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LIBRO PRIMEROLAS GUERRAS CIVILES
CAPÍTULO XI
En
ningún caso, los Árabes establecidos en España hacía treinta años, hubieran consentido
fácilmente en dar a los Sirios encerrados en los muros de Ceuta, las embarcaciones
que les pedían para pasar a la Península. El insolente despego con que estos
pastores habían tratado a los Árabes de África y su designio proclamado a voces
de establecerse en este país, habían prevenido a los Árabes españoles del
peligro que tendrían que correr si les dieran medios de pasar el estrecho. Pero
si en cualquiera circunstancia tenían los Sirios poca probabilidad de obtener
lo que deseaban, en las circunstancias presentes no tenían ninguna, pues era
el partido medinés el que gobernaba en España.
Después
de haber sostenido contra los Árabes de la Siria, contra los paganos como
ellos los llamaban, una lucha tan larga como tenaz, los hijos de los fundadores
del islamismo, de los Defensores y de los Emigrados, concluyeron por sucumbir
en la sangrienta batalla de Harra; luego cuando
vieron su ciudad santa saqueada, su mezquita transformada en caballeriza, sus
mujeres violadas, cuando—como si todos estos sacrilegios y todas estas
atrocidades que nos recuerdan el saco de Roma por la feroz soldadesca del
Condestable, y los furiosos luteranos de Jorge Frundsberg no bastaran—fueron obligados a jurar, que en adelante serían esclavos del
Califa, «esclavos que podría manumitir o vender a voluntad,» emigraron en masa
como ya hemos tenido ocasión de referir de su ciudad, antes tan reverenciada,
refugio ahora de las fieras, y alistándose en el ejército de África, vinieron
con Muza a España donde se establecieron. Si su celo religioso al que siempre
se mezclaba cierta levadura de hipocresía, de orgullo, de interés mundanal, se
había acaso enfriado un poco en el camino, conservaron a lo menos en su alma, y
trasmitieron a sus descendientes un odio implacable hacia los Sirios y la convicción
de que, puesto que tenían el honor de descender de los gloriosos compañeros
del Profeta, les pertenecía el poder de pleno derecho. Ya una vez, cuando
murió el gobernador de España en la célebre batalla que dio a Carlos Martel
cerca de Poitiers, en Octubre de 732, habían elegido para el gobierno de la
Península, al hombre más influyente de su partido, a Abdalmelic hijo de Catan,
que cuarenta y nueve años antes había combatido en sus filas en la batalla de Harra; pero como este Abdalmelic se hiciera culpable de
las mayores injusticias según el testimonio unánime de Árabes y Cristianos, y exprimiera
la provincia de un modo extravagante, perdió el poder desde que el África
recobró su autoridad legítima sobre España, es decir, desde que Obaidallah fue nombrado gobernador del Oeste.
Obaidallah, como hemos dicho, confió el
gobierno de la Península a su patrono Ocba. Este,
luego que llegó, hizo aprisionar a Abdalmelic y trasportar al África a los
jefes del partido medinés, cuyo espíritu inquieto y turbulento alteraba la paz
del país. Sin embargo, los medineses no se dejaron desanimar, y mas tarde
cuando a consecuencia de la gran insurrección berberisca, el poder del
gobernador del África llegó A ser nulo en España y Ocba cayó tan gravemente enfermo que se creyó cercana su muerte, supieron
persuadirlo u obligarlo a designar por su sucesor a Abdalmelic. (Enero de 741)
Era pues a
Abdalmelic, a quien Baldj debía dirigirse para
obtener los medios de pasar a España, y nadie seguramente estaba menos
dispuesto a acceder a su petición. En vano Baldj intentó conmoverlo, diciéndole en sus cartas, que él y sus compañeros perecían
en Ceuta de hambre, y que sin embargo, eran Árabes como él; Abdalmelic antiguo
jeque medinés lejos de apiadarse de su miseria, daba gracias al cielo que le
había permitido gustar aun, a la edad de noventa años, las inefables dulzuras
de la venganza. Iban, pues a perecer de inanición los hijos de aquellos
bárbaros, de aquellos impíos que en la batalla de Harra habían degollado a sus amigos y a sus parientes, y cuyas espadas habían estado a
pique de herirle a él mismo, los que habían saqueado Medina y profanado el
templo del Profeta! ¡Y los hijos de estos monstruos osaban aun alimentar la
loca esperanza de que tuviera piedad de su suerte, como si el genio vengativo
de un Árabe pudiera perdonar tales ofensas, como si los sufrimientos de un
Sirio pudieran inspirar compasión á un medinés! Abdalmelic no tuvo más que una
sola inquietud, un solo cuidado, un solo pensamiento, impedir a otros menos
hostiles que él a los Sirios que les enviasen víveres. A pesar de las
precauciones que tomó un noble compasivo de la tribu de Lakhm consiguió burlar su vigilancia e introducir en el puerto de Ceuta dos barcos
cargados de trigo. Apenas lo supo Abdalmelic, mandó arrestar al generoso lakhmita y darle setecientos azotes. Luego, bajo pretexto
de que intentaba suscitar una revuelta, le hizo sacar los ojos y cortarle la
cabeza. Su cadáver fue atado a una horca con un perro crucificado a su derecha,
a fin de que su muerte fuera la más ignominiosa posible.
Los
Sirios, parecían pues condenados a morir de hambre cuando un acontecimiento
imprevisto vino a obligar a Abdalmelic a que cambiase de conducta.
Los Bereberes
establecidos en la Península, aunque a lo que parece, no estaban oprimidos en
el rigor de la palabra, participaban sin embargo, del odio y de los celos de
sus hermanos de África contra los Árabes. Ellos habían sido los verdaderos conquistadores
del país. Muza y sus Árabes no habían hecho mas que recoger el fruto de la
victoria, conseguida por Taric y sus doce mil Berberiscos sobre el ejército de
los Visigodos; cuando aquellos desembarcaron en las costas españolas, todo lo
que quedaba por hacer era ocupar algunas ciudades dispuestas a rendirse a la
primera intimación. Y sin embargo, cuando se trató de dividir el fruto de la
conquista, los Árabes se atribuyeron la parte del león: ellos se adjudicaron
la mayor parte del botín, el gobierno del país y las tierras mas fértiles.
Guardando para sí la bella y opulenta Andalucía, relegaron a los compañeros de
Taric, a las áridas llanuras de la Mancha y de Estremadura y a las ásperas montañas de León, de Galicia y de Asturias, donde era preciso escaramuzear sin tregua con los cristianos mal domados.
Poco escrupulosos consigo acerca de lo tuyo y de lo mío, se revestían de una
severidad inexorable cuando se trataba de los Bereberes. Cuando estos se
permitían imponer contribuciones a los cristianos que se habían entregado por
capitulación, los Árabes después de hacerles sufrir el látigo y la tortura, los
dejaban gemir cargados de cadenas, y apenas cubiertos de harapos e hirviendo de
miseria en el fondo de húmedos E infectos calabozos.
La suerte
de España estaba además demasiado íntimamente ligada a la de África para que
lo que pasaba de la otra parte del estrecho, no se sintiera de rechazo en la de
acá. Ya una vez, el fiero y bravo Munuza, uno de los
cuatro jeques bereberes principales que habían venido a España con Taric, había
levantado el estandarte de la rebelión en la Cerdeña, porque supo que sus
hermanos de África, estaban cruelmente oprimidos por los Árabes, y fue
secundado por Eudes duque de Aquitania, con cuya hija se había casado. Ahora la
insurrección de los Bereberes de África, tuvo en España un eco prodigioso. Los
Bereberes de este país, habían acogido con los brazos abiertos los misioneros
no-conformistas llegados del África a predicarles y excitarlos a tomar las
armas para exterminar a los Árabes. Una insurrección, al par política y
religiosa como la de África, estalló en Galicia y se comunicó a todo el Norte,
excepto al distrito de Zaragoza, único en esta parte del país en que los Árabes
estuviesen en mayoría. Do quieran fueron batidos y arrojados los Árabes; todas
las divisiones que Abdalmelic envió sucesivamente contra los rebeldes fueron derrotadas.
Luego se reunieron los Bereberes de Galicia, de Mérida, de Coria, de Talavera y
de otros lugares, eligieron un jefe, un imán, y se dividieron en tres cuerpos
de los cuales uno debía sitiar Toledo, otro atacar Córdoba, y el tercero
marchar sobre Algeciras, apoderarse de la armada que estaba en el puerto,
pasar el estrecho, exterminar a los Sirios en Ceuta y trasportar a España una
multitud de Bereberes del África.
La
situación de los Árabes españoles, era pues demasiado precaria y peligrosa para
que Abdalmelic, aunque a pesar suyo, no se viera obligado a solicitar el
socorro de aquellos mismos Sirios que hasta entonces, tan despiadadamente habla
abandonado a su triste suerte. Sin embargo, tomó sus precauciones; prometióles enviar barcos de trasporte, pero a condición de
que se comprometiesen a evacuar España, tan pronto como fuera vencida la
rebelión y de que cada división le entregara diez de sus jeques que,
custodiados en una isla, le respondieran con sus cabezas de la fiel ejecución
de lo tratado. Por su parte estipularon los Sirios, que Abdalmelic no había de
separarlos cuando los devolviera al África, y que los había de desembarcar en
una costa que no estuviese en poder de los Berberiscos.
Aceptadas
estas condiciones por una y otra parte, desembarcaron los Sirios en Algeciras
hambrientos y cubiertos apenas de miserables andrajos. Se les suministraron
víveres, y como casi todos hallaron recaudadores en España, estos se encargaron
de su equipo, cada cual en la medida de sus fuerzas; tal jeque rico procuraba
vestidos a ciento de los recién venidos, tal otro cuya fortuna era menos
considerable se encargaba de equipar a diez o a uno solo. Y como ante todo era
preciso detener la división berberisca que marchaba sobre Algeciras y que ya había
avanzado hasta Medina-Sidonia, los Sirios reforzados con algunos cuerpos
arábigo-españoles la atacaron, y, combatiendo con su acostumbrado valor, la
derrotaron, cogiendo un rico botín. El segundo ejército berberisco, el que
marchaba sobre Córdoba, se defendió con más tenacidad e hizo experimentar a
los Árabes pérdidas bastante graves; sin embargo fue también obligado a
retirarse. Quedaba el tercer ejército, el más numeroso de todos, que hacía
veintisiete días sitiaba Toledo. Este salió al encuentro del enemigo y la batalla
que tuvo lugar en las orillas de Guazalate terminó
con su completa derrota. Desde entonces, los vencedores persiguieron a los
rebeldes como a fieras en toda la Península, y los Sirios ayer mendigos cogieron
tan considerable botín que se encontraron de golpe más ricos de lo que hubieran
podido imaginar.
Gracias a
estos intrépidos soldados, la rebelión que al principio parecía tan formidable
había sido sofocada como por encanto, pero Abdalmelic, apenas se vio desembarazado
de aquellos enemigos pensó en desembarazarse igualmente de sus auxiliares a
quienes temía tanto como odiaba. Apresuróse pues, a
recordar a Baldj el tratado que había estipulado con
él y a exigirle que abandonase España. Pero Baldj y
sus Sirios, no tenían ganas de volver a una tierra en que habían experimentado
todo género de reveses y de sufrimientos, y le habían tomado el gusto al
magnífico país, teatro de sus últimas hazañas, en que se habían enriquecido.
No es pues sorprendente, que se suscitan contestaciones y quejas entre hombres
que originariamente enemigos, tenían ahora opuestos designios e intereses.
Como el odio es mal consejero, Abdalmelic agravó el mal y revivió las inveteradas
llagas, rehusando trasportar de una vez todos los Sirios al África, y
manifestando que pues tenían al presente tantos caballos esclavos y bagajes,
él no contaba con el suficiente número de buques para cumplir con esta cláusula
del tratado. Además, como los Sirios deseasen embarcarse en la costa de Elvira
(Granada), o de Tadmir (Murcia), declaró que esto era
imposible, pues tenía todas sus naves en el puerto de Algeciras y no podía
alejarlas de esta parte de la costa por temor a un desembarco de parte de los
Bereberes africanos, en fin, sin tomarse el trabajo de disimular sus pérfidos
pensamientos, tuvo la imprudencia de ofrecer a los Sirios devolverlos a Ceuta.
Tal proposición excitó una indignación inexplicable. «Mas valdría que nos
echaran al mar, que entregarnos á los Bereberes de la Tingitana,» exclamó Baldj echando en cara al gobernador que había faltado poco
para dejarles morir de hambre en Ceuta, y que había hecho crucificar del modo más
ignominioso al generoso lakmita que les envió
víveres. De las palabras pronto se pasó a los hechos. Aprovechando un momento
en que Abdalmelic tenía poca guarnición en Córdoba, los Sirios lo arrojaron
del palacio y proclamaron a Baldj gobernador de
España. (20 de setiembre de 741.)
Una vez
desencadenadas las pasiones, era de temer que los Sirios no quedaran en esto y
los acontecimientos no tardaron en justificar este temor.
El primer
cuidado de Baldj, fue hacer que pusieran en libertad a
los jeques sirios que habían servido de rehenes, y que Abdalmelic hacía
custodiar en la pequeña isla de Omm-Hakim frente por
frente de Algeciras. Estos jeques llegaron a Córdoba irritados, exasperados.
Decían que el gobernador de Algeciras, obrando según las instrucciones de Abdalmelic,
los había tenido faltos de alimentos y de agua, que un noble de Damasco de la
tribu yemenita de Gazan, había perecido de sed, y
exigían la muerte de Abdalmelic en expiación de la del Gazanita.
Sus quejas, el relato de sus sufrimientos, la muerte de un jeque respetado,
llevaron a su colmo el odio que los Sirios profesaban a Abdalmelic; ese
pérfido, decían, tiene merecida la muerte. Badj, a
quien repugnaba este partido extremo, trató de apaciguarlos diciéndoles que
debía atribuirse la muerte del Gazanita a una
negligencia involuntaria y no a un designio premeditado. «Respetad la vida de Abimelec,
añadió, es un coreiscita y lo que es más, un viejo».
Sus palabras no produjeron ningún resultado; los Yemenitas que tenían que
vengar a un hombre de su raza, y que suponían que Baldj quería salvar a Abdalmelic porque este era de la raza de Maád a la que Baldj pertenecía también, persistieron en su
demanda y Baldj, que como la mayor parte de los
nobles no mandaba sino a condición de ceder a los deseos y las pasiones de sus
soldados, no pudo resistir a sus clamores y permitió que se sacase a Abdalmelic
de la casa que tenia en Córdoba y a la que se había retirado después de su
deposición.
Ebrios de
furor arrastraron los Sirios al suplicio a este viejo nonagenario, cuyos largos
y blancos cabellos lo asemejaban (tal es la expresión estrada, pero pintoresca
de los cronistas árabes), al pollo de un avestruz. «¡Cobarde, le gritaban, que
escapaste a nuestras espadas en la batalla de Harra, para
vengarte de tu derrota, nos has reducido a comer cueros y perros, has querido
entregarnos, vendernos a los Berberiscos, a nosotros, soldados del Califa!». Parándose
cerca del puente, le azotaron con varas, le clavaron sus espadas en el pecho y
pusieron su cadáver en una cruz. A su Izquierda crucificaron a un perro, a su
derecha un cochino...
Tan
bárbaro asesinato, suplicio tan infamante clamaba venganza. La guerra estaba
encendida, las armas decidirán si los Árabes de la primera o los de la segunda
invasión, si los Medineses o los Sirios han de quedar dueños de la Península.
Tenían
los Medineses por caudillos a los hijos de Abdalmelic, Omeya y Catan, que
habían huido cuando la deposición de su padre a buscar socorro, el uno a
Zaragoza, el otro a Mérida. Sus antiguos enemigos los Bereberes, hicieron causa
común con ellos; pensaban en verdad, volver mas tarde sus armas contra los Arabes españoles, pero querían ante todo vengarse de los
Sirios. Los Medineses tuvieron además otros auxiliares, estos fueron el lakmita Abderramán, Ibn-Alcama gobernador de Narbona, y el fihrita Abderramán, hijo
del general africano Habib que había venido con algunas tropas a buscar en
España un refugio después de la terrible derrota en que su padre había perecido,
pero antes de la llegada de los Sirios a la Península. Enemigo jurado de Baldj, desde que había contendido con él, atizó el odio que
tenia a los Sirios el viejo Abdelmelic, contándole
las insolencias que se habían permitido en Africa, fortificóle en su designio de no enviarles las naves que
solicitaban, y de dejarles primero morir de hambre. Creíase obligado a vengar el asesinato de Abdalmelic, porque era su vasallo y como de
ilustre nacimiento, aspiraba al gobierno de la Península.
Tenían
los coaligados sobre sus enemigos la ventaja del número, contando su ejército
cuarenta mil hombres según unos, cien mil según otros, mientras que Baldj no había podido reunir más que doce mil soldados,
aunque reforzado con gran número de Sirios que habían pasado el estrecho
después de muchas tentativas inútiles para volver a su patria. Para engrosar su
ejército, alistó una multitud de esclavos cristianos que cultivaban las
tierras de los Árabes y de los Bereberes, y fue a esperar al enemigo en un
lugarejo denominado Aqua-Portora.
Habiéndose
empeñado el combate (Agosto de 742), los Sirios se defendieron tan bravamente
que rechazaron los ataques de los coaligados. Entonces Abderramán el gobernador
de Narbona, que pasaba por el caballero más valiente y más cumplido que hubo
nunca en España, creyó que la muerte del jefe enemigo decidiría de la suerte
de la batalla.
—¡Que me
enseñen a Baldj!, exclamó, y juro matarlo o morir!
—Héle ahí, le respondió uno, es aquel que monta un caballo
blanco y lleva el estandarte.
Abderramán cargó tan vigorosamente con sus
caballeros de la frontera que hizo cejar a los Sirios. A la segunda tentativa
hirió a Baldj en la cabeza, pero atacado al mismo
tiempo por la caballería de Kinnesrina y rechazado
por ella, arrastró en su precipitada retirada todo el ejército de los
coaligados. Su derrota fue completa, perdiendo diez mil hombres y los Sirios
que no habían perdido mas que mil, entraron en Córdoba vencedores.
Las
heridas de Baldj eran mortales; pocos días después
exhalaba el último suspiro, y como el Califa había ordenado que, si Baldj llegaba a morir, debía sustituirle el yemenita Thalaba, los Sirios le proclamaron gobernador de España.
Los Medineses no tuvieron que felicitarse por ello. Aunque no lo hubiera
conseguido, Baldj intentó al menos poner freno a los
apetitos sanguinarios de los Sirios; su sucesor no lo intentó siquiera.
¿Quería popularizarse, y sabía que para lograrlo no tenia más que dejar hacer, o
reconoció acaso en el graznido de algún ave nocturna, la voz da alguna persona
querida que le recordaba que tenia que vengar en los Medineses, la muerte de
algún cercano pariente, de su padre tal vez? No lo sabemos, pero lo cierto es
que su resolución de no tener piedad con los Medineses, le ganó el corazón de
sus soldados y lo hizo más popular que Baldj lo había
sido nunca.
Sus
principios sin embargo, no fueron felices. Habiendo ido a atacar a los árabes
y a los bereberes que se habían reunido en gran número en los alrededores de
Mérida, fue batido y obligado a refugiarse en la capital del distrito, donde su
situación llegó a ser muy peligrosa. Ya había enviado a su teniente en Córdoba
la orden de venir a socorrerlo con todas las tropas que pudiera, cuando lo
salvó un feliz accidente. Un día de fiesta en que los sitiadores se hallaban
esparcidos por los alrededores sin tomar bastantes precauciones contra una
sorpresa, aprovechando su incuria, los atacó de improviso, hizo en ellos gran
carnicería y, habiendo cogido mil prisioneros y obligado a los demás a buscar
su salvación en una precipitada fuga, redujo a esclavitud a sus mujeres y a sus
hijos. Esto era un atentado inaudito, una barbarie que hasta entonces, ni aun
los Sirios mismos se habían atrevido a cometer. Mientras que tuvieron por jefe a Baldj, habían respetado la costumbre inmemorial que
se ha perpetuado hasta nuestros días entre los Beduinos, de dejar en las
guerras intestinas, en libertad a las mugares y a los hijos del enemigo y aun
de tratarlos con cierta cortesía. Peor fue todavía, cuando Thalaba volvió a Andalucía, arrastrando tras sí diez mil prisioneros. Haciendo
acampar su ejército en Mozara cerca de Córdoba, un
jueves de mes de Mayo de 743, mandó subastarlos cautivos, entre los que se
contaban muchos Medineses. Para abatir su orgullo de una vez para siempre, los
Sirios burlonamente feroces, convinieron entre si en venderlos no a la alza
sino a la baja. Un Medinés, por quien un Sirio había ofrecido diez monedas de
oro, fue adjudicado al que ofreció un perro, otro fue vendido por un chivo, y
así los demás. Nunca hasta entonces, ni aun en el horrible saco de Medina,
habían inferido los Sirios tantas afrentas, tantas ignominias a los hijos de
los fundadores del Islamismo.
Duraba
aun esta escena escandalosa, cuando un suceso que ni Thalaba,
ni los exaltados de su partido parecían haber previsto, vino a ponerla término.
Hombres
sensatos y moderados de ambos partidos, afligidos de los males causados por la
guerra civil, indignados de los horribles excesos cometidos por una y otra
parte, y temerosos de que los cristianos del norte no aprovechasen la discordia
de los musulmanes para entender los límites de su imperio, habían entrado en
relaciones con el gobernador de África Handhala el Kelbita, suplicándole les enviase un gobernador capaz de
restablecer el orden y la tranquilidad. Handhala,
envió pues a España al Kelbita Abul-Jattar que llegó con sus tropas a Mozara en el momento mismo en que se vendían Árabes por chivos y por perros. Mostró
sus órdenes, y como era un noble de Damasco, los Sirios no rehusaron reconocerlo.
Los Árabes españoles le saludaron como a su salvador, porque su primer cuidado
fue devolver la libertad a los diez mil cautivos que se vendían a la baja.
Con
prudentes medidas restableció la tranquilidad. Concedió amnistía a los dos
hijos de Abdalmelic, Omeya y Catan, y a todos los que habían abrazado su
partido, excepto al ambicioso Abderramán-ibn-Habib,
que consiguió sin embargo, ganar la costa y pasar al África, donde le esperaba
un brillante porvenir, alejó de España a una docena de los jeques más
turbulentos, entre los que se contaba Thalaba, diciéndoles
que, perturbadores de la tranquilidad en la Península, emplearían mejor su
fogoso valor combatiendo contra los Bereberes de África; en fin como le
importaba ante todo librar a Córdoba de la presencia de los Sirios que le
estorbaban, les dio en feudo tierras del dominio público, ordenando a los siervos
que las cultivaban, entregar en adelante a los Sirios el tercio de la cosecha
que había entregado hasta entonces al Estado.
Establecióse la división de Egipto en los
distritos de Ocsonoba, de Beja y de Tadmir (Murcia); la de Emesa en los distritos de Sevilla y
Niebla; la de Palestina en los de Sidonia y Algeciras, la del Jordán en el
distrito de Regio (Málaga), la de Damasco en el de Elvira (Granada), y por
último; la de Kinnesrina en el de Jaén.
Aquí
concluye el papel importante, pero desgraciado que los hijos de los Defensores
de Mahoma representan en la historia musulmana. Escarmentados con tantos
reveses y catástrofes, parece que comprendieron al fin que eran irrealizables
sus ambiciosas esperanzas. Abandonado a otros partidos la escena pública, se
oscurecieron para vivir retirados en sus dominios y cuando a largos intervalos
se va surgir el nombre de un jeque medinés en los anales arábigos, es siempre
obrando por intereses puramente personales, o sirviendo la causa de un partido
que no es el suyo. Aunque numerosos y ricos, no tuvieron casi ninguna
influencia en la suerte del país. Entre los descendientes del gobernador Abdalmelic,
unos, los Beni-‘i-Djad eran opulentos propietarios en
Sevilla, otros los Beni-Casim, poseían vastos
dominios cerca de Alpuente en la provincia de
Valencia, en donde un pueblo (Benicasim) lleva su nombre todavía, pero ni la
una ni la otra rama salieron de su oscuridad relativa. Verdad es que en el
siglo XI los Beni-Casim fueron jefes independientes
de un pequeño Estado que por lo demás no se extendía, a lo que parece, mas que
al límite de sus propias tierras; pero era la época en que hundido el Califato
de Córdoba, todo propietario territorial se daba aires de soberano. Verdad es
que también siglos más tarde los Beni-‘i-Ahmar, que descendían
del Medinita Sad ibn-Obada,
uno de los compañeros más ilustres de Mahoma, y que estuvo a pique de ser su
sucesor, subieron al trono de Granada, pero ya entonces las antiguas
pretensiones y los antiguos rencores estaban completamente olvidados; nadie se
acordaba siquiera de la existencia de un partido medinés, los Arabes habían perdido su carácter nacional, y a
consecuencia de la influencia berberisca, se habían entregado a la devoción.
Además estos Beni-‘i-Ahmar no reinaron sino para ver a
los reyes de Castilla quitarles sus fortalezas una a una hasta el día en que “la
cruz entró por una puerta de Granada mientras que el Corán salía por la otra”,
y que resonaba el «Te Deum» allí donde había resonado
el «Allah acbar» como dice
el romance español. Viva imagen del destino de los Medineses, la familia de Sad ibn-Obada, cuyo nombre se
halla enlazado con los más esclarecidos de la historia en Oriente y Occidente,
con los de Mahoma y Abu-Becr, con los de Carlomagno e
Isabel la Católica, dejó un indeleble y glorioso recuerdo, y fue casi
constantemente perseguida por la desgracia. Comienza con Sad y concluye con Boabdil. Un intervalo de ocho siglos y medio separa estos dos
nombres, y sin embargo, los que los llevaron murieron ambos en el destierro,
llorando su grandeza pasada. Intrépido campeón del Islamismo en todos los
combates que había dado Mahoma a los paganos, Sad «el
perfecto» iba á ser elegido Califa por los Defensores, cuando los emigrados de
la Meca vinieron a reclamar para sí este derecho. Gracias a la traición de
algunos Medineses, gracias sobre todo a la llegada de una tribu enteramente
adicta a los Emigrados, estos lo consiguieron en medio de un espantoso
tumulto, durante el cual, Sad, que yacía sobre un
colchón, presa de una grave enfermedad, fue cruelmente ultrajado por Omar;
poco faltó para que fuese aplastado entre el gentío. Jurando que no reconocería
a Abu-Becr y no pudiendo soportar la vista del
triunfo de sus enemigos, se retiró a la Siria, donde encontró la muerte de una
manera misteriosa. En un paraje apartado, dice la tradición popular, fue muerto
por los djins, y sus hijos lo supieron por esclavos
que vinieron a contarles que habían sido salir de un pozo una voz que decía:
«Nosotros hemos matado al jeque de los Khaztadj, Sad-ibn-Obada, nosotros le hemos disparado dos flechas que
no han errado su corazón.»
También
Boabdil cuando hubo perdido su corona fue a pasar el resto de sus días en una
tierra lejana e inhospitalaria, después de haber dirigido desde lo alto de la
roca que conserva aun el poético nombre del «Último suspiro del moro,» una
prolongada mirada de triste despedida sobre su queridísima Granada, sin par en
el mundo.
HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110)LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.CAPÍTULO XII
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