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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA

desde el advenimiento de Felipe III al Trono

HASTA LA MUERTE DE CARLOS II

POR

CÁNOVAS DEL CASTILLO

 

 

 

 

 

LIBRO PRIMERO. De 1598 a 1610.

 

Principios del reinado de D. Felipe III. Grandeza de la Monarquía.—Carácter del Rey.—El duque de Lerma.—Destituciones y nombramientos.—D. Rodrigo Calderón. —El marqués de Villalonga.—Nuevo modo de administración.—Hacienda.—Política exterior.—Expedición de Irlanda.—Paz con Inglaterra.—Conspiraciones en Francia.—Italia: el Marquesado de Salaces, la Valtelina, Final, diferencias entre el Pontífice y Venecia.—Flandes: Gobierno del cardenal Andrea, Orsoy, Rünberg, los príncipes alemanes, Bomel, ejército de los príncipes, rota de la Caballería holandesa. Llegan a Flandes la infanta Clara Eugenia y el archiduque Alberto, su Gobierno, batalla funesta de las Dunas, sitio de Ostende, Spínola, sus primeras campañas, motín de los soldados, su castigo, guerra marítima, treguas.—Guerra con los infieles, el Archipiélago, Túnez, Arauco.

 

LIBRO SEGUNDO. De 1610 a 1621

 

Expulsión de los moriscos, sus principios y sus fines.—Guerra contra los infieles.—Francia: proyectos y muerte de Enrique IV.—Alemania: campaña de Spínola en el país de Julliers.—Italia: humillación del duque de Saboya, tramas de éste y de Venecia, sucesión del Monferrato, guerra con Saboya, batalla de Asti, Oneglia, tratado de Asti, batalla de Apertola, sitio de Vercelli, derrota de D. Sancho de Luna, Lesdignieres y el marqués de Villafranca, el duque de Osuna y el marqués de Bedmar, empresas de Osuna, los Uscoques, Venecia, combate naval en Gravosa, paz de Pavía, falsa conjuración y desgracia de Osuna.—España: últimos años de la privanza de Lerma, Calderón, Uceda, el P. Aliaga, el conde de Lemus, D. Francisco de Borja, caída del privado.—Guerra marítima: principio de la guerra de los treinta años, batalla de Praga.—Muerte de Felipe III.—Estado en que dejó la Monarquía.

 

LIBRO TERCERO. De 1621 a 1636.

Principios del reinado de Felipe IV.—Privanza de Olivares.—Autoridad anticipada.—Castigos y venganzas, el P. Aliaga, Calderón, Osuna, Uceda, el duque de Lerma.— Reformas en el Gobierno.—La moneda.—La Hacienda y las Cortes.—Disgustos en las de Cataluña y Castilla.—Empeños de la Monarquía.—Alemania: victoria en Hoecht.—Holanda: renuévase la guerra, rota de su escuadra en el estrecho de Gibraltar, muere el archiduque Alberto.—Genepp, Meurs, Berg-Op-Zoom, batalla gloriosa de Fleurus, sitio y toma de Breda.—Triunfos navales en América.—La Mamora.—Venida a España del Príncipe de Gales, negociaciones matrimoniales, guerra con Inglaterra, rota de los ingleses en Cádiz.—Italia: guerra de la Valtelina, sitio de Verrua, hostilidades entre Francia y España, paz de Monzón, armada a la Rochela. Italia: sucesión del ducado de Mantua, sitio de Cazal; pasa allá Spínola; fuerzan los franceses el paso de Suza; levántase el sitio de Cazal; concierto de Suza; campaña de Richelieu; derrota de los saboyanos en Javennes; muerte del duque de Saboya; nuevo sitio de Cazal; mala defensa dél puente de Cariñán; muerte de Ambrosio Spínola; tregua de Cazal, Quierasco.—Flandes: malos sucesos del conde de Berg.—Pérdidas marítimas.—Liga de Leipzig.—Campaña en el Rhin de Gustavo-Adolfo.—Oppenheim, Maguncia.—Funesta campaña del dtique de Feria en la Alsacia; su muerte. Flandes: vuelve a España la soberanía.—Traición del conde de Berg; gobierno del marqués de Santa Cruz; pérdidas; combate de Maestrik y gobierno de los cuatro generales; derrota de nuestra armada en Zelanda; gobierno de Lerma; muerte de la Infanta; gobierno del marqués de Aytona; sucesos varios; nómbrase al cardenal Infante D. Fernando, para el gobierno de los Estados; su carácter y cualidades; viene por Alemania con un ejército; batalla gloriosa de Nordlinghen. Francia declarada enemiga. Algunas empresas de Asia y Africa.

 

LIBRO CUARTO De 1636 á 1640.

La Monarquía francesa. Cotejo con la española.—Pretextos para la guerra, prisión del elector de Tréveris, manifiesto del Rey de Francia; contestación; verdadera situación de la Monarquía.—Corrupción de los ejércitos y de la Corte; autos de fe, comedias, galanteos; el conde de Villamediana; principios de la guerra.—Flandes: Batalla de Avein: pérdida de Tirlemont; sálvase Lovaina; tómase el fuerte de Schenk; irrupción en Picardía; toma de la Chappelle, Chatelet, Vervins, Noyon, Roye, Corbie; terror de París; retirada del ejército; piérdense las plazas conquistadas; censura de aquella disposición; atacan los enemigos el Franco-Condado; defensa heroica de Dola; pérdida de Breda y de Landecí; conquista de Roremunda; combates parciales; conquistas importantes de la Valette y del mariscal de Chatillon; Ham, Ivoy y otras plazas vienen a sus manos; socorro a Danvillers e inútil destrozo de franceses; batalla del Callao y rota de los holandeses; socorro glorioso de S. Omer; ba­talla y victoria de Thionville; pérdida de Hesdín; nuevos combates parciales; malogrado socorro y pérdida de Arras, em­presas frustradas de los holandeses en Flandes; nota que les da el gobernador de Gueldres; horrible desolación del Franco-Condado por los franceses.—Italia: defensa gloriosa de Valencia de Pó; campaña del de Rohan en la Waltelina; derrota del conde Juan Cerbellón, campaña de Tessino; gran batalla indecisa; el duque de Parma, nuestro enemigo, pide la paz; combates parciales; liga con los Príncipes de Saboya; conquista de la mayor parte de las plazas del Ducado; toma de Turín; sitio de la ciudadela; tregua; combate en el Routa; derrota de Casal; pérdida de Turín.—Pirineos: entrada en Gascuña; conquistas; retirada importuna; suceso desgraciado de Leucata; victoria de Fuenterrabía; pérdida de Opol de Sasas, su costosa reconquista, y rota de los franceses.—Guerra marítima: conquista de San Honorato y Santa Margarita; expedición de los enemigos contra Valencia; derrota de su armada; amagos del arzobispo de Burdeos contra las costas cantábricas, siempre frustrados; armada infelicísima de Oquendo; expedición del conde de la Torre al Brasil; derrota de su armada.—Situación miserable que ofrecía la nación á este punto; diversiones, desmoralización, confusión de ideas.

 

LIBRO QUINTO. 1640.

Propósitos del Conde-Duque: motivos de la rebelión de Cataluña: sus principios: el conde de Santa Coloma y el marqués de los Balbases: alojamientos: reclamaciones del Principado: choques entre soldados y paisanos: rompe el pueblo de Barcelona las puertas de las cárceles: sedición del día del Corpus: matanza de castellanos y muerte del Virrey: el Vía fora.—Fiestas que entre tanto celebran en Madrid: amonestación de un labrador al Rey.—Virreinato del duque de Cardona: sucesos de Perpiñán: Virreinato de D. García Gil Manrique.—Prevenciones de guerra.—Sucesos del Rosellón.—Jura el Virreinato el marqués de los Vélez: primeras operaciones: disposiciones del Conde-Duque sobre Portugal: Suárez y Vasconcellos: el duque de Braganza: principios de la conjuración: Pinto de Ribeiro: torpezas del Conde-Duque: burla el de Braganza sus ardides: sublevación de Lisboa: hecho generoso del capitán Garcés: muerte de Vasconcellos: arresto de la Virreina: pérdida de la ciudadela y del castillo de San Juan.—Espanto en nuestra Corte: cómo dio Olivares al Rey aquella mala nueva: disensiones: conjuraciones del duque de Medinasidonia y del arzobispo de Braga: frústranse ambas: suplicios: muerte del marqués de Ayamonte: se salva Medinasidonia: su reto al de Braganza.—Liga de la paz: batalla de Sidam.—Prevenciones de guerra: corrupción y torpezas.

 

LIBRO SEXTO. De 1640 A 1643

Guerra general.—Cataluña: toma de Perelló, de Coll de Balaguer, Cambrils, Salou, Villaseca y Tarragona.—Paso sangriento de Martorell; entrada en el llano de Barcelona; dase esta ciudad al Rey de Francia; dispónese A la resistencia; estado del ejército real; orden de ataque contra Montjuich; batalla y rota de los nuestros; muerte del duque de San Jorge; retirada a Tarragona; sitio de esta plaza; socorro por mar.—Rosellón: piérdese Elna; victoria de Argeles y socorro de la provincia.—Formación de nuevo ejército; hostilidades en la frontera de Aragón; Tamarit de Litera; sucesos del campo de Tarragona; victoria de Villalonga; parte el marqués de Pobar al socorro de Rosellón; su marcha y su derrota en Granada; pérdida de Colliure, Perpiñán y Salsas y toda la provincia.—Hostilidades por mar y tierra en Vinaroz. —Medidas extremas; armamento de nuevo ejército; sale el Rey de campaña; su conducta y la de la Reina; batalla de las Horcas; combate naval de Barcelona.—Portugal: rebatos y correrías por Extremadura, interpresa de Olivenza; otros sucesos en Castilla y Galicia.—Italia: pérdida de Montcalvo; sálvase Ivrea; Ceba, Mondovi y Coni perdidas; recóbrase Montcalvo; defección de los Príncipes de Saboya; grandes pérdidas; defección del Príncipe de Monaco.—Flandes: sitio de Ayre y su conquista; muere el Cardenal Infante, reemplázale D. Francisco de Mello; victoria gloriosa de Honnecourt; derrota funesta de Rocroy.—Intrigas contra el Conde-Duque y su caída.

 

VAMOS a anudar la historia de nuestra nación en el punto mismo en que comienza su decadencia. Mariana, que tomó su relación desde los tiempos más remotos, pudo recoger en sus principios a la Monarquía, y seguirla por los gloriosos caminos que la trajeron a la grandeza que alcanzó en el reinado de los Reyes Católicos. No fue menor asunto el de Miñana, que relató los hechos de Carlos V y los consejos y empresas de Felipe II. Aquí llegó el astro de España a su apogeo. Nosotros hemos de contar ahora cómo de tanta grandeza vinimos a humillación tan grande; cómo de tan alto poderío, a tamaña impotencia, y de sucesos tan prósperos, a tan inauditas desgracias como lloraron ojos españoles en los días de Carlos II. Tarea ingrata y penosa, donde el amor patrio contiene o corta los vuelos de la fantasía; donde la razón se ofende y la fe se quebranta, y el corazón se lastima. Con harto placer trocaríamos nuestra tarea por las que llevaron a cabo Mariana y Miñana; pero quiso Dios que así como es inferior nuestro juicio y estilo al de aquellos historiadores, así fuesen menores los hombres y los sucesos que habían de ocupar nuestra pluma.

Al acabar el siglo XVI, sentía la nación cierto cansancio disculpable en lo grande de las obras que había ejecutado, y de las empresas que durante el anterior había acometido. Pero era cansancio, no decadencia aún lo que sentía. Si Dios hubiera concedido a Felipe II sucesores tan grandes como eran los estados y los empeños de la Monarquía, hubiérase conservado como estaba, y reparando y mejorando su constitución lentamente con la facilidad de los tiempos, el desengaño de los sucesos adversos y la enseñanza de los prósperos, quizá la hubieran alcanzado nuestros ojos dominadora aún, y grande y temida. Ello es que era ya uno el territorio de la Península después de tantos siglos de división y desconcierto entre las diversas provincias. El turco, nuestro mortal enemigo, estaba vencido y humillado. Aún la infantería de España no había cejado jamás en los campos de batalla. Proseguíanse las conquistas en África, y en América y Asia se adquirían cada día nuevos dominios y nuevas minas o mercancías preciosas con que reparar, a poco que se acertase en los remedios, la penuria del erario y la pobreza de los pueblos. Todavía en los consejos del mundo era la primera voz y más sabia la de España. Todavía nuestros historiadores eran los más doctos y más elegantes, y nuestros poetas y novelistas, y arquitectos y pintores daban aún asombro a los presentes, esperando a que llegase el tiempo de infundirlo en los venideros. Ciertamente, la Monarquía tenía ya dentro de sí los gérmenes de corrupción que más tarde habían de destruirla, y cierto es también que Felipe II había cometido no pocas faltas en su reinado. Mas ha de tenerse en cuenta que aquellos gérmenes de corrupción no habían sido antes sino principios de vida y engrandecimiento que eran naturales en la Monarquía, y que lo mismo se advertían en ella cuando comenzaron a reinar los Reyes Católicos que a la muerte de Felipe II. De tales flaquezas se hallan en todos los imperios del mundo, y viven y crecen, sin embargo, mientras hay manos hábiles que acudan a su mantenimiento. Y no ha de olvidarse tampoco que si faltas cometió Felipe II, faltas quizá mayores cometieron Fernando el Católico y el emperador Carlos V, sin que se diga por eso que en su tiempo decayese España. Pero el vulgo no acierta a comprender de qué manera las mismas causas que produjeron engrandecimiento, pueden producir decadencia; de qué manera las ideas y las instituciones y los hechos que fueron buenos para crear, pueden servir también para destruir, trocados los hombres y las ocasiones. Entonces se fijan los ojos en errores accidentales y faltas más o menos grandes, pero comunes y reparables al cabo, para explicar la ruina de las naciones, como si con aquéllas y con éstas no hubiesen coincidido las antiguas prosperidades, o se encontrase gobierno antiguo o nuevo que no haya caído en tamaños desvaríos por glorioso y feliz que lo muestre el éxito de sus empresas. Por eso ha habido quien achaque a Felipe II nuestra decadencia, cuando más bien reforzó los resortes y acrecentó las fuentes del poderío de España. No sean parte sus faltas como hombre para negarle las prendas de Rey, que por desgracia no aparecen reñidas como debieran estas cosas en el sombrío campo de la historia. Y líbrenos Dios de disculpar las faltas ni de creerlas menores porque las cometan los reyes, antes las tendremos siempre por más grandes. Pero hay afectación o ignorancia en las modernas escuelas, que, dadas a explicar faltas o crímenes políticos y a inquirir las razones filosóficas con que se cometieron, cierran los ojos de espanto, y otra cosa no ven ni examinan en los de Felipe II que no sea su ejecución. En verdad que nosotros hemos sentido el llanto en los ojos al leer, pasados tres siglos, la relación del tormento de Diego de Heredia, el noble campeón de los fueros aragoneses; mas no hemos probado mayor dureza en el alma al repasar con la memoria el triste fin de los Girondinos en Francia; y es que las grandes ideas, haciéndose absolutas y exclusivas dentro del limitado entendimiento del hombre, traen consigo la intolerancia, la cual engendra el crimen en todos los tiempos, y es digna siempre de igual dolor y censura. Tales escritores se hallan, sin embargo, que, o bien legitiman o bien disculpan los cadalsos innumerables levantados en 1793, al paso que no hay anatema que no fulminen contra las crueldades de la represión religiosa y política del siglo XVI. Representante fue de ésta y encarnación de sus ideas y sentimientos Felipe II. Y cierto que si se mira lo que hizo aquel Monarca, por odioso que parezca a veces, todavía no puede tomarse por mejor ni más preferible lo que hicieron los filósofos revolucionarios del siglo XVIII, ni siquiera lo que a los mismos intentos religiosos y políticos que él ejecutó, en Inglaterra la sanguinaria y deshonesta Isabel y en Francia el déspota y disoluto Luis XIV. Absurdo parecerá a algunos; pero no vacilamos en sostener que Felipe II, así por la austeridad inflexible que empleaba consigo mismo a la par que con los demás, como por el sacrificio continuo del sentimiento a la idea, de la pasión al deber, que se advierte en toda su vida, tiene más semejanza que con estos príncipes, con el primer Bruto que condenó a muerte a sus hijos, y con aquel otro famoso que hirió en César a su padre. Porque en Felipe, como en los héroes romanos, el pensamiento y la creencia eran todo; nada los sentimientos y pasiones dulces del alma; y tal era la causa de sus rigores.

No se han contentado, sin embargo, con encarecer su crueldad sus enemigos, y ha habido aún quien de ineptitud le censure. Niegan el sol y contradicen la evidencia los que ponen en duda la profunda comprensión y sagacidad y prudencia del que llamaron los extranjeros demonio del mediodía. Afortunado en unas empresas, infeliz en otras, como todos los reyes de la tierra, ambicioso como sus antecesores y como todos los que sienten en sí poder para adquirir y gozar aún más de lo que tienen y gozan, fanático en materias religiosas como lo fue su padre y su abuelo y lo fueron sus nietos, no desconoció, sin embargo, los flacos de la Monarquía, ni despreció su cansancio cuando llegó a advertirlo, que son las cosas porque más se le censura. Y de aquel hombre, que sabía cambiar de conducta y modificar sus instintos a medida de la conveniencia como ningún otro, puede creerse fundadamente que, a reinar en lugar de Felipe III, no habría acometido empresas grandes, ni habría suscitado guerras, ni habría hecho más que dar reposo al Estado y recoger sus esparcidas fuerzas. No sólo la paz de Vervins, donde cedió sin ser vencido, lo persuade; sino que la cesión que hizo de los estados de Flandes en favor de su hija, casada con el príncipe Alberto, erigiéndoles bajo su protección en estados independientes, lo pone en entera evidencia. Aplicó a la Hacienda, a la Marina, al Ejército toda la atención que más tarde han puesto en ello las demás naciones, comprendiendo que en esto se cifra el poder del Estado. Y no fué culpa suya el que su Marina no se enseñorease de los mares, asegurándonos el comercio del mundo y la explotación de las minas de América; ni lo fué tanto como se supone el que la Hacienda no quedase en próspera situación, dado que no la alcanzó mejor en tiempo de sus antecesores. Aún el fanatismo religioso no le impidió a Felipe cumplir con sus obligaciones de príncipe, acudiendo en armas a Roma, cuando fue necesario, y manteniendo, si humilde y respetuoso en las palabras, duro e inflexible en las obras, los derechos de su potestad. Y ello es que si su hijo y sus nietos hubieran estudiado en paz y en guerra sus lecciones, jamás Rocroy hubiera sido tumba de nuestras banderas; jamás los protocolos de Nimega habrían afrentado a nuestra diplomacia; jamás los embajadores de Luis XIV habrían ido en corte extranjera delante de los de España.

La providencia dispuso otra cosa, y el cansancio de la nación se convirtió en lenta y total ruina. Supieron los sucesores de Felipe II lo que él había hecho en sus tiempos, y no lo que hubiera hecho en tales ocasiones como ellos se encontraron. No alcanzó su sagacidad a descifrar las miras políticas del rey prudente, y en lugar de imitar sus obras y seguir sus pensamientos, como acaso pretendían, dieron al traste con todos sus pensamientos y con todas sus obras. Entonces, los gérmenes de destrucción, contenidos o modificados por Fernando el Católico, por Carlos V y por Felipe II, comenzaron a desenvolverse libremente en el seno de la Monarquía, y emponzoñaron sus venas, y secaron su pensamiento, y aniquilaron sus fuerzas. Y es indudable que si los Reyes Católicos hubieran tenido los sucesores que tuvo Felipe II, habría durado un siglo menos la prosperidad de España, y no habría sido jamás lo que llegó a ser en la tierra. Mas tiempo es de que hablemos de los gérmenes de corrupción que desde los principios trajese en sí la Monarquía, puesto que su desenvolvimiento lento y progresivo es precisamente la decadencia que nos toca relatar. Ya que no pretendamos decirlo todo y explicar una por una las causas que pudieran influir en los males de España durante aquella aciaga época, ayudando a quitar de sus brazos la fuerza y el acierto de sus pensamientos y empresas, trataremos de las principales, de las más poderosas, de las que en sí pueden comprender y encerrar a las otras.

Los más de nuestros historiadores han hablado de la exageración del principio religioso en España con escaso juicio. Hija legítima era de nuestra patria semejante exageración, si ya no es que digamos que fue su madre. Ni podía ser de otra suerte. Una nación que peleó ochocientos años contra hombres que profesaban distinta creencia, que llevaba la cruz en todas sus banderas y miraba a la religión hermanada con todas sus glorias; cuyo grito de guerra era un grito religioso; cuyos soldados estaban hechos a ganar indulgencias en las batallas; a obtener absolución de sus culpas muriendo en el campo; a sentir en su ayuda espadas de santos; cuyos obispos y sacerdotes eran guerreros; cuyos príncipes y princesas solían ser monjes, tenía necesariamente que colocar sobre todos los intereses el interés de la cristiandad, y anteponer la idea mística a toda idea política o literaria. Y esa nación misma, acostumbrada a defender su fe con las armas y a imponer con la fuerza a los vencidos; acostumbrada a mirar en los infieles a su Dios enemigos eternos, cuya muerte era no sólo lícita, sino loable, y cuya vida era afrenta suya cuando no pecado, tenía que ser intolerante hasta el extremo de constituir la Inquisición, y hasta el punto de entrometerse en todas las guerras religiosas del mundo. A la verdad, tanto ha podido decirse que los reyes de España eran esclavos del fanatismo de sus súbditos, como que éstos lo fuesen de la piedad exagerada de sus monarcas, que es la opinión vulgar. Y ahora cúlpese cuanto se quiera aquel fanatismo religioso por el cual hubo España, y sin el cual no la habría; cúlpese el fanatismo que guió á los guerreros cristianos desde la cueva de Covadonga y el monte Pano hasta las puertas de la Alhambra; cúlpese a nuestra nación por lo que era, por lo que debía ser, por lo que el tiempo y los sucesos mandaban que fuese.

Bien sabemos que en pocas naciones se había hablado y escrito con tanta libertad y dureza sobre los desórdenes de la Iglesia como en España en el siglo XVI. Famosas son, entre otras, las obras del arcipreste de Hita, de Juan de Padilla y de Bartolomé de Torres Navarro, o quienes no empescieron los hábitos sacerdotales para fulminar tremendos cargos contra los clérigos y contra la misma corte de Roma. Mas nunca estas censuras llegaron a lo sagrado del dogma y de la creencia, y en el reinado de los Reyes Católicos y de sus sucesores, bien pudo decirse que era España la nación donde más sólidos fundamentos tuviesen las prácticas y las doctrinas de la Iglesia. Ni faltaron quejas y clamores contra la Inquisición y aun contra las guerras religiosas; pero tales protestas fueron a perderse en la opinión nacional severa y compacta, que se alimentaba con recuerdos de victorias y venganzas contra los infieles, y con propósitos y esperanzas de alcanzarlas nuevas. Harto se dió a conocer esta saña contra los judíos que, ricos y opulentos, vivían de muchos siglos antes confundidos con los cristianos, desempeñando importantes empleos en los palacios de los reyes, y ejercitando el comercio con tanta fortuna, que eran, como en casi todas las naciones de aquella época, los que poseían las principales riquezas. El odio contra la nación que había llevado al suplicio al Redentor del mundo, fue profundo y general en el pueblo desde los principios de la Monarquía, y la historia de los siglos medios muestra que eran tan perseguidos y maltratados por el vulgo como los mismos musulmanes. En el fuero de los mozárabes que dió el conquistador a los de Toledo, tratando de las multas que habían de pagar los ladrones y homicidas, se exceptúan en ellas los que no hubiesen cometido sino «hurto o muerte de judío o moro». Y el fuero de Sepúlveda, uno de los más humanos, tasa en sólo cien maravedís el homicidio de judío. Pocos años después las calles de Toledo se ensangrentaron con la muerte de centenares de aquellos infelices, que el populacho desenfrenado inmoló sin motivo alguno, y desde entonces hasta su expulsión apenas pudo la autoridad de los monarcas refrenar los crueles intentos de sus vasallos contra la raza aborrecida. Ni era en ellos el odio de sólo el vulgo; pues los grandes de Castilla, puestos en armas en 1460 contra Enrique IV, propusieron como una de las condiciones para dejarlas el «que echase de su servicio y estados a los judíos». Otro tanto que en Castilla acontecía en Aragón y en los demás reinos de España, y los Reyes Católicos, no bien tomada Granada, acabaron con el poder de los musulmanes, dieron allí mismo un edicto expulsándolos del reino, cumpliendo evidentemente con el deseo de los grandes y de los pueblos, pero dando fatal precedente a la expulsión que más tarde se verificó en los moriscos. No muchos años después de aquel decreto terrible nació la Reforma, y las doctrinas de Lutero y de Calvino, contrarias a las antiguas prácticas de la Iglesia, no pudieron menos de ser tan aborrecidas y menospreciadas en España como el islamismo y el judaísmo. Hubo no pocos hombres de mérito, así eclesiásticos como seculares, que se infectaron con las doctrinas de la herejía, tales como el doctor Egidio y el doctor Constantino, el famoso Agustín de Cazalla y Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, y otros que han dejado muchas obras esparcidas por países extraños y no poca memoria de sus desdichas. Pero hombres tan grandes y más nos habían dado los judíos, y no por eso se excusó su persecución ni pudo decirse que la nación transigiese con ellos. Verdad es que se llegó a temer tanto de los muy doctos, que solía decirse en España por encarecer a alguno: «está en peligro de ser luterano». Mas no es menos cierto, sin duda, que el mayor número de los sabios y doctores, y sobre todo la gente común, apegada como siempre a las antiguas cosas, siguieron ciegamente la doctrina católica. Cobró entonces más fuerza que nunca la preocupación antigua de limpieza de sangre, o sea la pretensión, general en las familias españolas, de probar que ninguna de ellas se había mezclado por matrimonio o de otra manera con gente infiel y herética. No se tardó en llamar cara de hereje al feo y desalmado; hereje, al mal intencionado y cruel; hereje, en fin, a todo el que merecía por cualquier modo aborrecimiento o menosprecio. Y las demostraciones particulares correspondían muy bien, en tanto, a aquellas otras de la opinión común o nacional. Un doctor llamado Alonso Díaz vino desde Roma a Ratisbona, donde se hallaba cierto hermano suyo, celosísimo partidario de Lutero, pretendiendo apartarle de la predicación de tales doctrinas, y no pudiendo conseguirlo de otra suerte, le mató con sus manos. Y más adelante hubo un caballero en Valladolid que obtuvo por merced del Santo Oficio que le dejasen cortar la leña y prender fuego en la hoguera donde habían de arder dos hijas suyas, doncellas ambas y hermosas, condenadas por heréticas. Tales sucesos traen al ánimo la exacta idea de lo que se pensaba en España de los reformadores.

Y al llegar a este punto conviene que hagamos resaltar cierta circunstancia tan notable como poco observada; y es que la ciencia española de aquella época, lejos de defender la libertad del entendimiento y de protestar contra la intolerancia y la exageración del principio religioso, las ayudó en su obra. Es la filosofía madre y generadora de toda la ciencia, y a cultivarla con mucha aplicación y esmero se consagraron los españoles desde muy temprano. Pedro, el español, fue el asombro de Italia a mediados del siglo XIII, y mereció ser cantado del Dante. Raimundo Lull i Lullio llenó con su nombre los primeros años del siglo XIV, y dejó escritas una multitud de obras de todo género, que fueron y son todavía estimadísimas de los sabios. Matemático profundo, propendía al empirismo y a la observación y experiencia, dejando sometido a reglas casi geométricas y mecánicas el arte de pensar; y si las ciencias siguieran el camino que él las trazó en sus obras, fueran harto mayores y más rápidos sus primeros pasos. Pero su doctrina se perdió en el caos de doctrinas dogmáticas que ocupaban las escasas escuelas de entonces. Juan Luis Vives vino después de Lullio a sostener ya la necesidad del método empírico, y uno y otro antes que el inglés Bacon conocieron la imperfección de la filosofía escolástica, y trataron de remediarla mejorando los estudios. Mas no era tiempo aún de lograr semejante fruto. En vano Vives, en el tratado De corruptione artium et scientiarum y en el De tradendis disciplinis esforzó sus argumentos para convencer a los sabios de su tiempo de los errores de la dialéctica. En vano quiso sustituir a ella su método de pensar, vicioso al cabo, pero más á propósito para ir desenvolviendo las ciencias y la razón en su cuna. No alcanzó otra cosa sino la gloria, mucho tiempo desconocida, de haber mostrado antes que algún otro a la Europa el camino que vino a seguirse en adelante. Por lo pronto, el escolasticismo y aristotelismo continuaron reinando en las escuelas, y, sobre todo, en las de España produjeron copiosos frutos. Durante el siglo XVI florecieron entre estos escolásticos Francisco Vitoria, catedrático de Salamanca, que escribió un tratado sobre la potestad eclesiástica y otro sobre la potestad civil, de donde Grocio tomó no pocas de sus doctrinas; Domingo Yáñez, catedrático también de 75 aquella Universidad sapientísima, y el famoso Domingo de Soto, autor del tratado De justitia et jure, aún hoy tenido en mucho por los jurisconsultos, y de otros varios libros sobremanera apreciados por sus contemporáneos dentro y fuera del reino. De los aristotélicos fué el más grande Juan Ginés de Sepúlveda, traductor y anotador de las obras del maestro, hombre de inflexible lógica y de vasta erudición y doctrina. Negar el talento y la ciencia en tales escritores sería injusticia ó locura, y la historia de la civilización humana habrá de reparar al cabo el olvido en que les tiene, señalándoles alto puesto á todos ellos. Pero la índole particular de una y otra filosofía produjo las extrañas resultas que arriba indicamos.

Perdidos los escolásticos en el laberinto sin salida de su dialéctica, y aplicándola a asuntos de suyo tan sutiles como los teológicos, llegaron a formar una logomaquia perpetua en las escuelas, impidiendo que dedicasen sus esfuerzos al estudio de las grandes verdades morales y políticas. Achaque fue éste, que sintieron todas las escuelas del mundo por aquel tiempo; pero como en ninguna de ellas hallase el escolasticismo tanto cultivo y entusiasmo como en España, ni en otra alguna parte se viese tan protegido y apoyado por el clero, aconteció que aquí primero, allá después, se fueran disipando sus tinieblas, y entre nosotros se hiciesen cada vez más densas e impenetrables. No era más favorable la filosofía griega que lo fuera de por sí el escolasticismo al principio de libertad y a la generación de las ideas modernas. Formóse una amalgama extraña de la Providencia cristiana con el fatalismo griego, de la moral de Jesús con la de Epicteto y los demás estoicos, de las verdades del Calvario con las del Pórtico y la Academia. Entonces, a impulso de las mismas ideas que precedieron y protegieron acaso las tiranías de Filipo y de Tiberio y la esclavitud romana y griega, se fueron desenvolviendo en lo íntimo del catolicismo español, que de tan puro y severo se preciaba, principios esencialmente paganos e hijos de la civilización idólatra. Halláronse en solemne contradicción y lucha la idea cristiana en su pureza y la idea pagana en su más franca y terminante expresión, cuando disputaron en Valladolid sobre el tratamiento que había de darse a los indios conquistados, el doctor Sepúlveda de una parte, y de otra el virtuoso obispo de Chiapa, fray Bartolomé de las Casas. Aprobó el primero cuantas crueldades se cometían con aquellos desdichados «por la rudeza de sus ingenios, decía, que son de su natura gente servil y bárbara y por ende obligada a servir a los de ingenio más elegante, como son los españoles.» Doctrina enteramente aristotélica y sacada palabra por palabra del libro III de la Política. Contestóle el padre Las Casas con la sencilla doctrina de los cristianos de que Dios hizo hermanos a todos los hombres; ¡dea de fecundidad inmensa, conquista la más alta que hayan hecho las ciencias morales en el mundo! Pero fué en vano; la Filosofía tenía de su parte el interés particular y el egoísmo, y la Iglesia, encerrada en el Estado y confundida con él en deseos y conveniencias, no hizo lo que pudiera por sacar triunfante la doctrina purísima de Las Casas. Así, Sepúlveda y su filosofía pagana triunfaron, y los indios continuaron siendo tan maltratados como al principio por los conquistadores. Viéronse al propio tiempo predicadores y dogmatizantes invocando los principios estoicos de Epicteto y proponiendo sus lecciones por modelo a los cristianos. La idea de la servidumbre, tan opuesta al cristianismo, se fortificó así entre nosotros, y con ella, como hermana y compañera, tuvo entrada en todos los ánimos la justificación de la tiranía, cobrando más fuerza el instinto de opresión al flaco y al vencido. Y lejos de recibir la nación de la filosofía doctrinas de progreso y sentimientos de humanidad, no recogió otra cosa que la resignación de los estoicos, cierto espíritu de pequeñez, de nimiedad, de sofistería, producto de la lógica ergotizante, y mayor suma de intolerancia, si cabe, que la que daba de sí el catolicismo. Así fué también como llegaron tiempos en que Nicolás Antonio pudo contar en España hasta doscientos catorce autores que tratasen filosóficamente de la Summa de Santo Tomás, y ciento cincuenta que hubiesen hecho libros de enseñanza ó de texto para las escuelas, encerrando en ellos las más altas materias de la filosofía, sin que entre tantos se encontrara uno solo que haya influído después en las ciencias, ni que lograse entonces contener la decadencia que á tan tristes extremos iba llegando.

Sólo la exageración del principio religioso y esta filosofía ergotizante tan bien anudada con ella, trajeron males capaces de trastornar cualquier grandeza de monarquía: primero, la emigración de muchos miles de moros y judíos y luteranos, expulsos o perseguidos del Santo Oficio; luego, la ruina, el envilecimiento y la destrucción de tantas familias como vinieron a los autos de fe; además la parálisis de las ciencias y su muerte lenta, pero completa, mientras por todas las naciones de Europa, al calor de las disputas y de la libertad de pensamiento y de controversia, nacían ideas fecundas, asomaban descubrimientos útiles y desarrollábase lozana y gloriosamente el progreso humano; por último, que fue lo más fatal, la transformación del carácter en la nación. Era España joven, vigorosa, libre en el pensamiento, y en el obrar, franca, entusiasta, alegre, aunque grave, dada á seguir los vuelos de la fantasía y á obedecer á las inspiraciones de la voluntad, aunque piadosa y prudente. Vino sobre ella una vejez temprana, contemplativa y descontentadiza; vino una timidez penosa en el pensamiento y en las determinaciones; vino un íntimo recelo de todas las cosas, que inclinaba a las personas a desconfiar hasta de sí propias; vino la indiferencia terrenal de quien no funda ilusiones sino sobre los bienes del otro mundo; vino cierta melancolía antipática a las otras naciones, y enemiga de adelantos; vino cierto espíritu de obediencia pasiva y de resignación fatalista a cuanto parecía disposición del cielo que encadenó aquella voluntad poderosa, que antes todo estorbo lo hallaba leve y toda resistencia desproporcionada a sus fuerzas. Quedaron relegadas a lo más hondo de los pechos para ser transmitidas secretamente de padres a hijos aquellas antiguas y nobles cualidades del carácter de España; en las obras, en las palabras fueron desapareciendo primero en el mayor número, luego en el menor, por último en el limitado guarismo de almas excepcionales y privilegiadas que Dios suele conceder a las naciones, hasta borrarse del todo. Fue muy bien secundada la represión religiosa por la represión política, y así pudo decirse que apenas quedaba un español a la muerte de Carlos II.

Ni en el reinado de los Reyes Católicos ni en los del Emperador y de Felipe II se sintió, sin embargo, tal decadencia de carácter. Y aunque a la verdad, las persecuciones del Santo Oficio pesaron sobre casi todos los hombres ilustres, perseguidos o no, hubo, de todas suertes, en tiempo de este último príncipe, médicos y matemáticos que levantasen las ciencias; escritores satíricos que criticasen, hasta con licencia, las costumbres del Clero y de los poderosos; jurisconsultos que profesasen ideas muy libres y muy altas; canonistas que defendiesen con enérgica franqueza los derechos del Estado; pensadores, en fin, que fuera de España eran oídos con asombro en las cátedras de la orgullosa Sorbona y en las Universidades de Italia y Alemania. Andrés Laguna, Hurtado de Mendoza, Arias Montano, Melchor Cano, Garcilaso, fray Luis de León y Herrera, escribieron en aquella era, y es harto conocido tal siglo por el siglo de oro de nuestras letras, para que no pareciera ocioso el citar otros nombres. Pero la Inquisición siguió adelante, y poco a poco fué enroscándose, a manera de serpiente, en torno del pensamiento español, hasta que, debajo del imperio de los sucesores de Felipe II, estrechó su anillo tanto que lo ahogó en él y le dió muerte. Y cada vez fué creciendo el empeño en mantener guerras religiosas, y las medidas de intolerancia y de persecución fueron en aumento de tal modo, que pudieran causar, por sí solas, la total ruina.

Los monarcas estuvieron ciegos, sobre este punto, como los pueblos: ni los unos ni los otros conocieron el precipicio adonde aquel funesto tribunal podía conducir a la Monarquía. Los Reyes Católicos habían dejado que ardiesen los tesoros de la ciencia árabe que se hallaron en la Alhambra; habían expulsado a los judíos, que tan buenos servicios prestaran a la nación, sobre todo en la guerra de Granada; habían permitido los bautismos forzosos de Cisneros, las hogueras de Lucero y el enjuiciamiento del buen arzobispo Hernando de Talavera, confesor de la Reina misma. Carlos V autorizó las mayores persecuciones contra sus continuos y amigos, tildados por el Santo Oficio. Felipe II dejó luego que se persiguiese a fray Luis de León y al grande arzobispo de Toledo fray Bartolomé Carranza, y que se atreviese la Inquisición hasta a la vida particular de los grandes y de los príncipes; dejó también que alimentasen las santas hogueras millares de sus vasallos, y dijo, tratándose de los de Flandes, aquella frase famosa: «Más quiero no tenerlos, que tenerlos herejes». Tiempos habían de venir forzosamente en que ni el Rey mismo estuviese seguro, como lo probó Carlos II en su persona y en que un millón de pobladores inteligentes y laboriosos, la flor de nuestras provincias meridionales y occidentales, tuviesen que abandonar nuestro suelo, llevándose consigo los restos de nuestra riqueza agrícola, industrial y comercial, y abriendo en el corazón de la Monarquía tan honda llaga, que apenas han podido cauterizarla dos siglos.

No menos funesto que el fanatismo religioso fue, para la Monarquía española, el provincialismo, que es la falta de unidad civil y de unidad política. La separación y discordancia de las diversas provincias de España, se advierte en la Historia desde los primeros tiempos. Quizá la tierra misma se prestó a ello, dando a cada localidad opuesto clima y distintas producciones y poniendo entre ellas límites y fronteras naturales; quizá ayudó eficazmente al establecimiento de colonias de diversas naciones. La dominación romana impuso algo de unidad en la Península, pero la invasión de las diversas naciones septentrionales, que ocuparon diversas provincias, volvió a separar las partes mal unidas y a dar a cada provincia distintas tradiciones y leyes. No bien establecida la unidad por los godos en el reinado de Sisebuto, se perdió en D. Rodrigo la Monarquía, y los moros, que ocuparon la mayor parte, no tardaron en repartirse en muy distintas soberanías, al propio tiempo que los cristianos, que huyendo de las desdichas del Guadalete se refugiaron en las montañas, tomaban allí distintos jefes, lejos los unos de los otros, sin poder comunicarse ni entenderse en la empresa común. Y muchas dinastías y muchas leyes y muchas historias se formaron antes que el valor y la fortuna pusiesen todos aquellos estados en manos de los Reyes Católicos, menos la parte de Portugal, constituyéndose la Monarquía española.

Pero, al entrar en ella, cada pueblo se conservó como era: con sus mismos usos, con su propio carácter, con sus leyes, con sus tradiciones diferentes y contrarias. Ni siquiera era igual la condición de todos los Estados: los había de condición más y menos noble, más y menos privilegiados; éstos, libres, y aquéllos, casi esclavos; como que la unión había ido ejecutándose por muy diversos motivos, viniendo unos pueblos voluntariamente, como pretenden los vascongados, y otros por medio de matrimonios, como Castilla y León de una parte, y, de otra, Aragón y Cataluña; tales como Valencia y Granada, que estaban pobladas de moros todavía, por fuerza de armas; tales, mitad por derecho, mitad por fuerza, como Navarra. Y no era esto sólo sino que, dentro de una misma provincia, cada población tenía un fuero y cada clase una ley. España presentaba, de esta suerte, un caos de derechos y de obligaciones, de costumbres, de privilegios y de exenciones, más fácil de concebir, que de analizar y poner en orden. Era imposible saber con cuántos hombres y con cuánto dinero pudiese contar la Monarquía; imposible enumerar sus fuerzas ni sus flaquezas; ni siquiera, en algunas ocasiones, dónde estaban sus verdaderas ventajas ni sus peligros y pérdidas. Para colmo de confusión, tuvo esta Monarquía, desde sus principios y antes de fundarse, muchas posesiones y colonias extranjeras. Trajo consigo el reino de Aragón a Sicilia y Cerdeña; descubriéronse los dilatados imperios del Nuevo Mundo; Gonzalo de Córdoba puso a Nápoles debajo de nuestras banderas; el casamiento de Felipe el Hermoso con Doña Juana la Loca, nos dió los Países Bajos; al cardenal Cisneros debimos algunas posesiones en África, y Carlos V redujo a su obediencia el Milanesado. Al contemplar en los mapas tantos y tan diversos países, se asombra el ánimo y no hay más que exclamaciones líricas en los labios para celebrar la grandeza de España; pero, a poco que la razón cobra su imperio, se trueca en pena el primer contento. La situación de la verdadera Monarquía, de lo que era la verdadera nación, repartida en tantos intereses y en tantos pensamientos, no podía ser más peligrosa. Y la inmensa balumba de posesiones y territorios que pesaban sobre aquella desconcertada máquina, debía hacer temer desde el principio que, no acudiendo muy eficazmente al remedio, viniesen las catástrofes que acontecieron al cabo.

A la verdad, la falta de unidad en las diversas partes de la Península, que era lo primero que debía mirarse, parecía cosa de muy difícil remedio y muy lento. No podían alterarse en un año aquellas costumbres tan antiguas y tan diversas, aquellas leyes tan respetadas y tan contrarias. Pero era preciso emprender la obra con resolución y constancia si había de llegarse alguna vez a buen término.

Dos caminos se ofrecían. Era el uno igualar a todas las provincias en derechos políticos, transportar lo bueno y ventajoso de estas a las otras, y quitar de todas ellas los gravámenes inútiles y las cosas dañosas al común. De este modo hubieran podido formarse más tarde unas Cortes generales en España, en las cuales los brazos de Aragón y Castilla, Navarra y Andalucía y Cataluña hubieran entrado con igualdad de derechos y de influencia; y no hay duda de que aquel gran Congreso, representando la libertad general del país, habría acabado por establecer naturalmente y sin esfuerzo la unidad apetecida. Ninguna provincia perdía nada con que las demás se igualasen a ella en libertad; ninguna habría podido fundar agravios en que lo mejor y lo substancial de sus instituciones se comunicase a las otras. Harto más difícil habría sido el reunir en un solo Congreso a los brazos de todas las provincias y el ir suprimiendo las malas instituciones y remediando los errores añejos. Pero la fuerza del bien general y de la libertad de todos, tenía que ser, por fuerza, tan grande, que poco a poco habría desaparecido toda resistencia injusta y no fundada en razón o conveniencia. La libertad de todos, representada en estas Cortes generales de la Monarquía, habría uniformado los nombres que tanta influencia suelen tener en las cosas; habría creado un lenguaje político común, y antes de mucho la legislación civil y criminal y los intereses y las aspiraciones de todos hubieran venido juntándose y fundiéndose y creándose una nación sola de tantas naciones diferentes. Teníamos, para favorecer esta empresa, la unidad religiosa que nos costaba tanto, y no habría sido difícil contar con el apoyo de la nobleza más ilustrada, de una parte, y, de otra menos disconforme en su composición y más semejante aquí y allá en derechos y en intereses, que no las municipalidades y los pueblos. Así también el régimen representativo, por el cual hemos trabajado tanto después y con tan poca fortuna, se habría encontrado por sí mismo constituído en España.

A ninguna nación le hubiera sido más fácil que a la nuestra su ejercicio en aquella sazón, y acaso la Inglaterra misma, con su Carta magna, hubiera tenido que imitar algo en nosotros, en lugar de tanto como nosotros imitamos en ella. Había aquí ya costumbres públicas, pueblos enseñados a entender en sus intereses y grandes que no sabían ceder al trono en sus empeños; había leyes como aquella segunda del Libro de las leyes, que decía: «Rey serás si hicieres derecho y si no hicieres derecho, no seras Rey»; y aquella otra del octavo Concilio Toledano: «y si alguno de ellos por cruel contra sus pueblos, por braveza o por codicia o por avaricia, sea excomulgado»; había fueros como el de Sobrarbe, donde se establecía «que Rey ninguno tenga poder nunca de hacer ley sin consejo de los nobles del Reino, y ni con otro Rey o Reina guerra y paz ni tregua»; había antecedentes de resistencia, como aquellos de Epila y Olmedo. Y porque tales leyes y tal principio de resistencia no engendrasen, por salvar la libertad, la anarquía, teníamos un grande y general amor a la institución del trono, nunca puesta en duda, nunca y en ninguna parte combatida hasta entonces, y teníamos leyes que, así como las que arriba citamos, amonestaban a los malos reyes ordenasen al pueblo completa y total obediencia a los buenos. Ahí están las Partidas, declarando que los reyes que no fuesen tiranos y no «tornasen el Señorío que era derecho en torticero», son «vicarios de Dios cada uno en su reino puestos sobre las gentes para mantenerlas en justicia.» Sentados estaban los cimientos del régimen representativo, sin que se echase alguno de menos: la libertad y el orden, la resistencia y la obediencia, antítesis de difícil resolución en una sola tesis general y fecunda, pero indispensable para que tal régimen subsista.

Bien conocemos que era mucho pedir en los reyes de entonces el que acometiesen con sinceridad y energía tal empresa. Pero si los reyes no querían procurar la unidad de la Monarquía a costa de extender las libertades y de cercenar su poderío, todavía contaban con otros medios para traer a punto la unidad deseada.

Fuera de las sendas de la libertad había otro camino por donde llegar a ella, harto contrario, aunque no de más fácil logro; y era nivelar todos los derechos, no a medida del más alto, sino a medida del más bajo; era quitarles a todos la libertad política y las exenciones civiles, y dejarlos por igual sujetos a la voluntad del soberano. Así fue como Francia llegó al punto de unidad que siglos hace alcanzó. Necesitábase para ello emplear dentro del reino las fuerzas que se emplearon fuera, y dedicar al logro de tan grande empresa toda la atención política y todo el poder de la corona. No había que transigir con uno solo de los privilegios, porque con eso desaparecía la autoridad y la fuerza de la nivelación, al propio tiempo que se interrumpía la unidad misma. Un día y otro, un año y otro empleados en esta tarea, y la ayuda de la Inquisición y las sangrías que ocasionaban a las provincias las Américas y las guerras extranjeras, habrían acabado por hacer posible semejante empresa, que con ser mala en sus fines y en sus principios, que con ser injusta, habría proporcionado algún beneficio a la Monarquía, trayéndole la unidad: mas con lo que se hizo, ni se ganó la unidad ni se excusaron tamaños males..

Hubo represión, hubo tiranía, hubo atentados contra la libertad antigua de los ciudadanos y de los pueblos, mas no se logró por eso la unidad. Hallaron los monarcas que, lo mismo en Aragón que en Castilla, cabezas de la Monarquía, los grandes y los plebeyos estaban divididos desde muy antiguo en enemistades y emulaciones. Miraban de reojo los grandes la libertad que alcanzaban las ciudades, y los ciudadanos llevaban muy a mal las exenciones y el poder de la nobleza, mayores en Aragón que en Castilla, pero en ambas partes muy grandes. Comenzaron los monarcas a excitar y aumentar aquella rivalidad, fundada en los diversos intereses de las dos clases. Primero se concedieron fueros y cartas pueblas, no con otro ánimo que con el de libertar a los pueblos de la tiranía de los grandes; después se fue aumentando el poder del brazo popular en las Cortes, hasta el punto de equilibrarse con su poder el poder del brazo noble. Acostumbráronse por tal manera los pueblos a hallar protección en el trono y a considerar como adversarios a los grandes y ricos-hombres; y éstos, despreciando la enemistad de los pueblos, redoblaron sus abusos y acrecentaron su soberbia. Declaráronse los pueblos por uno de los bandos, y los grandes por otro en las discordias que hubo en Castilla durante el siglo XV: los primeros se inclinaron a Doña Juana la Beltraneja, y los segundos, a los Reyes Católicos; aquéllos tomaron la parte de Felipe el Hermoso contra su suegro D. Fernando, y los otros sostuvieron a Don Fernando a todo trance. La muerte impensada de Felipe dió al fin la victoria al suegro, y algunos grandes de los más soberbios e independientes, de los que por sus padres y por sí propios habían hecho temblar al trono en tantas ocasiones, hubieron de emigrar a Flandes, y desde allí asistieron despechados al júbilo de sus contrarios, que, como todos los que vencen, no sabían disfrutar de la victoria sin abusar de ella. Vino Carlos de Austria a reinar, y aunque los grandes vinieron con él y se agruparon en torno suyo, no lograron reparar sus pérdidas, ni pudieron considerar la vuelta como victoria, porque el poder que nace de la fuerza y de la ocasión sin fundamento racional muy evidente, si una vez se pierde, no se recobra jamás: así ha de decirse que entonces cayó la nobleza castellana. Pero no tardaron en llegar los días de Villalar, y, peleando con todo su poder contra los pueblos, tomó de su afrenta desdichada venganza. En vano el noble Hurtado de Mendoza formuló la unión indispensable de nobles y plebeyos en aquella sentencia enérgica que conservan sus manuscritos: «El clamor de la injuria del pueblo despierta e incita a la venganza el ánimo de los nobles.» Ya era tarde, y el poder real, apoyado por los grandes, acabó en Castilla con las franquicias populares, lo mismo que a aquéllos los habían humillado antes con el favor del pueblo.

Buen pago dió la corona a los grandes por tamaño servicio. Caliente estaba aún la sangre de Villalar cuando en 1539 los echó Carlos V de las Cortes de Toledo, porque se negaban a contribuir con pechos y tributos a los gastos del Estado, alegando la exención de que disfrutaban, resto injusto de la libertad antigua, y el pueblo más que nunca debió tomar aquella humillación á propio desagravio.

Una cosa harto distinta había sucedido en Inglaterra. El rey Enrique I tuvo ya que modificar muchas leyes de Guillermo el Conquistador, hostigado por los nobles y los plebeyos coaligados. Fuése perfeccionando sin sentir tal alianza durante los reinados de Enrique II y Ricardo corazón de león, por manera que cuando Juan sin tierra abusó de las prerrogativas reales, pudo formarse contra él aquella confederación general que le obligó a firmar en Runymede la Carta de bosques y la Carta magna, principios y aún hoy día fundamentos de la Constitución inglesa.

Como en Castilla no se pudo llegar a tal concierto, se perdieron las libertades. Mirándose aquí absolutos, puesto que no quedaba más que una vana apariencia de libertad en las Cortes, los monarcas quisieron serlo en todo y en todas partes; pero no supieron llevarlo a cabo. Cayeron los privilegios del reino de Valencia casi al mismo tiempo que los de Castilla, vencidas las facciones y bandos que allí se levantaron con nombre de germanías. Y aunque las de Aragón, mal vistas y amenazadas ya por Isabel la Católica, subsistieron más tiempo, vinieron a morir, en fin, a manos de Felipe II, legítimo sucesor y continuador de la política de aquella Reina, notándose en su perdición las mismas causas que se vieron en Castilla, y, principalmente, el propio desconcierto y división que allí hubo entre los grandes y los pueblos. Fomentó muy especialmente la antigua discordia Felipe II antes de dar el golpe que meditaba a los fueros aragoneses. Pretendían todavía los señores la absoluta, que así se llamaba el derecho de bien, y maltratar a los vasallos, y ejercitábanlo de hecho con harta dureza. Insurreccionáronse por este motivo contra el duque de Villahermosa sus vasallos los ribagorzanos, y el Rey les hizo dar todo género de ayuda, excitando más que aplacando los excesos que de una y otra parte se cometían. Lo propio aconteció con otros, y hasta llegó a proteger el Rey a algunos vasallos que, cansados de la tiranía del señor, se alzaron en armas y le dieron muerte. Así se vió que, cuando llegada la ocasión acudieron los grandes a las armas, apenas encontraron gente que viniese a servir debajo de sus banderas, y los que vinieron depositaban muy poca confianza en ellos. Las Universidades o Municipios que regían las principales ciudades y villas grandes a manera de señorío, tuvieron más fe en las seguridades que daba el Rey que no en los reparos de la nobleza, que con harta razón no creía en ellas. Sólo Zaragoza se puso en armas, y ella sola y los nobles llevaron el castigo. Contra éstos no escasearon los suplicios, claros y manifiestos unos, encubiertos otros, e ignorados hasta nuestros días, en que se han abierto de repente los archivos que guardaban aquellos dolorosos misterios.

No tuvieron mejor suerte que los aragoneses, ni en verdad la merecían, los moriscos o cristianos nuevos que poblaban algunas provincias. No disfrutaban éstos de derechos políticos; pero los disfrutaban civiles de mucha cuenta y exenciones que, en lugar de atraerles afrenta, les proporcionaron mayor holgura y riqueza; como que a causa de ellos no entendieron ni en las guerras, ni en la colonización inmensa que por entonces empobrecieron y despoblaron las provincias del reino. Es indudable que aquella gente de raza enemiga, de poco firmes creencias, distinta de nosotros en usos y leyes, ofrecía muchos peligros, repartida como estaba en las costas meridionales y occidentales del reino, donde tras de no servir para defensa, brindaba con un apoyo probable, cuando no cierto, a nuestros adversarios. Así que el alejarlos de los puertos y lugares de desembarco, reemplazándolos en ellos por una población enérgica y numerosa de cristianos viejos, habría sido determinación prudente y que debió tomarse desde los principios. Mas era preciso al propio tiempo con tolerancia en las cosas pequeñas y domésticas y con rigor inflexible en las grandes y que tocasen a la seguridad del Estado, ir dando tiempo a que nuestras costumbres fuesen las suyas y suyo de corazón nuestro culto, como ya lo era el habla. Así había acontecido sin afán y estrépito en otras provincias del reino que habían ocupado también los moros, y donde ya en el siglo XVI apenas podía hallarse rastro de ellos. No se hizo esto; antes con prohibiciones impertinentes y odiosos mandatos contra sus costumbres y usos domésticos, se provocó aquella rebelión de los Alpujarras que tanta sangre costó y tantas pérdidas, dejando en el corazón de los vencidos la saña que a tales extremos obligó en adelante. Y al propio tiempo que así se obraba en Castilla, en Aragón y en contra de los moriscos, dejábanse intactos los fueros de Cataluña, Portugal, Navarra y las Provincias Vascongadas, no menos contrarios y enemigos de la unidad nacional que los que con tanto empeño se habían suprimido. No había allí, ciertamente, las mismas causas que en Aragón y Castilla para que la libertad se perdiese. Vióse siempre en las Provincias Vascongadas la gente noble de la parte misma que la plebeya; porque ni tuvo aquélla privilegios odiosos, ni ésta pudo acopiar agravios, por consiguiente; y en Cataluña y Navarra, donde había también harta desigualdad de condiciones, mostráronse todos unidos, grandes y pequeños, para la defensa de los fueros. Pero ya que la obra estaba comenzada, ya que en otras partes no los había, era flaqueza o error grave el dejarlos allí imperar y echando cada día más profundas raíces, porque eso mataba la unidad pretendida y dejaba la llaga del provincialismo o fuerismo, tanto más exclusiva y privilegiada, cuanto más profunda y peligrosa en el corazón de la Monarquía. Sobre todo, fue notable lo de Portugal. Esta provincia, que por ser tan importante y por tener menos vínculos con la Monarquía que ninguna otra, a causa de su larga separación y de su unión tan inmediata, exigía más robustez que ninguna en la administración y más fuerza en la autoridad, conservó después de la conquista todas sus franquicias, aun aquéllas que claramente favorecían su emancipación, como se vió por desdicha más tarde. Y desde luego se advirtió, tanto en Portugal como en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas, que fueron las provincias donde se toleraron las antiguas franquicias, una cosa, para ellas de provecho y honra, fatal para la unidad del Estado, que fue que al calor de la libertad se conservó más entero y más firme el carácter individual que en las demás partes de España. No tuvo medios para hacerse tan eficaz la represión religiosa, ni dejaron nunca los ciudadanos de pensar y de discurrir para atender a los intereses públicos, que en mucha parte les estaban confiados; y así se hallaron todavía fuertes y enérgicos cuando los castellanos y aragoneses habían caído ya de su antigua firmeza. Error de aquellos tiempos que también tuvo influjo en las revueltas posteriores. Todavía en Cataluña, Navarra y las Provincias Vascongadas se nota cierta superioridad de carácter sobre el resto de España, producto de la desigualdad de condiciones que entonces alcanzaron.

Comparando cosas tan contrarias y tan diversos modos de conducta, llégase á dudar si el pensamiento de la unidad nacional tuvo cabida en el ánimo de los grandes reyes del siglo de oro de nuestra política. Diríase que obraron al azar y a medida del capricho momentáneo o de las necesidades del día. Pero lo más probable es que cuando el pensamiento de la unidad estuviese en todos ellos, y principalmente en Felipe II, distraídos con las empresas lejanas y las guerras extranjeras, no acertaron a obrar con el concierto y la constancia que tamaño intento requería. Fue que se dieron treguas a Cataluña y Portugal y las demás provincias para que conservasen sus fueros, mientras venía la ocasión oportuna de igualarlas con Aragón y Castilla. Y en esto precisamente hallamos nueva falta, porque no había ningún interés que debiera preferirse al de la unidad, ninguna cosa que debiera hacerse antes á costa de dejarla a ella para después.

No era menos dificultoso, ni fue cosa en que se cometieron menos errores, el conservar las inmensas posesiones que tenía España fuera de la Península, principalmente en Europa. Natural era que se quisiera conservar el gran dominio adquirido, porque eso aconsejaban la razón política y el sentido común, enemigos ambos de las exageraciones filantrópicas de nuestra Edad. Mas por lo mismo, para conservar tan gran dominio era preciso saber preferir unos territorios a otros, unos esenciales, otros accidentales: éstos, que redondeaban y afirmaban la Monarquía; aquéllos, en que sólo podía hallar efímera gloria. Aún convenía abandonar Estados que hubiesen de perjudicar a la conservación de otros mayores, y dejar las empresas inútiles por las ciertas y de seguro éxito. No desconocieron tales principios de buena política ni Fernando V, ni Carlos V ni Felipe II; pero no supieron ponerlos en práctica con oportuna constancia.

Fernando V se propuso y alcanzó, en compañía de su esposa la magnánima Isabel, la grande obra de arrojar de España a los mahometanos, y más tarde se apoderó, no bien halló pretexto para ello, del reino de Navarra, que era una parte esencial y necesaria de la Monarquía española. También se hizo restituir los condados de Rosellón y Cerdaña, que de tiempo antes estaban empeñados en poder de la Francia, y que eran esencialísimos para resguardar la Península por aquella parte y para tener en respeto a nuestros turbulentos vecinos, poseyendo tal puerta por donde invadir a mansalva su territorio. Pero apartó de su cauce la política española, empleando en Nápoles y en las guerras de Italia las sumas y soldados con que debió pesar en África. Cabalmente alcanzó tiempos en que pudo hacerlo con ventaja, porque caídos los benimerines en el Mogreb-el-acsa o imperio de Marruecos, hubo allá una horrible división y anarquía, que duró ochenta años, hasta la derrota de los beni-wataces y la exaltación al trono de los sanguinarios xerifes. Aprovecháronse de ella los portugueses; hicieron grandísimas conquistas con ayuda de los mismos naturales, que a la sazón se alistaban sin empacho debajo de las banderas cristianas; pero no supieron conservar lo adquirido. Y Fernando el Católico, que tantos recursos tenía en sus reinos, echados los moros de Granada, para hacerlas mayores y conservarlas eternamente, descuidó de esta manera el constituir de nuevo la España romana y goda, que pasando el estrecho tenía puestas sus fronteras en el Atlas, límite que la Naturaleza al propio tiempo que la Historia, nos tienen señalado. Grande error fue, que no disculparían ni aun los empeños del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. Acometiéronse empresas parciales; tomáronse algunas plazas de la costa; pero el error de Fernando V fué perpetuándose en los reinados sucesivos, y después de no pequeños gastos y pérdidas de hombres y navíos, después de muchas batallas ganadas y de harta sangre vertida en aquellos arenales, no pudimos recobrar la España transfretana, y quedaron nuestras costas y nuestros mares a merced de los piratas berberiscos, que nos causaron gravísimos perjuicios los años adelante, todo por no haber hecho a tiempo el esfuerzo que se requería, llevando de una vez nuestras armas a aquellas regiones, donde de ir entonces todavía estarían de seguro imperando. Arrastró a Fernando V el orgullo de preponderar en Europa, y pudo más en él esto que no el útil de España.

Dejó también sembrada Fernando V copiosa cizaña con el matrimonio que pactó entre su hija y Felipe el Hermoso, del cual nos vinieron los Estados de Flandes. ¿Cómo era posible que Carlos V abandonase luego fácilmente aquella herencia tan legítima de sus padres? Sostúvola, que era ya grave error, y además cometió por su parte mayores faltas que Fernando V: unas dictadas por el propio espíritu de preponderancia, apoderándose de Milán, ni más ni menos que como aquél se había apoderado de Nápoles; otras por la cualidad que tuvo de Emperador de Alemania. Acrecentadas con esto sus fuerzas, se acrecentó su ambición naturalmente, y además, teniendo que acudir a defender el Imperio, empleó en ello parte de las fuerzas nacionales, desperdiciándolas: bien que sea preciso convenir en que los alemanes tienen razón cuando se quejan de que Carlos V no pareció más que Rey de España. La verdad es que aquel Príncipe fué español en sus sentimientos, y lo fue en sus conquistas, dejándolo todo a beneficio de España. Su falta estuvo en que, deslumbrado con las grandes fuerzas de que a la sazón disponía, llevó demasiado adelante sus pensamientos. No tuvo idea de lo que España con sus fuerzas ordinarias podía sustentar, y de lo que particularmente la convenía, y así le vemos no sólo desatender la conquista del Mogreb-el-acsa, entreteniendo el ocio de sus armas cuando no eran empleadas contra alemanes y franceses, ya en Argel y Túnez, ya en otras expediciones menos importantes, sino dejar a Francia vencida la merindad de San Juan de Pie del Puerto que había pertenecido siempre al reino de Navarra, tierra española. Más tarde, dió también la isla de Malta a los caballeros de San Juan de Jerusalén, isla de suma importancia para la dominación del Mediterráneo.

Felipe II conquistó Portugal con ventaja tan grande de la Monarquía, que basta con ello para que su memoria sea honrada en España. Hubo en este Príncipe más idea que en otro alguno de nuestros verdaderos intereses; pero de una parte se encontró ya planteados los más de los errores nacionales por Fernando V y Carlos V, dueño a su pesar de Nápoles y Milán y Flandes, Borgoña y Sicilia, y de otra, sus medidas y sus nuevas empresas pecaron siempre o de poco maduras o de sobrado grandes, por lo cual no sacó de las más el buen partido que se proponía. Encadenado a la política de sus antecesores, no hizo más que aplicar a ella todo lo grande de sus pensamientos y el impulso de su voluntad invencible. De aquéllos y ésta tuvo sobradamente para cambiar de política; pero era doloroso y ofensivo a su orgullo el cambio, y así vino a tomar el verdadero camino demasiado tarde. ¿No había más que abandonar la herencia de su padre y abuelo, los campos donde fueron las hazañas de Gonzalo de Córdoba y de Antonio de Leiva? Felipe, en lugar de retroceder luego, siguió adelante. A la verdad, sus intentos contra los ingleses no han de culparse porque salieron desgraciados, que el éxito no da ni quita la razón a las cosas. Véase adonde la Inglaterra ha llegado después, lo que ha sido para nosotros mientras hemos tenido Américas y hemos tenido Marina, y acaso se encuentren justificados los proyectos de aquel Monarca. Él, antes que Napoleón, acometió la gran empresa de humillar al leopardo inglés en su guarida, y supo hacer más para lograrlo; hasta el bloqueo continental, ese sueño magnífico del capitán del siglo, fué imaginado por Felipe II, llevando para su ejecución muy adelante los tratos. Pero en sus intentos contra Francia anduvo mucho menos acertado. Si en vez de poner en el trono de Francia a una hija suya, hubiera intentado, prevaliéndose de las luchas civiles, el desmembrar el territorio y extender lejos del Pirineo nuestra frontera, con harto ahorro de dinero y de fatiga, lo habría conseguido. Entonces Francia no habría podido tomar sobre nosotros la superioridad que tomó en adelante. Dueño como fue de Marsella y de otras plazas importantes del Mediodía, fácil habría sido que nuestra nación se estableciese allí de un modo duradero.

No desconoció Felipe tal sistema, pero comenzó a emplearlo tarde, cuando ya su influencia y sus fuerzas estaban muy uebrantadas. Más diestro anduvo Luis XIV, que abusando de la incapacidad de nuestros gobernantes y del estado mísero de la nación, fue apoderándose, debajo de frívolos pretextos, de tantas provincias nuestras; y luego que nos traía despojados de todo lo que le convenía, fue cuando emprendió las negociaciones para sentar a un príncipe de su sangre en el trono de España. Y cierto que a Felipe II le habrían sido más fáciles que a Luis XIV semejantes empresas, porque el monarca francés tuvo que acabar de abrir con su espada nuestros aportillados baluartes, y tuvo que derramar en el campo de batalla la poca sangre que quedaba en nuestras venas; mas al Rey de España le tenían vendida la Francia los franceses a precio vil de oro, duques y arzobispos, soldados y burgueses: de suerte que no había más que tomar de ella al antojo. Algo alcanzamos al principio, pero no lo que más convenía; Marsella era de mayor importancia que Calais, que hubo al fin que entregar a los franceses, y cuatro plazas de la parte del Rosellón valían más que muchas en Flandes, puesto que bien se pudo preveer, aun queriendo sostenerlas entonces por honor u orgullo, que tarde o temprano habían de perderse aquellas provincias.

Tales errores hicieron que el Imperio de España, que debía hallarse a la muerte de Felipe II con fronteras seguras y ventajosas en las montañas de África y en el corazón de Francia; que debía ser señor del Mediterráneo, poseyendo ambas orillas del estrecho de Gibraltar y el puerto de Marsella, por lo menos, en la costa francesa, Sicilia, Cerdeña, Malta y las Baleares, en medio del mar, y el gran puerto de Nápoles, que al abrigo de tales puertos y fronteras debía parecer invulnerable, fuese dificilísimo de defender y facilísimo para la ofensa, débil y flaco por su grandeza misma.

Réstanos hablar de la despoblación y pobreza del reino y del desorden y penuria de la hacienda pública, que con el fanatismo religioso y la falta de unidad política, han de contarse también entre las causas que influyeron en la ruina de nuestro poderío. No conviene tratar separadamente de tales objetos, porque son por su índole tan semejantes y caminan tan juntos en la Historia que, sin lo uno, difícilmente puede comprenderse lo otro.

No hay datos que den a conocer cuál fuese el número de pobladores ni la riqueza e industria que tuviese España durante los siglos medios. Dividida en tantos reinos cristianos y moros, éstos bien y aquéllos mal gobernados; pasando los territorios y provincias de unas manos a otras con tanta frecuencia; no habiendo propiedad, ni dominio, ni nación, ni gobierno seguro, es imposible, no sólo que tales datos los haya, sino aun que a falta de ellos pueda formarse algún cálculo probable, ni en lo particular ni en lo general de la nación. Pero sábese a ciencia cierta que siempre fueron grandes los apuros en Castilla. Sólo D. Pedro el Cruel logró algún desahogo y acopio de dinero entre aquellos soberanos de la Edad Media. Los gastos de la guerra continua contra los moros, las donaciones de los reyes al Clero y a los grandes, la amortización y las exenciones de pagar que de aquí nacían, y más que todo el natural atraso y casi abandono de la Agricultura, del Comercio y las Artes que, trayendo muy pobre al país, le imposibilitaban de conllevar grandes tributos, eran los principales motivos. Alteróse el valor de la moneda en casi todos los reinados, desde Fernando III hasta los Reyes Católicos, y se contrataron muchos empréstitos; mas agravándose el mal con tales remedios, encontraban los reyes mayores dificultades cada día para atender a las crecientes necesidades del Estado. Así se puede creer de Enrique III que no hallase con qué cenar cierta noche, como dicen las consejas. Y, sin embargo, las Cortes de Castilla le dijeron a su hijo Don Juan II, en 1447: «que non demandase ningunas cuantías de maravedises, porque non pudiéndose soportar tales pedidos é monedas, se iban los vasallos á poblar otras tierras é reinos». No por eso cesó el fatal impuesto de la Alcabala ó 5 por 100 sobre la venta de mercaderías, introducido en el reinado anterior, y en el siguiente se creó la renta de Cruzada y la contribución llamada paga del subsidio. Y pensando aliviar las miserias de los pueblos y ponerlos en estado de atender á tales tributos, se dieron ya por entonces leyes suntuarias y se puso tasa al precio de las cosas: mezquinos y falsos remedios, harto probados después en los tiempos de decadencia de la dinastía austriaca.

Por esto, que pasaba en Castilla a principios del siglo XV, puede colegirse cuán infundada sea la opinión de los que suponen muy desahogado el Tesoro público y muy florecientes las Artes, el Comercio y la Agricultura durante el siglo XVI. Verdaderamente, aunque no hubiese datos ni documentos que contradijesen la opinión, el recto sentido habría de desaprobarla. ¿Qué industria, ni qué comercio, ni qué maravillas en la Agricultura podían alcanzar tales pueblos, que habían vivido ocho siglos lidiando de provincia en provincia, de pueblo en pueblo, de heredad en heredad? ¿Cómo habían de ser fabricantes ni comerciantes hombres a quienes no daba descanso ni un solo día el ejercicio de la espada? Antes que no caminos, y puertos, y máquinas, y cosas de aquellas que se emplean en el tráfico y producción industrial, mirábanse en España sendas naturales entorpecidas o quebradas a intento, a fin de estorbar los pasos, antiguos puentes derruidos, fortalezas sembradas por llanos y montes y atestadas de instrumentos de guerra. Parte de ello era obra de los moros, parte de los cristianos, ya de los reyezuelos que ocupaban las distintas provincias, ya de los concejos para defenderse de los ricos hombres. España era un campo de batalla, y en tales campos no nacen ni se conservan las flores de la paz. Además de estas razones de buena crítica, tenemos noticias de viandantes, principalmente una muy detallada del veneciano Navajero, que prueban que las Castillas, como Aragón y Navarra, a no dudarlo, eran ya al empezar el siglo XVI tierras de abundancia estéril, provincias de poca población, y pobres y mal cultivadas, por donde los rebaños merinos, favorecidos del privilegio de la Mesta, y que formaban la base de nuestro escaso comercio e industria, vagaban a su placer asolándolo todo, como en los tiempos bárbaros y de continua guerra, en que ellos eran la sola riqueza posible y provechosa. Y luego que la paz interior pudo desarrollar entre nosotros las artes útiles, produciendo la emulación y la concurrencia, nacieron o se desarrollaron rápidamente nuevas causas que apartaron a la nación del camino de la prosperidad. Los judíos dejaron despobladas, según cierto analista, ciento setenta mil casas, y salieron de estos reinos en número de cuatrocientos mil, según unos, de ochocientos mil, según otros, aunque no falta también quien rebaje a treinta y cuatro mil las familias, que podían componer hasta ciento setenta mil almas; gran muchedumbre, de todos modos. Se les vedó extraer oro ni plata, pero como se les permitiese llevar consigo cualquiera otro género de mercaderías, y como no se les pudiese impedir el uso de las letras de cambio, a que estaban muy habituados, sacaron indudablemente inmenso caudal del reino. Fue grande también el número de los emigrados por causa del Santo Oficio, y aun el de los quemados y penitenciados se puede calcular en muchos millares, sacando aquéllos del reino oro y plata en abundancia y perdiéndose en éstos mucha gente laboriosa y útil, y, además, la tranquilidad y la confianza, que son alma y vida del comercio y del trabajo. Y a la par consumieron innumerables hombres tantas y tan sangrientas guerras, apartándose de los oficios y producción en que se empleaban, al cebo de la gloria y del honor muchos, y no pocos al de la ganancia que ofrecía el saco frecuente de ciudades y la ruina de los países conquistados.

Pero, sobre todo, fue fatal a nuestra población y al espíritu de laboriosidad y de producción el descubrimiento de América. Los españoles que allá caminaron fueron tantos, que bastaron para poblar centenares de ciudades y villas en aquel continente; y si vinieron en cambio grandes conductas de oro y plata, ni fueron ciertamente tan grandes como se ha supuesto, ni recompensaron los males que nacieron de ellas. Dió el pronto enriquecimiento más y más crédito a la antigua preocupación económica, que hacía cifrar en el oro y plata la prosperidad de las naciones, primero en los gobernantes, luego en el pueblo. Ninguno viendo volver poderosos en pocos años a los que fueron pobres y mendigos, sujetaba sus pensamientos a ganar con lenta y penosa utilidad o la riqueza o la subsistencia; y lo inesperado del acontecimiento y su lejanía, daban aún estímulos a la sorpresa y valor a la fama para encarecer y mentir, fingiendo montes, ríos y mares de plata y oro y piedras preciosas con que la codicia despertaba a los más modestos y los apartaba de su hogar y antiguas ocupaciones. Todo el que sentía en su corazón sed de bienestar, de placer y de gloria; todo el que para procurárselos amaba el trabajo y la fatiga; todos los emprendedores y laboriosos y alentados salieron por tal manera de España; la mayor parte al Nuevo Mundo, bastantes, como arriba indicamos, a las guerras de África y Europa. Bien pudiera decirse que el quedar en España en tales tiempos y con tan deslumbradoras esperanzas por fuera, era señal casi segura de poquedad de ánimo, de imbecilidad o pereza. Y cierto que no eran los que tales cualidades poseían a propósito para continuar la industria y el cultivo que hubiese, cuanto y más para adelantar en ellos, como forzosamente había de suceder cuando nuestros frutos y producciones hallasen mercados. El hecho fue que se abandonó todo género de trabajo, viéndonos obligados antes de mucho a traer de países extraños hasta los objetos más necesarios para el consumo, comprándolos con los tesoros que venían de América, y por lo mismo ha podido decirse con mucha razón que no fué España sino un puente para que éstos pasasen seguros á otras naciones más laboriosas. Sólo en Segovia, Toledo, Sevilla, Granada y Valencia se sabe que floreciesen algunas industrias, y esas no tardaron en decaer completamente, contribuyendo con las grandes causas que dejamos apuntadas otra, pequeña al parecer, grande en realidad, que fué la introducción de nuevas modas, y, por consecuencia, de distintas telas en los trajes. Eran sencillas las costumbres en esta tierra de combates, y nuestros industriales sólo labraban sencillas telas; la corte flamenca y alemana y el frecuente trato de los españoles con aquellas naciones y con Italia trajo nuevas necesidades, y, por consecuencia, nuevo género de consumo. ¿Y cómo había de acudir a él y de luchar con los ricos tejidos de Flandes, ejecutando dentro de sí tales cambios, una industria puesta en tan desfavorables condiciones como a la sazón afligían a la de Castilla? No era posible.

El comercio era ya tan pobre, que apenas se halla en los siglos medios el nombre de una plaza española que se contase entre las concurridas y ricas del mundo. La exportación se reducía a algunas primeras materias, y la importación no era bastante para satisfacer las necesidades del país. Y siendo el mayor beneficio que nos brindase la América éste del comercio, tampoco supimos aprovecharlo; planteóse un sistema inmenso de monopolio que a un tiempo ataba los brazos de Europa y de América, dañando tanto a la una como a la otra, sin favorecer a nadie en suma: que es lo que suele suceder con tal género de errores. A Carlos V se atribuye, si no la invención, la ejecución de tal sistema, que fue y ha sido después no sólo español, sino europeo; pero como nacido aquí, fue aquí, sin duda, donde mayores males produjo. Todo se volvió prohibiciones, todo trabas y dificultades al tráfico. El fisco tomó oficiosamente a su cuidado la riqueza pública, y como sucederá siempre que tal cosa se intente, en lugar de favorecerla, la ahogó en su cuna. Entre otras cosas, se prohibió el hacer el comercio de América a los extranjeros, y sólo pudo suceder que ni ellos ni nosotros lo hiciésemos, que no establecer un privilegio en provecho nuestro como se pretendía.

Al compás que el sistema prohibitivo de Carlos V echaba las hondas raíces en que le vemos sostenerse todavía, brotaban preocupaciones particulares no menos funestas que aquella otra gran preocupación económica. Húbolas en todas partes; pero causas diversas, religiosas y políticas, hicieron que ellas se afirmaran y duraran más que en alguna otra en España. De ellas fue la amortización eclesiástica, tan combatida por algunos fueros y leyes españolas de la Edad Media, tan favorecida después por la devoción exagerada de los vasallos, la tolerancia de los reyes y la codicia de los clérigos, y ahora más que nunca acrecentada. No nos detendremos a examinar y encarecer los males de este género de amortización; sabidos de todo el mundo, estudiados hasta la saciedad, probados en la experiencia dolorosa de tantos años, no hay ya lugar á disputas ni serias controversias sobre este punto. Será verdad que la acumulación de capitales en manos de comerciantes, industriales o agricultores proporcione ventajas a las grandes empresas y acreciente la producción en ocasiones; mas no lo es de seguro que tal acumulación pueda haberla sin notorio perjuicio en manos de eclesiásticos. Lo mismo podemos decir de los pequeños mayorazgos y vínculos con que la gente común, émula en esto de los grandes, lo mismo que ellos habían sido émulos de los reyes, ató la propiedad a los posesores y la apartó del tráfico y negociaciones fructuosas, reduciéndola verdaderamente a la condición de muerta, como decía su nombre. De tales preocupaciones fué también, y acaso la más funesta, el juzgar impropios de la nobleza y la hidalguía la profesión del comercio y de las artes útiles, lo cual amortizó por sí solo los inmensos capitales que poseían los grandes e hidalgos y otros muchos de personas ricas que, vendiéndose los títulos a dinero, preferían comprarlos con él á emplearlos en cosa que les deshonraba. Llegóse a tener por más digno el servir a las personas de calidad que no el vivir con el trabajo propio en libertad y holgura. Errores y preocupaciones todas que desde Carlos V han venido perpetuándose con diversas formas hasta nuestros días.

Felipe II, lejos de retroceder en la obra de su padre, la llevó adelante con su ordinaria tenacidad y empeño; unió el monopolio comercial a la intolerancia política y religiosa: así fue la represión completa. Prohibió la entrada de mercancías extranjeras, como si ya hubiera sido posible estar sin ellas, y la salida del oro, como si pudiera entretenerse a sus solas en nuestros mercados sin empleo alguno. Y es que Felipe II, lo mismo que Carlos V, desconocieron los altos principios que después ha desenvuelto la ciencia económica, y quiso la suerte que ni siquiera por azar diesen con ellos, como aconteció en otras partes. Porque a tientas fué; pero ello es que la paciente república de Holanda, e Inglaterra primero y luego Francia dieron con ciertas verdades, a las cuales debieron muchas ventajas. Como ejercitaban ya mucho la industria; como no tenían por qué temer la competencia, sino más bien por qué buscarla; como carecían de otro medio de proporcionarse el oro que no fuese el cultivo de las artes mecánicas y el tráfico, a pesar de los nuevos errores económicos y de las nuevas preocupaciones, no dejaron de labrarse una prosperidad duradera, mientras que los españoles, sin grande interés en la industria, sin medios de sostener por lo pronto competencia alguna en los mercados, con oro en abundancia y esperanza de tenerlo siempre y de tener más cada día, dejaban tal camino casi completamente abandonado.

Y juntando con esto el atraso antiguo de la Agricultura, producido por la guerra de ocho siglos, la falta de brazos que comenzaba a sentirse por la expulsión de los judíos, las emigraciones voluntarias de los moros, los destierros forzosos de muchos, las persecuciones del Santo Oficio, la amortización civil y eclesiástica y el sinnúmero de soldados que exigieron las dilatadas y sangrientas campañas del siglo XVI, compréndese finalmente cuán pobres y tristes debían ser a últimos de él aquellas provincias que estaban a la cabeza de tantos países y hacían de centro, de alma, de señor de todos ellos. Hasta nuestros días no ha sido puesta en su punto de verdad esta situación, obscurecida primero por los cantos hiperbólicos de los poetas árabes, y después por el pomposo patriotismo de los escritores castellanos. Aquéllos, comparando nuestra tierra con el África, de donde solían venir, no podían menos de hallarla muy bien cultivada y con grandes artes y comercio; y éstos, que por lo común no habían salido de nuestra tierra, tampoco podían hallar en otra ventaja alguna. Los extranjeros solían juzgarnos mejor en esta parte; y los pocos que visitaron nuestro país durante el siglo XVI, están conformes en que las Artes y la Agricultura y el interior del país presentaban entonces el aspecto miserable que han presentado hasta nuestros días.

Así la hacienda no pudo andar mejor en el siglo XVI de lo que anduvo en los siglos medios; y acrecentándose cada vez más los empeños del Estado, se ocasionaron no pocas cuitas. Los Reyes Católicos, no obstante que incorporaron a la corona los maestrazgos, y que rescindieron muchas de las donaciones de sus antecesores, y rescataron no poca hacienda usurpada en otros reinados, murieron, primero el uno, el otro luego, sin ver igualados los gastos con los ingresos. No osaron ellos acudir al único remedio que pudiera traer provecho al Tesoro, y era obligar a contribuir a la nobleza y al clero en igual proporción que a los pecheros para los gastos del Estado. Mal era que, como la amortización crecía de hora en hora, iba también de hora en hora aumentándose. Carlos V osó llegar a él, pero no con la decisión y firmeza que convenía; de modo que apenas pasó de intento. En tiempo de este Monarca comenzó a dar al Tesoro algún rendimiento el quinto impuesto sobre el producto de las minas de América; ni tan grandes como se supuso, ni tampoco bastantes para atender a los gastos de aquel belicoso reinado. Hay datos para creer que en 1526 no montaron más estos rendimientos que unos cien mil ducados. Fue preciso, pues, que Carlos V impusiese grandes tributos a sus Estados, señaladamente a los de Flandes, que por su industria y prosperidad estaban más para conllevarlos que los otros; causa de quejas y reclamaciones por parte de los flamencos, que no poco influyeron en los posteriores sucesos. Y vióse aquel Príncipe tan estrecho en ocasiones, que llegó a contraer empréstitos muy crecidos y hasta fabricar copia de moneda de mala ley en escudos castellanos, según afirman graves autoridades.

Por lo mismo, al subir al trono Felipe II estaban las cosas de modo, que su favorito Ruy Gómez de Silva hubo de decir a cierto enviado de nación amiga, que hallaba el reino sensa prattica, sensa soldati, sensa dennari, palabras que han conservado ciertas memorias contemporáneas. Los usureros se llevaban ya buena parte de las rentas públicas. Todo lo que hubieran costado de más la conquista de Granada, y la de Napóles, y la de Navarra, y las guerras de África y de Alemania, se reunía a la sazón en un capital inmenso que el Estado debía y que tiraba crecidísimos intereses. Cierto embajador veneciano calculaba entonces esta deuda en veinticinco millones de ducados. Aconsejáronle al rey Felipe la bancarrota; aconsejáronle que fabricase moneda falsa; aconsejáronle, en fin, cuantas medidas, malas o buenas, pudo discurrir la ciencia de los economistas de la época. Pero con practicarse algunos de tales consejos no cesaron los apuros. Las flotas de América comenzaron a venir ricamente cargadas; pero más en provecho de los particulares que del Rey, y de todas suertes, no venían, como se ha dicho, tantas barras de oro y plata, sino para ir a países extraños; con que las provincias de España no estaban por eso más en estado de soportar los tributos. Siguió la desigualdad en los contribuyentes; el clero y la nobleza, que poseían lo más y lo mejor de la riqueza pública sin acudir apenas a los gastos del Estado, y los míseros pecheros arrastrando solos tan penosa carga. Y entre tanto el Rey necesitó dinero para armar el ejército de San Quintín y de Gravelingas; necesitólo para la guerra de Flandes, y para el equipo de la Invencible y de la flota que venció en Lepanto a los infieles; necesitólo, porque fuerza es decir tales yerros, para crear las maravillas de El Escorial, que no debiera en tiempos de tanta penuria, y para asoldar, que fue gasto menos útil que crecido, a casi todos los príncipes y cardenales y hombres influyentes, movidos olo de tal estímulo a secundar sus planes. Inventáronse, entonces, impuestos sobre impuestos; las lanas y las harinas y los objetos más necesarios al consumo fueron extraordinariamente cargados; ideáronse servicios ordinarios y extraordinarios, en alcabala y renta de millones. Y al propio tiempo se dejaron de pagar muchos intereses en la deuda pública; se hicieron en ella reducciones arbitrarias y, por tanto, injustas; se alteró, por fin, como en tiempos antiguos, el valor de la moneda de oro, fatal recuerdo y harto aprovechado en los reinados sucesivos, pesando tales disposiciones sobre todas las provincias, y principalmente sobre Castilla, y levantando grandes y justas quejas.

Fueron fundadísimas las de los particulares interesados en las flotas de América, que por espacio de cinco años miraron sus caudales pasar a manos del Rey, debajo de promesa de devolución, que bien sabían ellos que no podían cumplirse, y de garantías ineficaces. Jamás el derecho de propiedad padeció mayor insulto, ni fue más desconocido que con tal despojo, solamente posible en tan despótico gobierno, como ya lo era el de España. Y fue lo peor que tamañas exacciones no trajeron ventaja alguna a la hacienda, ni por eso se vieron más desempeñadas las rentas, ni mejor atendidas las cosas. «España, decía el maestro Gil González Dávila, cabeza de tan dilatada monarquía, era la sola que por acudir a la conservación de tanto mundo estaba pobre, y más en particular los leales reinos de Castilla.» El mismo rey Felipe escribió en cierta ocasión al sabio consejero de Castilla, D. Francisco de Garnica, pidiéndole cierto parecer, estas palabras: «El remedio de lo que ahora se trata, es el último que puede haber; si éste se desbarata, mirad lo que con razón lo sentiré: viéndome de cuarenta y ocho años de edad y con el príncipe de tres, dejándole la hacienda tan sin orden como hasta aquí. Y demás de esto, qué vejez tendré; pues parece que ya la comienzo, si paso de aquí adelante, con no ver un día con lo que tengo de vivir otro.» Frases que bien denotan el cuidado que daban al rey Felipe los negocios de hacienda; pero que no han de causar asombro si se considera que ya por los tiempos de D. Alonso el Sabio y de Enrique III, solían pronunciarlas los reyes, no menos tristes y melancólicas, con la propia ocasión y estímulo. Con todo, fuerza es observar que a medida que pasaban los años, juntándose apuros con apuros y acrecentándose los presentes y próximos con los más antiguos y lejanos, el peso de las deudas iba haciéndose más grande, y mayor cada día la pobreza del Erario. Peor era la situación de la hacienda que a la muerte de Fernando V, a la muerte de Carlos I; peor se mostró que á la muerte de éste, a la muerte de Felipe II.

Con esto dejamos terminado nuestro objeto, que era señalar las causas principales que influyeron en la decadencia y ruina de España. Las hemos hallado en ella desde los primeros tiempos coincidiendo con nuestras prosperidades. Hemos visto también que ninguno de los príncipes que imperaron entre nosotros durante el siglo XVI acertó con los medios de destruir o de aminorar en tanto como se pudo las llagas de la Monarquía.

Pero si aquellos grandes reyes no hicieron todo lo que debían, tuvieron hartas prendas para esconderlas de modo que no apareciesen a los ojos extranjeros. Ellos hicieron útil empleo las más veces del poder de la nación, que era, a pesar de todo, muy grande, y aprovechándose de las ventajas que ofrecía el espíritu de los naturales, su valor, su sobriedad y el oro de América y la muchedumbre de sus fortalezas y provincias, vivieron y murieron grandes reyes. No de otra manera la Roma de Augusto escondía en su seno las flaquezas que vinieron á destruir el imperio de Honorio. Es que como nada hay perfecto en este mundo y los grandes imperios, por lo mismo que tienen mayores fuerzas, suelen tener mayores enfermedades que otros, necesitan precisamente de príncipes ilustres que los gobiernen. Tales fueron en España Fernando V, Carlos V y Felipe II.

Tócanos decir, en adelante, cómo otros reyes más desidiosos y menos inteligentes, entregados a vergonzosas tutelas, dejaron que los ocultos males de la Monarquía saliesen a la faz del mundo y que llegaran a ser inmensos é irremediables. Más de una vez la pluma ha de vacilar en el propósito de seguir adelante, al inquirir y apuntar los hechos de esta era desdichada; más de una vez el rubor ha de manchar nuestras mejillas y la ira ha de agitar nuestro corazón. Míseros reyes y ministros torpes que cometieron todas las faltas de sus antecesores y no supieron estudiar ni imitar ninguno de sus aciertos; movidos, príncipes y súbditos, no de erróneos pensamientos de religión o de política, sino de la pereza del ánimo ó del deleite del cuerpo, de lujuria, vanidad y codicia. Bien ha sido hacer alto en la severa y noble relación de Mariana y Miñana antes de pasar a referir cosas tan diversas y tan inferiores. Sólo se echará ahora de menos la pluma con que pintó Tácito las vilezas de Galba y de Vitelio y la decadencia de la virtud romana.

 

 

 

DUQUE DE LERMA 1553-1625

Cuando el príncipe Felipe subió al trono como Felipe III, quiso tener como amigo consejero y hombre de toda su confianza a Francisco de Sandoval, quien a partir de entonces fue el verdadero «rey» de España. Se rodeó de un equipo de gente de su confianza y distribuyó los puestos más importantes de la corte entre miembros de su familia y amigos. Uno de estos personajes fue Rodrigo Calderón de Aranda, de quien se decía que era «el valido del valido». En 1599, Felipe III le otorga el título de duque de Lerma y entra así en la categoría de grande de España. Su hermana, Catalina de Zúñiga (1555-1628), fue casada con el VI conde de Lemos.

En 1601 se traslada la corte a la ciudad de Valladolid; será un breve periodo hasta 1606, en que de nuevo regresa a Madrid. Este traslado se debe al duque de Lerma que así se lo aconsejó al rey. Los historiadores creen que fueron dos los motivos que impulsaron al duque para conseguir este traslado: el primero, alejar al rey de la influencia de su tía la emperatriz María de Austria (recluida en el convento de las Descalzas Reales de Madrid), que no veía con buenos ojos la labor de don Francisco; y el segundo motivo, los importantes beneficios financieros que suponían para él este cambio.

El poder del duque de Lerma fue inmenso: llegó a manejar el sello real como Sumiller de Corps, consiguió controlar el reino y tomar él solo todas las decisiones políticas entre 1599 y 1618. Los incidentes más importantes de su mandato se produjeron en 1609 con la firma de la tregua con los Países Bajos y la expulsión de los moriscos. En 1613 tuvo además lugar el Motín de Arganda, una rebelión antiseñorial en la villa de Arganda del Rey motivada por la pérdida del privilegio de ser villa de realengo para pasar a la jurisdicción del duque de Lerma. Otras crisis se dieron en un ámbito menos político y social: la muerte de su mujer en 1603, la caída y juicio de Pedro Franqueza y Lorenzo Ramírez de Prado en 1607, las críticas y persecución contra Rodrigo Calderón a partir de 1608, la creciente división entre sus familiares y hechuras especialmente a partir de 1613.

La reina Margarita, esposa de Felipe III, no era partidaria de los abusos e influencia del duque de Lerma, y a su alrededor tenía muchos consejeros descontentos también. Hubo una investigación de las finanzas (proceso de vista) que fue descubriendo el entramado de corrupción e irregularidades. Empezaron a caer culpables e implicados, entre otros el valido del duque, Rodrigo Calderón de Aranda, que fue ejecutado en la plaza Mayor de Madrid en 1621. Se desencadena una presión en contra del régimen, y ante los acontecimientos, el duque aplica una estratagema que salvará su vida: solicita de Roma el capelo cardenalicio que se le concede en 1618 como cardenal presbítero de San Sixto, al mismo tiempo que el rey le da permiso para retirarse a sus propiedades de la ciudad de Lerma. Cuando Felipe III estaba a punto de fallecer, perdonó a muchos reos que fueron a visitarlo, y con ese objetivo el Duque intentó acercarse, lo que no logró porque el conde de Olivares, futuro valido del hijo Felipe IV, mandó retenerlo en el camino. Falleció Felipe III y el conde de Olivares ordenó que residiese en Tordesillas, pero no obedeció y apeló al Papa. Gregorio XV y el sacro colegio cardenalicio lo defendieron, considerando su destierro un atentado contra la libertad eclesiástica y el prestigio del cardenalato. Bajo el reinado de Felipe IV, iniciado en 1621, se despojó al Duque de Lerma de parte de sus riquezas. El cardenal fue condenado el 3 de agosto de 1624 a devolver al reino más de un millón de ducados. El Duque de Lerma falleció en 1625 en Valladolid, retirado de la vida pública.

Cuando le fue concedido el cardenalato corrió por Madrid una coplilla que decía: «Para no morir ahorcado, / el mayor ladrón de España / se vistió de colorado».

Sin embargo, esta versión que cobró arraigo popular en la época, y que situaría al duque de Lerma como corrupto, está completamente discutida por historiadores como Hermida Balado, Germán Vázquez o Mónica Martínez García, que sitúan al duque como víctima de una conspiración, orquestada por Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, por Luis de Aliaga, un dominico aragonés nombrado confesor del rey por influencia del de Lerma, y por su propio hijo, el duque de Uceda, deseoso de sustituir a su padre en la privanza y, al mismo tiempo, de impedir que Galicia consiguiera el voto en Cortes, lucha encabezada por Pedro Fernández de Castro y Andrade, presidente del Consejo de Italia al momento de la caída del de Lerma y principal protegido de este; el Castro presentó su renuncia a la caída del de Lerma, en la creencia de estar bajo una conspiración cortesana