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LIBRO PRIMERO

LAS GUERRAS CIVULES

XVI

 

Abderramán había conseguido sus deseos. El proscripto, que lanzado de un lado a otro durante cinco años por todos los azares de una vida aventurera, había errado de tribu en tribu por los desiertos del África, había llegado al cabo a ser dueño de un gran país, y sus más declarados enemigos habían perdido la vida.

No gozó sin embargo pacíficamente de lo que había alcanzado con la perfidia y el asesinato. Su poder no tenia raíces en España solo lo debía al apoyo de los Yemenitas, y desde el principio había podido convencerse de cuán precario era este apoyo. Ardiendo en deseos de vengarse de la derrota de Secunda, y de recobrar la hegemonía de que habían estado privados tanto tiempo, la causa de Abderramán no era para ellos mas que un pretexto: en realidad, mejor hubieran querido elevar al emirato a alguno de los suyos, si sus celos recíprocos se lo hubieran tolerado, y era de prever que volviesen sus armas contra el príncipe en cuanto fuera vencido el enemigo común. En efecto, no dejaron de hacerlo, y durante sus treinta y dos años de reinado vio Abderramán I su autoridad contestada, ya por los Yemenitas, ya por los Bereberes, ya en fin, por los Fihiritas, que aunque batidos muchas veces se levantaban después de cada derrota con nuevas fuerzas, como aquel gigante de la fábula a quien Hércules derribaba siempre en vano. Felizmente para él no había nunca unión entre los jeques árabes, que tomaban las armas, ya para vengar agravios personales, ya para satisfacer un simple capricho, conocían confusamente que para vencer al emir era necesaria una confederación de toda la nobleza; pero ellos no tenían el hábito de concertarse y de obrar unidos. Gracias a esta falta de unión de sus enemigos, gracias también a su infatigable actividad y a su política ya pérfida y astuta, ya violenta, pero casi siempre hábil, bien calculada y adaptada a las circunstancias, Abderramán supo sostenerse aunque solo apoyado por sus clientes, algunos jeques que se le habían adherido, y los soldados bereberes que había hecho venir de África.

Entre las más formidables de las numerosas revueltas intentadas por los Yemenitas es preciso contar la de Allah Ibn-Moghih que estalló el año 763. Dos años antes, el partido fihirita, de que Hixem ibn-Ozra, hijo de un antiguo gobernador de la Península, era jeque entonces, se había sublevado en Toledo, y el emir no había conseguido aun reducir esta ciudad cuando Allah nombrado gobernador de España por el califa abasida Almanzor, desembarcó en la provincia de Beja y enarboló el estandarte negro que le había dado el califa. Ninguno más propio para reunir los diferentes partidos; puesto que no representaba esta ni aquella fracción, sino la universalidad de los musulmanes. Así los Fihiritas de esta parte de España se juntaron a los Yemenitas, y la posición de Abderramán, asediado en Carmona, durante dos meses, llegó a ser tan crítica que se decidió a jugar el todo por el todo. Habiendo sabido que gran número de sus enemigos, fatigados por lo largo del sitio, se habían vuelto a sus hogares bajo diversos pretextos, eligió setecientos hombres, los mejores de la guarnición, y haciendo encender una gran hoguera cerca de la Puerta de Sevilla, les dijo: «Amigos míos, es preciso vencer o morir. Echemos en ese fuego las vainas de nuestras espadas, y juremos morir como bravos, si no podemos alcanzar la victoria.» Lanzaron todos a las llamas las vainas de sus espadas, y saliendo de la ciudad se precipitaron sobre los sitiadores, con tal ímpetu, que estos, después de haber perdido, a lo que se asegura, sus jefes y siete mil de los suyos, emprendieron la fuga en espantoso desorden.  El vencedor, irritado, hizo cortar la cabeza al cadáver de Allah y a los de sus principales compañeros, y queriendo quitarle al califa abasida las ganas de disputarle a España, hizo limpiar estas cabezas, llenarlas de sal y de alcanfor, y después de colocar en la oreja de cada una un papel en que se declaraba el nombre y la calidad de aquel a quien había pertenecido, las hizo meter en un saco, juntando a ellas el estandarte negro, el diploma por el que Almanzor nombraba a Allah gobernador de España, y una relación escrita de la derrota de los Insurgentes. Con dádivas comprometió a un comerciante de Córdoba a llevar este saco a Cairawan, donde le llamaban negocios de comercio, y a colocarlo durante la noche en el zoco de esta ciudad. El comerciante cumplió su misión sin ser descubierto, y se dice que Almanzor, noticioso de ello, exclamó aterrorizado: «Doy gracias a Dios que ha puesto un mar entre semejante enemigo y yo.»

La victoria obtenida sobre el partido abasida fue pronto seguida de la rendición de Toledo (764). Cansados de la larga guerra que tenían que sostener los Toledanos, entraron en parlamentos con Badr y Tamman que mandaban el ejército del príncipe, y obtuvieron la amnistía después de haber entregado sus jefes. Cuando los llevaban a Córdoba, el emir envió a su encuentro un barbero, un sastre y un cestero. Según las órdenes que habían recibido el barbero afeitó a los prisioneros la cabeza y la barba; el sastre les hizo túnicas de lana, el cestero canastas y los habitantes de Córdoba vieron llegar un día a la ciudad asnos con canastas, de donde salían cabezas calvas y bustos extrañamente rebosados en estrechas y mezquinas túnicas de lana. Perseguidos por los silbidos del populacho, los infelices Toledanos fueron paseados por la ciudad y crucificados en seguida.

La manera cruel con que Abderramán castigaba a los que habían osado desconocer su autoridad, muestra suficientemente que quería reinar por el terror, pero los Árabes, a juzgar por la rebelión de Matarí que estalló dos años después del suplicio de los nobles toledanos, no se dejaban intimidar fácilmente. Este Matarí era un jeque yemenita de Niebla. Una noche que había hecho libaciones demasiado copiosas, y en que la conversación había recaído sobre la matanza de los Yemenitas que habían combatido bajo el pendón de Allah, cogió su lanza, le ató un trapo, y juró vengar la muerte de sus aliados. Cuando despertó por la mañana había olvidado enteramente lo que había hecho la víspera, y al fijar los ojos en la lanza, transformada en estandarte, preguntó qué significaba aquello. Refiriósele entonces lo que había dicho y hecho la noche precedente, y lleno de terror exclamó: «Quitad al punto ese pañuelo de mi lanza, a fin de que no se divulgue mi indiscreción.» Pero antes que hubieran tenido tiempo de ejecutar esta orden: «No, dijo, dejad ese estandarte. Un hombre como yo no abandona un proyecto, sea el que quiera», y llamó a sus vasallos a las armas. Supo mantenerse algún tiempo, y cuando al fin fue muerto en el campo de batalla, sus compañeros continuaron defendiéndose con tanta tenacidad, que el emir se vio obligado a tratar con ellos y a concederles su gracia.

Llegó su vez a Abu Zabbab. Aunque Abderramán tuviera completa razón para desconfiar de este poderoso yemenita que había querido asesinarlo inmediatamente después de la batalla de Mozara, no juzgó sin embargo prudente romper con él, y le confió el gobierno de Sevilla; pero en el año 766, cuando ya no tuvo insurrectos que combatir, y se creyó bastante fuerte para no tener nada que temer de Abu Zabbah, lo destituyó de su puesto. Furioso Abu Zabbah, llamó a los Yemenitas a las armas. Pronto adquirió Abderramán la certeza de que la influencia de este jeque era mayor de lo que había creído. Entonces entabló negociaciones insidiosas; hizo proponer una entrevista al Sevillano, y le hizo entregar por Ibn-Khalib un salvoconducto firmado de su puño. Abu Zabbah vino entonces  a Córdoba, y, dejando los cuatrocientos caballeros que lo acompañaban a la puerta del palacio, tuvo con el emir una conversación secreta. Tratóle, según dicen, con palabras injuriosas. Entonces Abderramán trató de darle de puñaladas con su propia mano; pero la vigorosa resistencia del jeque sevillano le obligó a llamar a sus guardias y hacerle matar por ellos. Acaso hubo mas premeditación en este homicidio de la que los clientes ommiadas, que han escrito la historia de sus patronos han querido confesar.

Cuando Abu Zabbah expiró, Abderramán hizo echar una manta sobre su cadáver, y borrar cuidadosamente las huellas de su sangre, y habiendo luego mandado venir a sus visires, les dijo que Abu Zabbah estaba prisionero en palacio, y les preguntó si convendría matarlo. Todos le aconsejaron no hacerlo. «Sería muy peligroso, le dijeron, porque los jinetes de Abu Zabbah están a las puertas de palacio y vuestras tropas ausentes.» Uno solo no participó de su opinión; era un pariente del emir que expresó la suya en estos versos:

«Hijo de los califas, os doy un buen consejo, induciéndoos a matar a ese hombre, que os odia, y que arde en deseos de vengarse de vos. Que no se os escape, porque si queda con vida será para nosotros el origen de una gran desgracia. Concluid con él y quedaréis desembarazado de una gran enfermedad. Sepultadle en el pecho una buena hoja damasquina: cuando se trate de semejante hombre, hasta la violencia es generosidad.»

«Sabed, pues, replicó entonces Abderramán, que lo he hecho matar», y sin atender a la sorpresa de sus visires levantó la manta extendida sobre el cadáver.

Los visires que no habían desaprobado la muerte de Abu Zabbah, sino porque temían el efecto que semejante violencia había de producir en sus acompañantes, conocieron muy luego que semejante temor carecía de fundamento, pues cuando un empleado de palacio les anunció que su jeque no existía, y que ellos podían marcharse, se retiraron tranquilamente; circunstancia extraña que hace suponer, si Abderramán, no queriendo obrar sino sobre seguro, los había corrompido de antemano.

Un solo cliente omeya, tuvo sentimientos bastante elevados para condenar esta traición infame de que había sido instrumento sin saberlo; era Ibn-Khalid, el que había remitido al jeque sevillano el salvoconducto del emir. Se retiró a sus tierras y desde entonces rehusó contantemente aceptar ningún empleo.

Poco tiempo después de la muerte de Abu-Zabbah estalló una gran insurrección entre los Bereberes, que hasta entonces habían estado tranquilos. Fue excitada por un maestro de escuela, semi-fanático, semi-impostor, que vivía en el Este de España, y se llamaba Chakya. Pertenecía a la tribu bereber de Miknesa, pero ya sea que su cerebro se hubiera turbado con el estudio del Corán, las tradiciones relativas al Profeta y la historia de los primeros tiempos del islamismo, ya sea que la ambición le llevara a hacerse jefe de partido, creía o pretendía creer que descendía de Alí y de Fátima, la hija del Profeta. Los crédulos Berberiscos aceptaron esta impostura, tanto más fácilmente, cuanto que por una circunstancia fortuita, la madre del maestro de escuela se llamaba también Fátima, y cuando Chakya, o mas bien Abdallah, hijo de Mohammed, porque así era como se hacía llamar, vino a establecerse en el país que se estiendo entre el Guadiana y el Tajo, los Bereberes que constituían la mayoría de la población musulmana, y que estaban siempre dispuestos a tomar las armas cuando se lo ordenaba un marabut, acudieron en tropel bajo sus estandartes de tal manera, que pudo apoderarse sucesivamente de Sontebria de Mérida, de Coria y de Medellín. Batió las tropas que envió contra él el gobernador de Toledo; ganó a su causa los Bereberes que servían en la hueste del cliente omeya Obaidallah; atacó a los otros soldados de este general, los derrotó, se apoderó de su campo y supo siempre escapar a las persecuciones de Abderramán, retirándose a las montañas. En fin, después de seis años de guerra, Abderramán buscó y obtuvo el apoyo de un Berberisco que era en aquella época el jeque más poderoso en el Este de España, y que miraba con ojos celosos el poder y los triunfos del pretendido fatimita. Entonces se introdujo la discordia entre los Bereberes, y Chakya se vió obligado a abandonar Sontebria y a retirarse hacia el norte; pero mientras Abderramán marchaba contra él, asolando los campos y las aldeas de los Bereberes que se encontraba en su camino, estalló otra revuelta en el Oeste donde los Yemenitas no esperaban mas que una ocasión favorable para vengar la muerte de Abu Zabbah. El alejamiento del emir suministró esta ocasión y ellos marcharon sobre la capital, de que esperaban apoderarse por un golpe de mano, mandados por los parientes de Abu Zabbah que eran gobernadores de Beja y de Niebla y reforzados por los Bereberes del Oeste, trabajados hacía mucho tiempo a lo que parece por los emisarios del Marabut.

No bien hubo recibido Abderramán estas enojosas nuevas, cuando volvió apresuradamente a Córdoba, y rehusando detenerse ni una sola noche en su palacio, como se lo proponían, halló a sus enemigos atrincherados en la ribera del Bembezar. Habiéndose pasado los primeros días en escaramuzas poco importantes, Abderramán se valió de sus clientes bereberes, entre los que se hallaban los Beni-al-Khali, para separar a los Bereberes de su alianza con los Yemenitas. Habiéndose deslizado en el campo enemigo al caer la noche, los clientes hicieron comprender a los Bereberes que si el emir, único que podía defenderlos contra el odio celoso de los Árabes, perdía su trono, su expulsión sería la consecuencia inevitable. «Podéis contar, añadieron, con el reconocimiento del príncipe, si queréis abandonar una causa contraria a vuestros intereses y abrazar la suya.» Sus consejos prevalecieron: los Bereberes les prometieron hacer traición a los Yemenitas, cuando el combate, fijado para el día siguiente, se hubiera trabado. Cumplieron su promesa. Antes de la batalla, dijeron a los Yemenitas: «Nosotros no sabemos combatir más que a caballo, mientras que vosotros sabéis muy bien combatir a pie: dadnos todos los caballos que tenéis.» No teniendo ninguna razón para desconfiar de ellos, los Yemenitas consistieron en su demanda. Lugar tuvieron que arrepentirse, pues habiendo comenzado el combate, los Bereberes que habían obtenido caballos, fueron a juntarse a la caballería omeya, y mientras que cargaban vigorosamente a los Yemenitas, huyeron los otros Bereberes. Los Yemenitas fueron rotos por todas partes. Entonces comenzó una horrible carnicería. Los soldados de Abderramán, en su ciego furor herían indistintamente a todos los que encontraban, a despecho de la orden que habían recibido de perdonar a los Bereberes fugitivos. Treinta mil cadáveres cubrieron el campo de batalla, y fueron enterrados en una fosa que todavía se enseñaba en el siglo X.

La revolución de los Bereberes del centro, no fue reprimida sino después de diez años de guerra, cuando Chakya fue asesinado por dos de sus compañeros, y duraba aun cuando una confederación formidable llamó a España a un conquistador extranjero. Los miembros de esta confederación eran el Kelbita al-Arabi gobernador de Barcelona, el Fihirita Abderramen-ibn-Habib, yerno de Yusuf y apellidado el «Eslavo,» porque su cuerpo delgado y alto, su blonda cabellera y sus azules ojos recordaban el tipo de esta raza, de que muchos individuos vivían en España como esclavos, y en fin, Abul-Aswad, hijo de Yusuf, que Abderramán había condenado a cautividad perpetua, pero que había logrado burlar la vigilancia de sus carceleros, fingiéndose ciego. Al principio no se quiso creer en su ceguera. Se le hicieron sufrir las pruebas más difíciles, pero el deseo de libertad le hizo no descuidarse ni un momento, y representó su papel con tanta perseverancia y con tanto talento para engañar, que al cabo todo el mundo lo creyó. Viendo entonces que sus carceleros no hacían mucho caso de él, concertó su plan de evasión con uno de sus clientes que había obtenido permiso de venir de cuando en cuando a visitarlo. Y una mañana que llevaban los presos por un camino subterráneo al río, para que se lavasen, el cliente se apostó con algunos amigos y caballos en la ribera opuesta. Aprovechando un momento de descuido, Abul-Aswad se tiró al rio, lo atravesó a nado, montó a caballo, tomó a  galope el camino de Toledo y llegó sin obstáculo a esta ciudad.

Tan profundo era el odio que estos tres jefes profesaban a Abderramán, que resolvieron implorar el auxilio de Carlomagno, a pesar de que este conquistador, que ya llenaba el mundo con la fama de sus hazañas, era el más encarnizado enemigo del islamismo. Fueron, por consiguiente, en el año 777 a Paderborn, donde Carlomagno tenia entonces un Campo de Mayo, y le propusieron una alianza contra el emir de España. Carlomagno no vaciló en aceptar la proposición. Tenia entonces las manos libres, y podía pensar en nuevas conquistas. Los Sajones se habían sometido (así al menos lo creía) a su dominio y al cristianismo. Millares de ellos venían en aquel momento a bautizarse en Paderborn, y Wittekind, el más temible de sus jefes se había visto obli­gado a dejar el país y a buscar asilo en las tierras de un príncipe danés. Se convino pues, en que Carlomagno, franquearía el Pirineo, con numerosas tropas que al-Arabi y sus aliados del norte del Ebro le reconocieran por soberano, y que el «Eslavo» después de haber reclutado tropas berberiscas en África, las conduciría a la provincia de Todmir, (Murcia), donde secundaría el movimiento del norte, enarbolando el estandarte del califa abasida, aliado de Carlomagno. En cuanto a Abul-Aswad ignoramos la parte de España en que debía operar.

Esta formidable coalición, que no había decidido su plan de campaña, sino después de haberlo deliberado maduramente, amenazaba ser infinitamente más peligrosa para Abderramán que ninguna de las precedentes; afortunadamente para él la ejecución no correspondió a los preparativos. Verdad es que el «Eslavo» desembarcó con un ejército berberisco en la provincia de Todmir; pero llegó demasiado pronto y antes que Carlomagno hubiera pasado el Pirineo, así que cuando pidió socorros a al-Arabi, este le mandó a decir, que según el plan adoptado en Paderdorn, su papel era permanecer en el norte para secundar al ejército de Carlomagno. El odio entre Fihiritas y Yemenitas estaba demasiado arraigado para que no se supusiera traición por ambas partes. Creyéndose el «Eslavo» vendido por al-Arabi, volvió sus armas contra él, fue batido, y de vuelta a la provincia de Todmir, asesinado por un Berberisco de Oretum a quien imprudentemente había concedido su confianza, no sospechando que era un emisario de Abderramán.

En el momento, pues, en que el ejército de Carlomagno se aproximaba al Pirineo, uno de los tres jeques árabes con quienes contaba, había dejado de existir. El segundo, Abul-Aswad, lo apoyó tan débilmente que ninguna crónica franca ni árabe nos cuenta lo que hizo. No le quedaba, pues, mas que al-Arabi, y sus aliados del norte, tales como Abu-Thor, gobernador de Huesca y el cristiano Galindo, conde de la Cerdaña. Sin embargo, al-Arabi no habia permanecido inactivo. Secundado por el defensor Hosain ibn-Yahya, uno de los descendientes de aquel Sad ibn-Obada, que había aspirado el califato después de la muerte del Profeta, se había hecho dueño de Zaragoza. Pero cuando el ejército de Carlomagno llegó delante de las puertas de esta ciudad no pudo vencer la repugnancia que tenían sus correligionarios a admitir al rey de los franceses dentro de sus muros: el defensor Hosain ibn-Hahya, sobre todo, no hubiera podido consentirlo sin renegar de los recuerdos de su familia, que le eran tan sagrados. Viendo que no podía persuadir a sus conciudadanos, y no queriendo que Carlomagno supusiera que lo había engañado, al-Arabi se puso en sus manos espontáneamente.

Había debido, pues, Carlomagno empezar el sitio de Zaragoza cuando recibió una noticia que trastornó todos sus proyectos: Wittekind había vuelto a Sajonia; a su voz los Sajones habían vuelto a tomar las armas, aprovechando la ausencia del ejército franco, y llevándolo todo a sangre y fuego habían penetrado ya hasta el Rin, apoderándose de Deutz, frente a Colonia.

Obligado a dejar a toda prisa las orillas del Ebro para volver a las del Rin, Carlo­magno marcho hacia Roncesvalles. Entre las rocas y las selvas que dominan el fondo septentrional de este valle, se habían emboscado los Vascos, llevados por su odio inveterado contra los francos, y ávidos de botín. Desfilaba el ejército franco en estrecha línea delgada y larga, como lo exigía lo angosto del terreno. Los Vascos dejaron pasar la vanguardia, pero cuando llegó la retaguardia embarazada con los bagajes, se precipitaron sobre ella y aprovechando la ligereza de sus armas y la ventaja de su posición, la arrojaron al fondo del valle, mataron después de un tenaz combate hasta el último, y entre ellos a Rolando, capitán de la frontera de Bretaña: luego saquearon los bagajes y protegidos por las sombras de la noche, que ya espesaban, se desparramaron por diversos lugares con extrema celeridad.

Tal fue el desastroso fin de esta expedición de Carlomagno, emprendida con tan felicísimos auspicios. Todos contribuyeron a que se malograse, excepto el emir cordobés contra quien iba dirigida, pero el que se apresuró al menos a aprovecharse de las ventajas que debía a sus rebeldes súbditos de Zaragoza, a los Vascos cristianos y a un jefe sajón, cuyo nombre mismo le era acaso desconocido, y marchó contra Zaragoza para obligarle a volver la obediencia. Antes que hubiese llegado al término de su viaje, al-Arabi que había acompañado en su retirada a Carlomagno, y que después había vuelto a Zaragoza, había dejado de existir. El defensor Hosain que lo consideraba como un traidor a su religión, le hizo dar de puñaladas en la mezquita. Asediado ahora por Abderramán, Hosain se sometió. Mas tarde levantó de nuevo el estandarte de la rebelión, pero entonces sus conciudadanos asediados de nuevo, lo entregaron a Abderramán, que después de haberle hecho cortar los pies y manos, lo hizo matar a golpes de maza. Dueño de Zaragoza el emir, atacó a los Vascos e hizo tributario al conde de la Cerdaña. Por último, Abul-Awas intentó aun otra revolución, pero en la batalla de Guadalimar le hizo traición el general que mandaba su ala derecha y los cadáveres de cuatro mil de sus compañeros sirvieron de pasto a los lobos y a los buitres.»

Abderramán había pues salido vencedor de todas las guerras que tuvo que sostener contra sus súbditos. Sus triunfos imponían admiración hasta a sus mismos enemigos. Se cuenta, por ejemplo, que el califa abasida Almanzor, preguntó un día a sus cortesanos: «¿Cual es vuestra opinión el que merece ser llamado el Sacre de Corech?». Creyendo que el Califa ambicionaba este título, los cortesanos contestaron sin vacilar: «Sois vos, príncipe de los creyentes, que habéis vencido a poderosos príncipes, domado tantas revueltas y puesto término a las discordias civiles—No soy yo,» replicó el califa. Los cortesanos nombraron entonces a Moawia I y Abdelmelic. «Ni uno ni otro, dijo el Califa: en cuanto a Moawia, Omar y Othman, le habían allanado el camino, y en cuanto a Abdelmelic, estaba apoyado por un partido poderoso. El Sacre de los de Corech es Abderramán, hijo de Moawia, que después de haber recorrido solo los desiertos del Asia y del África tuvo la audacia de aventurarse sin ejército en un país que le era desconocido y situado al otro lado del mar. Sin mas apoyo que su habilidad y su perseverancia, ha sabido humillar a sus orgullosos adversarios, matar los rebeldes, mantener seguras sus fronteras contra los ataques de los cristianos, fundar una gran imperio y reunir bajo su cetro un país que parecía ya partido entre diversos jefes. Esto es lo que nadie ha hecho antes de él.» Estas mismas ideas expresaba Abderramán en sus versos con legítimo orgullo:

«Nadie como yo, impulsado por una noble indignación y desnudando la espada de doble filo,

Cruzó el desierto, surcó el mar y superando olas y estériles campos,

Conquistó un reino, fundó un poder y un mimbar independiente para la oración.

Organizó un ejército que se hallaba aniquilado, y pobló ciudades que se hallaban desiertas,

Y después llamó a su familia toda a paraje donde pudo venir como a su propia casa.

Y vino sin embargo, acosado del hambre, ahuyentado por las armas, fugitivo de la muerte.

Y obtuvo seguridad y hartura, y riquezas familiares.

¿Por ventura, el derecho de este sobre aquel no es superior al de bienhechor y patrono?»

Pero había pagado sus triunfos este tirano, pérfido, cruel, vengativo, despiadado y, si ningún jeque árabe, osaba ponérsele de frente, todos le maldecían en secreto. Ningún hombre de bien quería entrar a su servicio. Habiendo consultado a sus visires sobre la elección de un cadí de Córdoba, sus dos hijos Solimán e Hixem estuvieron de acuerdo (lo que sucedía rara vez) en recomendarle a Mozab, piadoso y virtuoso anciano. Abderramán lo hizo venir y le ofreció el cadiazgo. Pero persuadido Mozab que, bajo un príncipe que ponía su poder sobre las leyes, no sería sino instrumento de tiranía rehusó aceptarlo, a pesar de las reiteradas instancias del emir. Irritado con esta repulsa, Abderramán que no podía sufrir la menor contradicción, se retorcía ya el bigote, lo que en él era la señal de una terrible borrasca, y los cortesanos esperaban oír de su boca una sentencia de muerte. «Pero Dios, dice un cronista árabe, le hizo abandonar su culpable designio.» El venerable anciano le imponía involuntario respeto y dominando su ira, o disimulándola al menos se contentó con decirle: «Salde aquí y maldiga Dios a los que te han recomendado.»

Poco a poco vio escapársele hasta el apoyo con que hubiera debido contar en todas ocasiones, muchos de sus clientes lo abandonaron. Algunos de ellos, como Ibn-Khalib rehusaron seguirle en la vía de traiciones y crueldades en que se habla empeñado. Otros excitaron sus sospechas y Obaidallah fue de este número. Se decía que queriendo hacerse necesario al emir, que a lo que pensaba trataba de desembarazarse de él, habla favorecido la defección de su sobrino Wadjih que había abrazado el partido del pretendiente fatimita. Por su parte Abderramán, cuando lo tuvo en su poder lo trató con todo rigor, haciéndole cortar la cabeza, a pesar de las súplicas de Obaidallah. Algún tiempo después, Obaidallah fue acusado sin razón o con ella, de haber tomado parte en un complot urdido por dos parientes del emir; pero Abderramán no tenía en sus manos pruebas suficientes de su complicidad, y por poco escrupuloso que fuera, vacilaba en condenar a muerte, por una simple sospecha, al anciano a quien debía el trono. Fue, pues clemente a su manera. «Yo infligiré a Obaidallah un castigo que le sea más doloroso que la misma muerte;» y desde entonces le trató con una cruel indiferencia.

No hubo ninguno, hasta el fiel Badr, que no cayera en desgracia. Abderramán le confiscó los bienes, le prohibió salir de su casa, y acabó por relegarlo a una ciudad fronteriza; pero conviene decir que Badr se había apartado del respeto que debía a su señor, y le había enojado con sus quejas injustas e insolentes

Desavenido con sus clientes más considerados, Abderramán vio conspirar contra él hasta su propia familia. Desde que llegó a ser dueño de España, hizo venir a su corte a los Omeyas dispersos por el Asia y el África, los colmó de riquezas y honores, y solía decir a menudo: «El mayor beneficio que he recibido de Dios después del poder es el de estar en estado de ofrecer un asilo a mis parientes, y de hacerles bien. Confieso que mi orgullo se muestra halagado cuando ellos admiran la grandeza a «que he subido, y que no debo á nadie más que a Dios.» Pero estos Omeyas, movidos por la ambición o no pudiendo sufrir el despotismo quisquilloso del jefe de su familia, se pusieron a conspirar. La primera conspiración fue urdida por dos príncipes de la sangre y tres nobles, que fueron delatados, presos y decapitados. Años después fue tramada otra por Moghira, sobrino de Abderramán, y por Hodhail, que tenía que vengar aun la muerte de su padre Samail, estrangulado en prisión. Fueron delatados también y castigados del mismo modo. Cuando hubieron cesado de vivir, un cliente Omeya, entró donde estaba Abderramán. Le encontró solo, serio y abatido, con los ojos fijos en el suelo, y como perdido en tristes reflexiones. Adivinando lo que pasaba en el alma de su señor, quebrantado segunda vez en su orgullo de jefe de familia, y herido en sus más íntimas afecciones, el cliente se aproximó con precaución sin hablar palabra. «¡Qué parientes los míos! exclamó al fin Abderramán. Cuando procuraba asegurarme un trono, con peligro de mi vida, pensando en ellos tanto como en mi mismo. Habiendo logrado mi proyecto les rogué que vinieran aquí y he partido con ellos mi opulencia. ¡Y ahora quieren arrancarme lo que Dios me dio! Señor Omnipotente, tú los has castigado por su ingratitud, haciéndome conocer sus infames complots, y si les he quitado la vida ha sido por preservar la mía. Sin embargo, ¡qué triste es mi suerte! Sospecho de todos los miembros de mi familia, y por su parte todos ellos temen que yo atente contra sus vidas! ¿Qué confianza puede ya haber entre nosotros? ¿Qué relaciones pueden existir ya entre yo y mi hermano, el padre de ese desgraciado joven? ¡Cómo podré yo estar tranquilo a su lado, yo, que he condenado a su hijo a muerte! He roto los lazos que nos unían! ¿Cómo podrán mis ojos encontrar los suyos». Luego dirigiéndose a su cliente prosiguió: «Vete a buscar en este mismo instante a mi hermano, escúsame con él lo mejor que puedas, dale las cinco mil monedas de oro que ves ahí, y dile que se marche a la parte de África que quiera.»

El cliente obedeció en silencio y encontró al infortunado Walid medio muerto de miedo. Lo animó, le entregó la suma que el emir le remitía, y le refirió las palabras que le había oído decir. «Ay! dijo entónces Walid dando un profundo suspiro, el crimen cometido por otro, recae sobre mí! Este hijo rebelde que ha ido en busca de la muerte que merecía, me ha arrastrado en su pérdida, a mí, que no buscaba mas que el reposo, y que me habría contentado con un pequeño rinconcito en la tienda de mi hermano! Pero yo obedeceré su orden; es nuestro deber someternos a lo que Dios dispone!». Vuelto cerca de su Señor el cliente, le anunció que Walid hacía ya sus prepa­rativos para dejar España, y le repitió las palabras que le había escuchado. «Mi hermano dice la verdad, exclamó el príncipe sonriéndose con amargura, pero que no espere engañarme con esas palabras y ocultarme su entero pensamiento. Le conozco, y sé que si pudiera apagar con mi sangre su sed de venganza, no tendría un momento de vacilación.»

Execrado por los jeques árabes y bereberes, desavenido con sus clientes, vendido por su familia, Abderramán se encontró cada vez mas aislado. En sus primeros años de reinado, cuando gozaba aun de cierta popularidad, por lo menos en Córdoba, gustaba de recorrer casi solo las calles de la capital y mezclarse con el pueblo, ahora desconfiado y sombrío, se había hecho inaccesible, no salía nunca de su palacio, y cuando lo hacia era rodeado de numerosa guardia. Desde la gran insurrección de los Yemenitas y los Bereberes del Oeste, vio en el aumento de tropas mercenarias el único medio de mantener a sus súbditos en obediencia. Compró, pues, sus esclavos a los nobles para alistarlos, hizo venir de África una infinidad de Bereberes, y elevó así su ejército permanente hasta 40,000 hombres ciegamente adictos a su persona, pero completamente indiferentes a los intereses del país.

Acostumbrar a los Árabes y a los Bereberes á la obediencia, obligarlos a contraer hábitos de orden y de paz, tal era la constante preocupación de Abderramán. Para realizar este pensamiento empleó todos los medios a que recurrieron los reyes en el siglo XV, para triunfar del feudalismo. Pero era un triste estado aquel a que España se hallaba reducida, por la fatalidad de las circunstancias, un triste papel el que tendrían que representar los sucesores de Abderramán, el camino que les había trazado el fundador de su dinastía, era el despotismo del sable. Es verdad que un monarca no podía gobernar a Árabes y Bereberes de otro modo: si de una parte estaban la violencia y la tiranía, el desorden y la anarquía estaban de la otra. Las diferentes tribus hubieran podido formar otras tantas repúblicas unidas, acaso por un lazo federativo, contra el enemigo común, los cristianos del norte: esta hubiera sido una forma de gobierno en armonía con sus instintos y sus recuerdos, pero ni los Árabes ni los Bereberes estaban hechos para la monarquía.