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HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110.)LIBRO I
LAS GUERRAS CIVILES. CAPÍTULO III.
El Califa Omar, herido de muerte por el puñal de un
artesano cristiano de Cufa, había nombrado en sus
últimos momentos candidatos al imperio, a los seis compañeros más antiguos de
Mahoma, entre los que se distinguía Alí, Othman,
Zobair y Talha. Cuando Omar hubo lanzado su último
aliento esta especie de cónclave se prolongó durante dos días sin llegar a un
acuerdo, pensando solo cada cual en hacer valer sus títulos y denigrar los de
sus colegas. Al tercer día se convino en que uno de los electores que había
renunciado a sus pretensiones, nombrara Califa. Con gran disgusto de Alí, de
Zobair y de Talha designó al Onmiada Othman (644).
La personalidad da Othman no
justificaba esta elección, verdad es, que rico y generoso había ayudado a
Mahoma y a su secta con sacrificios pecuniarios; pero si a esto se añade que
rezaba y ayunaba mucho, y que era la honradez y la modestia misma, se han
enumerado casi todos sus méritos. Su inteligencia, que no tuvo nunca gran
altura, se encontraba ya debilitada por la edad, tenía setenta años, y su
timidez era tanta que cuando subió a la cátedra por primera vez, le faltó el
valor para comenzar su plática, «Comenzar es muy difícil» murmuró suspirando,
y se bajó.
Desgraciadamente, este viejo septagenario tenía un gran debilidad por su familia, y su familia era la aristocracia de la
Meca, que durante veinte años había insultado, combatido y perseguido a Mahoma.
Bien pronto ella lo dominó completamente. Su tío Haquem,
y sobre todo Merwan, hijo de este último, gobernaron
de hecho, no dejando a Othoman más que el titulo de Califa y la responsabilidad de medidas
comprometedoras que ignoraba la mayor parte de las veces. La ortodoxia de
estos dos hombres, sobre todo la del padre, era bastante sospechosa. Haquem no se convirtió hasta el día en que fue tomada la
Meca, y luego habiendo revelado secretos que Mahoma le confiara, éste lo
maldijo y lo desterró. Abu-Bakr y Omar habían
mantenido esta sentencia. Por el contrario Othman,
después de haber levantado al réprobo su destierro, le dio cien monedas de
plata y una tierra que no era suya, sino del Estado. Además nombró a Merwan su secretario y su visir, lo casó con una de sus
hijas y lo enriqueció con el botín de África. Prontos a aprovecharse de la
ocasión, otros Onmiadas, jóvenes tan inteligentes como
ambiciosos, pero hijos de los más encarnizados enemigos de Mahoma, se
apoderaron de los empleos más lucrativos, con gran satisfacción de las masas,
contentas con cambiar viejos devotos, severos, rígidos, desapacibles y tristes,
por caballeros alegres y divertidos; pero con gran disgusto de los musulmanes
sinceramente religiosos, que sentían hacia los nuevos gobernadores de las
provincias una invencible aversión. ¿Quién entre ellos no recordarla con horror
que Abu-Sofyán, padre de ese Moawia que Othman había elevado al gobierno de toda la
Siria, mandaba el ejército que batió a Mahoma en Ohod y el que le había asediado en Medina? Jeque principal de los de la Meca, no se
sometió sino cuando vio su causa perdida, cuando diez mil musulmanes iban a
degollarlo a él y a los suyos, y aun entonces respondió a Mahoma que le
intimaba lo reconociese como el enviado de Dios: «perdona mi sinceridad, sobre
este punto yo conservo todavía alguna duda. —Da testimonio del Profeta o tu
cabeza va a rodar» se le dijo entonces, y solo bajo esta amenaza, Abu-Sofyán se hizo musulmán. Un momento después, tan corto era
de memoria, había olvidado que lo era.... Y ¿quién no se acordaba de Hind, madre de Moawia, de aquella
mujer atroz que se había hecho con las orejas y las narices de los musulmanes
muertos en la batalla de Ohod, collar y brazaletes,
que había abierto el vientre de Hamza, tio del Profeta arrancándole la hiel que había despedazado
con sus dientes? El hijo de tal padre y de tal madre, el hijo de «la comedora
de hígado,» como se la llamaba, ¿podía ser un sincero musulmán? Sus enemigos
negaban a voz en grito que lo fuera.
En cuanto al gobernador de Egipto, Abdallah ibn-Sad-ibu Abí-Sarh,
hermano de leche de Othman, era peor todavía. Su
bravura no era contestable, pues había batido al gobernador griego de la
Numidia y obtenido una brillante victoria sobre la armada griega, muy superior
a la suya; pero había sido secretario de Mahoma, y cuando el Profeta le dictaba
sus revelaciones, cambiaba de palabras, desnaturalizando el sentido.
Habiéndose descubierto este sacrilegio emprendió la fuga, y volvió a la
idolatría. El día de la toma de la Meca, Mahoma había ordenado a los suyos
matarle, aunque se hallare debajo de los velos que cubrían el templo. El
apóstata se puso bajo la protección de Othman, quien
lo llevó al Profeta, solicitando su perdón. Mahoma guardó un prolongado
silencio.... «Le perdono, dijo al fin; pero cuando Othman se hubo retirado con su protegido, lanzando Mahoma a los que le rodeaban
miradas de cólera, les dijo: «¿por qué se me comprende tan mal? guardaba
silencio para que uno de vosotros se levantara y matara a ese hombre....» Y
ahora era gobernador de una de las más hermosas provincias del imperio.
Walid, hermano uterino del anciano Califa, era
gobernador de Cufa; domó la rebelión de Adzerbaidjan, cuando esta provincia trató de recobrar su
independencia; sus tropas, reunidas a las de Moawia,
tomaron Chipre y muchas ciudades del Asia menor: toda la provincia alababa la
sabiduría de su gobierno, pero su padre Ocba había
escupido en el rostro a Mahoma; en otra ocasión pretendió estrangularlo; luego,
hecho prisionero por Mahoma, y condenado a muerte por él, había exclamado:
«¿quién recogerá a mis hijos cuando muera? El Profeta le respondió;—«El fuego
del infierno.» Y su hijo, «el niño del infierno,» como se le llamaba, parecía
haberse propuesto justificar esta predicción. Una vez, después de una cena,
que, alegraba con el vino y la presencia de hermosas cantarinas, se había
prolongado hasta el clarear del alba, oyó al muecín anunciar desde lo alto del
minarete la hora de la oración matutina. Turbada aun la cabeza con los
vapores del vino y sin otro vestido que su túnica, fue a la mezquita y recitó,
mejor que pudiera esperarse, la oración acostumbrada, que por lo demás no dura
más que tres ó cuatro minutos, mas cuando la terminó, preguntó a la reunión, probablemente para demostrarle que no habia bebido demasiado: «¿queréis otra?—Por Dios,
gritó entonces un piadoso musulmán que se hallaba detrás de él en primera fila:
no esperaba otra cosa de un hombre como tú, pero no pensé que se nos enviara de
Medina semejante gobernador»; y enseguida comenzó a desempedrar la Mezquita.
Su ejemplo fue seguido por los concurrentes, que participaban de su celo y
Walid, para no ser apedreado, tuvo que volver precipitadamente a su palacio,
donde entró con paso vacilante, recitando estos versos de un poeta pagano:
«Podéis estar seguros de encontrarme donde haya vino y cantadoras, que no soy
duro pedernal insensible a las cosas buenas.» El gran poeta Hotaia parece haber encontrado la aventura muy graciosa. «El día del juicio, dice en
sus versos, Hotaia podrá certificar que Walid no
merece en ningún modo la censura con que se le abruma, ¿qué hizo después de
todo? Terminada la oración, dijo, ¿queréis más?» Es que estaba un poco alegre
y no sabía lo que se decía. ¡Afortunadamente te detuvieron, Walid! Á no ser por
eso hubieras estado rezando hasta la consumación de los siglos.» Verdad es que Hotaia, aunque poeta de primer orden, no era después de
todo más que un impío, que abrazó y abjuró sucesivamente la fe musulmana.
Hubo, sin embargo en Cufa un pequeño número de
personas que pagadas acaso por los santos varones de Medina, no pensaron como
él. Dos de ellos marcharon a la capital para acusar a Walid. Othman reusó al principio escuchar su denuncia, pero
intervino Alí y Walid fue destituido de su gobierno con gran disgusto de los
Árabes de Cufa.
No era la elección de gobernadores lo único que el
partido piadoso echaba en cara al anciano Califa: reprochábale además haber maltratado a muchos compañeros del Profeta, haber renovado una
costumbre pagana abolida por Mahoma y pensar en trasladar su residencia a la
Meca, pero lo que menos le perdonaba era la nueva redacción del Corán hecha por
orden suya, no por los hombres más instruidos, (pues hasta aquél que Mahoma
había designado como el mejor «lector» del Coran fue
extraño a ella,) sino por los que le eran más adictos y pretender sin embargo,
que esta redacción era la única buena, habiendo ordenado quemar todas las
restantes.
Resueltos a no tolerar por más tiempo semejante estado
de cosas, los antiguos competidores de Othman, Alí,
Zobair y Talha que gracias al dinero destinado a los
pobres que se habían apropiado, se habían enriquecidos tanto que no se contaba
sino por millones, sembraban oro a manos llenas a fin de suscitar revueltas en
todas partes. Sin embargo no lo consiguieron más que a medias, hubo aquí y allí
algunos levantamientos parciales, pero las masas permanecieron fieles al
Califa. En fin, contando con la voluntad de los Medineses, los conspiradores
hicieron ir a la capital algunos centenares de osos Beduinos de estatura
colosal y de rostro cetrino, que se hallaban siempre dispuestos a asesinar
hasta a su padre por dinero. Los que se apellidaban vengadores de la religión
ultrajada, después de haber maltratado al Califa en el templo, llegaron a
sitiarlo en su palacio que solo estaba defendido por quinientos hombres,
esclavos la mayor parte, mandados por Merwan. Esperábase que Othman renunciaría
voluntariamente al trono; esta esperanza fue defraudada: creyendo que no se
atreverían a atentar contra su vida o contando con el socorro de Moawia, el Califa desplegó una gran firmeza. Fue, pues,
preciso recurrir a extremos medios. Después de un asedio de muchas semanas, los
bandidos penetraron en palacio por una casa contigua y degollaron al anciano
octogenario que leía entonces piadosamente el Corán, y para coronar su obra
saquearon el tesoro público. Merwan y los demás Onmiadas tuvieron tiempo de escaparse. (656)
Los Medineses, los Defensores (porque este título pasó
de los compañeros de Mahoma a sus descendientes) dejaron hacer y la casa por
donde los asesinos penetraron en palacio pertenecía a los Beni-Hazm, familia de los Defensores, que se señaló más
adelante por su odio contra los Omeyas. Esta neutralidad intempestiva bastante
parecida a la complicidad, le fue duramente reprochada por su poeta
Hassan-Ibn-Thábit, decidido partidario de Othman, temeroso con razón de que los Onmiadas vengasen en sus contributos la muerte de su pariente.
«Cuando el venerable anciano vio levantarse a la muerte delante de sí, los
Defensores no hicieron nada para salvarlo. ¡Ay! que bien pronto va a resonar
en nuestras moradas el grito de: Dios es grande! Venganza, venganza Othman!»
Elevado Alí al Califato por los Defensores, destituyó
a todos los gobernadores de Othman, y los reemplazó
con musulmanes de antigua estofa, con Defensores sobre todo. Triunfaban los
ortodoxos, iban a recobrar el poder y a anonadar a los nobles de las tribus y
a los Onmiadas, aquellos convertidos de ayer, que
creían ser los pontífices y los doctores de mañana.
Poco duró su regocijo: la división estalló en el mismo
cenáculo. Comprando a los asesinos de Othman, cada
uno de los triunviros había contado con el califato. Engañados en sus
esperanzas Talha y Zobair después de haber sido
obligados, puñal al pecho, a prestar juramento a su feliz competidor, dejaron
Medina para juntarse a la ambiciosa y pérfida Aixa, viuda del Profeta, que
antes había conspirado contra Othman, pero que
excitaba ahora al pueblo a vengarle y a levantarse
contra Alí, a quien odiaba con toda la intensidad del orgullo herido, porque
una vez en vida de su esposo se había atrevido a dudar de su virtud.
¿Cuál sería el resultado de la lucha que se iba a
empeñar? Ninguna previsión bastaba para adivinarlo. Los confederados no tenían
sino un escaso número de soldados; Alí no contaba bajo sus banderas más que a
los asesinos de Othman y a los Defensores. Era la
nación quien debía pronunciarse por uno de los dos partidos.
Y la nación permanecía neutral. A la noticia del
asesinato del buen anciano, un grito de indignación resonó en todas las
provincias del vasto imperio, y si hubiera sido menos conocida la complicidad
de Zobair y de Talha, acaso estos hubieran podido
contar con la simpatía de las masas, ya que pretendían castigar a Alí. Pero su
participación en este crimen no era un misterio para nadie. «¿Será pues
preciso, respondieron los Árabes a Talha, en la
mezquita de Basora, será preciso enseñarte la carta en que nos excitabas a
levantarnos contra Othman?—Y tú, dijeron a Zobair,
¿no has inducido a la rebelión a los habitantes de Cufa?»
Apenas hubo, pues, quien quisiera batirse por ninguno de estos dos hipócritas
a quienes confundían en su común desprecio. Esperando, procuraban conservar
cuanto fuera posible el estado de cosas establecido por Othman y los gobernadores nombrados por él. Cuando el oficial a quien Alí había dado
el gobierno de Cufa, quiso presentarse en su destino,
salieron a su encuentro los Árabes de esta ciudad y le declararon sin rodeos
que exigían el castigo de los asesinos de Othman,
que pensaban conservar al gobernador que tenían, y que a él le romperían la
cabeza si no se marchaba al momento. El Defensor que debía gobernar la Siria
fue detenido por algunos caballeros en la frontera. «¿A qué vienes aquí?» le
preguntó el jefe.—A ser tu emir.—Si es otro que Othman quien te envía, lo mejor que puedes hacer es volver para atrás.—¿Acaso se
ignora aquí lo que ha pasado en Medina?—Lo sabemos perfectamente, y por eso te
aconsejamos volverte por donde has venido.» El Defensor fue lo bastante
prudente para aprovecharse del consejo.
En fin, Alí halló amigos de accidente, servidores de
ocasión entre los Árabes de Cufa que ganó a su causa
no sin trabajo, prometiéndoles establecer en esta ciudad su residencia,
elevándola así al rango de capital del imperio. Con su auxilio ganó «la
batalla del camello» que le libró de sus competidores; Talha fue herido de muerte, Zobair asesinado en la fuga y Aixa solicitó y obtuvo su
perdón. Fue principalmente a los Defensores que formaban la mayor parte de la
caballería, a quienes se atribuyó el honor de esta victoria.
Desde entonces quedó Alí dueño de la Arabia, del Irak y
del Egipto, lo que quiere decir que su autoridad no era declaradamente
desobedecida en estas provincias; pero si se le servía era con una frialdad
extrema y una evidente aversión. Los Árabes del Irak, cuyo concurso le
importaba más, sabían siempre encontrar pretextos para no marchar cuando se
les ordenaba: en invierno hacía demasiado frio, en verano demasiado calor.
Solo la Siria reusaba constantemente reconocerle.
Aunque Moawia hubiera querido no hubiese podido
hacerlo sin mancillar su honor. Aun hoy día el Fellah egipcio tan degenerado y oprimido como está, venga la muerte de sus parientes, mas que sepa ha de pagar con la cabeza su venganza.
¿Podía, pues, Moawia dejar impune el asesinato de
aquél cuyo abuelo era hermano del suyo? ¿Podía someterse al hombre que contaba
entre sus generales los asesinos? Y sin embargo, no le arrastraba la voz de la
sangre, sino una ardiente ambición. De quererlo hubiera podido salvar acaso a Othman, marchando con un ejército en su ayuda. ¿Pero de qué
le hubiera servido esto? Salvado Othman, hubiera
quedado como estaba, gobernador de la Siria. El mismo lo ha confesado: desde
que el Profeta le dijo: «si obtenéis el gobierno conduciros bien;» no había
tenido más fin, más anhelo, ni más pensamientos que obtener el califato. Ahora
le favorecían admirablemente las circunstancias; después de haberse jugado el
todo por el todo podía atreverse. Su designio iba a cumplirse: no más temor, no
más escrúpulo, tenía a su disposición una causa justa, y podía contar con los
Árabes de Siria, suyos en cuerpo y alma. Cortés, amable, generoso, conocedor
del corazón humano, dulce o severo según las circunstancias, había sabido
conciliarse su afecto y su respeto por sus cualidades personales. Había además
entre ambos comunidad de miras, sentimientos e intereses. Entre los Sirios el
Islamismo había quedado en letra muerta, una fórmula vaga y confusa, cuyo sentido
en ningún modo trataban de profundizar; repugnaban los deberes y los ritos que
impone esta religión, profesaban odio inveterado a los nuevos nobles que no
tenían otros títulos para mandarlos, que el de haber sido compañeros de
Mahoma, y echaban de menos la preponderancia de los jeques de tribu. Si los
hubieran dejado, hubieran caído sobre las dos ciudades santas para saquearlas,
incendiarlas y pasar sus habitantes a cuchillo. El hijo de Abu-Sofyan y de Hind, participaba de
sus deseos, de sus aprensiones, de sus resentimientos y de sus esperanzas. He
aquí la verdadera razón de la simpatía que reinaba entra súbditos y príncipe,
simpatía que se mostró de una manera conmovedora cuando Moawia,
después de un largo y glorioso reinado, exhaló el último suspiro y fue preciso
tributarle los últimos honores. El emir a quien Moawia había confiado el mando hasta que Yezid, heredero del trono llegara a Damasco,
ordenó que el féretro fuera llevado por los parientes del ilustre difunto; pero
cuando en el día de los funerales comenzó a desfilar el cortejo, dijeron los
Sirios al emir: «Mientras que vivió el Califa hemos tomado parte en todas sus
empresas; nuestros han sido sus goces y sus penas. Permitidnos pues, que
también ahora reclamemos nuestra parte.» Y cuando el emir accedió a su
petición, todos quisieron tocar, aunque no fuera más que con la punta de los
dedos la caja en que descansaban los restos mortales de su amado príncipe,
tanto, que desgarraron el paño mortuorio.
Desde los primeros pasos Alí pudo convencerse de que
los Sirios hacían suya la causa de Moawia. «Cada día,
le decían, vienen cien mil hombres a la Mezquita a llorar sobre la túnica
ensangrentada de Othman, y todos han jurado vengarle
de tí.» Seis meses habían pasado desde el asesinato,
cuando Alí, vencedor en la «batalla del camello», intimó la sumisión a Moawia, por última vez. Este, enseñando la túnica
ensangrentada a los Árabes reunidos en la mezquita, les pidió su parecer.
Mientras habló se le escuchó con un silencio respetuoso y solemne; cuando
hubo concluido, uno de los nobles tomando la palabra en nombre de todos le
dijo con esa deferencia que viene del corazón. «Príncipe, a tí te toca aconsejar y mandar; a nosotros obedecer y obrar.» En seguida se publicó
por todas partes esta orden: «Que todo individuo que se halle en estado de
tomar las armas, marche sin demora a sus banderas, y el que a los tres días no
se presente en su puesto, sea castigado con pena capital.» Ninguno faltó al
llamamiento. El entusiasmo fue general y era sincero; íbase a combatir por una causa verdaderamente nacional. La Siria sola suministró
más soldados a Moawia, que dieron a Alí todas las
otras provincias juntas. Este comparaba con dolor el celo y la lealtad de los
Sirios a la tibia indiferencia de sus Árabes del Iraq. «Cambiaría de buena
gana diez de vosotros por uno de los soldados de Moawia,
les dijo. Por Dios! ha de triunfar el hijo de la comedora de hígado! »
Parecía que la diferencia debía ventilarse con la
espada en las llanuras de Ciffin, en la orilla
occidental del Eufrates. Sin embargo, desde que los dos ejércitos enemigos se
encontraron frente a frente, pasaron muchas semanas en negociaciones
infructuosas y en escaramuzas, que aunque sangrientas, no produjeron resultado
alguno. Por ambas partes se evitaba todavía un combate general y decisivo. En
fin, cuando fracasó toda tentativa de avenencia, se dio la batalla. Los
antiguos compañeros de Mahoma combatieron en esta ocasión con la misma rabia
fanática que cuando forzaban a los Beduinos a elegir entre el Mahometismo y la
muerte. A sus ojos, los Árabes de Siria eran verdaderamente paganos. «Os lo
juro, decía Ammar, nonagenario entonces; nada podrá
ser más meritorio delante de Dios que combatir a esos impíos. Si sus lanzas me
matan moriré mártir de la verdadera fé. ¡Seguidme
compañeros del profetal Las puertas del cielo se abren para nosotros, las hurís
nos esperan!» Y lanzándose en lo más recio de la pelea combatió como un león
hasta que espiró acribillado de heridas. Por su parte los Árabes de Iraq,
viendo que se trataba de su honor combatieron mejor de lo que se hubiera
creído, y la caballería de Alí dio una carga tan vigorosa que los Sirios
perdieron terreno. Viendo la batalla perdida, Moawia ponía ya el pie sobre el estribo para emprender la fuga, cuando se le acercó Amr hijo de Alí.
—Y bien, le dijo el príncipe, tú que te vanaglorias de
saber salir siempre de un apuro, ¿has hallado algún remedio a la desdicha que
nos amenaza? Acuérdate que te he prometido el gobierno del Egipto en caso de
que triunfara, y dime lo que debo hacer.
—Preciso es, le respondió Amr,
que mantenía inteligencia en el ejército de Alí, preciso es ordenar a los
soldados que tengan un ejemplar del Corán, que lo aten a la punta de sus
lanzas, y vos diréis al mismo tiempo que apeláis a la decisión del libro. El
consejo es bueno, yo os respondo de ello.
En la hipótesis de una derrota eventual, Amr había concertado antes esta escena teatral con muchos
jefes del ejército enemigo, de los cuales el principal era Achath,
el hombre más pérfido de esta época. No tenía motivo para estar demasiado
ligado al Islamismo ni a sus fundadores; este Achath que cuando era todavía pagano y jefe de la tribu de Rinda llevaba
orgullosamente el título de rey, y cuando hubo adjurado el Islamismo bajo Abu-Bakr, vió a los musulmanes cortar
la cabeza a todos los que guarnecían su fortaleza de Nodjair.
Moawia siguió el consejo que le había dado Amr, y ordenó
atar los Coranes a las lanzas. El santo libro era
escaso en aquel ejército de ochenta mil hombres; apenas se hallaron quinientos
ejemplares. Pero esto bastó a los ojos de Achath y
de sus amigos que, cercando al Califa le dijeron:
—Aceptamos la decisión del libro de Dios, queremos una
suspensión de armas!
— Es un ardid, un lazo infame dijo Alí trémulo de
indignación; ¿acaso saben lo que es el Corán esos Sirios que violan sin cesar
sus mandamientos?
—Pero puesto que combatimos por el libro de Dios, es
fuerza que no le recusemos.
—Nos batimos para obligar a estos hombres a someterse
a las leyes de Dios; ellos se han levantado contra el Omnipotente y arrojado
lejos de sí su santo libro. ¿Creéis que ese Moawia, y
ese Amr, y ese «hijo del infierno» y todos los que le
siguen, creéis que se cuidan ellos de la religión ni del Corán? Yo los conozco
mejor que tú, yo los he conocido cuando niños, y los he conocido cuando
hombres, y hombres y niños fueron siempre unos malvados.
—No importa, ellos apelan al libro de Dios y vos a la
espada.
—Ay! bien veo que queréis abandonarme. Id, pues, id a
juntar los restos de la coalición formada en otro tiempo para combatir a
nuestro Profeta! Idos a reunir con esos hombres que dicen: «Dios y su Profeta
impostura y mentira!»
—Enviad inmediatamente a Achtar (el general de caballería) la orden de batirse en retirada, si no os espera la
suerte de Othman.
Conociendo que no retrocederían, caso de necesidad,
ante la ejecución de esta amenaza, Alí cedió. Dio la orden de retirada al
general victorioso, que entretanto perseguía a los enemigos, picándoles la
retaguardia.
Pero Achtar reusó obedecer.
Entonces comenzó un nuevo tumulto. Alí reiteró su orden. «¿Mas el Califa no
sabe, contestó el bravo Achtar, que la victoria es
nuestra? ¿Me obligará a volver atrás en el momento mismo en que el enemigo va a
experimentar una completa derrota?
—¿Y de qué serviría tu victoria? le respondió uno de
los mensajeros, Arabe del Iraq, si Alí fuera muerto
entretanto?»
A despecho suyo, el general mandó tocar retirada.
Este día, el ex-rey de los Rínda pudo saborear las dulzuras de la venganza; él fue el
que comenzó la ruina de aquellos piadosos musulmanes que le habían despojado
de su reino, y degollado a sus contributos en Nodjair. Alí lo envió a Moawia,
para preguntar a este cómo entendía que la discordia se había de decidir por el Coran. «Alí y yo, respondió Moawia,
nombraremos un árbitro cada uno. Estos dos árbitros decidirán, según el Corán
cuál de nosotros tiene más derecho al califato: «en cuanto a mi, elijo a Amr hijo de Ací.» Cuando Achath hubo
trasmitido esta respuesta Alí, éste quiso nombrar a
su primo Abdallah hijo de Abbás.
No se le permitió: este próximo pariente le dijeron, será demasiado parcial.
Después cuando Alí propuso a su bravo general Achtar:
¿Quién sino él lo ha puesto todo en combustión? dijeron. «No queremos, decía el
pérfido Achath, no queremos más árbitro que
Abu-Muza.
—Pero este hombre me guarda rencor porque le he quitado
el gobierno de Cufa, contestó Alí, me ha hecho
traición, ha impedido a los Árabes del Iraq seguirme a la guerra, cómo puedo
confiarle mis intereses?
—No queremos más que a ese, le contestaron, renovando
las amenazas más horribles. En fin, Alí cansado de la porfía, dio su
consentimiento.
Al punto, doce mil soldados abandonaron su causa,
después de haber intentado en vano, hacer que declarase nulo el tratado que
acababa de concluir, que consideraban un sacrilegio, pues que la decisión de
la diferencia no pertenecía a los hombres, sino solo a Dios. Acaso había
traidores entre ellos, si es cierto como se asegura que Achath era de aquel número; mas la mayor parte eran
«piadosos lectores del Corán,» muy devotos de la religión, muy ortodoxos, pero
que comprendían la ortodoxia de otro modo que Alí y la nobleza modinesa. Indignados hacía mucho tiempo, de la depravación
y de la hipocresía de los compañeros de Mahoma, que se servían de la religión
como medio para realizar sus proyectos de ambición mundana, estos
«no-conformistas,» habían resuelto separarse de la iglesia oficial a la primera
ocasión. Republicanos y demócratas en religión como en política, y moralistas
austeros pues que asimilaban el pecado grave a la incredulidad, presentaban
muchos puntos de contacto con los independientes ingleses del siglo XVII, con
el partido de Cromwell.
El árbitro nombrado por Ali, fue engañado por su
colega, según unos; según otros, engañó a su señor. Sea lo que quiera, la
guerra volvió a comenzar. Ali experimentó desgracia sobre desgracia, revés
sobre revés. Su feliz rival le quitó primero Egipto, luego Arabia. Dueño de
Medina, el general sirio dijo desde el púlpito:« ¡Ausitas y Kazradjitas! ¿Dónde está ahora el venerable anciano
que ocupaba este lugar?
«Por Dios! si no temiera la cólera de Moawia mi señor, no había de perdonar a ninguno de
vosotros!... Prestad juramento a Moawia, sin segunda
intención y os recibirá en su gracia.» La mayor parte de los Defensores estaban
entonces en el ejército de Alí; los demás se dejaron arrancar el juramento.
Poco después Alí pereció víctima de la venganza de una
joven no conformista, cuyo padre y hermano había hecho decapitar y que pedida
en matrimonio por su primo exigió como precio de su mano la cabeza del
Califa. (661)
Su hijo Hasan fue el heredero de sus pretensiones al califato. Era poco a propósito para jefe de un partido: indolente y sensual, prefería una vida dulce, tranquila y opulenta, a la gloria, al poder y a los cuidados del trono. El verdadero jefe del partido fue desde aquí en adelante el Defensor Cais, hijo de Sad, hombre de colosal estatura, de formas atléticas, tipo magnifico de la fuerza material, y que se había distinguido en cien batallas, por su gran valor. Su piedad era ejemplar: en ocasiones cumplía sus deberes religiosos con peligro de su vida. Un día que se inclinaba haciendo oración, vio una gran serpiente en el sitio en que iba a poner la cabeza. Demasiado escrupuloso para interrumpir su plegaria, la continuó, colocando tranquilamente la cabeza al lado del reptil. La serpiente le rodeó el cuello, pero sin hacerle daño. Cuando concluyó su rezo, cogió la serpiente y la arrojó a lo lejos. Este devoto musulmán odiaba a Moawia, no solo porque lo miraba como el enemigo de sus contributos en general, y de su familia en particular, sino también porque lo tenía por incrédulo, no habiendo nunca querido convenir en que Moawia fuese musulmán. Estos dos hombres se detestaban tanto, que cuando Cais era todavía gobernador de Egipto por Alí, entablaron correspondencia únicamente para tener el gusto de injuriarse. El uno ponía á la cabeza de su carta: «Judío, hijo de judío!» y el otro le contestaba: «Pagano, hijo de pagano! Has adoptado el Islamismo a tu pesar, por miedo, pero lo has abandonado con plena voluntad. Tu fé; si tienes alguna, es de ayer, pero tu hipocresía es ya antigua.» Desde el principio Hasan disimuló muy mal sus intenciones pacíficas. «Tended la mano, le dijo Cais, yo os prestaré juramento cuando hayáis jurado antes conformaros al libro de Dios como a leyes dadas por el Profeta y combatir a nuestros enemigos.— «Juro, respondió Hasan, conformarme a lo que es eterno, al libro de Dios y a las leyes del Profeta. Vos os obligareis por vuestra parte a obedecerme, combatiréis a los que yo combata y haréis la paz cuando yo la haga.» Se le prestó juramento, pero sus palabras habían producido muy mal efecto. «No es este el hombre que necesitamos, se decían, no quiere la guerra.» Para los Defensores todo estaba perdido si Moawia triunfaba. No tardaron en realizarse sus temores. Durante muchos meses, aunque Hasan pudo disponer de un ejército bastante considerable, permaneció inactivo en Madaín; probablemente trataba ya con Moawia. Al fin envió a Cais hacia la frontera de Siria, pero con tan pocas tropas que el bravo defensor fue abrumado por el número. Habiendo llegado los fugitivos a Madaín en el mayor desorden, maltrataron a Hasan que si no los había entregado al enemigo, jugaba por lo menos un papel ambiguo. Entonces Hasan se apresuró a concluir la paz con Moawia, obligándose a no pretender el califato. Moawia le aseguró una magnífica pensión y prometió la amnistía a sus partidarios. Todavía sin embargo, Cais contaba bajo sus órdenes cinco mil hombres, que a la muerte de Alí se habían
afeitado la cabeza en señal de duelo. Con esta pequeña hueste quería continuar
la guerra, pero no conociendo si sus soldados participaban de su ardiente
entusiasmo les dijo: «Si queréis seguiremos combatiendo y nos haremos matar
hasta el último antes que rendirnos, pero si queréis pedir «el aman» yo os lo
procuraré; elegid.» Los soldados optaron por el aman. Cais acompañado de sus principales contributos, marchó
cerca de Moawia y pidió gracias para él y los suyos,
recordándole las palabras del Profeta que en su lecho de muerte había
recomendado a los Defensores, a los otros musulmanes diciendo: «Honrad y
respetad a estos hombres que han dado asilo al profeta, y preparado el triunfo
de su causa.» Al concluir su discurso, dio a entender que los Defensores se
creerían dichosos si quería aceptar sus servicios, pues que a pesar de su
devoción a pesar de su repugnancia a servir a un incrédulo, no podían
conformarse con la idea de perder sus puestos elevados y lucrativos. Moawia respondió en estos términos: «No concibo,
Defensores, qué títulos tenéis a mis bondades. Por Dios! no habéis sido mis más
encarnizados enemigos? ¿No sois vosotros los que en la batalla de Ciffin habéis estado a pique de causar mi ruina cuando
vuestras refulgentes lanzas llevaban la muerte a las filas de mis soldados? Las
sátiras de vuestros poetas han sido para mí otros tantos alfilerazos, y cuando
Dios ha afirmado lo que queríais destruir me decís: Respetad la recomendación
del Profeta. No, nosotros somos incompatibles.» Herido en su orgullo Cais cambió de tono: «Nuestro título a vuestras bondades
es, dijo, el de ser buenos musulmanes, y a los ojos de Dios esto basta; verdad
es que los que se coaligaron para combatir al Profeta, tienen otros títulos
para vos; no se los envidiamos. Hemos sido vuestros enemigos, es cierto, pero
si hubieseis querido, hubierais podido evitar la guerra. Nuestros poetas os han
perseguido con sus sátiras, bien está; lo que han dicho de falso será olvidado;
lo que han dicho de verdadero, quedará. Vuestro poderse ha asegurado, lo
sentimos. En la batalla de Ciffín, cuando estuvimos a
punto de causar vuestra pérdida, combatíamos bajo la bandera de un hombre que
pensaba obrar bien obedeciendo a Dios. En cuanto a la recomendación del
Profeta, el que creé en él se conforma a ella, mas pues que decís que hay incompatibilidad entre nosotros, solo Dios podrá
impediros ¡oh Moawial hacer el mal en
adelante.—Retiraos al punto!» le gritó el Califa indignado de tanta audacia.
Los Defensores habían sucumbido. El poder volvía
naturalmente a los jeques de tribu, a la nobleza antigua, y sin embargo, los
Sirios no estaban satisfechos, habían esperado saborear el placer de una
venganza completa. La moderación de Moawia no se lo
permitió, pero ya llegará el día en que se comience de nuevo; ellos lo esperan,
y cuando llegue, habrá un combate a muerte. En cuanto a los Defensores, el
despecho, la cólera y la rabia les devoraban las entrañas. Mientras que
viviera Moawia, el poder de los Omeyas estaba
demasiado sólidamente establecido, para que pudiesen intentar nada; pero Moawia no era inmortal, y lejos de estar desalentado los
Medineses se preparaban a nueva lucha.
En este intervalo de forzada inacción, la tarea de los
guerreros pasó a los poetas; por ambas partes el odio se exhalaba en
sangrientas sátiras. Además se porfiaba sin cesar, habla continuos chismes y
vejaciones incesantes; los Sirios y los príncipes Onmiadas no perdonaban ocasión de mostrar a los Defensores su odio y su menosprecio, y
estos les pagaban en la misma moneda.
HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110)
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