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HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110.)LIBRO I
LAS GUERRAS CIVILES.
CAPÍTULO II.
Una infinidad de tribus, algunas sedentarias, la mayor
parte nómadas, sin comunidad de intereses, sin centro común, en guerra de
ordinario las unas con las otras, he aquí lo que era la Arabia en tiempo de
Mahoma.
Si la bravura bastara para hacer a un pueblo
invencible, los Árabes lo hubieran sido. En ninguna parte era más común el
espíritu guerrero. Sin guerra no hay botín y es del botín de lo que
principalmente vive el Beduino. Además, era para ellos un placer embriagador
manejar la lanza negra y flexible, y la brillante espada, hender el cráneo o
cercenar el cuello a los contrarios; pulverizar la tribu enemiga como la
«piedra pulveriza el trigo,» e inmolar víctimas «de aquellas cuya ofrenda no
agrada al cielo.» La bravura en los combates era el mejor título a los elogios
de los poetas y al amor de las mujeres. Estas habían tomado algo del espíritu
marcial de sus hermanos y de sus esposos. Marchando a retaguardia cuidaban a
los heridos y animaban a los guerreros recitando versos llenos de una salvaje
energía. «Valor, les decían, valor, defensores de las mujeres! Herid con el
filo de vuestras espadas!..... Nosotras somos las hijas del lucero de la
mañana, nuestros pies huellan blandos cojines, nuestros cuellos están adornados
de perlas, nuestros cabellos perfumados con almizcle. Nosotras estrechamos en
nuestros brazos a los valientes que hacen frente al enemigo; a los cobardes que
huyen los desdeñamos y les negamos nuestro amor.»
Sin embargo un observador atento, fácilmente hubiera
podido apercibirse de la extrema debilidad de este país, debilidad que provenía
de la falta absoluta de unidad y de la rivalidad permanente de las diversas
tribus. Arabia hubiera sido infaliblemente subyugada por un conquistador
extranjero si no hubiera sido demasiado pobre para merecer el trabajo de la
conquista. «¿Qué tenéis vosotros?, decía el rey de Persia a un príncipe árabe que
le pedía soldados y le ofrecía la posesión de una gran provincia... ¿Qué tenéis,
ovejas y camellos? No quiero aventurar en vuestros desiertos un ejército persa
por tan poco.»
Sin embargo, Arabia al fin, fue conquistada; pero lo
fue por un Árabe, por un hombre extraordinario, por Mahoma.
Acaso el enviado de Dios como él se llamaba, no era
superior a sus contemporáneos, pero de seguro no se les parecía. De
constitución delicada, impresionable y extremadamente nerviosa, que había
heredado de su madre; dotado de una sensibilidad exagerada y enfermiza;
melancólico, silencioso, amigo de paseos interminables y de prolongadas
meditaciones nocturnas en los valles más solitarios, siempre atormentado por
una vaga inquietud, llorando y gimiendo como una mujer cuando enfermaba,
sujeto a ataques de epilepsia y falto de valor en los campos de batalla; su
carácter formaba un extraño contraste con el de los Árabes, robustos, enérgicos
y belicosos que no entendían de ensueños y miraban como una debilidad
vergonzosa, que un hombre llorara aunque fuera por los objetos de su mayor
cariño. Por otra parte Mahoma tenía más imaginación que sus compatriotas y un
alma profundamente religiosa. Antes que los sueños de la ambición mundana
vinieran a alterar la prístina pureza de su corazón, la religión era para él lo
único, lo que absorbía todos sus pensamientos, todas sus facultades y esto era
sobre todo lo que le distinguía de la multitud.
Sucede con los pueblos lo que con los individuos; unos
son esencialmente religiosos, otros no. Para ciertas personas, la religión
constituye el fondo de su naturaleza, así que si su razón se revela contra las
creencias en que han nacido se crean un sistema filosófico mucho más
incompresible, mucho más misterioso que sus creencias mismas. Pueblos enteros
viven así por la religión y para la religión, ella es su único consuelo y su
única esperanza. El Árabe por el contrario, no es religioso por naturaleza y hay
bajo este punto de vista entre él y los otros pueblos que han adoptado el
Islamismo, una diferencia enorme; no debemos admirarnos de ello. Considerada en
su origen, la religión tiene más influencia sobre la imaginación que sobre el
entendimiento, y en el Árabe, como lo hemos notado ya, no es la imaginación lo
que predomina. Ved a los actuales Beduinos. Aunque se llaman musulmanes apenas
se cuidan de los preceptos del Islamismo, deben orar cinco veces al día, no lo
hacen jamás. El viajero europeo que mejor los ha conocido, atestigua que es el
pueblo más tolerante del Asia. Su tolerancia data de antiguo porque pueblo tan
celoso de su libertad, consiente difícilmente la tiranía en materia de
creencias. En el siglo IV Martahd, rey del Yemen
acostumbraba a decir: «Yo reino sobre los cuerpos, y no sobre las opiniones: yo
exijo de mis súbditos que obedezcan a mi gobierno; en cuanto a sus doctrinas juzgúelos Dios que los crió.» El
Emperador Federico II no hubiera dicho más. Esta tolerancia tocaba muy de cerca
a la indiferencia y al escepticismo. El hijo y sucesor de Martahd había profesado primero el judaísmo, después el cristianismo y acabó por
fluctuar entre las dos religiones. En tiempo de Mahoma tres religiones se
dividían la Arabia: la de Moisés, la de Cristo y la politeísta. Las tribus
judaicas eran acaso las únicas sinceramente adictas a su culto, las únicas
también que eran intolerantes. Las persecuciones son raras en la antigua
historia del país, pero de ordinario los culpables son judíos. El cristianismo
no contaba muchos adeptos y los que lo profesaban no tenían de él sino un
conocimiento muy superficial. El Califa Alí no exageraba demasiado cuando decía
de una tribu que era sin embargo aquella en que habla echado más raíces: «Los Taglib no son cristianos, ellos no han tomado del
cristianismo más que la costumbre de beber vino.» La verdad es que esta
religión encerraba demasiados misterios y milagros para agradar a este pueblo
burlón y positivo. Bien lo experimentaron los obispos que hacia el año 513
quisieron convertir a Mondhir III rey de Hira. Cuando los hubo escuchado atentamente, uno de sus
oficiales vino a decirle una palabra al oído, al punto Mondhir muestra una profunda tristeza y preguntándole los prelados respetuosamente la
causa:«¡Ay! les dijo: ¡cuán funesta noticia! Acabo de saber que el Arcángel
San Miguel ha muerto!—¡Pero príncipe no veis que os engañan! Los ángeles son
inmortales.—Y qué, ¿no queréis vosotros persuadirme de que el mismo Dios ha
sufrido la muerte?»
Los idólatras, en fin, que constituían la mayor parte
de la nación, que tenían divinidades peculiares para cada tribu, y casi para
cada familia, y que admitían un Dios supremo, Aláh,
cerca del cual las otras divinidades eran intercesoras,—estos idólatras
tenían algún respeto a sus adivinos y a sus ídolos y sin embargo degollaban a
los adivinos si sus predicciones no se cumplían o cuando imaginaban que los
delataban; engañaban a los ídolos sacrificándoles una gacela cuando les habían
prometido un cordero, y los injuriaban si no respondían con arreglo a sus
deseos o a sus esperanzas. Yendo Amrulcais contra
los Beni-Asad para vengar la muerte de su padre, se detuvo en el templo del
ídolo Dhu-‘l-Kholosa a fin
de consultar la suerte por medio de tres flechas llamadas «la orden, la
prohibición y la espera.» Habiendo salido la «prohibición» consultó de nuevo,
pero la «prohibición» salió tres veces seguidas. Entonces rompiendo las flechas
y tirando los pedazos a la cabeza del ídolo: «Miserable! le dijo, si fuera tu
padre el muerto, no me prohibirías ir a vengarlo!»
En general, la religión, cualquiera que ella fuese,
ocupaba poco lugar en la vida del Árabe embebido en los intereses de esta
tierra, en los combates, el vino, el juego y el amor. «Gocemos de lo presente
decían los poetas, que bien pronto la muerte nos alcanzará.» Y tal era en
verdad la divisa de los Beduinos. Estos hombres que se entusiasmaban tan
fácilmente con una noble acción o un bello poema, permanecían de ordinario
indiferentes, fríos, cuando se les hablaba de materias religiosas. Así sus
poetas, fieles intérpretes de los sentimientos nacionales, no hablan de ellas
casi nunca. Escuchemos a Tarafa: «Por la mañana,
cuando vengas, te ofreceré una copa llena de vino, y no te importe el beberte
el licor de un solo trago; volverás a comenzar conmigo. Los compañeros de mis
placeres son, nobles jóvenes de rostros brillantes como luceros.—Una cantadora,
con su vestido de rayas y su túnica de color de azafrán, viene todas las noches
a alegrarnos. Su túnica descotada deja que las manos amorosas se paseen
libremente por su seno..... Estoy entregado alvino y al placer; he vendido lo
que poseía, he disipado los bienes adquiridos y los que había heredado. Censor
que vituperas mi afición a los placeres y a los combates, dime: ¿tienes la
receta para hacerme inmortal? Si tu sabiduría no puede alejar de mí el fatal
momento, déjame que todo lo prodigue en los placeres, antes que me alcance la
muerte. El hombre que tiene inclinaciones generosas, bebe en ancha copa, durante
su vida. Mañana censor rígido, cuando los dos muramos , veremos a cuál de
nosotros consume sed más ardiente.»
Un escaso número de hechos había demostrado sin
embargo, que los Árabes, y sobre todo, los Árabes sedentarios, no eran
inaccesibles al entusiasmo religioso. Veinte mil cristianos de la ciudad de Nejran, teniendo que elegir entre la hoguera y el
judaísmo, prefirieron perecer entre las llamas a abjurar de su fe. Pero el celo
era la excepción; la indiferencia, o por lo menos la tibieza, la regla
general. La tarea que Mahoma se había impuesto declarándose Profeta, iba pues
a ser doblemente difícil. No podía limitarse a demostrar la verdad de las
doctrinas que predicaba. Debía ante todo triunfar de la indolencia de sus
compatriotas; despertar entre ellos el sentimiento religioso, y persuadirles
de que la religión no es una cosa indiferente, de la que en rigor pudiera
prescindirse. Le era preciso, en una palabra, transformar, metamorfosear una
nación sensual, escéptica y burlona. Empresa tan difícil hubiera desanimado a
cualquiera otro menos convencido de la verdad de su misión. Mahoma no recogía
donde quiera más que burlas e insultos. Sus conciudadanos, los de la Meca, lo
compadecían o lo zaherían, y se le consideraba ya como un poeta inspirado por
un demonio, ya como un adivino, un mago o un loco. «He aquí el hijo de Abdallab que viene a traernos noticias del cielo, decían
cuando le veían venir. Algunos le proponían con aparente buena fe traer a sus
expensas médicos que lo curaran. Le arrojaban inmundicias, y cuando salía de su
casa, hallaba su camino cubierto de ramas espinosas. Se le prodigaban los
epítetos de bribón y de impostor. Ni había sido más afortunado fuera de la
Meca. En Taif expuso su doctrina delante de los
jeques reunidos; allí también se burlaron de él. «¿No podía Dios hallar un
apóstol mejor que tú?» le dijo uno. «Yo no quiero discutir contigo,» añadió
otro. «Si tú eres un profeta, eres demasiada persona para que yo me atreva a
responderte; si un impostor, no mereces que te hable.» Con la desesperación en
el alma, Mahoma abandonó la reunión, perseguido por las injurias y los insultos
del populacho, que le tiraba piedras.
Mas de diez años se pasaron así. La secta era poco
numerosa, y todo parecía indicar que la nueva religión acabaría por
desaparecer, sin dejar huella, cuando Mahoma halló un apoyo inesperado, entre
los Aus y los Khazradj, dos
tribus que hacia el fin del siglo V habían quitado la posesión de Medina a
otras judías.
Los Mequeses y los Medineses
se odiaban porque pertenecían a razas enemigas. Había dos en la Arabia; la de
los Yemenitas y la de los Maaditas. Los Medineses
pertenecían a la primera. Al odio, los de la Meca juntaban el desprecio. A
los ojos de los Árabes, que juzgaban la vida pastoral y el comercio como las
solas ocupaciones dignas de un hombre libre, cultivar la tierra era una
profesión envilecedora. Ahora bien, los Medineses eran agricultores y los Mequeses mercaderes. Y además había gran número de judíos
en Medina; muchas familias de los Aus y de los Khazradj habían adoptado esta religión, que los antiguos
señores de la ciudad, reducidos ahora a la condición de «clientes» habían
conservado. Así, aunque la mayor parte de las dos tribus dominantes, parece
haber sido idólatra como los Mequeses, estos miraban
a toda la población como judía, y la menospreciaban por consiguiente.
En cuanto a Mahoma participaba de las prevenciones de
sus conciudadanos, contra los Yemenitas y los agricultores. Se cuenta que
oyendo recitar a uno este verso: «Yo soy Himyarita,
mis abuelos no eran ni de Rabia ni de Modhar,» Mahoma
le dijo: «Tanto peor para ti, este origen te aleja de Dios y de su
Profeta.» Se dice también que viendo la reja de un arado en la morada de
un Medinés, dijo a este último: «Nunca semejante objeto entra en una casa sin
que la deshonra no entre con él.» Pero desesperado de convertir a su doctrina a
los mercaderes y a los nómadas de su propia raza, y creyendo su vida amenazada
después de la muerte de su tío y su protector Abu-Talib, se vió reducido a olvidar sus prejuicios y a aceptar apoyo de
cualquiera parte que viniera. Recibió, pues, con alegría, las insinuaciones de
los Árabes de Medina, para los cuales, las malas pasadas y las persecuciones
que había sufrido de los Mequeses, eran su mayor
recomendación y su mejor título.
El gran «juramento de Acaba» unió para siempre la
suerte de los Medineses, a la de Mahoma. Rompiendo un lazo que los Árabes
respetan más que ningún otro el Profeta se separó de su tribu, vino a
establecerse en Medina con sus sectarios de la Meca que tomaron desde entonces
el nombre de «Refugiados,» desencadenó contra sus contributos la lengua mordaz de los poetas Medineses, y proclamó la guerra Santa. Animados
por un celo entusiasta y menospreciando la muerte, porque estaban seguros de ir
al Paraíso si eran muertos por los idólatras, los Ausy los Khazradj, confundidos entonces bajo el nombre de
«Defensores,» hicieron prodigios de valor. La lucha entre ellos y los paganos
de la Meca, se prolongó durante ocho años. En este intervalo, el terror que
las armas musulmanas difundían por todas partes, decidió a muchas tribus a que
adoptasen la nueva creencia; pero las conversiones espontáneas, sinceras y
durables, fueron pocas. En fin, la conquista de la Meca vino a poner el sello
al poder de Mahoma. Los Medineses se habían prometido hacer pagar caro en este
día a los orgullosos mercaderes su insoportable menosprecio: «Hoy es el día de
la matanza; el día en que nada será respetado!» había dicho el jefe de los Karzradj. La esperanza de los Medineses fue burlada: Mahoma
quitó el mando a aquel jefe, y ordenó a sus generales la mayor moderación. Los Mequeses asistieron silenciosos a la destrucción de
los ídolos de su templo, verdadero panteón de la Arabia que encerraba 360 divinidades,
adoradas por otras tantas tribus, y con la ira en el pecho, reconocieron en
Mahoma al enviado de Dios; prometiéndose interiormente, vengarse un día de
aquellos rústicos, de aquellos judíos de Medina, que habían tenido la
insolencia de vencerlos.
Después de la toma de la Meca, las tribus aun
idólatras, pronto conocieron que ya la resistencia era imposible, y la amenaza
de una guerra de exterminio les hizo adoptar el Islamismo, que los generales de
Mahoma les predicaban con el Corán en una mano y la cimitarra en la otra. Una
conversión bastante notable fue de los Thakif,
tribu que habitaba en Taif, y que antes hablan
arrojado a pedradas al Profeta. Por boca de sus enviados anunciaron que estaban
dispuestos a hacerse musulmanes; pero a condición de conservar a su ídolo Lat durante tres años y de no orar. «Tres años de
idolatría es demasiado, y ¿qué es una religión sin oraciones?» les dijo
Mahoma. Entonces los enviados redujeron su demanda, se regateó mucho tiempo,
en fin, las dos partes contratantes se fijaron en condiciones tales como estas:
los Thakif no pagarán diezmos, no tomarán parte en la
guerra Santa, no se prosternarán durante la oración; conservarán a Lat un año, y pasado este término no serán obligados a
destruir este ídolo con sus propias manos. Sin embargo, Mahoma conservaba
algunos escrúpulos; temía el qué dirán «Que semejante consideración no os
detenga, le dijeron entonces los enviados. «Si los Árabes os preguntan porqué habéis hecho semejante tratado, no tenéis más que
contestarles: «Dios me lo ordenó.»
Habiendo parecido al Profeta este argumento
perentorio, se puso en seguida a dictar un acta que comenzaba así: «En el
nombre de Dios clemente y misericordioso: por este acto ha sido convenido entre
Mahoma el enviado de Dios y los Thakif, que estos no
serán obligados ni a pagar diezmos ni a tomar parte en la guerra Santa...».
—Habéis mancillado el corazón del Profeta, dijo; que Dios abrase los vuestros
con el fuego.
—No hablamos con vos, replicó el diputado Thakifita sin inmutarse, sino a Mahoma.
—Bien, dijo entonces el Profeta: no quiero semejante
tratado. Tenéis que abrazar el Islamismo, pura y simplemente, y observar todos
sus preceptos sin excepción; de lo contrario preparaos a la guerra.
—Por lo menos permitidnos guardar a Lat todavia, durante seis meses, dijeron los Thakifitas, contrariados.
—No.
—Durante un mes siquiera.
—Ni durante una hora.
Y los enviados volvieron a su tribu acompañados de
soldados musulmanes que destruyeron a Lat en medio de
las lamentaciones y de los gritos de desesperación de las mujeres.
Y sin embargo, esta extraña conversión fue la más
duradera de todas. Cuando más tarde la Arabia entera abjuró el Islamismo, los Thakifitas le permanecieron fieles. ¿Qué debe, pensarse
pues, de las otras conversiones?
Para apostatar solo se esperaba la muerte de Mahoma.
Muchas provincias no tuvieron paciencia para tanto; las nuevas de su enfermedad
bastaron para hacer estallar la revolución, en el Nadjad,
en el Yemana y en el Yemen. Cada una de estas tres
provincias tuvo su pretendido profeta, émulo y rival de Mahoma, quien supo en
su lecho de muerte, que el jefe de la insurrección del Yemen Aihala el negro, señor que juntaba a inmensas riquezas una
elocuencia arrebatadora, había arrojado a los empleados musulmanes y se había
apoderado de Nadjran; de Sana, de todo el Yemen en
fin.
Así vacilaba ya el inmenso edificio cuando Mahoma
lanzó el último suspiro. (632). Su muerte fue la señal de una insurrección
formidable y casi universal. Donde quiera, los insurgentes llevaban la mejor
parte; todos los días se veían entrar en Medina empleados musulmanes,
refugiados y defensores arrojados por los rebeldes de sus distritos, y las
tribus más próximas se preparaban a sitiar Medina.
Digno sucesor de Mahoma, y lleno de confianza en los
destinos del Islamismo, el Califa Abu-Bakr no vaciló
un momento, en medio de la gravedad del peligro. No tenía ejército. Fiel a la
voluntad de Mahoma, lo había enviado a la Siria, a pesar de las reclamaciones
de los musulmanes, que previendo los riesgos que les amenazaban, le habían
suplicado dilatara esa expedición. «No revocaré una orden dada por el Profeta,
había contestado. Aunque Medina quedara expuesta a la invasión de las fieras,
esas tropas han de cumplir la voluntad de Mahoma.» Si hubiera consentido en
transigir, hubiese podido comprar con algunas concesiones la neutralidad o la
alianza de muchas tribus del Nadjd, cuyos diputados
vinieron a proponerle que, si quería eximirlos del impuesto, continuarían
rezando las oraciones musulmanas. Los musulmanes principales eran de opinión
de no disgustar a estos diputados. Solo Abu-Bakr rechazó toda clase de transacción, como indigna de la santa causa que iban a
defender. «La ley del Islamismo, dijo, es una e indivisible, y no admite distinción
entre sus preceptos.» —«Tiene él solo más fé que
todos nosotros juntos», dijo entonces Omar. Decía bien, el secreto de la
fuerza y de la grandeza del primer Califa consistía en esto. Según el
testimonio del mismo Mahoma, todos sus discípulos habían dudado un instante
antes de reconocer su misión, excepto Abu-Bakr. Sin
una originalidad bien caracterizada, sin ser un grande hombre, era el hombre de
la situación, poseía lo que en otro tiempo había dado a Mahoma la victoria, lo
que faltaba a sus enemigos: una convicción inquebrantable.
Hubo poca unión en el ataque de los insurgentes, que
ya divididos entre sí, se degollaban unos a otros. Abu-Bakr,
que había hecho armar a todos los hombres que se hallaban en estado de
combatir, tuvo tiempo de rendir a las tribus más vecinas. Luego, cuando las
tribus fieles del Hidjaz hubieron suministrado su
contingente de hombres y caballos, y volvió del Norte el ejército principal,
trayendo de su expedición un botín considerable, tomó atrevidamente la ofensiva
y dividió sus tropas en muchas divisiones, que poca numerosas al partir
engrosaron en el camino por la reunión de una multitud de Árabes a que el
miedo o la esperanza del despojo atrajeron a las banderas musulmanas. En el Nadjd, Khalid, tan sanguinario
como intrépido, atacó las hordas de Tolaiha, que
antes contaba por miles los hombres en su ejército, pero que esta vez,
olvidando su deber de guerrero y no recordando más que su papel de profeta,
esperaba lejos del campo de batalla, y envuelto en su manto, inspiraciones del
cielo. Por mucho tiempo las esperó en vano; pero cuando sus tropas comenzaron a
huir recibió la inspiración. «Haced lo que yo si podéis» gritó a sus
compañeros, y saltando sobre su caballo escapó a rienda suelta. Aquel día los
vencedores no hicieron prisioneros. «Destruid a los apóstatas sin piedad, con
el hierro, con el fuego, con todo género de suplicios!» he aquí las
instrucciones que Abu-Bakr había dado a Khalid.
Precedido de la fama de sus victorias y de sus
crueldades Khalid, marchó contra Moselima,
el Profeta del Yemana, que acababa de derrotar dos
ejércitos musulmanes, uno en pos de otro. La pelea
fue terrible. Al principio los insurrectos llevaron ventaja, penetrando hasta
la misma tienda de Khalid. Sin embargo, este general
logró rechazarlos a la llanura que separaba entrambos campos. Después de
muchas horas de tenaz resistencia, los insurgentes fueron derrotados en todas
partes. «¡Al campamento! ¡al campamento!» gritan, y se retiran a un vasto
recinto ceñido de un grueso muro, y defendido por una puerta sólida. Síguenlos los musulmanes, sedientos de sangre. Con una
audacia inaudita; dos de ellos escalan la muralla, y se dejan caer en el
interior para abrirla puerta. El uno acribillado de heridas sucumbe al
instante; más feliz el otro, coge la llave y la arroja por el muro a sus
compañeros. Abrese la puerta, y los musulmanes
penetran como un torrente. Entonces comienza una horrible carnicería en esta
palestra en que era imposible la fuga. En esta «Palestra de la muerte» los
insurgentes en número de diez mil fueron degollados hasta el último.
Mientras que el feroz Kalid ahogaba así en torrentes de sangre, la insurrección de la Arabia Central, otros generales hacían otro tanto en las provincias del Mediodía. En el Bahren el campamento de los Bacritas fue sorprendido durante una orgía, y ellos pasados a cuchillo. Sin embargo, algunos que tuvieron tiempo de huir, alcanzaron la orilla del mar y se refugiaron en la isla de Daren. Pronto los musulmanes vinieron a sitiarlos y los degollaron a todos. Igual carnicería en el Oman y en el Mahra, en el Yemen y en el Hadhramot. Aquí los restos de las bandas de Aihala-el-Negro después de haber pedido en vano cuartel al general musulmán, fueron exterminados; allí el comandante de una fortaleza, no pudo obtener, rindiéndose, más que una promesa de amnistía para diez personas, el resto de la guarnición perdió la vida; en otra parte, un camino entero quedó por mucho tiempo infestado por las emanaciones pútridas que exhalaban los innumerables cadáveres de los insurgentes. Si estos mares de sangre no convencieron a los Árabes
de la verdad de la religión predicada por Mahoma, les hicieron reconocer al
menos en el Islamismo un poder irresistible, y en algún modo sobrenatural.
Diezmados por la espada, llenos de terror y de asombro se resignaron a ser
musulmanes, o al menos a parecerlo, y el Califa para no dejarles tiempo de
volver del susto, los lanzó de seguida sobre el imperio romano y la Persia, es
decir, sobre dos Estados fáciles de conquistar, porque estaban hacía mucho
tiempo desgarrados por la discordia, enervados por la servidumbre, o
gangrenados por todos los refinamientos de la corrupción. Inmensas riquezas y
vastos dominios indemnizaron a los Arabes de su
sumisión a la ley del Profeta de la Meca.
No se pensó ya en apostatar: —la apostasía era la muerte;—sobre este punto la ley de Mahoma era inexorable—mas también se pensó rara vez en la piedad sincera, en el celo por la fé.—Por los medios más horribles y más atroces se había obtenido la conversión aparente de los Beduinos; era lo suficiente, era todo lo que se tenía derecho a esperar de parte de estos desgraciados, que habían visto perecer a sus padres, a sus hermanos y a sus hijos por la espada de Khalid o de otros piadosos verdugos émulos suyos. Por mucho tiempo las masas neutralizaron con su resistencia pasiva las medidas que tomaban los musulmanes fervientes para instruirlos; no conocían los preceptos de la religión, y no se cuidaban de conocerlos. Bajo el Califato de Omar I un árabe anciano había convenido con un joven que le cedería su mujer cada dos noches y que el joven en cambio le guardaría su rebaño. Habiendo llegado a oídos del Califa este pacto singular, hizo comparecer a los dos y les preguntó si no sabían que el Islamismo prohibía dividir su mujer con otro. Ellos juraron que no lo sabían. Otro se había casado con dos hermanas: «¿No sabes, le preguntó el Califa, que la religión no permite hacer lo que has hecho? —No, le respondió el otro: lo ignoraba completamente, y confieso que no veo nada de reprensible en el acto que condenáis. —El texto de la ley es sin embargo terminante. Repudia enseguida una de las dos hermanas, o te corto la cabeza. —¿Habláis formalmente? —Muy formalmente. —Pues es una religión detestable la que prohíbe semejantes cosas, y yo jamás he sacado de ella provecho alguno. El infeliz no
presumía, tan grande era su ignorancia que hablando así se exponía a ser
decapitado como blasfemo o como apóstata. Un siglo después ninguna de las tribus
árabes establecidas en Egipto sabía aun lo permitido ni lo prohibido por el
Profeta: se hablaba con entusiasmo de los antiguos tiempos, de las guerras y de
los héroes del paganismo, pero ninguno hablaba de religión. Hacia la misma
época los Árabes acantonados en el norte del África, estaban en el mismo caso,
poco más o menos. Estas buenas gentes bebían vino sin sospechar siquiera que
Mahoma lo hubiera prohibido. Lo extrañaron mucho cuando los misioneros enviados
por el Califa Omar II fueron a decírselo. Había también musulmanes que no
conocían del Corán más que las palabras: «En el nombre de Dios clemente y
misericordioso.» ¿Hubiera sido mayor el celo para la fé si los medios empleados para la conversión hubieran sido menos execrables? Es
posible, pero no seguro. En todos tiempos ha sido sumamente difícil vencer la
tibieza religiosa de los Beduinos. En nuestros días los Wahabitas, secta
rígida y austera que proscribe el lujo y las supersticiones con que el
Islamismo se ha manchado con el trascurso del tiempo, secta que ha tomado por
divisa: el Corán y nada más que el Corán, como Lutero
había tomado por la suya «la «Biblia y nada más que la Biblia,»—en nuestros
días los Wahabitas han ensayado, pero en vano, arrancar a los Beduinos de su
indiferencia religiosa. Raras veces han apelado a la violencia, y si han
encontrado devotos partidarios entre los Árabes sedentarios, no así entre los
Beduinos, que han conservado el carácter árabe en toda su pureza. Aunque
convinieran en miras políticas con los novadores, aunque las tribus colocadas
más inmediatamente bajo la inspección de los Wahabitas, se vieran obligadas a
observar con más exactitud los deberes religiosos, y aunque algunos de ellos,
por su interés aparentasen un celo próximo al fanatismo—los Beduinos no se
hicieron por eso más religiosos en el fondo, y tan luego como el poder de los
Wahabitas fue anonadado por Mohammed-Alí, se apresuraron a dejar unas
ceremonias que los aburrían en extremo. «Hoy dice un viajero moderno, poca o
ninguna religión se encuentra en el Desierto: allí nadie se cuida de las leyes
del Corán.»
Por lo demás, si los Árabes aceptaron la revolución
como un hecho consumado, del que era imposible retroceder, no perdonaron a los
que la habían realizado, ni menos se conformaron con la jerarquía social que de
ella derivaba. La oposición tomó, pues, otro carácter, de lucha de principios
se trocó en querella personal.
Hasta cierto punto las familias nobles, es decir,
aquellas que durante muchas generaciones habían estado a la cabeza de sus
tribus, no sufrieron a consecuencia de la revolución. Cierto es que la opinión
de Mahoma sobre la existencia de la nobleza había vacilado. Ya predicaba la
igualdad completa, ya reconocía la aristocracia. Había dicho: «No más soberbia
pagana, no más orgullo fundado en los abuelos! Todos los hombres son hijos de
Adán, y Adán fue formado del polvo: el más estimable a los ojos de Dios es el
que lo teme más». Había dicho también: «Los hombres son iguales como los
dientes de un peine; la fuerza de la constitución produce solo la superioridad
de los unos sobre los otros.» Pero en cambio también había dicho: «Los que eran
nobles bajo el paganismo, quedan nobles bajo el Islamismo, si ellos prestan
homenaje a la verdadera sabiduría» (es decir, si se hacen musulmanes.) Así
Mahoma tuvo alguna vez el capricho de abolir la nobleza pero no se atrevió o no
pudo hacerlo. Subsistió pues la nobleza, conservó sus prerrogativas y
permaneció a la cabeza de las tribus; porque Mahoma lejos de pensar en hacer
de los Árabes una verdadera nación, lo que hubiera sido imposible, conservó aquella
organización que hizo emanar de Dios mismo, y no viviendo más que para sí,
cada una de estas pequeñas sociedades, solo de sí misma se ocupaba, no
interesándose por otros negocios que los que les concernían. En la guerra
formaban cuerpos separados, con bandera propia, que llevaba el jeque o el
guerrero designado por él, en las ciudades, cada tribu tenía su barrio su caravanserrallo, y hasta su cementerio.
Verdad es que el derecho de nombrar jeque de tribu
pertenecía al Califa; pero es necesario distinguir aquí entre el derecho y el
hecho. En primer lugar, el Califa no podía dar el mando de una tribu más que a
persona que formara parte de ella, porque les Árabes obedecían a regañadientes
a un «extranjero» o no le obedecían. Así Mahoma y Abu-Bakr,
conformándose casi siempre a esta costumbre, investían con esta autoridad
aquellos hombres cuya influencia personal era ya conocida, y bajo Omar se ve a
los Árabes exigir como derecho no tener por jeques más que contribunos.
Pero de ordinario las tribus elegían por sí sus jeques, y el Califa se limitaba
a confirmar su elección, uso que en el siglo presente ha sido observado
también por el príncipe Wahabita.
La antigua nobleza había conservado su posición; pero
sobre ella se levantaba otra. Mahoma y sus dos inmediatos sucesores confiaron
los puestos más importantes, tales como el mando de los ejércitos y el
gobierno de las provincias a los antiguos musulmanes, a los Emigrados y a los
Defensores. Bien lo necesitaba, pues que eran casi los únicos musulmanes
sinceros, los únicos, a los que pudieran confiarse el gobierno temporal y
espiritual. ¿Qué confianza podía tenerse en jeques de tribus siempre poco
ortodoxos y a veces ateos; como aquel Oyena jeque
de los Fazara, que decia:
«Si Dios existiera yo le juraría por su nombre que nunca he creído en él?» La
preferencia concedida a los Emigrados y Defensores, era pues, natural y
legitima, pero no menos ofensiva para el orgullo de los jeques de tribu, que se
veían postergados a ciudadanos, a agricultores, a hombres salidos de la nada.
Sus contributos que identificaban siempre su honor
con el de sus jeques, se indignaban igualmente esperando con Impaciencia una
ocasión favorable para apoyar con las armas las pretensiones de aquellos y
acabar con esos devotos que habían degollado a sus parientes.
Iguales sentimientos de envidia y de odio implacable
animaban a la aristocracia de la Meca, de que eran jefes los Omeyas. Arrogante
y orgullosa veía con mal disimulado despecho que los antiguos musulmanas
formaban exclusivamente el Consejo del Califa. Cierto que Abu-Bakr quiso hacerla tomar parte en las deliberaciones,
pero Omar se opuso enérgicamente a este designio, y su opinión prevaleció.
Veremos ahora cómo esta aristocracia trató primero de apoderarse del mando,
sin recurrir a la fuerza, pero bien puede predecirse que si su tentativa se
frustrara, habrá de encontrar fácilmente aliados contra Emigrados y Medineses,
entre los jeques de las tribus beduinas.
HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110)
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