlas, llena de varios y extraños casos, de
guerras continuas en regiones remotas y apartadas con varios Pueblos y gentes
belicosas, de sangrientas batallas y victorias no esperadas, de peligrosas
conquistas acabadas con dichoso fin por tan pocos y divididos Catalanes y
Aragoneses, que al principio fueron burla de aquellas Naciones, y después
instrumento de los grandes castigos que Dios hizo en ellas. Vencidos los Turcos en el primer aumento de su grandeza Otomana,
desposeídos de grandes y ricas Provincias de la Asia menor, y a viva fuerza y
rigor de nuestras espadas encerrados en lo más áspero y desierto de los montes
de Armenia. Después vueltas las armas contra los Griegos,
en cuyo favor pasaron, por librarse de una afrentosa muerte, y vengar agravios
que no se pudieran disimular sin gran mengua de su estimación y afrenta de su
nombre. Ganados por fuerza muchos Pueblos y Ciudades, desbaratados y rotos poderosos ejércitos, vencidos y
muertos en campo Reyes y Príncipes, grandes Provincias destruidas y desiertas, muertos, cautivos, o desterrados sus moradores; venganzas
merecidas más que lícitas. Tracia, Macedonia, Tesalia, y Beocia penetradas y
pisada a pesar de todos los Príncipes y
fuerzas del Oriente, y últimamente muerto a sus manos el Duque de Atenas con
toda la nobleza de sus vasallos, y de los socorros de Franceses y Griegos
ocupado su estado, y en él fundado un nuevo señorío.
En todos estos sucesos no faltaron traiciones, crueldades,
robos, violencias, y sediciones, pestilencia común, no sólo de un ejército
colecticio y débil por el corto poder de la suprema cabeza, pero de grandes y poderosas Monarquías. Si como vencieron los Catalanes a sus enemigos, vencieran su ambición y codicia, no
excediendo los límites de lo justo, y se conservaran unidos, dilataran sus
armas hasta los últimos fines del Oriente, y viera Palestina y Jerusalén,
segunda vez las banderas cruzadas. Porque su valor y disciplina militar, su
constancia en las adversidades, sufrimiento en los trabajos, seguridad en los
peligros, presteza en las ejecuciones, y otras virtudes militares las tuvieron
en sumo grado, en tanto que la ira no las pervirtió. Pero el mismo poder que
Dios les entregó para castigar y oprimir tantas naciones, quiso que fuese el
instrumento de su propio castigo. Con la soberbia de los buenos sucesos, desvanecidos con su prosperidad, llegaron a dividirse en la
competencia del gobierno; divididos a matarse, con que se encendió una guerra
civil, tan terrible y cruel, que causó sin comparación mayores daños y muertes,
que las que tuvieron con los extraños.
CAPÍTULO I.
ESTADO DE LOS REINOS Y REYES DE LA CASA DE ARAGÓN POR ESTE
TIEMPO.
Antes de dar principio a nuestra historia, importa para su
entera noticia decir el estado en que se hallaban las provincias y Reyes de
Aragón, sus ejércitos y armadas, sus amigos y enemigos; principios necesarios
para conocer donde se funda la principal causa de esta expedición. El Rey Don
Pedro de Aragón, a quien la grandeza de sus hechos dio renombre de Grande, hijo
de Don Jaime el Conquistador fue casado con Constanza hija de Manfredo Rey de
Sicilia, a quien Carlos de Anjou con ayuda del Pontífice Romano, enemigo de la
sangre de Federico Emperador, quitó el Reino y la vida. Quedó Carlos con su
muerte Príncipe y Rey de las Dos Sicilias, y más después que el infeliz
Coradino, último Príncipe de la casa de Suabia, roto y deshecho, vino preso a
sus manos, y por su orden y sentencia, se le cortó la cabeza en público
cadalso, para eterna memoria de una vil venganza, y ejemplo grande de la
variedad humana. Don Pedro Rey de Aragón no se hallaba entonces con fuerzas
para poder tomar satisfacción de la muerte de Manfredo y Coradino, ni después
de ser Rey le dieron lugar las guerras civiles, porque los Moros de Valencia
andaban levantados, y los Barones y Ricos hombres de Cataluña estaban
desavenidos y mal contentos; y también porque mostrándose enemigo declarado de Carlos, provocaba contra sí las armas de Francia, y las de la Iglesia, formidables
por lo que tienen de divinas; los Reinos de Sicilia y Nápoles lejos de los
suyos, sus armas ocupadas en defenderse de los enemigos más vecinos. Todas
estas dificultades detenían el ofendido ánimo del Rey, pero no de manera, que
borrasen la memoria del agravio. En unas vistas que tuvo con el Rey de Francia
Felipe su cuñado, entrevino Carlos hijo del Rey de Nápoles, y deseando el Rey
de Francia que fuesen amigos y se hablasen, siempre Don Pedro se excusó, y
mostró en el semblante el pesar y el disgusto que tenía en el corazón, de que
todos quedaron mal satisfechos y desabridos, y sin duda entonces Carlos se
previniera y armara, si creyera que las fuerzas del Rey de Aragón fueran
iguales a su ánimo y pensamiento. Pero el cielo se las dio bastantes para tomar
entera y justa satisfacción de la sangre inocente de Coradino por medios tan
ocultos, que no se supieron hasta que la misma ejecución los publicó.
Los míseros Sicilianos incitados de la insolencia Francesa,
desenfrenada en su afrenta y deshonor, tomaron las armas, y con aquel famoso
hecho que comúnmente llaman Vísperas Sicilianas, sacudieron de la cerviz
pública el insufrible yugo de los Franceses, y de Carlos, que injustamente los
oprimía, dejándoles al arbitrio y sujeción de ministros injustos; causa que las
más veces produce mudanzas en los estados, y casos miserables en sus Príncipes.
Acudió luego Carlos con poderoso ejército a castigar el atrevimiento y rebeldía
de los súbditos. Ellos viendo cerrada la puerta a toda piedad y clemencia,
pusieron la esperanza de su remedio y amparo en Don Pedro Rey de Aragón, que en
esta sazón se hallaba en África, como verdadero Príncipe Cristiano, con
ejército victorioso y triunfante de muchos Jeques y Reyes de Berbería,
asistidos de la mayor parte de la nobleza y soldados de sus Reinos. Llegaron
ante su presencia los Embajadores de Sicilia, llenos de lágrimas, luto y
sentimiento; bastantes con esta triste demostración a mover no sólo el ánimo de
un Rey ofendido por particular agravio, pero el de cualquier otro que como
hombre sintiera. Acordáronle la muerte desdichada de Manfredo, y la afrentosa de Coradino, facilitáronle la venganza con ayuda de los pueblos de Sicilia, tan aficionados a su
nombre y enemigos del de Francia. Últimamente le propusieron el estado peligroso
de su libertad, vidas y haciendas, si no les amparaba su valor; por que ya
Carlos estaba sobre Mesina, y amenazaba el rigor de su castigo un lastimoso fin
a todo el Reino. Movido de estas razones y de las que su venganza le ofrecía,
acudió antes que su fama a Trapana con todo su poder, y fue con tanta presteza
sobre su enemigo, que apenas supo Carlos que venía, cuando vio sus armas, y se
halló forzado a levantar el sitio y retirarse afrentosamente a Calabria.
Con este hecho el Pontífice como amigo, y el Rey de Francia como
deudo, descubiertamente se mostraron favorecedores de Carlos, y enemigos de Don
Pedro, y tomaron contra él las armas. El Rey de Castilla que por el deudo y
amistad debiera ayudarle, se salió a fuera, y se inclinó a seguir el mayor
poder. Don Jaime Rey de Mallorca, su hermano, también le desamparó, dando ayuda
y paso por sus estados a sus contrarios, aunque se excusó con las débiles
fuerzas de su Reino, desiguales a la defensa y oposición de tan poderoso
enemigo; disculpa con que muchas veces los Príncipes pequeños, encubren lo mal
hecho, atribuyendo a la necesidad lo que es ambición. Don Pedro con esto se
halló sin amigos, sólo acompañado de su valor, fortuna, y razón de satisfacer
el ultraje y afrenta de su casa. Al tiempo que le juzgaron todos por perdido,
venció a sus enemigos varias veces, reforzados de nuevas ligas y socorros, todo
los deshizo y humilló en mar, en tierra. Mantuvo el nombre de Aragón en gran
reputación y fama, y fue el primer Rey de España, que puso sus banderas
vencedoras en los Reinos de Italia, sobre cuyo fundamento hoy se mira levantada
su Monarquía. Echado Carlos de Sicilia, intentó con mayor poder reducirla a su
obediencia, y en esta hubo grandes y notables acontecimientos; pero siempre la
casa de Aragón, se aseguró en el Reino con victorias, no solo contra el poder
de Carlos, pero de todos los mayores Príncipes de Europa que le ayudaban.
Murieron ambos Reyes competidores en la mayor furia y rigor de
la guerra, y por derecho de sucesión heredó a Carlos Rey de Nápoles, su hijo
primogénito del mismo nombre, que en este tiempo se hallaba preso en Cataluña.
A Don Pedro Rey de Aragón sucedieron sus dos hijos, Alfonso mayor en los Reinos
de España, Jaime en el de Sicilia. Prosiguióse la guerra hasta la muerte de Alfonso,
que por morir sin hijos fue Don Jaime llamado a la sucesión, y hubo de venir a
estos Reinos, dejando en Sicilia a Don Fadrique su hermano, para que la
gobernase y defendiese en su nombre. Después de su vuelta a España Don Jaime,
recuperadas algunas fuerzas de sus Reinos, renunció el de Sicilia a la Iglesia,
temiendo que las armas Castellanas, Francesas y Eclesiásticas a un mismo tiempo
no le acometiesen, y persuadido de su madre Constanza, que como mujer de
singular santidad, quiso más que su hijo perdiese el Reino, que alargar más
tiempo el reconciliarse con la Iglesia. Enviáronse a Sicilia para poner en
efecto la renunciación Embajadores de parte de Don Jaime y de Constanza, y
entregar el Reino a los Legados del Pontífice Romano. Pero la gente de guerra y
los naturales indignados de la facilidad, con que su Rey renunciaba lo que con
tanto trabajo y sangre se había adquirido y sustentado, y les entregaba tan sin
piedad a sus enemigos, de quien forzosamente habían de temer servidumbre y
muerte; pareciéndoles a los Sicilianos cierto el peligro, y a los Catalanes y
Aragoneses mengua de reputación, que lo que no pudieron las armas de sus
contrarios alcanzar en tantos años, se alcanzase por una resolución de un Rey
mal aconsejado, volvieron a tomar las armas, y oponiéndose a los Legados,
persuadieron a Don Fadrique como verdadero sucesor del padre y del hermano, que
se llamase Rey, y tomase a su cargo la defensa común.
Fue fácil de persuadir un Príncipe de ánimo levantado, en lo mas
florido de su juventud, y que por otro medio no podía dejar ser vasallo y
sujeto a las leyes del hermano: ocasión bastante, cuando no fuera ayudada de
tanta razón, a precipitar los pocos años de Don Fadrique. Llamóse Rey, y como a
tal le admitieron y coronaron. Prevínose para la guerra cruel que le amenazaba,
asistido de buenos soldados, y del Pueblo fiel y pronto a su conservación,
teniéndole por segundo libertador de la Patria. Opúsose luego a Carlos su mayor
y más vecino enemigo, al Papa que amparaba y defendía su causa, y al Rey Don
Jaime, que de hermano se le declaró enemigo, cuyas fuerzas juntas le
acometieron y vencieron en batalla naval, con que la guerra se tuvo por
acabada, y Don Fadrique por perdido. Pero la oculta disposición de la
providencia Divina, que algunas veces fuera de las comunes esperanzas muda los
sucesos para que conozcamos que sola ella gobierna y rige, Don Fadrique se
mantuvo en su Reino, con universal contento de los buenos, asombro y terror de
sus enemigos, y gloria de su nombre.
Deshizose poco después la liga, por apartarse de ella Don Jaime
Rey de Aragón, con gran sentimiento y quejas de sus aliados, porque sin las
fuerzas de Aragón parecía cosa fatal y casi imposible vencer un rey de su misma
casa, y la experiencia lo mostró, pues apartado Don Jaime de la liga, siempre
los enemigos de Don Fadrique fueron perdiendo, y él acreditándose con
victorias, hasta forzarles a tratar de paces quedándose con el Reino; cosa que
de solo pensarla se ofendían. Concluyéronse después de algunas contradicciones,
y se establecieron con mayor firmeza con el casamiento, que luego se hizo de
Leonor hija de Carlos con Don Fadrique, con que el Reino quedó libre y sin
recelo de volver a la servidumbre antigua, y el Rey pacífico señor del estado
que defendió con tanto valor. El Rey Don Jaime su hermano sustentaba sus Reinos
de Aragón, Cataluña, y Valencia con suma paz y reputación, amado de los
súbditos, temido de los infieles, poderoso en la mar, servido de famosos
capitanes, aguardando ocasión de engrandecer su corona a imitación d sus
pasados. El Rey de Mallorca Príncipe el menor de la casa de Aragón gozaba
pacíficamente el señorío de Montpellier, Condados de Rosellón, Cerdaña, y
Conflent, difíciles de conservar, por esta divididos, y tener vecinos mas
poderosos, entre quien siempre fueron fluctuando sus pequeños Reyes; pero por
este tiempo vivía con reputación, y con igual fortuna que los otros Reyes de su
casa.
CAPÍTULO II.
ELECCIÓN DE GENERAL
Tenían los Reinos de Aragón, Mallorca y Sicilia el estado que hemos
referido, cuando los soldados viejos, y Capitanes de opinión, que sirvieron al
gran Rey Don Pedro, a Don Jaime su hijo, y últimamente a Don Fadrique en esta
guerra de Sicilia, juzgándola ya por acabada, hechas las paces más seguras por
el nuevo casamiento de Leonor con Fadrique, vínculo de mayor amistad entre los
poderosos, en tanto que el interés y la ambición no le disuelven y deshacen,
deshecho causa de mas viva enemistad y odios implacables, pareciéndoles que no
se podía esperar por entonces ocasión de rompimiento y guerra, trataron de
emprender otra nueva contra infieles y enemigos del nombre cristiano en
Provincias remotas y apartadas. Porque era tanto el esfuerzo y valor de aquella
milicia, y tanto el deseo de alcanzar nuevas glorias y triunfos, que tenían a
Sicilia por un estrecho campo para dilatar engrandecer su fama; y así,
determinaron de buscar ocasiones arduas, trances peligrosos, para que esta
fuese mayor y más ilustre.
Ayudaban a poner en ejecución tan grandes pensamientos dos motivos, fundados en razón de su
conservación. El primero fue la poca seguridad que había de volver a España su
patria, y vivir con reputación ella, por haber seguido las partes de Don
Fadrique con tanta obstinación contra Don Jaime su Rey y señor natural; que
aunque Don Jaime no era Príncipe de ánimo vengativo, y se tenía por cierto, que
pues en la furia de la guerra contra su hermano no consintió que se diesen por
traidores los que le siguieron, menos quisiera castigar a sangre fría lo que
pudo, y no quiso en el tiempo que actualmente le estaban ofendiendo, siguiendo
las banderas de su hermano contra las suyas. Pero la Majestad ofendida del
Príncipe natural, aunque remita el castigo, queda siempre viva en el ánimo la
memoria de la ofensa; y aunque no fuera bastante para hacerles agravios, por lo
menos impidiera el no servirse de ellos en los cargos supremos: cosa indigna de
lo que merecían sus servicios, nobleza y cargos administrados en paz y guerra.
El segundo motivo, y el que más le obligó a salir de Sicilia, fue ver al Rey
imposibilitado de poderles sustentar con la largueza que antes, por estar la
hacienda Real y Reino destruidos por una guerra de veinte años, y ellos
acostumbrados a gastar con exceso la hacienda ajena como la propia cuando les
faltaban despojos de pueblos y ciudades vencidas. Como entre ambas cosas
cesaron hechas las paces, y fenecida la guerra, juzgaron por cosa imposible
reducirse a vivir con moderación.
El Rey Don Fadrique, y su padre y hermano, con su asistencia en
la guerra, y como testigos de las hazañas, industria y valor de los súbditos,
pocas veces se engañaron en repartir las mercedes; porque dieron más crédito a
sus ojos, que a sus oídos, y siempre el premio a los servicios, y no al favor.
Con esto faltaban en sus Reinos quejosos y mal contentos, pero no pudieron dar
a todos los que le sirvieron estados y haciendas, con que algunos quedaron con
menos comodidad que sus servicios merecían. Pero como vieron que los Reyes
dieron con suma liberalidad y grandeza lo que lícitamente pudieron a los más
señalados Capitanes, atribuyeron solo a su desdicha, y a la virtud, y valor
incomparable de los que fueron preferidos, el hallarse inferiores.
Estas fueron las causas que movían los ánimos en común para
tratar de engrandecer en nuevas empresas y conquistas. Los más principales
Capitanes que animaban y alentaban a los demás, fueron cuatro, debajo de cuyas banderas, sirvieron Roger de Flor Vicealmirante de Sicilia, Berenguer de Entenza,
Ferrán Jiménez de Arenós, ambos ricos hombres, y Berenguer de Rocafort; todos
conocidos y estimados por soldados de grande opinión. Comunicaron sus
pensamientos entre sus valedores y amigos, y hallándoles con buena disposición
y ánimo de seguirles en cualquier jornada, se resolvieron de emprender la que
pareciese más útil y honrosa. Para la conclusión de este trato se juntaron en
secreto, y antes de discutir sobre su expedición, quisieron darle cabeza;
porque sin ella fuera inútil cualquier consejo y determinación, faltando quien
puede y debe mandar. Con acuerdo común de los que para esto se juntaron, fue
nombrado por General Roger de Flor Vicealmirante, poderoso en la mar, valiente y estimado soldado, práctico y bien afortunado marinero, persona
que en riquezas y dinero excedía a todos los demás Capitanes; causa principal
de ser preferido.
CAPÍTULO III.
QUIÉN FUE ROGER DE FLOR
Nació Roger de Flor, a quien los nuestros eligieron por General
y suprema cabeza, en Brindiz de padres nobles, su padre fue Alemán, llamado
Ricardo de Flor, cazador del Emperador Federico su madre Italiana, y natural
del mismo lugar. Murió Ricardo en la batalla que Carlos de Anjou tuvo con
Coradino, cuyas partes seguía, por ser nieto de Federico su Príncipe y señor.
Carlos insolente con la victoria, después de haber cortado la cabeza a
Coradino, confiscó las haciendas de todos los que tomaron las armas en su
ayuda. Con esta pérdida quedó Roger y su madre con suma pobreza, y con la misma
se crió hasta la edad de quince años, que un caballero Francés, religioso del
Temple, llamado Yassaill, se le aficionó
con ocasión de asistir en Brindiz, con el Alcon nave del Temple, cuyo Capitán
era. Navegó juntamente con él Roger algunos años, y ganó tan buena opinión en
el ejercicio que profesaba, que la Religión le recibió por suyo, dándole el
hábito de fray sargento, en aquel tiempo casi igual al de caballero. Con el
Roger comenzó a ser conocido y temido en todo el mar de Levante, al tiempo que
Prolemayde, dicha por otro nombre Acre, se rindió a las armas de Melech Taseraf
Sultán de Egipto, Roger, como refiere Pachimerio, era uno de los asistían en un
Convento del Temple; y viendo que la ciudad no se podía defender, recogió
muchos Cristianos en un navío, con la hacienda que pudieron escapar de la
crueldad y furia de los Bárbaros.
No le faltaron a Roger enemigos de su misma Religión, que
envidiosos de sus buenos sucesos, le descompusieron con su Maestre, haciéndole
cargo que se había aprovechado por caminos no debidos a su profesión, y
defraudado los derechos comunes, y alzádose con todos los despojos del saco de
Acre; que como ya esta célebre y famosa Religión se hallaba en su última vejez,
y cerca de su fin, sus partes se habían enflaquecido con los vicios de la mucha
edad y tiempo. La envidia, la avaricia, y ambición habían ocupado sus ánimos en
lugar del antiguo valor, y de la mucha conformidad, y piedad Cristian, que los
hizo tan estimados y venerados en todas las Provincias.
Quiso el Maestre con esta primera acusación prenderle, pero
Roger tuvo alguna noticia de estos intentos, y conociendo la codicia de su
cabeza, y ruindad de sus hermanos, no le pareció aguardar en Marsella, donde a
la sazón se hallaba, sino retirarse a lugar más seguro, y dar tiempo a que la
falsa y siniestra acusación se desvaneciese. Retiróse a Génova, donde ayudado de sus amigos, y particularmente de Ticin de Oria, armó una galera, y
con ella fue a Nápoles, y ofrecióse al servicio de Roberto Duque de Calabria, a
tiempo que se prevenía y armaba para la guerra contra Don Fadrique. Hizo
Roberto poco caso de su ofrecimiento, y del ánimo con que se le ofrecía,
juzgándole por tan corto como el socorro. Obligó a Roger este desprecio a que
se fuese a servir a Don Fadrique su enemigo, de quien fue admitido con muchas
muestras de amor y agradecimiento: efectos no solo de su ánimo generoso, y
condición apacible para con los soldados, pero de la fuerza de la necesidad de
la guerra; porque no fuere cordura desechar al que voluntariamente ofrece su
servicio en tiempos tan apretados, como en los que corren riesgo la vida y
libertad, y cuando se apartan los mayores amigos, y obligados. El que llega a
ser amigo en los peligros y cuando el Príncipe es acometido de armas mas
poderosas, sin obligación de naturaleza y fidelidad de súbdito, debe ser
admitido y honrado, aunque le traiga su propio interés, o algún desprecio, o
agravio del contrario, que cuanto más ofendido, más útil y seguro será su
servicio.
Fuese luego encendiendo la guerra entre Roberto y Fadrique, y
Roger acreditóse en ella con importantes servicios, socorriendo diversas veces
plazas apretadas del enemigo, y con la pequeña armada, que llevaba a su cargo,
impidiendo la libre navegación de los
mares y costas de Nápoles, con que llegó a ser Vicealmirante, y en menos de tres
años hizo cosas tan señaladas, que fue una de las más principales causas de
conservar a su Príncipe en Sicilia, alcanzando juntamente para sí nombre
inmortal, y riquezas más que de vasallo. En este estado se hallaba Roger cuando
le tomaron los Catalanes y Aragoneses por General en
la empresa que intentaban.
CAPÍTULO IV.
DETERMINAN LOS CAPITANES SU JORNADA, Y SUPLICAN AL REY LES
FAVOREZCA
Los Capitanes trataron con el nuevo General cual sería la más
conveniente y provechosa empresa, y resolvieron de común parecer de ofrecerse
al Emperador de los Griegos Andrónico Paleólogo casi oprimido de las armas de
los turcos; porque a más de que Andrónico se tenía por cierto que buscaba
socorros de naciones extranjeras, dudoso de la fidelidad de los suyos, era Príncipe que tenía poca correspondencia
con el Papa, a quien Roger temía por haber maltratado en tiempo de guerra las
Provincias de la Iglesia, y siempre vivía con recelos de que el Papa pidiese a
Don Fadrique su persona como de Religioso Templario, para vengarse de él
entregándole a su Maestre y Religión. Y aunque no se podía esperar de la
grandeza de Don Fadrique hecho tan feo, pero como los Reyes alguna veces no miden sus intereses con lo que deben a su estimación y fama, olvidan
con facilidad los servicios por otras mayores conveniencias. Y pudiera ser que
rehusando Don Fadrique el entregar a Roger, fuera ocasión de rompimiento y
guerra; y así no quiso Roger poner a Don Fadrique en nuevos cuidados, ni su
libertad en peligro si se quedara en Sicilia. Pachimerio dice que el Papa se le
pidió a Don Fadrique, y que juzgando no ser justo entregar a quien también le
había servido, ofreció entonces de escribir y rogar al Emperador Andrónico le
trajese a su servicio; porque de esta manera saldría honrado de sus tierras, y
el Papa no podría quejarse de que él amparaba los fugitivos de las Religiones.
Pero en este caso me parece dar más crédito a Montaner; porque al principio de
este capítulo escribe Pachimerio, que si en esta relación se apartare de la
verdad, no tendrá la culpa el escritor, sino la fama de quien él lo supo, y
como la que corría entre los Griegos de nuestras cosas, era siempre falsa, no
se le debe de dar crédito en lo que difiere de Montaner, y fácilmente en este
caso les podemos conciliar; porque solo difieren, en que Pachimerio da por
constante que el Papa pidió la persona de Roger a Don Fadrique, y Montaner dice
que se temió el caso, pero no que sucedió; y así no fue mucho que la fama de
tan lejos añadiese lo demás.
Después de haber resuelto todos la jornada,
y platicado por algunos días los medios más convenientes para su ejecución,
dieron cargo a Roger que hablase a Don Fadrique, y le descubriese sus intentos,
y le suplicase de parte de todos que los favoreciese, porque no fuera justo que
se tratara públicamente, sin haber precedido su consentimiento y gusto. Roger
vino a Mesina, donde el Rey estaba, poco después de concluido su casamiento con
Leonor hija de Carlos; y acabadas las fiestas y regocijos de las bodas,
hablando en secreto con el Rey, le dijo, como los Catalanes y Aragoneses se querían
salir de Sicilia, y pasar a Levante, no tanto por el beneficio común de todos
ellos, como por la quietud y provecho que le resultaría si le dejaban un Reino
tan trabajado por las guerras pasadas libre de carga tan molesta y pesada, como
eran ellos en tiempos de paz: que sus personas las tendría siempre a su
devoción, y que cuando importase, le vendrían a servir de los últimos fines de
la tierra; pero que por entonces le suplicaban facilitase su jornada, y les
ayudase con su autoridad y fuerzas; paga bien merecida a sus servicios.
Respondió el Rey, que advirtiesen que la resolución que habían
tomado de salir de Sicilia aunque le estaba bien para su conservación, no para
su fama, porque muchos podrían entender que su salida era trazada por su orden,
para quedar libre de sus obligaciones; y que eran de tal calidad las que él
reconocía, que por este medio no se podía librar de ellas sin conocida nota de
ingrato. Pero si la esperanza de mayores acrecentamientos les llamaba a nuevas
empresas, y estaban resueltos, que él les asistiría y ayudaría con sus fuerzas,
con que ellos fuesen testigos y publicasen la verdad del hecho, y que primero
aventurará el Reino y la vida, que faltara a la obligación de tan señalados
servicios; pero que la estrechez del tiempo por los excesivos gastos de la
guerra, no daba lugar a que el premio igualase a su deseo. Digna respuesta de
Príncipe tan esclarecido, tanto más de estimar, cuando es más rara en los
Príncipes la virtud del agradecimiento, y satisfacer grandes servicios cuando
son tales que no se pueden pagar con ordinarias mercedes. Roger estimó en
nombre de todos tan señalado favor, y la honra que les hacía, y fuese luego a
dar razón a los Capitanes de lo que el Rey había respondido, y entendido por
ellos, lo celebraron y agradecieron con alabanzas.
Fue Don Fadrique uno de los más señalados Príncipes de aquella
edad, por la grandeza de su ánimo, y gloria de sus hechos, cuyo valor deshizo y
quebrantó las fuerzas unidas para su ruina de Italia, Francia, y España, y el
que a pesar de todos sus competidores quedó con el Reino de Sicilia para sí, y
su posteridad, en quien hoy felizmente se conserva. No pudo suceder a Don
Fadrique cosa que más le importarse para la seguridad y quietud de su nuevo
reinado, que librar a su pueblo de las contribuciones y alojamientos de huéspedes tan molestos, como suelen ser los soldados mal pagados. Después que
las paces y parentesco desterraron la
guerra, por mantenerla daban los pueblos de Sicilia con mucha liberalidad sus
haciendas a los soldados, que los defendían y amparaban contra Carlos a quien
temían; pero después que con la paz se les quitó este miedo, comenzaron a
sentir la mala vecindad de los soldados, y a desavenirse con ellos; disgustos
que forzosamente habían de causar daños gravísimos, si la nueva expedición no
les atajara.
CAPÍTULO V.
EMBAJADA DE LOS NUESTROS AL EMPERADOR ANDRÓNICO, Y SU RESPUESTA.
Roger y las demás cabezas principales del ejército resolvieron,
que luego se enviasen dos Embajadores al Emperador Andrónico a proponerle su
servicio. Hiciéronse las instrucciones, asistiendo a ellas con otros Capitanes
Ramón Montaner, uno de los escritores de mayor crédito, que intervino siempre
en los consejos y ejecuciones más graves de esta expedición. Entregáronse a dos
caballeros, cuyos nombres el tiempo y el descuido dejaron envueltos en
tinieblas, para que luego partiesen a Constantinopla, y diesen su embajada de
parte de toda la nación. Llegaron en breves días con una galera reforzada de
Roger. Sabida su venida, y con alguna noticia de la Embajada que traían, fueron recibidos de Andrónico con agradecido semblante y muestras de mucho amor. Propuso uno de los
dos Embajadores, el más antiguo en años, su embajada: que los Catalanes y Aragoneses
después de hechas las paces entre Carlos Rey de Nápoles, y Don Fadrique Rey de
Sicilia, a quien ellos servían, determinaron no buscar reposo en su patria,
sino acrecentar con nuevos hechos la gloria militar y fama adquirida en las
pasadas guerras: que tenían para esto fuerzas bastantes en número y valor,
soldados ejercitados por una larga y peligrosa guerra, Capitanes conocidos por
sus victorias y nobleza de sangre; que en nombre de todos ellos le ofrecían su
ayuda contra los Turcos con doblado gusto y afición, por ocupar sus armas a
favor de la casa de los Paleólogos, amigos únicos de la de Aragón, cuando sus
partes estaban muy caídas, y dilatar su Imperio, destruyendo juntamente el de
los enemigos del nombre Cristiano, que con tanta audacia y orgullo le querían
establecer en las Provincias usurpadas al Imperio Griego.
Quedaron los Emperadores contentísimos con la no esperada
embajada y ofrecimiento de los Catalanes, a su parecer
tan importante a sus intereses, porque entendieron que aquellos mismos, que se
les venían a ofrecer, eran los que con tanto espanto y temor de toda Italia
ganaron y sustentaron el Reino de Sicilia. Agradeció con palabras magníficas el
gusto con que toda la nación le ofrecía servir, y con el mismo les recibió.
Quiso que luego se platicasen las condiciones con que habían de militar; y así
los Embajadores pidieron conforme sus instrucciones el sueldo para la gente de
guerra, y que a Roger se le diese el título de Megaduque, y por mujer una de
sus nietas, porque quería con tales prendas asegurarse más en su servicio.
Andrónico sin alterar ni mudar cosa de las que le pidieron, las concedió, sin
reparar en la calidad y estado de Roger desigual al de su nieta; pero toda esta
desigualdad pudo igualar la reputación de la gente, que como General gobernaba,
y verse el Griego tan oprimido de las armas de los Turcos, y poco seguro de la
fidelidad de los suyos.
Vivía ciego y desterrado en una aldea Bitinia Juan Lascar,
legitimo sucesor del Imperio, y aunque inútil para ocuparle, viviendo él, era la posesión de Andrónico
tiránica, y causa muy justificada para
tomar las armas los mal contentos del gobierno presente; y así lleno de temores
y recelos, le fue forzoso valerse de naciones extranjeras para la guerra y
defensa de su persona. Recibió en su servicio diez mil Massagetas, a quien el
vulgo llama Alanos, gente bárbara de costumbres, Cristianos en la fe más que en las obras. Tenían su morada de la otra parte del Danubio, y
reconocían por señores a los Escitas de Europa.
Enviaron primero al Emperador su embajada ofreciendo servirle.
Nicéphoro Gregoras autor Griego de aquellos tiempos refiere lo mucho que
Andrónico la estimó con estas mismas palabras: Fuele tan agradable al Emperador
como si viniera del cielo. Decía que todos los Griegos le eran sospechosos y enemigos, y así continuamente procuraba amistades y ligas
con los extraños, que ojalá nunca lo hiciera. También recibió en su ejército
muchas compañías de Turcoples que dejaron a Sultán Azan, y se bautizaron. Todas
estas ayudas las deseaba Andrónico, y las estimaba como grandes; y así la que
los nuestros le ofrecían no se puede con palabras encarecer la estimación que
hizo de ella, por ser de gente tan aventajada a las demás que le servían, y tan
temida en aquellos tiempos. Remitió Andrónico los dos Embajadores a Roger
concertando el casamiento, y le llevaron las insignias de Megaduque, que es lo
mismo entre nosotros General de la mar: dignidad grande de aquel Imperio, pero
no de las mayores.
CAPÍTULO VI.
SEÑALA SUELDO EL EMPERADOR A LA GENTE DE GUERRA, Y HACE MUCHAS
HONRAS Y MERCEDES A SUS CAPITANES.
Señaló Andrónico las pagas según la diferencia de las armas y
ocupación, cuatro onzas de plata cada mes a los hombres de armas, a los
caballos ligeros dos, y lo mismo a los pilotos y gente de mandoneros una onza,
y que siempre que llegasen a la costa de alguna Provincia del Imperio, se les
diesen cuatro pagas, y cuando quisiesen volver a sus casas juntos, o divididos,
se le librasen dos para el viaje. Jorge Pachimerio autor Griego, cuyos
fragmentos ilustran mucho esta relación, aunque enemigo grande de los
Catalanes, dice, que las pagas de los Catalanes eran doblado mayores que las de
los Turcoples, y Massagetas: con que claramente se muestra la estimación que se
hizo de la milicia Catalana y Aragonesa, pues con tan excesiva diferencia la
aventajaron a todos los que servían en su Imperio. De las pagas, entretenimientos y ventajas que ofreció a la nobleza y Capitanes, no señalan los Historiadores
cosa con particularidad, solo el oficio y dignidad de Megaduque de Roger, y el
de Senescal en Corberan de Alet. De donde sospecho que su gusto era el que
limitaba sus pagas y sueldo; porque según adelante veremos, los Generales
pedían a su voluntad el dinero, con solo señalar la cantidad, sin que para esto
hubiesen de dar cuenta a los contadores, y ministros de la hacienda de
Andrónico.
Los embajadores volvieron a Sicilia, y hallaron a Roger en
Licata donde aguardaba su vuelta, y sabido el buen despacho que traían se fue
luego a ver con el Rey, a darle razón del honroso acogimiento que Andrónico
hizo a sus Embajadores y cuan largo andaba en ofrecerles mercedes. Publicóse la
jornada, y los Capitanes recogieron su gente en Mesina, donde la armada se
aprestaba, que en pocos días estuvo en orden para navegar. Era la armada de
treinta y seis velas, y entre ellas había diez y ocho galeras, y cuatro naves
gruesas, la mayor parte armadas con dinero del Rey, y de Roger, que para la
ejecución de esta jornada gastó la hacienda que adquirió en las guerras
pasadas, y tomó veinte mil ducados de los Genoveses en nombre del Emperador
Andrónico. Fue mucho menos el número de la gente de lo que se creyó; por que
los dos Berengueres de Entenza, y Rocafort no pudieron juntarse con Roger, ni seguirle,
porque difirieron su partida para el siguiente año. Berenguer de Entenza
esperaba nuevas compañías de gentes de Cataluña para acrecentar sus fuerzas, y
pasar con mayor reputación. Berenguer de Rocafort se detenía en unos Castillos
de Calabria, y rehusaba el entregarlos al Rey Carlos de Nápoles, hasta quedar
enteramente satisfecho de lo que se le debía por razón de su sueldo. Roger
aunque le falta de estos dos Capitanes le pudiera con justa causa detener, por
ser una de las más principales partes de su ejército, determinó partirse, y
embarcó su gente el día que tenía aplazado. El Rey, a más de los navíos y
galeras que les dio para su viaje, les mando proveer de vituallas y
bastimentos, y el dinero que pudo, un Príncipe que el reinar solo conoció las
fatigas y peligros.
Este fue el premio que se dio a la milicia más invencible y
victoriosa de aquella edad, y que sirvió por largos veinte años a tres Reyes,
Pedro, Jaime y Fadrique, alcanzando de sus enemigos cinco victorias navales,
tres en tierra, sin otros encuentros notables, y sin las expugnaciones de
fuertes y grandes pueblos, y otros defendidos con loable obstinación y valor
increíble. Tal era la moderación de aquellos tiempos, bien diferente de lo que
hoy tenemos, pues vemos soldados que apenas han visto al enemigo, cuando ya
juzgan por cortas las mayores mercedes.
CAPÍTULO VII.
PARTE DE SICILIA LA ARMADA, Y QUE GENTE Y MILICIA FUE LA DE LOS
ALMOGÁVARES
Embarcóse toda la gente en el puerto de Mesina, y antes de salir
del Faro, se tomó muestra general, y se hallaron según Montaner, efectivos 1500
hombres de cabo para el servicio de la armada, sin los oficiales, y cuatro mil
infantes Almogávares. Nicéforo Gregoras, autor poco fiel en algunos de estos
sucesos, dice que Roger pasó sólo mil hombres a Grecia, pero Jorge Pachimerio
ya concuerda con Montaner, y afirma que fueron ocho mil los que pasaron. Este,
a mi parecer, es el verdadero número; porque seis mil y quinientos soldados de
paga, es cierto que llegaron hasta el número de ocho mil con los criados y
familia de los Capitanes, y Ricos hombres. Y aunque estos dos Autores no
concordaran, la fe de Nicéforo fuera siempre dudosa; porque a Roger siendo
Capitán de solos mil hombres, no me puedo persuadir que Andrónico le hiciera
Megaduque, y le casara con su nieta, sin haber precedido servicios. No parecerá
ajeno del intento, pues toda nuestra infantería fue de Almogávares, decir algo
de su origen.
La antigüedad, madre del olvido, por quien han perecido claros
hechos y memorias ilustres, entre otras que nos dejó confusas, ha sido el
origen de los Almogávares; pero según lo que yo he podido averiguar, fue de
aquellas naciones bárbaras que destruyeron el Imperio y nombre de los Romanos
en España, y fundaron el suyo, que largo tiempo conservaron con esplendor y
gloria de grande majestad, hasta que los Sarracenos en menos de dos años le
oprimieron, y forzaron a las reliquias de este universal incendio, que entre lo
más áspero de los montes, buscase su defensa, donde las fieras muertas por su
mano les dieron comida y vestido. Pero luego su antiguo valor y esfuerzo, que
el regalo y delicias tenían sepultado, con el trabajo y fatiga se restauró, y
les hizo dejar las selvas y bosques, y convertir sus armas contra Moros,
ocupadas antes en dar muerte a fieras.
Con la larga costumbre de ir divagando, nunca edificaron casas,
ni fundaron posesiones en la campaña, y en las fronteras de enemigos tenían su
habitación y el sustento de sus personas y familias: despojos de Sarracenos, en
cuyo daño perpetuamente sacrificaban las vidas, sin otra arte ni oficio más que
servir pagados en la guerra, y cuando faltaban las que sus Reyes hacían, con
cabezas y caudillos particulares corrían las fronteras, de donde vinieron a
llamar los antiguos el ir a las correrías, ir en almogavería. Llevaban consigo
hijos y mujeres, testigos de su gloria, o afrenta, y como los Alemanes en todos tiempos lo han usado, el vestido de pieles
de fieras, abarcas, y antiparas de lo mismo. Las armas una red de hierro en la
cabeza a modo de casco, una espada, y un chuzo algo menor de lo que se usa hoy
en las compañías de arcabuceros, pero la mayor parte llevaban tres o cuatro
dardos arrojadizos. Era tanta la presteza y violencia con que los despedían de
sus manos, que atravesaban hombres y caballos armados, cosa al parecer dudosa
si Desclot y Montaner no lo refirieran, autores graves de nuestras historias,
adonde largamente se trata de sus hechos, que pueden igualar con los muy
celebrados de Romanos y Griegos.
Carlos Rey de Nápoles, puesto ante su presencia algunos
prisioneros Almogávares, admirando de la vileza del traje, y de las armas, al
parecer inútiles contra los cuerpos de hombres y caballos armados, dijo con
algún desprecio, que si eran aquellos los soldados con que el Rey de Aragón
piensa hacer la guerra. Replicóle uno de ellos, libre siempre el ánimo para la
defensa de su reputación; Señor, sin tan viles te parecemos, y estimas en tan
poco nuestro poder, escoge un caballero de los más señalados de tu ejército,
con las armas ofensivas y defensivas que quisiere, que yo te ofrezco con sola
mi espada y dardo de pelear en campo con él. Carlos con deseo de castigar la
insolencia del Almogávar, aplazó el desafío, y quiso asistir y ver la batalla.
Salió un Francés con su caballo armado de todas piezas,
lanza, espada, y dardo. Apenas entraron en la estacada cuando le mató el
caballo, y queriendo hacer lo mismo de su dueño, la voz del Rey le detuvo, y le
dio por vencedor y por libre.
Otro Almogávar en esta misma guerra, a la lengua del agua,
acometido de veinte hombres de armas, mató cinco antes de perder la vida. Otros
muchos hechos se pudieran referir, si no fuera ajeno de nuestra historia, el
tratar de otra largamente. La duda que se ofrece solo es del nombre, si fue de
nación, o de milicia en sus principios. Tengo por cosa cierta que fue de
nación, y para asegurarme mas en esta opinión, tengo a Jorge Pachimerio autor
Griego, cuyos fragmentos dan mucha luz a toda esta historia, que llama a los
Almogávares descendientes de los Avares, compañeros de los Hunos, y Godos, y
aunque no se hallará autor que opuestamente lo contradiga, por muchas leyes de
las partidas se colige claramente, que el nombre de Almogávar era nombre de
milicia, y el ser esto verdad no contradice lo primero, porque entre ambas cosas
puede haber sido.
En su principio, como Pachimerio dice, fue de nación, pero
después como no ejercitaban los Almogávares otra arte ni oficio, vinieron ellos
a dar nombre a todos los que servían en aquel modo de milicia, así como muchas
artes y ciencias tomaron el nombre de sus inventores. Pero dudo mucho que
hubiese quien se agregase a los Almogávares, milicia de tanta fatiga y peligro,
sin ser de su nación, porque la inclinación natural les hacía seguir la
profesión de los padres; ni hay hombre que pudiendo escoger siguiese milicia,
que desde la primera edad se ocupase con tanto riesgo de la vida, descomodidad,
y continuo trabajo. Nicéphoro Gregoras dice, que Almogávar es nombre que dan a
toda su infantería los Latinos; así llaman los Griegos a todas las naciones que
tienen a su Poniente, pero no hay para que contradecir con razones falsedad tan
manifiesta, y más contra un autor tan poco advertido en nuestras cosas como
Nicéphoro.
Salió la armada de Mesina, y con próspera navegación llegó a
Malvacia puerto de la Morea, donde fueron bien recibidos y ayudados con algún
refresco por orden del Emperador. Antes de salir llegaron cartas suyas en que
mandaba a Roger que apresurase la navegación. Partió alegre la gente con el
refresco, y en pocos días la armada arribó a Constantinopla, por el mes de
Enero indición segunda, según Pachimerio, con universal regocijo de la ciudad
viendo las armas que les habían de amparar, y defender. Andrónico, y Miguel
Emperadores, y toda la nobleza Griega, con mucho amor y muestras de sumo agradecimiento les recibieron, y honraron. Mandó luego Andrónico desembarcar toda la gente, y que
alojase dentro de la Ciudad en el barrio que llamaban de Blanquernas, y el
siguiente día se repartieron cuatro pagas como estaba concertado.
CAPÍTULO VIII.
ROGER SE CASA. PELEAN CATALANES Y GENOVESES DENTRO DE
CONSTANTINOPLA.
Parecióle al Emperador Andrónico que convenía a su seguridad y
crédito, dar a entender que los ofrecimientos hechos a los nuestros se habían
de cumplir con mucha puntualidad, y para que esto se mostrase luego con las
obras, dio principio por lo que parecía más difícil, que fue el casamiento de
Roger con su sobrina María, con que todos quedaron satisfechos, juzgando por
ciertas las demás mercedes como inferiores y más fáciles de cumplir. Hiciéronse
las bodas con la solemnidad de personas Reales; porque el valor de Roger pudo
igualar la nobleza de la mujer. Era María hija de Azan Príncipe de los
Búlgaros, y de Irene hermana de Andrónico, de quince años de edad, hermosa y
por extremo entendida.
Entre el mayor placer y gusto por la boda, sucedió un alboroto y
pendencia entre Catalanes y Genoveses, que casi fue batalla muy sangrienta,
nacida como muchas veces acontece de pequeña causa, y aunque Pachimerio dice
que fue sobre la cobranza de los veinte mil ducados que prestaron a Roger en
Sicilia, y que por sosegarlos ofreció el Emperador de pagarlos, pero la más
cierta ocasión de la pendencia fue que un Almogávar discurriendo por la ciudad
dio ocasión a dos Genoveses, viéndole solo, que se burlasen con mucha risa de
su traje, y figura; pero el ánimo militar del Almogávar mal sufrido en los
donaires y motes cortesanos, más osado de manos que de lengua, les acometió con
la espada, y trabó la pendencia. Acudieron de una y otra parte valedores y
amigos, estando ya los ánimos prevenidos y alterados como sospechosos, y con
esto las fuerzas de entre ambas naciones se encontraron para su total ruina y
perdición. Los Genoveses sacaron su bandera o guion, y
acometieron los cuarteles de los Almogávares repartidos en el barrio de
Blanquernas. Nuestra caballería reconociendo el peligro de sus Almogávares,
dividida en tropas, cerró con la gente Genovesa mal ordenada. Con esto se dio lugar a que los Almogávares saliesen de sus alojamientos, y se juntasen para tomar satisfacción de quien tan injustamente los maltrataba. Peleóse de una y otra parte con obstinación, hasta que los
Genoveses, muerto su Capitán Roseo del Final, se fueron retirando con notable
pérdida y daño.
Andrónico de las ventanas de su Palacio atento y con gusto
miraba la pendencia cuando los Genoveses levemente fueron mal tratados, y
algunos muertos, y con palabras mostró su ánimo mal afecto contra ellos; pero cuando vio que los Almogávares con su acostumbrado rigor iban degollando cuanto se les ponía delante, temió que todos los Genoveses de Constantinopla no
muriesen aquel día; cosa peligrosa para su conservación, porque dependía de
ellos la paz de su Imperio. Tiénese por cierto que Andrónico quisiera sacudirse
el yugo de Genoveses si pudiera con seguridad, pero era difícil por tener ellos
el poder dividido para que se pudiera oprimir a un tiempo, y si consintiera que
los de Constantinopla perecieran, fuera irritar las otras fuerzas que quedaban
enteras; y así con ruegos y promesas pidió a los Capitanes que recogiesen y
retirasen los suyos, y Jorge Pachimerio refiere, que mandó Andrónico a Esteban
Marzala gran Drungario y Almirante, que fuese a quietar el tumulto, y apaciguar
las partes, y que fue muerto y despedazado. Finalmente la presencia y autoridad
de Roger, y de los otros Capitanes pudo tanto, que obedecieron todos, y con
mucho peligro les retiraron, porque habían sacado sus banderas con ánimo de
acometer a Pera, y saquearla, juntando a su venganza su codicia.
Era esta población de Genoveses,
dividida por un estrecho cerco del mar de la Ciudad de Constantinopla, llamado
de los antiguos Cuerno de Bizancio, y hoy de los Turcos y Griegos Gálata.
Retirados y sosegados los nuestros, les mandó el Emperador en agradecimiento de
su puntual obediencia librar una paga. Quedaron muertos de los Genoveses en la
Ciudad cerca de tres mil, y aunque lo peor llevaron ellos entonces, fue causa de mayores daños en lo venidero para los nuestros, porque con esto quedó
irritada una nación émula y poderosa, que importaba su amistad para conservar
nuestras armas en aquel Imperio; porque en estos tiempos era grande y temido su
poder en todo el Oriente, árbitros de la paz y la guerra. Tenían ilustres
Colonias y Presidios en Grecia, en Ponto, en Palestina, armadas poderosas,
poseían muchas riquezas adquiridas con su industria y valor, y absolutamente
eran dueños del trato universal de Europa, con que mantenían fuerzas iguales a
las de los mayores Reyes, y Repúblicas. Con esto llegaron a ser casi dueños del Imperio
Griego. En este tiempo cuando los Catalanes llegaron a Constantinopla, y
reconociendo las fuerzas que traían, les pareció a los Genoveses peligrosa la
vecindad de sus armas; y así siempre se mantuvo entre estas dos naciones
aborrecimiento y enemistad implacable que duró muchas edades, hasta que el
valor de entre ambos se fue perdiendo, juntamente con el Imperio del mar, y
cesó la emulación por cuya causa muchas veces con varia fortuna se combatió.
CAPÍTULO IX.
PASA LA ARMADA A LA ANATOLIA, Y ECHA LA GENTE EN EL CABO DE
ARTACIO.
Con el peligro de la pendencia entre Catalanes y Genoveses, advirtió Andrónico los que pudieran suceder, por tener dentro de
la Ciudad diferentes y varias naciones armadas, y ofendidas, que con menos
ocasión que la vez pasada vinieran sin duda a rompimiento. Llamó a nuestros
Capitanes, y les explicó brevemente el fusto que tendría de ver sus armas en el
Asia, amparando su miserables y Cristianos pueblos, oprimidos de los Turcos, y
quitada la ocasión de nuevas pendencia y desórdenes. Roger con sus Capitanes
ofreció que embarcaría su gente luego. Pero para que su partida fuese con más
gusto, y el ejército quedase satisfecho, y seguro de tener en la armada ciertos
los socorros y retiradas, le suplicaron nombrase por General de ella algún
Caballero, o Capitán que fuese de su nación, para que dependiesen de ellos,
temiendo que Andrónico diese este cargo a Griegos o Genoveses; y fuera cosa
peligrosa para su seguridad tener el socorro en poder de gente extraña, con
quien siempre hay emulación y competencias; ocasión de graves pendencias y
daños, y más en los socorros de mar, tan sujetos a las mudanzas del tiempo, que
puede la ruindad y malicia de un General retardar el socorro, y hallar razón
que disculpe y apruebe lo mal hecho,
atribuyendo al tiempo y a peligros imaginados su tardanza. Andrónico
cumplidamente satisfizo a la demanda, dando el cargo de General de la armada
con título de Almirante a Fernando de Aones Caballero de conocida sangre, y
gallardo por su persona, y juntamente quiso que se casase con una parienta
suya, para que el nuevo parentesco diese más autoridad a su cargo. El título de
Almirante en aquel Imperio no era tan supremo como lo fue entre nosotros, por
que estaba sujeto al Megaduque, y de él recibía las órdenes. Mando el
Emperador, que un insigne Capitán de Romeos que se llamaba Marulli, hombre de
sangre y estado, fuese siguiendo las banderas de Roger con su gente, y Gregorio
con la mayor parte de los Alanos hiciese lo mismo. Embarcose el ejército en los
navíos y galeras de su armada, y atravesando el mar de Propóntide, dicho hoy de
Mármara, tomaron tierra en el cabo de Artacio, poco mas de cien millas lejos de
Constantinopla, lugar acomodado para la desembarcación de la caballería. A este
cabo llama Montaner Artaqui, y los antiguos Artacio, no lejos de las ruinas de
la famosa ciudad de Cizico.
Llegó Roger con la armada, y supo que los Turcos aquel mismo día
habían querido ganar una muralla, o defensa de media milla de largo, puesta en
la parte que el cabo se continua con la tierra firme, y que dejaron el combate,
mas por la fortaleza del sitio, que por el valor de los que la defendían. Extiéndese
este cabo, desde esta defensa, o muralla algunas leguas dentro del mar, y en él
hay muchas poblaciones, y abundantes valles, fértiles colinas. Era en los
tiempos antiguos Isla, pero después se vino a cerrar con las arenas.
Con el aviso cierto que Roger tuvo, de que los Turcos habían
acometido el reparo y defensa del cabo, y que no podían estar muy lejos, dióse
prisa a desembarcar la gente, y envió luego a reconocer el campo de los
enemigos, y dentro de pocas horas se supo cómo estaban alojados seis millas
lejos entre dos arroyos, con sus mujeres, hijos y haciendas. En aquel tiempo
los Turcos, no olvidados aún de las costumbres de los
Escitas, de quien se precian suceder, vivían la mayor parte, y la más belicosa
en la campaña, debajo de tiendas y barracas, mudándose según la variedad del
tiempo, y comodidades de la tierra. Tenían puesta su mayor fuerza en la
caballería, gobernada por Capitanes y Príncipes de valor, no de sangre, a quien
obedecían más por gusto que por obligación. Tenían perpetua guerra con los
vecinos, sin orden militar, a imitación de los Alárabes, que hoy poseen el
África. Esta forma de vivir tuvieron, desde que dejaron las riveras del río
Volga, y entraron en la Asia menor, hasta que la
vileza de las naciones de la Asia, y Grecia les dio crédito y reputación. A las
Monarquías y naciones, sucede lo mismo que a los hombres que nacen, crecen y
mueren. Nació Grecia cuando se defendió de Jerjes, y cuando su valor deshizo el
poder de tan numerosos ejércitos, y forzó al bárbaro Monarca, que se retirase
vencido, y pasase el estrecho de mar del Helesponto en una pequeña barca, que
poco antes soberbio y desvanecido humilló con puente. Tuvo su aumento, cuando
las armas de Alejandro pasaron más allá del Ganges, y los límites y fines
inmensos de la misma naturaleza no lo fueron de su ambición. Fue su muerte,
cuando las armas de los Bárbaros, por flojedad de sus Príncipes, y poca
fidelidad de sus Capitanes, le pusieron en dura servidumbre.
En este tiempo que Andrónico ocupaba el Imperio de Oriente, los
Turcos se dividieron, y hubo entre ellos algunas guerras civiles, pero por el
consejo y autoridad de Orthogules se sosegaron, remitiendo a la suerte sus
pretensiones, que como reviere Gregoras, y Chalchondilas, se dividieron por
suerte las Provincias entre siete Capitanes, pretensores todos al gobierno
universal. Dio la suerte a Caramano la parte mediterránea de la Provincia de
Frigia hasta Cilicia, y Filadelfia, aunque algún autor quiere, que este no
fuese de los siete Capitanes, y que solo reinó en Caria: a Carcano la parte
Frigia, que se extiende hasta Esmirna: a Calami y a su hijo Carasi, la Lidia
hasta Misia Bitinia, y las demás Provincias junto al monte Olimpo, cayeron en
la suerte de Otomano, que en aquella edad comenzó a ser temido, y a levantar
poco después su Monarquía, venciendo y sujetando los demás Tiranos de las
Provincias que vamos nombrando; con que quedó absoluto señor y Príncipe de
todas ellas. La Patagonia, y las demás tierras que caen a la parte del Ponto
Euxino, las ocuparon los hijos de Amurat. En esta forma hallaron los nuestros
repartida el Asia, y a los Turcos señores de ella: que
fue grande ayuda para nuestras victorias el estar sus fuerzas divididas.
CAPÍTULO X.
VENCEN LOS CATALANES Y ARAGONESES A LOS TURCOS
Por el aviso que Roger tuvo de como los Turcos estaban cerca,
temiendo perder tan buena ocasión si advertidos de la llegada de los nuestros
se previnieran, o retiraran, juntó el campo, y en una breve platica les dijo,
como el siguiente día quería da sobre los alojamientos de los enemigos, fáciles
de romper por estar descuidados. Propúsoles la gloria que alcanzarían con
vencer, y que de los primeros sucesos nacía el miedo, o la confianza, y que la
buena o mala reputación pendía de ellos. Mandó que no se personase la vida sino
a los niños, porque esto causase más temor en los Bárbaros, y nuestros soldados
peleasen sin alguna esperanza de que vencidos pudiesen quedar con vida.
Dispuesto el orden con que se había de marchar, dio fin a la plática. Oyéronle
con mucho gusto, y aquella misma noche partieron de sus alojamientos a tiempo
que al amanecer pudiesen acometer a los Turcos. Guiaba
Roger con Marulli la vanguardia con la caballería, y llevaba solos dos
estandartes, en el uno las armas del Emperador Andrónico, y en el otro las
suyas. Seguía la infantería hecho un solo escuadrón de toda ella, donde
gobernaba Corbarán de Alet Senescal del ejército. Llevaba en la
frente solas dos banderas, contra el uso común de nuestros tiempos, que
suelen ponerse en medio del escuadrón como lugar más fuerte y defendido. La una
bandera llevaba las armas del Rey de Aragón Don Jaime, y la otra las del Rey de
Sicilia Don Fadrique; porque entre las condiciones que por parte de los
Catalanes se propusieron al Emperador, fue de las primeras, que siempre les
fuese lícito llevar por guía el nombre y blasón de sus Príncipes, porque
querían que adonde llegasen sus armas, llegase la memoria y autoridad de sus
Reyes, y porque las armas de Aragón las tenían por invencibles. De donde se
puede conocer el grande amor y veneración que los Catalanes y Aragoneses tenían
a sus reyes, pues aún sirviendo a Príncipes extraños, y en Provincias tan apartadas, conservaron su memoria, y militaron debajo de ella: fidelidad notable, no solo conocida en este caso, pero en todos los tiempos. Porque no se vio de nosotros Príncipe desamparado por
malo y cruel que fuese, y quisimos más sufrir su vigor y aspereza, que
entregarnos a nuevo señor. No fue preferido el segundo al primogénito. Siempre
seguimos el orden que el cielo, y naturaleza dispuso, ni se alteró por
particular aborrecimiento o afición, con no haber apenas Reino donde no se
hayan visto estos trueques y mudanzas.
Pasaron los nuestros a media noche la muralla, o reparo que
divide el cabo de tierra firme, y al amanecer se hallaron sobre los Turcos, que como en parte segura, y a su parecer lejos de
enemigos, estaban sin centinelas, reposando dentro de sus tiendas con descuido
y sueño. Cerró Roger y Marulli con la caballería, metiéndose por las tiendas y
flacos reparos que tenían con grande ánimo. Siguiéronle los Almogávares con el
mismo, dando un sangriento y dichoso principio a la nueva guerra. Los Turcos a
quien la furia y rigor de nuestras espadas no pudo oprimir en el sueño, al
ruido de las armas y voces despertaron, y con la turbación y miedo que
semejantes asaltos suelen causar en los acometidos, tomaron las armas para su
defensa, pero fueron pocos, divididos y desarmados, con que su resistencia fue
inútil y sin provecho contra el esfuerzo y gallardía de nuestra gente, que ya
lo ocupaba todo. Pelearon los Turcos con
desesperación, viendo a sus ojos despedazar y degollar a sus más caras prendas,
de gente que ni aún por el nombre conocían. Alcanzóse cumplidísima victoria,
dejando en el campo muertos de los Turcos tres mil caballo, y diez mil
infantes. Los que quedaron vivos fueron los que reconociendo con tiempo el
desorden y pérdida, y que los Catalanes eran impenetrables a los golpes de sus
dardos, se pusieron en seguro con la huida, y el que querer muchos hacer lo
mismo después les causó mas presto la muerte, por que ocupados en retirar sus
hijos y mujeres, dejaban la batalla, y luego perecían. La presa fue grande, y
los niños cautivos muchos. Refiere Nicéforo, Griego de nación, y enemigo
declarado de la nuestra, el espanto y terror que causó en los Turcos este
primer acometimiento con estas mismas palabras: <<Como los Turcos vieron
el ímpetu feroz de los Latinos, (que así llama a los Catalanes) su valor, su
disciplina militar, y sus lucidas y fuertes armas, atónitos y espantados huyeron,
no solo lejos de la ciudad de Constantinopla, pero más adentro de los antiguos
límites de su Imperio.>> Nuestra gente siguió el alcance poco rato, por
no tener la tierra conocida, y volvieron aquella misma noche al cabo, por tener
el alojamiento reconocido y seguro.
CAPÍTULO XI.
RETÍRASE EL EJÉRCITO PARA INVERNAR EN EL CABO DE ARTACIO; SUS
ALOJAMIENTOS.
Dieron aviso al Emperador del buen suceso de su victoria, enviando cuatro galeras con
riquísimos presentes para entre ambos Príncipes, Andrónico y Miguel, y en
nombre de los soldados se envió a María mujer del Megaduque Roger lo más
precioso y rico de la presa. Causó notable admiración entre los Griegos la
brevedad con que se alcanzó tan señalada victoria, y el pueblo la celebró con
alabanzas, libre del temor de los Turcos, que insolentes con las victorias
alcanzadas de los Griegos de la otra parte del estrecho amenazaban la Ciudad,
con los alfanjes desnudos; pero casi toda la nobleza, que como fuera justo
debiera mostrarse más agradecida a tan grande beneficio, manifestó el veneno de
sus ánimos, que la envidia de la ajena felicidad no dio lugar a que se pudiese
mas encubrir. Los privados de Andrónico,
y las personas de mayor estimación de su nación, comenzaron a temer nuestras
fuerzas, juzgándolas por superiores a las que ellos tenían, y que dentro de
casa tanto poder en manos de extranjeros era cosa peligrosa. Estas pláticas y
discursos las alentaba el Emperador Miguel, incitado de un oculto sentimiento
que causó en su ánimo la victoria, porque algunos meses antes había pasado el
estrecho con un ejército poderosísimo, y por miedo de los Turcos o poca
seguridad de los suyos, se retiró con gran pérdida de su reputación, sin trabar
ni aún una pequeña escaramuza con el enemigo; y como los Catalanes siendo tan
pocos vencieron a los que él no se atrevió acometer con tan excesivo número de
gente, de esto nació su corrimiento, y de él un grande aborrecimiento y deseo
de nuestra perdición. Los Príncipes sienten mucho que haya quien se les iguale
en valor, y aún en la dicha aborrecen a quien se les aventaja, porque el poder
no sufre virtud y partes aventajadas en ajeno sujeto, y más cuando en su
competencia sucede el aventajarse. Si una baja y vil emulación de un Príncipe
en hacer versos causó la muerte a Lucano,
¿Cuánto mayor fuera si de valor y fortuna se compitiera? Y así
no se debe tener por Captan cuerdo el que intenta una empresa errada por su
Príncipe, si ya no quiere competir con el del Imperio.
Con el buen suceso que tuvieron no trataron de pasar adelante,
ni seguir la victoria: cosa que les hizo
perder reputación, y fue ocasión de hacer muchos excesos en aquella comarca,
que irritaron gravemente el ánimo de los naturales y Griegos.
Cuando quisieron entrar la tierra a dentro, comenzó el primer día de Noviembre
a entrar con tanto rigor el invierno, con vientos fríos y agua que les detuvo.
Los ríos por sus crecientes sin poderse vadear, la campaña estéril llena de
enemigos, los caminos difíciles por donde se había de marchar para socorrer a
Filadelfia, eran causas bastantes para diferir cualquier empresa. Roger con el
parecer y consejo de sus Capitanes se resolvió de invernar en Cizico, lugar
acomodado por la fortaleza del sitio, y abundancia de las vituallas, y porque
el año siguiente fuese menos embarazosa la salida que si hubieran de partir de
Grecia, y embarcar y desembarcar la caballería tantas veces, cosa de suyo tan molesta. Dieron luego aviso al Emperador de esta
resolución y aprobóla con mucho gusto, porque era lo que más le convenía, por
tener el ejército alojado en la frente del enemigo, y apartado de
Constantinopla y de los demás pueblos Griegos, donde no faltaran quejas y
pesadumbre, aunque cerca de tres meses anduvieron alojados por Asia sin efecto, trabajando la tierra con insoportables contribuciones. Mandó Andrónico que con mucha diligencia se
llevasen por mar las vituallas que no se hallaban en el cabo, con que pasaron
los nuestros un invierno muy apacible. El Megaduque Roger envió con cuatro
galeras por su mujer María.
El orden que se tuvo en los cuarteles para excusar pendencias entre los soldados y sus huéspedes, fue el
siguiente. Los soldados nombraron seis de su parte, y los de la tierra otros
tantos, para que de común parecer y acuerdo se pusiese precio a las vituallas:
porque encareciéndose más de lo justo fuera gran descomodidad para los
soldados, y dándose a un precio muy bajo no resultase en notable daño de los
huéspedes, a más que faltara el comercio y provisión ordinaria que acudía de
todas partes con abundancia. Ordenóse a Fernando Aones Almirante, que con la
armada fuese a invernar a la isla de Jío, puerto seguro y vecino de las Costas
enemigas. Es el Jío isla de las más señaladas del mar Egeo, por nacer en ella
sola el Almaste, cosa que negó naturaleza a las demás partes de la tierra.
CAPÍTULO XII.
FERRÁN JIMÉNEZ DE ARENÓS SE APARTA DE LOS SUYOS.
Las cosas de mar y tierra, concertadas en la forma dicha, se
pasaba el invierno con sosiego y mucha conformidad, pero luego nuestras fuerzas
se fueron enflaqueciendo con algunas divisiones y discordias civiles. Ferrán
Jiménez de Arenós, caballero de gran linaje, y buen soldado, se desavino con
Roger sobre el gobierno de sus gentes, y pareciéndole desigual la competencia,
se apartó del ejército con los suyos, y volviéndose a Sicilia, pasando por
Atenas se quedó a servir a su Duque, que le recibió agradecido, y honró con
cargos militares, en cuyo servicio se detuvo hasta que la necesidad de sus
amigos en Galípoli le llamó y volvió a juntarse con ellos, aventurando como
buen caballero la libertad y la vida. Pachimerio dice, que la ocasión de
apartarse Ferrán Jiménez de Roger fue, porque muchas veces le advirtió que
reprimiese y castigase los soldados, y como vio que en esto no andaba como
debía, se apartó de su compañía con los que le quisieron seguir. ¡Notable
fuerza de inclinación, que apenas se apartaba el peligro de las armas
extranjeras, cuando ya las competencias y guerras civiles se encendían entre
ellos!
En abriendo el tiempo, el Megaduque Roger, y su mujer María se
fueron a Constantinopla con cuatro galeras a tratar con el Emperador de la
jornada, y a pedirle dinero para hacer pagamento general antes que el ejército
saliese en campaña. Miguel estaba en Constantinopla, y queriendo Roger visitarle
y darle razón de lo que pensaba hacer aquel año, no le dio lugar, porque se
tenía por ofendido del mal tratamiento que había hecho a los de Cizico sus
vasallos. Esto dice Pachimerio. Lo cierto es, que Roger alcanzó de Andrónico el
dinero con tanta largueza, que pudo dar dobladas pagas; liberalidad grande, si
la falta de hacienda y dinero con que se hallaba, permitiera que se le
pudiera dar este nombre. Tiénese por virtud heroica en un Príncipe la liberalidad si en ella concurren dos calidades, tener que dar, y que se lo merezca a quien
se da, y cualquiera de estas dos que falte no es liberalidad sino injusticia; y
así aunque Andrónico repartió las mercedes en personas de grandes
merecimientos, como le faltó la primera calidad, que es tener que dar, túvose
por muy excesivo este donativo, y por hierro muy grave, porque estaba el fisco
y cámara Imperial tan destruida, que no podía acudir a las pagas ordinarias, ni
a otros gastos forzosos del Imperio. No hay cosa más perniciosa que el dinero
recogido para la defensa común, desperdiciarle en gastos voluntarios, y cuando
la necesidad aprieta, acudir a nuevas impuestos y pechos, dando por razón y
causa justa el aprieto la falta que nace de sus excesos y demasías. Las
imposiciones son justas, cuando es forzosa la necesidad que obliga a ponerlas,
pero cuando el Príncipe consume la hacienda con dádivas o gastos impertinente y excesivos, ninguna justificación pueden
tener, pues solo proceden de sus desórdenes o descuidos.
Trataron Roger, y el Emperador de cómo se había de hacer la
guerra aquel año, y Andrónico solo le encargó el socorro de Filadelfia, lo
demás dejó al arbitrio de los demás Capitanes y suyo; porque desde lejos y
antes de las ocasiones mal se puede ordenar lo que conviene, ni tomar parecer cierto
en cosas tan inciertas y varias como se ofrecen en una guerra. Dejó Roger a su
mujer María en Constantinopla, y navegó con sus cuatro galeras la vuelta del
cabo el primer día de Marzo del año mil trescientos tres. Luego que llegó se
pasaron las cuentas con los huéspedes, se tomó muestra general, y se halló que
los soldados en poco más de cuatro meses, que fue el tiempo que invernaron,
habían gastado las pagas de ocho, y algunos de un año. Sintió Roger el exceso y
desorden de los soldados, que como Capitán prudente y práctico, conoció el mal, aunque como dependía su autoridad del arbitrio de los soldados, no
se atrevió a poner el remedio que convenía, porque no se disminuyese o
perdiese. Mal puede un Capitán conservar un ejército con puntual y estrecha
obediencia, si el poder y fuerzas con que los ha de castigar le dan ellos
mismo; de que nace la insolencia y libertad.
Roger conociendo el tiempo, satisfizo los huéspedes, pagando
todo lo que habían gastado en mantener los soldados, y no quiso se les
descontase de su sueldo; y así les quedó libre el dinero de las cuatro pagas,
que luego les dio, y tomando Roger sus libros de las raciones y cuentas, donde
constaba de los gastos excesivos que los soldados habían hecho, los quemó en la
plaza pública de Cizico, con que quedaron todos obligados y agradecidos a su
liberalidad. Los autores Griegos dicen que Cizico y toda su comarca quedó
destruida por las crueldades y robos de los Catalanes, y que temiendo el
Emperador Andrónico que Roger no alargase el salir en campaña, por la mala
disciplina y poca obediencia de los soldados, envió su hermana a los últimos de
Marzo a Cizico, para que exhortase a Roger su yerno saliese con el ejército,
pues el tiempo y la ocasión convidaban a la guerra, y los soldados recién
pagados saliesen con más gusto.
CAPÍTULO XIII.
PARTE EL EJÉRCITO A SOCORRER A FILADELFIA Y VENCEN A CARAMANO
TURCO GENERAL DE LOS QUE LA TENÍAN SITIADA.
El deseo que tenía Roger de salir en campaña, ayudado de la
persuasión de su suegra, hizo que luego se pusiese en ejecución la salida, y
así se señalo para los nueve de Abril. Estando apercibiéndose ya todos para el
viaje, dos Massagetas o Alanos esperando en un molino que les moliesen un
trigo, llegaron algunos Almogávares a tratar con descompostura una mujer que
estaba dentro a tomar la harina, salieron a la defensa los Alanos, y entre
otras razones que dieron contra Roger su capitán fue decir: que si les daban
tales ocasiones, harían del Megaduque Roger lo que hicieron del gran doméstico.
Este fue Alejos Raul, que en una fiesta militar le mataron estos a traición de
un flechazo. Refirieron estas palabras a Roger, y por su mandado o
consentimiento aquella misma noche los Almogávares dieron sobre los Alanos, y
si la oscuridad de la noche y el cuidado de los vecinos nos les defendiera, los degollaran todos. Murieron muchos, y entre
ellos un mozo valiente hijo de Jorge, cabeza de los Alanos. A la mañana
volvieron a toparse, y quedaron los Catalanes superiores habiendo muerto más de
300 Alanos; y si no temiera a los vecinos de Cizico, a quien por los malos
tratamientos tenían irritados, que no tomasen las armas, y se pusiesen de parte
de los Alanos, lo hubieran sin duda degollado a todos. Por este caso se apartó
la mayor parte de los Alanos del ejército de Roger; solo quedaron con él hasta
mil, que con promesas y ruegos los detuvieron. Roger quiso con dinero aplacar
al padre por la muerte del hijo, pero Gregorio menospreció el dinero, y al
agravio del hijo muerto se añadió la afrenta del ofrecimiento: con que el
bárbaro quedó irritado, aunque encubrió la ofensa para mayor venganza.
Este suceso alargó la partida hasta los primeros de Mayo, que
salieron de Cizico seis mil con nombre de Catalanes, mil Alanos, y las
compañías de Romeos debajo del gobierno de Marulli; pero todos sujetos, y a
orden de Roger. Iba también Nastago gran Primicerio. Llegaron con estas fuerzas
a Anchirao, y de allí con gran valor y confianza, que sí lo dice Pachimerio,
fueron a sitiar a Germe; lugar fuerte donde los Turcos estaban, y entendida por
ellos la resolución, con sola la fama de su venida dejaron el lugar, y se
retiraron. Pero no pudo ser esto tan a tiempo, que su retaguardia no fuese
gravemente ofendida de los Catalanes. De allí pasaron
a otro lugar que la historia de Pachimerio no le nombra, solo dice que estaba
dentro para su defensa Sausi Crisanislao famoso soldado y Capitán de Búlgaros, a quien mandó ahorcar con doce de sus soldados los más principales, sin decir
con certeza la ocasión de este castigo;
solo se presume, que habrían defendido mal algún lugar que estaba a su cargo, o
entregado alguna fortaleza, y queriendo Sausi disculparse atravesó razones con
Roger, que le movieron a meter mano a la espada, y herirle, y después fue
entregado a los que le habían de ahorcar. Los Capitanes Griegos detuvieron la
ejecución, y alcanzaron de Roger el perdón; porque le advirtieron el disgusto que tendría el Emperador Andrónico si
castigase un hombre de tanta calidad, y tan buen soldado, sin haberle dado
razón. Era Crisanislao uno de los capitanes Búlgaros que prendió Miguel padre
de Andrónico en la guerra de la Chana, y detenido gran tiempo en prisión fue
puesto en libertad por Andrónico, y honrado en cargos militares, y en gobiernos
de Provincias, y entonces se hallaba en esta parte de Frigia ocupado en
servicio del Emperador. Luego de allí pasó el ejército a Geliana camino de
Filadelfia, donde le llego aviso a Roger de algunos lugares fuertes que
ocupaban los Turcos, significándole la violencia que padecían, y por carta le
suplicaban les ayudase, pues eran Romeos que se dieron a la fuerza del tiempo,
y que se querían levantar contra los enemigos.
Roger les respondió que estuviesen de buen ánimo, que él les
socorrería. Con esto pasó adelante a meter el socorro en Filadelfia, que era el
principal intento que llevaban, Caramano Alisurio que la tenía sitiada, cuyo
gobierno se extendía por esta Provincia, con el aviso que tuvo de la venida del
ejército de los Catalanes, levantó el sitio con la mayor parte de su ejército,
y caminó la vuelta de ellos, con deseo de vengar la rota del año antes que los Catalanes dieron a sus compañeros. Esto pareció que le convenía,
y no aguardarlos sobre Filadelfia; ciudad grande, y con gente armada, que
animada del ejército amigo saldría a pelear. Dejó algunos fuertes guarnecidos,
con que le pareció que los de la ciudad no intentarían el salir, pero dos
millas lejos al amanecer se reconocieron de una y otra parte, y se pusieron en
orden para pelear. El ejército de los Turcos llegaba a ocho mil caballos y doce
mil infantes Caramanos todos, los más valientes y temidos de toda la nación,
superiores en número a los nuestros, pero muy inferiores en el valor, en la
disciplina, en la ordenanza militar, y en las armas ofensivas y defensivas;
solo había igualdad en el ánimo y deseo de pelear. Roger dividió en tres tropas
su caballería, Alanos, Romeos y Catalanes, y Corbarán
de Alet, a cuyo cargo estaba la infantería, la dividió en otros tantos
escuadrones, y hecha señal de acometer se envistieron con gallardo ánimo y
bizarría. Trabóse la batalla muy sangrienta para los Turcos,
porque los Catalanes más prácticos en herir, y más seguros por las armas de ser
ofendidos, hacían grande daño en ellos con muy poco suyo. Junto a los conductos
de la ciudad fue donde más reciamente se envistieron. Pero los Turcos valientes y atrevidos no dejaban por todos los
caminos que podían de ofender a los nuestros, y poner en duda la victoria, que
hasta al medio día anduvo varia; pero el valor acostumbrado de los Catalanes la
hizo declarar por su parte con notable daño de los Turcos. Escapáronse huyendo
hasta mil caballos, de ocho mil que entraron en la batalla, y solos
quinientos infantes, y Caramano Alisurio se retiró herido. De los nuestros perecieron ochenta caballos, y cien infantes. Rehechos
sus escuadrones, pasaron la vuelta de Filadelfia, siguiendo lentamente al
enemigo, y temiendo alguna gran emboscada de sus copiosos ejércitos. Los Turcos
de los fuertes, sabida la rota, los desampararon, y fueron siguiendo su Capitán
vencido. Fue la presa y lo que se ganó en esta batalla, según Montaner, de
mucha consideración.
Con esta victoria comenzaron a levantar cabeza las ciudades de
Asia, viendo que los nuestros habían dado principio a su libertad, que los Turcos tenían tan oprimida. Llegó esta opresión a tanto
extremo, que les quitaban las mujeres y los hijos para instruirles en su secta.
Profanaban los templos y monasterios tan antiguos, donde había depositados
tantos cuerpos de Santos, y grande memoria de nuestra primitiva Iglesia que
tanto floreció en aquellas Provincias, trocando el verdadero culto en falsa y
abominable adoración de su profeta. Pero como por los justos juicios de Dios
estaba ya determinada la destrucción y servidumbre de todo aquel Imperio y
nación, fue de poco provecho para alcanzar entera libertad todo lo que los
nuestros hicieron, antes parece que se confirmó con esto su perdición; pues
cuando los grandes remedios no curan la dolencia porque se dan, es casi cierta
la muerte. Nuestros Capitanes se detuvieron antes de entrar en Filadelfia, reconociendo algunos lugares vecinos adonde
se pudieron haber retirado y rehecho; pero todo lo hallaron libre de los
Turcos; a quien el miedo hizo alargar muchas leguas.
CAPÍTULO XIV.
ENTRA EN FILADELFIA EL EJÉRCITO VICTORIOSO. GANÁNSE ALGUNOS
FUERTES QUE EL ENEMIGO TENÍA CERCA DE LA CIUDAD, Y DAN SEGUNDA ROTA A LOS
TURCOS JUNTO A TIRIA.
Libres los de Filadelfia del sitio, que tan apretados les tuvo
por el valor de las armas de los Catalanes, salieron a recibir el ejército los
magistrados y el pueblo, con Teolepto su Obispo, varón de rara santidad, y por
cuyas oraciones se defendió Filadelfia más que por las armas del ejército que
la guardaba. Entraron las tropas de nuestra caballería primero, con los
estandartes vencidos y ganados de los Turcos. Seguían
después el carruaje lleno de los Despojos enemigos, y gran número de mujeres y niños cautivos, y algunos mozos reservados para el triunfo de la entrada. Las compañías de
infantería eran las últimas, y en medio de ellas las banderas y los Capitanes
más señalados, con lucidísimas armas y caballos, que como cosa nunca vista de
los de Asia, les causó grande admiración. No hubo en aquella entrada soldado
por particular que fuese, que no vistiese seda o grana, aunque en aquel tiempo
los Turcos no usaban trajes costosos, pero entre los despojos de los Griegos
habían alcanzado gran cantidad de ropa y vestidos de mucho precio, que en esta
victoria se cobraron. Detuviéronse quince días en la ciudad, entretenidos con
las fiestas y regocijos que se les hicieron; porque fue cosa notable el amor y
el respecto con que les trataron los naturales, como quien reconocía de ellos
la libertad y la vida que tan aventuradas las tuvieron. La necesidad siempre es
agradecida, pero con el beneficio que recibe, se acaba.
Roger salió de Filadelfia a poner en libertad a algunos pueblos
de que estaban apoderados los Turcos, y entre otros a Culla algunas leguas más
adelante hacia el Levante de la Ciudad; pero sabida la retirada y huida de su
ejército, se retiraron los turcos. Los naturales los recibieron abiertas las
puertas, como quien escapaban de tan dura servidumbre, pareciéndoles que con
esto alcanzarían perdón de haberse entregado antes fácilmente a los Turcos.
Roger perdonó la multitud del pueblo, pero castigó gravemente a muchos. Cortó
la cabeza al Gobernador, y al más principal viejo del regimiento condenó a la
horca. Estuvo un rato pendiente de ella sin morir, y atribuyéndolo a milagro
cortaron la soga los que estaban presente, y le
libraron.
Volvió el ejército a Filadelfia, y según Pachimerio dice, Roger
recogió muchos ducados, y se hizo contribuir más de lo que debiera; por
sentirse ya en la Ciudad la falta de bastimentos, por ser muy populosa de suyo,
y tener dentro el ejército, después de haber padecido un largo sitio que fue
tan apretado que una cabeza de jumento se vendió por un precio increíble.
Nastago Duque y Primicerio del Imperio, que militaba en este ejército con
Roger, se apartó de él y se fue a Constantinopla, porque no podía ver como
Griego maltratar a los naturales, y las demasías que Roger hacía con ellos; y
así llegado a Constantinopla quiso que el Emperador le oyese, y como esto se le
negó por los deudores y amigos de la mujer del Megaduque, al que yo puedo
entender, se fue al Patriarca, y por su medio el Emperador dio oídos a las
quejas que traía contra Roger, de que se encendió en el Palacio una gran
discordia entre los amigos y émulos del Megaduque.
Pareció a los Capitanes del ejército que convenía echar primero
al enemigo de las Provincias marítimas, porque no quedase poderoso a las
espaldas, y porque la vecindad de su armada les diese más fuerzas y seguridad.
Con esta determinación partieron luego de Filadelfia para Niza, Ciudad de
Licia, y de allí a Magnesia la que está en la ribera del río Meandro, donde
apenas llegó Roger cuando dos ciudadanos de Tiria vinieron a pedirle socorro
diciendo; que la Ciudad no estaba bastantemente fortificada que pudiese
defenderse de los terribles asaltos del enemigo, y que si el socorro se
tardaba, era cierto el perderse: que los Turcos con poco cuidado se podían
coger a tiempo que estuviesen derramados por aquellas vegas, y hacer alguna
buena suerte, con grande honra del ejército y provecho suyo: que en llegando la
noche se retiraban a los bosques, y salido el sol volvían a talar y destruir la
campaña. Roger con la mayor presteza y diligencia que pudo tomó la gente más
desembarazada y suelta, y fue la vuelta
de Tiria para meterse dentro de ella antes del día. Llegó a ser tan buen
tiempo, que los Turcos ni le pudieron descubrir, ni
sentir, habiendo caminado treinta y seis millas en diez y siete horas.
Vino la mañana, y los Turcos comenzaron a bajar a la llanura, y
llegarse a la ciudad, y ya estaban cerca de las puertas para hacer sus
acostumbrados acometimientos, cuando Corbarán de Alet Senescal salió a
rebatirlos con doscientos caballos y mil infantes. Cargó sobre ellos con tanta
gallardía, que les rompió y degolló la mayor parte, pero la que quedaba entera
en reconociendo a los nuestros se fue retirando hacia la aspereza de la
montaña. Corbarán les siguió con parte de la caballería; pero como los caballos
de los turcos estaban desembarazados, y los nuestros cargados con el peso de
las armas, llegaron a la falda del monte a tiempo que los Turcos temerosos y
cuidadosos solo de sus vidas, habían dejado los caballos, y mejorándose de
puesto, porque tomaron los altos de donde mejor se podían guardar y ofender,
impidiendo la subida a sus enemigos. El Senescal con mejor ánimo que consejo,
mandó que se apeasen los suyos, y él hizo lo mismo, y acometió segunda vez a
los Turcos; pero como ellos estaban en lo alto, y tenían algunos reparos con piedras,
y flechazos defendían la subida, y tiraban golpes más seguros y ciertos a los
que más se señalaban, Corbarán, como valiente y esforzado caballero, era de los
que más les apretaban por su persona, y para subir con más ligereza, y andar
más suelto, se quitó las armas, después el morrión, ocasión de su muerte;
porque le dieron un flechazo en la cabeza, de que luego murió, con cuya pérdida
los demás se retiraron.
Con la muerte de tal Capitán trocóse la victoria de este día en
tristeza y sentimiento; porque perder una buena cabeza suele causar algunas veces inconvenientes y daños de mayor consideración, que no lo es el provecho
que resulta de la victoria que se adquiere con su muerte. Sintiólo Roger mucho,
que le tenía concertado de casar con una hija suya, y puesta en su persona su
mayor esperanza. Perdio la vida Corbarán con más honroso fin, que los demás
Capitanes, porque cayó con la espada en la mano, y en la misma victoria, y no
por manos de traidores como otros compañeros suyos. Es corto el discurso de los
hombres que se tiene por gran desdicha lo que se pudiera contar entre los
prósperos sucesos de la vida. Prévinole a Corbarán una muerte honrada a otra
cruel y afrentosa, pues corriera, como es de creer, el mismo riesgo que los
demás Capitanes. Enterrándole en un templo dos leguas de Tiria, a donde dice
Montaner, que estaba el cuerpo de San Jorge. Hiciéronle compañía diez
Cristianos, que solos murieron en aquel encuentro. Levantáronle un sepulcro de mármol, y honráronle con grandes obsequias, pues solo para cumplir con su
memoria se detuvieron ocho días. De Tiria despacharon orden a su armada, que
estaba en la Isla del Jío, para que lo más presto que pudiese pasase a Tierra
firme de la Asia, y que se detuviese en Ania
aguardando segunda orden.
CAPÍTULO XV.
LLEGA BERENGUER DE ROCAFORT CON SU GENTE A CONSTANTINOPLA, Y POR
ORDEN DEL EMPERADOR SE JUNTA CON ROGER EN ÉFESO.
Berenguer de Rocafort llegó de Sicilia por este tiempo a
Constantinopla con algunos bajeles y dos galeras, y con dos cientos hombres de
a caballo, y mil Almogávares, habiendo cobrado ya del Rey Carlos el dinero que
le debía, y restituido los castillos de Calabria que estaban en su poder.
Mandóle luego Andrónico, que navegando la vuelta de la Asia, procurase juntar
sus fuerzas con las de Roger; y así con mucha brevedad llegó al Jío, adonde
halló a Fernando Aones de partida, y juntos llegaron a Ania, de donde avisaron
a Roger con dos caballos ligeros de la venida de Rocafort con los suyos. Llegó
esta nueva antes de salir de Tiria, y causó generalmente en todo el campo
grandísimo contento, así por la gente que Rocafort traía, que era mucha y
escogida, como por la opinión que tenía de muy valiente y esforzado Capitán.
Envió luego Roger a visitarle con Ramón Montaner, y con orden de que se partiese
luego de Ania, y viniese a Éfeso, dicha por otro nombre Altobosco. Partió
Montaner con una tropa hasta de veinte caballos, y con alguna gente práctica,
para que le guiasen por caminos desviados, por no encontrarse con los Turcos, que ordinariamente corrían la tierra, y salteaban
los caminos más pasajeros. Valióle a Montaner poco esta diligencia y cuidado, porque muchas veces hubo de abrir camino con la
espada; llegó al fin a la Ciudad de Ania libre de estos peligros. Dio a
Rocafort la bien venida de parte de los suyos, y le
dijo lo que Roger ordenaba acerca de su partida. Rocafort obedeció, y dejando
para la guarnición de la armada quinientos Almogávares, con lo restante de la
gente tomó el camino de Éfeso, adonde llegó acompañado de Montaner dentro de dos
días. Esta ciudad es una de las más señaladas de toda el Asia por su famoso
templo dedicado a la diosa Diana. Fue no solamente reverenciada de los romanos,
pero de los Persas y Macedones, que tuvieron antes el
Imperio, y todos conservaron sus inmunidades y derechos, sin que se mudasen
jamás mudándose los Imperios: tanto era el respecto con que veneraban los
antiguos las cosas que se persuadían que tenían algo de divinidad y religión.
Pero el mayor título que esta Ciudad tiene para ser famosa y celebrada, es
haber puesto en ella el Apóstol y Evangelista San Juan los primeros fundamentos
de la fe. De este Santo referiré lo que Montaner escribe, que por referirlo en
esta misma historia, no parece ajeno de la nuestra.
Dicen que en esta Ciudad de Éfeso está el sepulcro donde San
Juan se encerró cuando desapareció de los mortales, y que poco después vieron
levantar una nube en semejanza de fuego, y que creyeron que en ella fue
arrebatado su cuerpo, porque después no pareció. La verdad de esto no tiene otro
fundamento mayor que la tradición de aquella gente, referida por Montaner. El
día antes de San Juan, cuando se dicen las vísperas del Santo, sale un maná por
nueve agujeros de un mármol que esta sobre el sepulcro, y dura hasta poner del
sol del otro día, y es tanta cantidad, que sube un palmo sobre la piedra, que
tiene doce de largo y cinco de ancho. Curaba este maná de muchas y graves
dolencias, que con particularidad las refieren Montaner.
Después de cuatro días que Rocafort y Montaner llegaron a Éfeso,
entró también Roger con todo el ejército. Alegráronse todos de ver a Rocafort
amigo y compañero en todas las guerras de Sicilia, por el socorro que les
traía, que hallándose lejos y en tierras enemigas fue de grande importancia, y
aumentó mucho las fuerzas de los Aragoneses. Diósele luego el oficio de
Senescal que vacó por muerte de Corbarán, y para que en todo le sucediese, le
dio Roger su hija por mujer, habiendo sido primero concertada con
Corbarán; porque con este nuevo parentesco aseguraba Roger la condición y aspereza de Rocafort, aparejada para intentar cosas nuevas. Dióle cien caballos para la gente que traía, con
armas de a caballo, y cuatro pagas. En Éfeso, dice Pachimerio, que Roger y los
Catalanes hicieron notables crueldades para sacar dinero, cortando miembros,
atormentando, degollando los desdichados Griegos, y que en Metellin un hombre
rico y principal llamado Macrami fue degollado, porque prontamente no quiso dar cinco mil escudos que le pidieron: licencia militar
y atrevimiento ordinario en gente de guerra mal disciplinada.
Roger, todo el dinero, caballos y armas que recogió de las
contribuciones de las ciudades vecinas envió a Magnesia con una buena escolta;
porque en esta ciudad como la más fuerte de aquellas provincias, determinó
poner su asiento para invernar. De Éfeso se fueron todos juntos a la Ciudad de
Ania, adonde estaba Fernando Aones con la armada. Hiciéronles un grande
recibimiento a Roger y a Rocafort los soldados que se hallaban en Ania, saliéndoles
a recibir con grande alegría y regocijo; porque ya les parecía que juntos eran
bastantes a recuperar el Asia, echando de ella a los Turcos. Roger agradeció y
satisfizo este buen recibimiento, dando una paga a todos los soldados de la
armada; y porque Tiria quedaba desarmada y sin defensa, determinaron que se
enviase alguna gente para su seguridad. Fue Diego de Orós hidalgo Aragonés,
buen soldado, con treinta caballos y cien infantes; porque con esto les parecía
que quedaría en defensa la Ciudad y su comarca, fiando más en la reputación
de sus armas, que en el número de la
gente: que muchas veces alcanza la reputación lo que no pueden las fuerzas.
CAPÍTULO XVI.
REPRIMEN LOS NUESTROS EL ATREVIMIENTO DE SARCANO TURCO. LLEGAN
NUESTRAS BANDERAS A LOS CONFINES DE LA ANATOLIA Y REINO DE ARMENIA.
Tuvieron nuestros Capitanes consejo del camino que tomarían, y
concordaron todos en que volviesen otra vez hacia las Provincias Orientales y
pasados los montes, entrasen en Pámfila, adonde les pareció que estarían las
mayores fuerzas de los Turcos, y habría ocasión de venir con ellos a batalla,
que este fue siempre el intento principal que se llevaba; porque siendo nuestro
ejército tan pequeño, no se podía hacer la guerra a lo largo, y ocupar Ciudades
y lugares, habiendo de dejar en ellas guarnición, porque era dividir y deshacer
sus fuerzas; y así pareció siempre acertado caminar la vuelta de los Turcos, y
pelear con ellos. Pero en tanto que se trataba de poner en ejecución la salida,
Sarcano Turco con saber que el ejército de los Catalanes estaba dentro de la Ciudad, se atrevió a correr su vega llevando a sangre y
fuego cuanto se le puso delante. Pagó presto su atrevimiento y locura; porque
salieron los nuestros sin aguardar orden, ni esperar los Capitanes: tanto les
ofendía la osadía de este Bárbaro, y dieron con tanta presteza sobre él y los
suyos, que aunque luego quiso retirarse, no pudo sin mucho daño, porque se
halló tan empeñado que hubo de pelear para huir. Siguieron los nuestros el
alcance hasta la noche, y volvieron a la Ciudad con nuevos bríos, dejando
muertos en la campaña de los enemigos mil caballos y dos mil infantes: cosa
apenas creída de los que quedaron dentro de la ciudad, porque la salida fue muy
tarde, y con mucho desorden.
Roger y los demás Capitanes considerando cuán dañosa les pudiera
ser la detención, si los soldados advirtieran el peligro de la jornada y camino
que intentaban, con el gusto de la victoria pasada, quisieron que dentro de
seis días marchase el campo. Partieron de Ania, y atravesaron la Provincia de
Caria, y todo aquel inmenso espacio de Provincias que están entre la Armenia y
el mar Egeo, sin que hubiese enemigo que se les opusiese. Marchaba el campo
según la comodidad de los lugares muy de espacio, consolando los pueblos
Cristianos, y animándoles a su defensa, y con universal admiración de todos los
fieles eran recibidos los nuestros, alegrándose de ver armas Cristianas tan a
dentro, las cuales los que entonces vivían jamás vieron en sus Provincias,
aunque su deseo siempre las llamaba y esperaba; pero la flojedad de los Griegos
nunca les dio lugar a que las viesen, hasta que el valor de los Catalanes y
Aragoneses se las mostró.
CAPÍTULO XVII.
PELEAN CON TODO EL PODER DE LOS TURCOS LOS CATALANES Y
ARAGONESES EN LAS FALDAS DEL MONTE TAURO, Y ALCANZAN DE ELLOS SEÑALADÍSIMA
VICTORIA.
Poco antes que llegasen a las faldas del monte Tauro, que divide
la Provincia de Cilicia de Armenia la menor, hicieron alto, y trataron de que
primero se reconociesen las entradas y pasos peligrosos, sospechando siempre,
como sucedió, que el enemigo no les aguardase. En tanto que esto se consultaba,
nuestra caballería que reconocía la campaña, descubrió el ejército enemigo que
aguardaba el nuestro entre los valles de las faldas del monte. Tocóse arma en
ambos ejércitos, y los Turcos viéndose descubiertos, y
que su traza había salido vana y sin fruto, se resolvieron luego de salir a lo
llano, y acometer a los nuestros que venían algo fatigados del camino, antes
que pudiesen descansar ni mejorar de puesto. Había en el campo de los Turcos veinte mil infantes, y diez mil caballos, y la mayor
parte de ellos eran de los que habían escapado de las rotas pasadas. Tendióse
su caballería por el lado izquierdo, y la infantería por el derecho la vuelta
del campo Cristiano. Opúsose Roger con su caballería a la del enemigo, que por
la frente y costado cerró con la nuestra. Rocafort con su infantería, y Marulli
hizo lo mismo, habiendo primero los Almogávares hecho su señal acostumbrada en
los encuentros más arduos, que era dar con las puntas de las espadas y picas
por el suelo, y decir: despierta hierro; y fue cosa notable lo que hicieron
aquel día, que antes de vencer, se daban unos a otros la enhorabuena, y se
animaban con cierta confianza del buen suceso.
Trabóse la batalla en puesto igual para todos, con grandes y
varias voces, peleándose valerosamente, porque pendía la vida y libertad de
entre ambas partes de la victoria de aquel día. Si los nuestros quedaran
vencidos por ser poco prácticos en la tierra, y tener tan lejos la retirada,
fuera cierta su muerte, o lo que que se tuviera por peor quedar cautivos en
poder de aquellos Bárbaros ofendidos. Los Turcos tenían también igual peligro;
porque los naturales de aquellas Provincias Cristianas a donde estaban,
viéndoles rotos y vencidos, les acabaran sin duda, satisfaciendo en ellos una
justa venganza. En el primer encuentro, por la multitud y número infinito de
los Bárbaros, se corrió gran riesgo, y estuvo la victoria muy dudosa, pero
cobraron nuevo ánimo y vigor; porque los Capitanes repitieron segunda vez el
nombre de Aragón, y desde entonces parece que esta voz infundió en los enemigos
temor, y en los nuestros un esfuerzo nunca visto. Y como ya de una y otra parte
se había llegado a los golpes de alfanjes y espadas, en que los nuestros tenían
tanta ventaja por las armas defensivas, luego se comenzó a inclinar la victoria
por nuestra parte. Los Catalanes ejecutaban en los vencidos su rigor y furia
acostumbrada en las guerras contra los infieles, que aquel día en los Turcos
todo fue desesperación, ofreciéndose a la muerte con tanta determinación y
gallardía, que no se conoció en alguno de ellos muestras de quererse rendir, o
fuese por estar resueltos de morir como gente de valor, o porque desesperaron
de hallar en los vencedores piedad. En tanto que sus brazos pudieron herir
siempre hicieron lo que debían, y cuando desfallecían con el semblante y los ojos mostraban que el cuerpo era el vencido, no el
ánimo. Los nuestros no contentos de haberlos hecho desamparar el campo, les siguieron con el
mismo rigor que pelearon en la batalla. La noche y el cansancio de matar dio fin al alcance. Estuvieron hasta la mañana con las armas
en la mano. Salido el sol, descubrieron la grandeza de la victoria, grande
silencia en todas aquellas campañas, teñida la tierra en sangre, por todas
partes montones de hombre y caballos muertos, que afirma Montaner, que llegaron
a número de seis mil caballos, y doce mil infantes, y que aquel día se hicieron
tantos y tan señalados hechos en armas, que apenas se pudieran ver mayores; y
con encarecer esto no refiere alguno en particular, con grande injuria y
agravio de nuestros tiempos, pues tales hazañas merecieran perpetua memoria.
Quedó con tanto brío nuestra gente después de esta victoria, y
tan perdido el miedo a las mayores dificultades, que pedían a voces que pasasen
los montes, y entrasen en la Armenia, porque querían llegar hasta los últimos
fines del Imperio Romano, y recuperar en poco tiempo lo que en muchos siglos perdieron
sus Emperadores; pero los Capitanes templaron esta determinación tan temeraria,
midiendo, como era justo, sus fuerzas con la dificultad de la empresa.
CAPÍTULO XVIII.
CON LA ENTRADA DEL INVIERNO VUELVEN LOS NUESTROS A LAS
PROVINCIAS MARÍTIMAS. REBÉLANSE LOS DE MAGNESIA, PÓNELES SITIO ROGER, PERO
LLAMADO DE ANDRÓNICO, LE LEVANTA, Y LLEGA A LA BOCA DEL ESTRECHO CON TODO EL
EJÉRCITO.
Detuviéronse ocho días en el lugar de la victoria, y fueron
pocos para recoger la presa. Prosiguieron su camino hasta un lugar que Montaner
llama Puerta del Hierro; término, y raya de la Anatolia y Armenia. Detúvose
tres días Roger dudoso del camino que tomarían, pero al fin viendo cerca el
Otoño, y hallándose tan a dentro de las Provincias que aún no estaban bien
aseguradas a su devoción, se resolvió con el parecer de sus Capitanes, de
volver a la Ciudad de Ania, y pasar en ella el invierno, hasta que fuese tiempo
de salir en campaña; pues aquel año se había roto cuatro veces al enemigo, y
recuperado tantas Provincias. Nicéphoro dice, que por faltar las espías y gente
práctica en la tierra dejaron de pasar adelante; porque sin ella fuera cosa muy
peligrosa, y Roger era tan diestro Capitán, que no se aventurara
temerariamente. Hacinase las jornadas muy cortas, porque no pareciese que la
retirada era por algún temor, caminando por los puestos que tenían ya
reconocidos a la ida. En esta retirada cargan los Historiadores Griegos a los
nuestros de insolentes y crueles, que hicieron más daño en las Ciudades de Asia
que los Turcos enemigos del nombre Cristiano; y aunque creo que fueron algunos
los daños, pero no tantos como ellos lo encarecen. Porque el tiempo que los
nuestros estuvieron en Asia, fue muy poco, y éste le ocuparon siempre en vencer
y alcanzar señaladas victorias de sus enemigos, de donde les resultaba infinita
ganancia de las presas que hacían, que eran tantas, que algunas veces las
dejaban, o por no poderlas llevar, o por
estimarlas en poco; pero yo doy por verdadero lo que dicen los Griegos, más no
por eso se les puede quitar la gloria de sus victorias. ¿Qué ejército se ha
visto que diese ejemplo de moderación y templanza, y más el que alcanza muy a
tarde sus pagas? No hay duda que un ejército amigo mal disciplinado, es tan
dañoso en una Provincia como el del enemigo; y así los Griegos la mayor parte
de sus historias entretienen en las quejas de estos daños, encareciéndolos más
de lo que debe un Historiador.
Veníase el ejército retirando hacia Magnesia, donde Roger tenía la mayor parte de sus riquezas y tesoro, cuando
les llegó aviso de los de Magnesia, como Ataliote su Capitán se había rebelado;
y degollado la guarnición de los Catalanes que Roger había dejado, y alzádose
con sus tesoros que había recogido dentro de la Ciudad. El caso pasó de esta
manera.
Magnesia era una Ciudad fuerte y grande, y por entre ambas cosas
difícil de ganar si los ánimos de los naturales estaban unidos. Sucedió que
Roger mal advertido les entró a pedir, que para cuando él volviese le tuviesen
a punto caballos y dinero para socorrer su gente. Ellos valiéndose del
aborrecimiento que los Alanos, que estaban dentro, tenían a los Catalanes, y
movidos de la codicia de hacerse dueños de los tesoros que Roger había
recogido, se resolvieron de tomar las armas, y rebelarse. Comunicado su consejo
con Ataliote, y aprobado por él, les pareció ponerle en ejecución; porque como
antes vivían a modo de Ciudad libre, temían venir en sujeción. Los ciudadanos
eran muchos y armados, los Alanos también, y los graneros con abundancia de
trigo, armas, dineros y otros pertrechos militares; finalmente recibiendo fe y
juramento entre sí de valerse unos a otros, pasaron a cuchillo parte de los Catalanes que estaban dentro, parte prendieron, y los
pusieron en cárceles muy seguras. Con esto se confirmaron en su rebelión; porque no hay cosa que más la asegure un
hecho semejante, cuando la atrocidad quita la esperanza del perdón. Este hecho
no le parece al Griego Pachimerio que lo refiere digno de vituperio, antes lo
aprueba y alaba; con que claramente se debe tener por apología más que por
historia la suya.
Sabida la rebelión de los de Magnesia por Roger, quiso
castigarla luego; y así con parte de los Alanos que le seguían, de los Romeos,
y con todos los Catalanes fue a poner sitio a la ciudad
para castigarla, como merecía tan fea maldad. Hizo venir con notable diligencia
máquinas y artificios para batirla, y a pocos días dio un asalto general, en
que fueron rebatidos los nuestros con grande mofa y escarnio de los cercados, y
a Roger con palabras injuriosas le afrentaban. Quiso Roger romperles los
conductos, pero ellos advertidos hicieron una salida con que impidieron el
efecto. El cerco se continuaba, y en ese mismo tiempo les vino un despacho de Andrónico en que les mandaba, que dejado el
sitio de Magnesia, viniese a juntarse con Miguel su hijo, para socorrer al
Príncipe de Bulgaria cuñado de Roger, porque un tío suyo se le había levantado
con parte del estado, y estaba en punto de perderse si no se le acudía presto
con socorro. Tengo por muy cierto, que este levantamiento fue fingido por
Andrónico, por dar alguna razón aparente para sacar los nuestros de Asia, de
quien temió siempre, que acreditados con tantas victorias se alzarían con ella,
negándole la obediencia, y para obligar más a Roger, le puso delante el peligro
de su cuñado. A estos daños vive sujeto el Capitán que sirve a Príncipes
tiranos o pequeños, en quien siempre la sospecha y recelos tienen el primer
lugar en sus consejos. Dichoso el que obedece y sirve a grande y poderoso
Monarca, en cuya grandeza no puede caber ofensa nacida del aumento de su
vasallo. Para tener por ciertos estos movimientos, me hace gran dificultad el
ver que no trata Nicéphoro de ellos, antes bien da diferente causa porque los
nuestros no pasaron adelante con sus victorias, que fue el miedo grande de
Andrónico, y sin duda este fue el que detuvo la buena dicha de los nuestros, y
el que impidió que no se restaurasen todas las Ciudades y Provincias del
antiguo Imperio de los Romanos. Estas son las mismas palabras de Nicéphoro:
«Roger, después de haberse juntado en consejo, resolvió de
replicar al Emperador, y en tanto ver si podía ganar a Magnesia, pero la
resistencia de los de dentro fue de manera, que Roger se hubo de retirar con
pérdida de reputación y gente, y aunque llegó a tratar de concierto con ellos,
con solo que le volviesen el dinero, no lo pudo alcanzar. Por esto y porque los
Alanos se despidieron, trató Roger de levantarse del sitio, dando por disculpa
que el Emperador se lo mandaba; pero muchos no dejaron de tener un oculto
sentimiento de salir de aquellas Provincias sin castigar los Magneositas, y
dejar lo que habían ganado a la furia y rigor de los Bárbaros, que luego las
habían de ocupar viéndolas sin defensa. No faltaban entre los soldados
ordinarios algunos, que con secretas pláticas alteraban los ánimos para nuevos
movimientos, diciendo: ¿Qué nos importaba haber vencido tantas veces, si se nos
quita el premio de las manos? ¿Para esto salimos de nuestra tierra, y del
regalo de la patria; para tener por recompensa del peligro de la vida tantas
veces aventurada una pequeña paga? ¿Después de ganada una Provincia sacarnos de
ella, y darnos por galardón de tantos servicios una nueva y peligrosa guerra?
Los Capitanes y la demás gente de lustre aunque disimulaban, y en lo exterior
se dejaban engañar, sentían mal de esta partida, y creyeron que más había
nacido de los recelos de Andrónico, que de los movimientos de Bulgaria.
Llegaron los nuestros a la ciudad de Ania, y de allí tomaron el camino hasta la
boca del estrecho por todas aquellas Provincias marítimas, navegando siempre la
armada al paso que ellos marchaban por tierra. Con esta orden llegaron al Cabo
que está en el estrecho, en frente de Galípoli, que Montaner llama Boca de Aner.
Avisaron de allí al Emperador como estaban a punto para embarcarse, aguardando
nueva orden para partirse. Quedó contentísimo Andrónico de que los Catalanes le
hubiesen obedecido, y alabándoles por cartas su puntualidad en cumplir sus
órdenes, les hizo saber cómo los movimientos de Bulgaria con solo la fama de
que venia el ejército de los Catalanes se sosegaron.»
Esto es lo que dice Montaner; Pero Pachimerio parece que refiere
con más verdad la ocasión que tuvo Andrónico en este segundo despacho de decir
que ya estaba todo sosegado; porque Miguel Paeologo su hijo a persuasión de los
Griegos ofendidos, y de los soldados de otras naciones que tenía en su
servicio, que como inferiores en número y valor temían a los Catalanes,
escribió a su padre Andrónico que no quería que Roger se juntase con su
ejército, porque temía guerras civiles, y que la insolencia de los Catalanes no
la pudiera sufrir, si con la misma libertad que en Asia habían de proceder y
vivir, y que Gregorio cabeza de los Alanos estaba con él ofendido por la muerte
de su hijo, y que viendo a Roger y a los suyos, sería ocasión de algún gran
rompimiento. Con esto Andrónico le pareció que sería conveniente buscar algún
medio para que esto se compusiese; y así mando a su hermana Irene, y a su
sobrina María, que se fuesen luego a Galípoli, y tratasen con Roger, que
dejando la mayor parte de su ejército en Asia, con solos mil hombres escogidos
pasase a juntarse con Miguel. Consultó el caso Roger con los más principales
Capitanes, y a todos les pareció cosa peligrosa el dividir sus fuerzas, y
sospecharon luego que esto no fuese principio de alguna muy grande traición; y
así Roger respondió a su suegra, que él no se hallaba con ánimo bastante de
persuadir a los Catalanes que se dividiesen, pasando mil de ellos a Grecia, y
que los demás quedasen en Asia. La suegra volvió al Emperador, y le dio razón
de lo que había pasado con su yerno. Con esto se acabó la guerra de Asia en
poco más de dos años; corto espacio de tiempo para tan señalados hechos,
bastantes a ilustrar un siglo entero.
CAPÍTULO XIX.
ALÓJASE EL EJÉRCITO EN LA TRACIA QUERSONESO, Y ROGER PARTE A
CONSTANTINOPLA.
Embarcóse el ejército en las galeras y navíos de su armada, y
siguiendo el orden que tenían del Emperador Andrónico, atravesaron el estrecho,
y desembarcaron. Toda la gente en la Tracia Quersoneso, tomando por plaza de
armas y principal cabeza de sus alojamientos a Galípoli, Ciudad en aquel tiempo
tenida por la más principal de la Provincia, puesta casi a la boca del estrecho
que mira al Norte. Estiéndese este Istmo o Quersoneso de Tracia setenta millas
a lo largo, y seis en ancho, y en algunas partes menos de tres. Por la parte
del Oriente le baña el mar del estrecho, llamado de los antiguos Helesponto,
que divide la Europa del Asia. Cíñele el mar Egeo por la parte del ocaso y
medio día, y por el Septentrión el mar del Propóntide, llamado en nuestros
tiempos de Mármara. Fue en lo pasado este Istmo morada de los Cruseos, y hubo
en la parte que se continúa con la Tierra firme Lisimachia, celébre por su
fundador Lisímaco, que le dio el nombre, y Sexto, lugar conocido por los amores
de dos infelices amantes. Pero al tiempo de los Catalanes y Aragoneses llegaron a esta Provincia apenas parecían sus ruinas; solo en las de la antigua
Lisimachia había un castillo llamado Ejamille, y muchas aldeas y poblaciones
pequeñas a donde los nuestros se alojaron en tanto que pasaba el rigor del
invierno, tomando, como tengo dicho, a Galípoli, Ciudad de mediana población,
por principal fuerza y presidio para la defensa común. Guardóse el mismo orden
en los alojamientos que el año antes se tuvo en el cabo de Artacio, quedando al
parecer todos satisfechos y sosegados, se fue Roger a Constantinopla con cuatro
galeras, y con parte de la infantería más escogida a verse con el Emperador
Andrónico, y darle la enhorabuena de la restauración de tantas provincias del
Asia, y recibir juntamente mercedes y honras debidas a tantas victorias.
Llegaron a la ciudad los nuestros acompañando su General, y con
universal admiración de todos les recibieron y acompañaron hasta el Palacio,
donde el Emperador con demostraciones y palabras nunca antes usadas le honró, y
Roger después de haberle dado entera relación del estado de las Provincias que
puso en libertad, le pidió dinero para hacer pagamento general. Repondió el
Emperador con mucho cumplimiento, diciendo, que era muy debido a su valor no
dilatar pagas tan bien ganadas, y que él se las mandaría librar luego. Pero
aunque esta respuesta en lo exterior fue la que Roger podía desear, quedo el
Emperador muy desabrido de esta demanda, porque después de tan grandes presas,
y despojos riquísimos de las Provincias conquistadas, pedirle luego una pequeña
paga, era señal de una codicia insaciable, y que difícilmente todo el poder del
Imperio Griego la pudiera satisfacer. Lo que alcanza el soldado en premio de la
victoria sirve más para el gusto que para la necesidad, y así se distribuye con
mucha largueza en juegos, en camaradas, y en banquetes; pero la paga se estima
siempre como cosa que se da en precio de su trabajo, y de su sangre, y acude
con ella a su necesidad, y siente mucho que ésta se le niegue, o se dilate, y
más cuando el Príncipe gasta con gran largueza en una vana ostentacion de su
Majestad, y deja de acudir a esta obligación, en la cual se funda y apoya la
verdadera grandeza de los Reyes.
CAPÍTULO XX.
BERENGUER DE ENTENZA CON NUEVO SOCORRO LLEGA A CONSTANTINOPLA,
DONDE SE LE DIO EL CARGO DE MEGADUQUE, Y A ROGER LE OFRECIERON EL DE CÉSAR.
Roger quedó en la Ciudad algunos días solicitando al Emperador su despacho, y a los ministros de su hacienda que
maliciosamente ocultaban el dinero, y ponían dificultades y estorbos en los
medios y arbitrios que se daban para su cobranza: artes usadas siempre de los
que manejan hacienda de Príncipes. Aunque en esta detención concurría el
Emperador.
En este medio llegó a Galípoli Berenguer de Entenza, hombre
conocido por su sangre y valor, llamado con grande instancia del Emperador
Andrónico, que aunque Berenguer tenía ya ofrecido que le vendría a servir,
envió segunda vez por él con embajada particular, ofreciendo hacerle muy
aventajadas mercedes. Partió de Mesina Berenguer solicitado de este segundo
llamamiento, y llegó a Grecia con algunas galeras, y cinco bajeles armados, y
en ellos mil Almogávares, y trescientos hombres de a caballo, toda gente muy
lucida. Detúvose en Galípoli diez días, donde fue recibido con notable gusto de
toda la nación, hasta saber lo que Roger ordenaba, a quien envió dos caballos
para que le diesen aviso de su llegada. Holgóse mucho Roger de tener a
Berenguer de Entenza en su compañía, porque había entre los dos estrechísima amistad, y grandes obligaciones para conservarla.
Escribióle que viniese luego a Constantinopla, porque el Emperador querría
honrar su persona como se contenía en dos cartas del mismo Emperador, con
sellos pendientes de oro, que juntamente con la suya le enviaba. Con esto
Berenguer de Entenza se fue a Constantinopla, y luego acompañado no solamente
de Roger, y de todos los de nuestra nación, pero también de muchos Griegos principales, que en público profesaban nuestra amistad, entró en el Palacio Imperial. Recibióle Andrónico con semblante alegre, pero con ocultos temores y sospechas, porque los Catalanes se aumentaban, no solo
en reputación, pero con nuevos suplementos de gente. Y aunque Andrónico procuró
con particular instancia, que Berenguer viniese a servirle, fue antes que los Catalanes alcanzasen tantas victorias de los Turcos. Pero
después que por ellas creció su estimación, tuvo por sospechosa compañía tan
poderosa dentro de su casa, y Pachimerio dice, que el Emperador no le quiso
recibir a su sueldo, porque venia con más compañías de gente que él pedía.
Roger de Flor entre las muchas partes que le hicieron famoso,
fue el ser agradecido, y reconocer en
público sus obligaciones a Berenguer de Entenza, que en los tiempos que pobre y
desvalido llegó a Sicilia, le amparó y ayudó a levantar su fortuna. Pidió
licencia al Emperador para renunciar el oficio de Megaduque en Berenguer, dando
por motivo su valor y nobleza igual a la de los Reyes, y que caballero de tan
alta sangre era justo que tuviese el primer lugar en el ejército. Berenguer de
Entenza con igual correspondencia suplicó al Emperador, que el título de César
que le ofrecía fuese servido de darle, a Roger; persona de tantos servicios, y
por el casamiento de su nieta adoptado en la casa Real, pocas veces usada, no
solo en los tiempos presentes, pero ni en los antiguos, donde la moderación y
templanza parece que tuvieron alguna estimación. Roger poderoso en riquezas,
acreditado con victorias, estimado por el nuevo parentesco, Berenguer por
sangre y por valor ilustre, parece que entre ambos pudieran tener razón de
pretender el supremo lugar, pero las mismas calidades que les debieran incitar
a la emulación, fueron las que les moderaron, juzgando por muy aventajadas las
ajenas, y por muy inferiores las propias.
El siguiente día después de la llegada de Berenguer, asistiendo
toda la nobleza de la Corte, así extranjeros como naturales, Roger de Flor, habida licencia de Andrónico, se quitó el bonete, insignia de su dignidad de Megaduque,
y juntamente con el sello, bastón y estandarte de su oficio, le entregó a
Berenguer; rehusólo, y sin duda no lo admitiera, si el Emperador resueltamente
no se lo mandara. Causó en los Griegos gran admiración la cortesía de Roger, y
Andrónico la celebró, y honró con otra más señalada merced, ofreciendo a Roger
título de César, uno de los mayores de su Imperio; con que entre ambos quedaron
obligados, y los Griegos ofendido de ver que Andrónico diese el título de César
desusado ya en aquel imperio por sospechoso a los Príncipes. En los tiempos
antiguos, cuando floreció el Imperio Romano, llamar a uno César, era señalarle
por su sucesor, como lo es entre los Emperadores occidentales el Rey de
Romanos, en Francia el Delfín, y en nuestra España el Príncipe. Pero declinado
ya el poder de los Romanos, después de dividido el Imperio, los Emperadores Griegos daban solamente el título de César, sin algún derecho de sucesión; pero siempre quedó estimado este
oficio, puesto que solo era sombra de lo que fue. Túvose después por el
primero, hasta que la dignidad de Sebastocrator fue preferida, cuando Alejos
Commeno dio su segundo lugar en el Imperio a Isacio. Esta también perdió
después su precedencia y autoridad, cuando el mismo Alejos, por quedar sin hijo
varón, casó su hija primogénita Irene, con Alejos Paleólogo, dándole título de
Déspota, que es lo mismo que llamarle a uno señor, y fuera sin duda Emperador
si no muriera antes que su suegro; de suerte que la dignidad de César en aquel
Imperio es la tercera, por ser la primera la de Déspota, y la segunda la de
Sebastocrator. Dice Curopalates que estas tres dignidades no tienen particular
ocupación a que acudir, y que al César le llaman señor; palabra tenida por
soberbia, y debida solo a Dios en los tiempos antiguos aún de los mismos
Emperadores, pues leemos de Augusto, de Tiberio, y de algunos otros que jamás
consintieron que les llamasen señores. Tratábanle de Majestad al César, el
bonete que llevaba era de oro y grana, y su remate casi como el del Emperador,
la capa de grana, las media y zapatos de color celeste, y la silla como la del
mismo emperador, pero sin águilas, iba junto al Emperador en las públicas
entradas y acompañamientos, y vivía dentro de su Palacio. Todo este suceso que
se ha referido es conforme se saca de lo que Montaner en su historia, y
Berenguer en sus relaciones no dejó escrito. Pero Jorge Pachimerio en el cap.
II del libro 12 refiere con alguna variedad este suceso; y así me ha parecido
no confundirlo con lo de arriba, ya que no los podía conciliar, para que el que
lo leyere pueda con claridad hacer juicio de lo que le pareciere más verdadero.
Determinado ya el Emperador de recibir a Berenguer de Entenza,
le envió a llamar muchas veces, que se decía estaba en Galípoli, y para
asegurarle le envió sus patentes con sellos pendientes de oro, en que le prometía
con juramento, que queriéndose quedar le trataria con buena voluntad, y ánimo
amigable, y que cuando se quisiese ir no lo impediría. Berenguer recibidos los
despachos, con la fe y palabra del Emperador, se fue a Constantinopla con dos
navíos, pero llegado, no quiso salir fuera de ellos, y envió el aviso al
Emperador de su llegada. Mandóle luego al Emperador llamar, y le envió coches y
caballos para que entrase con mucha autoridad y honra, pero Berenguer ni quiso
salir de los navíos, ni obedecer, pidiendo que el Emperador le enviase en
rehenes a su hijo el Déspota Juan. Pareció esto mal así al Emperador, como a
todos, pues no se fiaba de su palabra y juramento; y así le dejó muchos días en
los navíos. Finalmente llegándose el día de Navidad le envió a llamar,
diciéndole que estuviese de buen ánimo pues le había asegurado con su fe y
palabra. Estuvo dudoso mucho tiempo, hasta que se desengañó, y se fue al Emperador, de quien fue magníficamente recibido, pero siempre se retiraba a los navíos, a
donde el Emperador tuvo siempre cuenta de regalarle. El día de Natividad le
tomó al Emperador el juramento de fidelidad, y con esto le dio la dignidad de
Megaduque del Senado, y le dio la vara dorada, invención nueva del Emperador, y
le vistieron al modo y uso de Senador, con que dejó sus navíos, y se fue a
posar a Cosmidio donde estaban sus Catalanes, que algunos de ellos fueron
también honrados con títulos y mercedes grandes; y desde entonces Berenguer
tuvo grandes autoridad con los privados, y en los consejos de Andrónico. En el
juramento de fidelidad que hizo Berenguer disimuló su engaño, dando muestras de
verdad y llaneza; pues habiendo de jurar que sería amigo de los amigos del
Emperador, y enemigo de sus enemigos, exceptuó a Fadrique de los enemigos, porque
decía que le había jurado antes amistad. Esto pareció a los inteligentes que
encerraba en sí algún gran secreto, más de lo que exteriormente parecía; otros
lo tomaron bien, diciendo que como fue fiel a Fadrique, así lo sería al
Emperador, con que ganó opinión y gloria, siguiendo la sentencia de Platón, de
cuanta importancia sea el parecer bueno y justo para ganar opinión, y poder
engañar.
CAPÍTULO XXI.
LOS GENOVESES PERSUADEN AL EMPERADOR LA GUERRA CONTRA LOS
CATALANES, Y MIGUEL PALEÓLOGO HACE LO MISMO, Y ALBOROTASE EN GALÍPOLI LA GENTE
DE GUERRA.
Los Genoveses de Pera, que poco antes fortificaron y
engrandecieron con fosos y murallas, fueron los primeros que hicieron
sospechosas nuestras armas, y pusieron duda en nuestra fidelidad, diciendo al
Emperador Andrónico, que tenían nuevas de Poniente, que se preparaba una grande
y poderosa armada para acometer las Provincias del Imperio a la primavera, y
que esto lo tenían por cierto por manifiestas conjeturas; y que los Catalanes
que antes estaban en su servicio, y los que después con Berenguer de Entenza
vinieron, estaban unidos para su daño, y no para su defensa, porque se correspondían secretamente con los de Sicilia; y que el hermano bastardo de Don
Fadrique Rey de Sicilia se entendía que venia con doce navíos para juntarse con
ellos, y que para entonces aguardaban el declararse, y poner en ejecución sus
intentos. Estos fueron los embustes con que los Genoveses quisieron destruir
los Catalanes, y ellos introducirse, y hacerse muy confidentes, y celosos del
bien común del Imperio. Aconsejaron a Andrónico, según dice Pachimerio, que
acometiese desde luego a los Catalanes con guerra descubierta; que ellos tenían
cincuenta navíos en orden, y que con otros tantos que se armasen por el Emperador,
o se les diese dinero a ellos, aunque fuese en largos plazos, los pondrían
ellos en la mar; y que a esto solo les movía ver a los Griegos maltratados, la
tierra que ya tenían por patria maltratada y destruida de los que vinieron para
defenderla. No dio el emperador por entonces crédito a los Genoveses, creyendo
que eran quimeras fingidas de su maldad y envidia, nacida desde que pusieron
los Catalanes el pie en Grecia. La fe y juramento prestado de los Catalanes
también lo aseguraba; pero respondióles que agradecía su cuidado, y lo que se dolían de los trabajos de los Griegos. Mandóles que
callasen, y que él consultaría lo que se
debía hacer, y que consultado lo ejecutaría.
En este mismo tiempo la honra y merced que Andrónico hizo a
Berenguer, irritó el ánimo de Miguel Paleólogo para nuestra ruina, y persuadido
de los Griegos comenzó luego a tratar de ella, intentando para esto todos los
medios más eficaces que pudo, atropellando leyes divinas y humanas. Estaban los
Griegos tan envidiosos y soberbios, que con rabia y furor increíble, aunque con
algún secreto, andaban maquinando traiciones y alevosías; con lengua y manos
solicitaban a Miguel ya mal afecto contra nosotros, encareciendo la gran
reputación de las armas de los Catalanes, y que ocupaban los supremos cargos de
su Imperio, en grande mengua de su Majestad, y deshonor suyo. Creyeron siempre
los Griegos que nuestros Catalanes fueran como los Alanos y Turcoples, que no
se les levantaban los pensamientos a más que vivir con una triste y miserable
paga; pero cuando vieron proveídos en ellos los oficios de César, Megaduque,
Senescal y Almirante, y que tenían bríos para aspirar a los que quedaban,
advirtieron su daño, y comenzaron a sentirse de que las fuerzas y honras del
Imperio se pusiesen en manos de extranjeros. Al tiempo que entre los Griegos corrían estas pláticas y sentimientos, los soldados
de los presidios por parecerles que la paga se dilataba, maltrataron a los
Griegos de los pueblos donde estaban alojados: mal forzoso de la guerra, y que
difícilmente el rigor militar de los más insignes Capitanes lo ha podido
atajar. Miguel Paleólogo atento a todas las ocasiones de calumniar toda nuestra
nación, se valió de esta, para persuadir a su padre, diciendo: que si no se
atajaba luego la insolencia de los Catalanes, sería la total perdición del
Imperio, y de su casa, porque no contentos con la paga y sueldos tan excesivos,
y con los despojos riquísimos del Asia, oprimían los pueblos amigos para
satisfacer su codicia; que no por haber vencido a los Turcos quedaba el Imperio
libre de servidumbre, si se esperaba más insufrible, y cruel de los Catalanes,
en cuya mano estaba puesta la libertad común: que en vano la había recuperado
su abuelo Miguel Paleólogo, echando a los Latinos del Imperio, si segunda vez
se les había de entregar voluntariamente: que esto estaba muy cerca de suceder
si no se atajaba su insolencia: que les quedaban aún sus fuerzas a los Griegos
si sus trazas saliesen vanas para que de cualquier manera se oprimiese a los
Catalanes: que la obligación en que le habían puesto con librar sus Provincias
de los Turcos, ya su arrogancia y mala correspondencia lo había borrado, y sus
victorias merecían nombre de agravios, no de servicios, pues en vez de
establecer sus armas en una segura paz el Imperio, hacían nueva guerra a los
pueblos amigos con intolerables contribuciones, y malos tratamientos.
Andrónico apretado de la persuasión del hijo, y de sus privados,
que continuamente con quejas y sentimientos lloraban la miseria de los Griegos
en tanto deshonor suyo, mostró luego contra los Catalanes el efecto de su
pláticas, respondiendo a Roger, y a Berenguer que le pedían dinero para la
guerra, que no les quería pagar hasta que hubiesen pasado a la Asia, y diesen
principio a la guerra; lenguaje nunca antes usado de Andrónico, que hasta
entonces fue más largo en hacerles merced, y darles dinero, que solícitos ellos
en pedirle. La respuesta de Andrónico llegó a los oídos de los de Galípoli, y
fue tan grande el alboroto y motín que causó en todo el campo, que forzaron a
los Capitanes a tomar las armas para acometer los lugares del Imperio, y
apoderarse de algunas fuerzas y presidios. En tanto que Andrónico dilataba el
darles satisfacción, mostraron gran sentimiento de sus dos Capitanes Roger y
Berenguer, por parecerles que con su peligro y sangre se querían engrandecer, y
que por no disgustar al Emperador de quien esperaban sus mayores
acrecentamientos, no le apretaban como debieran, para que se les diese a ellos
pagas tan bien merecidas. Estas sospechas llegaron a tanto, que resolvieron de
enviar Embajadores al Emperador, pidiendo que les pagasen, y que continuarían
su servicio con mucha fidelidad, castigando los excesos de los que se atreviesen a ofender y maltratar
los pueblos amigos. Esta embajada tan cortés, dice
Pachimerio que fue por el miedo que tuvieron del ejército de Miguel Paleólogo,
que se había juntado para reprimir su atrevimiento y osadía. Recibida del
Emperador esta embajada, luego le pareció imposible el satisfacer por las grandes pagas que le pedían, pero por no llegar a rompimiento, y a una guerra declarada, les
remitió a Berenguer de Entenza, para que por su medio se quietasen con darles
parte del dinero que le pedían. Contentarónse por entonces con el dinero que se les dio, y con él se
fueron a Galípoli donde ya había llegado Roger con su mujer, suegra y cuñado,
que quisieron acompañarle, y también, a lo que yo sospecho, por tener Roger
cerca de sí a Irene su suegra y hermana del Emperador, como en rehenes, por si
acaso contra él se quisiese proceder como rebelde, cuando el alboroto y motín
pasara más adelante.
CAPÍTULO XXII.
PÁGASE LA GENTE DE GUERRA POR ORDEN DE ANDRÓNICO CON MONEDA
CORTA, DE DONDE NACIERON NUEVOS ALBOROTOS.
Forzado Andrónico, de la necesidad, con astucia y fraude Griega,
mandó librar la moneda de plata que se dio a los Embajadores para hacer el
pagamento, muy menoscabada, y falta en más del tercio de su antiguo valor, y
quiso que la recibiesen los soldados como si fuera muy entera. Los capitanes
poco advertidos del engaño, fácilmente se dejaron persuadir, y solicitados de
los soldados que casi amotinados pedían sus pagas, tomaron el dinero, y le
trajeron a Galípoli, donde se tomó muestra, y repartió con quejas y
sentimientos; pero al fin con solo el nombre de que los pagaban, aunque
conocieron la falta, se sosegaron. Diferentemente lo hicieron los Genoveses
poco después, que concertados con el Emperador por cierta cantidad de dinero
den envidiar su armada contra los Catalanes, pagándoles con esta misma moneda
se la volvieron a enviar, y deshicieron la armada. Cuando los Aragoneses y
Catalanes contentos con el dinero de las
pagas quisieron pagar los huéspedes Griegos, y darles entera satisfacción,
rehusaron recibir la moneda al precio que se les daba, y como la comida y
sustento necesario no sufre dilaciones, forzaban a los Griegos a que se las
diesen, y recibiesen la moneda. Con esto se fueron alterando los Griegos, y los Catalanes a buscar la comida con las armas,
con que todos los pueblos de aquella comarca quedaban desiertos. Andrónico con
infinitas quejas de los desórdenes y demasías de los soldados, se inclinó a
seguir el parecer de su hijo, y poner remedio eficaz y violento a tantos daños.
Pudiéranse atajar, si la diversidad de cabezas
que había en nuestro ejército, tuvieran entera autoridad con los súbditos, y
ellos estuvieran unidos; porque siempre, que un Príncipe usa de trazas tan
indignas de su obligación, como fue dar a los Catalanes moneda tan falta por su
antiguo precio, y no mandar con universal edicto que la recibiesen todos los
súbditos de su Imperio al mismo precio, es dar ocasión cierta de venir a
rompimiento el pueblo y la milicia.
Tiénese por cierto que este medio fue trazado por entre ambos
Emperadores Andrónico y Miguel, para que los Catalanes maltratasen a los
Griegos, y ellos ofendidos tomasen las armas para su venganza, con que les
pareció que los Catalanes quedarían perdidos, y ellos libres de su obligación.
Salió bien la traza, porque los nuestros faltos de dinero, se entraban por las
aldeas y pueblos grandes, y se hacían contribuir, y en hallando resistencia,
con la acostumbrada licencia militar maltrataban de manos y de lengua a quien
se les oponía. Nicéphoro autor Griego, como de la parte ofendida, cuenta largamente
los excesos de aquella milicia, y muchos más Jorge Pachimerio, que dando lugar
a su pasión, muerte con mayor malignidad. Pero Montaner niega que los Catalanes
se mostrasen implacables y crueles con los Griegos; antes dice que les ayudaban
y socorrían, porque con la furia de los Turcos, los fieles de las Provincias de
la Asia, huyendo de tan cruel servidumbre, se recogían a Constantinopla, y
perecían en los muladares de hambre y de miseria, sin que a los Griegos les
moviese a lástima la desdicha de los que tenían por compañeros y amigos; y que
los Catalanes con mucha liberalidad y largueza socorrían a muchos que padecían en este común trabajo. El crédito
que se debe dar a estos Historiadores el que leyese esta relación puede fácilmente
ser juez, precediendo primero la noticia de sus caridades. Nicéphoro y
Pacimerio Griegos, y en muchas partes poco cuidadosos de escribir la verdad,
ofendidos por comunes y particulares agravios de los nuestros, lejos de las
ocasiones, Montaner español, testigo de vista de todos estos sucesos, y que la
llaneza de su estilo, y del tiempo que escribió, parece que aseguran
la verdad de los acontecimientos que refiere.
El emperador Andrónico temiendo que Roger descubiertamente no
tomase las armas contra él, y siguiese la voluntad de los Catalanes, ofendidos
del engaño que hubo en las monedas de sus pagas, quiso que el Príncipe Maruli
general de los Romeos que militaban con Roger en el Oriente, fuese de su parte
a traerle a Constantinopla, y le asegurase de su voluntad, que siempre había
sido de hacerle merced, y engrandecerle, y juntamente le ordenó que dijese a su
hermana Irene que se viniese con él, por parecerle que tendría autoridad con el
yerno para persuadirle lo que importase. Llegó con esta embajada Maruli a
Galípoli, y Roger claramente le respondió que no pensaba salir de Galípoli sin
hacerse más sospechoso a los suyos con asistir en Constantinopla. Irene también
se excusó por la falte de salud, que no le daba lugar de ponerse en camino. Con
esto Maruli volvió a Constantinopla, y desengañó al emperador, que si no pagaba
el ejército por entero no había de tratar de conciertos. Con todo este
desengaño porfió segunda vez por medio de su hermana, a persuadirle que pasase
al Oriente con algún socorro que le enviaría, porque Filadelfia estaba en mayor
aprieto que el año antes, y que la necesidad que padecían no perdonaba aún a
los muertos. Bien quisiera Roger obedecer al Emperador, pero los soldados
estaban más irritados que nunca, y si Roger entonces mostrara gusto de dársele
al Emperador peligrara su autoridad y vida.
En este tiempo Berenguer de Entenza, viendo que todo estaba
lleno de sospechas y miedos, y que los Griegos le miraban como Catalán, y los
Catalanes entraban en desconfianza de su fe, porque estaba cabe el Emperador en
lugar tan supremo, y que aquello no podía ser sino estando de su parte,
aprobando lo mal que el Emperador lo hacia con ellos; finalmente estando ya las
cosas de los Catalanes, y Andrónico, en términos que no se podía estar neutral,
ni ser medianero entre estas diferencia sin gran riesgo de perderlos a todos,
Berenguer se resolvió de acudir a su primera obligación, y preferir a su
particular acrecentamiento el público honor y estimación de la nación, que
estaba cerca de perderse. Pidió licencia a Andrónico para volverse a Galípoli,
y aunque el Emperador con ruegos y dádivas le procuró detener, no dejó de
embarcarse en dos galeras que tenía al puerto de Blanquernas por la puerta del
Emperador, y dice Pachimerio, que se embarcó con el semblante triste, y que
mostraba el combate de pensamientos que llevaba. De la galera volvió a enviar
al Emperador treinta vasos de oro y plata que le había dado, y añade el mismo
autor, que las insignias de la dignidad de Megaduque las arrojó en el mar,
mostrando que desde entonces renunciaba la amistad del Imperio. Esta acción que
en los Griegos se condena por muy infame y vil, fue la más digna de alabanza
que este gran caballero hizo en el Oriente, porque ni las honras ni los cargos
no le pudieron apartar de lo justo; ejemplo grande para los que quieren
introducirse con daño del bien público, y reputación de la patria, como a
muchos acontece, que olvidados de lo que deben a su sangre y a su naturaleza,
la dejan maltratar por pequeños intereses, que las más veces de las veces de
ellos no les queda sino solo la infamia por premio de su ruindad.
Estando ya para partirse Berenguer, el Emperador le envió a
llamar muchas veces, sin que pudiese creer que Berenguer le dejaría.
Ofreciéronle al Emperador ciertos hombres de Malvasia de acometer las dos
galeras de Berenguer, y vengar la poca estimación que hacía de su amistad, y juntamente cobrar ellos una galera, que tenían a partido en servicio de Berenguer, pero el Emperador no permitió que se ejecutase, porque pensó reducirle.
Aquella noche Berenguer se hizo a la vela, y se vino a Galípoli, donde halló
todas las cosas llenas de mil sospechas y recelos.
CAPÍTULO XXIII.
DA EL EMPERADOR ANDRÓNICO EN FEUDO A LOS CAPITANES CATALANES Y
ARAGONESES LAS PROVINCIAS DEL ASIA.
El Emperador deseaba dividir los Catalanes entre sí, para
después poderles castigar más a su salvo. Volvió a persuadir a Roger lo que
antes por medio de Canavurio familiar ministro de Irene su suegra, el cual
después de ir y venir muchas veces de Constantinopla a Galípoli, concertó el
mayor negocio para los Catalanes, que se pudo desear para su grandeza y
aumento, si como se les ofreció se les cumpliera; pero la insolencia de los
soldados, la envidia de los Griegos, la instancia del hijo trocó el amor y
afición que Andrónico tenía a nuestras cosas en mortal aborrecimiento; y así se
determinó entre el Emperador y su hijo dar aparente y honrosa satisfacción a
los Catalanes, y ocultamente trazar su perdición y ruina; aunque esto no lo
dicen los Historiadores, dejase fácilmente entender por lo que después se hizo.
Andrónico por medio de este Canavurio, forzado del temor de las armas de los
Catalanes, y del socorro que la fama había publicado que venia de Sicilia, y
que con tan largas pagas estaba el fisco y cámara imperial destruida, y que las
rentas del Imperio no eran suficientes para los gastos ordinarios y forzosos, y
que como a Príncipe le tocaba prevenir el remedio, y ellos como Capitanes
obligados y amigos debían ayudarle a poner en ejecución lo que a todos les
importaba igualmente. Al fin se concertó entre el Emperador y Roger, después de
largas y pesadas consultas, lo siguiente. Que desde luego diese Andrónico las
Provincias de la Asia en feudo a los Ricos hombres, y caballeros Catalanes y
Aragoneses, con obligación que siempre que fuesen llamados y requeridos por él, o por sus sucesores, acudiesen a servirle a su costa, y que el
Emperador no estuviese obligado a dar después de la conclusión de este trato
sueldo a la gente de guerra, solo les había de socorrer cada un año con treinta
mil escudos, y con ciento veinte mil modios de trigo, dándoles el dinero de las
pagas corridas hasta el día de este concierto.
Con este trato quedaron nuestras cosas, al parecer, en suma
grandeza; porque los Catalanes se vieron señores de todas las Provincias de
Asia, así por dárselas el Emperador en paga de sus servicios, como porque las
ganaron con las armas, y libraron de la servidumbre de los Turcos: títulos que
cualquiera de ellos era bastante a darles el derecho de señorío de todas ellas.
Esta fue una de las cosas más señaladas de esta expedición, y que más puede
ilustrar la nación Catalana y Aragonesa; pues cuando los Romanos, vencido
Mitrídates, ganaron el Asia, alcanzaron una de sus mayores glorias, y lo que el
valor de tantos famosos Capitanes y ejércitos conquistó en muchos años, lo
adquirieron los nuestros en menos de dos, y si con engaños y traiciones no les
atajaran su fortuna, quedaron absolutos señores y Príncipes de la Asia, y quizá
si se conservaran, detuvieran los Turcos en sus principios, y no les dieran
lugar a dilatar ni engrandecer los límites inmensos del Imperio que hoy poseen.
Estos conciertos se juraron delante de la imagen de la Virgen,
costumbre antigua de aquel Imperio. En esta donación concuerdan Pachimerio y Montaner, solo el Griego difiere en una circunstancia, porque
dice, que Andrónico exceptuó algunas ciudades, que no quiso que se incluyesen
en la donación.
CAPÍTULO XXIV.
LA GENTE DE GUERRA CON MAYOR FURIA QUE ANTES SE ALBOROTA, PORQUE
TIENE ALGUNA DESCONFIANZA DE ROGER.
El Emperador Andrónico para cumplimiento del juramento hecho,
envió a Teodoro Chuno que llevase a Roger los conciertos firmados y sellados
con sellos de oro, y treinta mil escudos, y las insignias de César, y que el
trigo estaba ya recogido para entregarle a quien Roger ordenase. Caminaba la
vuelta de Ripi Teodoro, y como cuerdo y práctico junto a Ripi se detuvo, porque
supo que las cosas de Galípoli, y de los catalanes se iban empeorando. Resolvió
de no pasar adelante hasta saber de cierto el estado de las cosas, a más de que
temía a Roger por estar ofendido de un hermano suyo que estaba en Cancilio, de
donde muchas veces había salido con gente armada en su daño. Así parece que por
cierta providencia envió a Canavurio que fuese antes a la hermana del
Emperador, para que primero a ella le diese aviso de lo que pasaba, y
juntamente volviese a significarle la disposición y estado del nuevo motín,
porque su persona y el dinero no lo quería aventurar
sin más seguridad de la que tenía. Pasó adelante, caminando siempre muy
despacio, para dar tiempo a Canavurio que se pudiese informar, y volverle a
encontrar antes del peligro. Junto a Brachialio tuvo nuevas llenas de sospechas,
porque tuvo aviso que Roger no recibiera las insignias de César por no hacerse
más sospechoso a los suyos, de quien ya comenzaban a tener alguna desconfianza,
por verle rico y honrado, y ellos defraudado de su sueldo. Temió Teodoro, y
resolvió de asegurarse, retirándose al fuerte de Ripi donde estuvo algunos días. Como vio que no se
sosegaba la gente, temió que si los Catalanes entendieran que él estaba en Ripi
con treinta mil escudos, no le acometiesen para quitarle el dinero; y así una
noche con gran secreto con todos los recaudos que traía se fue a
Constantinopla, y dio razón al Emperador de lo que le había detenido, y forzado
a volver atrás sin ejecutar su orden.
Roger juzgó que convenía para su reputación, y seguridad satisfacer al ejército de las sospechas viles de su fe,
y así ordenó a las principales cabezas del ejército que se viniesen a Galípoli,
dejando aseguradas las plazas que tenían a su cargo, juntos todos les dijo, que
los trabajos y peligros que habían padecido por el aumentó y bien de la nación
Catalana y Aragonesa, no merecían tan mala correspondencia como tener duda de
su fidelidad: que él había probado su intención en la guerra de Sicilia,
sirvieron al Rey, y gobernando siempre gente Catalana, y con ser aquellos
tiempos tan sospechosos, nadie se atrevió a ofenderle: que en las guerras del
Asia había acudido a la obligación que fue llamado, y que el Emperador aunque
le había hecho muchas honras, no las tenía él por iguales a sus servicios, y
cuando lo fueran, que él no era hombre que por corresponder a ellas olvidaría
las obligaciones que tenía en primer lugar: que el Emperador le quería hacer
César, y que él no quería más recibir honras sin que a ellos se les diese
entera satisfacción, y que por sólo venirles a socorrer y animar había salido
de Constantinopla, y dejado al Emperador que le quería detener y acrecentar;
que él estaba resuelto de correr la fortuna que ellos, y que si el Emperador
con su ejército les acometiere, procuraría por el juramento hecho ceder si
pudiese a su rigor, pero que cuando conviniese, forzosamente habían de venir a
las armas, y las suyas siempre se habían de emplear en la defensa común contra
los Griegos. Con esta plática Roger aseguró su crédito, y los Catalanes satisfechos de sus sospechas, y así con el
reconocimiento que siempre, le dieron disculpa de los recelos mal fundados de
algunos.
En este mismo tiempo sucedió para mayor descrédito de nuestras
armas, que los Turcos acometieron la Isla del Jío, que estaba a cargo de Roger y
los suyos, y casi toda ella la tomaron, sino fueron algunos que se pudieron
retirar a la fortaleza en cuarenta barcos que pudieron juntar, y estos también
se perdieron lastimosamente rotos y deshechos de una furiosa tormenta junto a
la Isla de Sciro. Con esta pérdida los ánimos de los unos y de los otros se
fueron irritando. Los Griegos porque les pareció que los Catalanes, ya que les
molestaban tanto con las ordinarias contribuciones, no fuesen bastantes para
defenderles del rigor y sujeción de los infieles; los Catalanes también
atribuyeron esta perdida a la dilación de Andrónico, en no cumplirles lo que
tantas veces se les había ofrecido, y que si se les pagara con tiempo, pudieran
ellos acudir a su obligación, y defender lo que estaba a su cargo; la falta de
dinero les obligó a que con mayor desorden le fuesen a buscar por todos los
lugares de Tracia
CAPÍTULO XXV.
CONCLÚYESE EL TRATO DE PASAR AL ORIENTE, Y ROGER RECIBE LAS
INSIGNIAS DE CÉSAR, Y DINERO.
A los oídos de los Emperadores Andrónico y Miguel llegó lo que
Roger públicamente dijo; y ofendidos gravemente, quisieron con el ejército que
tenían junto en Andrinópoli acometer el de los Catalanes, pero Andrónico a
persuasión de Azan cuñado de Roger; a quien poco antes había dado la dignidad
de Panipersebastor, mandó a su hijo que no lo ejecutase, esperando siempre por
medio de su sobrino reducir a Roger, a quien Azan escribió la justa indignación
del Emperador, y que la mayor disculpa que podría dar seria pasar el ejército
en Asia, y comenzar la guerra. Respondió Roger a su cuñado, y al Emperador en
la misma conformidad y escribió: que la necesidad le había obligado a dar de
palabra satisfacción a todo el ejército, porque si no lo hiciera, se acabaran
de confirmar en sus sospechas, y que sin duda le mataran: que él siempre seria
fiel y reconocido a las muchas honras y mercedes que de su mano había recibido,
y que si de lengua le había ofendido fue, porque los Catalanes no le ofendieran
con efecto, tomando por cabeza otro Capitán que libremente les dejara ejecutar
su ímpetu; que se sirviese de socorrerles con algo, porque de otra manera no se
atrevía a reducirlos, porque él apenas tenía mil hombres que le obedeciesen.
Con esta carta el Emperador volvió a mandar a su hijo que no les ofendiese, pero
que impidiese sus correrías.
Azan que deseaba conservar a su cuñado Roger, persuadió al
Emperador que le volviese a enviarlo que Teodoro Chuno poco antes le llevaba, y
que con esto pasaría a la Asia, y así el Emperador le envió las insignias de
César, y el día de la resurreción de Lázaro, fue vestido y aclamado por César,
y se le dieron treinta y tres mil escudos, y cien mil modios de trigo, pero
resueltamente le mandó el Emperador que despidiese toda la gente, solo se quedase con mil hombres. Roger mostró con
aparente demostraciones que obedecía, pero con secreto disponía sus consejos
para cualquier acontecimiento. Envió a Berenguer de Entenza parte de su gente
que ya estaba declarado por rebelde y enemigo del Imperio; la otra envió a
Cizico Metellin donde ya había guarnición de Catalanes.
Recogió, a más del trigo que el Emperador le daba, otra mayor cantidad de la
que los Catalanes recogieron de las contribuciones.
CAPÍTULO XXVI.
PARTESE ROGER A VERSE CON MIGUEL PALEÓLOGO, CONTRADÍCELO MARÍA
SU MUJER, Y LOS DEMÁS CAPITANES.
En este tiempo que los Catalanes andaban llenos de tantos temores y esperanzas, ya Andrónico y Miguel
trazaban de que manera podían hacer un castigo señalado en ellos, y castigar
con sumo rigor su atrevimiento; que aunque esto claramente no lo dicen los
Historiadores Griegos, el efecto lo publicó, y descubrió su alevosía. La
desdichada suerte de Roger abrió el camino para que esto se ejecutase, con gran
seguridad de los Griegos, y notable pérdida nuestra.
Llegóse el tiempo de la partida de Grecia para proseguir la guerra, y Roger
determinó de ir a verse con Miguel Paleólogo para darle razón de lo que se
había tratado con su padre en materia de la guerra, y pedirle dinero, como
Nicéphoro dice. Pero María mujer de Roger, y su madre y hermanos, que como ladrones
de casa conocían bien la condición de los suyos, sentían muy mal de esta ida, y
María, como a quien más le importaba, advirtió a su marido en secreto que no se
fuese, ni se pusiese voluntariamente en las manos de Miguel, y que no ofreciese
la ocasión a quien con tanto cuidado la buscaba; que advirtiese cuán huérfana
quedaba ella, cuán desamparados los suyos si faltase su gobierno; que no fiase
tanto de su ánimo; que no diese crédito a sus palabras, nacidas no solo de su
cuidado pero de ciertas y seguras señales que tenía de que Miguel Paleólogo
procuraba su ruina. Todas estas razones acompañadas con lágrimas y ruegos dijo
María a su marido Roger, porque como Griega, y persona tan íntima de la casa
del Príncipe, aunque se recelaba de ella porque no descubriese sus trazas, como
todo este recto llegaban a su noticia muchas, que como mujer cuerda y cuidadosa
de la vida del marido pudo advertir, y descubrir algo de lo que se maquinaba
contra él. Hizo poco caso Roger de sus consejos, y ella cuanto menos recelo
descubría en el marido, tanto más crecía su cuidado, y procuraba intentar
algunos medios para persuadirle; y el que debiera ser más eficaz, fue llamar a
los capitanes más principales del ejército, y descubrióles sus justas
sospechas, para que pidiesen a Roger que suspendiese su ida de Andrinópoli para
visitar a Miguel Paleólogo. Al fin todos los Capitanes juntos a instancia de
María, cuyas sospechas no les parecían vanas, fueron a Roger, y le pidieron que
dejase, o si quiera, difiriese la jornada hasta estar más asegurado y
satisfecho del animo de Miguel. Respondióles resueltamente que por ningún temor
que le pusiesen delante dejaría de hacer su viaje, y cumplir con obligación tan
forzosa como visitar a Miguel, y quien debía el mismo respecto que al Emperador
su padre; que si antes de partir de Grecia para la jornada de Asia no se le
daba razón de todos sus consejos y determinaciones, era darle ocasión
desavenirse con ellos, cosa de grande inconveniente para la conservación de
todos ellos, que los recelos de María su mujer nacían del amor y temor de
perderle, y que pues eran sin otro fundamento no era justo que le detuviese.
Llamado Roger de su fatal destino, ni advirtió su peligro, ni
advertido lo temió. Muchas veces por más avisos que un hombre tenga no puede
escapar de la muerte y fines desastrados; aunque Dios nos advierte con señales
manifiestos y claros, puede tener una loca confianza que nos quita el discurso
para que no veamos los peligros donde está determinado nuestro fin y castigo.
En este caso de Roger, ni su buen discurso, ni el conocimiento grande de la
naturaleza de los Griegos, ni los avisos de su mujer,
ni los ruegos de los suyos, pudieron detenerle para que voluntariamente no se
entregase a la muerte. Resuelto ya de partirse, María su mujer con todos los de
su casa no quiso quedarse en Galípoli, porque como tenía por cierta nuestra
perdición, no le pareció aventurarse, pues la obligación de asistir en
Gailipoli faltaba con ausentarse su marido. Mandó Roger que Fernando Aones con
cuatro galeras la llevase a Constantinopla, y él con trescientos caballos, y
mil infantes, dejando en su lugar a Berenguer de Entenza. Caminó la vuelta de
Andrinópoli; dicha por otro nombre Orestiade, Ciudad principal de Tracia, y
Corte de muchos Emperadores y Reyes, y que entonces lo era de Miguel, Zurita
quiera que Andrinópoli y Orestiade sean lugares diversos, porque no llegó a su
noticia que esta Ciudad tenía entrambos nombres, Nicéphoro la llamó Orestiade con
el nombre mas antiguo, y Montaner Andrinópoli, que fue el mas moderno; y el que
entonces le daban los Griegos, y el que hoy conserva con poca diferencia.
Supo el Emperador Miguel a 22 de Abríl como el César Roger
venía, porque Azan su cuñado se lo hizo saber. Alteróse extrañamente Miguel de
esta venida, y con un caballero de su casa le envió a preguntar, una jornada
antes que llegase, si el Emperador su padre se lo había mandado o el movido de
su sola voluntad. Respondió el César con palabras llenas de humildad que solo
iba para darle obediencia, y mostrar la servitud que le debía, y juntamente
para conferir con él el viaje que había de hacer al Oriente. Con esta respuesta
se sosegó Miguel, y mostró que gustaba de su venida. Envió luego a recibirle con
la benignidad y cortesía que convenía. Era Miércoles de la segunda semana de la Pascua que llaman de Santo Tomás. Vióse aquella
misma noche con el Emperador, de quien fue recibido y acariciado con grandes
demostraciones de amor.
CAPÍTULO XXVII.
MATAN A ROGER CON GRAN CRUELDAD LOS ALANOS, ESTANDO COMIENDO CON
LOS EMPERADORES MIGUEL Y MARÍA, Y A TODOS LOS QUE FUERON EN SU COMPAÑÍA.
Con el buen acogimiento que Miguel hizo a Roger y a los suyos,
creyeron que las sospechas de María fueron sin fundamento, y vivían tan sin
cuidado ni recelo del daño que tan vecino tenían, que divididos y sin armas
discurrían por la Ciudad como entre amigos y confederados. Estaban dentro de
ella los Alanos con Jorge su General, cuyo hijo mataron en Asia los Catalanes. Estaban también los turcoples, parte debajo del
gobierno del búlgaro Basila, la otra obedecía a Meleco. Los Romeos estaban
debajo del gran Primicerio Casiano, y del Duque y gran Príncipe de Compañías
llamado Etriarca. Todos estos tuvieron por sospechosa la venida de Roger, y que
sólo venía a reconocer las fuerzas de Miguel, con pretexto de darle la
obediencia, y según ellas disponer sus consejos. El que más alteraba y movía
los ánimos contra Roger y los Catalanes, era Jorge cabeza de los Alanos; que
con deseo de tomar satisfacción intentaba todos los medios que podía;
finalmente, o fuese por solo su motivo, o con permisión y orden del Emperador
Miguel; el día antes de partida de Roger, estando comiendo con el Emperador
Miguel y la Emperatriz María, gozando de la honra que sus Príncipes le hacían,
entraron en la pieza donde se comía Jorge Alano, Meleco Turcople con muchos de
los suyos Gregorio; el primero cerró con Roger, y después de muchas heridas con
ayuda de los suyos le cortó la cabeza, y quedó el cuerpo despedazado entre las
viandas y mesa del Príncipe, que se presumía había de ser prenda segurísima de
amistad, y no lugar donde se quitase la vida a un Capitán amigo, y de tantos y
tan señalados servicios, huésped suyo, pariente suyo y como tal, honrado en su casa,
en su mesa y en presencia de su mujer y suya. No se pudieron juntar, a mi
parecer, mayores circunstancias para acrecentar la infamia de este caso, hecho
por cierto indigno de lo que tiene nombre y obligaciones de Príncipe, que las
más principales son las que más se apartan de parecer ingrato y cruel, aunque es verdad que los Príncipes raras veces se reconocen por obligados, y
cuando se tienen por tales, aborrecen la persona de quien les tiene obligados,
pero esto no llega a tanto que perdiendo de todo punto el miedo a la fama,
descubiertamente le acaben y destruyan. Lo cierto es que comúnmente puede más
en un Príncipe un pequeño disgusto para castigar, que grandes y señalados
servicios para perdonar, o disimular algunas ofensas de poca, o ninguna
consideración. ¿Pero qué maldad hay que no acometa un Príncipe injusto si se le
antoja que importa para su conservación? Porque el juicio y castigo de Dios a
quien solo se sujetan y temen, le miran tan de lejos, que apenas le descubren
no acordándose por cuan flacos medios vienen a ser castigados, pues la mano de
un hombre resuelto suele quietar Reinos y vidas.
Este desastrado fin tuvo Roger de Flor de edad de 37 años,
hombre de gran valor, y de mayor fortuna, dichoso con sus enemigos, y
desdichado con sus amigos, porque los unos le hicieron señalado y famoso
Capitán, y los otros le quitaron la vida. Fue de semblante áspero, de corazón
ardiente, y diligentísimo en ejecutar lo que determinaba, magnífico, liberal, y
esto le hizo General, y cabeza de nuestra gente; pues con las dádivas granjeó
amigos que le pusieron en este puesto, que fue uno de los mayores, fuera de ser
Emperador, o Rey, que hubo en aquellos tiempos. Dejó a su mujer preñada, y
después parió un hijo que Montaner refiere que vivía en el tiempo que él
comenzó su historia. Nicéphoro sólo dice, que junto al palacio del Emperador
Miguel le mataron, sin decir por cuyo orden fue, ni quien lo hizo; pero
Pachimerio concuerda con Montaner en lo más esencial, porque refiere, que
salido el César fuera de la Cámara Imperial, después de haber comido con los
Emperadores, le envistieron los Alanos de Jorge, y que Roger viéndose acometido
se retiró hacia donde estaba la Emperatriz Augusta, y cayó muerto junto a ella,
atravesado de una estocada por las espaldas, y que cuando le llegó la nueva a
Miguel, que estaba en otro cuarto de su palacio, del suceso de Roger, y que
todo estaba alborotado por las muertes que los Alanos ejecutaban en los
Catalanes descuidados, perdió casi el sentido, y preguntó si la Emperatriz
había recibido algún daño y si estaba segura; pero luego supo la ocasión de la
muerte de Roger, y mandó que Jorge viniese a su presencia, y le preguntó la
ocasión que había tenido para hacer la muerte de Roger, y que le respondió. Que
porque el Imperio tuviese un enemigo menos. Así disculpa Pachimerio esta
maldad; pero ya que Miguel expresamente no fue autor de esta muerte, pero por
lo menos la consintió, y dejó de castigarla, con que se hizo participante del
delito.
No se satisfacieron los Alanos con sólo la muerte de Roger,
porque al mismo tiempo acometieron todos los Catalanes y Aragoneses que estaban
en su compañía, y con atroces muertes los despedazaron, y dice Pachimerio, que
Miguel mandó a su tío Teodoro que detuviese a los Alanos y a las demás
naciones, que encarnizadas con nuestras sangres salieron de Andrinópoli a
degollar todos los que topasen de nuestra nación, que había muchos alojados por
aquellas aldeas, y que esto lo hizo Miguel porque temió que los suyos no fuesen
vencidos, y que su ímpetu no les perdiese. Con esto me parece que claramente se
descubre el ánimo de Miguel, que fue sin duda de acabarles a todos. Toda la
gente de acaballo que estaba junta acometieron a todos los Catalanes y
Aragoneses dentro de la ciudad, y fuera de ella; pero algunos heridos y
maltratados tomaron las armas, y perdieron la vida que les quedaba con igual
daño del enemigo. Escaparon sólo tres caballeros de esta lastimosa tragedia,
puesto que Nicéphoro dice, que escapó la mayor parte. El uno se llamaba Ramón
Álquer, hijo de Gilabert Álquer natural de Castellón de Ampurias, los otros dos
eran Guillem de Tous, y Berenguer de Roudor de Llobregat, los demás aunque no
murieron luego, fueron entonces puestos en hierros, y después con mayor
crueldad quemados, como después se referirá por
relación de Pachimerio. Estos tres caballeros defendiéndose valerosísimamente
ganaron una Iglesia, y apretándoles mucho en ella, se hubieron de retirar a una
torre de ella, peleando con tanta desesperación desde lo alto que no fue posible,
por más que se procuró, matarles ni rendirles. Miguel después de haber
ejecutado su crueldad, quiso ganar fama de piadoso y clemente, y así mandó que
nadie les ofendiese, y dioles salvo conducto para volver a Galípoli. Nicéphoro
difiere algo de Montaner en este hecho, porque dice, que Roger fue con solos
doscientos caballos a Andrinópoli, y no para solo verse con Miguel, y darle
cuenta de lo que se había determinado en materia de la guerra, como Montaner escribe, sino para pedirle dinero, y cuando lo rehusase hacérselo dar por fuerza. Estas
son palabras de Nicéphoro, y a lo que yo puedo entender dichas con poco acuerdo
de lo que antes había referido, que Miguel estaba en Andrinópoli con un
poderoso ejército, y no parece que un Capitán tan prudente como Roger, a quien
los mismos Griegos llaman, siempre que se ofrece ocasión, hombre de gran
prudencia, hiciese tan gran desatino, como lo fuera ir con solos trescientos de
a caballo a amenazar un Emperador, que se hallaba dentro de una Ciudad grande,
y con un ejército poderoso.
CAPÍTULO XXVIII.
LA GENTE DE GUERRA TOMA DESCUBIERTAMENTE LAS ARMAS CONTRA LOS
GRIEGOS, Y EN DIFERENTES PARTES DEL IMPERIO SE MATAN LOS CATALANES Y
ARAGONESES.
La gente de guerra que estaba con Berenguer de Entenza y
Rocafort, les pareció tentar el último medio para que Andrónico les pagase.
Enviaron al Emperador tres embajadores, para que resueltamente le dijesen, que
si dentro de quince días no se les acudía con parte de lo mucho que se les
debía, les era forzoso apartarse de su servicio, dar lugar a que sus armas
alcanzasen lo que su razón y justicia nuca pudo. Recibió el Emperador estos
tres Embajadores, que fueran Rodrigo Pérez de Santa Cruz, Arnaldo de Moncortes,
y Ferrer de Torrellas, y en presencia de la mayor parte de sus Consejeros y
Ministros, y con mucha aspereza les dijo: que el Imperio de los Griegos no
estaba tan acabado y destruido, que no pudiese juntar ejércitos poderosos para
castigar su atrevimiento y rebeldía, y aunque eran muchos los servicios que le
habían hecho en la guerra de Oriente, ya los habían borrado con sus excesos y
demasías, y con la poca obediencia y respeto que tenían a su corona: que él
haría lo que tocaba y fuese razón; en lo demás les aconsejaba, que no se
precipitasen con desesperación a lo que tan mal les estaba, y que no pidiesen
con violencia lo que con la misma se les podía negar; que la fidelidad de que
ellos tanto se preciaban se perdía, si las mercedes se pedían por fuerza a su
Príncipe. Sin querer oír su respuesta, ni dar lugar a más satisfacción, les
mandó el Emperador, que con más acuerdo se resolviesen y le hablasen. Después
dentro de pocos días llegó la nueva a Constantinopla de la muerte de Roger, y
de algunas crueldades que los nuestros hicieron en Galípoli, y el pueblo se
levantó contra los Catalanes, según dice Pachimerio;
pero Montaner refiere, que en un mismo tiempo en todas las Ciudades del Imperio
se degollaron los Catalanes por orden de Andrónico, y Miguel. Puede ser que en esto Montaner ande algo apasionado, atribuyendo toda la culpa a
los Emperadores; pero lo que yo tengo por cierto, que el pueblo irritado
ejecutó esta maldad y ellos no la atajaron.
En Constantinopla se levantó el pueblo, y acometió los cuarteles
a do estaban los Catalanes, y como si fueran a caza de fieras les iban
degollando y matando por la Ciudad. Después de haber degollado muchos, fueron a
casa de Raul Paqueo, pariente de Andrónico, y suegro de Fernando Aones el
Almirante, y pidió el pueblo que luego se les entregasen los Catalanes que
había dentro; y porque esto no se hizo tan presto como ellos quisieron, pegaron
fuego a la casa con que se abrasó todo cuanto había dentro, y aquí tengo por cierto que los tres Embajadores y el Almirante perecieron. El Patriarca de Constantinopla
salió a reprimir la multitud amotinada, y sin hacer efecto con mucho peligro se
retiró. La mayor dificultad que se ofreció para no poder oprimir a los Catalanes todos a un tiempo, fue por estar Galípoli bien defendido, y los que estaban alojados
en las aldeas con las armas en la mano, y más advertidos que los otros que
estaban en diferentes partes.
Miguel temiendo que los de Galípoli sabida la muerte de Roger no
le acometiesen, mandó que el gran Primicerio fuese con todo lo grueso del ejército
sobre Galípoli. Ejecutóse luego, y con la caballería mas ligera se enviaron algunos Capitanes, para que les acometiesen antes que
pudiesen ser avisados. Cogieron a la mayor parte divididos por sus
alojamientos, en sus lechos, y en sumo descanso; porque entre los que tenían
por amigos les parecía inútil el cuidado de guardarse. Entró esta caballería
por algunos casales, pasando por el rigor de la espada todos los Aragoneses y Catalanes que toparon. Las voces y gemidos de los que
cruelmente se herían y mataban, avisaron a muchos que se pudieron poner en
seguro, y la codicia de los vencedores, que ocupados en el robo dejaban de
matar, también dio lugar a que muchos se escapasen. En Galípoli, aunque lejos,
se sintió el ruido y voces confusas, con que los nuestros tomaron las armas, y
quisieron salir a reconocer la campaña, y certificarse del daño que temían;
pero Berenguer de Entenza y los demás Capitanes detuvieron el ímpetu de los
soldados, que en todo caso querían que se les diese franca la salida; y como la
obediencia de aquella gente no estaba en el punto que debiera, no se atrevió
Berenguer a enviar algunas tropas a batir los caminos, y tomar lengua, porque
temió que tras de ellas seguiría el resto de la gente, y quedaría Galípoli sin
defensa, de cuya conservación pendía la salud común.
Discurríase variamente entre los nuestros la causa de tanto alboroto en las campañas y caserías vecinas de Galípoli. Decían unos que los Griegos oprimidos de
la gente militar se habrían conjurado, y tomado las armas para alcanzar su
libertad; otros que atravesando aquel angosto espacio de mar los Turcos,
acometían sin duda a nuestros cuarteles; pero en esta variedad de discursos
jamás pudieron atinar la verdad de caso tan inhumano. Con la noche y confusión
del caso algunos de los nuestros llegaron a Galípoli libres, y solo dieron
noticia de que dentro de sus casas, en sus alojamientos, habían sido acometidos
de gentes militar y armada.
CAPÍTULO XXIX.
BERENGUER DE ENTENZA, Y LOS QUE ESTABAN DENTRO DE GALÍPOLI,
SABIDA LA MUERTE DE ROGER, DEGÜELLAN TODOS LOS VECINOS DE GALÍPOLI, Y EL CAMPO
ENEMIGO LOS SITIA.
Estando en esta turbación tuvieron aviso cierto de la muerte de
Roger, y de la universal matanza de los Catalanes y Aragoneses en Andrinópoli,
y juntamente de la que en la comarca de Galípoli se ejecutaba por orden de
Miguel. Fue tanta la rabia y coraje de los Catalanes, que dice Nicéphoro, y
concuerda con él Pachimerio, aunque Montaner lo calla, que mataron a todos los
vecinos de Galípoli, no perdonando a sexo ni edad, y Pachimerio encarece más la
inhumanidad del caso diciendo; que hasta los niños empalaban: fiereza y maldad
abominable si fue verdad, aunque se puede dudar por ser Griego y enemigo este
autor. Pero si en algún exceso tiene lugar la disculpa fue en este, pues con el
ímpetu de la cólera la ejecutaron contra los Griegos que tuvieron delante, en satisfacción de otra mayor crueldad hecha por ellos
con mucho acuerdo y sin causa. Desde este punto todo fue crueldad rabia, y
furor de entrambas partes, que parece que la guerra no se hacía entre hombres
sino entre fieras. Pero sin duda que las crueldades de los Griegos excedieron
sin comparación a las que hicieron los Catalanes, porque nunca violaron el
derecho de las gentes, ni ofendieron a
sus enemigos de bajo de palabra, ni seguro; aunque en otras cosas los nuestros
anduvieron muy sobrados, y no guardaron las leyes de una guerra justa; pero la
ocasión de esto fue no quererlas guardar los Griegos, con que quedan bastantemente disculpados los Catalanes y Aragoneses en esta parte, pues forzosamente
la guerra se hubo de hacer con igualdad. Juntáronse los Capitanes con harta confusión
y sentimiento a tratar de su remedio.
Estaban en un estado tan lastimoso, que aun los mismos enemigos se podían
compadecer de su miseria. Perdidos todos sus servicios, con que algún tiempo
pensaba alcanzar quietud y descanso; perdida la reputación por el castigo,
porque con él se había dado ocasión para que todo el mundo les tuviese en poco,
pues tras tantas victorias merecían tal premio; muertos gran parte de sus
amigos, y su muerte a los ojos.
Hallábase a la sazón Galípoli sin bastimentos, y sin
fortificacion alguna, cuando los enemigos que allegaban al número de treinta
mil infantes, y catorce mil caballos, entre las tres naciones de Turcoples,
Alanos y Griegos se pusieron casi sobre sus murallas, amenazando a los nuestros
un lastimoso fin; porque el Emperador Miguel junto las fuerzas que pudo de
Tracia y Macedonia, a más de la gente que ordinariamente llevaba sueldo del
Imperio; y para dar mas calor se salió de Andrinópoli, y se fue a Panphilo, y
de allí envió al gran Duque Eteriarca a Basila, y al gran Bausi Humberto Palor
a Brachialo cerca de Galípoli, para apretar mas los cercados. La primera
resolución que se tomó fue fortificar el arrabal, porque el enemigo no le
ocupase, y no llegase sin perder gente y tiempo, cubierto de las casas, a
nuestros fosos y murallas, aunque en esto no dejaba de haber dificultad por ser
grande el espacio de los arrabales, y desigual para su defensa el pequeño
número de nuestra gente. Hecho esto, determinaron de enviar Embajadores al
Emperador Andrónico, que en nombre de toda nuestra nación se apartasen de su
servicio, y le retasen, para que ciento a ciento, o diez a diez conforme el uso
de aquellos tiempos combatiesen en satisfacción de su agravio, y de la muerte
afrentosa de Roger, y de los suyos, hecha tan alevosamente por Miguel su hijo,
y por los demás Griegos. Enviáronse un caballero que Montaner llamado Síscar, y
a Pedro López Adalid, y dos Almogávares, y otros tantos marineros; que eran de
todas las diferencias de milicia que había en nuestro ejército; y esto fue
antes que se supiese en Galípoli la muerte de los tres Embajadores primeros,
que fueron por orden de Berenguer de Entenza. En tanto que se esperaba la
última resolución de Andrónico por medio de estos Embajadores, el enemigo
poderoso en la campaña apretó el sitio de Galípoli, y los nuestros con su valor
acostumbrado, con salidas y escaramuzas ordinarias le fatigaban y detenían.
CAPÍTULO XXX.
TIENEN LOS NUESTROS CONSEJO, SÍGUESE EL DE BERENGUER DE ENTENZA,
NO POR EL MEJOR, PERO POR SER DEL MAS PODEROSO.
Había entre los capitanes de Galípoli diversas opiniones sobre
el modo de hacer la guerra; y así convino que las principales cabezas se juntasen en consejo para resolverse. Berenguer de Entenza dijo: «Si el valor y esfuerzo de hombres que nacieron como nosotros, amigos y compañeros, en algún trabajo y desdicha pudiera faltar, pienso sin
duda que fuera en la que hoy padecemos, por ser la mayor y mas cruel con que la
variedad humana suele afligir los mortales, el ser perseguidos, maltratados, y
muertos, por los que debiéramos ser amparados y defendidos. ¿De qué sirvieron
las victorias, tanta sangre derramada, tantas Provincias adquiridas, si al
tiempo que se esperaba justa recompensa debida a tantos servicios, con bárbara
crueldad se ejecuta contra nosotros lo que vemos, y apenas damos crédito? Por mayor suerte juzgo la de nuestros compañeros que
murieron sin sentir el agravio, que la nuestra que hemos de perecer con tan
vivo sentimiento; porque dejar de tomar satisfacción de tantas ofensas, y
retirarnos a la patria, fuera indigno de nuestro nombre, y de la fama que por
largos años hemos conservado, ni los deudos ni amigos nos recibieran en la
patria, ni ella nos conociera por hijos, si muertos nuestros compañeros
alevosamente no se intentará la venganza, y se borrará con sangre enemiga
nuestra afrenta. Las pocas fuerzas que nos quedan, avivadas con el agravio, al
mayor poder se podían oponer, y más favorecidas de la razón que tan claramente
está de nuestra parte. Vuestro ánimo invencible en la dificultad cobra valor, y
en el mayor peligro, mayor esfuerzo. El Asia quedó libre de la sujeción de los Turcos por nuestras armas, nuestra reputación y fama también
lo ha de quedar por ellas; y si Grecia se admira de tantas victorias, hoy
sentirá el rigor de vuestras espadas que no supo conservar en su favor y
defensa. Todos nos deben de tener por perdidos, o por lo menos navegando la
vuelta de Sicilia con los navíos y galeras que nos quedan; pero su daño les
desengañará, que ni el ánimo les acobardó, ni el agravio antes de su venganza
permitió nuestra vuelta. Defender a Galípoli, es lo que ahora nos importa, por
estar a la entrada del estrecho, de donde se puede impedir la navegación y
trato de estos mares, siempre que no corrieren por ellos armadas superiores a
la nuestra, y así es forzoso buscar bastimentos y dinero para sustentarle. Los
socorros tenemos lejos, tardos, y quizá dudosos, porque a nuestros Reyes ocupan
otros cuidados más vecinos.
»Todos los Príncipes y naciones que nos rodean son de enemigos,
no hay que esperar otro socorro sino el que estos navíos y galeras que nos quedan
podrán alcanzar de nuestros contrarios. Con esto haremos dos cosas importantes,
buscar el sustento que nos va ya faltando, y divertir al enemigo del sitio que
tanto nos aprieta, y puesto que la guerra se deba hacer como ya está
determinado, es bien que sea en parte donde los enemigos no estén tan
superiores, y se pueda mas fácilmente alcanzar alguna victoria, para que el
crédito y reputación de nuestras armas vulva a su debido lugar y estimación.
Las costas de estas Provincias vecinas viven sin recelo, pareciéndoles que
nuestras fuerzas no son bastantes a defendernos en Galípoli, y en tanto que el
sitio durare no dejaremos estas murallas. Este descuido parece que nos ofrece
una ocasión cierta de hacerles mucho daño, si con nuestras galeras y navíos
acometemos estas islas y costas de su Imperio; y pues soy autor del consejo, lo
seré de la ejecución.»
A las últimas palabras de Berenguer de Entenza, Rocafort se
levantó con semblante y voz alterada, señales de su ánimo ocupado de la ira y
venganza, dijo: «El sentimiento y pasión con que me hallo por la muerte de
Roger, y de nuestros Capitanes y amigos, no es mucho que turbe la voz y el
semblante, pues enciende el ánimo para una honrada y justa satisfacción. Por el
rigor de nuestro agravio, mas que por la razón; debiéramos hoy de tomar
resolución; porque en caos semejantes la presteza y poca consideración suelen ser útiles, cuando de las consultas suelen dificultades.
Retirarnos a la patria mengua y afrenta de nuestro nombre seria,
hasta que nuestra venganza fuese tan señalada y atroz como lo fue la alevosía y
traición de los Griegos; y así en este punto siento con Berenguer de Entenza;
pero en lo que toca al modo de hacer la guerra opuestamente debo contradecirle,
porque paréceme yerro notable dividir nuestras fuerzas, que juntas son pequeñas
y desiguales al poder del enemigo que nos sitia. Yo doy por cierto y constante
que Berenguer robe, destruya, y abrase las costas vecinas como él ofrece; ¿pero
quién nos asegura que al tiempo que él estuviere corriendo los mares, los pocos
que quedaren en Galípoli no sean perdidos? ¿Y entonces Berenguer a donde pondrá
su armada, donde los despojos de su victoria? ¿No le
queda puesto ni lugar seguro hasta Sicilia; pues yo por más cierto tengo el
perderse Galípoli si él sacare la gente que está en su defensa para guarnecer
la armada, que seguro de su victoria. Todos los Capitanes famosos ponen su
mayor cuidado en socorrer una plaza que el enemigo tiene sitiada, y para esto
aventuran no solo lo mejor y más entero de su campo, pero todas sus fuerzas? ¿Y Berenguer estando dentro se ha de salir? ¿Quién asegura
al soldado que su ida ha de ser para volver? el miedo y el recelo común no se
pueda quitar, aunque sangre y hechos claros son seguras prendas para los que
nacieron como él. Nuestra venganza ya no pide remedios tan cautos y dudosos, ni
a nosotros nos conviene el dilatar la guerra por ser poca antes de ser menos;
ejecutemos la ira. Aventúrese en un trance y peligro nuestra vida; y así mi
último parecer es, de que salgamos en campaña, y debemos la batalla a los que
tenemos delante. Y aunque por la muchedumbre del ejército enemigo se puede
tener la muerte por más cierto que la victoria, la causa justa que mueve
nuestras armas, y el mismo valor que venció a los Turcos vencedores de los
Griegos, también puede darnos confianza de romper sus copiosos escuadrones, y abatir sus águilas como se abatieron sus lunas; y
cuando en esta batalla estuviere determinado nuestro fin, será digno de nuestra
gloria que el último término de la vida nos halle con la espada en la mano, y
ocupados en la ruina y daños de tan pérfida gente.»
Prevalió este último parecer en los votos de los que se
consultaban por ser el más pronto, aunque de más peligro, y de mas gallardía;
pero el poder de Berenguer de Entenza, mayor entonces que el de Rocafort, no
dio lugar a que la ejecución fuese la que determinó la mayor parte. Y Ramón
Montaner dice que las razones y ruegos de muchos no le pudieron hacer mudar de
parecer.
En este medio tuvieron aviso que el Infante Don Sancho de Aragón
había llegado con diez galeras del Rey
de Sicilia a Metellin e iría al
archipiélago, y de las más vecinas a
Galípoli. Berenguer de Entenza y los demás Capitanes enviaron luego a
suplicarle viniese a Galípoli, a tomarles los homenajes y juramento de
fidelidad por el Rey de Sicilia. Encarecieron su peligro y el descrédito del
nombre de Aragón si no los socorría; súbditos que le habían hecho tan ilustre y
tan grande. Don Sancho mostró luego con su presta resolución el deseo de su
bien y conservación. Partió de Medellín con sus diez galeras y vino a Galípoli,
donde fue recibido con universal aplauso, creyendo que les ayudaría para tomar
entera satisfacción de sus agravios, sirviéndole con parte de los pocos bastimentos
y dinero que tenían, y sin precisa obligación de obedecerle, todos le
reconocieron por cabeza.
CAPÍTULO XXXI.
LOS EMBAJADORES DE NUESTRO EJÉRCITO A LA VUELTA DE
CONSTANTINOPLA POR ORDEN DEL EMPERADOR FUERON PRESOS Y MUERTOS CRUELMENTE EN LA
CIUDAD DE RODESTO.
De nuestra nación enviados los Embajadores a fin de romper los
conciertos que tenían con el Emperador, y hecho esto desafiarle, con harto
peligro llegaron a Constantinopla, y puesto, ante el Bailío de Venecia, y la
potestad de Génova, y de los Cónsules de los Anconitanos, y Pisanos,
Magistrados y cabezas de estas naciones que tenían trato y comunicación en las
Provincias del Imperio, dieron las manifiestas siguientes. Que habiendo
entendido que por orden del Emperador Andrónico, y su hijo Miguel en
Andrinópoli, y en los demás lugares de su Imperio, se habían degollado todos
los Aragoneses y Catalanes que se hallaron en ellos, tanto soldados como
mercaderes, viviendo ellos debajo de su protección y amparo por cuya
satisfacción los Catalanes y Aragoneses de Galípoli estaban resueltos de morir,
y que estimaban en tanto su fe y palabra, que querían antes de romper la
guerra, que constase, como ellos en nombre de todos los de su nación se
apartaban de los conciertos y alianzas hechas con el Emperador; y que así los
públicos instrumentos de allí adelante fuesen inválidos y de ningún valor, y
que le retaban de traidor, y ofrecían de defender lo dicho en campo, ciento a
ciento, o diez a diez, y que esperaban en Dios que sus espadas serían el instrumento
con que su justicia castigaría caso tan feo; pues a más de violar la fe
pública, matando los extranjeros, que pacíficos y descuidados trataban en sus
tierras, habían dado cruel y afrentosa muerte a quien les había librado de
ella, defendido sus Provincias, abatido sus enemigos, y engrandecido su
Imperio. Que la insolencia de los soldados no era bastante causa para que
contra ellos se ejecutará tan inhumana resolución.
Castigáranse los soldados culpados a medida de sus delitos, sin que sus
servicios les sirvieran de moderar la pena. Diéranles navíos, y con que volver
a la patria, que bastante castigo fuera enviarles sin premio; pero sin perdonar
a sexo ni edad llevando por un parejo inocente y culpados, malos y buenos,
había sido suma crueldad.
Dado el manifiesto, el Bailío de Venecia con los demás dieron
razón al Emperador de esta Embajada, y
queriendo tratar de algún acuerdo, no se pudo concluir, estando los ánimos tan ofendidos, y cualquier
palabra y fe tan dudosa; y así se tuvo por conveniente para entrambas partes
una guerra declarada que una paz mal segura; que adonde falta la fe, el nombre
de paz es pretexto y materia de mayores traiciones. Respondió el Emperador, que
lo sucedido contra los Catalanes y Aragoneses no había sido hecho por su orden;
y que así no trataba de dar satisfacción, siendo verdad que poco antes mandó
matar a Fernando Aones el Almirante, y a todos los Catalanes y Aragoneses que
se hallaron en Constantinopla, que habían venido con cuatro galeras acompañando
a María mujer del César, a su madre y hermanos, aun Montaner aprieta mas el
hecho, pues dice que el propio día se ejecutaron estas muertes. Pidieron los
Embajadores, que se les diese seguridad para su vuelta a Galípoli; fuele luego
concedido, dándoles un comisario, con trato se partieron a Rodesto, treinta
millas lejos de Constantinopla, y por orden del comisario que les acompañaba
fueron presos hasta veinte y siete con los criados y marineros, y en las
carnecerías públicas del lugar les hicieron cuartos vivos. Esta maldad me
parece que puede disculpar todas las crueldades que se hicieron en su
satisfacción, porque ninguna pudo llegar a ser mayor que violar con tan fiera
demostración el derecho universal de las gentes, defendido por leyes humanas y
divinas, por inviolable costumbre de naciones políticas y bárbaras. Este
desdichado fin tuvieron las finezas de un Capitán poco advertido.
Dignas de alabanza son cuando hay
seguridad en la fe y palabra del Príncipe enemigo, pero cuando está dudosa, por
yerro tengo el aventurarse. Nuestro Rey el Emperador Carlos V pasó por París y
se puso en las manos de su mayor émulo, fue su confianza tan alabada como la fe
de Francisco; pero si la Reina Leonor no avisara a Carlos su hermano de lo que
se platicaba, fuera la confianza juzgada por temeridad y la fe por engaño, con
que claramente se muestra, que alabamos, o vituperamos por los sucesos, no por
la razón. Berenguer de Entenza hizo notable yerro en enviar Embajadores a
Príncipe de cuya fe y palabra se podía dudar, porque quien con tanta alevosía y
crueldad quitó la vida a Roger y a los suyos, de creer es que en todo lo demás
no guardara fe, ni diera por legítimos Embajadores a los que venían de parte de
los que él tenía por traidores; a más de que habiendo en los vecinos de Galípoli
ejecutado tan gran crueldad, se había de temer otra mayor siempre que la
ocasión se la ofreciera.
CAPÍTULO XXXII.
ENVÍANSE EMBAJADORES A SICILIA, Y SALE BERENGUER CON SU ARMADA,
GANA LA CIUDAD DE RECREA Y VENCE EN TIERRA A CALO JUAN HIJO DE ANDRÓNICO.
Luego que se supo en Galípoli la muerte de sus Embajadores, que
no se puede con palabras encarecer lo que alteró los ánimos, y encendió los
corazones a la venganza, el verse maltratar tan inhumanamente de los que
debieran ser amparados y defendidos. Cargaba todos los días sobre Galípoli
gente de refresco, y apretaban a los de dentro, más con el impedirles que no
entrasen bastimentos por tierra, que con las armas. Berenguer de Entenza, y
todos los Capitanes, con la resolución que habían tomado de no salir de Grecia
sin haberse vengado, prevenían socorros, y así les pareció que hiciesen dueño
de sus armas al Rey Don Fadrique, y que le jurasen fidelidad para obligarle más
a su defensa. Este fue su principal motivo, aunque al Rey con razones de mayor
consideración, y de mayor utilidad le persuadían. Recibió el juramento de
fidelidad en nombre del Rey Don Fadrique un caballero de su casa, que se
llamaba Garcilópez de Lobera, soldado que seguía las banderas de Berenguer, y
juntamente le eligieron por su Embajador al rey con Ramón Marquet, ciudadano de
Barcelona, hijo de Ramón Marquet ilustre Capitán de mar, a lo que yo presumo,
del gran Rey Don Pedro, y Ramón de Copons, para que fuesen testigos del
juramento de fidelidad que habían prestado en manos de Garcilópez de Lobera, y
le diesen larga relación del estado en que se hallaban; que si en su memoria
tenía sus servicios, se acordase de darles favor, pues en ellos no solamente
interesaban ellos, pero su aumento y grandeza; que advirtiese la puerta que le abrían
ellos para ocupar el Imperio de Oriente; y que se valiese de su venganza y
desesperación, pues ellos ya estaban aventurados. Partiéronse los tres
Embajadores a Sicilia, con que la gente quedó con algunas esperanzas de que Don
Fadrique les socorrería; porque siempre, aunque sean
muy flacas, animan y alientan a los muy necesitados.
El Infante Don Sancho a la partida de estos mensajeros ofreció,
no sólo de seguir y acompañar a Berenguer en la jornada que tenía dispuesta,
pero asistirles con sus diez galeras hasta que se supiese el ánimo y voluntad del Rey. Entenza en nombre de todos aceptó el ofrecimiento, y agradeció al Infante el haber tomado tan
honrada resolución, dígna de un hijo de la casa de Aragón. Con esto apresuró
Berenguer su partida, y embarcó la gente, pero al tiempo que quiso salir, Don
Sancho mudó de parecer, olvidado de la palabra que poco antes había dado, y
faltando a su mismo honor, y reputación; cosa que causó en todos novedad, ver
en tan poca distancia tomar tan diversas y encontradas resoluciones, sin haberse podido ofrecer por la cortedad del tiempo nuevos accidentes, que le pudieran obligar. Y
si los pudiera haber de tal calidad que obligarán a romper palabras dadas con
tanto fundamento y razón, no se puede averiguar, por lo que los antiguos no
dejaron escrito la causa que pudo mover al Infante a tomar resolución tan en
descrédito suyo; pero por lo que respondió a Berenguer cuando le pidió que cumpliese su palabra, que fue decir solamente, que así cumplía el servicio de su hermano, se puede
presumir que advirtió el Infante, que había paces entre Andrónico y Don
Fadrique, y que sin expresa orden suya no había de ocupar sus galeras en daño
de un Príncipe amigo. Esto bien me parece que pudiera disculpara al Infante
para no quedarse, cuando no lo hubiera ofrecido, pero empeñada su palabra, y
viendo maltratar los mejores vasallos y súbditos del Rey su hermano, grande
desconocimiento y mengua fue el no asistirles y ayudarles; porque ya Andrónico,
degollando a los Catalanes y Aragoneses que se hallaban en su Imperio, rompió
las paces primero.
Berenguer con sentimiento que debía, según él refiere en su
relación que envió al Rey Don Jaime II de Aragón, dijo al tiempo que se partía,
cuando sus ruegos y razones no le pudieron detener, que el Infante fue como le
plugo y no como hijo de su padre. No perdieron los nuestros ánimo con la
partida de Don Sancho, ni verse desamparados de la mayor fuerza les hizo mudar
parecer. Berenguer de Entenza embarcó en cinco galeras, dos leños con remos, y
diez y seis barcos, ochocientos infantes, cincuenta caballos, y salió de
Galípoli la vuelta de la isla de Mármara llamada de los antiguos Propóntide.
Llegó a ella, echó su gente en tierra, y saqueó la mayor parte de sus pueblos,
degollando sus moradores, sin perdonar edad ni sexo, destruyendo y abrasándolos
pudiera ser de algún provecho y comodidad; porque como fue esta empresa la
primera que ejecutaron después de tantos agravios, más se dio a la venganza que
la codicia. Con la misma presteza y rigor volvió Berenguer a las costas de
Tracia, y continuando los buenos sucesos, después de algunas presas de navíos,
acometió a Recrea, Ciudad grande y rica, y con poca pérdida de los suyos la
entró a viva fuerza. Ejecutóse en los vencidos el rigor acostumbrado, y
recogido a los navíos y galeras lo más lucido y rico de la presa, entregaron a
la violencia del fuego los edificios; porque hasta las cosas insensibles y
mudas quisieron que fuesen testigos y memoria de su venganza.
Andrónico tuvo aviso de la pérdida de Recrea, en tiempo que
juzgaba a los pocos Catalanes huyendo la vuelta de Sicilia, y para atajar los
daños que Berenguer hacía de toda aquella ribera de mar, que los Griegos llamaban de Natura, mandó a Calo Juan Déspota su hijo, que con cuatrocientos a caballo,
y la infantería que pudiese recoger se opusiese a Berenguer, y le impidiese el
echar gente en tierra. Junto a Puente Regia supo Berenguer que Calo Juan venia,
y el número y calidad de sus fuerzas, y aunque en lo primero se juzgó por muy
inferior, en lo segundo le pareció que aventajaba a su enemigo, y así resolvió
de echar su gente en tierra, y recibir a Calo Juan, que avisado también por sus
corredores, como Berenguer con su gente habían puesto el pie en tierra,
apresuro el camino, temiendo que no se retirasen, porque nadie pudiera creer,
que ricos y llenos de despojos quisieran los nuestros aventurarse sino
forzados. Llegaron con igual ánimo a envestirse los escuadrones, y en breve
espacio se mostró claramente, que el valor es el que da las victorias, y no la
multitud, porque los nuestros quedaron vencedores siendo pocos, y los Griegos rotos y degollados, siendo muchos. Calo Juan escapó
con la vida, y llegó a Constantinopla destrozado.
Andrónico hizo tomar las armas al pueblo, porque toda la gente
de guerra estaba sobre Galípoli, y temió que Berenguer no le acometiese la
Ciudad. Esta rota se dio el último día de Mayo del año 1304. Fueron tan prontas
estas victorias, y alcanzadas en tan diversas partes, y tan a tiempo, que los
Griegos juzgaron por mayores nuestras fuerzas, y que no era uno solo Berenguer
el que les hacía daño, sino muchos.
CAPÍTULO XXXIII.
PRISIÓN DE BERENGUER DE ENTENZA CON NOTABLE PÉRDIDA DE LOS
SUYOS.
Con tan dichoso principio como tuvieron nuestras armas contra
los Griegos gobernadas por Berenguer de Entenza, pareció pasar adelante, y
valerse de la fortuna y tiempo favorable, siendo el fin y remate de una
victoria el principio de otra. Resolvieron los nuestros acometer los navíos que
estaban surgidos en los puertos y riberas de Constantinopla, y quemar sus
atarazanas; empresas de mayor nombre que dificultad. Navegaron para ejecutar su
determinación por la playa entre Pactia y el cabo de Gano con buen tiempo; pero
al amanecer, descubriendo velas de la parte de Galípoli, tomáronse pareceres
sobre lo que se debía hacer, viéndose cortados para volver a Galípoli, y todos
conformes se metieron en tierra, y puestas en ella las proas lo mas cerca que
pudieron, las popas al mar, porque en aquellas que las proas no iban
guarnecidas de artillería, la mayor defensa era lo alto de las popas. Tomaron
las armas, y bien apercibidos aguardaron lo que las diez y ocho galeras
intentarían, que venían a dar sobre las nuestras. Estas diez y ocho galeras eran
de Genoveses, que ordinariamente navegaban aquellos
mares, porque su valor, o codicia les llevaba por lo más remoto de su Patria,
como a los Catalanes de aquel tiempo. Reconocidos de una y otra parte los Genoveses fueron los primeros que les saludaron, con que los
nuestros dejaron las armas, y como amigos y aliados se comunicaron y hablaron.
Advirtieron luego los Genoveses por lo que oyeron platicar de
los sucesos, que Berenguer había tenido la mucha ganancia que les resultaría, y
el gusto que darían al Emperador Andrónico y a los Griegos, si prendiesen a
Berenguer, y le tomasen sus galeras. Y juzgando por menor inconveniente romper
su fe y palabra, que dejar de las manos tan importante y rica presa, enviaron a
convidar a Berenguer de Entenza, dándole palabra de parte de la Señoría que no
se les haría agravio, ni ultraje alguno, que viniese a honrar su Capitana,
donde tratarían algunos negocios importantes a todos. Con esto Berenguer sin
advertir en lo pasado, y en los daños en que su confianza le había puesto, se
fue a la Capitana, donde Eduardo de Oria con otros muchos caballeros le recibió
y acarició. Comieron y cenaron juntos con mucho gusto y amistad, tanto que
Berenguer se quedó a dormir en la Capitana, prosiguiendo hasta muy tarde
algunas pláticas en razón de su conservación. A la mañana cuando quiso volverse
a su galera, Eduardo de Oria le prendió y desarmó, y otros Genoveses hicieron lo mismo con los demás que le acompañaban y las diez y ocho galeras
dieron sobre las nuestras desapercibidas y descuidadas. Ganáronse luego las
cuatro con pérdida de 200 Genoveses; pero la galera de Berenguer de Víllamarín
que tuvo algún poco de tiempo para ponerse en defensa, la hizo de manera, que
con tener sobre sí diez y ocho proas, no la pudieron entrar hasta que todos los
que la defendían fueron muertos; sin escaparse un hombre solo; tanta fue la obstinación con que peleando murieron en el combate de esta sola galera 200 Genoveses, y fueron
mucho más los heridos. Pachimerio dice que los Genoveses aquella noche que
llegaron a juntarse con las galeras Catalanas despacharon secretamente una de
sus galeras a Pera, dándole aviso que estaban con los Catalanes, los cuales le
decían que Andrónico estaba indignado contra ellos, y que les quería castigar, y que les persuadían que juntos acometiesen a Constantinopla.
Llegado el aviso a Pera, los Genoveses dieron razón al Emperador, y que e les
ordenó que les acometiesen, ofreciendo de hacerles muchas mercedes, y así al
otro día ejecutaron lo referido. Este lastimoso fin tuvo la jornada de
Berenguer mal determinada, bien ejecutada, digan de mayor fortuna, ¡pero qué
difícilmente los consejos humanos pueden prevenir casos semejantes!
Discurrióse en la determinación de esta jornada entre los Capitanes de los peligros que pudieran sobrevenirle, y con ser tantos y tan
variados los que se propusieron, fue este accidente ni imaginado, ni previsto;
con que claramente se muestra, que los juicios de los hombres aunque fundados
en razón no pueden prevenir los de Dios. Al Infante Don Sancho se debe culpar,
porque fue la más cercana causa de esta pérdida. Si como debiera acompañara a
Berenguer, fueran las victorias que se alcanzaron mayores, los Genoveses no se atrevieran, y las fuerzas de Galípoli se aumentaran;
con que la guerra se hiciera con mayores ventajas y reputación. Berenguer con
serviles prisiones fue llevado con algunos caballeros de su compañía a Pera; y
porque temieron que Andrónico no se les quitase para satisfacer en su persona
los daños recibidos, le pasaron a la Ciudad de Trapisonda, puesta en la ribera
del mar de Ponto, donde los Genoveses tenían factoría, y le tuvieron en ella
hasta que las galeras volvieron. Los Genoveses hicieron una cosa bien hecha;
porque luego que tomaron las galeras Catalanas se vinieron a Pera, sin querer
entregar ningún prisionero a los Griegos, ni vender cosa de la presa, aunque el
Emperador les acarició y honró.
Con este buen suceso trató el Emperador con los mismos Genoveses, que emprendiesen de echar a los Catalanes que
estaban en Galípoli, y ellos se lo ofrecieron que les diese seis mil escudos.
Fue contento Andrónico de darlos, y así se los envió; pero ellos como gente
atenta a la ganancia pesaron el dinero, y hallándole falto se lo volvieron a
enviar. Andrónico replicó que les satisfaría el daño, y entonces ya no
quisieron, porque informados mejor de lo que emprendían no les pareció igual
paga. Supo el Emperador que traían a Berenguer preso, procuró con amenazas y
ruegos que se le entregasen, y últimamente ofreció por su persona veinte y
cinco mil escudos. Todos se le negó, temiendo, a lo que yo sospecho, que el Rey
de Aragón no hiciese gran sentimiento, si Berenguer tan grande y principal
vasallo suyo padeciera afrentosa muerte en poder del Emperador Andrónico, el
cual tentó el medio más eficaz que pudo, ofreciendo a ciertos patrones de estas
galeras, para que con algún engaño se le entregase, ocho mil escudo, y diez y
seis pares de ropas de brocado; pero descubierto el trato, no quisieron que Andrónico tentase alguna violencia, y así se partieron, dejando muy desbrido al Emperador.
A la entrada del estrecho, Ramón Montaner de parte de los que
quedaban en Galípoli llegó con una fragata a pedir a Eduardo de Oria le diesen
la persona de Berenguer, y ofreció el dinero que pudieron recoger por su rescate, que fueron hasta cinco mil escudos; pero los Genoveses no quisieron, o por
parecerles poca la cantidad, a lo que tengo por mas cierto, o por no irritar el
ánimo de Andrónico si ponían en libertad un enemigo suyo, en puesto que se
tenía por sus mayores enemigos, de donde con mayor daño pudiese segunda vez
destruir sus Provincias, y asolar sus Ciudades. Desesperado Montaner de
alcanzar su libertad, diole parte del dinero que traía, y le ofreció que en
nombre del ejército se enviarían Embajadores al Rey de Aragón, y al de Sicilia,
para que se satisfaciese agravio tan notable, como prender debajo de seguro un
Capitán de Rey amigo.
CAPÍTULO XXXIV.
LOS POCOS QUE QUEDARON EN GALÍPOLI DAN BARRENO A TODOS LOS
NAVÍOS DE SU ARMADA.
Preso Berenguer de Entenza, y muertos los mejores caballeros y
soldados que les siguieron, quedaron solo en Galípoli con Rocafort su Senescal,
mil y dos cientos infantes, y doscientos caballos, y cuatro caballeros buenos
soldados, Guillén Siscar, y Juan Pérez de Caldés Catalanes, y Fernando Gori, y
Ximeno de Albaro Aragoneses, y con ellos Ramón Montaner Capitán de Galípoli.
Este tan poco número de gente defendió aquella plaza, y cuando supieron que
Berenguer con su armada se había perdido, y que el socorro, que esperaban había
de venir por su mano ya no tenía lugar, y aunque reconocieron el peligro
cierto, no perdieron el ánimo, antes cobrando de la adversidad mayor esfuerzo,
dieron ejemplo raro a los venideros de lo que se debe hacer en casos, donde el
honor corre riesgo de que alguna mal advertida resolución manche su limpieza,
conservada largos años sin notas de infamia. Tuvieron consejo, y en él hubo
diferentes pareceres. Hubo algunos que les pareció forzoso el desamparar a
Galípoli, y que tratar de defenderla era desatino. Que se embarcasen en sus
navíos y fuesen la vuelta de la isla de Metellin, porque con facilidad la
podrían ganar, y con la misma defenderla, de donde correrían aquellos mares con
más seguridad suya, y daño del enemigo, y que sus pocas fuerzas no daban lugar
a mayor satisfacción.
Fue tan mal recibido este consejo de los más, que con palabras llenas de amenazas le contradijeron, y determinaron que Galípoli
se defendiese, y que fuese tenido por infame y traidor el que lo rehusase.
Estimaron en tanto su determinación, que por quitarse el poder de mudarla, barrenaron
los navíos, con que perdieron la esperanza de la retirada por mar, quedándoles
la que abriesen sus espadas en los escuadrones enemigos. Siguieron el ejemplo
de Agatocles en África, y le dieron a Hernando Cortés en el nuevo mundo,
entrambos celebrados en la memoria de los hombres por los más ilustres que el
valor humano pudo emprender. Agatocles Rey de Sicilia pasó con una armada a la África contra los Cartagineses. Echada su gente en
tierra, echó a fondo sus navíos, con que forzosamente hubo de vencer, o morir;
pero este tenía más confianza y razón de vencer, porque llevaba consigo treinta
mil hombres, y la guerra solamente contra Cartago. Los Catalanes se hallaron pocos, lejos de su patria, y la guerra contra todas las naciones
del Oriente. Superior a la mayor alabanza fue la determinación de Cortés;
porque ¿quién pudo en ignotas Provincias, distando inmenso espacio de su
patria, echar a fondo sus navíos, y escoger una muerte casi cierta por una
victoria imposible, sino un varón a quien Dios con admirable providencia
permitió que fuese el que a su verdadero culto redujese la mayor parte de la
tierra? No quiero hacer juicio si éste, o el de los Catalanes fue mayor hecho,
porque pienso que son entrambos tan grandes, que fuera hacerles notable
injuria, si para preferir alguno, buscaremos en el otro alguna parte menos
ilustre, por donde le pudiéramos juzgar por inferior. Españoles fueron todos los que lo emprendieron, sea común la
gloria.
CAPÍTULO XXXV.
SALEN LOS NUESTROS DE GALÍPOLI A PELEAR CON LOS GRIEGOS, Y
ALCANZAN DE ELLOS SEÑALADÍSIMA VICTORIA.
Después de barrenados los navíos, contentos de verse fuera de
peligro de perder la reputación con la retirada, dispusieron su gobierno.
Dieron a Rocafort doce Consejeros por cuyo parecer se gobernase. Esta elección
se hacía por los votos de la mayor parte del ejército, y su poder en los
consejos era igual al de Rocafort, y él ejecutaba lo que por parecer de los
demás se resolvía. Hicieron sello para sus despachos, y patentes, con la imagen
de San Jorge, y escritas en su orla estas letras: Sello de la Hueste de los
Francos que reinan en Tracia y Macedonia. Prudentemente a mi juicio pusieron en
lugar de Catalanes Francos, por ser nombre más universal, y menos aborrecido, y
quisieron mostrar que aquel ejército era compuesto de casi todas las naciones
de Europa contra los Griegos, y que era causa común de todos el socorrerles.
Por grandeza de ánimo tengo no estrecharle los hombres al nombre de su patria,
porque con este nombre no se extrañasen los Españoles de otras Provincias,
Italianos, y Franceses sino dilatarle por todo el orbe de la tierra; patria
común de todos los vivientes.
El enemigo se venía llegando a las murallas de Galípoli y
estrechaba a los sitiados, y como en las ordinarias escaramuzas, aunque con
mayor daño de los Griegos, se perdía gente de nuestra parte, resolvieron de
salir a pelear con todas sus fuerzas, y aventurar en un trance de una batalla
su vida, y libertad; consejo que le deben seguir los que no pueden largo tiempo
conservar la guerra. No se hallaron en Galípoli para salir a pelear entre
infantes y caballeros mil y quinientos, puesto que Nicéphoro dice que fueron
tres mil; pero el autor escribió por relación de los Griegos a quien el temor pudo engañar, y parecer doblado el número de los enemigos.
Levantaron un estandarte antes de salir a pelear con la imagen de San Pedro,
pusiéronle sobre la torre principal de Galípoli con grandes demostraciones de
piedad, puestos de rodillas, después de haber hecho una breve oración al santo,
invocaron a la Virgen. Al tiempo que empezaron la Salve con devotas aunque
confusas voces, estando el cielo sereno les cubrió una nube, y llovió sobre
ellos, hasta que acabaron, y luego de improviso se desvaneció. Quedaron
admirados de tan gran prodigio, y sintieron en sus corazones grandes afectos de
piedad y religión, con que les creció el ánimo, y tuvieron por cierta la
victoria, pues con tan claras señales el cielo les favorecía. Reposaron aquella
noche, no con poco cuidado de que fuese la última de su vida.
Sábado por la mañana que fue el siguiente, a los 21 de Junio,
salieron de sus murallas y reparos. El enemigo dejado por guarda de sus Reales
que estaban en el siguiente, Brachilao dos millas de Galípoli parte de su
ejército con ocho mil caballos y mayor número de infantes se adelantó a pelear. Los nuestro echaron su
caballería por el lado izquierdo de su infantería abrigándose por el derecho
del terreno algo quebrado. Guillén Pérez de Caldés, Caballero anciano de
Cataluña, llevaba el estandarte del Rey de Aragón, Fernán Gori el de Don
Fadrique Rey de Sicilia, que olvidados de sus Príncipes, jamás olvidaron su
memoria. El de San Jorge dieron a Gimeno de Albaro, y Rocafort encomendó el
suyo a Guillén de Tous. Las centinelas que estaban en lo alto de las torres de
Galípoli dieron la señal de acometer, porque descubrían mejor al enemigo que
venía mejorándose por los collados. Cerraron de una y otra parte con gallardía
y fue tanta la furia del primer encuentro, que afirma Montaner que los que
quedaron dentro de Galípoli les pareció que todo el lugar venia al suelo, a
semejanza de terremoto.
No pudieron los Griegos contra soldados
tan prácticos y valientes, aunque con tanta desigualdad, salir con victoria.
Dieron luego la vuelta hacia sus reales, donde pensaron rehacerse. Los que
quedaron en su defensa, viendo su gente rota, salieron a detener al enemigo que
con furia y rigor increíble venia ejecutando su victoria. El nuevo socorro de
gente descansada detuvo algo a los vencedores, porque era lo mejor del
ejército; pero repetido el nombre de San Jorge cerraron con igual ánimo, y
segunda vez vencieron a los Griegos, ganándoles sus
alojamientos. Volvieron las espaldas Umbertos Polo Basilia, y el grande
Eteriarca. Siguióse el alcance veinte y cuatro millas hasta Monocastano,
degollando siempre sin resistencia alguna porque la huida les hizo dejar las
armas con que apretados pudieran defenderse de los nuestros, que esparcidos,
cansados y pocos, les seguían; pero la vileza de los Griegos era tanta, que
refiere un autor que por las heridas en el rostro no osaban volverle, aunque
con sólo este riesgo se pudieran defender; última miseria a que puede llegar un
hombre cuando teme las heridas más que la infamia. La mayor parte de los
Griegos vencidos murieron ahogados, porque seguidos de los Catalanes de quien
no esperaban buena guerra sino afrenta, y muerte, se arrojaban en los barcos y
leños de la ribera, cargando en ellos más gente de la que pudieran llevar, con
cuyo peso, con la priesa de los que entraban venían al fondo y se habrían,
ayudando a esta pérdida los propios Catalanes, que metidos en el agua a
cuchilladas, y asidos de los bordes de los barcos, les forzaban a echarse en el
agua o morir.
Con la noche dejaron el alcance, y cerca de la media volvieron a Galípoli sin haber reconocido los despojos que el enemigo les dejaba, juzgando por
mayor ganancia quitar vidas, y derramar sangre de los que con tanta impiedad
quitaron las de sus compañeros y amigos. A la mañana salieron a recoger la
presa, y fue de manera que tardaron ocho días en retirarla dentro de Galípoli,
vestidos de seda y oro, en aquel tiempo más estimados por no ser tan comunes,
en gran cantidad, armas lucidas, y joyas de mucho precio, tres mil caballos de
servicio, y bastimentos en tanta abundancia, que en muchos días no se pudiera
temer en Galípoli falta de ellos. Murieron de los vencidos veinte mil infantes
y seis mil caballos y de los nuestros un caballo, y dos infantes; no me
atreviera a referirlo por parecerme caso imposible, si Autores de mucho crédito
no refirieran semejantes acontecimientos. Paulo Orosio escritor antiguo y
Cristiano, cuenta de Agatocles, que degolló con dos mil hombres treinta mil
Cartagineses con su General Annon, y él perdió solos dos hombres.
CAPÍTULO XXXVI.
PREVIÉNESE MIGUEL PALEÓLOGO PARA VENIR SOBRE GALÍPOLI, LOS
NUESTROS A PELEAR CON EL TRES JORNADAS LEJOS, Y ENTRE LOS LUGARES DE APROS, Y
CIPSELA SE DA LA BATALLA, SALE DE ELLA MIGUEL VENCIDO, Y HERIDO.
La buena dicha de nuestras armas puso en cuidado al Emperador
Andrónico, y a Miguel su hijo, porque nunca creyeron que gente tan poca se les
pudiera dar, y forzarles a poner todas las fuerzas del Imperio para su ruina.
Con el suceso de Galípoli, resolvieron los Emperadores de juntar sus gentes, y
dar sobre los nuestros antes que pudiesen de Cataluña, o de Sicilia llegar
socorros. De estas prevenciones y aparatos de guerra fueron los nuestros
avisados por una espía Griega, que Montaner envió con harto recelo de que
volviese, porque otras de la misma nación, que a diversas partes se enviaron,
no volvieron. Catalanes no podían servir en esta ocupación, porque siempre eran
conocidos, aunque con traje, y lenguaje Griego se procuraban encubrir. Con este aviso se resolvieron todos de salir a buscar al enemigo la tierra adentro resolución tan gallarda como cualquiera de las otras que tomaron. No pienso yo que tantas
finezas ni bizarrías se puedan haber leído en otras historias, y así algunas
veces temo que mi crédito y fe se ha de poner en duda; pero advertido el que
esto leyere que Nicéphoro Gregoras, y Pachimerio autores Griegos, y por serlo enemigos,
y Montaner Catalán concuerdan en lo que parece más increíble, tendrá por verdad
lo que escribimos.
Montaner refiere que la principal causa que les movió a seguir
este consejo fue verse ya ricos, y prósperos, y temer que la sobrada afición de
sus riquezas, y el temor de perderlas, no les hiciera perder algo de su
reputación. Siguiendo los consejos más cautos, y menos honrosos, dejaron en Galípoli de guarnición donde quedaban su hacienda, mujeres y familia cien Almogávares, y partieron la
vuelta de Andrinópoli, plaza de armas de aquel ejército que se juntaba contra
ellos, con firme determinación de pelear con Miguel, aunque fuese asistido del
mayor poder de su Imperio. Caminaron tres días por Tracia, destruyendo y
talando la campaña; llegaron a poner una noche sus cuarteles a la falda de un
monte poco áspero. Las centinelas que pusieron en los altos descubrieron de la
otra parte grandes fuegos; enviáronse reconocedores, y poco después volvieron
con dos Griegos prisioneros, de quien se supo la ocasión de los fuegos, que fue
por estar Miguel acuartelado con seis mil caballos, y mayor número de infantes,
entre Agros y Cipsela, dos Aldeas pequeñas aguardando lo restante del campo.
Quisieron algunos que aquella misma noche se atravesase la montaña que les
dividía, y diesen sobre los enemigos descuidados, y no me parece que aprobaron
este consejo, no sé por qué razón; puesto que forzosamente se había de pelear
con ellos, mas fácil fuera con la obscuridad y confusión de la noche
aventurarse, que aguardar la mañana cuando siendo tan pocos pudieran ser mejor
reconocidos.
Después de haberse todos confesado, y recibido el Sacramento de
la Eucaristía, hicieron un solo escuadrón de su infantería, y la caballería
dividida igualmente en dos tropas a cada lado del escuadrón la suya, y otro
escuadrón dejaron en la retaguardia para socorrer a donde la necesidad le
llamase. Caminaron la vuelta del enemigo; al salir del sol se hallaron de la otra parte de la montañuela, de donde
descubrieron al enemigo más poderoso de lo que la espía les dijo, y fue, porque
dos horas antes llegó la mayor parte de su ejército que le faltaba. Reconoció
el enemigo su venida y como entre infantes y caballos no llegaban a tres mil
los nuestros, juzgaron que venía a rendir las armas, y entregarse a la
clemencia de Miguel; y esto lo tuvieron por tan cierto que ni querían tomar las
armas ni salir de sus cuarteles. Pero Miguel que con tanto daño suyo conocía
por experiencia el valor de sus enemigos, sacó su gente, y él se armó, y puso a
caballo, ordenando los escuadrones en esta forma. La infantería repartida en
cinco escuadrones a cargo de Teodoro tío de Miguel, General de toda la milicia,
que había venido del Oriente en el cuerno siniestro puso las tropas de
caballería de los Alanos y Turcoples a cargo de Basila, en el cuerno derecho se
puso la caballería más escogida de Tracia y Macedonia, con los Valasco y los
aventureros a orden del gran Etriarca; en la retaguardia quedó Miguel con los
de su guarda, y parte de la nobleza que asistía a su defensa. Acompañábale el
Déspota su hermano, y Senacarib Ángelo, que este día no quiso tener gente de
guerra a su cargo, por hallarse ocupado en la defensa del Emperador, y tener
cuidado de la seguridad de su persona. Reconoció Miguel sus escuadrones, y
animados a la batalla, vinieron cerrando.
Los nuestros divididos en cuatro escuadrones con gran ánimo y
resolución los primeros con quien se toparon fueron los Alanos Turcoples, que
su caballería envistió el primer escuadrón de Almogávares, que invencible
quebrantó su furia, tanto, que dice Pachimerio, que luego se retiraron huyendo.
Aunque Nicéphoro dice que los Masagetas y Turcoples cuando tocaron las
trompetas para embestir, huyeron, porque tenían resuelto de no servir al
Emperador, y los Turcoples tenían trato con los Catalanes. De cualquier manera
que ello fuese, o después de haber embestido, o antes, huyeron, y la infantería
descubierta por el siniestro lado de toda la caballería que le sustentaba,
quedó, dice Nicéphoro, como la nave sin árbol y sin velas en la mayor furia de
la tempestad. Parte de nuestra caballería, que se había juntado de Almogávares
y marineros, había desmontado y acometido a pie por aquella parte. La ocasión
que tuvieron para desmontar estas tropas, fue solo por hallarse inútiles en
este género de servicio, y que si no dejaran los caballos no pudieran pelear.
Los demás escuadrones de infantería, libres de la mayor parte de la caballería
enemiga que les pudiera dañar, cerraron por la frente tan vivamente, que
degolladas las primeras hileras donde estaban sus más lucidos y valientes
soldados, todo lo demás de la infantería se puso en huida aunque la caballería
de Tracia y Macedonia, como la mejor y de mayor reputación de aquellas
Provincias, mantuvo por gran rato su puesto peleando con nuestra caballería, y
defendió uno de sus escuadrones que no fuese roto, hasta que los Almogávares le
abrieron por el otro costado, y por la frente, y entonces su caballería con
mucha pérdida dejó el puesto, huyendo la vuelta de Cipsela.
Miguel, como buen Príncipe y valiente soldado viendo sus
escuadrones rotos, y caballería, parte retirada, y parte deshecha, y en quien
tenía puesta la mayor esperanza de vencer, sacó su caballo la vuelta del
enemigo, y luego repentinamente quedó el caballo sin freno, y se arrojó a
vuelta de los enemigos, detenido de los que estaban en su guarda hubo de subir
en otro caballo, y sin tener por mal agüero el haber perdido el freno su
caballo, se metía por lo más peligroso, y con gran presteza animaba unos y
socorría a otros, cuando con amenazas, cuando con ruegos, llamando a sus
Capitanes y Maestres de Campo por sus nombres, que volviesen las caras, que
resistiesen, que no perdiesen aquel día
con tanta mengua la reputación del Imperio Romano. Los soldados y Capitanes, perdido una vez el miedo a su fama, y puesto en ejecución
caso tan feo como desamparar la persona del Príncipe, también la perdieron a
sus ruegos y quejas, porque cuanto mayor es la infamia de un hecho, tanto más
difícil es el arrepentimiento.
Entonces Miguel quiso con el ejemplo, ya que no pudo con las palabras, obligarles, y juzgando por grande afrenta no aventurar su
vida por la de los suyos vuelto a los pocos que les seguían, les dijo: «Ya
llegó tiempo, compañeros y amigos, en que la muerte es mejor que la vida, y la
vida más cruel que la misma muerte. Muérase con reputación, si se ha de vivir
con infamia.» Y levantando el rostro al cielo, pidiéndole su ayuda, se arrojó
con su caballo en medio de los nuestros. Siguiéronle hasta ciento de los más
fieles, y por un grande espacio puso la victoria en duda; tanto puede en
semejantes ocasiones la persona del Príncipe que se aventura. Hirió a muchos y
mató a dos. Un marinero catalán llamado Berenguer, que en la jornada de este día
se halló sobre un buen caballo, y con lucidas armas despojos de la victoria
pasada, anduvo entre los enemigos tan bizarro, que Miguel por entrambas causas
le tuvo por algún señalado Capitán de nuestra nación, y con deseo de mostrar su
esfuerzo, se fue para él, y le dio una cuchillada en el brazo izquierdo.
Resolvió sobre Miguel el marinero con tanta presteza, que sin darle tiempo de
sacar su caballo, a golpes de maza le hizo saltar el escudo, y le hirió en el
rostro, y al mismo tiempo le mataron a Miguel el caballo, y le tuvieron casi
rendido, pero algunos de su guarda le socorrieron valientemente, y uno de ellos
le dio su caballo con que se salvó, quedando muerto por librar a su príncipe.
Miguel, perdida la mayor parte de su gente, y libre del peligro por su valor y
por su dicha, se salió de la batalla, llevado más por la fuerza de los suyos,
que por su voluntad. Intentó muchas veces volver a cobrar la reputación
pérdida, pero siempre fue detenido, y su coraje reventó en lágrimas. Retiróse
dentro del Castillo de Apros, con que la victoria se declaró por nosotros.
No se siguió el alcance, porque entendieron siempre que a los
Griegos les quedaban fuerzas enteras para volver segunda vez a pelear, y
temieron alguna emboscada, según Pachimerio dice, y añade, que fue particular
providencia de Dios el miedo que tuvieron los Catalanes de la emboscada, para
detenerles que no ejecutasen la victoria, donde perecieran muchos más; y Miguel
llegara a sus manos. Contentáronse con quedar señores del campo, y aguardar la
mañana que les desengañaría de sus sospechas. Toda aquella noche se estuvo con
las armas en la mano. Llegó la mañana, y reconocieron que su victoria había sido con
entero cumplimiento. Acometieron a Apros el mismo día, que defendido sólo de
sus vecinos, fácilmente se entró. En este lugar se detuvieron ocho días, para
que los heridos se curasen y los demás descansasen del trabajo y fatiga de la
batalla. Súpose luego como la gente que Miguel aguardaba, y según los espías
refirieron ya se le había juntado antes de la batalla, y que todo estaba
vencido. Perecieron, según Montaner del enemigo diez mil caballos, y quince mil
infantes; de los nuestros veinte y siete y nueve caballos.
Retirado Miguel dentro de Apros, no se tuvo por seguro, y
aquella misma noche se salió, y se fue a Pamphilo y de allí a Didimoto donde
estaba su padre, de quien, cuenta Nicéphoro que fue reprendido gravemente,
porque puso su persona tan atrevidamente en tanto riesgo, que lo que en un
soldado, o Capitán se debía de alabar, en un Emperador era digno de reprensión;
palabras nacidas de la afición de un padre, más que de lo que debiera aconsejar
si no lo fuera, porque no sé yo que tenga el Príncipe mayor obligación de
aventurarse, que la que Miguel se aventuró, cuando ve sus escuadrones deshechos,
su reputación en peligro, su gente muerta y sus estados perdidos. ¿Qué Príncipe
de los celebrados en la memoria de las gentes dejó de poner su vida al mayor
riesgo, cuando la importancia y la grandeza del caso es de tal calidad?.
Con esta victoria, la mayor parte de la Provincia de Tracia
quedó por despojos de los nuestros. Las Ciudades populosas y fuertes no
padecieron en esta común tempestad, porque siendo los Catalanes tan pocos, no se querían ocupar en asaltar murallas, donde forzosamente habían
de perder gente, y si algunas tomaron, fue porque el descuido del enemigo les
convidó para que lo pudiesen hacer, sin aventurarse mucho. Los moradores de las
aldeas y poblaciones de Griegos de toda la Provincia, sabida la pérdida de su
ejército, dejaron sus casas, y sus haciendas, y el trigo que estaba ya para
recoger, y peregrinando por reinos vecinos, acrecentaron el temor de nuestra
venganza; y dice Pachimerio que entraba de todas parte infinita gente huyendo,
y que parecía Constantinopla la espera de Empedocles.
Fue ocasión esta victoria de que sucediese en Andrinópolis un
caso lastimoso a los Catalanes que estaban presos
desde la muerte de Roger, que llegaban al número de sesenta. Tuvieron aviso de
la victoria de Apros, animáronse a intentar su libertad. Estaban en una cárcel
fuerte de una torre, rompieron los grillos, y acometieron una puerta no la
pudieron abrir, subieron a lo alto de la torre para reconocer algún camino de
su libertad, no fue posible hallarle, y como desesperados de hallar piedad en
los Griegos, desde arriba, con las armas que pudieron alcanzar, pelearon
valientemente con los ciudadanos de Andrinópolis que sitiaron la torre, y la
procuraron ganar a fuerza de armas, pero fue tanto el valor de los que la
defendían, que no fue posible hacerles daño. Finalmente después de heridos, los
ciudadanos desesperados de poderles rendir, se resolvieron de quemar todo el
edificio y torre. Diéronle fuego por todas partes, y en poco rato se encendió
con gran ruina del edificio. Por entre las llamas y el fuego arrojaban piedras
y dardos, y medio abrasados peleaban. Despidiéronse, y abrazados unos con
otros, hecha la señal de la Cruz, así lo dice Pachimerio, se arrojaron en el
fuego todos, y entre ellos dos hermanos de linaje ilustre, y de ánimo valeroso,
abrazándose con gran lástima de los circunstantes se arrojaron de la torre, y
escaparon del fuego, que con más piedad les perdonó que el hierro de los pérfidos Griegos, de quien fueron despedazados. Entre estos sesenta solo hubo uno que diese
muestras de rendirse, a quien los otros arrojaron de la torre.
Después de haber destruido y talada la mayor parte de la
Provincia, volvieron a Galípoli, acrecentados de reputación, de hacienda, y de
gente, que se les juntaba de Italianos, Franceses y Españoles, que pudieron
escapar de la crueldad y furia de los Griegos.
CAPÍTULO XXXVII.
ESTADO DE LAS COSAS DE ANDRÓNICO, Y DE LOS GRIEGOS.
En todos tiempos y edades se ha mostrado la igualdad de la
justicia divina, pero en unos se ha señalado mas que
en otros con el azote de alguna pestilencia, hambre, o guerra. Esta última se
tomó para castigo de Andrónico, y de los Griegos que apartados de la obediencia
de la Romana Iglesia, madre universal de los que militan en la tierra, cayeron
en mil errores y por ellos, y por los demás pecados que antes se siguieron, permitió Dios que los Catalanes fuesen los ministros de su
ejecución. Añadióse a los daños de la guerra, males y divisiones caseras, que
entre los Príncipes suele ser el último y mayor de los trabajos, porque con él
se confunden los consejos, y se enflaquecen las fuerzas, y es un breve atajo
para su ruina.
Irene mujer del Emperador Andrónico juzgaba por cosa indigna de
su grandeza y sangre, que sus tres hijos Juan, Teodoro, y Demetrio no tuviesen
parte en el Imperio de su padre por tener hijos de otra madre llamados primero
a la sucesión. Miguel ya nombrado por Emperador, y Constantino Déspota. Procuró
por todos los medios posibles, que su marido Andrónico dividiese entre sus
hijos algunas Provincias de su imperio. No le fue concedida esta demanda.
Volvió segunda vez a tantear otro medio mas perjudicial y dañoso para el
Imperio que el primero, y fue pedir que les declarase sucesores y compañeros de Miguel su hermano. Negósele
también con, que Irene mujer ambiciosa conociendo el amor grande de su marido,
y que apartándose de él doblara a su constancia, y que el deseo de volverla a ver fuera mas poderoso que lo
habían sido sus ruegos, fuese a Tesalónica con gran contradicción de su marido,
aunque por no publicar males tan íntimos y secretos, mostró en lo exterior que
no le desplacía.
Nunca ausencia se tomó por medio para acrecentar una afición,
antes suele ser con que la mayor se desvanece, como siempre suele experimentarse.
El amor y afición de Andrónico se fue perdiendo, y la mujer al mismo paso desesperando y cerrando la puerta a su pretensión,
trocó los ruegos en amenazas. Admitió platicas y tratos de Príncipes
extranjeros enemigos de Andrónico. Envió a llamar a su yerno Crales Príncipe de
los Tribalos y de Servia, casado con su hija Simonide, y le dio todas las
joyas, y tanto dinero, que Nicéphoro quiere, que con él se pudiera fundar renta
para sustentar cien galeras, en defensa de los mares y costas del Imperio. ¿Con
esta división, qué poder no se deshiciera? ¿qué Reino
no se acabara? Y más sobreviniendo un ejército de gente enemiga, a quien el
deseo de su venganza puso en la necesidad de morir, o vencer.
CAPÍTULO XXXVIII.
LOS NUESTROS HACEN ALGUNAS CORRERÍAS, Y TOMAN A LAS CIUDADES DE
RODESTO, Y PACÍA.
Retirados a Galípoli después de la victoria, quedaron dueños
absolutos de la campaña, y Andrónico sin atreverse a salir de Constantinopla,
ni Miguel de Andrinópoli, tan apretados les tuvieron nuestras armas. Andrónico
a las quejas de tantos daños como hacían los Catalanes en sus Provincias, encogió los hombros, atribuyendo a sus pecados el castigo
que Dios le enviaba y confesaba que no era poderoso para resistirles. Hasta
Moaronea, Radope, y Bizia, ciento y setenta millas de Galípoli, entraban
haciendo correrías, con universal temor y asombro de todas las Provincias;
porque no había lugar que estuviese libre de su furia por remoto y apartado que
fuese. las Ciudades que por su fortaleza de muros no podían ser acometidas,
sentían estos males en sus vegas, y en sus jardines, quemando y talando lo más
estimado, Y haciendo prisioneros a muchos de quien sacaban grandes y continuos
rescates, y no solo compañías enteras, pero cuatro, o seis soldados hacían
estos lances.
Pedro de Maclara Almogávar, que servía en la caballería,
hallándose una noche entre sus camaradas desesperado de haber perdido lo que
tenía al juego, resolvió de rehacer lo perdido, y desquitarse con algún daño de
sus enemigos, de que le resultase provecho. Subió a caballo, y con dos hijos
que tenía, caminando siempre entre enemigos, llegó a los jardines que están
pegados a Constantinopla, donde luego la suerte le puso entre manos un padre y un hijo mercaderes Genoveses. Hízolos prisioneros, y
dio con ellos en Galípoli sin que persona alguna se lo estorbase, con haber
veinte y cinco leguas de retirada. Hubo por su rescate mil y quinientos
escudos, con que el Almogávar recompensó lo perdido, y ganó reputación de
valiente y práctico soldado. Estas y muchas otras correrías, refiere Montaner,
que se hacían con igual felicidad y admiración. A tanto llegó el atrevimiento
de los Catalanes. Vióse Roma cabeza del mundo,
conocida entonces en tanta grandeza y gloria, que desvanecida con sus victorias
y triunfos, se atribuyó el renombre de eterna; pero las armas de los Godos y
Vándalos mostraron cuan breves fueron sus glorias, y cuan falso su atributo. Lo
mismo sucedió a Constantinopla cabeza del Imperio Oriental; en quien juntamente
se levantaron y merecieron el poder y la piedad por el grande Constantino; en
cuyos sucesores se conservó, hasta la ira de Dios se ejecutó su castigo,
entregándola por despojos a naciones extrañas, y en este tiempo casi forzada de
pocos Catalanes y Aragoneses, a recibir leyes la que las daba a tantos Reinos y
gentes.
Ardía en los corazones de los Catalanes el deseo de vengar la muerte afrentosa de sus Embajadores, en los naturales y vecinos de Rodesto, donde tan inhumanamente fueron despedazados y muertos. Salieron a
esta jornada hasta los niños, en quien fue más poderosa la pasión de su
venganza, que la flaqueza de su edad. Estaba esta Ciudad ribera del mar,
sesenta millas de camino por tierra de Galípoli. Para llegar a ella
forzosamente se habían de dejar los nuestros pueblos enemigos a las espaldas, y
esta seguridad causó descuido en los vecinos de Rodesto, porque nunca creyeron
que los Catalanes se aventurarían sin tener la retirada llana y sin peligro,
pero estas dificultades fueran bastantes, si el agravio no las atropellará. Al
amanecer escalaron las murallas, y la entraron sin hallar resistencia,
ejecutando muertes con tanta crueldad, que por este hecho primeramente, y por
los demás que fueron sucediendo, quedó entre los Griegos hasta nuestros días
por refrán: la venganza de los Catalanes te alcance. Esta es la mayor maldición
que entre ellos tienen ahora la ira y el aborrecimiento: tan viva se les
representa siempre la memoria de aquel estrago.
Dice Montaner encareciendo el desorden que hubo por nuestra
parte, que los Capitanes y Caballeros no pudieron detener ni impedir las
crueldades que los vencedores ejecutaron en los vencidos, porque perdido el
temor de Dios y el respeto debido a sus Capitanes, y el de su misma
naturalezas, despedazaban cuerpos inocentes, por la edad incapaces de culpa;
hasta los animales quisieron entregar a la muerte, porque en el lugar no
quedase cosa viva. De allí pasaron a Pacía ciudad vecina, y la ganaron con la
misma facilidad, y trataron con el mismo rigor. Parecióles a nuestros Capitanes
ocupar estos puestos, porque la gente iba creciendo, y era ya bastante para
dividirse y acercarse a Constantinopla, cuya perdición y ruina era el último
fin de sus peligros y fatigas. A Montaner dejaron en Galípoli sólo con algunos
marineros, con Almogávares, y treinta caballos.
CAPÍTULO XXXIX.
FERNÁN JIMÉNEZ DE ARENÓS LLEGA A GALÍPOLI, ENTRA A CORRER LA
TIERRA, Y AL RETIRARSE DERROTA DOS MIL INFANTES, Y OCHOCIENTOS CABALLOS DEL
ENEMIGO.
Fernán Jiménez de Arenós, uno de los más principales Capitanes
Aragoneses que vinieron con Roger en Grecia, por algunos disgustos, como
dijimos arriba, se apartó de nuestra compañía. Con los pocos que le siguieron
se fue al Duque de Atenas, donde se detuvo algún tiempo sirviendo en las
guerras que el Duque tuvo con sus vecinos; que fueron muchas y varias;
accidentes forzosos que padecen los estados pequeños que tienen por vecinos
Príncipes poderosos. En todas ellas Fernán Jiménez ganó reputación y ocupó
lugar honroso, pero el peligro de sus amigos en su ánimo pudo tanto, que dejó
sus acrecentamientos seguros y ciertos, por socorrerles con su persona. Habida
licencia del Duque, con una galera, y en ella ochenta soldados viejos, llegó a
Galípoli. Fue de todos recibido con notables muestras de agradecimiento.
Diéronle muchos caballos y armas para poner su gente en orden, y con algunos
amigos que le quisieron seguir juntó trescientos infantes, y sesenta caballos,
y con ellos entró la tierra adentro. Después de haberse visto con los Capitanes
que estaban en Rodesto, y Pacía, y comunicado con ellos su resolución, caminó
con su gente la vuelta de Constantinopla y pasado el río, que los antiguos
llamaron Batinia, saqueó y quemó muchos pueblos a vista de la Ciudad.
Andrónico de los muros miraba como se ardían las casas, y
creyendo que todo nuestro campo era el que tenía delante, no quiso que saliese gente, antes la puso en
guarda y seguridad de Constantinopla,
repartida por sus muros esperando que nuestras espadas se habían de emplear
aquel día en su última ruina: recelos fueron estos de Andrónico bien fundados y
advertidos; porque el pueblo lleno de pavor, acostumbrado al ocio, no trataba
de tomar las armas para su propia defensa. La gente de guerra mercenaria de
Turcoples, y Alanos, ni por naturaleza ni por beneficio obligada al servicio de
su Príncipe, rehusaba y temía los peligros, a más de las sospechas del trato
que tenían con nuestros Capitanes. Entre estos temores y desconfianzas andaba
metido Andrónico, cuando supo que Fernán Jiménez de Arenós con solos
trescientos era el autor de tantos daños, y que Rocafort con el grueso del
ejército andaba junto a Rodope. Entresaco Andrónico de su caballería
ochocientos, y con dos mil infantes, les mandó salir o cargar a Fernán Jiménez
que se retiraba con riquísima presa. Salieron con buen ánimo y resolución, y
pasando aquella noche el río, ocupando un puesto aventajado, paso forzoso para
los nuestros, se pusieron en emboscada. Descubriéronla luego los corredores de
Fernán Jiménez, y como la retirada no podía ser por otra parte, hecho alto,
dijo a los suyos:
«Ya veis amigos que el enemigo nos tiene cerrado el paso, y que
sólo puede allanarle nuestro valor. Lo que en esto se interesa, no es menos que
la vida nuestra en el último peligro. Los contrarios que tenemos delante, son
los mismos que habeis vencido tantas veces con mayor desigualdad. Su multitud
solo ha servido siempre de aumentar nuestras victorias, tan segura la tenemos
en esta como en las demás ocasiones pues se resuelven, según vemos, de
aguardarnos y pelear. El puesto aventajado les da confianza, olvidados de que nuestras espadas penetran defensas y reparos inexpugnables. Conozco esta gente vil que
donde quiera les ha de alcanzar el rigor de nuestra justa venganza.» Dicho esto
hizo cerrar su infantería de Almogávares, y él con sus pocos caballos envistió
las tropas de la caballería enemiga. Peleóse valientemente, pero los dos mil
infantes Griegos, acometidos de los trescientos Almogávares, fueron casi todos
degollados con tanta presteza, que tuvieron lugar de socorrer a Fernán que
andaba peleando con la caballería, y fue tan importante su ayuda, que luego
dejaron los enemigos el paso libre con pérdida de 690 caballos entre muertos y
presos. Victoriosos y llenos de despojos pasaron adelante y llegaron a Pacía,
donde Rocafort poco antes había llegado de correr de Rodope.
CAPÍTULO XL.
FERNÁN JIMÉNEZ GANA EL CASTILLO Y LUGAR DE MODICO.
Parecíale a Fernán Jiménez que para asegurar sus cosas,
importaba tomar alguna plaza donde pudiese tener cuartel aparte del que tenía
Rocafort, porque su condición no daba lugar a que pudiesen vivir juntos. La
nobleza de sangre de Fernán y su trato llevaban tras sí a muchos de los que
seguían a Rocafort, pero temiendo su ira como del más poderoso, no osaban
descubiertamente dejarle sin tener la seguridad de alguna plaza. Modico lugar
del enemigo más vecino, puesto a la parte del estrecho, al medio día de
Galípoli, fue lo que pareció intentar de ganarla por sorpresa; y como no les sucedió bien, pegados casi al lugar se fortificaron, y abrieron sus trincheras. Condenaban la resolución de Fernán los bien entendidos del
arte militar, porque con 200 infantes, y ochenta caballos que solos tenía, no
se podría emprender cosa tan difícil como lo era ganar un pueblo, habiendo
dentro setecientos hombres para tomar armas, pero la vileza de sus ánimos, y la
constancia de los nuestros, hizo fácil lo imposible. Cuando a una nación le
falta la industria y el valor, forzosamente ha de dar buenos sucesos al enemigo
que la quisiere sujetar, porque ni el número de la gente, ni la defensa de las
murallas, le sirve de reparo. Los miserables Griegos de este pueblo con ser 700, y los nuestros apenas trescientos, se encerraron
dentro de sus murallas como si todo el campo de los Catalanes les sitiara, sin
salir a pelear ni a deshacer lo que su enemigo trabajaba para su ruina. Fernán
Jiménez levantó un trabuco, y con él batió algunos días lo que parecía más
flaco, pero tiraba piedras de tan poco peso, que no hacía daño en sus murallas
fuertes, y muy levantadas. Arrimabanse escalas algunas veces, y todo fue sin
fruto.
Montaner de Galípoli socorría con bastimentos y vituallas; sólo
los nuestros cuidaban de asegurarse dentro de sus fortificaciones, dando cuidado
al enemigo, y rendirle a vivir más descuidado. Con su asistencia y pertinacia
alcanzaron al fin lo que pretendían, porque los Griegos después de largos siete meses de sitio, creció en ellos el desprecio de sus
enemigos, y al mismo paso el descuido de guardarse. Las centinelas eran pocas,
y esta no muy ordinarias. El primero de Julio celebraron los Griegos dentro de
su pueblo con gran solemnidad una de sus fiestas, y como el mayor de sus
deleites es el de el vino, vicio que en todas las edades infamó mucho esta
nación, bebiendo de manera, olvidados de que el enemigo estaba sobre sus murallas, y atento a las
ocasiones de su daño, que unos bailando, otros a la sombra durmiendo, dejaron
de guarnecer las murallas como solían. Fernán Jiménez desesperado ya de que
Modico se le rindiese, y de tomarle, estaba dentro de su tienda dudoso de lo que había de hacer, cuando las voces y algazara
de los que bailaban le sacó de su tienda. Poco a poco se arrimó a las murallas,
reconociéndolas sin gente, mandó que ciento de los suyos diesen una escalada, y
él con lo restante acometería la puerta. Púsose con diligencia increíble esta
ejecución en efecto. Los ciento arrimaron las escalas, y subieron hasta setenta
de ellos sin ser sentidos, y ocuparon tres torreones. Los Griegos despertando de su sueño tan dañoso, tomaron las armas, incitados más por la
fuerza del vino que por su valor, y procuraron echar de los torreones a los
nuestros. En este combate ocupados todos, no acudieron
a la puerta que Fernán había acometido, y así sin tener quien la defendiese, la
puso por el suelo, y entró a pie llano por el lugar, dando por las espaldas a los que combatían los torreones. Fuéronse retirando y defendiendo en las torres estrechas de las
calles, y últimamente pusieron sus seguridad en la huida, y con ella dejaron
libre el lugar y el castillo a Fernán, con la mayor parte de sus haciendas.
Este fin tuvo el sitio de Modico, y la dichosa pertinacia de un
Aragonés, en los ocho meses que duró este sitio. No hallo cosa notable de
escribir de los nuestros que estaban en los demás presidios, solo ordinarias
correrías la tierra a dentro para buscar el sustento forzoso.
CAPÍTULO XLI.
DIVÍDENSE LOS NUESTROS EN CUATRO PARTES, MONTANER ROMPE A JORGE
DE CRISTOPOL.
Ganado el lugar y castillo de Modico, Fernán Jiménez de Arenós
le tomó por presidio y plaza suyas. Rocafort dividió
su gente en Rodesto y Pacía, Montaner, escribano de ración, quedó gobernando en
Galípoli, donde los bastimentos y armas de todo el campo se juntaban y
prevenían. Si a los soldados de los demás presidios le faltaban armas, caballos y vestidos, acudían a Galípoli. Allí residían los
mercaderes de todas naciones, los heridos, viejos, y otra gente inútil, que
como lugar más apartado del enemigo, se tenía por más seguro. Con este modo de
gobierno se sustentaron los nuestros cinco años, sin que en todas aquellas
comarcas se labrase campos ni viñas, cogiendo solamente lo que la tierra
naturalmente producía. Esta manera de hacer la guerra los tiempos la han mudado
y mejorado, porque el principal intento no es desolar y trocar en desiertos las
campañas, sino conservarlas para el uso propio; porque ganarse una Provincia
para destruirla, y totalmente impedir la cultivación de sus campos, es lo mismo
que no ganarla, y más cuando de sus frutos necesariamente se han de valer si
quisieren sustentarse en ella.
Por no advertir estos inconvenientes los nuestros, y no
moderarse en sus crueldades, que eran las que derrotaban de los pueblos los
labradores, se vieron en tanta necesidad, que con estar llenos de victorias, la
falta de los víveres les sacó de Tracia con mucho peligro y daño. Jorge de
Cristopol, caballero rico y principal de Macedonia, venía de Salónica a
Constantinopla a verse con el Emperador Andrónico, con ochenta caballos. Tuvo
noticia que Galípoli estaba con poca gente, y pareciendole que podría hacer
algún buen lance, dejó su camino, y con buenas espías llegó cerca de Galípoli
sin ser sentido, y encontróse luego con algunos carros y acémilas, que habían
salido a hacer leña. El que los llevaba a su cargo era Marco, soldado viejo en
la caballería. Viéndose acometido tan improvisamente dijo a la gente de a pi,
que se retirasen entre las paredes de un molino, y él tomó la vuelta de
Galípoli. La gente de Jorge sin detenerse en ganar el molino, fueron siguiendo
al soldado, para que el aviso y ellos llegasen a un tiempo, pero como más
práctico Marco en la tierra, dio el aviso primero a Montaner Capitán de
Galípoli, con que todos tomaron las armas y se pusieron a la defensa de sus
murallas, y con catorce caballos, y algunos Almogávares Montaner salió a
reconocer el enemigo, y entretenerle mientras la gente esparcida fuera del
lugar tuviese tiempo de retirarse. Toparónse luego, y Montaner hecha una
pequeña tropa de sus catorce caballos, cerró con los ochenta, y peleó tan
valientemente, que Jorge se retiró con pérdida de treinta y seis de los suyos
muertos, o presos. Fuele Montaner siempre cargando, hasta que llegó al molino.
Cobró las acémilas, y salvó la gente. Vuelto a Galípoli se pusieron en libertad
los prisioneros, y repartieron la ganancia, a los hombres de armas veinte y
ocho perbres de oro, catorce a los caballos ligeros, y siete a los infantes.
CAPÍTULO XLII.
ROCAFORT Y FERNÁN JIMÉNEZ DE ARENÓS TOMAN AL ESTAÑARA Y COBRAN
SUS CUATRO GALERAS.
Al mismo tiempo que
Montaner hizo tan buena suerte contra Jorge, Rocafort, y Fernán Jiménez de
Arenós juntaron la gente que estaba dividida en Pacía, Rodesto y Módico, y
entraron por Tracia hacía el mar mayor, haciendo lo que siempre, pegando fuego
a los lugares después de saqueados y de talar y abrasar los frutos de las
campañas, cautivar, matar y jamás aflojando en su venganza.
Parecióles intentar de tomar Estañara, pueblo de mucho trato, a
la ribera del mar de Ponto, donde se fabricaban la mayor parte de los navíos de
Tracia. Atravesaron largas cuarenta leguas, entraron el lugar sin hallar
resistencia; porque nunca temieron a los Catalanes estando tan apartados de sus presidios para vivir con cuidado. Ganado el lugar,
acometieron los navíos y galeras del puerto, que afirma Montaner que fueron
ciento cincuenta bajeles, y todo se les hizo llano en el mar como en la tierra.
Recogieron riquísima presa, cobraron sus cuatro galeras que los Griegos tomaron
en Constantinopla, cuando mataron a Fernando Aones su Almirante. Fue notable el
espectáculo de aquel día, porque turbado el orden de la misma naturaleza
anegaron la tierra, rompiendo algunos diques que detenían el agua de las
acequias, y en el mar pegaron fuego a los navíos, sirviendo los elementos de
ministros de su venganza, y saliendo de sus limites y jurisdicción para ruina
de sus contrarios, parecía que volvían a su primer confusión según andaba todo
trocado. Murieron muchos quemados en el agua, otros ahogados en la tierra, sólo
reservaron del incendio sus cuatro galeras, que estando cargadas de despojos, y
reforzadas de gente, se enviaron a Galípoli. Pasaron por el canal de
Constantinopla con mayor espanto de los enemigos que peligro suyo, porque no
hubo quien se les opusiese. Rocafort, y Fernán tomaron el camino de sus
presidios muy poco a poco, corriendo por entrambos lados la tierra para buscar
el sustento forzoso, y quitársele a su enemigo, que desamparados los lugares se
retiraba a lo mas áspero de sus montañas.
Andrónico, sabida la
pérdida, no le parecieron bastantes sus fuerzas para poderla restaurar,
saliendo a cortarles el camino, antes desesperado entregó sus provincias, al
rigor de las armas enemigas, desconfiando, no tanto del valor como de la fe de
los suyos; daño que padecen todos los Príncipes que por su crueldad y tiranía
hacen a los más fieles desleales. En el imperio Griego se introdujeron los
Príncipes más por aclamación del ejército, que por derecho de sucesión, y como
temían perder el lugar por las mismas artes que le ocuparon, andaban con
perpetuos recelos y temores, así de los súbditos que se aventajaban a los demás
en valor y consejo, de los ricos, de los honrados, de los bienquistos, como de los atrevidos y sediciosos; igualmente afligidos de las virtudes de los unos, y de los vicios de los otros. De esto
nacieron las crueldades entre los de esta nación, de quitar la vista, las
orejas, y las narices, proscripciones, destierros, muertes por vanas sospechas
imaginadas, o fingidas, para quitarse el miedo de la emulación, y las más veces
fueron oprimidos de lo que nunca temieron. A Andrónico, tenido por Príncipe de
singular prudencia, a lo último de sus años, su nieto Andrónico le quitó el
Imperio, prevenidos sus consejos por el atrevimiento de un mozo; este fin
tienen siempre los reinados e imperios, que con razones políticas solamente se
quieren conservar y emprender.
CAPÍTULO XLIII.
LOS CATALANES Y ARAGONESES, POR DAR CUMPLIMIENTO A SU VENGANZA,
A LAS FALDAS DEL MONTE HEMO VENCEN A LOS MASAGETAS.
No estaban los Catalanes y Aragoneses a
su parecer enteramente satisfechos, si los Masagetas, con su General Gregorio,
principal ministro de la muerte del César Roger, y de los que con él iban, se
retiraban a su patria, sin llevar justa recompensa del agravio que de ellos
recibieron. Y como por los avisos que tuvieron se supo, que los Masagetas con
licencia de Andrónico se volvían a su patria, cansados de los trabajos y
fatigas de la guerra, prefiriendo la servidumbre y sujeción de los Escitas sus
antiguos señores, a la libertad, que gozaban entre los Griegos; tanto puede el
amor de la patria, que hace parecer dulce la sujeción, y libertad fuera de ella
insufrible. Parecíales a los nuestros lance forzoso, puesto que le habían de buscar,
salir luego en su alcance, antes que pasasen el monte Hemo, que divide el
imperio de los Griegos del Reino de Bulgaria; porque fuera mal advertida
resolución, si dentro de Bulgaria les siguieran, así por ser la retirada
difícil, por la angostura de los pasos, entradas y salidas del monte, como por
ser la gente de Bulgaria belicosa, y entonces amiga de Andrónico.
Juntos los Capitanes en Pacia, resolvieron que para esta facción
se debía hacer el mayor esfuerzo, y así para poder sacar más gente, desampararon
a Pacía, Módico, y Rodesto; sólo quedó Galípoli donde se retiraron todas la
mujeres, debajo del gobierno de Ramón Montaner, con doscientos infantes, y
veinte caballos. Replicó Montaner diciendo, que no le estaba bien a su
reputación faltar en la jornada que todos se aventuraban, pero los ruegos del
ejército le obligaron a quedarse, y la confianza que de su persona hicieron,
encargándole la defensa de sus mujeres, hijos y haciendas. Ofreciéronle del
quinto de la presa un tercio, y otro para sus soldados; y con ser la ganancia
cierta, y sin peligro, muchos de los soldados, la estimaron en poco, y
quisieron más seguir el ejército, saliendo de noche a juntarse con Rocafort. A otros Ramón Montaner dio licencia, viéndoles resueltos de
partirse sin ella, y movido de algún interés, porque le ofrecieron partir con
él la parte de la presa que les cupiese. Con esto los doscientos infantes
quedaron en ciento treinta y cuatro, y los veinte caballos en siete. Las
mujeres eran mas de dos mil, y así dice el mismo Montaner: Romangui mal
acompayat de homes, ben acompayat de fembres.
Enviáronse con buenas escoltas a Galípoli todas las que estaban
en los presidios, y luego nuestros Capitanes partieron de Pacía a grandes
jornadas la vuelta de los Masagetas, a que avisados del intento de los
Catalanes, apresuraron su partida pero su diligencia no pudo ser mayor que su
desdicha, porque sus enemigos después de doce días de camino les alcanzaron
antes de pasar el Hemo. Los reconocedores del campo de los Catalanes una tarde descubrieron el de los Masagetas, y por los de la tierra se supo, que
eran tres mil caballos, y seis mil infantes y el bagaje infinito por llevar sus
familias y haciendas. Rocarfort y Fernán Jiménez fuéronse mejorando con su
gente, por asegurarse de que los Masagetas no se les fuesen por pies, y
descansaron el día siguiente dentro de sus alojamientos. Al amanecer del otro,
alentada su gente con el reposo, presentaron la batalla al enemigo.
Los Masagetas, gente la más valiente de todas las naciones del
Levante, admirados más que atemorizados del caso, tomaron las armas, y salieron
a recibir sus enemigos, en la defensa de sus hijos y mujeres. Gregorio General, principal ministro de la muerte del César Roger con mil caballos, dio principio
al terrible y espantoso combate, oponiéndose a nuestra caballería, que iba a
meterse entre los reparos que tenían hechos con los carros. Trabóse sangrienta
batalla, porque fueron las demás tropas de una y otra parte cerrando con la
infantería. Viéronse notables hechos en armas porque iguales en valor aunque
desiguales en número, combatían. El teatro de esta tragedia era un llano, que
por espacio de dos leguas se extendía a las faldas del Hemo. La caballería,
destrozadas las armas, muertos los caballos, las espadas y mazas rotas, con las
manos, con los cuerpos, se sustentaban en la pelea. A unos daba ánimo el deseo
de venganza insaciable a otros la necesidad última de su propia defensa, y en
todos gobernaba el caso porque los Masagetas estaban ya todos fuera de sus
reparos, peleando trabados y confusos con los nuestros.
Hasta mediodía anduvo la victoria dudosa y varia, pero muerto
Gregorio cabe sus banderas con los más valientes Capitanes, se inclinó a
nuestra parte. Quisieron los vencidos rehacerse dentro de los reparos, pero no
fue posible, porque los vencedores entraron juntamente con ellos, dándoles la
muerte entre los brazos de sus mujeres, a quien muchas veces alcanzaba la
espada, porque sin excepción de sexo ni edad salían a la defensa de sus hijos,
y maridos ofreciendo sus cuerpos al rigor de la muerte. Acrecentó la victoria
el detenerse los Masagetas en poner en los caballos a sus mujeres, e hijos para
huir, porque si de solo sus personas cuidaran, pocos se dejaran de librar
huyendo; pero el amor natural poderoso aun entre los bárbaros a despreciar la
muerte, les detuvo para mayor daño suyo. Esparcidos por la
llanura, caminaban a guarecerse de la montaña los caballos cansados, poco ayudados de las
mujeres más llenas de temor, y impedidas de los niños,
que en los pechos y en los brazos los sustentaban, no pudieron salvarse. En
este alcance perecieron casi todos porque desesperados revolvían sobre los
nuestros, a cuyas manos hechos pedazos rendían la vida, por dar lugar a que sus
mujeres se alargasen. No escaparon de nueve mil hombres que tomaban armas 300
vivos, y en esto concuerdan Nicéphoro, y Montaner.
Sucedió en este alcance un caso tan extraño como lastimoso.
Viendo la batalla perdida, y que las armas Catalanas lo ocupaban todo, un
Masageta mozo valiente y bravo, quiso acudir al remedio de la huida, mas por
librar a su mujer hermosa y de pocos años, que por temor de perder la vida, con
la priesa que el peligro pedía, sacó su mujer de los reparos y tiendas, donde
todo andaba ya revuelto con la sangre y con la muerte y puesta sobre un
caballo, el primero que el caso le ofreció, y él en otro; tomaron el camino del
monte. Tres soldados nuestros movidos de su codicia, o quizá de la hermosura y
bizarría de la mujer, la fueron siguiendo. Reconoció el marido sus enemigos y
el cuidado con que le venían siguiendo. Echó el caballo de su mujer delante, y
con el alfanje le iba dando, y animaba con voces, pero el caballo se rindió al
calor y cansancio. Con esto el Masageta tuvo por menor mal dejar la mujer, que
morir él, y dando riendas y espuelas a su caballo, pasó adelante; pero las
lágrimas y quejas tan justamente vertidas de su mujer le detuvieron. Revolvió
su caballo, y emparejando con ella, le echó los brazos, y con besos y lágrimas
se despidió y apartó enternecido, y levantando luego el alfanje le cortó de una
cuchillada la cabeza. Bárbara y fiera crueldad, y extraña confusión de
accidentes, que puedan en un mismo tiempo andar juntos los brazos con el
cuchillo, y los besos con la muerte, efectos todos de la pasión de un amante.
Amor tierno dio los brazos y besos, celos insufribles el cuchillo y la muerte,
porque sus enemigos no gozasen lo que él perdía, y vencieron los celos; dos
efectos igualmente poderosos en el ánimo del hombre, amor, y deseo de vivir. Al
mismo tiempo que cayó la mujer muerta del caballo, le cogió por la rienda
Guillén Bellver, uno de los tres que la seguían, pero el Masageta bañado de
sangre propia vertida por sus manos, con increíble furia y braveza, de una
cuchillada quitó el brazo y la vida a Guillén, y revolviendo sobre Arnau Miró,
Berenguer Ventallola dando y recibiendo heridas cabe el cuerpo difunto de la
mujer, cayó muerto; y no parece que cumpliera con las leyes de amante, si como
sacrificó la vida de su mujer a sus celos, no sacrificara la suya a su amor. De
cualquier manera fue el caso indigno de hombre racional, cuando no cristiano.
De Radamisto hijo de Tarasmanes rey de Iberia, nos cuenta Tácito
un suceso semejante, cuando huyendo con su mujer Cenobia en sendos caballos
junto al río Arajes, viéndola rendida por estar preñada, y temiendo que no
llegase a manos de su enemigo ofendido, prenda en quien pudiese con grande
mengua y afrenta suya vengarse, le dio cinco heridas, y la echó en el río: pero
Cenobia tuvo diferente fin que la mujer del Masageta, porque unos villanos la
sacaron del río, la curaron, y entregaron al rey Tiridates enemigo de
Radamisto.
Los nuestros después de la victoria, recogieron la presa y los
cautivos, y dieron la vuelta a sus presidios con gran alegría y regocijo de
haber dado fin a su venganza con tanto cumplimiento. El camino que llevaron fue
con fatiga y peligro por ser largo y la tierra enemiga, puesta en armas, retirados
en lugares fuertes, los frutos recién cogidos de las campañas; con que la comida
las más veces se compraba con sangre y vidas. Hay entre Nicéphoro, y Montaner
alguna diversidad en la relación de esta jornada. Nicéphoro dice, que los
Catalanes la emprendieron a persuasión de los Turcoples, porque en el tiempo que juntos militaban debajo de las banderas del Imperio, los Masagetas como más
poderosos en la reputación, de las presas siempre les trataron con desigualdad,
y les hicieron agravio, de que quisieron los Turcoples por este camino tomar satisfacción y Montaner sólo dice que fue pensamiento de los Catalanes, y dejase bien
creer, porque en materia de venganza no había para que solicitarles. Lo que yo
tengo por cierto es, que los Turcoples fueron los que les avisaron de la
partida de los Masagetas, y que algunos siguieron a los Catalanes, pero no toda
la nación junta, ni Meleco su Capitán, porque después de esta victoria dejaron
al Emperador Andrónico, y vinieron a servir a los Catalanes, como en su lugar
se dirá.
CAPÍTULO XLIV.
ACOMETEN LOS GENOVESES A GALÍPOLI, Y RETIRANSE CON PÉRDIDA DE SU
GENERAL.
Por el mismo tiempo que Rocafort, y Fernán Jiménez alcanzaron
victoria de los Masagetas, Ramón Montaner capitán de Galípoli la alcanzó de
Genoveses. Fue el suceso notable, y en que claramente se muestran cuán varios
son los accidentes de una guerra, pues algunas veces las victorias y pérdidas
nacen de causas ni previstas, ni esperadas. Antonio Spínola con diez y ocho
galeras Genovesas llegó a Constantinopla para traer al Marquesado de Monferrato
a Demetrio, tercer hijo de Andrónico, y de la Emperatriz Irene, y platicando
con el Emperador del estado de las cosas de los Catalanes, el Spínola con más
temeridad que cordura ofreció de tomar a Galípoli, y echar los Catalanes de
Tracia, si le daba palabra de casar a Demetrio su hijo tercero con la hija de
Apicin Spínola premio debido a tan señalado servicio. Andrónico aceptó el
partido, y empeñó su palabra que casaría su hijo.
Con esto el Genovés arrogante con dos
galeras llegó a Galípoli debajo de seguro. Preguntó por el capitán, y llevado a
donde estaba con semblante soberbio y descortés le dijo: «Yo soy Antonio
Spínola general de mi república, vengo a ordenaros, que sin réplica y dilación
dejéis libres estas provincias, y os retiréis a vuestra patria, porque de otra
manera os echaremos con las armas, y estaréis sujetos a su rigor.» Ramón
Montaner reconociéndose sin fuerzas, como cuerdo y buen soldado respondió con
mucha blandura y cortesía: Que el salirse de Galípoli, y de Tracia no era cosa
que tan arrebatadamente se podía hacer, como él quería, y que amenazarles con
sus armas era cosa muy fuera de toda razón, y de las paces que tenían sus Reyes
y su República, que él estaba puesto en guardarla mientras ellos la guardasen.
Replicó Antonio, y segunda, y tercera vez desafió a todos los Catalanes con
palabras llenas de mil ultrajes, y quiso que constase su desafío por fe pública
de escribano.
Montaner irritado de tanta insolencia, perdió el sufrimiento, y
respondió con valor: Que la guerra que les denunciaba de parte de su república
era injusta, y que así protestaba delante de Dios, y por la fe común que
profesaban, que todos los daños, derramamiento de sangre, robos, incendios, y
muertes serían por su causa, porque ellos forzosamente se habían de oponer a
tan injusta ofensa. Que la república de Génova no tenía jurisdicción para
requerirle saliesen de Tracia, no siendo aquella tierra sujeta a su señorío,
que si su derecho sólo se fundaba en su poder, viniesen a echarles; que el
suceso mostraría la diferencia que hay del decir al hacer. Que Andrónico era
cismático, fementido, y que sus armas se habían de emplear en su ruina a pesar
de los Genoveses.
Luego con esta respuesta Antonio volvió a sus galeras, y con
ellas a Constantinopla, y dio cuenta al Emperador de lo que había pasado,
ofreció de darle luego ganado a Galípoli por la poca defensa que tenía.
Andrónico codicioso de ganar el presidio de sus mayores enemigos, dio al
Spínola siete galeras con su Capitán Mandriol, Genovés de nación, para que juntas con las diez y siete facilitase más la empresa.
Antonio embarcó a Demetrio, y con veinte y cinco galeras llegó el día siguiente a las dos después de medio día a los palomares cerca de
Galípoli, y comenzó a desembarcar la gente. Montaner con los pocos caballos que
tenía arriscados y valientes, a la legua del agua impedía la desembarcación.
Pero diez galeras apartándose de las demás, libremente pusieron en tierra la
gente que traían. Hirieron a Montaner, y le mataron el caballo, y creyendo los Genoveses que su dueño lo quedaba; dijeron a voces: «Muerto
es el capitán, y Galípoli nuestro»; pero socorrido de un criado, escapó de sus
manos con cinco heridas.
Retiróse dentro de Galípoli bañado en su sangre propia y ajena,
y causó alguna turbación creyendo que las heridas de su capitán eran mortales.
Reconocidas luego, fue de tan poco cuidado, que ni el pelear ni el gobernar le
impidieron. Guarneciéronse las murallas de Galípoli con dos mil mujeres, siendo
cabo de cada diez un mercader Catalán, y con chuzos, espadas y piedras se
pusieron a la defensa de su libertad, sucediendo no sólo en el cargo, pero en
el valor de sus maridos.
Dueños ya los Genoveses de la campaña, ordenadas sus haces
llegaron a Galípoli; arrimaron sus escalas, tirando innumerables dardos,
apretaron gallardamente el asalto, y más cuando vieron las murallas sólo defendidas de mujeres. La resistencia mostró luego, que sólo en el nombre lo parecían, y en el esfuerzo y constancia varones invencibles.
Rebatidos con muchas muertes, y heridas de las murallas; creyeron que la
flaqueza natural del sexo, si porfiadamente se combatía, se rendiría. Volvieron
segunda vez al asalto, pero con mayor daño se retiraron.
Miraba Antonio Spínola desde su capitana el combate, y viendo su
gente rendida, desesperado de poder hacer algún buen efecto con sola la que
tenía en tierra, acudió con su persona, y con cuatrocientos caballos a dar
calor al asalto. Llegó a las murallas, conociendo el daño de cerca, y tanta
gente muerta. Quisiera no haberse empeñado, animó a los suyos, y acometieron
con valor. Renovóse el combate, y en las mujeres creció él ánimo con el
peligro, llenas de sangre y heridas tan asistentes en sus postas, que algunas
de ellas con cinco heridas en el rostro no quiso dejar la suya, juzgando con tan
honrado puesto como ocupar el que el marido debiera tener, no se había de
perder sino con la vida. Los Genoveses afrentados de verse tan
gallardamente rebatidos de mujeres, obstinadamente peleaban, en caer
uno muerto de las escalas, había otro que se ofrecía al mismo peligro.
Ramón Montaner visto el daño que habían recibido los Genoveses,
y que ya no tenían dardos que tirar, sus escuadrones desechos, la mayor parte
heridos, los demás cansados y rendidos al rigor del combate, y del tiempo, por
ser el mes de Julio poco después del medio día, con cien hombres, y seis
caballos, sin armas defensivas por ir mas sueltos, salió a pelear. Abierta una
puerta de Galípoli, se arrojó con sus seis caballos sobre el enemigo
desalentado de la fatiga del calor, y las armas; siguiéronles los cien hombres,
y con poca resistencia todo lo vencieron, y degollaron. Tomaron los vencidos la
vuelta de sus galeras, apretados siempre de sus enemigos, perecieron casi todos
en el alcance. Las galeras tenían las escalas en tierra, y hubo algún Catalán
que siguiendo a su enemigo llegó a darle muerte dentro de la galera; y si
Montaner aquel día tuviera más gente de refresco, pudiera ser que muchas de las
galeras genovesas quedaran en su poder.
Demetrio hijo del Emperador, y los demás capitanes que quedaban
vivos, se alargaron de tierra, temiendo el atrevimiento y osadía del vencedor.
Los cuatrocientos caballos murieron todos, y su capitán Antonio en el mismo
lugar donde de parte de su república retó a todo nuestro ejército, y le denunció
la guerra: fin justamente merecido de un hombre tan arrogante y que tan fuera
de toda razón rompió una guerra, y su pérdida fue aviso para los que ofrecen a
los Príncipes empresas sujetas a la incertidumbre de la guerra, por muy fáciles y seguras. Encendida una guerra, y empuñada una espada, lo muy cierto está dudoso, cuanto más lo que está
en duda.
Antonio Rocanegra, capitán genovés, hallando cortado él paso
para sus galeras, con hasta cuarenta soldados se puso en defensa en lo alto de
un collado. Llegó este aviso a Montaner, después que los pocos genoveses que
quedaron y habían con tanta infamia y daño retirado a sus galeras y alargado
con ellas, revolvió con la gente que tenía hacia donde el genovés estaba con
los suyos, peleó con ellos, y parte rendidos, parte muertos, quedó solo Antonio
Rocanegra con un montante, haciendo bravas y extremadas pruebas de su valentía.
Aficionado y obligado Montaner, aunque enemigo de tanto valor, detuvo los
soldados que le tiraban y procuraban matar, y con mucha cortesía le pidió que
se diese a prisión. Pero el genovés temerario, resuelto de morir antes que
rendir las armas, menospreció los ruegos y cortesía de Montaner, con que
provocó la ira a los vencedores, que cerrando con él, le hicieron pedazos, con
que los catalanes quedaron señores del campo, y de la victoria.
Las diez y siete galeras de genoveses no osaron volver a
Constantinopla, aunque la necesidad y falta de gente les pudiera obligar, pero
temiendo la indignación de Andrónico, y la insolencia de los Griegos,
desembocaron el estrecho y fueron la vuelta de Italia, llevando en ellas a
Demetrio. Las otras siete galeras gobernadas por Mandriol, vueltas a
Constantinopla avisaron a Andrónico del suceso.
Llegó la voz del peligro en que estaba Galípoli a nuestro
ejército, que se venía retirando a sus presidios, después de la victoria que se
alcanzó contra los Masagetas, y temiendo perderle antes de ser socorrido,
apresuró el camino, y llegó dos días después que los genoveses se embarcaron
vencidos. Fue el sentimiento universal en todos, por no haber llegado a tiempo
de castigar en los genoveses tanta deslealtad, como romper las paces con ellos,
estando ausente y acometer su presidio defendido de mujeres. Acrecentaba más
este sentimiento el verlas heridas y maltratadas; pero el gusto de la victoria
le quitó luego, y juntamente celebraron el contento y regocijo den entrambas
victorias.
CAPÍTULO XLV.
LOS TURCOS Y TURCOPLES VIENEN AL SERVICIO DE LOS CATALANES.
En tanto que las armas catalanas y griegas se ocupaban en su
misma ruina, los turcos libres del miedo que el ejército de entrambas les
pudiera dar, si concordes y unidos prosiguieran la guerra, volvieron a seguir
el curso de sus victorias, y ocupar las Provincias de la Asia, no teniendo ejército
que se les opusiese a la corriente de su próspera fortuna. Porque, según cuenta
Pachimerio, el año veinte y cuatro del Reino de Andrónico, que fue de Cristo
1306 los Griegos desampararon de todo el punto del Asia y esto fue tres años
después que los nuestros salieron de ella; de donde se colige manifiestamente
el daño que resultó de la división y discordia de los Catalanes, y Griegos,
pues con ella se perdió la ocasión de oprimir aquella soberbia nación en sus
principios, que en este tiempo se pudiera haber hecho con poca dificultad.
Los Turcos absolutos señores de la Asia deseaban poner el pie en
Europa, y dilatar sus vencedoras armas en Poniente. Detuvo algunos años el
cumplimiento de su deseo la falta de navíos con que pasar los que estaban de la
otra parte del estrecho de Galípoli. Valiéndose de la ocasión presente de ver a
los Catalanes enemigos de los Griegos, enviaron a Galípoli sus mensajeros a
tentar el ánimo de los nuestros, y si admitirían algún trato queriendo venirles
a servir. Mostraron que no les desplacía. Los Catalanes con esto enviaron a los mensajeros una fragata armada, y con ella vino Jiménez
su Capitán con diez compañeros a concluir el trato. Ofreció de parte de los
suyos venir con ocho cientos caballos, y dos mil infantes, y prestar juramento de fidelidad al general de los
Catalanes. Las condiciones fueron, que se les señalase cuartel a parte donde
pudiesen vivir juntos con sus familias, que de las presas se les diese la mitad
de lo que se daba al soldado Catalán, que siempre que quisieren volver a su
tierra pudiesen sin que se les hiciese violencia para detenerles. Oído lo
propuesto por el Turco, de común consentimiento les
admitieron a su servicio, ofreciendo de cumplir con las condiciones con
juramento.
Con esta respuesta Jimelix volvió a pasar el estrecho, y a
prevenir su gente en tanto que la armada llegaba y poco después embarcados en
los navíos y galeras que se pudieron juntar, llegaron a Galípoli dos mil
infantes, y ochocientos caballos Turcos, con sus hijos, y mujeres, y haciendas.
Este fue el hecho de los Catalanes condenado de los antiguos, y modernos escritores
por muy feo, pasar en Europa a los Bárbaros infieles enemigos del nombre
Cristiano, manchando la gloria de aquella expedición con tan impío y detestable
consejo, como lo fue abrir el camino de Europa tan gallarda y poderosa nación.
Injusto cargo fue sin duda el que estos escritores ponen a los Catalanes, dejándose llevar de la pasión o del descuido de
no advertirlo; yerro en un escritor grave. Impío consejo fuera el de los
Catalanes, y pernicioso para su libertad, si los Turcos que admitieron en su
favor fueran superiores en fuerzas, porque entonces libremente pudieran
introducir su secta, y hacer daño a su fe, y juntamente oprimir la libertad de
quien les llamó. Los socorros y ayudas no han de ser mayores que las propias
fuerzas; porque no suceda lo que a un Escipión en España, cuando treinta mil Celtíberos, con perfidia notable le desampararon, y él como
inferior no los pudo detener. De donde Livio sacó un importante documento.
Los Turcos no llegaban a tres mil en
número, en armas, en valor, inferiores a los Catalanes, de manera que no se
pudiera presumir que los Turcos hicieran más de lo que ordenaban los Catalanes,
y siendo ellos cristianos, cierto es que su fe no pudiera peligrar, que
aquellos Bárbaros viéndose tan inferiores la ofendieran. En las comunidades del
Reino de Valencia, en tiempos de nuestros abuelos, los que más fielmente
sirvieron fueron los moros, y el servirse de ellos contra cristianos se tuvo
por lícito, y necesario. No de otra manera sirvieron los Turcos a los Catalanes
en Grecia, a más de que la propia defensa disculpa cualquier yerro que en este
se pudiera haber hecho. No se hallara República ni príncipe apretado de guerras
extranjeras, o civiles, que haya dejado de llamar en su ayuda gentes de
religión y costumbres diferentes, y muchas veces dieron entrada en sus Reinos a
los más poderosos, por librarse del presente daño, sin advertir que pudieran quedar por despojos vencidos, o
vencedores. El peligro vecino alguna vez se ataja con otro mayor, y puesto que
de cualquiera manera se haya de perecer, bueno es dilatarlo, y escoger el más
remoto, y el que puede dejar de ser. Si los Catalanes hicieran lo que hizo
Stilicon y Narses, el uno llamando a los Godos, el otro a los Longobardos para
la ruina de Italia, y del Imperio, no pudieran ser más ofendidos de las plumas
y lenguas de la historia; unos les llaman impíos, sacrílegos, otros piratas,
común pestilencia de las gentes, hombres sin Dios, sin ley, sin razón, y todo
nace porque en su favor llamaron a los Turcos, que entendido esto por mayor,
ofende algo las orejas cristianas, pero bien advertido y averiguado, no hay
razón para culparle levemente, cuando más para ofenderles con palabras tan
descompuestas, y llenas de injuria y afrentas. Mil leguas de su patria, sus
capitanes, y embajadores muertos a traición, ¿qué sufrimiento no irritará?. ¿Qué medio por violento que fuera no intentará su
afrenta? Cuando hubiera yerro, esto pudiera moderar el juicio del escritor.
Hállase también alguna dificultad acerca del tiempo en que
pasaron los Turcos, porque Nicéphoro dice, que fueron llamados de los catalanes
antes de la batalla de Apros, cuando se supo que Miguel venia sobre ellos, y que
solos fueron quinientos los que pasaron. Esta narración de Nicéphoro la tengo
por falsa, porque Montaner en el número, y en el tiempo le contradice, y como
testigo de vista se le debe dar mas crédito, aunque catalán, y ofendido; porque
en el discurso de su historia refiere muchas cosas contra los de su nación, y
condena lo mal hecho con libertad, y sin respeto, y no es de creer que quien
dice la verdad en su daño, no la dijera en lo que tampoco importaba a su gloria
como si venían los turcos cuatro años antes o después. Zurita siguiendo la
relación de Berenguer de Entenza, difiere también de Nicéphoro; porque dice que
el mismo Berenguer de Entenza llamó a los turcos después que supo la muerte de
sus embajadores, y que pasaron a Galípoli mil y quinientos caballos, y le
prestaron juramento de fidelidad. Esto también lo tengo por falso, porque
parece imposible que en quince días que Berenguer se detuvo en Galípoli,
después que se declaró por enemigo del Imperio, llamase a los turcos que
estaban en Asia, y se concertase con ellos, y se juntasen mil y quinientos
caballos, y se embarcasen, y viniesen a prestarle juramento de fidelidad; que
son cosas que aunque se hicieran con suma presteza, no pudieran concluirse en
quince días. La verdad del tiempo en que pasaron los turcos, la refiere
claramente Montaner, que fue cuatro años después de esta jornada, y para tener
esto por cierto no se halla dificultad ni imposibilidad alguna, como las hay, y
muy grandes en lo que dice Nicéphoro, y Zurita; y así en materia de los hechos
de los Turcos sólo seguiré a Montaner, porque le tengo por más verdadero, y que
intervino y asistió en todas estas jornadas.
En este mismo tiempo los turcoples que servían al emperador,
declarados por rebeldes, porque a imitación de los catalanes quisieron que se
les pagase el sueldo o hacerse contribuir con las armas, no pudieron, por ser
pocos, mantenerse por sí, enviaron a decir a los catalanes que si les
admitirían en su compañía. Respondieron que viniesen seguros, que con ellos se
usaría lo mismo que con los turcos, y con mayores ventajas por ser cristianos.
Vinieron hasta mil caballos buenos, y prestaron juramento de fidelidad debajo
de los mismos conciertos que lo hicieron los turcos. Pusiéronse a orden de Juan
Pérez de Caldes. Quedó el emperador Andrónico sin la milicia extranjera,
después que los alanos, y turcoples se apartaron de su servicio, tan falto de
soldados que libremente se podía acometer cualquier empresa por grande que
fuese en las provincias de su imperio, sin tener quien se lo impidiese. Estas
fuerzas que perdió el emperador, acrecentaron las de Rocafort, porque turcos, y
turcoples igualmente le respetaban y reconocían por suprema cabeza, y con esta
seguridad de verse tan obedecido, y amado de ellos, se desvaneció, y se hizo
odioso a muchos, por la insolencia y poder absoluto con que lo gobernaba, y
mandaba todo.
CAPÍTULO XLVI.
SUCESOS DE BERENGUER DE ENTENZA DESPUÉS DE SU PRISIÓN HASTA SU
LIBERTAD, Y SU VUELTA A GALÍPOLI.
Con los nuevos socorros de turcoples y turcos y de muchos otros
españoles que andaban antes encubiertos en los lugares del imperio, como
mercaderes, o debajo del nombre de otra nación, se aumentaron los nuestros,
porque acreditados con tantas victorias, todos procuraban su amistad; movidos
algunos con el deseo de venganza, los más con su codicia, querían participar de
las riquezas que la fama publicaba que habían adquirido en aquella guerra. En
este mismo tiempo Berenguer de Entenza, después de su larga y trabajosa
prisión, y haber peregrinado en vano por las cortes de algunos príncipes de
Europa, para dar calor a la empresa de los catalanes, llegó a Galípoli con una
nave, y con quinientos hombres, gente toda de estimación. Turbó la paz y
sosiego del ejército su venida, por las competencias del gobierno entre
Rocafort y él se levantaron; pero antes de escribir las causas y razones que
los unos y los otros tuvieron de competir, será bien dar una larga relación de
lo que sucedió a Berenguer, desde que le prendieron hasta su vuelta.
Después que Ramón Montaner por orden de los capitanes del
ejército intentó, sin poderlo concluir, el rescate de Berenguer, cuando las
galeras de genoveses pasaron por el estrecho de Galípoli a la vuelta de
Trapisonda, se tuvo por cosa muy cierta que en llegando a Génova se pondría a
Berenguer en libertad, y se le daría satisfacción, por ser vasallo y capitán de
un rey amigo. No sucedió como pensaron, antes bien la república autorizó caso
tan feo, ni castigando a su general, ni dando libertad, y enmienda de lo
perdido a Berenguer, porque siempre que el delito no se castiga, se aprueba.
Llegó a noticia de los Catalanes de Tracia como Berenguer estaba detenido en
Génova, en cárceles indignas de su persona, sin tratar de darle libertad, y
determinaron de común parecer, ya que por las armas no se podía intentar,
suplicar al rey de Aragón Don Jaime interpusiese su autoridad con los de
aquella república. Para esto se nombraron tres embajadores, que fueron, García
de Vergua, Pérez de Arbe, Pedro Roldán, entrambos del consejo de los doce.
Llegaron a Cataluña, y dieron al rey su embajada; propusieron el
agravio grande que se les había hecho emprender debajo de fe y palabra a
Berenguer su capitán, y continuar lo mal hecho alargando su libertad; que de
parte de todos venían ellos a echarse a sus pies, esperando de su clemencia,
que olvidados los disgustos pasados, daría el remedio que conviniese, y buen
despacho a su petición. Diéronle particular relación de sus victorias, y del
estado en que se hallaban sus cosas, y las del imperio, cuyo señorío le
ofrecieron si les ayudaba con calor, por estar sus provincias sin defensa,
expuestas al rigor y armas del que primero las acometiese; y que tendrían por
uno de sus mayores blasones, poder a costa de su trabajo, y de su sangre,
acrecentar su corona, y hacer obedecer su nombre en lo más remoto y apartado de
Europa y Asia. Respondió el rey, que por dar gusto a tan buenos vasallos, pondría su autoridad y las armas cuando importase, y más por Berenguer de Entenza, uno de sus mayores vasallos. En lo de darles socorro se excusó, por parecerle que al rey Don Fadrique de
Sicilia su hermano le convenía mas el dársele: que él
estaba lejos, y difícilmente se podrían dar las manos, ni sustentar cuando se
ganasen las provincias de Grecia con Cataluña; pero agradeció y estimó su
voluntad.
Hecha esta diligencia, los tres embajadores se fueron a Roma, a
representar al Papa la ocasión que tenían de reducir aquel imperio de Grecia a
su obediencia, si a los catalanes de Tracia se les daba alguna ayuda grande,
como lo sería si a Don Fadrique se le concediese la investidura, para que con
su persona pasase a la empresa, con un Legado de la Santa Sede, y se publicase
la Cruzada a favor de los que irían, o ayudarían con limosnas. El papa no
recibió bien esta embajada, ni le pareció ponerla en trato, porque de suyo
había grandes dificultades y la mayor era, el temer de que la casa de Aragón no se engrandeciese por este medio.
El rey Don Jaime para cumplimiento de su promesa, envió su embajada
a la república de Génova, significando el sentimiento grande que había tenido
de la prisión de Berenguer, uno de sus mayores y mas principales vasallos; y
que esto había sido contravenir a los tratados de paz, si con sabiduría de la
señoría se hubiese ejecutado; que les pedía pusiesen en libertad a Berenguer, y
le diesen satisfacción del daño que había recibido, porque de otra manera no
podía dejar de hacer alguna demostración. La república determinó de venir en lo
que el rey mandaba, y respondió, que había sentido lo que Eduardo de Oria su
general hizo con Berenguer de Entenza; y que fue motín de la gente vil de las
galeras el que causó tan grande exceso; que no se pudo atajar por los
capitanes, y general, hasta después de ejecutado; que ellos pondrían desde
luego a Berenguer en libertad, y nombraron once personas para que se juntasen
con los diputados que el rey enviaría en el lugar donde fuese servido, para
tratar de la enmienda que se había de dar a Berenguer por los daños que había
recibido en la pérdida de las galeras, y en su prisión. Con este buen despacho
se despidieron los embajadores del rey, y la república envió otros para que de
su parte representasen lo mismo y el vivo sentimiento que habían tenido todos
los de ella, de que su general, aunque sin culpa, hubiese ofendido sus
vasallos, y que luego que se supo mandaron que a Berenguer le llevasen a
Sicilia, y le restituyesen lo que le habían tomado.
Suplicáronle después que mandase a los catalanes que dejasen la
compañía de los turcos, y se saliesen de aquellas provincias donde ellos tenían
la mayor parte de su trato, y que le iban perdiendo por los daños, y correrías
que continuamente se hacían por ellas. El rey ofreció que se lo enviaría a
mandar si Berenguer quedaba satisfecho. Puesto Berenguer en libertad, el rey
envió sus diputados a Mompellier, lugar que se señaló para tratar de la
recompensa; y la república envió a Señorino Donzelli, Meliado Salvagio, Gabriel
de Sauro, Rogelio de Savigniano, Antonio de Guillelmis, Manuel Cigala, Jacomio Bachonio,
Raffo de Oria, Opisino Capsario, Guiderio Pignolo, y Jorge de Bonifacio, todos
de su consejo. Estos fueron los que se juntaron con los diputados del rey, y
después de muchas juntas y acuerdos que se propusieron, jamás por parte de la
señoría se vino bien a ellos, hallando en todos ocasiones de dudar para
concluir, y últimamente se deshizo la junta sin dar alguna satisfacción por parte de la señoría, y con esto pareció
que la respuesta tan cortés que dieron al rey, fue para que en este medio el
rey mandase a los catalanes que no innovasen por el camino de las armas cosa
contra Genoveses, pues amigablemente se ofrecieron a componerlo.
Berenguer desesperado de poder alcanzar la recompensa, se fue al
rey de Francia, y al Papa a tentar segunda vez que diesen ayuda a los catalanes
de Tracia, proponiendo lo mismo que los tres embajadores propusieron; pero ni
el rey, ni el Papa, quisieron dársele, y él se hubo de volver a Cataluña, donde
vendió parte de su hacienda, y juntó quinientos hombres, todos gente conocida y
práctica, y embarcado en un grueso navío, dejó la quietud de su casa para
acudir a los amigos que tenía en Galípoli.
CAPÍTULO XLVII.
BERENGUER DE ENTENZA, Y BERENGUER DE ROCAFORT DIVIDEN EL
EJÉRCITO EN BANDOS.
Berenguer de Entenza luego que llegó a Galípoli quiso ejercitar
su cargo como solía antes de ser preso, y Berenguer de Rocafort dijo que ya las
cosas estaban trocadas, y que no tenía que gobernar más de los que traía, que los demás ya tenían general. Alterarónse los ánimos, pretendiendo todos
que se les debía la suprema autoridad. Los amigos y allegados de cada cual de
ellos, con palabras descompuestas y llenas de arrogancia amenazaban que con sus
armas se harían obedecer. Dividido el ejército con esta competencia, todo
andaba desordenado, y cerca de llegar a grande rompimiento, movidos de algunos
chismes que se andaban refiriendo. Estuvieron cerca de venir a las manos,
porque no falta entre tantos quien gusta de revolver, por hacer daño al
enemigo, o acreditarse con el amigo. Esforzaban entrambas las partes su
pretensión con razones muy bien fundadas. Por la de Berenguer se decía, que
antes de su prisión era general, y había sido el primero que acometió
felizmente las provincias del imperio, y que por la alevosía de los Genoveses se había perdido, no por haber faltado a lo que
debía. Después de una larga prisión padecida por ser su general, no había de
ser ocasión de quitarle el cargo, antes bien de honrarle con él cuando no le
hubiera tenido; que por desdichado no había de perder lo que ganó por su valor;
que en viéndose libre vendió parte de su hacienda para darles socorro, y a esto
se añadía, lo que a Rocafort le ofendía más, la diferencia tan desigual de la
calidad, trato y condición, Berenguer rico hombre, Rocafort, caballero
particular; el uno cortés, liberal apacible, el otro áspero, codicioso,
insolente.
Por la parte de Rocafort esforzaban sus amigos su pretensión con
razones de gran consideración. Fundaban su derecho diciendo, que Rocafort había
gobernado el campo como supremo capitán seis años; que cuando tomó a su cargo
el gobierno, estaban nuestras partes de todo punto perdidas, y con su
industria, y valor lo había restaurado, y que su nación en su tiempo se había
hecho la más poderosa y estimada de todo el Oriente: que sería cosa muy injusta
quitarle el gobierno al tiempo de la felicidad, habiéndole tenido en tiempos
tan apretados; que muchas veces se deseó la muerte por menor mal del que se
esperaba, que el fruto de los trabajos los había de gozar quien los padeció,
antes que los demás por nobles y grandes que fuesen; y que sería un agravio muy
notable si le quitaban el puesto en que había acrecentado su nombre con tan
señaladas victoria, y librado su gente de una triste y miserable muerte, que
siempre tuvieron por cierta.
Mientras la una y otra parte se trataba del caso, vinieron casi
a rompimiento, remitiendo su pretensión a las armas, conque muchas veces dentro
de las murallas de Galípoli estuvieron para darse la batalla; porque como no
había quien pudiese decidir la causa, por estar el ejército dividido, llevados
todos de las obligaciones, y afición que cada cual tenía, no se podían
gobernar, ni limitar como convenía para el bien común. Hubo algunos bien
intencionados que prefiriendo el bien público a sus particulares intereses, se mostraron neutrales; y se pusieron de por medio para concertarles, cosa de mucho peligro cuando las partes están ya
declaradas, porque siempre se juzga por enemigos los que no son amigos, y
vienen a ser aborrecidos de los unos, y de los otros. El bando de Berenguer de
Entenza, si con este medio no llegara a impedir el venir a las armas, se
hubiera sin duda perdido porque al de Rocafort seguía la mayor parte de los
Almogávares, y todos los Turcos y Turcoples, por haber jurado fidelidad en
manos de Rocafort, a quien ciegamente obedecían. Berenguer tenía mucha menos
gente que Rocafort, aunque era la mejor, porque siempre los menos suelen ser
los mejores.
Persuadieron a Rocafort, los que trataban del concierto, que
remitiese su justicia, y su derecho en lo que determinasen los doce consejeros
del ejército, poniéndole delante los inconvenientes grandes si el negocio
llegaba a rompimiento; porque aunque se degollase todo el bando de Berenguer,
no pudiera ser sin gran pérdida suya, y que después quedarían sin fuerzas para
resistir tantos enemigos como por todas partes la cercaban; que no eran tiempos
aquellos que por intereses particulares fuese reputación el venir a las armas,
de donde se podría seguir el perdería toda la nación; que ganaría más gloria en
ceder el derecho que pretendía, que si venciera a Berenguer. Últimamente
Rocafort vino bien en esto, por temer los daños que se podrían seguir, o por
parecerle que los doce consejeros estarían mas de su
parte que de la de Berenguer, a quien fácilmente persuadieron lo mismo.
Declararon los jueces, que Berenguer, Rocafort y Fernán Jiménez gobernasen cada
cual de por sí, y que los soldados tuviesen libertad de servir debajo del
gobierno que mejor les pareciese, sin que para esto se le hiciese violencia por
ninguna de las partes. Fue el medio más acertado que en este caso se pudo
tomar; porque declarar por Capitán general el uno, era sujetar el otro a su
émulo y competidor, y primero escogiera la muerte cualquiera de ellos que esta
sujeción, además de que los doce no tenían autoridad para mandar que se
obedeciese a quien ellos elegirían, porque no eran más que medianeros para
concertar las partes.
Quedaron por entonces en lo exterior algo sosegados, pero los
ánimos secretamente muy alterados y sospechosos, deseando ocasión de vengarse
del agravio que cada cual imaginaba que se le hacía: que todo lo que no es
alcanzar uno su pretensión como la desea, lo juzga por agravio. Las más veces
se imposibilitan las empresas por las competencias de los que mandan, cuando no
los gobierna algún príncipe grande, y poderoso, que puede reprimir las
insolencias delos atrevidos, y ambiciosos y por mucha moderación que haya en
los principios de una empresa, después de los malos, o buenos sucesos, siempre
se siguen ruines interpretaciones, de que toman mayor osadía los inquietos, y
muchos buenos se ven obligados a defenderse, porque con esto se levantan tantas
máquinas de recelos, envidias, y aborrecimientos, que parece imposible
librarse; y así se ha de tener por cosa muy notable que durase ocho años esta
empresa de los catalanes, y aragoneses libre de este daño.
La empresa que Godofredo hizo a la Tierra Santa, con ser la más
ilustre de todas las que refieren las historias, en sus principios padeció este
daño, por las competencias entre Tancredo y Baldovino, entre Boemundo, y el conde de Tolosa; porque siempre en algunos pudo más la
ambición que la piedad, principal motivo de aquella empresa. Fernán Jiménez de
Arenós, aunque por el concierto pudiera dividirse, y gobernar solo por sí, no
quiso apartarse de Berenguer de Entenza, porque le pareció que no perdía
reputación en obedecer a un hombre igual en sangre, y mayor en años, y también
por ser muy pocos los que le seguían, y temerse de Rocafort; y así Berenguer, y
Fernán unieron sus fuerzas por ser más respetados, y temidos.
CAPÍTULO XLVIII.
ROCAFORT PONE SITIO A NONA, BERENGUER A MEGARIX, Y TICÍN
JAQUERIA GENOVÉS CON AYUDA DE GENTE CATALANA TOMA EL CASTILLO Y LUGAR DE
FRUILLA.
Aunque por los conciertos pareció que todo quedaba en paz, no se
aseguraron los unos de los otros, ni dejaron de vivir llenos de recelos,
acrecentando de cada día más el aborrecimiento, y cerrada de todo punto la
puerta a tratos de concordia; porque como todos se hubieron de declarar, dejó
de haber neutrales, y medianeros para averiguar algunas cosas que siempre
ocurrían de jurisdicción: el peligro les hizo apartar, ya que otra razón no
pudo. Berenguer fue a poner sitio sobre Megarix, y Rocafort en su emulación fue
a ponerle a Nona, sesenta millas de Galípoli y treinta de Megarix; y aun se
tuvo por corta la distancia, según estaban los ánimos alterados, y
particularmente los del bando de Rocafort, que como superiores les parecía
mengua que los otros se atreviesen a competir. Los Turcos, y Turcoples, y los
Almogávares siguieron a Rocafort, y algunos caballeros; con Berenguer se fueron
los Aragoneses, y toda la gente noble que servía en la mar. Montaner por su
oficio de Maestre racional no tuvo porque declararse, por haberse de quedar en
Galípoli, y así quedó solo por confidente de entrambos.
En este mismo tiempo, Ticin Jaqueria Genovés, Gobernador del
Castillo, y lugar de Fruilla, vino al servicio de los Catalanes con un bajel de ochenta remos. La causa de su venida fue deseo de satisfacer un
agravio, con ayuda de los Catalanes; porque muerto un tío suyo que se llamaba
Benito Jaqueria, en cuyo nombre había gobernado el Castillo cinco años, con
cuidado, y fidelidad, según él decía, habíale heredado otro tío suyo que luego
vino a Fruilla, y sobre la averiguación de ciertas cuentas tuvieron algunos
disgustos, y vuelto a Genova el tío, tuvo aviso Ticin que enviaba cuatro
galeras para prenderle. Sintió el agravio el Genovés, y quiso luego vengarse,
pero no pudo hacerse dueño del Castillo, porque no tenía fuerzas para
sustentarse solo de por sí, ni bastante gente de confianza para echar los
amigos de su tío; y así con esperanza de que hallaría en los Catalanes lo que
deseaba, vino a Galípoli. No halló a los generales, y dio razón a Montaner de
la ocasión que le traía. Ofreció servir con fidelidad, y así le asentó Montaner
en los libros, a él, y a diez caballos armados, para que todos ganasen sueldo
en su provecho. Esto se acostumbraba de hacer con algunos caballeros, y gente
principal, asentarles el sueldo por más gente de la que traían, para hacerles
esa comodidad.
Pidió luego Ticin a Montaner que le diese gente, que él ofrecía
de poner en sus manos el castillo, y el lugar, de donde le podría resultar
grande provecho. Montaner no trató de la justicia y razón del hecho, sino sólo
de favorecer a quien pedía su ayuda, y se ponía debajo de su amparo. Diéronle
luego armas, caballos, y las demás cosas para poner en orden los suyos, que
llegaban hasta cincuenta, diole gente de socorro, porque Montaner como enemigo
mortal de Genoveses, no quiso perder la ocasión de
hacerles algún daño. A Juan Montaner su
primo, y a cuatro Consejeros Catalanes
se encomendó el socorro, con orden que no se hiciese cosa sin tomar parecer de
Ticin Jaqueria. Partieron de Galípoli al otro día del Domingo de Ramos, con una
galera bien armada, y cuatro bajeles menores. Navegaron la vuelta del Castillo de Fruilla, donde se llegó víspera de Pascua ya noche.
El mozo Jaqueria sentido del agravio ejecutó su determinación. Desembarcó su
gente con el silencio de la noche, y arrimaron sus escalas. Subieron por ellas
treinta Genoveses de los de Jaqueria, y cincuenta Catalanes. Vino luego el día
con que fueron descubiertos, y se les defendió la entrada, pero peleando
valientemente ganaron una puerta por la parte de adentro, y abierta, dieron libre la entrada a los demás que quedaban fuera. Hízose grande resistencia al principio por los que defendían el
castillo, que pasaban de quinientos hombres, no tan bien armados como los
nuestros, ni tan resueltos. Murieron hasta ciento y cincuenta de los enemigos.
Hubo algunos cautivos, pero la mayor parte escapó con la huida.
El Castillo ganado, la villa que era de Griegos sin defensa alguna se acometió luego, antes que los naturales pudiesen ponerse
en resistencia, ni esconder su hacienda. Fue la presa riquísima, porque a más
del oro, y plata, y vestidos de precio que se ganaron, se tomaron tres
reliquias grandes que estaban en el castillo, empeñadas por los Turcos al genovés Benito Jaqueria. Teniase por
tradición que San Juan Evangelista las había dejado en el Sepulcro, de quien arriba hicimos mención. Las reliquias fueron un
pedazo del leño de la Cruz, de la parte donde Cristo reclinó su cabeza. Así lo
refiere Montaner, y éste San Juan le trajo siempre pendiente del cuello el
tiempo que vivió entre los mortales. Estaba entonces con un engaste de oro, con
joyas de mucho precio. Una alba con que el Santo decía
Misa, labrada por las manos de la Virgen y el Apocalipsis escrito por el mismo
Santo, con unas cubiertas de admirable arte, y riqueza.
Pareció a Juan Montaner, y a Ticin Jaqueria que Fruila estaba
lejos de los presidios para poderla sustentar, y así la desmantelaron.
Satisfecho el Genovés de su tío, y todos los demás del oro que se ganó, con que
volvieron a Galípoli, y dieron a Ramón Montaner y a los demás la parte que les
cupo, y de las reliquias le cupo por suerte el leño de la cruz, que sin duda
hubiera llegado a estos reinos, si en Negroponte a vuelta de las demás hacienda
no le robaran este gran tesoro. Animado con el suceso pasado Ticin Jaqueria, le
pareció acometer alguna empresa, y ganar algún lugar donde pudiese estar de
asiento. Dióle también para esto Montaner alguna gente, y con ella poco después
ganó un castillo en la isla de Tarso, y le mantuvo no sin gran provecho de
nuestra nación, como adelante veremos.
CAPÍTULO XLIX.
EL INFANTE D. FERNANDO, HIJO DEL REY DE MALLORCA, ENVIADO DEL
REY D. FADRIQUE, LLEGA A GALÍPOLI PARA GOBERNAR EL EJÉRCITO EN SU NOMBRE.
Divididos los capitanes en los sitios de Nona, y Megarix, el
infante D. Fernando, hijo del rey de Mallorca, con cuatro galeras llegó a
Galípoli, por orden del rey de Sicilia D. Fadrique, porque juzgó que importaba
para el aumento de su casa enviar persona puesta por su mano que gobernase el
ejército de los Catalanes de Tracia, pues ellos mismos le habían llamado y
prestado juramento de fidelidad, no acordándose quizá de que esto había sido
cinco años antes, cuando la necesidad les obligó, y que entonces pudiera haber
dificultad en admitirle. Tomó el infante esta jornada a su cargo por servir al
rey solamente, él se la encargó, con palabra, de que no se casaría en Francia
sin su consentimiento, y que gobernaría aquellos estados en su nombre. Tanta
estimación se hizo de aquellas armas cuando las vieron superiores a las del
imperio, que no las quisieron apartar de su obediencia los reyes, aunque fuese
para un infante de su misma casa. Don Fadrique, príncipe de singular prudencia,
y maestro grande de la arte del reinar, no quiso empeñar su reputación en
nuestras armas, porque las tubo por perdidas cuando le pidieron socorro, ni
declararse por enemigo de Andrónico hasta que le vio sin fuerzas para
defenderse; pero los accidentes fueron tan diferentes de lo que se presumía,
que la resolución del rey con tanta razón determinada, vino como veremos, a no
tener el efecto que hubiera si antes les socorriera.
La venida del infante dio notable contento a los que entonces se
hallaron en Galípoli, particularmente a Montaner grande criado, y apasionado de
su casa. Admitiéronle como a Lugarteniente del rey sin dificultad ni réplica
todos los que se hallaron presentes, que aunque fueron pocos, por ser los
primeros se les agradeció de parte del rey. Enviáronse luego correos a los tres
capitanes principales, Entenza, Rocafort, y Fernán Jiménez, haciendoles saber
la venida del infante, y juntamente les remitieron las cartas del rey que
vinieron para ellos, dándole razón de cómo venía a gobernarles en su nombre.
Dio Montaner para su servicio cincuenta caballos, y mayor número de acémilas
que hubo menester para su casa; y porque la posada de Montaner era de las
mejores de Galípoli se salió de ella, y se la dio al infante.
Berenguer de Entenza estaba sobre el sitio de Megarix treinta
millas de Galípoli, donde recibió el aviso de la venida del infante por los dos
caballeros que Montaner envió para que se le diesen, juntamente con la carta
del rey. Partió luego con pocos, y llegó a Galípoli el primero de los capitanes.
Dio la bienvenida al infante, y le juró por su general y suprema cabeza. Luego
tras él vino Fernán Jiménez de Arenós de Modico, y siguió en todo a Berenguer.
Mejoróseles el partido a estos dos ricos hombres, porque su bando menos
poderoso, siempre temía al de Rocafort, y con la venida del infante parece que
todo se había de sosegar, y las cosas, fuera de sus lugares por la violencia de
uno, volverían al suyo, y serian todos estimados según sus merecimientos, y
calidades. Fue el contento universal en todos, así del bando de Berenguer, como
de Rocafort, a quien alteró mucho la venida tan fuera de tiempo del infante, y
sin duda que desde luego le negara la obediencia si no fuera porque conoció en
los suyos el gusto que les había dado esta nueva. Hallóse en notable confusión;
era hombre sagaz, y prevenido en todos sus consejos, pero no pudo prevenir con
sus artes acostumbradas lo que nunca pudo temer. Después de haber consultado
con sus íntimos amigos el caso, pareció que convenía responder mostrando mucho
gusto de la venida del infante, único deseo de todos ellos, y que por estar el
sitio tan adelante no se atrevía a dejarle para ir a darle la obediencia, que
le suplicase de parte de todos, que viniese a Nona donde le esperaban con mucho
gusto.
En esta sustancia se respondió al infante, y el entre tanto con los deudos, y amigos confidentes, dispuso los ánimos a seguir su parecer y consejo.
Llegó la respuesta de Rocafort a Galípoli, y el infante no quiso determinarse
sin el parecer de Berenguer de Entenza, y Fernán Jiménez, y de algunos otros
capitanes bien afectos a su servicio, y de gran conocimiento de las trazas y
designios de Rocafort. A todos pareció peligrosa la detención, y que debía el
infante partir luego, porque el ejército no se enfriase en el gusto que tenía
de su venida, y Rocafort no tuviese tiempo de concluir ni mover nuevas
pláticas en deservicio del rey, y
excluir del gobierno su persona. Con esta resolución dispuso el infante su
partida, fue acompañado de la mayor parte de la gente de Berenguer de Entenza,
y de Fernán Jiménez, sus personas no pareció llevarlas porque no fuera acertado
antes de tener ganada la voluntad de Rocafort, y de los suyos, ponerle delante
por primera entrada sus competidores en mejor lugar cabe el infante; y así
difirieron la ida estos dos ricos hombres cuando el infante hubiese jurado,
porque entonces estando con entera autoridad se podrían hacer las amistades.
CAPÍTULO L.
EL INFANTE ES EXCLUIDO DEL GOBIERNO POR LAS MAÑAS DE ROCAFORT.
Partióse el infante de Galípoli con el mayor acompañamiento que
pudo, llevando consigo de los capitanes conocidos sólo a Ramón Montaner, y en
tres días de camino por la costa llegó al campo, donde fue recibido con universal regocijo, y Rocafort con grandes
demostraciones de contento le festejó
los días que tardó a poner en plática las órdenes de su tío. Esperaba el
infante que Rocafort se comidiese sin volver segunda vez a requerirle, pero
como vio que alargaba el obedecer al rey, y no se daba por entendido, le dijo
que él quería dar luego las cartas del rey que venían para el ejército, y
decirles de palabra el intento de su venida, y que para esto mandase juntar el
consejo general. Obedeció Rocafort con muestras de mucho gusto, y para el día
siguiente ofreció de tenerle junto; porque ya en los pocos días que tardó el
infante, previno a sus amigos que echasen voz por el campo, que sería bien
andar con mucho tiento en la resolución que se debía tomar de admitir al
infante por el rey, y que por lo menos no se determinasen luego. Hizóse esto
con mucho arte, porque siempre se temió, que viendo el ejército al infante no
aclamase luego al rey, y le admitiese. Pareció a todos el consejo avisado y
cuerdo; porque el vulgo ignorante raras veces penetra segundas intenciones, y
así le siguieron.
El día siguiente la
confusa multitud del consejo general que constaba de todos los que ganaban sueldo, junta en el campo,
espero al infante. Vino acompañado de los de su casa, y de muchos capitanes,
entregó las cartas a un secretario, y mandó que en público se leyesen. Leídas,
les declaró brevemente como el rey movido de sus ruegos había admitido el
juramento de fidelidad, que sus embajadores le hicieron; y aunque para sus
reinos no podía ser útil el encargarse de su defensa, había querido mostrar el
amor que les tenía, posponiendo su conveniencia a la de ellos, y así le había
mandado que con su persona viniese a gobernarles en su nombre y les ofreciese
que siempre acudiría con mayores socorros. Respondiéronle según Rocafort pretendió, que ellos tendrían su acuerdo sobre lo que se debía hacer, y que tomado le
responderían. Con esto los dejó el infante, y se fue a su posada.
Quedó Rocafort con ellos, y poco seguro de la determinación que
tanta gente junta pudiera tomar, y temiéndose de algunos caballeros, que aunque eran sus amigos, deseaban
que el infante quedase a gobernarles, les dijo: que el caso de que se trataba
no podía discurrirse bien entre tantos, porque la multitud siempre trae consigo
confusión, la cual no da lugar a considerarse por menudo las dificultades que
suelen ofrecerse en materia de tanto peso; que se escogiesen cincuenta personas
las de mayor crédito y confianza, para que estas fuesen platicando, y
discurriendo el negocio con las conveniencias y contrarios que en él había; y
tomada la resolución que les pareciese, la refiriesen a los demás, para que
juntos libremente la condenasen, o aprobasen, con que se excusarían los
inconvenientes de haberlo de comunicar con tantos. Túvose por acertado el parecer
de Rocafort, que cuando el vulgo se inclina a dar crédito a uno, en todo le
sigue, sin hacer diferencia de los buenos, o malos consejos porque más se
gobierna con la voluntad que con la razón.
Luego nombraron cincuenta personas, para que juntamente con
Rocafort lo tratasen, no advirtiendo con cuanta mayor facilidad se pueden
cohechar los pocos que los muchos. Con esto tuvo hecho su negocio, porque los
cincuenta fueron casi todos puestos por su mano, y a los poco de quien no podía
fiar igualmente que los demás, fue fácil el persuadirles, a más de no faltarles
razones, y de mucho fundamento, para esforzar la suya. Juntáronse los cincuenta
con Rocafort, y él les dijo lo siguiente.
«La venida del Señor Infante, amigos y compañeros, ha sido uno
de los mayores y más felices sucesos que pudiéramos desear, al fin enviado por
la poderosa mano de quien hasta el presente día nos ha conservado con grande
aumento de nuestro nombre, y confusión de nuestros enemigos, porque ya se ha
dado fin a nuestros trabajos, y principio a una felicidad muy entera, por tener
prendas tan propias de nuestros Reyes, a quien podemos entregar con seguridad,
la libertad, y la vida, recibiéndole no como él quiere por Lugarteniente de su
tío, sino como príncipe absoluto, y sin la sujeción y dependencia alguna. Por grande yerro
tendría, si la elección de príncipe pende de nosotros, escoger al que vive
ausente, y ocupado en gobernar mayores estados, y dejar al desocupado y libre
de otras obligaciones y el que ha de vivir siempre entre nosotros, y correr la
misma fortuna de los sucesos prósperos, y adversos.
»Si a don Fadrique recibimos por rey, a manifiesta servidumbre
nos sujetamos, porque con su persona no podrá asistirnos, y necesariamente
habrá de enviar quien en su nombre gobierne este victorioso ejército, y las
provincias que por él están sujetas. ¿Qué mayor desdicha se podrá esperar, si
por premio de nuestras victorias, venimos a ser gobernados por otra mano que la
propia de nuestro príncipe?. Y el mismo rey don
Fadrique procurará nuestra defensa en cuanto no le estorbare a la del reino de
Sicilia. ¿Pues por qué se ha de admitir tanta desigualdad?. Los trabajos, los peligros, las pérdidas para nosotros solos, pero la gloria y
provecho, no sólo igual, pero mayor, y más segura para el rey. Si nos perdemos
quedando muertos, o en dura servidumbre, libre don Fadrique, y tan gran
príncipe como antes; pero si ganamos nuevas provincias, y estados, todos han de
venir a ser suyos. ¿Pues puede algún cuerdo con esta desigualdad, hallándose libre
para escoger, dar la obediencia a príncipe con tales calidades? A más de esto
¿no se acuerda la paga que nos dio por tantos servicios al partir de Sicilia?
¿Qué fue más que un poco de bizcocho, y otras cosas que no pueden negarse a los
siervos, y esclavos? No, amigos, no nos conviene tomar por rey a D. Fadrique,
pues no se acordó de nosotros al tiempo que le pedíamos su ayuda, y cuando nos
importaba tanto el darnosla, sino cuando a él convino, y a nosotros no nos es
de provecho. Esto se echa bien de ver ahora, pues no nos envía armas, gente,
bastimentos, o dineros, ni otra cosa necesaria para la guerra, sino cabeza y
general que nos gobierne como si tuviéramos falta de esto, y no se hubieran
alcanzado muchas victorias sin tenerle puesto por su mano.
»No consintamos que el premio de nuestros servicios se distribuya por mano de sus ministros, y gobernadores,
en quien siempre puede más la pasión que la verdad, más su particular interés
que la común utilidad, porque tratan las provincias como quien las ha de dejar,
y como en la posesión temporal de ajena propiedad gozan de los presente, sin
ningún cuidado de lo venidero, y más estando el rey tan apartado, a quien
nuestras quejas llegarán tarde cuando sean oídas, y los socorros tan a tiempo
como el que ahora nos envía, después de seis años que con grande instancia se
lo pedimos. En esto finalmente me resuelvo, que excluyamos a D. Fadrique por D.
Fernando; tengamos presente al príncipe por quien aventuramos la vida, y sea
testigo, pues ha de ser juez, de los servicios que le hiciéramos y cuide de
nosotros como de sí mismo, pues nuestra conservación y vida corren parejas con
la suya. Conténtese D. Fadrique con Sicilia ganada, y conservada por nuestro
valor; deje a D. Fernando su sobrino los trabajos de una guerra incierta y
peligrosa, estas Provincias destruidas, y sola la esperanza de conquistar
nuevos reinos, y señoríos.»
Con esta plática los pocos dudosos que había se resolvieron con
el parecer de Rocafort, y luego dos de los cincuenta electos dieron razón de la
determinación que habían tomado a todo el campo, refiriendo las mismas razones de Rocafort. Túvose con aplauso general de todos por acertada aquella determinación, y
quisieron luego se diese la respuesta al infante. Fueron para esto los
cincuenta, y propusiéronle su embajada. Don Fernando como buen caballero,
respondió que él venía de parte de su tío, y que con su autoridad, y fuerzas
había tomado aquella empresa a su cargo, y sería faltar a su obligación si con
puntualidad no ejecutase las órdenes de quien le enviaba, y que por ningún caso
admitiría el ofrecimiento que le hacían, sino recibiéndole como Lugarteniente
de su tío D. Fadrique. Rocafort siempre publicó que el infante, por tener
alguna disculpa con el rey, no admitiría luego el ofrecimiento que le hacían, y
con esto engañó a la mayor parte del ejército, porque si hubiera quien les
persuadiera, y desengañara que el infante por ningún caso se quedara a
gobernarles como a príncipe, sin duda que le admitieran por el rey.
Quince días se pasaron en este trato, y el infante creyó siempre
que aquellas eran palabras de cumplimiento, y que a lo último obedecerían al
rey. En este medio Rocafort, como de su parte tenía todos los Turcos, y
Turcoples a su disposición, y parte del ejército que le seguía, la otra como
inferior no le osaba contradecir. Con esto quedó todo el ejército que estaba
debajo de su mano, resuelto de no admitir el infante por el rey; y a la verdad
su intento no era excluir a Don Fadrique por D. Fernando porque con ninguno de
ellos se pudiera conservar, pero como hombre sagaz, y que conocía al infante
por uno de los mejores caballeros de su tiempo, y que no tendría mala
correspondencia con el rey tu tío, le propuso al ejército para que excluyesen
al rey, prefiriendo al infante, de quien estaba cierto que no lo admitiría, y
como la mayor parte del ejército con este engaño de Rocafort se declaró por el
infante contra el rey, después no quisieron elegir a quien una vez excluyeron.
Todos estos embustes tramaba Rocafort, seguro que aunque después
los descubriesen no le causarían daño, por tener de su parte a los Turcos, y
Turcoples, que juntos con los confidentes era la mayor parte del ejército. No
se puede negar que en esta parte Rocafort podría tener alguna disculpa, aunque
fuera de natural y condición más moderado, porque después de tantas victorias,
y haber gobernado un ejército cinco años, justamente pudiera rehusar el no
admitir un superior cuyo favor habían prevenido sus mayores enemigos Berenguer
de Entenza, y Fernán Jiménez, que siempre serian preferidos por su calidad, y
mejor correspondencia. Y aunque el infante por quitar toda sospecha les hizo
quedar en Galípoli, no por eso se la quitó a Rocafort, antes ese mismo cuidado
con que prevenían las ocasiones exteriores de que pudiese tenerla, se la
acrecentaba más, creyendo siempre que era tener sobrad confianza de Berenguer,
y de Fernán, y que ellos la tenían del infante, pues no mostraban queja de no
haberles admitido en su compañía. No hay cosa que más penetre y descubra que
los recelos, y temores de perder un puesto tan superior como el que Rocafort
tenía, y más en un sujeto de tantas partes, y experiencia.
CAPÍTULO LI.
ROCAFORT ANTES DE PARTIRSE EL INFANTE DEL EJÉRCITO GANÓ A NONA,
Y DE COMÚN PARECER DE LOS CAPITANES, DEJA EL EJÉRCITO LOS PRESIDIOS DE TRACIA,
Y DETERMINA PASAR A MACEDONIA.
La venida del infante D. Fernando al ejército, acabó de poner en
desesperación a los griegos que estaban sitiados, y dentro de pocos días se
hubo de entregar con mucha pérdida en las manos del vencedor, porque aunque no
perdieron las vidas, quedaron sin haciendas. Berenguer de Entenza también tomó
a Megarix. Sentíase ya en nuestro campo gran falta de vituallas, porque diez
jornadas al contorno de Galípoli estaba todo talado y destruido, que los cinco
años últimos de los siete que estuvieron en esta provincia, se mantuvieron de
lo que la tierra sin cultivar producía, pues no llegaban a los árboles, y viñas
sino para quitarles el fruto. A lo último vino esto a faltar, y fue forzoso
tratar de buscar otras provincias donde entretenerse, y poder vivir. Habíase
diferido esto por las enemistades de Entenza, y Rocafort, que estaban aún tan
vivas, que no se osaban mover de sus alojamientos, ni juntarse por el recelo
que se tenía que entrambas las dos parcialidades no llegasen a rompimiento:
tanto pueden disgustos e intereses particulares, que impiden el remedio común y
quieren más perecer con ellos, que vivir cediendo de su locas y vanas
pretensiones.
Todos fueron de parecer que desmantelasen a Galípoli, y los
demás presidios, y en esto conformaron los capitanes competidores juntamente
con los turcos, y turcoples; y así suplicaron al infante la gente buena y libre
de pasiones, que fuese servido de no desampararles hasta dejarles en otra
provincia, porque debajo de su autoridad, y nombre, irían todos muy seguros y
en este medio se podrían concertar las diferencias de Entenza, y Rocafort. El
infante tuvo su acuerdo por bueno, y ofreció de hacerlo, y a lo que yo puedo
entender, movido de lástima de que Berenguer de Entenza, y Fernán Jiménez de
Arenós quedasen en las manos de Rocafort, a quien el respeto del infante parece
que detenía la ejecución de su ánimo vengativo, quiso tentar si con esta
detención podía concertar estas diferencias, y dejarles con mucha paz y
quietud, para que unidos y conformes pudiesen hacer mayores progresos,
esperando siempre que obedecerían al rey, aunque por entonces lo hubiese
rehusado. Juntó el infante las cabezas principales del ejército, con todos los
del consejo, y resueltos ya de salir de aquellos presidios que tenían en
Tracia, por haberles forzado la necesidad, y falta de vituallas.
Trataron que camino tomarían; y qué
ciudad en Macedonia ocuparían. Hubo diferentes pareceres, y últimamente pareció
el más acertado, que se acometiese la ciudad de Cristopol, puesta en los
confines de Tracia en Macedonia por tener la entrada de las dos provincias
fácil, y la retirada segura, y los socorros de mar sin podérselos impedir, como
en Galípoli, que ocupado el estrecho con pocos navíos de guerra impedían el
libre comercio que venía por mar a darles alguna ayuda. Ordenóse que Ramón
Montaner con hasta treinta y seis velas
que había en nuestra armada, y entre ellas cuatro galeras, llevasen las mujeres,
niños, y viejos, por mar a la ciudad de Cristopol, después de haber
desmantelado todos los presidios que en aquellas costas se tenían por nosotros,
como Galípoli, Nona, Pacía, Modico, y Megarix.
El infante y los demás capitanes ordenaron en esta forma su
partida. Berenguer de Rocafort con los turcos y turcoples, y la mayor parte de
los Almogávares saliese un día antes que Berenguer, y Fernán Jiménez, y que
siempre se guardase este orden en el camino siguiendo siempre Berenguer a
Rocafort una jornada lejos, y esto se hizo por quitar las ocasiones que pudiera
haber de disgusto, si los dos bandos juntos se alojaran, donde forzosamente
sobre el tomar los puestos vinieran a las manos. Púdose sin peligro dividir sus
fuerzas, por no tener enemigo poderoso en la campaña que les pudiese
prontamente acometer, porque divididos el espacio de un día de camino, no se
pudieran socorrer si le tuvieran, toda la gente de guerra atendía más a
defenderse dentro de las ciudades, que salir a ofender nuestro ejército; cosa
que tantas veces emprendieron con notable daño suyo y gloria nuestra.
Juntos en Galípoli, después de haber desmantelado todos los
demás presidios, partió Rocafort con su gente por el camino mas vecino al mar,
y al otro día le siguió Berenguer de Entenza, y el infante, ocupando siempre
los puestos que Rocafort dejaba. Después de haber caminado algunos días,
comenzaron a entrar en lo poblado de la provincia, a donde sus armas no habían
llegado. Los Griegos con el pavor del nombre de Catalanes huían la tierra adentro
dejando en los pueblos bastimentos en grande abundancia, con que los nuestros
pasaban con mucha comodidad, y libres del daño, que siempre creyeron de
faltarles con que vivir. Esta fue una de sus empresas grandes, entrarse por
tierras, y provincias no conocidas, sin tener seguridad de alguna plaza, o de
algún Príncipe amigo. La expedición de los diez mil Griegos que cuenta
Xenofonte, fue de las mayores que celebra la antigüedad, pero siempre los
Griegos llevaban por fin llegar a su patria, y parte con armas atravesaban
Provincias, y naciones extrañas: pero los Catalanes sólo tenían por fin de
aquel viaje, no el descanso de su patria sino la expugnación de una Ciudad grande y fuerte, que resolvieron de
acometer antes de salir de Galípoli, y que el fin de una fatiga y peligro
grande fuese el principio de otro mayor.
CAPÍTULO LII.
LA VANGUARDIA DEL CAMPO DEL INFANTE Y BERENGUER, ALCANZA LA
RETAGUARDIA DE ROCAFORT, Y LLEGAN CASI A DARSE LA BATALLA; MATA ROCAFORT A
BERENGUER DE ENTENZA; Y FERNÁN JIMÉNEZ DE ARENÓS HUYENDO DEL MISMO PELIGRO SE
PONE EN MANOS DE LOS GRIEGOS.
Llegó Rocafort con su ejército a una aldea dos jornadas lejos de
la ciudad de Cristopol, puesta en un llano abundante de frutas, y aguas, las
casas vacías de gente, pero llenas de pan y vino, y de otras cosas no sólo
necesarias, pero de mucho gusto y regalo. Detuviéronse en tan buen alojamiento
más de lo que debieran soldados prácticos, y bien disciplinados; cerca de medio
día aún no habían partido, porque la gente derramada por aquella llanura, con
el regalo de la fruta que se hallaba en los árboles, se entretuvo de manera que
no se pudo recoger antes. La vanguardia del campo del infante donde iba
Berenguer de Entenza, porque salió más temprano de lo que acostumbraba alcanzó la retaguardia de Rocafort. Alteróse su
retaguardia, y vueltas las caras viéndose tan cerca los de Berenguer, juzgaron
que venían a romper con ellos: tocóse arma con grande confusión, y la
vanguardia del uno con la retaguardia del otro se encontraron. Rocafort luego
que reconoció la gente de su contrario tuvo por cierto que venía con
determinación de ejecutar algún mal intento, pues no pudiera ser otra la causa
que a Berenguer le obligara a romper los conciertos sin primero avisar.
Un hombre sospechoso nunca discurre ni piensa lo que le puede
quitar las sospechas, sino lo que se las acrecienta. Rocafort no consideró su
descuido en diferir la partida hasta medio día, y acordóse que Berenguer de
Entenza había madrugado mucho. Al fin, o por pensarlo así, o por tomar la
ocasión de venir a las manos con él, mandó subir a caballo su gente, y él hizo
lo mismo armado de todas piezas, y partió con gran furia contra la gente de
Berenguer de Entenza, a quien la suya había ya acometido, trabándose una cruel
y sangrienta escaramuza.
Llegó también aviso al Infante y a los demás capitanes del
desorden. Salió Berenguer de Entenza el primero a caballo, y desarmado con sola
una azcona montera, como persona de más autoridad, a detener los suyos, y
retirarlos. Gisbert de Rocafort hermano de Berenguer, y Dalmáu de San Martín su
tío, vieron a Berenguer que andaba metido en los peligros de la escaramuza, o
que les parecíese que animaba su gente contra ellos, o lo que se tiene por más
cierto, viendo la ocasión de satisfacer su mal ánimo, y quitar el émulo a su
hermano, Gisbert, y Dalmáu cerraron juntos con él. Berenguer de Entenza, que
como inocente y buen caballero, viendo que los dos hermanos se encaminaban para
él vuelto a ellos les dijo: ¿Qué es esto amigos? Y en este mismo tiempo le
hirieron de dos lanzadas, con que aquel valiente y bravo caballero cayó del
caballo muerto, sin poderse defender por estar desarmado, descuidado y entre
sus amigos. Encendióse más vivamente la escaramuza después de muerto Berenguer, y los
Rocafort ejecutaron su venganza matando muchos de su bando. No puede
ser mayor la crueldad, que después de haber vencido y muerto su contrario,
degollar y despedazar los vencidos, en quien no pudiera haber resistencia,
después de perdida su cabeza, en admitir a Rocafort, y obedecerle; pero su
soberbia y arrogancia fue tanta que no hacía ya la guerra a sus enemigos, sino
a su propia naturaleza, y solicitaba a los Turcos, y Turcoples para que
inhumanamente acabasen todos los del bando de Berenguer, sin excepción alguna
de persona.
Fernán Jiménez de Arenós con el mismo descuido que Berenguer de
Entenza, iba desarmado, y retirando su gente a cuchilladas, fue advertido de la
muerte de Berenguer y que con cuidado le iban buscando para matarle; y así con
alguna gente que pudo recoger y llevar tras sí, se salió del campo y tuvo por
más seguro entregarse a los Griegos que a Rocafort. Fuese a un Castillo que estaba
cerca, donde fue recibido debajo de seguro, con que se presentase delante del
Emperador Andrónico. El infante por amparar y defender la gente del bando de
Berenguer, salió armado con algunos caballeros que le siguieron, y se opuso con
valor a los Turcos, y Turcoples, que asistidos de Rocafort, todo lo pasaban por
el rigor de su espada.
Pudo tanto la presencia del Infante, que Rocafort puesto a su
lado, porque los Turcos no le perdiesen el respeto,
retiró su gente, después de haber tan alevosamente muerto a Berenguer, y tanta
gente de su bando. Quedaron muertos en el campo ciento cincuenta caballos, y
quinientos infantes, la mayor parte de las compañías de Berenguer de Entenza, y
Fernán Jiménez de Arenós. Sosegado el tumulto, y retirada la gente a sus
banderas, el Infante, y Rocafort vinieron juntos a la plaza del lugar, donde
tenían el cuerpo de Berenguer tendido.
Apeóse el Infante de su caballo, y abrazado con el cuerpo
difunto, dice Montaner que lloró amargamente, y que le abrazó y besó más de
diez veces, y que fue tan universal el sentimiento, que hasta sus mismos
enemigos le lloraron. Vuelto el Infante a Rocafort con palabras ásperas le dijo
que la muerte de Berenguer había sido malamente hecha por algún traidor.
Rocafort con palabras humildes respondió que su hermano, y tío no le conocieron
hasta que le hubieron herido. Con esto se hubo de satisfacer el Infante, pues
no tenía fuerzas para castigar tanto atrevimiento, y sin duda que hiciera
alguna demostración, sino se hallara con tan poca gente.
Mandó que para enterrar el cuerpo de Berenguer, y hacerle sus
obsequias se detuviese el ejército dos días, porque quiso honrarle con lo que
pudo; y así se hizo. Enterráronle en una ermita de San Nicolás que estaba
cerca, junto del Altar mayor; sepulcro harto indigno de su persona si
consideramos el lugar humilde, y poco conocido donde le dejaron, pero célebre y
famoso por ser en medio de las Provincias enemigas, cuya inscripción y epitafio
es la misma fama que conserva, y extiende la memoria de los varones ilustres
que carecieron de túmulos magníficos en su patria, por haber perecido en tierra
ganada y adquirida por su valor. Este fin tuvo Berenguer de Entenza, nobilísimo
por su sangre, y celebrado por sus hazañas, y por entrambas cosas estimado de
Reyes naturales, y extraños. En sus primeros años sirvió a sus Príncipes
primero en Cataluña, y después en Sicilia, con buena fama, donde alcanzó muchos
amigos, y hacienda para seguir el camino que la fortuna le ofreció de
engrandecerse, y alcanzar estado igual a sus merecimientos, que aunque en su
patria lo poseía grande, pero no de manera que su animo generoso y gallardo
cupiese en tan cortos límites, como los de la Baronía que hoy llamamos de
Entenza.
Fue Berenguer animoso y valiente con los mayores peligros,
fuerte en los trabajos, constante en las determinaciones, igualmente conocido
por los sucesos prósperos y adversos porque en medio de su felicidad padeció
una larga y trabajosa prisión y apenas salido de ella, y restituido a los
suyos, cuando otra vez la fortuna se le mostraba favorable murió a traición a
manos de sus amigos, en lo mejor de sus esperanzas.
El infante después de sosegado el alboroto, envió a llamar a
Fernán Jiménez, ofreciéndole que podía venir seguro debajo de su palabra.
Respondió que le perdonase, que ya no estaba en su libertad para cumplir sus
mandamíentos, porque había ofrecido de presentarse ante el Emperador Andrónico
con toda su compañía. Túvole el Infante por disculpado, y Fernán Jiménez
después de haber recogido los suyos, se fue a Constantinopla donde le recibió
Andrónico con muchas muestras de agradecimiento, de que le hubiese venido a
servir y por mostrarlo con efecto, le dio por mujer una nieta suya viuda,
llamada Teodora, y el oficio de Megaduque que tuvo Roger y después Berenguer de
Entenza. Con esto quedó Fernán Jiménez de los mas bien librados capitanes de
esta empresa, y el que solo permaneció en dignidad, y escapó de fines
desastrados.
77
CAPÍTULO LIII.
DEJA EL INFANTE NUESTRA COMPAÑÍA, Y LLEVA CONSIGO A MONTANER
DESPUÉS DE ENTREGAR LA ARMADA.
En este medio que el Infante se detuvo en el lugar donde mataron
a Berenguer, llegaron sus cuatro galeras con sus Capitanes Dalmáu Serra
caballero y Jaime Despaláu de Barcelona, y alegre de tener galeras con que
apartase de Rocafort, mandó juntar consejo general, y volvió segunda vez a
requerirles, si le querían recibir en nombre de su tío Don Fadrique, porque
cuando no quisiesen estaba resuelto de partirse.
Rocafort autor de la determinación pasada, cuando se les propuso
lo mesmo, como más poderoso entonces, después que le faltaban sus émulos en
quien pudiera haber alguna contradicción, fuele fácil tener a todo el campo en
su opinión, porque sus pensamientos ya eran mayores que de hombre particular.
Respondieron al Infante lo que la vez pasada y con mayor resolución. Con esto
se tuvo por imposible y desesperado el negocio; y así se embarcó el Infante con
sus galeras, dejando a Rocafort absoluto señor, y dueño de todo, y navegó la
vuelta de la Isla de Tarso, seis millas lejos de la tierra firme donde estaba
el campo. Llego el Infante a la isla casi al mismo tiempo que Montaner con toda
la armada, y después de haberle referido la maldad de Rocafort, y perdida de
tan buenos caballeros como eran Berenguer de Entenza, y Fernán Jiménez de
Arenós, le mandó de parte del Rey, y suya que no se partiese de su compañía.
Obedeció Montaner con mucho gusto, porque estaba rico y temía a Rocafort aunque
era su amigo.
La amistad de un poderoso insolente siempre se ha de temer, por
que la amistad fácilmente se pierde y queda el poder libre de respetos para
ejecutar su furia, y sus antojos. Suplicó
al Infante fuese servido de detenerse, mientras él con la armada daba razón a
los capitanes del campo de lo que se le había encargado, que eran la mayor
parte de sus haciendas, y todas sus mujeres e hijos. Fue contento el Infante de
aguardarle, y con esto Montaner con la armada llegó a una playa donde estaba
alojado el ejército, una jornada más delante de donde los dejó el Infante. No
quiso que persona alguna desembarcase, hasta que le aseguraron que no se haría
daño a la mujeres, hijos y haciendas, de los de
Berenguer de Entenza, y Fernán Jiménez, y que les dejaría libres para ir donde
quisiesen. Con este seguro desembarcó todos los que quisieron ir al Castillo
donde Fernán Jiménez se había retirado. Diéronles cincuenta carros, y con
doscientos caballos de Turcos y Turcoples de escolta, y cincuenta Cristianos
les enviaron al Castillo. A los que no no quisieron quedarse, ni con Rocafort
ni con Fernán Jiménez, se les dieron barcas armadas hasta Negroponte.
En esto se entretuvo el campo dos días, y Montaner ya que se
quería partir, hizo juntar consejo general, y después de haberles entregado los
libros, y el sello del ejército, les dijo, que el Infante Don Fernando de parte
del Rey, y suya le había mandado que le siguiese, a quien era forzoso obedecer
y que no lo había querido hacer antes, hasta haber dado descargo de lo que se
le encomendó que él se iba con grande sentimiento de dejarles, aunque por su
mal proceder de ellos pudiera no tenerle, pues daban tan mala recompensa a los
que les habían gobernado, y sido sus generales que Berenguer quedaba muerto por
sus excesos, y Fernán Jiménez entregado a la fe dudosa de los Griegos. Estas
razones dijo Montaner, por la seguridad que tenía de los Turcos y Turcoples a
quien siempre trató con mucho amor y ellos reconocidos le llamaban Cata, que en
su lenguaje quiere decir padre; y aunque Rocafort lo mandara, no intentaran
cosa contra él. Toda la nación junta le rogó que se quedase, y los Turcos, y
Turcoples hicieron lo mismo, solicitando siempre a Rocafort que le detuviese;
pero como estaba ya resuelto de partirse, y habló con alguna libertad a favor
de Berenguer de Entenza, y Fernán Jiménez, no quiso ponerse en peligro, ni dar
ocasión a Rocafort que con pequeña ocasión le diese muerte como a los demás.
Con esto se partió del ejército con un bajel de veinte remos, y dos barcas
armadas, en que puso su hacienda, y la de sus camaradas, y criados.
Llegó a la isla de Tarso donde el Infante le esperaba, y en ella
se detuvieron algunos días para tomar bastimentos, y consultar la navegación
que habían de hacer. Detúvoles también el buen acogimiento que hallaron en
Ticin Jaqueria aquel Genovés que con ayuda de Montaner
saqueó el Castillo de Fruilla, y después ocupó el de aquella isla, donde con
muestras de sumo agradecimiento les entregó las llaves del Castillo, y les
ofreció servir con su vida y hacienda. Siempre el hacer bien es de provecho, y
la recompensa viene muchas veces de quien menos se pensó que la pudiera hacer y
lo que perdió en muchos beneficios, de uno solo que se agradezca, se sigue
mayor utilidad que daño de todos los que se perdieron. Halló Montaner con el
Infante seguridad en el puerto, regalo en lo que se les dio para su sustento,
con solo haber ayudado antes al Genovés, aunque fue
con su mismo interés y provecho.
CAPÍTULO LIV.
PASA EL EJÉRCITO A MACEDONIA
Apartado Montaner del campo, Berenguer de Entenza muerto, y
Fernán Jiménez huido quedó solo Rocafort absoluto señor y dueño de todo, y así
mudaba a su gusto y antojo las determinaciones de todo el consejo. La
resolución que se tomó entre todos los capitanes antes que saliesen de sus
presidios, fue de acometer a Cristopol y hacerse fuerte en él, como lo hicieron
en Galípoli, y tener las dos provincias de Tracia y Macedonia vecinas para
hacer sus entradas. Pareció al principio fácil la empresa, porque creyeron
coger a los Griegos descuidados, y sin tiempo para prevenirse, y sin duda que
les saliera bien el pensamiento, si en el camino no se detuvieran cuatro días
en vengar sus particulares agravios y pasiones con que tuvieron los Griegos
espacio y lugar bastante, no solo para defenderse, pero también para
ofenderles, y acabarles, si entre los Griegos hubiera hombres de valor y
cuidado. La dilación de las ejecuciones en la guerra es muy perniciosa, y muy
útil cualquier presteza, que por faltarles a muchos un día, una hora y aun
menos tiempo, perdieron grandes lances y ocasiones.
Rocafort después que supo que la Ciudad estaba puesta en
defensa, se resolvió de pasar al estrecho de Cristopol que es la parte marítima
del monte Rodope, y no detenerse, en acometer el lugar. El siguiente día con
todo el campo pasó el estrecho, no sin gran fatiga, porque el camino era
áspero, los bagajes muchos; y los niños, mujeres y enfermos. Los Griegos, aunque advertidos del camino que llevaban los
Catalanes, no pudieron, o no osaron atreverse a impedirles el paso.
Atravesando el monte Rodope, bajaron a los campos de Macedonia cerca de ocho mil hombres de servicio
entre todas las naciones; bastante ejército para cualquier grande empresa, si
los ánimos estuvieran unidos, y la muerte de Berenguer no hubiera hecho odioso
a Rocafort, aun a sus propios amigos, porque desde entonces él se desvaneció y
ellos se ofendieron; al fin del otoño se hallaron en medio de la provincia de
Macedonia los pueblos enemigos poderosos y aun no maltratados con la guerra,
pero los daños de Tracia su provincia más vecina, les sirvió de escarmiento,
para prevenirse dentro de las Ciudades, y recoger los frutos de la campaña.
Cuidadosos pues los Catalanes de poner
su asiento por aquel invierno en algún sitio acomodado, corrían toda la tierra,
reconociendo puestos que poder ocupar, y recoger bastimentos y vituallas
compradas con sangre, y con dinero. Últimamente después de haber hecho grandes
daños en toda la Provincia, se hicieron fuertes en las ruinas de la antigua
Casandria, uno de los mejores puestos de toda la Provincia, por estar vecino al
mar, y toda la comarca de aquel cabo fértil y apacible, por los muchos senos, y
entradas que el mar hace y de donde fácilmente, o por lo menos con más
comodidad que de otro cualquier lugar, podían hacer sus entradas la tierra a
dentro, y tener a Tesalónica cabeza de la provincia en continuo recelo de su
daño.
CAPÍTULO LV.
PRISIÓN DEL INFANTE DON FERNANDO EN NEGROPONTE.
Partió el Infante de la Isla de Tarso con Ramón Montaner y mandó
que se le entregase a Montaner la mejor galera que fue la que llamaban Española. Con estas cuatro galeras, un leño armado, y una
barca de Montaner fueron navegando por la costa de Tracia, y Macedonia, hasta
el puerto de Almiro, lugar del Ducado de Atenas, donde el Infante había dejado
cuatro hombre cuando venia, para hacer bizcocho para cuando se volviese. Halló
el Infante que contra la fe y palabra común le habían tomado el bizcocho, y
maltratado a los cuatro que lo hacían. Tomó el Infante luego satisfacción del
daño que había recibido, echando gente en tierra, y saqueando el lugar de
Almiro, donde todo se llevó a sangre y fuego.
Después de haber saqueado y satisfecho la pérdida pasada de allí
pasaron a la Isla que Montaner llama Espol, yo entiendo que fue la que hoy se
llama el Sciro. Saqueó toda la Isla, y combatió el Castillo sin fruto. De allí
tomaron el cabo de la Isla de Negroponte, quiso el Infante entrar en la Ciudad,
porque cuando vino a Romania estuvo en ella, y fue muy recibido, y festejado.
Montaner y los demás capitanes de experiencia le advirtieron, que no convenía
poner a riesgo su persona, y la de los que con él iban, después de haber
saqueado los lugares del Duque de Atenas, con quien los señores de Negroponte
tenían confederación. No dio crédito a sus buenos consejos, y usando de su
poder absoluto, con evidente peligro entró en la Ciudad, hallaron en el puerto
diez galeras de Venecianos que habían venido a
instancia de Carlos de Francia, a quien dio el Papa la investidura de los
Reinos de Aragón, cuando el Rey Don Pedro ocupó a Sicilia.
Traían un caballero Francés llamado Tibal de Sipoys, para que en
nombre de Carlos su príncipe tratase en Grecia nuevas confederaciones, y
amistades, y particularmente de los nuestros, de quien esperaba Carlos su remedio, porque tenía pensamiento de venir en persona por los derechos que pretendía al Imperio, a echar de él al Emperador
Andrónico. El Infante ya no tuvo lugar de arrepentirse, ni volver atrás, porque
fuera dar mayor sospecha; pero antes de desembarcar quiso que le asegurasen, y
diesen palabra de no ofenderle. Hiciéronlo con mucho gusto al parecer, Tibaldo
el primero, y los capitanes de las diez galeras Venecianas, que se llamaban
Juan Tarin, y Marco Misot, y los tres señores de Negroponte. Con esto le
pareció al Infante que estaba seguro.
Saltó en tierra, donde le convidaron para asegurarle más, y
quitar a las galeras la mayor defensa que era el estar allí su persona, y las
de quien siempre le acompañaban que entre ellas fue la de Montaner. Apenas puso
el Infante el pie en tierra, cuando las diez galeras Venecianas dieron sobre
las del Infante, y el bajel de Montaner, donde acudió mucha gente, porque
tenían noticia que había dentro grandes riquezas. Mataron al entrar, cerca de
cuarenta hombres que se quisieron defender, y al mismo tiempo prendieron al
Infante, con hasta diez de los más principales que estaban en su compañía.
Tibaldo luego libró la persona del Infante, a Micer Juan de Misi, señor de la
tercera parte de Negroponte; para que le llevase al Duque de Atenas en nombre
de Carlos de Francia, cuya orden se aguardaría para disponer de la persona del
Infante. Lleváronle con ocho caballeros, y cuatro escuderos a la Ciudad de
Atenas, donde fue entregado al Duque y por su orden con muchas guardas llevado
al Castillo de S. Tomer donde quedó prisionero algunos días.
CAPÍTULO LVI.
ROCAFORT Y SU GENTE PRESTAN JURAMENTO DE FIDELIDAD A TIBALDO DE
SIPOYS EN NOMBRE DE CARLOS DE FRANCIA.
En este tiempo ya Tibaldo trataba de traer al servicio de Carlos
a Rocafort y a toda la compañía y procuraba granjearles por todos los medios
que pudo. No faltó quien le advirtió que en ninguna cosa podía ganar más la voluntad de Rocafort, que entregándole dos de aquellos prisioneros que tenía, que el uno de
ellos era Montaner, y el otro García Gómez Palacín, enemigo grande de Rocafort.
Tibaldo dio crédito al aviso, y sin más averiguación embarcó en sus galeras a
Montaner, y a Palacín, y él en persona partió la vuelta del cabo de Casandria,
donde estaban los nuestros con Rocafort; y apenas hubo llegado a su presencia,
cuando le presentó los dos prisioneros, pareciéndole que habían de ser el medio
de sus amistades, y así fueron ellas tan desdichadas, pues se fundaron en la
sangre, y muerte de un inocente. Entregáronse ambos prisioneros, pero con
diferente suerte, porque al uno le apartaron para quitarle la vida, y al otro
para darle libertad. Honraron con grandes demostraciones de contento a
Montaner, y a Palacín mandó Rocafort cortarle luego la cabeza, sin darle más
tiempo de vida de lo que el verdugo tardó a darle la muerte, y sin que persona
alguna se atreviese a replicar sobre ello a Rocafort. Que se halle hombre tan
ruin como Rocafort entre tanto soldados, y capitanes no me causa admiración;
pero que entre todos ellos no se hallase un hombre de bien que detuviera, o
replicara a Rocafort, advirtiéndole, siquiera, que ofendía su fama, y obscurecía
sus hechos, con ejecución tan inhumana, y fuera de tiempo. Era Garci Gómez
Palacín Aragonés, valiente soldado, y honrado caballero, aunque desdichado,
principal capitán, y valedor del bando de Berenguer de Entenza, y Fernán
Jiménez de Arenós.
Con este hecho indigno de cualquier hombre que lo sea, perdió Rocafort amigos, y reputación; pues dar la
muerte a un caballero que se retiraba como vencido a la patria, de donde no le
pudiera ofender, ni impedir su grandeza, fue indicio y señal manifiesta de su crueldad, y fiereza.
Montaner como había sido Maestre Racional de nuestro ejército, y era el que
mandaba todos los oficiales de pluma, tenía granjeados con su buen término, y verdad los ánimos de todos los soldados, y así le amaban como a padre,
cosa raras veces vista amar la gente de pluma a quien ordinariamente aborrecen
y murmuran, porque les parece que estando descansados, con trampas y enredos en
daño de la milicia se acrecientan, y enriquecen, y ellos con mil trabajos y
peligros viven siempre en una miserable suerte.
Recibieron todos a Montaner con regocijo general, y luego le
dieron una posada de las mas honradas que había, y los
Turcos, y Turcoples los primeros le presentaron veinte caballos, y mil escudos,
y Rocafort un caballo de mucho precio, y otras cosas de valor, sin que hubiese
persona de estimación en todo el ejército que no le diese algo. Tibaldo de
Sipoys, y los capitanes Venecianos que le entregaron, quedaron corridos de ver
que se hiciese tanta honra a quien ellos habían robado cuanto tenía, y temieron
que no le hiciese daño en desbaratar sus trazas, y pretensiones; pero Montaner
era cuerdo, y como no le pareció cosa segura quedarse en nuestro campo, ni las
impidió, ni las favoreció.
Rocafort que hasta entonces había estado dudoso en aceptar lo
que por parte de Carlos de Francia le ofrecía Tibaldo de Sipoys, porque el
respeto de la casa de Aragón le detenía pero cuando tuvo por cierto que por no
haber querido admitir al Infante por el rey Don Fadrique, las casas de los
reyes de Aragón, Sicilia, y Mallorca, le serían enemigos, vino en lo que
Tibaldo deseaba, que la compañía le recibiese por su general en nombre de
Carlos de Francia, ofreciéndoles el sueldo aventajado, y grandes esperanzas,
que era lo que les podía dar. Con esto le juraron fidelidad, forzados a lo que
yo puedo juzgar, de la violencia de Rocafort, porque desechar a su príncipe
natural, y tomar al extraño, y enemigo, no es posible que los Catalanes, y
Aragoneses voluntariamente lo consintiesen, ni Rocafort lo intentase, sino por
la seguridad que tenían en los Turcos, y Turcoples, y parte de la Almogavaría
que ciegamente le obedecían, aunque lo que Rocafort hizo no parece que fuese
traición, porque no tomó las armas contra sus príncipes, sino sólo se apartó de
sus servicios: cosa en aquellos tiempos licita y usada, y mas cuando precedían
agravios. Ni menos fue por aborrecimiento que tuviesen a la casa de Aragón, y
amor a la de Francia, sino que quiso arrimarse por entonces al príncipe menos
poderoso, para con más facilidad apartarse de él cuando sus cosas llegasen al
estado en que esperaba verse.
Porque corría una voz entre muchas, que Rocafort se quería
llamar rey de Tesalónica, on Salónica, y
no era esto sin algún fundamento, pues había mudado el sello del ejército que
era la imagen de San Pedro, y en su lugar mandó poner un rey coronado; señales evidentes de sus altos y
atrevidos pensamientos, y que sin duda llegara a ser príncipe absoluto, si su
grande avaricia, y soberbia no atajara los pasos de su próspera fortuna, al
tiempo que le ofrecía un estado con que pudiera fundar, y engrandecer su casa.
Que si Rocafort viviera cuando los nuestros ocuparon los Estados de Atenas, y
Neopatria, tengo por sin duda que no llamaran al rey de Sicilia sino que le recibieran
por su príncipe y señor; pues se pudiera hacer con muy justo título, habiendo
sido Rocafort su general tantos años en tiempos de trabajos, y debajo de cuyo
mando, y gobierno habían alcanzado tantas victorias, y dado glorioso fin a tan
señaladas empresas.
Luego que las galeras Venecianas vieron a Tibaldo general del
ejército en nombre de Carlos, partieron la vuelta de su casa y Ramón Montaner
con ellas, aunque le rogaron mucho que se quedase, pero como él conocía la poca
seguridad que había en la condición de Rocafort, jamás quiso quedarse, ni aun
pidiéndoselo muy encarecidamente el mismo Tibaldo.
CAPÍTULO LVII.
MONTANER CON LAS GALERAS VENECIANAS VUELVE AL NEGROPONTE, Y EN
ATENAS SE VE CON EL INFANTE DON FERNANDO.
Juan Tari general de las galeras Venecianas por orden de Tibaldo
dio una galera a Montaner, para que llevase en ella sus camaradas, sus criados,
y su ropa, y su persona se embarcó en la Capitana con Tari, de quien fue por
extremo regalado, y servido. A más de esto Tibaldo dio cartas a Montaner para
Negroponte, en que mandaba que se le restituyese todo lo que se le había robado
de su galera cuando prendieron al Infante, y esto so pena de la vida y
perdimiento de bienes, si alguno lo ocultase. Con este buen despacho partió
Montaner a Negroponte con las galeras Venecianas, donde llegaron con buen
tiempo y luego se notificaron las cartas de Tibaldo al justicia mayor de Venecianos. Hiciéronse luego pregones con las penas dichas a
los que no restituyesen, y Juan Damici, y Bonifacio de Berona, como señores
también de la Isla hicieron los mismos pregones, cuando vieron la carta de
Tibaldo, supremo ministro en aquellas partes del rey de Francia. Fueron los pregones poco obedecido, porque no se hicieron sino solo
para satisfacer y cumplir con esta demostración con Tibaldo, porque Montaner no
cobró cosa alguna de las perdidas, ni se le dio otra satisfacción. Montaner
como verdadero criado y servidor el Infante, pidió a Juan Tari que le diese
lugar para ir a la Ciudad de Atenas a verle y consolarle en su prisión, que
como nació súbdito de los de su casa, no podía dejar de acudir en caso tan
apretado como verle preso. Tari con mucha cortesía le ofreció de aguardar
cuatro días en Negroponte, en que tendría bastante tiempo para ir a visitar al Infante,
y volverse; porque de Negroponte, a Atenas había solas veinte y cuatro millas.
Partió Montaner con cinco caballos, y en llegando a la Ciudad
quiso ver al Duque, y aunque le halló enfermo, le dio lugar para le viese, y le
recibió con mucha cortesía, y con palabras muy encarecidas le significó el sentimiento que había tenido del suceso de Negroponte, cuando le robaron
su galera, y ofreció que en todo lo que se le ofreciese le ayudaría con veras.
Montaner respondió que estimaba mucho la merced, y honra que le hacía, pero que
solo deseaba ver al Infante Don Fernando. Diole licencia el Duque con mucho
cumplimiento, y mandó que en el tiempo que Montaner estuviese con el Infante,
todos cuantos quisiesen pudiesen entrar en el castillo, y visitarle. Dieron
luego libre la entrada de Sant Ober, y Montaner en viendo al Infante, las
lágrimas le sirvieron de palabras, que mostraron el sentimiento de ver su
persona puesta en manos de extranjeros. El infante en lugar de recibir algún
consuelo de Montaner, fue él el que se le dio, y animó con palabras de grande
valor y constancia.
Dos días se detuvo Montaner en su compañía, platicándose los
medios más necesarios para su libertad, y últimamente quiso quedarse para
servirle, y asistirle en la prisión, no le consintió el Infante por parecerle
más conveniente que fuese a Sicilia a tratar con el Rey de su libertad. Diole
cartas para el Rey, y le encargó que como testigo de vista refiriese a su tío
todo lo que había pasado en Tracia, y Macedonia, acerca de admitirle en su
nombre. Con esto se despidió Montaner, y fue a tomar licencia del Duque para
volverse, de quien fue regalado con algunas joyas, que le fueron de mucho
provecho, porque todo el dinero que traía había dejado al Infante, y repartidos
sus vestidos entre los que le servían.
Vuelto a Negroponte, se partieron luego las galeras, y navegando
por las costas de la Morea, llegaron a la Isla de la Sapiencia, donde toparon
cuatro galeras de Riambau Dasfar, de quien ya tenía lengua Montaner. Los Venecianos sospechosos siempre como gente de República, apartándose con
Montaner, le preguntaron si Riambau Dasfar era hombre que les guardaría fe.
Respondióles que era buen caballero, y que él no sería enemigo ni haría daño a
los amigos del Rey de Aragón, y que con seguridad podrían estar todos juntos, y
honrar a Riambau. Con esto se sosegaron, y Montaner pasó a
la galera de Riambau Dasfar, y luego todas se juntaron, y se
convidaron los capitanes con mucha llaneza y seguridad.
Llegaron a Clarencia donde se detuvieron las galeras Venecianas,
y entonces Montaner se pasó a las de Riambau, en cuya compañía llegó a Sicilia,
y en Castronuevo se vio con el Rey, y le dio larga relación de lo que pasaba juntamente con la carta del
Infante. Mostró el Rey gran sentimiento,
y luego escribió al Rey de Mallorca, y al Rey de Aragón, para que todos juntos
ayudasen a la libertad de Don Fernando; y en este medio Carlos hermano del Rey
de Francia escribió al Duque de Atenas que enviase la persona del Infante al Rey Roberto de Nápoles. Obedeció el
Duque; y así vino el infante a Nápoles preso, donde estuvo un año en una cortés prisión, porque salia a
caza, y comía con Roberto, y con su mujer, que era su hermana. El rey de
Mallorca su padre por medio del Rey de Francia le alcanzó libertad, con que el
Infante vino a Colibre a verse con su padre.
CAPÍTULO LVIII.
PRISIÓN DE BERENGUER Y GISBERT DE ROCAFORT.
Los nuestros después que admitieron por Capitán general a
Tibaldo, y le juraron en nombre de Carlos hermano del Rey de Francia,
mantuvieron el puesto de Casandria, sustentándose de las correrías, y entradas
que hacían la tierra a dentro, hasta llegar a Tesalónica donde estaba la
Emperatriz con toda su Corte, con todas las riquezas y tesoros del Imperio de
los Griegos, que esta ambiciosa mujer había recogido para acrecentar a sus
hijos en grave daño de Miguel su entenado, sucesor legitimo del padre. Mientras
Rocafort sin recelo de mudanza trataba de su aumento, y grandeza, llegó el fin
de su prosperidad, y principio de su desdicha, que las más veces suele ser en
la mayor confianza y seguridad del hombre; para que se conozca claramente la
inestabilidad de las cosas humanas y que no hay poder que pueda en sí propio
asegurarse, porque las causas de su acrecentamiento son las mismas de su ruina.
La primera causa y motivo que tuvieron sus enemigos para
derribarle, fue conocer en él un grande desconocimiento de lo que debía a su
propia naturaleza y sangre, pues a mas de ser cruel, era codicioso y lascivo; insufribles
vicios en los que mandan, porque la vida, honra, y hacienda, bienes los mayores del hombre mortal, andan siempre en peligro. El deseo de tomar satisfacción y venganza de los agravios recibidos de Rocafort, con el miedo se
encubrieron, hasta que tomaron la ocasión del poco caso, y respeto que
Rocafort, tenía a Tibaldo, y secretamente pusieron en platica su libertad,
pareciéndoles que hallarían en Tibaldo, como en hombre ofendido, el remedio de
sus agravios; pues casi eran comunes a todos. Dijeron a Tibaldo que les ayudase
a salir de tan dura servidumbre, y que se reprimiese la insolencia de Rocafort,
pues olvidado de lo que debía hacer un buen gobernador, y capitán, atropellando
las leyes naturales, usaba de su poder en cosas ilícitas, y fuera de toda
razón, y de los súbditos libres como de sus esclavos, y de los bienes ajenos
como suyos propios. Que ya era tiempo que las maldades de Rocafort tuviesen
castigo, y sus trabajos y peligros fin que pues él era la suprema cabeza pusiese
el remedio conveniente, y diese satisfacción a tantos agraviados. Tibaldo como
solo y forastero, temiéndose que no fueran echadizos de Rocafort para descubrir
su ánimo, respondió con palabras equívocas, ni cargando a Rocafort, ni
desesperándoles a ellos.
Era el Francés hombre muy prudente, y de grande experiencia, y
quiso aunque agraviado de Rocafort, tentar el camino más suave para moderarle;
porque como el principal motivo de su venida había sido para tener de su parte
nuestro ejército, no reparaba en su particular autoridad, sino en lo que había
de ser de importancia para el Príncipe, cuyo ministro era. El primer medio que
tomó fue hablar con gran secreto a Rocafort, y pedirle que se fuese a la mano
en sus gustos, poniéndole delante los daños que le podrían causar. Pero Rocafot
poco acostumbrado a sufrir personas que pretendiesen detener y corregir sus
desordenes respondió a Tibaldo con tanta aspereza, que le obligó a poner
remedio más violento, y desesperado de poder mantener a Rocafort en el servicio
de su Príncipe, sino se le consentían sus ruindades, determinó vengarse de él, y dejar nuestra compañía.
Pero disimuló esta determinación hasta que un hijo suyo viniese
con seis galeras de Venecia, a donde le había enviado algunos meses antes.
Llegaron dentro de pocos días, y Tibaldo cuando se vio seguras las espaldas,
envió con gran secreto a decir a los Capitanes conjurados, que le hiciesen
saber en lo que estaban resueltos de los negocios de Rocafort. Ellos
respondieron que juntase consejo, y que en él vería los efectos de su
determinación. Diose Tibaldo por entendido, y al otro día hizo juntar el
consejo, publicando que tenía cosas importantes que tratar en él. Vino Rocafort
con la insolencia, y arrogancia que acostumbraba. A la primera plática que se
propuso, comenzaron todos a quejarse de él; pero como hasta entonces no había
tenido hombre que le osase contradecir, ni que descubiertamente se le
atreviese, alborotóse extrañamente y con el rostro airado, y palabras muy
pesadas, los quiso atropellar como solía. Entonces los Capitanes conjurados se
fueron levantando de sus asientos, y llegándosele más, multiplicando las
quejas, y acordándose de los agravios que a todos hacía, diciendo, y haciendo,
le asieron a el, y a su hermano, sin que pudiesen resistirse, porque los
conjurados eran muchos, y resueltos. Luego que tuvieron presos a entrambos
hermanos, y entregados a Tibaldo, acometieron la casa de Rocafort, y la saquearon toda, alargándose la
licencia militar, como suele en casos semejantes, sin detenerles el respeto que
debían tener a las paredes de quien había sido su General tantos años, y con su
espada, y valor haberles defendido tantas veces.
CAPÍTULO LIX.
TIBALDO LLEVANDO CONSIGO LOS DOS HERMANOS PRESOS, DEJA EL
EJÉRCITO, Y LOS LLEVA A NÁPOLES, DONDE LES DIERON MUERTE.
Causó la prisión de Rocafort diferentes efectos, porque sus
amigos se entristecieron como participantes de sus delitos, y hubieran hecho
alguna demostración de liberarle, si no dudaran de que un caso tan grave no era
posible haberse emprendido sino con gran prevención de ayuda, y lados; y más
que aún no había reconocido cuales eran amigos, o enemigos declarados, cosas
que muchas veces suele ser de importancia para los que acometen casos tan
repentinos, y prontos. Los Turcos y Turcoples que eran los fieles a Rocafort,
quedaron tan pasmados y atónitos del hecho, que no pudieron tomar resolución.
Los Almogávares estaban divididos, la mayor parte le amaba, la otra le
aborrecía, pero toda la gente de estimación y la nobleza, como la más ofendida,
era la que procuraba con muchas veras su perdición.
Aquella noche que Rocafort estaba preso, fue toda inquieta, y
llena de recelos. A la mañana ya pareció que había más sosiego, porque supieron
que Rocafort, y su hermano estaban vivos. Pero cuando a Tibaldo le pareció que
tenía a todos los del ejército más descuidados, y seguros, una noche con gran
secreto embarcó a los dos hermanos Rocafort en sus galeras, y él juntamente con
ellos navegó la vuelta de Negroponte, dejando burlada toda nuestra compañía. A
la mañana cuando vieron partidas las galeras, y que Tibaldo se llevaba en ellas
a los dos hermanos, alteráronse todos mucho, y decían que aunque Rocafort fuese
de tan ruines costumbres, era su Capitán, y no les parecía justo entregarle a
sus enemigos, para que hiciesen escarnio de él, y de nuestra nación, dándole
una muerte vil y afrentosa, en mengua de todos ellos. Que si Rocafort la
merecía que se la hubiera dado el ejército por sus manos, y no ponerle en las de
sus mayores enemigos.
Con esta platica se fueron encendiendo los ánimos atizados de
los amigos íntimos de Rocafort de suerte, que llegaron a tomar las armas los
Almogávares y Turcos contra los que habían señalado en su prisión, y con una
furia y coraje increíble, lo iban buscando por sus alojamientos, y matando los
que topaban, sin que hubiese soldado, ni caballero que se atreviese a
resistirles; tanta fue la afición y
voluntad que la gente de guerra tuvo a
Rocafort, que jamas la pudieron borrar sus maldades, y ruin
correspondencia con los amigos ni en esta ocasión pudo sosegarse hasta
vengarle, y satisfacerse muy a su gusto. Quedaron muertos de este alboroto, o
motín catorce Capitanes de los más conocidos enemigos de Rocafort, y otra mucha
gente de los aficionado, y criados de estos capitanes,
que quisieron al principio resistir. Cosa notable que los nuestros puestos en
medio de sus enemigos, tres años continuos tuviesen ellos siempre guerra civil,
derramándose más sangre que en todas las demás que tuvieron con extraños. Y
aunque las guerras civiles son de ordinario ocasión de no tenerlas con los
extranjeros, no sucedió esto a los nuestros, pues a un mismo tiempo acometían
al enemigo, y se mataban entre ellos.
Tibaldo llegó a Nápoles con los dos hermanos Rocafort presos, y
los entregó al Rey Roberto su mortal enemigo. El origen de esta enemistad fue
no haberle querido Berenguer de Rocafort entregar unos Castillos de Calabria, que por razón de las paces hechas entre los Reyes le pertenecían, hasta que
le satisfaciesen lo corrido de sus pagas a él, y a su gente, y como los Reyes
tienen por injuria, y atrevimiento grande, pedirles paga de servicios por
medios violentos, aunque por entonces satisfizo a Rocafort, quedóle siempre
vivo el sentimiento de este agravio. Mandó luego que lo llevasen a los dos
hermanos al Castillo de la Ciudad de Aversa, y que encerrados en una oscura
prisión los dejasen sin darles de comer hasta morir.
Fue Berenguer de Rocafort el más bien afortunado, y valiente
Capitán que hubo en muchas edades, y el más digno de alabanza, si al paso de su
prosperidad, no crecieran sus vicios. Sirvió al Rey Don Pedro, y a sus hijos Don Jaime, y Don Fadrique de Capitán. Después con nuevos pensamientos se juntó con Roger en la Asia, a donde fue con no pequeño socorro. Por muerte de Corbarán de Alet fue
Senescal, Maestre de Campo, general del ejército, y después de muerto Roger, y
Berenguer preso, le gobernó por espacio de cinco años, sin competidor alguno, y
en este tiempo destruyó muchas Ciudades y Provincias. Venció tres batallas con
muy desigual número de gente, y en una de ellas un Emperador de Oriente, y
mantuvo una guerra tanto tiempo en el centro de las Provincias enemigas; y
últimamente atravesó con su ejército desde Galípoli a Casandria, quemando y
destruyendo cuanto se le puso delante. Nunca fue vencido, ni aun en pequeñas
escaramuzas. Triumfó de todos sus enemigos, y en todas las guerras civiles y
extranjeras fue siempre vencedor; pero el remate de todas estas dichas paró en
una triste prisión, y miserable muerte, aunque al parecer de todos, justísimo
castigo del cielo, por la sangre inocente que derramó de sus amigos, y de otros
muchos que injustamente murieron a sus manos.
Gisbert de Rocafort siguió la misma fortuna que su hermano, pero
según se colige de los historiadores de aquellos tiempos, no procedió tan
disolutamente como él, aunque fue participante y compañero en muchos de sus
delitos, y particularmente en la de Berenguer, y quizá por no tener el lugar de
su hermano fue menos notado, porque los vicios se descubren más en la mayor
fortuna. Quiénes fuesen estos caballeros, o de qué familia de las muchas que en
Cataluña hubo de este apellido, Montaner lo calla como de muchos otras que se
hallaron en esta grande empresa, que ni aun escribió sus nombres; yerro por
cierto, o descuido muy notable, y de grandísimo perjuicio para las casas nobles
que hoy permanecen en estos Reinos,
cuyos pasados se hallaron en esta tan señalada expedición.
CAPÍTULO LX.
ELIGEN LOS CATALANES GOBERNADORES, Y SOLICITADOS DEL DUQUE DE
ATENAS OFRECEN DE SERVIRLE.
Después del miserable caso de Rocafort, y de los que por él se
siguieron, que nuestro ejército no sólo sin cabeza, pero sin personas capaces
de tanto peso; porque el gobierno de tan varias gentes, acostumbradas a
obedecer famosos Capitanes, y envejecidas debajo de su mando, mal se pudiera
entregar a quien no fuera igual a los pasado en valor, y nobleza de sangre.
Roger de Flor fue el que primero los gobernó, hombre, como se dijo,
señaladísimo entre todos los capitanes de su tiempo. Después Berenguer de
Entenza ilustre por su sangre, y hazañas. Luego Rocafort, famoso por sus
victorias; y aunque sin estos en nuestro campo había muchos caballeros, y
capitanes de nombre, que pudieran ocupar este puesto, habían todos perecido por
la crueldad de Rocafort, que como a émulos y competidores les procuró siempre
su perdición; porque no hay razón que prevalezca en un hombre cuando se
atraviesa la conservación de un puesto grande, y los medios que pone para
adquirirle, y mantenerle, no repara en si son buenos, o malos, a trueque de
salir con su pretensión.
Juntáronse los del consejo para elegir cabeza y considerando la
falta que tenían de ellas, se resolvieron de nombrar dos caballeros, un Adalid
y un Almogávar, para que por todos cuatro juntos, por consejo de los doce se
gobernase el campo. Con este gobierno se entretuvieron algún tiempo en
Casandria, a donde tuvieron Embajadores del Conde de Breña, que sucedió en el
Ducado de Atenas por la muerte de su Duque, ultimo descendiente de Boemundo,
que por faltarle sucesión dejó su Estado al Conde su primo hermano. Trajo esta
embajada Roger Deslau, caballero Catalán, natural de Rosellón, que servía al
Conde. Con éste se asentó el trato, ofreciéndoles de parte de su Señor, que
siempre que le viniesen a servir les daría seis meses de paga adelantada, y las
mesmas ventajas que habían tenido en servicio del Emperador Andrónico. Pero
dudábase mucho que pudiesen ir a servirle, sino dándoles armada con que pasar;
porque por tierra parecía imposible, por haber de atravesar tantas Provincias,
y casi todas de enemigos, ríos caudalosos, montes ásperos, y todo esto sin
haberlo reconocido. Con todas estas dificultades quedaron firmados todos los
conciertos, por si en algún tiempo le fuesen a servir. Pasaron el siguiente
invierno los nuestros con alguna falta de bastimentos; y así en abriendo el
tiempo, trataron de desamparar a Casandria, y acometer a Tesalónica, cabeza de
toda la provincia, a donde estaba la mayor fuerza de ella, porque se tenía por
cierto, que ganada esta Ciudad, podrían fundar con mucha seguridad los
Catalanes, y Aragoneses su Imperio en ella, y alcanzar las mayores riquezas del
Oriente, por residir allí Irene mujer de Andrónico, y María mujer de su hijo
Miguel, con toda su corte.
No fueron estos consejos tan ocultos al Emperador Andrónico,
como se pensaba, y trató luego de prevenirse, porque conocía a los Catalanes con bríos para emprender cosas tan grandes, y al
parecer imposibles. Envió Capitanes expertos a Macedonia, a levantar gente para
defender las Ciudades principales. Mandó que dentro de ellas se recogiesen los
frutos de toda las campañas, para asegurarse del daño
que podía causar la falta de ellos, y dejar al enemigo la tierra de manera que
no se pudiese mantener de lo que en ella quedaba. Mandó también que desde
Cristopol hasta el monte vecino se levantase una muralla, para impedirles la
vuelta de Tracia. Con esto le pareció al Emperador que acabaría a los Catalanes, si venir con ellos a las manos, que esto jamás
quiso que se aventurase, porque tenía por imposible vencerlos con fuerza y
violencia. Estuvo bien cerca de salirle bien estas trazas a Andrónico si el
valor de nuestra gente no las hiciera vanas, y sin provecho.
CAPÍTULO LXI.
SALE EL EJÉRCITO DE CASANDRIA; Y PASA A TESALIA.
Dejaron los nuestros a Casandria, y vinieron con todo su poder
la vuelta de Tesalónica, creyendo hallarla en el descuido que Ciudad tan grande
y populosa pudiera tener, pero fue muy diferente de lo que se pensó, porque
abastecida de provisiones, y de gente de guerra, estaba sobre el aviso.
Tentaron de acometerla a viva fuerza de asaltos, pero las dos emperatrices que
estaban dentro, asistidas de los mas valientes Capitanes del Imperio, libraron la Ciudad; porque los Catalanes,
reconociendo tan gallarda defensa, dejaron la empresa, y alojados en las aldeas
más vecinas, corrieron la tierra para buscar el sustento; pero como la vieron
vacía de gente, y de ganado, sospecharon la traza del enemigo que ellos no
habían prevenido.
Trataron luego de partirse; porque ocho mil hombres, sin los
cautivos, caballos y bagajes, eran número grande para poder sustentarse, y
vivir de lo que el enemigo había dejado de recoger. Viendo pues la ruina inevitable
si se detenían, determinaron volver a Tracia por el camino que trajeron a la
venida; pero avisados de un prisionero que el paso de Cristopol estaba cerrado
con un muro, y bastante gente para su defensa, tuviéronse casi por perdidos,
porque creyeron también que tras esta prevención, los Macedones, Tracios, y
Lyrios, y Acarnanes, y los de Tesalia, todos los pueblos vecinos, juntas sus
fuerzas les acometerían, o por lo menos les defenderían el buscar el sustento,
con cuya falta forzosamente habrían de perecer.
La última necesidad, como siempre acontece, les hizo resolver de
atravesar toda la Provincia de Macedonia, y entrar en Tesalia, cuyos pueblos
vivían sin recelo de sus espadas, porque creyeron que Macedonia, y las fuerzas
que habían dentro de ella, fueran impenetrables muros para que los Catalanes
los pudieran ofender. Apenas acabaron de tomar este consejo, cuando luego le
pusieron en ejecución, porque Andrónico no les pudiese prevenir, y así desando
a Tesalónica, recogiendo todas sus fuerzas, con increíble diligencia, porque el
enemigo no les impidiese la entrada de los montes, caminaron por pueblos
enemigos, tomando de ellos solo el sustento forzoso, porque el temor del
peligro fue mayor entonces que su codicia, que por no detenerse, no la ejercitaban.
Al tercero día llegaron a la ribera del río de Peneo, que corre
entre los montes Olimpo, y Ossa, y riega aquel amenísimo valle llamado Tempe,
tan celebrado en la antigüedad. En las caserías, y poblaciones, riberas de este
río se alojaron, donde convidados de su regalo, y templanza del cielo, pasaron
el rigor del invierno. Dioles ocasión para este reposo el tener llana y segura
la salida par Tesalia, y la abundancia de bastimentos que hallaron en las
tierra, poco trabajadas antes de gente militar. Fue este valle de Tempe tan
estimado de los antiguos, así por la suavidad, y templanza del aire, como por
la Religión, y deidades que creyeron que habitaban entre aquellas selvas, y
bosques, y en el río, que le tenían por un paraíso, y propia habitación de sus
Dioses.
Los Griegos cuando supieron el camino que los Catalanes habían
tomado, poco seguros de que no volviesen, no los quisieron irritar, aunque la
presteza de su camino fue de manera, que aunque les quisieran seguir no
pudieran alcanzarles, y quedaron con nuevos temores de gente, cuya industria, y
valor excedía todas sus fuerzas, y consejos.
CAPÍTULO LXII.
BAJA EL EJÉRCITO DE LOS CATALANES A TESALIA, Y POR CONCIERTO
DEJAN ESTA PROVINCIA, Y PASAN A LA DE ACAYA.
En entrando la primavera, salió el ejército del valle y bajó a
Tesalia, sin haber enemigo que se le opusiese, con que libremente se hicieron
contribuir de la mayor parte de sus pueblos que viven en lo llano. Hallábase
entonces esta Provincia sujeta a un Príncipe de poca capacidad, casado con
Irene hija bastarda del Emperador Andrónico. Estaba desavenido con su suegro,
porque no quería reconocer la obediencia que debía al Imperio; porque ya en
este tiempo aquella monarquía Oriental de los Griegos estaba en su última
declinación, y la mayor parte de los príncipes sujetos no la querían reconocer,
porque la vieron sin fuerzas, y sin ellas cualquier derecho se pierde, que la
sujeción no se da sino al poderoso. Así el Imperio de los Romanos del
Occidente, ha venido a quedar en un título vano de su grandeza, porque Italia,
Francia, España, y Inglaterra, que en un tiempo le
rindieron tributo, y recibieron sus leyes, hoy se ven libres, porque declinó su
poder, y con él se perdió su derecho. Los Godos y demás naciones
Septentrionales le redujeron a esta miseria.
Luego que el Príncipe de Tesalia supo las fuerzas que tenía en su Estado, y que eran superiores a las suyas,
con los buenos consejeros, y ministros fieles que tuvo, alcanzó lo que otros no
pudieron con las armas, que fue persuadirles con dádivas, y con ruegos, que
saliesen de su Estado; y así con una cortés embajada, después de haber
fortificado algunas Ciudades, y puestos en defensa, porque también fuese esto
ocasión de que los Catalanes no dejasen lo cierto por lo dudoso, ofreciéronles
bastimentos necesarios, y fieles espías para que los llevasen a Acaya, o a
donde mejor les pareciese, y juntamente les dieron gran cantidad de dinero;
porque cuando el poder es muy inferior, no se puede tener por desvalor, y
mengua redimir con dinero la vejación que se padece.
Juntaronse los Gobernadores, y Consejeros del ejército, y
ponderando las dificultades y peligros que pudieran suceder de quedarse en la
Provincia, juzgaron por cosa útil y necesaria admitir los partidos, y caminar adelante;
porque cuanto más se acercaban hacia el mediodía, tanto se acercaban a tener
cerca los socorros de Sicilia y de España. Respondieron a los Embajadores, que
ellos admitían el partido, y con esto el negocio quedó concluido, y luego por
parte del Príncipe se les entregó el dinero, y vituallas, y ellos con mucha
puntualidad partieron el día que ofrecieron de salir. Con esto Tesalia quedó
libre por su industria de gravísimos daños, y los Catalanes con la misma los evitaron, porque la guerra a todos es dañosa, y muchas veces
el vencedor se diferencia solo en el nombre del vencido. El camino que los
nuestros tomaron, fue por la parte montañosa de la Provincia de Tesalia llamada
la Blaquia, que forzosamente hubieron de atravesar parte de ella.
Zurita cuando refiere el camino que hizo este ejército recibió
grande engaño, diciendo que la tierra que pasaron se llamaba Valaquia, porque
no llegó a su noticia que había Provincia que se llamáse Blaquia, porque
Montaner, de donde él lo sacó, la llama Blaquia, y Zurita ignorando el nombre,
y corrigiendo a Montaner, la llama Valaquia, llevado de la semejanza del
nombre; pero a la Valaquia no llegaron los nuestros con cien leguas. La Blaquia
se debe llamar que es, según Nicetas en el fin de su historia, la tierra montañosa
de Tesalia, que viene bien con el camino que los Catalanes hicieron, y con el
nombre que Montaner la llama. Sus naturales se llaman Blacos, gente belicosa, y
que tuvo muchos años oprimidos a los Emperadores Orientales, y aun hoy entre
los Turcos conservan su nombre y valor, puesto que sujetó a tan bárbara y
poderosa gente. No acaba Montaner de encarecer el trabajo que se tuvo en este
camino de la Blaquia, porque siempre fue con las armas en la mano, y peleando;
tanta resistencia hallaron en los naturales. Yo entiendo que una de las mayores
empresas que se hicieron en esta expedición, fue el abrir camino por esta
tierra tan llena de gente práctica y valiente. Al fin la atravesaron a pesar
suyo, con universal admiración de los que conocieron el peligro, con las buenas
y fieles guías de los de Tesalia.
Pasaron el estrecho llamado Termópilas, célebre por los
trescientos Espartanos que con Leónidas murieron
defendiendo el paso a Jerjes, y la libertad de Grecia. De allí bajaron a la
ribera del río Cefiso, que baja del monte Parnaso, y corre hacia el Oriente,
desando a la parte del Norte los pueblos llamados de los antiguos Locrenses,
Opuncios, y Epiemenides, y a medio día Acaya, y Beocia. Llega este río hasta
Lebadia, y Haliarte, donde se divide y pierde el nombre y le muda en el de
Esopo, y Ysmeno. Esopo corre por medio de la provincia Ática, hasta que entra
en el mar. Ysmeno junto de Aulide desagua en el mar Eupoyco, llamado hoy de
Negroponte. Por aquellas vecinas aldeas de Locrenses se alojó nuestro campo para
pasar el otoño, y invierno, y tomar resolución de lo que se había de hacer la
primavera siguiente.
CAPÍTULO LXIII.
EL DUQUE DE ATENAS RECIBE A LOS CATALANES.
Así que el Duque de Atenas supo que el ejército de los Catalanes
había pasado los montes, y atravesado la Blaquia, envió con mucha diligencia
sus Embajadores a las cabezas del ejército, temiendo que otros Príncipes
vecinos recibiesen a los Catalanes en su servicio; porque como era milicia de
tanta estimación, todos procuraban tenerla en su favor, y así él con grandes
ofrecimientos de pagas, y sueldos aventajados, les acordó la palabra que le
dieron en Casandria de venirle a servir cuando él envió a Roger Deslau. Los Catalanes oída la embajada del Duque, les pareció más útil
su amistad que la de los otros Príncipes vecinos; y así se concluyó el trato
con él, que fue el mismo con que sirvieron al Emperador Andrónico.
Con estos nuevos socorros el Duque se puso en Campaña a
restaurar lo que sus enemigos habían ocupado de su estado. El más vecino, y
poderoso enemigo era Angelo, Príncipe de los Blacos, y el Emperador Andrónico
que como Príncipe Griego aborrecía el nombre latino, y quería echar de su
Estado al Duque, y a los demás Franceses que le seguían. El Déspota de Larta,
llamada de los antiguos Andracia, también le apretaba con sus armas. Contra los
de estos tres enemigos, que aun divididos eran poderosos, comenzó la guerra el
Duque, y fue tan dichoso en ella, que no solamente reprimió la furia y rigor de
sus enemigos, y defendió su Estado, pero también cobró treinta fuerzas que le
habían usurpado.
Últimamente se trataron y concluyeron paces con todos, pero se
hicieron muy aventajadas por parte del Duque. Todos los sucesos de esta guerra
que los Catalanes tuvieron con los enemigos del Duque, no hay Historiador que
lo refiera sino sólo por mayor, ni ha quedado memoria ni papel alguno de donde
se pudieran sacar algo que ilustrara estos sucesos, que fueron sin duda muy
notables, porque los enemigos con que se hizo eran poderosos en número, y valor.
Gran desdicha de nuestra nación, que haya enterrado el silencio hechos tan
memorables, que pudieran perpetuar su estimación en los siglos venideros.
CAPÍTULO LXIV.
DESPIDE EL DUQUE CON SUMA INGRATITUD A LOS CATALANES QUE LE
HABÍAN SERVIDO SIN QUERERLES PAGAR, CON QUE LOS UNOS Y LOS OTROS SE PREVIENEN
PARA LA GUERRA.
Luego que el Duque se vio absoluto y pacifico señor de su
estado, no trató de cumplir su palabra, pagando lo que había ofrecido a los
nuestros cuando los llamó a su servicio, antes bien tratándoles con poca
estimación, les fue maquinando su ruina: cosa al parecer imposible, olvidarse
de tan reciente y señalado beneficio, como fue restituirle en su Estado, y
reprimir tan poderosos enemigos. Admiró extrañamente esta novedad, y mudanza a los
Catalanes, y Aragoneses, que esperaban de su mano vivir de allí adelante con
honra y comodidad; porque como el Duque se criara en Sicilia, en el Castillo de
Agosta, mostraba afición a los Catalanes, y hablaba su lengua como si fuera
natural y propia suya. Quedaron suspensos de verle tan trocado, cuando más
prendas y obligaciones corrían. La traza que tuvo el Duque para librarse de las
descomodidades que la gente de guerra pudiera causar en su Estado pacífico, fue
la siguiente.
Entresacó de nuestro ejército doscientos soldados de a caballo
los de mayor servicio y partes, y trescientos infantes, y repartió entre todos
ellos algunas haciendas con harta moderación por todo su Estado. Quedaron estos
contentísimos, y los demás también esperando de que el
Duque había de usar de la misma liberalidad con ellos. Pero al tiempo que
creyeron ver cumplidas sus esperanzas, les mandó el Duque que dentro de un
breve plazo se saliesen de su Estado, y que cuando no le obedeciese los
trataría como a rebeldes, y enemigos. Los nuestros, aunque confusos y turbados
de golpe tan poco prevenido, con el valor y determinación que solían, le
respondieron que obedecerían con mucho gusto si les pagaba el sueldo que se les
debía, pues tan bien le habían servido, y los seis meses adelantados que les
ofreció cuando vinieron a su servicio, que con este dinero podrían alcanzar
bajeles para volver a su patria seguros aunque mal pagados. Replicó a esto el
Duque con tanta soberbia, y con tanto desconocimiento de los servicios pasados,
y dijo que se fuesen de su presencia, y se saliesen de su tierra, que él ni les
debía, ni les quería pagar lo que con tanta desvergüenza le pedían: que
aprestasen luego su salida, si no querían verse muertos o cautivos. Esta
respuesta obligó a los nuestros, a que determinasen antes morir que salir de su
tierra sin que se les diese entera satisfacción. Hiciéronle saber esta
resolución; y entretanto se apoderaron de algunos puestos importantes, a donde
los pueblos aunque por fuerza les contribuían para sustentarse.
Luego que el Duque supo que los Catalanes se querían defender, hizo grandes juntas de gente, así de naturales, como de
extraños, para echarles por fuerza de su estado, pudiéndolo hacer con menos
gasto, menos peligro, y menos nota de su ingratitud, si les despidiera dándoles
las pagas que tan bien habían merecido. Al fin se resolvió de echarles por fuerza, y para esto juntó un poderosísimo ejército
bien desigual con nuestro corto poder, porque de Atenienses, Tebanos,
Platenses, Locrenses, Tocenses, y Magarenses, y ochocientos caballeros
Franceses, llegó a tener seis mil y cuatrocientos caballos, y ocho mil
infantes, aunque Montaner quiere que sean muchos más, pero en este caso me ha
parecido seguir a Nicéphoro que lo escribe harto difusamente, y pudo tener más
noticia por hallarse más cerca que Montaner que ya no estaba presente en esta
jornada, y el Griego es muy neutral cuando no escribe los sucesos de su nación,
sino de las extrañas.
Los doscientos caballos, y trescientos infantes a quien el Duque
había dado las haciendas que se ha dicho, viendo el peligro de sus compañeros,
y creyendo que aquel mismo rigor se había también de ejecutar en ellos,
fuéronse al Duque, y le dijeron cómo entendían que aquel ejército que tenía
junto era para contra sus compañeros, y amigos; y que si esto era así verdad,
ellos les renunciaban las haciendas que les dio, porque tenían por mejor suerte
morir defendiendo a los suyos, que gozar riquezas en paz, pereciendo ellos. El
Duque, confiado de sus fuerzas, que eran tan superiores a las nuestras, les
respondió con palabras tan pesadas y tan llenas de mil ultrajes y afrentas, que
cuando no vinieran tan resueltos de apartarse de su servicio, sólo esta
respuesta les obligara a procurar vengarse. Las palabras en todos los hombres
han de ser muy medidas, y más en los Príncipes, porque de la descortesía no se
puede esperar sino aborrecimiento, y las más veces deseo y cuidado de
satisfacción y venganza. Palabras descompuestas causan justa indignación aun en
los mas humildes. La cortesía es lazo con que se
prenden los corazones, y usada con los enemigos suele ser medio para
ablandarlos en el mayor ímpetu de su furia.
Con esto se fueron los quinientos a juntar con los demás
Catalanes, y Aragoneses, y les avisaron de la ultima resolución del Duque, de
quien dice Nicéphoro, que estaba tan arrogante y soberbio, viendo debajo de su
mano tanta y tan lucida gente, que ya sus designios eran mayores que destruir a
los Catalanes, porque esto lo pensaba hacer como de paso, y entrar después en
las Provincias del Imperio, haciendo una cruel y sangrienta guerra hasta llegar
a Constantinopla. Pero todas estas trazas atajó Dios en sus principios, porque
la sobrada confianza de sí mismo nunca se logra.
CAPÍTULO LXV.
VICTORIA DE LOS CATALANES CONTRA EL DUQUE DE ATENAS, Y SU
MUERTE, CON QUE LOS CATALANES SE APODERARON DE AQUELLOS ESTADOS, Y DIERON FIN A
SU PEREGRINACIÓN.
Los Catalanes, y Aragoneses luego que supieron que el Duque
venia marchando con todo su campo la vuelta de sus alojamientos, hicieron lo
que otras veces, cuando se vieron forzados de la necesidad, que fue poner el
remedio en solo su valor. Determinaron salirle al encuentro, aunque se
hubiese de pelear con tanta desigualdad. Hallábanse en nuestro ejército, entre todas las tres naciones, tres mil y
quinientos caballos, y cuatro mil infantes, cuando dejaron sus cuarteles para
salir a recibir al Duque. Llegaron a alojarse el primer día en unos prados por
donde atravesaba una acequia muy grande, que les ofreció un ardid y traza
importante para su ruina del enemigo. La yerba de los prados estaba crecida un
palmo alta, bastante para encubrir el terreno.
Empantanaron todos aquellos campos vecinos, por donde juzgaron que la
caballería había de hacer sus primeros acometimientos. Para la suya dejaron
algunos en seco, para que cuando fuese menester pudiese salir y escaramuzar por
lo enjuto y firme.
Sucedióles bien la traza, porque el Duque al otro día vino con
todo el ejército, tan poderoso, que fue ocasión, de su descuido en advertir los
ardides del enemigo, y les pareció que sólo el lucimiento de sus armas y galas
bastaba para humillar sus enemigos. En descubriendo a los nuestros ordenó sus
escuadrones, y porque tenía mayor confianza de la caballería, la puso toda
delante, y él en persona con una tropa de doscientos caballeros Franceses, y
los mas lucidos de la Provincia, tomó la vanguardia.
Nuestra gente al tiempo que el Duque se disponía para la
batalla, quiso hacer lo mismo mezclando los escuadrones y tropas de los Turcos,
y Turcoples entre las suyas; pero ellos se salieron a uera diciendo, que no
querían pelear, porque tenían por imposible que el Duque viniese contra los
Catalanes, de quien había sido tan bien servido, sino que debía ser traza con
que los querían destruir a ellos como a gente de diferente religión. No se
turbaron los Catalanes, y Aragoneses en esta
resolución de los Turcos, aunque por la brevedad no les podían desengañar, ni
quisieron rehusar la batalla, antes con más coraje salieron a escaramuzar, y
cebar al enemigo que viniese a buscar su misma muerte. El Duque con la primer
tropa de vanguardia vino cerrando contra un escuadrón de infantería, que estaba
de la otra parte de los campos empantanados, y con la furia que la caballería
llevaba se metió sin poderlo advertir en medio de ellos, y al mismo tiempo los
Almogávares sueltos y desembarazados con sus dardos, y espadas se arrojaron sobre los
que cargados de hierro se revolcaban en el lodo y cieno con sus caballos.
Llegaron las demás tropas para socorrer al Duque, y cayeron en el mismo
peligro.
El Duque como más conocido, fue de los primeros que murieron a
manos de los que poco antes había menospreciado, y maltratado con palabras afrentosas. Esto
suele ser el fin de los arrogantes y desvanecidos, que de ordinario vienen a
perecer donde creyeron que habían de triunfar. Muerto el Duque, y los que iban
en su tropa, quedó lo restante del campo lleno de miedo y confusión, porque ya
los Catalanes y Aragoneses les habían acometido por diversas partes; y los
Turcos y Turcoples satisfechos de sus recelos, viendo que los nuestros
degollaban la gente del Duque, salieron de refresco contra ella, y dieron
cumplimiento a la victoria. Pereció con el Duque mucha gente principal, porque de setecientos caballeros que entraron en la batalla solos dos quedaron vivos. El uno fue Bonifacio de
Verona, y el otro Roger Deslau, caballero de Rosellón, y muy conocido en nuestro
ejército, por haber venido muchas veces con embajada del Duque a nuestros Capitanes,
cuando moraban en Casandria.
Fue batalla muy terrible y sangrienta, y duró más el alcance y
el matar, que el vencimiento; porque en siendo muerto el Duque, y empantanadas
las primeras tropas de la caballería, hubo gran desorden en lo restante del
ejército enemigo, con que fue fácil el romperle. Ganada tan señalada victoria
pasaron adelante, y en pocos días se apoderaron de la Ciudad de Tebas, y luego
de la de Atenas, con todas las fuerzas del Estado del Duque, rendidas las mas sin esperar sitio, porque toda la defensa se había
perdido en la batalla. Con esto quedaron nuestros Catalanes, y Aragoneses
señores de aquel Estado, y Provincia, al cabo de trece años de guerra; y con
esto dieron fin a toda su peregrinación, y asentaron su morada gozando de las
haciendas y mujeres de los vencidos.
Porque después que se vieron sin contradicción dueños de todo, la mayor parte de los soldados se casaron con las personas más
principales y más ricas de la Provincia, y quedó fundado en ella un nuevo
Estado, y Señorío, que nuestros Reyes de Aragón estimaron mucho, por ser ganado,
no con sus propias fuerzas, ni con la hacienda común de sus Reinos, sino por
hombres particulares súbditos suyos; gran dicha de Príncipes tener tales
vasallos, que los trabajos, los gastos, y los peligros vayan por su cuenta, y
el fruto de las victorias, la conquista de los Reinos, la gloria de haberlos
adquirido, y el mando, y gobierno de ellos sea por el Príncipe en cuyos Estados
nacieron. Estaban los nuestros tan faltos de personas principales, y caballeros que les gobernasen, que pidieron a
Bonifacio de Verona, uno de los caballeros que quedaron vivos de la batalla,
que fuese su Capitán. Pero Bonifacio por parecerle que tendría la misma
autoridad que tuvo Tibaut, no quiso admitir lo que le ofrecían. Dos cosas por cierto extrañas hallo en este caso; la primera que pusiesen
los ojos para su Capitán en un extranjero, y prisionero suyo; y la segunda que
él no lo quisiese ser. Desengañados de su voluntad, hicieron Capitán a Roger
Deslau, y le dieron por mujer la que lo había sido del Señor de Sola, mujer
principal y rica. Con este Capitán se gobernó algún tiempo aquel Estado.
CAPÍTULO LXVI.
LOS TURCOS CON EL DESEO DE VOLVER A LA PATRIA DEJAN EL SERVICIO
DE LOS CATALANES, Y POR EL MISMO CAMINO QUE VINIERON, VUELVEN A GALÍPOLI.
Los Turcos y Turcoples viendo que los Catalanes, y Aragoneses
sus compañeros habían acabado su peregrinación, y que estaban resueltos de
fundar en aquel Estado su asiento y vida, deseosos de volver a la patria,
determinaron de apartarse de nuestra compañía, y aunque les propusieron
diferente partidos para que se quedasen, ofreciéndoles Villas, y Lugares donde
descansadamente pudiesen vivir, y participar igualmente con ellos del premio de
sus victorias, ninguna cosa bastó a detenerles; porque decían que ya era tiempo
de volver a su Tierra, ver sus amigos y deudos, y mas hallándose con tanta
prosperidad y riquezas como tenían, con las cuales querían que su propia
naturaleza fuese el centro de su descanso. Con esta resolución se partieron
amigablemente los Turcos, y Turcoples de nuestra compañía la vuelta de su
patria.
Tomaron el propio camino que trujeron cuando vinieron con los Catalanes desde Galípoli. Atravesaron toda Tracia, sin que
persona alguna se les resistiese, talando y destruyendo con grande inhumanidad
todas las Provincias por donde pasaron. Los Turcoples con Meleco su Capitán
eran Cristianos, pero más en el nombre que en los hechos. No quiso intentar
nuevo trato para volver al servicio de Andrónico, o porque dudó que no se lo
admitirían, o ya que lo admitiesen receló no fuese para después de asegurarle
darles la muerte; porque sabían que los Griegos y su Príncipe Andrónico estaban
muy ofendidos, de que en la batalla que
los Catalanes ganaron cabo Apro, ellos fueron los primeros que desampararon a
Miguel, y después dejaron las banderas Imperiales de Andrónico a quien servían,
y se juntaron con los Catalanes, y Aragoneses sus mayores enemigos, y por siete
años continuos destruyeron con ellos el Imperio; causas bastantes para temer
cualquiera reconciliación, que tan grandes ofensas nunca se olvidan. Desesperado Meleco de tomar este camino, le abrió otro la suerte para que
descansase, porque el Príncipe de Servia le ofreció buen acogimiento, con
condición que no habían de tomar las armas, ni usarlas sino cuando él quisiese.
Aceptólo Meleco, y quedaron en Servia él y los suyos en vida sosegada y quieta,
bien diferente dé la que hasta allí tuvieron.
Calel capitán de los Turcos, que llegaban al número de mil y
trescientos caballos, y ochocientos infantes, entró en Macedonia, donde
determinó de estar muy de asiento, hasta que con seguridad pudiese volver a su
patria, y en este medio hizo tantos daños en aquella provincia, que fue
forzoso, ya que faltaban las fuerzas para echarle con ellas, tratar de algunos
conciertos con que le obligasen a salir. El que pareció más conveniente para
entrambas partes fue que Calel desampararía la provincia si le aseguraban el
paso de Cristopol, y le daban navíos con que pudiese pasar el estrecho, porque
sin estas cosas, y faltándoles cualquiera de ellas, era imposible volver a la
Anatolia su patria. Los Turcos entonces practicaban poco el ser marineros, porque como tenían aun provincias que ganar
en tierra firme No cuidaban de las que estaban de la otra parte del mar, y así
no pudo tener Calel esperanza en los navíos de los de su nación. El estrecho de
Cristopol era imposible atravesarle, por la muralla que en él se había levantado
después que los nuestros la pasaron.
Avisaron al Emperador Andrónico de los pactos con que los Turcos
daban palabra de salir de la provincia, y ponderando como era justo el peligro
y riesgo que se ponía con su detención, y lo que toda Macedonia padecería, si
los Turcos de que el paso y camino de su patria se les impidiese, y que podrían
acometer a Tesalónica, o alguna otra empresa semejante a que la desesperación
obliga, y acordándose cuán caro le costó el menospreciar a los Catalanes, le
hizo resolver presto en el negocio, y aceptar aquellos partidos, y ofrecer a
los turcos el paso libre de Cristopol, y navíos para pasar el pequeño estrecho
del Helesponto. Y porque nadie los pudiese ofender, envió tres mil caballos
para guarda suya, con un famoso capitán llamado Senanqrip Estratepedarea, una
de las dignidades principales de aquel imperio. Con esta gente Calel, y los
demás Turcos pasaron el estrecho de Cristopol y
llegaron cerca de Galípoli donde se les había ofrecido que se les daría
embarcación.
CAPÍTULO LXVII.
LOS GRIEGOS ROMPEN LA FE PROMETIDA A LOS TURCOS, Y DESCUBIERTA
LA TRAICIÓN, GANAN UN CASTILLO DONDE SE FORTIFICARON.
Estando ya aguardando los
navíos la gente, y Capitanes de
Senanqrip, reconociendo las grandes
riquezas que los Turcos se llevaban, y que eran despojos de sus provincias,
teniendo por gran vileza dejar aquellos bárbaros, siendo tan pocos, volviesen a
su patria con ellos, determinaron quebrarles el seguro, y la palabra Real, juzgándolo por menos inconveniente que sufrir tanta mengua. Tuvieron acuerdo de cómo, y a
que tiempo les acometerían, pareció que fuese de noche; tiempo oportuno para
gente descuidada. No se trató el negocio con tanto secreto que los Turcos no
tuviesen noticia de lo que contra ellos se maquinaba, en tan gran ofensa de la
misma razón y justicia, y del derecho universal de las gentes, que hace
inviolable la fe prometida aun al mismo enemigo.
Levantáronse aquella noche, y ocuparon un Castillo el más vecino
que se les ofreció, y pusiéronse en defensa con determinación de morir
vengados. Senanqrip, y sus Capitanes como se vieron descubiertos, hubo gran
confusión entre ellos si era bien acometerles, o dar aviso al Emperador de lo
que pasaba. Prevaleció este ultimo parecer, y
avisáronle luego. Pero aunque el aviso llegó presto y a su tiempo, Andrónico tardó en resolverse; falta muy ordinaria de los príncipes, y la mas perniciosa, dilatar
los remedios hasta que pasa la ocasión, y vienen a llegar cuando ya no es
posible que aprovechen; y esto en tanto es mas peligroso, cuanto el negocio es
de mayor importancia, como lo son los tocantes a la guerra, donde los yerros
pequeños suelen ser causa de pérdidas de Reinos, y Monarquías. Tardar en la
elección de los pareceres que se han de seguir, es peor que ejecutar el que se
tiene por menos conveniente.
Viose bien este caso, de cuanta mayor importancia fuera para
Andrónico, o mandar que luego se pelease con los Turcos, o darles navíos para
pasar el estrecho, porque cualquiera de estas dos cosas que hiciera, que eran
las que le tenían suspenso y dudoso, fuera mas acertada, que con la
tardanza de resolverse darles tiempo para que les viniese socorro, y lugar de fortificarse y prevenirse, como lo hicieron. Porque
desengañados los Turcos de que los Griegos no les guardarían palabra, como
gente desesperada, hicieron grande esfuerzo en avisar a los de su misma nación,
pues estaban de la otra parte del estrecho, y éstos como supieron el peligro en
que se hallaban Calel, y los suyos, y las grandes riquezas que tenían, con
bajeles pequeños, y en muchos viajes pasaron gran multitud de Turcos en su
socorro, y viéndose tantos juntos, no solamente trataron de defenderse pero
comenzaron a correr la tierra como prácticos en ella.
CAPÍTULO LXVIII.
LOS TURCOS VENCEN A MIGUEL, Y HACEN GRANDES DAÑOS EN TRACIA.
Hasta que el emperador Andrónico, temiendo que aquellos pocos
enemigos iban tomando fuerzas, se acabó de resolver en acabarlos de una vez:
resolución que por poco le costará la vida a Miguel Paleólogo su hijo, porque
él en persona emprendió la jornada con la gente de guerra que tenía, y gran
multitud de villanos que los traía más la codicia de recoger los despojos, que
de pelear. Tenían todos por cierto, que en viendo los Turcos al emperador
Miguel, y el fausto y vanidad de los cortesanos, se rendirían; y fue tanto el
descuido de los Griegos, que como si fueran a caza vinieron la vuelta de los
Turcos, sin ordenar escuadrones, olvidados de todo punto del manejo ordinario
de la guerra, o fuese por ignorancia, o por parecerles inútil cualquier
prevención para tan poca gentes. Los Turcos como no
tenían otro remedio sino pelear, o morir vilmente, dejaron las mujeres, niños y
haciendas dentro los reparos de sus fortificaciones, con bastante número para
su defensa, y salieron a encontrarse con el enemigo setecientos caballos.
Venia el emperador Miguel muy descuidado, pensando hallar a los
Turcos no en la campaña, sino defendiendo el poco espacio de tierra que habían
fortificado, y cuando descubrieron la tropa de los setecientos caballos que les
salían a recibir, fue tanta la turbación de los Griegos y desorden de los
villanos, que antes de ser acometidos fueron rotos. Cerró junta la tropa de los
setecientos caballos turcos por la parte donde vieron los estandartes, y el
guion del emperador Miguel, que ni estaba en parte segura, ni con la defensa
que debiera. Los villanos a este tiempo ya habían vuelto las espaldas y
desamparado el puesto que se les encargó, y tras ellos muchos soldados de quien
Miguel tenía alguna confianza, y así se vio en un punto sin pelear vencido.
Perdió el guion, y aunque con voces, y ruegos procuró detener los que huían, no
fue oído ni creído.
Viéndose solo, y que los Turcos le apretaban, volvió las riendas a su caballo, lleno de lágrimas, y tristeza, y huyó como los demás. Los turcos le siguieron,
y si algunos capitanes y soldados honrados no volvieran el rostro al enemigo
para entretenerle, hubiéranle sin duda alcanzado; pero los Turcos detenidos de
estos pocos que les hicieron resistencia, dejaron de seguir el alcance, y
pusieron todas sus fuerzas en rendir a los que se defendían, que a poco rato
los acabaron, y con esto dieron fin, y remate a la victoria. Saquearon los
alojamientos, y tiendas de Miguel, y en la que él estaba alojado hallaron mucho
dinero, y joyas de grandísimo valor y entre ellas una corona imperial con
piedras finísimas de precio inestimable. Esta vino a las manos de Calel, y
haciendo donaire de la dignidad imperial se la puso en la cabeza, afrentando de
palabra al que con tanto deshonor suyo la había perdido.
Una de las causas de esta rota de Miguel, fue pelear con gente a
quien había quebrado la palabra, que como el guardarla se debe por derecho
universal de las gentes, y todas las leyes divinas, y humanas nos obligan a
ello, permite Dios tales sucesos, y que los Bárbaros triunfen de los Cristianos
como en castigo de tan execrable maldad. Debieran los griegos acordarse lo que
les costó pocos años antes no guardarla a los nuestros, pues estaba a pique de
perderse el imperio griego, si los Catalanes, y Aragoneses tuvieran algún
príncipe que les alentara.
Después de esto los Turcos soberbios, y atrevidos con la
victoria tan sin pensar alcanzada, corrieron por toda la provincia de Tracia
talando, y destruyendo lo que podían, sin que Andrónico se les opusiese; y esto
por el espacio de dos años, con tanto temor de los naturales, que dejaron de
salir a cultivar la tierra.
CAPÍTULO LXIX.
PHILES PALEÓLOGO VENCE A LOS TURCOS, CON QUE TODOS QUEDARON
MUERTOS, O PRESOS.
Mientras el emperador procuraba traer milicia extranjera para
levantar ejército, por no poderle formar de la propia, Philes Paleólogo
pariente suyo, hombre tenido hasta entonces por encogido y que sólo trataba de
estarse quieto en su casa, le pidió que le diese licencias, y poder juntar la
gente que quisiese ofreciéndose de tomar a su cargo la jornada.
Andrónico advirtió la bondad del hombre, y pareciéndole que
debía ser enviado de Dios para remedio de tantos daños, determinó de encargarle
la guerra, y dejársela hacer a su modo, porque tenía por cierto que sus pecados
eran causa de tantos malos sucesos pues no bastó un grande ejército para vencer
tan poco numero de Turcos; y así puso solo su esperanza en la bondad de Philes,
a quien dio dinero, armas y caballos, y la gente que quiso.
Salió Philes en campaña, y antes encargó a todos que se
confesasen, porque de otra manera era imposible alcanzar algún buen suceso.
Distribuyó la mayor parte del dinero en limosnas con los pobres, y en los
Monasterios, para que estuviesen en continua oración: remedios generales para
todos los trabajos, con los cuales se aplaca la ira, y se alcanza la
misericordia de Dios. Hecho esto, envió por muchas partes a descubrir al
enemigo.
Tuvo luego aviso que Calel con mil y doscientos caballos corría
las campañas de Bizia, donde había hecho una gran presa. Con esta nueva caminó
tres días, después que partió de las aldeas vecinas a Constantinopla, y asentó
su alojamiento cabe el río que los naturales de la provincia llaman Xerogipso.
Y al cabo de dos días que allí estuvo, cerca de la media noche, llegó el aviso
como los Turcos estaban cerca cargados de grandes despojos. Préparose Philes
para la batalla, y al salir del sol se descubrieron clara y distintamente de ambas
partes.
Los Turcos con gran priesa pusieron los carros alrededor de los
cautivos y presa, haciendo su acostumbrada oración así lo cuenta Gregoras, y
echándose polvos sobre la cabeza. Al tiempo de pelear, Philes acometió al
enemigo; pero el que gobernaba el cuerno derecho, matando por sus propias manos dos turcos, fue herido
en un pie, de suerte que se hubo de salir de la batalla.
Esto turbó de manera la gente que peleaba en aquel lado que casi
estuvo desbaratada, si Philes con su valor no los animara y detuviera. Peleóse
gran rato, pero la victoria inclinó a la parte de Philes, y los Turcos
desbaratados y vencidos, habiendo gran parte de ellos muerto en la batalla,
huyeron. Siguióse el alcance hasta que los Turcos llegaron a un Castillo donde
se habían fortificado. Prosiguió su victoria Philes, y en pocos días llegó a
ponerles sitio. El Emperador cuando supo el buen suceso de la jornada, envió
algunas galeras de Genoveses a guardar el estrecho,
para que a los cercados no les pudiese venir socorro. Viéndose los Turcos tan desesperados, por tener todos los caminos de su
remedio cerrados, determinaron salir del Castillo de noche, morir como hombres.
A Philes le llegaron dos mil caballos Tribalos, y muchos
Genoveses, con que se apretase mas el sitio. Los
Turcos por ver a Philes más poderoso no mudaron de parecer, antes con nuevo
coraje y brío, salieron de noche, y acometieron los cuarteles del campo, pero
fueron rebatidos y echados con gran perdida suya. Otra noche volvieron a probar
su fortuna, y dieron en las tiendas y alojamientos de los Tribalos, de donde
volvieron muy mal tratados. Resolvieron por ultimo remedio desamparar el
Castillo, y tomar la vuelta del mar donde estaban las galeras de los Genoveses,
en quien pensaban hallar alguna misericordia por no tenerlos ofendidos.
Era la noche muy oscura, y así muchos de los Turcos pensando ir hacia el mar, daban en manos de los Griegos, que los mataban sin
piedad. Los demás llegaron a la lengua del agua, dice Nicéphoro que los
Genoveses mataron muchos de ellos, y muchos cautivaron, pero Montaner añade,
que esto fue debajo de palabra que los pasarían a la Anatolia sin hacerles
daño, y que cuando los tuvieron dentro en sus galeras, les echaron en cadena, y
mataron. Como quiera que ello sea, los Turcos compañeros de los Catalanes, y
Aragoneses acabaron en esta jornada, después de haber ellos solos inquietado el
Imperio cerca de tres años, retirándose quinientas millas que hay, o poco
menos, desde Atenas hasta Galípoli; y aun para destruirles, con ser tan pocos,
hubo Andrónico de valerse de los Tribalos, y Latinos, y con todo se tuvo por
milagro que Dios obró por medio de Philes, porque cuando vieron a Miguel
desbaratado y vencido, les pareció que ya no serian bastantes fuerzas humanas
para resistirles, sino que se había de acudir a las divinas.
CAPÍTULO LXX.
DE ALGUNOS SUCESOS DE LOS CATALANES Y ARAGONESES EN ATENAS.
Los Catalanes, y Aragoneses ya firmes y seguros en las
Provincias de Atenas, y Beocia, gobernáronse algún tiempo por Roger Deslau,
como arriba dijimos, pero poco después, o por muerte de Roger, porque se
cansaron de su gobierno, y le arrimaron, enviaron embajadores al rey Don
Fadrique, a quien amaban de corazón, por mas agravios y menos precios que de él
hubiesen recibido, y le suplicaron fuese servido de darles Príncipe y Señor que
les gobernase.
El Rey con esta embajada túvose por satisfecho del sentimiento
pasado por no haber querido admitir al Infante D. Fernando su sobrino en su
Nombre. Pero como Rocafort, de quien se tenía por cierto que fue el autor de
este consejo, era ya muerto, y ahora le ofrecían lo mesmo que entonces
pretendía, no pasó adelante su enojo, aunque para mí entiendo que por mas vivo
que estuviera su desabrimiento, no dejara perder tan buena ocasión de acrecentar
a su hijo con un Estado tan grande.
Tuvo el Rey Don Fadrique su consejo de la persona que les
enviaría, y pareció por entonces nombrar al Infante Manfredo su hijo segundo
por Príncipe y Señor de aquellos estados, y por tal le juraron los Embajadores
en nombre de toda la compañía.
Pero por ser aun Manfredo de pocos años, no quiso el Rey su
padre que fuese por entonces, sino enviar a Berenguer Estañol, hombre de mucho
valor, y prudencia, para que mientras el Infante creciese, le gobernase en su
nombre. Contentáronse con esto los Embajadores, que también traían facultad de
la compañía de poderle admitir. Partió Berenguel Estañol juntamente con ellos
con sus galeras para Atenas, donde fue bien recibido, por verse ya los Catalanes, y Aragoneses debajo de la protección de sus
Príncipes naturales, y hubiéranlo procurado antes, si Rocafort por sus
particulares intereses no impidiera estos tan honrados pensamientos.
Llegado Berenguer Estañol a tomar el cargo y gobierno de nuestra
gente, tuvo luego guerra con los Príncipes comarcanos, cuando con unos, cuando
con otros; porque lo tomó por medio conveniente para conservarse en aquellos
Estados, por ser cosa muy asentada entre los Catalanes, que han de ocuparse
siempre en alguna guerra extranjera, por escusar las disensiones domesticas y
civiles; que la ociosidad suele despertar en la fiereza de su natural. Este
consejo tomaron prudentísimamente los Catalanes de
Atenas, como a principal medio para su conservación. Tenían por un lado al
Emperador Andrónico, con quien pocas veces estuvieron en paz, por otro al
Príncipe de la Morea, y por otros dos al Déspota de Larta, y al Señor de
Braquia.
Mientras peleaban con los unos, hacían treguas con los otros; y
así se conservaron muchos años con tanta reputación en Oriente, que he leído en
la Historia del Cantacuseno, sacada a la luz por el Padre Pontano, que
rehusando el mismo Juan Cantacuseno, por no dejar el lado de Andrónico el
nieto, salir de Constantinopla a gobernar una Provincia, dio por disculpa que
la Provincia estaba vecina de los Catalanes, y no podía ir a ella sin mucha
gente de guerra, y esta disculpa pareció bastante, y se la admitieron. Y en un
discurso que trae Zurita de un Fraile Dominico, animando al Rey de Francia para
la conquista de la Tierra Santa, dice que los Catalanes ya habían abierto el camino, y que sería lo más importante de la empresa
tenerles de su parte, y alentarles, para que también emprendiesen la jornada.
Mientras que Berenguer Estañol vivió, y fue cabeza y Capitán en
Atenas, tuvieron guerras continuas, no con todos a un tiempo, pero ya con unos,
ya con otros, sin tener jamás ociosas sus armas.
Muerto Estañol, volvieron segunda vez a pedir al Rey Don
Fadrique Gobernador y caudillo que por el Infante Manfredo les rigiese.
Don Fadrique quiso darles persona señalada; y así mandó venir de
Cataluña al Infante Don Alfonso su hijo, y con diez galeras le envió muy bien
acompañado para que gobernase el Estado por su hermano Manfredo. Fue Notable el
contento que recibieron los Catalanes, y Aragoneses por tener prendas de la
casa Real de Aragón entre ellos. No gobernó mucho tiempo Alfonso por su hermano
Manfredo, que murió de allí a poco. Entonces Don Fadrique envió a decir a la
compañía, que admitiesen por su Príncipe y Señor al mismo Alfonso que los gobernaba. Con esto los Catalanes, y Aragoneses quedaron del todo
contentísimos, y tuvieron por seguro su Estado, pues había de asistir con ellos
su Príncipe.
Pusieron gran cuidado en casarle, para que en sus hijos, y
descendientes se conservase el Señorío. Diéronle por mujer la única heredera de
Bonifacio de Verona, a quien ellos amaron y honraron mucho todo el tiempo que
vivió, y después de muerto quisieron que en su descendencia se perpetuase el
mando y gobierno de aquel Estado. Tenía esta señora la tercera parte de la isla
de Negroponte, y de trece Castillos en la tierra firme del Ducado de Atenas. El
Infante Don Alfonso tuvo en ella muchos hijos, y ella vino a ser una de las
mujeres mas señaladas de su tiempo, aunque Zurita no siente en esto como
Montaner a quien yo sigo. Con esto daremos fin a la Expedición de nuestros Catalanes, y Aragoneses, hasta que tengamos larga y
verdadera noticia de lo que sucedió en el espacio de ciento y cincuenta años
que tuvieron aquel Estado.
FIN.
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