web counter

cristoraul.org

LIBRO PRIMERO

LAS GUERRAS CIVILES

CAPÍTULO XIII

 

Cuando en el año de 750, Meruan II último Califa de la casa de los Omeyas halló la muerte en el Egipto, adonde había ido a refugiarse, se desató una cruel persecución contra su numerosa familia que los Abasidas usurpadores del trono querían exterminar. A un nieto del Califa Hixem, le cortaron un pie y una mano, y mutilado así lo pasearon montado en un burro por todas las ciudades y lugares de la Siria, acompañado de un heraldo que lo enseñaba como si fuese una fiera, pregonando: «He aquí A Aban, hijo de Moawia, el que se apellidaba el caballero más cumplido de los Omeyas!» Y duró este suplicio hasta que la muerte le puso término. Rehusando la princesa Abda, hija de Hixem, revelar dónde había escondido sus tesoros, la dieron al punto de puñaladas.

Pero la persecución fue tan violenta, que estuvo a punto de malograr su objeto. Muchos Omeyas consiguieron sustraerse a las persecuciones y esconderse entre las tribus beduinas. Viendo los Abasidas que sus victimas se les escapaban, y que no podrían completar su obra sanguinaria, sino con la astucia y la traición, repartieron una proclama de su Califa Abul-Abbas, en la que, confesando haberse excedido, prometía la amnistía a todos los Omeyas que vivieran aun. Mas de setenta cayeron en el lazo, y fueron asesinados a golpes de barras.

Dos hermanos, nietos ambos del Califa Hixem, Yahya y Abderramán habían escapado de esta horrible matanza. Cuando se dio la proclama del Califa Abasida, Yahya dijo a su hermano: «Esperemos un poco: si todo va bien, siempre tendremos tiempo de reunirnos al ejército de los Abasidas que se encuentra cerca de aquí, porque hasta ahora no tengo gran confianza en la amnistía que se nos ofrece: enviaré pues a su campo alguien que nos diga como tratan a nuestros parientes.»

Después de la matanza, la persona que Yahya envió al campo, volvió apresuradamente a traerle la nueva fatal; pero este hombre era perseguido de cerca por los soldados, que habían recibido la orden de matar a Yahya y Abderramán, y antes que el primero volviera del susto y pensara en los medios de fugarse, fue preso y degollado. Abderramán estaba de caza y esto lo salvó. Avisado por criados fieles de la infeliz suerte de su hermano, aprovechó la oscuridad de la noche para volver a su casa y les dijo a sus hermanas que iba a ponerse en salvo en otra casa que tenía en una aldea no lejos del Eufrates, encargándoles que se reunieran con él lo más pronto posible, con su herma­no y con su hijo.

Llegó sin novedad el joven príncipe a la aldea, y no tardó en hallarse rodeado de toda su familia. No pensaba permanecer allí mucho tiempo, decidido como estaba a pasar al África; pero creyendo que sus enemigos no habían de descubrir fácilmente su retiro, esperaba un momento en que sin mucho peligro, pudiera emprender este largo viaje.

Un día, Abderramán que padecía entonces una enfermedad en la vista, estaba acostado en una habitación oscura, cuando su hijo Solimán, que no tenía más que cuatro años, y que estaba jugando en la puerta de la calle, entró en su habitación, y asustado y llorando se echó contra su pecho.

«Déjame niño, le dijo su padre, no sabes que estoy malo? ¿Pero qué tienes? ¿Por qué ese miedo?»

El niño ocultó de nuevo su cabeza en el seno de su padre, llorando y sollozando.

«¿Qué tendrá? exclamó el príncipe levantándose, y abriendo la puerta vio a lo lejos los estandartes negros... El niño los había visto también, y se acordaba de que el día en que esos estandartes habían aparecido en la antigua casa de su padre había sido degollado su tío... Apenas tuvo tiempo de meter algunas monedas de oro en su bolsillo, y de despedirse de sus hermanas: «Me voy, les dijo: enviadme a mi liberto Badr que me encontrará en tal lugar, y decidle que me lleve lo que necesite, si Dios quiere que consiga salvarme.»

Mientras que la caballería abasida, después de haber cercado el pueblo registraba la casa que servía de refugio a la familia Omeya, sin encontrar más que dos mujeres y un niño, a quienes no hicieron ningún daño, Abderramán, acompañado de su hermano, de trece años de edad, fue a ocultarse a alguna distancia de la aldea, lo que no le fue difícil, porque el país estaba muy cubierto de árboles. Cuando llegó Badr, los hermanos se pusieron en camino y llegaron a las orillas del Eufrates. El príncipe se dirigió a un hombre conocido, le dio dinero y le envió á comprar provisiones y caballos. Este marchó acompañado de Badr, después de haber prometido cumplir su encargo. Pero desgraciadamente un esclavo de este hombre, había oído todo lo que se acababa de decir. Esperando una considerable recompensa, partió el traidor a todo correr a delatar al capitán Abasida el sitio en que los fugitivos se ocultaban. De repente aterrorizó a estos oír un galope de caballos. Apenas tuvieron tiempo de ocultarse en un jardín, pero ya los habían visto los jinetes, que comenzaron a cercarlo; un momento más y los dos hermanos hubieran sido degollados. No les quedaba mas partido que arrojarse al Eufrates y tratar de pasarlo a nado. El río era muy ancho, la empresa peligrosa, pero en su desesperación no dudaron intentarla, y se lanzaron precipitadamente al agua.

«Volveos, le gritaban los jinetes que veían escapárseles una presa que ya creían tener en las manos: volveos que no se os hará mal.»

Abderramán, que sabia lo que valían estas palabras, nadó mas aprisa. Cuando hubo llegado a la mitad del rio, se detuvo un momento para gritar que se apresurase a su hermano que se había quedado atrás. ¡Ay! el joven peor nadador que Abderramán, había tenido miedo de ahogarse, y, creyendo en las palabras de los soldados, volvía hacia la orilla.

«Ven, ven conmigo, querido hermano, yo te lo ruego, no creas en las promesas que te hacen» gritaba Abderramán, pero en vano.

«El otro se nos escapa, se dijeron los soldados, y el más animoso de ellos iba ya a desnudarse para echarse al Eufrates, cuando la anchura del rio le hizo cambiar de opinión. Abderramán, no fue pues perseguido, pero desde la otra orilla tuvo la pena de ver como los bárbaros soldados cortaban a su hermano la cabeza.

En Palestina se le reunieron su fiel Badry Selim, liberto de una de sus hermanas, que le traían dinero y pedrerías. En seguida partió con ellos para África, donde la autoridad de los Abasidas no había sido reconocida y donde muchos Omeyas habían encontrado asilo. Llegó allí sin obstáculo, y si hubiese querido, hubiera encontrado tranquilidad y sosiego; pero no era hombre capaz de resignarse a una existencia modesta y oscura. Sueños ambiciosos cruzaban sin cesar por su cabeza de veinte años. Alto, vigoroso, valiente, habiendo recibido una esmerada educación, y poseyendo talentos poco comunes, su instinto le decía que estaba llamado a brillantes destinos, y su espíritu aventurero y emprendedor se alimentaba con los recuerdos de su infancia, que desde que llevaba una vida pobre y errante, se despertaron con mayor viveza. Era creencia muy extendida entre los árabes, que cada uno lleva escrito su sino en los rasgos de su fisonomía; Abderramán lo creía como todo el mundo tanto más cuanto que una predicción hecho por Molesma, el hermano de su abuelo, que tenía la reputación de hábil fisonomista, respondía a sus más ardientes deseos. A la edad de diez años, muerto ya su padre Moawia, lo llevaron un día con sus hermanos a la Ruzafa. Era esta una soberbia posesión en el distrito de Kinnesrina, la residencia habitual del Califa Hixem. Es­tando estos dos niños a la puerta del palacio llegó Molesma, y deteniendo su caballo, preguntó quienes eran.

«Son los hijos de Moawia», le contestó su ayo.

«Pobres huérfanos» exclamó entonces Molsema, con los ojos llenos de lágrimas, y se los hizo presentar dos a dos.

Abderramán pareció agradarle más que los otros. Habiéndolo subido sobre el pomo de su silla, lo colmaba de caricias, cuando Hixem, saliendo de su palacio, preguntó a su hermano: «¿Quien es este niño?

—Es un hijo de Moawia, e inclinándose a su hermano le dijo al oído, pero bastante alto para que Abderramán pudiera oírlo: El gran acontecimiento se aproxima y este niño será el hombre que sabéis.

—¿Estáis bien seguro? preguntó Hixem.

—Sí, os lo juro, replicó Molesma, he reconocido los signos en su rostro y en su cuello.

Recordaba también Abderramán que desde entonces su abuelo tuvo por él una gran predilección, que muchas veces le enviaba regalos de que no participaban sus hermanos, y que le hacia ir a palacio todos los meses.

¿Qué significaban las misteriosas palabras pronunciadas por Molesma? Es lo que Abderramán no sabia precisamente, pero en la época en que fueron dichas, se habían hecho muchas predicciones del mismo género. El poder de los Omeyas estaba ya muy quebrantado, y en su inquietud, estos príncipes supersticiosos, como todos los orientales lo son, poco mas o menos, abrumaban a preguntas a adivinos, astrólogos, fisonomistas, en una palabra, a todos los que de un modo o de otro pretenden levantar el velo que cubre el porvenir.

No queriendo ni quitar toda esperanza a estos hombres que los colmaban de regalos ni arrullarlos con promesas que los sucesos vendrían bien pronto a desmentir, estos adeptos de las ciencias ocultas habían encontrado un término medio, diciendo que se hundiría el trono de las Omeyas, pero que un vástago de esta ilustre familia lo restablecería en alguna parte. Molesma parece haber estado preocupado con la misma idea.

Creíase pues, Abderramán destinado a sentarse en un trono: ¿pero en qué país debería reinar? El Oriente estaba perdido, y allí no había nada que esperar. Quedaban África y España, y cada uno de estos países procuraba asegurarse una dinastía fihirita.

En África, o mas bien la parte de esta provincia, que estaba aun bajo la dominación arábiga, pues que el Oeste la había sacudido, reinaba un hombre que ya hemos encontrado en España, donde también había tratado, aunque sin conseguirlo, de declararse emir. Era el Fihirita Abderramán ibn-Habib, pariente de Yusuf, el gobernador de España. No habiendo reconocido a los Abasidas, pensaba ibn-Habib trasmitir el África a sus hijos como principado independiente, y consultaba a adivinos, sobre el porvenir de su raza, con inquieta curiosidad. Algún tiempo antes de la llegada a su corte del joven Abderramán, un judío iniciado en los secretos de las ciencias ocultas por el príncipe Molesma, en cuya corte había vivido, le había predicho que un descendiente de regia familia, que se llamaría Abderramán, y que tendría un rizo de cabellos a cada lado de la frente, sería el fundador de una dinastía que había de reinar en el África. Ibn-Habib le respondió que el que se llamaba Abderramán, y que poseía el África no tendría mas que dejarse crecer un rizo de cabello a cada lado de la frente pura que la predilección pudiera aplicársele.

«No, le respondió el judío, no sois vos la persona designada, porque no descendiendo de familia real, no tienes todas las condiciones exigidas.»

Más adelante, cuando Ibn-Habib vio al joven Abderramán, notó que este príncipe tenía los cabellos de la manera indicada, y habiendo hecho llamar al judío, le dijo: «Y bien, este es el que el destino llama a ser el dueño del África pues que tiene todas las condiciones requeridas. No importa, no me quitará mi provincia, porque lo haré asesinar.»

El judío, sinceramente afecto a los Omeyas, sus antiguos señores, se estremeció a la idea de que su predicción fuera causa del asesinato de un joven por quien se interesaba; sin embargo respondió sin perder su presencia de ánimo.

«Confieso, señor, que este joven tiene todas las cualidades exigidas. Pero puesto que creéis en lo que os he predicho, es preciso una de dos cosas, o que este Abderramán no sea la persona designada, y en este caso podréis matarlo, pero cometeréis un crimen inútil, o bien que sea el destinado a reinar en África, y en este caso hagáis lo que hagáis no conseguiréis quitarle la vida, porque es preciso que su destino se cumpla.»

Comprendiendo la verdad de este razonamiento, Ibn-Habib no atentó por lo pronto contra la vida de Abderramán, sin embargo desconfiando no solo de él, sino de todos los demás Omeyas que habían venido a refugiarse en sus Estados, y en los que veía pretendientes que podrían llegarle a ser peligrosos algún día, espiaba los pasos de todos con creciente. Entre estos ansiedad príncipes se hallaban dos hijos del Califa Walid II. Dignos hijos de su padre que solo vivió para el placer, que enviaba a sus cortesanos para que presidieran en su lugar las oraciones públicas, y que tirando el arco se servía del Corán a guisa de blanco, llevaban alegre vida en el destierro, y una noche que bebían y platicaban juntos, exclamó uno de ellos: «¡Qué locura! Pues no se imagina ese Ibn-Habib que quedará de emir en este país, y que nosotros hijos de un Califa le dejaremos reinar tranquilamente?» Ibn-Habib que escuchaba tras la puerta oyó estas palabras. Resuelto a desembarazarse, pero secretamente de estos huéspedes peligrosos, esperaba para hacerlos perecer, una ocasión favorable, para de que se atribuyera su muerte a un accidente o a una venganza personal. No cambió, pues, de conducta respecto a ellos, y cuando venían a visitarlo les mostraba la misma benevolencia que antes. Sin embargo, no calló a sus confidentes que habla espiado a los hijos de Walid, y les había oído palabras indiscretas. Entra estos confidentes había un secreto partidario de los Omeyas, que aconsejó a los dos príncipes se sustrajeran con la fuga al resentimiento del gobernador. Así lo hicieron al punto; pero informado Ibn-Habib de su precipitada fuga, cuya causa ignoraba, y temiendo no hubiesen ido a sublevar alguna tribu árabe o berebere, los hizo perseguir por jinetes que los alcanzaran y se los trajeran. Luego, juzgando que su huida, y los intentos que les había escuchado eran pruebas suficientes de sus proyectos criminales, los hizo decapitar. Desde entonces no pensó mas que en desembarazarse igualmente de los demás Omeyas, que advertidos por sus partidarios se apresuraron a buscar un refugio entre las tribus bereberes independientes.

Errante de tribu en tribu, de ciudad en ciudad, recorrió Abderramán el norte de África de punta a cabo. Por algún tiempo estuvo oculto en Barca; luego buscó un asilo en la corte de los Beni-Rostem, reyes de Tahort, mas tarde fue a implorar la protección de la tribu berebere de Micnesa. Cinco años pasaron así y nada indica que durante este largo periodo Abderramán hubiera imaginado probar fortuna en España. Era el África la que codiciaba este pretendiente ambicioso, sin dinero y sin amigos; intrigando sin cesar, tratando a toda costa de ganarse partidarios, se vio arrojado de Micnesa y se allegó a la tribu berebere de Nafza, a la que pertenecía su madre, y que moraba en los alrededores de Ceuta.

Convencido al fin de que allí no lograría sus propósitos, dirigió sus ojos al otro lado del mar. Tenía acerca de España algunas noticias por Selim uno de los dos libertos que habían corrido con él las vicisitudes de su vida errante. Selim había estado en España en tiempo de Muza, o poco después, y en las circunstancias presentes hubiera podido prestar al príncipe servicios de suma utilidad, pero ya se había vuelto a Siria. Cansado hacia ya algún tiempo de la vida vagabunda que llevaba en compañía de un aventurero, estaba decidido a aprovechar para dejarla la primera ocasión oportuna, cuando Abderramán se la proporcionó. Una vez que estaba dormido y no oyó que lo llamaba su amo, este le arrojó un vaso de agua en el rostro, y Selim le respondió colérico: «Puesto que me tratáis como a un vil esclavo, os dejo para siempre. No os debo nada porque no sois mi patrono; solo vuestra hermana tiene derechos sobre mí, y con ella me vuelvo.»

Quedábale el otro liberto, el fiel Badr. A este fue a quien Abderramán encargó pasar a España, a fin de concertarse con los clientes Omeyas, que en número de cuatrocientos o quinientos, formaban parte de las dos divisiones de Damasco, y Kinnesrina, establecidas en los territorios de Elvira y de Jaén. Badr debía entregarles una carta de su patrono, en la que este les decía, como hacia cinco años que recorría fugitivo el África a fin de escapar de las persecuciones de Ibn-Habib, que atentaba contra la vida de todos los miembros de la familia de los Omeyas.

«En medio de vosotros, clientes de mi familia, proseguía el príncipe, es donde quiero ir a vivir, porque estoy convencido que series para mí amigos fieles. Mas ¡ay! no me atrevo a ir a España; el emir de ese país me tendería asechanzas como el del África, me consideraría como un enemigo, como un pretendiente. ¿Y en verdad, no tengo derecho de pretender el emirato yo que soy nieto del Calila Hixem? Pues bien, pues que yo no puedo ir a España como simple particular, iré como pretendiente. No iré sino después de haber recibido de vosotros la seguridad de que hay para mí en ese país algunas probabilidades de éxito, de que vosotros me apoyareis y considerareis mi causa como vuestra.»

Terminaba prometiendo dar a sus clientes los puestos mas importantes, si querían secundarlo.

Llegado a España, entregó Badr esta carta a Obaidallah y a Ibn-Khalid jeques de los clientes de la división de Damasco. Enterados de su contenido señalaron rambos jeques el día en que habían de deliberar sobre el asunto, con los otros clientes, y rogaron a Yusuf ibn-Bokht, jeque de los clientes Omeyas, de la división de Kinnesrina que asistiera a la reunión. En el día señalado consultaron a sus clientes sobre el partido que deberían adoptar. Algo difícil pareció la empresa, pero pronto se pusieron de acuerdo en que era preciso intentarla. Tomando esta decisión, cumplían los clientes un verdadero deber, bajo el punto de vista arábigo, porque la clientela impone un lazo indisoluble y sagrado, un parentesco de convención, y los descendientes de un liberto están obligados á secundar en todas circunstancias a los herederos del que ha dado la libertad al fundador de su familia. Pero además esta decisión era también dictada por su propio interés. El régimen de las dinastías árabes era el de una familia: los parientes y clientes del príncipe, ocupaban casi exclusivamente las altas dignidades del Estado. Trabajando por la fortuna de Abderramán, sus clientes trabajaban también por su propia grandeza. Pero la dificultad era ponerse acuerdo acerca de los medios de ejecución y se convino consultar a Samail, (sitiado entonces en Zaragoza) antes de emprender nada. Creíasele irritado contra Yusuf, porque no iba a socorrerlo, se le suponía con un resto de afecto hacia los Omeyas, antiguos bienhechores de su familia, y en todo caso se creía poder contar con su discreción, pues se le tenia por demasiado caballero para hacer traición a una confianza que se le hiciera bajo palabra de guardar secreto. Fue pues, principalmente para conferenciar con él, para lo que una treintena de Omeyas, acompañados por Badr se reunieron a los Caisitas que iba en socorro de Samail.

Se ha visto ya que la expedición de los Caisitas fue coronada de completo éxito; podemos, pues volver a tomar el hilo de nuestra narración, que habíamos interrumpido en el momento en que los jefes de los clientes Omeyas pedían a Samail una conferencia reservada.

Habiéndosela concedido el Caisita comenzaron por suplicarle reservara las importantes noticias que le iban a comunicar, y cuando lo hubo prometido, Obaidallah, le contó la venida de Badr, y le leyó la carta de Abderramán, añadiendo luego en tono humilde y sumiso:

—Ordenadnos lo que os parezca; lo que aprobéis eso haremos, lo que desaprobéis, eso dejaremos de hacer.

Muy pensativo les respondió Samail:

—El asunto es grave; no me exijáis una respuesta inmediata; reflexionaré sobre lo que me acabáis de decir, y os comunicaré mi opinión más adelante.

Habiendo sido introducido Badr, a su vez Samail, sin prometerle nada le hizo regalos, como a los demás que habían venido a socorrerle. Después salió para Córdoba. En ella encontró a Yusuf ocupado en reunir tropas destinadas a castigar los rebeldes de Zaragoza.

En el mes Mayo de 755, Yusuf en vísperas de ponerse en camino hizo venir a los dos jeques de los clientes Omeyas, a quienes consideraba como clientes suyos desde que sus patronos habían perdido la corona y cuando llegaron, les dijo:

—Id a vuestros clientes y decidles que vengan a acompañarnos.

—Es imposible, señor, le contestó Obaidallah. A consecuencia de tantos años de hambre los desgraciados no tienen fuerzas para marchar. Todos los que podían hacerlo han ido á socorrer a Samail, y este largo viaje, durante el invierno les ha fatigado mucho.

—He aquí con qué restablecer sus fuerzas, replicó Yusuf: enviadle estas mil monedas de oro, y que las empleen en comprar trigo.

—¿Mil monedas de oro para quinientos guerreros inscritos en el registro? Es muy poco, sobre todo, estando tan caras las cosas.

—Haced lo que queráis; pero no os doy más.

—Pues bien, guardaos vuestro dinero; no os acompañaremos.

Sin embargo, cuando dejaron al emir volvieron sobre sí. «Sería mejor, se dijeron, que aceptásemos ese dinero, que podrá servirnos. ¡Bah! sin decir que nuestros clientes no acompañarán a Yusuf, se quedarán en sus casas a fin de estar preparados a todo evento, pero nosotros encontraremos algún pretexto para explicar su falta en el ejército: aceptemos de todos modos el dinero que Yusuf nos ofrece: daremos una parte a nuestros clientes, que gracias a ella podrán comprar trigo, y emplearemos lo demás en facilitar la ejecución de nuestro proyecto.»

Volvieron, pues, a ver al gobernador, y le dijeron que aceptaban las mil monedas de oro que le había ofrecido. Cuando las hubieron recibido, volvieron al distrito de Elvira, cerca de sus clientes; dieron a cada uno de ellos diez monedas de plata de parte de Yusuf, diciendo que esta pequeña suma era para que comprasen trigo. Lo que no les dijeron, era que Yusuf les había dado mucho más, que quería que los clientes lo acompañaran, y que las mil monedas de oro eran su soldada. La moneda de oro equivalía a veinte de plata; se quedaron, pues, los dos jeques con cerca de las tres cuartas partes de lo que Yusuf les había enviado.

Entretanto Yusuf había salido de Córdoba con algunas tropas, y tomando el camino de Toledo, estableció su campo en el distrito de Jaén, en el sitio que llevaba entonces el nombre de «Vado del Fath,» al norte de Menjibar, por donde se pasaba el Guadalquivir cuando se querían atravesar los desfiladeros de Sierra-Morena, y donde se halla ahora un vado, que por los sucesos que precedieron a la batalla de Bailen en 1808, ha adquirido una celebridad europea. Yusuf esperaba allí las tropas, que de todas partes se le reunían, y las distribuía sus sueldos, cuando los dos jefes de los clientes Omeyas, sabiendo que teniendo prisa de marchar contra los rebeldes de Zaragoza, no se detendría mucho tiempo en Vado del Fath se presentaron á él. «Y bien, les dijo Yusuf, por qué no vienen nuestros clientes?

—Tranquilizaos, emir, y que Dios os bendiga, le respondió Obaidallah: vuestros clientes no se parecen a ciertas personas que vos y yo conocemos. Por nada del mundo dejarían que combatierais a vuestros enemigos sin ellos. Es lo que ellos me decían el otro día, pero al mismo tiempo me encargaron que os pidiese alguna demora. La recolección de primavera, como sabéis, promete ser abundante, y ellos querrían ante todo hacer la siega; pero piensan reunirse «con vos en Toledo.» No teniendo ninguna razón para sospechar que Obaidallah lo engañaba, Yusuf creyó en sus palabras y dijo: «Pues bien, volved con vuestros clientes y haced que se pongan en camino lo más pronto posible.»

Poco después Yusuf continuó su marcha, Obaidallah y su compañero le acompañaron una parte del camino, y después se despidieron prometiéndole juntársele en seguida con los demás clientes y se volvieron hacia el vado del Fath.

En el camino encontraron a Samail y a su guardia. Después de haber pasado la noche en una de sus habituales orgías el jeque caisita dormía aun cuando Yusuf se puso en camino de manera que no salió sino mucho más tarde. Viendo llegar a los dos clientes, les dijo sorprendido; «¿Qué os volvéis? ¿Es para traerme alguna noticia?

—No señor, le respondieron ellos; Yusuf nos ha permitido partir, comprometiéndonos a unirnos a él en Toledo con los demás clientes; pero sí queréis os acompañaremos un trozo de camino.

—Mucho me alegraré de gozar de vuestra compaña.

Y después que hubieron conversado algún tiempo de cosas indiferentes, Obaidallah se aproximó a Samail y le dijo al oído que quería hablarle en secreto. A una señal del jeque, sus compañeros se retiraron a cierta distancia, y Obaidallah continuó: «Se trata del negocio del hijo de Moawia, sobre que os consultamos. Su mensajero está aquí todavía.

—No he olvidado ese asunto, replicó Samail, por el contrario, lo he pensado maduramente, y como os prometí, no he hablado de él ni aun a mis amigos mas íntimos. He aquí mi respuesta: creo que la persona en cuestión merece reinar y ser apoyado por mí. Podéis escribírselo y quiera Allah prestarnos su ayuda! En cuanto al viejo pelado (así era como «llamaba a Yusuf), es preciso que me deje hacer lo que pienso. Le diré que debe casar a su hija Omm-Muza, que ahora está viuda, con Abderramán, y resignarse a no ser emir de España. Si hace lo que le digo, se lo agradeceremos, si no le romperemos la calva con nuestras espadas y no le haremos más de lo que merece.»

Locos de alegría con tan favorable respuesta, le besaron agradecidos la mano los dos jeques, y después de darle las gracias por la ayuda que prometía a su patrono, lo dejaron para volver al vado de Fath.

Evidentemente Samail que no había tenido tiempo de dormir su mona, se había levantado aquella mañana de muy mal humor contra Yusuf; pero todo lo que había dicho a los clientes provenía de un primer arrebato, falto de reflexión. El hecho es, que con su habitual indolencia no había pensado seriamente en el asunto de Abderramán sino en que lo había olvidado completamente. Solo después de haber dado a los clientes tantas esperanzas fue cuando empezó a considerar el pro y el contra, y entonces una sola preocupación se apoderó de su ánimo.

«¿Qué será de la libertad de las tribus árabes si un príncipe Omeya reinar a en España? Establecido el poder monárquico, qué nos quedará de poder a nosotros los jeques de tribu? No, por quejas que tenga contra Yusuf, es menester que las cosas queden como están »; y llamando a uno de sus esclavos, le mandó ir a escape a decir a los clientes que lo esperaran.

Llevaban ya estos una legua de camino, conversando sobre las halagüeñas promesas que les había hecho Samail, y teniendo por seguro el éxito del pretendiente, cuando Obaidallah sintió que lo llamaban por detrás y deteniéndose bien un jinete. Era el esclavo de Samail, que le dijo: «Esperad a mi amo que va a venir y tiene que hablaros.» Atónitos con este mensaje, y de que Samail viniera a buscarles, en lugar de mandarlos a llamar, temieron por un instante que quisiera prenderlos, y entregarlos a Yusuf; sin embargo, volvieron atrás, y no tardaron en divisar a Samail montado sobre Estrella, su mula blanca, que marchaba a galope tendido. Viendo que venía sin soldados recobraron el ánimo, y Samail acercándose a ellos les dijo: «Desde que me trajisteis la carta del hijo de Moawia y me hiciste conocer a su mensajero, he pensado mucho en este asunto.» (Diciendo esto mentía Samail, o engañaba la memoria; pero no podía confesar que apenas se había ocupado de este asunto tan importante y era muy árabe para que le costara mucho una mentira.) «Aprobé vuestros designio, como os decía ahora mismo; pero después que me dejasteis, he reflexionado de nuevo, y ahora soy de parecer que vuestro Abderramán pertenece a una familia tan poderosa que (aquí Samail usó una frase muy enérgica seguramente, pero que la decencia nos impide traducir.) «En cuanto al otro, es en el fondo un buen muchacho y se deja guiar por nosotros, salvo raras excepciones, con gran docilidad. Además le debemos grandes obligaciones y no estaría bien que le abandonásemos. Reflexionad bien lo que vais a hacer, y si de vuelta en vuestras casas persistís en vuestros proyectos, creo que no tardareis en volver a verme, pero no como amigo. Tenedlo sabido, pues os juro que la primera espada que salga de la vaina para combatir a vuestro pretendiente, será la mía. Y ahora id en paz, y que Allah os envíe, así como a vuestro patrono prudentes inspiraciones.»

Consternados con estas palabras que frustraban de un golpe todas sus esperanzas, y temiendo irritar a este hombre colérico, los clientes le respondieron humildemente: «¡Dios os bendiga, señor! Nunca nuestra opinión diferirá de la vuestra.

—En buena hora, dijo Samail, ablandado y conmovido por estas palabras respetuosas; pero como amigo os aconsejo que no intentéis nada para cambiar el estado político del país. Todo lo que podéis hacer es tratar de asegurar a vuestro patrono una posición honrosa, en España, y si él promete no aspirar al emirato, yo no me atrevo a aseguraros que Yusuf lo acogerá con benevolencia, le dará su hija por esposa, y con ella una fortuna conveniente. Adiós y buen viaje!

Dicho esto, hizo dar media vuelta a Estrella y metiéndole espuelas la hizo tomar un trote decidido.

No teniendo nada que esperar de Samail ni en general de los Maaditas, que no obraban de ordinario sino por las inspiraciones de este jeque, no quedaba a los clientes más partido que echarse en brazos de la otra nación, de los Yemenitas, excitándolos a vengarse de los Maaditas. Queriendo alcanzar sus designios a toda costa, resolvieron hacerlo enseguida, y mientras volvían a sus casas, se dirigieron a todos los jeques yemenitas con quienes creían poder contar, invitándoles a tomarlas armas por Abderramán. Obtuvieron un éxito que excedió a sus esperanzas. Los Yemenitas a quienes la ira desgarraba las entrañas, pensando en la derrota de Secunda, y viéndose condenados a sufrir el yugo de los Maaditas, estaban prontos a levantarse a la primera señal y a formar bajo la bandera de cualquier pretendiente, fuera el que fuera, con tal de tener ocasión de vengarse y degollar a sus enemigos.

Asegurados del apoyo de los Yemenitas, y viendo a Yusuf y Samail ocupados en el norte, los clientes Omeyas juzgaron llegado el momento favorable para la venida de su patrono. Compraron, pues, un barco y entregaron a Tammam, que con once más habían de tripularlo, quinientas monedas oro, de las cuales debería dar al príncipe una parte, y servirse de la otra para contentar la avaricia de los Bereberes a quienes conocían lo bastante para creer que no dejarían partir a su huésped sin rescate. Este dinero era el que Yusuf había dado a los clientes para que lo acompañasen en su campaña contra los rebeldes de Zaragoza; lejos estaba de suponer cuando lo dio que había de servir para traer a España un príncipe que le disputaría el emirato.

 

 

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.

CAPÍTULO XIV