CRÓNICAS DE ANDALUCÍAJOAQUIN GUICHOT
ANDALUCÍA
PRE-ROMANA
V
La Bética, desde la
destrucción de Numancia, 133 antes de J. C., hasta la muerte de Sertorio
La situación pacifica
en que se encontró la Bética después de la muerte de Viriato, se
consolidó con la destrucción de Numancia. No fue ciertamente de
larga duración este periodo, pues apenas si contó 35 años; mas fue
aprovechado para la prosperidad de la provincia exenta del terror
que en el resto de la Península, y señaladamente en toda la Celtiberia
produjo el último triunfo de las armas romanas.
Difícil nos sería
indicar por qué medios alcanzó aquella prosperidad, ni qué circunstancias
la caracterizaron. Puntos son estos sobre los cuales los historiadores
romanos guardan un completo silencio; pero a juzgar por las descripciones
que nos dejaron de los festejos y honores que se decretó a sí mismo,
en Córdoba, el anciano Metelo después de su ilusorio triunfo sobre
Sertorio, en Calahorra, es indudable que las bellas artes, producto
de la paz y de la cultura, alcanzaron en la Bética un grado notable
de adelanto, como más adelante veremos.
El periodo de paz cuyos límites acabamos de indicar,
fue interrumpido por un suceso cuya responsabilidad no debe recaer sobre los
habitantes de la Bética, sino sobre el Senado Romano, cuya política imprevisora
en aquella ocasión, fue causa de disturbios, que si bien no constituyeron al
país en un estado de guerra violenta, originaron perturbaciones parciales que
hicieron necesario el empleo de la fuerza para su represión.
Veamos cómo.
El mismo año de la destrucción de Numancia, el
Senado deseoso de mantener en la obediencia un país al que no podía renunciar,
por más que le fuera muy costoso, estimó oportuno, para los fines de sus
proyectos ulteriores, hacer una nueva división política de España; al efecto
subdividió las dos grandes divisiones citerior y ulterior en diez distritos,
que pudiéramos llamar militares, cuyo gobierno y administración confió a otros
tantos legados, dependientes de un cónsul. Como se ve, el sistema de ocupación
militar prevaleció sobre el de la civilización; se quiso hacer por las armas lo
que era infinitamente más factible por la palabra, el ejemplo y la enseñanza.
Error lamentable que hemos heredado y conservamos en nuestros días, sin pensar,
en corregirlo a pesar de los frecuentes desengaños que nos ha hecho sufrir.
Ignoramos qué parte correspondió a la Bética en el
nuevo reparto político establecido por el Senado; pero es indudable que no
debió quedar satisfecha, puesto que protestó de ella en una forma que le costó
bastante cara, según vamos a demostrar.
En el primer año del Consulado de Tito Didio (98
antes de C.) los habitantes de Castulón, hoy cortijos de Cazlona en la
provincia de Jaén, irritados de los excesos a que se entregaban en la ciudad y
en su distrito los soldados romanos, se confabularon con los vecinos de un
pueblo inmediato, llamado Jerision, y
en una noche de invierno sorprendieron la guarnición durante su sueño, e
hicieron una cruel matanza en ella. Entre los romanos que pudieron escapar a la
venganza castulonense, encontróse el joven Sertorio, jefe que mandaba la corta
guarnición en calidad de tribuno. Este reunió los fugitivos, y puesto a su
cabeza volvió sobre la ciudad, cuyos habitantes cogió desprevenidos y trató con
el más despiadado rigor. Igual suerte cupo a los Jerezanos. Tal fue el primer
fruto que produjo en la Bética la nueva política adoptada por el Senado romano
para pacificar y gobernar la España.
El suceso en sí no fue de grande importancia, o por
mejor decir, no la tuvo fuera de la localidad donde aconteció; así que no lo
hemos citado para datar de él el periodo de las perturbaciones a que hemos
aludido anteriormente, sino para hacer notar dos hechos que no deben pasar
desapercibidos.
El primero, que la supremacía concedida al elemento
militar sobre el civil en la gobernación de los pueblos sometidos, es contraria
a los intereses bien entendidos de los gobernantes y gobernados. La mejor
política es aquella que se esfuerza en hacer desaparecer todo rastro de
conquista, allí donde la dominación tiene ese carácter. El haber desconocido
los romanos esta verdad, hizo correr ríos de sangre en España, y sublevó contra
su dominación, muchos pueblos de la provincia más romana de toda la península
Ibérica.
El segundo hecho
notable que se destaca en el suceso de Castulón, es la primera aparición
en los fastos de nuestra historia, de aquel hombre extraordinario
que hizo de España la émula de Roma, desarrollando en ellas el gusto
por las ciencias, las artes, la literatura, lengua y filosofía de la gran República,
en términos que llegó a dar celos a la que daba leyes al universo,
y hasta el extremo de poder concebir en su elevada y magnánima inteligencia
un pensamiento que Corneille expresó en el siguiente célebre verso:
Roma no está ya en Roma, sino donde está Sertorio.
No fue, pues, en Castulón, sino con Sertorio, donde
realmente tuvieron fin los años de paz que disfrutó la Bética después de la
muerte de Viriato, y comienzo los de una época que no debe ser llamada de
perturbaciones, sino de gloria y grandeza para España. Época célebre, porque
por primera vez, durante el curso de los siglos, la sangre y los tesoros de
nuestro suelo se gastaron en provecho de sus naturales y no del extranjero, si
bien el resultado no fue el que podía esperarse atendida la magnitud del
sacrificio.
La Bética, como siempre, y como no podía menos de
suceder, tomó una parte activa en aquellos sucesos, muchos de los cuales
tuvieron por teatro las regiones y pueblos que bañaba el Guadalquivir.
Reanudemos la narración.
Después del castigo impuesto a los castulonenses y
teresianos, Sertorio fue destinado como cuestor a la Galia cisalpina, donde se
hizo notable por su valor.
Trascurrieron todavía algunos años de aparente calma
en España, y de perfecta paz en Andalucía, hasta que en el 87, antes de J. C. estalló
la guerra civil en Italia entre Mario y Sila; guerra que se hizo sentir durante
muchos años en la Península, acosada alternativamente por los proscritos de una
y otra fracción.
Sertorio, que siendo cuestor en las Galias, había
acudido con un cuerpo de Galos en socorro de Roma, amenazada de volver a su
primitivo humilde origen, por la confederación de los pueblos de Italia, tomó
una parte activa en aquellas sangrientas disensiones, que la historia conoce
con el nombre de Guerra social, y se declaró por Mario, a cuyas órdenes había
combatido contra los cimbrios en la célebre batalla de Vercelli (30 julio 101)
mereciendo el aplauso de su general.
Más adelante (el año 84) cuando Sila se apoderó de
Roma y puso fin a las guerras Social y Civil, haciéndose nombrar dictador y
publicando aquellas horribles listas de proscripción que le hicieron merecer,
de los historiadores de nuestros días, el nombre de Marat aristocrático, Sertorio pasó a España enviado por los
partidarios de Mario para proporcionarse aliados y buscar un asilo a sus
amigos.
Desde los primeros pasos en la península Ibérica del
verdadero fundador de la España romana, los Partidarios de Mario, pudieron
conocer que tenían al fin un vengador. En efecto, muchos pueblos de la Celtiberia
lo aclamaron por su caudillo, y muy luego merced a su política generosa y
altamente humanitaria, no menos que a su genio organizador, se vio al frente de
un ejército de 9000 hombres, y de una escuadra de galeras armadas en el puerto
de Cartagena, con cuyas fuerzas se preparó a resistir al Sanguinario dictador
de Roma.
Dábase allí demasiada importancia a cualquier
Movimiento insurreccional de España para que este pasara desapercibido: así es
que Sila envió para sofocarlo ejecutivamente un numeroso ejército al mando de uno
de sus lugartenientes, Cayo Anio; quien cruzó a marchas forzadas las Galias, y
llegó los Pirineos, donde se vio detenido por Livio Salinator, enviado por
Sertorio con seis mil hombres para cortarle el paso. No atreviéndose Anio a
forzar las posiciones del enemigo, recurrió a la traición. Salinator fue
asesinado por uno de sus oficiales, y el ejército falto de caudillo se
dispersó. Conceptuándose Sertorio en la imposibilidad de sostener la campaña
con las escasas fuerzas que le habían quedado, se retiró al África dispuesto a
aprovechar la primera coyuntura favorable para volver a la Península.
En tanto que los partidarios de Mario sufrían aquel
primero y funesto descalabro en la España Citerior, los de Sila se entregaban a
todo género de exceso en la Ulterior, y particularmente en la Bastulia, región
la más oriental en la Bética.
Cuenta Plutarco, que Marco Craso, hijo de Licinio
Craso el vencedor de los Lusitanos, como se titulaba a sí mismo, viéndose
obligado a huir de Roma para salvar su cabeza de la proscripción decretada por
Mario contra los partidarios de Sila, pasó a España, donde su padre dejara
muchos amigos, en casa de uno de los cuales llamado Vibio Pacieco, español
principal y acaudalado, recibió la más generosa hospitalidad. Recelando ser
descubierto por sus implacables enemigos, el joven Craso se ocultó en una
profunda cueva que, según opinión del erudito y diligente historiador Ambrosio
de Morales, existe entre Ronda y Gibraltar junto a la villa de Jimena, y en
ella permaneció cuidadosamente oculto, si bien asistido con esmero por el
generoso Pacieco, por espacio de ocho meses, hasta que muerto Cinna y
proclamado Sila dictador, le fue dado salir de su lóbrego retiro, ardiendo en
deseos de celebrar el triunfo de su partido.
El primer uso que hizo de su libertad, fue reunir el
mayor número posible de aquellos partidarios de Sila que como él habían sufrido
los rigores de la proscripción, y con ellos y la gente allegadiza que pudo
reunir bajo su bandera, formó un ejército de aventureros y merodeadores, con el
cual trabajó en establecer en la Bética la autoridad del Dictador de Roma. Con
este pretexto y con el fin de resarcirse de las grandes pérdidas que había tenido
su familia durante el tiempo de la proscripción, recorrió la tierra
talando los campos y saqueando los pueblos, después de imponerles crecidas
contribuciones de guerra. Una de las ciudades, que más padeció en aquella
vandálica y prolongada algarada, fue Málaga, que el ingrato y codicioso
caudillo romano entregó a la merced de una desenfrenada soldadesca.
Todo el oro y plata que pudo recoger en su expedición
de bandido, lo reservó para su tesoro particular.
Así dio comienzo a su vida pública en Andalucía el
célebre Marco Licinio Craso, triunviro más adelante con César y Pompeyo, y
prisionero el año 53 antes de J. C. en la guerra contra los Partos, cuyo rey,
Sureña, le mandó cortar la cabeza y echar oro derretido en la boca.
La brutal rapacidad de M. Craso en el país que lo
había abrigado generosamente, arrebató muchos partidarios a la causa de Sila, y
los hizo amigos de los proscritos por el Dictador. Así que muy pocos años
después, el 81, cuando Sertorio, después de haber corrido las más
extraordinarias aventuras, guerreando en África y en el Mediterráneo contra los
soldados de Sila, se dirigió a España llamado por los Lusitanos, ansiosos de
sacudir el insufrible yugo romano, fuéle fácil hacer un desembarco en las
cercanías de Tarifa, entrar en la Turdetania que lo aclamó como su vengador, y
reunir un ejército con el cual derrotó cuatro generales de Sila, el último en las
orillas del Guadalquivir, y hacerse dueño de casi toda la Bética y la
Lusitania. La fama de sus victorias le granjeó la admiración y la alianza de los
pueblos de la Celtiberia, y muy luego se encontró Sertorio en situación de luchar
de potencia a potencia con el temible Dictador de Roma. Alarmado este con el giro
que tomaban los asuntos de España, envió un ejército al mando del pretor Lucio
Domicio para restablecer su autoridad; mas fue derrotado por Hirtuleyo. Poco
tiempo después, Manilio, pretor de la Galia narbonense pasó a España por orden
de Sila, para vengar la derrota de Domicio, y tuvo la misma o peor fortuna que
su predecesor, pues fue batido tan completamente que se retiró casi solo a
Lérida.
Tan continuas y ruidosas derrotas y la insurrección
que se iba extendiendo triunfante por todos los ámbitos de la península,
anunciando el término de la dominación romana, obligaron a Sila a confiar a un
general experimentado la dirección de la guerra de España. En su virtud, envió al
anciano Metelo, general famoso que se había labrado una de las primeras
reputaciones militares de aquella época, en las guerras social y civil que
inundara en sangre la Italia. A pesar de sus grandes dotes Metelo no fue más
afortunado que sus predecesores. Su pericia y celebrada prudencia se
estrellaron contra el denuedo e impetuosidad de los soldados españoles,
instruidos por Sertorio en el arte de hacer la guerra así de montaña como en
campo abierto. Venciéronle en batalla campal, y más tarde le obligaron a
levantar el sitio de Lacobriga, de cuyos muros se retiró en desorden dejando
todos sus bagajes en poder del enemigo. Vencido Metelo, toda España Citerior se
declaró por Sertorio.
Poco tiempo antes de la muerte de Sila, el caudillo romano-español
recibió un poderoso refuerzo. Perpenna, otro de los ilustres proscriptos por el
Dictador, pasó de la Cerdeña donde se había mantenido oculto, a la Península
Ibérica con ánimo de crearse en ella un partido a imitación de Sertorio. Deseembarcó
en las costas de Levante con 20.000 hombres, que apenas hubieron saltado en
tierra, le abandonaron para incorporarse al ejército sertoriano. Perpenna, a
fuer de prudente, se puso a las órdenes del afortunado general.
Muerto Sila, víctima de una asquerosa enfermedad (79,)
el Senado de Roma, restablecido en su esencia por el célebre Dictador, tomó a
empeño instruir lo que llamaba los restos de la plebeya facción de Mario en España.
Al efecto, envió contra ella con crecidos refuerzos, al joven Pompeyo, a quien
Plutarco llamó triunfador barbilampiño, y Sila dio el nombre de Grande, mucho
antes de que la historia le confiriese este título.
Ardiendo en deseos de justificar la confianza que el
senado había depositado en él, el joven Pompeyo reunió ejecutivamente sus
tropas alas de Metelo, y formó un ejército de sesenta mil soldados, veteranos
de las guerras de Italia y España; con él abrió la campaña acudiendo en socorro
de la plaza de Laurona (ignórase cual fuera su situación geográfica) sitiada
por Sertorio. Ante aquellos muros tuvo lugar el primer encuentro de los dos
jóvenes caudillos; encuentro que fue fatal al discípulo de Sila, que sufrió una
completa derrota perdiendo 10.000 soldados y todos sus bagajes.
Vencidos Pompeyo y Metelo se retiraron a las faldas
de los Pirineos, donde pasaron el invierno de aquel año, bloqueados por
enjambres de guerrillas españolas que los hostilizaban sin cesar en su campamento.
Sertorio fue a invernar a sus cuarteles de la Lusitania.
Al despuntar la primavera del año 76, los beligerantes
abrieron la campaña en la España Citerior y en la Ulterior simultáneamente.
Sertorio y Perpenna la sostuvieron contra Pompeyo en la Celtiberia, y tomaron,
venciendo la obstinada resistencia de la guarnición romana, la importante plaza
fuerte de Coatrebia (hoy Trillo en la provincia de Guadalajara.) Hirtuleyo,
lugarteniente de Sertorio, y vencedor de Domicio y de Manilio al comenzar la
guerra, la sostuvo en la Bética contra Mételo Pío, que desde los Pirineos
habíase corrido con su cuerpo de ejército a esta región.
Menos afortunado que su general en el sitio de
Contrebia, Hirtuleyo fué completamente derrotado delante de Sevilla, en las
inmediaciones de Itálica, por Metelo, que le puso 18.000 hombres fuera de
combate y le dejó cadáver con uno de sus hermanos entre los de sus soldados.
El resultado de esta campaña quedó indeciso entre
los beligerantes, puesto que la fortuna caprichosa, repartió entre ellos por
partes iguales los triunfos y los reveses. La del año siguiente (75) comenzó
favorable para los romanos y terminó con una espléndida victoria para los
españoles. Mételo la principió venciendo por segunda vez los generales de
Sertorio en la Bética, y Pompeyo derrotando a Perpenna en la región de los
Suesetanios, y arrojándolo de Valencia. Alentados con tan brillantes victorias,
los generales romanos convinieron en reunir sus respectivos ejércitos para
terminar ejecutivamente y de una vez la guerra. Habían comenzado a poner en
ejecución su plan, cuando Sertorio, noticioso de él, trató de desbaratarlo interponiéndose
entre ambos ejércitos para batirlos en detalle. Al efecto salió del país de los
Berones, (actual provincia de la Rioja), atravesó la tarraconense, y
dirigiéndose hacia las costas orientales encontró el ejército de Pompeyo en las
márgenes del Sucrona (hoy rio Júcar.) Empeñóse la más sangrienta y porfiada batalla
que registran los anales de aquella guerra, y en ella quedó completamente
destrozado el ejército del Gran Pompeyo, quien se salvó casi solo, dejando
20.000 hombres tendidos sobre el campo. La pérdida de Sertorio fue casi igual,
según dice Plutarco.
Disponíase el afortunado vencedor a seguir el
alcance de los fugitivos, cuando recibió la noticia de la próxima llegada al
teatro de la acción, del anciano Metelo, al frente de sus legiones vencedoras
en la Bética. Comprendió, a fuer de general experimentado, lo aventurado que sería
dar una segunda batalla a un ejército que llegaba de refresco, con tropas
victoriosas eso sí, pero quebrantadas con lo costoso que les fue alcanzar
aquella victoria, y en tal virtud dio órdenes para que sus soldados se fraccionasen
en pequeñas divisiones, y marchasen por distintos caminos a reunirse en un
punto señalado.
Entretanto los dispersos del ejército de Pompeyo se
reunieron a Metelo, y ambos generales se dirigieron contra Sertorio, a quien
alcanzaron en las inmediaciones de Segoncia, (hoy Siguenza no lejos del
nacimiento del Henares.) Trabóse la refriega con tal ímpetu por parte de los
romanos, que las tropas españolas comenzaron por perder terreno y acabaron por
dispersarse a pesar de los esfuerzos que a fin de contenerlas hizo Sertorio,
quien corrió gran riesgo de ser hecho prisionero.
Encerrarónse los fugitivos en Calaguris Násica
(Calahorra) donde fue a sitiarlos Metelo: mas antes de que el veterano general
formalizase el cerco de la plaza, Sertorio la abandonó. Metelo tradujo por
miedo aquella retirada, y se dio así mismo por vencedor.
La proximidad de la mala estación obligó al engreído
general a retirarse a sus cuarteles de invierno, en la Bética. Entró en Córdoba
donde se hizo tributar honores casi divinos.
Pero en tanto que Metelo excitaba la murmuración de
los pueblos con su petulante arrogancia, Sertorio reunía un numeroso y
disciplinado ejército, con el que sostuvo victoriosamente la campaña del año
75, fatigando y extenuando el de los romanos con marchas, contramarchas,
sorpresas, emboscadas e interceptándoles convoyes, hasta que sorprendió a
Mételo y Pompeyo delante de Palancia, ciudad importante de la Celtiberia.
Obligóles a levantar el cerco en el momento en que se disponían a dar el asalto
a la plaza, púsolos en precipitada fuga y los persiguió hasta Calagurris al pie
de cuyos muros los alcanzó al fin, y les mató 3,000 hombres.
Metelo regresó a la Bética y Pompeyo traspuso los
Pirineos para invernar en la Galia Narbonense.
La fama de los altos hechos de Sertorio llegó al
Asia. Mitridates, rey del Ponto, que buscaba en todas partes enemigos de Roma,
le propuso (74) una alianza ofensiva y defensiva, que el Aníbal romano, aceptó
bajo condiciones, que hicieron exclamar al rey: “Si así se conduce cuando
proscripto; ¿qué seria si fuese dictador en Roma?”
Desgraciadamente para España, este fue el último
resplandor de la gloria y de la fortuna de Sertorio. Roma después de haber
gastado inmensos tesoros de sangre y de dinero para resolver en su favor el
problema planteado por las victorias del caudillo de los españoles, a saber: si
España sería de Roma, o Roma de España, temerosa de caer en el segundo extremo,
recurrió al medio que siempre tenía dispuesto en la Península para cortar
ejecutivamente todo nudo que no podía desatar. Apeló al asesinato.
Metelo puso aprecio la cabeza de Sertorio, ofreciendo
por ella mil talentos de plata y veinte mil fanegas de tierra. Nadie, en España se dejó deslumbrar, por el pronto, por tan brillante
ofrecimiento; mas dado el primer paso en la senda de la traición y de la
alevosía, no podía faltar quien la recorriese toda.
En efecto, Perpenna, que haciendo de la necesidad
virtud, resignárase, mal de su grado a ocupar el segundo lugar al lado de un
hombre que ni caballero romano era, juzgó la ocasión propicia para derribar el
obstáculo que se oponía a que realizara el bello ideal que le trajo a España
algunos años antes, y urdió una infame conspiración contra la vida de su jefe.
Los conjurados, romanos todos, que ningún español
manchó su honra con tan negra traición, convidaron a Sertorio para presidir un
banquete que dieron en celebridad de una falsa victoria, pretexto del festín, y
en él cosieron a puñaladas al ilustre memorable varón que hizo de España la
rival de Roma.
El historiador latino, Veleyo Patérculo, dice que el
suceso tuvo lugar en Etosca, hoy Aitona, a pocas leguas de Lérida, (año 78
antes de J. C.)
Perpenna y los principales jefes de la conspiración
cayeron en poder de Pompeyo, quien los hizo justiciar en castigo de su
perfidia. Roma aprovechaba la traición, mas quería eximirse de la nota de
cómplice.
Muerto Sertorio, España resistió todavía algún
tiempo a las armas victoriosas de Pompeyo; hasta que dos años después, con la
destrucción de Calagurris, pudo el Senado dar por completamente terminada la
guerra Sertoriana. Su conclusión se señaló con un hecho no menos memorable que
las heroicas defensas de Sagunto, Astapa y Numancia. El hambre de Calahorra, que ha pasado a proverbio, pero que no ha
tenido segundo ejemplo. Cuenta, Valerio Máximo, que los desgraciados habitantes
de aquella memorable ciudad, se vieron tan estrechamente cercados por las armas
de Pompeyo, que no repugnaron en salar los cadáveres para alimentarse con ellos
y prolongar la resistencia.
¿Cuál fue la situación de Andalucía durante el breve
pero glorioso periodo señalado por la existencia en España de aquel grande
hombre, uno de los pocos con quienes la historia se ha visto obligada a
mostrarse tan verídica como imparcial al referir sus proezas como consumado
capitán, y sus hechos como admirable republicano?
Aparece por la relación de los escritores latinos
contemporáneos o posteriores a los acontecimientos dejamos brevemente
apuntados, que debió ser menos tormentosa y más favorable para la prosperidad
de las artes de la paz, que la de las otras provincias de España; y que
permaneció, durante el curso de aquellos sucesos, adicta a Roma; es decir, al
elemento aristocrático que triunfó definitivamente en el gobierno de la gran
República con la dictadura de Sila.
Esta adhesión se testifica con los repetidos triunfos
que alcanzó sobre los generales de Sertorio el procónsul de la España ulterior,
Cecilio Mételo, durante los ocho años que duró la guerra de la independencia;
se explica por el título de pretoría la más romana de todas, con que desde
mucho tiempo atrás venta envaneciéndose, y se comprueba, además, con dos hechos
importantes que revelan la existencia de un profundo antagonismo entre los habitantes
de esta región y el grande hombre que llenó con su nombre la Europa y el mundo
entonces conocido.
Vamos a exponerlos.
1º.-Se recordará que Sertorio hizo su primera
entrada por la España Citerior, donde sentó sus reales y donde se granjeó desde
luego numerosos amigos y aliados, así entre los españoles como entre los
romanos proscritos por Sila. También que su segunda expedición o desembarco, se
efectuó por las costas de la Bética; pero que inmediatamente se trasladó a las
regiones N.E. dela Península, donde se estableció y desde donde extendió su
gobierno por toda la Celtiberia, la Carpetania y la Lusitania, países que dominó
durante los ochos años de guerra, sin que en todo el curso de los
acontecimientos sonara su nombre en Andalucía de otra manera que asociado a las
derrotas que sufrieron en ella sus lugartenientes.
2°.- Victorioso de los ejércitos romanos y dueño
Sertorio de toda la España Citerior y de la Lusitania, establece un gobierno de
hecho y de derecho, puesto que tuvo el asentimiento de los pueblos, y viene a
constituir, o estuvo a punto de constituir un grande Estado libre, poderoso e
independiente, que llegó a contrabalancear el poder de Roma, árbitra desde
mucho tiempo atrás, de los destinos del mundo. Crea un Senado a imitación del
romano, en el que reside el supremo poder legislativo, y del cual dependen todos
los magistrados, pretor-es, tribunos, cuestores y ediles, amoldando su carácter
y funciones a la índole y necesidades de su nueva patria; y para dar fuerza y
estabilidad a este Gobierno y facilitar su acción político-administrativa,
conceptuándose dueño de toda España, la divide dos grandes provincias o
distritos, o mejor dicho, conserva la última división territorial hecha por el
Senado después de la muerte de Viriato, dándole a cada provincia una capital, centro
respectivo de cada gobierno. Pero, ¿dónde establece esos centros? En Évora,
ciudad de la Lusitania, en Huesca, en la región de los Ilerjetes, (alto Aragón),
casi al pie de los montes Pirineos. En la primera fija su residencia habitual y
establece el asiento del Senado, y en la segunda funda una escuela pública, a
manera de Universidad, donde se enseñan ciencias y literatura greco-latina,
bajo la dirección de profesores venidos de Italia, a los hijos de las principales
familias españolas.
Ahora bien, ¿no hubiera sido más lógico y racional,
política, geográfica, estadística y hasta comercialmente considerado, que la
capital de la España Ulterior, es decir, el asiento del gobierno supremo del
Estado, se hubiese establecido en Sevilla o Córdoba, ciudades infinitamente más
importantes por su población y situación a orillas de un rio navegable que
desemboca cerca del Estrecho de Gibraltar, y en el centro de la región más
fértil, más opulenta y más civilizada de toda la península, que en Évora,
pequeña ciudad de Lusitania?
¿Cuál pudo ser la causa del marcado desdén con el que
Sertorio miró a la Bética? Contesten por nosotros los campos de Itálica, donde
el valiente Hirtuleyo general Sertoriano, fue completamente destrozado por los
soldados de Sila, sin duda por no haber podido contar con la alianza de
Sevilla. Responda Córdoba, solar de los patricios, donde el veterano Metelo,
después de su ilusorio triunfo sobe Sertorio en Calahorra, entró triunfalmente
recibiendo honores casi divinos, entre fiestas y regocijo públicos, cuya
descripción revela que existía un grado de cultura moral y material que en poco
le cedía al de Atenas en tiempo de Pericles y a la Roma de los emperadores. En
efecto, delante de desvanecido anciano, se representaron dramas alegóricos en
que se ensalzaban sus victorias; coros de niños y de Vestales cantaron himnos
de alabada escritos por poetas cordobeses, y por último hallándose Metelo en un
magnifico salón colgado de tapices, sentado en un trono de marfil incrustado de
oro y plata, bajó de la bóveda un autómata representando la Fortuna, y le puso
una corona en las sienes en tanto que sus cortesanos le envolvían en nubes de
incienso.
Después de fijar la consideración en estos dos hechos
que dejamos brevemente indicados, ¿qué más pruebas se necesitan para confesar
la existencia de un marcado antagonismo entre los pueblos de la Bética, cultos
y civilizados, y en tal virtud adictos a la causa de la aristocracia romana,
representada en España por los parciales de Sila, y el gran Sertorio, hechura y
sucesor de Mario, y en este concepto representante de los intereses de esa clase
desheredada y oprimida siempre, que se viene llamando pueblo,o plebe desde la
plaza de Atenas hasta la de la Bastilla pasando por el monte Aventino?
Andalucía, pues, durante la primera y más memorable
Guerra de la Independencia española, en tiempo de los romanos, si no formó
alianza expresa, que sepamos, con los dominadores de la Península, se mantuvo
neutral en la contienda empeñada por la redención de la patria común. ¿Merece
por ello el vituperio de la historia? Sí; si se nos prueba que un obstáculo,
siquiera una rémora para la formación de la nacionalidad española. Pero
¿teníase acaso en aquellas edades la idea de unidad nacional? ¿Existía en las
imaginaciones el germen siquiera de este gran principio que comenzó a florecer
al terminar la Edad Media en Europa, y que hoy día es la base constitutiva de
la política nacional e internacional de los grandes pueblos modernos?
¡Cómo había de existir, si las sociedades de la
época histórica que venimos bosquejando tenían por maestros a los pueblos de la
Grecia y por modelo a Roma!
Además, suponiendo la existencia, sea embrionaria,
de este principio en aquella remota edad, no en Andalucía, sino en Sertorio
debería buscarse la causa de que no adquiriese todo su desarrollo.
En efecto; Sertorio mantuvo la división territorial
de la Península hecha por el Senado romane y aun la exageró creando dos centros
de gobierno dos capitales, Évora en la Ulterior, Huesca en la Citerior.
Sertorio estableció en España la constitución política
de Roma, esto es, una ciudad y un solo pueblo libre y una nación y muchos
pueblos esclavos.
Sertorio, creó en beneficio de Évora y Huesca la
hegemonía que en épocas desiguales ejercieron las grandes ciudades de la Grecia,
y esto debió enajenarles las simpatías de Sevilla, Córdoba y de todas las
grandes ciudades de Andalucía.
No le hacemos un cargo por ello; era romano antes
que español, e hijo de aquel siglo en el que el derecho era privilegio de unos
pocos, y la opresión el gobierno de los demás; pero señalamos estos hechos para
explicar la neutralidad, cuando menos en que permaneció Andalucía durante los años
de la gloriosa y memorable Guerra de la Independencia española en el siglo
primero antes de J. C.
Finalmente, si la Lusitania, la Celtiberia y en general
toda España, impulsadas por Sertorio, dieron los primeros pasos bajo su
dirección en la senda del progreso moral y material, Andalucía estaba hacía
muchos siglos en pleno goce de aquel progreso.
Era la provincia más romana de todas, y no quiso ser
provincia Lusitánica ni Celtibérica.
VI.
Desde la muerte de
Sertorio, año 73, hasta la paz de Augusto, año 19 antes de J. C.
Tomada Calahorra, España quedó sometida a Roma, y
tan quebrantada como resultado de sus heroicos e infructuosos esfuerzos por
conquistar su independencia, que el vencedor la creyó completamente sojuzgada.
En su virtud, Pompeyo y Metelo licenciaron sus tropas y regresaron a Roma, cuyo
Senado concedió por segunda vez los honores del triunfo a Pompeyo, antes de que
su edad le permitiese yomar asiento entre los padres conscriptos.
A la guerra sertoriana sucedieron algunos años de
paz para la Península. Sin embargo, el Senado romano, que no apartaba los ojos
de esta, la más pingüe y a la par más temible de las provincias del imperio,
acordó gobernarla, como en otro tiempo, por pretores revestidos de las
potestades civil y militar.
El año 69 antes de J. C. pisó por primera vez el
suelo español en Andalucía, Cayo Julio César, en calidad de cuestor del pretor
de la Ulterior, Antistio Tuberon. España debía ser la cuna de la grandeza de
César, y en ella había de dar la primera prueba de su audaz ambición. Cuenta
Suetonio (Vida de los doce Césares) que recorriendo los pueblos de la Bética en
ejercicio de su cargo, llegó a Cádiz, y en una visita que hizo al templo de
Hércules lloró ante el busto de Alejandro el Grande, considerando que a la edad
en que el hijo de Filipo había conquistado un mundo, él no se había dado todavía
a conocer. Poco tiempo después regresó a Italia, donde pasó por todos los
grados de la magistratura, necesarios, según la ley, para obtener el mando de
un ejército.
Nombrado pretor, el año 60, de la Bética y la Lusitania,
apenas se hizo cargo de su gobierno declaró con razón o sin ella la guerra a
los lusitanos, los venció y llevó sus armas victoriosas por las costas del Océano,
hasta el puerto de Brigantino (hoy la Coruña). No fue, ciertamente, el afán de gloria,
ni la necesidad de afianzar su dominio el móvil que le impulsó a llevar a cabo
tan arriesgada expedicion. César al salir de Roma para España, debía unos 1300
talentos (próximamente 27 millones de reales) que pagó religiosamente a su
regreso. El Senado castigó este acto de vandalismo poniendo a César en el caso
de optar entre los honores del triunfo y la dignidad consular. El descendiente
de Venus y de Anco Marcio, como él se titulaba, optó por la magistratura
suprema, a fin de asociarse a Craso y Pompeyo, y formar con ellos el primer
triunvirato que dirigió los negocios públicos durante aquella época de
turbulencia y desenfreno, que debía cambiar la faz del orbe Romano.
Rara coincidencia; aquellos tres hombres que con su
talento y desmedida ambición supieron explotar en su particular beneficio, la
anarquía a que los partidos habían conducido a Roma, y arrojado la República
como un cadáver corrompido, sacaron de España vandálicamente el oro con que
compraron al Senado y al pueblo romano. Craso, a la cabeza de una compañía de
forajidos, so pretexto de restablecer la autoridad de Sila, saqueó Málaga y
otras muchas ciudades de la Bética; César, al frente de su ejército, salió a saquear
a lo grande los pueblos de Lusitania y de Galicia, a fin de reunir los millones
que le reclamaban sus acreedores y comprar los votos que le habían de elevar
hasta la suprema magistratura, y si de Pompeyo no cuenta la historia iguales escandalosos
abusos de fuerza y autoridad, tampoco negó que se enriqueciera, después de
vencida definitivamente la causa de Sertorio, cual se enriquecieron todos los
pretores y pro-cónsules en España. ¿Qué extraño es que Roma tuviese fija
constantemente la vista en la Península, y que se impusiera todo género de
sacrificios por conservar esta inagotable mina que proveía a todos los excesos
de su refinada molicie, de su desenfrenada codicia y de su proverbial
venalidad?
¡Ah! cuando algunos historiadores extranjeros
cegados por la pasión y sin verdadero conocimiento de cansa, amontonan
tremendas acusaciones contra los capitanes españoles, descubridores y
conquistadores de las Américas, a quienes pintan no como desalmados forajidos,
que a tanto no se atreven embargados por un resto de pudor, sino como despiadados
aventureros, de cuyo pecho la codicia había expulsado todo sentimiento de
humanidad, sin duda echan un velo sobre los 200 años que duró la conquista de
España por los romanos; que a no olvidarlos, disculparían hechos que son meras
faltas, puestos en parangón con los grandes crímenes de aquella que llegó a dar
leyes al orbe.
Corría el año 55, y España ajena a las luchas intestinas
que precipitaban el término de la República romana, gozaba de una calma
parecida a la que precede a los huracanes en la línea Equinoccial.
Trascurrido el año consular de César, los triunviros
se repartieron las provincias más pingües de República. Cúpole a Craso la Siria
y regiones circunvecinas; a César las Galias y la Germania, y a Pompeyo la
España y el África romana. Con el oro robado a los españoles, compraron del
Senado y Pueblo de Roma, la ratificación del tratado que celebraron
secretamente entre ellos, merced al cual se hacían dueños de todo el imperio y
daban el golpe mortal a la República.
Pompeyo envió a España en calidad de propretores a
Afriano, Petreyo y Varrón. Encargóse el primero del gobierno de la Citerior, el
segundo de la región llamada hoy Extremadura, y él tercero de la Bética, la
Lusitania y el país de los Vetones.
Prolongóse todavía la paz en España, hasta que con
la muerte de Craso (57), que pereció con todo su ejército en los arenales de la
Mesopotamia, vencido por los Partos, se disolvió el triunvirato, quedando
frente a frente César y Pompeyo; el primero aspirando a crearse un trono, el
segundo esperando a que se lo dieran.
Muerto el único hombre que mantenía el equilibrio
entre aquellos dos grandes ambiciosos, que aborreciéndose de corazón se
respetaban, en la apariencia, por temor de que Craso inclinase la balanza en
favor de uno de ellos, cesó todo miramiento, y estalló su rivalidad de un modo
fatal para Roma y no menos fatal para España, que eligieron como teatro de su
sangrienta y prolongada discordia.
Ocho años hacia que Pompeyo tenía el gobierno de
España y África, que regía desde Roma por medio de sus lugartenientes, cuando
César (50-48) sabedor de que su pretensión al Consulado y la de la prolongación
de su gobierno en las Galias y en la Germania, habían sido desechadas por el
Senado a influjo de Pompeyo y de sus parciales, pronunció aquellas célebres
palabras, puesta la mano sobre la empuñadura de su espada: “Esta conseguirá lo
que se me niega con tanta injusticia”; y, en efecto, poco tiempo después pasó
el Rubicán, exclamando: “¡La suerte está echada!”
En 70 días conquistó la Italia y sojuzgó la Sicilia
y la Cerdeña por medio de sus generales. Dirigióse luego sobre Roma, que
Pompeyo abandonó precipitadamente, entró en la ciudad, y se apoderó del tesoro
público a pesar de las protestas del tribuno Metello. Retirado Pompeyo a su
campamento de Dirrachio, César se hizo nombrar dictador.
Dueño de Roma, resolvió atacar a su rival en el centro
de su poder, es decir, en España, dominada a la sazón por los tenientes de
Pompeyo, que tenían bajo sus órdenes siete legiones de soldados veteranos:
Afranio, con tres, ocupaba la Citerior; Petreyo con dos, la Lusitania, y Varrón
con las restantes, la Bética toda hasta el Estrecho de Gibraltar.
Con objeto de activar la guerra, César encargó
gobierno de Roma al pretor Lépido y del de Italia a Marco Antonio, y se dirigió
a España por mar, en tanto que su teniente Fabio, con cinco legiones entraba
por los Pirineos.
Noticiosos los propretores Afranio y Petreyo del peligro
que les amenazaba, reunieron sus legiones cerca de Ilerda (Lérida) a orillas
del Sicoris donde se habían dado cita con Varrón. Mas el propretor la Bética,
no estimó conveniente a sus particulares intereses abandonar el país cuya defensa
le había sido confiada. Esta fue la causa y principio de los descalabros que
Pompeyo sufrió en la Península.
Fabio atravesó sin obstáculo los Pirineos y llegó a
la confluencia del Sicoris (Segre) y del Cinca, donde estableció sus reales.
César desembarcó en Ampurias y se encaminó por el Ebro, para unirse su lugarteniente.
En las inmediaciones de Ilerda se trabó una refriega en la que los soldados de
César tuvieron que ceder el campo a las tropas españolas, cuyo denuedo y briosa
manera de combatir era desconocida de los veteranos del Dictador.
Aquel, pasajero triunfo fue el primero y el único
que obtuvieron las legiones de Pompeyo en toda aquella campaña, que ganó César
con su genio militar y sus hábiles maniobras, sin derramar apenas sangre. Tan sabiamente
estuvo dirigida, que a pesar de poder ser comparada con una partida de ajedrez,
por lo incruenta que fue, César obligó a los generales de Pompeyo a pedir una
capitulación que les fue otorgada bajo las más honrosas condiciones, puesto que
se redujeron a que Afranio y Petreyo saldrían inmediatamente de España, que no
volverían las armas contra él, y que licenciarían sus tropas españolas, que se
restituyeron a sus hogares con los honores de la guerra.
Así terminó la primera campaña de César contra Pompeyo
en la Península; campaña que le granjeó al dictador de Roma la admiración y el
cariño de los españoles, poco acostumbrados a ser tratados con tanto desinterés
y magnanimidad por los romanos.
Con la capitulación de los generales pompeyanos,
César quedó dueño de toda la España a excepción de la Ulterior, donde se
encontraba Varrón con dos legiones, resuelto a conservar aquellas provincias para
Pompeyo. Al efecto puso en armas las ciudades y plazas fuertes de la Bética,
mandó construir una armada de galeras en los astilleros de Cádiz y Sevilla, e
impuso al país una contribución extraordinaria para atender a los gastos de una
guerra que se veía inevitable.
Noticioso César de los grandes aprestos que hacía Varrón
para contrarrestarle envió a Q. Casio Longino con dos legiones a la Bética,
recomendándole que atrajese con medidas conciliadoras las poblaciones a su
partido, y que las invitase a concurrir por medio de diputados a Córdoba, donde
habrían de recibirle el día que señaló para verificar su entrada en la ciudad solar
de los patricios. Sus órdenes fueron cumplidas fielmente. César entró en Córdoba
con un grandioso aparato militar y con demostraciones de júbilo por parte de
sus habitantes.
Ni la significación del recibimiento que la ciudad
patricia hizo al dictador de Roma, ni el prestigio guerrero inseparable de
aquel gran capitán, intimidaron el ánimo de Varrón, quien leal a la causa de
Pompeyo, reunió el mayor número posible de tropas, y marchó diligente sobre
Córdoba, dispuesto a apoderarse de la ciudad y del ilustre huésped que abrigaba
dentro de sus muros.
Sin la nobleza de los moradores de Córdoba, que se
prepararon para hacer una desesperada resistencia, la estrella de César se
hubiera eclipsado mucho antes de que el puñal de Bruto la hubiese apagado para
siempre.
Frustrado su primer intento, Varrón retrocedió hacia
Carmona, plaza reputada a la sazón como la más fuerte de la Bética, con ánimo
de establecer en ella la base de sus operaciones futuras. En el camino recibió
la inesperada nueva de haberse sublevado el vecindario de la plaza, y expulsado
de ella la guarnición compuesta de soldados pompeyanos. Este segundo descalabro
que lo colocaba en una situación por demás comprometida, le hizo pensar en
retirarse hacia los pueblos de la costa donde creía contar con poderosos
elementos, si no de ataque, al menos de resistencia. Emprendió pues, la
retirada hacia Cádiz, donde se proponía hacerse fuerte; mas vióse de nuevo
atajado en su propósito con la noticia que recibió de haber le gaditanos
lanzado la guarnición, y estar dispuesto a entregarse a César si intentaba
sitiar la plaza.
Detúvose Varrón en el punto donde se encontraba,
esto es, en las inmediaciones de Sevilla, y plantó su campo para darse lugar a
discurrir sobre le medios más convenientes de salvar lo difícil de su
situación. Sacóle de tan penosa incertidumbre la deserción de una corta Legión
de españoles, llamada la Vernácula, que plegó su bandera y se retiró de
Sevilla, cuyos moradores recibieron entre vítores y aplausos a los desertores.
Varrón levantó el campo apresuradamente, y se
dirigió sobre Itálica, que también se negó a recibirle dentro de sus muros.
Este último golpe le hizo comprender que la causa que defendía estaba completamente
perdida en la Bética. En tal virtud viéndose en la imposibilidad de permanecer
en el país y aun de retirarsea Italia, resolvió sometese con su ejército a
César.
Algún historiador ha atribuido a venalidad la resolución
del general Pompeyano. Nosotros creemos que la codicia terminó la obra que las
exacciones y la rapiña habían comenzado en la Bética. César admitió lo que el
propretor le ofrecía, a condición de que diera estrecha cuenta del tiempo de su
gobierno. Varrón se conformó, haciendo de la necesidad virtud. Aquel acto sin
ejemplo hasta entonces en España, se verificó en presencia de los invitados de
las ciudades convocadas en Córdoba poco tiempo antes, con motivo de la entrada
de César.
Dos dias después el dictador de Roma se puso en camino
para Cádiz. A su llegada mandó devolvió al templo de Hércules los tesoros que Varrón
le había arrebatado; hizo publicar muchos edictos de utilidad pública, y
concedió a todos sus habitantes el derecho de ciudadanos romanos. Hecho lo cual,
se embarcó en la misma armada que Varrón mandara equipar contra él, y puso vela
para Italia.
Andalucía, pues, como el resto de la Península, quedó
sometida a César en una breve campaña, en la que el desinterés y la justicia
ocuparon el lugar de las armas: campaña pacífica, puesto que el Vencedor
derramó beneficios que no costaron una sola gota de sangre, y que hubiera sido
duradera como todo lo que se cimenta en los eternos principios de la moral y
del bien público, si desgraciadamente, César, no hubiera nombrado propretor de la
Bética a Quinto Casio Longino, hombre en cuyas venas estaba inoculado el virus
de la codicia que corrompía la sangre de los romanos de aquella época. Así que
no bien se vio al frente del gobierno investido de un poder ilimitado y casi
irresponsable, comenzó a cometer tantos y tan repetidos actos de repugnante
avaricia, lo mismo sobre los romanos que sobre los españoles, que se unieron
todos para concluir con la insoportable tiranía dando muerte a quien tan sin
pudor saqueaba el país. Formaron esta conjuración varios hombres principales
naturales de Córdoba e Itálica, y algunos patricios romanos, que en un día
señalado sorprendieron al pretor en una calle de Córdoba, donde le acometieron
y derribaron en tierra herido de muchas puñaladas. Acudió su guardia, que logró
a duras penas sacarle vivo todavía de manos de los conjurados, y conducirle a
su palacio, desde donde dictó, no bien hubo desaparecido la gravedad de su
situación, los más sanguinarios decretos para vengarse de sus enemigos. Aquella
tremenda manifestación de descontento público, en lugar de inducirle a cambiar
de sistema, parece que sólo sirvió para avivar su insaciable sed de oro; a tal
punto, que a partir de aquel día su rapacidad no tuvo limites, ni se contuvo
ante ninguna consideración.
Tan desapoderada conducta acabó por producto una
sublevación general en el país, que a una y como un solo hombre se alzó contra
Casio Longino a quien abandonaron en tan apurado trance hasta sus mismas
tropas, que unidas al pueblo de Córdoba declararon depuesto al pretor. Este que
se encontraba a la sazón en Sevilla organizando, por mandado de César, un
ejército que debía embarcarse para África, dio orden de dirigirle contra la
ciudad sublevada para castigar a los rebeldes; pero con gran sorpresa suya no
solo fue desobedecida, sino que las tropas que debían embarcarse eligieron nuevo
caudillo, quien las encaminó a marchas forzadas hacia Córdoba dispuesto a hacer
causa común con los sublevados.
Longino pidió socorro a Lépido, pretor de la España
Citerior, quien se negó a facilitárselo reconociendo la justicia de una
sublevación provocada por los más irritantes abusos de fuerza y de poder, y
legitimada por el derecho que asiste a todo hombre para defender su familia y
propiedad contra quien quiera que intente despojarle de ambas cosas.
Casio abandonado de todo el mundo, y cuidadoso ya
solo de conservar las inmensas riquezas que había atesorado por los más
reprobados medios, aprovechó la ocasión de haber expirado el tiempo de su
pretura para regresar a Italia a gozar del fruto de sus rapiñas. Entregó el
mando a Marcelo, pretor elegido por el ejército sublevado, y se dirigió a
Málaga donde se embarcó. Sorprendido por una borrasca, cerca de los Alfaques,
el buque que conducía a Casio y su fortuna naufragó sobre la costa,
desapareciendo así sepultado entre las olas el pretor con sus riquezas.
El desastroso fin de aquel ávaro sin pudor, no dejó
desagraviados ni satisfechos a los habitantes de la Bética, no acostumbrados,
como las otras provincias de España, a ser tratados por los romanos como país
conquistado, privados del derecho de gentes y entregados sin recurso a la
rapacidad del conquistador. Así que pronto quedó olvidada la equitativa y
generosa conducta que observó César en Córdoba cuando el proceso de Varrón, y
el país le hizo responsable de las demasías de su lugarteniente.
Pronto veremos cuán funestos resultados tuvieron
para Andalucía los sucesos que quedan rápidamente bosquejados, y cuánta sangre
española-romana costó la animosidad que provocaron los robos y exacciones del
pretor Longino.
Mientras Andalucía se agitaba para sacudir la lepra
de la codicia romana, la rivalidad entre César y Pompeyo se acercaba a pasos
agigantados al término de su primer desenlace: y decimos primero porque, en
realidad, el definitivo debía tener lugar en la Bética, de una manera
infinitamente más trágica que aquella que el destino le dio en los campos de la
Tesalia.
Después del paso del Rubicón, y de la toma de Rímini
por César, Pompeyo y el Senado se retiraron a Grécia, acompañados de la flor de
la nobles romana, y de un ejército y escuadra formidables. Separados con esto
los obstáculos que se oponían a la ambición de César, hizo se nombrar sin
dificulta dictador y cónsul para el año siguiente. Doce días después renunció
al poder supremo, y se puso en marcha para hacer la guerra a Pompeyo en Grecia.
Llegado que fue, ofreció la paz a su rival, que le contestó con la guerra,
obligándole a levantar el sitio de Durazzo. César se retiró a la Tesalia, donde
se atrincheró en las orillas del Enipo, entre Farsalia y Tebas. Siguióle de
cerca Pompeyo, y muy luego se empeñó (20 de Junio 48) aquella célebre batalla
que lleva en la historia el nombre de Farsalia, en la que el gran Pompeyo quedó
completamente derrotado, perdiendo 15,000 hombres en tanto que su afortunado
rival solo perdió doscientos.
Napoleón explica esta enorme e increíble diferencia,
diciendo que los soldados de César estaban ejercitados en las guerras del
Norte, y los de su enemigo en las del Asia.
Vencido Pompeyo, atravesó fugitivo la Tesalia, y se
embarcó para Lesbos donde se le unieron su Esposa Cornelia y su hijo mayor
Sesto. De Lesbos se dirigió a Egipto en busca de un refugio, y encontró la
muerte, decretada o consentida por un Tolomeo XII deseoso de congraciarse con
el vencedor, y ejecutada por Aquilas, general egipcio, y Sempronio, antiguo
centurión romano. De regreso en Roma después de su espléndido triunfo sobre
Pompeyo, y de sus fáciles Victorias contrae Farnacio, rey del Bósforo Cimerio,
y sobre Deyotaro, rey de los Gálatas y partidario de Pompeyo, César recibió los
más señalados honores, se hizo nombró dictador por diez años, y se declaró sagrada
su persona. Parecía llegada la hora de reposo para el imperio romano, y, sobre
todo, para la ciudad y para España, desgarradas ambas, más que otro punto alguno
de la tierra, por las ambiciones de los grandes, por las discordias intestinas,
por la anarquía, la facciones y la guerra civil. Sin embargo, no fue así para
Andalucía que vio amanecer, cuando menos lo esperaba, el día de la expiación de
una falta que no cometió, y la hora del castigo de un crimen del cual nos es
forzoso absolverla, toda vez que no le cupo ninguna responsabilidad en él.
Verdad es que en dos ocasiones tuvo en sus manos la suerte de Roma, y que si en
cualquiera de ellas hubiera echado su espada en la balanza, la que en tiempo de
Augusto se envaneció con el título de Señora del mundo, en los de Viriato o de
Sertorio, hubiera vuelto a los de Rómulo. En efecto, suponed a Bética aliada de
la Celtiberia y de la Lusitania en la guerra de los Salteadores, y el primer
terror de Roma no hubiese dado lugar al segundo; de la misma manera, suponedla
unida a la causa de la independencia española representada por Sertorio, y Roma
habría sido trasladada a Évora, Huesca, Córdoba o Sevilla.
Pero no es dado al hombre anticipar las edades ni a
las sociedades resolver los problemas cuya solución se ha reservado el tiempo.
La humanidad no avanza a saltos desordenados; se adelanta pausada y
sistemáticamente, obedeciendo a la ley santa del progreso, a través de los
siglos cada uno de los cuales es una jornada de etapa que tiene que recorrer
fatalmente para llegar al punto de su destino.
Lo hemos dicho anteriormente y lo repetimos no para
que sirva de disculpa a la actitud en que se mantuvo la Bética, durante
aquellas dos memorables guerras que tuvieron todo el carácter de independencia
nacional, sino porque es un hecho perfectamente histórico, y que no debe
perderse ni un momento de vista al estudiar los secesos de aquella dilatada
época. Lo hemos dicho e insistimos en ello, la idea de unidad nacional, la de
intereses generales, la de provincias unidas políticamente, y, en suma, la de
fusión de razas eran completamente desconocidas de los hombres de aquellos
primeros tiempos históricos, para quienes no existía otro mundo más allá de los
límites de su localidad, ni otro interés sagrado en materia de defensa nacional
que el de proteger sus hogares y el pedazo de tierra con que alimentaban a su
familia. Entonces no había España propiamente dicha, ni asomos de gobierno
central, ni de confederación de Estados, ni de de federalismo, ni en fin, lazo
alguno que uniera los intereses, no precisamente encontrados y antagonistas,
sino desligados los unos de los otros, de los varios pueblos de distinto origen
que vivían en las diferentes regiones de la península Ibérica.
No fuera justo, pues, exigir de los hijos de Andalucía
lo que no se podría pedir a ningún otro pueblo de la tierra; y por lo tanto, sería
una irritante injusticia fallar en esta causa: que la guerra civil que estalló
en la Bética, en los tiempos que venimos historiando, fue un merecido castigo,
una expiación inevitable de la falta que cometiera permaneciendo neutral entre
los españoles y los romanas, durante las dos guerras de la independencia de
España. Además, que si pecado fue en los andaluces, en él incurrieron los
cántabros y los astúres, que sólo se levantaron en armas para la defensa de la
libertad común, cuando vieron penetrar en sus montañas las águilas romanas
guiadas al combate por Augusto en persona.
Bosquejemos brevemente, tales como nos lo permiten
los límites que nos hemos trazado en esta reseña general, los sucesos de la
primera.
Guerra civil en Andalucía.
Vencido el ejército de Pompeyo en los campos de la
Tesalia, Catón de Utica, que había abrazado su causa, reunió en Corcira (hoy
Corfú) algunas cohortes fugitivas de la derrota de Farsalia. Uniéronsele luego
los hijos del finado rival de César, y muchos hombres ilustres que no desesperaban
todavía del triunfo de su causa. Con ellos formó un respetable cuerpo de
ejército, pasó al África y se apoderó de Cirene, ciudad importante de la Cirenaica,
región al O. de la Libia. Dueño del país, atrajo a su causa á Juba, rey de la
Mauritania, y tomó a sueldo y servicio la temible caballeria númida. A tener más
unión y disciplina los partidarios de Pompeyo, es posible que el vencedor de
Farsalia hubiera acabado por ser el vencido de África o de España.
El genio y la poderosa actividad de César cayeron
como un rayo sobre aquellos mal subordinados proscriptos, que quedaron vencidos
en la batalla de Tapso. en la que perdieron 15,000 hombres.
Neyo y Sexto Pompeyo reunieron las reliquias de su
ejército; y en tanto que el vencedor volvia a Roma, después de dejar asegurada
el África romana, y sojuzgadas la Numidia y la Mauritania, ellos combinaban el
plan para buscar en España un desquite de las derrotas de Farsalia y Tapso.
Neyo, pues, ardiendo en sed de venganza, hizo
llamamiento a todos los amigos y parciales de su padre, que dispersos por
Europa, Asia y Africa, soñando con planes de restauración pompeyana, solo
esperaban ser llamados a un punto para reunirse con él. Acudieron a la voz del
joven caudillo, y formaron un numeroso ejército pronto para entrar en campaña.
Terminados los preparativos, embarcáronse en la
escuadra que los condujo a las islas Baleares, donde cayó enfermo Neyo,
contrariando así la impaciencia de sus amigos.
Con la ocupación de la Baleares coincidió un levantamiento
general en Andalucía, trabajada desde algún tiempo por los parciales de Pompeyo
en favor de la causa que tan rudos golpes había recibido en la Tesalia y en la
Cirenaica. Fue tan súbito, tan vigoroso y tan unánime aquel alzamiento, que a
los pocos días de su explosión, el pretor Cayo Trebonio, que mantenía en la
Bética la autoridad e César, perdió todas las ciudades y plazas fuertes a excepción
de Ulia, pueblo importante junte Córdoba.
Al poco llegaron Sexto con una escuadra procedente
de Africa, y Neyo al frente de un ejército, que unido al que el país había
levantado constituyó una fuerza militar imponente capaz de sostener la campaña
con probabilidades de éxito contra César. Neyo fue aclamado jefe de los ejércitos
aliados, e investido de facultades extraordinarias para la defensa del país.
Llegó a Roma la noticia abultada del ya formidable
alzamiento de la provincia más importante de España por sus poblaciones, riqueza
e inmensos recursos; y con ella la de la completa derrota de las legiones
mandadas por el pretor Trebonio. La nueva sorprendió a César, y llenó su ánimo
inquietud, tanto por lo inesperado del suceso, cuanto porque presentaba un
aspecto verdaderamente amenazador para el poder, que a fuerza de genio, audacia
y fortuna se había creado el dictador en Roma. En efecto, una sublevación
general de Bética, que ya se había extendido por la mayor parte de la Citerior
y Ulterior, es decir, que se había generalizado en un país que en las guerras anteriores
se midiera de poder a poder con la república que daba leyes al mundo,
poniéndola en todas ellas al borde del precipicio; una sublevación que
recordaba a Viriato, Sertorio y Numancia, cuya sangre caliente todavía clamaba
al cielo pidiendo venganza; una sublevación, en fin, en un país no inferior a
Roma en recursos de todo género para la guerra, y que la superaba en el número
y valor de sus soldados, no era una de aquellas rebeliones tan frecuentes como
fácilmente reprimidas en la vasta extensión de los dominios del imperio, sino
una guerra preñada de siniestros presagios, que anunciaban el tercer terror de
Roma; de una Roma que a la sazón no se encontraba en condiciones de vencer como
venció, trabajosamente, en las que le precedieron.
Además, concurría en ella una circunstancia que la hacía
verdaderamente terrible para el dictador: esta circunstancia era que a
diferencia de las anteriores, en las cuales España, puede decirse, luchó con
sus solas fuerzas y recursos contra Roma unida, en esta lucha contaba con el
auxilio de la parcialidad más poderosa e influyente, enemiga de César. Más
claro, Viriato, Numancia y Sertorio combatieron solos por la independencia de
España contra el poder de la República unida y compacta para defender la
integridad de sus dominios; mas en esta ocasión, España tenía por aliados a Sexto
y Neyo, representantes de los intereses, de las aspiraciones y de los rencores
del partido aristocrático que tuvo por jefes a Sila y a Pompeyo, para disputar a
César, continuador de la política de Mario, el derecho de gobernar el mundo.
Estas graves consideraciones debieron mover al
dictador a no fiar el éxito de la empresa, es decir, su propia fortuna a otro genio
político-militar que no fuera el suyo. Así que vino por cuarta vez España (año
47 antes de J. C.) con una diligencia tal, que se revela en ella la inmensa
importancia que para su gloria e intereses concedía a esta guerra; la primera,
nótese bien, que en el trascurso de los siglos estallaba en Andalucía, región
que pocos años antes se había mostrado muy adicta a César contra los intereses
de Pompeyo, cuya defensa tomaba entusiasmada en esta ocasión. Luego veremos por
qué causa.
El dictador, pues, salió apresuradamente de Roma,
desembarcó en Sagunto, y haciendo prodigios de celeridad, llegó en 27 días a
Obulco, (Porcuna) ciudad antigua de la Bética, fundada por los Fenicios. En su
rápida marcha, antes de penetrar en Andalucía, atrajo a su partido a todas las
plaza de la España Citerior, en las costas del Mediterráneo, que habían
secundado el alzamiento de Andalucia en favor de la causa de los hijos de Pompeyo;
y esto sin derramar sangre. César pudo repetir antes de romper las hostilidades
en la Bética, aquella Hcélebre y lacónica frase con que poco tiempo antes
describiera su rápida y victoriosa campan contra Farnaces rey del Bósforo
Cimerio: “vine, ví, vencí”.
Desgraciadamente para los partidarios de Pompeyo, y
para el país, César no pudo repetir esta palabras en la Bética. Decimos
desgraciadamente porque al fin tuvieron que sucumbir después de dos años de una
guerra acaso la más cruel y sanguinaria de todas cuantas sostuvieron los romanos
en España, en la que comprometidos los hijos de Andalucía sufrieron todos los
horrores y pasaron por todas las implacables venganzas que son el fatal acompañamiento
de las guerras civiles.
Desde el comienzo de la campaña pudo conocer el
dictador de Roma que la fortuna no le había abandonado todavía, puesto que se
encontraba en una situación ventajosísima para proseguirla con la misma
celeridad con que la había empezado, y para estrechar a su enemigo en términos
de que le fuera imposible hacer una larga resistencia.
En efecto, con la adhesión a su causa de toda la
España Citerior y con la neutralidad en que permanecía una gran parte de la
Ulterior, la guerra quedaba encerrada en los límites de Andalucía. Además,
habiendo sido vencida junto a Carteya, en el Estrecho, la armada de los hijos
de Pompeyo por la de César, mandada por Accio Varo, quedaba dueño del mar como
ya lo estaba de todos los puertos de la costa, cortando así toda comunicación a
los sublevados con sus amigos de fuera de España; y por último, encontrábase en
una posición estratégica ventajosísima en el centro mismo de la insurrección,
entre Córdoba donde tenía muchos parciales, y Ulia (hoy Montemayor) plaza
fuerte donde permanecían defendiéndose los restos del ejército del pretor
Trebonio, derrotado en los primeros dias de la sublevación.
Así que, no bien hubo César sentado sus reales en Obulcos,
recibió mensajeros que le enviaban sus parciales de Córdoba y sus soldados de
Ulia, pidiéndole que acudiese diligente en auxilio de ambas Plazas. Así lo hizo
y con esa maravillosa celeridad que distinguía todas sus operaciones militares,
esa viva perspicacia que le caracterizaba, dividió ejército, y cayó casi
simultáneamente sobre las ciudades que le pidieron socorro. Introdujo en Ulia,
sitiada por Neyo Pompeyo, un cuerpo de tropa que logró su intento favorecido
por el desorden de una noche tempestuosa, y él, con la porción no considerable,
cuyo mando personal se había reservado, se lanzó sobre Córdoba.
Reforzada la guarnición de Ulia, y alentada con la
proximidad de César, hizo una vigorosa salida que obligó a Neyo a levantar el
cerco y refugiarse en la capital.
Siendo verdad que las mismas causas producen los
mismos efectos, el suceso de Ulia debía tener eco en Córdoba. Y así fue;
reforzado Sexto con el ejército de Neyo puso la ciudad en tal estado de defensa,
que preveyendo el dictador lo prolongado que había de ser el sitio, y vista la
necesidad en que encontraba de obtener triunfos rápidos y brillantes para
atajar la guerra civil que ya devoraba los recursos de esta su provincia
predilecta, levantó sitio y se trasladó sobre Ategua (hoy en ruinas) fortaleza
la más importante de aquella comarca, donde los hermanos Pompeyo tenían
almacenes de armas y repuestos de provisiones. Asentó su campo y lo atrincheró
fuertemente a la vista de la plaza, en los campos de Postuncio, posición ventajosa,
y formalizó el cerco de manera á hacer difícil larga la resistencia por parte
de los sitiados.
Entre tanto no se descuidaba Neyo cuya previsión en
aquel trance de la guerra no le iba en zaga a la de César. En su consecuencia,
dejó encomendada a su hermano la defensa de Córdoba, y juntando un ejército de
60,000 hombres compuesto de soldados romanos, africanos y en su mayor parte de
españoles, llegó en horas sobre el campamento del dictador, que atacó
denodadamente favorecido por la oscuridad de una noche tempestuosa, y lo puso
en el mayor apuro destrozando ejecutivamente sus grandes guardias avanzadas. En
la noche siguiente renovó el ataque con no menos fortuna, puesto que logró
introducir un considerable refuerzo en la Plaza sitiada.
Conceptuando suficientemente abastecida la fortaleza,
y en estado de resistir durante mucho tiempo al enemigo, retrocedió con
propósito de asentar su campo allende el Salsa (Guadajoz) en la falda de un
cerro sitiado entre Ategua y Ucubi (hoy Espejo) desde donde podría tener sitiado
el campo de los sitiadores. Una vez fortificado el suyo para asegurarse la
retirada, atacó los reales de César, con mala fortuna, puesto que fue rechazado
con pérdida considerable. En su vista levantó el campo y fuese a situarlo
próximo al del enemigo en una posición ventajosa, desde donde daba frecuentes
rebatos sobre el de César que continuaba estrechando más y más la fortaleza de
Ategua.
Prolongábase el asedio más de lo que había previsto
el Dictador, y de lo que convenía a sus intereses, puesto que en tanto que se veía
obligado a encerrar sus operaciones militares en los estreche límites de la
jurisdicción de Ategua, el resto de Andalucia continuaba adicto a la causa de
Pompeyo y le facilitaba todos los recursos necesarios para sostener una guerra
que amenazaba ser tanto o más funesta para la Roma imperial que proyectaba fundar
César, como lo fueron las de Viriato y Sertorio para Roma republicana.
Esta consideración y la inminencia del peligro
movieron el ánimo del Dictador a recurrir a un medio que le facilitase la
terminación del conflicto. Como tuviera en la plaza amigos y parciales de su
causa, púsose en inteligencia con ellos y derramó el oro a manos llenas para
penetrar en la ciudas por la puerta de la traición. Súpolo a tiempo el general
que mandaba en nombre de Pompeyo, y apoerándose de todos los conjurados en
número crecido, mandó degollar a los unos, despeñar a los otros y alancear a los
más. Los extremos de crueldad a que se entregaron los parciales de Pompeyo
fueron tan inhumanos e impolíticos, que produjeron entre los bandos una lucha
sin cuartel que se renovaba todos los días, inundando en sangre las calles de
la ciudad. El resultado fue que quebrantado el tesón de todos y acobardados los
ánimos, resolvieron entregarse a César, de cuyas manos no era posible
recibieran un castigo más cruel que el que sufrían de la feroz anarquía
que los devoraban.
Rendida la plaza bajo honrosas condiciones, César la
dejó bien guarnecida, y marchó sobre villa de Espejo, plaza fuerte situada dos
leguas de Ategua, en la que contaba con numerosos partidarios. Mas habíale
precedido Neyo, quien los hizo prender antes de la llegada del Dictador, y les
mandó dar muerte a todos; extremando su coraje como lo había hecho su lugarteniente
en Ategua. Tal exceso de ferocidad y tan bárbaras venganzas fueron funestas a
la causa de Pompeyo. Cundió la indignación y comenzaron a desertar de sus
banderas los parientes, los deudos y los amigos de las víctimas, recelosos de
ser sacrificados uno después de otro a cada nueva victoria de César.
Para atajar la desmoralización que se iba introduciendo
en sus filas, a resultas de la política sanguinaria que se había propuesto para
mantener la disciplina entre sus parciales, Neyo puso en movimiento su ejército,
marchando y contra marchando en diferentes direcciones a fin de tener entretenidos
a sus soldados con operaciones estratégicas que no les dejaran lugar a pensar
en otra cosa que no fuera lo concerniente al ejercicio de las armas. De Ucubi
(Espejo) pasó a Aspavia, fortaleza situada a unas dos leguas de la plaza
anterior, de donde se alejó después de un ligero combate empeñado con la vanguardia
del ejército de César, que le seguía de cerca, picándole incesantemente la
retaguardia y no dejándole un momento de reposo; hasta que pasados algunos días
empleados en marchas y contra marchas estratégicas, ambos ejércitos se
encontraron en una llanura que se extendía a los alrededores de Munda, y en
situación que les era ya humanamente imposible evitar la acción, que Pompeyo había
eludido hábilmente hasta entonces y que César deseaba con febril ardor.
Reservándonos para otro lugar más oportuno dar
amplísimos detalles de aquella batalla, una las más memorables, si no fue la más
señalada cuantas registran los anales del mundo, habremos de limitarnos por el
momento a condensar sus incidentes para presentar a nuestros lectores sus
resultados en general.
Ambos ejércitos pusieron en línea un total de
120,000 hombres, contando cada uno, aproximadamente, la mitad de aquella cifra.
Componíanse de españoles, romanos y africanos; de suerte que alguna guerra
mereció, sin disputa, el nombre de civil, fue la que sostuvieron en España
César y Pompeyo, en los años 47 y 45 antes de J. C, puesto que en ella pelearon
españoles contra españoles, romanos contra romanos, y africanos contra africanos.
Llegado el momento supremo de empeñar batalla que había
de decidir quién entre César y Pompeyo quedaría dueño de Roma, es decir, del
mundo todo conocido a la sazón, manifestóse una ansiedad y congoja inexplicable
entre los que se aprestaban al combate. Conocían que iban a confiar a la vuelta
de un dado toda su fortuna: los españoles su libertad; los romanos su obra de
setecientos años; César el imperio del mundo que creía tener y Neyo Pompeyo la
herencia que le dejó su padre.
Mas ya no era posible retroceder; había llegado el instante
fatal, y el decreto de la Providencia tenía que cumplirse. Pompeyo formó su
línea de batalla, y César dio la señal de ataque.
Tras un pavoroso alarido lanzado a una voz por
ciento veinte mil hombres que iban a morir o matar a su enemigo en una misma
hora, oscurecióse con una nube de armas arrojadizas el sol de aquel día que,
según el hiperbólico dicho de Hircio— historiador de esta guerra—parecía hecho
expresamente por los dioses inmortales para alumbrar esta batalla. Muy luego el
crujir de las armas, el golpear los escudos y el redoblado galope de los caballos,
cubrió con su marcial estruendo la voz de los ejércitos y la sangre comenzó a
correr a raudales, los cadáveres a amontonarse bajo los pies de los combatientes.
Mantúvose indecisa la victoria durante largas horas de mortal angustia para
aquellos soldados, ninguno de los cuales quería dar un paso en tanto que todos
querían andar muchas leguas hacia adelante. Parecía que todos iban a morir en
su puesto, cuando de improviso, Bogud, caudillo de los africanos a sueldo de
César, creyendo que el campamento de Pompeyo estaba mal guardado, arrojóse con
sus bárbaros hacia él, llevado en alas de su codicia de la presa. Labieno, uno
de los generales de Pompeyo, conociendo el intento de los salvajes mercenarios,
acudió presuroso con el cuerpo de ejército que mandaba en defensa de los
reales. Esta inesperada evolución, cuyo móvil era un secreto para todos menos
para quien la estaba practicando, produjo general sorpresa que muy luego
degeneró en terror. Creyendo que Labieno huía, corrió cual chispa eléctrica por
las filas del ejército de Pompeyo la palabra traición. Entró el pánico,
desordenáronse las filas y los soldados, que pocos momentos antes se manifestaban
resueltos a morir primero que retroceder un paso, solo pensaron ya en salvar su
vida huyendo despavoridos y a la desbandada, perseguidos sin descanso por los
de César, que a los gritos de victoria hicieron una espantosa carnicería en los
fugitivos.
El suceso que precipitó el desenlace de la batalla
de Munda, prueba una vez más cuán frágil es el edificio de la previsión humana,
y como los planes más vastos y más hábilmente combinados pueden estrellarse contra
lo imprevisto de un accidente de poquísima importancia. ¡Quién había de decir a
los que jugaban su vida por ganar el imperio del mundo, que perderían una y
otro por salvar el mísero equipaje de un soldado en campaña! Y, sin embargo, el
suceso no era nuevo, y debía repetirse algunos siglos después, en circunstancias
análogas a las que concurrieron en la batalla de Munda. Nos referimos a las de
Arbela y de Poitiers.
En la primera, (dice Quinto Curcio) viendo Parmenion
que capitaneaba el ala izquierda del ejército macedonio, que un cuerpo de
caballería del de Darío saqueaba el campamento, mandó pedir instrucciones a
Alejandro acerca de lo que convenía hacer. El hijo de Filipo le contestó: “Decidle
que si ganamos la victoria, no solo recuperaremos lo que es nuestro, sino que
nos apoderaremos de cuanto posee el enemigo; que no debilite el cuerpo de
batalla, ni se cuide del bagaje, sino de pelear por la gloria de Alejandro yde
Filipo”.
Entre Parmenión y Labieno, está el oro de España de
por medio.
Muchos siglos después, (732 de J. C.) encontráronse
frente a frente en los campos de Poitiers el Evangelio y el Corán, y las
nacientes civilizaciones de Europa y del Asia. Arrebatados en alas de su
entusiasmo religioso, los guerreros de la cruz y los de la media luna se
acometen con el mismo brío y la misma esperanza de recibir la palma del martirio.
Siete días duró la sangrienta contienda. A las cuatro de la tarde del último,
el torrente de la caballería Árabe rompe al fin el dique que le ponían las
profundas masas de infantería franca. El imperio de Occidente vacila; una densa
y siniestra nube envuelve la cúpula de Santa Sofía y la Cruz del Vaticano. Ay
de la cristiandad....! Óyese de improviso un espantoso alarido de la retaguardia
de las filas musulmanas; los creyentes
vuelven despavoridos los ojos. Es Eudo, duque de Aquitania, que ha entrado
furiosamente a saco en las tiendas del innumerable ejército de Abd-el-Rahman. Los
árabes se desordenan, acuden atropelladamente a salvar sus riquezas, y mueren
alanceados y heridos á golpe de maza en la espalda por los hombres de armas de
Carlos Martel.
Los que siguiendo la senda que les trazara el Profeta,
marchaban llenos de féa la conquista del Orbe, perdieron sus esperanzas y la
vida con ellas por la codicia de salvar el oro, las esmeraldas, los jacintos y los
topacios que habían amontonado en su victoriosa correría por la Aquitania.
Volvamos a las llanuras de Munda.
Fue tal el terror que se apoderó de los soldados
pompeyanos, tanto el desorden y tanta la confusión de la derrota, que los
restos de aquel poderoso ejército que momentos antes se creyera ya a las
puertas de Roma, se fraccionaron en pequeños grupos, que huyendo a la
desbandada se ampararon en Munda y Córdoba, otros en su campamento donde muy
luego fueron atacados y pasados al filo de la espada, y los más se desparramaron
por la tierra corriendo sin rumbo fijo y sin voluntad de rehacerse. Neyo se
salvó milagrosamente de caer en ir nos de su rival, y huyó seguido de ciento
cincuenta caballos hacia Carteya, ciudad que le era adicta como la mayor parte
de las de Andalucía.
El Dictador mandó cesar la persecución de los fugitivos,
y revolvió con su ejército victoriosos sobre Munda, tras de cuyos fuertes muros
se habían amparado algunos miles de los soldados de Pompeyo. Batida en brecha
con los arietes y tomada por asalto aquella desgraciada ciudad quedó convertida
en un montón de escombros y despoblada por la espada del vencedor. Parecida
suerte cupo a Córdoba, donde se había refugiado con algunas mermadisímas cohortes
Sexto el hermano de Neyo. Sitióla cumplidamente César, y la entró sin combate,
favorecido por el desorden que dentro de sus muros redujeron los parciales de
los dos bandos en que estaba dividido el vecindario de la ciudad. Córdoda sufrió la dura ley de la guerra. Fué entregada al saqueo, y perdió veintidós mil ciudadanos (según afirma Hircio) degollados
por una soldadesca sedienta de sangre y de rapiña.
Dueño de Córdoba el vencedor dirigió su ejército
sobre Sevilla, entregada a la sazón a todos los horrores de la guerra civil,
que sostenían los partidarios del dictador y de Pompeyo dentro del recinto de
sus murallas. A favor de una hábil estragia César logró sorprender a sus
contrarios y exterminarlos a todos sin que lograse salvarse ninguno. La ciudad
se entregó por falta de defensores, y César pudo dar por terminada la guerra
con esta conquista. Así debió creerlo también el Senado de Roma, puesto que
mandó celebrar el suceso con fiestas públicas y que se consignara en el Calendario
romano la toma de Hispalis.
Cúpole a Osuna la gloria de ser la última ciudad de
Andalucia que resistió al ilustre conquistador de las Galias, del Egipto, del
África y de España, y de sucumbir heroicamente vencida por César.
Neyo Pompeyo tuvo el mísero fin de su padre; murió
asesinado por un soldado, y su cabeza fue presentada a César que no permitió se
expusiera al público. Sexto, después de la rendición de Córdoba se retiró al
centro de la Celtiberia, ardiendo en deseos de encontrar una ocasión propicia
para vengarse del enemigo de su familia.
Desde Sevilla, César pasó a Cartagena, donde recibió
numerosos diputados de todas las ciudades principales de España, que fueron a
felicitarle per sus brillantes victorias. Allí dictó algunas importantes
disposiciones relativas al gobierno político civil de la Península, y después
de nombrar a Lépido para la pretoría de la España Citerior, y a Asnio Polion
para la de la Ulterior, regresó a Roma, donde le esperaba el quinto triunfo, la
dictadura perpetua, el nombre de Imperator, el título de Padre de la patria y la
Apoteosis. Llamáronle semi-Dios, y colocaron en el Capitolio la estatua de
Júpiter Julio frente a la de Júpiter Capitolino.
Así terminó la primera guerra civil que anegó en
sangre el suelo de Andalucía, devastó sus campos, y convirtió en montones de
escombros muchas de sus florecientes ciudades.
Cosa singular. En esta guerra la más civil de todas,
puesto que, como dejamos apuntado anteriormente, lucharon en ella tres pueblos,
españoles contra españoles, romanos contra romano, africanos contra africanos,
el interés del país no entró para nada en la contienda. César y Pompeyo
lucharon por imperio del mundo, imperio cuyo yugo había de pesar sobre Andalucía
lo mismo que sobre las demás provincias sometidas al déspota a quien coronara
la victoria; Bogud, caudillo de los mercenarios africanos a sueldo de César, y
Boco de los mismos que tomaron servicio bajo idénticas condiciones en el
ejército de Pompeyo, pelearon por la paga que recibían de sus respectivos amos,
y los andaluces que constituían la principal fuerza numérica en ambos
ejércitos, que derramaban su sangre generosa por el dictador de Roma y por los
hijos de su rival, y que ponían todo el oro que consumían los bárbaros de la
Mauritania, combatieron por todos por todo, menos por sí mismos y por la libertad
de su país.
¿Podremos deducir de este hecho singular, que
Andalucía, en la época de que nos ocupamos, se encontraba en pleno periodo de
decadencia? No, porque no se advierte en los rasgos que de su carácter nos han
conservado los historiadores contemporáneos y testigos de vista de los sucesos,
señal que revele en ella ese estado. Todavía estaban lejos los tiempos en que
los ricos españoles fueron citados en Roma como los hombres sibaritas y
disolutos, y en los que las bailarinas de Cádiz se hacían aplaudir
frenéticamente en los teatros de la capital, por una juventud afeminada que
deliraba viendo las actitudes y gestos voluptuosos de aquellas víctimas
llevadas de Andalucía para satisfacer la sensualidad romana.
Si, pues, no es posible atribuirlo a decadencia física
ni moral, dada la virilidad de aquellos espíritus; ni a degradación de la raza,
más pujante y briosa que nunca en la época de la guerra civil; ni a los hábitos
de esclavitud contraídos durante dos siglos de dominación extranjera, puesto
que Andalucía jamás se vio tratada como país conquistado por los romanos,
fuerza nos será buscar la causas de aquel fenómeno en las leyes fatales,
ineludibles de la sabia Providencia que guían a los hombres; en esa necesidad
que arrastra a los pueblos hacia la perfección individual y social, que procuran
alcanzar por medio de una serie más o menos ordenada de evoluciones necesarias
y que han de cumplirse, y entre sacudimientos periódicos, cada uno de los
cuales los acerca a través de los siglos y de las trasformaciones de las edades
al término de la perfección final que Dios les tiene señalado.
Empero renunciemos a explicárnoslo por medio de la
filosofía de la historia, susceptible de inducirnos en error, y estudiemos el
suceso bajo una de sus lados principales, ayudándonos de la crítica retórica,
que nos dará un conocimiento algo más exacto de los hechos generales y
particulares de los tiempos en que tuvieron lugar, y de los hombres más
importantes que tomaron parte en ellos, o fueron los instrumentos de que se
valió la Providencia para cumplirlos.
Desde luego observaremos que en la época a que nos
referimos, la fisonomía moral del país había cambiado completamente; el tipo
primitivo, por decirlo así, no existía ya: tartesios, turdetanos, célticos y
bastulios, habíanse fundido en un solo pueblo, formaban un solo grupo conocido
con el nombre genérico de Béticos; en una palabra, que la Andalucía, provincia
la más romana de todas hasta los tiempos de la muerte de Sertorio, en los de
César y los hijos de Pompeyo, era ya, y precediendo de algunos años al resto de
España, completamente romana por educación, por costumbres, por gratitud y casi
por idioma. ¿No la hemos visto permanecer neutral en cuantas guerras el
espíritu de independencia y libertad suscitó en la Celtiberia y en Lusitania a
los romanos? ¿No tuvo colonias militares y colonias patricias todas con derecho
romano; poetas, humanistas, y hombres de letras, antes de que Huesca y Évora vieran
abrir puertas de sus Universidades?
Andalucía, pues, era romana en la significación de esta
palabra, en los tiempos de la rivalidad de César y Pompeyo; en tal virtud, no
debe extrañarnos que tomase parte activa en la contienda civil entre romanos,
ni debe sorprendernos que aquella guerra no se trasformase en guerra de
independencia en un país que no se consideraba sometido a Roma, sino como
formando parte integrante imperio de quien recibía leyes.
Y tanto es así, y tan romana era ya a la sazón, que participaba
con una intensidad asombrosa de las las exageraciones políticas, de todas las
necesidades sociales y de todas las preocupaciones que atormentaban la
existencia de Roma. Dígalo, si no, la actitud en que se colocó la Bética
durante los años de la guerra que los partidarios de Sila y de Mario se
hicieron en España. Dícelo también con una claridad que deslumbra, y con un
elocuencia que convence, el suceso de la guerra civil que terminó definitivamente
con la toma de Sevilla.
En efecto, durante los ocho años de la guerra
sertoriana en que lucharon tenazmente en España Pompeyo, hechura del
aristocrático Sila, el restaurador de la antigua república, que devolvió al Senado
la autoridad judicial y la elección de los pontífices, y arrebató a la plebe
todos los derechos políticos que había conquistado durante muchos siglos de
perseverante labor para adquirirlos, y Sertorio, hechura de Mario el gran
plebeyo, grosero educado entre campesinos, que intentaban resucitar la ley
Agraria de los Gracos, toda la Bética se mantuvo adicta a la causa del primero,
completamente ajena a la guerra de emancipación que la Celtiberia y la Lusitania
hicieron sin descanso contra los dos elementos antagonistas, la plebe y el
Senado, que se disputaban la soberanía y gobierno de la República y el dominio
de la península ibérica.
Más tarde, cuando a resultas de las derrotas de
Farsalia y Tapso, se reunieron en España, y partícularmente en la Bética,
provincia predilecta de Pompeyo, todos los partidarios del rival de César que
se titulaban los amigos de la libertad, vimos a estos con los andaluces alzarse
a una voz y como un solo hombre para expulsar, como lo consiguieron, las
legiones y los pretores Cesarianos; produciéndose una guerra en la que el
elemento español entró sólo como auxiliar, y sacrificó su sangre y sus tesoros,
no en beneficio de la independencia del suelo de la Bética, sino en provecho de
una de las dos facciones que tenían convertida la capital del orbe, en un circo
de gladiadores.
Pero, ¿a qué móvil obedecieron los naturales de
Andalucía al provocar una guerra civil en su propio territorio en favor del extranjero?
¿Qué causa los impulsó a militar con lamentable ceguedad en uno y otro bando?
Comprendemos que las depredaciones y la codiciosa rapacidad del general pompeyano,
Varrón, arrojase al partido de César todas las víctimas de sus extorsiones; de
la misma manera comprendemos que las violencias, las rapiñas y el imprudente
vandalismo del gobernador cesariano, Casio Longino, engrosasen las filas de los
partidarios de Pompeyo; pero el hecho en sí, ¿basta para aplicar y menos justificar
la guerra civil que devastó la Andalucía durante los años del 47 al 45 antes de
J.C? ¿Es posible creer que los andaluces sacrificaron vida y hacienda y
vertieron a torrentes su sangre generosa por poner en claro quién entre Varrón
y Longino había sido menos ladrón?
No, ciertamente; y por lo tanto, fuerza nos será
buscar en otra parte la causa eficiente, el origen, los móviles de aquel
suceso, que hace época en los anales del mundo, puesto que cambió su faz dando por
amo a Roma al continuador de la política de los Gracos y Mário, al que
sobrepuso la plebe a la aristocracia, al que abrió, en fin, las puertas de Roma
a todas las naciones, y quitó a la Ciudad el privilegio de ser la única libre
en el orbe.
Lo hemos dicho hasta la saciedad, y sin embargo lo
repetimos, porque esta es para nosotros clave del enigma. Andalucía, a la sazón
era completamente romana; sus intereses, sus aspiraciones, sus necesidades,
todo, hasta sus preocupaciones eran las mismas que las del pueblo romano. Educada
por este, civilizada por él, y pobladas sus principales ciudades con los
proscritos más ilustres, que las facciones y la anarquía arrojaban como enjambres
de abejas del recinto de la Ciudad, perdió aquella fisonomía particular que la
distinguiera en las épocas de los Fenicios y de los Cartagineses, y tomó las
leyes, los usos, las costumbres, y vistió la toga y la clámide de los romanos.
¿Qué extraño es que participase de las pasiones, de
los odios y de las rivalidades del pueblo romano? Los proscritos de Mario y los
proscritos de Sila aclimataron en ella sus ideas sociales, sus principios
políticos, y sus preocupaciones de raza. Hubo aristocracia y hubo plebe:
opresores y oprimidos, defensores de la humanidad entera que querían despojar a
Roma del privilegio de su unidad, conservadores del patriciado como poder tutelar
de las tradiciones romanas; en suma, quien quería como Mário y César,
sobreponer el pueblo a la aristocracia, y quien quería, como Sila y Pompeyo,
mantener la soberanía de los nobles sobre los plebeyos.
Roma arrojó sus sangrientas rivalidades en la Bética,
como en tierra de mucho tiempo atrás preparada para recibir aquella mala
semilla que produjo una guerra civil que no fue guerra de independencia porque
como dice Estrabón, Andalucía tenía ya todas las costumbres de Roma y el trato
era tan romano que casi ya se había perdido todo lo español antiguo, hasta la
lengua natural pues todos hablaban latín.
Convencidos, pues, de que los romanos no eran extranjeros
en Andalucía, ni en Roma extranjeros los hijos de la Bética, queda plenamente
justificada la parte que los andaluces tomaron en la contienda de César y los
hijos de Pompeyo, y explicada su neutralidad en la guerra de independencia de
Viriato, Numancia y Sertorio; así como la indiferencia con la Lusitania, la
Celtiberia y el resto de España, asistieron a la cruenta tragedia que tuvo su
desenlace en Munda.
Mientras que Roma expresaba la inmensidad de su
júbilo divinizando al que había coronado sus triunfos en quinientas batallas y
mil plazas y ciudades fuertes tomadas por asalto, con la victoria de Munda, la más
importante de todas; Andalucía, arrastrada por la corriente del entusiasmo que
embargaba el mundo romano, trocaba el nombre antiguo de muchas de sus
poblaciones por el de César; Córdoba y Sevilla arrebatadas por el torrente de
la lisonja, grabaron en preciosos mármoles la fecha de aquel ruidoso suceso, y
la de los hechos más memorables de la guerra de César y los hijos de Pompeyo, y
exageraron la adulación hasta erigir altares al vencedor.
Sin embargo, no estaba completamente apagada la tea
de la discordia civil. No bien César se hubo embarcado para Italia, cuando
Sexto Pompeyo, que después de la rendición y saqueo de Córdoba por las tropas
cesarianas, se había refugiado en la Celtiberia, reunió sus partidarios, y
auxiliado por las tropas mercenarias africanas que tomó a sueldo, abrió una
nueva campaña por la Lacetania. Recorriendo triunfante las provincias
orientales de la Península, llegó hasta la Bética, donde le salíó al encuentro
con algunas legiones el pretor de la Ulterior, Asinio Polion. Dióse la batalla,
en la que fue completamente derrotado el general de César, perdiendo la mitad
de su ejército. Con esta victoria quedó Sexto Pompeyo dueño de toda la
Andalucía, que estuvo a punto de verse entregada de nuevo a los horrores de la
guerra civil, cuando la trágica muerte de César, asesinado en el Senado, junto a
la estatua de Pompeyo el Grande por los descontentos y los republicanos (15 de
marzo del 44 de J. C), atajó por inesperado camino las nuevas desgracias
próximas a caer sobre el suelo andaluz.
Alarmado el Senado con la perspectiva de los males
que iba a ocasionar a Roma una nueva guerra en España, y precisamente en los
momentos que acababa de perder el único hombre que podía conjurarla o vencerla,
dispuso fiar a los amaños de la política lo que era dudoso consiguiera por la
fuerza de las armas. Al efecto, negoció con Pompeyo la paz, ofreciéndole en
pago de su traición a la causa de su padre y de su salida de España, la
devolución de los bienes confiscados a su familia, y el mando de todas las
escuadras de la moribunda República. Sexto depuso las armas y partió
inmediatamente para Italia.
Así terminó definitivamente, la primera guerra civil
que devastó los campos de la Bética.
Esta es una de las tantas lecciones que la historia da
a los pueblos, que no parecen cuidarse mucho de conservarlas en la memoria.
Muerto Julio César por el puñal parricida de su ahijado
Junio Bruto, constituyóse, al año siguiente el segundo triunvirato,
formado por Octavio, sobrino de César, Marco Antonio y Lépido, quienes se
apoderaron de la autoridad soberana y se repartieron las provincias del
imperio, las legiones y el tesoro de la República. Tocóle a Octavio César el Africa,
la Sicilia, Cerdeña y demás islas; a Márco Antonio las Galias excepto la
provincia Narbonense, y a Lépido esta última y la España. Los nuevos amos de
Roma, se dieron mutuas prendas de seguridad, sacrificando bárbaramente, en satisfacción
de la cautelosa desconfianza con que se correspondían, sus más próximos y queridos
parientes. Lépido dio en arras la cabeza de su Propio hermano; Marco Antonio la
de su tío, y Octavio la de Cicerón su protector. Así comenzó por pacto de
sangre la alianza de aquellos tres verdugos, que inundaron con ella las calles
de Roma, se enriquecieron con los bienes confiscados a sus víctimas y abrieron
un periodo de crueles persecuciones que terminó en las cercanías de Filipos, en
Macedonia, con la derrota del ejército repúblicano y la muerte de Cayo Casio y
Junio Bruto, llamados los últimos romanos.
El año 41, antes de J. C, hízose por los triunviros
una nueva partición del Imperio; Octavio César tomó para sí España y le dio
África a Lépido.
Diez años más tarde (31) Octavio, vencedor de los
republicanos, trató de deshacerse de sus colegas los triunviros. Poco trabajo
le costó inutilizar a Lépido, mal ciudadano y agitador sin habilidad, a quien
humilló y condenó al desprecio y olvido público. No así con respecto a Marco
Antonio, general muy querido de sus soldados y dueño de todo Egipto y de una
gran parte del Asia. Pero su buena estrella, los amores de Cleopatra y la
derrota de todas las fuerzas marítimas del Oriente, mandadas por Antonio, en el
combate naval de Accio, a la entrada del golfo de Ambracia en el Epiro, le
hicieron dueño sin rival del poder que ambicionaba.
Roma, agradecida, le saludó con los nombres de
Augusto, Emperador, Soberano Pontífice, Cónsul, Tribuno, Censor y Padre de la
Patria.
Fue destino de Roma abrir todas las grandes épocas
de su historia, e inaugurar todas sus grandes trasformaciones políticas con un
crimen detestable. Rómulo, fundador de Roma-Monarquía, asesinó a su hermano
gemelo Remo, para reinar solo. Roma-República, nació del parricidio de Tarquino
el Soberbio, y del brutal atentado de su hijo contra el honor de Lucrecia; y
Roma-Imperial, comienza por un pacto de sangre que produce un fratricidio, un
parricidio y una cruenta ingratitud.
Desde la defección del venal Sexto Pompeyo hasta los
primeros años del advenimiento de Octavio César al trono imperial, no aconteció
suceso alguno de marcada importancia histórica en Andalucía, salvo que, en la
nueva división política, civil y administrativa que hizo Augusto de España,
concedió la Bética al Senado, entre las trece provincias más pacíficas que le
asignara para que las gobernase, segregadas de las treinta y una que componían
todo el imperio romano.
En virtud de aquella reforma, Andalucía tomó el
nombre de provincia Senatorial, a diferencia del resto de España que se
comprendía bajo el de provincia Imperial. Esta diferente denominación se fundaba
en la diversa organización política de los dos Estados. En el primero imperaba
sin contrapeso militar, el elemento civil representado por el magistrado supremo
delegado del Senado; en el segundo dominaban las legiones imperiales, es decir,
el sistema puramente militar. En aquel se suponía adhesión, conformidad
voluntaria al gobierno de Roma, en este resistencia y un espíritu de rebelión que
hacía necesario el empleo de la fuerza para mantenerle en la obediencia.
Muy pronto veremos a todos los españoles, a semejanza
de los andaluces que les precedieron en muchos años convertidos en romanos,
echando así los cimientos de la unidad del carácter nacional que había de traer
en pos de sí el comienzo de la unidad política.
Mas antes de eclipsarse por muchos siglos tenía que
brillar todavía en extraordinario resplandor la llama del patriotismo y el
denuedo sin par de los españoles. Todavía quedábale al mundo algo que le
admirase hasta causarle espanto en materia de heroísmo y de desprecio de la
vida, después de creer que lo había visto todo en Sagunto, Astapa, Numancia y
Calahorra.
Corría el año 26, antes de J. C. y el imperio romano
que tenía por límites al norte el Rhin y el Danubio; al este el Eufrates; al
sur la península Arábiga, las cataratas del Nilo y el monte Atlas, y al oeste
el Océano Atlántico, gozaba al fin, en la inmensidad de su extensión un momento
de reposo, tras largos siglos de guerras implacables y de anarquía sin tregua;
de crímenes que afrentaron a la humanidad, y también de virtudes admirables y
de arranque de sublime patriotismo que salvaron la sociedad cuantas veces
estuvo a punto de caer para nunca más volverse a levantar.
Reposaba el mundo, y parecía solo ocupado en
cicatrizar sus llagas y en purificarse para recibir la buena nueva, que se
anunciaba próxima a aparecer por el Oriente, saliendo del seno del Eterno como
el sol entre la púrpura del lejano horizonte cuando allá, en la región más
apartada y agreste de España, encerrada entre los Pirineos y el Océano
Atlántico, donde cartagineses ni romanos osaron nunca penetrar temerosos de
despertar aquellas fieras, oyóse de improviso un rugido de independencia, un
grito a manera de desafío y amenaza que azotó el rostro de Roma lanzado por los
astures y los cántabros. En pos de la amenaza vino el ataque y un ataque a la
española, que interrumpió el reposo del imperio e hizo necesaria la presencia
de Augusto al frente de un numeroso ejército para obtener satisfacción del
insulto hecho a Roma por un puñado de montañeses, cuya bravura y ferocidad
competía con la de los leones que Sila, Pompeyo y César presentaron al pueblo
rey en la arena del Orco.
Condensaremos, por ser asunto ajeno a nuestro
objeto, por más que no nos sea extraño del todo, los detalles de aquella
sangrienta y dilatada guerra de exterminio y de bárbaras represalias, sostenida
en una región de España cuyos habitantes dieron muestras de un heroísmo y
grandeza de alma, comparable solo al supremo aspecto y a la majestad imponente
de sus montañas.
Corría repetimos, el año 26 antes de J. C, cuando
los Cántabros y Astures, nunca domados, atacaron las comarcas vecinas sujetas a
los romanos. El aspecto que presentaba aquella inesperada guerra alarmó a César
Augusto, que se encontraba a la sazón en Narbona, preparando una expedición
militar contra las islas Británicas a cuya empresa renunció para acudir
diligente allí donde estimaba más necesaria su presencia. Pasó pues, los
Pirineos, vino a sentar sus reales en Segisamo (Sasamon, entre Burgos y el
Ebro) desde donde intentó todas las maneras de desenriscar a los montañeses y
atraerlos a los llanos para darle la batalla. Burlaron estos sus intentos
manteniéndose en la defensiva, has que cansado Augusto de una guerra que amenazaba
prolongarse indefinidamente, se retiró a Tarragona dejando el mando del
ejército y el cuidado de la empresa a Cayo Antistio.
Más afortunado el general de Augusto, logró por
medio de una hábil maniobra atraer a los cántabros a las inmediaciones de
Vellica, no lejos de las fuentes del Ebro, y allí los derrotó completamente.
Los fugitivos de la batalla se guarecieron en el monte Medulio, (hoy montañas
Medulas) posición inexpugnable donde se hicieron fuertes. Antistio circunvaló
el monte con un profundo foso de quince millas de extensión, dispuesto a exterminar
por el hambre al enemigo que no podía reducir por la espada. Viéndose los
cántabros obligados a escoger entre la muerte y la esclavitud, optaron denodados
por el primer extremo, dándosela los unos a los otros con sus propias armas, y
con los venenos que para tales casos llevaban siempre con ellos. Los romanos
debieron apercibirse de aquel bárbaro sacrificio hecho sobre el altar de la patria;
y aprovechando la confusión propia del momento, penetraron en el monte, y
arrancaron algunas víctimas de aquella muerte heroica, para dársela en el martirio
de la cruz. En efecto, crucificaron a los pocos que se libraron de la matanza
general. Las víctimas de aquella feroz y cobarde venganza, murieron todas con
estoica serenidad, cantando himnos guerreros, cuyos ecos a manera de incienso,
envolvían su alma y la acompañaban en su ascensión al templo de la
inmortalidad.
De igual denuedo dieron elocuentes pruebas los Astúres,
contra Publio Coricio, que los combatió con un formidable ejército, y contra el
mismo Augusto que los sitió en su último atrincheramiento dentro de Lancia, (a
tres leguas de León.) Defendiéronse los sitiados con admirable valor, mas hubieron
de rendirse después de apurar todos los medios humanos de resistencia.
Tomado Lancia, Augusto regresó por Tarragona a Roma,
donde cerró, por cuarta vez, el templo de Jano, suponiendo que pon la
terminación de la guerra de España el mundo quedaba en completo reposo.
Sin embargo, no tardó en renovarse allí mismo donde
acababa de ser vencida. La conducta de los gobernadores romanos, siempre
codiciosos, siempre déspotas e insolentes donde quiera que administraban,
provocó una segunda sublevación de los Cántabros y Astures, no menos terrible
ni menos airada que la primera. El gobernador supremo de la provincia acudió
ejecutivamente contra los llamados rebeldes; taló sus tierras, incendió sus
viviendas y ordenó cortarles las manos a cuantos prisioneros cayeron en su
poder. Tanta barbarie, que ninguna razón podía disculpar, exasperó hasta el
delirio a las víctimas que en el paroxismo de su furor arrollaron en varios puntos
a las legiones romanas, tomando contra ellas sangrientas represalias. Tan
inaudito tesón y tan portentoso desprecio de la vida, llenaron de pavor a los
soldados romanos, hasta el caso de tener los generales que recurrir a la fuerza para llevarlos al combate. Por fin,
tras largos años de una guerra sin cuartel, en que la ferocidad del hombre en
quien ha desaparecido todo sentimiento de humanidad y justicia se extrema en superar
los instintos de las fieras, Agripa, yerno de Augusto, fue nombrado para dirigir
las operaciones de la guerra contra Astúres y Cántabros. El vencedor de los
germanos, comenzó la primera campaña perdiendo varios combates, y la terminó
retirándose derrotado por aquellos heroicos montañeses.
Tomóse tiempo para restablecer la moral de sus
soldados, y para allegar grandes recursos a fin de acelerar el desenlace de
aquella guerra que amenazaba convertirse en el tercer terror de Roma. Cuando lo
tuvo todo dispuesto abrió una nueva campaña, y la prosiguió con tanta habilidad
y fortuna, que logró atraer a los cántabros a una llanura en la que los derrotó
y dispersó en tales términos, que pudo, al fin, recorrer victorioso toda la
Cantabria, asolando el país, incendiando las poblaciones y degollando a cuantos
naturales caían en sus manos. Para prevenir nuevas sublevaciones, Agripa obligó
a los ancianos, mujeres y niños a trasladar sus viviendas a las llanuras.
Obedecieron algunos; pero los más eludieron el despótico mandato del vencedor,
dándose la muerte. Viéronse escenas que la pluma se resiste a trazar; madres
que sacrificaron sus hijos; hijos dieron muerte a sus ancianos padres, en cumplimiento
de su expresa voluntad.
La guerra de Cantabria concluyó, pues, con el exterminio
de todos los naturales de aquella tierra, cuyo heroísmo tendríamos por fabuloso,
si sus mismos verdugos no fueran sus historiadores. Fue la última guerra que
los romanos sostuvieron contra los españoles, y la que puso más de relieve la
briosa arrogancia de las víctimas y la bárbara crueldad de sus opresores.
España toda quedaba ¡al fin! reducida a provincia
del imperio, después de doscientos años de incesante lucha contra la dominación
extranjera. Lucha, que admiró y admira al mundo, no solo por los portentosos
hechos de valor que la señalaron, sino porque sirvió de escuela militar a
Aníbal, a los Escipiones, a los Pompeyos y a los Césares, los más grandes
capitanes de la antigüedad.
Roma recibió con extraordinario regocijo la noticia
de la terminación de la guerra de Cantabria, (19 antes de J. C.) que anunciaba
la completa pacificación de España; de esta heroica nación que, según
Tito-Livio “fue la primera parte del continente Europeo que ocuparon los
ejércitos romanos, y la última que sometieron”.
El regreso de Agripa, el Vencedor de los cántabros a
Roma, fue la señal para cerrar definitivamente el templo de Jano.
El mundo gozó por primera vez, después de muchos
siglos de guerra, aquella deseada paz que tomó el nombre de Octaviana.
ESPAÑA PRIMITIVACAPÍTULO 1PRIMEROS
POBLADORES
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