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LIBRO PRIMEROLAS GUERRAS CIVILESCAPÍTULO XIV
Meses hacía,
que Abderramán que se había separado de los Nafzas para irse al país de los Moghilas, en las costas del
Mediterráneo, arrastraba triste y monótona su existencia, esperando con
creciente ansiedad la vuelta de Badr, de quien no
había recibido noticia alguna. Su suerte iba a decidirse: si sus grandes
proyectos se frustraban, todas sus ilusiones de gloria y de fortuna se
disiparían como el humo, y se vería reducido a llevar de nuevo la vida de
proscripto y de vagabundo, o a ocultarse en algún ignorado rincón del África,
mientras que si triunfaba en su audaz empresa, España le ofrecería seguro
asilo, riquezas y todos los goces del poder.
Columpiado
así entre el temor y la esperanza, Abderramán, naturalmente poco devoto, pero
fiel observador de las conveniencias, cumplía una tarde con la oración ordenada
por la ley, cuando vio aproximarse un bajel a la costa, y a uno de los que lo
tripulaban tirarse al mar y nadar hacia la playa. Conoció a este hombre, era el
fiel Badr, que impaciente por volver a ver a su
señor, no había querido esperar a que se echara el ancla. «Buenas nuevas!» le
dijo en cuanto lo vio, y le refirió en breve lo que había pasado, nombró los
jeques con quienes podía contar Abderramán y las personas que se hallaban en
el bajel destinado a conducirlo a España.
«No os
faltará tampoco dinero, añadió: os traemos quinientas monedas de oro.»
Loco de
alegría salió Abderramán al encuentro de sus partidarios. El primero que se
presentó fue Abu-Ghalib Tamman.
Abderramán le preguntó su nombre y su prenombre, y cuando los hubo oído sacó de
ellos un presagio feliz. No podía haber en efecto nombres más propios para
inspirar grandes esperanzas a quien creyera en presagios, y Abderramán creía
mucho en ellos, porque Tamman significaba
«cumplimiento» y Ghalib «victorioso.»
«Cumpliremos
nuestro designio, exclamó el príncipe, y obtendremos la victoria.»
Apenas se
dieron a conocer, cuando se resolvió marchar sin demora. Hacía el príncipe sus
preparativos, cuando los Bereberes corrieron en tumulto, amenazando oponerse a
la partida, a menos que no se les hicieran regalos. Habiendo sido prevista esta
circunstancia, Tamman los gratificó á cada uno, según
el rango que ocupaba en su tribu. Hecho esto, ya se levaba el ancla, cuando un
Bereber que había sido olvidado en la distribución, se lanzó a la mar y
aferrándose a una cuerda del barco, comenzó a gritar que él quería también
recibir alguna cosa. Cansado de la desvergüenza de estos mendigos, uno de los
clientes sacó su espada y cortó la mano al Bereber, que cayó en el agua, y se
ahogó.
Libre de los
Berberiscos se empavesó el buque en honor del príncipe, y poco después fondeó
en el puerto de Almuñécar. Érase el mes de Setiembre de 755.
Imagínese
fácilmente la alegría que experimenta Abderramán cuando puso el pie en el suelo
de España, y la de Obaidallah y de Ibn-Khalid, cuando abrazaron a su patrono
cuya llegada habían esperado en Almuñécar. Después de haber pasado algunos días
en al-Fontin, pueblo de Ibn-Khalid, situado cerca de
Loja entre Archidona y Elvira, fue a establecerse el príncipe en el castillo de
Torrox, que pertenecía a Obaidallah, y que estaba algo más al Oeste, entre Iznajar y Loja.
En este
entretanto, Yusuf que había llegado a Toledo, comenzaba a inquietarse por la
prolongada ausencia de los clientes Omeyas. Por esperarlos difería su partida
de día en día. Samail que sospechaba la verdadera causa de su ausencia, pero
que fiel a su palabra guardaba secreto sobre sus designios, se impacientaba por
la larga detención del ejército. Quería concluir lo más pronto posible con los
rebeldes de Zaragoza, y un día que Yusuf se quejaba de nuevo de que los
clientes tardaran tanto en venir, Samail le dijo desdeñosamente:
«Un jeque
como vos no debe detenerse tanto tiempo por esperar a unos nadies como esos. Temo que se nos escape la ocasión de encontrar a nuestros enemigos
inferiores en número y en recursos, si permanecemos aquí más.»
Para el
débil Yusuf, tales palabras, viniendo de Samail eran una orden. Pusiéronse pues, las tropas en marcha. Cuando estuvieron
frente al enemigo, no tuvieron necesidad de combatir, porque luego que
conocieron los rebeldes que tenían que habérselas con un ejército muy superior
en número, entraron en negociaciones. Yusuf les prometió la amnistía a
condición de que le entregaran sus tres jeques coreiscitas Amir, su hijo Wahb y Hobac.
Los insurrectos, la mayor parte Yemenitas, dudaron tanto menos en aceptar esta
condición cuanto que suponían que Yusuf se había de mostrar clemente, con
individuos que eran casi clientes suyos. Entregáronle,
pues los jeques, y Yusuf convocó a los capitanes de su ejército, a fin de que
sentenciaran a estos prisioneros, que entretanto había hecho cargar de cadenas.
Samail que
había tomado a estos Coreiscitas uno de esos odios
que para él no concluían sino con la vida de aquel que había tenido la
desgracia de excitarlo, insistió vivamente en que se les cortara la cabeza.
Ningún otro Calsita participaba de su opinión, todos
juzgaban que no tenían derecho de condenar a muerte a hombres que como ellos
pertenecían a la raza de Maad, y temían además
atraerse el odio de la poderosa tribu de Coreixe, y
de sus numerosos aliados. Los dos jeques de la rama de los Cab Ibn-Amir, Chihab y Hosain,
sostenían esta opinión con más calor aun que los otros Caisitas. Con la ira en
el pecho, y dispuesto a vengarse pronto de los que habían osado contradecirlo,
cedió Samail. Yusuf perdonó pues la vida a los tres Coreiscitas pero los retuvo prisioneros.
No tardó
Samail en hallar la ocasión que buscaba de desembarazarse de los jeques que en
esta circunstancia le habían vencido, y que antes, cuando estaba sitiado en
Zaragoza rehusaron por mucho tiempo ir en su ayuda. Habiendo imitado los Vascos
de Pamplona el ejemplo que les habían dado los Gallegos, emancipándose de la
dominación árabe, Samail propuso a Yusuf enviar una parte del ejército contra
ellos, y confiar el mando de estas tropas a Ibn-Chihab,
y a Hozain. Hizo esta proposición con el ánimo de
alejar por el momento estos importunos contradictores, y con el secreto
designio de que no volviesen de esta expedición, a través de un país agreste y
hechizado de ásperas montañas.
Cediendo
Yusuf como de costumbre al ascendiente que ejercía su amigo sobre él, hizo lo
que este deseaba, y después de haber designado a su mismo hijo Abderramán para
el gobierno de la frontera, volvió a tomar el camino de Córdoba.
Había hecho
alto en las riberas del Jarama cuando un mensajero vino a traerles la noticia
de que las tropas enviadas contra los Vascos habían sido completamente
derrotadas, Ibn-Chihab muerto, y que Hozain se había retirado a Zaragoza con el escaso número de
guerreros que habían escapado del desastre.
Ninguna
noticia podía ser más grata a Samail, y al amanecer de la mañana siguiente,
dijo a Yusuf: «Todo va a pedir de boca. Allah nos ha librado de Ibn-Chihab. Acabemos ahora con los Coreiscitas;
hacedlos venir y mandad que se les corte la cabeza.» A fuerza de repetirle a
menudo que esta ejecución era absolutamente necesaria, había conseguido Samail
ganar a su opinión al emir que también esta vez condescendió con su voluntad.
Los tres Coreiscitas habían dejado de vivir. A la hora acostumbrada,
esto es, a las diez de la mañana se trajo el desayuno, y Yusuf y Samail se
pusieron a la mesa. El emir estaba triste y abatido: el triple asesinato que
acababa de cometer le causaba remordimientos, reprochábase además el haber enviado a Ibn-Chihab y a tantos
valientes guerreros a una muerte segura, conociendo que tanta sangre pedía
venganza, un vago presentimiento le decía que su poder tocaba ya a su fin, y
lleno de zozobra apenas comía. Samail, por el contrario brutalmente alegre,
mientras almorzaba con excelente apetito, hacía todo lo posible por confortar
al débil emir, de que se servía para satisfacer sus rencores personales, y a
quien empeñaba en una vía de atroces violencias.
«Desechad
esas tristes ideas, le dijo: ¿En qué habéis delinquido? Si Ibn-Chihab ha muerto no es culpa vuestra, ha perecido en un
combate, y en la guerra eso puede suceder a cualquiera. Si han sido ejecutados
los tres Coreiscitas, lo merecían, eran rebeldes y
peligrosos antagonistas, y el ejemplo de severidad que habéis dado, servirá a
los que quieran imitarlos, para que lo piensen antes. España es ya vuestra y de
vuestros nietos, habéis fundado una dinastía que durará hasta la venida del
Anticristo. ¿Quién será ahora bastante audaz para disputaros el poder? »
Con tales
razones procuraba Samail, pero en vano, disipar la tristeza que consumía a su
amigo. Concluido el desayuno se levantó, volvió a su tienda, y se fue a dormir
la siesta en el departamento destinado a sus dos hijas. Ya solo Yusuf se echó
en el lecho, más por costumbre, que porque tuviera necesidad de dormir, lo que
no le permitían sus negros pensamientos. De pronto oyó gritar a sus soldados:
«¡Un correo! Un correo de Córdoba! É incorporándose: ¿Qué dicen por ahí?
preguntó a los centinelas que estaban delante de su tienda: ¿Un correo de
Córdoba?
— Si, le
respondieron, es un esclavo que viene montado en una mula de Omm-Othman.
—Que entre
al momento!, dijo Yusuf que no comprendía porque razón su esposa le enviaba un
mensajero, pero que presumía que debía ser para algún asunto grave y
apremiante.
Entró el
correo y le entregó un billete concebido en estos términos: «Un nieto del
Califa Hixem ha llegado a España: se ha establecido
en Torrox, en el castillo del infame Obaidallah ibn-Othman.
Los clientes Omeyas se han declarado por él, vuestro lugarteniente en Elvira,
que había salido para rechazarlo con las tropas que tenía a su disposición, ha
sido derrotado. Sus soldados han sido apaleados; pero ninguno muerto. Haced sin
pérdida de tiempo lo que juzguéis más conveniente.
Cuando Yusuf
leyó esta carta, mandó llamar a Samail. Yendo para su tienda había visto este
llegar el correo, pero indolente como de costumbre, no prestó a ello gran
atención, y solo cuando el emir le hizo llamar a hora tan insólita, fue cuando
se figuró, si el emisario habría venido para algún negocio importante.
—¿Qué ha
ocurrido, emir, dijo entrando en la tienda de Yusuf, que me hacéis llamar a la
hora de la siesta? Supongo que nada malo.
—¡Si!, le
respondió Yusuf; ¡por Dios! que es un acontecimiento gravísimo, y me temo que
Dios quiera castigarnos de haber matado a esos hombres.
—Lo que
decís es una locura, le contestó Samail con desdén; creedme, esos hombres eran
demasiado viles para que Dios se ocupara de ellos. Pero veamos, ¿qué ha
sucedido?
—Acabo de
recibir una carta de Omm-Othman, que Khalib va a leeros.
Khalib, cliente y secretario del
emir, leyó entonces el billete. Menos asombrado que Yusuf porque había podido
preverlo, Samail no perdió su sangre fría oyendo que Abderramán había llegado a
España.
-El asunto
es grave, en efecto, dijo, pero he aquí mi opinión: Marchemos al instante
contra el pretendiente con los soldados que tenemos. Démosle la batalla, quizá
lo mataremos: en todo caso sus fuerzas son ahora tan escasas que las
dispersaremos fácimente, y cuando haya experimentado
una derrota, perderá probablemente la gana de repetir.
-Me agrada
vuestro parecer, replicó Yusuf, pongámonos en camino sin tardanza.
Pronto supo
todo el ejército que un nieto de Hixem estaba en
España, y que marchaban a combatirlo. Esta noticia causó entre los soldados una
emoción extraordinaria. Indignados ya por el infame complot urdido por sus
jefes contra Ibn-Chihab y de que habían sido víctimas
gran número de sus clientes, indignados también por la ejecución de los Coreiscitas, a despecho de la contraria opinión de los
jeques caisitas, no estaban además dispuestos en manera alguna a hacer una
campaña para la que no habían sido pagados.
«Se nos
quiere obligar, decían, a hacer dos campañas en lugar de una: no la haremos. Y
a la caída de la tarde comenzó una deserción general: los clientes se llamaban
unos a otros, y a bandadas dejaban el campo para volver a sus hogares. Apenas
quedaron diez Yemenitas en el campo: eran los porta-estandartes que no podían
abandonar su puesto sin faltar al honor; pero no reprendieron a los desertores,
ni hicieron nada para detenerlos. Quedaban también algunos Caisitas,
especialmente ligados a Samail, y algunos guerreros de otras tribus maaditas, pero no se podía contar con ellos, tanto más,
cuanto que fatigados con la marcha ardían en deseos de volver a sus casas, y
rogaron a Yusuf y Samail que los condujeran a Córdoba diciéndoles que emprender
una campaña de invierno con tan escasas fuerzas en la Sierra de Regio, sería
por temor de un peligro lanzarse en otro mayor: que la revolución se
circunscribiría sin duda a algunos distrito de la costa, y que para atacar a
Abderramán era preciso esperar al buen tiempo. Pero una vez que Samail resolvía
un plan, se obstinaba de tal modo, que, aunque hubiera algo de verdad en lo que
se le decía, persistió en su designio. Fueron, pues a la Sierra de Regio, pero
con ayuda de la mala voluntad de los soldados, hubo de convencerse pronto el
mismo Yusuf de que el plan de Samail era impracticable. El invierno había
comenzado; las lluvias y los torrentes desbordados ponían intransitables los
caminos. A pesar de la oposición de Samail, Yusuf ordenó, pues, la vuelta a
Córdoba, y contribuyó a hacerle tomar esta resolución, el que se le dijo que
Abderramán no había venido a España para disputarle el emirato, sino solo para
buscar asilo y medios de subsistencia.
«Si le
ofrecéis una de vuestras hijas en matrimonio y algún dinero, veréis como no
pretende nada más.»
Como
consecuencia de esto, Yusuf ya en Córdoba, resolvió entablar negociaciones, y
envió a Torrox tres de sus amigos. Eran estos Obaid,
el jeque más poderoso de los Caisitas después de Samail, y amigo de este,
Khalid, secretario de Yusuf e Isa, cliente omeya y pagador del ejército. Debían
ofrecer al príncipe ricos vestidos, dos caballos, dos mulos, dos esclavos y mil
monedas de oro.
Partieron,
pues, con estos presentes, pero cuando hubieron llegado a Orch,
en la frontera de la provincia de Regio, Isa que aunque cliente de la familia
Omeya estaba sinceramente unido a Yusuf, dijo a sus compañeros: «Me extraña
mucho que hombres como Yusuf, Samail y vosotros puedan obrar con tal ligereza.
Sois bastantes simples para creer que si llegamos con estos presentes a
Abderramán, y este rehúsa aceptar las proposiciones de Yusuf, nos dejará
volvernos con los regalos a Córdoba?» Esta Observación pareció tan justa y tan
sensata a los otros dos, que resolvieron se quedase Isa en Orch con los presentes, hasta que Abderramán hubiera aceptado las condiciones del
tratado.
En Torrox
encontraron el pueblo y el castillo atestado de soldados, porque habían acudido
allí una turba de clientes Omeyas, de Yemenitas, de la división de Damasco, de
la del Jordán y de la de Kinnesrina. Pedida y
concedida que les fue una audiencia, los recibió el príncipe rodeado de su
pequeña corte, en la que Obaidallah ocupaba el primer lugar, y expusieron el
objeto de su comisión, diciendo: que Yusuf, lleno de reconocimiento a los
beneficios que su tatarabuelo el ilustre Ocba-ibn-Nafi,
había recibido de los Omeyas, no deseaba más que vivir en buena inteligencia
con Abderramán, pero a condición de que este no pretendía el emirato, sino solo
las tierras que el califa Hixem había poseído en
España; que le ofrecía, pues, su hija con un dote considerable, que también le
enviaba presentes que estaban aun en Orch, pero que
no tardarían en llegar, y que si Abderramán quería ir a Córdoba, podía estar
seguro de encontrar la más amistosa acogida.
Estas
proposiciones agradaron bastante a los clientes. Su primer ardor se había
resfriado un poco desde que habían podido apercibirse de que los Yemenitas,
aunque muy dispuestos a combatir a sus rivales, tenían una tibieza
desesperante, en lo que tocaba al pretendiente, y bien considerado, todo se
inclinaban a un acomodamiento con Yusuf. Respondieron, pues a los mensajeros:
«Lo que
proponéis es excelente. Yusuf tiene completa razón al suponer que no es para
pretender el emirato, sino para reivindicar las tierras que le pertenecían por
derecho hereditario, para lo que nuestro patrono ha venido a España»; en cuanto
al príncipe, no participaba sin duda de esta manera de ver, y su ambición no se
contentaba con la posición de rico propietario que se le quería dar, pero no
teniendo aun el suelo muy seguro bajo de sus pies, y dependiendo enteramente de
sus amigos, se mostraba para con ellos modesto y hasta humilde; no osando
condenar lo que aprobaban, guardaba un prudente silencio. Un observador
superficial hubiera dicho que su espíritu no había salido aun del estado de
crisálida, o por lo menos que el viejo Obaidallah le tenia en tutela.
«He aquí
ahora la carta que Yusuf os envía, replicó Khalid, veréis como en ella confirma
todo lo que os acabamos de decir».
El príncipe
tomó la carta, y habiéndosela dado a Obaidallah, le rogó que la leyese en voz
alta. Esta carta, compuesta por Khalid, como secretario de Yusuf, estaba
escrita con una notable pureza de lenguaje, y en ella se habían vertido a manos
llenas las flores de la retórica arábiga. Cuando Obaidallah hubo concluido su
lectura, el príncipe siempre prudente, dejó a su amigo el cuidado de tomar una
decisión. «¿Queréis encargaros de contestar a esta carta, puesto que conocéis
mi manera de ver?» le dijo.
No podía
caber duda sobre el sentido en que había de estar concebida la respuesta.
Obaidallah aceptaría pura y simplemente las proposiciones de Yusuf, y el
príncipe se había resignado ya al doloroso sacrificio de sus ambiciosos sueños,
cuando una chanza inconveniente de Khalib vino a
embrollar el asunto y a devolver al príncipe la esperanza.
Kalib no era árabe, pertenecía
a la raza vencida, era español. Su padre y su madre eran esclavos y cristianos,
para ejemplo de una multitud de sus compatriotas, su padre había abjurado el
cristianismo; haciéndose musulmán había recibido el nombre de Zaid y para
recompensarle de su conversión, Yusuf su dueño lo había emancipado. Educado en
el palacio de su patrono, el joven Khalib, a quien la
naturaleza había dotado de una notable inteligencia, y de gran aptitud para los
trabajos de ingenio, estudió coa ardor la literatura arábiga, y acabó por
conocerla, y escribir el árabe con tal pureza que Yusuf le nombró su
secretario. Esto era un gran honor, porque los emires se preciaban de tener por
secretarios a los hombres mas versados en el conocimiento de la lengua y de los
antiguos poemas. Gracias a su posición, Khalib adquirió bien pronto una gran influencia sobre el débil Yusuf, que no fiándose
nunca de sus propias luces, necesitaba siempre ser guiado por la voluntad de
otro, y cuando no estaba Samail era Khalib quien le
dictaba sus resoluciones. Envidiado por los Árabes, a causa de su influencia y
de su talento, y menospreciado por ellos a causa de su origen, Khalib devolvía a estos rudos guerreros menosprecio por
menosprecio, y cuando vio la torpeza con que el viejo Obaidallah, que sabía
manejar mejor la espada que el «calam» (la pluma)
hacía sus preparativos para contestar a su elegante carta, se indignó su
vanidad de literato, de que el príncipe hubiera confiado tan noble tarea a
espíritu tan inculto y tan poco familiarizado con las elegancias del lenguaje.
Una burlona sonrisa apareció en sus labios y dijo en tono desdeñoso: «Los
sobacos te han de sudar Abu-Othman antes que
contestes a una carta como esa!»
Viéndose
zumbado de un modo tan grosero por un cualquiera, por un vil español,
Obaidallah, cuyo genio era naturalmente violento, se enfureció de una manera
espantosa.
«Infame,
exclamó, no me sudarán muchos los sobacos, porque no responderé a tu carta.»
Diciendo
estas palabras tiró a Khalib brutalmente la carta a
la cara, y le asestó en la cabeza un tremendo puñetazo.
«¡Que cojan
a ese miserable y que lo encadenen!» prosiguió dirigiéndose a sus soldados, que
se apresuraron a ejecutar la orden, y luego dirigiéndose al príncipe le dijo:
«He aquí el principio de la victoria, toda la sabiduría de Yusuf reside en ese
hombre; sin él no es nada.»
El otro
mensajero, Obaid, esperó a que la cólera de
Obaidallah se hubiera calmado un poco, y luego dijo: «Abu-Othoman,
¿queréis recordar que Khalib es un enviado y como tal
inviolable?
—No señor,
le respondió Obaidallah; el enviado sois vos, así os dejaremos marchar en paz.
En cuanto al otro ha sido el agresor y merece ser castigado: es el hijo de una
mujer vil o impura: es un «ildje» (cristiano
renegado).
A
consecuencia de la vanidad de Khalib y del
temperamento irascible de Abaidallah quedó rota la
negociación, y Abderramán que veía cómo favorecía el acaso pensamiento que no
había osado confesar, estaba muy lejos de sentirlo.
Cuando Obaid, en el que respetaba Obaidallah al jefe de una noble
y poderosa familia árabe, hubo partido y Khalib arrojado en un calabozo, los clientes recordaron que los mensajeros habían
hablado de regalos que estaban en Orch, y resolvieron
apropiárselos: eran una presa hecha a Yusuf, con quien ya estaba la guerra
declarada. Un centenar de jinetes salieron a rienda suelta hacia Orch, pero Isa, avisado a tiempo, había partido
apresuradamente, llevando consigo todas las riquezas que los enviados debían
ofrecer al príncipe ommiada, y los jinetes tuvieron que volverse a Torrox sin
haber conseguido su objeto; en adelante jamás perdonó del todo Abderramán a su
cliente la conducta que tuvo en esta ocasión por más que este cliente tratara
de persuadirle que fiel servidor de Yusuf, su señor entonces, no pudo obrar de
otro modo que como lo había hecho.
Cuando Obaid, de vuelta en Córdoba, informó a Yusuf y Samail de lo
que había pasado en Torrox, exclamó este último: «Ya esperaba que esta
negociación había de frustrarse: bien os lo había dicho, emir, debisteis atacar
a ese pretendiente durante el invierno.»
Este plan,
bueno en sí mismo pero desgraciadamente impracticable, había llegado á ser para
Samail una especie de idea fija.
LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.CAPÍTULO XV | |