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HISTORIA UNIVERSAL DE ESPAÑA

HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES.

(711-1110.)

POR R. DOZY

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES

CAPITULO1

CAPITULO2

CAPITULO3

CAPITULO4

CAPITULO5

CAPITULO6

CAPITULO7

CAPITULO8

Capítulo 9

Capitulo 10

Capitulo 11

Capitulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

   

LIBRO SEGUNDO: LOS CRISTIANOS Y LOS RENEGADOS

Capítulo 17

Capítulo 18

       
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Durante una larga sucesión de épocas, que abarcan desde los primeros momentos de la historia conocida hasta el siglo VII de la era cristiana, el gran quersoneso o península formada por el mar Rojo, el Eufrates, el golfo Pérsico y el océano Indico, y conocida con el nombre de Arabia, permaneció inalterada y casi ajena a los acontecimientos que perturbaron el resto de Asia y conmovieron a Europa y África hasta lo más profundo. Mientras caían y surgían reinos e imperios, mientras desaparecían antiguas dinastías, mientras cambiaban las fronteras y los nombres de los países y sus habitantes eran exterminados o conducidos a la cautividad, Arabia, a pesar de las vicisitudes experimentadas por sus provincias fronterizas, conservó en las profundidades de sus desiertos su independencia y carácter primitivo, y sus tribus nómadas no tuvieron que doblegar sus altivos cuellos ante el yugo de la esclavitud.

Los árabes remontan las tradiciones de su país hasta la más remota antigüedad. Fue poblado, dicen, poco después del Diluvio, por los descendientes de Sem, hijo de Noé, que con el tiempo dieron lugar a varias tribus, las más famosas de las cuales son los aadíes y los tamudíes. Se dice que todas estas tribus primitivas fueron barridas de la superficie de la tierra en castigo de sus iniquidades o bien desaparecieron en las posteriores modificaciones de las razas, por lo que no nos quedan de ellas más que algunas tradiciones confusas y unos pocos pasajes del Corán. Algunas veces se les menciona en la historia oriental con el nombre de «árabes primitivos» o de «las tribus perdidas».

La población permanente de la península fue obra, según las mismas fuentes, de Qahtán o Yaqtán, descendiente de la cuarta generación de Sem. Su posteridad se desparramó por la parte meridional de la península y a la orilla del mar Rojo. Yarub, uno de sus hijos, fundó el reino de Yemen, donde se puso su nombre al territorio de Araba, del que procede el nombre de los árabes y de su país. Churhum, otro hijo, fundó el reino de Hichaz, que sus descendientes dominaron durante muchas generaciones. Estos pueblos recibieron con afecto a Agar y a su hijo Ismael, cuando tuvieron que abandonar la casa del patriarca Abrahán. Con el paso del tiempo Ismael se casó con la hija de Mudad, príncipe gobernante de la línea de Churhum; de esta manera, en el tronco original árabe se injertó un extranjero de raza hebrea. El injerto resultó muy vigoroso. La mujer de Ismael le dio doce hijos, que llegaron a dominar el país, y cuya prolífica descendencia, dividida en doce tribus, expulsó o dominó y borró a la primitiva estirpe de Yaqtán.

Así es como cuentan su origen los árabes de la península; los autores cristianos citan esta versión y ven en ella el cumplimiento de la alianza de Dios con Abrahán, tal como aparece en las Sagradas Escrituras. «Y Abrahán dijo a Dios: Me contento con que guardes vivo a Ismael.” Y Dios replicó: “En cuanto a Ismael, escucho tu petición: lo bendeciré, lo haré fecundo, lo haré multiplicarse sin medida, engendrará doce príncipes y haré de él una gran nación.” (Génesis 17, 18-20.)

Estos doce príncipes, con sus tribus, vuelven a aparecer en las Escrituras (Génesis 25, 18), ocupando el país que va «desde Jávila hasta Sur, junto a Egipto, según se va a Asur»; los geógrafos han identificado esta región con parte de Arabia. Su descripción coincide con la de los árabes actuales. De algunos se dice que poseen ciudades y castillos, de otros que viven en tiendas o que tienen pueblos en el desierto. Nebayot y Quedar, los dos hijos mayores de Ismael, son los más destacados de entre los príncipes por su abundancia de ovejas y rebaños y por la fina lana de sus ovejas. De Nebayot descendieron los nabateos, que habitaron la Arabia Pétrea; por su parte, el nombre de Quedar se utiliza de vez en cuando en las Sagradas Escrituras para designar toda la nación árabe. «Pobre de mí —dice el salmista— que habito en Mesch, que moro en las tiendas de Quedar.» Ambos parecen ser los progenitores de los árabes errantes o pastores, que vagan en libertad por el desierto. «Las naciones poderosas —dice el profeta Jeremías— que viven sin preocupaciones; que no tienen ni puertas ni barras, que viven solas».

En los primeros tiempos se produjo una clara distinción entre los árabes que «poseían ciudades y castillos» y los que «vivían en tiendas». Algunos de los primeros ocuparon los valles fértiles, se desparramaron por allí entre las montañas, donde rodearon las ciudades y castillos con viñedos y huertas, plantaciones de palmeras, campos de trigo y pastos abundantes. Tenían hábitos muy arraigados, y se dedicaban al cultivo de la tierra y a la cría de ganado.

Otros miembros de esta clase se entregaron al comercio en los puertos y ciudades del mar Rojo, en las costas meridionales de la península y del golfo Pérsico; además transportaban mercancías a países lejanos en barcos y caravanas. Este era sobre todo el caso de los habitantes de Yemen, o Arabia Feliz, la tierra de las especias, los perfumes y el incienso; la Sabea de los poetas; la Sheba de las Sagradas Escrituras. Figuraban entre los comerciantes marinos más activos de los mares orientales. Sus barcos traían a sus costas la mirra y los bálsamos de la costa de Berbera, junto con el oro, las especias y los artículos de lujo de la India y el África tropical. Estos, junto con los productos de su propio país, eran transportados por caravanas a través de los desiertos hasta los estados semiárabes de Amón, Moab y Edom o Idumea, a los puertos fenicios del Mediterráneo, desde donde se distribuían por todo el mundo occidental.

Se ha dicho del camello que es el barco del desierto. La caravana sería su flota. Las caravanas del Yemen solían organizarías, dirigirlas, guiarlas y protegerlas los árabes nómadas, los habitantes de las tiendas, que en este sentido podrían denominarse los «navegantes del desierto». Proporcionaban los innumerables camellos necesarios para el transporte y además colaboraban en las mercancías con los finos vellones de sus innumerables rebaños. Las obras de los profetas reflejan la importancia, en aquella época, de esta cadena interior gracias a la cual los países ricos del sur, India, Etiopía y Arabia Feliz, entraban en contacto con la antigua Siria.

Ezequiel, en sus lamentaciones por Tiro, exclama: «Arabia y todos los príncipes de Quedar negociaban contigo; en borregos, carneros y machos cabríos negociaban. Los mercaderes de Saba y Rama comerciaban contigo; te daban a cambio los mejores perfumes, piedras preciosas y oro. Jarán, Kanné y Edén, asirios y medos comerciaban contigo.» E Isaías, dirigiéndose a Jerusalén, dice: «Te inundará una multitud de camellos, de dromedarios de Madián y de Efá. Vienen todos de Sabá, trayendo incienso y oro... A los rebaños de Quedar los reunirán para y los carneros de Nebayot estarán a tu servicio.»

Sin embargo, los árabes agricultores y comerciantes, los habitantes de pueblos y ciudades no han constituido nunca el verdadero tipo representativo de la raza. Se fueron relajando tras sus ocupaciones permanentes y pacíficas, y perdieron gran parte de su sello original al mezclarse con extranjeros. Además, el Yemen era más accesible que las demás partes de Arabia y constituía una mayor tentación para los invasores, que habían penetrado con frecuencia en sus tierras y la habían sometido.

Fue entre los otros árabes, los vagabundos del desierto, los que «vivían en tiendas», con mucha diferencia los más numerosos de los dos grupos, donde se conservó el carácter nacional con toda su primitiva fuerza y frescor. De costumbres nómadas, dedicados a tareas pastoriles, familiarizados por experiencia y tradición con los recursos secretos del desierto, llevaban vida errante, trasladándose de un lugar a otro en busca de los pozos y manantiales utilizados por sus antepasados desde los días de los patriarcas; acampaban donde encontraban palmeras datileras que les brindaran sombra y sustento y pasto para sus rebaños y camellos. Cuando se acababan las reservas, cambiaban de residencia.

Estos árabes nómadas se dividían y subdividían en innumerables tribus o familias, cada una con su jeque o emir, representante del patriarca de antaño, cuya lanza, clavada junto a su tienda, era el emblema de la autoridad. Sin embargo, aunque el puesto se mantenía durante muchas generaciones dentro de la misma familia, no era estrictamente hereditario; dependía de la buena disposición de la tribu. El jefe podía ser depuesto y sustituido por otro de una familia diferente. También su poder era limitado, y dependía de su mérito personal y de la confianza en él depositada. Su prerrogativa consistía en entablar las negociaciones de paz y de guerra; en dirigir a la tribu contra el enemigo; en elegir el lugar de acampada y en recibir y agasajar a los extranjeros importantes.

Pero hasta en estos y en otros privilegios semejantes estaba controlado por las opiniones e inclinación de su pueblo.

Por muy numerosas y minúsculas que fueran las partes en que se dividía una tribu, se tenían muy presentes los vínculos de afinidad. Todos los jeques de la misma tribu reconocían a un jefe común llamado jeque de jeques, quien, oculto en un castillo rocoso o acampado entre sus rebaños en el desierto, podía reunir bajo su bandera a todas las ramas dispersas ante una emergencia que afectara al bien común.

La multiplicidad de estas tribus errantes, cada una con su pequeño territorio y príncipe, pero sin una autoridad nacional, producía frecuentes conflictos. También la venganza era un principio casi religioso entre ellos. La venganza de un familiar asesinado constituía un deber para el resto de la familia, y muchas veces ponía en juego el honor de su tribu; estas deudas de sangre se mantenían pendientes, a veces, durante va­rias generaciones, ocasionando enfrentamientos a muerte.

La necesidad de estar en continua alerta para defender sus rebaños hacía que los árabes del desierto estuvieran familiarizados desde su infancia con el ejercicio de las armas. Nadie los superaba en el uso del arco, la lanza y la cimitarra, ni dominaba los caballos con tanta habilidad y elegancia. Eran también guerreros depredadores; aunque a veces se ponían al servicio de un mercader, proporcionándole camellos, guías y conductores para el transporte de sus mercancías, en la mayoría de las ocasiones exigían tributos a las caravanas o sencillamente las saqueaban aprovechando su dificultad para avanzar por el desierto. Veían en todo ello una consecuencia del legítimo ejercicio de las armas; miraban con desprecio a los comerciantes enriquecidos con el intercambio, y los consideraban una raza inferior, degradada por acciones y costumbres despreciables.

Así eran los árabes del desierto, los que vivían en tiendas. En ellos se cumplía el destino profético de su antepasado Ismael. «Será un potro salvaje: él contra todos y todos contra él.» La naturaleza les había preparado para su destino. Eran pequeños y delgados, pero vigorosos y ágiles, capaces de resistir la fatiga y las dificultades. Eran frugales y hasta abstemios, conformándose con una alimentación escasa y preparada sin refinamientos. También mentalmente eran despiertos y ágiles. Poseían ante todo los atributos intelectuales de la raza semita, su sagacidad penetrante y agudeza de ingenio, su riqueza de ideas y brillante imaginación. Eran de sensibilidad viva y aguda, pero sus reacciones no duraban mucho tiempo; su espíritu orgulloso y audaz quedaba reflejado en su rostro cetrino y resplandecía en sus ojos negros y brillantes. Se dejaban seducir fácilmente por los encantos de la elocuencia y los hechizos de la poesía. Con un lenguaje rico hasta el extremo, cuyas palabras se han comparado con piedras preciosas y flores, eran oradores por naturaleza; pero les encantaban los proverbios y apotegmas, más que las largas parrafadas declamatorias, y tenían gran inclinación a comunicar sus ideas al modo oriental, con apólogos y parábolas.

Estos guerreros inquietos y depredadores eran también generosos y hospitalarios. Disfrutaban haciendo regalos; sus puertas estaban siempre abiertas al caminante, con quien estaban dispuestos a compartir su último bocado; y hasta su más feroz enemigo, una vez que había compartido su pan, podía descansar sin peligro bajo el inviolable santuario de su tienda.

En cuestiones religiosas, los árabes, de lo que ellos denominan los Días de Ignorancia, practicaban sobre todo las dos grandes tradiciones, la sabea y la mágica, que por entonces predominaban en el mundo occidental. No obstante, eran más los que se inclinaban por la primera de ellas. Esta religión colocaba sus orígenes en Sabi, hijo de Set, que, con su padre y su hermano Enós, estarían enterrados en las pirámides. Otros derivan el nombre de la palabra hebrea Sabá, o las estrellas, y remontan su origen a los pastores asirios. Estos, al vigilar su rebaño por la noche en extensas llanuras y bajo cielos sin nubes, captaron las formas y movimientos de los cuerpos celestes y elaboraron teorías sobre sus influencias, buenas y malas, en los asuntos humanos; vagos conceptos que los filósofos y sacerdotes caldeos transformaron en un sistema, al parecer más antiguo incluso que el de los egipcios.

Hay quienes le buscan orígenes todavía más remotos: sería la religión del mundo antediluviano. Sobrevivió, según ellos, al Diluvio y tuvo continuidad en los patriarcas. Fue enseñada por Abrahán, adoptada por sus descendientes, los hijos de Israel, y santificada y confirmada en las tablas de la ley entregadas a Moisés, entre truenos y relámpagos, en el monte Sinaí.

En su forma original, la fe sabea era pura y espiritual; inculcaba la fe en la unidad de Dios, la doctrina de unas recompensas y castigos futuros y la necesidad de llevar una vida virtuosa y santa para lograr una inmortalidad feliz. Tan profunda era la reverencia de los sabeos hacia el Ser Supremo, que nunca pronunciaban su nombre ni se atrevían a acercarse a él; a no ser a través de las inteligencias intermedias o ángeles. Estos habitaban y daban vida a los cuerpos celestes, de la misma manera que el cuerpo humano está habitado y animado por un alma. Estaban colocados en distintas esferas para vigilar y gobernar el Universo, siempre en dependencia del Altísimo. Por eso, cuando se dirigían a las estrellas y a las demás luminarias celestiales, los sabeos no las adoraban como divinidades; sólo trataban de congraciarse con sus ocupantes angélicos como intercesores ante el Ser Supremo, dirigiéndose a Dios, el gran creador, a través de estos seres creados.

Progresivamente, esta religión perdió su sencillez y pureza originarias. La aceptación de nuevos misterios y de idolatrías la fueron complicando y degradando. Los sabeos, en vez de ver en los cuerpos celestes la morada de agentes intermedios, acabaron adorándolos como dioses; construyeron ídolos en su honor, y los colocaron en grutas sagradas y en la penumbra de los bosques; con el tiempo, entronizaron dichos ídolos en templos y los adoraron como si estuvieran ocupados por la divinidad. La fe sabea sufrió también cambios y modificaciones en los distintos países en que se propagó. Se ha acusado muchas veces a Egipto de reducirla al nivel más abyecto de degradación; las estatuas, jeroglíficos y sepulcros pintados de ese misterioso país los consideran algunos como testimonio del culto no sólo a las inteligencias celestiales, sino también al orden ínfimo de los seres creados y hasta de los objetos inanimados. No obstante, las investigaciones modernas están redimiendo de esta calumnia a la nación más intelectual de la Antigüedad; al levantar poco a poco el velo de misterio que recae sobre las tumbas de Egipto, están descubriendo que todos estos aparentes objetos de adoración no eran más que símbolos de los diversos atributos del único Ser Supremo, cuyo nombre era demasiado sagrado para ser pronunciado por los mortales. Entre los árabes, la fe sabea se mezcló con supersticiones disparatadas y se degradó en burdas idolatrías. Cada tribu adoraba a su estrella o planeta propio o erigía su propio ídolo. Los horrores del infanticidio se confundían con sus ritos religiosos. Entre las tribus nómadas, el nacimiento de una hija se consideraba una desgracia, pues su sexo le hacía poco útil en una vida errante y depredadora y, por el contrario, podía atraer la desgracia a su familia si su conducta no era la adecuada o si caía cautiva. Por eso, estas actitudes antinaturales, mezcladas con sus sentimientos religiosos, dieron lugar a la costumbre de ofrecer a las niñas recién nacidas como sacrificio a sus ídolos o de enterrarlas vivas.

La secta rival de los magos o guebres (adoradores del fuego), que, como hemos dicho, tenían también gran aceptación en el mundo oriental, surgió en Persia. Pasado algún tiempo, sus doctrinas se plasmaron en las obras escritas del gran profeta y maestro Zoroastro, autor del Zend Avesta. Su credo, como el de los sabeos, era originariamente sencillo y espiritual y proclamaba la fe en un solo Dios, eterno y supremo, en quien —y por quien— tenía existencia el Universo; mediante su palabra creadora, Dios producía dos principios activos: Ormuz, el principio o ángel de la luz y el bien, y Ahrimán, el principio o ángel de la oscuridad y el mal; éstos habían dado lugar al mundo, mezcla de sus elementos opuestos, y libraban en él una perpetua batalla. De ahí las vicisitudes del bien y el mal, según que predomina a el ángel de la luz o el de las tinieblas: este enfrentamiento duraría hasta el fin del mundo, en que habría una resurrección general y un día del juicio; entonces, el ángel de las tinieblas y sus seguidores quedarían condenados a un lugar lóbrego y siniestro, mientras que sus adversarios entrarían en el mundo dichoso de la luz sempiterna.

Los ritos primitivos de esta religión eran de una sencillez extrema. Los magos no tenían ni templos ni altares ni símbolos religiosos de ninguna clase, sino que dirigían sus plegarias e himnos directamente a la Divinidad, en lo que consideraban como su morada, el Sol. Reverenciaban a esta luminaria porque era la residencia de Dios y por ser la fuente de la luz y del calor de que se componían los demás cuerpos celestes; encendían hogueras en las cumbres montañosas para que dieran luz en su ausencia. Fue Zoroastro el primero que levantó templos. En ellos se mantenía el fuego sagrado, procedente de los cielos. Esta misión se confiaba a los sacerdotes, que lo vigilaban noche y día.

Con el paso del tiempo, esta secta, como la de los sabeos, olvidó el principio divino del símbolo y llegó a adorar la luz o el fuego como divinidad independiente, y a confundir la oscuridad con Satán o el mal. Llevados por el fanatismo, los magos condenaban a los no creyentes a las llamas, ofreciéndolos como víctimas para aplacar a su terrible divinidad.

Un bello texto de la Sabiduría de Salomón hace referencia a los principios de estas dos sectas: «Eran naturalmente vanos todos los hombres que ignoraban a Dios, y fueron incapaces de conocer al que es partiendo de las cosas buenas que están a la vista, y no reconocieron al artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo.»

De estas dos religiones, la más extendida entre los árabes, como ya hemos observado, era la de los sabeos, pero en forma muy degradada, entremezclada con toda clase de abusos y con grandes diversidades de una tribu a otra. La religión de los magos predominaba en aquellas tribus que, por su situación fronteriza, tenían frecuentes contactos con Persia. Otras tribus compartían las supersticiones e idolatrías de las naciones limítrofes.

El judaismo había llegado a Arabia en época anterior, pero en forma muy vaga e imperfecta. Con todo, muchos de sus ritos y ceremonias y de sus curiosas tradiciones habían arraigado en el país. Más tarde, cuando los romanos asolaron Palestina y tomaron y saquearon la ciudad de Jerusalén, muchos de los judíos se refugiaron entre los árabes, se incorporaron a las tribus nativas, formaron comunidades propias, adquirieron fértiles tierras, levantaron castillos y fortalezas y alcanzaron poder e influencia considerables.

También la religión cristiana tenía sus seguidores entre los árabes. El propio San Pablo afirma, en su Epístola a los Gálatas, que poco después de recibir la llamada para predicar el cristianismo entre los paganos, fue a Arabia. Luego, las disensiones que se produjeron en la iglesia oriental, a comienzos del siglo III, originaron sectas rivales que se perseguían mutuamente. Muchos se vieron obligados a refugiarse en zonas remotas del Oriente: de esta forma, los desiertos de Arabia se llenaron de anacoretas y la fe cristiana se extendió en algunas de las tribus principales.

Las circunstancias mencionadas, de orden físico y moral, pueden dar una idea de las causas que mantuvieron inalterable la situación de los árabes durante mucho tiempo. Su aislamiento y sus grandes desiertos los protegían de las conquistas exteriores, y sus divisiones internas y falta de lazos comunes, políticos o religiosos, les impidieron convertirse en grandes conquistadores. Eran una inmensa acumulación de partes independientes, vigorosas pero sin coherencia. Aunque su vida nómada los hacía audaces y emprendedores, aunque la mayor parte de ellos eran guerreros desde la infancia, sólo combatían entre sí —exceptuando algunas de las tribus fronterizas, que a veces participaban como mercenarios en guerras exteriores—. Otros pueblos nómadas del Asia Central, no tan bien preparados para la guerra, habían asolado y conquistado sucesivamente el mundo civilizado; en cambio, esta raza eminentemente guerrera, y sin embargo desconocedora de su fuerza, per­maneció fragmentada e inofensiva en las profundidades de sus extensos desiertos.

Más adelante, llegó un momento en que sus tribus dispares se unirían en un solo credo y estarían animadas por una causa común; para ello tendría que nacer un genio excepcional, capaz de unir estos miembros dispersos, infundirles su propio entusiasmo y audacia e impulsarles —como gigante del desierto— a quebrantar y a derribar los imperios de la Tierra.

Nacimiento e infancia de Mahoma

Mahoma, el gran fundador de la fe del Islam, nació en La Meca en abril del año 569 de la era cristiana. Era miembro de la valiente e ilustre tribu de Coraix, formada por dos ramas descendientes de dos hermanos, Haxim y Abd Xams. Haxim, el antepasado de Mahoma, era un gran benefactor de La Meca. Esta ciudad está situada en medio de una región pedregosa y desértica, y en tiempos pasados padecía muchas veces escasez de provisiones. A comienzos del siglo VI Haxim organizó dos caravanas anuales; una salía en invierno hacia Arabia del Sur o Yemen; la otra iba en verano a Siria. Gracias a ello aumentaron considerablemente los suministros de La Meca y llegó una gran variedad de mercancías. La ciudad se convirtió en un importante centro comercial, y la tribu de Coraix, que participó en gran medida en estas expediciones, se hizo rica y poderosa. En aquella época Haxim era el guardián de la Kaaba, el gran templo de peregrinación y culto de los árabes, cuya custodia se confiaba únicamente a las tribus y familias más prestigiosas (de la misma manera que, en épocas anteriores, el templo de Jerusalén sólo podían guardarlo los levitas). De hecho, la protección de la Kaaba iba unida a la posesión de dignidades civiles y privilegios y concedía a su titular el control de la ciudad sagrada.

A la muerte de Haxim, le sucedió en sus cargos y títulos su hijo Abd al-Muttalib, que también heredó su patriotismo. Liberó a la ciudad santa de un ejército invasor formado por soldados y elefantes, enviado por la princesa cristiana de Abisinia, que por entonces tenía sometido el Yemen. Tan señalados servicios del padre y el hijo contribuyeron a asociar más fuertemente la protección de la Kaaba a la descendencia de Haxim, con gran descontento y envidia de los sucesores de Abd Xams.

Abd al-Muttalib tuvo varios hijos e hijas. Los hijos que pasarán a la historia son Abu Talib, Abu Lahab, Abbás, Hamza y Abdallah. Este último fue el más pequeño y el más querido. Se casó con Amina, doncella de una rama lejana de la misma ilustre estirpe de Coraix. Tan notable era Abdallah por su belleza personal y por las cualidades que atraen el cariño de las mujeres, que, si creemos las tradiciones musulmanas, la noche en que se casó con Amina murieron, con el corazón destrozado, doscientas vírgenes de la tribu de Coraix.

Mahoma fue el primer y único fruto de tan señalado matrimonio. Su nacimiento, según tradiciones del mismo origen que la que acabamos de citar, se vio acompañado de señales y portentos que anunciaban la venida de un niño singular. Su madre no sufrió en lo más mínimo dolores de parto. En el momento en que se produjo la llegada del niño a este mundo, una luz celestial iluminó la región circundante y el recién nacido, elevando los ojos al cielo, exclamó: «¡Dios es grande! No hay más Dios que Dios, y yo soy su profeta.»

El cielo y la tierra se conmovieron con su llegada, cuentan las tradiciones. El lago Sawa vio cómo sus aguas regresaban a sus secretos manantiales, dejando el lecho seco; en cambio el Tigris se salió de cauce e inundó las tierras próximas. El palacio de Cosroes, rey de Persia, tembló hasta sus cimientos y varias de sus torres cayeron por tierra. En aquella noche tan agitada, el Qadí o juez de Persia vio en sueños cómo un corcel árabe dominaba a un camello feroz. Por la mañana contó su sueño al monarca persa y lo interpretó como una amenaza procedente de Arabia.

En tan memorable noche, el fuego sagrado de Zoroastro, que, bajo el cuidado de los magos, había ardido sin interrupción desde hacía más de mil años, se apagó de repente y cayeron por tierra todos los ídolos del mundo. Los demonios o genios malignos, escondidos en las estrellas y en los signos del zodíaco y que ejercen una influencia perversa sobre los hijos de los hombres, fueron arrojados por ángeles puros y enviados, con su jefe Iblis o Lucifer, a las profundidades del mar.

Los familiares del recién nacido, dicen las mismas fuentes, se llenaron de temor y admiración. El hermano de su madre, un astrólogo, predijo que el niño alcanzaría un poder enorme, fundaría un imperio y establecería una nueva fe entre los hombres. Su abuelo, Abd al-Muttalib, dio un banquete en honor de los principales coraixíes, al séptimo día de su nacimiento; en él les presentó al niño como la gloria futura de su pueblo y le puso el nombre de Mahoma (o Muhammad), como señal de su futuro prestigio.

Estos son los maravillosos relatos transmitidos por los escritores musulmanes sobre el nacimiento de Mahoma. Y sobre sus primeros años sólo disponemos de fábulas semejantes a las citadas. Tenía poco más de dos meses cuando murió su padre, que no le dejó más herencia que cinco camellos, unas pocas ovejas y una esclava de Etiopía llamada Barakat. Su madre, Amina, le había amamantado hasta entonces, pero las preocupaciones y el dolor habían secado las fuentes de sus pechos. Además, como el aire de La Meca era perjudicial para los niños, le buscó una nodriza de las tribus beduinas que vivían en los alrededores. Estas tenían la costumbre de venir a La Meca dos veces al año, en primavera y en otoño, a criar a los hijos de sus habitantes; pero buscaban las familias ricas, donde sabían que recibirían fuertes recompensas, y despreciaban a los nacidos en la pobreza. Por fin, Halima, la esposa de un pastor saadí, sintió compasión y se llevó consigo al niño indefenso. Vivía en uno de los valles ganaderos de las montañas.

Muchas fueron las maravillas relatadas por Halima sobre el bebé. En el viaje desde La Meca, la mula que le transportaba comenzó milagrosamente a hablar y proclamó en voz alta que llevaba encima al mayor de los profetas, al jefe de los embajadores, al favorito del Todopoderoso. Las ovejas se inclinaban ante él al pasar; cuando el niño miró desde la cuna hacia la luna, ésta se inclinó también en señal de reverencia.

La bendición de. los cielos, dicen los escritores árabes, recompensó la caridad de Halima. Mientras el niño estuvo bajo su techo, todo pros­peró a su alrededor. Los pozos y manantiales no se secaron nunca; los pastos siempre estuvieron verdes; sus rebaños se multiplicaron por diez; los campos demostraron una abundancia maravillosa y la paz reinó en su casa.

Las leyendas árabes pasan luego a destacar los poderes corporales y mentales, casi sobrenaturales, manifestados por este niño a una edad tan temprana. Se mantenía en pie sin ayuda cuando sólo tenía tres meses; corría por su cuenta cuando tenía siete, y a los diez meses podía jugar con arcos y flechas en compañía de otros niños. A los ocho meses ya sabía hablar lo suficiente para que le entendieran, y un mes más tarde podía hacerlo con fluidez, manifestando una sabiduría que asombraba a cuantos le oían.

A los tres años de edad, mientras jugaba en el campo con su hermano de leche Masaud, aparecieron ante ellos dos ángeles con vestidos resplandecientes. Colocaron a Mahoma suavemente sobre el suelo, y Gabriel —uno de los ángeles— le abrió el pecho, pero sin hacerle el menor daño. Luego tomó su corazón, lo limpió de toda impureza y extraje las gotas negras y amargas del pecado original (heredado de nuestro padre Adán y que permanece en el corazón de todos sus sucesores, incitándoles al mal). Después de purificarlo por completo, lo llenó de fe y de conocimiento y luz profética, y lo volvió a colocar en el pecho del niño. Entonces, nos dicen los mismos autores, comenzó a emanar de su rostro la misteriosa luz que procedía de Adán y a través de los profetas había llegado hasta la época de Isaac y de Ismael, pero que había permanecido dormida en los descendientes de este último, hasta que volvió a brillar con nuevo esplendor en los rasgos de Mahoma.

Tras aquella visita sobrenatural, nos siguen diciendo, quedó impreso entre los hombros del niño el sello de la profecía, que fue durante toda su vida el símbolo y credencial de su divina misión, aunque los no creyentes no veían en él más que un gran lunar, del tamaño de un huevo de paloma.

Cuando Halima y su esposo tuvieron conocimiento de la maravillosa visita del ángel, sintieron temor de que pudiera ocurrirle alguna des gracia al niño o de que sus visitantes sobrenaturales fueran de la raza de los genios o espíritus malos, que habitan en la soledad del desierto y siembran el mal entre los hijos de los hombres. Por eso, su doncella saadí lo llevó de nuevo a La Meca y lo entregó a su madre, Amina

Estuvo con su madre hasta cumplir los seis años. Entonces Aminí le llevó a la ciudad de Medina, con ocasión de una visita a sus familiares de la tribu de Aadi, pero falleció en el viaje de vuelta y fue enterrada en Abwá, pueblo entre Medina y La Meca. Su sepulcro sería un lugar de recogimiento y tiernos recuerdos para su hijo en el último periodo de su vida.

Barakat, la fiel esclava abisinia, hizo entonces de madre del niño huérfano y lo llevó a su abuelo Abd al-Muttalib, en cuya casa estuvo dos años, rodeado de atenciones y cariño. Abd al-Muttalib era ya de edad muy avanzada; viendo que su fin se acercaba, llamó ante sí a su hijo primogénito, Abu Talib, y le confió la protección especial de Mahoma. El bueno de Abu Talib se llevó a su sobrino hasta el pecho y a partir de entonces lo trató como a un hijo. Cuando, a la muerte de su padre, Abu Talib heredó su misión de proteger la Kaaba, Mahoma siguió durante años viviendo en una especie de hogar sacerdotal, donde se observaban rígidamente los ritos y ceremonias sagrados.

Antes de seguir, nos parece necesario dar alguna información sobre el supuesto origen de la Kaaba y sobre los ritos, tradiciones y supersticiones con ella relacionados, pues están en estrecho contacto con la fe islámica y con la vida de su fundador.

Tradiciones sobre La Meca y la Kaaba

Cuando Adán y Eva fueron arrojados del paraíso, cayeron —dicen las tradiciones árabes— en diferentes partes de la tierra: Adán en una montaña de la isla de Sarandib, o Ceilán; Eva en Arabia, a las orillas del mar Rojo, donde se encuentra ahora el puerto de Yedda. Durante doscientos años deambularon por separado y en solitario hasta que, en consideración de su penitencia y abatimiento, pudieron reunirse de nuevo en el monte Arafat, no lejos de la ciudad de La Meca. En medio de su dolor y arrepentimiento, Adán levantó las manos y los ojos al cielo e imploró la clemencia de Dios, suplicando que le permitiera tener un templo semejante al que había contemplado en el paraíso, a cuyo alrededor los ángeles daban vueltas y lo adoraban.

La súplica de Adán fue escuchada. Los ángeles hicieron descender un tabernáculo o templo formado por nubes radiantes. Lo colocaron inmediatamente debajo de su prototipo en el paraíso celestial. A partir de entonces, Adán se volvía hacia el templo para orar y daba todos los días siete vueltas a su alrededor, a imitación de los ángeles.

A la muerte de Adán —dicen las mismas tradiciones—, el tabernáculo de nubes desapareció, o fue elevado de nuevo al cielo; pero Set, hijo de Adán, construyó otro de la misma forma y en el mismo lugar, hecho de piedra y barro. El Diluvio arrasó dicho templo. Muchas generaciones más tarde, en la época de los patriarcas, cuando Agar y su hijo Ismael estaban a punto de perecer de sed en el desierto, un ángel les mostró un manantial o pozo de agua, junto al antiguo emplazamiento del tabernáculo. Era el pozo de Zem Zem, considerado desde entonces como lugar sagrado. Poco después, dos individuos de la raza gigante de los amalecitas, que buscaban un camello extraviado de su campamento, descubrieron el pozo y, después de saciar su sed, llevaron a sus compañeros. Fundaron allí la ciudad de La Meca, colocando a Ismael y a su madre bajo su protección. Pronto fueron expulsados por los habitantes originarios de la región. Ismael se quedó entre ellos. Cuando se hizo hombre, se casó con la hija del príncipe gobernante, de quien tuvo numerosa descendencia: los antepasados del pueblo árabe. Pasado algún tiempo, por orden de Dios decidió reconstruir la Kaaba, en el mismo lugar donde se había encontrado el tabernáculo de nubes originario. En su piadosa obra recibió la ayuda de su padre Abrahán. Una piedra milagrosa servía a éste de andamio; subía y bajaba con él según iba levantando las paredes del edificio sagrado. Todavía se conserva allí como reliquia de valor incalculable, y los verdaderos creyentes perciben en ella clara] mente la huella del pie del patriarca. 

Mientras Abrahán e Ismael se dedicaban a su trabajo, el ángel Gabriel les trajo una piedra, que ha dado lugar a tradiciones diferentes; según una versión, era una de las piedras preciosas del paraíso, que había caído a la tierra con Adán y luego se había perdido en el fango del Diluvio, hasta que la recuperó el ángel Gabriel. Pero la tradición más aceptada dice que en principio había sido el ángel guardián nombrado para vigilar a Adán en el paraíso, convertido en piedra y arrojado de allí tras la caída de éste, en castigo por no haber estado más vigilante. Abrahán e Ismael recibieron la piedra con la debida reverencia y la introdujeron en una esquina del muro exterior de la Kaaba, donde se conserva hasta hoy. Los fieles la besan devotamente cada vez que dan una vuelta completa al templo. Cuando la introdujeron en la pared era, según los relatos, un solo jacinto de deslumbrante blancura, perol poco a poco se fue ennegreciendo con los besos de los mortales pecadores. Él día de la resurrección recuperará su forma angélica y constituirá ante Dios un testimonio en favor de los que han realizado fielmente los ritos de la peregrinación.

Estas son las tradiciones árabes, que hicieron de la Kaaba y del pozo de Zem Zem objeto de gran veneración desde la más remota antigüedad entre los pueblos del Oriente y en especial entre los descendientes de Ismael. La Meca, dentro de cuyos muros se encuentran estos sagrados objetos, era una ciudad santa mucho antes de la aparición del mahometismo, y fue un centro de peregrinación visitado por gentes de todas las partes de Arabia. Tan universal y profundo era el sentimiento religioso que rodeaba esta observancia, que cada año se dedicaban cuatro meses a los ritos de la peregrinación, durante los cuales no se podían cometer actos de violencia ni emprender guerras. Las tribus hostiles dejaban de lado las armas; quitaban la punta a las lanzas; atravesaban tranquilamente los desiertos poco antes intransitables por la guerra; daban siete vueltas a la Kaaba a imitación de las huestes angélicas; tocaban y besaban la misteriosa piedra negra; bebían y realizaban sus abluciones en el pozo de Zem Zem en memoria de su antepasado Ismael; y, tras haber realizado todos los demás ritos primitivos de la peregrinación, volvían a casa sin peligro, para inmediatamente tomar las armas y reanudar sus guerras.

Entre las observancias religiosas de los árabes en aquellos «días de la ignorancia» —es decir, antes de la promulgación de las doctrinas musulmanas—, el ayuno y la oración ocupaban un lugar central. A lo largo del año había tres ayunos: uno de siete días, otro de nueve y otro del treinta. Rezaban tres veces al día: al salir el sol, al mediodía y al ponerse el sol; al hacerlo, volvían el rostro hacia la Kaaba, que era su Qibla o punto de adoración. Tenían muchas tradiciones religiosas, algunas del ellas procedentes de sus contactos anteriores con los judíos. Al parecer nutrían sus sentimientos religiosos con la lectura del libro de los sal­mos y de un libro atribuido a Set, donde se recogían discursos morales.

Mahoma se crió en la casa del guardián de la Kaaba. Cabe pensar que las ceremonias y devociones relacionadas con el sagrado edificio influirían desde muy pronto en su espíritu y le inclinarían hacia las especulaciones religiosas que con el tiempo constituirían su principal preocupación. Aunque sus biógrafos musulmanes hayan querido convencernos de que su infancia estuvo marcada por signos y prodigios que presagiaban su destino, la verdad es que su educación fue tan poco esmerada como la de los demás niños árabes. Es más, sabemos que no le enseñaron ni a leer ni a escribir. No obstante, fue un muchacho de inteligencia despierta, con dotes de observación, dado a la meditación y dominado por una imaginación fecunda, audaz y comunicativa. La influencia anual de los peregrinos procedentes de los sitios más lejanos hacía de La Meca un receptáculo de todos los conocimientos existentes, que el muchacho debió de asimilar con avidez y conservar con su gran retentiva. Con el paso de los años dispuso de una esfera de observación cada vez más amplia.

Primer viaje de Mahoma

Mahoma había cumplido los doce años, pero, como hemos visto, tenía una inteligencia muy superior a la de un niño de su edad. Tenía un gran sentido de la observación, estimulado por el contacto con peregrinos de todas las partes de Arabia. Su tío Abu Talib, además de tener rango sacerdotal en cuanto guardián de la Kaaba, era uno de los mercaderes más emprendedores de la tribu de Coraix, y estaba en estrecha relación con las caravanas organizadas por su antepasado Haxim para establecer contactos con Siria y Yemen. La llegada y salida de dichas caravanas, que se apretujaban en las puertas de La Meca y llenaban sus calles de animación, eran acontecimientos apasionantes para un joven como Mahoma y le trasladaban en su imaginación a regiones remotas. No podía dominar por más tiempo su curiosidad. En una ocasión, cuando su tío estaba a punto de subir a su camello para partir rumbo a Siria con la caravana, se agarró a él y le suplicó que le permitiera acompañarle: «Tío, ¿quién va a cuidar de mí mientras estés fuera?»

Abu Talib no pudo hacer oídos sordos a su súplica. Debió de pensar también en la conveniencia de que el joven tomara contacto con las actividades de la vida árabe y en que su gran capacidad le permitiría colaborar eficazmente en las faenas habituales de una caravana. Así pues, accedió a su petición y le llevó consigo a Siria.

El camino atravesaba regiones ricas en leyendas y tradiciones, que los árabes gustan repetir por las noches mientras descansan del viaje. Las vastas soledades del desierto, donde este pueblo errante pasa gran parte de su vida, se prestan a la aparición de leyendas y supersticiones; por eso, han poblado estos espacios vacíos de genios buenos y malos, los han hecho intervenir en relatos de encantamientos y participar en acontecimientos maravillosos ocurridos en tiempos ancestrales. En estos descansos de la caravana, la mente juvenil de Mahoma debió de empaparse de muchas de las supersticiones del desierto y conservarlas para siempre en su memoria. Es claro que ejercieron gran influencia en su imaginación. Podemos subrayar en especial dos tradiciones que debió de escuchar entonces y que él reprodujo años más tarde en el Corán. Una se relaciona con el distrito montañoso de Hachar. En él, mientras la caravana serpenteaba entre valles desiertos y silenciosos, iban apareciendo cuevas en las laderas de las montañas; en ellas habían habitado los hijos de Tamud, una de las «tribus perdidas» de Arabia; ésta era la tradición sobre ellos:

Pertenecían a una raza orgullosa y gigantesca, que existía desde antes de la época del patriarca Abrahán. Habían caído en la más ciega idolatría y Dios les envió un profeta llamado Salih para volverlos al buen camino, no obstante, se negaron a escucharle hasta que no demostrase la divinidad de su misión haciendo que de las entrañas de una montaña saliera una camella embarazada. Salih así lo pidió a Dios y, ¡oh prodigio!, se abrió una roca de la que salió una camella, que pronto tuvo una cría. Algunos de los tamudeos se dejaron convencer por el milagro y renunciaron a su idolatría; sin embargo, la mayor parte se resistió. Salih dejó la camella allí como señal, advirtiéndoles que caería sobre ellos el juicio del cielo si le hacían el menor daño. Durante algún tiempo estuvo yendo a alimentarse en los pastizales, saliendo por la mañana y regresando por la tarde. Es cierto que cuando inclinaba la cabeza para beber de un arroyo o pozo, no la levantaba hasta acabar con la última gota de agua; pero, en cambio, daba leche suficiente para alimentar a toda la tribu. Sin embargo, como asustaba a los demás camellos, los tamudeos la tomaron con ella, la inmovilizaron y la mataron. Entonces se oyó un grito terrible desde los cielos acompañado de grandes truenos, y por la mañana todos los culpables aparecieron tendidos en el suelo, muertos. De esta manera desapareció de la tierra aquella raza y su país tuvo que padecer desde entonces la maldición del cielo.

Este relato impresionó fuertemente a Mahoma, hasta el punto de que, años más tarde, no permitió que su pueblo acampara en aquella zona y lo alejó de la región maldita.

Otra tradición, escuchada en este viaje, hacía referencia a la ciudad de Ayla, situada junto al mar Rojo. Se decía que el lugar había sido habitado en tiempos remotos por una tribu de judíos, que cayeron en la idolatría y profanaron el sábado, pescando en el día sagrado; en castigo, los ancianos quedaron transformados en cerdos y los jóvenes en monos.

Hemos señalado de forma especial estas dos tradiciones porque ambas aparecen citadas por Mahoma como ejemplos del juicio divino contra la idolatría y reflejan la mentalidad que se iba formando sobre tema tan importante.

Como siempre, los escritores musulmanes nos relatan las maravillosas circunstancias que acompañaron al joven durante este viaje, como demostración de la ininterrumpida protección celestial. En una ocasión, mientras atravesaba las arenas ardientes del desierto, un ángel invisible revoloteaba sobre él, protegiéndole con sus alas; evidentemente es un milagro que no puede basarse en el testimonio de ningún testigo presencial. En otra ocasión, le protegió una nube suspendida sobre su cabeza durante el calor asfixiante del mediodía; más tarde, mientras intentaba protegerse en la escasa sombra de un árbol marchito, éste echó de repente hojas y flores.

Después de bordear los antiguos dominios de los moabitas y los amonitas, muchas veces mencionados en las Sagradas Escrituras, la caravana llegó a Bosra o Bostra, en los confines de Siria, en el país de la tribu de Manasés, al otro lado del Jordán. En los días de la Escritura había sido la ciudad de los levitas, pero entonces estaba habitada por cristianos nestorianos. Era un gran centro comercial, visitado anualmente por las caravanas. Nuestros caminantes se detuvieron allí y acamparon junto a un convento de monjes nestorianos.

Los miembros de esta hermandad recibieron a Abu Talib y a su sobrino con generosa hospitalidad. Uno de los monjes —que unos llaman Sergio y otros Bahira— entabló conversación con Mahoma y se sorprendió ante la precocidad de su inteligencia y su insaciable deseo de aprender, sobre todo en cuestiones religiosas. Hablaron muchas veces de estos temas y al parecer el monje debió de centrar sus esfuerzos en arremeter contra la idolatría en que se había educado hasta entonces el joven Mahoma, pues los cristianos nestorianos condenaban con energía no sólo el culto de las imágenes, sino la exhibición de las mismas. Sus escrúpulos al respecto llegaban hasta el punto de que incluían en esta prohibición la misma cruz, el emblema común del cristianismo.

Muchos han relacionado el conocimiento de los principios y tradiciones de la fe cristiana demostrado luego por Mahoma con estas conversaciones de juventud con el monje; sin embargo, es probable que tuviera nuevos contactos con él en las visitas que realizó más tarde a Siria.

Los autores musulmanes afirman que el interés demostrado por el monje hacia el joven desconocido se debía a que éste había descubierto, por casualidad, el sello de la profecía que Mahoma tenía entre los hombros. Dicen también que, cuando estaban a punto de regresar hacia La Meca, advirtió a Abu Talib que tuviera cuidado de que su sobrino no cayera en manos de los judíos, anticipando así con su visión profética los problemas y enfrentamientos que tendría con ellos.

Pero no hacía falta ningún peligro para explicar el interés de un monje exaltado hacia un joven inteligente y curioso que además era sobrino del guardián de la Kaaba y podía depositar en La Meca la semilla de cristianismo; y era lógico que el monje procurara evitar que su posible converso, todavía indeciso en materia religiosa, se dejara atraer hacia la fe judía.

Cuando Mahoma regresó a La Meca, bullían en su imaginación increíbles relatos y tradiciones escuchados en el desierto, y estaba profundamente impresionado por las doctrinas aprendidas en el convento nestoriano. En adelante, debió de sentir una misteriosa reverencia hacia Siria, probablemente por las impresiones religiosas allí recibidas. Era la tierra adonde se había dirigido Abrahán desde Caldea, llevando con él el culto primitivo al único Dios verdadero.8 «Verdaderamente —solía decir años más tarde—, Dios ha mantenido siempre guardianes de su palabra en Siria; son cuarenta; cuando uno muere, otro viene a ocupar su lugar; y gracias a ellos es una tierra bendita.» O también: «¡Bendito el pueblo de Siria, pues los ángeles del buen Dios extienden sus alas sobre él!»

 

JADICHA

 

Mahoma se dedicó por completo a la vida activa, acompañando a sus tíos en varias expediciones. En una ocasión, cuando tenía dieciséis años de edad, lo encontramos con su tío Zubair, marchando con la caravana rumbo a Yemen; en otra, llevando armas al servicio de su mismo tío, que dirigía una expedición militar de los coraixíes en ayuda de los kinaníes, contra la tribu de Hawazin. Suele considerarse ésta la primera experiencia de Mahoma con las armas, aunque debió de limitarse a proporcionar flechas a su tío en los momentos de acción más intensa y a protegerle de los dardos del enemigo. Los autores árabes condenan esta guerra, conocida con el nombre de Fachr, o guerra impía, por haber tenido lugar durante los meses sagrados de la peregrinación.

Al ir avanzando en años, Mahoma fue empleado por diferentes personas como agente comercial o agente de ventas en los viajes de las caravanas a Siria, Yemen y otros lugares. Todo ello contribuyó a ampliar su esfera de observación y a permitirle conocer desde muy pronto el verdadero carácter de los asuntos humanos.

También acudió con frecuencia a ferias. En Arabia las ferias no eran meros lugares de intercambio, sino también escenario de competiciones poéticas entre diferentes tribus, donde se premiaba a los triunfadores y los poemas vencedores se guardaban como tesoros en los archivos de los príncipes. Así ocurría de forma especial en la feria de Ukaz; siete de los poemas premiados en ella colgaban como trofeos en la Kaaba. Además, en estas ferias se recitaban también las tradiciones populares de los árabes y se inculcaban las diversas creencias religiosas que coexistían en Arabia. Gracias a estas fuentes orales, Mahoma fue adquiriendo poco a poco gran parte de la rica información sobre credos y doctrinas de que hizo gala más tarde.

Por entonces residía en La Meca una viuda llamada Jadicha, de la tribu de Coraix. Había estado casada dos veces. Su último esposo, un comerciante adinerado, acababa de morir y los importantes negocios familiares necesitaban alguien que los dirigiera. Un sobrino de la viuda, llamado Juzaina, había entrado en contacto con Mahoma durante las expediciones comerciales de éste, y había observado la habilidad e integridad de que el joven hacía gala en todas las ocasiones. Habló de él a su tía y alabó sus cualidades para organizar sus asuntos comerciales. El físico de Mahoma debió de contribuir también a dar más fuerza a esta recomendación; tenía entonces unos veinticinco años y los escritores árabes ponderan su belleza varonil y atractivos ademanes. Tan deseosa se mostró Jadicha de conseguir sus servicios, que le ofreció un salario doble del normal por encargarse de una caravana que estaba al punto de enviar hacia Siria. Mahoma consultó con su tío Abu Talib y por consejo de éste, aceptó la oferta. En la expedición contó con la compañía y la ayuda del sobrino de la viuda y la del esclavo de ésta, Maisara. Jadicha quedó tan complacida de la manera en que Mahoma realizó su misión que, a la vuelta, le pagó el doble de la cantidad convenida. Después le envió a las regiones meridionales de Arabia en expediciones semejantes, y en todas ellas los resultados fueron igualmente satisfactorios.

Jadicha tenía entonces cuarenta años y era una mujer inteligente y con experiencia. La capacidad mental de Mahoma le hizo cada vez más atractivo a sus ojos y pronto su corazón comenzó a suspirar por aquel hombre joven y atractivo. Según las leyendas árabes, se produjo un milagro que, de forma muy oportuna, confirmó y santificó sus inclinaciones. Un día estaba Jadicha con sus doncellas, a la hora del mediodía, en la terraza de su casa, viendo la llegada de una caravana dirigida por Mahoma. Mientras se acercaba, ella vio, con asombro, cómo dos ángeles le protegían con sus alas de los ardores del sol. Se volvió emocionada a las doncellas y exclamó: «¡Mirad al amado de Alá, que envía dos ángeles para que cuiden de él!

La leyenda no aclara si las doncellas miraron con los mismos ojos de devoción que su señora ni si vieron o no a los ángeles. El caso es que la viuda quedó dominada por una fe ardiente en los méritos sobrehumanos de su fiel servidor y poco después envió a su fiel esclavo, Maisara, a ofrecerle su mano. El relato de la negociación es breve y sencillo. «Mahoma —preguntó Maisara—, ¿por qué no te casas?» «No tengo medios para ello», replicó Mahoma. «Sí, pero si una dama rica te ofreciera su mano... siendo además bella y de alto linaje...» «¿Quién es ella?» «¡Jadicha!» «¡No es posible!» «Déjalo en mis manos.» Maisara volvió a su señora y le contó lo que había ocurrido. Eligieron una hora para verse personalmente y el asunto se arregló satisfactoriamente con la rapidez y sagacidad que había distinguido a Mahoma en sus relaciones con la viuda. El padre de Jadicha presentó cierta oposición a la boda. Mahoma era pobre, y la idea más extendida era que los ricos debían casarse también con ricos. Pero la viuda consideró, sabiamente, que sus riquezas no eran más que un medio que le permitía seguir los dictados de su corazón. Organizó un gran banquete, al que fueron invitados su padre y el resto de sus familiares, así como los tíos de Mahoma, Abul Talib y Hamza, además de algunos otros coraixíes. En este banquete se sirvió vino con generosidad y pronto todos estuvieron de buen humor. Se olvidaron las objeciones a la pobreza de Mahoma; hubo discursos de Abu Talib, por una parte, y de Waraka, de la familia de Jadicha, por la otra, ambos a favor de las nupcias propuestas; se fijó la dote y se realizó oficialmente el matrimonio.

Entonces Mahoma mandó matar un camello delante de su puerta y distribuyó la carne entre los pobres. La casa quedó abierta a todos. Las esclavas de Jadicha bailaron al son de las panderetas y por todas partes se respiraba jolgorio y alegría. Abu Talib, olvidándose de su edad y de su habitual melancolía, disfrutó mucho de la celebración. Había pagado de su propio bolsillo una dote de doce uqqas y media de oro, el equivalente a veinte camellos jóvenes. Halima, que había criado a Mahoma durante su infancia, fue invitada también a participar en la celebración de las nupcias y recibió como regalo un rebaño de cuarenta ovejas, con las que regresó, enriquecida y feliz, a su valle natal, en el desierto de los saadíes.

Mahoma, profeta de Dios

El matrimonio con Jadicha situó a Mahoma entre los hombres más ricos de su ciudad natal. Su categoría moral le daba también gran influencia en la comunidad. Alá, dice el historiador Abulfera, le había concedido todos los dones necesarios para hacer de él un hombre honrado: era tan puro y sincero, tan ajeno a los malos pensamientos, que caí todos lo llamaban con el nombre de Al Amín, o El Fiel.

La gran confianza que suscitaban su juicio y honradez le convirtió muchas veces en árbitro en las disputas de sus conciudadanos. Nos ha llegado una anécdota que ilustra su sagacidad en tales ocasiones. La Kaaba había sufrido daños por un incendio y la estaban reparando. Mientras duraban las obras, hubo que quitar la piedra negra sagrada. Entonces estalló una discusión entre los jefes de las diversas tribus, pues todos querían realizar tan honrosa misión. Decidieron someter la decisión a la primera persona que entrara por la puerta de al Háram. Esa persona fue Mahoma. Al oír sus contrapuestas exigencias, mandó que pusieran un gran manto en el suelo y encima la piedra. Luego, un hombre de cada tribu cogería el borde del paño. De esta manera la piedra sagrada fue elevada en la misma medida y al mismo tiempo por todos ellos hasta una altura determinada, y entonces Mahoma la sujetó con sus propias manos.

Fruto de su matrimonio con Jadicha fueron cuatro hijas y un hijo. Este recibió el nombre de Qasim, y por eso Mahoma fue llamado a veces Abu Qasim, o padre de Qasim, según la nomenclatura árabe. Pero el niño murió al poco tiempo.

Durante varios años después de su matrimonio siguió dedicándose al comercio, visitando las grandes ferias árabes y realizando prolongados viajes con las caravanas. Sus expediciones no fueron tan rentables como en los días anteriores a su boda, y en el curso de estas operaciones la riqueza recibida de su mujer, más que aumentar, fue disminuyendo. Pero lo importante es que gracias a la fortuna de su mujer ya no tenía necesidad de trabajar para mantenerse y podía disfrutar de tiempo libre para seguir las inclinaciones originarias de su espíritu, el ensueño y la especulación religiosa, que le habían atraído desde sus primeros años. Esta tendencia se había visto fortalecida a lo largo de sus viajes por el contacto con judíos y cristianos en un principio fugitivos de las persecuciones, pero ahora reunidos en tribus o confundidos con la población de las ciudades, También los desiertos árabes, llenos como estaban de fantásticas supersticiones, habían dado pábulo a sus ensueños entusiastas. Desde su matrimonio con Jadicha disponía también de un astrólogo. Su figura es importante, pues realizó la primera traducción al árabe de algunas partes de! Antiguo y del Nuevo Testamento. Mahoma debió de recibir de él gran parte de su información sobre las Escrituras y sobre las tradiciones de la Mishná y del Talmud, reflejadas en el Corán.

Los conocimientos adquiridos y almacenados en su increíble memoria estaban en directa oposición con la tosca idolatría dominante en Arabia y practicada en la Kaaba. El sagrado edificio se había llenado progresivamente de ídolos, hasta un número de trescientos sesenta, uno por cada día del año árabe. Habían traído ídolos de distintas regiones, las divinidades de otras naciones. La principal de ellas era Hubai, de Siria que tenía el poder de enviar la lluvia. Entre los ídolos figuraban también Abrahán e Ismael, reverenciados antiguamente como profetas y antepasados y ahora representados con flechas adivinatorias en las manos, en clara alusión a sus poderes mágicos.

Mahoma era cada vez más sensible a la tosquedad y absurdo de esta idolatría, pues en su espíritu la contraponía con las religiones espirituales que habían constituido el centro de sus investigaciones. Varios pasajes del Corán revelan la idea dominante que poco a poco fue aflorando en su mente, hasta obsesionar sus pensamientos y determinar sus acciones: la idea de la reforma religiosa. Después de tanto meditar y aprender, había llegado a la firme convicción de que la única religión verdadera era la revelada a Adán en el momento de su creación y promulgada y practicada en los días anteriores al pecado. Dicha religión proclamaba el culto directo y espiritual a un solo Dios verdadero.

Además, estaba persuadido de que esta religión, tan elevada y sencilla, había sufrido numerosas corrupciones y degradaciones, la más grave de las cuales sería la idolatría; por eso, de vez en cuando había aparecido un profeta inspirado por una revelación del Altísimo para devolver a la religión su pureza original. Tal fue el caso de Noé, de Abrahán, de Moisés y de Jesucristo. Cada uno de ellos había restablecido sobre el mundo la religión verdadera, pero sus seguidores la habían falseado a continuación. La fe, tal como la enseñó y practicó Abrahán al salir de la tierra de Caldea, debió de constituir el modelo religioso para su espíritu, dada su veneración hacia el patriarca en cuanto padre de Ismael, progenitor de su raza.

Mahoma creía que había llegado de nuevo el momento de hacer otra reforma. El mundo había caído una vez más en una ciega idolatría. Era necesaria la llegada de otro profeta, autorizado por un mandato de lo alto, para llevar al buen camino a los hombres extraviados, y para restaurar el culto de la Kaaba tal como había sido en los días de Abrahán y de los patriarcas. La probabilidad de esta llegada, con sus reformas consiguientes, debió de constituir una obsesión para su mente y le inclinó al ensueño y a la meditación, actitudes incompatibles con las actividades cotidianas y con el bullicio del mundo. Se cuenta que poco a poco se fue alejando de la sociedad en busca de la soledad de una cueva en el monte Hira, unas tres leguas al norte de La Meca, donde, a imitación de los anacoretas cristianos del desierto, se pasaba días y noches enteras dedicado a la oración y a la mortificación. Así pasaba siempre el del Ramadán, el mes sagrado de los árabes. Esta concentración mental en un único tema, junto con su fervoroso entusiasmo espiritual, tenía que dejar profunda huella en él. Padecía sueños, éxtasis y trances meses seguidos —según uno de sus historiadores tuvo sueños constantes sobre lo que constituía su obsesión. Muchas veces perdía por completo la conciencia de los objetos circundantes y caía al suelo, al parecer totalmente insensible. Jadicha, que a veces le acompañaba fielmente en su soledad, observaba estos paroxismos con preocupación y nerviosismo y trató de averiguar la causa, pero Mahoma no contestaba a sus preguntas o le daba respuestas misteriosas. Algunos de sus adversarios han atribuido estos fenómenos a la epilepsia, pero los musulmanes devotos ven en ellos manifestaciones de su carácter profético, pues, según ellos, ya habían comenzado a llegar a su espíritu llamadas del Altísimo, aunque todavía en forma confusa; su mente tenía que hacer frente a concepciones demasiado grandiosas para un ser mortal. Con el tiempo —siguen diciendo—, lo que antes se había adivinad en sueños se fue manifestando en forma clara y precisa gracias a una aparición angélica y a una anunciación divina.

Tenía cuarenta años de edad cuando se produjo esta famosa revelación. Nos han llegado relatos de autores musulmanes que escucharon sus propias palabras. Como tenía por costumbre, estaba pasando el mes del Ramadán en la cueva del monte Hira, tratando de llegar —mediante el ayuno, la oración y la meditación solitaria— a la contemplación de la divina verdad. Era la noche que los árabes llaman Al Qadr, o el Decreto Divino; una noche en que, según el Corán, los ángeles descienden a la tierra y Gabriel hace llegar los decretos de Dios. Durante esa noche hay paz en la tierra, una paz sal grada reina en la naturaleza entera hasta la llegada del alba.

En el silencio de la noche, Mahoma estaba acostado, envuelto en su manto, cuando oyó una voz que le llamaba; se descubrió la cabeza y descendió sobre él un rayo de luz tan fuerte, que le hizo perder el conocimiento. Cuando recuperó la conciencia, vio un ángel en forma humana que, aproximándose desde cierta distancia, le enseñaba un par de seda, cubierto con caracteres escritos.

«Lee», dijo el ángel.

«No sé leer», respondió Mahoma.

«Lee —repitió el ángel— en el nombre del Señor, que ha creado todas las cosas; que creó al hombre de un coágulo de sangre. Lee en nombre del Altísimo, que enseñó al hombre a utilizar la pluma; que envía a su alma la luz del conocimiento y le enseña lo que antes no sabía. »

Al oír estas palabras, Mahoma sintió que una luz celestial iluminar su inteligencia y leyó las palabras escritas en el paño. En ellas se reproducían los decretos de Dios, tal como se promulgaron luego en el Corán. Al finalizar la lectura, el mensajero celeste anunció: «¡Oh Mahoma en verdad tú eres el profeta de Dios y yo soy su ángel Gabriel!»

Mahoma llegó por la mañana a presencia de Jadicha temblando e inquieto; no sabía si lo que había oído y visto era cierto, en cuyo caso él era un profeta enviado a realizar la reforma soñada en sus meditaciones, o si todo había sido una apariencia, un engaño de los sentidos o, lo que era todavía peor, la aparición de un espíritu maligno.

Sin embargo, Jadicha lo vio todo con la mirada de la fe y la credulidad de una mujer enamorada. Vio en ello el cumplimiento de los deseos de su esposo y el final de sus paroxismos y privaciones. «¡Qué buenas nuevas me traes! —exclamó ella—. Por aquel en cuya mano está el alma de Jadicha te reconoceré en adelante como el profeta de nuestra nación. Alégrate —siguió diciendo, al verle todavía deprimido—, Alá no dejará que te pase nada malo. ¿No has sido tú hombre amante de tus familiares, amable con tus vecinos, caritativo con los pobres, hospitalario para los desconocidos, fiel a tu palabra y defensor de la verdad?»

Jadicha corrió rápidamente a informar de lo que había oído a su primo Waraka, el traductor de las Escrituras, el cual, como hemos visto, había sido para Mahoma una especie de oráculo doméstico en materia de religión. Se entusiasmó en seguida ante tan milagroso anuncio. «Por aquel en cuya mano está el alma de Waraka —exclamó—, tú dices la verdad, ¡oh Jadicha! El ángel que se ha aparecido a tu esposo es el mismo que, en la Antigüedad, fue enviado a Moisés, el hijo de Amrán. El anuncio es verdadero. ¡Tu esposo es un profeta!»

La fervorosa colaboración del ilustrado Waraka debió de contribuir en gran medida a fortalecer el vacilante espíritu de Mahoma.

Predicar y glorificar a Dios

Durante algún tiempo. Mahoma sólo relató sus revelaciones a su propia familia. Uno de los primeros en confesarse creyente fue su siervo Zaid, árabe de la tribu de Kalb. Este joven había sido capturado en su niñez por una banda de salteadores coraixíes y había llegado por reparto a ser propiedad de Mahoma. Varios años después su padre tuvo conocimiento de que estaba en La Meca y fue hasta allí, ofreciendo una suma considerable por su rescate. «Si decide ir contigo, dijo Mahoma, se irá sin necesidad de rescate; pero si prefiere quedar! conmigo, ¿por qué voy a obligarle a que se vaya?» Zaid prefirió quedarse, pues, dijo él, le habían tratado siempre más como a un hijo que como a un esclavo. Entonces Mahoma le adoptó públicamente y desde entonces había permanecido fielmente a su servicio. Ahora, al abrazar la nueva fe, quedó en completa libertad, pero a lo largo de toda su vida conservó la abnegada fidelidad que Mahoma debió de inspirar en muchos de sus seguidores y subordinados.

Los primeros pasos de Mahoma en su carrera profética fueron vacilantes, peligrosos y secretos. Tenía que enfrentarse con la posible enemistad de todos los que le rodeaban: de su familia más próxima, los coraixíes del linaje de Haxim, cuyo poder y prosperidad se identificaban con la idolatría; y todavía más del linaje rival de Abd Xams, que habían sentido desde siempre envidia y celos de los haximíes y aprovecharía el cantado la acusación de herejía e impiedad para arrebatarle la protección de la Kaaba. Al frente de esta rama rival de Coraix estaba Abu Sifián, hijo de Harb, nieto de Omeya y bisnieto de Abd Xams. Era hombre capaz y ambicioso, de gran riqueza e influencia. Con el tiempo sería uno de los más tenaces y poderosos rivales de Mahoma.

En circunstancias tan adversas la nueva fe se propagó en secreto y con gran lentitud, hasta el punto de que durante los tres primeros años el número de conversos no pasó de cuarenta; éstos, en su mayor parte eran además jóvenes, extranjeros y esclavos. Cuando se reunían lo hacían en privado, bien en la casa de uno de los iniciados o en una cueva próxima a La Meca. Pero su secreto no les libró de sufrir ultrajes. Sus reuniones fueron descubiertas; una chusma entró en la cueva y produjo un enfrentamiento. Uno de los atacantes fue herido en la cabeza por Saad, un armero que pasaría a la posteridad como el primero di los creyentes que derramó sangre por la causa del Islam.

Uno de los principales oponentes de Mahoma era su tío, Abu Lahab, hombre acaudalado, de espíritu orgulloso y temperamento irritable. Su hijo Utba se había casado con la tercera hija de Mahoma, Ru-Qaya, estableciendo así una doble relación. No obstante, Abu Lahab tenía también vínculos con el linaje rival de Coraix, pues estaba casado con Umm Chamil, hermana de Abu Sufián, y estaba muy dominado por su esposa y su cuñado. Condenó lo que él llamaba herejías de su sobrino, pues consideraba que atraerían la desgracia a su descendencia inmediata y que merecían las hostilidades del resto de la tribu de Coraix. Mahoma sufrió mucho por la rencorosa oposición de su tío, que atribuía a las instigaciones de su esposa, Umm Chamil. Lo deploraba muy en especial al ver que afectaba a la felicidad de su hija Ruqaya, cuya inclinación hacia sus doctrinas le había ganado los reproches de su esposo y de su familia.

El resultado de esta inquieta situación anímica y corporal fue otra visión, o revelación, en que recibió la orden de «levantarse, predicar y glorificar a Dios». Debía proclamar, pública y valientemente, sus doctrinas, empezando por los miembros de su familia y de su tribu. Así pues el cuarto año de lo que se llama su misión, reunió a todos los coraixíes de la familia de Haxim en la colina de Safa, en las proximidades de la Meca, para explicarles algunos asuntos importantes para su bienestar. Acudieron a la convocatoria. También estaba presente el tío de Mahoma, Abu Lahab, y su esposa, Umm Chamil. Cuando el profeta acababa de comenzar su alocución, hablando de su misión y de sus revelaciones, Abu Lahab se levantó hecho una furia, le recriminó por reunirlos con una idea tan peregrina y, cogiendo una piedra, levantó la mano dispuesto a lanzarla contra él. Mahoma le dirigió una mirada fulminante; maldijo la mano que intentaba amenazarle y predijo su condenación a fuego de la Gehena, asegurando además que su esposa, Umm Chamil, llevaría el haz de espinas con que se encendería el fuego.

La asamblea se disolvió en medio de una gran confusión. Abu Lahab y su esposa, indignados por la maldición pronunciada contra ellos, obligaron a su hijo, Utba, a repudiar a su esposa, Ruqaya, y la devolvieron a Mahoma. Al principio estaba desconsolada, pero pronto tuvo si recompensa y pudo casarse con un seguidor de la nueva fe.

Mahoma no se dejó desanimar por el fracaso de su primer intente y convocó una segunda reunión de los haximíes en su propia casa. Trajo obsequiarles con la carne de un cordero y leche, se levantó y proclamó, con todo detalle, las revelaciones recibidas del cielo y el mandato divino de transmitirlas a su familia.

«¡Hijos de Abd al Muttalib, exclamó con entusiasmo, de entre todos los hombres Alá os ha elegido a vosotros como destinatarios de estos inapreciables dones En su nombre os ofrezco las bendiciones de este mundo, y luego la alegría que no tiene fin ¿Quién de vosotros quiere recibir el peso de mi ofrecimiento? ¿Quién quiere ser mi hermano, mi lugarteniente, mi visir?»

Todos permanecieron en silencio, unos dudando, otros sonriendo en actitud de incredulidad y burla Por fin, Alí, llevado por el entusiasmo juvenil, se ofreció a servir al Profeta, aunque reconociendo humildemente sus pocos años y su debilidad física. Mahoma abrazó al generoso joven y lo estrechó contra su pecho «Os presento a mi hermano, mi visir, mi representante —exclamó; que todos escuchen sus palabras y le obedezcan.»

La respuesta al arrebato de aquel mozalbete fue una estentórea carcajada de los coraixíes; luego comenzaron a gastar bromas a Abu Talib, que tendría que inclinarse ante su hijo y prestarle obediencia.

Mahoma, decidido a actuar sin reservas, o más bien inspirado por un entusiasmo creciente, se dedicó abiertamente a proclamar sus doctrinas y a presentarse como un profeta, enviado por Dios para acabar con la idolatría y para mitigar el rigor de la ley judía y cristiana. Los lugares favoritos de su predicación fueron las colinas de Safa y Kubeis, santificados por tradiciones sobre Agar e Ismael, y el monte Hira fue su Sinaí, adonde se retiraba de vez en cuando, lleno de fervor y entusiasmo, para regresar con nuevas revelaciones del Corán.

Los escritores cristianos antiguos, al tratar de la aparición de quien condenan como enemigo de la Iglesia, recogen supersticiosamente diversos prodigios ocurridos por entonces, que consideran como presagios de los males que iban a agitar el mundo. En Constantinopla, por entonces sede del imperio cristiano, nacieron varios monstruos y hubo apariciones prodigiosas, que llenaron de consternación a los testigos. En algunas procesiones religiosas celebradas en la ciudad, las cruces comenzaron a moverse solas y a agitarse violentamente, causando asombro y terror. El Nilo, ancestral madre de prodigios, engendró dos formas espantosas, al parecer un hombre y una mujer, que salieron de sus aguas, miraron a su alrededor con aire terrible y volvieron a sumergirse entre las olas. Durante todo el día el sol quedó reducido a una tercera parte de su tamaño normal, arrojando rayos pálidos y tétricos. Durante la noche la luna se ocultó y apareció en los cielos una luz en medio de lanzas ensangrentadas

Todas estas, y otras maravillas semejantes, se interpretaron como señales de los males que se avecinaban. Los antiguos servidores de Dios movían la cabeza tristemente, anticipando la inminencia del reino del anticristo, con la violenta persecución de la fe cristiana y gran desolación de las iglesias. Los hombres santos que han padecido persecuciones y pruebas por la fe, dice el venerable padre Jaime Bleda, pueden comprender y explicar estos misteriosos prodigios, que anticipan desastres para la Iglesia, de la misma manera que los marineros experimentados ven en el aire, en los cielos y en las profundidades la amenaza de una tempestad que va a poner en peligro su barco.

Muchos de estos hombres santos fueron llamados a la gloria antes de que se cumplieran sus profecías. Desde allí, sentados a salvo en los cielos empíreos, habrán mirado con compasión los sufrimientos del mundo cristiano, como los hombres situados en las serenas alturas de las montañas contemplan las tempestades que barren el mar y la tierra, hundiendo grandes barcos y derribando altas torres.