VIDA DE CARLOS III
1716-1788
Carlos
Gutiérrez de los Ríos, Conde de Fernán Núñez
Introducción
Primera parte
Capítulo primero
Desde su
nacimiento hasta la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia.
Capítulo II
Reinado del
Rey Carlos en Nápoles.
Segunda parte
Capítulo primero.-
Desde la
llegada del Rey a España (1759) hasta la paz de 1763.
Capítulo II.-
Desde la Paz
del 63 hasta la conclusión de la Primera expedición, de Argel.
Capítulo III.-
Desde la
conclusión de la expedición de Argel hasta la guerra del 1779.
Capítulo IV.-
Que
comprende desde la guerra, empezada en el 79, hasta la paz, concluida en el 1783
Capítulo último.-
De las
calidades y vida interior del Rey Carlos
Introducción
Si
la muerte tiene el incontestable derecho de arrebatarnos nuestros parientes,
amigos y bienhechores, le falta, a lo menos, la facultad de privarnos de su
memoria y de la de sus virtudes. El hacerlas pasar a la posteridad es, pues, el
único arbitrio que nos queda para contrarrestar su duro poder. Por este medio
tenemos los vivos el consuelo de inmortalizar a nuestros difuntos y de hacer
que, pasando de siglo en siglo la memoria de sus virtudes, sientan todos no
haberlas poseído. Este es el fin que me propongo, reuniendo aquí, para mi
propio consuelo y para mi ejemplo y el de mis hijos, algunos dichos y los
principales hechos de la vida de mi amado Monarca el Señor Don Carlos III que
la Providencia ha querido llevarse para sí el 13 del mes pasado de Diciembre.
Mi amor y mi gratitud me obligan a tributarle este último obsequio.
Quedé
huérfano de padre y madre a la edad de ocho años, en el de 1750. Mi madre mandó
en su testamento se me trajese a París al Colegio de Luis el Grande, donde
quería me criase bajo la tutela de mi tío -y su hermano- el Duque de Rohan-Chabot. El Rey Fernando el VI se opuso a
esta resolución, y tomándonos bajo su protección a mi hermana y a mí, encargó
del cuidado de nuestras personas al Duque de Béjar, como
marido de la Princesa Leopoldina de Lorena, nuestra tía
materna; dio la tutela de mis bienes a Don Francisco Cepeda,
del Consejo de S. M., y, para que estos pudiesen desempeñarse, puso a mi
hermana en el Real Monasterio de la Visitación de Madrid, y a mí en el Real
Seminario de Nobles, pagando 800 ducados anuales por mí y 400 por mi hermana,
que fue lo que sus superiores reputaron suficiente. Educado así a expensas de
S. M. el Sr. Fernando el VI, en 18 de Abril del año de 1758, me hizo alférez de
R.s G.s Españolas en que había sentado
plaza de cadete en
18 de Marzo de 1752. Salí a hacer como tal mi primer servicio,
montando la
guardia de Aranjuez con mi compañía, que era la del Marqués de
Rosalmonte. En esta mi primer salida tuve el dolor de ver morir, el 28
de Agosto, a la reina Bárbara, esposa del Rey, que, afligido de
su pérdida, se
retiró al castillo de Villaviciosa, donde acabó sus días,
después de once meses
de una penosa enfermedad, el 10 de Agosto del año siguiente de
59.
Privado
desde el principio de dos Soberanos que habían hecho conmigo las veces de
padres, sólo me quedó el dolor de no poderles acreditar con mis servicios mi
reconocimiento. Pero llamado a la legítima sucesión del Trono su hermano el Sr.
D. Carlos III, que reinaba en Nápoles, tuve la fortuna de
recibirle en Madrid con mi compañía, que fue la primera que le montó la guardia
en el palacio del Retiro, donde llegó el día 9 de Noviembre de 1759, y encontré
en su benignidad un nuevo objeto digno de todo mi cariño y gratitud.
En
15 de Mayo de 1760 me hizo S. M. segundo teniente de la compañía del Marqués de
Torrenueva, con la cual pasé a Barcelona el año de 1760, y
en 22 de Agosto de 1761 me ascendió a primer teniente de la compañía de Don
Juan de Sesma, y con ella me transferí, en 1762, al
ejército que hizo la guerra en Portugal a las órdenes de los Excmos. Sres.
Marqués de Sarria y Conde de Aranda en
las provincias de Trasosmontes y Beira. Llevé a S. M. al Real Sitio de San
Ildefonso la noticia de la toma de Almeida, que se rindió el 25 de Agosto de
aquel año. S. M., después de haberme distinguido con sus honrosas expresiones,
me dijo haberme dado el grado de coronel. Solicité por medio de Don Ricardo
Wall, ministro de la Guerra, pasar de coronel agregado a un
regimiento de infantería para incorporarme, a fin de poder pedir luego el mando
de alguno, respecto de no ser mi ánimo quedar de capitán de Guardias, cuyo
servicio no proporciona las ocasiones de instrucción que el mando de un cuerpo.
Hizo presente a S. M. el Ministro mi solicitud, y su respuesta fue: «Díle
que yo le sacaré desde allí a mandar un cuerpo.»
Restituíme
al ejército, donde llegué tres días después. En este intermedio había
solicitado su retiro, por falta de salud, D. Antonio Idiaquez, que era coronel
del regimiento de infantería de Castilla, hoy Inmemorial del Rey. Díjomelo
luego que me vio el Inspector general, Marqués de Villafuerte,
que era mi amigo y sabía mi deseo de pasar a la infantería, instándome a que
diese luego memorial; pero yo que, aunque no tenía más que veinte años, había
ya hecho un concepto justo del valor de la palabra de mi buen Rey, le dije la
que acababa de darme, y le añadí: que creería ofenderle con mis recuerdos. El
hecho lo confirmó, pues cuatro días después vino la admisión de la dejación que
Idiaquez había hecho del Regimiento de Castilla, que S. M. se había dignado
conferirme.
Toda
mi vida me gloriaré de haber sabido, en aquella edad, conocerle y apreciarle
como se merecía.
Acabada
la campaña, pasé con mi regimiento de guarnición a la plaza de Cádiz, y,
estando allí, se dignó S. M. conferirme, en el mes de julio de 1763, la
Encomienda de los diezmos del septeno en la Orden de Alcántara, pensionada en
la tercera parte a favor de Don Fernando Andrián, segundo comandante de la Real
Brigada de Carabineros.
Habiendo
pasado con licencia a Madrid en Agosto del mismo año, en 15 de Febrero del
siguiente de 64 se digno S. M. honrarme con la llave de su Gentilhombre de
Cámara con ejercicio, con motivo del matrimonio de la Serenísima Sra. Infanta
de España, Doña María Luisa, con el gran duque de Toscana, habiendo desde luego tomado como tal mi servicio y debido a
S. M. la honra de que en el primer día que entré de guardia me diese las obras
del Herculano que tengo en mi librería.
En
el año siguiente de 65 hice como Gentilhombre la jornada del Pardo, en que mi
amor y reconocimiento a mi Soberano hallaron continuamente motivos de
admiración, respeto y cariño.
Tuve
el consuelo de estar a su lado, sin otro intermedio que su confesor, las dos
veces que, en 23 de Marzo de 1766, se vio precisado a presentarse al público de
Madrid en el balcón de su palacio, cuando el tumulto, y de admirarle y
compadecerle en aquella triste situación.
En
el año de 1767, estando mi regimiento de guarnición en Madrid, asistió S. M. a
una de las maniobras militares que hizo en julio en los altos inmediatos a la
Ermita del Ángel, y habiendo yo ido después a hacerle mi corte a Palacio, entré
en su Cámara al tiempo que se estaba quitando la casaca para retirarse a dormir
la siesta. No había allí más que tres o cuatro Gentileshombres y jefes; pero
ninguno de ellos era militar. Se encaró a mí S. M., empezó a alabar las
maniobras y particularmente a mi regimiento, a lo cual manifesté la debida
gratitud. Pasado un corto rato, dijo: «Señores, aquí tienen vuestras
mercedes un nuevo Brigadier.» Yo estaba tan cansado y distraído, que no
hice en ello el menor alto, de modo que dirigiéndome S. M. la palabra me dijo: «Hombre,
¿dónde estás? ¿A quién puedo yo haber hecho aquí Brigadier sino a ti?
No
sólo yo, sino el Duque de Santistéban y cuantos se hallaban presentes, le
besaron la mano, por la gracia y el modo amistoso y honorífico con que me la
había conferido.
Después
de haber viajado desde junio de 1772 en Italia, Alemania, Polonia, Inglaterra y
Francia, hallándome en París en Abril de 75 con ánimo de seguir en aquella
primavera mi viaje de Holanda y Suiza, recibí la noticia de haber marchado mi
regimiento, y luego me puse en camino para Cartagena. Allí me incorporé con él,
y pasé al desembarco de Argel, efectuado el 7 de julio del mismo año. En él
recibí una contusión en el pecho, y, concluida la expedición, pasé de
guarnición a Valencia, y con licencia a Fernán Núñez y
Madrid, donde llegue el 18 de Enero de 1776.
En
el mes de Marzo de este año me hizo S. M. Mariscal de Campo, con agregación al
ejército de Castilla la Vieja, y me eligió para hacer como Gentilhombre las
jornadas de San Ildefonso y el Escorial, y de vuelta de este sitio, me
confirió, sin solicitud alguna mía, la gran Cruz de su Real y distinguida
Orden, el 7 de Diciembre del mismo año.
Corrieron
constantemente voces en aquella jornada de que S. M. se quería retirar a San
Ildefonso, como lo había hecho su padre. Mi ánimo fue decididamente pedir a S.
M. me nombrase para acompañarle el resto de su vida, lo que hubiera preferido a
toda otra satisfacción y ascenso, por el amor que le profesaba; pero no se
verificó la noticia, y empleado posteriormente por S. M., tuve la satisfacción
de continuarle mis servicios, aunque no tan desinteresadamente como los que mi
cariño se proponía hacerle personalmente, sin otro galardón que el de la
satisfacción interior que sentiría mi corazón de acreditarle mi amor y
reconocimiento.
Habiendo
yo tomado estado en el siguiente año, y manifestado al Sr.
Marqués de Grimaldi desearía emplearme en la carrera diplomática,
insinuando
después a su sucesor, el Sr. Conde de Floridablanca
desearía fuese en Portugal, se dignó S. M. conferirme esta
Embajada en 26 de
Febrero de 1778.
Con
motivo de los servicios útiles que S. M. creyó le había hecho en esta Embajada,
durante la guerra que duró desde 79 a 83, se dignó conferirme, sin solicitud
mía, la Orden del Toisón, cuyo collar me puso en el capítulo celebrado en
Madrid en julio del mismo año.
La
arenga que le hice fue: «Señor, V. M. se ha dignado anticipar sus
recompensas a mis servicios.» Su respuesta fue: «No, no, estoy bien
cierto que me los continuarás siempre.»
Nombrado
por S. M. en el año de 1785 por su Embajador extraordinario y plenipotenciario
a la misma corte de Lisboa, con motivo de los desposorios del Seren.mo Sr. Infante D. Juan de Portugal (hoy Príncipe del Brasil) con la Serenísima Sra. Doña Carlota, hija del Rey, Nuestro
Señor, Carlos IV, entonces príncipe de Asturias; y el del Seren.mo Sr. Infante D. Gabriel, su
hermano, con la Seren.ma Sra. Doña Mariana Victoria, Infanta de
Portugal, y efectuados dichos dos matrimonios en el mismo año, se dignó S. M.
nombrarme su Consejero de Estado con sueldo de tal, gracia a que ni debía ni
podía aún aspirar, por mi edad y servicios; pero la bondad de este Soberano me
adelantó como siempre sus recompensas.
En
22 de Julio pensó destinarme y me propuso la Embajada de Viena, por medio del
Secretario de Estado, Conde de Floridablanca; pero habiendo
yo manifestado que sólo una obediencia indispensable me empeñaría a aceptarla,
no se volvió a hablar del asunto, y en 3 de Marzo de 86 me nombró S. M. por su
Embajador a la corte de Londres, para la cual me disponía a marchar, cuando, en
6 de Marzo del año siguiente, recibí en Lisboa el aviso de haberme transferido
S. M. a la Embajada de París, por haber pedido su retiro el Sr. Conde de Aranda que la ocupaba.
Tanta
continuación de beneficios, que sólo recapitulo para aumentar, si es posible,
mi gratitud, sería capaz de esclavizar el corazón más ingrato, aun cuando la
persona que los dispensase no fuese un Soberano, y no tuviese otro motivo que
este para ser amado.
¿Que
será, pues, uniendo al título de mi particular bienhechor, tantos y tan dignos
de la memoria y veneración, no sólo de todos sus vasallos, sino de cuantos
tuvieron la fortuna de tratarle y conocerle?
Satisfago,
pues, en parte mi obligación y los impulsos de la gratitud de mi corazón,
recordando a mi memoria, y a la de mis hijos, para estimular su lealtad y amor
a sus Soberanos, parte de los principales hechos y de algunos dichos
particulares de la vida de mi amado Rey, sintiendo no haber estado siempre a su
lado, para haber escrito exactamente su vida, en que ciertamente habría mucho
que admirar, y de la cual tengo el dolor de que sólo pueda ser este papel un
muy limitado compendio, sobre todo de sus virtudes y del continuo ejemplo que
daba, aún en su interior, con sus palabras y sus acciones.
Compendio de la vida del
rey D. Carlos III de España
Primera parte
Capítulo primero
Desde su
nacimiento hasta la conquista de los Reinos de Nápoles y Sicilia.
Después
de haber superado gloriosamente nuestro Monarca, el Sr. D.
Felipe V, todos los obstáculos que se opusieron a sus justos derechos
a la Corona de España, y de haber asegurado la sucesión a esta
monarquía con
dos hijos, Luis y Fernando, nacidos de una princesa de Saboya
que, por sus
virtudes, talento y conducta debiera haber sido inmortal, quiso
la Providencia
probar la constancia y resignación de este gran monarca
arrebatándola de su
lado.
No
obstante el justo dolor que ocasionó a este Soberano su pérdida, haciendo
nuevamente uso de aquella firmeza que tenía tan acreditada a la nación entera
en las fatigas de una larga y penosa guerra, creyó no deberla exponer
nuevamente a otra igual, dejando abandonada la sucesión de la Corona a las
vidas de sólo dos tiernos hijos, y resolvió contraer nuevo matrimonio con la
Princesa heredera de Parma, doña Isabel Faunesco, reuniendo por este medio a
los derechos que la Corona de España tenía a la de Portugal los de la augusta
casa de Faunesco, superiores aún a los de Felipe II y a los
de la casa reinante de Saboya.
El
tiempo acreditó la justa previsión y prudencia de esta determinación, pues,
aunque los dos hijos primeros del Sr. Felipe V tomaron estado y reinaron con la
denominación de Luis I y de Fernando el VI, ni uno ni otro
dejaron sucesión alguna, y por su falta se hubieran seguido nuevamente a la
España los mayores males. Aunque los hijos de los Reyes son por lo común una
carga al Estado, ésta puede disminuirse en beneficio suyo, empleándolos en su
servicio, lo cual no debe temer en el día un gobierno prudente y firme, a quien
será imposible evitar las malas resultas de la falta de sucesión.
Quiso,
pues, la divina providencia precaverlas, concediendo una sucesión numerosa a
nuestra segunda Reina, D.ª Isabel Faunesco, cuyo primogénito el Sr. Infante D.
Carlos, había destinado el cielo para defendernos de tantos males, para
restablecer un Reino extinguido después de doscientos años, y para reinar y
hacer felices por el espacio de cincuenta y cuatro los pueblos de Italia,
España y América, que vivieron bajo su justa y benéfica dominación.
Nació el Infante D.
Carlos en Madrid, el día 20 de Enero de 1716, y educado con el cuidado y esmero
correspondiente, se mantuvo al lado de sus padres, acompañólos en el viaje que
hicieron a Badajoz para efectuar en el río Caya, en una casa de madera
construida sobre él a este fin, los desposorios del Sr. Don Fernando el VI, su
hermano, entonces Príncipe de Asturias, con la Seren.ma Sra. D.ª
Bárbara de Portugal, hija del Rey D. Juan V. Este monarca con toda su corte se
transfirió igualmente a aquel punto de reunión del Caya en que ambas familias
R.ls de España y Portugal se vieron unidas por la primera vez,
después de tantos años de enemistad y desconfianza. Parece que el Cielo destinó
al Infante Don Carlos para presenciar desde sus primeros años objetos análogos
a la bondad de su corazón y al constante deseo que tuvo toda su vida de reunir
el género humano, considerándole como un solo individuo, para amarle y anhelar
su felicidad.
Para
mayor conocimiento del corazón humano, que es el objeto primario de todas las
historias, y para imponerse en la delicadeza de las cortes, conviene referir
aquí una anécdota particular, de aquellas que no suelen hallarse sino en los
manuscritos.
El
Marqués de Abrantes, Embajador extraordinario de Portugal
en España, comisionado como tal para esta ceremonia, vino desde Madrid
acompañando a SS. MM. y AA. hasta la frontera. Luego que llegó la Corte a
Badajoz, pasó el Marqués a la plaza de Yelves, donde estaban esperando SS. MM.
FF. y toda su Real Familia.
Ufano
de su comisión el Marqués, que merecía la mayor aceptación y confianza de su
Soberano, le dijo: «Aquí traigo
a V. M. el León fiero de Castilla que le espera en Badajoz.» Chocada
de esta frase la altivez de D. Juan V, cuyos primos segundos venían sirviendo
al Monarca español, le respondió con enfado: «¿Pues
no vengo yo aquí también? ¿Qué mucho que él venga?» Desde este
punto trató al Marqués siempre con despego y como quien le había ofendido.
Prescindiendo
de lo que distan entre sí ambas monarquías por su poder y antigüedad, pasemos a
comparar el mérito personal de estos dos Monarcas. Felipe V, nieto del mayor
Monarca de la Europa, por su valor y su conducta, había sabido ganarse el Reino
y el corazón y amor de todos sus vasallos, empleándose constantemente en
defenderlos y hacerlos felices.
Don
Juan V, nacido en un reino reducido, no había tenido ocasión de adquirirse una
reputación pública, pues, aunque estaba dotado de cualidades de Monarca por su
generosidad y grandeza de ánimo, faltas éstas de objetos dignos de ellas, se
habían empleado en amores escandalosos de todas clases, sin perdonar las
religiosas, y en generosidades vanas e indiscretas; y cuando creyó hacerlas
menos perjudiciales, o por mejor decir, capaces de borrar delante de Dios y de
los hombres sus primeros errores y escándalos, fundó una Patriarcal que sería
magnífica para todas las Américas. Logró con ella, a costa de millones que hizo
pasar a Roma, edificar un establecimiento con que disminuyó las rentas de los
obispos y catedrales del reino. Creó un Patriarca, que es un mal remedo del
Papa, a cuyas ceremonias arregla las suyas; veinte y cuatro plazas con el
título de Principales y paga de 120.000 reales para doce segundos jóvenes (que
logró, no de balde, vestir
de Cardenales, como los chicos se visten gratis de frailecitos), que buscan el modo más alegre de comérselos en
Lisboa; setenta y dos plazas de Monseñores, que también imitan a los de Roma,
con 40.000 reales cada uno, que procuran disfrutar a imitación de sus principales,
y, a proporción, un número competente de canónigos racioneros, etc.
Fundó
también un magnífico convento, llamado Mafra, a seis leguas de Lisboa, para
poner en él cien frailes descalzos de San Francisco, de la Reforma de San Pedro
de Alcántara, cuyo fundador, si los viera en aquel suntuoso
edificio, tan ajeno de la humildad de su instituto, se agarraría a dos de las
columnas magníficas de aquel templo para dejarle caer como Sansón, o los
arrojarla fuera, como Cristo a los mercaderes que estaban en el Templo. Otra
locura de magnificencia hizo también en un paraje llamado Ventas Novas, a diez
leguas de Lisboa, donde en pocos días edificó un magnífico palacio, sólo para
pasar una noche cuando fue a la raya a efectuar el matrimonio de que se trata.
Estas son las tres grandes y mejores memorias de éste Rey, que hizo a costa de
muchas vejaciones Y tropelías, de modo que no hay portugués sensato que no las
desapruebe, y uno de ellos me decía un día: que
eran tres guerras que había hecho a Portugal, y cuyas malas resultas durarían
mucho tiempo.
Compárese
ahora el merito de uno y otro Monarca y se conocerá mejor la ceguedad del
corazón humano, la dificultad del conocimiento propio, y los efectos del
natural orgullo en quien no sabe corregirlo, que es el fin que me he propuesto
en esta digresión.
Volviendo,
pues, de nuevo al principal objeto de este escrito, diré que, después de haber
asistido SS. MM. a los desposorios del Príncipe de Asturias,
que se verificaron en el día 19 de Enero de 1729, continuo toda la Real Familia
su viaje a Sevilla. Allí se embarcó para Sanlúcar a bordo de las galeras que
mandaba mi padre, y fue por tierra a Cádiz, donde permaneció algún tiempo.
Reunía
la Reina Isabel Farnesio y su línea el derecho a la herencia de
los Estados de
Parma y Toscana (que se hallaban sin sucesión), como sobrina del
Duque D.
Antonio de Parma y nieta de Ranucio, segundo hijo de Margarita
de Médicis. La Reina madre, que vela que su hijo primogénito era el
tercero de Felipe V, su marido, pensó desde luego colocarle
en aquellos Estados, para asegurarle una suerte independiente,
en lo posible,
de sus medios hermanos. Para conseguirlo, aconsejada por el
ábate Alberoni,
hizo hacer un desembarco en Cerdeña y Sicilia, perteneciente
entonces al Duque de
Saboya, cuya línea posee hoy el trono de Cerdeña, a fin de
estar en disposición de apoderarse de los puertos de Toscana;
pero los
austriacos, auxiliados por los ingleses, como garantes del
tratado de Utrecht,
atacaron y batieron nuestra escuadra en los mares de Mesina, e
impidieron el
fruto de esta empresa. La Sicilia pasó a poder del Emperador, y
se concluyó en
Londres, en 1718, el Tratado de la Cuádruple alianza, a que al
fin accedió
Felipe V, a favor de cuyo hijo D. Carlos ofrecía la Corte de
Viena la posesión
futura de los Estados de Parma y Toscana, con tal que se
reconociesen por feudo
del Imperio y se le diese la investidura como tal. Este
artículo, que hacía a
la Casa de Austria dueña de la Italia, y que ésta apoyaba
diciendo ser
necesario para contrarrestar la preponderancia que la Casa de
Borbón tendría en
ella, poseída por sus Príncipes, ofreció muchas dificultades, y,
para
ventilarlas, se celebró en 1721 el Congreso de Cambray.
Tratóse
en este tiempo el matrimonio del Infante Carlos con la Princesa
de Beaujolais, hija del Duque de Orleans, Regente de
Francia en la menor edad de Luis XV, dando, en cambio, para
esposa de este Príncipe a la Infanta Doña Mariana Victoria,
hermana del Infante
D. Carlos, que fue después Reina de Portugal. Convenidos los
matrimonios,
pasaron estas Princesas a sus destinos, para que, educadas en
ellos desde sus
tiernos años, les fuesen menos extrañas las costumbres; cuya
política
convendría observar, en cuanto fuese posible, para los
matrimonios de los
Soberanos. Este tratado aumentó la desconfianza de las Cortes de
Viena e
Inglaterra sobre el engrandecimiento y poder de la Casa de
Borbón en Italia, y
las negociaciones del Congreso de Cambray, que desde el
principio habían sido
un tejido de intereses complicados que no producían sino
intrigas y retardos,
tuvieron un nuevo motivo de aumentar uno y otro. Para
inutilizarlas, trataba
entre tanto, directa y reservadamente, Felipe V (subido por la
segunda vez al
Trono, por muerte de su hijo Luis I, durante cuyo reinado
se había retirado a San Ildefonso, después de haber abdicado a
su favor la
Corona) con los Duques reinantes de Parma y Toscana, para
arreglar el punto de
la sucesión de su hijo Carlos. Por otro lado, éste, muerto su
hermano Luis I, se hallaba ya el segundo para la herencia de la Corona
de
España, lo cual aumentaba en los españoles el interés de
conservarle en el
reino, y en las potencias extranjeras el de impedir si reuniesen
de nuevo los
Estados de Italia a la dominación española.
En
1725 pasó a Viena el Barón (después duque) de Riperdá para concluir la paz,
directa y reservadamente, con el Emperador Carlos VI, a
quien era ya gravosa la mediación de la Inglaterra, como a la España la de la
Francia, y en 30 de Abril de 1725 se firmó el Tratado con arreglo al de
Londres, excepto que en el artículo en que se trataba de la sucesión de Toscana
y Parma se quitó la introducción de la guarnición. Quedó con todo lo de la
investidura Cesárea, que rescató luego la España en virtud de 200.000 doblones
dados por una vez, y quedó convenido el matrimonio del Infante D. Carlos con la
hija menor del Emperador.
De
esta novedad inesperada resultó, como era regular, una mutación total y un
aumento de recelos y desconfianzas. Su primero y preciso efecto fue el regreso
a Madrid de la Infanta de España D.ª Mariana Victoria, que se hallaba en París,
y el de la Princesa de Beaujolois a Francia. Esta potencia, enemiga natural de
la Inglaterra, se reunió a ella, a la Holanda y a la Prusia. Los españoles
atacaron a Gibraltar, a las órdenes del Conde de las Torres,
hombre singular e ignorante en su profesión. Con todo, conducidos por un
pastor, lograron las tropas españolas subir a lo alto del monte por una senda
llamada del Pastor; pero fueron rechazados. Los ingleses bloquearon a Portobelo.
Los manejos secretos del Cardenal de Fleuri hicieron
entibiar la empresa de esta nueva alianza, y logró se firmase en 1729 el
tratado de Sevilla, en que Francia y la Inglaterra se obligaban a hacer recibir
por fuerza al Emperador guarniciones en los presidios de Toscana; pero este
Tratado no tuvo más efecto que los que le habían precedido.
A
vista de tantas dilaciones, se resolvió Don José Patiño,
Ministro de Estado de España, a escribir al gran Duque D. Juan Gastón admitiese
en sus Estados al Infante D. Carlos, haciéndole reconocer como Príncipe
heredero de ellos. Convino en ello el Duque, en virtud de un Tratado que se
firmó en Florencia en 25 de julio de 1731.
En
estas circunstancias, murió el Duque de Parma, D. Antonio,
cuya mujer se creyó quedaba preñada. Declaró por heredero en su testamento a lo
que naciese, y, en su falta, al Infante D. Carlos. El Conde Carlo Stampa pasó con 6.000 alemanes a tomar posesión
de los Estados del Duque por el Emperador Carlos VI. Pero desvanecido el preñado,
se deshizo el matrimonio, tratado por Riperdá, entre el Infante Don Carlos y la
primogénita de dicho Emperador. Este ponía en una justa desconfianza a todas
las potencias de Europa, y, sobre todo, a Francia, por ver si podía verificarse
(como se hubiera verificado) la reunión de los Estados de España a los de la
Casa de Austria, y así, por un acuerdo hecho en Viena en 30 de Septiembre, se
tomó nueva posesión del Estado de Parma, en nombre del Infante D. Carlos, que
quedó desde entonces reconocido por el Duque de Parma y Plasencia, bajo la
tutela de la Duquesa viuda Dorotea de Neubourg, y por heredero inmediato de la
Casa de Médicis, como se declaraba en el Tratado de 25 de julio arriba citado.
Reunióse
en Barcelona una escuadra inglesa a la española, mandada la primera por el
Marqués Mari, la segunda por el Almirante Wager. Componíase
de 25 navíos de línea, 7 galeras y 17 buques ingleses, y llevaban a su bordo
6.000 hombres de desembarco, que llegaron a Liorna el 26 de Octubre de dicho
año de 31, y tomó su mando el Conde de Charni. El día 11 de
Septiembre había depositado el gran Duque en el archivo de Pisa una
protestación contra la feodalidad del Imperio. Incorporáronse a esta escuadra
tres galeras del gran Duque de Toscana, a pesar de las
representaciones del Ministro del Emperador, Conde de Estampa,
cuya Corte veía de mala gana, y forzada sólo de las circunstancias, a un
Príncipe español en posesión de aquellos Estados de Italia. Se dirigió la
escuadra a Antibo para cubrir el paso del Infante D. Carlos, que se despidió de
su padre en Sevilla el 20 de Octubre, y llego a Liorna la tarde del 27 de
Diciembre, después de haber sufrido muy mal tiempo en esta travesía.
Pasaron
a Italia, con S. A., el Conde de Santistéban, después Duque, en calidad de ayo
y Mayordomo mayor; D. Joseph Miranda, después Duque de Losada,
y el Marqués de Villafuerte, como gentil hombre; D. Manuel de Larrea, Don Francisco Chacoro y D. Juan de Garicochea,
con ayudas de cámara y caballerizos de campo, y otros varios españoles. De
éstos, los cinco últimos volvieron a España en 59 con el Rey Carlos cuando vino
a tomar posesión del reino, y el Duque de Losada fue nombrado su Sumiller de
Corps. El de Santistéban regresó después que S. M. tomo estado.
La
presencia hermosa del Infante, su edad de diez y seis años, su viveza, y su
agrado y humanidad le ganaron todos los corazones, y añadiéndose a sus
cualidades personales las de la magnificencia, esplendidez y política
generosidad de su Corte, nada dejaba que apetecer la llegada de un sucesor
semejante. Las ventajas que los comerciantes de Liorna preveían en esta nueva
unión con la España, fue un nuevo motivo para desearla y celebrar el verla
realizada.
Cuando
S. A. se preparaba a pasar a Pisa, le acometieron las viruelas, lo cual retardó
el viaje, que se efectuó después de bien pasado el término de la convalecencia.
En dicha ciudad conoció a Bernardo Tanuci, lector de derecho público en
Florencia, y le hizo auditor del ejército con motivo de haber defendido una
causa de inmunidad de un soldado español. Logró ganar se después de tal modo la
confianza del Infante, que fue su Ministro favorito en Nápoles hasta su regreso
a España, y aun después, durante la menor edad del Rey D. Fernando, su hijo.
El
9 de Marzo de 1732 hizo S. A., a caballo, su entrada pública en Florencia, y,
con todas las aclamaciones y honores de un Príncipe heredero de aquellos
Estados, fue conducido al palacio Pitti. En el cuarto que le estaba preparado
le esperaba la Electriz Palatina viuda, Ana Luisa María,
hermana del gran Duque reinante Juan Gastón. Esta Princesa, después de
demostrarle la satisfacción que tenía en verle, le condujo al cuarto del Duque.
Este, aunque postrado en cama tres años hacia por su suma debilidad, abrazó con
el mayor gusto y ternura a este hijo adoptivo.
El
24 de Junio, día de San Juan, fue S. A., en nombre del Duque Juan Gastón, y
como su sucesor inmediato, a recibir el homenaje de los castillos, etc., según
la costumbre anual de aquellos Estados, con lo cual quedó aún más asegurado en
sus derechos. Este paso desagradó mucho a la Corte de Viena, que procuró por
todos los medios impedir su efecto, pero sin poderlo lograr.
Asegurado,
pues, el Infante, pasó a tomar posesión de los Estados de Parma, en cuya ciudad
hizo su entrada pública, en medio de vivas y aclamaciones, el día 9 de
Septiembre del mismo, habiendo dejado guarniciones españolas en Liorna y
Portoferrajo. La Corte de Roma, en la cual reinaba entonces el Papa Clemente
XII, protestó, y protestó inútilmente contra esta posesión
de los Estados de Parma y Plasencia, de que no ha vuelto a recibir desde
entonces ni aun el censo que los Farnesios pagaban a la Cámara apostólica.
Esto,
y la pretensión del Infante a los Estados de Castro y Roncillone, cuya
denominación tomaba, desagradó mucho a la Corte de Roma, que no se atrevía a
recurrir a la de Francia.
No
obstante que, según las leyes de Italia, los Príncipes deben salir de la menor
edad a los catorce años, se mantenía aún en ella el Rey Carlos, que tenía diez
y siete, por consideración a su abuela la Duquesa viuda de Parma;
pero, viendo que ésta se hallaba bien con el Gobierno, se declaró S. A. mayor
de edad, confirmando la ley, y tomó las riendas del Gobierno.
Estaba
entonces, felizmente, en paz la Europa, por la prudencia de los dos Ministros
de Francia e Inglaterra, Fleuri y Walpole; pero la muerte del Rey de Polonia, Augusto I, Elector de Sajonia, alteró
esta tranquilidad. Carlos XII quería le sucediese
Estanislao Lenzinski, que tenía la mayoridad de la nación, fue elegido Rey;
pero el Czar Pedro decidió la suerte en la batalla de Pultava a favor de
Augusto, Elector de Sajonia, y Estanislao se vio precisado a retirarse a
Alemania. Este Príncipe (como suegro de Luis XV) era adicto
a los franceses, y como tal, la Emperatriz de Rusia, Ana,
se oponía a su elección. Había tenido correspondencia con el Príncipe Ragozzi y
los rebeldes de Ungría, y así el Emperador y la Rusia tenían un mismo interés.
Acercaron tropas a las fronteras, y formaron un segundo partido a favor de
Augusto II; y Estanislao, que, con el mayor número, había
pasado a Dantzic, viéndose abandonado, tuvo que salir del reino, sin que Francia
pudiese socorrerle con una escuadra, como lo intentó, por haberse opuesto a
ello Inglaterra. Los rusos tomaron a Dantzic, el Embajador de Francia quedó
prisionero, y el Rey se vio precisado a huir disfrazado, porque el General ruso
había puesto a precio su cabeza. Esta fue la época de la primera dominación de Rusia
en Polonia.
Para
vengarse y distraer las fuerzas de la Casa de Austria, entraron los franceses
en la Lorena. El Mariscal de Villars, unido con las tropas
del Rey de Cerdeña, se dirigió a Milán. Hízose una liga entre estas dos
potencias y España; pero la conducta de Víctor Amadeo, que en 1730 había hecho
un tratado doble y contradictorio con Francia y Austria, de resultas del cual
hizo dejación del reino, le hacía sospechoso, y los intereses complicados de
cada una de las tres potencias no satisfacían las miras de la Reina Isabel a
favor de su hijo Carlos.
Carlos
Manuel, sucesor de Víctor Amadeo, pensó diferentemente y se lisonjeó lograr el
Milanés. El Marqués de Ormea, su Ministro, supo
persuadir al General Filipi, enviado por el Emperador a
Turín, que no había tal alianza con España, y aún le dio de ella un testimonio
por escrito, que llevó a Viena, y con el cual quedaron tranquilos y
descuidados, que era lo que se quería. Entonces las tropas de Francia y Saboya
atacaron el Milanés en 26 de Octubre, y el Conde de Daun se
retiró a Mantua. El Duque de Castropiñano, al frente de los
españoles, tomó el castillo de Aula para abrir la comunicación entre los
Estados de Parma y Florencia, en cuyos puertos desembarcaron otras tropas
españolas, a cuyo frente estaba el Conde de Montemar, en
cuya presencia y la del Mariscal de Villars quedó el Infante D. Carlos
reconocido y declarado Generalísimo del ejército de su padre en Italia el día
20 de Enero de 1734, día de su cumpleaños.
En
la marcha del ejército que se dirigía a los Estados de Nápoles se encargó y
guardó la más exacta disciplina para conservar la benevolencia de los pueblos
de la Toscana, y se protegió el comercio con particular cuidado, para empeñar a
Inglaterra y Holanda a no tomar parte en esta guerra. Al mismo tiempo, el
Príncipe de Conty entró en Alemania, tomando el fuerte de
Kell.
Envió
el Emperador a Italia al General Conde de Mercy, hombre intrépido y rudo, cuyas
cualidades le hacían pocos amigos. Propuso un plan violento de ataque en
Toscana, ganando marchas para cortar las del ejército español que se dirigía al
reino de Nápoles, tomándoles los puestos, a fin de impedir su retirada y los
socorros. El plan era el único, si hubiera podido llegarse a tiempo; pero tenía
que superar el ejército galo-sardo que cubría la Lombardía. Retirado éste del Po,
con sorpresa del General, se atrincheró desde Parma a Sala. Lo atacó allí el
General alemán, que perdió la batalla y la vida el 29 de junio. Mandaban el
ejército francés el Mariscal de Coigny y el de Broglio, por retiro del de
Villars, que murió en Turín. El 19 de Septiembre se dio la batalla de Guastala,
que libró a Parma y Toscana del poder de los alemanes.
El
Infante había pasado a Florencia en principios de Febrero, y el 24 se despidió
para seguir el ejército que se dirigía a Nápoles. El sentimiento fue general,
pues nadie veía a Carlos que no le amase, y así le seguían un gran número de
personas, que hay quien lleva a 10.000, para establecerse en Nápoles.
No
sólo concedió el Papa el paso a las tropas españolas, que pasaron el Tíber a
las inmediaciones de Roma en 15 de Marzo, sino que dio las mayores pruebas de
amistad y benevolencia, acaso esperando lograr algo en Parma o Toscana si se
verificaba la conquista del reino de Nápoles. Esta conducta desagradó mucho a
la Corte de Viena, y el Emperador escribió una carta al Papa, en que se lo
hacía conocer, y le añadía que Nápoles, provincia, era un recurso para él y sus
Cardenales, por las pensiones y los beneficios que de él sacaban; pero que,
restablecida en reino, les privarían de todo. El 28 de Marzo tomó S. A. el
mando del ejército, y entró en el reino de Nápoles por San Germán. El General
Traun, que sólo tenía 4.600 hombres, se retiró, y su plan fue guardar las
plazas, para dar tiempo a la llegada de un socorro de 20.000 hombres que le
ofrecían de Viena. Caraffa, al contrario, quería sacar las guarniciones, reunir
todas las fuerzas e impedir la toma de la capital, «con la cual, decía (y decía
bien), caería todo el reino». Prevaleció la opinión del primero, con lo cual el
ejército siguió tranquilamente su marcha, y llegó el 12 de Abril a Aversa. Allí
fue la Diputación de Nápoles a dar al Rey las llaves de la ciudad y a hacerle
juramento de fidelidad. S. A. hizo su entrada pública en aquella capital el 10
de Mayo de 1734, después de haberse apoderado de todas sus fortalezas. Antes de
esto había publicado S. A., por medio de un Manifiesto, la carta que su padre
el Sr. Felipe V le había escrito en 27 de Febrero, dándole
el mando del ejército y autorizándole a hacer aquella conquista para librar a
los napolitanos del yugo austriaco, de que se le habían quejado, quitándoles
los impuestos gravosos establecidos por él, dando los beneficios a los
nacionales, etc. Este Manifiesto, que anunciaba lo que todos los Pueblos del
mundo desean y esperan comúnmente en los principios de un nuevo Gobierno, no
podía dejar de producir buen efecto.
Poco
después llegó la cesión de los reinos de las dos Sicilias, que el rey Felipe V
había hecho en 22 de Abril a favor de su hijo D. Carlos, lo cual llenó de gozo
a un pueblo de los más hermosos y bien situados del mundo, que, teniendo las
mejores proporciones para prosperar por sí, hacía doscientos y treinta años se
veía reducido a la suerte, no de una provincia unida a los Estados del
Soberano, pero de una colonia remota, de que, por lo común, sólo piensan en
sacar el jugo mientras duran los Soberanos y sus Virreyes y dependientes. Tuvo,
pues, el Rey Carlos la gloria de volver a dar el ser al reino más hermoso de Europa,
que decía el gran Federico II de Prusia debía ser el retiro
honrado del decano de sus Reyes. La Providencia quiso dar este consuelo al
hombre más digno de él, y cuyo corazón era el más capaz de sentirle y de hacer
feliz al género humano.
El
Conde de Montemar, instruido de que los alemanes se
reforzaban en Bari con 7.000 hombres, marchó con 15.000 españoles, y los atacó
y deshizo en Bitonto, donde logró una victoria completa, y el Rey le dio el
título de Duque de Bitonto. La conducta del Príncipe de
Belmonte, General napolitano, fue algo sospechosa en esta
ocasión, según algunos; pero el número superior bastaba, sin necesidad a
infamar a nadie. Todas las plazas se rindieron, y la de Cápua, en que estaba el
General Traun, capituló el 24 de Noviembre. A este sitio, y al de Gaeta,
asistió en persona el Rey Carlos. Los alemanes se embarcaron en Manfredonia
para pasar a Trieste veintisiete años después de haber tomado posesión del
reino, en que entraron en 7 de Junio de 1707 y salieron en 30 de Noviembre de
1734.
El
Duque de Montemar se presentó victorioso delante de Palermo el 25 de Agosto con
cinco navíos de línea, 300 tartanas, cinco galeras, dos balandras muchos buques
de transporte. La ciudad le abrió sus puertas, y reconoció al Rey Carlos por Soberano.
Lo mismo hizo Messina, y al año siguiente se rindieron los fuertes de
Matagrifon, Castelazzo y Taormina, en los cuales habla reunido el resto de sus
tropas el General Lobcowitz. Entre tanto, tomaron los
franceses a Filisburgo, y el Príncipe Eugenio no los pudo empeñar en una acción
decisiva, como lo deseaba.
El
Emperador recurrió a la Inglaterra y Holanda, a quien no podía ser indiferente
el considerable engrandecimiento de la Casa de Borbón, y amenazaron atacar las
posesiones ultramarinas de España y Francia si no se convenían a una paz
general, a que la primera no quería acceder sin que le asegurasen la posesión
de sus conquistas de Italia.
El
Duque de Montemar se encaminó con su ejército victorioso a
incorporarse en
Lombardía con el ejército aliado galo-sardo, y para evitar las
resultas, pasó
el Adigio el General Königsegg, y se retiró y fortificó en
Goito, donde el
Duque quiso atacarlo y hacer el sitio de Mantua; pero los
aliados lo
impidieron, pues ya empezaban a tener celos de los progresos de
las armas
españolas, y no querían poner en sus manos la plaza de Mantua,
que miraban como
la llave de la Lombardía. El Cardenal de Fleury envió a Viena a
Mr. de la Baume para tratar de la paz directamente con el Conde de
Zinzendorff, Ministro del Emperador. La base del tratado fue una
evaluación y
cambio de Estados, a lo cual prestaba campo el estado decadente
de la salud del
Gran Duque de Toscana, cuyos dominios no convenían las
potencias de Europa que quedasen en poder del nuevo Rey de
Nápoles; firmáronse,
pues, los preliminares en Viena el 3 de Octubre de 1735.
Por
ellos se estipuló:
1.º
Que Augusto II quedaba reconocido Rey de Polonia, y su competidor Estanislao conservaba el título de Rey y la
posesión de los Ducados de Bar y Lorena, que, por su muerte, se incorporarían a
la Corona de Francia.
2.º
La Toscana pasaría a la Casa de Lorena a la muerte de Juan Gastón, en pago de
las cesiones hechas por el artículo anterior, y se retirarían las guarniciones
españolas.
3.º
Renunciando el Rey Carlos a todos sus derechos a este Estado y el de Parma,
conservaría para sí y su línea Nápoles, Sicilia y los puertos de los Estados de
Siena y Longon.
4.º
Los Estados de Parma y Plasencia quedarían unidos al Milanés, y el Papa en
quieta posesión de Castro y Roncillone.
5.º
El Novarés, Tortones, Vigevano, Tesino y Langhe quedarían por el Rey de
Cerdeña.
Este
tratado secreto lo hizo saber el Mariscal de Noailles al
Duque de Montemar, y le dejó sólo con su ejército español. Atacado éste por
30.000 alemanes, al mando del General Kevenhuller, tuvieron
que levantar el sitio de Mantua y retirarse precipitadamente a Florencia, donde
causó la mayor consternación esta noticia inesperada. Vieron con el mayor dolor
y miedo la pérdida de su futuro Soberano Carlos, que había sabido ganarse sus
corazones, y, al paso que sentían verse privados de la generosidad de los
españoles y de las ventajas que su alianza ofrecía al comercio, temían las
resultas de la alegría que habían manifestado de verse libres del yugo alemán,
bajo el cual caían nuevamente.
Disfrutaba
entre tanto tranquilamente en Nápoles el Rey Carlos de las bendiciones de todos
sus vasallos, que eran el fruto de su justicia, de su afabilidad y del amor que
no podía ni quería ocultar les profesaba, pues acomodado a las costumbres del
país, y hablando a cada cual en su lengua, el noble, y el último de los
lazarones le miraba como padre y le amaba como tal, tratándole con la misma
confianza que si fuese uno de ellos.
Aumentó
los privilegios de la ciudad, abrió las cárceles, concedió perdones, pago de su
bolsillo y del de su padre lo que la ciudad había adelantado a sus tropas,
confirmó la posesión de los dominios comprados en tiempo de los austriacos, con
tal que sus dueños prestasen, como era justo, juramento de fidelidad, en el
tiempo y forma prescrita por su ley.
Prestado
el juramento en manos del Duque Lorenzana, nombró un Consejo para proceder
contra los que rehusasen hacerlo. Nombró doce Vicarios para presidir en las
provincias, todos de los principales señores, olvidando lo pasado, y de este
modo, y dando audiencias diarias a todo el mundo, sin distinción de clases, se
granjeó las voluntades de todos, y todos los Príncipes feudatarios de la Corona
de Nápoles, residentes en Roma, quitaron las armas del Emperador para poner las
de España.
El Rey Carlos
nombró, en 9 de junio, al Duque Cesarini por su Embajador
para presentar al Papa la hacanea y los 7.000 ducados romanos del tributo
anual, pagado sólo en virtud de un acuerdo hecho entre Eugenio IV
y Alfonso I y otro entre Sixto IV y
Fernando I. El Emperador nombró por su parte al Príncipe de
Santa Choce, porque aún no había reconocido al Infante D. Carlos como Rey de
Nápoles. Clemente XII nombró una junta de Cardenales para
salir del conflicto. Esta decidió a favor del Emperador, ínterin que todas las
Cortes no reconocían al Rey Carlos, y el Príncipe de Santa Choce hizo la
ceremonia, contra la cual protestó el Duque Cesarini, en nombre de su Soberano,
y se retiró a Nápoles.
¿Quién
diría que el mismo Rey que, a porfía con el Emperador, quería pagar aquel
tributo al Papa, antes de cincuenta años lo miraría como injusto y lo negaría
redondamente? Así va el mundo; la posición y las circunstancias mudan el
colorido de todas las cosas.
Capítulo II
Reinado del Rey
Carlos en Nápoles.
TRANQUILA
ya la Italia, se dedicó el Rey Carlos a ir corrigiendo los abusos que había
radicado en favor de los Barones la tolerancia de una feudalidad que los
Soberanos distantes consentían con estudio, para estar más seguros del pueblo,
teniéndole más sujeto. Procuró: 1.º, asegurar una cesión clara del Emperador;
2.º, abatir la independencia de los feudos; 3.º, hacer conocer a Roma que no
debía ni podía considerarle como dependiente. El Marqués Tanuci trabajó con
mucha inteligencia y acierto en esta última parte. De resultas de un Congreso
que tuvieron en Florencia los Duques de Montemar y Noailles y el General
Wachtendonk, se hicieron a fin de Diciembre en Pontremoli,
en la Lunigiana Florentina, los canges de todas las cesiones convenidas, y que
quedan dichas en el tratado de Viena; pero el Rey Carlos protestó contra la
cesión y alodiales de la Casa de Médicis, y continuó estas protestaciones en
Viena y Florencia, hasta el año de 1761, en que casó, como se verá, su hija
Doña María Luisa con el Gran Duque de Toscana.
Asegurado
ya entonces de la conservación de sus conquistas, redobló su actividad para
corregir abusos que oprimían al pobre, ensoberbeciendo y haciendo difícil de
gobernar a la grandeza. La Iglesia había también, por su lado, extendido su
jurisdicción e inmunidades más allá de lo que debía; pero el Rey obró con
firmeza contra todos los que se oponían a sus justas miras, y logró corregir
los abusos y establecer leyes sólidas que impidiesen su regreso. Aumentó en
aquel año más de 3 millones de ducados napolitanos (de 17 reales y medio de
España); restableció los arsenales y la marina; puso en forma la biblioteca
Farnesina que trajo de Parma, con mas de 5.000 ducados napolitanos de gasto. A
vista de este ardiente celo del nuevo Soberano, le dio la ciudad un don
gratuito de un millón de ducados, que aceptó, concediéndole todas las
prerrogativas que pudo y no eran contrarias a los derechos de su soberanía, ni
al bien y tranquilidad de sus súbditos.
Los
pueblos de Sicilia, que, desde que Carlos V fue a Mesina
victorioso de vuelta de su expedición de Túnez, no habían visto a otro
Soberano, lograron ver al Rey Carlos, cuyas sienes coronaron en Palermo el día
3 de Julio de 1736, Corona que había adornado la frente del célebre Federico II
de Suabia y de Alfonso de Aragón. La alegría y la
magnificencia fueron cual lo exige un espectáculo tan nuevo y agradable, cuyo
objeto era digno de todo amor, admiración y respeto. De vuelta de Sicilia, estuvo
el Rey expuesto a perecer en un arroyo al ir de Nápoles a la casa de Bovino;
pero el postillón, cuyo caballo cayó, condujo medio a nado al de varas hasta la
orilla, y salvó la importantísima vida de aquel digno Monarca, de quien la
humanidad debía aún recibir tantos beneficios.
Mientras
que el Rey se hallaba en Sicilia, hubo un alboroto entre los paisanos y las
tropas españolas y napolitanas acuarteladas en Roma y Veletri, que pudo haber
traído consecuencias muy serias. Aquellos se fortificaron en Veletri,
escogiendo 16 capitanes de los más ricos del país para mandarlos. Las tropas
los atacaron el 7 de Mayo; mataron más de cuarenta, y los hicieron pagar 40.000
escudos. Otros atacaron a Ostia, amenazaron a Palestrina y sacaron 15.000
escudos de contribución por vía de castigo. Los Cardenales Aquaviva y Belluga,
Ministros de España en Nápoles, se retiraron a sus Cortes, y les siguieron
todos los españoles y napolitanos residentes en el Estado pontificio, a pesar
de los esfuerzos que hizo el Papa para impedirlo, y que quedasen a lo menos los
Prelados y eclesiásticos. El Nuncio Valenti Gonzaga, que iba a Madrid, se
detuvo en Bayona. El Papa nombró, según costumbre, una junta de Cardenales, y
envió plenos poderes al Cardenal Espinelli, Arzobispo de Nápoles,
para tratar de ajuste. Creció en Roma el tumulto y los temores, de modo que se
doblaron las guardias y cerraron cinco puertas de la ciudad. Dio el Papa cuenta
de todo al Rey Luis XV e imploró con ardor la protección
de la Corte de Viena. El Cardenal de Fleury trató esto como un nublado pasajero
que se llevaría el mismo aire que le había formado. La Corte de Viena, al
contrario, respondió dando a entender los motivos de resentimiento personal que
tenía con el Papa por su predilección por los españoles y sus intereses; pero
concluía que, no obstante éstos, como Rey de romanos y protector de la Iglesia,
enviaría un numeroso cuerpo de tropas para sostenerle, ordenando a su Ministro
en Roma lo hiciese saber así al Embajador de Francia que allí se hallaba, no
dudando haría lo mismo S. M. C.ma, como igualmente obligado a
defender la Santa Sede. Efecto de esta declaración fue mandar el Rey de Nápoles
salir inmediatamente de los Estados del Papa las tropas españolas y napolitanas
que habían quedado en ellos. Llevaron consigo los paisanos principales motores
del tumulto de Veletri, que, habiendo pedido perdón a los Cardenales Aquaviva y
Belluga, y padecido algunos días de arresto, consiguieron al fin su libertad,
dando al mundo en este acto de humillación, tan distante de los antiguos
triunfos y violencias del pueblo romano, un nuevo ejemplo y un testimonio de la
vicisitud de las cosas humanas.
La
Reina Isabel envió a su hijo millón y medio de pesos para rescatar varios
feudos enajenados de la Corona en tiempo de los Virreyes, a fin de aumentar así
sus rentas y el esplendor de su nueva Corte. Con el mismo fin, presentó a S. M.
un Abate, que se dice se llamaba Genovesi, un estado de las exorbitantes rentas
que poseían las manos muertas. Proponía se señalasen 4 carlines a cada
religioso y religiosa, para su manutención, y 6 a los Superiores: que se
hiciese también asignación fija a los Canónigos, asignando un feudo para
fábricas y culto, e incorporando los bienes a la Corona.
Un
país acabado de conquistar, y la inmediación a Roma, hacía más difícil una
innovación de esta especie, no obstante que la pluralidad del Consejo aprobase
la mayor parte del plano, y para tratarle se envió a Roma a monseñor Galliani
el Menor.
Fundado
éste en un Breve dado en Salerno a 5 de Julio de 1098 por el
Papa Urbano II, en el onceno año de su Pontificado, a favor de Rugiero,
Conde de Calabria y Sicilia, solicitó de la Corte de Roma lo
siguiente:
1.º
El derecho de conferir Obispados y Beneficios en el reino. 2.º La exclusiva en
el Cónclave, y los demás privilegios de los otros Príncipes católicos. 3.º
Fijación del número de sacerdotes, frailes y monjas que debían gozar de las
franquicias que pagarían los que excediesen de él. 4.º Que las herencias
destinadas a manos muertas pasasen al Real Fisco. 5.º Que el Nuncio y su
Tribunal de la Nunciatura se pusiesen en el mismo pie que en las otras Cortes,
y que aquellos no ejerciesen jurisdicción alguna sobre los eclesiásticos,
seglares y regulares. A todo se negó la Corte de Roma, no obstante que todas
las ciudades del reino de Nápoles representaron aparte en los mismos términos,
pidiendo pagasen al Rey los bienes eclesiásticos un diezmo, y que se fundiese
toda la plata de las iglesias que no fuese necesaria, para aumentar la circulación
en el reino.
La
espantosa erupción del Vesubio, acaecida en 19 de Mayo del año antes, es igual
a la que cuenta Plinio, pues la lava de betún corrió doce millas, y llegó hasta
el mar, y la cantidad de cenizas fue tal, que obscurecía la luz del día. Los
curiales romanos y los frailes lo atribuyeron a castigo del cielo por las
innovaciones que el nuevo Monarca pensaba hacer sobre sus bienes; pero éste,
con la misma eficacia que socorría a los que habían padecido en la erupción,
perdonando todos los tributos, enviaba nuevas Órdenes a Roma, con varios
títulos e instrumentos fehacientes hallados en los archivos públicos, que
acreditaban más y más la justicia de los derechos que reclamaba.
Nombró
S. M. Virrey de Sicilia al Príncipe D. Bartolomeo Corsini,
que, con esto, y viéndose morir, y deseando acabar el Papa paz
con todas las
potencias católicas, se prestó a composición. Pasó a Madrid
monseñor Altoviti a llevar el capelo al Infante D. Luis, hermano del Rey
Carlos, y fue admitido el Nuncio Valenti, que estaba detenido en
Bayona.
El
12 de Mayo el Cardenal Aquaviva, como Embajador del Rey de
Nápoles, recibió en
el Quirinal la investidura del reino bajo la denominación de
Carlos VII de las
dos Sicilias. En esta ocasión se renovó la Bula antigua, dada de
resultas del
peligro en que la Santa Sede se vio en tiempo de Federico II de
Suabia por haber unido al Imperio el reino de las dos Sicilias,
dando la exclusión de esta dignidad al Rey Carlos. Pero si las
circunstancias
(reinas del Universo) lo hubieran exigido, se hubiera
tergiversado la Bula,
como sucedió en tiempo de los dos Emperadores Carlos V y
VI de este nombre. Firmado este solemne acto de todos los
Cardenales, lo llevó
a Nápoles el Abate Storace, y volvió a recibirse en ella
como Nuncio monseñor Simonetti, retirado en Nola, y se
miró como un triunfo el que el Papa recibiese entonces la
investidura y la
hacanea que le presentó, en nombre del nuevo Monarca, el
Condestable Colona.
El
Conde de Fonclara pasó a Nápoles a tratar el matrimonio
del Rey Carlos con la Archiduquesa María Ana, hija segunda del Emperador, pero éste dispuso se le
prefiriese la Princesa María Amalia de Sajonia, hija del
Elector Augusto II, Rey de Polonia, y
sobrina del Emperador, y el 9 de Mayo se desposó con ella en Dresde el Príncipe
Federico Augusto, su hermano, en virtud de poder del Rey
Carlos.
El
13 salió para Italia de incógnito, y el 29 halló en Palma Nueva la comitiva de
su esposo, mandada por el Duque de Sora, D. Cayetano
Buoncompagni, Mayordomo mayor de ella.
En
Venecia la cumplimentó Antonio Mocenigo, nombrado a este
fin como Embajador extraordinario del Senado. En Padua le salió al encuentro el
Duque de Modena, Francisco III. En Ferrara halló al
Cardenal Mosca, enviado a este fin como legado adlatere de S. S.
La
Corte de Roma reconoció al Rey Carlos como Soberano de las dos Sicilias, en los
mismos términos que Eugenio II en 1437 a Renato el Bueno, y le concedió el nombramiento
de algunos Beneficios y Obispados consistoriales. Le concedió la misma Bula de
la Cruzada que en 1509 había concedido Julio II al Rey D.
Fernando el Católico, a fin de estimular al Rey Carlos a
formar una marina contra los moros, que pondría en más seguridad las costas del
Papa que cuando no la había, en tiempo del dominio alemán, que se contentaba
con pagar un tributo a los barbarescos, lo cual no sucedió en tiempo del
virreinato del Duque de Osuna, que llego a poner en la mar
30 buques de guerra napolitanos.
La
nueva Reina de Nápoles llegó el 19 de junio a Gaeta, donde el Rey la esperaba,
y el día siguiente 22 llegaron a la ciudad de Nápoles, donde hicieron su
entrada pública el 3 de julio con la mayor magnificencia.
S.
M. instituyó entonces la Orden de San Jenaro, patrón de Nápoles, cuyo número
fijó entonces a sesenta caballeros.
No
tomó parte el Rey en la guerra declarada entre España e Inglaterra en 1739, y
esta última potencia envió a Nápoles por ministro a Mr. Pelham,
para observar y entretener la amistad.
El
Rey se ocupaba en su Consejo con todo tesón: 1.º, en hacer un tratado con la
Puerta, y, si podía, con las demás potencias berberiscas, para asegurar su
tráfico y navegación; 2.º, en la reforma de administración de las Aduanas y
arreglo de los impuestos interiores del reino; 3.º, arreglo de las tarifas de
los puertos; 4.º, en el fomento de manufacturas de todas clases; 5.º, en hacer
tratados de comercio con las otras naciones y en solicitar del Rey de España
permiso para establecer una compañía que traficase en América; 6.º, en atraer a
su reino a los extranjeros útiles, y aun a los judíos, con el libre uso de sus
religiones respectivas; 7.º, en hacer un canal de comunicación desde el
Mediterráneo al Adriático; 8.º, en el establecimiento de un Consulado y
cónsules; 9.º, en permitir la libre extracción de los granos sobrantes. A este
fin hizo limpiar el puerto de Nápoles, que estaba casi abandonado; hizo caminos
al puerto y la Magdalena, formó el arsenal e hizo fundir cañones para armar los
buques.
Federico
II, en 1220, había hecho venir a Nápoles a los judíos, que expelió Carlos V en
1540, y el Rey Carlos los volvió a llamar en virtud de un edicto de 13 de
Febrero de 1739. Esto dio mucho que decir a los curas y frailes, y se vieron
muchos pasquines, entre los cuales uno decía: Infans Carolus, Rex Judaorum. El Rey obró con
firmeza y prudencia: restituyó S. M. los empleos a todos los que los habían
tenido en el anterior Gobierno, y mandó volver al reino a todos los Barones
ausentes y a los feudatarios de la Corona, so pena de ciertas sumas
considerables que redundaban en beneficio del Real Erario. Dio varios
privilegios a los vasallos, que los apartaba de los tribunales de los Barones,
cuya tiranía feudal necesitaba moderarse a un infinito punto, que aún en el día
habría que rebajar bastante de ella.
Don
Josef Finocehieti pasó a Constantinopla, y trató y concluyó con el Marqués de
Villanueva y el Conde de Boneval el Tratado de paz con la Puerta, donde llevó
luego por 50.000 escudos de regalo el Príncipe de Francavila.
La Puerta envió al Rey un Embajador extraordinario. Aquel año dio a luz la
Reina una Infanta, que murió poco después.
La
muerte de Clemente XII fue favorable a los asuntos de
Nápoles. Sucesor fue el Cardenal Próspero Lambertini,
Arzobispo y nativo de Bolonia, que tomó el nombre de Benedicto
XIV, que siempre se repetirá con admiración y pena. Su talento y
su prudencia supieron concluir las disensiones entre las dos
Cortes vecinas.
Concedió facultad al Rey para cargar un 4 Por 100 sobre todos
los bienes
eclesiásticos, lo cual ascendía a cerca de un millón de ducados.
A más de esto,
para reemplazar el antiguo tribunal llamado de la Monarquía de
Sicilia, que
Clemente XI y Benedicto XIII habían abolido, erigió otro,
compuesto de cuatro Asesores, dos eclesiásticos y dos seculares,
presidido por
un eclesiástico, y en él se juzgaban todas las causas mixtas o
comunes a
personas de ambos Estados.
La muerte del
Emperador Carlos VI, acaecida en 20 de Octubre de este año
de 1740, puso en gran consternación la Europa, y agitó en ella varias pretensiones
a la herencia de sus vastos Estados. Su hija María Teresa,
gran Duquesa de Toscana, había sido reconocida por sus
pueblos heredera legítima de su padre; pero otros varios Príncipes le
disputaban esta ventaja. El primero fue Carlos Alberto,
elector de Baviera. Alegaba éste el derecho de
representación de su abuela Ana de Austria, primera
llamada, en falta de varones, a la sucesión de aquella rica herencia por el
Emperador Fernando I, hermano de Carlos V.
Augusto III, Rey de Polonia, Elector de Sajonia, estaba casado con la hija primogénita del Emperador Josef
I, hermano mayor de Carlos VI, y pretendía como más inmediato al último
poseedor; pero, hembra por hembra, este derecho no parece podía perjudicar al
de la hija de este, y que, en caso de retroceder a buscar el llamamiento de
hembra por la extinción de los varones, debía subirse hasta hallar la primera,
suprimiendo el mayorazgo de una sucesión regular, puesto que admitía las
hembras. María Teresa alegaba el testamento de su padre, llamado Pragmática
sanción que la llamaba expresamente. Su tía la Archiduquesa,
Reina de Polonia, le oponía otra pragmática, hecha por
Leopoldo, padre de los Emperadores Josef I y Carlos VI, la cual anuló éste, y
decía que si pudo anularla a favor de su hija, también podía anularse la suya,
para poner en vigor la anterior; pero esta misma razón era contraria a la Reina
de Polonia, pues por ella debería retrocederse de anulación en anulación hasta
hallar la que se hizo a favor de la primera hembra llamada para la sucesión de
aquellos dominios.
Viendo
Felipe V que se trataba de alegar, sea como fuese, se
presentó también como representante de los derechos de la Reina María, cuarta
mujer de Felipe II, hija del Emperador Maximiliano II, de la que descendía, y para estar más en estado de alegar y
sacar partido de sus derechos, que alarmaron mucho a toda la Europa, se propuso
apoderarse de los Estados austriacos de la Lombardía y colocar en ellos a su
hijo el Infante D. Felipe.
Pasaron,
pues, a Italia las tropas españolas, a las órdenes del Duque de Montemar, y
desembarcaron en los puertos de Orbitelo y otros, pertenecientes a la Corona de
Nápoles. El Rey de Nápoles llamó al Duque de Castropiñano,
que estaba de Embajador en París, para mandar el ejército auxiliar, que su
padre le había prevenido pusiese en estado de unirse al nuestro.
La
Toscana, que amaba más el Gobierno español que el de los Príncipes de Lorena,
tuvo un momento de esperanza de salir de éste; pero la Corte de Francia, que,
en cambio de la Toscana, había adquirido la Lorena, que deseaba conservar, como
unida a su reino, aseguró a la Corte de Viena que estuviese tranquila en esta
parte, pues se había asegurado de la Corte de Madrid. El Rey de Nápoles aseguró
también al Papa, y así las tropas aliadas tuvieron el paso libre por sus
dominios.
La
Francia veía con celos en Italia la extensión del poder de la Casa de España, y
así, aunque habla dado 12.000 hombres para sostener los derechos del Elector de
Baviera, y concedido el paso por la Provenza a parte del ejército español, se
negó absolutamente a dar socorro al Infante D. Felipe, que en el fondo no
quería ver dueño del Milanés y del Parmesano y Mantuano, siendo Rey de Nápoles
su hermano Don Carlos.
El
Cardenal de Fleury, Ministro prudente y pacífico, quería evitar una guerra de
pura enemistad de su nación contra la Casa de Austria; pero las intrigas le
obligaron al fin a empeñarse, contra su voluntad, en ella. Parecíales a los
franceses había llegado el momento de aspirar a la Monarquía universal, de
abatir a la Casa de Austria y de sacar de ella más ventajas aún que Enrique IV
y Luis XIV. Marcharon, pues, dos ejércitos a sostener las
pretensiones que el Elector de Baviera formaba sobre la
Bohemia y la Austria, y entre tanto el Rey de Prusia atacaba la Silesia,
alegando para su posesión antiguos derechos que pretendía tener la Casa de
Brandemburgo. María Teresa, superior a todo, tomó un
partido, fundado en el conocimiento del corazón humano, que es el primer
resorte del que debe gobernar, y fiada en su hermosura y en el carácter de la
nación húngara, se transfirió a Hungría, y se presentó a la nobleza con su hijo
el Emperador Josef II en sus brazos, diciéndoles venía a buscar entre ellos un
refugio. Fue tal la conmoción que ocasionó este acto de generosa confianza en
aquel pueblo noble y belicoso, que, sacando los sables todos los circunstantes,
exclamaron diciendo: Moriamur
pro Rege nostro Maria Theresa. Este sin duda es el acto más grande
y el momento más brillante y tierno de la vida de esta augusta Soberana, que no
lo olvidó nunca, y manifestó a los húngaros su gratitud conservándolos en la
entera posesión de todos sus privilegios, a que son tan adictos, como nación
que se siente y aspira a ser libre conservándolos. Su hijo, como que estaba en menor
edad, no pudo sentir todo el afecto de la generosidad de aquellos vasallos, y
así atropelló sus regalías sin consideración ninguna; pero su sucesor Leopoldo
II las ha restablecido, conociendo las ventajas que puede y debe sacar de
ellas. Se armaron, pues, inmediatamente, empeñando a que los imitasen a los
panduros, ulanos, valacos y demás naciones sus vecinas, cuyos aspectos y trajes
aumentaban su ferocidad, de la cual no habían antes hecho uso los Emperadores.
El
Elector de Baviera perdió en poco tiempo sus conquistas. El Rey de Prusia hizo
su paz particular en Breslau el 22 de Junio, por medio de la adquisición de la
Silesia inferior y de una parte del Condado de Glatz. El Rey de Polonia siguió
en breve el ejemplar de la Prusia, e hizo la paz, y destruidos los ejércitos
franceses por la escasez, enfermedades, deserción, descontentos y por la mala
inteligencia que reinaba entre todas las tropas confederadas, como sucede
regularmente, dieron tiempo a la Reina María Teresa para ocuparse de sus posesiones
de Italia.
El
gran Duque de Toscana, esposo de María Teresa, se declaró
neutro en esta guerra, para no comprometer su ducado, y que pudiesen tener
lugar por este medio las seguridades de invasión que hemos visto le había dado
el Cardenal de Fleury Montemar obró con lentitud, y dio lugar al General Traun,
Gobernador de Milán, para reunirse al socorro que le vino por el Tirol y a las
tropas sardas que el Rey Carlos Manuel III, que se declaró
en esta ocasión por la Casa de Austria, daba para sostenerla. Político fino y
buen general, supo este Soberano conocer siempre sus verdaderos intereses entre
las Casas de Borbón y Austria, y aplicarse al partido que podría serle más
ventajoso a ellos, según las circunstancias, haciendo conocer a ambos la importancia
de su alianza a causa de la posesión intermedia entre ambos Estados.
Penetraron
las tropas austriacas y sardas hasta Módena, y obligaron al
Duque Francisco de
Este a retirarse de sus Estados por no haber querido
separarse de la neutralidad que había adoptado, y así sus
Estados pagaron la
subsistencia de este ejército. El Papa auxilió a la Reina de
Hungría, de cuyo primogénito, nacido en 3 de Marzo de 1741, había
sido padrino, y le permitió exigir un diezmo sobre los
beneficios eclesiásticos
de sus posesiones de Italia.
No
obstante que las tropas españolas y napolitanas eran superiores a las enemigas,
Montemar, que las mandaba, siempre se iba retirando, y salió de la Romanía y
del Boloñés, de modo que llegó a sospecharse y decirse lo que no podría creerse
de él, y es que procedía de acuerdo con el Rey de Cerdeña y el Cardenal de
Fleury. Su llamada a la Corte desvaneció estas calumnias y dio motivo a creer
tenía orden de ella para no arriesgar una batalla. Le sucedió en el mando del
ejército el Conde de Gages, flamenco, oficial de guardias
walonas, que se hizo amar y respetar de todos por su dulzura, prudencia y
talento militar.
El
Infante D. Felipe intentó un desembarco en las costas de Génova; pero lo
impidieron los ingleses, y tuvo que pasar el invierno en Chamberi, abandonado
por el Rey de Cerdeña, para atender a la defensa de sus posesiones de Italia,
más útiles que aquella de Saboya, de que apenas saca anualmente 2 millones de
libras.
Negaron
los suizos el paso a las tropas españolas que querían introducirse en el
Milanés, y los venecianos armaron 20.000 hombres para hacer respetar su
neutralidad. Lo mismo hacía el Rey Carlos, creyendo que dar un socorro a su
padre no le hacía perder la calidad de neutral. Pero los ingleses y holandeses,
aliados de los austriacos, no lo pensaron así y proyectaron un desembarco en
las costas de Sicilia, donde creían aún contar con algunos parciales, y que,
por este medio, distraerían del Milanés y Lombardía las tropas de España. El
Rey de Polonia representó a favor de su hija la Reina de
Nápoles, y se suspendió la expedición.
Con
todo, el 18 de Agosto de 1742, se presentaron delante de Nápoles seis navíos de
guerra ingleses y cuatro bombardas, y su comandante Martín notificó al
Ministro, en nombre de su Soberano, que si, dentro de una hora precisa, no se
le prometía retirar las tropas napolitanas del ejército español y observar en
lo sucesivo una total neutralidad, tenía orden de bombardear la ciudad. Todos
los napolitanos mostraron gran deseo de vengar esta injuria, ofreciéndose a
quemar la escuadra inglesa; pero el Rey, que sabía el mal estado de defensa en
que se hallaba, no pudiendo exponerse a ello, creyó necesario retirar sus
tropas y aplicarse a la reparación de sus castillos y a la defensa de sus
costas, para estar en adelante en estado de no sufrir semejantes humillaciones.
A este fin, pasó S. M. a reconocer y hacer fortificar las costas del Adriático,
e hizo acampasen en San Germán los 12.000 hombres que había retirado de la
Lombardía para estar prontos a defender sus costas cuando y donde se
necesitase, sin que, por más que su padre, el Rey de España, le instase a hacer
volver marchar las tropas a incorporarse con las suyas, quisiese S. M.
condescender en ello, para no apartarlas de su principal objeto.
Sirvieron
oportunamente estas tropas para un objeto tan importante como
imprevisto. Un
navío genovés que venía del golfo de Lepanto con lana y granos
entró en Mesina
el 20 de Marzo, con pasaporte falso que decía haber salido del
puerto de
Brindis, e introdujo en aquella ciudad la peste que traía a su
bordo. No se
hizo alto al principio en el gran número de enfermos que traía,
y, faltando las
primeras precauciones, se dio tiempo a que las que después se
tomaron fueran ya
inútiles, y todo lo que pudo lograrse (y no fue poco), con la
actividad y celo
de las providencias del Soberano, fue enterrar la peste en las
dos ciudades de
Messina y Regio, e impedir se comunicase al resto de la Italia y
acaso a una
gran parte de la Europa. Estas dos ciudades padecieron tanto,
que desde el 15
de Mayo al 15 de Julio se calculan 44.000 hombres perdidos de
esta cruel
enfermedad, no obstante el esmero con que el general irlandés,
Conde de Mahoni, obedeció todas las órdenes de su piadoso Soberano.
Entre
tanto, la Italia contaba cinco ejércitos en diferentes partes. El del Infante
D. Felipe, que ocupaba la Saboya, y el sardo, que se le oponía al paso de los
Alpes. El resto, unido a los austriacos de la Lombardía, hacia frente al
ejército español, mandado por el Conde de Gages, que había ocupado nuevamente
el Boloñés. El quinto ejército era el que el Rey D. Carlos tenía para la
defensa particular de sus Estados. La Alemania estaba también ocupada por otros
ejércitos, y la Europa entera en espectativa de las resultas de tan terribles
aparatos.
El
2 de Febrero de 43 pasó el Conde de Gages sin oposición el Panaro para atacar
al ejército austriaco-sardo. Avisado éste a tiempo (a lo que se dijo) por el
Marqués Davia, noble bolonés, adicto a la Reina de Hungría, se preparaba a recibirle en Campo Santo, donde se dio la
famosa batalla de este nombre, por la cual ambos partidos cantaron el Te Deum, como sucede muchas
veces, después de haber sufrido los dos una pérdida considerable. Los españoles
se retiraron a los ocho días a Bolonia, y siguieron hasta el reino de Nápoles,
donde entraron y se acuartelaron el 16 de Marzo. Avisó el General al Rey Carlos
que, recelando que los enemigos venían a atacar al reino de Nápoles, había
creído deber venir a su socorro. Aunque S. M. no podía dejar de conocer en el
fondo la importancia de este servicio, se vio de nuevo empeñado por la palabra
de su neutralidad, que había reiterado a la Inglaterra. Aprobó al fin la
resolución del General español, y mandó adelantar un cuerpo napolitano sobre
los Estados del Papa, para mantener más la neutralidad, retardando la llegada
de las tropas austriacas.
Aunque
parecía que éstos deberían dirigirse hacia la Lombardía para socorrer al Rey,
de Cerdeña, que se hallaba solo contra el ejército del Infante D. Felipe, la
conquista del reino de Nápoles era un objeto preferente, y el Príncipe de
Lobkowitz marchó al frente de sus tropas para emprenderla.
A
vista de esto, creyó el Rey Carlos que, viéndose amenazado en su
propio reino
no obstante la neutralidad que había observado, y que por ella
los enemigos de
la España habían estado comerciando, sacando de sus Estados los
socorros que no
se daban a españoles y que éstos tenían que traer con riesgo de
su país, le era
ya imposible dejar de tomarlas armas para defensa de sus
vasallos. Así lo
declaró en un Manifiesto que envió a todas las Cortes de Europa.
Después nombró
un Consejo de Regencia, a la cabeza del cual puso a D. Miguel
Reggio, y resolvió pasase la Reina a Gaeta, plaza fortificada, con
la Infanta Doña María Josefa Antonia, que había nacido en 20 de
Enero en aquel
año de 43. Los napolitanos representaron al Rey que sus pechos
servirían de
defensa la más fuerte contra los enemigos de la Reina; pero S.
M. agradeció su
lealtad, e insistió en lo mandado, apoyándolo en el estado de
preñez en que se
hallaba la Reina. Los encargó la sumisión al Consejo de
Regencia, y, para
darles pruebas de su entera confianza, mandó poner en libertad
en aquel momento
crítico a todos los que estaban presos en el Tribunal de
inconfidencia, como
conocidamente adictos a la Casa de Austria y protectores de sus
intereses. Este
acto de generosidad y grandeza de ánimo denota bien la nobleza
del que le supo
hacer en tan delicadas circunstancias. Se puso S. M. en marcha
con su Ministro
el Duque de Montealegre, el Marqués del Hospital, Embajador de
Francia, el Príncipe de Santo Buono y otros de su comitiva. Llegado a
Chieti el 24 de Marzo,
tomó el mando del ejército hispano-napolitano, que mandaba bajo
sus órdenes el
Conde de Gages, y obligó a todos los Señores del Abruzzo a
que le siguiesen en la campaña.
Hizo
cubrir S. M. el paso de San Germán, que era el más expuesto, pues ya el
ejército austriaco se hallaba a las puertas de Roma, donde el miedo hizo se les
diese la mejor acogida. El Cardenal Aquaviva había propuesto algunos años antes
formar un cuerpo itálico confederado, a cuya cabeza estuviese el Papa, a
imitación del cuerpo germánico, de que es jefe el Emperador; pero este proyecto
era bueno para los antiguos romanos, que nacían con las armas en la maño, y no
para sus nietos, que han sustituido a los cascos, las corazas y las lanzas, las
mitras, las casullas y los hisopos, y así, siguiendo su sistema, dicen siempre,
y dicen bien: Viva quien vence; y aun así se dan los pobres por muy dichosos en el día si les dejan
lo que es suyo.
Reunidos
los dos ejércitos español y napolitano en Celano y Sora, el Duque de
Castropiñano, que, con el Conde de Gages, mandaban bajo
las órdenes del Rey, camparon el 15 de Mayo en los Estados del Papa, y el Rey
se aposto en Frosinone sobre el Garillano, cubriendo de este modo el reino de
Nápoles; pero sin exponer una acción general. A este fin se aposto todo el
ejército en las inmediaciones de la ciudad de Veletri, cuya elevada situación le
era muy ventajosa. Efectivamente, conociéndolo así el General alemán Lobkowitz,
no se atrevió a atacarle, aunque le había seguido con esta idea, y campó en
Genzano y Nemi. Para cortar al ejército hispano napolitano la comunicación con
el reino de Nápoles, había dispuesto le auxiliase por mar el General inglés
Matews; pero éste se detuvo a inquietar las costas de Provenza, y llegó tarde a
las de Italia. Los Generales Novati y Gorani, alemanes, vadearon el Trento. Uno
se dirigió a Aquila y el otro a Collalto, donde estaban los almacenes de los
españoles, Los húsares pasaron a Civitela, cuyo gobernador les precisó a
retirarse; pero Teramo, ciudad abierta, se rindió sin resistencia. Publicó allí
luego el General alemán un Manifiesto, que introdujo e hizo correr en el reino
de Nápoles, cuyos ciudadanos, indignados de el, enviaron por cuerpos
diputaciones al Rey para renovarle su fidelidad inalterable. Las guarniciones
de Pescara y el Abruzzo se reunieron, y obligaron a los destacamentos
austriacos a abandonar sus conquistas, no obstante las voces que habían
esparcido y escrito al ejército del Rey de Cerdeña de que los ánimos estaban
dispuestos a favor de la Reina de Hungría, y que miraban
como segura la conquista del reino de Nápoles. La mentira siempre sale a la cara,
más o menos tarde.
Estaban
atrincherados los dos ejércitos; el alemán en la Fayola y Monte Espino, y el
hispano-napolitano en el monte de los Capuchinos de Veletri, separados por un
profundo valle, en que había diarias escaramuzas, con las cuales contenía el
Rey a los alemanes e impedía una acción general, que era a lo que aspiraba.
Cansado
ya de esta guerrilla, sugirió el General Braun a Lobkowitz
emprendiese una sorpresa como la que en 1702 había practicado en
Cremona el
famoso Príncipe Eugenio, y, apoderándose del Rey, Duque de
Módena y principales Oficiales, acabar de este modo la guerra,
haciéndose árbitros por este medio de las condiciones de la paz.
Adoptó el
General el pensamiento, y el 11 de Agosto, una hora antes del
día, atacó con 6.000
hombres la ciudad por diversos parajes. El Marqués del Hospital
fue el primero que avisó al Rey, que, igualmente que el Duque de
Modena,
pudieron pasar al campamento. Los alemanes se entretuvieron,
como siempre, en
el saqueo, que fue crecido, y éste dio tiempo a los españoles y
napolitanos a
reunirse y echarlos de la ciudad, y a defender las trincheras de
los
Capuchinos, no obstante los repetidos ataques que hizo en ella
el Príncipe
Lobkowitz, que las atacó con 9.000 hombres. Las guardias
walonas, los irlandeses,
el regimiento de Castilla (hoy Inmemorial del Rey), de que he
sido catorce años
coronel, y las milicias napolitanas de la tierra de Labore
hicieron prodigios
de valor. Se cree que los alemanes perdieron 2.000 hombres, y
los españoles y
napolitanos 4.000, 11 banderas y muchos bagajes y utensilios;
pero lograron la
más completa victoria, puesto que, después de haber sido
sorprendidos,
rechazaron completamente al enemigo, resistieron los ataques
reiterados de las
trincheras y frustraron su empresa de la conquista del reino de
Nápoles,
obligándolos al fin a retirarse a Viterbo el 7 de Octubre,
después de haber
pasado los dos ejércitos en su misma posición los meses de
Septiembre y
Octubre.
El
calor había reducido a 15.000 hombres el ejército imperial, que siguió el del
Rey Carlos con 18.000, para coronar más su victoria. Los romanos vieron
tranquilamente desde sus murallas la marcha de estos dos ejércitos que se
perseguían, espectáculo tan nuevo, desagradable e inesperado para los actuales
romanos, cuanto había sido familiar a los antiguos.
La
gran alma del rey Carlos no podía dejar de sentir una cierta atracción que le
arrastraba a avistarse con el inmortal Benedicto XIV, y
esto, más que la curiosidad de ver la antigua capital del mundo, le hizo desear
entrar en ella. Fue el Príncipe de Santo Buono a hacer
saber al Papa que el Rey deseaba verle al día siguiente, 3 de Noviembre. Estaba
el Rey alojado en la villa Patrici, donde vinieron a cumplimentarle, en nombre
de S. S., los Cardenales Valenti y Colonna, el uno Secretario de Estado y el
otro Mayordomo del Santo Padre, y fueron también todos los ministros
extranjeros residentes en Roma.
Se
transfirió el Rey, rodeado de sus guardias, al palacio de Montecavallo, y se
apeó a la puerta del jardín que corresponde a la sala real. Allí lo recibieron
el maestro de ceremonias y demás oficiales de Palacio, que lo condujeron a la
sala del Café, en que lo esperaba el Papa. Este se adelantó a abrazar al Rey
luego que abrieron las dos hojas de la puerta de la sala en que estaba sentado,
sin darle tiempo a arrodillarse, y duró la conferencia más de media hora,
después de la cual toda la comitiva besó el pie a S. S. El Rey volvió a montar
a caballo, paseó las calles de Roma, vio a San Pedro y el palacio del Vaticano,
donde comió en público, descubriéndose desde el balcón el ejército austriaco,
que estaba acampado en el monte Mario, inmediato a Roma, y, tomando el coche
del Cardenal Aquaviva, y seguido de otros cuatro, se encaminó a Veletri,
habiéndole saludado la artillería del castillo de Sant'Angelo, no obstante de
estar incógnito bajo el título de Conde de Puzzoli.
Para
remunerar a los habitantes de Veletri de lo que habían padecido, les concedió
el comercio libre en sus Estados, sin pago de alcábalas, y estableció un fondo
para la celebridad de la fiesta del Corpus.
El
4, día del Santo de su nombre, marchó a Gaeta, y tuvo el gusto de abrazar a la
Reina, su esposa, aquella misma tarde, y de conocer a su, nueva hija, la
Infanta Doña María Josefa, que actualmente vive en Madrid, y que había nacido
durante su ausencia.
Al
día siguiente se dirigió a Nápoles, donde fue recibido como correspondía a un
Príncipe, que, al amor que había inspirado y a la fidelidad que había excitado
en su pueblo, reunía ahora la nueva calidad de ser su libertador y de haber
rechazado y alejado de sus fronteras a sus enemigos.
El
ejército austriaco se retiró de Viterbo y Perusa a la Lombardía, y el General
Gages, que le seguía, pasó el invierno en el ducado de Urbino, para atacar a la
primavera la Toscana y pagar a los austriacos lo que habían querido hacer con
él en el reino de Nápoles, y a este fin tenía preparado un Manifiesto. La Corte
de Francia se opuso, por la razón arriba dicha, de la Lorena, y Gages pasó a la
Lombardía, llevando consigo, como auxiliares, las tropas napolitanas.
El
20 de Enero de 1745 murió en Munik, de edad de cuarenta y siete años, el
Emperador Carlos de Baviera, agobiado de males y del peso de la Corona
imperial, que lo será siempre para todo Príncipe que no sea muy poderoso, pues
sólo da el dominio de una ciudad y una corta renta que trae consigo, cargas muy
excesivas. Pensó la Francia, y aprobó el rey Carlos, le sucediese su suegro
Augusto III, Rey de Polonia, elector
de Sajonia, y, para conseguirlo, ofreció a su Ministro,
Conde de Bruel, seis Círculos en Bohemia, y el capelo al
confesor de la Reina; pero todo fue inútil, pues, a vista del ejemplo del
antecesor, prefirió el Príncipe la tranquilidad de sus Estados a un esplendor
aparente y de más peso que utilidad. A más de que, habiendo dado a la Reina de
Hungría 20.000 hombres, como auxiliares, contra el Rey de
Prusia, que sin razón justa había tomado las armas, calculó le convenía más
tener por aliada que por rival a la Casa de Austria, y, renunciando a la
dignidad imperial, como lo había hecho su antepasado Federico el Grande,
coetáneo de Carlos V, dio, pues, su voto al gran Duque de
Toscana, Francisco Esteban de Lorena, esposo de María
Teresa y co-regente de sus Estados, que, aunque le
faltaron los votos de la Prusia y del Elector palatino, fue elegido. Emperador
el 13 de Septiembre, y se dice que su mujer fue la primera que gritó ¡Viva! en su proclamación.
Este
objeto ocupó enteramente la atención de María Teresa, y así los españoles
hicieron rápidos progresos en la Lombardía, y se apoderaron de Parma, Plasencia
y Milán, cuya residencia parece se dedicaba al Infante D. Felipe. Pero la
conservación de la Corona imperial, y la paz concluida con la Prusia en Dresde
a 25 de Diciembre, dejo desocupada a la nueva Emperatriz, que dedicó de nuevo
su atención al solo objeto que le quedaba a que atender, que eran sus Estados
de la Lombardía. Bajaron a reforzar el ejército que se hallaba en aquel país
las tropas de Bohemia, que antes hacían frente al Rey de Prusia. Entonces se
verificó lo que el Conde de Gages había predicho de la
Reina Isabel Farnesio, que desde su gabinete quería
dirigir las operaciones de la guerra; esto es, que el ejército era poco, y que
no pudiendo cubrirse con él tanta extensión de terreno, sería preciso
abandonarle, acaso con pérdida. Así fue. La sorpresa de Asti, en cuya ciudad
había 5.000 franceses descuidados, fue la primera acción de esta campaña.
Después el General español se vio obligado a abandonar el Milanés y a
atrincherarse bajo los muros de Plasencia, donde le atacó y venció el 16 de
junio el Príncipe de Lichtenstein, tomando gran número de
prisioneros y varias banderas, cañones ymorteros.
Con
todo, conservó Gages la posesión de la plaza hasta la mitad de Agosto, en que,
habiéndose introducido la mala inteligencia entre el General español y el
francés, Mariscal de Maillebois, el ejército de las operaciones debía
necesariamente resentirse de ello. El General Bota,
alemán, presentó nueva batalla el 10 de Agosto, junto al río Tidone, al
ejército hispanogalo-napolitano, que la perdió, y no tuvo mejor suerte en las
inmediaciones de Turín. Esto le forzó a hacer una retirada precipitada, que el
Rey de Cerdeña pudiera haber impedido en Voghera; pero a enemigo que huye puente de plata, y así evitó políticamente la ocasión, pues, como Príncipe hábil, conocía su
situación, y vela debían naturalmente resentirse sus Estados del alimento del
poder de la Casa de Austria en Italia, y que lo mejor era acabar la guerra.
Las
intrigas de Corte echaron sobre el General de Gages las desgracias que hemos
dicho había previsto como indispensables y como una consecuencia precisa de las
órdenes de la Reina, que nunca podía esperarse quisiese parecer la culpable.
Así se sacrificó a un General, cuya reputación tiene por testigos la Europa
entera y todos los que estuvieron bajo sus órdenes. Los Príncipes pueden dar y
quitar los empleos, pero no son dueños de la opinión pública, que (sin que
llegue a sus oídos, por desgracia) vuelven contra sí, sin conocerlo, las más
veces que no quieren escucharla. Fue, pues, llamado a Madrid, y vino a
relevarle en posta el Marqués de la Mina.
Poco
después de su llegada, vino la noticia de haber muerto de un accidente de
apoplegía el Rey Felipe V, de edad de sesenta y dos años,
que espiró entre los brazos de la Reina, su esposa, habiendo muchos atribuido
esta desgracia a la impresión que hicieron en él las repetidas desgracias de su
ejército de Italia.
Esta
inesperada novedad causó todo el dolor que puede considerarse en el ánimo del
Rey Carlos y del Infante D. Felipe, su hermano. Mandaba ya ejército el nuevo
Mariscal General Mina, el cual, sin oír los consejos de su antecesor, abandonó
precipitadamente la Italia, dejando descubierto el genovesado, que se había
declarado por la Casa de Borbón. En consecuencia, tomó el Rey de Cerdeña casi
toda la ribera de Poniente, y los austriacos se acercaban a sus murallas.
Pidieron los genoveses auxilio a las Cortes de Madrid y París, y perdón a las
de Londres y Viena, ofreciendo a los austriacos dos puertas de la ciudad, a
título de capitulación provisional, y el pago exacto de la contribución que se
les impusiese. Pidieron 16 millones, de los cuales pagaron desde luego 8,
pidiendo plazo para los otros 8, lo que se les negó en 30 de Noviembre,
exigiendo a más mantuviesen los nueve regimientos que ocupaban el Burgo de San
Pedro de Arenas.
Hostigados
los genoveses de tanta violencia, deseaban con ansia el momento de la venganza,
que consiguieron en breve. Meditaban los austriacos una irrupción en Provenza,
para la cual sacaban de Génova los cañones y municiones, que hacían arrastrar
al pueblo. Un oficial dio un día un palo a un paisano, y esto fue la señal de
la venganza. Todos se amotinaron, tocaron a rebato, y en breve se reunieron de
las inmediaciones más de 30.000 hombres, armados a su modo, y arrojaron de la
ciudad al General Bota y a su tropa, que se vio precisada a huir
precipitadamente por la Boqueta, habiendo dejado más de 4.000 prisioneros, sin los
muertos. El Príncipe Doria mandó el destacamento que le
obligó a huir.
Esta
sorpresa influyó en la expedición de Provenza de modo que los alemanes se
vieron obligados a repasar el Var, río que la divide del Piamonte. Expelidos
los austriacos de la Provenza, quisieron volver sobre Génova, mandados por el
General Schulemburg; pero la Francia y el rey Carlos, que estaba amenazado de
nuevo por el acantonamiento de más de 12.000 hombres de caballería austriaca,
que estaba en el Modenés y Parmesano, socorrieron a los genoveses. Los mismos
ingleses, interesados en que la costa estuviese en poder de una débil
República, y no de la Casa de Austria, que si la tomaba no la cedería tan
fácilmente, hacían la vista gorda al paso de los convoyes, que impidieron, con
sus socorros y con las tropas galo hispanas que pasaron a Génova, los nuevos
designios de los alemanes, por más que éstos deseaban reparar su vergonzosa
retirada.
Asegurada
ya Génova, intentó el ejército galo-hispano penetrar de nuevo en Piamonte; pero
habiendo atacado imprudentemente el caballero de Belle-Isle,
hermano del General, el 19 de Julio las trincheras del collado llamado de la
Asieta, entre Esilles y la fortaleza de Fenestrelles, perdió la vida,
igualmente que más de 12.000 hombres, que los generales austriacos Bricherasco
y Colloredo vencieron con pocos más de 6.000.
El
rey Carlos, receloso de un nuevo ataque, y no tan unido con su medio hermano el
Rey de España D. Fernando, retiró de Provenza sus fatigadas tropas, para
restablecerlas y cubrir sus dominios.
El
nuevo Rey de España insinuó, a principios de julio, a su madrastra, madre del
Rey Carlos, escogiese, fuera de la Corte, una ciudad para su residencia, y S.
M. prefirió el Sitio de San Ildefonso, que había edificado su difunto marido, y
en cuya Colegiata se había mandado enterrar. Esto denotaba la frialdad y deseo
de separarse de la guerra de Italia y de adoptar un sistema de unión con la
Inglaterra, análogo al que entonces tenía con Portugal, y que estaba apoyado
por la nueva Reina portuguesa, doña María Bárbara, que
tenía la mayor parte en el Gobierno, y con quien tenía mucha influencia D.
Benjamín Keene, un político fino que había vivido mucho en España y en
Portugal, y que acabó sus días de Embajador de Inglaterra en Madrid. Este era
el alma de esta negociación. El Rey Carlos, de acuerdo con el Ministerio
francés, pudo contrarrestarla, y D. Fernando declaró no abandonaría la causa de
sus dos hermanos en Italia, ni se separaría del sistema del Rey padre,
estrechando más los vínculos entre ellos y la Corte de Francia.
El
nacimiento del primogénito del Rey Carlos, a quien dio el título
acostumbrado
de Duque de Calabria, dio nuevo motivo a acreditarlo. S.
M. C. le declaró Infante de España, con la pensión anual de
40.000 duros, y
envió como su Embajador extraordinario a Nápoles al Duque de
Medinaceli, que fue su padrino, en nombre de su Soberano, y se le puso
el nombre de Felipe. Sólo le vivían entonces al Rey sus dos
hijas Doña María
Josefa y Doña María Luisa, hoy Emperatriz de Alemania, que
fueron las que le acompañaron a España.
Quiso
Dios ejercitar la paciencia del rey Carlos y hacer brillar sus virtudes, y,
para probarle, cuando estaba lleno de consolación, después de haber libertado
por dos veces su reino de los desastres de una guerra, y que ya había asegurado
la sucesión de varón en su Corona, tuvo a bien afligirle del modo más sensible
para un buen padre, cuya calidad sentía íntimamente en su corazón este
Soberano, que jamás olvidó que era un hombre como los otros. Así lo acreditaba
siempre, y aun decía a menudo, y sobre todo cuando se trataba del cumplimiento
de su palabra: Primero Carlos
que Rey, sentencia digna de imprimirse en bronce.
Estaba,
pues, un día el ama del tierno Infante en una disputa muy altercada, que la
había puesto en agitación la bilis, cuando de repente la llamaron para dar de
mamar al niño, que se había dispertado; subió aceleradamente, sin dar tiempo a
calmar su cólera, y desde este día en adelante empezó a enfermar la criatura y
a padecer de accidentes epilépticos. Discúrrase el pesar de los padres y los
medios que emplearían para aliviarle. Después de mucha mutación de amas, vino
al fin una cuya leche parece le era más análoga, y el niño empezaba a sentir
alivio. Los padres no sabían qué hacerse con esta mujer; pero cuando menos se
pensaban, le vino la idea de irse con su marido, y por más que el Rey la
ofreció y la pidió, hasta llegarse a poner de rodillas delante de ella, según
se me ha asegurado, no hubo forma de ceder. Viendo esto el Rey, y teniendo
presente la máxima que queda dicha arriba, dijo, penetrado del dolor que se
puede creer: Que se vaya, pues
que nada, le basta; pero que no le hagan ningún mal. Así lo mandó
el Rey, y así lo hicieron todos, menos su marido, que, llegada a su casa, la
dio su merecido, como que había perdido su fortuna y, la de toda su familia con
una acción que sólo puede tener excusa en la locura. Tal era en todas ocasiones
el dominio que el Rey tenía sobre sí mismo.
Los
napolitanos han sido siempre enemigos del Santo Oficio de la Inquisición, y en
tiempo del Rey D. Fernando el Católico y de Carlos V, se rebelaron porque quiso introducirse en el reino, y, sólo
para evitarlo en lo sucesivo, se estableció una junta o consejo, llamada Diputación contra el Santo Oficio,
que debía vigilar y oponerse al primer indicio de que se
quisiese formar este
Tribunal. Una sentencia, dada por el Cardenal Spinelli,
Arzobispo de Nápoles, contra tres eclesiásticos, dio motivo a que dos de
ellos
acudiesen a, dicha junta denunciando la providencia del
Arzobispo, como
dirigida a introducir el Tribunal de la Inquisición, diciendo
visaba a ello
desde el año de 1739, y el Tribunal representó a S. M. que el
pueblo amenazaba
una sublevación. El Rey Carlos, dotado desde la cuna del don de
prudencia y
oportunidad, no obstante de haberse criado en España con las
ideas del respeto
y de la necesidad del Santo Tribunal, que sostuvo luego cuando
vino a reinar a
su patria, conoció cuánto deben respetarse en cada país sus
costumbres, y aun
las preocupaciones del pueblo, y así, oído por S. M. el dictamen
del Tribunal
de Santa Clara, que es el equivalente al Consejo de Castilla en
España, expidió
en 29 de Diciembre una orden a la Diputación del Santo Oficio,
desterrando a
los Canónigos que habían tenido parte en la decisión, y
reprendiendo al Vicario
del Arzobispo por haber quebrantado las leyes del Estado en la
formación de los
autos. Mando que uno de los clérigos encerrados se enviase a
Cápua, a las
órdenes de su Arzobispo, y que a los otros dos se les diese
libertad; que se
anulase y absolviese todo lo perteneciente al Tribunal de la Fe
existente en el
arzobispado; que se despidiesen todos sus miembros, y rompiese
el sello, y
quitase la inscripción de Sanctum
Officium, grabada en mármol sobre la puerta principal, y que se
notificase así a todos los Arzobispos y Obispos del reino, para que supiesen
cómo debían proceder en adelante en este punto. Poco después hizo el Rey que el
Cardenal Arzobispo Spinelli hiciese dejación del arzobispado de Nápoles, en el
que le sucedió el Cardenal Sersale. El Papa envió a
Nápoles al Cardenal Lanti para ver si podía moderar la providencia del Rey,
pero no logro nada. Esta resolución oportuna y firme aquietó enteramente los
ánimos, y dio al Rey mayor crédito y dominio sobre el espíritu de los
napolitanos, que se veían sostenidos en todos sus privilegios y en sus ideas
religiosas del modo que las creían más útiles.
Lo
más singular de esto es que en los archivos de la Curia episcopal se hallaban
Ministros con el nombre de Santo Oficio, con que los mismos napolitanos
honraban a varias personas condecoradas; que muchos autos de los Obispos,
pertenecientes a asuntos de fe, tenían el título del Santo Oficio; que desde el
año de 1581 a 1589 se hallaban varias abjuraciones; que, a más de esto, en toda
causa de herejía se acudía a aquel Tribunal, y lo que es más aún, y no podía
ocultarse a nadie, que aún en el tiempo del Emperador Carlos VI,
la mañana de San Pedro salían de este Tribunal
vergonzante del Santo Oficio, con toda solemnidad, muchas cestas
con hechicerías y cosas semejantes, que se quemaban en una grande hoguera
inmediata a la Catedral, delante de la cual pasaba esta procesión, y no
obstante la pretendida oposición al Tribunal, nadie lo advertía, ni receló del
peligro que había de que al fin parasen aquellos principios en una Inquisición
descubierta y autorizada en toda forma, y, sin la representación de los dos
curas, hubiera llegado a verificarse con el tiempo. Esto prueba cuán fácil de
engañar es el pueblo, y que rara vez se mueve en ciertos asuntos si no le
excitan. Los napolitanos llenaron de bendiciones a su Soberano, y le dieron un
donativo voluntario de 300.000 ducados de aquella moneda para acreditárselo y
acudir a los gastos que podrían ocasionar las tropas puestas en las fronteras,
y que, no obstante de no pasarlas, servían para imponer y precaver toda
invasión de la parte de los austriacos y para acudir en caso necesario al
socorro del ejército galo-hispano, que estaba hacia el Var y Villafranca.
Cansadas
y abatidas las potencias beligerantes de tan larga guerra, se convocó para
hacer la paz el Congreso de Aquisgran; pero al mismo tiempo cada cual agenciaba
secreta y separadamente sus intereses. Los franceses, dueños de los Países
Bajos austriacos, se resistían a volverlos; pero la ruina de su marina y la
pérdida de Cabo Bretón les obligaba a hacer sacrificios. Para forzarlos a ello,
se pusieron de acuerdo la Inglaterra, Austria y Holanda, y persuadieron a la
Emperatriz de Rusia, Isabel, a enviar 40.000 rusos a las
orillas del Rhin y de la Mosela. No podía dejar de aceptar un proyecto que
lisonjeaba tanto su amor propio, y sus tropas marcharon al degüello para
satisfacerle, resultando de ello que en 30 de Abril de 1748 se firmaron
improvisadamente los preliminares de la paz entre la Francia, Inglaterra y
Holanda, y las Cortes de Viena y Turín tuvieron que acceder a ellos. Sus
principales artículos fueron los siguientes:
1.º
Restitución general de todas las conquistas de Europa y América.
2.º
Cesión de los Estados de Parma y Plasencia a favor del Infante D. Felipe y su
línea por una porción de dinero, con reversión del primero a la Emperatriz
María Teresa y su línea, y del segundo al Rey de Cerdeña,
en falta de sucesión de dicho Infante, o de su pase a la Corona de Nápoles, a
que se quería se transfiriese, si el Rey Carlos llegaba a pasar a la Corona de
España. Contra esto protestó formalmente este Soberano en el Congreso de Niza,
pretendiendo no podía permitir la exclusión de sus hijos menores en favor de su
hermano y su línea, tanto más que la Reina acababa de aumentar su familia con
el Infante D. Carlos (hoy Carlos IV de España), que nació
en 12 de Noviembre de aquel año.
3.º
Que el Duque de Módena y la República de Génova entrasen
en quieta y pacífica posesión de sus Estados respectivos.
4.º
Que el Rey de Prusia conservase la parte que había tomado en la Silesia y el de
Cerdeña la cedida en el Milanés.
5.º
La España confirmó el terrible contrato del asiento de negros con los ingleses,
que por él eran los únicos que podían introducirlos en las colonias españolas,
restricción dura de que, a Dios gracias, se ha salido ya, y además hubo que
hacerles algunas promesas secretas de privilegios en el comercio de la América
española.
Concluida
ya la paz, los soldados, acostumbrados a correr países, se cansaron de estar
tranquilos en el suyo, y hubo una deserción muy grande de las tropas de Nápoles
que se retiraban a la ciudad de Benevento, en el Estado del Papa. El Rey envió
tropas a bloquear y pedir los desertores. El Papa resistió su entrega; pero al
fin hubo de ceder, y hacer, por medio del Marqués de la Roca,
que envió a Nápoles, un convenio para la restitución en lo sucesivo, a cuyo fin
residiría siempre en Benavento un oficial napolitano.
Habíanse
introducido en el reino un gran número de francmasones, que hacían
continuamente nuevos prosélitos. El misterio de sus juntas y el secreto
inviolable de que hacían juramento en su recepción, los había hecho siempre sospechosos
al Gobierno, y no sin razón. Los acusaban de enemigos declarados de los reyes,
y aun de la religión, y, como tales, había fulminado contra ellos una Bula
Clemente XII, que confirmó con este motivo Benedicto XIV. Prescindo de la verdad de esta acusación; lo cierto es que
el secreto es sospechoso, y que lo que en el día sucede en Francia hace ver que
los principales de los francmasones, que son los únicos que están en el
secreto, y los de otras sectas derivadas de ellos, son el origen y el móvil
oculto y verdadero del trastorno general que se padece en este desgraciado
reino. Los demás, no iniciados a fondo, lo ignoran, y entran de buena fe por el
atractivo de la diversión, de un socorro mutuo con que los lisonjean y que
esperan en todas ocasiones, y de una facilidad de introducirse y de hallar
amigos en todas partes, sobre todo en los viajes, por medio de las señas de
reconocimiento establecidas a este fin, y empeñados inocentemente, parte por
curiosidad, parte por estas razones, aumentan el número y el crédito a los que
no conocen, y con dificultad pueden desistir cuando algunos llegan a
apercibirse del mal y desearían separarse.
¿Cómo
es posible que sin una preparación muy combinada y anterior se viese desde
luego una uniformidad semejante de opiniones en todo el reino de Francia, y un
deseo apostólico de propagarlas en el universo? ¿En qué otra cosa puede tener
su origen esta afectada igualdad, esta manía de llamarse todos hermanos, como
si fuera una descubierta, y como si nuestra santa bien entendida religión no
nos lo enseñara así, y no hubiera sido la primera a establecer esta fraternal
caridad en todo el género humano, sin que el abuso que han hecho algunos de las
verdaderas máximas pueda ser suficiente para contradecir esta verdad? No
pretendo acusar positivamente a los buenos e inocentes francmasones; pero es
muy de temer que algunos hayan abusado de este instituto para forjar siempre
con él los fundamentos de un sistema destructor de todo principio de sociedad y
orden, y no faltan documentos que lo confirman y que encierran, con máximas de
la sociedad, todas las que los innovadores de Francia establecen contra la
religión y la monarquía. Entre otras, hay un manuscrito verdadero, que se halla
entre mis papeles, que lo acredita así, y que se cogió en una logia (o sociedad) masónica,
sorprendida en Venecia en estos últimos años.
Como
quiera que sea, pensándolo así el rey Carlos y deseando precaverlo en tiempo y
tranquilizar el pueblo, que, estimulado por los predicadores, se preparaba a
insultarlos, defendió semejantes juntas con penas muy, graves, y el Rey actual
imitó últimamente a su padre en 1776.
Mientras
que el Rey cuidaba de atajar el estrago político que creía poder resultarle de
la tolerancia de confraternidad francmasónica, sobrevino otro estrago real, que
amenazaba una pronta ruina. El 23 de Octubre de 1750 se sintió en Nápoles un
fuerte terremoto, a que sucedió el 25 una terrible erupción del Vesubio, que
arrojó mucha lava, piedra y ceniza. El daño se extendió más de cuatro millas, y
el Rey no omitió, como siempre, ni dinero, ni cuidado para aliviar a los
desgraciados.
Concluyóse
y publicóse en Aranjuez el 14 de junio de 1752 un tratado de amistad y
concordia entre las Casas de Austria, España y Cerdeña, a que convidaron al Rey
Carlos, haciéndole ver era el modo de asegurar sus posesiones de Italia. Este
Monarca, que no había asentido a la cesión de sus derechos a los bienes de la
Casa de Médicis en favor de la de Lorena, no se convino a ello, y recurrió a la
Corte de París, donde envió al Marqués Caracciolo para
tratar este negocio. El modo de conciliar todos los intereses fue tratar el
matrimonio del Archiduque Leopoldo, hijo segundo de la
Emperatriz, con la Infanta Doña María Luisa,
hija segunda del rey Carlos (cuyo matrimonio ocupa hoy el solio del Imperio de
Alemania), cediendo este a favor de su línea sus derechos a la Casa de Médicis,
y otra hija de la Emperatriz se destinaría a esposa del heredero de la Corona
de Nápoles. Así se ha verificado después, y la Italia debe a la prudencia y
previsión del rey Carlos los cuarenta años de paz de que goza, y que no parece
pueda interrumpirse por ahora, a vista de la moderación del Emperador y de la
de los demás Príncipes actuales de la Europa.
Cuando
Carlos V, después de la pérdida de Rodas, cedió a la Orden
de Malta la isla de este nombre, que poseía como Rey de las dos
Sicilias, se
conservó por este título el tributo anual de un halcón y la
elección y
patronato del obispado, para el cual le propondría el Gran
Maestre tres
sujetos. La Casa de Austria había abandonado un privilegio que,
no siendo
lucrativo, no la interesaba mucho a aquella distancia; pero el
nuevo Rey pensó
de otro modo, y quiso rehabilitarlo. A este fin mandó al Obispo
de Siracusa pasase a visitar la isla. Envió Vicarios que le precediesen;
pero no fueron admitidos, y en las dos tentativas que él mismo
hizo
posteriormente tuvo igual suerte, y le amenazaron en la segunda
con el canon si
ponía el pie en tierra. Acudió el gran Maestre al Papa y a todas
las potencias
de Europa reclamando su derecho de posesión; pero sólo el
primero se prestó a
intervenir en el asunto, y los malteses enviaron a este fin un
Baylío a
Nápoles. Su Santidad decía no quería atacar el derecho primitivo
del Rey; pero
exigía alguna consideración, en virtud del abandono de él por
más de doscientos
años, etc. S. M. S. no dio cuartel, amenazó y se apoderó de las
encomiendas del
reino, cortó la comunicación de Sicilia con Malta, y, falta ésta
de apoyo y aun
de víveres, por la inmediación de Cerdeña a que recurrió, logró
el Rey con su
tesón arreglar este punto, y, por la intermisión del Papa,
restituyó las
encomiendas y abrió de nuevo la comunicación interrumpida con la
isla de Malta.
Se
suscitó otro nuevo altercado entre las Cortes de Roma y Nápoles. El Papa había
concedido una pensión de 6.000 escudos a favor del Infante D. Fernando, sobre
el arzobispado de Monreal en Sicilia, que decía el Papa ser infra y el Rey ultra tertium.
De esta
disputa resultó se negase en 1753 el envío deja hacanea; pero el
Duque Ceresano compuso con el Papa se presentase un memorial en nombre
del
Rey solicitando la pensión por tres años, la que se concedió, y
luego se
presentó la hacanea, como los demás años.
Termináronse
inesperadamente el día 1.º de Mayo de 1756, en virtud de un tratado de alianza,
llamado de Versalles, las rivalidades que reinaban entre las dos Casas de
Borbón y de Austria desde el matrimonio de Maximiliano I
con María de Borgoña. El Príncipe de Kaunitz se hallaba
entonces de Embajador en París. Este digno y raro Ministro hace treinta y
cuatro años lo es del Emperador durante tres reinados, y merecerá siempre la
fama póstuma, por su rectitud, prudencia y judiciaria, que no son capaces de
obscurecer las singularidades y nimiedades de su carácter. Era Ministro de
Estado en Francia el Abate, hoy Cardenal, de Bernis. Supo el Embajador
austriaco empeñar de modo a este Ministro y a la Marquesa de Pompadour, favorita de Luis XV, que consiguió la
conclusión de este Tratado, en que se guardó el mayor secreto, pero que el
Embajador de España D. Jaime Masones, de quien se habían
guardado, como de otros, descubrió originalmente antes que nadie. Era este
Embajador de carácter franco, amable, alegre y seguro en el trato, de modo que
todos le buscaban y hablaban con confianza, sin mirarle con aquella reserva que
inspira regularmente un Embajador, cuyo carácter olvidó él mismo en el trato,
sin faltar al decoro del empleo. Convidado un día a comer amistosamente en casa
del Cardenal, en compañía de Kaunitz, se puso a dormir en su silla después de
la comida a su acostumbrado, y, contando con esto, el Cardenal y el Embajador
del Emperador se entregaron a su asunto. Masones oyó algo entre sueños, y,
despertándose, sin abrir los ojos, cogió toda la conversación, y despachó la
noticia a España. Como allí se había ya empezado este proyecto, en virtud del
Tratado de 52, de que arriba se ha hablado, no desagradó el ver aún más
aseguradas las posesiones de Italia, lo cual no dejaría también de influir en
un Abate Ministro, que sin duda no perdía de vista el capelo, y estaba
interesado en ello como Cardenal.
Esta
anécdota es buena de saber, para hacer conocer a los Embajadores cuán útil les
es proceder con una natural franqueza, para adquirirse la confianza, y para que
no olviden los Ministros que, aunque en esta ocasión no tuvo malas resultas su
descuido, en otras podría tenerlas, y el no precaverse aún de los que duermen.
Yo supe igualmente otro secreto, no de esta importancia, en el Pardo, del
Marqués de Esquilace, que, creyéndome dormido, habló del
Marqués de la Corona, D. Francisco Carrasco,
de sus proyectos de enviarle a América, y me enteré del fin y de la suma
resistencia del Marqués, que al fin logró no ir, sin haberlo dicho a nadie
hasta ahora. Uno de los motivos que obligaron a hacer este Tratado fue
precaverse contra una invasión de la Casa de Austria, si, como se recelaba,
llegaba a encenderse una guerra en el Continente, la que ya hacía años se
hacían en las Antillas y el Canadá los ingleses y, los franceses. Estos recelos
llegaron a verificarse, y el rey de Prusia invadió inopinadamente la Sajonia,
de que se apoderó, excitado por la Inglaterra, que se alió con ella para
vengarse de la frialdad con que la Corte de Viena no sólo había rehusado tomar
interés por ella para debilitar y distraer las fuerzas de la Francia, sino que
había concluido un Tratado que le separaba de ella. A vista de esta inesperada
invasión, salieron a la defensa del rey de Polonia,
Elector de Sajonia, la Rusia, la Suecia, la Francia, el
Cuerpo germánico y la Casa de Austria, y todos pusieron sus tropas en campaña.
Mr. de la Gallissonniére batió completamente en el Mediterráneo al Almirante
inglés Bing, hijo del que en 1718 combatió y venció la escuadra española junto
a Mesina. Este Almirante fue decapitado por sentencia a bordo de su nave
capitana, y, de resultas del combate, tomó el Mariscal Duque de Richelieu la plaza de Mahón e isla de Menorca.
El
Rey de Nápoles se mantuvo enteramente neutral; pero socorrió con dinero a su
suegra la reina de Polonia, detenida con su familia en
Dresde. Los ingleses se quejaron a la Corte de Nápoles de que pasaban marineros
y obreros a Mahón al servicio de los franceses, faltando en esto a la
neutralidad. S. M. respondió lo ignoraba, y, no tenía parte en ello; pero que, aunque
la tuviese, no podía impedir a sus súbditos pasar a servir donde les acomodase,
indiferentemente a Francia, Inglaterra u otra parte, a lo cual no quedaba qué
replicar.
Era
general la guerra por mar y por tierra. La América y todas las partes del mundo
se resentían de ella, y, la Alemania era su principal teatro en Europa. Llegó
el rey de Prusia a Praga; pero el General Daun le obligó a retirarse él, y el
General Haddich y los rusos pusieron por otra parte a
contribución su Corte de Berlín.
En
estas críticas circunstancias, favorables acaso para la nueva posición en que
se iba a hallar el rey, Carlos, murió en Villaviciosa, castillo distante sólo
dos leguas de Madrid, a los cuarenta y seis años de su edad, el rey, de España
D. Fernando, su hermano, que había subido al trono en 1746, y de cuyos dominios
era el inmediato heredero.
Fue
este Príncipe muy amado de sus vasallos, porque era de carácter dulce y
agradable, aunque de aspecto más presto serio que risueño; español de corazón,
observante de la religión, amante de la paz y lleno de virtudes y buenas
calidades. Se dedicó al restablecer lo que tantos años de guerras habían
destruido en el reino. Fomentó sus fábricas, se redujo y economizó de sus
gastos, dio una nueva existencia a la marina e hizo, por dirección del celebre
general de Marina, D. Jorge Juan, tan conocido en las
Academias científicas de Europa, los diques de Cartagena, los primeros que se
han construido en el Mediterráneo, donde no hay, mareas, y los construyó
también en el Ferrol, haciendo de planta uno y otro arsenal, que son de los
mejores de Europa. Hizo venir constructores ingleses. Estableció la fábrica de
telas de Talavera de la Reina, y la de San Fernando, que se transfirió luego a
Guadalajara. Empezó el canal de Castilla. Concluyó el camino del puerto de
Guadarrama, distante nueve leguas de Madrid, y donde tenían todos los viajantes
que desarmar los coches y pasarlos a lomo, haciendo una caravana o cabalgata,
tan propia de los desiertos de la Arabia o del Kanchiatka, como indecente a las
inmediaciones de la capital del Monarca de la España y de casi toda la América.
No debe quitarse al Marqués de la Ensenada la parte de
gloria que le toca, tanto en esto como en haber enviado a toda Europa viajantes
de todas clases y estado pagados por la Corte para perfeccionarse en sus
respectivas profesiones.
Gobernó
Fernando pacíficamente por diez años el reino, al cabo de los
cuales perdió en
Aranjuez, el 28 de Agosto de 1758, a su esposa la reina Doña
María Bárbara de Portugal, a quien amaba tiernamente. Este pesar se
apoderó de su ánimo, y, acostumbrado a vivir siempre acompañado
y, servido en
su interior por las personas que servían a la Reina, con quien
pasaba casi todo
el día, se halló aislado sin su antigua compañera, y la
tristeza, a que era
algo propenso, empezó a apoderarse de él y privó a la España de
este amado
Príncipe el día 10 de Agosto del año siguiente de 1759. Las
circunstancias
particulares de su enfermedad se hallarán en la nota segunda.
Luego
que murió este Soberano, se despachó un correo en toda diligencia a Nápoles
para anunciar a su hermano el rey Carlos tan importante noticia, y, para
llamarle a la sucesión del trono de su padre, a que era el primer llamado, por
falta de sucesión de sus dos hermanos mayores el rey Luis I
y Fernando VI. Luego que pasaron los funerales de este
Monarca, se hizo en todo el reino la proclamación de su sucesor, bajo el título
de Carlos III. Ejecutó esta ceremonia en Madrid el E. S.
Conde de Altamira, como Alférez mayor de la villa, con
toda la solemnidad acostumbrada, arrojando medallas con el cuño del nuevo Rey.
Apenas
que el nuevo Rey Carlos recibió esta noticia, reexpidió el correo, confiriendo
la regencia del reino a su madre ínterin llegaba a Madrid. El único movimiento
de placer que tuvo este Monarca en aquel momento, fue el de poder dar al mundo
una prueba del cariño y respeto que había conservado siempre a su madre, y aliviarla
por esta satisfacción de lo que necesariamente habría sufrido en los doce años
que pasó en San Ildefonso, donde la adulación a los nuevos Soberanos hacía que
poco a poco se fueran olvidando de ella, y, que pocos o nadie la visitasen.
Esta
Soberana, aunque al principio solía allí salir a los jardines, había ya muchos
años que el único movimiento que hacía era de su pieza de dormir a la
inmediata, en que pasaba el día sentada en una silla poltrona. La
extraordinaria distribución de horas que el rey Felipe, su marido, había tenido
en los últimos años de su vida, se había ya hecho en S. M. una costumbre, y,
así hacía del día noche y de la noche día. Se levantaba a la una o las dos. Oía
Misa (con permiso particular) a las tres y media. Comía a las ocho de la noche,
cenaba a las cinco de la mañana, y se acostaba a las siete. Era preciso seguir
siempre la ilusión de su método de vida, y, tanto en verano como en invierno,
las luces ardían a la hora en que se acostaba, y se encendía el velador en
verano a las ocho de la mañana, para que ardiese mientras dormía, como pudiera
hacerse a las doce de la noche. Todos los sirvientes tenían gran cuidado de no
decir «esta mañana» a las seis de ella; la noche anterior debía durar, a lo menos de palabra, hasta
que S. M. se acostaba, y se enfadaba si no se hablaba con arreglo a este
sistema.
Cualquiera
creería que, después de doce años de semejante vida, no podría S. M. emprender
un viaje de catorce leguas de mal camino, con un puerto como el de la Fonfría,
sin mucho cuidado y precauciones, y en silla de manos; pero esto del mando,
para el que tiene la suerte de gustar de él, es la pasión más dominante y el
remedio más seguro de todos los males. Apenas recibió la Reina la noticia y
poderes para la regencia, se puso en coche, y en un día se halló en Madrid,
habiendo hecho todo el viaje sin el menor quebranto. Tanto puede en el hombre
la fuerza de la imaginación y el gusto o pesar con que se hacen las cosas.
Después
de haber dado el Rey una regenta o Reina gobernadora (cuyo
título tomó) a sus
nuevos Estados, se dedicó a establecer el gobierno o sucesión de
los que le era
preciso dejar en Italia. Según la convención de Aranjuez, arriba
citada, había
llegado el caso de que pasase a Nápoles el Infante D. Felipe,
Duque de Parma y su rama, y de distribuir sus Estados como allí se
convino;
esto es, el Parmesano a la Emperatriz Reina y el Placentino al
rey, de Cerdeña.
Si la Europa se hubiera hallado en paz, sin duda se hubiera
alterado en esta
ocasión (no obstante la protestación del rey Carlos contra esta
división), y la
Italia hubiera vuelto a ser el teatro de la guerra que estaba
encendida en
Alemania y se hallaba en su mayor fuerza, y esta circunstancia
facilitó segunda
vez al Rey los medios de ser él en el día el conservador de la
paz de Italia, y
de poder asegurar probablemente por mucho tiempo su
tranquilidad, cortando este
pretexto de interrumpirla y arreglando la sucesión importante
del reino de
Nápoles.
A
este fin, pudo conseguir que, imponiendo en el Banco de Génova, a favor de la
Emperatriz Reina y del rey de Cerdeña, un capital, cuyo rédito igualase a la
renta anual libre de los Estados que debía heredar el Infante Don Felipe,
renunciasen dichos Soberanos a su favor y de su línea la propiedad de aquellos
países, a que por el tratado de Aranjuez tenían derecho en este caso. Convínose
además entonces el matrimonio del Emperador Josef II, primogénito de la
Emperatriz María Teresa, con la Infanta primogénita de
Parma, Doña Isabel, que supo hacerle feliz, y que su esposo no olvidó y amó, y
echo menos después de su muerte, hasta el día de la suya.
Si
el heredar un trono como el de España sería en lo general para cualquiera
nacido para reinar un motivo de gozo y complacencia, para el rey Carlos (salvo
el gusto de ver a su madre y a su hermano el Infante D. Luis) fue un motivo de
pesar y de amargura. Había vivido desde los diez y seis años en un país tan
delicioso y ameno como la Italia, y sobre todo Nápoles, de cuyo clima y
situación hemos visto ya lo que decía el gran Federico II. Había sido el
conquistador y el regenerador de aquel reino, y era el primer Soberano que,
después de siglos, habían visto aquellos pueblos, dominados y tratados como
colonias por los vireyes de unos príncipes remotos. La dulzura del clima, el
amor de sus vasallos, que le miraban y amaban como a un padre, la ninguna
necesidad de mezclarse en las disputas de los otros príncipes de Europa, todos
estos eran, para un Monarca filósofo, cristiano, ajeno de ambición, y que
conocía la gravedad del peso que traía consigo la nueva corona y el dilatado
Imperio de la América, otros tantos motivos de reflexiones y de pesar. A ellos
se añadía otro aún mayor, que era el ver el estado de incapacidad en que se
hallaba su hijo primogénito D. Felipe, y la necesidad absoluta en que se veía
de hacerlo constar públicamente a todas las potencias de Europa. A este fin,
mandó hiciesen los médicos un examen público del estado de su hijo, con todas
las formalidades necesarias, y que le declarasen jurídicamente incapaz no sólo
de reinar, sino de toda razón, por hallarse enteramente estúpido, de resultas
de un total desconcierto de la imaginación, ocasionado por una repetición de
accidentes epilépticos, que le continuaron desde los once meses de su edad, y
con los cuales le vi yo en Nápoles en 1772. Amaba mucho la música, y se
divertía en ponerse una cantidad de guantes, que llamaba la manona, y que se echaba al
hombro como un fusil, y así pasó hasta su muerte, que fue en 19 de Septiembre
de 1777.
Considere
cualquiera que sienta lo que es ser padre, lo que padecería en semejante acto
el corazón de aquel hombre Monarca, sobre todo acordándose del lance del ama,
que parece hubiera podido, y no quiso curarle, como queda referido arriba.
El
29 de Septiembre llegó a Nápoles la escuadra española, que iba a buscar a SS.
MM. y su real familia. Se componía de 16 navíos de línea y algunas fragatas, a
las órdenes del Marqués de la Victoria, D. Juan Navarro, que había empezado a servir en la infantería, y se halló
como capitán de granaderos en la toma de Barcelona, al principio de este siglo.
Señaló
S. M. el 6 de Octubre para su embarco, y aquella mañana hizo pública cesión de
su reino a favor de su hijo tercero Fernando y su línea, declarando la
imbecilidad de su primogénito Felipe (a quien dejó en Nápoles con su hermano) y
destinando a su hijo segundo Carlos y su línea para el trono de España. Tengo
en mi casa un cuadro que representa este solemne acto, que no puede ser más
glorioso. Ver al Rey Carlos, conociendo su corazón, separarse para siempre de
dos hijos, y rodeado de vasallos fieles, que miraba como si todos lo fuesen y
le amasen como a padre, llorando una separación que los más miran como eterna,
sin que le quede otro arbitrio para consolarlos que el de redoblar su dolor y
unir sus lágrimas a las suyas, es el espectáculo más tierno para un alma
sensible. Pero, por otro lado, el verse circundado de vasallos de tantos
pueblos, cuyos corazones posee, disponiendo tranquilamente de la sucesión de
unos estados tan considerables como los de España, Nápoles y Parma, mientras
que los demás Príncipes de Europa despedazaban mutuamente sus vasallos, sin
haber casi sacado fruto de siete años de guerra, es un espectáculo majestuoso y
único, de que acaso no ofrecerá ejemplo la historia. Pero Dios crió el alma
grande de Carlos para cosas grandes y, para hacer felices a muchos.
La
víspera de esta augusta ceremonia había creado S. M., como Rey de España,
varios grandes de España y caballeros del Toisón y de San Jenaro, cuya nominación
se quiso conservar por una fina política hasta la mayor edad del Rey. Llegada
la hora, subió S. M. al trono, acompañado de dichos señores, Embajadores y
Ministros extranjeros y del reino, de los Barones de él y de los representantes
de la ciudad de Nápoles, teniendo a su lado al nuevo Rey de Nápoles, D.
Fernando, su hijo. Leyó en alta voz el Marqués Tanucci, secretario de Estado,
el acto de cesión, que se halla íntegro en la nota tercera. Después el Rey
empuñó la espada, y, dándola a su hijo, le dijo: Esta debe ser la defensa de tu religión y de tus vasallos, y todos juraron
inmediatamente al nuevo Rey.
Nombró
después S. M. el Consejo de Regencia para durante la menor edad del Rey, que
duró ocho años. Los nombrados fueron: su ayo, el Príncipe de San Nicandro, el Marqués Tanucci y D. Antonio del Río,
Secretarios de Estado, Guerra y Marina, y D. Carlos de Marco,
que lo era de Gracia y Justicia.
Concluida
esta augusta ceremonia, el Rey Carlos no volvió a aparecer como Soberano. El
Marqués de la Victoria vino a tomar la orden para el embarco, y, no obstante
las repetidas representaciones que le hizo del mal tiempo, de que no sería
posible salir y de las que le reiteró sobre que no debía ir toda su familia en
un buque, porque era exponerla toda de una vez a un acaso de la mar, S. M. sólo
le respondía: Victoria, a las
tres y juntos. Al fin, tanto le insistió, que S. M., en tono algo
serio, le dijo: Victoria, ya he dicho que a las
tres y juntos. Dios sabe las
veras con que lo he pedido por la salud de mi hermano, y, el ningún deseo que
tenía de, poseer sus inmensos bienes. S. D. M. ha querido vaya a España; él
cuidará de nosotros, y se hará su santa voluntad. El embarco se
hizo a las tres en punto, con viento contrario, y con toda la familia en un
navío. Por la noche se puso el viento favorable, y fue tan feliz el viaje como
se verá en adelante.
Quedaron
los napolitanos penetrados de dolor viendo partir al restaurador de su reino y
de su libertad, que amaban tiernamente, y cuyo amor ha pasado de padres a
hijos, pues aún el día de hoy pronuncian con ternura el nombre de Carlos los
mismos napolitanos, que sienten no haberle conocido, y que le llaman il nostro Carlucio. Su hijo,
dotado de un corazón como el de su padre, les recuerda su memoria, y los gobierna
con igual dulzura, de modo que es amado de sus vasallos y de cuantos tienen la
fortuna de conocerle; trabaja con celo y acuerdo por el bien de sus pueblos, ha
hecho caminos en todo el reino, fomentado mucho la marina y el comercio y
puesto en buen pie su ejército.
No
sólo la dulzura del Rey Carlos, sino los monumentos que ha dejado en Nápoles
harán inmortal su memoria.
Como
desde que salió al mundo había tenido una vida activa y se había empleado en
regenerar y hacer felices a sus semejantes, su corazón, naturalmente propenso a
hacer bien, había adquirido tal complacencia en hacerle, que podía decirse de
él lo que de Tito: Que no se
creía feliz el día que no hacía algún dichoso. Uno de sus mayores
gustos era la fabricación, y así aborrecía, por consiguiente, todo lo que era
destrucción, y padecía en ver cortar un solo árbol. Hizo fabricar, a cuatro
leguas de Nápoles, el palacio de Caserta, que es uno de los mayores y más
magníficos que se conocen, y el acueducto que construyó no cede a los de los
antiguos romanos, y liará honor al Soberano que lo emprendió y al célebre
arquitecto Vanvitelli, que lo imaginó y dirigió la obra.
No
merece menos admiración el palacio de Capodimonte, que está en Nápoles, en el
cual hay una colección de preciosas antigüedades, y sobre todo de cameos. El
hospital general, construido por su orden, es también obra suntuosa, y su solo
defecto es ser demasiado grande, porque para su alma era chico el mundo entero.
Estableció también una fábrica de porcelana y otra de mosaico de piedra dura,
al estilo de Florencia, que perfeccionó mucho.
Pero
lo que sobretodo merece la gratitud del mundo entero, es la obra grande que
emprendió el Rey Carlos de las excavaciones de las ciudades de Herculano y
Pompeya, en la cual ha ilustrado la Europa y resucitado en ella el gusto de los
griegos y romanos, poniendo a la vista sus monumentos, de modo que no hay
artista ni hombre de luces que no deba mirar al Rey Carlos como una divinidad
restauradora de las artes.
Estas
dos ciudades existían, según se cree, más de mil trescientos cuarenta y dos
años antes de Cristo; esto es, sesenta años antes de la guerra de Troya.
Pompeya pereció en el gran terremoto acaecido en tiempo de Nerón, el 5 de
Febrero de 63, en el cual padeció también mucho Herculanum, que fue sumergido
por la lava y las cenizas del Vesubio en la grande erupción acaecida en 4 de
Agosto de 79, en tiempo del Emperador Tito. Esta erupción es la que describió
con la mayor elegancia Plinio el Menor, que fue testigo
ocular de ella, y cuyo tío Plinio el Mayor, el naturalista
(que era General de la armada romana que cruzaba siempre las costas de
Sicilia), pereció en ella, queriendo acercarse a tierra para socorrer a los
desgraciados habitantes de las faldas del monte. Fue tal la fuerza de esta
erupción, y la cantidad de cenizas que arrojó de sí el volcán, que no sólo
llegaron a Roma, sino al Asia y a la Siria, y ellas acabaron de cubrir las
ruinas de Pompeya.
Había
ya mil seiscientos cuarenta y un años que estaba Herculano sepultado, y nadie
pensaba en verle, cuando el Príncipe d'Elbeuf, que construía una casa de campo
al pie del Vesubio en 1720, buscando para ella unos mármoles, encontró a las
inmediaciones algunos ya trabajados, que le empeñaron en buscar otros. No sólo
los halló, sino que descubrió algunas estatuas antiguas, que regaló al Príncipe
Eugenio de Saboya, y continuó en ir sacando. Pero viendo
el Rey Carlos que, según todas las noticias antiguas, aquellas ruinas podían
ser parte de las dos ciudades Pompeya y Herculanum, cuya situación era: la
primera hacia la Torre del Greco, y la segunda entre ésta y Nápoles, creyó que
era necesario todo el poder y medios de un Soberano para hacer con utilidad
esta descubierta, que tanto podía interesar a la literatura y a las artes, y
así, satisfaciendo al Príncipe sus gastos y comprando el terreno, emprendió a
toda costa la excavación, bajo la dirección de personas hábiles, que en esta
obra, digna de un Monarca, han dado impresa a la Europa la colección más
interesante y completa que puede imaginarse, y que van continuando. La
excavación de Herculanum se empezó en 1750; unos paisanos hallaron después de
esta época las ruinas de Pompeya.
Es,
a la verdad, cosa bien singular y agradable el pasear por las calles y por las
mismas banquetas de una ciudad fabricada hace ya tres mil años. Yo he tenido
esta satisfacción en 1773, viajando por Italia. El Rey Carlos mandó fabricar en
Herculanum su casa de Campo de Portici, en la que hace una colección de todas
las antigüedades que se van descubriendo, y que es única en el mundo. Varios le
reconvenían, diciendo no debía exponer una colección tan preciosa en un paraje
tan inmediato al Vesubio; pero S. M. se reja, y les decía: Así tendrán los venideros otra nueva
diversión de aquí a dos mil años, les hará honor descubriéndola.
Aunque
esto prueba la grandeza de ánimo, despego y filosofía cristiana de este
Monarca, es muy de desear que, en premio de ella, no se verifique, por el bien
de las artes.
Uno
de los trabajos más ímprobos que han resultado de esta descubierta es el de
desenvolver los manuscritos que se han encontrado enrollados y casi quemados.
Un Religioso somasco, llamado Antonio Piaggi, y otros
trabajan continuamente en esta improvisación de obra, y el día en que pueden
desenvolver y colocar una tira de un dedo de ancho, el un día feliz. Bien se ve
cuánto tiempo es preciso para adelantar poco. En la obra famosa de Herculanum,
que mandó hacer el Rey Carlos, y cuya memoria inmortalizó por ella, y que es
uno de los monumentos más preciosos para las artes, por hallarse en ella la
colección de estos descubrimientos, se ve el método de que se sirve este
Religioso para desenvolver los manuscritos, del que se halla también una
noticia en la Enciclopedia.
Hasta
ahora sólo se ha descubierto un libro sobre la música, que no da ninguna
noticia interesante. Es cosa muy notable que el primer fruto de estos trabajos
haya sido relativo a la música, cosa que aborrecía el Rey Carlos, porque,
cuando chico, le hacía ir por fuerza a la ópera su ayo, el Conde de
Santistéban. Lección que es muy oportuna para los padres y ayos. También es
singular que el mismo Monarca, tan enemigo de la música, sea el que ha hecho el
teatro mayor que se conoce, que es el de San Carlos de Nápoles; pero a esto
puede decirse que, como el palco del Rey esta en el fondo, lo ha hecho así para
estar más lejos de la música.
Aquí
puede terminarse la primera parte de la vida de este gran Príncipe, que,
después de haber mandado una gran parte de los pueblos de Italia, de haberse
hecho amar de ellos y de haberlos hecho felices por espacio de veintiséis años,
quiso la Providencia disfrutase de igual dicha su patria, del modo que se dirá
en adelante.
Fin de la primera parte
Notas de la parte
primera de la Vida de Carlos III
Nota primera
Relativa al
Marqués de la ensenada, ministro de Hacienda de España.
ERA
este Ministro de una extracción obscura, pero de un alma elevada, que, sin
instrucción, le hacía desear el bien y buscar los medios de conseguirlo en las
personas en quien lo hallaba y a las cuales se entregaba con entera confianza,
y facilitaba a todos los medios. Anticipaba las recompensas, y estudiando de
antemano lo que podía ser más agradable a cada uno, según su situación,
aumentaba el valor de la dádiva y el reconocimiento de los que, sin haber tenido
que pretender, veían un Ministro que, adivinando sus pensamientos, y añadiendo
una cierta gracia a todo lo que daba, suprimía la triste e incierta carrera de
pretendientes, a los que su mérito particular distinguía del común de ellos.
Por estos medios, que, por desgracia, olvidan o desprecian en general los que
tienen en su mano el poder, se captó los corazones y la confianza de la nación,
y con ella su crédito, de modo que todos le ofrecían cuanto quería, asegurados
de que nada perderían, y que antes sí ganarían mucho en ello. Había sido este
Ministro guardaalmagacen de los de marina, y aun entonces tenía humos de
Ministro, convidaba a comer y se distinguía de los otros por su generosidad y
trato. Estos principios le hicieron conservar siempre una inclinación
particular a la marina, y puede, decirse sin mentir que de ella nació la
regeneración, o, por mejor decir, la creación de la de España en el pie en que
se halla en el día. Con todo, su primer establecimiento se resintió de la
calidad del mismo impulso que le había producido, pues todo el manejo de los
arsenales se fió a la gente de pluma, con una especie de desconfianza de los
oficiales de marina poco decorosa para el cuerpo y sumamente perjudicial al
bien del servicio; así, los comandantes, no pudiendo desechar los cables,
velas, etc., de mala calidad, que la inteligencia secreta de los proveedores
hacia más frecuente, se hallaba comprometido su honor y el de la nación, y aun
las vidas de sus individuos cuando salían a la mar y se presentaban al combate.
Nada prueba más que la perfección es casi imposible, o a lo menos muy rara en
el principio de un establecimiento, siendo éste en lo general el resultado de
un esfuerzo de la imaginación del que le produce. Este es preciso proceda de un
impulso interior suyo, o de interés, o de amor propio, o de otra pasión
cualquiera, y difícilmente podrá dejar de resentirse a los principios el
establecimiento del vicio que haya tenido influencia pública o secreta en él.
Pero este defecto no debe impedir el que se ponga en planta; antes bien, es
preciso mirarle como una cosa inherente a la naturaleza humana y dejar que el
tiempo lo corrija luego. Así sucedió con el defecto que acabo de referir de la
marina; después se ha corregido, y los oficiales de marina están actualmente en
el pie que deben. Cada capitán es ducho y responde del almagacen destinado a su
navío, y no tiene precisión de admitir lo que no crea lo mejor, con lo cual
debe caer sobre él toda la responsabilidad, cuando ya se ha hecho a la vela
abastecido a satisfacción de todo lo que necesita.
Si
se hubiera insistido al principio en este método, hubiera creído el Ministro
ser indecoroso a los oficiales de cuenta y razón de que había sido miembro y
que queríase alzar por este medio, y, chocado de esto, se hubiera quedado la
marina lo mismo o peor que estaba. No hará muchos establecimientos útiles el
que no sepa contemplar hasta un cierto punto ciertos afectos de esta clase en
sus principios.
Pasó
el Marqués a Italia por secretario del Infante D. Felipe, como grande
Almirante, y de allí fue llamado al ministerio de Hacienda, a la muerte de
Felipe V.
Estuvo
en él hasta 1754, en que las intrigas de la Corte le hicieron salir, y los
manejos secretos que le supusieron con los Jesuitas en el asunto del Paraguay y
de la colonia del Sacramento, que luego se declararon por falsos.
Poco
después de venir del despacho, le despertó un oficial de guardias de Corps,
llamado Rozas, para anunciarle estaba cercada su casa de tropas, y que a la
puerta le esperaba un coche, en el cual tenía orden de conducirle a Granada.
Vistióse con tranquilidad, y, entregando todas sus llaves a las personas
comisionadas para recibirlas, se puso en coche, reposando sobre su propia
conciencia y sobre la justicia de su Soberano. Hay quien dice que el Duque de
Alba, mayordomo mayor del Rey, que fue la principal causa
de su caída, estuvo de oculto a verle salir. En el carácter de este señor, cuyo
mal corazón igualaba a su gran talento, no sería extraño este hecho. La muerte
de D. José Carvajal, hermano del Marqués de Sarria, español honrado, fue la que facilitó esta desgracia. El
Marqués logró en ella pruebas nada equívocas del concepto que debía al público,
y todo le sobraba en su destierro. Transfirióse después al Puerto de Santa María,
y en el año 1760 entró victorioso en Aranjuez, de orden del Rey Carlos, que le
recibió muy bien.
Falto
de subalternos y del poder, que eran los medios que le habían hecho brillar, y
reducido a sí solo, se limitó a hacer una compañía servil a su bienhechor y
amigo el Duque de Losada, Sumiller del Rey, y a acreditar
a S. M., por medio de una corte asidua y molesta, la lealtad y reconocimiento
de un buen corazón. Se le consultó en algunos asuntos; pero como nada era por
sí, no satisfacía como se esperaba. Así pasó sin faltar ningún día a la mesa
del Rey, en que se ocupaba en hacer fiestas a sus perros. Pero el astuto
Soberano, a quien nada chocaba más que le adulasen y quisiesen obligar por este
medio a prodigar sus palabras y distinciones, desde luego que penetró el
sistema del Marqués (que no tardó mucho), no volvió a hablarle una sola
palabra.
Cuando
la causa del Gobernador de la Habana, D. Juan de Prado, y del General de la escuadra, D. Gutierre de Evía, su
amigo, se quiso mezclar en intrigas para protegerlos, y ponía espías al Conde
de Aranda, presidente del Consejo de guerra nombrado para
juzgarlos, para saber sus pasos y buscar modos de atraerle a su dictamen. Esto,
junto con la amistad íntima que tenía con el P. Isidro López,
jesuita hábil e intrigante, que era uno de los que él había enviado a estudiar
a Francia, hizo que, cuando se trataba de la expulsión de esta Orden, de que
estaba encargado el mismo Conde de Aranda, se le mando salir de Madrid, y
escogió para su morada Medina del Campo. Allí vivió, teniendo mesa de Estado,
en la que no comía con motivo de su salud; pero convidaba a toda la gente de
forma y forasteros, y asistía a la mesa más o menos, según la calidad de los
convidados. Así acabó sus días en aquel destierro, alimentando con su
magnificencia genial y el afecto que generalmente le tenían todos como a buen
español, la ilusión de un Ministerio en que oía que muchos desearían verle
colocado. Si en vez de quedarse en Madrid, y de seguir asiduamente los sitios,
se hubiera retirado y venido solamente a Aranjuez o al Escorial algún año a
hacer la corte a SS. MM, es casi cierto hubiera vuelto al Ministerio en el
tumulto de 1766, cuando no se sabía de quien echar mano, y en cuyas
circunstancias muchos le aclamaron. Pero acaso hubiera sido más infeliz que en
Medina del Campo. Tal fue la vida del Marqués de la Ensenada,
de quien, como la persona más interesante del reinado del Sr. D. Fernando el
VI, he creído deber hacer mención en esta nota. Es verdad no debía serle
reconocido, por haber sido el que, en el año de 1748, reformó el cuerpo de las
galeras, de que fue último Capitán general mi padre, que murió seis meses
después medio loco de pesadumbre. Pero su fin era bueno, porque el cuerpo de
las galeras, separado del de la marina, era un verdadero monstruo dañoso. Aquel
pretendía preeminencias, como más antiguo; pero como en lo general su
oficialidad era menos instruida, la marina, que necesitaba de otros principios,
la despreciaba, y de este continuo contraste de antigüedad o nobleza ignorante
y de ciencia superior, aunque moderna, nada podía resultar de bueno.
Incorporado este cuerpo en el otro, hubiera sido uno, y se evitaba el
inconveniente; pero como el Marqués había sido marino plumista, se resintió de
la enemistad de los cuerpos, y partió por medio. Yo le debí particular amistad
y atenciones, y así, debo hacer honor a su memoria, y no quitarle nada de la
gloria que se merece por un mal que nunca hubiera querido ni creído hacerme su
buen corazón.
Dejo
a mi padre y a todos los oficiales sus grados y sueldos; pero aquél empezó a
decir: No, no; ¡yo con sueldo y
mis soldados sin él! Nada quiero, nada quiero; y fue la víctima de
su honradez y buen corazón.
Viendo
mi padre que, en las instrucciones de reformas que se hallan entre mis papeles
y en que se mandaban entregar los efectos de las galeras, no se nombraba
expresamente el estandarte real que arboraba la Capitana, y en que estaban las
armas de España, creyó no deberle entregar a la marina ni almagacenes sin
especial orden, e hizo a este fin una representación en 11 de Diciembre de 48,
que se halla entre mis papeles relativos a esta reforma. Representaba en ella
ser aquellas insignias las primitivas de la marina española, citando las
acciones en que en 1673, 85, 98, y 1701, y 702 se habían hecho particularmente
respetar, y a sus expresiones acreditaba el celo y gusto con que a su vista
había sabido exponer su vida repetidas veces, y el efecto que, como
experimentado, conocía producían en las ocasiones en los militares semejantes
estímulo, imaginarios en el fondo, pero incalculables por sus efectos; pero
como en la secretaría sólo calculaban el valor del tafetán, respondieron lo
entregase como lo demás en los almacenes. Mi padre, que había visto siempre en
aquella insignia el Rey y la nación para perder por ella su sangre, recibió en
esta respuesta el golpe de gracia que acabó de arruinarle. ¡Véase qué diferente
efecto produce un mismo objeto, según el valor que le da la imaginación, que
esta lección sirva de escarmiento a los que la leyeren y lleguen a mandar, para
no olvidar nunca lo que pierden y empobrecen al Soberano y a la nación, en no
querer sacar el partido que deben de las preocupaciones útiles de los hombres!
Si la respuesta del Ministro hubiera sido alabar el celo del General, y
mandarle conservar en su casa aquellas últimas insignias, haciéndole con este
motivo un elogio para consolarle de su reforma, le hubiera vuelto la vida a
poca costa obligádole acaso a confesar, pasado el primer momento, la utilidad
de la misma reforma que queda indicada arriba.
Nota segunda
Relativa a la última
enfermedad del Rey Fernando el VI, que fue el 28 de Agosto de 58, en Aranjuez.
Inmediatamente
que murió la Reina Bárbara, se trasladó el Rey al antiguo castillo de
Villaviciosa, distante de Madrid dos leguas, cuyas espesas murallas parecían,
más que otra cosa, una prisión y no un lugar destinado y propio para distraer
el ánimo de un melancólico, y la aridez de sus inmediaciones no eran tampoco
capaces de contribuir a conseguir el fin. Sin duda que el motivo que obligó a
escoger esta morada fue buscar un paraje próximo a la Corte en que el Rey no
hubiese nunca estado con la Reina, su esposa, a fin de quitarle todos los
recuerdos melancólicos que esta memoria podría ocasionarle. Pero el pueblo, que
amaba poco al Mayordomo mayor del Rey, le culpó en la elección, y tuvo tanto
más motivo de murmurar de él, que no fue a hospedarse a Villaviciosa, donde
sólo iba algunas veces, teniendo su residencia en Madrid, con un pretexto
frívolo de salud. Esta conducta era tanto más chocante, cuanto que dicho señor
había sido siempre particularmente querido y distinguido por el Rey.
Entregado,
pues, a sí mismo nuestro santo Monarca, creció de día en día su tristeza y el
abatimiento de ánimo, y, aunque salía por las tardes un poco a caza, aquella
diversión, que ocupaba su cuerpo, no aliviaba su imaginación, que era su
tormento. Sólo se le notaba algo de alegría y un interés particular en saber
del correo de Italia, y, estaba siempre impaciente el día de su llegada hasta
el recibo de las cartas. Tenía el Infante D. Felipe, su hermano, dos hijas, la
una, nuestra actual Reina Doña María Luisa, y la otra,
mayor, que era la Infanta Doña Isabel, que casó con el Emperador Josef II.
Había el Rey conocido a esta última Princesa, que nació en España, y, por esto,
y las noticias que tenía de su educación, talento y piedad, le profesaba una
particular inclinación, y, pensaba sin duda, según todas las apariencias, en
casarse con ella. Este interés, y el gusto con que miraba un retrato que tenía
suyo eran unos indicios ciertos de ello.
Si
el Rey hubiera tenido bastante resolución para hacerse superior a los respetos
humanos, y, para conocer la necesidad en que se hallaba de superarlos para no
ser la víctima de su tristeza, hubiera dicho lo que pensaba, hubiera tomado su
partido, y, haciendo venir a su sobrina, hubiera sido feliz; y el reino, que le
amaba, hubiera tenido el consuelo de conservarle. Esta Princesa fue adorada
después por el Emperador, su esposo, y de cuantos la conocieron, y fue tanto el
amor que S. M I. la conservó siempre, que jamás pudo acostumbrarse a su segunda
mujer, por más que ésta hiciese para serle grata. Entrado en San Sebastián, en
vino de los dos viajes que hizo a Francia, hallándose ya viudo la segunda vez,
dijo con ternura y efusión de corazón al Duque de Crillón, que le acompañaba, y
me lo ha dicho: Si estuviera
cierto de hallar en una de estas mujeres, aunque fuese del pueblo, una española
como la que tuve la desgracia de perder, me casaría con ella en el momento.
Este dicho, en la boca de un Príncipe que no había tenido nunca pasión por
ninguna mujer, es un elogio completo del mérito de esta Princesa.
La
timidez natural del carácter de Fernando le privó, pues, de poseerla, y
continuó siempre aumentando su melancolía.
He
visto en Viena, en el panteón de los Capuchinos, los sepulcros de las dos
mujeres del Emperador José, inmediato uno a otro, y he notado en ellos una cosa
muy singular. En el de la parmesana, que amaba tiernamente, está un corazón, y
en él, me parece, el retrato del Emperador. En el de la bavaresa, que S. M. I.
no podía sufrir, sólo hay una serpiente redonda con la cola en la boca, que,
aunque es símbolo de la eternidad, atendidas las circunstancias, parece hubiera
podido omitirse y preferir otro emblema menos susceptible de interpretación.
Otro
inesperado suceso fue el que dio el último golpe al ánimo
demasiado abatido de
este Monarca. El Rey D. Josef II de Portugal, hermano de la
Reina Bárbara, cuya
falta era la causa de su tormento, yendo de noche en su calesa a
casa de la
Marquesa de Tavora, según su costumbre, acompañado sólo de
su ayuda de cámara Texeira, se vio asaltado por varias
gentes a caballo, que, deteniendo al postillón, le tiraron un
tiro a la calesa,
que hirió a. S. M., habiendo tenido la fortuna de que faltase
fuego al trabuco
con que tiraron al postillón, con lo cual pudo galopar y salvar
la persona del
Rey. Según los indicios, el que tiró al postillón fue el mismo
Duque de Aveiro, Mayordomo mayor del Rey, a quien todo Lisboa atribuía
al
día siguiente a voces este intentado asesinato. Su carácter
personal, su
ambición insaciable y las relaciones del Rey con la Marquesa de
Tavora, estaban
tan complicadas entre sí, que dieron lugar a esta uniformidad de
opinión, que
fue un grito casi general luego que se traslució en el público
esta triste
noticia. Al día siguiente fue el Duque a ver al Rey, que se
hallaba en la cama,
como si nada supiese del hecho, y S. M. le recibió como si no
sospechase de él.
Con todo, un ayuda de cámara, favorito del Monarca, escribió en
un papel
después de la visita: El
asesino del Rey es el Duque de Aveiro. Y lo dio
sellado a un amigo
suyo, diciéndole no le tocase hasta que él se lo dijese. Así se
hizo, y se
realizó su previsión. Inmediatamente empezó a instruirse con la
mayor reserva
el proceso, bajo las órdenes y dirección del famoso Marqués de
Pombal, Ministro favorito, que siguió tratando al Duque como si
nada hubiese. Este, con todo, acusándole su conciencia, y
mirando acaso como
sospechosa aquella misma tranquilidad, quiso descubrir terreno, y
fue un día a
ver al Marqués de Pombal, para pedirle apoyase una pretensión
que tenía, y
decirle que si S. M. no hallaba inconveniente, se iría por unos
días a una
quinta o casa de campo que tenía del otro lado del río, entre
Lisboa y Setuval.
El Marqués estaba justamente con su proceso entre las manos, que
ocultó, como
puede creerse, de modo que no lo viese. Lo oyó con el mayor
agrado, y, le dijo que no hallaba el menor inconveniente en que
partiese, y que, en cuanto a su asunto, que le tenía muy presente, y que no
debía dudar se le haría la justicia que merecía.
Fuese
tranquilo el Duque a su casa de campo, en la cual fue arrestado poco después,
de resultas del gran proceso, en que fueron condenados a muerte el Duque de
Aveiro, Conde de Atouguia y Marqués de Tavora y demás señores comprendidos en la causa, que padecieron su
castigo el día 13 de Enero de 1759, día de horror y consternación para toda
Lisboa, que no se olvidará nunca. En él dio el Marqués de Pombal, aún Conde de
Oeiras, una prueba bien grande de su despotismo y del
punto de abatimiento a que había reducido la nobleza del reino. Mandó aquella
misma tarde a todos los parientes de los reos que no se hallaban presos, y que,
por consiguiente, no se miraban como implicados en el asunto, se vistiesen de
gala y fuesen a palacio a besar las manos a SS. MM. y a darle gracias de haber
castigado a unos parientes que miraban como infames y traidores a sus
Soberanos. Así lo hicieron, de tan mala gana como puede considerarse, y me han
confirmado en Lisboa veintiséis años después, llenos aún de cólera y horror los
mismos que entonces pudieron reprimirla, que estaban viendo humear el cadalso
en que ardían las cenizas de sus próximos parientes desde el palacio en que
ellos estaban reunidos para celebrar su ejecución.
Este
proceso es uno de los más famosos de la Europa; ha dado mucho
que hablar contra
el Marqués de Pombal, que todos convienen en que, por sus fines
particulares,
extendió el rigor sobre algunos inocentes, aunque no hay quien
cuente en este
número al Duque de Aveiro. Es cierto que el Marqués de Pombal,
no siendo de las
familias primeras del reino, y, siendo altivo y ambicioso, hizo
siempre un
estudio de abatir a una nobleza orgullosa que conocía le miraba
con desprecio,
y, se aprovechó de esta ocasión para conseguirlo y, ejercitar
algunas venganzas
y opresiones crueles, de que no desistió hasta que, muerto el
Rey, veinte años
después, y falto de poder, le hicieron retirar. La Reina María
I, actualmente
reinante, hizo salir de las cárceles a todos los destinados a
morir en ellas,
entre los cuales se vieron muchos que se suponían ya muertos, y,
se vio
faltaban otros que se creían aún vivos. Entre los primeros
merece tenerse presente
uno llamado Enserrabodes, que había sido Ministro en
Inglaterra, y luego en Roma, y que el Marqués había hecho
retirar de este
último destino porque no se conformaba a sus ideas religiosas.
El Rey de
Inglaterra le había estimado mucho durante su residencia en
Londres por su gran
talento y mérito, y se interesó con el Rey Don Josef para que le
diese su
libertad, haciéndole hablar por su Ministro en Lisboa. Viendo
que no tenía
respuesta, resolvió escribirle, y mandó a su Ministro diese al
mismo Rey su carta.
Así lo hizo, y habiendo S. M. hablado a Pombal, diciéndole
quería dar gusto al
Rey de Inglaterra, este Ministro le replicó no era posible,
porque Enserrabodes
había muerto, y para probarlo, dio a otro una pensión que él
tenía. Así me lo
ha contado el mismo muerto, en Lisboa, en 1785. En la segunda
clase merece
singular atención el Conde de la Rivera. Este había podido
entretener una
correspondencia con su mujer por medio de un negro, por el cual
la Condesa le
enviaba papeles y dinero. Muerto el Conde, vio el negro le
faltaba aquel
recurso, y tuvo la maña de continuar una correspondencia, por
medio de la cual,
a más del pago de su trabajo, se embolsaba los socorros que le
daban para el
difunto Conde. Abiertas las cárceles, la Condesa envió a buscar a
su marido, y
se preparaba a recibirle; corre a la escalera, cuando ve de
lejos el coche,
llega éste, y, en vez de su marido, ve sólo al criado, que, a
fuerza de
pretextos, procuró prepararla lo que pudo a recibir la noticia
de su muerte.
Por este estilo hubo otros varios sucesos sumamente extraños.
Pero entre ellos
no debe omitirse el del Conde de San Lorenzo. Era este
señor gentil hombre de cámara, favorito del Infante D. Pedro,
que sucedió al
Rey, D. Josef II, como marido de la Reina Doña María. El motivo
de su
arrestación fue la predilección que el Infante tenía por él, y
las sospechas
del Marqués de Pombal de que le servía de espía a favor de
los Jesuitas, a que S. A. y él eran adictos. Esto bastó para
encerrarle como a
los otros, mostrándose el Infante muy ofendido de esta
providencia. Creía,
pues, el Conde que, luego que subiese al trono, el primer objeto
del nuevo Rey,
sería librar a su favorito, que sabía padecía por él; pero
ninguna demostración
hizo a su favor, y salió de la prisión a su turno, como uno de
tantos. El
Conde, que es hombre de mucho talento, instrucción y carácter,
no podía ser
insensible a esta indiferencia, y, desde que salió del encierro,
se le notó una
manía singular y única, pues en todo lo demás estaba muy
racional, sin la menor
agitación en nada, ni aun en su manía, fuera de la cual hablaba
de literatura,
historia y de todos los demás ramos, en que estaba muy
instruido, y su memoria
y modo de producirse hacia su sociedad tan agradable e
instructiva como lo
había sido siempre. Su manía única fue fijarse en la época en
que entró en el
castillo, y renunciar a reconocer cuanto había sucedido después.
El Rey D.
Josef y, Pombal reinaban siempre para él en Portugal. El Rey D.
Pedro era
siempre el Príncipe del Brasil, y en él esperaba, haciéndose
lenguas de sus virtudes y repitiendo las honras que le debía
constantemente. Clemente XIII ocupaba siempre la Silla apostólica, y así
de lo demás. Esta situación le impidió el ir a la Corte, ni ver a
nadie.
Retiróse en este estado a un Monasterio, llamado la Penina, que
está en lo más
alto de la sierra de Cintra, y allí se mantuvo algunos años,
haciendo una vida
cristiana y estudiosa, y siendo las delicias de los tres o
cuatro religiosos
que habitaban aquel desierto. De él se pasó después a Lisboa al
convento de las
Necesidades, de Padres de San Felipe de Neri. Allí hay hombres
muy dignos e
instruidos, una biblioteca selecta, que le ocupa enteramente.
Tiene más
sociedad y ve a tal cual de sus parientes y amigos muy íntimos.
Todos le hallan
el mismo que antes, salvo en el artículo dicho, en que no da
cuartel,
manteniéndose siempre en no pasar adelante de la época de su
arrestación, como
la de su muerte para el mundo.
Semejante
conducta, combinadas todas las circunstancias, acredita, a mi modo de ver (y no
soy el solo), que el respetable Conde de San Lorenzo, lejos de estar maniático,
nos da una lección muy rara, y acaso única, de tesón, prudencia y honor.
Ofendido y olvidado por el que fue la causa de su arresto, y no pudiendo tomar
de él la satisfacción que hubiera exigido de un igual suyo, creyó no podía
presentarse a su Soberano como verdaderamente reconocido, cuando anidaban
contra él en su corazón Justos motivos de resentimiento, y que el mismo Rey
podría sentirlos en su corazón cuando le viese, conociendo su falta de
consecuencia y amistad. Para evitar, pues, los malos ratos recíprocos de
semejantes reflexiones y sus resultas, y convencido, después de diez y ocho
años de encierro, de lo que vale el mundo y las Cortes, se resolvió a renunciar
a uno y, otro, y dar una nueva lección decorosa y prudente y verdaderamente
filosófica, de consecuencia y amistad a quien le había faltado a uno y otro,
sin salir del deber que le imponía la calidad de vasallo. Esto debe servir de
ejemplo a todos, y mucho más a los Soberanos, cuya elevación los expone más a
incurrir en estas faltas, en perjuicio suyo y de su reino, pues las personas de
carácter, consecuencia, verdadero mérito y, reflexión cuentan menos de lo que
pudieran con sus demostraciones, y aun con sus resoluciones, y, alejándose de
ellos, dejan el puesto a los tontos y aduladores bajos, o a los ambiciosos
malignos, que los ocupan en descrédito del mismo Soberano y en detrimento del
bien de sus vasallos.
Este
Ministro singular, uno de los primeros que ha tenido el Portugal, es, como
todos los hombres, un compuesto de buenas y malas calidades, y de la
combinación de unos y otros, resulta tenía calidades grandes para el mando, y
que si, en vez de haber sido ministro, hubiera nacido Rey de Portugal, no hubiera
incurrido en las faltas que cometió, y que nacieron las más de su situación. Si
su cuna le hubiera hecho tan superior a los otros como creía serio por su
talento, no hubiera necesitado de cometer las faltas que no tuvieron otro
estímulo que el de querer avasallar a los otros, y si han sido ciertos los
defectos que atribuyen a su ambición para enriquecer su casa, o no los hubiera
tenido tampoco, o si era ambicioso, su ambición le hubiera hecho guerrero y,
conquistador, y hubiera mudado de nombre.
Otra
prueba de lo dicho es que, mientras su Ministerio, hizo con su prepotencia se
casase su hijo segundo con la hija heredera del actual Embajador de Portugal en
París; pero esta señora, que tenía otra inclinación, tuvo más tesón que todos
los suyos, y jamás cohabitó con su marido, de modo que, aunque la pusieron en
un convento para forzarla a ello, sufrió la prisión, que acabó por casarse con
el otro.
Entonces
el Marqués casó a dicho hijo segundo con una heredera de la familia Tavora,
cuyo padre, Nuño de Tavora, tenía y mantuvo preso, sin que ni siquiera supiera
la boda. Cuando salió este hombre virtuoso de la prisión en que el Marqués le
había tenido diez y ocho años, y de que sólo lo sacó la justicia de la Reina,
halló que su yerno, heredero de su casa, era un tonto, hijo de su Nerón. Lo
único que dijo al saberlo fueron estas palabras: Dios lo ha querido; a mí me faltaría esto para purificarme,
y abrazándole, ha continuado en tratarle como si él mismo hubiera hecho la
boda. Sólo una verdadera religión puede producir semejantes efectos en el
corazón del hombre convencido íntimamente de ella, y así he querido, hijos
míos, no ignoréis este ejemplo de su poder y utilidad aún en lo humano.
Estoy
casi cierto de que en la guerra con España, en 1762, en que los ingleses
ofrecieron al Rey de Portugal y a su familia un asilo en su reino (en que nada
hubiera perdido la Inglaterra), el Marqués lo rehusó, y tenía pronta una flota
con todo lo necesario para un viaje de mar de seis meses de la familia real. No
tenía otra mira en esto que la de transplantarse a la América y establecer en
el país un nuevo reino de Portugal sin límites. Esta idea era propia de su
genio y ambición de gloria. Por ella tenía la de ser el establecedor de la
revolución y nuevo Imperio del otro mundo, que tanto tiempo hace nos estaba
pronosticada y que otros han realizado después. El hubiera enriquecido como
hubiera querido su familia, y aquellos habitantes le hubieran mirado como una
divinidad, y, hubieran adoptado, como venida de ella, todas las leyes que les
hubiese querido imponer, y que en el corto terreno que poseían en Europa podían
dar poco de sí, teniendo que vencer un sin número de obstáculos autorizados por
la costumbre envejecida de siglos. Allí se hubiera reído y aun hecho temer de
los españoles, en cuyos dominios hubiera podido introducirse a poca costa y con
muchas ventajas, en vez de que en Europa era preciso los mirase siempre con
respeto y temor, y que hiciese Portugal el papel de una potencia secundaria.
Tales creo eran las ideas del Marqués, sobre el cual y el singular suceso de la
desgracia del Rey de Portugal y sus resultas he querido dar una noticia, algo
detallada, aun a costa de esta digresión.
Volviendo,
pues, a lo que toca al Rey Fernando, diré que la noticia de esta inesperada y
horrible desgracia hizo tanta impresión en su ánimo débil, preparado ya a la
melancolía, que pasando esta a su segundo grado, degeneró en manía. Con motivo
del luto del cuñado no volvió a salir del castillo encantado en que le habían
puesto para alegrarle, y pasaba horas enteras paseándose solo en su cuarto. Al
fin, un día se encerró desde por la mañana, y, no obstante de que era sumamente
devoto, no abrió ni para oír Misa ni para nada, y se le veía por la cerradura
de la puerta andar de arriba a abajo Paseando melancólicamente. Por fortuna
quedó este consuelo en medio de esta aflicción, pues, a no haber podido ver lo
que hacía, hubiera sido preciso echar abajo la puerta, y sabe Dios el efecto
que hubiera causado en los principios esta contradicción. Así continuó hasta
las tres de la mañana del día siguiente, que se acerco a la puerta, la abrió y
se presentó en chupa y gorro, llamando a la
orden lo ordinario, como si nada hubiera habido. Considérese la
sorpresa de todo el mundo. Dio el Santo
a lo acostumbrado, y se retiró a acostarse. Todos saben que su padre,
Felipe V, había estado maniático en sus últimos tiempos, casi desde
que volvió a tomar la Corona, después de la abdicación que había
hecho de ella
en favor de su hijo Luis, contra la voluntad de su mujer la
Reina Isabel
Farnesio, que bien a pesar suyo le hizo volver a subir al
trono. Decía Felipe que éste ya no le podía pertenecer, y que el
verdadero Rey
era su hijo Fernando; que él había ya hecho su abdicación, y que
era usurpador
del derecho de sus hijos. Esta manía, nacida de su deseo de la
inacción, le
tenía triste y disgustado siempre. Llegó a tanto su desvarío,
que al fin iba a
pescar a las dos de la noche, se quería montar sobre los
caballos de las
tapicerías y hacía otras estravagancias semejantes. Su mujer,
que no se
apartaba de él, las estaba ocultando cuanto podía, no sin
peligro, pues a veces
la amenazaba, como cuando se mete miedo a los chicos; pero ella
le conocía, y
no le temía, porque sabia que, aun en sus desvíos, la respetaba y
quería. Falto
su hijo Fernando de este auxilio necesario y continuo de una
persona que le
diese sujeción, hizo más rápidos progresos en el este terrible
mal de la
melancolía, y fue pasando de manía en manía y de extravagancia
en
extravagancia, habiendo estado una vez diez y ocho horas sentado
sin moverse en
la esquina de un taburete, y otras cosas semejantes. Procuraban
distraerle;
pero sin fruto, o a lo menos muy pasajero. Hicieron venir de San
Ildefonso a su
hermano el Infante D. Luis, que estaba siempre en aquel sitio
acompañando a su
madre, y que quedó en Villaviciosa mientras vivió el Rey; pero
nada se
adelantó. Otro día hicieron venir al P. Rábago, Jesuita de edad y
de un aspecto
severísimo, que había sido su confesor, y a quien S. M tenía
mucha sujeción.
Otra vez llamaron, y vino, a la Marquesa de Aytona, camarera
mayor de la Reina
Bárbara, que era una señora muy respetable, y a quien el Rey
quería mucho; pero
no quiso verla. Lo mismo sucedió con el Gobernador del Consejo,
y aun a veces con el Sr. D. Manuel Quintano, Inquisidor general,
su actual confesor. Semejantes procedimientos en un hombre de
piedad y dulzura
no dejaban duda de la triste situación en que se hallaba su
imaginación. El
Duque de Béjar, mi cuñado, su Sumiller de Corps, a quien amaba
el Rey tiernamente, y que consideraba por su virtud y excelentes
calidades, era
el único a quien conservaba aún algún respeto, y no se separó
del Rey en todo
el tiempo de su enfermedad, en que le sirvieron también con el
mayor celo y
esmero, como sus gentiles hombres de cámara, mis sobrinos el
Duque del
Infantado y Marqués de Santa Cruz y
los Duques de Uceda y Montellano. Desde luego que se declaró la
enfermedad,
entabló el Duque de Béjar una correspondencia semanal con el Rey
Carlos, como
su inmediato sucesor, para darle cuenta de todo cuanto pasaba.
Por muerte de mi
cuñado y mi hermana, su mujer, conservo, vinculado en mi casa un
libro
encuadernado en tafilete encarnado, con presillas de plata, en
que se hallan
originales de su mano todas las respuestas del Rey al Duque
durante la
enfermedad del Rey Fernando.
Todo
se pasaba en el reino durante estos diez meses de la falta del Rey de legítimo
sustituto de su persona, con la misma tranquilidad que si viviese. Parece que
todos se habían dado la palabra para darle la prueba mas extraña y única del
amor que le profesaban y del deseo y esperanza que tenían de su
restablecimiento. Los tribunales seguían su curso regular, y por medio de las
órdenes de los Ministros (de acuerdo con la Reina madre y el Rey de Nápoles),
tomaron el medio término de valerse de esta expresión: Conviene al servicio del Rey.
Con
todo, no faltaron espíritus inquietos que quisieron, conmover el público,
haciendo coplas para conseguirlo, entre las cuales había unas que empezaban:
Españoles
descuidados,
|
insensibles e
indolentes,
|
cobardes, de
confiados,
|
necios de puro
prudentes, etc., etc.
|
Este
principio indica bien el espíritu que reinaba en semejantes escritos. A esto se
juntó también que no faltó quien, mirando ya el sol que iba a aparecer sobre el
horizonte, y formando cálculos sobre su llegada, quiso prevenirla y hacer una
especie de junta de Estado, en que entrasen el Embajador de Nápoles, como
representante del inmediato heredero, y algunos de los señores principales del
reino, de cuyo número no se creía excluido, siendo el motor del pensamiento.
Pero todo esto se desvaneció, y la fidelidad y amor de los españoles fueron el
mejor garante del orden y de la tranquilidad del reino, empleado todo en rogativas
y demostraciones piadosas, propias del deseo que tenían de volver a vivir bajo
el dulce yugo de su amado Fernando. Este se agravaba de día en día, y a veces
se ponía furioso y mordía aun los vasos de plata con que habían reemplazado por
esta razón los de cristal. Se postró al fin en la cama, en que hacía todas sus
inmundicias, que arrojaba indistintamente a todos los que le servían, sin
respetar ya a lo último, ni aún al mismo Duque de Béjar,
que naturalmente no conocía. Con todo, tenía algunos momentos de razón, y,
entre ellos, preguntando un día por el Marqués de Villadarias,
Sargento mayor de Guardias de Corps, hombre devoto, a quien quería, sin dejar
de conocer tenía un carácter cortesano y adulador (calidades que suelen no
separarse), le respondieron estaba en la iglesia pidiendo a Dios por su salud,
y replicó S. M.: Sí, sí, por mi
salud;... estará pidiendo por el feliz viaje de mi hermano Carlos.
Al
cabo, pues, de diez meses de continuo padecer, murió privado de los consuelos
de la religión y entre sus propios escrementos el Rey de España Fernando, el
más religioso y el más pulcro de los hombres, y su mujer la Reina Bárbara, que
era igualmente pulcra, murió (aunque con todo su conocimiento y Sacramentos) en
el mismo estado de inmundicia. Quedó el pobre Señor de tal modo, que me han
asegurado el Duque del Infantado y el Marqués de Santa
Cruz, que le vistieron después de muerto, que, al lavarle,
todo el pellejo se venía con la esponja.
Ambos
Soberanos se enterraron en Madrid en el Monasterio de la Visitación, que había
sido fundación de la Reina Bárbara. Yo, que estaba de guardia con mi compañía,
como alférez de Guardias españolas, en Aranjuez, cuando murió la Reina Bárbara,
y me retiré al cabo de cincuenta días a Madrid, con sólo cinco hombres y el
teniente de la compañía, pues los demás eran reemplazos de los que habían caído
con tercianas, que tuve yo al año siguiente, y asistí con ellas al entierro del
Rey, su esposo, no debo olvidar este día, pues en una de las descargas reventó
detrás de mí el cañón de un fusil, que, por la buena calidad del hierro, se
abrió sin saltar, pues, a haberlo hecho, es probable no hubiera podido dar aquí
esta noticia y tributar a estos dos Soberanos, a quienes mi hermana y yo
debimos nuestra educación, como lo dije al principio, este testimonio de mi
reconocida memoria.
Nota Tercera
Abdicación de la Corona
de Nápoles y establecimiento del Consejo de regencia durante la menor edad del
Rey y de la sucesión de la Corona para después de sus días.
Nos,
Carlos III, por la gracia de Dios Rey de Castilla, etc.
Entre
los graves cuidados que me ha ocasionado la Monarquía de España y de las Indias
después de la muerte de mi muy amado hermano el Rey católico D. Fernando el VI,
ha sido uno de los más serios la imposibilidad conocida de mi primer hijo. El
espíritu de los tratados de este siglo muestra que la Europa desea la
separación de la potencia española e italiana. Viéndome, pues, en la precisión
de proveer de legítimo sucesor a mis Estados italianos, para partir a España, y
escoger entre los muchos hijos que Dios me ha dado, y decidir cuál sea apto
para el gobierno de los pueblos que van a recaer en él, separados de la España
y de las Indias, esta resolución, que quiero tomar desde luego para la
tranquilidad de la Europa, y, para no dar lugar a sospecha alguna de que medite
reunir en mi persona la potencia española e italiana, exije que desde ahora
tome medidas respecto a la Italia. Un cuerpo considerable, compuesto de mis
Consejeros de Estado, de un Consejero de Castilla, que se hallaba aquí, de la
Cámara de Santa Clara, del Teniente de la Sumaria de Nápoles y de toda la junta
de Sicilia, asistido de seis diputados, me ha referido que, por más exámenes y
experiencias que han hecho, no han podido hallar en el Príncipe uso de razón,
ni principio de discurso o entendimiento y, criterio humano, y que, habiendo
sido lo mismo desde su infancia, no sólo no es capaz ni de religión, ni de
raciocinio al presente, pero ni se deja ver para lo futuro sombras de
esperanzas, concluyendo su parecer uniforme este Cuerpo que no se debe pensar
ni disponer de él como quisieran la naturaleza, la justicia y el amor paterno.
Así, viendo en este momento recaer por divina voluntad la capacidad y el
derecho de hijo segundo en el tercero D. Fernando, no obstante su edad menor,
he creído debía pensar en el acto de traspasar a él mis Estados italianos, como
Soberano y como padre, y, en su tutela y cuidado, que no pienso ejercitar con
un hijo que viene a ser Soberano independiente en Italia, como yo lo soy en
España.
Constituido,
pues, el Infante D. Fernando, mi tercer hijo, en estado de
recibir mis dominio
italianos, paso en primer lugar, aunque no fuese necesario
tratándose de un
Soberano, a emanciparlo con este presente acto, que quiero se
repute el más
solemne y, con todo el vigor de acto legítimo, y, aun de ley, y
quiero que
desde este punto sea libre, no sólo de mi paterna potestad, sino
también de mi
autoridad suprema. En segundo lugar establezco y ordeno el
Consejo de regencia,
para la menor edad de dicho mi tercer hijo, que debe ser
Soberano y Señor de
todos mis Estados italianos, a fin de que este Consejo
administre la soberanía
y el dominio mientras llega a su mayor edad, con el método
prescrito por mí en
una Constitución de este mismo día, firmada de mi mano, sellada
con mi sello y
firmada por mi Consejero y Secretario en el departamento de mi
Estado y casa
real cuya Constitución quiero que sea y se juzgue parte integral
de este mi
acto, y se repute en todo y, por todo referida aquí, para que
tenga la misma
fuerza de ley. En tercer lugar, decido y establezco por ley fija
y perpetua de
mis Estados y bienes italianos, que la mayor edad de aquellos
que, como dueños
y señores tendrán la administración libre de ellos, sea a les
diez y seis años
cumplidos. En cuarto lugar, quiero igualmente, por ley constante
y perpetua,
para la sucesión del Infante D. Fernando, y para mayor
explicación de los
reglamentos interiores, que su sucesión sea el orden de
primogenitura, con el
derecho de pasar a la descendencia masculina de varón en varón. A
aquel que,
siendo de la línea recta, le falten hijos varones, deberá
suceder el
primogénito de varón de la línea más inmediata y próxima al
último reinante,
del cual sea tío paterno o hermano, o, en mayor distancia, sea
el hijo mayor en
su línea en la forma ya dicha, o sea en el ramo que
inmediatamente se ha
separado de la línea recta primogénita del Infante D. Fernando o
de la del
último reinante. Lo mismo ordenó en el caso de que faltasen
todos los varones,
hijos de varón, de la descendencia masculina de dicho Infante D.
Fernando, y de
varón en varón respecto al Infante Don Gabriel, mi hijo, a quien
deberá pasar
entonces la sucesión italiana, y en sus descendientes varones
como queda dicho.
Faltando dicho Infante D. Gabriel y sus descendientes varones de
varón, como
arriba es dicho, pasara la sucesión, con el mismo orden, al
Infante D. Antonio Pascual, y después de él y de su descendencia
varonil, al
Infante D. Xavier y su descendencia, y después a los otros
Infantes, mis hijos,
que Dios me diere, según el orden de la naturaleza y su
descendencia varonil.
Acabados todos los varones de varón en mi descendencia, sucederá
aquella hembra
de la sangre y del parentesco que al tiempo de la falta esté
viva, o bien sea hija
mía o de otro Príncipe varón de varón de mi descendencia, la
cual sea la más
inmediata al último Rey y al último varón de la consanguinidad
que falte, o de
otro Príncipe que haya faltado antes, repitiendo siempre que en
la línea recta
se observe el derecho de representación, con que se mide la
proximidad de
primogénito, siendo ella de la afinidad; y respecto a ésta, de
sus
descendientes varones de varón, que la deberán suceder,
obsérvese el método
arriba explicado. Faltando después la línea femenina, recaerá la
sucesión en mi
hermano el Infante Don Felipe y sus descendientes varones de
varón, y faltando
éstos, también en mi hermano el Infante D. Luis y sus
descendientes varones de
varón, y faltando éstos, en la hembra más próxima de la
consanguinidad, con el
orden prescrito arriba. Bien entendido, que el orden de la
sucesión señalado
por mí, nunca podrá ocasionar la unión de la Monarquía de España
con la
soberanía y dominios italianos, de modo que, o varones o hembras
de mi
descendencia, conforme a lo dicho, sean admitidos a la soberanía
italiana,
siempre que no sean Rey de España o Príncipe de Asturias
declarado ya o para declararse, cuando haya otro varón que pueda
suceder en los
bienes italianos en virtud de este mi acto. No habiéndolo,
deberá el Rey de
España, luego que Dios le provea de un segundo hijo varón, o
nieto o biznieto,
pasar a él todos los Estados y bienes italianos.
Encomiendo
humildemente a Dios el dicho Infante D. Fernando, que dejo para
reinar en
Nápoles, dándole mi bendición paternal, y encargándole la
defensa de la
religión católica, la justicia, la mansedumbre, la vigilancia,
el amor a los
pueblos, que, por haberme servido y obedecido fielmente, son
beneméritos de mi
real Casa. Por lo mismo, cedo, transfiero y doy al mismo Infante
D. Fernando,
mi tercer hijo por naturaleza, los reinos de las dos Sicilias, y
todos los
demás Estados, bienes, razones, derechos, títulos y acciones, y,
hago al mismo
desde este punto la más amplia cesión y translación, sin que
quede parte alguna
de soberanía o superioridad ni a mí ni a mis sucesores los Reyes
de España,
fuera de los casos arriba dichos. En consecuencia de esto, desde
el momento que
salga yo de esta capital, podrá administrar independientemente
de cualquiera
que sea, con su Consejo o Regencia, todo aquello que será
transferido, cedido
y, dado por mí al mismo. Espero que éste mi acto de
emancipación, constitución
de edad mayor, destino de tutela y cuidado del Rey pupilo y,
menor en la
administración de dichos Estados, y, en los bienes italianos de
donación y
cesión, redundará en bien de los pueblos, de mi familia real, y,
finalmente,
contribuirá a la quietud de la Italia y de la Europa toda. El
presente
instrumento será firmado por mí y por mi hijo D. Fernando,
sellado con mi
sello, y firmado por los infrascritos Consejeros y Secretarios
de Estado, en
calidad de Regentes y tutores del mismo Infante D.
Fernando.=Dado en Nápoles a
6 de Octubre de 1759. = Carlos. = Fernando.=Domingo
Cattaneo.=Miguel Reggio. =Joseph Pappacoda. =Pedro Bologna.=Domingo de
Sangro.=
Bernardo Tanucci.
Segunda parte
Que comprende
desde su llegada a España hasta su muerte.
Capítulo primero
Desde la llegada
del Rey a España (1759) hasta la paz de 1763.
Quiso
la divina Providencia recompensar el sacrificio que, por todas las razones
arriba dichas, había hecho nuestro Monarca abandonando un reino tan delicioso y
que había creado él mismo, y premiar la entera confianza con que hemos visto se
había puesto en sus manos, y así, aunque al tiempo de su embarco no se manifestaba
el viento favorable, mudó aquella misma noche, y a los cuatro días de haberse
separado de sus antiguos dominios, abordó a las costas de su patria, que le
esperaba con los brazos abiertos. Desembarcó S. M. y su real familia en
Barcelona el 12 de Octubre, antes de que hubiesen aún podido llegar por tierra
varias personas de las que vinieron de Madrid y de otras partes del reino para
recibirle.
Mantúvose
allí pocos días; pero en ellos dio muestras de su benignidad y benevolencia,
restituyendo a los catalanes varios de los privilegios de que habían gozado
antes de la rebelión de 1640, los cuales había abolido su augusto padre después
de haber tomado la plaza en 1714, El Duque de Béjar, D.
Joaquín de Zúñiga, mi cuñado, que estaba a la cabeza de la cámara del Rey, como
Sumiller del difunto, se presentó al nuevo Monarca, con quien se ha visto había
tenido una larga e íntima correspondencia durante todo el tiempo de la
enfermedad de su difunto hermano. S. M., que le conocía personalmente antes de
su embarco, lo recibió con las mayores pruebas de cariño y de gratitud por lo
bien que se había portado y por su asidua asistencia al Rey Fernando. Para
darle una prueba de la entera confianza que tenía en él, le nombró desde luego
ayo del Príncipe de Asturias D. Carlos (que hoy reina
felizmente bajo el título de IV) y de sus hermanos D. Gabriel, Don Antonio y D.
Xavier, de que sólo nos queda desgraciadamente D. Antonio. El Duque reconoció
todo el valor de semejante confianza, y hubiera deseado que el estado de su
salud le permitiese desempeñarla, como deseaba y podría haberlo hecho en otro
tiempo, por sí, por su instrucción, carácter y prendas naturales. Pero dominado
de una melancolía profunda, no podía hacer muchas veces lo que quería y creía
necesario. S. M. habla traído consigo de Nápoles como Sumiller a D. Joseph
Fernández de Miranda, Duque de Losada, que se había
embarcado con él en Sevilla, como gentil hombre de cámara, y que nunca se había
separado de su persona. Este favorito era digno de un tal Rey, que, si no
hubiera sabido serio sin abusar de su favor, no le hubiera tenido a su lado
hasta que murió en El Escorial, en el cuarto inmediato al suyo, que siempre
ocupaba, el año 1783. Honrado, noble, franco, verdadero amigo de sus amigos,
incapaz de intrigas, de hacer mal ni de hablar mal de nadie, y solícito en
alabar y hacer bien a cuantos podía; tal fue, y debía ser necesariamente, el
carácter personal del digno y dichoso favorito y del amigo fiel de un hombre Monarca, cual lo fue
Carlos III. Nada sentía más este Soberano que el que le
dejasen, pues decía que él no
abandonaba ni dejaba a nadie, y que así lo quería lo dejasen. Bien
lo merecía, pues trataba como hermanos y amigos a los que tenían la honra de
servirle, y les cobraba un verdadero cariño, a que era difícil no corresponder.
Por esta razón, para conservar a su lado a su amigo Losada en la plaza de
Sumiller que tenía en Nápoles, premiando al mismo tiempo al que lo era en
España, buscó S. M. el medio de nombrarle por Ayo de sus hijos, y poniendo en
sus manos sus esperanzas y las de todo el reino. También nombró S. M. al
Marqués de Squilace por Ministro de Hacienda, cuyo empleo había servido en
Nápoles.
Pasó
S. M. a Zaragoza, donde le fue preciso detenerse algunos días a causa del
sarampión de sus hijos; pero, restablecidos felizmente, continuaron todos su
viaje hasta Madrid, donde tuve el honor de recibirlos, en medio de una
copiosísima lluvia, la tarde del 9 de Diciembre de 1759, como Alférez de
Guardias españolas de la compañía del Marqués de Rosalmonte,
que fue la primera que le montó la guardia.
No
obstante que sólo tenía entonces diez y siete años, me acuerdo
siempre del
cuidado con que observé y el efecto que me hizo la mutación de
la escena para
los que en tiempo del Rey pasado habían tenido favor, como D.
Carlos Broschi Farinelo, músico favorito y predominante en tiempo de la
Reina Bárbara; D. Baltasar de Enao, ballestero, que era
medio bufón del Rey; D. Cayetano Obreguz, primer ballestero, y
D. Pedro
Marentes, ayuda de cámara. S. M. los trató muy bien a
todos; pero separó de sí con muy buenos sueldos a los primeros,
continuando en
sus empleos a los otros, que por su probidad y, honradez lo
merecían mucho.
También la habían acreditado siempre los dos primeros,
especialmente el primero,
cuya probidad y, modestia fue constante en su favor, no abusando
nunca de él,
no obstante de que era todopoderoso con la Reina, que dirigía la
voluntad del
Rey, y haciendo bien a cuantos pudo. Esto hizo que, con todo lo
que debía
chocar, y chocaba particularmente, a una nación como la nuestra,
amante del
decoro, el ver un pobre castrado, condecorado con la Orden
militar de Santiago
y lleno de poderes, todos sintieron su retiro, y hacían justicia
a su probidad
juntaba a ésta una gratitud que le duró hasta la muerte en su
retiro de
Bolonia. Yo le vi en él en 72, y comí en su casa de campo con el
Duque de Arcos y otros señores españoles que veníamos de Nápoles, donde
el
Duque había ido a ser padrino, en nombre del Rey, de su nieta
Doña María Teresa, primogénita de los Reyes de Nápoles, casada hoy, con
el
Archiduque Francisco, primogénito del Emperador Leopoldo. Tenía
entonces
Farinelo setenta y tres años; pero, con todo, acabado de comer,
se puso al
clave y cantó un poco, como podía a su edad, pero sin que se
dejase de conocer
lo que había sido. Lo poco que tuvo de agradable su canto lo
suplió con
decirnos después que lo había
hecho sólo por acreditarnos no olvidaría nunca sus principios, y que todo lo
debía a la España.
El
Infante D.
Luis, hermano del Rey, que, con su madre la Reina viuda, Isabel
Farnesio, había venido a Madrid luego que murió el Rey, Fernando, se
adelanto a Guadalajara a recibir al Rey, con una infinidad de
Grandes y Señores
de la Corte. La Reina madre vino en su silla de manos a recibir a
la Real
familia a la segunda sala después del gran salón del Retiro,
apeándose en el
Casón de madera que da al jardín, en el cual tomaba siempre el
coche el Rey
Fernando. Sería difícil describir sin debilitarlos los muchos
afectos que
debería sentir en aquel momento de reunión una madre que, al
cabo de veintiocho
años de ausencia, se hallaba de nuevo unida a un hijo que había
amado siempre
tiernamente, y a quien no podía contar probablemente volver a
ver en toda su
vida; a un hijo que venía a ocupar el trono de su padre, no
obstante de haber
nacido el tercero y, de haber reinado sus dos hermanos mayores,
hijos de otro
matrimonio; a un hijo que se le presentaba rodeado de una
numerosa y
hermosísima familia de cuatro hijos y dos hijas, dejando en
manos de otro de
sus nietos el hermoso reino que la política y esfuerzos de su
misma madre había
sabido adquirirle. Creo que es difícil, y acaso único, ver
reunidas un conjunto
de circunstancias semejantes a éstas, sobre todo si se considera
la
tranquilidad con que, en medio de una guerra casi general en la
Europa, veía
esta Soberana coronados sus hijos y nietos en varias partes de
ella.
Calmados
los justos efectos del cariño filial, acompañaron a S. M. a su cuarto, y el Rey
y la Real familia pasaron constantemente todos los días al cuarto de su madre
hasta el de su muerte que fue en Aranjuez en el mes de julio de 1766.
Empezó
desde luego S. M. a dar pruebas de su justicia, de su amor a sus vasallos y de
su respeto a la memoria de su augusto padre, y mandó pagar, no sólo sus deudas,
sino las de Carlos I y, II y Felipe II, III y IV, lo cual
se hizo por algunos años. Pensó desde luego en la iluminación, empedrado y
limpieza de Madrid, y de la Corte más puerca del mundo hizo la más limpia que
se conoce. Todas las inmundicias se arrojaban por las ventanas, de modo que el
hedor era insoportable. La plata y el oro se tomaban; las rejas de las calles
estaban cubiertas de un sarro infecto. El color y las dentaduras de los hijos
de Madrid eran conocidos por los peores en toda España. Esta porquería del
suelo, y el continuo peligro de lo que, sin más que decir: ¡Agua va! (cuando ya caía),
arrojaban continuamente por las ventanas, hacía que no podía irse a pie estando
vestido, y obligaba el uso de la capa y, sombrero gacho o chambergo, pues aún
en los coches solía entrar la basura cuando enfilaba la portezuela, que caía
con violencia, por algunos de los conductos o canalones de madera, como le
sucedió una vez a mi padre, que se vio medio inundado de inmundicia dentro de
su mismo coche. A vista de esta descripción, nada exagerada, todos creerán que
el pensamiento de limpiar a Madrid de esta inmundicia había de hallar un apoyo
general en sus habitantes. Pero no fue así, pues no sólo los cerdos
(especialmente los de San Antón, por privilegio particular), que andaban por
muchas calles, se mantenían con ella, sino que muchas personas, que no
permitirían se lo llamasen, se aprovechaban de lo que se pagaba para su
limpieza. De aquí resultaba que, siempre que se había intentado la limpieza
radical de Madrid, los inconvenientes de todas clases lo habían impedido. Llegó
esto a tanto, que, en tiempo de uno de los Felipes, hicieron los médicos una
consulta, diciendo que el aire de Madrid era tan sutil, que si no se impregnaba
en aquella inmundicia, causaría los mayores estragos. Esta consulta se le
presentó al Marqués de Squilace, encargado de esta empresa, entre la infinidad
de obstáculos que se le pusieron contra ella. Llevóla el Marqués al Rey, y S.
M. le dio una respuesta digna de su talento y conocimiento de los hombres.
Díjole: «Me alegro me hayas traído este papel, pues con él se ataba todo. A la
verdad, no es posible que se me dé una razón más poderosa para que yo desista
de mi intento que el ser contrario a la salud pública. Ahora pues, dispónlo
todo luego, luego, para que se limpie Madrid por medio de los conductos y demás
arbitrios determinados. Manda que se haga uso de ellos, y en el primer momento
en que yo vea verificado lo que dicen los médicos antiguos, en mandando volver
a arrojar las inmundicias por las ventanas, con una firma, doy, mi palabra de
que se remediará todo el mal.» La obra se hizo; la salud de las generaciones
actuales y, futuras ha ganado en ello, y los que conocieron el antiguo Madrid y
el actual no cesan de bendecir el Soberano que ha sabido extender sus
beneficios a todos los siglos venideros, y, dar a las preocupaciones inventadas
por la maldad e intereses particulares el verdadero valor que se merecen,
haciendo patente su falsedad maliciosa.
Hechos
todos los preparativos necesarios para la entrada pública del
nuevo Monarca, se
verificó ésta el 13 de Julio de 1760, con toda la magnificencia
correspondiente. Se dirigieron SS. MM. en público a la iglesia
de Santa María
de Atocha. Al día siguiente hubo fiesta de toros en la Plaza
Mayor, a que
asistió la Real familia, y, S. M. hizo una numerosa promoción de
marina y
ejército y, otras gracias, y, perdonó más de cuatro millones de
atrasos de
empréstitos y de granos y dinero, hechos a los labradores de
Andalucía, Murcia
y Castilla la Nueva desde el año de 48 al de 54. El 15 por la
mañana se hizo en
la iglesia de San Jerónimo la jura del Rey y de su hijo el
Príncipe de Asturias D. Carlos Antonio, al cual se le proclamó como
heredero
presuntivo del trono. Dijo la misa el Arzobispo de Toledo,
Conde de Teva, hermano del Conde de Montijo. Leyó la fórmula del
juramento D.
Pedro Colón de Larreategui, Decano del Consejo de
Castilla, y se prestó éste en manos del Duque de Alba,
Mayordomo mayor del Rey, que lo había sido de Fernando el VI, a
quien hemos
dicho debió singulares distinciones y favor, a que no
correspondió. Era hombre
de gran talento, pero no del mejor carácter, y, sumamente
inconstante y altivo.
Procuró ganar al Rey, y a este fin no omitió medio alguno con
cuantos le habían
acompañado desde Nápoles; pero, conociendo la penetración de
este experimentado
Monarca, creyó no podrían estar mucho tiempo juntos, e hizo
dimisión de su
empleo.
Mientras
el Rey estaba dedicado todo al cumplimiento de sus obligaciones y al alivio de
sus nuevos vasallos, quiso la Providencia quitarle de su lado a su amada esposa
Doña María Amalia, que, de resultas de una caída de un caballo que dio en
Nápoles yendo a caza, y que disimuló, había padecido continuamente, y al fin
falleció el 27 de Septiembre de 1760, a los treinta seis años de su edad.
Poco
después pensó S. M. en pasar, y pasó, del Palacio del Buen Retiro, que
habitaban los Reyes desde la quema del Palacio antiguo, al nuevo, que se estaba
haciendo, y con cuyas piedras y coste hubiera podido edificarse el más hermoso
del mundo, siendo todo de piedra de sillería. Su situación era perversa, sin
proporción para extenderse ni para tener jardines, todo lo cual se hallaba en
el Retiro, por donde, a poca costa, pudiera hacerse pasar el río Jarama, para
lo cual, y para hacer allí un soberbio palacio, hay un excelente proyecto de
Sabatini. Hay también un modelo antiguo del ingeniero Jubarra para hacerle en
los altos de San Bernardino, situación menos ventajosa que el Retiro; pero superior
a la del palacio viejo; pero Felipe V quiso absolutamente
se edificase sobre el mismo terreno del antiguo. Los caprichos que cierran los
oídos a la razón, son dañosos en todos; pero en los Soberanos son defectos de
mucha consecuencia, pues en ellos la tienen grande, e influyen en el bien de
sus vasallos y de su reino su virtudes y sus defectos. Para hallar terreno
sólido en los fundamentos de este edificio ha sido preciso bajar casi al nivel
del río, de modo que hay siete altos debajo de tierra, qui merecen verse por su
término, no menos que lo que está sobre ella, pues hay un gran palacio
enterrado costosísimo, sin utilidad alguna.
Era
la Reina Amalia una Princesa sumamente religiosa, aplicada a sus obligaciones
domésticas como una simple particular, cuidadosa en extremo de la educación de
sus hijos, a quienes nada disimulaba. Estando en Barcelona viendo pasar los
carros triunfales con que la ciudad festejó el arribo de SS. MM., uno de sus
hijos hizo algo que le disgustó, y le castigó inmediatamente a la vista de todo
el público. Era afable y caritativa, y tenía un excelente corazón; pero la
extremada viveza de su genio ofuscaba a veces en un primer momento, de que
luego se arrepentía, el fondo de estas buenas calidades. El Rey, su esposo, que
la amaba tiernamente y que quería corregirla, la predicaba constantemente con
el ejemplo de su persona, moderación y mansedumbre que, no obstante la viveza
natural de su carácter, había ya hecho natural en él a fuerza de constancia y
de virtud. No le desagradaba, pues, cuando hallaba algún modo oportuno de
hacerle conocer a la Reina un defecto que, siendo él solo, se hacía en ella más
visible. El Príncipe de Espacaforno, gentil hombre de cámara, que conocía el
carácter y humor de sus Soberanos, cuyos prontos y dichos le permitía y
celebraba el Rey, dio un día a la Reina una lección pública, que sólo su virtud
habrá podido perdonarle. Hallábase S. M. en vísperas de parir, y se había
mandado que luego que se supiese estar con dolores, se pusiesen todos los
grandes uniformes, para estar prontos a asistir al bautizo, que se hace, según
costumbre, luego que nace el Infante. Servía un día en Nápoles la mesa pública
de SS. MM. Espacaforno, y, al poner un plato, cayó algo de salsa. La Reina, con
su viveza, dio un grito (como solía) tan fuerte, que el pobre Espacaforno echo
a correr delante de toda la corte. El Rey le llamó, diciendole: ¿A dónde vas, loco? (Dove vai, pazzo?) A
lo cual le responde, con gran prisa y agitación: Maestà, Maestà, vado a metermi l'uniforme grande, che la
Regina partorisce. (Voy a ponerme el uniforme grande, pues la Reina está
pariendo.) El Rey, mordiéndose los labios de risa, le dijo que no fuese loco, y mirando de
reojo a la Reina, como solía hacerlo en semejantes ocasiones, con un aire
malicioso, le dijo en voz baja: ¿Lo
ves? ¿Lo ves?, y no dejó de tratar como antes al que le había dado
la lección, dando en esto una nueva prueba de su prudencia, rectitud y modo de
pensar. Esta Princesa tuvo nueve hijos y sólo perdió una niña en vida.
La
virtud que aparentaba y, que creía verdadera en la Duquesa de
Castropiñano, su dama, había hecho la distinguiese muy particularmente;
pero el público veía en ella lo que a S. M. se le ocultaba, y
luego que murió
se retiró a Nápoles, sin haber perdido su tiempo en el año
escaso que hizo
valer su protección en España, pues no reparaba en barras, como
suele decirse.
El Duque de Medinaceli, Caballerizo mayor del Rey, le
envió a su llegada, de regalo, un tiro soberbio de mulas,y
cuando las vio,
aseguran dijo al Caballerizo que se las presentó: ¿Y qué, no hay guarniciones? El Caballerizo, que
no era lerdo, la respondió luego, sin turbarse, que venían separadas, para que, pudiese ver mejor las mulas
estando en pelo, e incontinenti mandó traer un tiro nuevo para que
nada faltase.
La
guerra de mar y tierra en que hacía varios años se hallaba empeñada la Francia,
la había puesto en un estado deplorable, pues no hay tesoros que basten para
entretener a un tiempo en actividad una marina y, un ejército numerosos, y esta
es una de las ventajas de la marina inglesa, que, por su posición, lo más que
puede estar en el caso de mantener por tierra es un cuerpo de tropas auxiliares
y las necesarias para las expediciones ultramarinas, pero nunca numerosos
ejércitos, como la Francia y las demás potencias del Continente. Los progresos
de la marina inglesa habían sido constantes en esta guerra, y bien que, al
principio, pareció la suerte querer ser favorable a los franceses, luego se
desmintió esta esperanza, y se apoderaron del Canadá, Cabo Bretón, la Martinica
y de casi todos sus otros establecimientos de América.
La
Corte de España en tiempo del Rey Fernando había sido más presto amiga de la
Inglaterra que de la Francia, y se hacía valer con frecuencia un antiguo
proverbio español que dice: Guerra
con cualquiera y paz con Inglaterra.
La
influencia de la Reina portuguesa, Doña María Bárbara,
sobre el ánimo de su marido, tenía mucha parte en este sistema, que hallaba
fácilmente partidarios en el carácter español, poco conforme al francés y en
los restos de la antigua enemistad entre las dos naciones, de que sacaban
partido los amigos de los ingleses. La Corte de Portugal, íntimamente unida a
la de Inglaterra desde que la Francia lo estuvo a la España por el Tratado de
los Pirineos, olvidando fue la que protegió su independencia, no podía ya ver
en ella sino un poderoso enemigo. Por consiguiente, consideraba que la unión de
la España a la Inglaterra le era tan ventajosa a su existencia como la unión a
la Francia le era contraria; sin reflexionar que esta potencia sería la que más
se opusiese al engrandecimiento de la España, uniéndose al Portugal, si lo
intentase. Mr. Keene, Ministro de Inglaterra, y después Embajador en Madrid,
donde murió, había pasado algún tiempo en Lisboa, y esto le adquirió la
confianza de la Reina Bárbara. Como tenía mucho talento y habilidad, supo
aprovechar de todas las circunstancias, y la Corte de España era
manifiestamente adicta a la de Londres.
El
Ministerio de Francia sufrió con constancia, esperando, como todo el que
padece, que el tiempo mejoraría las cosas. Así sucedió. Apenas murió el Rey
Fernando, que el Duque de Choiseul conoció había llegado
el momento favorable, y se aprovechó inmediatamente de él. Había dejado este
Monarca un tesoro considerable de más de doscientos millones de reales, y
aunque el ejército estaba diminuto y no muy disciplinado, y la marina poco
ejercitada, y menos numerosa y en estado que en el día, con todo, habiendo
dinero, lo demás era menos difícil. Conocía Choiseul la bondad del carácter del
nuevo Rey, de España, su pundonor, la nobleza de su ánimo, su generosidad
natural, y, sobre todo, su extremado amor a su familia y su tesón en sostener
el decoro de ella, como si fuera un mero particular, que puede hacerlo sin consecuencias
tan transcendentales. Poniendo, pues, en movimiento toda su actividad y
astucia, dirigió atentamente sus baterías contra el hombre, y sucedió como siempre, que logró lo que
deseaba del Rey. Era tanto más fácil conseguirlo, que, fundándose su solicitud
en un principio incontestable, que es la utilidad y aun necesidad que tiene la
España de estar íntimamente unida a la Francia, el tránsito de un pequeño reino
a otro mucho mayor y el tesoro que se hallaba en éste, eran unos estímulos más
que suficientes para empeñar un alma grande como la del Rey a socorrer una
potencia vecina y aliada, cuando se hallaba abatida, radicando sobre una acción
de generosidad desinteresada esta nueva alianza, en que veía asegurada la
tranquilidad futura de la España, empezando su nuevo reinado por una acción tan
noble y generosa.
Todo
lo conocía el Ministro francés, y así, propuso y se firmó en Madrid, en 11 de
Agosto de 61, un Tratado, con el título de Pacto
de familia, cuyo contenido se halla literal en la nota segunda.
Las
Cortes de Nápoles y Parma, convidadas para entrar en él, rehusaron
políticamente hacerlo, conociendo que, de lo contrario, se expondrían en
cualquiera guerra de la Inglaterra, que no podía interesarles nunca
directamente, y que siempre que la existencia particular de sus estados
estuviese en peligro, toda la Casa de Borbón vendría a socorrerla por su propio
interés, sin el nuevo pacto de que se trataba.
Este
Tratado, que en toda otra circunstancia, y modificados algunos
de sus
artículos, no hubiera dejado que desear, fue en su origen muy
nocivo a la
España. Noticiosa de él la Inglaterra, mandó el Rey británico a
Milord Bristol, por su Ministro el gran Pitt, enemigo declarado de la
Gasa
de Borbón, declarase a D. Ricardo Vall, Ministro de Estado en
España, que S. M.
británica pedía una respuesta
categórica sobre si el Rey de España pensaba o no, en virtud de su Tratado
último con la Francia, proceder de acuerdo con ella contra la Inglaterra,
declarando tomaría como una agresión manifiesta la falta de respuesta.
La altivez con que se dio este paso irritó la moderación del Rey Carlos. Le
recordó la indignación que le había causado otro igual que hemos visto tuvo que
sufrir estando en Nápoles, y, acordándose entonces de que ya era Rey de España,
creyó debía hacerse justicia de ambos, y la Corte de Francia consiguió, acaso
más pronto de lo que lo hubiera logrado, el inmediato fruto que se proponía
sacar del Pacto de familia en aquel momento crítico. Respondió, pues, S. M. que miraba la proposición como un
insulto, y que así declaraba la guerra, y que si el Embajador quería retirarse,
podía hacerlo, como le pareciese. Luego que el Rey Jorge III (que poco antes había subido al trono) recibió esta
respuesta, declaró la guerra a la España.
En
esta ocasión, como en todas, dio el Rey una prueba de la grandeza de su ánimo.
Había dejado la Reina Bárbara por heredero a su hermano el Rey D. Pedro de
Portugal, y la herencia importaba muchos millones. Parece que, declarada la
guerra, podría haberse suspendido su envío hasta la paz; pero S. M. no lo creyó
propio de su noble modo de pensar, y la hizo pasar toda inmediatamente al Rey
su hermano.
Declarada
la España, hubiera querido la Francia forzar a la paz a la Inglaterra, haciendo
un fuerte desembarco en su isla para quemar sus arsenales; pero, conociendo la
imposibilidad, hizo lo que aquel que, pasando por la calle, se sintió echar
encima un cubo de basura, y empezó a tirar piedras a las vidrieras del cuarto
principal; salió la criada quejándose, y el ofendido le dijo la causa de su
enojo. Replicó la criada, diciendo: No
ha sido de aquí; ha sido del cuarto segundo, y el respondió: Amiga, cada uno tira a donde puede
alcanzar. Fundado, pues, el Ministerio francés en esta máxima, que
le era útil para el momento, empleó todos sus esfuerzos en persuadir a la
España que era preciso que Portugal cerrase sus puertos a los ingleses, sin lo
cual se podía decir estaban dentro de España, o declararle la guerra. A este
fin enviaron a Lisboa como Ministro plenipotenciario a D. Jacobo O-Dun,
irlandés, sujeto activo y muy hábil y ladino, que, de acuerdo con D. Josef
Torrero, Embajador de España, declarase al Rey F.mo D. Josef I
dijese positivamente si tomaría
o no partido a favor de sus aliados los ingleses. Este Monarca no pensaba unirse a la Inglaterra; pero
esto no bastaba a quien quería arrojar los ingleses de los puertos de Portugal,
y así, instaron de nuevo los Ministros de España y Francia, ofreciendo una
alianza constante con la Casa de Borbón si rompía la que tenía con la
Inglaterra; y habiéndose negado noblemente a ello el Monarca portugués, SS. MM.
Católica y Cristianísima mandaron retirar sus Ministros, que estuvieron
detenidos en la raya hasta la llegada a Badajoz del Embajador portugués, y se
hizo al mismo tiempo el pase de la raya de unos y otros.
Chocó
mucho al Rey Carlos este proceder ridículo y desconfiado de parte de la Corte
de Lisboa, e hizo mención de él en el Manifiesto o declaración de guerra
firmado en Aranjuez en 3 de junio de 62.
Juntó
S. M. C. un ejército de 40.000 hombres, cuyo mando dio por su
propia elección,
y contra la opinión de su Ministro de Estado y Guerra, D.
Ricardo Wall, al Marques de Sarria, Teniente general y Coronel de
guardias españolas. Le había conocido el Rey en Italia, donde le
vio
distinguirse y proceder con sumo honor y probidad, y esto
decidió su elección,
no obstante que su salud se hallaba muy quebrantada de la gota.
Formóse el
proyecto de atacar el reino de Portugal por diferentes partes, y
se arrimaron
tropas a la frontera de Extremadura, Galicia, Andalucía y
Castilla; pero el
principal punto que se pretendía atacar era Almeida, para caer
sobre Lisboa, y
así los principales almacenes se hicieron hacia la parte de
Ciudad Rodrigo y
Fuerte de la Concepción, inmediato a dicha parte portuguesa. Un
ingeniero
catalán, llamado Gaber, hábil, pero muy atronado, aunque pasaba
de setenta
años, y que había hecho antiguamente el reconocimiento de
Portugal, se presentó
con un proyecto diferente, que era atacar Miranda y Braganza,
las dos
provincias de Tras los Montes y entre Duero y Miño, y apoderarse
de Oporto, que
es la plaza más comerciante de Portugal, después de Lisboa, y
muy importante
por la gran exportación de vinos, y daba la cosa como muy fácil y
pronta. Este
proyecto, que presentaba una conquista rápida e importante de
dos provincias
que, divididas por el Duero del resto del reino de Portugal,
podían
disminuirle, sin arruinarle, y aumentar el nuestro en una paz
ventajosa, tenía
además otra ventaja, peculiar a las circunstancias, y personal a
los que
mandaban, lo cual, sin conocerlo los interesados, influye
siempre en la
decisión de los más importantes asuntos. La Reina de Portugal,
Doña Mariana
Victoria, era la hermana querida del Rey Carlos, e hija
predilecta de la Reina
madre; por consiguiente, todo proyecto que alejase las
hostilidades de la
capital, debía ser grato a la madre de la Soberana de Portugal,
la cual,
conociendo que el objeto no era la conquista del reino, sino
hacer en él una
diversión para los ingleses, debía preferir el hacerla donde no
inquietasen
tanto a su hija las hostilidades de una guerra, y donde, en caso
de ser muy
favorable, pudiese sacarse un partido conservando lo
conquistado. Aceptóse,
pues, el nuevo proyecto de Gaber, y las tropas que debían ir a
Ciudad Rodrigo
marcharon a Zamora, donde no había almacenes, ni las provisiones
necesarias, lo
cual detuvo mucho su marcha.
Otra
causa bien singular contribuyó también a esta demora. Estando en Zamora, y
tratando de continuar las marchas, se reconoció que el río Esla, cuyo nombre
casi no se conoce en España, era uno de los infinitos torrentes de España, de
que no se hace mención, porque hoy se pasan casi a pie seco y mañana pudieran
navegarse. Necesitaba entonces este río un puente de barcas para atravesarse, y
a este fin se construyó a toda prisa en Zamora uno de 24 barcas, cuyo número
hace ver si era o no preciso este auxilio.
El
Conde de Gazola, que había venido de Nápoles con S. M., tenía el mando de la
artillería, como director general de ella, hizo se trabajase con la mayor
actividad en esta obra.
Era
Gazola hombre de mérito, y puso la artillería en el pie más brillante, que
mantiene con aumentos mi amigo el Conde de Lacy, oficial del mayor mérito.
Estableció Gazola en el alcázar de Segovia un colegio para su Cuerpo, que no
puede mejorarse, y una de las cosas que hacen honor a su sucesor es que en todo
ha seguido su sistema, dedicándose sólo a perfeccionarlo, sin dejarse llevar de
aquel amor propio, tan dañoso, que hace despreciar y olvidar todo lo que era de
su antecesor, no saliendo jamás de la infancia los establecimientos con esa
continua variación de principios, que es la más nociva al mérito. El Conde de
Gazola, como que conocía la Corte, escogió un paraje en que pudiese el Rey mismo
ver el establecimiento y tomar interés en él, en la inmediación de San
Ildefonso, donde iba todos los años. Efectivamente, este establecimiento no ha
tenido la suerte que el colegio de Ávila y el del Puerto de Santa María, que
estableció después el Conde de O-Reilli para la infantería, ni que el de Ocaña,
establecido para la caballería por D. Antonio Ricardos, el
cual, aunque inmediato a Aranjuez, no pudo resistir al crédito e ignorancia del
Ministro Llerena, que lo destruyó en el corto tiempo en que tuvo como interino
el Ministerio de la Guerra por la muerte del honrado Conde de Gausa D. Miguel Muzquiz, de que se hablará más adelante.
Finalmente,
el 28 de Abril marchó la derecha del ejército desde Zamora a campar en
Montamarta, y dirigiéndose por Navianos y Gallega del Río a Alcañizas, campó y
se estableció el cuartel general en Siete Iglesias, lugar de Portugal. Desde
allí publicó el Marqués de Sarria un Manifiesto,
consiguiente a la declaración del Rey que se halla en la nota 3.ª, en que
expresaba no ser el ánimo de S. M. C. hacer la guerra ofensiva contra Portugal,
sino sólo asegurarse de sus plazas y puertos, para que por ellos los ingleses
no pudiesen hacer a la España el daño que la habían causado en la guerra de
Sucesión. Este Manifiesto produjo el efecto que debía; esto es, prepararse los
portugueses a la defensa, y tomar para ella todos los medios posibles.
Descansaban
los portugueses en una paz profunda desde el principio del siglo, que las
nuevas alianzas entre las dos Casas Reales de España y Portugal parecía
asegurar por mucho tiempo, y así la marina y el ejército estaban en el pie del
mayor abandono, y si nuestro ejército hubiera estado en el pie de disciplina
que los del Rey de Prusia y el Emperador, que, habilitados en la paz siempre
para la guerra, nada les falta, y, pueden salir a campaña al día siguiente, la
conquista del reino de Portugal hubiera costado menos que en tiempo del Duque
de Alba. No tenían ni tropa ni generales, y para mandar su
ejército hicieron venir, por intercesión de la Corte de Londres, al Conde de la
Lippe, que, con otros muchos oficiales extranjeros,
pasaron a Portugal, y empezaron a formar un ejército que no había, en medio de
la misma guerra. El socorro de 6.000 hombres escasos que, después de mil
dificultades, le envió la Inglaterra era de malos reclutas, de modo que, con
una voluntad decidida y otra conducta, hubiera sido cierta y pronta la
conquista de la capital. Así lo recelaba el Ministro Carvallo, el cual tenía
prontos 12 navíos, con todas las provisiones necesarias, para hacer embarcar la
familia Real y transportarla, no a Inglaterra, como lo deseaban y aun
insinuaron los ingleses, para atraer a sí el oro de Portugal, haciéndose
mérito, sino para el Brasil, por los fines que dejo insinuados en la Nota 2.ª
de la Primera Parte. Por esta razón, el plano del Conde de la Lippe fue reunir
todas sus fuerzas en un punto que cubriese la capital, y escogió el campo de
Abrantes, donde se fortificó, y así las plazas del Alenteijo estaban muy poco
guarnecidas, viendo dividida la capital por el Tajo, y que en caso propicio
hubieran podido pasar por Abrantes para impedir lo hiciésemos nosotros. Por
este medio iba ejercitando su tropa, y formada ésta y reunidas sus fuerzas,
podía lisonjearse vencernos en un encuentro general, si, corno en la batalla de
Aljubarrota, nos lisonjeábamos de la superioridad, y fiados en ella y en el
espíritu de desprecio con que en general mirábamos a los portugueses,
olvidábamos que aún no hemos podido sujetarlos, y perdíamos de confiados la
victoria, como nos ha sucedido varias veces, sobre todo en dicha batalla de
Aljubarrota, de cuya victoria conservan monumentos en los conventos de este
título y, en el de Batalha, y, entre otros, una pala famosa, con que dicen mató
una panadera un gran número de castellanos.
Mientras
que el General portugués reunía y daba una idea de los primeros elementos del
arte de la guerra a unos reclutas indisciplinados, estaba nuestro ejército
disperso y perdiendo tiempo en todas las fronteras de Portugal. En Galicia
había un cuerpo que se apoderó de la plaza de Chaves y otros puestos de aquella
frontera. El Conde de Maceda estaba con otro cuerpo en
Ciudad Rodrigo, sin pasar la frontera de Castilla, y cubrían la de Extremadura
las tropas de aquella provincia, a las órdenes del Teniente general D. Gregorio
Muniain, Comandante de ella. El Marqués de Ceballos, con otro cuerpo de tropas, se apoderó de Braganza, y el
marqués de Casatremañes, de Moncorvo y su puente, que es
la comunicación con Almeyda; pero todo se hizo con poca resistencia de parte de
los enemigos. Sólo en Villaflor se dejó ver un cuerpo de 5.000 hombres bien
apostados, que pusieron en fuga los nuestros, los cuales dejaron salir libres
los 1.500 hombres de la guarnición de Moncorvo, donde tomaron 83 cañones, o
morteros, 500 quintales de pólvora y varios almagacenes. El Marqués de Sarria,
que se hallaba con su cuartel general en el lugar de Siete Iglesias, envió un
fuerte destacamento, a las órdenes del Brigadier D. Francisco Lasi, Coronel del
regimiento de Ultonia, para investir la de Miranda, que es la más importante y
fuerte por aquel lado. El Gobernador no quiso, como era regular, oír la
intimación del General, y empezó a hacer fuego. La confusión que ocasionó la
poca pericia de la guarnición, hizo que, pegándose fuego a un barril de
pólvora, saltase un almacén, que abrió una brecha en la muralla, por la cual
entraron aquella misma tarde, por capitulación, las tropas españolas, quedando
por este medio dueños de todas las plazas de la provincia de entre Duero y
Miño.
La
Corte, a vista de esto, creía que con la misma facilidad se tomaría a Oporto, y
estaba tan persuadida de ello, que contaban con que tal día se entraría en la
ciudad, como a jornadas regulares, y así se explicaba con el Marqués de Sarria
en sus despachos, acusándole de inacción. Este general, falto de provisiones y
acopios que, como queda dicho, se habían hecho con arreglo al primer plano de
la parte de Ciudad Rodrigo, no podía internarse en una provincia pobre,
asperísima y sin caminos. Un solo destacamento que adelantó a Villareal, a las
órdenes del Brigadier D. Alejandro (hoy Conde) de O-Reilly, que mandaba la
vanguardia de tropas ligeras, estuvo para perecer, y confirmó al General en la
total imposibilidad de internar en aquellas provincias y de llegar a Oporto sin
otros medios y mucho tiempo, riesgo y fatiga. El General pudo finalmente
persuadirlo al Ministro, que, no obstante su mal humor (siempre inútil contra
la impotencia), tuvo que renunciar a Oporto y mandar retirar el ejército, para
venir al primer proyecto de Ciudad Rodrigo, y después de tres meses de poca o
ninguna utilidad, y de muchos gastos y fatigas, el 30 de Junio, se puso en
marcha para Zamora, y campó el 4 de Agosto delante de la ciudad de Almeyda,
plaza regular, nueva y bien fortificada, estableciendo su cuartel general en el
lugar de la Junça. Mientras que el ejército campó detrás del fuerte de la
Concepción, que cubre nuestra frontera de España, se había adelantado un
destacamento, mandado por el Conde de Aranda, y en que me
nombró S. E. como Teniente Coronel. Este se dirigió al lugar de Castelbom,
distante dos leguas de Almeyda, y que se rindió después de tirar dos tiros y
hacer escapar la poca tropa que había. De allí pasamos a hacer el
reconocimiento de otra plaza, de que nos hicieron bastante fuego, y hubo varias
escaramuzas entre las partidas de caballería de nuestro destacamento y las
grandes guardias de la plaza.
En
el campo de Almeyda se reunió al ejército español un cuerpo de 8.000 franceses,
mandados por el Mariscal de Beauvau, casado con mi tía, hermana del Duque de
Chabot.
El
15 se abrió la trinchera, y el 25 capituló la plaza, sin haberse aún abierto
bien la brecha. Había más de 4.000 hombres de guarnición; pero todo tropa nueva
y algunos oficiales ingleses. La artillería y almagacenes estaban bien
provistos, y en otras manos hubiera hecho una vigorosa defensa; pero el no
haber sacado de la plaza ni mujeres, ni niños, ni religiosos, contribuyó a su
rendición, pues el estrago de las bombas fue muy considerable y ocasionó muchos
clamores, a que un Gobernador inexperto, aunque muy viejo, no pudo resistirse.
Inmediatamente se despachó un correo con esta agradable noticia, y el 26 por la
noche llevé yo las capitulaciones y detalles, y S. M. me dio el grado de
Coronel, como queda dicho en la Introducción. El Marqués de Sarria, acosado de
la gota, y conociendo que el Ministro de la Guerra deseaba tuviese el mando del
ejército el señor Conde de Aranda, que desde la Embajada de Polonia, en que se
hallaba, se había puesto en camino luego que supo la guerra, pidió su retiro,
y, S. M. se lo concedió, dándole el Toisón en prueba de lo satisfecho que se
hallaba de sus buenos servicios.
La
mañana del día en que yo llegue a San Ildefonso con la noticia de la toma de
esta plaza había salido en posta para París Mr. O-Dun, de quien arriba queda
hecha mención, que había venido a arreglar los artículos de la paz que ya se
trataba en París, y que quedaron convenidos. Se le despachó un alcance con esta
noticia, y es cosa bien singular que nos juntásemos como Embajadores en Lisboa
en 1780 él y yo, que habíamos sido los dos correos que llevamos a nuestras
cortes la noticia de la toma de la plaza de Almeyda, que los portugueses
llamaban la Doncella porque
nunca se había tomado desde su renovación.
Destacó
el nuevo General, Conde de Aranda, un cuerpo de tropas, a las órdenes del Conde
de Ricla, a ocupar los puestos de Piñel y la Guardia, y
marchó con el grueso del ejército para Aldea Nueva, Cerveira, Sabugal,
Penamacor, San Piri, Pedrogaon, San Miguel d'Acha y Escallos de cima a
Castelbranco. El Conde de Maceda se había adelantado con
un destacamento de granaderos hacia el Campo de las Talladas, que son unas
alturas que estaban ocupadas por un cuerpo fuerte de portugueses e ingleses,
que se hallaban atrincherados sobre el río Albito, y estaba con ellos el
General La Lippe. Otro cuerpo marchó por la derecha de dicho puesto hacia San
Julián del Pereiro, donde tuvo un pequeño encuentro, y otro por la izquierda
hacia Villavella, de cuyo puesto se apoderaron los nuestros, haciendo
prisionera la guarnición. A vista de este movimiento, creyeron los portugueses
íbamos a cortarles la retirada, y así la emprendieron precipitadamente, dejando
algunos cañones enterrados, que hallamos en dicho Campo de las Talladas, que
ocupó un destacamento avanzado nuestro, en que estuve con mi regimiento.
Tenían
los portugueses un campamento de ingleses enfrente de
Villavella, separado del
nuestro por el río Tajo, que creíamos intransitable. Pero como
tenía a tres
cuartos de legua de allí un vado muy bueno, que sabían los del
país, el General
inglés lo pasó una noche, sorprendió el campamento español, hizo
varios
prisioneros, y entre ellos estuvo para ir el General D. Eugenio
Alvarado, y los llevaron a Lisboa, donde se hallaba el General
Balanza, que había sido sorprendido antes en Valencia de
Alcántara, cuando
improvisamente entraron en la ciudad los portugueses. He oído
que su proyecto
era dirigirse a Braga para tomar cuarteles de invierno y tener
interrumpida la
comunicación de las provincias del Norte de Portugal con su
capital; pero
parece hubiera necesitado no poco para que en esta posición no
interceptasen la
suya con España, siendo penoso y sin auxilios, y teniendo
enemigos por ambos
lados.
A
la verdad, para la conquista del Portugal, el proyecto mejor es el más rápido,
y contra Lisboa, por mar y tierra, sin lo cual, difícilmente podrá conseguirse.
Pero séase lo que se fuese de la verdad del plan de campaña supuesto al Conde
de Aranda, la seguridad de la paz le impidió emprenderle y pasar más adelante,
y así empezó a hacer desfilar las tropas hacia Valencia de Alcántara, Badajoz y
Alburquerque, donde se estableció el último cuartel general de la campaña. Un
destacamento fuerte de más de 6.000 hombres, y entre ellos mi regimiento, a las
órdenes del Teniente general, Marqués de Villafuerte, pasó
el Tajo por Herrera sobre planchones, hechos de corchos reunidos, que formaban
una plancha de menos de cuatro varas en cuadro. En cada una de ellas iban
arrodillados cuatro o seis soldados, y, a las puntas se habían puesto las
cuerdas de los campamentos, que estaban dos de un lado y dos de otro, del río
para dirigirlos. La caballería pasaba en pelo y a nado con los hombres encima,
pues sólo había una pequeña barca, en que no hubiéramos pasado en tres días. A
no haber tenido al otro lado un campamento nuestro en el lugar español de
Herrera, no era posible haber intentado de este modo este singular y, atrevido
paso del río. Con todo esto, y que la corriente era muy rápida (pues el río
estaba entre dos montañas altas), sólo sucedió una desgracia de un granadero de
mi regimiento, que, yendo en la barca, llevaba por la brida un caballo, y por
quererle sujetar, le hizo caer en el río, cuya rápida corriente le hizo
desaparecer luego.
Estando
el cuartel general en Alburquerque, intentó el Conde de Aranda sorprender a
Campo mayor, y desde Badajoz salimos a hacer lo mismo con Olivenza, a las
órdenes del General Muniain; pero, estando ya en marcha sobre el glasis, se
supo haber entrado socorro en dichas plazas, con lo cual, y la noticia de estar
ya concluida la paz, se suspendió el ataque y nos retiramos, sin que después
hubiera ninguna operación en la campaña. Aunque en ella no hubo batalla ni
encuentro alguno de consideración, con todo, se perdió mucha gente por las
enfermedades. Los lugares los hallábamos abandonados y sin provisión alguna, y
lo que dañó mucho fue el calor excesivo y el mosto, de que usaban con exceso
los soldados, y con el cual se quemaban los intestinos, como lo hizo ver la
autopsia de los cadáveres. La caballería padeció también mucho por la escasez
de los forrajes. El Conde de Aranda obtuvo el grado de Capitán general luego
que llegó a la corte, anteponiéndole al Marqués de Sarria,
mucho más antiguo, cargado de edad, méritos militares, y bajo cuyo mando se
hizo lo poco que dio de sí favorable la campaña. No es esto decir que el Conde
de Aranda no merezca esta graduación; conozco su mérito, le he debido siempre
mucha amistad y cariño, y no cedo a nadie en hacerle justicia y ser su amigo y
apasionado; pero como el fin de la historia es la verdad y la instrucción, creo
deber entrar en este detalle, para que el lector confronte los méritos y
servicios y se acuerde de que el Rey consideraba, amaba personalmente y eligió
al Marqués de Sarria para el mando, contra la opinión del Ministro, que no le
era adicto y lo era de Aranda, y saque las consecuencias que pueda para su
utilidad y, para adquirir el conocimiento del mundo y de los hombres, que es lo
que debe proponerse en su lectura. El Marqués de Sarria, lleno de virtud y
honradez, lo acreditó en esta ocasión como en todas. Aunque en Portugal nada se
había hecho que no fuese favorable para nosotros en la paz, no había sucedido
lo mismo en América y en Asia, y, las noticias de la América llegaron
desgraciadamente antes de que se firmasen los preliminares, que mudaron
enteramente nuestras desgracias.
Luego
que los ingleses tuvieron noticia del proyecto del Pacto de
familia, empezaron
a hacer fuertes preparativos, y apenas vieron no podían
impedirlo, marchó una
poderosa escuadra, a las órdenes del Almirante Pokok, con
6.000 hombres de desembarco, que maridaba el General Albemarle,
provistos de todo lo necesario para hacer un desembarco, cuyo
objeto era la
conquista de la isla de Cuba. El Conde de Fuentes,
Embajador de España en Londres, dio aviso anticipado de estos
preparativos, y
S. M. envió por Gobernador de la Habana al general D. Juan
de Prado, que tenía mucha reputación de valor militar, aunque
no los mayores talentos. Una cosa es saberse dejar matar
obedeciendo, y, otra
caber dirigir las operaciones de los otros. El clima de la
Habana influyó sobre
su salud, lo cual no dejó de contribuir a la lentitud de las
providencias, y
cuando los ingleses se presentaron sobre las costas, no podían
persuadirse
fuesen ellos. El jefe de escuadra, Hevia, se hallaba en el
puerto de la Habana
con nueve navíos de línea de a 70 cañones y cuatro fragatas, y
si éstas fuerzas
se hubieran unido a las francesas, como lo propuso a D. Juan de
Prado el
Gobernador de las islas francesas, hubieran podido atacar a los
ingleses en su
marcha y, desvanecer la expedición. Pero D. Juan de Prado, falto
de medios para
su defensa, tenía todas sus esperanzas en los que podría
suministrarle la
escuadra, y así no convino en su salida, y cerrando la entrada
del puerto con
tres navíos que echó a pique, inutilizó el resto dentro de él, y
empleó su
artillería, tropa y marinería en la defensa de la plaza, y,
sobre todo, en la
del fuerte del Morro, que domina ésta y todo el puerto, y contra
el cual
dirigieron los ingleses su ataque. Confió su defensa a los
oficiales de marina
Velasco y González, que le defendieron vigorosamente veintinueve
días. El
General inglés, aburrido de tanta constancia, resolvió poner una
mina para
facilitar el asalto de la brecha, con ánimo de reembarcarse si
no lograba su
intento. Pero, por desgracia nuestra, pudo conseguirlo. Hizo
volar los
hornillos a eso de las dos de la tarde, mientras la hora de
comer, y, apenas se
oyó su ruido, que un sargento de granaderos de los ingleses se
halló sobre la
muralla, mató la centinela, y cuando acudieron los que estaban
comiendo, ya le
había seguido, aunque a la desfilada, su compañía, y fue inútil
toda
resistencia. El Gobernador, D. Juan de Prado, que se veía
dominado, tuvo que
rendirse el 13 de Agosto, con toda la escuadra que estaba en el
puerto, en el
cual, no obstante la pretendida cerradura, entró sin dificultad
toda la
inglesa. Esta, a pesar de los temporales que suele haber en
aquellas costas,
logró el tiempo más feliz y sereno durante la mansión que hizo
sobre ellas. El
Gobernador, que no sólo lo era de la plaza, sino de toda la
Isla, hubiera
podido y debido retirarse y reforzarse dentro de ella, y
aguardar que el clima
y la fatiga, de que ya se resentían los ingleses, los hubiese
debilitado aún
más, para caer sobre ellos y hacerse nuevamente dueño de la
plaza, y cuando no,
hubiera conservado a lo menos aquella dilatadísima Isla; pero,
temeroso de un
saqueo de la ciudad, todo lo entregó, y perdió en un mal momento
el crédito de
toda su vida. Un consejo de guerra, presidido por el señor Conde
de Aranda, examinó su conducta y la de los demás oficiales, y le
condenó a muerte; pero S. M. le hizo gracia, y le permitió se
retirase a un
lugar a su arbitrio, y habiendo escogido el de Vitigudino, en
Castilla, acabó
allí sus días pocos años después. S. M. mandó se diese el nombre
de Velasco a
uno de los navíos de la escuadra, que lo conserva, y la familia
de González
tomó el título de Conde del Asalto, que en el día tiene su
hermano, Teniente coronel de guardias españolas. Ambos oficiales
murieron
valerosamente en la última defensa del castillo; pero es lástima
que no haya
sido una victoria, y no una toma,
la que perpetuase el nombre de un asalto desgraciado.
Dirigieron
los ingleses otra expedición contra Manila, capital de las islas Filipinas, y
de las cuales se hicieron igualmente dueños, después de una corta resistencia,
pues no esperaban semejante ataque. El Arzobispo, que es quien, por falta del
Gobernador, mandaba la plaza, hizo aún más de lo que podía esperarse; pero se
rindió prisionero de guerra con la guarnición, y para salvar la ciudad de un
saqueo, ofreció cuatro millones de pesos, que no tenía. Los ingleses los han
reclamado después; pero como el Arzobispo no estaba autorizado a esta oferta, y
que los ingleses tomaron cuanto pudieron, como si no la hubiera hecho, el Rey
se la ha negado constantemente, y habiéndose sujetado a la decisión del difunto
Rey de Prusia, de acuerdo con la Inglaterra, se declaró éste contra ella, dando
la razón al Rey Carlos, y desde entonces no ha vuelto a tratarse del asunto. A
más de esta victoria, tuvieron también los ingleses la fortuna de apresar un
galeón de Acapulco que llevaba tres millones de duros en dinero y efectos.
La
nobleza de Mallorca, Cataluña y Valencia ofreció al Rey defender sus costas, y
S. M. les manifestó su gratitud por el celo con que querían sacrificarse en
defensa de la patria.
La
noticia de estas victorias tan remotas no llegó por fortuna a Europa tan presto
como la de la toma de la isla de Cuba, que causó tanta alegría en Londres como
consternación en las Cortes de España y Francia. Estaban ya convenidas en las
condiciones de la paz; pero esta novedad mudó mucho el aspecto de las cosas.
Con todo, el Duque de Choiseul, Ministro de Francia, y el
Duque de Bedfort, pudieron, no obstante, conciliar las
pretensiones recíprocas, de modo que la paz se firmó en París el 3 de Noviembre
de 1762. El Rey Carlos, habiendo tomado las armas sólo por restablecer la paz
de la Europa, escribió al Marqués de Grimaldi, su
Embajador en París: Más quiero
ceder de mi decoro que ver perecer a mis pueblos, pues no seré menos honrado
siendo padre tierno de mis hijos.
El
tratado de paz consta de 16 artículos. Por él cede la Francia a la Inglaterra
el Canadá y Cabo Bretón. Los ingleses restituyeron a la España la isla de Cuba,
y en cambio les cede la España las Floridas hasta el Mississipi. La Francia
restituye a Mahón, y da a la España, por esta pérdida de las Floridas, que le
ha resultado de haber sacado la cara por ella, la provincia de la Luisiana. La
España restituye al Portugal todas sus conquistas en el estado en que se
hallaban, y las conquistas que pueden haberse hecho, y de que aún no hay
noticia se restituirán igualmente a sus respectivos dueños. De este número fue
Manila, y, las islas Filipinas, y la colonia del Sacramento, tomado a los
portugueses por D. Pedro Ceballos, que mandaba la
provincia de Buenos Aires.
Poco
antes se había concluido la paz entre la Casa de Austria, la
Prusia y Sajonia.
De esta guerra cruel y sangrienta, que duró siete años, sólo
resultaron
desgracias y empeños, sin ninguna ventaja para las potencias
beligerantes, que
se restituyeron todas sus conquistas. El Rey de Prusia se vio en
las posiciones
más críticas, y de que sólo su talento y pericia militar
pudieron sacarle,
porque obraba por sí, ajeno de toda responsabilidad, pues a
haberla tenido, y,
a no conocer el poder de su ejemplo, no hubiera tomado sobre sí
el arriesgar lo
que arriesgó muchas veces. Declarada contra él la Rusia, le era
casi imposible
resistir a tantos enemigos; pero la muerte de la Emperatriz
Isabel I le dio un aliado en este enemigo. El Emperador Pedro III le
restituyó todas sus conquistas y le dio auxilio contra la Casa
de Austria. Este
Soberano miraba al Rey de Prusia como si lo fuera suyo, vestía
su uniforme, y
éste y otros procederes semejantes fueron en gran parte la causa
(o a lo menos
el pretexto) de su deposición y, de su muerte. La Emperatriz
Catalina II, que subió al Trono de Rusia, hizo retirar sus tropas, y
abrazó una neutralidad prudente, que contribuyó no poco al
restablecimiento de
la paz.
Concluida
ésta, recayó la elección de Rey de romanos en el Archiduque Josef, primogénito
de la Emperatriz María Teresa. Poco después de esto murió
el Rey de Polonia, Elector de Sajonia,
penetrado de dolor de ver las ruinas y desastres que había ocasionado en sus
pueblos esta larga e inútil guerra.
Esta
noticia afligió mucho el ánimo del Rey Carlos, su yerno, cuyo corazón era muy,
sensible, y amaba toda la familia de su mujer como propia.
Es
de desear que los Soberanos reflexionen bien sobre las utilidades de las
guerras, para que conozcan cuánto deben estudiar el evitarlas si no quieren
hacer infelices los pueblos que la Providencia ha puesto a su cuidado.
Acabada
la guerra, D. Ricardo Wall, Ministro de Estado y Guerra,
hombre de talento y amable; pero nada ambicioso ni amigo del trabajo, solicitó
del Rey su retiro, pidiéndole el gobierno del Soto de Roma, que está inmediato
a Granada y es un paraje delicioso, donde deseaba acabar sus días. S. M. se lo
concedió, aunque con repugnancia, por la que tenía a ver se le separaban las
personas en quienes tenía confianza, y para probárselo, le dijo le permitía su
retiro con tal que todos los años viniese a hacerle una visita a Aranjuez, lo
que hizo hasta su muerte, conservando la amistad tan apreciable de un tal
Soberano. Los amigos del Ministro, que sentían por si su separación, le
predicaban contra ella, diciéndole estaba aún en estado de hacer muy buenos
servicios; pero él les respondía en filósofo cristiano: Yo conozco estoy ya en vísperas de
chochear, y, cuando yo no lo conozca, lo conocerán los otros, y el mal no
tendrá remedio. Esta es una buena lección para los Ministros
ambiciosos y vanos. Él fue tan poco uno y otro, que supo dejar en tiempo su
empleo, y que no obtuvo en él en los ocho años que le sirvió ni distinción ni
pensión alguna, contentándose con un retiro muy moderado, y habiendo rehusado
el Sancti Spiritus cuando se concluyó el Pacto de familia. El Marqués de Grimaldi,
Embajador entonces en París, le sucedió como Secretario de Estado, y el Marques
de Esquilace en el departamento de la Guerra.
Capítulo II
Desde la Paz del 63 hasta
la conclusión de la Primera expedición de Argel.
HECHA
y ratificada la paz en el 63, aplicó el Rey Carlos todo su cuidado en reparar las
grandes pérdidas que había hecho en sólo seis meses de guerra, sobre todo en su
marina, y desde luego empezaron a construirse gran número de buques, no sólo en
los tres arsenales de Cartagena, Cádiz y Ferrol, sino también en el de la
Habana, cuya plaza se ha fortificado a toda costa, de modo que no hay en Europa
fortificación más magnífica que la de la Cabaña y la del Morro, que la
defienden. Los habitantes de la Luisiana repugnaban pasar al dominio español, y
para reducirlos hizo S. M. pasase a ella el Mariscal de campo D. Alejandro O
Reilly, que lo consiguió, y cuya conducta aprobó el Consejo de Indias, bien que
sobre ella hay variedad de opiniones, y que, por de contado, todas o la mayor
parte de las de los franceses no le son favorables. Este General llevó consigo
varios ayudantes, para establecer allí y en la Habana algunos regimientos de
milicias, que puso en un excelente pie.
No
olvidaba el Rey Carlos ninguno de los ramos que podían interesar la felicidad
de sus pueblos y la conservación de sus legítimos derechos, y, aunque ningún
Príncipe, ni a un particular, podía excederle en el debido respeto y veneración
al jefe supremo de la Iglesia, con todo, se oponía con dignidad cristiana a
todo lo que, sin faltarle, creía contrario a su legítima potestad secular, como
lo había ya acreditado en Nápoles, y lo hizo confirmar en el caso siguiente.
El
Inquisidor general, D. Ramón Quintano Bonifaz, que había
sido el último confesor del Rey Fernando el VI, de acuerdo
con el Nuncio de Su Santidad, hicieron prohibir en Madrid la lectura de un
libro intitulado Verdades
cristianas, que la Congregación del Indice había prohibido en Roma.
S. M. reconvino por ello al Nuncio y al Inquisidor, y publicó un decreto, por
el cual prohibía en lo sucesivo la publicación y ejecución de todo Breve o Bula
pontificia de que no tuviese antes conocimiento S. M. y su Consejo, y en que no
se hubiese puesto el regio Exequatur, exceptuando sólo de esta regla los Breves de penitenciaría. Se
prohibió al Inquisidor general publicar ningún Breve pontificio sin dicho Exequatur; se le mandó no
pudiese prohibir libro alguno sin informar antes a S. M., por el Ministro de
Gracia y justicia, para saber su dictamen, y se le previno que, antes de
condenarlo, llamase, amonestase y oyese a los autores, para no condenarlos sin
saber lo que querían decir, si eran culpables o inadvertidos, o si podían
modificarse sus proposiciones sin hacerles perder la obra, porque muchas de
ellas, de la mayor utilidad, quedan enteramente ignoradas en España, donde,
expurgadas, pudieran ser muy útiles. Ninguna puede haber más difícil de
purificar que la Historia
filosófica del comercio de América, escrita por el Abate Raynal. En
él se encuentra la quinta esencia de cuantas máximas filosóficas e irreligiosas
están esparcidas en las obras más clásicas de esta clase, procurando
confirmarlas todas con ejemplos, y acompañados de entusiasmo irreligioso y de
un fuego de imaginación tan violento, que parece que el objeto de la obra es
más predicar la irreligión y la incredulidad que instruir sobre conquistas y
comercio de la India. Con todo, este libro infernal se halla expurgado y
traducido al castellano por el señor Duque de Almodóvar,
bajo el nombre de Eduardo Malo de Luque, lo cual no deja
duda de que si hubiese muchos que quisieran sujetarse e imitar su celo
patriótico, podría la nación tener varios conocimientos, de que carece por esta
falta de cuidado prolijo.
Hallábase
ya el Príncipe de Asturias D. Carlos en los diez y siete
años de su edad, y S. M. pensó era ya conveniente darle estado casándole con su
prima hermana Doña María Luisa (hoy reinante), hija de su hermano
el Duque de Parma. Trató al mismo tiempo de efectuar el
casamiento de la Infanta Doña María Luisa (hoy Emperatriz)
con el Archiduque Pedro Leopoldo, y por medio de D.
Francisco Orsini, Conde de Rosemberg,
Embajador del Emperador en Madrid, y del Conde de Mahoni,
que lo era del Rey Católico en Viena, se concluyó este matrimonio.
Hizo
el señor Conde de Rosemberg su entrada pública para pedir a la Infanta, y
estuvo alojado tres días por la corte, según costumbre, en la casa del Conde de
Benavente, calle de Segovia, y cortejado con comida,
refresco y cena, a que estuvieron convidados todos los Embajadores, Ministros y
señores de la corte. Hubo las funciones públicas acostumbradas, y en los fuegos
de una de las tres noches sucedieron varias desgracias, porque habiendo querido
los guardias walonas hacer retroceder las gentes, empezaron a caer algunos, y
sobre los primeros los otros que querían retirarse, de modo que este acaso
turbó algo la celebridad del día.
Estipulóse
en el contrato matrimonial que el Archiduque Leopoldo
sería Soberano del gran Ducado de Toscana, y que fijaría su residencia en
Florencia, como Gobernador, mientras viviese el Emperador su padre. El Rey de
España le cedió con esta condición todos los bienes de la Casa de Médicis. El
Archiduque Josef repugnaba se nombrase a su hermano Leopoldo Gran Duque de
Toscana mientras viviese su padre, en cuyo caso (decía)
quedaba el un Príncipe sin estados, y con sólo el título de Rey de romanos, que
no da nada; pero para cortar esta dificultad, su madre le declaró para este
caso la misma asociación y la regencia de que gozaba su marido, con lo cual
quedó cortada esta dificultad, por consejo del Príncipe Kaunitz, Ministro tan
recto como prudente, experimentado y hábil.
Concluidas
las fiestas, se puso en marcha la Infanta Archiduquesa,
acompañada del Embajador Rosemberg, que se había desposado con ella por
poderes. El Duque de Santisteban fue, como Mayordomo
mayor, acompañando a S. A., como jefe de la casa que iba para servirla.
Embarcóse la real comitiva en Cartagena, donde la esperaba una lúcida escuadra,
y haciéndose a la vela para Génova, desembarcó S. A. en aquel puerto el 17 de
Julio.
Se
habían dado anticipadamente los avisos competentes, y pedido el beneplácito a
la República, y, en consecuencia de él, se hallaba ya en Génova la Infanta de
Parma, Doña María Luisa, con su familia, y también la comitiva alemana que
debía encargarse de la nueva Infanta Archiduquesa.
Un
suceso desgraciado interrumpió la alegría de tan feliz enlace. El Duque de
Parma, que había venido a Alejandría, donde se había avistado con el Duque y
Duquesa de Saboya, su hermana y cuñado, murió casi
repentinamente, unos dicen que de una caída de un caballo, que le arrastró,
habiéndole quedado el pie en el estribo, y otros de resultas de males
habituales que hace tiempo padecía, y que hubiera podido evitar; pero lo que se
dijo fue que las viruelas le habían arrebatado, a fin de hacer menos cruel el
modo de la pérdida a una hija que acababa de padecer el pesar de separarse de
su padre probablemente para siempre.
Despidiéronse
las dos primas, y la nueva Archiduquesa se dirigió a Inspruk con la familia
alemana que había venido a buscarla. Allí la esperaba su esposo, la Emperatriz
María Teresa y su marido, el Archiduque Josep, ya Rey de
romanos, y toda la familia, y Señores de la Corte de Viena. La hermosura, la
franqueza y el agrado de la Infanta María Luisa se hizo dueña desde el primer
momento de todos los corazones, y sus virtudes han ido aumentando y confirmando
cada día más el amor y el respeto de cuantos la conocen. La Emperatriz, sobre
todo, halló en ella un atractivo, que ni pudo ni hubiera querido resistir. El
Archiduque, su esposo, no anunciaba entonces una naturaleza muy robusta, y más
presto parecía estar tocado del pecho. La Emperatriz se lo dijo a la Infanta,
recomendándole le cuidase, y
S. A., con su franqueza natural, le respondió: Pierda V. M. cuidado; yo se lo cuidaré respuesta
que le agradó infinito. Efectivamente, cumplió su palabra, pues cada día se fue
mejorando, y su dilatada prole no deja duda del buen estado de su salud.
En
medio del gozo general a que todos estaban entregados, una nueva desgracia (la
tercera ya en estas bodas) turbó este general contento y llenó de amargura
todos los corazones. Acometió al Emperador Francisco, la tarde del 18 de
Agosto, un accidente epiléptico, de que falleció, con lo cual se separó
inmediatamente la Real familia. El nuevo Emperador Josef I y su madre marcharon
a Viena, y los Grandes Duques se retiraron a Florencia, donde fueron recibidos
con la alegría que corresponde a un pueblo que hacía muchos años carecía de la
vista de sus Soberanos y de las ventajas de una Corte.
Tanta
continuación de malas noticias había afligido el ánimo del Rey Católico, y para
calmarse necesitaba se verificase la feliz llegada de su sobrina y nueva hija
la Princesa de Asturias, que es la segunda de la Casa de
Parma que ocupa el trono de España en este siglo. Salió S. M. a recibirla desde
San Ildefonso, donde se hallaba, a Guadarrama, y la condujo a su palacio, en
que tuve la honra de hacerle mi corte al apearse del coche. Su corta edad de
catorce años no cumplidos no permitía estuviese aún formado su cuerpo; pero su
espíritu lo estaba más allá de lo que correspondía a su edad. El talento y
cuidado de la Marquesa de Griñy, que había sabido educar a su desgraciada
hermana, esposa del Emperador Josef I, no había omitido nada para sacar igual
fruto de sus tareas con su augustísima hermana. Su gracia, su tino y su viveza
nada dejaban que desear, y prometían todo lo que después nos ha acreditado y
acredita la experiencia. Fue recibida esta amable Princesa con el mayor gozo, y
la Reina madre fue la que tuvo más parte y más complacencia que nadie viendo
llegar una nieta de la Casa de Parma y de la de Borbón, que venía para ocupar
un día el trono de España. Pasó S. M. desde la Granja al Escorial, y de allí a
Madrid, como todos los años. Hizo S. A. su entrada pública a Atocha, y hubo
magníficas funciones para celebrar su arribo. Entre ellas, la más lucida fue la
de las tres cuadrillas de a caballo, compuesta cada una de 48 caballeros con
sus volantes, lacayos y caballos de mano correspondientes. De una de ellas (de
que yo era), que iba vestida a la española antigua, era padrino el Duque del
Infantado. De otra, vestida a la húngara, el Duque de
Medinaceli, y de otra, vestida a la americana, el Conde de
Altamira. Cada padrino, precedido de un gran número de
volantes, lacayos y caballos de mano, marchaba delante de su cuadrilla, y
entrando todas en la Plaza Mayor por diferentes puestos, ocuparon sus
respectivos sitios; hizo cada una sus escaramuzas, corrieron después parejas y
se retiraron, habiendo merecido un general aplauso. Lo más magnífico y extraño
de esta función fue que cada padrino hizo todo el gasto de su cuadrilla, que el
que menos subió a 500.000 reales, sin más insinuación que un mero papel de
aviso, en que el Ministro les avisaba que S. M. les había elegido para dirigir
dichas cuadrillas. Si las diversiones de la Corte de Francia hubieran costado
tan poco al Real Erario, no se hubiera visto forzada a reunir sus Estados
generales ni a sufrir las resultas de ellos.
El
Marqués de Squilace, Ministro de Guerra y Hacienda, tenía toda
la confianza del
Rey en este ramo. Su genio franco y generoso le había adquirido
muchos amigos
en el ejército hispano-napolitano cuando le había seguido en
calidad de
proveedor. Logró, por medio de la favorita, Duquesa de
Castropiñano, de quien he hablado arriba, y a quien no podía estar mal
tener un Ministro de Hacienda generoso que fuese su hechura, se
le nombrase en
Nápoles para este empleo, que el Rey le confirió después en
España. Se había
casado en Barcelona con una hija de un oficial, tan pobre como
bien nacida,
llamada Paternó; pero de un carácter muy altivo y,
codicioso, que aumentó cada día, como sucede ordinariamente con
todos los
vicios. No es inútil esta disgresión sobre el carácter del
Ministro y de su
esposa. El conocimiento del carácter e inclinaciones de las
Personas con quien
se debe tratar y el de las que los rodean, es el primer paso
para entablar,
dirigir y concluir bien los asuntos, y aun las más veces, para
calcular con
acierto de antemano los efectos de las empresas más arduas, por
lo que pueden
dar de sí las personas a quienes se fían. Preguntaba un
negociador todas las
mañanas al ayuda de cámara del Ministro (que era muy obstruido y
aprensivo),
antes de entrar a hablarle, si
había ido al retrete, y arreglaba su conversación o silencio al
efecto diario de su estómago, que era la llave maestra del bueno o mal humor
del Ministro. La bondad natural del Marqués de Esquilace,
su deseo del acierto, de quitar abusos y de aumentar las rentas del Rey, junto
al poco fondo de conocimientos que tenía en el ramo de la Hacienda, que sólo
sabía por práctica, hizo que diese oídos a varías de aquellas personas que
regularmente se llaman proyectistas, y que, estudiando el humor del Ministro,
solo buscan el modo de adaptarse a sus ideas para hacer su fortuna particular,
sin reparar el modo ni en los perjuicios públicos que pueden producir sus
operaciones. Entregado sin conocimiento a estos hombres, se dio el Marqués a
una inquisición odiosa de todos los privilegios antiguos, en términos que, sin
merecerlo, se echó sobre sí el odio de muchas personas poderosas, que, por otra
parte, aumentaban el genio y la conducta de la Marquesa su mujer.
El
falso principio, demasiado común en algunas Monarquías, de hacer que el pan y
los comestibles de primera necesidad se mantengan más baratos en la capital que
en el resto del reino, había atraído a Madrid un gran número de gentes ociosas
de todas las provincias de España, que se había aumentado aún más de lo regular
por la carestía que en aquella ocasión había en todo el reino. El origen de
esta conducta es el temor de perder la tranquilidad pública en la corte y de
impedir que los clamores del pueblo que la componen lleguen a oídos del
Monarca. El Marqués había dado unas providencias extremadamente violentas para
hacer venir granos de todo el reino, a costa de sumas considerables y de
grandísima incomodidad y pérdida de los conductores, violentados en parte, y
cuyos clamores aumentaban el número de los descontentos, que parecían comprarse
con el mismo dinero que el Rey gastaba diariamente para mantener el pan a un precio
moderado. Por otro lado, se había dado una providencia violenta para prohibir
los sombreros redondos o gachos y las capas de los embozados, permitiéndolas
sólo de un cierto largo y sin embozo. Los alguaciles destinados para hacer
obedecer esta orden, abusando de su ministerio, como sucede demasiado a menudo,
atacaban las gentes en las calles, los cortaban ellos mismos las capas, los
sacaban multas y cometían otras tropelías, con las cuales agitaron el
sufrimiento del público. Séase por esto sólo, o (como algunos pretenden) porque
había quien, aprovechándose de esta buena disposición, tenía particular interés
en excitar un movimiento popular, lo cierto es que en la tarde del día 23 de
Marzo de 66, domingo de Ramos, dos embozados se hicieron insultar e insultaron
en la plazuela de Antón Martín; se defendieron, y fue la señal de reunirse la
gente y de empezar el motín. Una multitud de pueblo se acercó a Palacio y a la
casa del Marqués de Squilace, gritando ¡Viva
el Rey y muera Squilace! Este desgraciado Ministro
había ido aquel
día a comer a San Fernando con varios amigos, y a no haber
tenido aviso de lo
que sucedía, hubiera venido en derechura a su, casa donde
hubiera sido la
víctima de todo aquel pueblo que clamaba contra él. El Marqués
se dirigió a
Palacio, y la Marquesa a casa del Ministro de Holanda, Mr.
Doublet..., su amigo, que había ido al campo con ellos, y
no hubo particular rumor en aquella noche, pues aunque quisieron
ir a quemar la
casa al Marqués, un hombre sensato tuvo la fortuna de
contenerlos, diciendo a
la multitud no era suya, sino de un honrado español, el Conde de
Murillo. Al día siguiente 24 continuó el alboroto, y la Marquesa
tuvo tanta frescura y presencia de espíritu, que, atravesando la
multitud, se
entró disfrazada en su casa, oyó en ella dos misas, recogió sus
diamantes y se
retiró.
Continuaban
los gritos contra el Marqués, y aumentaba el tropel en Palacio, cuyas primeras
puertas quería forzar el público, que obligaba a todos a desarmar sus sombreros
a tres picos y a ponerlos redondos, de modo que yo he visto atravesar así la
plaza de Palacio al Nuncio Palavicini, que lo era entonces
en Madrid. Los guardias de Corps y las guardias de infantería española y
wallona estaban formadas en el arco de Palacio y en las demás puertas exteriores
para detener al pueblo; pero habiendo éste querido forzar el arco, tuvieron que
hacer fuego. Aunque éste fue dirigido de modo que más sirviera de espanto que
de daño, el poco que se hizo enardeció infinito al pueblo, sobre todo contra
las guardias walonas, que miraban con encono desde el suceso desgraciado de las
fiestas de la boda del Príncipe, de que se ha hecho mención más arriba. Por más
que el Duque de Arcos, capitán de cuartel, y otros
procuraron calmarlos, el furor aumentaba, y sobre todo contra las walonas, y
por fin, a eso de las cinco de la tarde, se vio precisado el Rey a salir al
balcón grande del centro de Palacio y permitir entrasen unos cuantos a la plaza
para hablarle y pedir lo que deseaban.
Yo,
que no me aparté de allí en todo el día, salí con S. M., y sólo había entre él
y yo el Confesor mientras estuvo oyendo las proposiciones que un caleseruelo,
con chupetín encarnado y sombrero blanco (que no se borrará de mi imaginación
en toda mi vida), le estaba haciendo desde abajo, como orador escogido por el
pueblo; la exposición de todas sus proposiciones, reducidas a la diminución del
precio del pan y de otras cosas, y sobre todo al retiro de Esquilace y de las
guardias walonas. S. M. se convino a todo; pero continuando aún el tumulto, y
manifestando el pueblo desconfianza porque no se les había prometido sino de
palabra, tuvo S. M. que volver a salir al balcón segundo de su cámara,
inmediato al gabinete del despacho, que es el segundo de toda la fachada
principal del lado del campo, y desde allí volvió a ratificar lo mismo,
autorizándolo y escribiéndolo abajo el padre Cuenca,
Misionero de plaza, Religioso del convento de San Gil, que para calmar al
pueblo se había puesto a predicar y, pudo inspirarle confianza. Empezó el Rey,
inmediatamente a cumplir lo que había prometido, haciendo se retirasen las
guardias walonas del patio interior de Palacio. Calmados entonces los
espíritus, empezaron a reunirse los predicadores que se habían esparcido por
las calles para contenerlos, y, pasaron por delante de Palacio algunos Rosarios
en acción de gracias, para hacer ver se había restablecido la tranquilidad.
No
creyendo S. M. conveniente a su decoro el permanecer por más tiempo en Madrid,
y deseando castigar a sus habitantes, determinó retirarse a Aranjuez aquella
misma noche, y habiendo dado todas las providencias con el mayor secreto, salió
con toda su Real familia por las bóvedas de Palacio, y tomando los coches fuera
de la Puerta de San Vicente, se dirigió a Aranjuez, donde había hecho marchar
las guardias walonas para su guardia. Como los callejones bajos eran estrechos,
fue preciso cortar las varas a la silla de la Reina madre, que usaba siempre de
ella, para que pudiese pasar. Pero con todo, salió e hizo su viaje como los
demás, aunque dicen que nada omitió para empeñar al Rey a que no lo ejecutase.
Apenas
se supo en Madrid, la mañana del 25, la evasión del Rey, que el alboroto empezó
con más fuerza, y tomando varias armas de los inválidos, marchaban ya formados,
y mataron y arrastraron a un pobre guardia walón; pero en lo demás no
cometieron desorden, y aseguran lo pagaban todo puntualmente por medio de
varios capataces, a quienes estaban subordinados. Esto y otras cosas de que no
puedo hablar, por no estar instruido con certeza en ellas, han dado motivo a
decir era un plan premeditado y sostenido por algunas personas poderosas, que
por este medio querían precaver su ruina, que preveían hace tiempo. Pero
echando un velo sobre estos recelos, por falta de instrumentos para ponerlos en
claro, seguiré la mera narración de los hechos públicos.
Querían
las gentes ir a Aranjuez a traer al Rey, y detenían a cuantos
iban allá. Por
fin, el Ilmo. Sr. D. Josef de Rojas y Contreras, Obispo de
Murcia y presidente del Consejo, pudo conseguir calmarlas, enviando
a Aranjuez un correo, diputado del pueblo. Se restableció el
orden, sobre todo
luego que se supo había ya marchado el Marqués de Squilace a
embarcarse para
Nápoles en Cartagena, la tarde del día de la llegada del Rey a
Aranjuez.
D.
Miguel de Muzquiz (después Conde de Gausa),
hombre honrado, cortesano, noble, pero sagaz, y que había servido toda su vida
en la secretaría de Hacienda, cuyo manejo conocía a fondo, fue elegido por
sucesor del Marqués de Squilace, elección que le cogió bien de nuevo, y de que
hubiera querido excusarse, pues, prefiriendo a todo su descanso, se había ya
retirado de la plaza de primer oficial, que ocupó con aceptación muchos años.
D. Gregorio Muniain, Comandante general de Extremadura,
sucedió al Marqués en el Ministerio de la Guerra.
S.
M. había mandado cortar los puentes del Tajo para contener a los
que viniesen
de Madrid, y de resultas del Consejo de Estado que se tuvo para
tratar de lo
que convenía hacer, despachó S. M. un correo al señor Conde de
Aranda, que era entonces Capitán general de Valencia, para que
viniese luego a Madrid, y, nombrándole Presidente del Consejo de
Castilla y
Capitán general de la provincia de Castilla la Vieja,
comandancia creada para
su persona, puso en él toda su confianza para el
restablecimiento del orden, y
reconcentrando en él el poder judiciario y militar, le dio todos
los medios
necesarios para corresponder a su confianza.
La
firmeza, la dulzura y la maña que empleo el Conde para calmar los espíritus y
para atraer los ánimos, le hizo amar y respetar igualmente de todos.
Distribuyó
Madrid en cuarteles, estableciendo alcaldes de barrio paisanos, alternando,
como carga concejil, los cuales, a más de los alcaldes de Corte, y bajo su
dirección, vigilasen sobre la tranquilidad de sus cuarteles y respondiesen de
ella. Hizo nombrar síndicos personeros en todo el reino, que fuesen los
abogados del público y mirasen por sus intereses. Llamó sucesivamente los
Grandes, títulos, cuerpos y gremios para asegurarse por escrito de su modo de
pensar, y hacer responsable a cada uno del proceder de sus criados y
dependientes por éste y otros medios. Hizo venir de guarnición tres regimientos
de infantería y uno de caballería, y entre ellos el de Castilla o Inmemorial
del Rey, de que el Conde había sido Coronel, si de que lo he sido yo catorce
años.
Restableció
en Madrid un orden, una tranquilidad y una paz no conocida hasta entonces, y al
cabo de pocos meses logró ver entrar de nuevo sin el menor temor, los mismos
guardias walonas que el Rey se había visto precisado a hacer salir poco antes.
El
grande objeto de la reforma de los sombreros gachos lo consiguió el nuevo
Presidente con declarar que sólo el verdugo podría usar de esta clase de
sombrero gacho, con lo cual cada cual se dio prisa a no confundirse con él; y
no los hay en Madrid, cuando ahora se usan mucho en otras partes. A la verdad
que el sombrero redondo, no acompañado con el embozo exagerado, y no siendo
disformes sus alas; es más análogo a su uso y al nombre que por él se le da,
que no un sombrero de tres picos, que ni hace sombra, ni preserva del agua.
La
asiduidad con que el Conde asistía diariamente al Consejo desde las ocho de la
mañana; la constancia con que era el primero a las Cámaras y a todas las juntas
particulares; la paciencia con que daba audiencia siempre que entraba y salía
de su casa, y cuando iba y venía de comer, que quiere decir seis veces al día;
la facilidad con que aún en otras horas le hallaban los que le necesitaban con
urgencia; la dulzura con que los oía, y el interés que parecía tomar en los
asuntos de cada uno, le adquirió una confianza colectiva de cuantos acudían a
él, que acaso no tendrá ejemplo en un empleo como el suyo.
Sobre
el disgusto que el suceso referido causó en el ánimo generoso del Rey, tuvo S.
M. en Aranjuez el gran pesar de perder, en el mes de Julio, a su amada madre,
cuya muerte no sería extraño hubiese acelerado el alboroto de Madrid y, sus
resultas. Esta Soberana, llena de talento, tuvo siempre mucha influencia en el Gobierno,
y su amor a sus hijos y la ambición de verlos todos Príncipes coronados, hizo
empeñarse a España en algunas guerras, que hubiera podido excusarle en parte.
La desgracia de su muerte hizo que el haberse dirigido S. M. en derechura desde
Aranjuez a San Ildefonso, sin pasar por Madrid como otros años, pudiese
colorarse, sin que pareciese, como lo era en el fondo, un despego o enojo
contra Madrid, lo cual hubiera bastado para hacer infructuosas todas las
medidas juiciosas del señor Conde de Aranda. Algunas personas de las más
inmediatas al Rey votaban con tesón por que S. M. no volviese a poner allí los
pies, y que transfiriese su Corte a otra parte. Unos votaban por Valencia y
otros por Sevilla; pero el tesón y las providencias del Conde de Aranda disuadieron
uno y otro, y es muy cierto que a él solo debe en el día Madrid ser aún la
Corte del reino de España.
El
tumulto de Madrid, que se imitó con más fuerza en Zaragoza, dio motivo y medios
para echar de España una Sociedad que, aunque había hecho mucho bien al reino,
tenía en él muchos enemigos, y entre ellos el Duque de Alba,
que hacía años le tenía declarada la guerra, y, sobre todo, el Ministro de
Gracia y Justicia, don Manuel de Roda, que le tenía una
aversión grandísima. Empezóse, pues, a tratar este importante punto con el
mayor secreto entre los Secretarios de Estado y el Conde Presidente, y éste,
como buen político y conocedor del corazón humano, para distraer la gente y
tenerla divertida, propuso y consiguió del Rey el poner baile de máscara
público en Madrid durante el Carnaval de 67, de modo que se establecieron
primero en el Coliseo del Príncipe y luego en el de los Caños del Peral,
compuesto de nuevo a este fin. A más de ocupar de este modo el público, daba al
Rey el Conde una prueba de la tranquilidad de Madrid y de la seguridad con que
disponía de él.
Mientras
los vinos bailaban, el mismo Conde, que las más veces estaba en el teatro, dos
horas después de haber salido de la máscara, se ocupaba en el grandísimo asunto
de la expulsión de los Jesuitas, que se efectuó en virtud de una orden de S. M.
de 27 de Febrero, pasada al Conde de Aranda.
Jamás
se ha visto providencia más bien combinada, más uniforme, ni más secreta; de
modo que los Colegios, que estaban ocupados la noche del 31 de Marzo, se
hallaron vacíos la mañana siguiente y en camino todos sus miembros. El señor
Conde y dos de sus edecanes, D. Joaquín Oquendo y D.
Antonio Cornel, a quienes hizo antes jurar el secreto más
profundo, lo trabajaron todo, y S. M. firmó todas las órdenes para los
Gobernadores de América, poniendo en ellas de su puño: El Gobernador me responderá del secreto.
Se enviaron órdenes e instrucciones circulares a todas las cabezas de los
pueblos del reino en que había Casa de Jesuitas, encargando el secreto bajo las
penas más severas. Fueron investidas todas las Casas del reino la noche del 31
de Marzo al 1º de Abril con tropa, que se apoderó inmediatamente de las torres
para evitar tocasen a rebato. Llamaron al Rector y le intimaron convocase la
Comunidad al refectorio, donde se les leyó el decreto. Cada cual volvió a su
aposento acompañado de tropa, recogió los libros de devoción, chocolate, ropa y
dinero propio, y reunidos de nuevo, tomaron los coches y calesas que les
esperaban a la puerta. Se embarcaron todos en Cartagena para Civitavechia, y el
Papa, que ignoraba su arribo, rehusó recibirlos, y los desembarcaron en
Córcega, donde padecieron no poco, hasta que se compuso pasasen a los Estados
de Su Santidad, que nada perdían en este ingreso de gente que llevaba para
mantenerse. Así salieron de España, en 1767, después del tumulto de 66,los
Jesuitas, que en 1759 habían sido expelidos de Portugal, después del asesinato
intentado contra el Rey don Josef I, y que, en 1761, habían salido por la
segunda vez de Francia. Toca a los Soberanos y a sus Ministros decidir si el
respeto a la religión y al trono se han aumentado o disminuido desde entonces.
Yo sólo debo decir, en honor de la verdad, que me crié con ellos, por orden y a
expensas del Rey, como se ha visto en la Introducción, y que cuantas máximas me
enseñaron se fundan en uno y
otro, y en verter por su defensa la última gota de mi sangre, si quiero vivir y
morir con honor y gozar de gloria en este inundo y en el otro, sin
que jamás les haya oído nada que directa o indirectamente lo contradiga. Todos
los innovadores de la nueva Asamblea Nacional de Francia (no en general la más
afecta a la religión ni a los Soberanos) son, o jóvenes que no han alcanzado la
educación de los Jesuitas, o sujetos que no han sido criados por ellos, o tal
cual de los expelidos de su Sociedad. Así lo había yo observado, y me lo han
hecho observar varios miembros sensatos de la misma Asamblea, indiferentes por
todo espíritu de partido y adictos sólo al de la razón.
Todo
se ejecutó, y ni en España ni en América hubo la menor oposición
y resistencia,
no obstante el poder del pretendido Rey Jesuita del Paraguay,
Nicolás, y de las proporciones que aquella soledad, extensión de
dominios y, plena subordinación de los indios a los Misioneros
ofrecían para la
inobediencia y la fuga. Todos obedecieron, y he oído al mismo
Conde de Aranda
admirarse de esto y de no haberse encontrado, no obstante la
sorpresa, un solo
Jesuita arrestado en toda España. Esta Sociedad tenía, entre
otras muchas, dos
máximas utilísimas: la una era echar fuera los que veía no eran
para ella; y la
otra destinar a cada uno para lo que le dictaba su genio. Aunque
en la
ejecución de las órdenes de la conducción hubo algunos
comisionados que no
trataron como debían a los Padres, fueron pocos, y
desobedecieron en ello a sus
positivas instrucciones. He oído decir al Conde no tuvo parte,
ni aprobó el
desembarco en Córcega ni en los Estados del Papa, y que había
propuesto otro
medio para que el dinero de su subsistencia no saliese de
España. Como quiera,
no se oyó, y el odio puede más que la razón y la justicia. El
número de los
expulsos se calcula entre cinco y seis mil; pero pongámoslos a 5
000, son: a
peseta, 1.825,000 reales, sólo del Rey, al año, sin contar los
demás socorros
que los enviasen sus parientes y particulares, que no será mucho
si se calcula
a 400.000 reales. Véase si merecía o no consideración el evitar
esta extracción
por un número tan dilatado de años. Creo que no diré mucho si, a
vista de este
cálculo, limito a 2 millones de duros el ingreso que por este
medio se habla
proporcionado a los Estados del Papa.
Tanto
la moderación y obediencia dicha, cuanto la que han acreditado en Italia los
individuos de esta Sociedad, y el celo con que, aunque maltratados y echados de
su patria, sin recurso de regresar a ella, se han empleado en defenderla e
ilustrarla con sus escritos, prueba a lo menos que la educación que recibían en
este Cuerpo sus individuos no era ni desobediente ni ingrata.
El
Rey Carlos, que varias veces decía que era primero
Carlos que Rey, expresión bien digna de su corazón y de su
humanidad, había sido educado por esta Sociedad, y no le era desafecto, y así
aseguran dijo a su salida que
Carlos había sentido mucho lo que el Rey se había visto precisado a hacer. No
es dudable que las razones que le darían serían sin réplica, pues le he oído
decir, hablando un día con el Prior de El Escorial sobre la responsabilidad del
mando: Tiene razón, Padre, yo
creo habré errado muchas veces; pero puedo asegurarle, como si estuviera en el
tribunal de Dios, que jamás he hecho sino lo que he creído lo más justo y útil. La efusión de ánimo y el espíritu de humildad con que lo dijo valía
tanto como un sermón. No pudimos dejar de enternecernos los que se lo oímos
decir con el mismo candor que nos hubiera edificado en el más humilde paisano,
y S. M. ni mentía ni conocía la hipocresía.
El
Nuncio Palavicini, primo del Marqués de Grimaldi, Ministro de Estado, había tenido alguna sospecha de que
querían hacer tomar alguna providencia con los Jesuitas, y preguntó sobre esto
al primo, olvidado de que le respondería como Ministro. Efectivamente, éste le
tranquilizó enteramente, y él escribió en consecuencia a su Corte; pero a la
mañana siguiente justamente supo la expulsión, y de resultas del pesar, estuvo
a las puertas de la muerte. S. M. dio cuenta de esta providencia a el Santo
Padre en su carta de 31 de Marzo.
Las
Cortes de Nápoles y Parma siguieron luego el ejemplo de la de
España. Expelidos
de Parma los Jesuitas, a quienes no sin razón llamaba Benedicto
XIV sus tropas ligeras, porque marchaban siempre con
anticipación para sostener la autoridad pontificia, creyó M. Du
Tillot, Marqués de Feliño, podría sacar más fácilmente partido de
la Corte de Roma y moderar algunos abusos que se habían
introducido en ella, en
perjuicio de la autoridad legítima de los Soberanos. En
consecuencia de esto,
expidió una ley prohibiendo a los súbditos del Duque de Parma
pudiesen llevar a países extranjeros los asuntos empezados en
sus tribunales;
que todos los beneficios y pensiones eclesiásticas debían darse
precisamente a
sus vasallos y no a otros, y, últimamente, que ninguna Bula,
Breve o carta
dirigida por la Santa Sede pudiese tener cumplimiento en sus
Estados sin
preceder su examen y tener el libre Execuatur,
del Soberano. La Corte de Roma, sumamente exasperada entonces
contra los
Príncipes de la Casa de Borbón por la expulsión de los Jesuitas,
halló una
ocasión de descargar sus iras contra la Corte de Parma, a quien,
como la más
débil, tocó la suerte ordinaria de las que lo son; esto es, la
de pagar por los
otros, como hemos visto en esta misma historia sucedió a
Portugal en la guerra
de 62. El piadoso Papa Clemente XIII, que era de un
carácter débil y de avanzada edad, ofrecía piadosamente sus
trabajos a los pies
del Crucifijo y se deshacía en continuo llanto. Pero el Cardenal
Torregiano, Ministro de Estado, hombre violento y, sumamente adicto de
los Jesuitas, dejándose llevar de su carácter, y no teniendo
presente el
espíritu del siglo, quiso combatir con lanzas las baterías de
cañones, y,
calculando mal la fuerza de sus armas, obligó al Papa a publicar
un Breve, en
que declaraba nulo y de ningún valor el edicto del Duque de
Parma, como
contrario a la libertad e inmunidad eclesiástica, amenazando con
excomunión a
todos los que hubiesen tenido parte en él, sin excepción de
persona ni
dignidad, los cuales no podrían ser absueltos de la excomunión
sino por el Papa in articulo mortis,
a no retractarse inmediatamente. Afligió mucho esta resolución la piedad
natural del joven Príncipe de Parma, cuyos parientes, más poderosos que él,
creyeron deber venir a su socorro. Entre tanto, publicó el Duque un Manifiesto
para justificar su conducta y hacer ver a la Europa sus justos derechos, en apoyo
de los cuales citaba los reglamentos establecidos en el Imperio, Piamonte y
Toscana relativamente a las manos
muertas, sin que por ellos hubiese procedido la Corte de Roma en
los términos que lo hacía ahora.
Las
Cortes de Madrid y de Versalles apoyaron en Roma con toda fuerza por sus
Ministros este Manifiesto, y para dar más valor a sus razones, el Rey de
Francia hizo ocupasen interinamente sus tropas Aviñón y el Condado Venesino,
poseído por la Santa Sede en virtud de una pretendida compra hecha por ésta en
1347 a la Reina Juana I de Nápoles, que era de la Casa de
Austria. Lo mismo ejecutó por su parte el Rey de Nápoles con las ciudades de
Benevento y Pontecorvo, que son las únicas que la Santa Sede conservaba en sus
dominios. El ánimo de las dos Cortes no era ciertamente privar al Papa de sus
posesiones; pero sí persuadirle, por este medio a revocar el Breve expedido contra Parma.
La
Corte de Roma se mantenía firme, alegando a su favor varias razones, fundadas
en los derechos que pretendía darle la famosa Bula In coena Domini, llamada así porque se leía voz
alta en las iglesias la mañana del Jueves Santo. Examinada con atención dicha
Bula por orden de S. M. C., se reconoció había sido la causa en tiempo de
Gregorio XIII y Felipe II de varias discusiones
acaecidas entre las Cortes de Roma y de Madrid, que llegaron a términos de
haberse visto precisado el Nuncio del Papa a retirarse de esta última. Se vio
también que los Reyes Carlos I y II y Felipe III, IV, y
aun V, habían intentado varias veces evitar el cumplimiento de dicha Bula.
Varios
Obispos de España (cuya firmeza, fundada en la virtud, puede servir de ejemplo
a los de toda la cristiandad) creyeron deber representar, exponiendo al Rey las
razones que les parecían ser las más poderosas en favor de la Bula. El Obispo
de Cuenca, hombre de ejemplar virtud, y hermano del
Marqués de Sarria, coronel de guardias españolas, que
había mandado el ejército de Portugal, arrebatado de su celo, escribió una
carta al confesor de S. M., quejándose en los términos más fuertes de la
providencia relativa a la Bula. El Rey respondió a esta carta, con fecha de 17
de Agosto.
El
Obispo de Cuenca fue llamado a Madrid, y compareció como reo en el Consejo que,
con el título de extraordinario, se estableció, y que tenía en su casa,
igualmente que la Cámara, el Presidente Conde de Aranda,
para tratar de los asuntos de los Jesuitas. Como el Obispo de Cuenca era muy
adicto a ellos, lo mismo que todos los de su casa, y... su carta, apoyada por
su virtud, nacimiento y concepto, era un ejemplo que pudiera haber producido
alguna mala resulta en tiempo en que aún existía la memoria y las cenizas del
alboroto de Madrid, se tuvo por conveniente hacer este acto de autoridad, poco
común, sobre todo en España, en la persona de un Obispo, para cortar por este
medio en tiempo las consecuencias y los proyectos que podían suponerse al gran
número de apasionados que tenían los Jesuitas, cuyas cartas de hermandad se
recogieron a todos los particulares que las conservaban. Yo sé de uno que llevó
la suya al mismo Conde de Aranda, después de haberle cortado las figuras de los
Santos que estaban en la orla. El Conde lo vio; no le gustó nada; pero tampoco
dijo una palabra al que se la presentó, que es el que lo escribe.
Lo
que ganó la Corte de Roma con su obstinación fue que Portugal, Venecia y todos
los Estados de la Lombardía siguiesen el ejemplo de la Corte de España y
prohibiesen igualmente que ella en sus Estados la lectura de dicha Bula.
Había
ajustado el Rey Católico el matrimonio de su hijo el Rey de
Nápoles, D.
Fernando IV, con la Archiduquesa
María Josefa, hija del Emperador Francisco I y de María Teresa
de Austria; pero
habiendo muerto en Viena de viruelas esta Princesa, el Duque de
Santa Elisabeta, su Embajador en aquella Corte, pidió para su Soberano a
la
Archiduquesa María, actualmente Reina de Nápoles, cuyo
matrimonio se celebró a
últimos de Mayo de 68. Llegó esta Soberana a Nápoles acompañada
de su hermano y
cuñada, el gran Duque y Duquesa de Toscana, y fue recibida con
todas aquellas
demostraciones de alegría correspondientes y propias del amor
que profesaban a
su nuevo Monarca Fernando, en quien veían un vivo retrato de las
virtudes y
amabilidad de su padre el Rey Carlos, cuyo nombre sabemos
pronuncian siempre con
ternura los napolitanos, que no pueden dar un paso sin encontrar
un monumento
que les recuerde su beneficencia y la regeneración y libertad
que recobraron
por su medio. El Rey padre había ya declarado la mayor edad de
su hijo Fernando
y separádose de su tutela, la cual, con arreglo a la costumbre
establecida en
la Casa de Borbón, debe cesar a los diez y seis años, excepto en
Francia, donde
hasta ahora ha terminado a los catorce. En el día, por un
decreto de la
Asamblea Nacional, inserto en la Sección 2.ª, capítulo II de la
Constitución,
presentada y, aprobada por S. M. en 14 de Septiembre de este año
de 91, queda
fijado el término de la menor edad a los diez y ocho año, cuya
innovación no
parece deber ponerse en las de la clase que exigen modificarse.
Casi
al mismo tiempo declaró el Rey, la mayor edad de su sobrino y pupilo el Duque
de Parma, Fernando I, dándole por
esposa a la Archiduquesa Amalia, hermana del gran Duque de
Toscana y de la Reina de Nápoles. Por este medio consiguió
el Rey Carlos hacer más bien a la Italia que el que le habían hecho antes que
él la mayor parte de los Príncipes que han reinado en ella, proporcionándole
una paz durable. Empezó por dar nueva existencia a los reinos de Nápoles y
Sicilia, que por tantos siglos habían sido el objeto de guerras sangrientas,
pasando de conquistador en conquistador, según lo exigía la dura ley, de las
armas. Había conservado la soberanía independiente de la distinguida Casa de
los Médicis, dejando íntegra la de Parma a su hermano D. Felipe, y para
consolidar todo lo que había hecho, reunió los ánimos con los matrimonios del
Rey de Nápoles, del Gran Duque de Toscana y del Duque de Parma, y combinó los
intereses de las dos Casas rivales de Borbón y Austria, que por tanto tiempo se
habían disputado aquellas ricas y deliciosas posesiones. Nada hubiera quedado
que desear al Rey, si algunos incidentes, que no son aquí del caso, no hubieran
impedido se verificase el matrimonio proyectado del Duque de Parma con la
heredera de Módena y Masa, esposa del Archiduque Leopoldo,
Gobernador de Milán, Princesa de un mérito raro; pero la Casa de Austria,
siempre feliz por sus alianzas, tuvo la fortuna de hacer esta apreciable
adquisición. Por ella, desde Viena a las fronteras del Estado pontificio, puede
el Emperador enviar citando quiera un ejército, que sólo tendrá que atravesar
las siete postas que hay desde Halla a Mántua sobre terreno que no sea o suyo o
de sus aliados, a cuyo fin se ha abierto un nuevo camino desde, los Estados de
Módena a Pistoia, sin pasar por el Boloñés. El Tratado de alianza entre la
Francia y la Casa de Austria asegura también la tranquilidad de la Italia, y
puede decirse ser ésta su mayor utilidad, que lo es mayor para la Casa de
Borbón de España e Italia y para el Papa y demás Estados de Italia que para la
Francia sola. El Cardenal de Bernis, que lo hizo, no olvidó en esto los
intereses de su dignidad. ¡Quiera Dios que la ambición exagerada de algún
Príncipe no descomponga algún día estas prudentes y pacificas medidas, por las
cuales deberían todas las ciudades de Italia consagrar un monumento de gratitud
a la memoria del Rey Carlos!
Los
franceses se apoderaron en este tiempo de la isla de Córcega en virtud de un
convenio hecho con la República de Génova, lo cual disgustó no poco a la Inglaterra,
que con menos motivos ha solido suscitar guerras en la Europa. El estado de
gloria a que habían llegado sus armas después de la guerra concluida en 62,
parece debía hacerla temer con más fundamento; pero no fue así. Agobiados los
ingleses con el peso de la deuda contraída para conseguir sus victorias, y,
ensoberbecidos con ellas, descuidaron un poco su marina, y el lord Graffton,
primer Ministro, no quiso aumentar la inmensa deuda de su nación.
Hallábase
en guerra la Rusia y la Turquía, de resultas de las turbulencias acaecidas en
Polonia por la elección del Rey Estanislao Poniatoski, noble polaco, a quien la
Emperatriz (con quien había tenido particular e íntima amistad en su viaje de
Rusia) hizo subir al trono. Esta elección excitó varias competencias entre los
señores poloneses, sus compatriotas, que dominados después de varios años por
príncipes extranjeros, no podían ya sufrir el ver la Corona sobre las sienes de
un igual, y convenirse en que ocupase tranquilamente el trono. Por esta razón,
en la última Constitución, adoptada en este año de 91, han declarado la Corona
hereditaria de la Casa reinante de Sajonia, sin exclusión de las hembras,
prefiriendo un dominio extraño y la posibilidad de ser elegidos Reyes, a
sujetarse nunca a otro noble. No obstante todas las dificultades, la
preponderancia de la Rusia, que trataba despóticamente a la Polonia,
estableciendo en ella tropas a su arbitrio hasta en la misma capital, como si
fuera una provincia suya, consiguió para su amigo, con la fuerza y la maña, el
objeto que se proponía.
Receloso
el Rey Carlos de que esta agitación de la Rusia y la nueva adquisición de la
Francia pudiesen producir algún movimiento en la Europa, se aplicaba a
consolidar en el ejército la nueva disciplina prusiana, que estableció desde
luego que llegó al reino, nombrando a este fin a D. Martín Álvarez y a D.
Alejandro O-Reilly, que habían hecho como voluntarios la guerra de Alemania con
el Mariscal Broglio, Ayudantes generales del ejército, empleo creado nuevamente
para ellos con objeto de revistar todos los cuerpos y establecer en ellos una
disciplina uniforme. Trabajaba también S. M. con todo ardor en el
restablecimiento de la marina, que logró poner, y dejó a su muerte, en el pie
más respetable que ha visto España, como lo comprueba el estado de ella el año
de 88, que se halla exacto en la nota 5.ª
La
agricultura, las artes y el comercio ocupaban igualmente el celo de nuestro
Monarca, y como la expulsión de los Jesuitas había hecho salir del reino más de
5.000 individuos, pensó en reemplazarlos, restituyendo a la agricultura un
número superior al de los expulsos que fuese útil a la nación por otro término.
Las
montañas de Sierra Morena, pobladas en tiempo de los moros, se hallaban casi
desiertas muchos años hace y reducidas a bosques espesos, en que sólo se
encontraban pastores, lobos y facinerosos y muy pocas casas y, lugares, a
grande distancia unos de otros. El camino real que conduce desde Madrid a Cádiz
atraviesa dichos montes, y desde el lugar de El Viso, en la Mancha, hasta
Bailén, que son ocho leguas muy largas, no se encontraban más que dos malas
ventas, llamadas de Miranda y de Bailén, en que los venteros daban la ley, a su
arbitrio, y se entendían, o por miedo o por convención, con los bandidos que infestaban
el camino, y que, emboscados entre los árboles y matorrales, sorprendían a los
viajantes, sin ser vistos por ellos sino cuando los atacaban. Para pasar las
montañas desde El Viso hasta la venta de Miranda era menester descargar los
coches, y que las personas y los fardos pasasen sobre caballerías.
Entre
Córdoba y Ecija, por donde pasa también el camino de Cádiz, sólo se encontraba
la venta de La Parrilla, y estas ocho leguas eran tan expuestas como las que
arriba hemos dicho.
Consideró,
pues, S. M. no podía colocar los nuevos colonos en parajes que fuesen más
útiles que estos dos.
Resolvió,
pues, establecer en ellos varios pueblos, dando el nombre de Carolina al principal, de las
poblaciones del lado de Bailén, y de Carlota,
al de las poblaciones que hay entre Córdoba y Ecija.
Nombró
S. M. para el establecimiento y dirección de estas poblaciones a D. Pablo
Olavide, caballero limeño que se hallaba en Madrid, y a
quien S. M. había conferido últimamente, a proposición del señor Conde de
Aranda, la dirección del Real Hospicio de San Fernando, en
que dio pruebas de su celo e inteligencia.
D.
Carlos Turriegel, antiguo oficial prusiano, hizo la
contrata para traer 6.000 colonos, a fin de establecer con ellos las nuevas
poblaciones. Llegaron a Málaga a principios del verano, y deseando emplearlos y
sacar de ellos utilidad desde luego, los transfirieron inmediatamente a Sierra
Morena para que la desmontasen. La mayor parte de estos colonos eran artesanos,
vagabundos o malos labradores, y los mejores eran los que se hallaban
depositados en Francia para pasar a la Cayenne, los cuales, mantenidos sin
hacer nada durante el tiempo de su demora en Francia, se habían ya acostumbrado
a la ociosidad. De semejantes colonos, venidos de países muy fríos o poco
templados a establecerse en el rigor del verano en un clima tan ardiente como
el de la Sierra Morena, no podían esperarse muy rápidos progresos. Sofocados
por el calor, recurrían al vino, cuya fuerza no conocían, y abrasados con uno y
otro, cada día se aumentaba el número de los enfermos, y aun de los muertos, y
he visto familias compuestas de nueve personas de que sólo quedaba una. La
necesidad de remediar este mal, en que no tuvo parte el Intendente, obligó a
éste a hacer precipitadamente una contrata para fabricarles a toda prisa las
casas, que debieran haber estado hechas antes de que viniesen. Fabricadas a
toda prisa estas, sólo para salir del día y por contrata, se arruinaban a poco
tiempo de hechas, y los pasajeros, que sólo veían las ruinas sin profundizar la
causa de ella, murmuraban contra el establecimiento y lo desacreditaban en la
Corte. No faltaba también en ella, y aun en las mismas poblaciones, quien
trabajase en lo mismo y aun en arruinarlas. El Embajador del Emperador no podía
ver con indiferencia aquella emigración de alemanes, y de acuerdo con un
capuchino alemán, que era confesor en la Carolina, trabajaban para destruir
todo lo que se hacía, y para hacer se restituyesen a su patria los pobladores,
como lo hicieron muchos.
Como
el objeto era introducir gente de fuera para aumentar la población del reino,
se prohibió desde luego en el reglamento se admitiese a ningún español en las
nuevas poblaciones. Aunque esta providencia parece conforme al objeto, yo creo
que si se hubieran escogido en toda España familias pobres y honradas que no
tienen que comer ni que hacer, no hubiera sido menor el aumento de población
que se deseaba. Efectivamente, entre muertos, desertores e inútiles, apenas
quedó un tercio de toda aquella gente, venida a grande costa. A vista de esto,
fue preciso abrir la mano y permitir la introducción de españoles, los cuales y
los extranjeros que vinieron en edad de poderse acostumbrar al clima, son los
que verdaderamente han prosperado en él y llevado las poblaciones al buen
estado en que se hallan en este año de 91, y que podrá verse en la nota 6.ª
Estas
dos partes del camino de Andalucía, que eran antes lo que se ha visto, son en
el día un jardín delicioso; a cada paso ofrecen un nuevo motivo de alabar y bendecir
la memoria del Rey Carlos que, para no dejar nada que desear, mandó hacer un
camino que atraviesa la sierra, y por el cual se va como por una sala, sin
tener que salir del coche ni descargar, como antes, que aún los coches sin
carga pasaban con riesgo de hacerse mil pedazos, aún sin volcar, por las
piedras y vaivenes.
D.
Pablo Olavide trabajó con el mayor celo e inteligencia en
este útil establecimiento, de que es muy sensible se retirase a los once años
de emprendido. El demasiado celo y el ardor de su carácter exaltaba su
imaginación de modo que, dejándose arrastrar de varias ideas filosóficas de
perfección imaginaria, y no permitiéndole la franqueza de su carácter disimular
ni contemporizar con nada, decía con franqueza cuanto pensaba, igualmente en
los asuntos de religión que los demás. El capuchino, que le observaba y que
seguía sus instrucciones, no dejó de sacar partido de esta poca reflexión de
Olavide (que aún mucho antes había sido notado de demasiado libre en sus
opiniones religiosas), y, entre él y otros dieron con Olavide en la
Inquisición, donde tuvo el dolor de verse sentenciado en un autillo público y
depuesto de la Orden de Santiago que tenía. Pasado algún tiempo en cumplimiento
de su penitencia, logró venir a Francia, donde vive tranquilo e incógnito bajo
el nombre de Conde de Pilos, entregado enteramente a la
devoción, que es lástima no hubiese adquirido en España para mayor honor suyo y
aumento de las poblaciones que estaban a su cargo, y que nunca puede olvidar.
En
1769 murió el Papa Clemente XIII, a quien sucedió Clemente
XIV, llamado Ganganelli, religioso Mínimo, que poco tiempo antes había sido
hecho Cardenal, y a quien en la entrada de su predecesor obligó un soldado a
bajar de la trasera de un coche en que estaba puesto para verla mejor. ¿Quién
le diría entonces el papel que haría él mismo en la entrada siguiente? Era
Ganganelli nativo de Rimini, en la Romania, hombre de talento y virtud, y se
propuso en su conducta seguir los pasos del gran Benedicto XIV.
Amaba los Soberanos, y conociendo los límites de su poder y el de la Iglesia,
aspiraba sólo a conservar a cada uno lo que le correspondía. Estas calidades
distinguidas y poco comunes fueron la causa de que, no obstante de ser el único
Religioso que había en el Sacro Colegio, fuese elegido para el Pontificado en
un tiempo en que el crédito de las Religiones había decaído en toda Europa.
Parece que ésta, conociendo el mérito del Cardenal Ganganelli, y que nadie
mejor que él, como Religioso, podía conocer a fondo los abusos que había que
corregir en las Religiones, quiso fiarse enteramente de su probidad, sin recelo
de que el espíritu de partido le hiciese faltar a ella. Efectivamente así lo
acreditó en todo el tiempo de su Pontificado. Empezó éste por reconciliarse con
la Corte de Portugal y las de la Casa de Borbón, y por declarar reservada a si
la causa de la beatificación del venerable Palafox, Obispo de los Ángeles, en que el P. Osma (Don Joaquín Eleta),
Religioso Descalzo de San Pedro de Alcántara, después
Obispo de Osma y confesor de S. M., tomaba y hacía tomar
al Rey un particular y directo interés. Los Jesuitas, de quien Palafox no fue
nunca apasionado, habían trabajado constantemente en impedir fuese adelante su
causa, y este paso de Ganganelli fue un precursor del descrédito y desgracia de
este cuerpo.
El
Rey Carlos mostró una satisfacción particular en la elección de este Pontífice,
en que tuvo la mayor parte, y le escribió una carta con fecha 20 de junio de
69, sumamente expresiva, en respuesta del aviso que le dio de su exaltación al
Pontificado, dándole en ella expresamente las gracias por la resolución que
había tomado en la causa de Palafox, como podrá verse extensamente en la copia
de dicha carta, que se halla en la nota 7.ª
Hecha
la paz del año de 63, pensó el caballero de Bougainville, oficial francés,
hacer una especulación particular en una de las islas Malvinas o d`Egmond,
situadas entre los 50 y 51 grados de latitud sobre las costas meridionales de
América, con ánimo de establecer allí una pesquería de bacalao, y de ballena.
Ayudado, pues, por su pariente M. d'Arbouland de Risbourg, director de postas,
que le adelantó el dinero necesario, hizo en ellas un establecimiento en el año
de 1764. No parece posible ignorase M. de Bougainville que la España y la
Inglaterra no podrían ver con indiferencia un establecimiento francés en
aquellos parajes, que desde el viaje del Almirante Anson había sido un objeto
de especulación para los ingleses, y a los cuales la España tenía un derecho,
de que no usaba mientras otras potencias no se estableciesen allí, por no
aumentar y dilatar más sus posesiones, y por ser estas islas un terreno
arenisco que sólo ofrece el abrigo de un puerto, cuya manutención no
compensaría la poca utilidad que de él podría resultar a la navegación
española. Con todo, Bougainville llevó adelante sus ideas, y el tiempo ha
demostrado había tomado de antemano sus medidas para no arriesgar nada en el
primer desembolso, y para acreditarse y adelantar por este medio en la marina.
Habiendo reclamado el Rey Carlos sus derechos sobre aquellas islas, la Corte de
Francia los reconoció inmediatamente, y dio orden al caballero Bougainville
para que, pasando al Río de la Plata, hiciese entrega formal a los españoles
del establecimiento que en ellas había hecho. Salió Bougainville de Nantes a
bordo de la fragata La
Boudeuse, el 15 de Noviembre de 1766, y entró en el Río de la Plata
en 31 de Enero del año siguiente. El objeto del viaje de Bougainville no era
sólo la entrega de estas islas, sino que aprovechó de esta ocasión para sus
adelantamientos, y, después de haberla hecho, debía continuar su vuelta del
mundo, pasando el cabo de Hornos y restituyéndose a Europa por el de Buena
Esperanza, como puede verse en detall en su libro intitulado: Voyage autour du monde par la frégate du
Roi «La Boudeuse» et la flúte «l'Etoile», impreso en París por Le
Breton, año de 1771. Llevaba a su bordo Bougainville, como
voluntario, al Príncipe de Nassau, que se ha distinguido
después en Gibraltar a bordo de las baterías flotantes, y en el Báltico y el
Mar Negro contra los suecos y turcos en servicio de la Rusia.
Salió
Bougainville de Montevideo el 28 de Febrero siguiente en
conserva de dos
fragatas y una tartana española, al mando de D. Felipe Ruiz
Puente, capitán de navío, nombrado por Gobernador de las Malvinas,
de las cuales tomó posesión, en nombre del Rey Católico, el día
I.º de Abril
del mismo año. El Rey Carlos, no obstante de que, reconocido por
el Rey de
Francia su legítimo derecho a dichas islas, no debía, según
todas las leyes del
derecho público, hacer ningún reembolso a Bougainville por los
gastos que se le
habían originado en aquella usurpación involuntaria, quiso, con
pretexto de
tomar el corto número de barcos, víveres y municiones que en
ellas había, reembolsar
a Bougainville de la suma que dijo haber expendido hasta el día
de su entrega,
y que ascendía a 603.000 libras tornesas, comprendido el interés
del 5 por 100,
que, por un exceso de generosidad, reembolsó también S. M. Así
lo confiesa el
mismo Bougainville en una nota de su obra que se halla al pie de
la página 46.
Celosos
los ingleses de este nuevo establecimiento, enviaron en el año de 69 fuerzas
suficientes para destruirle, a las órdenes del capitán Hunt,
que se estableció al otro lado de la isla, en un paraje que denominó el puerto
d'Egmont. Pasando de allí a reconocer el establecimiento español, intimó a su
Gobernador lo abandonase en el término de seis meses, alegando el derecho
anterior de descubierta. Sabedor de esto el Gobernador de Buenos Aires, D. Francisco Bucareli, por los avisos
y protestas hechas por nuestro Gobernador de aquellas islas, envió
inmediatamente, a las órdenes de D. Francisco Madariaga,
fuerzas superiores a las de los ingleses, para obligarles a salir de allí, como
efectivamente lo hicieron en el año siguiente de 70.
Luego
que lo supo la Corte de Londres, reclamó con toda fuerza una satisfacción y el
reintegro de la posesión en que se hallaban de aquella isla, alegando siempre
el derecho de descubierta y la afrenta hecha al pabellón británico.
Hallábase
en Londres de Embajador de España, el Príncipe de Maserano, y de Encargado de
negocios en Madrid por la Corte de Inglaterra, el caballero James Aris,
condecorado en el día con el título de lord Malmesburi, y ambos pasaron las
correspondientes memorias sobre este asunto.
Deseaba
la Inglaterra evitar una nueva guerra, por las razones arriba dichas, y así se
explicó en términos más moderados que suele usar en sus negociaciones, pues
veía que la España aprontó en muy poco tiempo 52 navíos de línea y la Francia
63, cuando gran parte de los ingleses se hallaban abandonados y podridos. Con
todo, las circunstancias políticas que ayudaron con su dinero en la Corte de
París, les dieron un momento de esperanza de que podrían separar aún la España
de la Francia y caer sobre la marina de esta potencia.
Hallábase
en el Ministerio el Duque de Choiseul, y muerta ya la
Marquesa de Pompadour, favorita de Luis XV, Madame Du Barry, que se apoderó de su corazón, intrigaba para poner al Duque
d'Aiguilión. en lugar del Duque de Choiseul. Este, que lo previó, y que sabía
la parte que la Corte de Londres tenía en esta intriga, lisonjeándose de que la
caída de Choiseul era un medio seguro para evitar que la Francia se declarase
por nosotros, empeñó a la Corte de España a que cediese a las solicitudes de la
Inglaterra, no obstante de que ésta, fundada en las esperanzas dichas, había ya
tomado otro tono, mandando retirar de Madrid al caballero Aris. La Corte de
Madrid envió también orden al Príncipe Maserano para que saliese de Londres;
pero como tenía una plena confianza en el Duque de Choiseul, previno al
Embajador que, no obstante dicha orden, se atuviese a lo que le propusiese
últimamente el Ministro francés, atendidas las circunstancias. Como el Duque de
Choiseul conocía el objeto de las nuevas pretensiones y tono de la Inglaterra,
previno a Maserano suspendiese su marcha, como lo hizo. El Caballero Aris tenía
entonces en Madrid una pasión que le hacía muy dura la separación de la Corte,
y así, aunque se retiró de ella, no pasó de un lugar inmediato, y desde él
venía oculto todas las noches a cenar con su amiga y conmigo, que lo era de
ambos. Sin duda que en sus despachos no omitiría nada de cuanto pudiese
conducir a calmar su Corte y a proporcionarle la continuación de su residencia
en la nuestra y la conclusión en ella de la negociación de que se trataba, la
cual conocía debía servirle de un particular mérito. Así fue, pues viendo la
Corte de Londres que, no obstante el haber salido de Madrid su Encargado de los
negocios, no se retiraba el Príncipe de Maserano, envió inmediatamente a aquél
el título de Ministro plenipotenciario, y con él se presentó de nuevo Aris a la
Corte para concluir la negociación, como lo hizo el 21 de Enero de 71,
desaprobándose para con la Inglaterra la conducta de Bucareli, a quien por otro
lado se dio la llave de Gentil hombre, para hacerle ver que esta desaprobación
había sido sólo un efecto necesario de la política. Se convino también en que
se abandonarían las islas, como se verificó en 74.
Repugnaba
el Rey de España desarmar sus navíos, y aún hacía pasar muchas tropas a
Andalucía después de acabada ya la negociación, asegurando constantemente a los
ingleses, bajo palabra de honor (de que era tan celoso), que no se dirigían
contra ellos sus intenciones; pero al fin tuvo que desistir de ellas y dilatar
hasta el año de 75 el desembarco de Argel, que era el objeto secreto de ellas.
A
la verdad, merece considerarse con reflexión la parte que han tenido dos
mujeres en esta negociación, para no olvidar nunca la que tienen en todas las
personalidades y los incidentes que parecen serles enteramente extraños.
En
el mes de Septiembre de 71 dio felizmente a luz la Princesa de
Asturias el primer varón, de que fue padrino el Papa Ganganelli.
Deseando la piedad del Rey y el amor a sus vasallos perpetuar la
memoria de
este feliz suceso, estableció, en obsequio de la Virgen de la
Concepción,
Patrona de España, la Real y distinguida Orden española de
Carlos III, con la divisa de una banda azul celeste y dos bordes
blancos, y en el escudo la imagen de la Concepción con la cifra
de Carlos III,
y un lema que dice Virtuti et
merito. Esta Orden es igual en dignidad a la del Tolsón; pero se
diferencia de ella en que, a imitación de la del Sancti Spiritus, estableció el Marqués de
Grimaldi, que tuvo la dirección de ella, se hiciesen unas
pruebas ridículas de cuatro generaciones, que no vienen bien con el título de Virtuti et merito, ni con el
nacimiento que es natural tengan los que, se admiten en ella, antes de haber
constituido por sí los servicios personales capaces de adquirirla con un título
nada inferior al accidente de la cuna. Tiene, a más de las grandes cruces,
otras pequeñas pensionadas, que se dan no sólo a los militares, sino a toda
clase de personas.
Las
conquistas de los rusos contra los turcos eran tan rápidas, que, acercándose
aquellos demasiado a la Hungría y a la Transilvania, estuvo muy adelantado un
Tratado entre las Cortes de Viena y Constantinopla, cediendo ésta a aquélla
Belgrado y una parte de la Valaquia, con tal que enviase 6.000 hombres contra
los rusos a la Moldavia.
El
Emperador José II, deseoso de conocer, y aun de hacerse
conocer del gran Rey de Prusia Federico (que le conocía bien a fondo sin
haberle visto), se avistó con él en Náis en Silesia y en Neustad en Moravia,
donde tuvieron varias conferencias. En ellas propuso Federico al Emperador una
triple alianza con la Rusia, cuyo objeto principal debía ser el apropiarse,
bajo varios pretextos y derechos antiguos, algunas provincias limítrofes de la
Polonia, siendo el Rey de Prusia el que, por su situación, ganaba más en este
engrandecimiento. No tuvo efecto por entonces el pensamiento, porque la
Emperatriz Reina le repugnaba.
En
esta ocasión fue cuando el Rey de Prusia hizo al General Laudon un elogio, el
mayor y más lacónico y oportuno que puede hacérsele, y que en la boca de un Rey
general como Federico, no tiene precio. Retirábase, como siempre, el Mariscal
con su singular modestia al tiempo de ponerse a la mesa, y notándolo el Rey de
Prusia, no obstante que sabía no era aún Feldmariscal, y que con menos méritos
que él lo era el General Lascy, favorito del Emperador, que estaba allí
presente, le llamó en alta voz, diciéndole: Venez,
venez, M. le Maréchal (que así le llamaba constantemente, sin
serlo), j'aime mieux vous voir
à côte de moi qu'en face. El buen Laudon no sabía dónde esconderse,
pues su modestia y su mérito se disputaron siempre la preferencia.
No
por eso desistió el Rey de Prusia de la idea de la partición de la Polonia, y,
guardándola para mejor ocasión, creyó ser oportuna para su cumplimiento la que
le presentaban las circunstancias actuales del Tratado que quería hacer el
Emperador con la Puerta, instigado por la Francia, a vista de los progresos de
las armas rusas.
Instruido,
pues, el Rey de Prusia por su Ministro en Constantinopla del Tratado que se
premeditaba, dio parte inmediatamente a la Emperatriz de Rusia,
renovando su proposición de alianza y adquisición premeditada de las provincias
de Polonia. La Emperatriz dio su consentimiento, en vista del cual, por más que
difería el suyo la Emperatriz Reina de Hungría, cuyas
tropas, inmediatas a la Polonia, estaban allí para defenderlas y sostener su
tranquilidad contra los confederados, se vio precisada la religión de esta
última Soberana (a lo que decía) a condescender en las nuevas adquisiciones que
le proponían la Rusia y la Prusia, por ser éste el único medio que tenía para
conservar sin efusión de sangre el equilibrio necesario entre sus Estados y los
de estas dos potencias, cuyas ventajas serían demasiado considerables si la
Emperatriz Reina no hubiese aumentado también sus dominios.
No
obstante la justa sorpresa e indignación que este inesperado robo político
produjo en los Gabinetes de la Europa, todos fueron espectadores pacíficos de
tan singular escena, y aunque el Rey Carlos conoció la irregularidad de ella y
hubiera querido poderla impedir, como tan contraria a su recto modo de pensar y
de proceder, ni la distancia ni los Medios le permitían hacerlo solo, de lo
cual le pesó no poco, y nada ganó en su concepto con este paso la Corte de
Viena.
El
nombre de la Inquisición infundía tanto respeto y temor en España, que por él y
por la independencia total de sus juicios había ido extendiendo insensiblemente
su jurisdicción, comprendiendo en ella varios delitos, que no eran directamente
contra la fe, cuya conservación es el único objeto de aquel Santo Tribunal. Uno
de los puntos sobre que extendió su jurisdicción fue el de la poligamia,
fundándose sin duda en el desprecio que por ella se hace del Sacramento del
matrimonio, lo cual supone falta de creencia en él, y, por consiguiente, falta
de fe, por la cual se creía el Tribunal autorizado a atraer a sí las causas de
esta especie. Pero si así fuese, habría pocos Mandamientos y Sacramentos por
cuya infracción no estuviesen en el caso de ser juzgados por la Inquisición los
que los quebrantasen. El proceso de un desgraciado soldado inválido, que había
contraído un segundo matrimonio, viviendo su primera mujer, dio motivo a que S.
M. tomase providencia en esta, parte. El Tribunal militar había tomado
conocimiento de su causa, y, reclamada ésta por la Inquisición, resultó la
competencia de jurisdicciones. En vista de ella, resolvió S. M. continuase su
proceso el Tribunal militar, declarando mixtos éste y otros delitos, cuyo
conocimiento y juicio debería pertenecer en adelante, hasta su conclusión, al
tribunal que hubiese empezado la causa, con arreglo a lo que sobre esto
previenen las leyes del reino, sobre cuya inobservancia reconvino al Inquisidor
general, D. Manuel Quintano Bonifaz, Arzobispo de Farsalia. Hízole también entender se limitase a no mezclarse sino en
los delitos de herejía y apostasía, como únicos de su competencia, y que
cuidase de proceder en lo sucesivo con el más escrupuloso examen y la más
madura reflexión al arresto de los reos, que sólo por el exponían su reputación
y la de sus familias en el concepto general y modo de pensar de España. Advirtió
al Inquisidor sería responsable a S. M. de la infracción de estas leyes.
Las
monedas que quedaban de en tiempo de Carlos II ofrecían
alguna dificultad en la circulación y se hallaban ya muy usadas, y así, mandó
S. M. se llevasen todas a las casas de moneda para refundirlas sin pérdida de
los interesados, haciendo otra nueva de mayor bondad y hermosura.
En
este tiempo recibió S. M. la agradable noticia de haber dado felizmente a luz
la Reina de Nápoles una niña, de que fueron padrinos su abuelo el Rey Carlos y
la Emperatriz Reina de Hungría. Nombró S. M. para hacer
las funciones de tal en su Real nombre al Excelentísimo Sr. D. Antonio Ponce de
León, Duque de Arcos, Capitán de la
compañía española de guardias de Corps, cuya generosidad y magnificencia
igualaban a su nobleza y excelentes calidades.
Apenas
fue nombrado, que solicitó facultad Real para tomar a censo sobre sus Estados
cuatro millones de reales, a fin de poder desempeñar con el debido esplendor la
comisión honrosa que S. M. se había dignado confiarle. Salió de Madrid para
Nápoles a principios de julio de 72, acompañado del Marqués de Cogolludo, primogénito del Duque de Medinaceli;
del Marqués de Peñafiel, primogénito del Duque de Osuna, casado con la Condesa Duquesa de Benavente; del Marqués de
Guevara, primogénito del Conde de Oñate,
y de D. Pedro de Silva, Coronel del regimiento de África,
hermano del Marqués de Santa Cruz. Hallándome yo
anticipadamente viajando en Italia, me reuní con ellos en Nápoles a principios
de Septiembre, para acompañar a mi íntimo amigo el Duque en sus funciones, y le
seguí después hasta Turín, donde nos separamos, retirándose el con su comitiva
a España, y quedándome yo a continuar mis viajes.
El
nombramiento del Duque fue a últimos de junio, y el día 8 de Septiembre había
ya hecho su entrada pública en Nápoles y la ceremonia del bautizo. No es fácil
formarse una idea justa de la magnificencia, la generosidad y el gusto que
reinó en las repetidas funciones que dio el Duque, haciendo brillar la grandeza
de ánimo de su Soberano y la suya. Los Reyes de Nápoles le hicieron la honra de
asistir dos veces a su casa, en que sólo podían echar menos la persona augusta
de su padre, aunque tan dignamente representada. El Duque fue tratado como
Embajador extraordinario, y no quedó honra ni distinción alguna que no se le
hiciese, dándole SS. MM. personalmente las mayores pruebas de confianza y
cariño. Pusiéronse a la Princesa recién nacida (casada en el día con el
Archiduque Francisco, heredero de la Casa de Austria) los nombres de María
Teresa Carlota. El Duque de Arcos llevó para ella, en
nombre de su abuelo, una vajilla de oro para el uso de su mesa, y para su
augusta madre un collar de gruesas perlas orientales y una caja con diamantes
sueltos. Hizo este señor acuñar a su costa monedas de oro y plata, en memoria
de este feliz suceso, con esta inscripción: Ob
Primam Regiam Prolem=Gratulatio Missilia Populo Napolitano 1772. El
día de su entrada las arrojó al pueblo mezcladas con dinero que repartía con
generosidad siempre que salía de casa, de modo que el día que salimos de
Nápoles, que fue el 16 de Octubre, le vino acompañando una multitud de pueblo
casi hasta la primera posta. S. M. confirió al Duque el grado de Capitán
general a su llegada al Escorial.
Expelidos
los Jesuitas de España, Francia, Portugal y de las demás Cortes Borbónicas, los
muchos apasionados que habían dejado conservaban siempre las esperanzas de su
restablecimiento, y obrando conformemente a ellas, sostenían sus opiniones.
Ellos, y no menos que ellos los que las contradecían, turbaban la tranquilidad,
sin aclarar las opiniones, por medio de sus continuas disputas, en que
desfogaban su encono. Deseoso S. M. de terminarlas, y valiéndose de este nuevo
medio para la extinción de toda la sociedad, sus enemigos, que habían logrado
expelirlos de España, hicieron ver al Rey que el carácter personal del Papa, la
inclinación y respeto que profesaba a su Real persona y las obligaciones que le
tenía, ofrecían una ocasión, la más oportuna que podía presentarse para
conseguir su intento.
La
muerte de Monseñor Azpuru, Ministro del Rey en Roma, facilitó aún más la
ejecución de este proyecto. Nombró, pues, S. M. para efectuarlo al Mariscal de
Campo Conde de la Baña, hombre de talento, probidad e
instrucción. Era hermano del Príncipe de Maserano, Capitán de la compañía
italiana de guardias de Corps, que se hallaba entonces de Embajador en la Corte
de Londres.
Partió
el Conde de esta Corte para la de Roma; pero a su paso por la de Turín murió de
un accidente de apoplegía.
Nada
perdió en ello, no obstante sus buenas calidades, la comisión a que estaba
destinado. Requería ésta una cierta clase de instrucción peculiar y una maña y
una destreza particular, que difícilmente conocen los militares que no se han
versado en los tribunales.
Mejoróse,
pues, la elección, recayendo por muerte de la Baña en D. Josef Moñino, Fiscal
del Consejo de Castilla, cuyo talento, dulzura y elocuencia atractiva le habían
distinguido siempre entre los abogados y los consejeros, que le llamaban el melifluo Bernardo.
Pasó, pues, a
Roma, revestido del carácter de Ministro plenipotenciario, y, aunque al
principio halló muchos obstáculos que vencer, y yo lo vi en Roma muy
disgustado, todo lo superó su maña, espera y observación continua, y,
haciéndose dueño del corazón del Papa, consiguió al fin de él la Bula de
extinción total de la Compañía de Jesús, publicada con fecha de 21 de julio de
1773.
Conociendo
Clemente XIV la mucha influencia de los Jesuitas, no se determinó a tomar esta
providencia sin asegurarse antes por experiencias repetidas de que su
cumplimiento no alteraría la tranquilidad pública. A este fin, empezó por hacer
varios procedimientos contra algunos particulares, haciéndolos arrestar, y aun
conducir presos durante el día, y mandando hacer varias visitas ruidosas y de
aparato a los Colegios, todo con ánimo de asegurarse del espíritu del público y
sólo expidió la Bula cuando vio que todas estas medidas anticipadas no
alteraban la tranquilidad pública. Esta providencia tan seria e importante se
tomó sin que precediese a ella ninguna consulta ni formalidad (a lo menos
pública), y los Jesuitas, que habían sido siempre los defensores de la suprema
autoridad, y aun de la infalibilidad del Papa, fueron al fin la víctima de uno
de los mayores actos de aquella.
Todos
los Príncipes de la Europa se conformaron uniformemente en su extinción en que
nada perdían en el momento sus intereses pecuniarios, bien que no me parece
habían ganado nada en ella los políticos. Yo supe esta noticia por el Rey de
Prusia, Federico, que me la dio un día estando en sus ejercicios militares en
Náis, añadiéndome que ahora se
restituirían al Papa Aviñón y Benevento.
Tuvo
el Rey Carlos en estas circunstancias el gran pesar de perder al Infante, de
quien hemos visto había sido padrino el Pontífice. Así éste como todos los
demás golpes los más sensibles, los llevaba con tiña resignación cristiana y
edificante, y su respuesta regular cuando le daban alguna noticia de esta
especie era levantar los ojos al cielo, bañados en lágrimas, diciendo: Dios me lo ha dado, Dios me lo quita;
hágase su santísima voluntad. Después continuaba su distribución
ordinaria sin alterarla en nada, procurando (bien que sin conseguirlo) ocultar
su justo dolor y hacerse superior a él.
El
Emperador de Marruecos, con quien S. M. había concluido la
paz, creyó verse obligado por su religión a interrumpirla. Tomó para ello el
pretexto de no poder, como musulmán, permitir en sus dominios ningún
establecimiento católico, y que así le era preciso atacar los presidios que
nosotros teníamos en ellos. Añadía que como éste no era más que un cumplimiento
de sus preceptos religiosos, no había razón ninguna para que no estuviésemos en
paz por mar, aunque tuviésemos la guerra por tierra. Esta idea singular y nueva
se parece a la de los niños que, creyéndose más maliciosos que los que no lo
son, se figuran poderlos engañar. El Emperador, niño en política, pero con
algunos principios de ella y de comercio, quería no interrumpir el suyo, y a
este fin uso de la estratagema pueril que se ha dicho arriba, y que se trató
como tal.
Acometió,
pues, por tierra con un ejército formidable los presidios de
Melilla y el Peñón
de Vélez; pero defendidos valerosamente, el primero por D. Juan
Sherlol: y el
segundo por Don Florencio Moreno, tuvieron los moros que
levantar el sitio con mucha pérdida al cabo de cuatro meses,
enviando al Rey
Embajadores para renovar el tratado de paz, para el cual había
ido antes a
Marruecos, en calidad de tal, el Teniente general de marina D.
Jorge Juan, de quien queda ya hecha mención, haciendo a su conocido
mérito la justicia que merece.
Muchos
creen que esta irregular conducta del Emperador de Marruecos
fue sugerida, por la Corte de Londres para ocupar la España, a fin de impedirla
pudiese dar socorro a sus colonias de América, que empezaban ya a sublevarse. A
la verdad que la conducta que ha tenido posteriormente la Inglaterra en otras
ocasiones parece más propia para confirmar que para desvanecer estas sospechas,
e indican han adoptado como un principio de su política el inquietarnos y
ocuparnos en África siempre que necesiten distraernos de otros objetos.
Deseoso
el Rey de extender nuestro comercio en Levante, y de facilitar a todos sus
súbditos el de nuestras Américas, quitando a Cataluña y a las demás provincias
españolas que baña el Mediterráneo los obstáculos que los corsarios barbarescos
ponían a su comercio, y, por consiguiente, al fomento de su industria, había
pensado, como hemos visto arriba, sujetar a los argelinos, que son los más
poderosos, por la fuerza de las armas, y precisarlos a pedir la paz. A, este
fin, mando S. M. armar en Cartagena una escuadra de ocho navíos, ocho fragatas,
24 javeques y algunas galeotas y bombardas, con los buques mercantes necesarios
para transportar 20.000 hombres de desembarco, con todo lo necesario para él, y
que consta por menor en la nota 10.ª
Mandaba
la escuadra D. Pedro de Castejón, después Marqués González
de Castejón y Ministro de la marina,
y las tropas de desembarco el Teniente general Conde de O-Reilly.
Salió
la expedición de Cartagena, con viento favorable, el 23 de junio de 75; pero
habiendo mudado y arreciado el tiempo, tuvo el convoy que tomar puerto en el de
la Subida, que está al Oeste de Cartagena, quedando cruzando a la capa los
navíos de guerra, hasta el 26 que seguimos la marcha. No debo olvidar aquí que,
siendo el viento bastante recio, y viniendo en popa sobre nosotros, de vuelta
encontrada, el navío de guerra San
Francisco de Paula, pasó tan inmediato, que, a no haber obedecido
el San José, en que
yo iba, a la guiñada del timón (que mandó en el preciso momento su capitán Don
Juan Barona, que salió apresuradamente de la cámara al
alcázar), con la prontitud que pudiera hacerlo el mejor bote, se hubieran hecho
pedazos ambos navíos.
Al
cabo de veinticuatro horas de crucero, se incorporaron a la escuadra dos
fragatas del Gran Duque de Toscana, mandadas por el jefe
de escuadra Mr. Acton. Este distinguido sujeto se halla en el día de Ministro a
la cabeza de la marina de Nápoles, la cual va poniendo en un pie sobresaliente,
habiéndose adquirido por este medio el concepto y estimación de sus Soberanos y
del público.
El
día 1.º de Julio dio fondo la vanguardia de la escuadra en la bahía de Argel,
habiéndose retardado algo la retaguardia por esperar a los que se habían
refugiado al puerto de la Subida. Hallamos la bahía coronada de campamentos,
desde los cuales hicieron los moros al anochecer una salva de fuego graneado
que duró mucho tiempo, y que cubría sin interrupción las cinco leguas que tiene
la bahía desde Argel al cabo de Matafui. Quisieron sin duda hacernos ver con
esto el gran número de gentes que estaban prontas para recibirnos.
Había
sido en España un misterio impenetrable el objeto de esta expedición, a lo que
creían el Marqués de Grimaldi y Conde de O Reilly,
principales directores de ella, y (lo que es aún más singular y aún algo
ridículo) también el confesor del Rey, que estaba muy
interesado en ella, porque un fraile que, había estado en Argel fue quien dio
el proyecto, por ser expedición contra los infieles. Con todo, el secreto había
pasado de unos a otros, aunque siempre con el velo del misterio, y lo peor fue
que lo penetraron en tiempo las Cortes extranjeras, interesadas en mantener
nuestra enemistad con los moros, y en sostenerlos a ellos, para tener menos
concurrentes en el comercio de Levante y África. Uno de los cautivos que se
hallaba en Argel al tiempo de nuestro desembarco, y cuya declaración se halla
entre mis papeles a continuación de mi diario de la expedición de Argel, me
dijo en Madrid, donde le vi después, que a principios de Mayo tenían ya en la
Secretaría del Cocha Cábalo (Ministro del Interior), en que él se hallaba empleado, una noticia exacta de
nuestros proyectos y un estado de la escuadra y tropas de desembarco que les
habían enviado desde Marsella nuestros amigos y aliados los franceses. A más de
esto había en España un judío que daba puntuales avisos de todo por Marruecos,
desde donde los pasaban a Argel.
El
General O-Reilly, que contaba con la sorpresa de los moros, fue el que
verdaderamente experimentó los efectos de ella cuando vio frustradas sus
esperanzas, hallándose rodeado de los mismos enemigos que creía sorprender. Estando
la tarde de nuestra entrada observando con un anteojo desde el balcón de su
navío El Velasco los campamentos y maniobras de caballería de los moros, me dijo, no muy
contento, después de conocer las buenas posiciones que habían tomado: Ma foi, mon ami, le vin est versé, il
faut le boire; proposición que, a la verdad, no indicaba grandes
esperanzas del suceso, ni tener premeditado nada para el caso de no lograr la
sorpresa, fiándose sólo ciegamente en las esperanzas de ella una expedición de
esta clase e importancia.
Confirmaron
esta verdad las primeras providencias, pues en ellas se vio una incertidumbre y
falta de combinación anterior. Viendo tan bien guarnecida la bahía, pensó el
General hacer el desembarco en la de la Mala Mujer, que esta a espaldas del
monte de Argel, distante de esta plaza tres leguas, y sin otra comunicación con
ella que un camino estrecho por una garganta dominada por todas partes, de modo
que pocos hombres podían defenderla contra muchos. Diéronse las órdenes
correspondientes; pero el General y nosotros tuvimos la fortuna de que el
tiempo impidiese su proyecto, cuyas resultas hubieran sido aún peores que las
que experimentamos en el desembarco efectuado después en la bahía.
Verificóse
al fin este el día 8 de julio, pues aunque en el antecedente se había estado
pronto para hacerle, no llego a efectuarse.
Es
difícil ver un espectáculo más hermoso que el que ofreció esta
operación
militar. Después de haber pasado la noche antecedente (que fue
una de las más
hermosas y serenas que pueden verse) esperando la aurora del día
siguiente,
luego que ésta empezó a aclarar el horizonte, rompieron su fuego
los buques de
guerra españoles y toscanos, que, cubriendo los flancos del
desembarco, debían
batir la playa destinada a él, habiendo el día antes desmontado
las baterías
que tenían en él. A esta señal empezaron a marchar con la mayor
celeridad e,
igualdad las siete columnas de barcas que llevaban la tropa de
desembarco, y a
cuya cabeza iba en cada una una barca cañonera. Logróse el
desembarco a legua y
media de Argel, entre esta plaza y el río Larache, al otro lado
del cual había
un fuerte campamento del Bey de Constantina. La playa es
sumamente arenisca, de modo que no bastaban diez hombres para
mover un cañón de
a cuatro por lo que se hundía el terreno. Estaba éste dominado a
poco más de
mil toesas de distancia por la cordillera de colinas que rodean
aquella parte
de la bahía, y que están todas cubiertas y cortadas con pitas,
árboles y
caserías, que son otras tantas fortificaciones para defender a
poca costa y con
seguridad su acceso. Luego que formamos en batalla, vinieron a
atacarnos varias
partidas sueltas de moros, que se acercaban más que a tiro de
pistola, y,
plantando sus banderolas en los varios montones de arena de que
abunda la playa,
nos hacían detrás de ellos un vivo fuego, matándonos bastante
gente, sobre todo
de las partidas de granaderos tropas ligeras, que se adelantaban
para
desalojarlos, y apenas caía uno procuraban venir a cortarle la
cabeza, porque
el Rey había ofrecido un doblón de oro de recompensa por cada
una. Tuve el
pesar de ver que mi amigo D. Josef de Landa, primer teniente de
granaderos de
guardias españolas, que me había servido de mentor en mi primera
salida al
ejército, fue uno de los que tuvieron esta desgraciada suerte.
También murió a
pocos minutos después del desembarco el Mariscal de Campo
Marqués de la Romana, que, en calidad de tal, mandaba la derecha de la
línea, en
que se hallaban las guardias españolas y mi regimiento del Rey, y
con quien,
como General de la derecha, en que yo estaba, había pasado la
noche en la
barca, y pusimos juntos el pie en tierra.
Por
una orden mal entendida, empezamos a marchar en batalla y
llegamos hasta el pie
de las Colinas, en que estaban las primeras pitas, que algunas
de nuestras
tropas ligeras pasaron. Apenas hicimos este movimiento, que
vinieron a
atacarnos por derecha e izquierda dos columnas numerosas de
infantería y
caballería, que, creyendo hubiésemos desembarcado la nuestra,
hacían preceder
su marcha por un gran número de camellos, a fin de alborotar y
poner en
desorden nuestros caballos, que se espantan de su olor y figura
cuando no están
muy acostumbrados a vivir entre ellos. Luego que vimos este
movimiento, mandé
formar un martillo con la segunda línea sobre la derecha para
hacer frente a la
columna que nos atacaba por aquel lado de Argel y lo mismo
hicieron a izquierda
las guardias walonas para rechazar el ejército del Bey de
Constantina, que, igualmente que los moros de la derecha, querían
tomarnos el flanco y cortarnos la retirada. Aunque nuestro fuego
fue muy vivo
en esta ocasión, más que a él debió atribuirse la derrota y
huida de las dos
columnas enemigas a los buques de guerra nuestros y toscanos que
cubrían
nuestros flancos, y que las hicieron pedazos con un vivísimo
fuego de metralla.
Como la abertura que ésta hace después de salir del cañón no es
fácil
calcularse, y mucho menos con el movimiento inquieto y, continuo
de los buques,
algunos pedazos llegaron a nuestra línea, y, efectivamente, uno
de ellos rompió
una pierna, e hizo caer entre mis brazos, a D. Josef Manso,
Capitán del
regimiento de Murcia, hermano del Conde de Hervias, que
acababa de llegar con su piquete, y a quien, teniéndole yo por
el brazo, le
estaba indicando el paraje del claro que debía cubrir con su
tropa en el
martillo. Este pobre oficial murió poco después de cortarle la
pierna.
Rechazados
los enemigos con una pérdida muy considerable, nos retiramos hacia la orilla,
atrincherándonos en ella. Enfilaron los enemigos el atrincheramiento con un
cañón, que, no obstante el fuego de nuestros navíos, habían podido conservar
intacto detrás de unos grandes montones de arena, haciéndonos con él mucho
daño. Para evitarle, fue preciso levantar varios espaldones paralelos al
costado del atrincheramiento, al abrigo de los cuales estábamos más a cubierto.
Reconoció
el General podía ganar menos que perder si llevaba adelante su empresa, y
resolvió reembarcarse y desistir de ella. Desde las cinco de la tarde empezó a
ir retirando la tropa, que al amanecer del día siguiente se halló ya toda a
bordo de sus buques, no habiendo dejado en tierra sino dos cañones clavados,
que la luz del día no daba ya tiempo a retirar.
Los
moros, que habían pasado la noche antecedente en poner varios cañones y morteros
en las alturas que dominaban nuestras trincheras, a fin de arrojarnos de ella
la mañana siguiente, creyeron con razón (por fortuna nuestra) que el objeto de
las barcas que durante la noche iban y venían a la playa no era otro que traer
más número de artillería y de tropa. A la verdad que esto era lo más regular,
pues difícilmente podían persuadirse hubiésemos venido desde tan lejos con
tantos pertrechos de guerra sólo a hacerles una visita de atención o a tener un
día de campo con ellos. A no ser así, como la playa es de aquellas que se van
perdiendo insensiblemente en el mar, con 20 hombres de caballería que hubiesen
venido por la orilla y algo dentro de él, sable en mano, por cada lado de
nuestra trinchera, hubieran entrado en ella sin resistencia, nos hubieran
sorprendido, tomandonos por las espaldas, y no hubiera quedado sino la memoria
de nuestra desgracia, pues no habiendo otra retirada que la del mar, pocos
hubieran podido aprovecharse de ella. La mañana siguiente estuvieron mucho
tiempo sin poderse persuadir a lo mismo que estaban viendo, y luego que dos de
ellos se resolvieron a entrar en la trinchera, lo cual estábamos observando
desde los buques, fueron increíbles las demostraciones de alegría que hicieron
y el sinnúmero de moros que inundaron la playa y que empezaron inmediatamente a
hacer hogueras para quemar los cuerpos muertos.
Por
más que las relaciones particulares, y aún algunos impresos, han exagerado el
número de éstos y de los heridos, yo puedo asegurar (habiendo sido del número
de los segundos por una contusión que recibí en el pecho) que, siendo cierta la
nota que yo di de la brigada del Rey que estaba a mis órdenes, no hay razón
para no creer lo fuesen igualmente todas las otras, a que se arregló el estado
inserto en la Gaceta de Madrid de 16 de Julio, por el que constan 27 oficiales y 501 soldados muertos, y 191
oficiales, 2.088 soldados heridos, que son en todo 528 muertos y 2.279 heridos,
y el total de uno y otro 2.807.
A
más de esto, el cautivo de que he hablado más arriba me dijo
en Madrid que no
pasaban de 500 las cabezas que habían llevado al Bey. Según su
declaración,
había 518 cañones en las diferentes baterías, y 121.000
hombres en los cinco
campamentos que había en la bahía y ocultos en las montañas,
cuyo detall consta
en su declaración, que está en mis manuscritos de la
expedición de Argel.
Hicimos vela para Alicante con la vanguardia el día 12, y
llegamos el 15; pero
cuando nos esperaban victoriosos, sólo les ofrecimos un
espectáculo el más
triste e inesperado con el gran número de heridos que veían
transportar a los
hospitales. Así acabó esta desgraciada expedición militar, que
no es mucho
tuviese tan mal suceso dirigida sobre el proyecto y noticias
de un fraile. Con
todo, habiendo ido y desembarcado, no puede negarse que el
haber puesto en
tierra 18.000 hombres, con su artillería correspondiente;
haber tenido una
acción; haberse atrincherado y reembarcado con sólo el
abandono de dos cañones
y una pérdida de sólo quinientos y tantos hombres es acción
que exije tanta
actividad como fortuna; pero si los moros hubiesen obrado en
esta ocasión con
la intrepidez bárbara que acostumbran, atacándonos en nuestras
trincheras, y no
con la prudencia y precaución que lo hicieron, fortificándose
para defenderse
al día siguiente, hubieran hecho de nosotros una carnicería
horrible. Los moros
han ido haciendo cada día más difícil los desembarcos en
aquella bahía, pues a,
proporción que las expediciones que se han hecho en ella,
desde Luis XIV, por los franceses, suecos y nosotros, se les indicaban
los
parajes más a propósito para hacer un desembarco, los iban
fortificando, de
modo qué en el día está toda la bahía cubierta de baterías, a
medio tiro de
cañón unas de otras, en las cuales me ha dicho uno que acaba
de venir de allá, donde
ha pasado cinco años, tienen 720 piezas de cañón para
defenderlas.
La
noticia de esta desgracia, que fue la primera que se tuvo en Madrid de la
expedición, después de su salida de Cartagena, ocasionó un pesar y fermentación
increíble, a que daban más motivo las noticias apócrifas y exageradas que
esparcía la ignorancia y la calumnia.
El
Marqués de Grimaldi y el Conde de O-Reilly, como
extranjeros, tenían muchos émulos y enemigos, y el primero, que cuando el
tumulto estuvo muy expuesto a perder su empleo, como Squilace, labró en esta
expedición el principio de su ruina, y experimentó, a la verdad, en estas
circunstancias un pago no merecido de parte de dos señores, amigos íntimos
suyos, y por los cuales, igualmente que por su familia, había hecho
constantemente más de lo que podían desear. El Rey, que nunca abandonaba a las
personas de quien hacía concepto, tuvo por conveniente evitar viniese a Madrid
en aquellas circunstancias el Conde de O. Reilly, contra quien, igualmente que
contra Grimaldi y sus apasionados, se habían declarado abiertamente el Príncipe
y la Princesa de Asturias, inducidos por el partido Aragonés,
en general poco
afecto a la Casa de Borbón. Era su director D. Ramón
Pignatelli,
hermano del Conde de Fuentes, que, valiéndose del favor
que gozaba con SS. AA. su sobrino D. Juan Pignatelli, se
había formado el proyecto de suceder a Grimaldi en su empleo.
El Rey, a cuya
penetración nada se ocultaba, aunque parecía no saberlo, uso
para cortar estas
intrigas de un ardid que debiera ser un principio constante en
una Monarquía;
pero la suerte quiere, por nuestra desgracia, que el bien se
haga las más veces
o por casualidad o por otro fin que el que debiera comúnmente,
y por medios
inesperados. Así sucedió en esta ocasión: la libertad con que
hablaban los
Príncipes y los que tenían la honra de estar a su lado, exigía
alguna
providencia que los contuviese. Pensó el Marqués de Grimaldi,
aconsejado, a lo
que se dijo entonces, por su íntimo amigo el ábate Pico de la
Mirandola, hombre de mucho talento y mérito, que el modo de ganarse al
Príncipe y de empeñarle a guardar secreto y circunspección en
los asuntos
políticos y gubernativos, era hacer confianza de él,
mandándole el Rey asistir
a todos los despachos de Estado. Efectivamente, así se hizo, y
lisonjeado por
este medio prudente y justo el amor propio de S. A., se logró
cesasen las
murmuraciones publica, que eran el principal objeto; pero no
por eso se cortó
la intriga oculta que había contra Grimaldi, como lo veremos
en adelante.
Mandó
el Rey a O. Reilly pasase a reconocer las islas Chafarinas, situadas sobre la
costa de África, donde hay un buen puerto, para ver si convenía establecerse en
ellas, y abandonar todos los presidios de la costa de África, excepto Ceuta.
Hecho este reconocimiento, pasó al puerto de Santa María a tomar posesión de la
Capitanía general de Andalucía, que el Rey le había conferido. Conservóle
también la Inspección de infantería, que había desempeñado siempre con el mayor
celo y acierto, y para cuya mejor instrucción acababa de establecer una
Academia de oficiales en Ávila, y emprendió luego un colegio en el Puerto, que
hubiera sido de la mayor utilidad, a no haberlo destruido la ignorancia y la
venganza personal cuando se separó de la Inspección.
La
venganza y la ambición son comunes a todos los Gobiernos, y suelen ser el
fundamento de la intriga de las Cortes, que es el mayor enemigo de los pueblos
y el descrédito de los inocentes Soberanos, que son las primeras víctimas de
ella. Si así sucedió en esta ocasión en una Corte sin mujeres ni amores, con un
Monarca tan justo y vigilante, ¿qué no deben temer las Cortes que están faltas
de todos estos preservativos?
Capítulo III
Desde la conclusión de
la expedición de Argel hasta la guerra del 1779.
LA
muerte del Papa Clemente XIV, acaecida en 22 de Septiembre de 1774, fue muy
sensible al Rey Carlos, que veía en él un Pontífice digno de ocupar la Silla de
San Pedro, con quien había tenido particular confianza, y al cual podía
aplicársele lo que decían los ingleses de Benedicto XIV: Papa, sin despotismo; rey con la misma
moderación que un Dux de Venecia; docto sin vanidad, y eclesiástico sin
entusiasmo ni interés. A esto pudiera añadirse aún: Papa sin nepote ni favorito de quien
hiciese la fortuna. Llegó a tanto su sistema en esta parte, que oía
con indiferencia las reconvenciones que le hacían por no querer sacar de su
estado de músico a un sobrino que tenía en la Romania, que era violinista. La
única persona que había logrado alguna especie de influencia, aunque corta,
sobre el Santísimo Padre era su confesor el P. Bontempi,
cuyo nombre dio motivo a un pasquín gracioso que pusieron después de la muerte
del Papa. Representábase en él una gran lluvia y una persona que atravesaba
corriendo, cubriéndose y evitándola con un paraguas. Debajo habla esta
inscripción: Son Passati i
Bontempi. No faltó quien dijese que la muerte del Papa habla sido
un efecto del veneno que pretendían haberle hecho dar los miembros de la
sociedad que extinguió o sus amigos. Téngolo por una calumnia demasiado atroz y
enteramente contraria a las máximas de religión y respeto que repito he oído
siempre enseñar y me han enseñado los miembros de esta sociedad.
La
sagacidad de D. Josef Moñino y el talento y recta justicia de este Pontífice
dieron un nuevo semblante al tribunal de la Nunciatura de España, que habla
extendido sus facultades más alto de lo que debiera, y para establecerlo con
arreglo al nuevo sistema, expidió Su Santidad, con fecha de 26 de Marzo de 71,
un Breve.
Sucedió
a Clemente XIV en el Pontificado Pío VI, que gobierna
felizmente la Iglesia, y en cuya elección no tuvo Carlos III
menos parte que en la de su antecesor, por medio de su Ministro D. Josef Moñino
y de su agente D. Nicolás de Azara,
sujeto del mayor mérito, que en el día ocupa aquel ministerio.
Habiendo
S. M. enviado varias expediciones sobre las costas de la California y demás de
la América Septentrional, hizo en ellas algunos establecimientos, y para
facilitar más el culto en aquellos vastos dominios, erigió en ellos, de acuerdo
con el Papa, tres obispados, el uno en la América Septentrional, en el seno
mejicano; el otro en la provincia de Maracaybo, en el nuevo reino de Granada, y
el tercero en el Perú, y mandó hacer un mapa en medida mayor de este reino y de
toda la América Meridional.
Se ocupaba S. M. al mismo
tiempo con un celo infatigable en fomentar la agricultura en el reino, y
considerando con un justo dolor la esterilidad a que se hallaba reducida por
falta de agua la mayor parte de los años el hermoso y vasto campo de Cartagena,
pensó en realizar el proyecto antiguo de hacer en él un canal de riego y
navegación, que, viniendo desde Lorca, y atravesándole enteramente para entrar
en el Mediterráneo, hacia el puerto de las Águilas, que esta sobre la costa
oriental, fertilizaría un terreno capaz de contener y alimentar más de 500.000
almas. Adoptó, pues, las nuevas proposiciones que se le hicieron a este fin,
adquiriendo por medio de una lotería parte de los fondos necesarios para
empezar la empresa. Pero mal dirigida esta en los principios, ofreció un
sinnúmero de dificultades, que la atrasaron y hubieran imposibilitado el pago
de las rentas que prometía la lotería, a no haber S. M. hipotecado y destinado
a él la renta de correos, para establecer por este medio la buena fe y crédito,
con la cual y un buen Gobierno es muy difícil falte nunca dinero a un reino.
Por
más que se hizo, se vio que, no obstante las nivelaciones, reconocimientos e
informes dados, todas las aguas que podían recogerse no eran suficientes, no
sólo para la navegación que se pensaba, pero ni aun para el riego del terreno
proyectado. Hállase, pues, reducida en el día esta empresa a formar con dichas
aguas los pantanos que su cantidad y el terreno permiten, a fin de utilizarla y
extender el riego todo lo posible. Este es el método que creo más conveniente
para hacer útil en España el agua que cae y que en gran parte la arruina. He
creído siempre que el agua y la población de España, de cuya escasez oigo
quejas continuas, no es tanta como se cree, y, que distribuyendo y aprovechando
bien uno y otro serían sumamente rápidos los progresos de este sistema, sobre el cual tengo hecho un
papel particular, que se encontrará entre los míos.
El
Infante D. Luis, hermano del Rey, que, retirado de la Corte y casa de sus
padres desde sus primeros años, luego que murió Felipe V,
dedicó su juventud a acompañar a su madre en la soledad de San Ildefonso, fue
también el fiel compañero del Rey su hermano, con quien, desde que llego a
España, salía solo en el coche mañana y tarde siempre que iba a caza.
Cualquiera creerá que de esta frecuencia del trato íntimo debería resultar una
confianza ilimitada, y que, conociendo ambos la felicidad de poder tenerla sin
desconfianza ni recelo de adulación o fines particulares, atendidas su calidad
y situación respectiva, mirarían como una dicha el poderse desahogar libremente
uno con otro. Pero no fue así desgraciadamente, y aunque los dos hermanos se
amaban tiernamente, no olvidando nunca el Infante que su hermano era su Rey, a
quien miraba también como padre, el respeto debido a uno y otro carácter no le
permitió nunca llevar su confianza a un punto en que, por su natural modestia,
creía no poder hacérsela aun a su propio hermano, sin faltar a ella.
Tanto
pueden los vicios de una primera educación, en que no tenemos parte, y que
luego nos dominan toda la vida por costumbre, contra lo que nos conviene y aun
desearíamos hacer.
Era
el Infante de un natural robusto y vigoroso, y el estado de celibato, a que se
hallan destinados por una costumbre política mal entendida los Infantes de
España, era enteramente contrario a su temperamento natural, que había
enrobustecido aún más el ejercicio y vida campestre que llevó S. A.
constantemente desde su infancia. La suerte de sus hermanos, colocados el uno
en Nápoles y el otro en el ducado de Parma, le hizo conocer que habiéndole
destinado a él en su niñez un estéril capelo, anejo a los dos Arzobispados de
Toledo y Sevilla (todo lo cual lo renunció a los veinte años), no tenía que
aspirar a otra suerte ni a otro matrimonio que al de la Iglesia, no habiendo
Estado alguno hereditario como el de sus hermanos que poder apropiársele.
Imbuido,
pues, en esta idea, y no pensando pudiese dispensarse a su favor la costumbre
general establecida para los Infantes de España, no se atrevió jamás a exponer
al Rey sus necesidades. Arrastráronle éstas a algunos deslices, que le hicieron
perder su salud, y habiendo procurado a los principios sostenerla con
paliativos, a fin de ocultar su estado, y no faltar a la compañía de su
hermano, le fue preciso no acompañarle por más de cuarenta días para
restablecerse radicalmente, como lo logró.
Creo
sea este uno de los grandes pesares que haya tenido el Rey en su vida, pues, a
más del que le causaba la enfermedad de su hermano, a quien amaba mucho, su
origen ofendía en algún modo su modestia, y su falta de confianza, con lo cual
todo hubiera podido remediarse, penetraba su corazón.
En
estas circunstancias se publicó una pragmática relativa a los matrimonios
desiguales, dividida en 19 artículos, con una instrucción a los Obispos,
expedida en 23 de Marzo de 1776:
«En
vista de ella, se prohibieron a los hijos de familia los matrimonios con
personas desiguales, no procediendo el consentimiento de los padres o de los
que hiciesen sus veces.
»Item:
Los matrimonios de personas iguales sin el dicho consentimiento, antes que los
contrayentes hubiesen cumplido la edad de veinticinco años, so pena, a las
mujeres, de ser privadas del derecho de pedir su dote, y a los hombres de
solicitar sus legitimas, quedando desheredados sus hijos. Si los padres o
curadores negasen el consentimiento sin causa legítima, podrán los interesados
recurrir al juez Real para conseguirlo.»
Restablecido
enteramente el Infante, le probó el Rey que si le hubiera tratado con la
confianza que debiera haber tenido en él, no hubiera padecido su salud. Pensó,
pues, S. M., no obstante la costumbre en contrario, casarle con su amada hija
la Infanta Doña María Josefa, que, por ser pequeña y algo contrahecha, no había
podido colocarse, y fue antepuesta a ella, como lo hemos dicho, su hermana
menor Doña María Luisa para el Gran Duque de Toscana. No obstante esto, como su cara no era desagradable, y que
el Infante D. Luis la amaba y conocía su corazón y excelentes calidades, aceptó
con gusto la proposición, y ambos interesados estaban ya conformes y contentos.
Pero de un día a otro mudo de opinión la Infanta, a quien algunos hablan
persuadido sin la menor razón que los restos de la enfermedad del Infante (que
estaba perfectamente curado) podrían perjudicarla, y así se rehusó a lo que
antes había admitido, y quedó el Infante en una situación más desagradable aún
que la anterior.
No
pudiendo entonces ocultarla ya al Rey, insistió en repetirle la necesidad que
tenía de abrazar el estado del matrimonio, y S. M. le dijo que no habiendo en
las circunstancias proporción alguna de colocarle conforme a su nacimiento,
podría escoger entre las damas solteras de su reino la que se conviniese a
aceptar su mano.
A
haber sido este matrimonio un enlace regular de los que antiguamente se hacían
en España entre las personas reales y las primeras casas de los Grandes del
reino, hubiera tenido el Infante, dos años antes, una colocación competente en
la nieta del Duque de Alba, D. Fernando de Toledo,
heredera única de sus vastos Estados, a que después se han incorporado los de
Medina Sidonia; pero queriendo fuese considerado este matrimonio como meramente
de conciencia, a imitación de los que en Alemania se llaman de la mano izquierda, para
comprenderle en lo posible en la Pragmática de 23 de Marzo, citada arriba, no
podía hallar el Infante sino una persona pobre y no de la primera clase, aunque
noble, que aceptase este partido.
Cayó,
pues, la suerte sobre Doña María Teresa Vallabriga y Rozas, hija de los Condes de Torreseca, familia muy ilustre de
Aragón. S. M. concedió a S. A. la licencia el día 22 de Mayo, declarando no
decaer de su gracia por este enlace; pero mandando se efectuase el matrimonio
fuera de Palacio, que pasase a vivir con su mujer como un particular fuera de
la Corte, y que sus hijos no pudiesen usar de otro apellido que el de
Vallabriga, que era el de la madre.
Retiróse,
pues, el Infante a su nuevo destino, para el cual escogió el lugar de
Cadahalso. Pasado algún tiempo, tuvo allí algunas desazones, que le obligaron a
transferirse al lugar de Arenas, donde murió el 23 de Agosto de 1785.
Iba
S. A. a ver a su hermano dos o tres veces al año, y siempre que lo hacía salían
a recibirle a la última parada, antes del Sitio, su antigua familia en los
coches de la Casa Real y la partida de guardias de Corps correspondientes.
Tratábasele y servíasele en Palacio como siempre, y se le acompañaba a la
salida, lo mismo que a la venida, hasta ponerle en su coche en el mismo paraje
en que le había abandonado, y así se hizo la primera vez que salió de Aranjuez
para contraer su matrimonio en Olias, que fue el 27 de Junio de 1776.
Vivía
S. A. en Arenas como un simple particular, y cuando iban a hacerle su corte los
gentiles hombres, comían y cenaban en la mesa con él y con su mujer, a quien
sólo daban el tratamiento de Señoría, volviendo ella el superior a los que le
tenían por su nacimiento o empleo. Cuando al restituirme a Portugal, como
Embajador extraordinario, en 1785, para los matrimonios del Infante D. Gabriel
y la Señora Infanta Carlota, fui a hacer la corte a S. A.
y a su mujer, que se hallaban en Velada, donde pasaban algunas temporadas, no
me detuve mas que el tiempo preciso, y así no tuve la honra de comer con ellos.
Tuvo
S. A. de este matrimonio un hijo y dos hijas, de cuya educación encargó el Rey,
después de su muerte, al Arzobispo de Toledo, que tiene al
niño en su casa y a sus hermanas en un convento, procurando inclinarlos a todos
al estado eclesiástico, que en su situación será de desear prefieran
voluntariamente a otro. Su madre se mantiene en Arenas, donde está aún el
cuerpo de su esposo.
Casados
sus padres con permiso expreso del Rey, y en presencia de la iglesia, sería
difícil que si, por desgracia de España, llegase el caso de disputarse sus
derechos o los de su línea, pudiesen ser suficientes ni la Pragmática sanción
citada arriba, ni la declaración del Rey de no deber usar los hijos del nombre
de su padre. Daría más fuerza aún a estos derechos la justa precaución que tomó
el Infante, aconsejado por D. Pedro Stuart, Marqués de San
Leonardo, hermano del Duque de Berwik, y por su mujer, viuda del Ministro
Campillo y tía de la mujer del Infante, que era la que había hecho la boda y la
que dirigía después la conducta de su sobrina y de su pariente. Luego que le
nacía un hijo, daba S. A. parte formal al Consejo de Castilla, a quien
igualmente se la dio del permiso del Rey y de la efectuación del matrimonio,
acreditándolo todo formalmente para lo sucesivo por medio de este paso.
Estando el Infante en su retiro,
tuvo el disgusto de que su hermana la Reina de Portugal, a quien amaba
tiernamente, viniese a España a presenciar la triste situación en que se
hallaba. Pero el golpe que le acabó fue ver que su sobrino el Infante D.
Gabriel se casaba públicamente con una Infanta de Portugal, cuando él, sin
culpa alguna, lleno de virtudes y buenas calidades, se hallaba tratado tan
diferentemente. Asistió S. A. a la ceremonia de la boda en términos que ya su
salud anunciaba su corta duración, y murió efectivamente poco después de
haberse retirado a Arenas. Los detalles de su triste y desgraciada vida podrán
verse más por menor en el corto resumen que he hecho de ella, como un obsequio
y testimonio del reconocimiento y amor que siempre profesé a este respetable
Príncipe por su carácter personal, por sus virtudes y por las honras que
siempre me dispensó. En él se reconocerá que parece le destinó el cielo para
consolar a los suyos y no para disfrutar de ellos.
Hemos
visto arriba que, aunque la introducción del Príncipe al despacho de Estado
produjo buen efecto exterior, continuaba siempre en el fondo la intriga contra
el Marqués de Grimaldi. Siéndole, pues, a éste ya
demasiado duro sufrir los disgustos y desaires que de ella le resultaba, tomó
el partido de retirarse, no sólo del Ministerio, sino también de España. Había
siempre deseado y mirado, no sin razón, la Embajada de Roma como un descanso,
el más honroso, agradable y útil, y así se le propuso para si S. M., que sentía
su retiro y deseaba darle pruebas de ello, le concedió desde luego esta
Embajada, que recreó de nuevo para él y que estaba reducida a Ministerio de
muchos años a esta parte. Confirió a más de esto a Grimaldi el título de Duque
y la Grandeza de España de primera clase, distinciones a que era muy digno por
su cuna y por sus servicios. S. M. nombró para sucederle a D. Josef Moñino, que
se hallaba de Ministro en Roma, concediéndole el título de Conde de
Floridablanca. Esta elección fue una de aquellas que hacen
más feliz al elector que al elegido.
Poco
antes había acaecido en Nápoles una mutación igual en el Ministerio. El Marqués
de Tanuci que, como hemos visto, había merecido la confianza del Rey padre, y
dirigido la Regencia durante la menor edad del Rey Fernando el IV, bajo las
instrucciones que desde España le enviaba su augusto padre, se hallaba cansado
y decaído después de tantos años de trabajo, y solicitó su retiro. Pero más que
esto contribuyó a él el ascendiente que la Reina austriaca tomaba, en el
Gobierno, el cual deseaba adoptase con preferencia un sistema más conveniente a
la Casa de Austria que a la Casa de Borbón. Esto se confirmó claramente viendo
que la elección que hizo para reemplazar a Tanuci recayó sobre el Marqués de la
Sambuca, hombre de buen carácter, pero no de la mayor
instrucción y talento. Esto prueba que lo que determinó esta elección fue
hallarse el Marqués de Ministro de Nápoles en la Corte de Viena, y creerle
adicto a ella e imbuido en sus máximas.
Poco
antes de salir Tanuci del Ministerio se suscitó con bastante fuerza la cuestión
de la presentación de la hacanea en Roma, relativamente a la cual se había
expedido un despacho.
La
Colonia del Sacramento y la línea de demarcación entre las posesiones españolas
y portuguesas habían sido siempre la manzana de la discordia entre las dos
potencias. Situada esta colonia enfrente de Buenos Aires, al otro lado del Río
de la Plata, era un punto muy importante para el contrabando, no sólo de los
portugueses, sino de los ingleses, holandeses y, demás naciones de Europa, que
por su medio extraían crecidas cantidades de plata. Con todo, desde que el
Marqués de Grimaldi estableció los correos marítimos mensuales para todos los
puertos de América, disminuyó mucho, y cada día iba decayendo más el
contrabando en la colonia.
Es
cosa digna de la mayor reflexión, y que continuamente me admira, el ver la
inconexión aparente, que se halla más frecuentemente de lo que parece debiera
ser, entre las causas y sus efectos. Estableció el Marqués de Grimaldi los
correos de América con el solo y único fin de facilitar y arreglar la frecuente
correspondencia con aquellos vastos dominios, e hizo en ello un particularísimo
servicio a ambos mundos antiguo y moderno. Para lograrlo mejor, debieran sin
duda haberse hecho buques pequeños, de resistencia, pero muy ligeros, y,
capaces de transportar los víveres necesarios y, los paquetes de cartas. Pero,
¿qué sucedió? Que el interés particular se mezcló, como siempre, en los que más
inmediatamente dirigían los detalles de este útil establecimiento, y de ello
resultó, por un término inesperado, la utilidad pública, como sucede a menudo y
debiera verificarse siempre si se estudiasen como se debiera las providencias
para combinar uno y otro.
Con
pretexto de la seguridad de los correos y, otros que ignoro, fue creciendo el
porte de los buques, de modo que vinieron a parar en unas pequeñas fragatas,
que, lisonjeando ya el amor propio del Ministro de Estado, las miraba como una
pequeña marina peculiar de su departamento, para lo cual hizo un arsenal
proporcionado en la Coruña, dependiente enteramente de él.
¿Cuál
fue la causa verdadera del aumento del tamaño de los buques? El poder llevar en
ellos más número de mercancías. ¿Qué mal resultó de esto? La posibilidad del
retardo de las correspondencias en alguna ocasión. ¿Qué utilidad se consiguió?
El principio del comercio libre de América en aquella parte; el conocimiento de
las ideas de él en el reino de Galicia y montañas de Asturias y sus
inmediaciones; la creación de un nuevo y grande arrabal en la Coruña, y el
aumento y prosperidad de todo el pueblo, y, sobre todo, la destrucción del
contrabando de la colonia del Sacramento, que fundaba en él su principal
existencia. Bien lejos estaba el Marques de Grimaldi de creer que su
providencia produciría semejantes efectos, tan ajenos del principal objeto de
ella. Esto debe servir para estudiar bien la combinación de las causas con los
efectos directos e indirectos que deben producir las providencias que se den no
olvidando nunca en ellas el principal móvil de las acciones, que es el interés
particular, aplicándose a combinarlo siempre con el general, y entonces
demostrará la misma experiencia que el conseguirlo no es tan difícil como se
cree para quien lo desea y procura con el tesón, conocimiento y meditación
debida antes de dar las providencias.
Si
todos los contrabandos tuviesen unas resultas tan útiles a la España como las
que se ve han resultado de los que se hicieron en los primeros paquetes, bien
pudiera hacerse feliz con ellos la España, y ganarse en lo sucesivo el Erario
con ventaja lo que en el momento perdiese por ellos. En mi diario del viaje de
Lisboa a Madrid por Sevilla, en 1787, se halla un artículo muy detallado
que habla de los contrabandos y contrabandistas, de que abunda aquella frontera
desde Badajoz a Sevilla y Cádiz por lo quebrado del terreno.
Tomada
la Colonia del Sacramento en la guerra de 62 por D. Pedro
Ceballos, Gobernador de la provincia de Buenos Aires, se restituyó a
los portugueses en virtud del Tratado de paz del año de 63;
pero los fuertes de
Santa Tecla y otros puestos situados sobre la orilla del río
San Pedro fueron
un objeto de disputa continua. El sistema de los portugueses
en aquella parte,
y mucho más aún en las demarcaciones del Norte inmediatas a
Chile y el Perú, ha
sido y será siempre, internarse en lo posible, para extenderse
y hacer el
contrabando, y para acercarse por este medio suave a nuestras
minas. Esta es la
causa de que en el año de 50 no se aclararon definitivamente
los límites del
Norte, no obstante las muchas partidas de ingenieros y
astrónomos que se
enviaron por ambas Cortes y los crecidísimos gastos que
ocasionaron.
Los
ingleses, que por una parte excitaban contra nosotros los marroquinos por las
razones insinuadas arriba, hacían por otra lo mismo con los portugueses,
apoyando ocultamente sus solicitudes al mismo tiempo que hacían el oficio de
mediadores para arreglar nuestras disensiones con ellos.
El
Marqués de Pombal, Ministro de Portugal, que gobernaba a
su arbitrio el reino, lejos de tener concepto del Marqués de
Grimaldi y amistad con él, le tenía una conocida oposición, que
influyó, como rara vez dejan de hacerlo las personalidades, en
los asuntos
públicos. Hizo el Marqués que con diferentes pretextos fuesen
desfilando
insensiblemente para América varios regimientos, enviando
últimamente allá una
escuadra de algunos navíos y fragatas, a las órdenes de un
oficial inglés
llamado MacdoweIl.
Empezaron
los portugueses las hostilidades atacando algunos puestos de los que tenían los
españoles en el río de San Pedro. Entonces tuvo el Rey por conveniente volver
por el honor de sus armas, y para conseguirlo mandó salir de Cádiz una escuadra
al mando del Teniente general Marqués de Castillo, compuesta, de siete navíos
de línea, ocho fragatas, dos bombardas y cuatro paquebotes, que escoltaban los
navíos de convoy, a cuyo bordo iban 14 batallones de infantería y cuatro
escuadrones de caballería, a las órdenes del Teniente general D. Pedro
Ceballos, que hemos dicho había ya tomado en 62 la Colonia del Sacramento.
Salió al mismo tiempo de Cádiz, a las Órdenes del Teniente general D. Miguel
Gastón, otra escuadra de cuatro navíos de línea y dos
fragatas, cuyo destino se ignoraba, y que se presentó después y entró en el
puerto de Lisboa, donde el Marqués de Pombal los trató con la mayor distinción
y agasajo, porque su presencia inspiró alguna desconfianza y temor. Dirigíase
Ceballos a Buenos Aires; pero habiendo apresado unos buques pequeños
portugueses, vio por sus despachos podría probablemente hacerse dueño de la
isla de Santa Catalina, situada sobre la costa del Brasil, que es muy hermosa y
fértil, con un gran puerto y abundante pesca de ballena en sus inmediaciones.
Efectuó, pues, el desembarco sin hallar resistencia, y, se fue apoderando sin
ella de todos los castillos y puestos de la isla, siendo así que el camino que
conducía a ellos era un desfiladero, para cuya defensa bastaban sólo niños,
mujeres y piedras. D. Francisco Hurtado de Mendoza,
hermano del Vizconde de Barbacena, su Gobernador, se
retiró con su tropa a tierra firme, dejando dueño a Ceballos de toda la isla,
por lo cual fue puesto en Consejo de guerra y sentenciado por él luego que
llegó a Portugal.
Estaba
Macdowel con su escuadra en un puerto no distante de Santa Catalina, en que,
según la opinión general, hubiera podido y aun debido atacarle con suceso
Tilly, hallándose con fuerzas superiores a las suyas; pero hubo varias razones
de intereses particulares que lo impidieron, siendo una de ellas la mala
inteligencia que reinaba entre los dos generales de mar y tierra, lo que
desgraciadamente sucede demasiado a menudo entre unos y otros, queriendo cada
cual hacer el principal papel y tener toda la gloria, y siendo muy duro a los
marinos, acostumbrados siempre a un mando absoluto, independiente y casi
despótico, sujetarse a ser auxiliares de las tropas de tierra, ni a ser mirados
por ellos como meros conductores.
Concluida
la conquista de Santa Catalina, y dejando en ella fuerzas suficientes para su
resguardo, se dirigió la escuadra y el cuerpo de la expedición al Río de la
Plata. El navío de guerra español San Agustín tuvo la desgracia de encontrarse
improvisadamente rodeado de la escuadra portuguesa, a la cual le fue preciso
rendirse después de una muy corta resistencia, dirigida solamente a salvar el
honor de las armas, con el conocimiento cierto de serle imposible la defensa.
Tomó posesión de este buque D. Josef de Mello Breyner, hijo de mi amiga la
Condesa de Ficallo, oficial de un distinguido mérito, que ha muerto
desgraciadamente en este año de 91 de un golpe de berga, que cayó estando
haciendo una maniobra y le dejó en el sitio.
Luego
que llegó la escuadra a Buenos Aires, emprendió y consiguió Ceballos, no a
mucha costa, conquistar por segunda vez la Colonia del Sacramento. Su nombre
había dejado tal memoria en ella y en todos aquellos países, que para hacer
miedo a los chicos portugueses bastaba decirles que venía Ceballos. Hecha esta conquista,
emprendió el ejército la marcha para atacar el de los portugueses, que se
hallaba en las inmediaciones del río San Pedro; pero un suceso inesperado
interrumpió sus proyectos.
Murió
en Lisboa en 23 de Febrero de 77 el Rey D. Josef I, a quien sucedió su hija
primogénita la Princesa del Brasil Doña María Francisca,
casada con el Infante D. Pedro su tío. Según las leyes de Portugal, teniendo ya
sucesión, gozaba éste del título de Rey y estaba asociado al Gobierno del reino,
que directamente tenía su esposa como propietaria de la Corona.
Hubiera
querido el Marqués de Pombal desposeer a la Reina de esta herencia y hacerla
pasar directamente a su hijo primogénito D. Josef, que murió de viruelas el año
de 88, siendo Príncipe del Brasil. Alegaba para esto
varias razones, fundadas, a lo que pretendía, sobre el espíritu de las leyes de
Lamego y costumbres de Portugal, que interpretaba a su modo, a fin de impedir
se verificase este primer ejemplar de caer en hembra la Corona portuguesa,
haciendo ver el peligro que en ello había de la posibilidad de la introducción
del dominio de un Príncipe extranjero. Con esta mira, y la de atraerse a sí
para este caso el ánimo del Príncipe D. Josef, puso a su lado personas que le
eran adictas y que le imbuían en las máximas que eran favorables a su sistema e
intereses, y entre ellos al Obispo de Braga, que...
cenáculo religioso, hombre de gran mérito y literatura, muy adicto al Marqués.
A
los últimos de la enfermedad del Rey Don Josef cedió éste las riendas del
Gobierno a su esposa Doña María Victoria, hermana del Rey Carlos, que hasta
entonces no había querido nunca tomar la menor parte en él, como hubiera podido
hacerlo, adquiriéndose sobre su esposo el dominio que tuvo el Marqués de Pombal,
y que con igual o mayor facilidad hubiera podido conseguir S. M., sobre todo
manifestándose pasiva y no sabedora de las distracciones de su marido, que por
ocuparla más y disfrutarlas tranquilamente, se hubiera puesto en sus manos en
lo gobernativo. Pero las Princesas españolas tienen una calidad única, que las
distinguió de todas las otras, y es que los verdaderos principios de religión
en que van imbuidas por su primera educación las hace ser tan adictas a los
intereses de sus maridos, y, por consiguiente, a los del país en que habitan,
que creen de su obligación olvidar los del suyo. Así lo ha probado últimamente
esta Soberana, la Reina de Cerdeña, la Delfina y la actual Emperatriz Reina de Hungría,
Doña María Luisa.
El
Gobierno de la Reina fue el primer indicio de la decadencia de Pombal, con el
cual se mostró esta Soberana desde luego tan firme y majestuosa como había sido
antes sumisa y complaciente por dar gusto a su marido y acreditarle su amor y
sumisión.
Deseaba
el Rey ver colocado a su nieto Don Josef antes de su muerte con su tía la
Infanta Doña María Ana Benedicta, y para darle este
consuelo, dispuso la Reina madre se efectuase en su presencia el matrimonio en
los últimos días de su enfermedad. Esto dio motivo a alguna crítica, pues viendo
los portugueses la distancia que había entre el sobrino y la tía, hubieran
preferido se casase el Príncipe con una Princesa de su edad que les diese más
esperanzas de sucesión.
Y
en esto no dejaban de tener razón.
La
muerte del Rey mudó enteramente el semblante político de las cosas, pues aunque
las dos Cortes mantuvieron en ellas sus respectivos embajadores mientras
obraban hostilmente en América, con todo, era muy de temer hubiesen parado
estos principios en una guerra declarada, que impidió este suceso. Procuró
inmediatamente la Reina madre y, su dignísima hija cortar las diferencias que
iban a dar motivo a ella y establecer una unión sólida y durable entre las dos
naciones, como lo exige su situación respectiva. Contribuyó también a esto el
haber retirado del Ministerio al Marqués de Pombal y el de
hallarse en el de Estado D. Ayres de Saa y Mello, hombre
de cristiandad y de probidad conocida y de una sana razón, que había sido
Embajador en Nápoles y España. Concluyóse, pues, en 24 de Febrero de 78, entre
el Conde de Floridablanca y D. Francisco Inocencio de
Souza, Embajador de Portugal en Madrid, un Tratado de paz,
a que se siguió otro de garantía y comercio entre las dos naciones. Cedieron
por él los portugueses a España la Colonia del Sacramento con todo su
territorio, en lo cual tenía ya menos dificultad que anteriormente, por no
sacar de ella el fruto que en otros tiempos, por las razones arriba expuestas,
del comercio que hacían los barcos marítimos. Los españoles restituyeron a los portugueses
la isla de Santa Catalina, cuya posesión les hubiera sido de la mayor
importancia y hubieran ciertamente conservado, a no ser por una consideración
política muy cauta y prudente.
Consideraron,
pues, que dicha posesión en poder de los portugueses no puede ser perjudicial,
y, antes bien, útil a la España, para servirse de sus puertos como propios
siempre que reine unión y confianza entre las dos naciones. Al contrario, si la
España hubiera conservado esta isla sobre las costas portuguesas de América,
hubiera sido un motivo continuo de discordia. Los ingleses la hubieran atacado
a fuerza en primera guerra, con preferencia a toda posesión española, y si se
hubiesen apoderado de ella, como era posible y aun regular, respecto de que la
extensión de las posesiones de España no le permite defenderlas todas como
quisiera contra una expedición formal y poderosa dirigida contra un solo punto,
jamás se hubieran desprendido de esta importantísima adquisición, que los
hubiera hecho dueños de la navegación del Río de la Plata y San Pedro y del
cabo de Hornos. Formando en dicha isla un establecimiento considerable, como
pudieran haberlo hecho a poca costa por las proporciones que presenta para
ello, hubieran aumentado el contrabando de nuestra América y se hubieran
proporcionado una escala y un depósito, por medio del cual les hubiera sido
fácil realizar los proyectos que hace tanto tiempo tienen sobre la mar del Sur.
Los que no ven más que el primer aspecto de las cosas, criticaron mucho esta
restitución; pero en la política, como en el juego y en el comercio, es preciso
a veces perder diez a tiempo con previsión, por no verse forzado después a
perder ciento. Los ingleses se han arrepentido ciertamente más de una vez de no
haber restituido en la paz de 63 a los españoles y franceses las Floridas y el
Canadá, cuya conservación ha contribuido tanto a la pérdida de sus colonias,
como se verá más adelante.
Fijóse
por este Tratado del 78 la línea de demarcación entre los dominios españoles y
portugueses de la América meridional, nombrándose cuatro partidas de oficiales
españoles y portugueses para pasar a verificarlo de acuerdo. Pero aunque ya han
empezado sus operaciones, para cuya conclusión no se ha omitido ni gasto, ni
providencia alguna, es muy de temer no se verifique ésta ahora, más que antes,
en 50. El Ministerio portugués no la desea de buena fe, y sólo aspira a ir
internándose y ganando terreno por medio de esta misma demarcación, y con
dificultad sale del que ha ocupado una vez bajo este pretexto. Así lo he
verificado por mí mismo durante el tiempo de mi embajada en Lisboa, en que la
conducta de D. Martín de Mello, Ministro de Indias, no puede dejarme duda de su sistema en esta parte. Cedieron
los portugueses a la España la isla de Fernando del Póo y de Annobon, situadas
enfrente de la costa occidental del África, aunque distantes a unas 20 o 30
leguas de ella. No sacaban los portugueses utilidad ninguna de estas islas, que
creímos podrían convenirnos para hacer el comercio de los negros en aquella
parte de la costa de Guinea.
La
posesión que tenían de ellas era más imaginaria que real, pues no había ni
Gobernador, ni pueblo, ni otra cosa que un capuchino que había estado para
enseñar la doctrina en una de las dos, y una especie de sacristán negro que le
había sucedido, y que era el que lo dirigía todo en la de Fernando del Póo, y
el que dio una especie de posesión a los españoles, sin los cuales el capitán
de fragata portugués que fue a dársela no hubiera encontrado con la tal isla.
Sus habitantes eran todos negros y bárbaros, y no con poca dificultad lograron
los españoles hacer un pequeño establecimiento en Fernando del Póo, que se
vieron obligados a abandonar después, sin que me conste hayan vuelto a
renovarle, y se habrán convencido sin duda de la ninguna utilidad que podían
sacar de él. Por lo que mira a Anno Bon, no fue posible tomar de ella una
posesión real, contentándose con reconocer los portugueses transferir a la
España la imaginaria que tenían de ella.
Concluido
este Tratado, y restituido a la España el navío San Agustín, igualmente que a los portugueses
los pequeños buques que se les habían tomado, se restableció la paz entre las
dos naciones bajo principios más sólidos y permanentes que los que habían
existido antes, faltando ya la manzana de la discordia, que era la Colonia del
Sacramento; y, efectivamente, por aquella parte del Mediodía está concluida y
bien marcada la línea divisoria
Pensó
entonces la Reina Madre de Portugal venir a España a hacer una visita a su
hermano, de quien hacía casi cincuenta años se había separado, al tiempo de su
matrimonio, en la orilla del Caya, y a quien había siempre profesado una
particular inclinación y cariño. Acompañaron a S. M. hasta Villaviciosa, lugar
inmediato a la raya, los Reyes y toda la Familia real portuguesa. Algunos
dijeron que el objeto de este viaje era empeñar a su hermano a casarse con su
hija segunda la Infanta Doña Mariana, Princesa de un distinguido mérito,
instrucción y, virtud, que tenía entonces cuarenta y un años, y, que, por
consiguiente, podía hacer compañía al Rey sin aumentar su familia para lo
sucesivo. Sea lo que fuese de la intención de la Reina, lo cierto fue que el
Rey, no mudó de estado.
El
Rey Carlos envió a Badajoz la familia y acompañamiento correspondiente para
recibir a su hermana, nombrando para mandar esta real comitiva al Conde de
Baños, mi amigo íntimo, Mayordomo mayor que había sido de
la Reina Madre de S. M. Toda la comitiva de España fue presentada en
Villaviciosa a la Familia real de Portugal por el Excmo. Sr. Marqués de
Almodóvar, Embajador del Rey en aquella Corte, y, emprendiendo después su
marcha, llegaron felizmente al Escorial la víspera de San Carlos.
El
Rey, que estaba impaciente de verla, quiso anticiparse este gusto,
sorprendiéndola en el lugar de Galapagar, en que S. M. hizo alto para comer el
día que llegó al Escorial. A este fin, ocultó a todos su proyecto hasta que,
metiéndose en el coche, se dirigió a Galapagar. Encontró en el camino un correo
que venía de allá, y, deseoso, como era regular, de saber si había alguna
novedad, hizo parar el coche y le pidió las cartas. Entregándolas el correo,
vio que el sobrescrito era para el Conde de Floridablanca,
y teniendo presente, como siempre, su máxima favorita que decía: primero Carlos que Rey, se
gobernó por ella, y olvidando que era Rey se acordó sólo de que era hombre. Moderó, pues, su
curiosidad, natural en aquella ocasión, y, contentándose con volver a preguntar
al correo si había algo de nuevo y si su hermana estaba buena, le volvió las
cartas, diciéndole: Toma,
hombre; no son para, mí, son para el Ministro. Ejemplo raro de
moderación y del constante dominio que este Soberano tenía sobre si mismo.
No
es posible expresar el gozo que tuvieron estos hermanos cuando, contra todas
sus esperanzas y contra la constante costumbre y suerte de los Príncipes,
volvieron a abrazarse al cabo de tanto tiempo.
Pasaron
un año juntos, que probablemente había sido el más feliz de su vida, y después
de él se separaron con el dolor que es natural, contando no volverse a ver.
No
es creíble el afecto del Rey a su hermana, ni las demostraciones de cariño, y
aun de galantería, con que este quería demostrársela, dándola siempre el brazo
y tratándola como si fuera su enamorada. Estas atenciones cariñosas ofrecían un
contraste singular entre la buena voluntad y la falta de usó que el Rey tenía
de semejantes obsequios y lo poco que a ellos se prestaba la edad y el traje
regular de S. M.
Llegó
la Reina de vuelta a Villaviciosa el día 20 de Noviembre de 78, y tuve la honra
de recibirla y hacerle allí mi corte, hallándome en Lisboa en calidad de
Embajador desde el 17 de Octubre de aquel año. Restituida S. M. a Lisboa,
empezó a decaer su salud, y falleció en el mes de Enero de 1781.
Capítulo IV
Que comprende desde la
guerra, empezada en 79, hasta la paz, concluida en 1783
AQUÍ
llegamos a una época de la vida del Rey Carlos cuyas resultas han tenido y
tendrán una grande influencia en la futura suerte de los Imperios y del género
humano. Quiero hablar de la guerra última de América, de que resultó la
independencia de las colonias inglesas, reconocidas hoy bajo el nombre de
Estados Unidos de América.
La
descubierta del Nuevo Mundo produjo desde su principio una alteración total en
el comercio, política, y aún me atrevo a decir en la religión del antiguo. El
vasto campo que ofrecía a su industria aquel nuevo hemisferio, aumentó y
extendió por todas partes el espíritu de comercio, y el deseo y la necesidad de
aumentar las manufacturas, alteró los precios con la abundancia del dinero.
Esta
novedad dio consideración y existencia en la Europa a algunas potencias que
hasta entonces no habían casi figurado en ella, y cambiando así su sistema
general, ha llegado el comercio a tener tanta influencia en la política, que
desde entonces, estableciendo ya un cierto equilibrio entre los dominios de
Europa, y disminuido, en ella por su civilización el espíritu de guerra y
conquistas y los objetos de ellas, ha sido y será el móvil de la mayor parte de
sus guerras.
Por
otra parte, los conocimientos adquiridos con esta descubierta y las sucesivas a
ella han dado motivo a que los filósofos, que, abusando de este respetable
nombre, no se conforman a poner límites a su imaginación en el asunto sagrado
de la religión, calculen, combinen, hablen y escriban en términos capaces de
seducir y de debilitarla, y aun destruirla en los que no están bien imbuidos y
convencidos de la verdad de los principios divinos en que se funda.
Esta
influencia ha sido indirecta hasta ahora, mientras aquellos vastos dominios han
podido ni maravillosamente contenerse a una distancia tan grande en los
términos de meras colonias sujetas a las potencias europeas; que, verificada en
aquellas una igual industria y populación que en éstas, les serían muy
superiores en fuerzas. Pero en el día en que han empezado a erigirse allí
Estados libres, independientes de Europa, con un terreno indefinido para poder
extender su populación por medio de propietarios industriosos, con unas leyes
fundadas, no en el antiguo Derecho romano, en que se reconocía la esclavitud,
sino en los principios más humanos, en que, desconocida aquella, se peca en el
extremo contrario, es más que probable sea directa y eficaz la influencia de
este Nuevo Mundo en el sistema gubernativo del antiguo.
De
resultas de las últimas guerras intestinas de Inglaterra del siglo pasado,
pasaron a establecerse y poblar aquellas colonias de América varias familias
que quedaron descontentas después de ellas. El mayor número de éstas eran de
presbiterianos enemigos de la Monarquía y de toda jerarquía eclesiástica y
secular, a quienes parecía una sujeción y esclavitud aun el mismo Gobierno y
religión anglicana, mirado hasta ahora en Europa como el modelo de la libertad.
Era
casi imposible que unas colonias fundadas por personas imbuidas en estos
principios, pudiesen con ellos permanecer a, aquella distancia sujetos
voluntariamente a un Gobierno que se decía libre y que profesaba los principios
de libertad. Esta dependencia sólo podía durar mientras su industria y su
comercio no consolidase su existencia, o mientras estas colonias no se
considerasen como tales, teniendo un Parlamento particular, como el de Irlanda,
o enviando al de Inglaterra diputados, en los mismos términos que lo hacen la
Escocia y las provincias y ciudades de la Inglaterra.
Sería
un delirio en un padre pretender gobernar de un mismo modo a sus hijos cuando,
llegados al estado de virilidad y robustez, salen de su menor edad, que cuando
estaban en los principios de ella. Para esto es preciso tener hijos insensibles
e impotentes, y, cuando no, es indispensable que el padre les diese todo lo
necesario, o que, asociándolos al gobierno de su casa, conviniese cada uno en
lo que le era preciso, con conocimiento de los bienes de ella. Esta comparación
demuestra claramente que la independencia de las colonias inglesas de América
tenía en su mismo origen y en el Gobierno que, contra su sistema de libertad,
quería dominarlas, el principio irresistible de la separación o independencia,
que tarde o temprano debía verificarse. Por otra parte, hace ver, a pesar de lo
que pretenden los que no combinan las situaciones y antecedentes, que la
América española no debe seguir el ejemplo de la inglesa, pues siendo
enteramente distinto su origen, su Gobierno y su sistema, no deben ser sus
resultas las mismas sin que todo eso mude. Adquirida su posesión, juste vel injuste, por la
fuerza de las armas; establecidas bajo reglas (buenas o malas, sobre lo cual
hay mucho que decir, que tampoco es aquí del caso), las cuales, cortando los
vuelos a su industria, las hace enteramente dependientes de la España, y aun,
si bien se mira, de la Europa entera, que tiene interés en que lo sea;
gobernada por una Monarquía e imbuida en los principios de ella; dirigida en lo
general por españoles, que ocupan los primeros empleos y que tienen en España
su origen, familia e intereses; conformes en un mismo sistema de religión,
igual al de la Monarquía de que dependen, todos estos principios fundamentales
de las posesiones españolas de América, digo, son unos obstáculos reales e
inherentes de la situación de nuestras colonias, que, aunque no sean
invencibles, son unas bases enteramente opuestas a las que causaron y debieron
necesariamente causar la independencia de las colonias de América.
Me
dirán, sin duda, que el tiempo puede vencer estos obstáculos. No lo niego, y la
humanidad en general nada perdería en ello, despojada (si es posible) de la
política. Pero el genio indolente de los naturales del país es un obstáculo
casi invencible que impide los progresos de su industria y de sus luces, sin lo
cual no puede absolutamente verificarse lo que se pretende, y así, aun cuando
suceda, es probable pasen muchos años antes de que se verifique.
Los
ingleses, más ambiciosos que prudentes y precavidos, habían dejado tomar
demasiado cuerpo a sus colonias, sin limitar medio alguno para ponerlas en un
estado de poder, no reflexionando en sus resultas. Había llegado éste a tal
punto, que puede decirse debió la Inglaterra a los socorros que le
suministraron durante la guerra de 57 las gloriosas conquistas de la Isla Real,
Terranova, Canadá, la Martinica, la Habana, la Granada, las Caraibes, la
Guadalupe y las Floridas, que fueron sus conquistas en la América en aquella guerra
hasta la paz de 63. Suministraron en ella los americanos a la Inglaterra 25.000
hombres de tropas, y mantuvieron 800 corsarios, para los cuales y el servicio
de la marina inglesa tenían 30.000 marineros.
Aunque
los ingleses se aprovecharon gustosos en aquella ocasión del poder de las
colonias, conocieron con todo podría serles ya dañoso si éste aumentaba a
proporción en lo sucesivo. Ensoberbecida, pues, la Inglaterra con la gloriosa
paz que le proporcionaron sus victorias, pensó le era preciso cortar los vuelos
a sus colonias, y servirse de ellas para ayudarla también a pagar la inmensa
deuda de 500.000 libras esterlinas con que se hallaba al tiempo de la paz, y
aunque a los principios no cesaban de alabarlas el Rey y el Parlamento, y aun
de suministrarles medios para la extinción de su deuda, mudó después de
sistema.
Tenía
cada colonia una Charte o reglamento particular para su gobierno, por la cual gozaban de varios
privilegios y exenciones, concedidas para fomentarlas en los principios. Según ellas,
la gran Bretaña sólo podía exigir dones gratuitos, que repartían entre sí según
les parecía. El Lord Granville quiso, en virtud de un
decreto de 4 de Abril de 64, arreglar un establecimiento de imposiciones, para
aumentar por este medio las rentas de la Inglaterra y disminuir, al mismo
tiempo a las colonias los medios de acrecentar su poder. No dejó de tener esta
idea partidarios en Inglaterra, cuyos propietarios creyeron disminuirían sus
actuales cargas en lo sucesivo partiéndolas con los americanos. Por otra parte,
los negociantes veían también con gusto se contuviesen los progresos del
comercio de América, que poco a poco hubiera podido hacerse independiente del
suyo.
Estaban
cercados los americanos basta la paz de 63, al Norte, por los franceses,
establecidos en el Canadá; al Mediodía, por los españoles, dueños de las
Floridas, y al Poniente, por los indios, y así miraban como necesaria la
protección de los ingleses contra aquellos vecinos poderosos. Pero libres de
ellos después de la paz de 63, por medio de la cesión de la Florida y del
Canadá, se vieron ya mano a mano con los ingleses. Consideraron que los
españoles y franceses, sus antiguos vecinos, que miraban antes como enemigos,
podrían ahora transformarse en sus aliados para ayudarles a disminuir el gran
poder que habían adquirido los ingleses en la América, y que estas potencias no
podrían ver con indiferencia. Así lo anunció M. Vaudreuil, Gobernador del
Canadá, en el año de 1760, en que se vio forzado a rendirse a los ingleses.
Cuando escribió al Ministerio la pérdida de aquella provincia, añadió podría
ser ésta en lo sucesivo de mayor utilidad que desventaja a la Francia, porque
de ella resultaría sin duda a los ingleses, si la conservaban, la pérdida de
sus poderosas colonias de América, cuya opulencia les daba tantas ventajas en
las guerras de América sobre todas las demás potencias que tenían allá
posesiones. Siendo el estado de estas últimas enteramente pasivo (digámoslo
así) en cuanto a lo militar, pues sólo tienen lo muy preciso pará su defensa
regular en sus posesiones ultramarinas, debiéndoles venir de Europa los
socorros extraordinarios para ella, las colonias inglesas son mucho más
difíciles de atacar, por estar situadas en el continente, teniendo en si una
fuerza activa capaz no sólo de defenderse, sino de dar a los ingleses los
socorros que hemos visto les facilitaban por este medio una superioridad
incalculable sobre las demás potencias, obligadas a traer desde Europa todas
sus fuerzas militares. Con todo, si los ingleses, aun después de haberse dejado
cegar por la ambición al tiempo del engrandecimiento de sus colonias, no
hubieran procedido en los términos que lo hicieron cuando éstas se hallaban ya
poderosas, y libres de las potencias extranjeras que las rodeaban, es probable
hubieran podido aún conservarlas, a lo menos por algún tiempo, acabando por
partir con ellos las nuevas adquisiciones que podían ir haciendo juntos en el
seno mejicano y en el continente de la América y sus islas sobre los actuales
dueños de aquellas apetecibles y vastas posesiones, que, tarde o temprano,
serán las víctimas precisas de esta alteración política.
Pero
no fue así: los ingleses se dejaron llevar de un espíritu monárquico, y
quisieron dirigir por él aquellas provincias, tan distantes de la Inglaterra,
como de poder aceptar semejantes principios con el espíritu exageradamente
republicano que hemos visto reinó en ellas desde su primer origen.
Conocieron,
pues, las colonias su fuerza y su nueva situación política, y viéndose ya con
tres millones de habitantes, animados todos del mismo espíritu de
independencia, creyeron poder resistir a aquella distancia, con las
dificultades que hay para internar en el país a unos republicanos que
menospreciaron y aborrecieron en aquel momento, porque conocieron claramente
querían la libertad sólo para sí y la esclavitud para sus hermanos.
Despreciando,
pues, el decreto sobre las nuevas imposiciones, de 4 de Abril de 64, de que
queda hecha mención arriba, y el posterior de 22 de Febrero de 65, en que se
establecía el papel sellado, hubo un alboroto muy violento en Boston en el mes
de Agosto de aquel mismo año, y de resultas de él resolvieron unánimemente no
volver a recibir mercancía alguna inglesa de las que tenían nuevos derechos, y
negaron la obediencia a los expresados decretos, al del té y al establecimiento
de las Aduanas que intentaron ponerse en virtud de decreto de 29 de junio de
67.
Continuaba
siempre, no obstante esto, el Gobierno inglés en querer tratar desde Europa a
sus colonias como si (con menos fuerza) se hubieran hallado situadas entre la
Irlanda y la Escocia, en la posición de la isla de Man. Daba, pues, sus
instrucciones, consiguientes a este falso sistema, a todos sus Gobernadores
militares, que, con pretexto de proveer a la propia seguridad de las colonias,
y de enviar fuerzas al Canadá y a las dos Floridas, hacían venir tropas e
ingenieros, que alojaban en las casas de los habitantes, que lo repugnaban,
como no acostumbrados a ello.
El
espíritu de partido y de discordia, que cada día hacía nuevos y mayores
progresos entre los dos bandos royalista y americano, producía un disgusto y
enemistad, de que difícilmente podían dejar de resentirse las providencias
judiciales y aún gubernativas, concurriendo por este medio ellas mismas a
exasperar los ánimos.
Convencidos,
pues, los americanos de que la Inglaterra estaba enteramente resuelta a
sujetarlos a toda costa, dominándoles como Soberana, tomaron finalmente su
partido.
Preparados
los espíritus a la independencia, y tomadas para ella las medidas convenientes
en los Congresos y juntas particulares, y formados por los sucesos acaecidos
desde el año de 64 al de 74, se juntó en éste por la primera vez en Filadelfia
el Congreso general de los doce Estados unidos, que habían enviado a él sus
diputados. Fue su presidente Pleyton Randolph, que, en
señal de confederación e igualdad, partió en partes iguales con los diputados
de las doce provincias una corona cívica.
Había
venido a América el General Gage con algunas fuerzas, y
tomado el mando de las americanas el General Lee, que con
sus tropas se apoderó el 14 de Diciembre del puerto de Portsmouth, que tomó por
asalto.
Constante
siempre en su sistema, declaró el Rey rebeldes a los bostonienses, y se abrió
la primera campaña formal entre los ingleses y los anglo-americanos el año
siguiente de 75.
Pusieron
en campaña este año los americanos 25.000 hombres, destinando otro cuerpo
escogido de 4.000 para la guardia del Congreso, establecido en Filadelfia.
Nombraron por Generalísimo de todas sus fuerzas al famoso Washington, y los
ingleses enviaron a los generales Howe, Bourgoyne y otros.
Tomaron
los americanos en aquella campaña a Ticonderoga. Rechazaron en 16 de junio al
General ingles Howe en Bunkershill, y los vencieron en otros parajes, sin que
bastase para intimidarlos las quemas de Lexington, la de Norfolk y otras varias
que hicieron los ingleses en aquella campaña.
Habían
reunido para la siguiente fuerzas sumamente considerables, y nunca vistas en
aquellas remotas regiones, en las cuales toda empresa de esta especie sólo
puede ser momentánea, por su mucho coste, y por la dificultad de reemplazar las
pérdidas desde Europa. Debe, pues, considerarse como uno de aquellos esfuerzos
que se exigen en la naturaleza en una fuerte enfermedad, por medio de uno de
aquellos remedios violentos que se dan a muerte o a vida. Así lo calcularon sin
duda desde luego los ingleses, conociendo que una guerra larga en aquella
distancia hubiera sido imposible de sostener, y tendría consecuencias peores
que la misma pérdida de las colonias, y, por consiguiente, pusieron todas sus
esperanzas en un golpe fuerte, capaz de producir una decisión pronta. Lo mucho
que costó a la España la pérdida de los Países Bajos y la del Portugal por una
obstinación mal calculada, aun hallándose en el continente de Europa, era una
lección que no debía olvidar una nación tan calculadora como la inglesa.
Tenían,
pues, en América los ingleses, al principio de la campaña de 76, 31.000 hombres
de tropas nacionales, 18 (sic) alemanas,
2.000 de tropa de marina, nueve compañías de artillería, 13 navíos de línea, 27
fragatas y 242 bastimentos menores, necesarios para obrar en lo interior de los
ríos. Los americanos contaban 428.000 hombres de milicias, más robustos y
acostumbrados a las fatigas y clima del país que disciplinados militarmente;
pero resueltos, y unidos en un mismo espíritu y voluntad.
No
se hallaban los americanos con fuerzas marítimas capaces de presentarse a los
ingleses, y por lo mismo, el plan que se formó el General Washington fue
retirarse de la costa, evitar las acciones generales, y hacer una guerra de
puestos, para ir acostumbrando en ella a su tropa al fuego y disciplina
militar, de que carecían.
El
General Arnauld, americano, entró en el Canadá, y, aunque
se mantuvo en él algún tiempo, tuvo al fin que retirarse. Los ingleses fueron
rechazados en este año de Charlestown, y ganaron la batalla de Saratoga, en que
fue rechazado y hecho prisionero el cuerpo numeroso del General Bourgoyne.
Hubo
en este año otras varias acciones particulares, que, igualmente que las de los
dos años siguientes de 77 y 78, pueden verse detalladas en el libro intitulado Essáis historiques et politiques sur les
anglo-americains, por Mr. D'Auberteuil,
impreso en Bruselas en 1782, y en L'Histoire
impartiale des événemens militaires et politiques de la dernière guerre, impreso
en París en 1785.
A
vista de los sucesos de esta campaña de 76, creyeron los americanos deber
declarar formalmente su independencia total de la Inglaterra, y lo ejecutaron
el día 4 de julio.
Pasó
a América en este año de 76 el Marqués de la Fayeta, señor francés que, aunque
de edad de veinte años, tenía una imaginación exaltada, valor, serenidad de
espíritu y una ambición desmesurada, dirigida siempre únicamente a su fin, sin
detenerse en los medios de conseguirle.
La
Corte de Francia, que veía con gusto las discordias de América, y deseaba, con
poca previsión, contribuir secretamente a su independencia, hacía imprimir y
correr indiscretamente en Francia, y sobre todo en París, varios impresos para
excitar los ánimos a favor de la causa de los americanos y prepararlos para que
se empeñasen con gusto en ella si lo exigían las circunstancias. No había
tocador ni chimenea en que no se viesen brochuras relativas a la libertad
americana, y el Laboureur de
Pensilvanie y Les Memoires de Beauniarcháis, y otros semejantes,
eran el objeto de la lectura y de las conversaciones de todas las damas y
personas de la sociedad, que, entusiasmadas, según costumbre, de estas nuevas
ideas, por ser las de moda, deseaban y se figuraban cada uno estar al lado del
General Washington para defender su ofendida libertad y la de sus compatriotas.
En el año de 75, en que yo estuve por la segunda vez en París, no se podía
salir de casa ni presentarse en ninguna parte, sin haber leído antes salteados
unos cuantos párrafos de estas dos obras, para poder entrar en la conversación.
De este modo, trayendola con maña a lo que se había leído, oyendo de los otros
lo que ellos habían hojeado, y dando a entender con una risa oportuna se sabía
lo que no se había visto, se hacía un gran papel y se pasaba por un hombre
instruido y enterado de todos los asuntos. Por desgracia, este método,
demasiado común en París en todas las materias, da y mantiene el crédito de
instrucción y talento a muchas personas que no le merecen, porque todo su arte
consiste en citar la instrucción y noticias de los otros, y en saber hacer a
tiempo y con gracia su retirada en el momento en que conocen va a descubrirse
que no son sino superficiales.
El
Marqués de la Fayeta y otros oficiales franceses, seducidos con estas ideas y
con la gloria que les resultaría de ser los protectores de la libertad
americana, pasaron como voluntarios a defenderla. Desaprobólos la Corte en el
público, al paso que secretamente aplaudía y auxiliaba su resolución.
Un
joven intrigante, pero de mucho talento y atrevido, llamado Caron de
Beaumarcháis, logró pasar a América con instrucciones secretas para establecer
las bases de un Tratado entre la Francia y las nuevas Colonias declaradas
independientes.
Era
éste hijo de un relojero francés, y tenía una hermana casada en Madrid, en
compañía de la cual estaba otra soltera. El establecimiento que quería proporcionar
a ésta, obligó a Beaumarcháis a venir a la Corte de España. Tuvo allí un lance
ruidoso con otra persona también de talento, llamada D. José Clavijo, autor de
un papel periódico intitulado El
Pensador. La penetración y viveza de Beaumarcháis se propuso, a. su
regreso a París, fundar en su país, sobre el débil principio de un lance en que
no salió lucido, las primeras bases del crédito que adquirió después en él y de
la fortuna que le resultó.
De
todo saca partido el que reflexiona y conoce el genio de las naciones y de los
particulares con quienes tiene que hacer. Este estudio es sumamente necesario
para vivir en el mundo. Questo
libro del mundo è grande assai; stà sempre aperto è non si legge mai, dice
el proverbio italiano, y toda la historia del mundo tiene su origen en el
carácter de los hombres y en sus pasiones, que son el resultado de él.
Su
genio, demasiado inquieto y ambicioso, no podía sujetarle a la carrera de su
padre, ni a las cortas esperanzas que podía fundar en ella. Así lo dijo muy
oportunamente en París a una señora que, queriendo bajar su orgullo en una
sociedad numerosa en que se hallaba, recordándole sus principios, le dio a este
fin un reloj muy rico que tenía, diciéndole delante de todos le hiciese el gusto de ponérselo, porque
estaba atrasado. Conoció Beaumarcháis su intención, y recibiéndolo
con gran modo, lo abrió, y, al tiempo de estarle componiendo, lo dejó caer
maliciosamente en el suelo, y recogiéndole con gran priesa y pesadumbre
aparente, dijo a la señora: Ah!
Madame, que je suis malheureux! Mes parents m'ont toujours bien dit que j'étois
trop vif et que je ne vaudrois jamais rien pour exercer leur talent. Je suis
faché, madame, que vous ne vous en soyez pas aperçu comme eux. Quedó así castigada y corrida la ofensora y victorioso el ofendido. Esto prueba
la viveza y descaro de la persona de quien se trata.
Retirado,
pues, de Madrid de resultas del lance con Clavijo, pensó formar sobre él una
novela, adornada a su modo, en términos que interesase y divirtiese la ligereza
de los parisienses, sobre todo de las damas, adornándola a su arbitrio de
lances particulares capaces de excitar el sentiment, y otras palabras semejantes, cuyo electo exterior sabía le era
necesario para que interesase su obra, y lograr así hacerse conocer
ventajosamente en el público. Efectivamente, logró lo que deseaba, y a esta
primera novela se siguieron después otros escritos, a que la gracia y ligereza
de su pluma dieron todo el crédito que le era necesario, y a que únicamente
aspiraba con ellos.
Empezó
por este medio a ganar mucho dinero, que empleó después en hacer especulaciones
en las Colonias de América, aumentando así su caudal. Pudo también introducirse
y lograr protección en Palacio, con motivo de enseñar a tocar el arpa a Mad.
Adelaïde, tía del Rey, y para que se vea la osadía y
atrevimiento de este mozo, conviene referir el hecho siguiente. Un día que,
queriendo esta Princesa gratificarle, le dio una caja en que estaba su retrato,
tuvo la imprudencia de decirle: Il ne manque ici que le portrail du maître, lo cual indignó, como
era debido, a esta Princesa. Logró, pues, por medio de su caudal y protección,
pasar a América con la comisión secreta que arriba se ha dicho. Se formó así
una renta pingüe, e hizo una gran casa y jardín enfrente de la Bastilla, que le
ha costado más de 500.000 libras, y encima de la cual ha puesto últimamente,
para mayor seguridad, porque temía la insultasen: L'an premier de la, liberté inscripción que hace
ver su patriotismo, que cuando es útil adopta, como adoptaría lo contrario por
poco que le conviniese.
Como
su único fin era hacer su fortuna, le era indiferente el que, por conseguirla,
se empeñase la Francia en una guerra que le costó un millar y 400 millones de
libras (esto es, dos millares y 600 millones de reales de vellón), y que esta
deuda y los principios de independencia que aprendieron allí los franceses haya
sido el origen inmediato de su actual revolución y de los males que de ella
resulten a la Francia.
A
la verdad, que siempre que paso por dicha casa de Beaumarcháis, me estremezco
al considerar los efectos que trae consigo la ambición de un particular mal
dirigida; y si este efecto produce en mi dicha casa, sin ser francés, no
extrañaría la quemase uno que lo fuese, y que, arrebatado de su patriotismo, se
dejase llevar de las ideas que éste podría inspirarle; pero le salva lo poco
que son los que reflexionan y profundizan las cosas.
En
este mismo año de 74 paso de América a París el famoso Franklin,
que fue el principal motor y director de la conducta de su patria. Había
empezado éste por trabajar en una imprenta, y adquirido por este medio el gusto
del estudio, hizo grandes progresos en la física, y adquirió en ella y en el
arte de gobernar un concepto que (con justicia o sin ella en esta última parte,
de lo cual prescindo) inmortalizará su memoria.
El
entusiasmo con que hemos visto se miraban en Francia los asuntos de América,
aumento aún más con la llegada de Franklin, e hicieron con
él las mayores demostraciones, teniéndose por dichosas las damas más lindas,
jóvenes y petimetras, el día que le tenían a su lado o que les hacía alguna
distinción.
Con
tales principios, era difícil no consiguiese en breve su intento, y así se
firmaron los preliminares del Tratado con la Francia en 17 de Septiembre de 77,
concluyéndose éste enteramente en 26 de Febrero de 78.
En
este año continuó la guerra en América, y los americanos tuvieron, entre otras
ventajas, la de ganar la batalla de Monmouth, en cuya victoria tuvo la mayor parte
el caballero Thomás Mauduit, mi amigo, que, haciendo pasar seis cañones por un
terreno fangoso que los enemigos creían impenetrable, los tomó por el flanco,
obligando a los ingleses a retirarse precipitadamente. Este oficial hizo
distinguidos servicios en la guerra de América, y posteriormente en esta
revolución de la isla de Santo Domingo. En premio de ellas le habían dado el
regimiento de infantería de Puerto Príncipe, cuyos soldados, después de haberle
amado como padre, le asesinaron el día 4 de Marzo de este año de 91, seducidos
y engañados por un partido de facciosos, de que ha sido la víctima, como puede
verse más por menor en el extracto que he escrito de su vida, haciéndole
imprimir con su retrato.
Hállase
de ello un testimonio auténtico en la página 36 del tomo II de L'Histoire impartiale des événemens
militaire et politiques de la dernière guerre, citado más arriba.
El
Doctor B. Rusb dice, entre otras cosas, en una carta,
hablando del caballero de Mauduit lo que se hallará en la nota 21.ª
Concluido
ya, como hemos visto, el Tratado de alianza entre los franceses y americanos, y
reconocida por aquellos su independencia, era preciso obrasen aquéllos con
arreglo a él.
El
carácter francés es naturalmente ligero, inquieto, ambicioso y dominantes y el
día de hoy es lo mismo que lo defina César cuando decía de
ellos: Nimium feroces ut liberi
sint; nimium superbi ut serviant. Son muy pocos los individuos que
no lo acrediten así, aún en los países extranjeros, queriendo dar en ellos el tono
y la ley; y esto, los mismos infelices peluqueros y artistas, que se ven
obligados a salir para buscar su subsistencia. Así me lo dijo en una ocasión,
hablando de esto, mi tía la Duquesa de Rohan (que Dios haya): Nos françois ne vont pas voir les autres
pays; i1s n'y vont que pour se faire voir. Por consiguiente, sería
difícil que el Gobierno no se resintiese de estas calidades. Cualquiera que lea
con reflexión la historia de Francia, verá que ellas han sido la causa de las
continuas divisiones y discordias intestinas del reino. Verá también que,
sujetos bajo el Gobierno firme del Cardenal de Richelieu,
aunque por medio de él y del sistema que estableció se reunió y tranquilizó en
su interior la Francia, empezó su Gabinete a ejercitar su predominio e intriga
sobre las demás Cortes de la Europa. Autorizábanse a hacerlo por su posición,
que decían les obligaba á
prévenir les événemens pour ne pas se voir obligés à être entraînés par eux. De
esto ha resultado que nada se hacía en la Europa en que no tuviesen parte
activa, siendo París el centro de las negociaciones, como lo había sido Roma en
el tiempo que los Papas disponían a su arbitrio de los Imperios.
La
Francia fue la que sostuvo las revoluciones de Holanda y Portugal contra la
España. Ella ha apoyado últimamente la segunda de Holanda en este año de 87,
igualmente que la de América, y así, era preciso fuese la primera que
reconociese, como lo hizo, su independencia. No es, pues, extraño ni injusto
que, habiendo protegido tanto el espíritu de ella, se vea reducida en el día a
ser la víctima de sus resultas.
Instruidos
los ingleses de la conducta de la Francia, se prepararon a tratarla como
enemiga, e hicieron salir una escuadra, compuesta de 25 navíos de línea, a las
Órdenes del Almirante Keppel. Los franceses armaron a toda
prisa la suya en Brest, y su comandante, el Conde de Orvilliers, hizo adelantar
algunas fragatas que, cruzando en la Mancha, reconociesen los movimientos de la
escuadra enemiga.
Se
encontró la inglesa con las dos fragatas francesas la Licorne y la Palas, sobre las cuales
tiraron con bala, pretendiendo debían bajar el pabellón; pero no habiéndolo
hecho, y sí respondido con una descarga de fusilería, se vieron forzadas por la
escuadra a rendirse, y las condujeron como presas a Porsmouth.
Otra
fragata inglesa, llamada la Aretusa,
se encontró el 17 de Junio con la francesa llamada la Belle Poule, mandada por Mr.
Clocheterie. Intimado éste por el Comandante de la fragata
inglesa de venir a presentarse al Comandante de su escuadra, lo rehusó,
diciendo que la comisión que tenía no le permitía perder tiempo. Entonces,
queriendo el inglés obligarle a ejecutarlo por la fuerza, se empeñó a tiro de
pistola un combate el más sangriento, que obligó a la fragata inglesa a
retirarse, tan maltratada, que ya no respondía al fuego del enemigo, siéndole
imposible a la francesa el perseguirla sin caer en medio de la escuadra
inglesa. Esto le obligó a retirarse al puerto de Brest, donde fue recibida con
los aplausos debidos al valor y buena conducta de sus jefes y marinería.
Noticioso
Keppel de que las fuerzas que se preparaban en Brest eran muy superiores (pues
la escuadra francesa se componía de 33 navíos, y la suya sólo de 23), resolvió
retirarse a la rada de Santa Elena el día 27 de Junio, habiendo dejado en
crucero dos navíos y tres fragatas, que condujeron a Porsmouth dos buques
mercantes franceses, con pretexto de llevar cargamento a la América. Estos
buques persiguieron a la fragata francesa la Efigenia, que, en su retirada, atacó e hizo prisionera a la inglesa la Libely.
Este
pronto regresó de Keppel excitó mucho disgustó en el pueblo inglés, que
culpaba, no al General, sino al Ministerio, por haber hecho salir la escuadra,
exagerando antes la superioridad de sus fuerzas, para obligarles a retirarse
vergonzosamente pocos días después por la reconocida inferioridad de ella.
Estas hostilidades dieron ocasión, como siempre, de escribir varios papeles,
inútiles para comprobar cuál de las dos partes había sido la agresora, lo cual justifican
bastante los mismos hechos referidos arriba. Pero aun cuando por ellos parece
no queda duda de haber sido los ingleses los agresores, tomando la cosa en su
origen, los verdaderos agresores fueron sin duda los que, reconociendo la
independencia de unos vasallos rebeldes, y tratando con ellos, fueron los
primeros que faltaron directamente a la buena fe y buena inteligencia debida a
la Inglaterra, con quien estaban en plena paz.
El
día 8 de julio salió finalmente de Brest la flota francesa,
compuesta de 31
navíos de línea, seis fragatas, dos brulotes y dos bastimentos
pequeños, y se
reforzó luego con un navío y cuatro fragatas. El Almirante
Keppel volvió a hacerse a la mar, reforzado ya hasta: el número de
30 navíos.
Avistáronse
las dos escuadras durante cinco días, en los cuales se separaron de la francesa
algunos navíos, y así quedó ésta inferior en número a la inglesa. No obstante
esto, habiéndose empeñado en un combate las dos escuadras el día 27, en la
altura de Ouessand, fue éste sumamente reñido, y los ingleses perdieron en él
más de 1.500 hombres, y se retiraron, muy maltratados, por la noche, a
repararse a Porsmouth, habiendo apagado sus faroles para poderlo ejecutar
tranquilamente. Mr. D'Orvilliers conservó el campo de batalla hasta el día
siguiente, y se retiró el 29 a Brest a repararse igualmente de lo que había
padecido.
Este
reñido combate, en que los dos partidos cantaban la victoria (como se ha visto
varias veces), no tuvo otra consecuencia que la de reemplazar sangrientamente
un Manifiesto tranquilo que autorizase la declaración de guerra con un
rompimiento de hecho, en que padeció mucho más la humanidad sin utilidad
ninguna. Tanto en Londres como en París fue muy bien recibida la noticia de
esta pretendida victoria; pero cuando llegaron posteriores y más verdaderos
detalles del programa, se cambió el regocijo en crítica, dolor y sentimiento.
El duque de Chartres (hoy de Orleans), que, como
voluntario, había ido en la flota, llevó a Versailles este aviso, y fue
recibido allí y en París con el mayor entusiasmo en el primer momento. Cesó
después éste, mudándose en una opinión bien diferente que hacía poco honor a la
conducta personal del Duque de Chartres, a la cual se atribuía el no haber sido
batidos los ingleses. Sea de esto lo que fuese, lo cierto es que se dio al
Duque de Chartres el mando general de las tropas ligeras,
lo que prueba a lo menos que había dado pocas esperanzas para la carrera
marítima, y que no eran mucho mayores las que podían fundarse sobre él para la
carrera de tierra, ni para el mando de los ejércitos, a que su nacimiento
parecía destinarle. Parece que un premio semejante, después de un combate de
mar, era sólo el efecto de la necesidad de acreditar al público, en honor al
Duque, que S. M. y la marina reconocían en dicho Príncipe más valor personal
que calidades para el mando.
Dicen
que acaeció precisamente en aquel tiempo en Londres, entre dos cocheros, en
Ludgate-Hill, una de aquellas peleas que se ven frecuentemente en aquella
ciudad, y que el público dijo ser un mal remedo del combate de Ouessand.
Después de un largo rato de combate, uno de los campeones dio al otro una
puñada que le echó en el arroyo. Queriendo entonces sacar partido de su
situación, determinó quedarse allí tranquilo descansando. Dijo al otro uno de
los espectadores que por qué no
le hacía levantar para continuar la pelea o confesar que estaba batido. El que quedó en pie, que también estaba cansado de pelear, respondió que estaba esperando a que se levantase
su compañero para continuar la pelea como hombre de bien. (Es de
notar que no es permitido, según las leyes establecidas por estos combates,
tocar al que cae en el suelo ínterin no se levanta.) Entretanto, vino la noche,
y entonces cada cual se retiró a la taberna más inmediata a contar su victoria.
Después de frescos, y de decir que, en estando convalecidos, volverían a medir
sus fuerzas, el uno se fue a su casa por el camino más corto, y el otro perdió
el camino, sin saber adonde estaba hasta que se vio a la puerta de la suya.
A
la verdad que es muy doloroso dar un combate tan sangriento para que lo mejor
que resulte de él sea una chanza de esta especie. Con todo, tuvo un efecto
directo y favorable para los ingleses, pues habiéndose retirado después de él
la flota francesa, pudieron entrar libremente sus navíos mercantes que venían
de la India, y cuya carga excedía del valor de millón y medio de libras
esterlinas.
Por
otra parte, la Francia hizo ver a la Europa que, aun con fuerzas inferiores, no
debía temer el presentarse a la marina inglesa.
Luego
que, verificado el combate de Ouessand, no quedaba ya duda ni interpretación
que dar a las intenciones de la Francia, empezó ya la Corte de Versailles a
reclamar abiertamente los socorros estipulados por el Pacto de familia. Acababa
de llegar a Madrid como Embajador de Francia el Conde de Montmorin, que había
relevado en ella al Marqués de Ossun, el cual había más de
veinte años se hallaba de Embajador cerca del Rey Carlos, a quien había
acompañado en calidad de tal desde Nápoles. Como este amable Soberano se
aficionaba a las personas que trataba, y que, además de esto, la edad y aspecto
respetable de este Embajador prevenía a su favor y agradaba al Rey, le vio S.
M. partir con sentimiento, tanto más, que recelaba hubiese en su retiro
personalidades e intrigas de la Corte de Francia, diametralmente opuestas a su
personal carácter.
El
Conde de Montmorin, a quien el Rey de Francia profesaba una particular
inclinación por haber sido su menino, tenía entonces poco más de treinta años,
y sólo había estado empleado en Alemania en la pequeña Corte de Coblentz, de
donde el mismo Rey le sacó para la Embajada de España. Estos antecedentes, y la
poca representación exterior de su persona, hicieron que el Rey, que
naturalmente no gustaba de ver caras nuevas, hallase dificultad en
acostumbrarse a la suya en lugar de la del viejo Ossun, y así tuvo Montmorin un
noviciado algo duro, y que hacía más difícil el logro de su principal comisión,
que era empeñarnos en la guerra. Había también algo de política de nuestra
parte en tratarle con frialdad, para adormecer más por este medio al Embajador
de Inglaterra, Mylord Grantham, y hacerle ver nuestra repugnancia a prestarnos
a entrar en guerra contra los ingleses, apoyando la revolución de sus Colonias.
Tenía tanta más razón para creerlo, que la separación y el establecimiento de
un Imperio independiente en el continente de la América debía ser más dañoso
para la España que para ninguna otra potencia de la Europa.
Rehusó,
pues, la España cuanto pudo el entrar en esta guerra, y, entre otros argumentos
que hizo a la Francia para disuadirla, uno de ellos parece no admitía réplica.
Decía, pues: o las Colonias tienen por sí fuerzas suficientes para separarse de
la Inglaterra, o no. En el primer caso, no necesitan de nuestro socorro, y
nosotros podemos evitar el dar a la Inglaterra un justo motivo de queja para lo
sucesivo, como lo haríamos declarándonos abiertamente por sus Colonias. Tanto
éstas, como la Gran Bretaña, quedarán suficientemente debilitadas después de
haber sostenido una guerra, de la cual resultará la separación, a que la
Francia aspira. Si, al contrario, la Inglaterra logra sujetar las Colonias, las
reconquistará arruinadas, y además de lo que se debilitará ella misma para
conseguirlo, en vez de serle de la utilidad de antes, ofendidas por la
humillación actual, se exaltará más, en vez de apagarse, su natural espíritu de
independencia, y serán un objeto de carga y de continua discusión para la
Inglaterra, que necesitará mantenerlas en sujeción por una fuerza enteramente
contraria a su constitución. De esto deberá resultar indispensablemente un
continuo contraste y guerra intestina que los devore y debilite recíprocamente
por mucho tiempo.
Con
todo, los franceses tenían tomado su partido, como se ha visto, y habían
contado, como siempre, arrastrarnos a él. Todo lo que pudo lograr la Corte de
España fue entretener y dilatar la negociación que entabló con la Inglaterra,
para dar tiempo a que entrase libre en Cádiz, como efectivamente sucedió, la
flota que se esperaba de América.
El
Marqués de Almodóvar, a quien yo relevé en la Embajada de Portugal, pasó de
ella a la de Londres, para acreditar más las intenciones pacíficas de la
España.
Tenía
ésta también otro poderoso motivo para retardar su declaración de guerra. Había
muerto en aquellas circunstancias en Alemania, sin dejar sucesión, Maximiliano
Josef, Elector de Baviera, cuyos Estados debía heredar,
como pariente más inmediato, el Elector Palatino. Reconociendo éste desde luego
los derechos que el Emperador pretendía tener sobre una gran parte de sus
nuevos Estados, contigua a los suyos, hizo con él un pacto a los cuatro días de
la muerte de su predecesor. Celoso, y con razón, el Rey de Prusia, de este
aumento de poder de su rival, movió secretamente por medio del Coronel Goertz al Duque de Dos Puentes, para que, como
inmediato heredero del Palatino, se opusiese abiertamente a dicho pacto y
pidiese auxilio a la misma Prusia para sostener sus derechos o impedir el
engrandecimiento de la Casa de Austria, en perjuicio del equilibrio del
Imperio. Escribió, pues, una carta al Rey de Prusia, que sólo esperaba este
título para autorizarse a salir a campaña, como lo hizo, poniéndose a la frente
de 100.000 hombres, a que se unieron 20.000 sajones.
El
día 5 de Julio entraron los prusianas en Bohemia por dos partes diferentes: la
una por Sajonia, a las órdenes del Rey, y la otra por la Silesia, a las órdenes
del Gran Príncipe Enrique de Prusia. Fue tal la conducta
del respetable y experimentado General Laudon, que mandaba el ejército del
Emperador, que, apostado ventajosamente sobre el Elba, le fue preciso al
Príncipe Enrique abandonar la Bohemia, sin poder verificar su reunión
premeditada con el ejército del Rey de Prusia. Pasóse el verano sin que
ocurriese particular acción. Las tropas ligeras hicieron varias incursiones en
Sajonia, y Laudon hubiera tomado a Dresde, si las órdenes de la Emperatriz
madre, María Teresa, que sólo aspiraba a la paz, no se lo
hubiesen impedido.
Las
operaciones militares del invierno sólo se verificaron en el Condado de Glatz,
donde el General Wurmser se distinguió contra los prusianos, y asaltó y deshizo
en Habelschwerdt el cuerpo que mandaba el Príncipe de Hesse-Philipstad, que se
vio precisado a rendirse a los austriacos, dejándoles dueños de la ciudad,
almacenes y establecimientos que en ella tenían.
La
Francia y la Rusia debían por sus Tratados particulares dar respectivamente
socorro al Emperador y a la Prusia. Pero como por una parte no veían
resultarles interés directo en la decisión de esta disputa, y por otra la
Francia aspiraba a hacer la guerra a la Inglaterra, y los tártaros de Crimea
amenazaban a la Emperatriz, ésta y el Rey de Francia tuvieron por conveniente
preferir el ser mediadores a obrar como auxiliares. Conviniéronse, pues, en un
armisticio las dos potencias beligerantes, y se entabló la negociación de paz
en Teschen. Rehusaba el Emperador prestarse a ninguna de las proposiciones que
se le hacían, sobre lo cual estuvo para romper con su madre. Esta le envió al
Gran Duque de Toscana, que había hecho venir de Italia a
este fin, conociendo la influencia que tenía sobre el espíritu de su hermano.
Le recibió S. M. I. con bastante frialdad; pero al fin cedió a sus razones, y
más aún a las instancias de su madre, y se firmó la paz el día 15 de Mayo. Por
ella restituyó el Emperador una parte de lo que había tomado en Baviera,
reservándose la que hay entre el Danubio y el Inn, la ciudad de Salzburg, que
une el Tirol con la Austria superior, y las de Braunau y Schärding, siendo la
Francia y la Rusia garantes del cumplimiento del Tratado.
Desembarazada
ya la Francia del justo recelo que teñía la España de verla empeñada a un mismo
tiempo en una guerra de mar y de tierra, pudo ya el Rey Carlos tomar
decididamente su partido y dar en consecuencia sus órdenes positivas al
Embajador, Marqués de Almodóvar, que se hallaba en Londres. Mandóle retirarse
de aquella Corte luego que hubiese entregado el Manifiesto de la declaración de
guerra, y lo ejecutó en 16 de junio de 79.
El
23 de aquel mismo mes salió de Cádiz la escuadra española, a las órdenes del
Teniente general D. Luis de Córdoba, compuesta de 33 navíos de línea, a los
cuales debían unirse en la altura del Ferrol otros ocho, mandados por Don Juan
de Arce. Hubo algún retardo en esta reunión por falta de
inteligencia en las señales, a que dijeron haberse añadido otros motivos
particulares y personales que se atribuyeron a dicho Arce; pero justificado
éste, recayó la culpa sobre el Mayor de la escuadra, Thomaseo,
a quien se quitó este encargo, que desempeñó después con el mayor acierto y
distinción mi amigo D. José Mazarredo, que se ha
acreditado como un oficial del mayor mérito, no sólo en la escuadra española,
sino en la combinada y en la enemiga.
No
obstante el retardo, el 21 de Julio se reunió toda la escuadra española,
compuesta de 40 navíos de línea, y el 23 se incorporaron 24 navíos de la
escuadra de Córdoba a los 26 que tenía Orvilliers, quedando Córdoba con 16 en
el cuerpo de reserva.
El
día 6 de Agosto se hizo en Ouessant la reunión total de ambas escuadras, que se
dividieron de este modo:
El
cuerpo principal de la escuadra reunida constaba de 45 navíos de línea, a las
órdenes del General Conde d'Orvilliers. Córdoba mandaba sus 16 navíos
españoles, que formaban un cuerpo de observación, y Mr. de la Touche Treville
otros cinco, que formaban una escuadra ligera. Orvilliers estaba en el centro,
Guichen a la derecha y Gaston a la izquierda de la línea de batalla. Reinó
constantemente la mayor armonía y buena inteligencia entre los oficiales y
marinería, que parecían de una misma nación y creo puede decirse no ha habido
jamás dos escuadras más unidas. La permanencia de esta buena inteligencia, que
es de desear dure, será siempre el mayor enemigo de la Inglaterra.
El
Almirante Hardy, que mandaba la escuadra inglesa, aunque
tenía más número de navíos de tres puentes, y que sus buques eran más
uniformemente veleros, se hallaba con todo con 23 navíos y 1.500 cañones de menos
que la escuadra combinada. Por consiguiente, le era imposible empeñar un
combate, y sólo debía limitar sus operaciones a procurar evitarle y a proteger
la entrada de los crecidos y ricos convoyes que esperaba su comercio, y a
defender las costas de Inglaterra, sobre las cuales se amenazaba un desembarco.
Había,
efectivamente, en los puertos del Havre, Honficur y Saint Malo un cuerpo de
tropas, a las órdenes de Mr. de Vaux, conquistador de Córcega. Estaba dividido
en cuatro columnas, cada una de 12 batallones, y la vanguardia debía componerse
de la legión de Lauzun y de seis batallones de granaderos y cazadores, a las
órdenes del Conde de Rochambeau. Dos regimientos de
artillería, dos batallones del regimiento de París, destinados a servirla, 400
húsares y 400 dragones de los regimientos de la Rochefoucauld
y de Noailles debían completar este ejército, para cuyo transporte se hallaban
prontos en los puertos 500 buques. A más de éstos, había también en Dunquerque
los necesarios para conducir un cuerpo de 18.000 hombres, que, a las órdenes de
mi tío el Duque de Chabot, estaba destinado a auxiliar las
operaciones del ejército de Mr. de Vaux.
Todos
estos gastos y preparativos fueron inútiles, y hay quien dice no tuvieron nunca
otro objeto que el de ocupar toda la atención de los ingleses en la defensa de
su isla, para impedirles pudiesen reforzarse en América, donde quería darse el
golpe de la independencia.
El
14 de Agosto entró en la Mancha la escuadra combinada, que sufrió en ella
temporales bastante fuertes. Se presentó delante de Plimouth, donde causó su
vista la mayor inquietud, no dudando que, instruidos del mal estado en que se
hallaba la plaza, iban a verificar un desembarco para arruinar aquel rico
arsenal, que era el mayor golpe que podía darse a la Inglaterra, destruyendo
por este medio su marina. El Conde Robert de Paradès, embarcado a bordo de la
escuadra francesa, hombre de la mayor actividad e intrepidez, había tenido
medios de introducirse en Inglaterra y de facilitarse inteligencias en
Plimotith y sobre las costas meridionales de aquella isla. El que lea las Memorias secretas que
escribió a su salida de la Bastilla, no podrá ver sin dolor que con fuerzas tan
considerables se perdiese una ocasión única de abatir a poca costa el orgullo
inglés. Estas Memorias se han impreso en el año de 1789, y merecen leerse para admirar lo que puede la
inteligencia y actividad de un hombre en esta parte.
El
Almirante Hardy se vio obligado por el tiempo a caer sobre
las islas Sorlingas, y sabiéndolo el 25 los Generales de la escuadra combinada,
se dirigieron a atacarle. El 31 llegaron a avistarse las escuadras; pero la
destreza de Hardy, la ligereza uniforme de la marcha de sus buques y una
equivocación de la escuadra combinada, sumamente dichosa para él, hizo que el
día 3 de Septiembre pudiese llegar a la rada de Santa Elena, anclando al día
siguiente en Spithead. La escuadra combinada entró toda en Brest desde el 12 al
14 de aquel mes, y así tuvieron los ingleses la fortuna de que llegasen a salvamento
303 buques del convoy de la Jamaica, 280 de las Antillas y II navíos que venían
de Bengala y de la China, sobre los cuales estaba el comercio de Inglaterra en
la inquietud que era regular, a vista de las fuerzas enemigas que se hallaban
en la Mancha. Es difícil de perder en menos de dos meses tantas buenas
ocasiones de hacer a poca costa un gran mal, a su enemigo. El único fruto de
este crucero fue la toma del navío inglés de guerra de 64 El Ardiente, mandado por el
Capitán Felipe Boteler, con 523 hombres de tripulación.
Salió éste de Plimouth, y creyendo ser la escuadra francesa la del General
Hardy, caminaba hacia ella con confianza; pero, atacado por el caballero de
Marigny, que mandaba la fragata la Juno, a quien se unió después
el Barón de Mengaud, Comandante de la Gentille, obligaron al navío
inglés a rendirse, y, conducido a Brest, pudo, después de una corta reparación,
salir incorporado a la escuadra francesa, bajo el mando del mismo caballero de
Marigny, que le había apresado.
Era
muy considerable el número de enfermos de la escuadra francesa, siendo
sumamente corto el de la española. Algunos, y, entre otros, el autor de la Historia imparcial, citada
arriba, quieren atribuir esta diferencia a que, siendo frescas las provisiones
de la escuadra francesa y saladas las nuestras, estaban aquellas más expuestas
a la corrupción; pero yo he oído a muchos oficiales imparciales que la
verdadera causa de esto fue el mayor aseo y cuidado que hay en nuestros navíos
de airearlos y regarlos a menudo con vinagre. Como he confirmado por la
experiencia que en general el interior de las casas francesas son sumamente
puercas, no extrañaré lo sean aún más sus navíos, donde se necesita doble
cuidado para mantener la limpieza y pureza de aire.
El
Conde de Orvilliers, que había perdido a su hijo de enfermedad en esta campaña,
afligido con esta pérdida, y con la culpa que injustamente le atribuían del
poco suceso de la campaña, pidió su dimisión, y dejó el mando de la escuadra al
Conde Duchaffault, que en el combate de Ouessant habla
tenido también el dolor de ver caer muerto a sus pies de un balazo a un hijo
suyo. La actividad de este General hizo que a últimos de Octubre volviese a
salir al mar la escuadra, bien que en menor número, a causa de los enfermos; pero
reforzadas las tripulaciones con las de los buques que quedaron en el puerto.
Con todo, la escuadra combinada era siempre superior a la inglesa, la cual fue
a visitar a Porsmouth el lord Sandwith, mandándole se hiciese a la vela al
primer viento favorable. Pero esta nueva salida no tuvo resulta alguna, y
adelantándose la estación, se retiró nuevamente al puerto la escuadra inglesa.
Después
del combate de Ouessant enviaron ya los franceses a América una escuadra, que
salió de Tolón a las órdenes del Conde d'Estaing; pero combatida por los
vientos contrarios, tardó mucho en poder desembocar el Estrecho de Gibraltar,
sin lo cual acaso los primeros socorros de la Francia hubieran sido suficientes
para decidir favorablemente la suerte de las Colonias. Continuaban, pues, en
ellas las hostilidades, y si los colonos, aún estando solos, habían sido
suficientes para contener a los ingleses, el socorro de un aliado poderoso como
la Francia los hacía mucho más temibles. Los sucesos fueron varios; pero los
americanos sacaban ventaja de los favorables, sin descaecer por los adversos.
Como el entrar en el pormenor de los hechos de esta guerra exigiría una obra
sola, y sería ajeno de mi objeto, me remito en el particular a las dos citadas
más arriba, en que podrán hallarse, y trataré únicamente por mayor de los que
pertenezcan a la España.
Hallábase
de Gobernador de la Luisiana Don Bernardo de Gálvez,
sobrino del Marqués de Sonora, Ministro de Indias, mozo de valor y de excelentes calidades, y queriendo dar
muestras de uno y otro, envió una expedición, que se apoderó de los fuertes de
Natchez, Misilimakinac, Panmure (?) y Batonrouge, situados sobre las orillas
del Mississipi, por cuyo medio se internó mucho por este río, y aumentó la
España un terreno considerable y sumamente fértil, facilitando al mismo tiempo
el comercio de pieles. Además de esto, frustró Gálvez por este medio los
proyectos que tenían contratados el General Campbell y el
Brigadier Stuard, los cuales se descubrieron más claramente por las cartas que
se interceptaron, en que se vio las maniobras secretas que hacían para levantar
a los indios contra los españoles.
Por
otro lado, D. Roberto Rivas, Gobernador interino de la provincia de Yucatán,
pensó en destruir todos los establecimientos que los ingleses habían hecho
indebidamente en la bahía de Honduras, abusando del art. 16 del último Tratado
de paz, en que se les había permitido el corte del palo de campeche y las
chozas meramente necesarias para hacerle, pero sin establecimiento formal ni fortificación.
Mientras Rivas se apoderaba de las que allí tenían, el Coronel Darlimple y
Lutrel salieron de la Jamaica para apoderarse, como lo
hicieron, del puerto de San Fernando de Omoa, que es la llave de la bahía de
Honduras, y la comunicación en tiempo de guerra de la provincia de Guatemala y
de toda aquella parte, por cuya razón se había fortificado a toda costa. Fiado
en esto Rivas, obró sin la debida precaución, y no creyendo pudiesen venir a
atacar aquel puesto, no lo dejó suficientemente reforzado cuando marchó a su
expedición de Honduras. Aunque sólo se hallaron 8.000 pesos fuertes en las
cajas de Omoa, se calcula había tres millones de pesos en los registros que
allí se tomaron, sin contar los frutos de América, ni 250 quintales de plata
labrada que había ido de Europa. Luego que supo Rivas esta desgracia, se
dirigió a marchas forzadas para rechazar a los ingleses, que tuvieron que
abandonar su conquista pocos meses después, clavando los cañones. No se
utilizaron éstos tampoco de las riquezas que tomaron, pues el navío Leviathan,
en que las cargaron, pereció en una en una tempestad, en que se perdió también
un rico convoy que pasaba de Jamaica a Europa, escoltado por el navío de guerra el Carolte. Los
ingleses tomaron el navío San
Carlos, de 50 cañones, que pasaba de Cádiz a Cartagena de Indias,
cargado de cañones y municiones de guerra.
Animado
Gálvez con sus primeras conquistas, pensó extenderlas, apoderándose del fuerte
de la Mobila y Pansacola. El primero capituló el día 10 de Marzo del 80; pero
fue preciso suspender hasta el año siguiente la toma del segundo, porque la
empresa era más difícil. Entretanto, los ingleses se apoderaron del fuerte de
San Juan, que les abría la comunicación con el nuevo reino de Granada; pero Don
Roberto Rivas, el Teniente coronel D. Francisco Piñeiro y
D. Josef Urrutia lograron desalojarlos enteramente, y con muy poca pérdida, de
toda la provincia de Campeche, tomándoles 300 esclavos, 10 goletas y otras 40
embarcaciones menores, y haciéndoles otros daños, que, según su evaluación,
ascendieron a un millón de duros.
Una
de las principales ventajas que se propuso lograr el Rey Carlos en esta guerra
fue la recuperación de Mahón y Gibraltar. La honradez y hombría de bien de este
Monarca le habían inspirado constantemente el deseo de restituir a la nación,
siempre que lo pudiese, estos dos importantes puestos, que había perdido al
principio del siglo por poner la Corona sobre las sienes de su padre. Si el
amor que le profesaba le hizo desde luego que llegó a España mandar pagar las
deudas a los particulares, no es extraño desease pagar a la nación entera la
que conocía había contraído en su obsequio. Resolvió, pues, atacar por mar y
tierra la plaza de Gibraltar, a cuyo objeto destinó 26 batallones de infantería
y 12 escuadrones de caballería, a las órdenes del Teniente general D. Martín
Álvarez de Sotomayor, confiando el bloqueo por mar al jefe
de la escuadra, D. Antonio Barceló, que, a haberse
declarado unos días antes la guerra, hubiera podido apresar varios socorros que
entraron en la plaza, que fue embestida a últimos de Julio de 79.
S.
M. lo hizo saber a todas las potencias de la Europa, intimándoles sería tomado
como de buena presa cualquiera buque que, pasando el Estrecho, se le viese
dirigir su rumbo a Gibraltar. Con todo, se experimentaba en ella mucha falta de
víveres y municiones, por lo cual, y aun más probablemente por conocer la
superioridad de su situación, molestaron muy poco a los principios los trabajos
de los sitiadores, que llegaron hasta unas 500 toesas de la plaza.
Mandaba
en ella el General Elliot, cuya reputación era muy conocida, y que por su
constancia, frugalidad y demás calidades, reunía cuantas podían apetecerse para
la crítica situación en que se hallaba. Tenía bajo sus órdenes 5.000 hombres,
la mayor parte hanoverianos. Si Gibraltar hubiera sido una plaza situada en un
peñasco escarpado por todos lados, pero reducido al circuito de una
fortificación regular, hubiera cedido sin duda a los esfuerzos de los
sitiadores; pero la situación de esta plaza la hace absolutamente
inconquistable, a no mediar una traición de parte de los que están dentro, o
uno de aquellos inesperados sucesos de la fortuna que ni pueden preveerse ni
calcularse.
Hállase
la ciudad de Gibraltar situada al pie de la montaña de este nombre, abrigada y
defendida por toda ella. Está coronada de baterías, colocadas algunas en
galerías hechas dentro del mismo monte, donde se está enteramente al abrigo de
la bomba, y aun del cañón, que dirigido de abajo arriba, no puede hacer el
efecto que debiera, El General Elliot es quien más ha trabajado en esta especie
de obras. La altura de más de 1.500 pasos de perpendicular que tiene esta
montaña hace que sus baterías dominen enteramente los sitiadores, sobre los
cuales tiran poco menos que perpendicularmente. Los sitiadores sólo pueden
acercarse a la plaza por una lengua de arena que la une al continente, y que
dificulta mucho los trabajos de la trinchera.
Esta
montaña tiene más de tres millas de largo desde la Puerta de Tierra de la plaza
hasta la punta de Europa, de modo que no se trata sólo de tomar una plaza
regular, aun la más fortificada, sino un espacio de terreno en el cual su
extensión permite plantar verduras, tener ganados, y buscar otros mil arbitrios
contra la escasez, que no pueden hallarse en una plaza reducida sólo a su
recinto. A más de esto, la facilidad de la pesca es otro recurso no común en
las demás plazas. Su situación en medio del mar hace que descubierta y aireada
aquella extensión de terreno, los sitiados que pueden pasearse y tomar el aire
libremente, no están expuestos a las enfermedades y miseria que proporciona
tantas ventajas a los sitiadores la falta de estos recursos (sic). Tienen también otro,
único en su especie, que es el estar tranquilos y al abrigo de la bomba en las
cuevas que a este fin tienen hechas en la montaña, donde, o no llegan, o las
ven caer tranquilamente como si fuese una fiesta de pólvora. La fuerza de las
corrientes del Estrecho y de los vientos que entran por él, ofrecen también un
medio único, sobre los generales que proporciona la incertidumbre de la mar,
para que puedan con facilidad introducirse por ella los socorros, sin que todas
las escuadras del mundo sean capaces de impedirlo enteramente. Efectivamente,
no obstante la infatigable actividad de la escuadra nuestra que apresó más de
300 buques, el cálculo que hacían los negociantes de Lisboa, donde yo me
hallaba, era que de cada tres buques entraba uno, y bajo este pie se arreglaban
para asegurarlos, y ganaron muy buenos reales. Esto mismo prueba la actividad
de nuestra escuadra, pues se ve hizo cuanto puede hacerse en aquella situación.
Tenían
los navíos de guerra y corsarios ingleses, y, sobre todo, los buques destinados
a la comisión furtiva de Gibraltar, un asilo seguro en los puertos de Portugal,
particularmente en los del Algarbe, de donde salían con viento hecho, seguros
de que nadie podría impedirles la entrada en la plaza Los Cónsules ingleses del
Algarbe, y sobre todo el de Tavira, enviaban continuamente barcos portugueses
con refrescos y víveres a la plaza, de los cuales tomamos algunos. El
Ministerio portugués hacía la vista gorda a su salida, coloreada siempre con
falsos pretextos, por no disgustar a los ingleses; pero al mismo tiempo se
manifestaba muy sentido, y convenía en que se tratase con todo rigor a los que
apresásemos haciendo este tráfico.
Todo
esto prueba la infinidad de razones poderosas y peculiares que hay para
considerar como inconquistable a Gibraltar. Esta plaza hubiera podido sin
duda adquirirse, si desde luego que declaró la España la guerra, hubiera
dirigido sus fuerzas contra la Jamaica que, hallándose entonces desproveída,
hubiera sido una conquista segura y fácil, y por su restitución hubieran dado
los ingleses diez Gibraltares.
Hubo
en este año de 79 en la Mancha varios encuentros particulares que hicieron
mucho honor a la marina francesa, entre los cuales el más distinguido fue el
que tuvieron la fragata francesa La
Surveillante, mandada por el Caballero Couëdic,
teniente de navío, y la inglesa La Quebec, mandada por el capitán Jorge Farmer.
Ambas eran de 30 cañones de a 16 y 12 libras de bala, y cruzaban para observar
los movimientos de su escuadra, teniendo cada una consigo un cuter. Se atacaron
las dos fragatas el día 6 de Octubre, y empezó el combate con una andanada a
metralla que disparó la fragata inglesa a la francesa, estando a un tiro corto
de pistola de ella, de modo que sus vergas se tocaron varias veces en el
combate, que duró más de tres horas. Desarboló enteramente la fragata inglesa a
la francesa, que poco después hizo lo mismo con aquélla, echándose
inmediatamente sobre ella al abordaje. Una de las granadas que echaron los
franceses para prepararse a él, pegó fuego a un depósito de pólvora que tenían
los ingleses en la proa, y sin la actividad infatigable de la marinería
francesa, se hubiera comunicado el fuego a su fragata, cuyo bauprés se hallaba
enredado en el cordaje de la inglesa. De 300 hombres que tenía, perecieron 257,
y entre ellos su capitana Farmer, no habiendo podido salvar los franceses más
que 43 hombres, a los cuales tuvieron la noble generosidad de darles su
libertad luego que llegaron a Brest el día 8 de Octubre, considerando no debían
ser prisioneros unos hombres tan valerosos. El Capitán Couëdic tuvo tres
heridas, la una de ellas en el estómago, que se creyó mortal; pero aun estando
así, se mandó transportar al alcázar, y desde allí mandó el abordaje. Tuvo la
fragata francesa 36 hombres muertos y cerca de 100 heridos. Los dos cuters
trabaron igualmente combate, y Mr. de Roquefeuille, que
mandaba el francés, había ya apresado a su enemigo, cuando tuvo que abandonarle
para venir al socorro de La Surveillante que
estaba enteramente desarbolada, y que remolcó así hasta Brest.
Inquieta
y cuidadosa la Inglaterra de la conservación de Gibraltar, y conociendo que la
exactitud de nuestro bloqueo por mar y tierra no permitía fuesen suficientes
los socorros furtivos que podían introducirsele, resolvió enviar un convoy
considerable, sostenido por una escuadra que protegiese su entrada a toda
costa. Destinó para mandarla al Almirante Rodney que en la guerra pasada había
conquistado la Martinica.
Hallábase
entonces dividida la escuadra española, de la cual 20 navíos se habían quedado
en Brest a las órdenes del Teniente general D. Miguel Gastón,
habiéndose restituido a Cádiz D. Luis de Córdoba con el resto de ella que se
hallaba maltratada por los temporales, y necesitaba absolutamente repararse,
para poder volver a salir a la mar. La escuadra combinada se hizo a la vela
desde Brest el día 1º. de Enero para cortar el paso a la escuadra inglesa,
destinada al socorro de Gibraltar; pero se vio tan combatida de los vientos
contrarios, que le fue preciso volver a tomar puerto el día 3 de Febrero, sin
haber podido encontrar a los ingleses que a fines de Diciembre habían ya salido
de la Mancha.
Encontró
el Almirante inglés el día 8 de Enero a76 leguas del Cabo de Finisterre un
convoy español que salía de San Sebastián cargado de municiones y pertrechos
navales, destinados para la escuadra de Cádiz, y se apoderó de él sin
resistencia.
Este
feliz suceso fue un presagio de otros mayores que le sucedieron.
Hallábase
D. Juan de Lángara cruzando con 13 navíos entre los Cabos
de Espartel y de San Vicente para observar la escuadra inglesa, y después de
varios días de niebla, se encontró entre Cádiz y el Cabo de Santa María con la
escuadra inglesa de Rodney, que la niebla le impidió ver hasta tenerla ya
encima.
Desde
Septiembre estaban todas las Gazetas anunciando la venida de esta escuadra, y
su lista de 14 navíos, que yo la había remitido a la Corte desde Lisboa, y
avisados sus refuerzos, y así no he podido nunca alcanzar la razón que pudieron
tener para exponer un corto número de buques a unas fuerzas muy superiores.
Para observación, bastaban fragatas, cuters y otras embarcaciones veleras; y
para resistir, no era suficiente aquella escuadra, y así aun cuando ésta
tuviese orden de retirarse, vista la superioridad de fuerzas de la Inglaterra,
no era del caso exponerla a no poderlo hacer, o por la niebla, que fue la que
impidió el reconocerla bien, o por otras tantas casualidades inevitables, de
las infinitas que ofrece la inconstancia y poder despótico del mar. Formó
Lángara como pudo su línea de combate, y se disponía él; pero a vista de la
superioridad de Rodney, que tenía más de 20 navíos de línea, después de tomado
por medio de las señales el dictamen de los capitanes de su escuadran, opinaron
éstos por una pronta retirada al puerto más inmediato. Los navíos ingleses, más
veleros que los españoles pudieron darles caza, obligando a II de ellos a tener
que batirse en retirada. Apenas empeñado el combate, se voló el navío español Santo Domingo, el
cual,
desarbolado por el viento, iba atrasado de los otros. Su
capitán Mendizábal, que pocos meses antes había estado en Lisboa,
estándonos
paseando en el jardín, y diciéndole yo
no me volviese a entrar allí sin un navío de guerra inglés, lo menos, me respondió: Esté usted seguro
que a mí no me tomarán los ingleses, porque o yo los tomo, o me han de hacer saltar antes que rendirme. Es lástima se verificase tan pronto su profecía, por un acaso, y que a lo menos
la pérdida de este valeroso y honrado vizcaíno no fuese después de un combate
más glorioso y útil.
El
navío El Fénix, en
que iba D. Juan de Lángara (que fue herido en este combate) se vio obligado a
rendirse a la superioridad de fuerzas, después de haberle desarbolado, y sólo
entraron en Cádiz cuatro navíos, de los once que hablan combatido; pero
empeñados en la costa dos de los siete tomados, los ingleses, que no la
conocían bien, se vieron precisados a pedir a los españoles les salvasen; pero
estos se rehusaron a hacerlo ínterin no los pusiesen en libertad, como lo
hicieron, declarándose sus prisioneros, por ser el único medio que les quedaba
para salvar sus personas y los buques, que los oficiales españoles entraron
felizmente en Cádiz. Continuó Rodney felizmente en su ruta, y entró glorioso y
triunfante en Gibraltar, desde donde destacó cuatro navíos de guerra a Mahón
con provisiones y caudales.
Observaron
algunos la rara casualidad de que todos los navíos salvados tenían nombres de
Santos, pues el Santo Domingo se
voló, y así no quedó en poder del enemigo, que sólo tomó los que tenían nombres
profanos. Respetando como es justo la piedad que en si encierra esta reflexión,
yo prefiero no se den a los buques nombres de Santos, pues aun cuando a cada
uno se le quisiese dar en su interior un protector particular, cuya imagen
fuese la de su Capilla, como las maldiciones y juramentos de la gente de mar es
su lenguaje corriente, si un navío se atrasa, se adelanta o hace algo que no
conviene, llueven contra él las maldiciones y las indecencias que, aunque
dirigidas en el interior sólo contra el navío, son proferidas en realidad
contra el título que tiene, sin exceptuar el de la Santísima Trinidad, de la
Concepción, etc., etc., lo cual es una irreverencia (aun perdonando la
blasfemia), que no contribuirá ciertamente como mérito a que el Santo protector
esfuerce con Dios su interposición a su favor.
Reparada
la escuadra española de las averías ocasionadas el año antecedente por los
temporales, y deseoso el Rey Carlos de hacer ver que la pérdida de los navíos
de Lángara no podía desanimarle, tomó medidas más vigorosas para continuar la
guerra. Hizo salir con destino a América una escuadra de 12 navíos y 8 fragatas
que a las órdenes de D. Josef Solano, se hicieron a la vela desde Cádiz,
escoltando un convoy de 42 velas, cuya carga se evaluaba en 20 millones de pesos
duros. Este prudente General sabía que las escuadras inglesas de América
estaban todas en observación para caer sobre esta gran presa que, a más de su
riqueza, era de la mayor importancia, por componerse la mayor parte de su carga
de socorros militares para la continuación de la guerra y la defensa del reyno
del Perú. La sugestión de los ingleses había fomentado en él la discordia,
queriendo hacer valer los derechos de los Incas, antiguos soberanos del país.
Pretendía ser descendiente de ellos un cierto Tupa Amaro
que se puso a la cabeza de los rebeldes, y que hizo mucho daño en el país antes
de que pudiesen conseguir los españoles apresarle y castigarle como merecía,
según se verá más adelante.
Para
salvar el General Solano este rico convoy, le condujo por un nuevo rumbo, por
el cual los ingleses no podían ciertamente esperarlo.
El
Almirante Rodney, que había salido de Gibraltar el 13 de Febrero con 22 navíos
y dos fragatas, sin que D. Luis de Córdoba que se hallaba en Cádiz, pudiese
salir a tiempo para cortarle el paso, se había reunido a principios de Abril en
las Barbadas con la escuadra del Almirante Parquer, a fin de estar más seguro
de poder atacar a Solano con ventaja. No obstante esto, logró este General
burlar enteramente su Vigilancia, y que llegase el convoy a salvamento. Así
pudo efectuarse el 19 de Junio la reunión de su escuadra con la francesa,
mandada por Mr. de Guichen, componiéndose por este medio la combinada de 35
navíos de línea, y llegando las tropas de tierra de ambas naciones en aquellos
dominios a 16.000 hombres con el refuerzo que había llevado Solano a las
órdenes de D. Victorio de Navia. Por esta razón cuando el
Rey le honró con el título de Castilla, escogió oportunamente la denominación,
de Marqués del Real Socorro, como lo merecía la
importancia del servicio que había hecho a la España con la salvación de éste.
Aunque
D. Victorio de Navia, hijo del gran Marqués de Santa Cruz,
oficial del mayor mérito y circunstancias, llevaba el mando de las tropas
españolas de América, como se hallaba allá D. Bernardo de Gálvez,
después Conde de Gálvez, sobrino de D. Josef Gálvez,
Ministro de Indias, lo dispuso de modo éste, que el mando
se dio a su sobrino que se hallaba de Teniente de Granaderos del Regimiento de
Sevilla seis años antes, en la expedición primera de Argel, a la salida de la
cual se hizo Mariscal de Campo a D. Victorio. Éste se restituyó a España, sin
hacer nada, por el efecto de una injusticia que aumentó su mérito por la
moderación con que la sufrió, y confirmó la opinión que merecía la ambición y
vanidad del Ministro que la hizo a favor de un sobrino que, por lo demás, tenía
mérito y excelentes calidades para el mando y para las circunstancias de la
reunión de las tropas españolas y francesas. No habiendo hecho marchar a Navia,
se hubieran hecho brillar igualmente las buenas calidades de Gálvez, sin
ofuscarlas con una injusticia escandalosa. Todos los oficiales franceses que he
conocido de los que han estado en aquellas circunstancias en Santo, Domingo,
hacen mil elogios del Conde de Gálvez, y de sus buenas calidades sociales y
militares.
Había
dilatado D. Bernardo Gálvez hasta este año el sitio de Panzacola, y para él
hizo venir de la Habana los refuerzos necesarios, y aunque los primeros
tuvieron la desgracia de padecer una tempestad que los separó e hizo perecer
mucha gente, con todo, la que quedó fue suficiente para hacer la importante
conquista del puerto de Panzacola, sus fuertes y terreno dependiente de ellos.
Rindióse
la plaza el 9 de Mayo de 81, después de doce días de trinchera abierta, y a los
sesenta y uno del desembarco hecho en la isla de Santa Rosa. Se hicieron en
ella1.700 prisioneros de tropa, y más de 1.400 negros. Mandaba la plaza el
Vicealmirante Chester, Comandante de la Provincia, y bajo
él, el Mariscal de Campo Cambell.
Aunque
el país es en sí poco poblado e inculto, la posición del puerto era sumamente
importante para los ingleses, por estar a la entrada del seno Mexicano; a más
de que la Jamaica sacaba de allí muchos artículos de consideración, como
índigo, algodón, peletería y palo de tinte, de modo que en el año anterior el
valor de las exportaciones había ascendido a 122.000 libras esterlinas, y el de
las importaciones a 150.000. Esta pérdida fue muy sensible para los ingleses, y
luego que llegó a Londres la noticia, hubo en la ciudad por más de 300.000
libras esterlinas de pérdida. El Teniente general don Josef Solano, hoy Marqués
del Socorro, auxilió con sus fuerzas marítimas esta expedición en que D.
Bernardo de Gálvez hizo ver su intrepidez, siendo el
primero que, no obstante las dificultades que le oponían algunos marinos, entró
con una fragata en el puerto de Panzacola, para probar la posibilidad de
hacerlo. En memoria de esta acción le concedió S. M. poner en sus armas una
fragata con un lema análogo a ella. En este sitio murió a la cabeza de mi
regimiento Inmemorial del Rey mi
sucesor D. Luis Rebolo, hombre de excelentes calidades, y
que amaba con entusiasmo la carrera militar, como lo prueba el hecho siguiente.
Era Sargento mayor de mi Regimiento, y yo deseaba lograr para él algún buen
retiro proporcionado a su mérito, pues estaba ya algo pesado para el empleo.
Proponiéndoselo un día que paseábamos juntos, se volvió a mí con gran viveza,
diciéndome: Eso no, mi Coronel,
retiro no; yo he de morir al pie de mis banderas, y si pierdo los dos pies y
las dos manos, haré que me pongan en la trinchera por salchichón. (No
lo hubiera sido malo a la verdad, porque era bien gordo.) Esta expresión
original prueba el celo y amor que este honrado Oficial tenía a su carrera.
Hablaba de ella continuamente, y llevaba constantemente consigo un retrato del
Cid Campeador, debajo del cual había puesto estos versos:
Héroe español, a ti
solo
|
en tus virtudes y
hazañas
|
pretende imitar
Rebolo.
|
Una
partida de indios emboscada, le proporcionó la suerte que tanto deseaba; pero
tuvo el disgusto de morir sin tener antes la satisfacción de saber se había
logrado la conquista que le costaba la vida, y que hubiera sacrificado con
doble gusto por su Rey y por su patria, como lo deseaba.
Habían
gastado los ingleses desde el principio de la guerra más de 10.000 libras
esterlinas en fortificar a Panzacola, cuyos nuevos castillos apreciaron los
ingenieros españoles en más de millón y medio de pesos fuertes. Halláronse en
la plaza 143 cañones, 6 obuses y 40 pedreros, con muchas municiones de guerra y
boca.
El
18 de Agosto se apoderó igualmente Gálvez de San Agustín de la Florida, con lo
que quedaron dueños de aquellas provincias los españoles, y la Georgia
descubierta a las invasiones que quisiesen hacer en ella. También se apoderó de
las islas Bermudas otra expedición española enviada a este fin a las órdenes
del Teniente general D. Antonio Cajigal. Tomaron igualmente los españoles el
fuerte de la Concepción, que está a la entrada del río de San Juan.
El
gran número de corsarios que cubrían los mares produjo el mismo efecto que por
la necesidad de mantenerse suele producir frecuentemente la demasiada
concurrencia, esto es, la mala fe y falta de observancia a las reglas en su
tráfico. Aumentábase, pues, cada día el número de las presas injustas, en
perjuicio conocido del libre comercio de las potencias neutras. Como los navíos
de guerra y los Almirantazgos, particularmente el de Inglaterra, sostenían en
lo posible sus corsarios, resultaba de esto una disputa continua entre las
Cortes, que proporcionó a la Francia un nuevo medio de contener a la
Inglaterra.
Trabajaba
ésta todo lo posible en Rusia para que la Emperatriz se declarase a su favor, y
efectivamente, empezó a hacer un armamento a vista de las instancias de mi
amigo Harris, de quien tengo hablado arriba, refiriendo la respuesta que dio en
esta ocasión al Ministro Panine.
La
política, que nunca duerme, y que acierta siempre que estudia el carácter de
las personas con quien tiene que hacer, y siempre que sabe dirigirle
oportunamente a sus fines, propuso a la Emperatriz, en vez de una declaración
de guerra costosa y expuesta, un objeto de gloria digno de satisfacer sin
riesgo alguno su amor propio, y el más oportuno para empeñarla y hacerla creer
daba la ley a la Europa, y dominaba los mares, aun sobre la misma Inglaterra,
que se había creído hasta entonces dueña absoluta de ellos. Este fue el de una
neutralidad armada de todas las Potencias neutrales, a cuya cabeza se hallaría
la Emperatriz, y cuyo objeto fuese reprimir los excesos con que las mismas
Potencias beligerantes interrumpían el libre comercio de las neutras. Un objeto
tan digno de la grandeza de ánimo de la Emperatriz, fue adoptado inmediatamente
por S. M. I. con el mayor gusto. Adhirieron a este Tratado la Suecia, la
Dinamarca y la Holanda, a que después se unieron también en señal de
aprobación, y para darle más fuerza, el Emperador Josef II, el Rey de Prusia y
el Rey de Nápoles. El Rey Carlos dio también la suya en una carta entregada por
el Conde de Floridablanca al Conde de Zenowieff, Ministro
de Rusia en Madrid.
Armó,
pues, la Rusia 15 navíos y I0 la Suecia, la Dinamarca y la Holanda. Publicó la
Emperatriz la alianza por medio de un Manifiesto, y los Artículos del Tratado
eran los siguientes:
I.º
Que todos los navíos neutros podrían navegar libremente de un puerto a otro,
aun sobre las costas de las Potencias actualmente en guerra.
2.º
Que los efectos que hubiese en ellos, pertenecientes a individuos de las
Potencias beligerantes, deberían considerarse como libres, no siendo de los
declarados positivamente por contrabando, como municiones de guerra, etc.
3.º
Que S. M. I. observaría exactamente lo convenido en los artículos I0 y II de su
Tratado de comercio con la Gran Bretaña, relativamente a su conducta con todas
las Potencias beligerantes.
4.º
Que no se consideraría como puerto bloqueado sino aquel en que la Potencia que
lo ataca tuviese constantemente un cierto número fijo de navíos suficiente para
que los buques no puedan introducirse sin conocido riesgo.
5.º
Que estos son los principios sobre los cuales debería arreglarse la legitimidad
o ilegitimidad de las presas que se hiciesen.
Aunque
la Rusia solicitó la adhesión del Portugal, igualmente que la de las otras
Potencias, segura aquella de que la España y la Francia no la atacarían en esta
ocasión como en 62, y deseosa por otra parte de no chocar demasiado a la Inglaterra,
busco siempre paliativos, y sin desaprobar ni desprenderse del derecho a entrar
en la neutralidad que se le proponía, supo contemporizar con todos, y lograr se
concluyese la guerra sin haberse visto precisada a tomar parte ni aun
indirectamente en ella, y a dar a la Inglaterra este motivo de disgusto y de
queja. Aprovechó infinito su comercio de la interrupción del de las otras
naciones que le hacían disimuladamente como antes bajo el pabellón portugués,
con gran ganancia y crédito suyo, y así el comercio sintió mucho en Portugal
ver la conclusión de una guerra que le era tan ventajosa.
Con
todo, no le fue posible evitar, por más que hizo, el dejar de cerrar sus
puertos a los corsarios ingleses, prohibiéndoles entrar en ellos en caso que no
fuese por una extrema necesidad.
Desde
el principio de la guerra hablan sido los puertos de Portugal un asilo para
todos los corsarios y navíos de guerra ingleses. Entraban y salían en ellos
como pudieran hacerlo en los de Inglaterra; vendían sus presas, sacando de los
puertos de Portugal y del país el mismo partido que pudieran de la isla de la
Jamaica. Llegó a tanto el escándalo, que el día 20 de Febrero de 80 se hallaban
anclados en el puerto de Lisboa 20 navíos ingleses entre los de guerra y los armados
en guerra, cuya lista, que remití a la Corte, estando allí de Embajador, es la
siguiente:
Un
navío de 50, tres fragatas de a 36, 28 y 24 y un cúter de la escuadra del
comodoro Jonstone. Esta se hallaba estacionada constantemente en aquel puerto,
de tal modo que, con pretexto de hacer tomar el aire a su tropa y marinería,
llego a hacer un pequeño campamento más allá de la Junquera, a la salida de
Lisboa. Avisado por sus embarcaciones ligeras de todos los movimientos de
nuestros puertos, salía a cosa hecha siempre que lo creía conveniente, y se
restituía poco después a Lisboa a vender las presas que había hecho en su corto
y seguro crucero. A más de esto, se hallaba entonces en aquel puerto el navío
de 74 El Dublín, que entró maltratado por el tiempo, y 15 corsarios. De éstos, tres eran de a 36
cañones; uno de 34 y otro de 32; otro de 26; dos de 22; tres de 20; uno de 14;
dos de 12, y uno de 10 cañones.
Desde
el principio de la guerra había yo hecho vivas instancias para contener estos
desórdenes; pero el interés que tenían algunas personas en el aumento de
derechos de anclaje, que facilitaba la frecuente entrada y salida de los
corsarios, y la ventaja que sacaba el comercio en su aprovisionamiento, y la
venta de las presas, eran un obstáculo superior al deseo que tenía la Corte de
contemplar a la Inglaterra, y a su miedo de disgustarla. Estas consecuencias
las exageraba en gran manera el Ministro de Indias D.
Martín de Mello, que, aunque sumamente honrado e
incorruptible, era muy adicto al sistema inglés, por haber estado de Ministro
en Inglaterra, donde logró la aceptación que se merecía por su talento y buenas
cualidades. Al fin pude lograr que, convencida la Corte de Portugal de nuestras
fuerzas marítimas, y de la buena fe y armonía que deseábamos conservar con
ella, diese S. M. un Decreto prohibiendo la venta y entrada de presas, y aun de
los mismos corsarios, a no ser en caso preciso. Aunque la Corte de Londres se
dio por muy sentida de la conducta de la de Portugal, tuvo que conformarse a
ella, atendida la situación en que se hallaba la Inglaterra.
Hallábase
entonces en Lisboa solo un Encargado de negocios de Francia; pero luego que
vieron llegar como Embajador a Mr. O'Dunne, el mismo que en iguales
circunstancias hemos visto les declaró la guerra en 62, y que vieron
caminábamos de acuerdo, tomaron el partido que yo les tenía propuesto, aunque
de mala gana, y temerosos de las resultas.
También
hubo entonces otro motivo de disgusto entre ambas Cortes, sobre el arreglo
nuevo de tarifas que hizo la de Portugal, y sobre introducción de géneros
irlandeses. La Irlanda, excitada por los enemigos de la Inglaterra, supo
aprovechar oportunamente de la crítica situación en que se hallaba, y armando
una numerosa tropa de voluntarios, hizo ver a la Inglaterra se hallaba en el
caso de hacer lo mismo que las Colonias, si no la concedían lo que deseaba.
Para evitarlo, se vio precisada a condescender en las libertades que
solicitaban para su comercio. De esto resultó el exigir de Portugal las mismas
exenciones para sus géneros que la que en virtud del Tratado de Cromwel
disfrutaban los ingleses para los de la Gran Bretaña. Desde el tiempo del
Marqués de Pombal había ido éste empezando a cortar las
alas al comercio inglés, que, dueño absoluto del de Portugal, tenía casi en
inacción a los negociantes del reino. Este sistema, seguido después por sus
sucesores, ha disminuido mucho en Lisboa el poder y riqueza de los ingleses, y
fomentado el comercio activo del país.
No
hubo en este año de 80 acción alguna verdaderamente decisiva entre las
Potencias beligerantes, pues de las que acaecieron no resultó gran ventaja.
El
Almirante D. Andrés Byland salió del Texel con dos navíos de guerra escoltando
un convoy. El comodoro ingles Fielding quiso reconocer el convoy, y oponiéndose
Byland, haciendo ver no llevaba nada de contrabando, quiso obligarle por la
fuerza, a la cual respondió Byland con una andanada, rindiéndose
inmediatamente, para hacer constar la violencia. El Comandante inglés,
conociendo las resultas, quiso empeñarle a que, enarbolando de nuevo su
pabellón, continuase su rumbo; pero lo resistió el holandés, y se hizo conducir
a los puertos de Inglaterra. Este insulto y otros justificaron que la conducta
de la Inglaterra con la Holanda había forzado a ésta a tomar el partido de
separarse de ella.
El
Conde de Guichen, Comandante de la escuadra francesa de 24
navíos, 3 fragatas, un lugre, un cúter y 3.000 hombres de tropa a las órdenes
del Marqués de Bouillé, salió de la Martinica el día 13 de Abril, y habiendo
avistado el 16, a las inmediaciones de San Pedro, la escuadra de Rodney, la
atacó y duró el combate cinco horas sin resulta alguna de consecuencia. El 15
de Mayo volvió a presentarse Rodney sobre la Martinica, y atacándole Guichen,
tuvo la fortuna de que, detenido Rodney por una calma que le sobrevino, pudo
caer sobre la división de 7 navíos, mandada por Rowley, la
cual maltrató considerablemente; pero tampoco tuvo resulta decisiva este
combate.
El
4 de Mayo perdieron los americanos a Charlestown, y hubo otros varios sucesos
en aquella campaña.
Se
dieron en ella tres combates muy gloriosos, que fueron el de la fragata La Belle Poule, el de La Capricieuse y el de La Ninfa.
Mandaba
la primera, de 32 cañones (famosa por el reñido combate que hemos visto había
tenido con La Licorne), el
Caballero de Kergarión, y avistándose el día 15 de Julio con el navío inglés El Sans Pareil, de 64
cañones, que la atacó, sostuvo con él un combate de tres horas, en que perdió
la vida dicho Oficial Comandante; pero su ejemplo había inflamado el celo de
sus subalternos, y su pérdida excitaba su cólera y valor; y así, su sucesor,
Mr. de la MotteTabourel, no se rindió hasta estar enteramente desmantelado,
falto de equipaje, y con siete pies de agua en la bodega.
La
fragata La Capricieuse, de
32cañones, mandada por el Caballero de Cherval, se
encontró con las dos fragatas inglesas La
Prudente y La Licorne, una de 26 y otra de 28 cañones, y habiéndola
atacado, no se rindió sino después de cinco horas de combate, y tuvo la
satisfacción de que, habiéndose prendido fuego al resto de la fragata que había
quedado, se sumergió a su vista, sin dejar a los enemigos posibilidad de
utilizarse de su triunfo.
La
fragata La Ninfa, de
solo 26 cañones, mandada por el Caballero de Rumain, se
batió contra la inglesa La
Flora, que montaba 44. Empezó el combate a las
seis de la tarde, y
su valeroso Capitán tuvo la desgracia de perecer, después de
haber recibido
cuatro heridas en menos de un cuarto de hora. Viendo los
franceses la
superioridad del cañón del enemigo, conocieron no les quedaba
otro recurso que
el del abordaje, que ejecutaron con la mayor precipitación.
Duró el combate
cuerpo a cuerpo sobre la fragata inglesa más de hora y media,
en la cual
perdieron la vida 60 franceses; entre ellos perecieron Mr. de
Keranstret, primer Alférez; Mr. du Couëdic que, rechazado por un golpe
de lanza, quedó espachurrado entre las dos fragatas. Mr. de
Taillard que, por muerte del Caballero de Rumain, había tomado el
mando de la fragata, tuvo casi a un tiempo dos fusilazos, uno
en la espalda y
otro en el muslo derecho, y un golpe de hacha sobre la cabeza
que le hizo
perder el sentido. Entonces fue cuando los ingleses se
apoderaron de la fragata
francesa, que tuvo el dolor de ver en su poder el valeroso
Comandante francés
Mr. Taillard, cuando volvió en si del golpe que había recibido
por defenderla.
El
navío francés El Conde de
Artois, de 64 cañones, mandado por el
Caballero de Clonard, fue atacado sobre las costas de
Irlanda por los dos navíos ingleses El Bienfaisant y El Charon, el uno de 74 y el
otro de 52 cañones. No obstante la superioridad de estas fuerzas, se defendió
vigorosamente más de dos horas, e intentó su Comandante varias veces abordar el
navío de 74; pero habiendo logrado éste evitarlo, se vio obligado el navío
francés a rendirse a fuerzas tan superiores, agotados los medios de una
gloriosa aunque inútil defensa, que la misma humanidad y el bien del servicio
no permitían pasase adelante.
De
todas las acciones marítimas de este año, la más útil y menos costosa de todas
fue la que logró D. Luis de Córdoba, interceptando un convoy inglés de 64
velas, evaluado en más de millón y medio de libras esterlinas. Llevaba éste a
su bordo cuatro compañías de infantería destinadas a Bombay; un regimiento de
860 hombres, para Jamaica; otro de Hesseses, y 2.500 marineros. Eran sumamente
considerables los pertrechos militares de mar y tierra que conducía este convoy
en que sólo los fusiles pasaban de 80.000. Sólo se escapó del convoy un navío,
mercante, y los dos de guerra y las fragatas que lo escoltaban, que no pudo
alcanzar Mr. de Beausset, aunque les dio caza con su
escuadra ligera. Había a bordo de este convoy muchos pasajeros, y entre otros,
la familia del General Dilling, con otras señoras que iban
a América. S. M. mandó se les asistiese en un todo, y se les restituyese su
equipaje, igualmente que a los oficiales.
El
año de 81 anunció desde su principio operaciones mas vigorosas y decisivas que
el anterior. El comodoro Johnston había salido de Inglaterra con grandes
proyectos secretos contra los españoles.
Hallábase
en Londres un ex-jesuita de esta nación, que hizo creer al
Gobierno que por sus
planos y noticias podría facilitar a la Inglaterra ventajas
muy considerables
en Buenos Aires. Salió, pues, con este fin una expedición
mandada por Johnston
que constaba de 17 buques, comprendidos los transportes
armados. Fundaba todas
sus esperanzas en las noticias de dicho español; pero
habiéndolas examinado mas
por menor, vio que era un impostor medio loco, del cual no se
podía hacer caso
alguno; y así después de haber perdido tiempo y dinero, lo
desembarcó sobre las
costas del Brasil. De allí se vino a Lisboa, donde me contó
mil historias, que
tuve como sospechosas, y lo avisé así a la Corte, a donde pasó
mudando de
nombre en el camino, dándose en Badajoz por Marqués de
Peñaspardas, no obstante de haberle yo dado el pasaporte con el nombre
que me dio de D. F. España, que me dijo ser el suyo. En el
Escorial le
reconoció un Oficial de dragones que aseguro había oído su
misa en Buenos
Aires, y en virtud de este y de otros indicios, le arrestaron
como reo de
Estado en el cuartel de Guardias de Corps, donde se halla hace
años, sin que la
variedad e incoherencia de sus declaraciones haya permitido
que hasta ahora se
dé contra él una sentencia formal.
Este
hombre hizo, sin saberlo, un gran servicio a los holandeses y a la causa que
defendía la Casa de Borbón. Necesitado Johnston de refrescos por el tiempo que
había perdido con él por las mentiras del ex-jesuita, sobre las costas del
Brasil, le fue preciso tomar puerto en las islas de Cabo Verde en el llamado
Santiago. La Corte de Francia, que sabía que la expedición de Johnston se
dirigía principalmente contra el Cabo de Buena Esperanza, envió para salvarle
al Bailió de Suffren, que con su escuadra se dirigía a defender las posesiones
francesas de la India, a recuperar las que los ingleses hablan tomado a los
holandeses en aquellos parajes, y a atacar en ellos las de los mismos ingleses.
El
16 de Abril se halló sorprendido el comodoro Johnston con el aviso que le
dieron de que se avistaban II velas francesas. Acercándose éstas al puerto,
entraron en él a mano armada, y dando fondo, emprendieron dentro de él al
áncora un reñido combate, en el cual se vio precisado Suffren a cortar los
cables y a continuar su ruta perseguido por Johnston, que tuvo que retirarse
sin haber hecho presa alguna. Pero el Bailio de Suffren logró el fin que se
proponía en este golpe atrevido y decisivo para su objeto, pues habiendo
maltratado mucho la escuadra y expedición de Johnston, tuvo éste que detenerse
mucho tiempo en Santiago, para reparar sus perdidas. Entretanto Suffren dejo en
el Cabo los refuerzos de tropas que llevaba para aquel destino, y habiendo
tomado los refrescos necesarios para su escuadra, y dejado sobre aviso y en el
mejor estado de defensa aquel importante puesto, como se le había mandado,
continuó su derrota a la India, donde tuvo diferentes combates sucesivos, a
cual más gloriosos, contra los ingleses, logrando casi siempre la superioridad
sobre el Almirante Hughes y los demás que mandaban las
fuerzas navales de la Gran Bretaña; sostuvo en aquellas remotas regiones el
honor de las armas francesas, y defendió las posesiones que en ellas tenían los
holandeses, como más por menor podrá verse en la Historia imparcial, citada más arriba, no siendo
aquí del caso el entrar en el pormenor de estos detalles, ajenos de mi
principal objeto.
El
comodoro Johnston se dirigió cuando pudo al Cabo de Buena Esperanza, que ya no
le fue posible atacar. Al retirarse, tuvo noticia de hallarse en la Bahía de
Saldaña cinco navíos holandeses que venían de la India ricamente cargados, y al
favor de una niebla muy espesa, pudo entrar en ella sin ser visto, hasta que ya
estaba encima. Aunque los holandeses (no quedándoles otro recurso) los hicieron
dar contra la costa y les pegaron fuego, pudieron los ingleses apagarlo en
cuatro de ellos de que se apoderaron, conduciéndolos a Inglaterra como único
fruto de los vastos proyectos a que se había dirigido aquella expedición.
No
puede darse una infracción más manifiesta contra todos los derechos y tratados
reconocidos hasta ahora, que la que acababa de hacer el Bailio de Suffren,
internándose a mano armada en la Bahía de Santiago, para empeñar decididamente
en ella un combate en un terreno neutro. Mucho menos hubiera bastado en otros
tiempos para que la Inglaterra hubiese forzado al Portugal a exigir de parte de
la Francia una satisfacción la más completa; pero el estado de abatimiento en
que se hallaba la Gran Bretaña, la hizo pasar por todo, y fue
muy poco lo que se habló
en Lisboa de este escandaloso procedimiento. Las Monarquías y los hombres
particulares tienen más semejanza entre sí que la que parece regular.
Los
holandeses habían ya empezado sus hostilidades con la Inglaterra, como se ha
visto arriba, y los ingleses les habían tomado sus mejores establecimientos,
como Trincomale y Negapatan en la India; las islas de San Eustaquio, Esequibo y
Demerari en la América, y muchos ricos convoyes. No obstante esto, el Príncipe
Stathouder (inglés en el alma) ponía continuos obstáculos para retardar todos
los armamentos; pero no fueron suficientes, y lograron al fin los holandeses,
hostigados por la Francia, hacer salir una escuadra compuesta de siete navíos
de línea a las órdenes del Contralmirante Zoutman, para proteger su comercio.
Descubrieron los holandeses la mañana del 5 de Agosto una escuadra inglesa de
II navíos, mandada por el Almirante Parker, que iba escoltando
un convoy sobre el Cabo de Tornay en la Noruega. Empeñóse un combate muy reñido
entre igual número de navíos, pero con inferioridad de fuerzas de parte de los
holandeses, que tenían de menos pasados 36 cañones. Con todo, lograron hacer
éstos la más gloriosa defensa, y los buques de ambas partes quedaron muy
derrotados. Es muy digna de notarse la pregunta que el Comandante de una
fragata holandesa hizo a su Almirante durante el combate. Hallándose su buque
imposibilitado de continuarle, hizo señal, no para preguntar, ni para decir se
veía precisado a rendirse, sino para
saber si debía echar a pique la fragata o, volarla con él. Lo que
indica el valor y obstinación del Comandante. El General le respondió que iba inmediatamente a tomar su puesto, como
lo hizo, mandando retirar su fragata de la línea de batalla.
Si
el Stathouder hubiera procedido imparcialmente y de buena fe en esta guerra, el
valor y buenas disposiciones que en ella mostraron los holandeses no dejaban
duda de que este nuevo enemigo hubiera sido de gran consideración. Otro medio,
casi más poderoso que el de las armas, tendrían los holandeses para hacer la
guerra a la Inglaterra, que sería el retirar a un tiempo del Banco de Londres
todos sus fondos, que componen una gran parte de él; lo cual produciría
indispensablemente una bancarrota en Inglaterra; pero como ésta sería sumamente
perjudicial al mismo comercio de la Holanda, éste, y el de toda la Europa están
interesados, y aún obligados a sostener, aún en tiempo de guerra, el crédito de
la Inglaterra, y aún empeñados algunas veces a interesarse en el éxito de sus
operaciones militares, hasta el punto que convenga para sostenerlo.
El
30 de Mayo hubo un combate particular muy reñido entre las dos fragatas
inglesas La Flora y La Crescent, de 36 y 28
cañones, y las dos holandesas de 26, El Briel y El Castor.
Rindióse La Crescent al Briel, no obstante
la superioridad de su fuerza; pero estaba en tan mal estado la fragata
holandesa, que no le fue posible apoderarse de la inglesa, contentándose con
poder ganar el puerto de Cádiz, donde entró afortunadamente, aunque desarbolada
y sin timón. La fragata Castor tuvo que rendirse a las inglesas; pero perseguidas éstas el 19 de Junio por dos
fragatas francesas, el Capitán inglés de La
Flora, llamado William Peer, se vio obligado a
tomar la fuga, en la cual se apoderaron las fragatas francesas de la Castor que
había tomado a los holandeses.
El
Almirante Darby logró introducir nuevos socorros en Gibraltar el día 12 de
Abril de este mismo año de 81.
Llevando
el Rey Carlos adelante su deseo de conquistar a Mahón, escogió para esta
importante empresa al Teniente general Duque de Crillón, digno por su
intrepidez y valor natural de tan distinguido nombre bien conocido en la
historia de Francia. Salió éste de Cádiz el 22 de julio con 12.000 hombres de
desembarco, escoltando los 100 buques que los transportaban, dos navíos de
línea de 70, cinco fragatas, seis jabeques y seis bombardas, cuyas fuerzas
marítimas mandaba D. Ventura Moreno. Los vientos
contrarios obligaron a esta expedición a entrar y detenerse mucho tiempo en el
puerto de Cartagena; pero cambiado finalmente el tiempo, hicieron felizmente la
travesía y llegaron en tres días a Mahón. El 21 de Agosto por la noche se hizo
el primer desembarco en cuatro parajes diferentes, habiendo el General hecho
tres divisiones de su escuadra, para bloquear a un tiempo los fuertes de
Citadela y Fornell. Estuvo en muy poco el que dos batallones enemigos que se
hallaban ocupando unos puestos distantes del fuerte de San Felipe, no fuesen
prisioneros de los españoles; pero una casualidad les fue favorable, y lograron
poderse retirar a la plaza.
Apoderóse
el Duque de Crillón con algunas brigadas de Granaderos de Voluntarios de
Cataluña, y las de Burgos, Murcia y América, de la ciudad de Mahón y de los
almacenes y puestos exteriores, haciéndose dueño del puerto y de 160 piezas de
cañón que lo defendían, por no tener aquellos puestos resistencia alguna por la
espalda. Había en el puerto de Mahón y en los demás de la isla hasta 100
navíos, y entre ellos 14 corsarios armados, de modo que se cree que estas
presas ascendieron a más que las que hizo Rodney en San Eustaquio. Toda la isla
prestó con gusto juramento a su antiguo Soberano, y dueño enteramente de ella
el Duque de Crillón, distribuyó sus fuerzas en los diferentes puestos para su
seguridad, quedándose con el cuerpo del ejército para hacer el sitio de la
importante fortaleza de San Felipe, una de las mejores y más fuertes de toda
Europa, que había costado a los ingleses más de millón y medio de libras
esterlinas el llenarla de minas y ponerla en el punto de perfección en que se
hallaba.
El
General Murray, que mandaba la plaza y la isla, se vio
desde luego obligado a retirarse al fuerte con los 3.000 hombres que tenía a
sus órdenes. Tres días antes de la llegada de Crillón había sabido por Génova
los proyectos hostiles de los españoles contra la isla, y sólo tuvo el tiempo
preciso para embarcar a su mujer y hacerla pasar a Italia.
Empezó
el Duque de Crillón los preparativos del sitio, y se aprontaba ya en Barcelona
un cuerpo de 4.000 hombres para aumentar su ejército.
Los
franceses (para no dejar de hallarse en todo) quisieron también enviar tropas a
esta expedición, y salieron de los puertos del Mediterráneo varios bastimentos
de transporte, a bordo de los cuales pasaron a Mahón 5.000 hombres a las
órdenes del General Barón de Falkenhain.
Publicó
el General Crillón, un decreto por el cual mandaba salir de la isla a todos los
judíos y griegos, cuya fidelidad debía con razón serle sospechosa, declarando
al mismo tiempo podían restituirse con toda seguridad a la isla los corsarios
que se hallaban fuera, navegando con pabellón inglés. Continuaba el Duque de
Crillón los preparativos del sitio sin poder adelantarlos lo que quisiera, por
no haber llegado hasta I.º de Octubre el refuerzo de tropas y la artillería
gruesa que se esperaba de Barcelona. Pocos días después de haber ésta
desembarcado, logró ejecutarlo también un socorro de 800 ingleses y algunas
piezas de artillería que atacaron la Torre llamada de las Señales. Los 14
hombres que la guarnecían se encerraron en ella e hicieron una fuerte
resistencia; pero los enemigos se preparaban a volar la fortaleza, cuando
vieron llegar un destacamento de 1.000 hombres, a la cabeza del cual venía el
General Crillón, y los ingleses se creyeron muy felices cuando lograron evitar
el choque por medio de una huida precipitada.
El
día 16 de Octubre hicieron los enemigos otra salida; pero fueron rechazados con
pérdida.
El
24 desembarcaron las tropas francesas, con las cuales llegaba ya a 18.000
hombres el ejército. Pusieron 14 baterías contra la plaza en que había 120
cañones y 14 morteros. Los ingleses lograron desmontar una de estas últimas, y
echar a pique un navío cargado de municiones; pero los españoles tomaron siete,
ricamente cárgados, bajo el mismo fuego del fuerte.
Duraba
ya demasiado el sitio, y el día 6 de Enero del año siguiente de 82 dio el Duque
de Crillón sus órdenes para atacarle a viva fuerza. Los ingleses que hasta
entonces habían hecho algunas salidas, bien que infructuosas, se retiraron para
esperar este ataque; pero tuvieron la fortuna de que lo impidiese una recia
tempestad que disminuyó también por dos o tres días el fuego de los sitiadores.
Calmado el tiempo, volvió éste a empezar con más fuerza, y tuvieron la fortuna
de incendiar los almacenes del fuerte de San Felipe.
Este
accidente, la escasez y mala calidad de los víveres y el estrago que ocasionaba
el escorbuto, fueron causa de que la plaza se viese obligada a rendirse, y
habiendo hecho un fuego muy vivo la noche del 4 al 5 de Febrero, a que
respondieron con la mayor fuerza las baterías españolas, se vio el General
Murray obligado a capitular en este día. Solicitó para
rendirse las mismas condiciones que el Duque de Richelieu
había concedido a los vencidos cuando tomó la plaza; pero lo rehusó Crillón, y
fue preciso se conviniese en que la guarnición sería prisionera de guerra.
Al
día siguiente por la mañana, puesta en parada sobre las armas la tropa del
ejército combinado, desfiló la inglesa por medio de ella, tambor batiente y
mecha encendida, y depusieron sus armas a la derecha del ejército, marchando a
la retaguardia de todos el Estado mayor de la plaza, el General Murray y su
segundo, William Draper. Acabada esta triste ceremonia, se
reunieron todos los Oficiales para prestar los socorros necesarios a la
guarnición. No obstante de que no quedaba en la plaza más que una bomba, y que
la guarnición se hallaba reducida a 1.500 hombres, de los cuales los 700
estaban enfermos o heridos, los otros no ocultaban su desesperación, y aún
murmuraban injusta e inconsideradamente del General, porque había capitulado.
El Duque de Crillón convidó a comer a la Plana mayor; pero Draper se excusó
diciéndole le repugnaba el concurrir con un traidor. Murray dijo entonces a
Crillón: Apuesto a que éste,
que hace diez días que me está matando para que rinda la plaza, diciéndome era
inútil toda resistencia, será el que más grite contra mí en Inglaterra.
El
párrafo siguiente de la carta en que Murray participa al Ministerio este
desgraciado suceso, merece leerse, por la idea que da, tanto del mal estado de
la plaza como de la humanidad de los vencedores.
Copia de un párrafo de
la citada carta:
|
MYLORD:
|
|
»Me
es forzoso noticiar a V. S. que el 5 de Febrero me he visto precisado a
rendir el fuerte de San Felipe a las armas de S. M. C., sin que pueda
quedarme recelo de que por esto deje de reconocer la Europa entera el heroísmo
de mis valerosos compañeros. El escorbuto se había apoderado de tal modo de
la guarnición, y era de tan mala calidad, que la había reducido a solo 600
hombres de servicio, y los 500 de ellos estaban cual más cual menos tocados
de este mal. El resistir sólo tres días más hubiera sido una temeridad, sin
más fruto que el de acabar de perder la guarnición. Pero era tal el ardor de
la tropa, que ocultaba su mal por no verse privada de la defensa de la plaza,
de modo que muchos han quedado muertos estando de centinela. Puede ser que no
se haya visto jamás un espectáculo más tierno ni más noble que el de esta
lánguida, pero valerosa guarnición, desfilando por entre los dos ejércitos
victoriosos. Sólo constaba entonces de 600 soldados moribundos, de 200 marineros,
de 120 hombres del Real Cuerpo de Artillería, de 20 corsos y de 25 hombres
más entre griegos, turcos y judíos.
|
|
El
ejército combinado se hallaba formado en dos líneas desde el glacis de la
plaza hasta Jorgetown, donde nuestros batallones entregaron las armas,
protestando las rendían sólo a Dios, lisonjeándose de que sus vencedores no
se gloriarían de haber tomado un hospital. Era tan cierta esta proposición,
que los mismos soldados españoles y franceses no pudieron detener sus
lágrimas a vista del miserable estado a que vieron se hallaba reducida
nuestra guarnición. Produjo ésta el mismo efecto en el compasivo corazón del
Duque de Crillón, cuya asidua y compasiva asistencia ha excedido en mucho mis
esperanzas. Lo mismo puedo decir de los desvelos del Baron de Falkenhain,
comandante de las tropas francesas, y del Marqués de Crillón, primogénito del
Duque, cuya distinguida humanidad los hace dignos en esta ocasión de los
mayores elogios.»
|
Halláronse
en la plaza 300 cañones y 49 morteros.
Perdió
el ejército combinado en esta expedición 183 hombres, y había 280 entre
enfermos y heridos cuando se rindió la plaza, entre los cuales sólo había 20 de
peligro.
Volvió
el Duque de Crillón victorioso a Madrid y S. M. le hizo Capitán general, ascendiendo
también a los demás Oficiales que se hablan distinguido en el ejército.
Quedó
en Mahón una guarnición competente a las órdenes del Brigadier
D. Ventura Caro, que, en virtud de orden de la Corte, arrasó
inmediatamente
el hermoso fuerte de San Felipe, que tanto dinero había
costado a la
Inglaterra. Esta potencia, tan distante de aquella isla, dobla
tener en ella,
para poder conservarla contra la Cala de Borbón, una fortaleza
muy respetable,
capaz de sostener un largo sitio que diese lugar a la llegada
de los socorros
de Inglaterra y a que sus fuerzas marítimas pudiesen venir a
rechazar las de
los enemigos destinadas a hacer el sitio. Pero esta misma
fortaleza sería
perjudicial a los españoles y franceses, pues sin ella, aun
cuando los ingleses
hiciesen un nuevo desembarco, la inmediación les facilita los
medios de caer
inmediatamente sobre ellos y de echarlos de la isla, lo cual
no sería tan fácil
hallándose dueños de una fortaleza competente.
Por
esta razón he sido siempre de dictamen de que si Gibraltar llega a tomarse, es
necesario arrasar inmediatamente todas sus fortificaciones, y trabajar con
constancia por medio de hornillos en poner en rampa muy accesible la montaña
por parte de tierra, y en cegar enteramente aquel puerto por el cual desembarcaron
los moros en España, y que ha sido y es un borrón para el reino en manos de los
ingleses. Nuestras escuadras han estado abrigadas hacia la parte de Algeciras,
donde pudiera hacerse un puerto como los demás de España, no sujeto a los
grandes inconvenientes como el de Gibraltar.
Si
Mahón hubiera tenido la extensión de terreno y las demás ventajas de que
disfruta Gibraltar, y que dejó detalladas arriba, no se hubiera visto en la
dura necesidad de rendirse por las razones que acabamos de ver.
Mientras
las tropas españolas se coronaban de gloria en Europa, sostenían su honor con
el mayor decoro y a costa de los mayores riesgos en la América meridional
contra el rebelde Tupa-Amaro, de quien queda hecha mención arriba. Salió a
atacarle a la cabeza de un cuerpo de tropas respetable el Brigadier D. Josef
del Valle, que le encontró apostado ventajosamente en una altura inmediata al
lugar que llamaba su capital. Obligóle a bajar al llano, donde habiendole
presentado batalla, le atacó con fuerza, púsole en precipitada fuga con su
ejército, y al atravesar un río a caballo Tupa-Amaro, le cogió y entregó uno de
sus propios caciques.
Tomáronse
en el dicho lugar que llamaba su capital, seis cañones, a más de los que se vio
obligado a abandonar en el campo; pero lo más importante de todo fue la
adquisición de su correspondencia secreta, por la cual se vio el origen e
intriga de aquella sublevación, de que resultaron pérdidas y desgracias mucho
más considerables de lo que se ha dicho, y que han procurado ocultar y
disminuirse en España. Inmediatamente fue ahorcado Tupa-Amaro y 18 de los
principales de su partido. Otros fueron conducidos al Cuzco, y embarcados para
España en el navío de guerra San
Pedro de Alcántara, que pereció el día 2 de
febrero de 86 sobre la costa de Portugal al pie de las rocas de Peniche. Yo,
que me hallaba entonces de Embajador en Portugal, tuve la comisión de vigilar
sobre la dirección del buceo hecho para el salvamento del rico tesoro de más de
8.000.000 de pesos que venía en este navío. Dirigió con tanto acierto y
actividad este trabajo el Capitán de navío D. Francisco Muñoz de Goossens, que
a los cinco meses del naufragio no llegaba ya a un 3 por 100 la pérdida,
incluso en ella los gastos del buceo. Con este motivo vi a cuatro de aquellos
indios prisioneros que se habían salvado del naufragio, y por más que les
pregunté sólo pude sacar de ellos que eran zonzos y que no sabían nada; pero
su traza era de muy taimados, falsos y traidores. A la verdad que si los jueces
no adelantan más que yo en las declaraciones, ha sido un gasto bien inútil este
dilatado viaje.
La
pérdida de este buque dio motivo a una providencia que, sin ella, debiera haber
existido mucho tiempo hacía. Esta fue la de limitar los caudales que podrían
venir en cada buque, para no exponer sobre uno tan crecidas sumas, y el
permitir se cargasen éstas sobre todos los buques, sin estar como antes
detenidos los caudales para esperar el registro, la flota o el navío destinado
a conducirlos, con grave perjuicio de la circulación, que debe ser continua.
Efectivamente, desde el comercio libre, y más aun, desde esta providencia,
puede verse por las Gacetas es continua la entrada de caudales en España en
sumas pequeñas, lo que prueba que es constante la circulación de los caudales.
Estableció S. M. en este tiempo
en Madrid el Banco Nacional de San Carlos, con 150.000 acciones de a 20 000
rs. cada una, que son 300 millones de fondo. Este útil Establecimiento, que ha
puesto en acción muchos caudales muertos, y que ha empezado a dar en España
ideas de circulación y a establecer una cierta confianza, se debió a D.
Francisco Cabarrús, hoy Conde de Cabarrús,
negociante francés, natural de Bayona. Este hombre, joven, activo y de un
carácter emprendedor, aspiraba a una grande fortuna, y aun al Ministerio de
Hacienda, en el cual hubiera sido sin duda útil por sus luces e inteligencia.
Para esto quería acreditarse por medio de especulaciones grandes que fuesen
provechosas al país y que hiciesen ver tenía calidades para llegar por la
aclamación pública al puesto supremo a que aspiraba. A este fin propuso al Sr.
Conde de Floridablanca, Ministro de Estado, y a D. Miguel
de Muzquiz, el plano de un Banco Nacional con el título de
San Carlos, que adoptaron ambos, y mandó establecer S. M. Es cierto hubo en él
desde el principio algunas cosas que le hacían vicioso, v. gr., el permitir que
las acciones pudiesen establecerse en mayorazgos, cuando uno de los motivos que
impiden la circulación, industria y cultura de la España, es la multiplicidad
de estos pequeños mayorazgos y capellanías, cuyo espíritu de estagnación es
enteramente contrario, uno y otro, al que pretendía establecerse por medio del
nuevo Banco. Por otro lado, éste tomaba a su cargo por costo y costas todas las
provisiones y aun vestuarios del ejército con un 10 por 100 de beneficio, y se
apropiaba exclusivamente el derecho de la extracción de la plata. Todas estas
concesiones exclusivas debían con precisión fomentar desde su origen muchos
poderosos enemigos contra este Establecimiento, como los Gremios, los
Asentistas y otros ricos particulares que disfrutaban de la utilidad de la
extracción y de los asientos. Procuraban, pues, desacreditar el Banco, diciendo
faltaba a su instituto y principal objeto admitiendo como Mayorazgo sus acciones,
y que se exponía a quiebras y a padecer los efectos de las necesidades del
Gobierno, tomando a su cargo unos asientos que dependían enteramente de él. Es
cierto que estas dos objeciones eran obvias y fundadas; pero por lo mismo no
era posible que los mismos interesados no hubiesen conocido desde luego sus
inconvenientes, cuando a mí, que no pretendo entender gran cosa en estas
materias, me chocaron luego estos dos puntos. Pero reflexionando en ellos,
halle que en un país como el nuestro, en que hay poco o ningún espíritu de
comercio y circulación, sobre todo en los particulares, que llenos de
desconfianza y de escrúpulos, necesitan dobles motivos y seguridades para
exponer su caudal, prefiriendo su inacción infructuosa en un arca de tres
llaves a su aumento con el menor riesgo; en un país en que toda novedad repugna
e inspira desconfianza, no hubiera sido posible juntar ni 150.000 reales, sin
haber hecho ver en el nuevo Establecimiento una seguridad como la que suponen
debe tener todo lo que se llama Mayorazgo, autorizado por el Gobierno, y que
así esta habría sin duda sido la causa de emplear al principio un medio vicioso
con conocimiento de serlo en si; pero mirándolo como necesario en las
circunstancias del momento, y capaz de reforma después de él, cuando logrado
por su medio el primer establecimiento deseado, su misma utilidad hubiese
inspirado confianza en los particulares; entonces, tomando el gusto a las
ventajas, y convencidos por ellas de la utilidad que les resultaba de la
circulación de los caudales, los mismos que los escaseaban ahora, serían los
primeros que solicitasen la reforma de todos los artículos capaces de poner
obstáculos contra ella, como lo es la posibilidad de reducir las acciones a
Mayorazgos.
Lo
mismo digo del artículo de las contratas hechas con el Gobierno. Conociendo
éste la utilidad del plano, igualmente que la dificultad de juntar en España el
caudal necesario para él, quisieron facilitar al Banco todos los auxilios, y
así le dieron la extracción de la plata y los asientos. Claro está que no fue
tanto el ánimo del Gobierno economizar en ellos, como el darle al Banco una
suma cierta de un 10 por 100 con que pudiese contar para su establecimiento,
ínterin éste se consolidaba, y la nación tomaba confianza en él. Entonces estos
defectos premeditados se hubieran corregido, y la circulación total y la
independencia necesaria para establecer sólidamente la confianza del Banco le
hubieran perfeccionado con grande utilidad del reino. Así lo pensé y dije en
Lisboa desde luego que vi la Cédula, y el mismo Cabarrús me confirmó en París
no habían tenido otras razones ni miras aquellas providencias. Si los
Establecimientos pudieran ser perfectos desde luego, se ganaría sin duda mucho
terreno; pero el no acomodarse en su origen a la situación del país, sacando
utilidad para el fin aun de la contemporización de sus mismas preocupaciones y
defectos, para empeñar más a todos a recibirlos con confianza y gusto, y a
contribuir a él, lo pierde todo sin remedio. Cabarrús no olvidó, ni debía ciertamente
olvidarse a sí mismo en estas operaciones y en las que sabia debía
proporcionarle el alta y baja de las acciones que podía dirigir más libremente
en un país en que se ignoraba este corretaje, tan común en Londres, Holanda y
París. Yo no entraré en el examen escrupuloso de su conducta en esta parte, que
creo sea tan regular para los que están acostumbrados a este giro de acciones
no conocido, como mal visto en España. Me contentaré sólo con decir que no
obstante que el nuevo Ministro, Conde de Lerena, ha
procurado desacreditarle por personalidades y ha hecho perder sumas
considerables al Banco por esta razón en las especulaciones mal dirigidas por
él mismo, subsiste aún con crédito, y que los billetes Reales establecidos
también con 4 por 100 de interés por dirección del mismo Cabarrús, no se hallan
sin pagar hasta un medio por 100. Tanta es la confianza que hay en ellos.
No
olvidaba el Rey, en medio de los graves cuidados de la guerra, los demás ramos
de su Gobierno. Había establecido antes de emprenderla el libre comercio de
América, con el cual abrió a todos sus vasallos las puertas de aquel gran
continente, dando campo a sus especulaciones e industrias, y concediéndoles a
este fin varios privilegios capaces de fomentarla en perjuicio de la de los
extranjeros, como se ha reconocido desde entonces. Estos privilegios podrán
verse en la Cédula de instrucción de S. M. expedida a este fin.
Mandó
también S. M. construir, durante la guerra, el célebre camino del Puerto del
Rey, que divide las Castillas de Andalucía, y el de la Cadena, que está entre
Murcia y Cartagena, fomentando al mismo tiempo las obras de los canales de
Lorca y Aragón, de que se ha hablado arriba. En el Puerto de la Cadena se puso
esta inscripción: Tempore
belli.
Mientras
que los españoles se ocupaban en las expediciones dichas, continuaban por otra
parte las suyas con suceso los franceses y americanos.
El
Barón de Roullecourt intentó una expedición el 5 de Enero
contra la isla de Jersey, donde logró desembarcar felizmente y empezar a
establecerse; pero fue rechazado poco tiempo después, no quedando otra cosa de
esta desgraciada expedición que la memoria de la muerte del Barón, de las
desgracias inútiles que resultaron de ella y la del triunfo de los ingleses,
que, en memoria de ella, hicieron poner una pirámide en el mismo paraje que la
habían conseguido, con la inscripción siguiente:
«Aquí
yace el Barón de Rullecourt, oficial francés, que en la noche del 6 de Enero de
81 atacó esta isla, a la cabeza de 1.200 hombres, sorprendiendo y haciendo
prisioneros al Gobernador y a los Magistrados. Por fortuna, al amanecer del día
siguiente la guarnición y la milicia del país, mandadas por el valeroso mayor
Pierson, que fue victima de su valor, atacaron a los
franceses, los deshicieron o hicieron prisioneros, y recobraron su libertad el
y Gobernador y los Magistrados, habiendo perecido en el combate el Barón de
Rullecourt. Esta pirámide no es tanto un monumento erigido a la memoria de un
enemigo, cuanto (¡oh, Jersey!) un recuerdo para que vosotros y vuestros hijos
viváis con más vigilancia en lo sucesivo para vuestra seguridad.»
El
Almirante Kempenfeld avistó el 12 de Diciembre la escuadra
de Guichen, que protegía un convoy, del cual pudo apresar 15
buques cargados de
tropas y municiones, y a no haber sido por el Marqués de
Vaudreuil, que, no obstante lo fuerte del temporal, en medio del cual
se hizo esta presa, pudo cubrir algo del convoy, hubiera sido
mucho mayor la
pérdida. La inferioridad de las fuerzas del Almirante francés
le precisó a
evitar el combate. El Almirante Rodney intentó tomar la isla
de San Vicente;
pero Mr. de Montel, su comandante, la defendió con solos
700 hombres contra 4.000 que llevaban los ingleses para el
desembarco.
Fueron
éstos más dichosos contra los holandeses en la toma de San Eustaquio, de que se
apoderaron, facilitándoles esta conquista la de las islas holandesas de San
Martín y de Saba, y de la pequeña francesa de San Bartolomé, haciéndose
igualmente dueños de las dos colonias de Emerari y Esequivo, que los holandeses
tenían en el continente de la América. El Almirante Rodney, glorioso de su
victoria, se apresuró en enviar a Europa los ricos despojos de ella, a bordo de
32 navíos de transporte, escoltados por cuatro de guerra. No era ciertamente el
ánimo del Almirante inglés el hacer este regalo a los franceses; pero el día 2
de Mayo encontraron cruzando sobre las Sorlingas seis navíos de línea franceses
y cuatro fragatas, a las órdenes, de Mr. de La Motte-Piquet. Luego que los
descubrió el comodoro inglés, hizo señal al convoy de salvarse como pudiese,
reconocida la inferioridad de sus fuerzas, y cayeron en poder de los franceses
26 de los 32 buques del convoy.
La
escuadra de Mr. de Grasse, compuesta de 25 navíos de línea, se encontró el 18
de Abril, entre Santa Lucía y Martinica, con la del Almirante Hood, compuesta
sólo de 18. No obstante esto, se empeñaron ambas en un combate que no fue ni
decisivo ni muy reñido, ni impidió que Mr. de Bouillé se hiciese dueño en el
mes de Mayo de la isla de Tabago.
Una
escuadra francesa, a las órdenes de M. Destouches, se
dirigía a efectuar un desembarco de tropas sobre la costa de Norfolk; pero el
Almirante Arbuthnot lo impidió, empeñando un combate muy
reñido entre ambas escuadras, que obligó a los franceses a retirarse en buen
orden a Rhod-Island, aumentadas sus fuerzas con el navío inglés el Romulus, de,40 cañones, que
habían apresado el día antes.
El
Conde de Grasse empeñó el día 5 otro combate en las
alturas de la bahía de Chesapeak contra las escuadras reunidas de los dos
Almirantes Hood y Graves, compuestas de 20 navíos de línea y nueve fragatas o
corbetas, constando la suya de 24 navíos y dos fragatas. El combate fue
sumamente reñido, y, por las relaciones de los mismos oficiales ingleses,
padecieron tanto los cinco navíos del centro, que se vieron precisados después
a quemar el Terrible, por
haber quedado enteramente inútil. Los ingleses se retiraron, dejando a los
franceses efectuar su unión el día 11 en el cabo Henry con la escuadra del
Conde de Barrás, que habla llegado allí el día antes.
De
todas las acciones de esta campaña, la más brillante, dichosa y
de consecuencia
fue la toma de Yorktown. El ejército que mandaba el Conde de
Rochambeau, y cuyas primeras brigadas dirigían Mr. de Viomenil, mi
amigo, y el caballero de Chatellux, hicieron 260 leguas, y
llegaron a Filadelfia el día 3 de Septiembre.
El
19 llegó a Williamsbourg la vanguardia del ejército, mandada por el Conde de
Custine. El Barón de Viomenil y sus tropas pasaron a bordo
de dos fragatas que había enviado el Conde de Grasse a Baltimore. Los generales
Washington, Rochambeau y Chatellux se habían adelantado por tierra a marchas
forzadas de a 60 millas por día. Llegaron el 14, y encontraron al Conde de San
Simón (grande de España) y al Marqués de la Fayeta apostados ventajosamente. El
24 se halló reunido todo el ejercito en Williamsbourg. Los generales habían
tenido el 18 Consejo de guerra a bordo del navío La ville de París, que mandaba el Conde de
Grasse, para combinar las operaciones de mar y tierra. En consecuencia de lo
convenido, desamparó Grasse el anclaje de Linhaven, y pasó a acoderarse en la
desembocadura de MillGround y de Horse-Shoe, posición ventajosa para impedir
que el Almirante Graves intentase socorrer al lord
Cornwallis para acelerar las operaciones del sitio y facilitar y cubrir, los
transportes de munición, a cuyo fin hizo acoderar igualmente otros tres navíos
en la entrada del río James.
El
28 embistió el ejército americano la plaza de Yorktown, y la estrechó tanto por
todas partes, que las tropas inglesas, que tenían que defender muchos puestos,
creyendo no poderlo hacer sin debilitarse demasiado, los abandonaron para
reunirse en fuerza a defender el cuerpo de la plaza. Por otra parte, el Duque
de Lauzun atacó con tanta fuerza al Coronel Tarleton en Glocester, que le obligó a retirarse a esta plaza. El
Conde de San Simón se distinguió también en otro ataque particular, en que
obligó a los ingleses a retirarse. La trinchera se abrió el 3 de Octubre, y el
19 capituló el lord Cornwallis, que mandaba en ella, y salió con su guarnición
a las dos de aquella tarde con todos los honores de la guerra. La armada aliada
hizo prisioneros 6.000 hombres de tropa reglada, 1.500 marineros, 160 cañones
de todos calibres, ocho morteros, 40 bastimentos, y con ellos uno de 50
cañones, 20 navíos de transporte, y entre ellos la fragata Guadalupe, de 24 cañones. Los
ingleses perdieron al pie de 150 hombres, y tuvieron unos 400 heridos, y los
combinados sólo 70 de los primeros y 200 de los segundos.
Puede
decirse que esta gran pérdida fue la que consolidó la independencia de los
americanos, y la que hizo ver a los ingleses que la desgracia de Saratoga
podría repetirse con frecuencia. El ejército inglés no logró restituirse a
Europa, como lo solicitó su General, y se distribuyó en las diferentes
provincias de América hasta que pudiesen ser cambiados.
El
General Green, americano, logró otra victoria completa el
9 de Septiembre contra los ingleses en Eutaw-Springs (el nacimiento de Eutaw),
en que se proponían establecerse. Los atacó Green con toda su fuerza, socorrido
por las milicias de la Virginia y del Mariland, y quedaron victoriosos, con
pérdida de unos 500 hombres entre muertos y heridos; pero la pérdida de los
ingleses fue, a lo menos, doble. Les tomaron más de 600 prisioneros, y, sin una
casa de ladrillo, en que apostados ventajosamente pudieron cubrir algo la
retirada, hubiera caído toda la tropa inglesa en poder de los americanos, y se
hubiera visto bien presto la tercera escena de la desgraciada aventura de
Saratoga.
El
Marqués de Bouillé desembarcó en la isla de San Eustaquio la noche del 25 de
Noviembre; pero, por error de los pilotos que dirigían las falúas del
desembarco, perecieron muchas de ellas contra la costa, siendo del número la
del General Bouille, que pudo salvarse afortunadamente. Avista de este estado y
de la imposibilidad en que, se hallaban las fragatas de socorrerlos por haber
derivado demasiado, conoció aquel General atrevido no le quedaba otro recurso
que vencer o morir. Atacó, pues, a la punta del día, y sorprendió la tropa, que
estaba haciendo el ejercicio sobre el glasis, y entrándose, mezclado con ella,
en el fuerte, hizo levantar su puente levadizo, y con menos de 400 hombres puso
en consternación toda la guarnición, compuesta de 700 hombres, y obligó a
rendirse a su Gobernador, Coekburn, que, yendo tranquilamente al ejercicio, se
vio improvisadamente detenido y atacado espada en mano por el caballero O
Connor, capitán de cazadores del regimiento de Walsh. El Marqués de Bouillé
obligó al Gobernador a restituir a los holandeses dos millones que les
pertenecían y que tenía en depósito en su casa, ínterin llegaba la decisión de
la Corte de Londres. Destacó a San Martín al Vizconde de Damas, que se apoderó
de aquella isla.
Las
repetidas desgracias de la campaña de 81, que quedan
detalladas arriba,
prestaron gran materia en el Parlamento de Inglaterra a la
elocuencia de los
oradores de ambos partidos y a esforzar las acusaciones contra
los Ministros,
sobre todo contra Mylord North, que había sido el principal
móvil y apoyo de la
guerra de América. Pero mientras los ingleses ejercitaban su
elocuencia,
continuaban los franceses atacando sus islas de América.
Deseaba, e intentó el
Conde de Grasse, apoderarse de la Barbada; pero tuvo que
desistir de esta
empresa y dirigir sus fuerzas contra la isla de San Cristóbal,
donde ancló el
11 de Enero de 82 en la rada de Baseterre. Los ingleses
evacuaron la ciudad,
que se rindió inmediatamente, retirandose el Mayor General
Fraser, con los 800 hombres que tenía a sus órdenes, al fuerte de
Brimstone-hill. Abrieron los franceses la trinchera el día 17,
y el 24 por la
mañana señalaron los vigías la escuadra del Almirante Hood,
compuesta de 20
navíos de línea y algunos transportes, en que venía la tropa
de desembarco para
socorrer la isla. El Conde de Grasse, que estaba anclado en
Baseterre, se hizo
luego a la vela para ir a atacar ál enemigo. Este maniobró tan
bien, que, a
pesar de un ataque que tuvo el 25 y dos el 26, logró acercarse
a la isla, y
echando el áncora en la punta de Salinas, se apoderó del mismo
puesto que había
abandonado la escuadra de Grasse, acoderándose en aquella
posición a vista del
Almirante francés, que tuvo que mantenerse cruzando a la vela
ínterin Hood
concluía su expedición. Logró éste desembarcar 1.300 hombres,
que fueron
rechazados por los franceses, igualmente que las chalupas que
la noche del 29
intentaron socorrer por otra parte el fuerte sitiado. Su
Gobernador, animado igualmente
que la guarnición a la vista de la escuadra inglesa, rehusó
rendirse, no
obstante de hallarse sitiado por 6.000 hombres, y resistió con
tenacidad, hasta
que, apoderándose los franceses el 31 de un rico almacén de
artillería, y
habiéndoles quemado otro lleno de vivieres y municiones de
toda especie, se
rindieron finalmente el 12 de Febrero, saliendo la guarnición
por la brecha y
con todos los honores militares, bien que quedando prisionera
de guerra. Por el
artículo 17 de la capitulación, declara M. de Bouillé no
deberse considerar
como prisioneros los Generales ingleses Shirley y Fraser por
el valor y
conducta que habían acreditado.
Siguióse
a esta toma la de la isla de las Nieves y la de Monserrate, que capituló el 22
de Febrero. Por el artículo 9.º de las capitulaciones, se obligaron los
habitantes a pagar dos mil monedas en el término de un año después de la toma
de la isla.
Parecía
que la peligrosa posición en que había colocado Hood su escuadra, acoderándola
para resistir a un ataque, ofrecía una ventaja a las fuerzas superiores que
mandaba el Conde de Grasse; pero viendo el Almirante Hood que este había
anclado en la isla de las Nieves, aprovechó la noche siguiente a la rendición
del fuerte de Brimstone-hill, se hizo a la vela sin tener que cortar los
cables, como era de temer en aquella posición, y llegó felizmente a Santa
Lucía, donde poco después se le reunió la escuadra del Almirante Rodney,
dejando burlado al Conde de Grasse, que, según muchos, hubiera podido, y aun
debido, impedir esta impune retirada, de que dijo con gracia el Marqués de
Bouille, cuando lo supo, no
estaba comprendida en la capitulación del fuerte. Así hubiera
impedido la importante reunión de las dos escuadras, o, cuando no, hubiera
debilitado su fuerza.
Efectuada,
pues, por esta falta, se componía ya la escuadra inglesa de 38 buques de
guerra, a las órdenes del Almirante Rodney, mientras la del Conde de Grasse
constaba sólo de 30. Esperaba ésta en el puerto real el momento favorable para
pasar a Santo Domingo, donde debía efectuarse su reunión con la escuadra
española, a las órdenes de D. Josef Solano, y así hubiera llegado la escuadra
combinada en aquellos mares a 70 navíos, nunca vistos hasta entonces en ellos.
Constaba la escuadra de Grasse de 38 navíos, de los cuales nueve se hallaban
separados de ella, por lo que sólo salió con 29 de la Martinica el día 9 de
Abril de 82, dirigiendo su rumbo a Santo Domingo. Avisado el Almirante Rodney
por la fragata Andrómaca, se
hizo inmediatamente a la vela, y, al romper el día, se avistaron ya las dos
escuadras. Aunque el Conde de Grasse excusó cuanto pudo el
combate, como debía, la vanguardia inglesa, mandada por el Almirante Hood,
empeñó la acción y se maltrataron mucho las dos escuadras. Costó no poco a
Grasse reunir la suya y hacer pasar el convoy, bajo la escolta de los dos
navíos el Sagitario y el Experiment. El navío el Caton había quedado muy atrasado; pero Grasse, conociendo la peligrosa situación en
que se hallaba, y que su único objeto era salvar la escuadra y el convoy y
reunirla a las fuerzas españolas en Santo Domingo, para poder obrar después con
todo vigor en la Jamaica, como se había proyectado, hizo toda fuerza de vela,
de modo que aunque Rodney hizo señal de caza general a su escuadra, ésta no la
hubiera alcanzado sin una imprudencia del General francés.
El
navío Zelé abordó La ville de Paris la noche
del 11 al 12, y quedó tan maltratado del choque, que no podía seguir la marcha
de los otros, y parecía inevitable cayese en poder de los ingleses. En vez de
remolcarlo, y aun de abandonarlo en caso preciso, atendiendo a que exponía la
escuadra entera por salvar un solo buque, mandó hacer un movimiento retrogrado
a la armada, que no podía alcanzar toda la diligencia de Rodney, por lo
favorable que le era el viento. Este error le empeñó a Grasse indiscretamente
en un combate con fuerzas muy superiores, que frustró todos los preparativos
combinados contra la Jamaica, con cuya toma (aunque más costosa y difícil
entonces que al principio de la guerra, en que estaba desprovista de todo) se
hubiera dado enteramente la ley a la Inglaterra, y hubiera cedido Gibraltar y
cuanto se hubiera querido. El Conde de Grasse no estaba querido de su
oficialidad, y el miedo de su crítica en caso de abandonar el navío Zelé, le
hizo empeñarse en salvarle; pero con su conducta dio más justos motivos de que
se le vituperase. Esto hace ver cuán preciso es a un General tener el concepto
y la estimación de los que manda, para poderlo hacer con libertad y ser
obedecido con confianza.
El
combate fue de los más reñidos que se han visto, y habiendo logrado los
ingleses romper la línea de batalla enemiga (que es su operación favorita) se
convirtió en varios combates particulares por pelotones, de que resultó un
destrozo reciproco grandísimo. El
Glorioso, El Ardiente, El Hector y El César cayeron en poder del enemigo, y después de once horas y media de combate contra
cuatro y seis navíos a un tiempo, se vio precisado a hacer lo mismo el navío
almirante La Ville de Paris, de
110 cañones.
Según
la relación de los muertos, dada por el Marqués de Vaudreuil,
hubo 1.100, sin contar los de los navíos tomados o separados de la escuadra,
entre los cuales se hallaba la división de Mr. de Bougainville, que después del
combate se había retirado a San Eustaquio a reparar sus averías. El Marqués de
Vaudreuil, mi amigo, cuyos méritos, virtud y valor son bien conocidos, recogió
los restos de la escuadra, y entró con 19 navíos en Santo Domingo. Los navíos El Caton, El Jason y la
fragata Aimable, que,
sin saber nada de lo que se pasaba, venían desde la Guadalupe a Santo Domingo,
se rindieron el 19 al Contraalmirante Hood, que había quedado cruzando en
aquellos mares. Fueron, pues, en todo siete navíos y una fragata los que
tomaron los ingleses; pero algunos de ellos, y entre otros La Ville de Paris, quedaron
tan mal tratados, que no pudieron llegar a Inglaterra, donde hubiera sido un
motivo de gozo el ver llegar a Porsmouth la villa entera de París, rival de la
de Londres. En vez de ella, tuvieron el gusto de ver allí al Almirante que la
mandaba, a quien obsequiaron como lo merecía el servicio que les había hecho
por su imprudencia.
El
Marqués de Vaudreuil se dirigió a la América Septentrional, limpió de enemigos
la bahía de Hudson, y restableció en ella todas las factorías de los franceses.
Frustrada
la grande expedición de la Jamaica por la imprudencia del Conde de Grasse, se
contentaron los españoles con la toma de la isla de la Providencia, una de las
Lucayas; pero los enemigos tomaron 15 de los 30 navíos de transporte en que se
conducían a la Habana los prisioneros y efectos tomados en ella. Puede decirse
que este desgraciado combate de Grasse fue la última operación decisiva de esta
guerra.
El
general Elliot, cansado ya después de tres años de bloqueo de la gloria pasiva
que le resultaba de él, e instruido por algunos desertores del estado en que se
hallaban las trincheras enemigas, determinó hacer sobre ellas una salida
vigorosa la noche del 26 al 27 de Noviembre de 1781. Destacó, pues, dos
regimientos y ocho compañías de granaderos, divididas en tres columnas, a las
órdenes del Brigadier General Ross. La primera formaba la
vanguardia, en que había una partida de peones y otra de artilleros; la segunda
formaba un cuerpo de apoyo, y la tercera la retaguardia o cuerpo de reserva.
Atacaron las baterías que estaban hacia la puerta de tierra, en que no hallaron
ni la gente ni la resistencia que debieran, porque al cabo de tres años no es
extraño que la costumbre hiciese mirar como abandonada la idea de una salida.
Sorprendidos, pues, los españoles, en menos de media hora quemaron los ingleses
tres baterías de a seis cañones, dos de a 10 morteros, y clavaron seis de éstos
y 28 de aquéllos. Los ingleses tuvieron 10 muertos y 43 heridos, y un voluntario
de Aragón pudo hacer prisionero un soldado inglés, que fue el único que hubo;
pero los ingleses lograron llevarse 60. Declaro el inglés que el que había dado
las noticias del estado de las trincheras y dirigido la marcha de las columnas
en la salida, había sido un cabo de escuadra de guardias walonas que desertó
dos días antes de la plaza. El Comandante de la línea española merecía sin duda
un ejemplar castigo, pues si hubiera estado con vigilancia y observado las
órdenes que para este caso tenía dadas el General D. Martín Álvarez, los
ingleses hubieran vuelto escarmentados y en corto número a la plaza, y aun
hubiera podido inducírseles a una salida, por medio de falsos informes, para
escarmentarlos, o acaso para hacer una intentona en la plaza, verificando sobre
ellos la sorpresa. No dejé yo de escribirlo bien clara y eficazmente a la Corte
en uno de mis despachos, en que di cuenta de la conversación que había tenido
en Lisboa con el mismo Ross, que había mandado la salida, instruyéndome muy por
menor del descuido que halló en las trincheras, de la confusión y desorden que
reinó en los Comandantes de ella, y de lo fácil que hubiera sido cortarles la
retirada estando sobre aviso, en cuyo caso, a saberlo, no hubieran ellos
intentado ciertamente la salida. Pero a nadie se castigó por este descuido. Sin
duda lo harían para no confesarle a vista de la Europa, como si esta conducta
fuera capaz de hacer dudoso el hecho, que sería mejor castigar para que no se
repitiese en lo sucesivo.
Reparáronse
prontamente todas las pérdidas y destrozos que ocasionó esta salida, y aunque
los ingleses quisieron intentar otra segunda en el mes de Febrero de 82, el
fuego de las trincheras les obligó a retirarse precipitadamente.
La
gloria que el Duque de Crillón se había adquirido con la toma de Mahón, hizo
creer que el entusiasmo que ésta inspiraría en la tropa española, y el terror
que infundiría en la guarnición inglesa, seria un medio seguro de convertir en
sitio formal el bloqueo de Gibraltar, No hay cosa para (sic) expuesta que el no
calcular justamente hasta dónde y en qué caso extienden su poder estos efectos
a la imaginación y a la confianza.
El
General Álvarez, que mandaba en el campo, no había ganado nada en la corte con
la desgraciada salida que se hizo de la plaza el 27 de Noviembre, y aunque de
ella no tenía culpa alguna, porque sus órdenes estaban dadas para este caso,
con todo, la mala disposición de los espíritus no dejó de contribuir a que se
le mandase retirar, dejando el mando y la dirección del sitio al Duque de
Crillón, que llegó a San Roque el 18 de junio, reforzado con las tropas que
habían estado en Mahón, inclusas en ellas las francesas.
El
Conde de Artois, el Duque de Borbón y
el Príncipe de Nassau, acompañados de varios señores
franceses, se transfirieron al campo de San Roque para asistir al sitio que iba
a emprenderse.
El
bloqueo de mar se había estrechado tanto, que empezaban a
escasear los víveres
y municiones, de modo que había ya picado el escorbuto y
morían diariamente de
él cinco o seis soldados. Sólo entretenía Elliot a su
guarnición con las
esperanzas del socorro de tropas y municiones que esperaba de
Inglaterra,
asegurándoles que luego que llegasen se arrojaría a hacer una
vigorosa salida
que obligaría a los españoles a retirarse. Como por dos veces
consecutivas
habían visto verificarse constantemente la llegada y la
entrada de los socorros
que les ofrecía su General, no tenían motivo ninguno para no
fiarse enteramente
de su palabra. Después de consultarse los diferentes planos
del célebre Mr. de
Valliére, de Mr. Gautier, de Cramer,
ingeniero español, y otros, tuvo la preferencia de todos el de
Mr. Darson, ingeniero francés, que adoptó sin restricción ninguna el
mismo Duque de Crillón, que debía mandar el Sitio.
Salió,
pues, Darson de Aranjuez para el campo de San Roque el día 15 de Abril de 82, y
halló ya en Algeciras los navíos, preparados de antemano en Cádiz para servir
de baterías flotantes, y 170 cañones de bronce que había en el campo de San
Roque, al cual llegaron después 50 de Ciudad Rodrigo, componiendo en todo 230
los destinados a aquella nueva y atrevida empresa. Había inventado para ella el
ingeniero Darson unas baterías flotantes, a que dio el título de insumergibles e incombustibles, no
siendo de corcho y componiéndose de materias todas inflamables, en las cuales
un pequeño cañito de agua que había dispuesto para apagar el fuego no podía
ciertamente ser suficiente para extinguir el que seguramente debía prender en
las pretendidas incombustibles las balas rojas, verdaderamente inflamatorias, que contra ellas
preparaba a toda prisa el Gobernador Elliot.
Pretendía también Darson que
estas baterías podrían conducirse a remolque, y colocarse así en el paraje
proyectado para batir la plaza. Varios oficiales de marina declamaron contra
esta invención, fundados en poderosas razones, que exponían con toda
vehemencia, pero que no fueron oídas de ningún modo. Con todo, siendo preciso
hacer la experiencia sobre la posibilidad de su transporte, se vio no podría efectuarse
nunca sin ponerles vela, y fue preciso hacerlo así. En la Secretaría de Estado
y en la de la Embajada de Portugal se hallará el original y la copia de la
carta de la corte que yo escribí en esta ocasión, diciendo: «Hubiera sido de
desear que, así como la necesidad había obligado a probar y verificar la
imposibilidad del transporte sin vela, hubiese también precisado a hacer la
experiencia sobre los dos puntos esenciales de la incombustibilidad e insumergibilidad que querían atribuirse, y se
creía con una fe ciega tuviesen aquellas máquinas.» Yo no dudo que el General y
la misma Corte conociesen, cómo todos, la necesidad de hacer esta prueba; pero
empeñados demasiado en el proyecto, y casi entabladas las negociaciones de paz,
se fiaron demasiado de la fortuna, y prefirieron correr los riesgos de ella
jugando el resto, por si un golpe atrevido les proporcionaba la deseada
victoria, a desistir de la empresa a vista de toda la Europa y de tan ilustres
espectadores, lo cual hubiera sido la precisa consecuencia de la prueba. Así se
trata la vida de tantos hombres, sin reflexionar que para uno que llega a la
edad de pelear, hay por lo menos cinco que han malogrado todo el cuidado y
afanes que sus tiernas madres han puesto para conservarlos, de modo que en cada
1.000 hombres que llegan a la edad de parecer en la guerra, puede contarse la
muerte de 6.000. Se habla mucho del cuidado de la propagación, crianza y
conservación de la especie humana, al mismo tiempo que se hace infinitamente
más por su destrucción, las más veces infructuosa.
Pero
sigamos el hilo de la historia, y perdóneseme esta digresión, muy conveniente,
hijos míos (para vosotros para quien escribo esta historia), que si lo
merecéis, os podéis hallar necesitados de tenerla muy presente para la felicidad
de vuestros hermanos, y, por consiguiente, de vuestra patria cuando lleguéis a
empleos de mando.
Las
baterías flotantes eran, pues, 10 navíos muy fuertes, arrasados y reforzados
con una doble cubierta a prueba de cañón. Sobre el primer puente se elevaba un
tallud desigual, cubierto de planchas de hierro, que eran en mayor número del
lado en que estaban las baterías, de modo que las bombas que caían sobre ellas
debían rodar luego al mar. Como el peso de la batería estaba todo de un lado,
para equilibrarle se puso por lastre en el otro la correspondiente cantidad de
plomo. Había dos baterias; la una de 13 y la otra de 14 cañones, y en la popa
de cada buque se habían dejado tres grandes comunicaciones para el servicio de
la artillería. Los costados de estas máquinas eran de seis palmos de grueso,
defendidos con corcho y sacos de lana encajonados, y se habían dispuesto unos
conductos para que por ellos pudiese dirigirse el agua a apagar el fuego donde
lo hubiese. El General Elliot se preparaba por su pate a contrarrestar estas
formidables máquinas, y a este fin hizo abrir en la misma roca varios grandes
morteros, como los que hay en la isla de Malta, para disparar un diluvio de
piedras sobre los sitiadores cuando se acercasen las baterías o intentasen un
desembarco.
La
noche del 14 al 15 de Agosto adelantó el Duque de Crillón la trinchera más de
500 toesas, y se hizo este trabajo con tanta celeridad y silencio, que los
ingleses se quedaron maravillados al día siguiente de verlo hecho sin haber oído
el menor ruido.
Escarpado
de la parte de Europa el Peñón de Gibraltar, y no habiendo más que una lengua
estrecha de tierra pantanosa para llegar a la puerta, como queda dicho, era
absolutamente imposible intentar ningún ataque por aquella parte, y así sólo
contaba Darson en su proyecto con ella para incomodar a los enemigos que
disparasen desde las murallas contra las flotantes, cogiéndolos por el flanco
con el fuego de las 22 piezas de cañón que había en la trinchera, la cual cogía
todo el frente del monte, de un mar a otro. El proyecto era hacer un fuego
violento durante quince días de estas baterías, a razón de 50 tiros por cañón
en las veinticuatro horas, que hubieran sido 55.000 tiros al día y 165.000 en
los quince en que debía continuarse esta salva. Pasado este término, debían
acoderarse las baterías flotantes, para batir el muelle y la punta de Europa.
Al mismo tiempo debían hacer fuego los navíos y 20 barcas cañoneras y
bombarderas, acoderadas a este fin de la otra parte del monte, para que por
todos lados lloviese fuego sobre él. Luego que callase el de las baterías de la
plaza, como lo suponían, debían acercarse las flotantes para batir en brecha la
cortina que da a la parte del muelle, a fin de emprender por allá el asalto. En
consecuencia de este proyecto, empezó la línea su fuego el día 9 de Septiembre,
y el 13, a las siete de la mañana, levantaron ya el áncora las baterías
flotantes, pasando a acoderarse enfrente del muelle y del campo que tenían los
enemigos hacia la punta de Europa. Marchaba a la cabeza de la columna la
batería La Pastora,
mandada por D. Ventura Moreno, al cual seguía el Príncipe
de Nassau dirigiendo la segunda batería, denominada la
Tallapiedra. No obstante el vivo fuego de los enemigos, lograron acoderarse a
40 toesas de la plaza, y lo mismo hicieron las otras baterías que las seguían.
Empezó el fuego de la trinchera con toda fuerza; pero lo recio del tiempo y
otras circunstancias impidieron que los navíos, bombarderas y cañoneras
ejecutasen lo que debían por la otra parte de la Punta de Europa, con arreglo
al proyecto, sobre lo cual apoyaron mucho su defensa los que estaban
interesados en sostener el proyecto, aun después de quemadas las baterías.
Después de un fuego recíproco sumamente vivo, suspendió el suyo la plaza; pero,
empezándole de nuevo Elliot, con un gran número de balas rojas, logró que éstas
pegasen fuego a la batería que mandaba el Príncipe de Nassau, que, aunque lo
apagó varias veces, viendo, no era ya posible salvarla de las llamas, después
de haber aguantado por más de ocho horas el fuego de bala roja de la plaza, se
ocupó en retirar los heridos, no abandonando los restos de su desgraciado buque
hasta las doce de la noche. Lo mismo hicieron D. Ventura Moreno y demás
comandantes, que se volaron todos, excepto tres, que se quemaron hasta la
quilla. Sin los socorros que prestó inmediatamente la grande escuadra de
Córdoba, que estaba anclada a la vista de Gibraltar, en la bahía de Algeciras,
es probable no hubiera vuelto un solo hombre de los que iban en las baterías
flotantes; pero Córdoba envió inmediatamente todas las chalupas y cuantos
buques le fue posible para socorrer aquellos valerosos guerreros, habiendo
salido también muchos de la plaza, que hicieron unos 500 prisioneros, la mayor
parte de ellos heridos. Las relaciones inglesas dijeron pasaban de 2.000 el
número de los muertos entre los sitiadores. La
Gaceta de Madrid disminuyó mucho este número, que prudentemente
puede calcularse entre 1.100 y 1.200 hombres. Iban a bordo de estas baterías
5.012 personas y 212 cañones de bronce escogidos, que se perdieron con ellas.
Luego
que suspendió un poco el fuego la plaza, como queda dicho, envió Crillon un
oficial en posta, para dar a S. M. esta agradable noticia, que sólo sirvió de
hacer ver su ligereza y de agravar el gran pesar que causó el aviso que llegó
pocas horas después, de una desgracia que no sorprendió a los que habían
considerado el proyecto desinteresadamente y a sangre fría.
La
Europa estaba en espectativa de este gran suceso, pues, a la verdad, no hay
memoria en la historia de una empresa más grande ni mas atrevida. Todos los
militares saben que un asalto de una brecha y un desembarco son, cada uno de
por sí, las dos acciones más arduas del arte de la guerra. Ahora, pues, el
pensar reunirlas en un punto era un atrevimiento reservado sólo a una
imaginación francesa.
Conociendo
la situación de Gibraltar, donde había estado varias veces, miré siempre el
todo del proyecto como imposible de ejecutar, aun cuando hubiese cesado el
fuego de las baterías de la plaza y abiértose en la muralla una brecha muy
accesible. En las arenas rojas que están enfrente de donde ésta debía
verificarse, tenía Elliot oculta una batería a barbeta de 100 cañones. Esta
hubiera callado hasta verificarse el desembarco; pero, ¿qué recurso quedaba a
los que le hubiesen hecho cuando, descubriéndola, hubiese roto sobre ellos su
fuego a metralla, casi a boca de jarro? ¿Cómo podrían defender entonces su
tropa con sus fuegos los buques españoles sin tirar sobre ella misma? ¿Cómo se
hubiera efectuado en aquella situación una retirada? Nunca he creído en la
posibilidad del proyecto de las flotantes, ni en la del asalto, aun concediendo
como una hipótesis llegase el caso de un desembarco. He oído a los mismos
ingleses que Elliot estaba admirado de ver el arrojo y el denuedo con que
marcharon y se apostaron nuestras baterías flotantes, y que decía que, no
pudiendo dejar de conocer los que las conducían la ninguna posibilidad del
suceso, daban un ejemplo de valor y de subordinación sin segundo. Es cierto que
si Elliot mereció con razón los justos elogios que recibió por la constancia de
su defensa, no son menos acreedores a ellos los pobres españoles que con tanto
tesón le atacaron por tanto tiempo. Elliot puede contar tantas victorias como
días, pues en cada uno lograba su intento, que era la conservación de la plaza;
pero el continuar en atacarla diariamente durante tres años y medio, viendo que
nunca se adelantaba una pulgada hacía el fin, es una prueba de subordinación y
constancia, de que, creo que la historia no nos ofrece otro ejemplo, y que más
que nadie conocían y sentían los mismos soldados. Por esto iba cantando un día
un pobre fusilero catalán, a quien en la trinchera habían cortado una pierna: Uno a uno, no quedará ninguno. ¡Qué
dolor ver sacrificar así semejantes soldados sin fruto!
Después
de esta desgracia, el General Crillon continuó en estrechar la plaza, diciendo
siempre, como lo dice en el día, la hubiera tomado, sin la conclusión de la
paz, por medio de una mina que había empezado a hacer en el monte de la parte
de Levante, y por la cual pretendía se hubiera introducido y sorprendido al
enemigo. Este proyecto me parece hermano del de Darson,
contra el cual empezó a declamar luego que vio no le salió bien, diciendo a
voces, aun a los soldados, para no perder su crédito con ellos, que él no lo había aprobado nunca, que la
Corte se había empeñado en que se hiciese, y cosas semejantes, que
aun cuando fueran, no parece debieran salir de su boca en estos términos. Yo creo
que estos nuevos proyectos del General no inquietarían mucho al Gobernador
Elliot, que había sabido desvanecer otros más terribles, de que creo no ha
habido aún ejemplo. Como quiera, Crillon sostiene siempre hubiera tomado la
plaza por su mina, y como ya en su edad es probable, y de desear, no se vuelva
a ver en el caso de tomarla, hace bien en conservar este consuelo para sí,
aunque nadie le crea.
En
1765, en que Crillon estaba de Comandante general del campo de Gibraltar, un
horrible huracán echó abajo la cortina del muelle de la plaza. Inmediatamente
envió un correo a la Corte, proponiendo atacarlo por allí con sólo mi
regimiento que se hallaba allí de guarnición; pero el Rey le desaprobó, y le
mandó que, al contrario, les diese todos los socorros posibles y debidos en
aquel momento de desastre. Esta hubiera sido siempre la respuesta del Rey
Carlos, análoga a su modo de pensar; pero dos años después de una paz como la
de 63, en que la España y la Francia habían perdido tanto, hubiera sido un disparate,
aun en política (prescindiendo de la felonía), dar motivo a una nueva guerra
cuando apenas se hablan empezado a reparar las pérdidas de la precedente. Pero
el buen Crillon ha sido, es y será mientras viva brave comme un Crillon y étourdi comme un jeune françois.
S. M. le hizo retirar de aquel mando para dar aun a entender más a la
Inglaterra cuán desagradable le había sido una proposición que no podrían
ignorar, no obstante que la moderación y justicia del Rey Carlos o les
permitiese hablar nunca de ella.
El
día 11 de Octubre hubo un huracán tan terrible, que la escuadra combinada, que
se mantenía siempre anclada en Algeciras, esperando impedir la entrada de los
socorros que escoltaba con la suya el Almirante Howe, padeció infinito, y el
navío San Miguel, de 70 cañones, fue a
dar contra la misma plaza, y cayó en poder de los ingleses con su Comandante D.
Juan Moreno y 600 hombres de tripulación.
Hallábase
ya en ruta para Gibraltar la escuadra inglesa de Howe,
compuesta de 36 navíos
menos que la combinada que la esperaba. Había yo tenido
fletados en Lisboa y
otros puertos de Portugal durante toda la guerra, a veces
hasta 10 barcos
portugueses que, con varios pretextos, pero con el mayor
secreto de su
verdadero objeto, cruzaban continuamente sobre la costa para
llevar avisos a
Gibraltar y darlos a los buques nuestros que cruzaban, y con
los cuales yo
estaba de seguida en correspondencia. Pasó en esta ocasión
toda mi escuadra
ligera en la mayor actividad, como lo exigía el caso, pues, no
obstante la gran
desgracia de las baterías flotantes, la falta de refrescos
tenía reducida la
guarnición a muy mal estado, y si el socorro no hubiera
entrado y la guerra
hubiese durado, era más probable se hubiese rendido la plaza
por este medio que
por la famosa mina, en que el Duque hizo trabajar
constantemente hasta el
último día. Creíase pues, que el mayor servicio del día era
retardar este
socorro, y así, yo no dejé de emplear cuantos medios me fueron
posibles para
pasar los avisos puntuales al General Córdoba y al Duque de
Crillon. Así es que cuando Howe entró en el Estrecho, había anclados
en Algeciras tres o cuatro de mis pequeños buques, que habían
ido llegando
sucesivamente desde que se presentó en la altura de Oporto,
para dar noticia de
su movimiento, y dos correos en San Roque, que había yo
enviado a Crillon para
duplicarle con seguridad estas mismas noticias por tierra.
Había yo dado orden
a mis buques ligeros de que a todo navío inglés que
encontrasen le dijesen se
había ya rendido Gibraltar, y que la escuadra combinada, que
efectivamente
constaba de 46 navíos, se hallaba anclada en el puerto. Mi
ánimo era retardar
los socorros por este medio, pues como se trataba de estar
reducidos a un
último extremo, uno o dos días de retardo podía decidir la
rendición y producir
en la incertidumbre del mar alguna mutación de tiempo que
alejase o perdiese la
flota, o a lo menos su convoy, que era el punto más esencial.
Efectivamente,
tuve después la satisfacción de saber que mis emisarios se
habían conducido con
arreglo a mis órdenes, y que la misma escuadra inglesa estuvo
indecisa y
cruzando en el Cabo de San Vicente, por haber tenido repetidas
noticias
conformes a las que yo quería la llegasen. Así lo dijo en
Lisboa un oficial que
vino dos o tres años después, y que se quejaba de los dos
buques portugueses
que les hablan dado aquellas noticias uniformes, y que vi eran
mis emisarios.
El
temporal, que yo esperaba viniese a nuestro socorro por este medio, deteniendo
el convoy inglés, vino efectivamente, pero fue para favorecerle.
Hallábase
Howe a la boca del Estrecho el día 11 de Octubre, y la tempestad, de que arriba
se ha hecho mención, fue favorable para que cuatro navíos de los 31 que
componían el convoy pudiesen entrar a toda vela en Gibraltar. La escuadra combinada
había padecido tanto, que no le era posible levantar el áncora para oponerse al
enemigo. Este, forzado por el viento, tuvo que pasar al Mediterráneo, y
entonces favoreció la entrada del resto del convoy. Parecía no había qué
desear, viendo a los enemigos forzados a pasar el Peñón. La escuadra combinada,
reparadas lo mejor que se pudo las averías, corrió sobre la inglesa; pero una
densa niebla, y la mutación del viento al Este, hizo que ésta pudiese tomar la
delantera a la combinada, que pasó el Estrecho para perseguirla y la avistó el
19. Empezaron a cañonearse las dos escuadras; pero la inglesa, aunque superior
entonces, porque 12 navíos de la combinada habían quedado atrás, huyó a fuerza
de vela, y se batió en plena retirada, por más que el General Howe dijese en la
relación que envió a Inglaterra queja escuadra combinada había disminuido sus velas, rehusando
empeñar el combate. En primer lugar, el objeto del Almirante inglés
no era dar un combate en aquellos mares, logrado su fin, cuando tenía consigo
todo el resto de las fuerzas británicas. En ello hubiera hecho una falta
militar y política muy crasa en aquellas circunstancias, aun cuando por fortuna
hubiese ganado el combate, pues ésta es caprichosa e incierta, y la conducta de
un General debe ser reflexionada, combinada y tan prudente como atrevida, según
las ocasiones. En segundo lugar, puesto que el cañoneo se empezó al anochecer y
duró hasta las once de la noche, ¿quién le impidió a él mismo esperar la línea
de batalla para el día siguiente en vez de continuar toda la noche a fuerza de
vela, de modo que al amanecer, como más veleros, se hallaron a cuatro leguas
largas de la escuadra combinada, sin que ésta, que la siguió con tesón, pudiese
alcanzarla? A más de esto, la separación precipitada de la retaguardia inglesa,
que se fue a la isla de la Madera, denota más una huida a uña de caballo, como
suele decirse, cada cual por donde pueda, que una disposición de un combate no
verificado por rehusarlo el enemigo. El comodoro Johnston lo dijo así bien
claro en el Parlamento, y Howe, no obstante su relación, no se atrevió a
contradecir el hecho. Esta relación de Howe y la dada por Parcker después del
combate de los holandeses en Bogger-Banck se hicieron más para conservar en el
público, y sobre todo en la nación, la idea de su superioridad e invencibilidad
en todos los mares, que para dar como militares una noticia exacta de lo que
efectivamente pasó en estos dos encuentros. Decía el gran Rey de Prusia que las
acciones militares de los ingleses se calculaban por los partidos del
Parlamento.
Así
escaparon Gibraltar y la escuadra, favorecidos por los elementos, de una ruina
que, sin ellos, parecía inevitable, sobre todo la de la escuadra metida en el
Mediterráneo a vista de fuerzas tan superiores. La Inglaterra conocía bien a
todo lo que se exponía, pues desde principios de Septiembre estuvo Howe
indeciso, sin atreverse a salir de la Mancha, cruzando con varios pretextos ya
en los mares de Holanda, ya en los de Irlanda.
La
escuadra de Córdoba había apresado y enviado a Brest en 26 de junio 18 navíos
de comercio del convoy inglés de Quebeck, y esto, y la acción de Gibraltar,
fueron los dos principales sucesos de este último año de la guerra en los mares
de Europa.
Reforzada
de municiones y víveres la plaza de Gibraltar, debían ya mirarse como ilusorias
todas las esperanzas que daba el Duque de Crillon,
fundadas en sus nuevos proyectos, y pareció deber renunciarse al sitio formal
de esta plaza, que es ya el decimotercio que ha padecido.
Capítulo IV
Que comprende desde la guerra,
empezada en 79, hasta la Paz, concluida en 1783.
Aunque
se habían empezado negociaciones de paz, se continuaban, como si no existiesen,
los preparativos vigorosos para la próxima campaña. El Conde d'Estaing fue
nombrado para pasar a Cádiz a tomar el mando de la escuadra y tropas combinadas
que debían transportarse a América para atacar la Jamaica. Salió a este fin con
dirección a Cádiz un convoy, compuesto de 30 buques de transporte, en que iban
7.500 hombres, de tropas de desembarco, escoltados por nueve navíos de línea, y
como Cuartel Maestre General de esta expedición, iba en ella el singular
Marqués de la Fayeta. Aunque el Rey Carlos no gustaba personalmente de él, le
había destinado, con acuerdo del Conde d'Estaing (que me lo ha dicho
últimamente en París), para mandar en la Jamaica, en caso de tomarse, porque
(decía S. M.) no era bueno sino para tratar con gentes rebeldes. La
experiencia ha continuado en justificar el tino y acierto de nuestro Soberano
en el concepto que hacía de las gentes y el perfecto conocimiento que tenía de
los hombres y del corazón humano.
Entretanto,
se adelantaban en Londres las negociaciones de paz, y el Rey,
el lord Selburn y el lord Grantham, Ministro de Estado, muy honrado y
afecto
a España, donde se hallaba de Embajador en 79, al tiempo de la
declaración de
esta guerra, llegaron a ponerse de acuerdo con las Cortes de
París y de España
sobre el arreglo de las proposiciones de paz, cediendo
Gibraltar a la España,
con la condición de añadir la restitución de todas las islas
tomadas en
América, menos la de la Guadalupe. El Conde de Aranda
creyó que la posición ventajosa de esta isla abría la puerta
de la América a
los ingleses, y que de ningún modo compensaba esta ventaja la
cesión que nos
hacían de Gibraltar, y así tomó sobre sí el suspender la
conclusión de estas
condiciones, no obstante que tenía la orden de su Corte para
adoptar este
cambio, y me ha dicho el mismo Conde creía era éste uno de los
mayores
servicios que había hecho en su vida a la nación, y aun a la
Casa de Borbón,
cuyos vasallos no hubieran podido navegar a sus islas sin
pasar por el registro
inglés. Así lo reconoció la Corte de Francia, y el Rey dijo en
esta ocasión al
Conde de Aranda: Mr. l'Ambassadeur, nous n'oublierons jamais les obligations
que nous vous avons en cela.
Conociendo
el nuevo Ministerio inglés que ya no era posible lisonjearse de poder reducir
las colonias; que la Inglaterra se hallaba con 24 millones de libras esterlinas
de deuda, cuyos réditos absorbían más de la mitad de sus rentas anuales, y que
sólo la Casa de Borbón reunida, sin contar la Holanda, tenía sobre 40 navíos
más que ella, resolvió al fin reconocer la independencia de la América, lo que
hizo el Rey el 5 de Noviembre de 82 a la apertura del Parlamento, en los
términos siguientes, que merecen no olvidarse:
«Para
consentir la separación de las colonias americanas de la Corona de estos
reinos, he sacrificado toda consideración particular a los deseos y a la
opinión de mi pueblo. Dirijo a Dios Todopoderoso mis humildes y ardientes
súplicas, rogando al Omnipotente que la Gran Bretaña no sienta algún día los
males que deben resultar de un desmembramiento tan grande de su Imperio, y que
la América pueda descansar segura bajo un Gobierno que no es más que una
anarquía. De cualquier modo, la misma religión, lengua, sangre e intereses
formarán, como lo espero, una unión constante entre la madre y los
desnaturalizados hijos.»
Dado
este paso, vino a París, en calidad de Ministro plenipotenciario, D. Alejandro
Fitzherbert (hoy Embajador en España con el título de
Mylord Saint Elen), y pasó a Londres con el mismo carácter D. Ignacio Heredia,
Secretario que era de Embajada en París. Firmáronse, pues, en Versailles el 20
y 21 de Enero de 83 los tres Tratados de paz: el uno entre la Inglaterra y los
Estados Unidos de América, el otro entre la Inglaterra y la España, y el
tercero entre la Inglaterra y la Francia, de cuyos Tratados se hallará el
pormenor en la nota 24.
Hizo
después la Inglaterra su Tratado particular con la Holanda, y quedó por este
medio pacificada toda la Europa. En uno de los artículos de dicha Convención,
hecha entre la Inglaterra y los Estados Unidos de la América, se dice que la
navegación del gran río Mississipí será abierta y común a ambas naciones,
siendo así que los ingleses ya no poseían nada sobre él ni sobre aquellas
costas, y que los españoles eran dueños de su embocadura y de toda la última
parte de su navegación. Este artículo será probablemente la manzana de la discordia
entre los españoles y americanos, y el primer motivo o pretexto para hacer la
guerra en aquellas regiones e internarse lo posible en las posesiones
españolas, y entonces volverán a hacer causa común los ingleses y los
americanos, en perjuicio de la España. Esta potencia logró, a la verdad, más
que la Francia en la paz de 83, que es la más ventajosa que ha hecho en el
siglo para sus intereses verdaderos. Aunque gastó mucho en la guerra, tuvo
también la ventaja de que la mayor parte del gasto no saliese de sus dominios,
pues no la hizo sino por mar y en Gibraltar, lo que disminuye y hace menos
sensible la pérdida en la masa total de la circulación, que fue dentro del
reino. Había cedido España en la paz de Utrecht los Países Bajos, sus Estados
de Italia, Mahón y Gibraltar, y se vio obligada a recibir el oneroso tratado
exclusivo de la venta de negros en el de 1720, cuando la cuádruple alianza. En
48 confirmó los privilegios de los ingleses en la de Aquisgrán. En la de 63 ya
hemos visto lo mucho que perdió en poquísimo tiempo. Pero al fin quiso Dios que
el justo Carlos III hiciese su última paz en términos que
su corazón pudiese consolarse en algún modo del dolor que le causaba siempre la
necesidad de deber hacer la guerra. La Prusia y la Corte de Viena, y
particularmente esta última, tuvieron gran deseo de ser mediadoras en esta paz;
pero sólo lograron en ella una intervención honorífica, pero inactiva, que les
satisfizo bien poco.
Desembarazado
el Rey Carlos de los cuidados desagradables de la guerra, continuó en dedicarse
todo a los que eran más conformes a su genio, y a la felicidad interior de sus
pueblos, que fue siempre su primer objeto.
Llegaron
felizmente a Cádiz 32 millones y 700 mil pesos fuertes, detenidos en los
puertos de América durante la guerra, y continuaron en ir entrando
sucesivamente por medio del comercio libre los caudales que producía esta nueva
circulación.
En
medio de estas satisfacciones, tuvo el Rey la pena de ver morir en Aranjuez, en
83, un segundo nieto con que la Providencia había querido reemplazar la pérdida
del primero, para probar su constancia; pero hallándola siempre la misma, quiso
recompensarla en aquel mismo año con un doble fruto de bendición. Parió, pues,
la Princesa en La Granja dos niños robustos y hermosos, que, colocados en una
misma cuna, hacían las delicias y admiración de todo el público, que, sin
distinción de personas, se permitió por mucho tiempo entrase a verlos. No es
posible explicar el gozo de aquel respetable anciano al verse con dos nietos a
un tiempo; pero sólo le duró un año tuvo este gran consuelo. Al cabo de él, le
dio la Divina Providencia otro tercero, a quien se le puso el nombre de
Fernando; pero éste, que era el tercero de su familia cuando nació, cuando su
madre fue a misa de parida, era ya Príncipe de Asturias
(de lo cual creo éste sea el primer ejemplo), y como tal se le ha jurado en 89.
Los dos gemelos, que habían empezado a desmejorarse visiblemente, murieron en
los cuarenta días del sobreparto de la madre. A más de este robusto nieto nació
otro, llamado Carlos, en el mes de Marzo de 88, que, a Dios gracias, se
conserva bueno, como su hermano Fernando. Es muy sensible que no se piense con
más tesón y menos respetos humanos y precauciones en conocer y corregir desde
luego la causa de la desgracia que han experimentado los hijos varones de este
matrimonio. El asunto es de tanta importancia, que todo cuidado y diligencia es
poco para lograr destruir ese humor picante que se ve traen consigo, sin culpa
de sus padres, y cuyo origen no sería difícil hallar en su anterior generación
materna, si no se olvida la verdadera causa de la muerte de su abuelo.
También
sería de desear pensasen de otro modo nuestros Soberanos sobre la inoculación,
cuando en menos de tres meses han visto perecer de la viruela, en 88, cuatro
Príncipes de su familia y la de Portugal, y que saben son tan nocivas en ambas.
Había
el Rey establecido la paz entre la Puerta y los napolitanos cuando gobernaba
felizmente aquellos reinos, y aunque en España había habido una interrupción
total, y aun inconvenientes invencibles para renovar este comercio, no obstante
de haberlo intentado el Cardenal Alberoni, estos mismos
obstáculos eran para el Rey, que gustaba de vencer dificultades, otros tantos
estímulos, si los hubiera necesitado su deseo de hacer el bien y su máxima
constante de Homo sum, nihil mihi alienum puto.
Envió,
pues, a Constantinopla a D. Juan Buligni, que dicen conocía aquel país, y, no
obstante las dificultades que le movieron las demás potencias, que no querían
nuevos rivales en aquel comercio, concluyó con el Gran Visir Hagit Seid
Mahomet, en 14 de Septiembre de 83, un Tratado, que se ratificó después.
Establecióse
por él la paz perpetua acostumbrada, Cónsules españoles en todas las escalas de
Levante, comercio recíproco pagando los derechos que las demás potencias amigas
y protección especial en las peregrinaciones que hiciesen los españoles a
Jerusalén.
Acmet
IV, que ocupaba el solio otomano, se vio precisado a ceder a
la Czarina la importante
isla de la Crimea, de que sacaba su mejor caballería, y en que
había al pie de
dos millones de almas. Como esta conquista abrió a la Rusia
los mares, y aun
las puertas de Constantinopla, pensó le convenía hacerse otros
amigos, que,
interesados en que no extendiese tanto sobre ellos sus
dominios por el
Mediodía, se opusiesen a sus conquistas, y así entró con gusto
en esta nueva
alianza de la España, a pesar de las intrigas de las otras
Cortes, que deseaban
no tuviese efecto. Aunque el Gran Señor repugnó lo que pudo la
cesión de la
Crimea, falto de Generales, amenazado por el Emperador y
persuadido por el
Conde de Saint Priest, Embajador de Francia en la Puerta,
le fue preciso conformarse a sus circunstancias. El Conde de
Saint Priest, mi amigo, hombre hábil, activo y firme y honrado, se
manejó
en esta negociación con la mayor sagacidad y acierto, y para
que se vea cuán
necesaria es la precaución en todos los que manejan asuntos
importantes, quiero
poner aquí lo que él mismo me ha contado le sucedió en esta
ocasión, añadiendo
fue una de las cosas que le facilitaron más el desempeño del
asunto.
El
Ministro de Inglaterra, que estaba entonces en Constantinopla, tenía la
costumbre, como todos los de su nación, de trabajarlo todo por la mañana, y
comer tarde, como todos los ingleses, porque lo hacía de modo que no quedaba
para trabajar después hasta el día siguiente. Tenía dicho Ministro un criado
francés, al cual daba la llave de su gabinete de trabajo para que limpiase el
cuarto mientras que él comía. El criado vio un día un despacho en que se
hablaba de la Francia, y le pareció que, como francés, debía comunicarlo al
Embajador de su nación, y así lo hizo, prometiendo a Saint Priest, que no le
conocía, continuarlo, sin otro interés que el de servir a su patria. Lo
ejecutó, pues, tan constantemente, que Saint Priest tuvo desde entonces copias
exactas de todos los despachos del Ministro inglés antes que saliesen de
Constantinopla, dándole esto la superioridad que deja conocerse para seguir con
acierto su negociación. Hace años he oído al Conde de Aranda
que el criado que limpiaba su cuarto de trabajo era siempre uno que no supiese
leer ni escribir; y ahora puede añadirse será bueno no sea nuevo, ni
extranjero. El suyo no lo era nunca que podía evitarlo.
Quería
el magnánimo corazón del Rey hacer una paz general con todas las potencias
barbarescas, y lo manifestó así a la Puerta; pero ésta, no teniendo ya hace
tiempo la misma influencia que antes sobre los argelinos, no pudo hacer lo que
hubiera querido en esta parte. Pensó, pues, S. M. reducirlos por la fuerza, y,
a imitación de Luis XIV, que un siglo antes había bombardeado a Argel, quiso repetir
aquella escena, no obstante el mal suceso de la de 75. El Rey de entonces hizo
decir al Rey de Francia que para qué se había cansado en ir allá sólo para
matarle 6.000 hombres; que con la mitad de lo que le había costado la
expedición, que él le hubiera dado, le hubiera enviado doble número de cabezas.
Si alguno hubiese referido este dicho al Rey, acaso hubiera empezado por donde
acabó, y hubiera ahorrado mucho dinero, crédito y alguna gente. No hubiera, a
más de esto, aguerrido a los moros y enseñádoles a tener, y hacer uso de las
barcas cañoneras y bombarderas, que jamás hubieran conocido sin esto. En el año
de 62 despertamos a los portugueses, que sólo desde entonces tienen ejército y
marina, y en 83 y 84 hemos aguerrido y disciplinado a los moros; y éste es el
único fruto que hemos sacado de las expediciones de Portugal y Argel. A la
verdad, es difícil tener vecinos menos incómodos y más leales.
En
fin se resolvió saliese a bombardear esta plaza D. Antonio
Barceló, que, aunque excelente corsario, no tiene, ni puede tener,
por su educación, las calidades de un General, y que, por
consecuencia, no se
manejó como tal en éste y en el siguiente bombardeo de Argel.
Llegó
el 29 de julio de 83 a aquella bahía con seis navíos de línea, tres fragatas,
dos galeotas, tres bergantines, nueve jabeques, tres balandras, 20 barcas
cañoneras, 20 bombarderas, seis faluchos y ocho brulotes, fuerzas que, bien
manejadas, hubieran podido tener otras resultas. Empezó sus operaciones el 1º
de Agosto; tiró 380 bombas con poco efecto, y he oído decir a una persona de
verdad que se ha hallado después en la plaza que muchas iban cargadas de
tierra. A la verdad que esto, en vez de ser un cargo contra Barceló, sería una
sospecha fundada de la mala intención de los que iban a sus órdenes, y de los
efectos de la emulación que había entre los oficiales de marina y este oficial
de fortuna, que de mero Capitán del jabeque Correo de Mallorca, hizo tan
distinguidas presas sobre los moros, que el Rey, sin saber leer ni escribir
sino su nombre, le elevó hasta el supremo grado de Teniente General, para el
cual no tenía este valerosísimo marino las mismas calidades que para el corso.
Duró ocho días esta fiesta de pólvora, demasiado costosa y larga para lo poco
que divirtió a los moros y que utilizó al que la pagaba.
Repitióse,
no obstante, con más fuerza y con anticipación el año siguiente de 84, pues se
decía que el anterior se había salido demasiado tarde para aquellos mares. Se
unió a nuestra escuadra una división de la marina portuguesa, mandada por el
Brigadier Ramírez, y en que iba el Mello Brainer, que
hemos visto tomó el navío Vangarcia en 66 sobre la isla de Santa Catalina. Los malteses auxiliaron
también la expedición, como lo habían hecho el año antecedente. El efecto fue
el mismo, con más testigos y riesgo, pues los moros presentaron una línea
numerosa de lanchas cañoneras y bombarderas, que estuvo en poco no cortasen a
las nuestras. El 17 de julio se repitió la misma retirada que el año anterior,
con aumento de gasto y vergüenza, pero no de fruto.
La
Puerta otomana y el Rey de Marruecos insistieron en persuadir a los argelinos,
que al fin entraron en negociación, y habiendo pasado a Argel, bajo bandera de
tregua, cinco navíos de guerra españoles, a las órdenes del jefe de escuadra D.
Josef de Mazarredo, logró éste se firmasen el 16 de julio de 85 los
preliminares de la paz.
No
se hizo en esta ocasión a Mazarredo toda la justicia que merecía el celo con
que había desempeñado su comisión. Intervino antes en ella un francés
intrigante, que se decía Conde de Expilly, y que había
introducido y recomendado a nuestro Ministerio otro francés, no menos
intrigante que él, que se hallaba condecorado a nuestro servicio, y que había
tenido la fortuna de hacer uno importante en la última guerra, como lo hemos
dicho arriba. Deseoso este francés de ganar y tener él solo la gloria de esta
obra, usó de mil ardides y embustes, hasta falsificar la traducción de algunos
artículos del Tratado, y apropiarse parte de los regalos que llevaba para los
Ministros de la Regencia, de modo que, reconocido así por los mismos moros, se
ha visto precisado a no volver allá. Con todo, nuestra Corte, por no confesar
ha sido engañada, ha sostenido y dado pensiones a este francés, a quien mejor
que nadie conoce el mismo Ministerio. La manía de querer conservar en el
público, sin conseguirlo, el concepto de infalibilidad, es aún más dañoso en
los Gobiernos que en los particulares; pero como éstos son los que deciden de
aquéllos, es muy difícil no se resientan de sus faltas. Más vale decir: Me han
engañado, pero lo he conocido, corregido en tiempo y castigado al que me
engañó, que soñar que me creen infalible y premiar al impostor, mientras los
demás lo conocen, se ríen de mí, y critican con razón mi injusticia y mi
vanidad, y se animan con mi impunidad a hacer otro tanto. Es un error el temer
que, sin esto, no hallaré proyectistas, porque verán no los sostengo. Los malos
huirán de mí; pero los buenos acudirán con doble confianza, y nada perderá en
ello el Estado ni el Ministerio.
Me
ha asegurado persona de toda verdad que ha pasado últimamente muchos años en
Argel y ha tenido conocimiento e intervención en todos estos asuntos, que a la
hora de ésta, por la mala fe de este francés, llegaban ya a 50 millones de
reales lo que costaba a la España la paz con la Regencia. Uno de los
principales móviles de ella fue el actual Bey, hombre de talento, que se
hallaba de Ministro del Interior, y que había estado en España, donde fue muy
bien tratado. Deseaba el Rey fuesen comprendidos en este Tratado de paz su hijo
el Rey de Nápoles y su sobrina la Reina de Portugal, a cuyo fin envió el
primero a Argel a D. Thomaseo, oficial de marina, y fue
por parte de Portugal Mr. de Landerset, Coronel del
regimiento de Algarbe, de infantería; pero ambos se restituyeron a sus Cortes
sin poder concluir nada. El día 14 de junio de 86 se finalizó sólo por parte de
España el Tratado definitivo con Argel, habiendo precedido otro, convenido el
día 10 de Septiembre del año anterior, con la Regencia de Trípoli, a que
sucedió después de algún tiempo el Tratado con la Regencia de Túnez, que era el
único que faltaba para estar en plena paz con las potencias barbarescas.
Es,
a la verdad, una cosa vergonzosa la dependencia y feudalidad en que los
bárbaros africanos tienen a las potencias marítimas de la Europa, ejerciendo
sobre ellas una piratería infame, o rescatándola por un tributo indecente, por
más que se colore con el nombre. Una declaración conforme de parte de todas las
potencias marítimas a todas las potencias barbarescas, en que se les intimase:
1.º, que no se daría cuartel a ningún corsario, y se le echaría a pique con la
gente; 2.º, que no se rescataría ningún cautivo; 3.º, que se trataría y
recibirían sus bastimentos en los puertos y mares como a los demás, siempre que
comerciasen como ellos, sería un medio infalible de contener este abuso. Pero
las potencias que hacían este comercio exclusivamente sostenían el corso para
conservarlo, y esto sólo puede haber imposibilitado esta idea. Nosotros, como
tan vecinos de la África, deberíamos reflexionar hasta qué punto podía
convenirnos el que los moros saliesen de su barbaría y extendiesen su comercio
y potencia marítima, que nos podía ser muy dañosa con el tiempo, si aquel vasto
país llegaba a civilizarse y a figurar por Tratados como las potencias de
Europa.
Al
mismo tiempo que el Rey se empleaba en extender los límites del comercio o
industria de sus puertos, se ocupaba con no menos cuidado en corregir todos los
abusos de que tenía conocimiento, aun en materias eclesiásticas, conociendo, y
con razón, que cuando esto se hace guiado por un espíritu de verdadera religión
y del deseo de mantener su pureza para no exponer su conservación, y no por un
espíritu de irreligión y de ateísmo, disfrazado con la máscara de una aparente
filosofía, entonces, lejos de perjudicar, contribuye a consolidar y mantener la
misma religión en la pureza que exige la verdad de ella. Consiguiente, pues, a
estos verdaderos principios, solicitó y obtuvo de la Corte de Roma un Breve,
por el cual se dejaba a la libre disposición de S. M. una parte de los frutos,
que no exceda de la tercera, de las prebendas y beneficios no anexos a Curas de
almas, y que fuesen de la nominación real, siempre que queden 200 ducados de oro
de Cámara en los Beneficios que exijan residencia, y 100 a los que no lo
exijan, como puede verse en el Breve original del Papa y en la carta circular
del Rey, de fecha de 8 de Diciembre de 83, que había enviado con él, de orden
de S. M., a los Obispos del reino. El objeto de esta concesión (que sólo debía
entenderse con los Beneficios que vacasen en lo sucesivo) era únicamente el
socorro de los pobres verdaderamente necesitados, por medio de hospicios y de
establecimientos igualmente económicos que útiles. Escogió S. M. para su
dirección a D. Pedro Joaquín de Murcia, mi amigo, que hizo
a este fin varios planos, que probablemente hubieran tenido más efecto si no
hubiesen sido tan en grande, y si hubiese puesto en ellos más inteligencia y
economía.
A
vista de las desgracias que había experimentado S. M. en la pérdida repetida de
cuatro nietos varones, y teniendo presente lo que al principio del siglo había
padecido la lealtad de la nación española para colocar en el trono de ella a su
legítimo heredero, y reflexionando también sobre lo que acababa de suceder al
desgraciado Infante D. Luis, creyó S. M. deber asegurar más y más la sucesión
del Trono de España dando estado competente a su hijo tercero el señor Infante
D. Gabriel. Consultando, pues, sólo la razón, la naturaleza y la justicia, puso
aparte todas aquellas políticas mal entendidas que habían impedido hasta
entonces el matrimonio a los Infantes de España. Resolvió casar al expresado
Infante D. Gabriel con la Infanta Doña Mariana Victoria, hija de la Reina de
Portugal, y dar en cambio a la Infanta Doña María Carlota de España, hija
primogénita del Príncipe de Asturias, por esposa del
Infante Don Juan de Portugal, hijo segundo de la Reina. Tenía este Príncipe el
Mayorazgo del Infantado, propio de los hijos segundos de los Monarcas
portugueses; pero al Infante D. Gabriel le faltaban rentas para poderlo
establecer de modo que sus hijos tuviesen una decente subsistencia. A este fin,
secularizó S. M, con dispensa del Papa, y de acuerdo con el Gran Maestre de la
Orden de San Juan, y estableció hereditario en la línea del Infante el gran
Priorato de la Orden de Malta, que poseía dicho Príncipe. Con esto y otras
cosas le aseguró una renta de unos cuatro millones de reales. A más de las
ventajas que hemos visto arriba tenía el establecimiento del Infante para
asegurar en todo evento la tranquilidad futura del reino, presentaba también la
de reunir de nuevo las dos familias de España y Portugal, que, no siendo una,
deben estar íntimamente unidas, y procurar juntar algún día los dos reinos,
séase sobre la cabeza de un Borbón o sobre la de un Braganza. Sea el que se
fuese el nombre del Rey de España y del de Portugal, deberán siempre, si son
buenos, conocer la necesidad de la unión de ambos reinos. Verificada ésta en la
Europa, pocos dominios, útiles y bien situados y entendidos en la América, será
el modo más seguro de que la Península entera de España, que toda lo es, sea
verdaderamente feliz, rica, comerciante y respetada en la Europa, sin pensar
jamás en extender sus dominios más allá de los Pirineos, que los hace tan
independientes del continente como a la Inglaterra, siempre acredita en
moderación con su conducta.
Penetró
inmediatamente toda la Europa, empezando por la Francia, la fina política de
nuestra Corte, y así el Conde de Floridablanca trató este
asunto con el mayor secreto hasta que estuvo enteramente concluido. Todo el
cuerpo diplomático estaba inquieto y curiosísimo de ver las repetidas y
misteriosas conferencias del Conde con el Marqués de Lorizal,
Embajador de Portugal, y llegó a tanto su impaciencia, que los Embajadores de
Francia y Nápoles se explicaron con el Ministro y le manifestaron la inquietud
en que estaban de aquel misterio. El Conde les respondió podían estar
tranquilos y tranquilizar a sus Cortes, pues el asunto de que se trataba no
tenía la menor conexión con los suyos. Como acababa de convenirse un
arreglo de comercio y de tarifas entre ambas Cortes, los más atribuyeron a esto
las conferencias a vista de las respuestas del Conde, que en general no es muy
comunicativo en los asuntos, y que es probable hiciese correr esta voz para
dormirlos. La Corte de Nápoles, luego que supo las resultas verdaderas de
aquellos misterios, se manifestó muy ofendida, y quiso llamar, y aun mandó
retirar a su Embajador el Príncipe de Raffadale, porque no había penetrado y
avisado el misterio. Por otro lado, creía que en este Tratado había algún
artículo secreto, contrario a sus derechos y a los de su rama; pero el Rey
Carlos no permitió al Embajador entregase sus recredenciales, y así le conservó
a su lado como Embajador, contra la voluntad del hijo, que le dejaba sin hacer
caso de él, ni atreverse a contradecir a su padre. Después de la muerte de S.
M., el Príncipe se ha establecido en España, donde es actualmente Mayordomo
mayor de la Reina.
La
Francia, aunque callaba, no veía con gusto acercarse tanto las
dos Casas de
España y Portugal, y así, cuando yo estaba en Lisboa, vi
constantemente que el
sistema de los Embajadores franceses era hablar de la
desproporción de la edad
entre el Príncipe del Brasil y su tía la Princesa; de la
imposibilidad de la sucesión; la necesidad de ella; la
posibilidad de la
disolución del matrimonio, alegando los ejemplares de Polonia,
todo con la mira
de que no cayese en nuestra Infanta y en su línea la sucesión
del reino.
También decían que el Infante D. Juan no podría tener sucesión
de nuestra
Infanta, porque era muy chica y delicada, lo cual me ha
repetido a mí mismo en
Versailles la Reina, a quien la había persuadido sin duda el
Marqués de
Bombelles, Embajador en Portugal. La divina Providencia
deshizo el primer matrimonio del Príncipe del Brasil; pero de
un modo
inesperado y el más contrario a sus miras, pues asegura a la
Infanta Carlota y su línea la posesión de la Corona de Portugal,
habiendo
muerto desgraciadamente de las viruelas el Príncipe del
Brasil, D. Josef,
sucediéndole su hermano único D. Juan.
Muchas
veces se quejaba conmigo doña Emilia O'Demsi, camarista de España, que quedó en
Portugal con la Infanta, de la suerte de ésta, reducida a ser una segundona en
Portugal, y yo siempre le decía: Calle, señora, el Príncipe del Brasil no ha
tenido viruelas, y es muy sanguíneo y expuesto a un garrotillo. Es
verdad que ni le deseé uno ni otro, ni contaba con el suceso, pues sólo lo
decía para consolarla, y que, a la verdad, el Príncipe difunto y su esposa eran
dignos de otra suerte, y nadie se la desearía más feliz que yo, por lo que les
quería.
Comisionados
como Embajadores extraordinarios para efectuar estos reales desposorios los dos
Embajadores que se hallaban entonces en ambas Cortes, el Marqués de Lorizal en
la de Madrid, y yo en la de Lisboa, hicimos las funciones correspondientes a
este fin, y efectuamos las bodas, en Madrid el 27 de Marzo de 85, y en Lisboa
el 11 de Abril, retardándose esta última por haber caído con sarampión el señor
Infante D. Juan, que poco antes había tenido sus viruelas.
A más de la relación manuscrita
y detallada que yo he hecho en Lisboa de todo lo acaecido en estos
desposorios, y que se hallará en mis papeles, hay otra, impresa en Madrid, por
Eduardo Malo de Luque, nombre supuesto, y anagrama del
Duque de Almodóvar, que es su verdadero autor. Este señor,
como queda dicho, vino como Mayordomo mayor a Badajoz para el cambio de las dos
Infantas.
En
esta ocasión tuvo el Rey el pesar de que muriese en Arenas, el 7 de Agosto, su
hermano querido el Infante D. Luis, de quien queda hecha anteriormente
particular mención.
Continuaba
en prosperar el nuevo comercio libre de América, a pesar de los muchos enemigos
que tenía este nuevo sistema, y en 85 se vio que se habían despachado en
géneros 21.742.000 pesos fuertes y que habían entrado 6.317.600.
A
vista de esto, deseando S. M. extender más el comercio, propuso la actividad de
Cabarrús un plano para, una nueva compañía de Filipinas, agregando a ella la
antigua de Caracas.
El
Conde de Floridablanca y el Ministro de Hacienda, D. Miguel de
Muzquiz, apoyaron este buen pensamiento, cuya utilidad conoció desde
luego su penetración, y S. M. se sirvió expedir la Cédula de
creación en el año
de 85. Si la España hubiera tenido la fortuna de conservar por
más tiempo el
Ministro Muzquiz, que, con el señor Conde de Floridablanca,
trabajaban de común
acuerdo por el bien, esta Compañía y el Banco de San Carlos
hubieran prosperado
infinito y hubieran consolidado en el reino el espíritu de
circulación y
comercio, que le son absolutamente necesarios, y establecido
un crédito en toda
Europa. Con él, siendo la potencia que tiene más recursos en
sí en este
continente y en América, hubiera tenido en todas ocasiones a
sus órdenes, sólo
con la buena fe, establecida y consolidada como se debe, todo
el dinero de la
Europa cuando lo hubiese necesitado, con preferencia a todas
las demás
potencias. Así ven las cosas los Ministros grandes, dignos de
serlo; pero no
los que no se han criado para esto, ni tienen las calidades
necesarias para
ello, y se limitan a pequeñeces y personalidades, en perjuicio
del bien del
Estado. Así lo ha hecho en estos dos establecimientos el
actual Ministro de
Hacienda, Conde de Lerena. Se halló elevado este hombre,
de ningún talento ni nacimiento, en solos cinco años, al
Ministerio desde la
plaza de Comisario de guerra, sin más mérito que haberle
protegido el Conde de
Floridablanca, por haberle creído firme, desinteresado y
dócil, y suponer sería
reconocido, calidades buenas, pero que, solas, no forman un
buen Ministro de
Hacienda. Enemigo personal de Cabarrús, dio oído a cuantos
chismes le contaron
de él, y creía ciegamente todo lo que le decían los gremios,
enemigos
declarados suyos y de este nuevo establecimiento, que era su
rival, y les
quitaba la ventaja de ser dueños del comercio de España y la
de ser el único
cuerpo a que el Ministerio podía acudir en cualquier apuro de
la Corona.
Olvidado de lo que debía al Conde, llegó hasta quererle
desacreditar, y al fin
tuvo que pedirle mil perdones y su apoyo. Dicen le respondió
el Conde,
riéndose: Vaya usted, vaya usted; ya le he dicho mil veces, y debe conocerlo
ya, que no puede andar solo. No salgo garante del dicho, aunque tiene todo
el carácter del sujeto a quien se atribuye. Se declaró abiertamente contra
Cabarrús, y, sin decir el motivo, le tiene encerrado en un castillo hace más de
catorce meses, sin haberle hecho proceso, con escándalo de toda la España, y
aun de la Europa entera, que dice le juzgue y le ahorquen o le den libertad.
Pero estos son hechos personales, que serían menos malos si no hubiesen tenido
influencia en los asuntos públicos; pero no fue así. La enemistad contra
Cabarrús procede, entre otras cosas, de la superioridad de luces que conoce en
él y de la ambición y miras que él no oculta, y que ve el Ministro pudieran
resultar en su perjuicio, y así, no es extraño se resintiese Cabarrús de sus
efectos en todo lo que dependiese de su enemigo poderoso. El Banco y la
Compañía de Filipinas eran los dos puntos de ataque, y contra ambos se
encarnizó su adversario. Hizo perder en ocho días más de seis millones de
reales al Banco en una operación mal entendida que mandó ejecutar en París,
retirando los billetes que tenía en la Compañía de Indias, sólo por
desacreditar a Cabarrús, que los había impuesto con todas las aprobaciones
necesarias, y los ganó la casa de comercio francesa que los compró, como lo
avisé yo a la Corte. A la Compañía de Filipinas le dio otro golpe capaz de
arruinarla. Siendo uno de sus principales ramos el comercio de las muselinas,
de que tanto consumo se hace en España, y estando su entrada rigurosamente
prohibida en el reino, luego que llegó el primer cargamento de ellas, de cuenta
de la Compañía, mandó levantar la prohibición de los extranjeros. Véase si
puede hacérsele la guerra con más descaro. El que quiera ver más en detall éste
y otros errores cometidos con dicha Compañía, lea desde la página 377 a la
página 384 del V tomo de la traducción de la Historia política de los
establecimientos de América, impresa en Madrid en casa de Sancha, año de
1789, y escrita, como queda dicho, por el supuesto Malo de Luque. El Ministro
se declaró fuertemente contra él, por lo que allí dice, y a no haberlo
sostenido la justicia del Conde de Floridablanca, le
hubieran acaso hecho salir de la Corte, por haber escrito unas verdades, cuya
publicación hará siempre honor a los conocimientos, talento, firmeza y
patriotismo de mi amigo el Duque de Almodóvar.
Una
de las grandes adquisiciones que hizo el Rey Carlos en beneficio de las
ciencias fue el célebre gabinete de historia natural que había formado en París
un indiano, llamado D. Pedro de Ávila, natural del Perú, que
lo dio a condición que sería su director el resto de su vida, con un sueldo de
60.000 reales, que no le duró muchos años, y así no fue cara la adquisición;
pero lo ha sido la magnificencia con que se ha colocado para instrucción del
público en lo sucesivo, pues hasta ahora no se ha empezado el curso de Historia
natural, y sólo está abierto para que lo vea el público dos días a la semana.
S.
M. ha mandado orden a todos los Gobernadores de la América y de todas sus
posesiones ultramarinas para que envíen cuanto haya en ellas de raro, y ha
hecho partir naturalistas instruidos a hacer colecciones, de modo que con la
continuación de este método podrá ser el mejor gabinete del mundo, y lograr
también igual ventaja el Jardín Botánico que ha hecho establecer en Madrid,
fabricando, para mayor utilidad de las ciencias, una casa para Academia de
ellas, un Observatorio y todo lo necesario.
D.
Agustín de Betancour, caballero canario, que, con su
hermano, han estado empleados y pensionados en la Corte varios años para la
hidráulica y maquinaria, han trabajado con el mayor esmero y distinguídose, muy
particularmente el primero, por su habilidad y talento, mereciendo premios y la
mayor aceptación en la Academia y entre los hombres científicos. Ha enviado una
de las más perfectas de cuantas máquinas pueden imaginarse en toda clase, y
conociendo yo por experiencia que las más veces, después de hacer gastar mucho
al Rey, estos envíos se almagacenan, propuse se estableciese un gabinete de
mecánica, de que Betancour sería director; que en él hubiese catálogo de las
máquinas para uso, que se vendiese al público, y en que se expresaría lo que
costaría el dibujo o un modelo de cada máquina. De este modo, cualquiera
pudiera hallar allí la que le conviniese, para los adelantamientos de sus
posesiones, etc., y teniendo siempre en París y Londres un sujeto que
continuase a ir dando cuenta de lo nuevo que saliese, podría con poco hacerse
un establecimiento muy útil al reino. De lo contrario, entrará lo gastado en el
número de lo inútil, que no es poco.
Concluida
la paz con la Inglaterra, quedaban aún por la parte de la costa de los
Mosquitos algunos puntos que, si no se aclaraban, darían motivo a mil disputas
y desavenencias, y así, en 1786 se concluyó un Convenio particular con la
Inglaterra, por el cual se decidió que los ingleses evacuarían dentro de seis
meses la costa llamada de los Mosquitos, y en retorno, S. M. C. le cedía, para
uso de los colonos y para que le sirviese de punto de unión en aquellos mares,
la isla de los Jerseyes, con la condición de que no se construyesen
fortificaciones guarnecidas de artillería. Igualmente concedió el Rey a la Gran
Bretaña, sobre la costa de Yucatán, más territorio que el que había fijado en
1783, debiendo comenzar la línea inglesa desde el mar, y continuar hasta el
nacimiento del río Hebano, para poder cortar palo de campeche con toda
libertad.
El
gran Federico II había siempre tenido particular inclinación a la España, en la
cual se mantenía su amigo Mylord Maréchal, que había vivido algunos años en
Valencia y tenido en España comisiones del Rey de Prusia, en cuyo palacio de
San Souci vivía siempre. En tiempo de Felipe V había ido a
Prusia D. Josef de Carvajal, después Secretario de Estado, y el Conde de
Montijo, para cumplimentarle después de la guerra de 42, como aliado de la
Francia, de sus nuevas conquistas. Pero desde entonces hasta el año de 77 no
había habido Enviado alguno entre ambas Cortes. Entonces envió S. M. a Madrid
de asiento, como su Ministro, al Conde de Nostiz, y pasó a
Berlín, con igual carácter, D. Simón de las Casas,
habiendo seguido estrechándose cada día más entre ambas Cortes la buena armonía
y relaciones de comercio, cuyo recíproco estimulo fue el principal objeto del
establecimiento de esta misión.
Había
el Rey adoptado el proyecto de un canal desde Madrid a Aranjuez, que desde allí
se pensaba llevar hasta los mares de Alicante; pero yo preferiría el unir este
canal al río de Guadalquivir en el punto de Guadarramal, desde el cual están
proyectados y hechos los planos por D. Carlos Lemaur, bajo
la dirección de D. Pablo Olavide, para llevar la
navegación hasta el mar. Por este medio y haciendo practicable la navegación
del Tajo hasta Talavera, y aún más allá, se facilitaba el transporte de todos
sus géneros a América, y era el modo de dar a Madrid, a la Andalucía alta, a
parte de Extremadura, y a toda la Mancha, cuyos vinos tendrían una salida
grandísima, la comunicación más útil que puede dárseles, por ser la más directa
con la América, en que la salida sería cierta y ventajosa. La falta de salida
de los vinos de la Mancha, y aun de Castilla, es tal, que hay años de
abundancia que hay que vaciar el viejo para poner el nuevo, al mismo tiempo que
muchos del pueblo mueren de hambre.
Las
aguas sumergidas del río Guadiana pudieran acaso contribuir a este canal, sobre
el cual dudo se haya trabajado y hecho todas las experiencias que requiere un
objeto tan importante, pues no he oído hablar de la unión del Tajo al
Guadalquivir. Dicho canal, empezado, se paró a poco más de dos leguas de
Madrid, porque siendo sus aguas únicamente las que filtraban por la arena del
pobrísimo río Manzanares, inmediato al cual tienen su dirección, parece no eran
suficientes aun a llegar hasta Aranjuez, que era el objeto que se deseaba.
Posteriormente se ha emprendido, por dirección de Cabarrús, y a cuenta del
Banco, otro canal, para el cual debían juntarse en un grande depósito, a siete
leguas de Madrid, las aguas de las vertientes de Guadarrama, y teniendo este
canal un retén tan considerable como éste, a imitación del gran estanque de San
Ferreol, que abastece el famoso canal de Languedoc, podría más probablemente
contarse con la estabilidad de este pensamiento.
Quiso
Dios dar al Rey el consuelo de tener un nieto del Infante D. Gabriel y de su
esposa la Infanta portuguesa. Su virtud y la dulzura de su carácter tenían
encantado al Rey, y el Infante no respiraba sino por su mujer, que ciertamente
no abusaba del justo cariño y confianza que en ella tenía. El Rey, cuyo
carácter prefería a todo la tranquilidad, la cordialidad y la paz y felicidad
interior y doméstica, se deleitaba de manera en ver en su familia un matrimonio
como aquél, de que hay pocos ejemplos, como se verá más adelante; y el gusto
que tenía en contemplarle le aliviaba y hacía olvidar las otras desazones de
familia, que no le faltaban, especialmente en Nápoles, y que más que otra cosa
alguna afligían su sensible corazón, porque era tan pariente de sus parientes
como amigo de sus amigos.
Pusieron
al hijo del Infante el nombre de Pedro Antonio, concediéndole
los honores de
Infante como primogénito; pero se determinó que los demás
hijos sólo tendrían
el título de Duques, Condes o Marqueses, como los demás
Grandes del reino. Este
Infante D. Pedro, que, con gran previsión política de ambos
Soberanos, se ha
pasado a educar a Portugal, con pretexto de criarlo al lado de
la abuela,
reunirá, si faltase la línea del Infante D. Juan, Príncipe del
Brasil, los justos derechos de la madre a la Corona de Portugal, y
últimamente se ha publicado una ley, que favorecería su
derecho si llegase este
caso, que no es de desear. No faltaría quien se opusiese a
ello, fundándose en
las pretendidas leyes de Lamego; pero criado este Príncipe
dentro del reino, y
sostenido por la España, se vencerían probablemente las
dificultades. En todo
caso, para evitar las desavenencias, es de desear dé Dios una
dilatada prole al
actual Príncipe del Brasil y a su esposa la Infanta doña
Carlota de España.
Mientras
que el Rey Carlos se ocupaba de la felicidad de sus pueblos, y gozaba de la
dulzura interior de su familia, se empleaba la Inglaterra en excitar una guerra
en la Puerta contra la Rusia. Había quedado muy picado, como hemos visto, el
Ministerio inglés con el ruso desde la neutralidad armada, y el nuevo Tratado
de comercio concluido entre la Francia y la Corte de San Petersburgo había
acabado de llenar las medidas y de excitar la venganza que quisiera lograr con
mano ajena.
La
Francia suscitó en sus principios y sostuvo bajo mano los disturbios de la
Holanda, fomentando a los patriotas adictos a la alianza de la Francia y
enemigos del Estatuder que sostenía el partido inglés. Hicieron cuanto pudieron
los holandeses patriotas para llevar adelante sus ideas, fiados en la
asistencia pública y continua de la Francia. Pero cuando les era más precisa
esta potencia, gobernada entonces por el débil e intrigante Arzobispo de Sens, Mr. de Brienne, no hubo forma de que
los sostuviese, siendo él quien se opuso directa y fuertemente a ello en el
Consejo, contra el dictamen del Conde de Montmorin, Ministro de Estado, en que
manifestaba con fuerza las malas resultas que se seguirían de no hacerlo.
Efectivamente, las tropas prusianas, que, por confesión de sus mismos Ministros
y Generales, no hubieran entrado en Holanda si hubieran visto la menor
oposición de la parte de los franceses, luego que se aseguraron de lo
contrario, entraron a mano armada, humillaron el partido patriótico, que, como
toda la Europa, se desató, y con razón, contra la mala fe de la Francia, y,
dispersos y fugitivos los que le formaban, venció el Estatuder, y resultó de
esto la separación de la Holanda de la Francia y la unión de aquella con la
Inglaterra y la Prusia. Manejado de otro modo este asunto, la Francia hubiera
podido, de acuerdo con la Prusia, componer las diferencias de la Holanda y
contemporizar con los dos partidos, resultando de ello la unión de la Prusia a
la Holanda y la Francia, dejando sola a la Inglaterra. Así lo propuso el Conde
de Montmorin, cuya Memoria original, leída en el Consejo, he tenido en mi mano.
Si se hubiera hecho esto, es probable no se hubiese verificado la revolución de
la Francia, y se le haría al Conde de Montmorin la justicia que merece en esta
parte. Ved aquí un ejemplo bien claro, hijos míos, de lo que os tengo dicho en
mi carta póstuma, relativamente al gran sacrificio que hacen los Ministros
cuando se ven calumniar injustamente, y que, teniendo consigo pruebas
auténticas para hacer callar la calumnia, su obligación les precisa a guardar
el silencio y a ser la víctima de ella, por ser fieles al secreto del Estado.
El público los haría justicia si les fuera lícito faltar a él, y, en vez de
esto, les hace una injuria, sin creerlo, cuando con su fidelidad aumentan su
mérito. Desacreditada esta potencia en la Europa,
y más en la Puerta, donde los holandeses tienen tanta influencia, ganaron por
ella partido sus nuevos aliados la Inglaterra y la Prusia, y pudieron inducir a
los turcos más fácilmente a una guerra que les ha costado tanto, y que no ha costado
poco a la Casa de Austria.
Estos
sucesos no dejaron de ser desagradables al Rey, a cuyo noble carácter chocaban
semejantes manejos e intrigas. Dio S. M. en esta ocasión una nueva prueba de su
fidelidad y escrupulosidad en cumplir sus palabras, pues habiendo la Inglaterra
amenazado a la Francia con motivo de la Holanda, el Rey de España sin ser
requerido por su aliado, hizo inmediatamente un armamento considerable, y habló
con tanta fuerza a la Inglaterra, que esta potencia cedió, y tuvo aquel augusto
Monarca la satisfacción de impedir una guerra a la Francia, que probablemente
hubiera vuelto a encender toda la Europa. Parece quiso el cielo coronar su
reinado con una acción la más análoga a su genio, a su corazón y a sus
virtudes, cual era la de conservar en paz al género humano.
Las
ideas religiosas, mal entendidas, impiden que las Casas de
España y Portugal
adopten el sistema de la inoculación, tan general y útilmente
establecido en la
Europa. Acababa de ser víctima en el mes de Septiembre el
Príncipe del Brasil, D. Josef, y en el mes de Noviembre las tuvo con
igual
desgraciada suerte su hermana nuestra Infanta doña Mariana
Victoria, a quien
acometieron durante el parto de una niña, que murió poco
después, como la
madre, que aún no había cumplido los veinte años.
Asistióla
hasta el último momento su amante esposo el señor Infante D. Gabriel, no
obstante de que no las había tenido, sin querer ni siquiera prepararse por si
le acometían. Efectivamente, así fue, y pereció de ellas el 13 de Noviembre,
víctima de su amor conyugal. Ejemplo de aplicación y virtud, y lleno de las más
distinguidas calidades, no necesitaba su muerte de tener las particulares
circunstancias que la hacían tan lastimosa para ser llorada de todos,
igualmente que su digna esposa, cuya dulzura y bondad, junto a su edad y
hermosura, de que sólo ella no se apercibía, la hacían amar de todos. La misma
moderación y superioridad de ánimo del Rey, su padre, flaqueó, si puede decirse
así, en esta ocasión, y abatido ya de ver desde Septiembre cuatro víctimas de
aquel horroroso mal en su familia y la de Portugal, que miraba ya como tal,
siendo la Reina hija en segunda línea, prorrumpió, llevado de dolor del amor
que profesaba a estos tiernos esposos, y del consuelo que le causaba el ver su
tierna y feliz unión: Murió Gabriel, poco puedo yo vivir.
Así
fue. Empezó a decaer y a resfriarse, y a pocos días de llegar a
Madrid cayó en
cama. Dijeron ser resfriado; pero el pecho empezó a cargarse, y
la calentura
degeneró en inflamatoria. Recibió con toda solemnidad los
Santos Sacramentos,
con tal devoción y firmeza, que sólo él no lloraba, pero el
Nuncio Vizconti, que le dio la bendición papal, igualmente que todos los
demás, no podían contener las lágrimas. Vio S. M. las de su
fiel Ministro el
Conde de Floridablanca, cuando le llevó a firmar el
testamento, que se halla en la nota 13, y mirándolo con una
ternura y serenidad
majestuosa y religiosa, le dijo: ¿Qué, creías que había yo de ser
eterno? Es Preciso paguemos todos el debido tributo al Criador. ¡Oh,
palabras dignas de imprimirse en letras de oro y de estamparse en el corazón de
todo buen católico! Antes de morir se despidió y echó la bendición a toda su
familia, y continuó en ejercer sus funciones hasta el último momento, de modo
que dio el Santo y la orden el mismo día de su triste muerte, que fue la noche
del 13 al 14 de Diciembre de 1788. Así espiró, lleno de amor de Dios y dando
ejemplo a sus vasallos, aquel Monarca que no supo vivir sino para ellos.
La
España y la Europa entera, que le respetaba y amaba, le lloraron, y llorarán
siempre, como yo lloraré toda mi vida el no haber estado a su lado para
tributarle mis últimos obsequios. Su cadáver fue transportado al Real
Monasterio de El Escorial, con la pompa acostumbrada, y el Príncipe de
Maserano, Capitán de guardias de Corps, fue el que hizo su entrega. Su padre
hizo la de Fernando el VI y su abuelo la de Felipe V.
Dichosa
España si su hijo y sus nietos heredan, como lo deseo y espero, los aciertos y
virtudes de este gran Rey.
Capítulo último
De las calidades
y vida interior del Rey Carlos
Hasta
ahora hemos visto la vida exterior y los hechos de mi amado Monarca, mirado
sólo como tal en el dilatado espacio de sus dos reinados de Nápoles y España,
que parecieron bien cortos a todos sus vasallos. Réstanos sólo examinarlo como
hombre en su vida interior y en sus calidades privadas, a lo cual dedico
únicamente este último capítulo de su historia, que puede decirse fue el único
que me propuse tratar para mi consuelo, cuando lo empecé en mi primer momento
de dolor, luego que recibí la tristísima noticia de su muerte.
Era
el Rey Carlos de una estatura de cinco pies y dos pulgadas, poco más; bien
hecho, sumamente robusto, seco, curtido, nariz larga y aguileña, como lo demuestra
su retrato, muy semejante, que está al principio de esta obra, y que hice
grabar de uno muy parecido, añadiéndole las inscripciones al pie. Había sido en
su niñez muy rubio, hermoso y blanco; pero el ejercicio de la caza le había
desfigurado enteramente, de modo que cuando estaba sin camisa, como le vi
muchas veces cuando le servía como su gentil hombre de cámara, parecía que
sobre un cuerpo de marfil se había colocado una cabeza y unas manos de pórfido,
pues la mucha blancura de la parte del cuerpo que estaba cubierta, obscurecía
aún más el color obscuro de la que estaba expuesta continuamente a la
intemperie. Su fisonomía ofrecía casi en un momento dos efectos, y aun dos
sorpresas opuestas. La magnitud de su nariz ofrecía a la primera vista un rostro
muy feo; pero pasada esta impresión, sucedía a la primera sorpresa otra aún
mayor, que era la de hallar en el mismo semblante que quiso espantarnos una
bondad, un atractivo y una gracia que inspiraba amor y confianza.
Era
naturalmente bueno, humano, virtuoso, familiar y sencillo en su trato, como en
su vestido y en todo, y nada le era más contrario que la afectación, la ficción
y la vanidad, llevando en algún modo al exceso su aborrecimiento a estos
defectos, pues alguna vez no buscaba, ni se persuadía pudiese haber en los que
tenían la desgracia de dejarlos de conocer otras calidades que pudiesen
compensarlos.
Nada
ofendía más al Rey que la mentira y el engaño, y así como todo lo perdonaría al
que con verdad y franqueza le confesase su delito, así también el más leve era
para él grave cuando le hallaba inculcado con la falsedad, la ficción o la
mentira. De aquí se seguía que hacía más vanidad de ser fiel a su palabra que
pudiera el más honrado particular, sin limitar esta calidad a los asuntos políticos
y a la fe de sus inalterables Tratados. Así es que toda la Europa dio siempre
una fe ciega a lo que dijo, y que su palabra era creída y respetada por todos
los Monarcas, que jamás dudaron de ella. La misma nación portuguesa, que
aborrece en general a la española y su dominio, por la vecindad y por los
justos motivos de desconfianza y enemistad que debe inspirar siempre a una
potencia menor otra superior, bajo cuyo dominio ha estado, luego que se hablaba
del Rey que decir: ¡Ah! El Rey
Carlos lo ha dicho; no hay que dudar. Si los tres Felipes reinaron
por la fuerza sobre el reino de Portugal, el Rey Carlos III
puede decirse ha sido el primer Rey español que ha podido reinar sobre sus
corazones. Yo he tenido la gran satisfacción de haberle levantado un arco de
triunfo en medio de la plaza del Rocío de Lisboa, con las inscripciones que se
hallan en la nota 14, y de ver que, lejos de excitar el enojo de los
portugueses, leían y releían con gusto su nombre y alabanzas, aumentándolas con
las propias.
Era
naturalmente de genio alegre y gracioso, y si su dignidad se lo hubiera
permitido, hubiera tenido particular talento para remedar, pues a veces lo
hacía en su interior con gracia, aunque muy de paso, y se conocía trabajaba
para no dejarse llevar en esta parte de su genio. Como había sido siempre muy
popular, y vivido con la gente del campo, y en Nápoles había conocido a fondo a
los lazaronis, que
son unos truhanes muy originales y graciosos, tenía mucho de que echar mano
para hacer valer su natural disposición, pues nada se le escapaba, y con su
modo de mirar, que manifestaba su viveza y penetración, volviendo los ojos sin
que se conociese, veía cuanto se hacía a, todos lados.
Su
afabilidad con las gentes más humildes que le servían era tal, que en La Granja,
viendo un día el Duque de Arcos, Capitán de guardias, que
una mujer del campo se le arrimaba a hablarle con demasiada familiaridad, la
quería hacer apartar, y el Rey le dijo: Déjala,
Antonio; es mi conocida; es la mujer de Fulano, que era uno de los
monteros. Cuando iba con el sombrero puesto, fuese a pie o a caballo, o en
birlocho, gobernándolo él mismo, como solía hacerlo en Aranjuez, se le quitaba
a las personas que conocía, y generalmente a las de modo que encontraba, y
siempre a todos los eclesiásticos o religiosos, y a las personas inferiores que
conocía, aunque fuesen sus criados menores, los miraba con agrado o hacía
alguna insinuación con la cabeza o con los ojos, que eran muy expresivos, de
modo que los acreditase que los veía con gusto y no con indiferencia.
Su
vestido era siempre el más sencillo y modesto. Pasaba en el Sitio de El Pardo
desde el 7 de Enero hasta el sábado de Ramos, que volvía a Madrid. Allí estaba
diez días, y el miércoles, después de Pascua, por la mañana, a las siete, salía
para Aranjuez, donde permanecía hasta últimos de Junio, día más o menos. Pasaba
en Madrid desde este día hasta el 17 o el 18 de julio, que marchaba a comer,
cazar y dormir a El Escorial, y de allí, al día siguiente, al Sitio de San
Ildefonso. Allí se detenía hasta el 7 o el 8 de Octubre, que bajaba a El
Escorial, de donde se restituía a Madrid entre el 30 de Noviembre y el 2 de
Diciembre, y permanecía allí hasta el 7 de Enero siguiente, de modo que pasaba
en Madrid unos setenta días y el resto del año en el campo. La libertad que en
él gozaba era más conforme a su genio, pues podía salir fácilmente y sin
séquito a caza por la mañana a los jardines, lo cual no le era posible en
Madrid. A más de que en el campo estaba siempre con vestido de caza, que era,
en invierno, casaca de paño liso de color de corteza de árbol claro, chupa de
ante, con un galón de oro estrecho al borde, y calzón de ante negro, de la
fábrica excelente que estableció en el lugar de Aravaca, inmediato a Madrid. En
verano la casaca era de camelote ceniciento; la chupa, de seda azul con galón
de plata, y el calzón el mismo.
Cuando
tenía que vestirse de gala se ponía, de muy mala gana, sobre la chupa de campo,
un vestido rico de tela, guarnecido a veces con una muy rica botonadura de
diamantes, y, abotonándose la casaca hasta abajo, cubría la chupa de ante, de
que no dejaba a veces de descubrirse alguna punta. De este modo se presentaba a
la Corte, a la capilla y al besamanos, y luego que pasaban las dos o tres horas
de la ceremonia, apenas había entrado en su cámara, que se quitaba la casaca,
echando un gran suspiro, y diciendo: ¡Gracias
a Dios!, como quien se había libertado de un gran peso; y si era
verano, se quitaba el corbatín y la peluca para retirarse a dormir por una hora
la siesta. Cuando tenía zapatos, vestido o sombrero nuevo, era para S. M. un
martirio, y antes de que se determinase a tomar el sombrero nuevo, estaba éste
a veces ocho días sobre la mesa al lado del viejo, de que poco a poco se iba
desprendiendo, y que, dejado un día, no se le volvía a poner allí porque no
volviese a él. Con todo, era sumamente limpio en su interior y exterior, y no
podía sufrir una mancha, ni que, al quitarle la camisa, le rompiesen los
encajes, de que usaba siempre. Entonces solía decir, aunque sin un enfado
formal: Poca maña, poca maña, amigo.
El
Duque de Medinaceli, que sucedió a Montealegre en el
empleo de Mayordomo mayor, creyendo hacer una gran cosa, le puso un día al Rey
una comida que creyó mejor, porque no era la que acostumbraba. S. M. se quedó
casi sin comer, y al levantarse sólo le dijo con gran paz: Medinaceli, ya lo has visto, no he comido nada. No
era posible estar a su lado sin ver ejemplos continuos de la mayor moderación y
virtud.
En
su interior era el hombre más suave, humano y afable con todas las personas de
su servidumbre, entrando en los intereses y asuntos familiares de cada uno,
sobre todo con los que más lo necesitaban. Jamás se le vio proferir una mala
palabra, y su enojo nunca pasó a ser cólera, porque como siempre era pacífico y
dulce en su trato, su seriedad bastaba para hacer aún más impresión que la
furia de otro cualquiera, a los que tenían la desgracia de merecer su
indignación. Un día le servía la copa un criado anciano, que no sé por qué
acaso le tuvo esperando gran rato sin traerle de beber. El Marqués de
Montealegre, enfadado de ver a S. M. esperarle tanto tiempo con las manos
cruzadas, luego que le vio aparecer, aunque venía a su modo a carrera abierta,
le hizo señas de enojo. El Rey, que lo presumía, y le vio, de reojo, como
solía, le dijo: Montealegre,
déjale al pobre. ¿Te parece no lo habrá sentido él más que yo? El
interesado y todos los que lo oímos quedamos edificados y llenos de ternura y
amor a un tan digno Soberano. Reflexiónese cuán diferente hubiera sido en
nosotros el efecto de un enfado del Rey, con el cual no hubiera enmendado
ciertamente lo pasado.
Gustaba
de chancearse, y aun a veces entraba en chanzas que, no limitándose al
matrimonio, parecerían singulares, y no se las permitiría su ejemplar modestia
ciertamente; pero que, no saliendo nunca de estos límites, ni teniéndolas sino
con las personas casadas, hablándoles de sus propias mujeres, y de si tenían o
no sucesión de ellas, hallaba su naturalidad y pureza de alma no poder interpretarse
de otro modo.
Conocía
que la regularidad en la vida y la distribución inalterable de las horas de un
Monarca es tan necesaria para la seguridad y tranquilidad de los que le rodean,
como la invariabilidad del curso del sol y de los planetas para reglar sobre
ella las estaciones y acciones de la vida, y así, a más de tener una
distribución tan reglada como lo veremos en adelante, nunca adelantaba ni
atrasaba un minuto la hora que daba para cada cosa, y le he visto estar con la
mano sobre el picaporte para no salir de su interior hasta dar la hora que
había indicado a los que le esperaban fuera. La única ocasión en que solía
permitirse el salir tres o cuatro minutos, y no más, antes de la hora, era por
la mañana cuando salía a vestirse, porque sabía que los más de los gentiles
hombres estaban allí antes. Pero si por casualidad venía alguno cuando estaba
ya fuera, si no había dado aún la hora señalada de las siete, luego que entraba
le decía: Amigo, yo he faltado y no usted, porque la
hora indicada no ha dado aún. Si se venía después de ella por
acaso, y el que faltaba era de los exactos, decía, riéndose: Amigo, habrá usted encontrado al
Santísimo, a quien habrá acompañado, o las carretas le habrán detenido en el
camino. Si el que faltaba era de los que tenían costumbre de
descuidarse, no les hablaba una palabra, y su silencio e indiferencia era una
muy sensible reprensión para cualquiera.
Servíale
un día como Mayordomo de semana el Marqués de N..., mozo joven y alegre, y
faltó a la hora precisa de la mesa. Otro imprudente y tonto de los que servían
a ella dijo a S. M. para congratularse y hacerse el gracioso: Ha estado bailando anoche hasta tarde. El Rey le respondió en términos de no dar crédito a lo que le decía. Llegó,
pues, el Mayordomo, que, como muchacho, se había frotado un carrillo para hacer
parecer tenía alguna cosa. S. M., sin dejar de conocer el ardid, le dijo: ¿Qué tienes? Y él respondió: Señor, las muelas. (Y no mintió.) Entonces replicó
el Monarca, advertido: ¿Ves, N., como no era capaz de,
faltar a su obligación sin un justo motivo? Así enseñó al Marqués
para otra vez, y reprendió discretamente al imprudente y necio adulador que
había querido divertirse a su costa. S. M. gustaba mucho de las travesuras y
vivezas de los muchachos cuando eran inocentes.
Era
susceptible de amistad y confianza, y reconocido a los que veía le servían con
gusto y cariño. Nombraba para cada jornada cuatro gentiles hombres de cámara,
entre los cuales había dos o tres que, el uno por su torpeza natural, el otro
por su continua tos y gargajeo, y el otro por lo que le olía la boca, eran
sumamente desagradables para tenerlos a su lado en una servidumbre íntima.
Parece que la desgracia quería que estos hombres rabiaban por servir al Rey,
que, por reconocimiento, los nombraba muy a menudo, no obstante las
representaciones que le hacía el Sumiller, Duque de Losada,
al cual respondía: ¡Dejalos,
hombre, los pobres tienen tanto gusto en ello! Su amor a todo lo que le servía
llegaba a tal extremo, que se aficionaba, y le costaba separarse de las cosas
de su uso, de modo que llevaba en su faltriquera varias cosas que le habían
servido desde su infancia; y cuando, después de treinta años de uso, le
rompieron en Madrid la taza de china en que tomaba el chocolate, y que le
servía desde que salió de Sevilla, tuvo sentimiento de verse privado de ella.
Aunque
comía bien, porque lo exigía el continuo ejercicio que hacía, era siempre cosas
sanas y las mismas. Bebía dos vasos de agua templada, mezclada con vino de
Borgoña, a cada comida, y su costumbre era tal en todo, que observé mil veces
que bebía el vaso (que era grande) en dos veces, y la una llegaba siempre al
fin de las armas que había grabadas en él. Al desert mojaba dos pedazos de pan
tostado en vino de Canarias, y sólo a la cena, y no a la comida, bebía lo que
quedaba en la copa. Después del chocolate bebía un gran vaso de agua; pero no
el día que salía por la mañana, por no verse precisado a bajar del coche.
Amaba
la agricultura, las artes, y, sobre todo, las fábricas, y con exceso el
edificar, por lo cual el Marqués de Squilace le decía que el mal de piedra le arruinaba. Trajo
de Nápoles una porción de artistas que trabajaban en mosaico de piedra dura, de
la que se trabaja en Toscana, donde la usan, con la mayor perfección, y una
fábrica de porcelana, que estableció en el Retiro, y que sirvió más para su
propia diversión que para utilidad pública, pues la pasta no era buena. Este
mosaico de piedra dura, que son lo que se llaman chinarros pelados, es sumamente
difícil y costosa, de modo que una media mesa de un tamaño regular, de las que
se ponen en las entreventanas, debajo de los espejos, no baja de 20.000 pesos,
y no se aturdirá el que sepa el modo cómo se hace este mosaico. Los chinarros
se sierran en hojas del grueso de un medio duro, para que descubran las vetas.
Después, según lo exige el dibujo, se van sacando de ellos los colores
necesarios para formarle. A este fin, se hace un agujerito junto al pedazo que
acomoda; por él se pasa un alambre delgado, de que, por medio de un arco, se
forma una sierra, que, con agua y unos polvos, se corta, sólo aquel pedacito
que se necesita, según el dibujo, y así se va formando poco a poco todo él.
Véase cuánto trabajo y prolixidad se exige para completarlo, y se reconocerá
que es una fábrica de lujo más que de otra cosa. Este género es mejor para
frutas y paisajes que para la figura; no obstante que ésta se trabaja; y es
mucho más hermoso, acabado y sólido que el de la composición de Roma.
Su
alma era tan grande, que en todo quería lo mayor, y así logró que en San
Ildefonso se hiciesen espejos de 160 pulgadas, que son los primeros que se han
hecho de ese tamaño. En su fábrica de porcelana hizo dos gabinetes enteros de
ella: paredes, techo, suelo y mesas. El uno está en Madrid y el otro en
Aranjuez. También se está trabajando un friso soberbio de mosaico para otro
gabinete, que será igualmente único en Europa. Y así era en todo. Por
consiguiente, lo que era destrucción se oponía diametralmente a su genio, y no
podía sufrir se cortase ni un árbol sin gran necesidad. Esta fue la causa de
que, habiendo mandado hacer el camino de El Pardo a Madrid atravesando el
bosque de encinas, se hizo menos derecho de lo que pudiera haber sido, por
evitar la corta de árboles, y, junto a El Pardo, se dejó uno en medio de una
plaza, para acreditar a S. M. se habían libertado todos los posibles.
Su
castidad era extrema, y, no obstante que su temperamento robusto y la costumbre
contraída en su matrimonio exigía aún su continuación en la edad de cuarenta y
cuatro años, en que perdió su mujer, jamás quiso volverse a casar, y para
minorar y resistir las tentaciones de la carne, dormía siempre sobre una cama
dura como una piedra, y si de noche se hallaba agitado, salía fuera de ella y se
paseaba descalzo por el cuarto.
Era
prudente, religioso sin afectación ni superstición alguna, y el verle asistir a
la misa, capilla y demás actos de religión, edificaba a todos y daba una idea
de su fe y de la verdad de su religión. Si la fe pudiera verse con los ojos
materiales en ninguna ocasión se hacía más visible, y aún palpable, que cuando
este respetable anciano tenía a sus nietos en sus brazos para que los
bautizasen, pues era una representación viva de la bondad y convicción de las
verdades religiosas que vemos representadas en la cara de los antiguos
Patriarcas.
Confesaba
y comulgaba en todas las Pascuas y principales fiestas de los Misterios y de la
Virgen, y el día de algún otro Santo de su particular devoción, como San Jenaro
y pocos más.
Era
muy mañoso, y se había ocupado cuando joven en trabajar al torno, y el puño de
su bastón y otras cosas eran hechas por él.
Conociendo
por experiencia que su familia era expuesta a caer en la melancolía, y temiendo
sus malas resultas, de que había visto que sus padres y hermanos habían sido
las víctimas, procuró siempre evitarla con gran cuidado, como lo consiguió.
Sabía que el mejor medio, o, por mejor decir, el único para conseguirlo, era el
huir la ociosidad y estar siempre empleado, y en acción violenta en lo posible.
De aquí resultaba que jamás estaba un momento en inacción, y acabada una cosa,
pasaba luego a otra. Este principio de conservación era uno de los motivos
principales de su ejercicio de la caza, que algunos le vituperaban amaba con
exceso. Yo le he oído decir en El Pardo, estándole sirviendo a la mesa: Si muchos supieran lo poco que me divierto a
veces en la caza, me compadecerían más de lo que podrían envidiarme esta inocente
diversión. Me dirán muchos: podría ocuparse en otras cosas más que
en la caza. A lo que responderé: lo uno, que ninguna otra ocupación reunía la
ventaja del ejercicio; y lo otro, que no amando la música, y poco el juego, el
demasiado estudio y lectura no era tan conveniente para el fin que se proponía
como dicho ejercicio.
Su
distribución diaria era ésta todo el año. A las seis entraba a despertarle su
ayuda de cámara favorito, D. Almerico Pini, hombre
honrado, que dormía en la pieza inmediata a la suya. Se vestía, rezaba un
cuarto de hora, y estaba solo, ocupado en su cuarto interior, hasta las siete
menos diez minutos, que entraba el Sumiller, Duque de Losada.
A las siete en punto, que era la hora que daba para vestirse, salía a la
cámara, donde le esperaban los dos gentiles hombres de cámara de guardia y los
ayudas de cámara. Se vestía, lavaba y tomaba chocolate, y cuando había acabado
la espuma, entraba en puntillas con la chocolatera un repostero antiguo,
llamado Silvestre, que había traído de Nápoles, y, como si
viniera a hacer algún contrabando, le llenaba de nuevo la jícara, y siempre
hablaba S. M. algo con este criado antiguo. Al tiempo de vestirse y del
chocolate asistían los médicos, cirujanos y boticario, según costumbre, y con
ellos tenía conversación. Oía la misa, pasaba a ver a sus hijos, y a las ocho
estaba ya de vuelta, y se encerraba a trabajar solo hasta las once, el día que
no había despacho. A esta hora venían a su cuarto sus hijos, pasaba con ellos
un rato, y luego otro con su confesor y el presidente, Conde de Aranda, mientras lo fue, y a veces con algún Ministro.
Salía
después a la cámara, donde estaban esperando los Embajadores de Francia y
Nápoles, y, después de hablarles un rato, hacía una seña al gentilhombre de
cámara para que mandase al ujier llamase a los Cardenales y Embaxadores;
entraban donde estaban los de familia, y quedaba con todos un rato. Pasaba a
comer en público, hablando a unos y otros durante la mesa. Concluida ésta, se
hacían las presentaciones de los extranjeros, y besaban la mano los del país
que tenían motivo de hacerlo por gracia, llegada o despedida. Volvía a entrar
en la cámara, donde estaban los Embajadores y Cardenales que antes, y además de
éstos los Ministros residentes y demás miembros del Cuerpo diplomático, con
quienes pasaba a veces media hora en cerco, y también tenían entrada a esta
conversación de la cámara los Grandes, primogénitos y Generales, que,
concluida, salían de ella, igualmente que el Cuerpo diplomático.
He
oído decir a todos, y lo he confirmado yo mismo en mis viajes, que ningún
Soberano de la Europa tenía mejor el cerco, con más amenidad, majestad y
agrado, lo cual era tanto más difícil, que siendo diario, parece no tendría qué
decirles. Otra cosa hay aún más particular, y es que no he oído ni sabido que
ningún Ministro haya vuelto de España que no se haga lenguas del Rey, y no crea
le quería y distinguía personalmente. Prueba bien positiva de su gran bondad,
tino y conocimiento del corazón humano, sin el cual nadie puede gobernar bien
los hombres.
Después
de comer, dormía la siesta en verano, pero no en invierno, y salía luego a caza
hasta la noche, primero con su hermano el Infante D. Luis, y después con el
Príncipe de Asturias, su hijo. Cuando se le separó aquél,
varias veces solía, a los principios, llamar hermano al Príncipe, que le
reconvenía, y S. M. le decía con ternura, y echándole menos: Hijo no lo extrañes después de tanto
tiempo; es mi hermano. Otro día que el Príncipe dijo había recibido
una carta suya, añadiendo: Aún
no la he respondido, pareciéndole a S. M. que había habido en ello
algo de desprecio, replicó: Yo
sí; al instante; es
mi hermano. No había
palabra que holgase y que no fuese un ejemplo de virtud en este buen Monarca.
Al volver del campo le esperaba la Princesa y toda la familia real. Se contaba
y repartía la caza, hablaba de la que cada Infante había hecho por su lado, y,
despedidos los hijos, daba el Santo y la orden para el otro día, y pasaba al
cuarto de sus nietos. Después tenía el despacho, y si entre éste y la cena, que
era a las nueve y media, quedaba algún rato, jugaba al revesino para ocuparle.
Cenaba siempre la misma cosa: su sopa; un pedazo de asado, que regularmente era
de ternera; un huevo fresco; ensalada con agua, azúcar y vinagre, y una copa de
vino de Canarias dulce, en que mojaba dos pedazos de miga de pan tostado y
bebía el resto. Se ponían siempre un gran plato de rosquillas cubiertas de
azúcar, y un plato de fricasé, alrededor del cual había pan. A la mitad de la
cena (que era en privado en la cámara), venían los perros de caza como tantas
furias, y era preciso estar en guardia para que no se metiesen entre las
piernas o hiciesen dar a uno la vuelta redonda, como le sucedió al Marqués de
Torrecilla, padre, Mayordomo de semana, hombre flaco y
débil, que quedó montado en uno de los perros grandes, llamado Melampo que, si
no le tienen, le vuelca. Se abalanzaban a la mesa, y el Rey les daba el pan que
había alrededor del fricasé, y después entregaba el gran plato de rosquillas al
Marqués de Villadarias, Capitán supernumerario de guardias
de Corps, que, apoyado contra otra mesa, lo repartía a la turba, la cual
contenía D. Francisco Chauro, jefe de la Guardarropa,
antiguo criado del Rey, con un látigo que tenía a este fin. Este Chauro sucedió
luego a Villadarias en este ejercicio. Al almuerzo venían también los perros, y
el Rey y el Sumiller les daban del pan que quedaba. Otra cosa muy singular
había en la cena, y era que después que el Rey comía el huevo, que ponía en una
huevera alta de las antiguas, en forma de cáliz, le volvía, le daba un golpe
con la cucharita, y tenía tomado de tal modo el tino, que quedaba derecha la
cuchara, y el huevo sin más lesión que la precisa para introducirla. El sacar
luego esta pirámide de una tercia, entre cuchara, huevo y huevera con su plato,
era empresa en que el Gentil hombre de cámara que servía la cena tenía con que
hacer brillar su pulso. Yo tuve la dicha de no dejarla caer nunca. Es difícil
saber si esta constante costumbre, que no faltó ni un día, era un mero hábito,
nacido de diversión en la juventud, o si provenía de alguna de las
preocupaciones que no desarraigan como debieran en ella; pero el Rey tenía
demasiado talento para no haberla vencido por sí, aunque conservase el hábito
de la acción.
Rezaba
otro cuarto de hora o veinte minutos antes de recogerse, y después salía a la
cámara, se desnudaba, daba la hora al Gentil hombre para las siete del día
siguiente, se retiraba con el Sumiller y Pini, y se metía en la cama.
Esta
era constantemente la vida de este santo Monarca. Algunos días alteraba la hora
de su salida, según la estación o el paraje donde iba. Algunos salía a pie a
los jardines por la mañana, a caza de becafigos en San Ildefonso, o de buitres
en El Pardo, y a pescar en Aranjuez. Era cosa maravillosa el ver que se estaba
desde las diez a las doce, en junio, pescando a manteniente, entre dos soles,
el uno sobre la cabeza y el otro el de su reverbero que venía del agua, sin que
le hiciese la menor impresión. Es verdad que podía mirar fijamente el sol sin
resentirse de la vista.
En
Carnaval hacía varios días de campo entero, yendo a comer al campo, y decía
eran sus bailes, y
en Diciembre tenía ocho días de caza en Aranjuez para las chochas. También
tenía por Abril otros cuatro días de caza de gatos monteses en Cuerva y en los
montes de Toledo, y de esta distribución no alteraba nada. Así es que, en
cualquiera parte del mundo en que se estuviese, podía decirse casi sin errar
dónde estaba el Rey, y lo que hacía en aquel día y hora, según la estación del
año.
Tal
fue la constancia y la virtud de este amable Monarca, de quien el mayor elogio
que puede hacerse es el que yo decía a menudo, y es que el que tuviese un amigo
como él en quien depositar su corazón y a quien pedir consejo, se creería muy
dichoso, y le iría a buscar continuamente para estar con él.
Yo
me reprimí muchas veces durante su vida para no parecer adulador cuando decía
de él lo que sentía mi corazón; pero ahora que la lisonja no puede confundirse
con mi cariño, he creído deber dar a éste toda la extensión que exigen mi amor
y reconocimiento, contenidos hasta ahora.
Siempre
he pensado no debieran erigirse estatuas ni monumentos públicos a los Príncipes
hasta después de sus días, y sobre esto se hallará entre mis papeles una carta
escrita a mi amigo el Conde de Revillagigedo, en que
extiendo mi pensamiento.
Consiguiente
a él, deseé siempre ser bastante rico para poder erigir una estatua al Rey
Carlos, que estaba cierto merecería inmortalizar su memoria. Aunque la
Providencia no quiso darme suficientes haberes para verificar mis deseos, me
proporcionó impensadamente la adquisición de un busto suyo de bronce,
parecidísimo, hecho en Roma, de que tuve noticia a las doce del día, y a, las
tres estaba ya pagado y colocado en mi cuarto. Le he hecho hacer un pedestal de
mármol blanco, con cuatro inscripciones doradas sobre mármol negro, y he
formado de este modo un monumento, aunque muy débil, a la memoria de aquel gran
Príncipe, el cual se representa en la estampa siguiente. El genio de la inmortalidad le arrebata el manto y las demás
insignias reales que le distinguieron durante su vida, y sólo le deja la corona
de la inmortalidad, que supo adquirirse durante ella.
Quiera
Dios, hijos míos, que os veáis algún día en el caso de pagar un tributo igual
de reconocimiento a las virtudes del digno hijo de este santo padre, y de
perpetuar en vuestra familia el respeto y amor a vuestros Soberanos, y el deseo
de inmortalizar la memoria de sus virtudes, y de vuestro amor y reconocimiento
a ella. A este fin os deja este ejemplo vuestro amante padre.
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