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LIBRO SEGUNDO

LOS CRISTIANOS Y LOS RENEGADOS.

I.

Hasta aquí solo los vencedores han ocupado nuestra atención, ahora les toca el turno a los vencidos. Indicar las circunstancias que facilitaron a los musulmanes la conquista de España, resumir en sus hechos principales la historia de esta conquista, mostrar la situación en que los vencedores pusieron a la población cristiana y la influencia que ejerció su dominio sobre la clase tan desgraciada, como numerosa de los esclavos y los siervos, contar detalladamente la larga y tenaz resistencia, que todas las clases sociales, cristianos y renegados, burgueses y montañeses, ricos propietarios y esclavos libertos, monjes santamente fanáticos, y aun mujeres valerosas e inspiradas, opusieron a los conquistadores cuando una generación más vigorosa sucedió a la enervada de principios del siglo VIII, va a ser el asunto de esta parte de nuestro trabajo.

Cuando la Península atrajo las codiciosas miradas de los musulmanes, estaba muy débil, la conquista era muy fácil porque la situación social era deplorable. El mal venía de antiguo. Provincia romana, España ofrecía bajo los últimos Césares, el lamentable espectáculo que las otras partes del imperio. De todo lo que en otro tiempo era, solo le quedaba el nombre, según la frase de un autor del siglo V. Veíase de un lado, escaso número de ricos que poseían inmensos dominios, «latifundia;» de otro ciudadanos arruinados, esclavos y siervos. Los privilegiados, los clarísimos, en fin todos aquellos que ocuparon las principales magistraturas, o meramente habían recibido del príncipe el título honorario de ellas, estaban exentos de las cargas que pesaban sobre la clase media. Vivían en el seno de la molicie, y de un lujo desenfrenado en soberbias granjas situadas a las orillas de hermosos ríos, al pie de risueñas colinas plantadas de viñas y de olivos. Allí dividían su tiempo entre el juego, los baños, la equitación y los banquetes. Allí, en salas cuyas paredes estaban cubiertas de tapicerías, pintadas o recamadas en la Asiria y en la Persia, a la hora de comer, los esclavos cubrían la mesa de los manjares más exquisitos, y de los vinos mas sabrosos, mientras que los convidados, tendidos sobre lechos cubiertos de púrpura, improvisaban versos, escuchaban coros de músicos, o miraban a los bailarines.

El espectáculo de tal opulencia solo podía servir para aumentar la miseria del mayor número con un contraste aflictivo. La plebe de las ciudades, el populacho que se amotinaba no tenía en verdad mucho de que quejarse; se le temía, se le cuidaba, se le alimentaba con distribuciones gratuitas, a costa de los otros ciudadanos y se le envilecía con espectáculos groseros y bárbaros, pero la clase media, la de los curiales, pequeños propietarios que habitaban en las ciudades, y que estaban encargados de la administración municipal, había quedado reducida por la fiscalidad romana a la mayor miseria. El régimen municipal, destinado a servir de salvaguardia contra la tiranía, había llegado a ser a la par el instrumento y la víctima de todas las opresiones. Constantino había secado la fuente principal de los ingresos de las ciudades (municipios) apoderándose de sus bienes cuando las expensas municipales aumentaban con el progreso de la miseria pública, y sin embargo, los miembros de la curia, es decir, todos los vecinos de una ciudad que poseían una propiedad territorial de más de veinte y cinco acres de tierra, y no eran privilegiados, debían suplir con sus haberes la insolvencia de los contribuyentes. Los curiales no podían romper esta solidaridad que era originaria y hereditaria, estaban en algún modo atados a la gleba, porque no podían enajenar sus tierras sin la autorización del Emperador, que, considerándose como el verdadero propietario de todo el suelo, no veía más que usufructuarios en sus súbditos. A menudo los curiales desesperados abandonaban sus puestos y su ciudad para alistarse en la milicia o para darse en servidumbre, pero el gobierno con sus ojos de lince y sus brazos de hierro dejaba rara vez de descubrirlos, y entonces los volvía por fuerza a la curia, y si no lo conseguía, los reemplazaba por hombres envilecidos, por bastardos, por herejes, por judíos, o por apercibidos por la justicia, pues la dignidad de curial, Antes honrosa y privilegiada, había llegado A ser una desgracia y un castigo.

Lo restante de la población eran colonos o esclavos. La esclavitud agrícola no había desaparecido, pero desde los comienzos del período imperial se había formado el colonato, de una parte, por el empobrecimiento y la profunda miseria de la población libre de los campos, y de otra, por el mejoramiento de la condición de los esclavos agrícolas. Era un estado intermedio entre la libertad y la servidumbre. No habiendo tenido al principio mas regla que la costumbre o el contrato, llegó a ser desde Diocleciano una cuestión de orden público, un interés del Estado, un asunto de preocupación constante para el Gobierno, obligado á llevar á toda costa cultivadores á los desiertos campos, y soldados al ejército. Entónces recibió su organización, su policía y sus le­yes. Bajo cierto aspecto los colonos que daban al dueño una parte determinada del producto de la tierra que cultivaban, se hallaban en mejor posición que los esclavos; contraían verdaderos matrimonios de lo que estos eran incapaces; podían poseer, como propietarios, y su amo no podía quitarles sus bienes, estándoles solo prohibido enajenar sin su consentimiento. Además la ley los consideraba de otro modo que a los esclavos; pagaban al Tesoro contribución personal, y estaban sujetos al alistamiento. Sin embargo, se les imponían castigos corporales como a los esclavos, y no existía para ellos la manumisión. Esclavos, no de un hombre, sino de la tierra, estaban ligados a la tierra que cultivaban, por un lazo indisoluble y hereditario: el propietario no podía vender el campo sin los colonos, ni los colonos sin el campo.

Más desgraciada aun era la clase de los esclavos, que se podían vender o donar como un animal o un mueble. Su número, comparado al de los hombres libres era inmenso. «Una vez, dice Séneca, se propuso en el Senado poner a los esclavos un vestido que los distinguiera: esta proposición fue desechada por temor de que los esclavos llegaran a contarnos». En el reinado de Augusto, un liberto, cuya fortuna había sufrido sin embargo grandes pérdidas en las guerras civiles, poseía cuatro mil, y en los últimos tiempos del imperio, su número parecía mas bien haber aumentado que disminuido. Un cristiano de la Galia poseía cinco mil; otro ocho mil. Se les trababa con un rigor inhumano: con frecuencia, condenaban los dueños a trescientos latigazos al siervo que las hacía esperar el agua caliente. Y lo que estos infelices tenían que sufrir de sus señores, era nada en comparación de las crueldades de sus compañeros encargados de vigiarlos.

Para sustraerse a la tiranía de los señores de los propietarios y del gobierno, los curiales, los colonos y los esclavos, no tenían más partido que tomar que huir a los bosques y hacerse bandidos. «Bagaudas,» como se les llamaba entonces. Viviendo en las selvas, a la manera de los primeros hombres, hacían expiar a sus opresores lo que habían sufrido, saqueando sus soberbias granjas, y si un rico, por su desgracia, caía en sus manos, hacían en él pronta y terrible justicia. A veces, muchas de estas bandas se reunían en una sola que no se limitaba entonces a simples latrocinios, sino que amenazaba las ciudades, la sociedad misma. En las Galias llegaron a tomar una actitud tan amenazadora, en tiempo de Diocleciano que fue preciso enviar contra ellos un ejército considerable, mandado por un César. Una sociedad corroída por tantas miserias, debía desplomarse al primer choque de una invasión. Al mayor número les importaba poco ser oprimidos, estrujados, azotados mas bien por los romanos que por otros. Solo los privilegiados, los ricos, poseedores de la tierra, tenían interés en el mantenimiento de lo existente, pero profundamente corrompidos y gastados por el libertinaje, en su mayor parte había perdido toda energía. Sin embargo, cuando nubes de bárbaros vinieron a descargar sobre las provincias romanas, algunos de ellos hicieron actos de patriotismo, de egoísmo si se quiere. Los nobles de la Tarraconense trataron, aunque sin conseguirlo, de detener los progresos de los Visigodos, y cuando en el reinado de Honorio los Alanos, los Vándalos y los Suevos después de haber pasado el hin, arrasaban las Galias y amenazaban a España, mientras que la masa de los habitantes del país esperaba su suerte con una fría indiferencia y una tranquilidad imperturbable, sin intentar nada para apartar el peligro: dos hermanos, nobles y ricos, Didimo y Veriniano, hicieron tomar las armas a sus colonos, y atrincherándose con ellos en los desfiladeros del Pirineo, impidieron a los bárbaros penetrar en España: ¡tan fácil era de defender! Pero cuando ambos hermanos fueron presos y decapitados por el anti-César Constantino, que no habían querido reconocer: cuando este Constantino confió la guarda de los Pirineos a los honorianos, es decir, a uno de esos cuerpos de bárbaros que Roma había tomado a su servicio, cuando estos honorianos se pusieron a saquear el país que debían preservar de la invasión y cuando, a fin de escapar al castigo que merecían por este atentado, abrieron los desfiladeros a los bárbaros que saqueaban las Galias, (409) entonces ninguno pensó ya en la resistencia. A la aproximación de los bárbaros que avanzaban sombríos, irresistibles, inevitables, no hacían más que aturdirse en las orgías y marearse con los delirios de la crápula. Mientras que el enemigo rompía las puertas de la ciudad, los ricos, ebrios y atestados de comida, bailaban y cantaban: sus labios temblorosos besaban los hombros desnudos de hermosas esclavas, el populacho, como para acostumbrarse a la vista de la sangre y embriagarse con los perfumes de la carnicería, aplaudía a los luchadores que se degollaban en el anfiteatro. Ni una ciudad española tuvo el valor de sostener un sitio: sus puertas se abrían a los bárbaros, que entraban en las poblaciones sin combate, saqueaban, incendiaban, pero no tenían necesidad de matar, y si lo hacían era únicamente para saciar sus apetitos sanguinarios.

Era un tiempo horrible. Por más que esta generación inspire una extrema repugnancia por su enervamiento, su cobardía y su corrupción, nos vemos sin embargo obligados a compadecerla a pesar nuestro. El despotismo romano, por insoportable que fuera, no es nada en comparación de la brutalidad de los bárbaros. En la sabia tiranía de los Césares, había al menos un cierto orden y hasta una cierta medida: los germanos en su ciego furor trastornaban y aniquilaban sin discernimiento todo lo que hallaban a su paso.

Una desolación sin término invadió las ciudades y los campos, y a estos trastornos seguían azotes más tristes aun, el hambre y la peste; se vio a madres hambrientas asesinar a sus propios hijos y alimentarse con su carne. Las Baleares, Cartagena y Sevilla, fueron saqueadas por los vándalos. Afortunadamente para España, pasaron a África con el escaso número de Alanos que habían escapado a la espada de los Visigodos; mas los feroces Suevos que no respiraban más que matanza y destrucción, permanecieron en Galicia y fueron algún tiempo dueños de la Bética y de la Cartaginense. Casi todas las provincias de España fueron sucesivamente teatro de sus rapiñas: la Lusitania, la Cartaginense y la Bética, la Tarraconense y la Vasconia. Un inmenso desorden reinaba en estas últimas provincias; los Bagaudas engrosados con una multitud de colonos y de propietarios arruinados, esparcían el terror por todas partes. Enemigos jurados de Roma, fueron alternativamente enemigos y aliados de los bárbaros. En la Tarraconense, donde tenían a su líder, el audaz e intrépido Basilio, sorprendieron un cuerpo de bárbaros al servicio de Roma, en el momento mismo en que estaban reunidos en la iglesia de Tarazona, y los degollaron a todos sin perdonar al Obispo. Luego, Basilio se unió a los Suevos, con ellos saqueó los alrededores de Zaragoza y sorprendió a Lérida, cuyos habitantes fueron hechos prisioneros. Cinco años después, los Suevos se aliaron a los Romanos para exterminar a los Bagaudas.

Galicia fue todavía más devastada por los Suevos, que las otras provincias: allí tenían el centro de sus dominios, allí sus guaridas, allí robaron y asesinaron durante más de sesenta años. Puestos en el último extremo, los infelices gallegos hicieron al fin lo que debieron haber hecho desde el principio: tomaron las armas y se atrincheraron en los castillos fuertes. A veces eran bastante afortunados para hacer también algunos prisioneros; entonces se reconciliaban y se canjeaban los prisioneros de una y otra parte, dándose recíprocamente rehenes, pero bien pronto los Suevos, rompían la paz y se en regaban de nuevo a sus rapiñas. Los gallegos imploraban sin gran resultado la mediación de los gobernadores de las Galias, o de aquella parte de España que aun había permanecido romana. Por último, otros bárbaros, los Visogodos, vinieron a combatir a los Suevos venciéndolos en una gran batalla dada a las orillas del Orvigo. Para los gallegos esto fue mas bien que una liberación un nuevo peligro. Los Visigodos saquearon Braga, y aunque no derramaron sangre, redujeron a esclavitud a una multitud de ciudadanos, convirtieron las profanadas iglesias en caballerizas, y despojaron a los clérigos absolutamente de todo, hasta de su último vestido. Y así como los habitantes de la Tarraconense se habían hecho Bagaudas, los de Braga y sus alrededores se organizaron en partidas de ladrones. En Astorga los Visigodos se mostraron mas desapiadados todavía. En el momento en que se presentaron delante de las puertas de la ciudad, se encontraba esta en poder de una banda de partidarios que pretendía combatir por Roma. Habiendo pedido y logrado entrar como amigos, hicieron una horrible matanza, se llevaron en calidad de esclavos a una multitud de mujeres, niños y eclesiásticos, entre los cuales se encontraban dos obispos, demolieron los altares, quemaron las casas y devastaron los campos de los alrededores. Patencia tuvo la misma suerte. Luego sitiaron un castillo poco distante de Astorga, pero la desesperación había dado valor y fuerza a los gallegos, y la guarnición de este castillo se defendió tan bien que sostuvieron victoriosamente un largo asedio.

Vueltos los Visigodos a las Galias, comenzaron nuevamente los Suevos sus rapiñas y atrocidades. En Lugo, una de sus partidas penetró súbitamente en la sala en que deliberaba el consejo municipal, que se creía exento de todo peligro por ser Semana Santa: los desdichados miembros del consejo fueron degollados todos. En Coimbra otra partida, violó el tratado que acababa de pactarse, y redujo los habitantes a esclavitud. En fin, los visigodos conquistaron poco a poco toda España, y aun cuando hubo que darles las dos terceras partes de las tierras, su dominación pareció suave comparada con los males sufridos bajo el efímero yugo de los terribles Suevos.

En medio de estas calamidades sin cuento, de este desconcierto universal, quedaba un grupo de hombres esforzados que habían visto derrumbarse el antiguo mundo sin gran pena, tomando hasta cierto punto partido por los bárbaros contra los Romanos, sus compatriotas. Eran la flor del clero católico, la escuela de S. Agustín. Desde el principio de las invasiones, se habían tomado estos sacerdotes infinito trabajo para paliar las violencias de los conquistadores. Profesaban un optimismo bárbaro en medio de este océano de desdichas. El sacerdote español Pablo Orosio, discípulo del Obispo de Hipona a quien dedicó su obra histórica, y contemporáneo de la invasión de los Alanos, los Suevos y los Vándalos, pretende que estos bárbaros cuando se establecieron en la Península después de habérsela dividido entre sí, trataron a los españoles como aliados y amigos, y que en el tiempo en que escribía (hacia el año 417) existían ya españoles que preferían ser libres y pobres bajo el dominio de los bárbaros,aá verse oprimidos y agobiados de impuestos bajo el yugo de Roma. Otro sacerdote que escribía veinte o treinta años después, Salviano de Marsella, va mucho más lejos, es mucho más atrevido. Lo que en Orosio es solo el voto de una débil mayoría, es según él, el voto unánime de toda la Nación. Nada hubiera sido mas contrario a la naturaleza de las cosas, que semejante disposición de los espíritus, nada es más falso. No, preciso es decirlo en honor de la humanidad, el sentimiento de la dignidad nacional no se extinguió hasta este punto entre los súbditos de Roma que, por lo demás, habían de adquirir la triste y dolorosa experiencia de que hay un azote peor aun que el despotismo mismo. Demasiado débiles o demasiado cobardes para sacudir el yugo, habían al menos conservado en su alma el valor suficiente para odiar y detestar a los bárbaros. «Tú no quieres a los bárbaros que se llaman malos, yo no quiero ni aun aquellos que se llaman buenos» escribía Sidonio Apolinar a uno de sus amigos, y al hablar así expresa mucho mejor el sentimiento nacional que los sacerdotes que se esfuerzan por representar la invasión como un beneficio. Mas estos tenían para escribir como lo hacían, excelentes razones: carecían en primer término, de todo sentimiento generoso que se lo impidiera, ignoraban lo que es patriotismo, no tenían patria en la tierra, su patria estaba en el cielo. Ni eran más compasivos; el saqueo y la matanza misma les importaban poco. «Qué importa a un cristiano que aspira a la vida eterna ser arrebatado de este miserable mundo, de esta o de aquella manera, en tal o cual época de la vida?» pregunta Orosio, después de haber confesado, un poco a su pesar, que los Suevos y sus aliados había cometido todo género de crímenes. Los intereses de la Iglesia eran los únicos que los preocupaban; en cada acontecimiento político, solo veían lo que podía aprovecharles o dañarles. Campeones del Cristianismo, tenían que refutar a los paganos, y aun algunos cristianos tibios que imputaban los inauditos desastres sufridos por el Imperio al abandono del antiguo culto, diciendo que el Cristianismo había traído la desgracia a la grandeza romana, y que los antiguos dioses la protegían mejor. Los sacerdotes respondían a estos impíos, probándoles como lo había hecho su maestro el célebre autor de la «Ciudad de Dios,» que el mundo romano había sido siempre desdichado, y que los males presentes no eran tan intolerables como se pretendía. Luego, ellos se habían penetrado bien de esta verdad, que á ideas nuevas como eran las cristianas, eran necesario hombres nuevos. «Ellos no habían hecho en los nobles romanos conquista alguna.» Cristianos en la forma, porque el cristianismo había llegado a ser la religión del Estado, pero demasiado corrompidos para someterse a la austera moral que predicaba, y demasiado escépticos para creer en sus dogmas, los clarísimos solo vivían para los festines, los placeres y los espectáculos, negándolo todo, hasta la inmortalidad del alma. «Prefiérense aquí los espectáculos a las iglesias de Dios, grita Salviano con santa indignación, desprécianse los altares y hónranse los teatros. Todo se ama, todo se respeta; solo Dios parece despreciable y vil.... Casi todo lo que toca a la religión es motivo de escarnio entre nosotros.» Las costumbres de los bárbaros no eran más puras; los sacerdotes se ven obligados a confesar que eran tan injustos, tan ávaros, tan falaces, tan codiciosos, en una palabra, que se hallaban tan corrompidos como los Romanos, porque como se ha dicho con razón, los vicios de la decadencia y los de la barbarie, guardan estrecha analogía. Mas a falta de virtudes, los bárbaros creían al menos todo lo que sus sacerdotes les enseñaban; eran devotos por naturaleza. En el peligro, solo de Dios esperaban auxilio. Antes de la batalla, sus reyes oraban con el cilicio de lo que se hubiera reído un general romano, y si alcanzaban la victoria reconocían en su triunfo la mano del Eterno. En fin, honraban al clero, no solo al suyo, al arriano, sino al clero católico que los Romanos despreciaban y escarnecían llamándose católicos. ¿Cómo admirarse, pues, de que los bárbaros se hayan ganado las simpatías de los sacerdotes? Sin duda que eran heréticos y que habían sido instruidos por «malos doctores,» ¿mas era esto motivo suficiente para que los católicos hubiesen perdido las esperanzas de convertirlos? y una vez convertidos; que brillante porvenir no aguardaba a la Iglesia!

En ninguna provincia se vieron defraudadas las esperanzas de esos hombres perspicaces, mas tampoco en ninguna llegaron a realizarse en tan alto grado como en España, desde que el rey Recaredo y sus visigodos abjuraron la herejía arriana para hacerse católicos (587). Desde entonces el clero se valió de cuantos medios pudo para dulcificar e ilustrar a los Visigodos, casi romanizados ya antes de su llegada a España, por haber vivido medio siglo en las provincias romanas, y no insensibles a los beneficios del orden y de la civilización. Es un espectáculo por demás curioso, ver a los descendientes de los bárbaros que habían habitado las selvas de la Germania palidecer sobre los libros, bajo la dirección de los obispos, y es una curiosa correspondencia la del Rey Recesvinto con Braulio, obispo de Zaragoza: el Rey da gracias al obispo por haberse dignado corregir un manuscrito que le había enviado, quejándose de las faltas, aturdimientos y necedades de los copistas con el aplomo de un Bentley o de un Ruhnkenius. Mas los obispos no se limitaban a formar el corazón y la inteligencia de los reyes; se encargaban también de dar leyes al Estado y gobernarlo: habían sido establecidos por el Señor Jesucristo, para que rigiesen a los pueblos, decían en sus actas. El Rey, rodeado de sus grandes, venía a prosternarse humildemente ante ellos, cuando estaban reunidos en Concilio en Toledo, para suplicarles con lágrimas y suspiros que intercedieran para con Dios, y que diesen sabias leyes al Estado, y tan bien inculcaron los obispos a los reyes que la piedad era la primera de las virtudes, y tan bien por su parte comprendieron los reyes que la piedad era la obediencia a los obispos, que aun los más licenciosos se dejaron guiar dócilmente por los obispos, en los negocios públicos.

Henos aquí con un nuevo poder en el Estado, con un poder que ha absorbido a todos los demás, y que parecía hecho para regenerar las costumbres y las instituciones. De él esperaban los siervos la mitigación de sus males. El clero católico había mostrado hacia ellos, durante el dominio de la herejía arriana, una solicitud paternal: habíales abierto sus hospitales. Masona, piadoso obispo de Mérida, había dado tanto dinero a los feligreses de su Iglesia, que en Pascua pudieron acompañarle vestidos de seda, y en su lecho de muerte este santo varón emancipó a sus esclavos más fieles, asegurándoles los medios para poder vivir con desahogo. Era convicción general que el clero iba a abolir la esclavitud, contraria sino a la letra, a lo menos al espíritu del Evangelio. Esta doctrina generosa, pensaban la ha proclamado el clero cuando era débil: esta doctrina será la que pondrá en práctica ahora que es todopoderoso.

¡Extraño error! Dueño del poder, el clero reniega de las máximas que había proclamado cuando estaba pobre, despreciado, oprimido y perseguido. Al hallarse en posesión de inmensos terrenos, poblados de siervos, y de soberbios palacios atestados de esclavos, apercíbense los obispos que han andado muy deprisa, y que aun no es tiempo de emancipar, que para llevar a cabo este pensamiento convendrá que trascurran yo no sé cuantos siglos. San Isidoro de Pelusa se admiraba en los desiertos de la Tebáida que existiese un cristiano capaz de tener un esclavo. Otro Isidoro, también santo, el célebre Obispo de Sevilla, que fue durante mucho tiempo el alma de los Concilios de Toledo, y «la gloria de la Iglesia católica» según los PP. del Concilio, VII, no reproduce la doctrina de su homónimo acerca de la esclavitud, sino la de los «Sabios» de la antigüedad, Aristóteles y Cicerón. «La naturaleza, había dicho el filósofo griego, ha creado a los unos para mandar, a los otros para obedecer;» y el filósofo romano: «No hay injusticia en que sirvan aquellos que no saben gobernarse.» Isidoro de Sevilla dice lo mismo, solo que está en contradicción consigo mismo, pues confiesa que ante Dios todos los hombres son iguales, y que el pecado del primer hombre, en que el Santo busca el origen de la servidumbre, ha sido vencido por la Redención. Lejos de nuestro ánimo querer inculpar al clero por no haber dado libertad a los esclavos, o pretender combatir la opinión de los que afirman que el esclavo no era capaz de ser libre: no discutimos aquí, concretándonos únicamente a hacer constar un hecho que tuvo resultados muy importantes, a saber: que el clero con su inconsecuencia, no satisfizo las esperanzas de los siervos, cuya desgraciada suerte, lejos de mejorar empeoró mucho. Los Visigodos, a imitación de lo que habían hecho otros pueblos germánicos, en otras provincias romanas les impusieron servicios personales, corveas. Una costumbre digna de mención, y a lo que parece desconocida de los romanos, era que a menudo cada familia de esclavos tenía que prestar un servicio hereditario y determinado: una se encargaba de padres a hijos de cultivar la tierra; otra de la pesca; ésta de la guarda de los ganados, cual del oficio de carpintero, cual del de herrero, y así las demás. Ni el siervo ni el esclavo podían casarse sin el consentimiento de su señor; cuando lo hacían sin este indispensable requisito, el matrimonio era nulo, y los separaban por fuerza de su mujer. Los hijos habidos de estos matrimonios, cuando el marido pertenecía a un señor y la mujer a otro, se repartían por mitad entre ambos señores. La ley visigótica era en este punto menos humana que la del Imperio, porque Constantino había prohibido separar a las mujeres de los maridos, a los hijos de los padres, a los hermanos de las hermanas. En general no puede ponerse en duda que la condición de esta clase fue muy dura bajo la dominación de los Visigodos cuando se examinan sus numerosas y severas leyes contra los siervos y los esclavos fugitivos, y al ver que en el siglo VIII los siervos de Asturias cuya condición había continuado siendo la que era la de todos los siervos de España, se levantaron en masa contra sus señores.

Si los Obispos no mejoraron la condición de los siervos, tampoco hicieron nada por la clase media. Los curiales siguieron siendo lo que eran, propiedad de la tierra; mas aun, ningún ciudadano tenía derecho para vender sus bienes. El espíritu fiscal había pasado con las demás tradiciones de los emperadores a los reyes godos, y a lo que parece, los discípulos aventajaron bien pronto a sus maestros. La clase media quedó pues miserable y arruinada; los concilios no lo niegan.

Subsistían pues, todas las plagas de la época romana: la propiedad condensada en grandes masas, la esclavitud y la servidumbre general, en cuya virtud, los cultivadores fueron asignados á la tierra y los propietarios a sus propiedades.

¡Si al menos aquellos que se decían rectores de los pueblos establecidos por Jesucristo, hubiesen dejado las cosas poco más o menos como las habían encontrado¡ Mas ¡ay! su fanatismo, los inclinó a perseguir con una crueldad inaudita, a una raza entonces muy numerosa en España: así lo exigía la naturaleza misma de las cosas. Un historiador eminente lo ha dicho con razón: «Siempre que en la Edad Media, el espíritu humano se acordó de preguntar, como este paraíso ideal de un mundo subyugado a la Iglesia, no había realizado en la tierra más que un infierno, la Iglesia previendo la Objeción, se dio prisa a ahogarla diciendo: «!es por la ira de Dios, es por el crimen de los judíos! Les asesinos de Nuestro Señor están impunes!» y se arrojaban sobre los judíos. (Michelet.)

Comenzaron las persecuciones en 616, bajo el reinado de Sisebuto. Entonces se mandó a los judíos que se convirtiesen antes de un año, conminándoles con que expirado el plazo, si perseveraban en sus creencias, serian desterrados después de haber recibido cien azotes cada uno, y de confiscarles los bienes. Dícese que sobrecogidos de espanto, más de noventa mil judíos recibieron entonces el bautismo y que estos eran la menor parte. Tales conversiones apenas es preciso decirlo, no eran más que aparentes, los recién convertidos continuaban en secreto circuncidando a sus hijos y practicando los demás ritos de la religión mosaica; pero no era por otra parte pretender imposibles, querer convertir a viva fuerza a una raza tan numerosa. Así parecen haberlo creído los obispos del concilio IV, mas si permitieron a los judíos permanecer fieles a la religión de sus padres, ordenaron sin embargo que les quitasen los hijos para educarlos en el cristianismo. Mas tarde, arrepintiéndose el clero de esta semi tolerancia, volvió a adoptar medidas extremas, y el sesto concilio de Toledo decretó, que en lo futuro ningún rey electo pudiese entrar en el ejercicio de su cargo sin haber jurado antes, hacer ejecutarlos edictos promulgados contra aquella raza abominable. Sin embargo, a despecho de todas las leyes y de todas las persecuciones, los judíos permanecieron en España, por una extraña anomalía  hasta poseyeron tierras, induciendo todo a creer que rara vez se cumplieron con todo rigor las leyes hechas contra ellos. Se quería pero no se podía.

Durante ochenta años, los judíos sufrieron en silencio; pero cuando se les acabó la paciencia, resolvieron vengarse de sus opresores. En efecto, hacia el año 694 diez y siete años antes de la conquista de España por los musulmanes, proyectaron una insurrección general con sus correligionarios de allende el Estrecho, donde muchas tribus berberiscas profesaban el judaísmo, y donde muchos judíos desterrados de España, habían encontrado asilo. La sublevación debía estallar probablemente en muchos puntos a la vez, en el momento en que los judíos del África desembarcasen en las costas españolas; mas antes del momento fijado para la ejecución del plan, el gobierno supo el complot. El rey Egica, tomó al punto las medidas que la necesidad ordenaba; en seguida convocó un concilio en Toledo, y allí informó a sus directores espirituales y temporales de los proyectos de los judíos, rogándoles que castigasen severamente a aquella raza maldita. Después de haber oído las delaciones de algunos israelitas, de las que resultaba que el complot iba encaminado nada menos que a hacer de la España un estado judío, los Obispos temblando de indignación y de cólera, condenaron a todos los judíos a perder la libertad y los bienes. El rey los daría como esclavos a los cristianos, aun a aquellos que antes habían sido esclavos de los judíos, que serian manumitidos por el monarca. Los dueños habían de comprometerse a no consentir que sus esclavos practicasen las ceremonias de la antigua ley, debiendo arrebatarles sus hijos cuando llegasen a la edad de siete años, hacerlos educar en el cristianismo, y no consentir el matrimonio entre judíos, sin que el esclavo judío pudiera casarse mas que con una esclava cristiana, ni la esclava judía pudiese tomar por marido mas que a un esclavo cristiano.

No puede dudarse que estos decretos se ejecutaran con todo rigor: trataban esta vez, no solo de castigar a infieles, sino a conspiradores peligrosísimos. Cuando los musulmanes conquistaron el Noroeste de África, los judíos gemían bajo un yugo intolerable; pedían con toda su alma que llegase el momento de su libertad, y los conquistadores que mediante un ligero tributo se la devolvieran y les permitieran el libre ejercicio de su culto, debían aparecerles como salvadores enviados por el mismo cielo.

Los judíos, los siervos la clase media empobrecida, eran otros tantos implacables enemigos que aquella sociedad que se grieteaba y estallaba por todas partes, nutría en su seno. Y sin embargo, las clases privilegiadas solo esclavos cristianos o judíos podían oponer a los invasores. Como ya hemos visto, en los últimos tiempos del imperio romano los colonos servían en los ejércitos. Los Visigodos habían seguido esta costumbre. Mientras conservaron su espíritu marcial no había sido necesario fijar el contingente de siervos con que debía contribuir cada propietario; pero cuando más adelante le tomaron el gusto a enriquecerse con el trabajo de los esclavos y de los siervos, hízose urgente que la ley proveyese al alistamiento del ejército. Así lo conoció el rey Wamba, por lo que, quejándose en uno de sus decretos de que los propietarios, preocupados con el cultivo de sus campos apenas alistaban la vigésima parte de sus siervos cuando eran llamados a las armas, ordenó que en adelante cada propietario godo o romano, contribuyese con la décima parte. Mas tarde según parece se les mandó que contribuyesen con la mitad de los siervos que tuviesen. El número de estos en el ejército debía pues sobrepujar con mucho al de los hombres libres lo que equivale a decir, que la defensa del Estado estaba confiada principalmente a aquellos que estaban mas dispuestos a hacer causa común con el enemigo, que a combatir en provecho de sus opresores.

II.

Como se ha visto la España visigótica estaba peor gobernada, aun que la romana. Hacía tiempo que llevaba el Estado dentro de sí mismo el germen de su ruina, y su debilidad era tal, que bastó un ejército de doce mil hombres, ayudados por la traición para derribarlo en un cerrar de ojos.

El gobernador de África Muza-ibn-Nosair, había extendido hasta el Océano los limites del imperio árabe. Tan sólo le resistía aun la ciudad de Ceuta perteneciente al imperio bizantino, que había poseído ante todo el litoral africano, pero que como el emperador se hallaba muy distante para prestarle eficaces socorros, mantenía estrechas relaciones con España. Por eso su gobernador Julián, había enviado su hija a la corte de Toledo, a fin de que allí recibiera una educación adecuada a su nacimiento; pero tuvo la desgracia de agradar al rey D. Rodrigo, que la deshonró. Ciego de cólera Julián, abrió a Muza las puertas de la ciudad después de haber concluido con él un tratado ventajoso, le habló de España, le indujo a intentar su conquista, y puso los buques que tenía a su disposición. Muza escribió al Califa Walid pidiéndole órdenes. El Califa juzgó peligrosísima la empresa. «Explorad España, le contestó, por tropas lijaras, pero guardaos por ahora de exponer un gran ejército a los peligros de una expedición a Ultramar.» Muza envió, pues, a uno de sus clientes llamado Abu-Zara-Tarif, con cuatrocientos hombres y cien caballos, que habiendo pasado el estrecho en cuatro buques que le suministró Julián, saquearon los alrededores de Algeciras, y se volvieron al África. (Julio de 710.)

El año siguiente, Muza aprovechó la ausencia de Rodrigo, ocupado en sujetar una sedición de los vascos, para enviar a España otro de sus clientes, Taric-ibn-Zeyad, su general de vanguardia, con siete mil musulmanes. Eran casi todos berberiscos, y les acompañaba Julián.

Habiendo pasado sucesivamente el Estrecho en las cuatro naves de que Tarif se había servido, pues los musulmanes no tenían otras, los reunió Taric en la montaña que hasta hoy lleva su nombre (Gebal-Taric, Gibraltar),a cuyo pie se encontraba la ciudad de Carteya. Contra ella envió Taric una división mandada por uno de los pocos oficiales árabes que tenía en su ejército Abdel-Melic, de la tribu de Moafir, (Carteya cayó en poder de los musulmanes, y Taric se había adelantado ya hasta el lago que lleva el nombre de la Janda, cuando supo que D. Rodrigo marchaba contra él a la cabeza de un numeroso ejército. Difícil le hubiera sido volver a África sus tropas, si tal hubiera sido su propósito, pero ni siquiera pensó en ello; la ambición, la codicia y el fanatismo le empujaban adelante. Pidió refuerzos a Muza, y éste le envió otros cinco mil berberiscos en los buques que había hecho construir después de la partida de su teniente. Poco era esto en comparación del gran ejército de Rodrigo; pero la traición vino en ayuda de los musulmanes.

Rodrigo había usurpado la corona que llevaba. Apoyado por muchos grandes, había destronado y aun muerto a lo que parece, a su predecesor Witiza. Tenía pues contra sí un partido poderoso, a cuya cabeza se encontraban los hermanos y los hijos del último rey. Él quería ganarse a los jefes de este partido, y a punto de marchar contra Taric los invitó a que vinieran a su lado. La ley los obligaba y vinieron, pero con el corazón lleno de resentimientos, de odio y de desconfianza. Rodrigo trató de apaciguarlos, de darles seguridades, de atraérselos, mas con tan poco éxito, que formaron el proyecto de hacerle traición en cuanto vinieran a las manos con el enemigo. No porque tuvieran intención de entregar la patria a los berberiscos, no podían alimentar designio semejante, pues que ambicionaban el poder, esto es, el trono y entregar el país a los africanos, no era el mejor medio de alcanzarlo. El hecho es que a su parecer, y en el fondo tenían razón, los bereberes no habían venido para conquistar el reino, sino para hacer una «razia.» «Lo que quieren estos extranjeros, se decían, es botín y cuando lo consigan se volverán a África.» Lo que ellos querían, era, que Rodrigo perdiera con una derrota su fama de capitán valiente y afortunado, a fin de hacer valer con mejor éxito que hasta entonces sus pretensiones a la corona. Podía suceder también que Rodrigo pereciera, y en este caso sus probabilidades aumentaban. En una palabra, ellos se dejaban guiar por un estrecho egoísmo y carecían de previsión, pero si entregaron su patria a los infieles fue sin saberlo y sin quererlo.

La batalla tuvo lugar en las riberas del Wadi-Becca, (17 de julio de 711.) Las dos alas del ejército español estaban mandadas por dos hijos de Witiza y se componían principalmente de los siervos de estos príncipes que los obedecieron de buena voluntad cuando les mandaron volver la espalda al enemigo. El centro, que estaba a las órdenes del mismo D. Rodrigo, se mantuvo firme durante algún tiempo, pero al cabo perdió pie, y entonces los musulmanes hicieron una gran matanza en los cristianos. Rodrigo fue muerto, a lo que parece; por lo menos no volvió a parecer, y el país se encontró sin rey, en el momento que tenia más necesidad. Taric se aprovechó de esta circunstancia. En lugar de volverse al África, como se pensaba, y como el mismo Muza se lo había ordenado, avanzó atrevidamente. Esto bastó para que se hundiera instantáneamente aquel imperio corroído. Todos los descontentos y todos los oprimidos facilitaron su tarea a los invasores. Los siervos no quisieron moverse por temor de que sus señores se salvaran con ellos; los judíos se levantaron donde quiera, y se pusieron a disposición de los musulmanes. Después de haber obtenido una nueva victoria cerca de Écija, Taric pudo pues marchar sobre Toledo y enviar destacamentos contra Córdoba, Archidona y Elvira. Archidona fue ocupada sin combate, habiéndose refugiado sus habitantes en los montes; Elvira fue tomada a viva fuerza, y confiada a una guarnición compuesta de musulmanes y judíos. Córdoba entregada a los mahometanos por un pastor, por un siervo que les indicó una brecha por la que podían penetrar en la plaza: en Toledo, los judíos hicieron traición a los cristianos. Una indecible confusión reinaba por do quiera; parecía que los patricios y los prelados habían perdido la cabeza. «Dios había llenado de temor los corazones de los infieles,» dice un cronista musulmán, y en efecto, fue un general sálvese quien pueda. En Córdoba no se encontraron patricios, se había ido a Toledo: en Toledo tampoco se encontraron, se habían refugiado en Galicia. El mismo metropolitano había abandonado España, para mas seguridad se fue a Roma. Los que no buscaron la salvación en la fuga, pensaron más en pactar que en defenderse. De este número fueron los príncipes de la familia de Witiza. Haciendo valer su traición como un título al reconocimiento de los musulmanes pidieron y obtuvieron los dominios de la corona de que los reyes no habían tenido mas que el usufruto, y que se componían de tres mil hectáreas. Además, Oppas, uno de los hermanos de Witiza fue nombrado gobernador de Toledo.

Por una fortuna que nadie hubiera esperado, una simple razia se había convertido en una conquista. Este resultado desconcertó mucho a Muza. Bien hubiera querido que España fuese conquistada, pero no quería que lo fuera por otro; envidiaba a Taric la gloria y las ventajas materiales de la conquista. Felizmente, había todavía algo que hacer en la Península; Taric no había tomado todas las ciudades, ni se había apropiado todas las riquezas. Muza resolvió, pues, marchar a España, y en el mes de Junio de 712 pasó el Estrecho con diez y ocho mil árabes. Tomó Medina-Sidonia, y los españoles que se le habían unido se encargaron do entregarle Carmona. Presentándose armados delante de sus puertas y fingiéndose hombres que habían huido a la aproximación del enemigo, pidieron y obtuvieron el permiso de entrar en la ciudad, y luego aprovecharon la oscuridad de la noche para entregársela a los árabes. Sevilla fue mas difícil de tomar. Era la mayor de las ciudades de España, y fue preciso sitiarla durante muchos meses antes de que se rindiera.

Mérida opuso también una larga y vigorosa resistencia, pero acabó por capitular (1 de Junio de 713). Muza se puso en seguida en camino para Toledo. Taric salió a su encuentro para ofrecerle sus homenajes, y desde que lo divisó echó pie a tierra, pero Muza estaba tan irritado contra él, que le dio de latigazos. «¿Por qué, le dijo, avanzaste sin mi permiso? ¿No te había ordenado hacer solo una razia, y volverte a África en seguida?»

El resto de España, a excepción de algunas provincias del Norte, fue conquistado, sin dificultad. La resistencia no servía para nada; falta de jefe, carecía de plan y dirección, y por otra parte el interés aconsejaba a los españoles someterse cuanto antes: haciéndolo, obtenían tratados bastante ventajosos, mientras que cuando sucumbían después de haber intentado defenderse perdían los bienes.

En general, la conquista no fue más que una gran calamidad. Verdad es que al principio, como en la invasión de los germanos, hubo un período de anarquía. Los musulmanes saquearon algunos lugares, quemaron algunas ciudades, ahorcaron algunos patricios que no habían tenido tiempo de escapar, y hasta mataron niños a puñaladas; pero el gobierno árabe reprimió pronto estos desórdenes y estas atrocidades, y una vez restablecida la tranquilidad, la generación enervada de este tiempo se sometió a su suerte sin murmurar mucho. Y ciertamente, la dominación arábiga era por lo menos tan tolerable como la de los Visigodos. Los conquistadores, dejaron a los vencidos sus leyes y sus jueces civiles o gobernadores de su nación, eran los encargados de percibir sus impuestos y de regular sus diferencias. Las tierras de los distritos conquistados con las armas y los que hablan pertenecido a la Iglesia, con los patricios que se habían refugiado en el Norte, se dividieron entre los conquistadores; pero dejaron en ellas los siervos que las poblaban.

Esto estaba en la naturaleza de las cosas, y los Árabes hicieron lo mismo en todas partes. Solo los indígenas conocían los procedimientos agrícolas, y los conquistadores eran por otra parte demasiado orgullosos para ocuparse de ellos. Impúsose, pues, al siervo la obligación de cultivar la tierra como antes, y de entregar al propietario musulmán las cuatro quintas partes de la cosecha y de otros productos. Los que poblaban los dominios del Estado que debían ser bastante numerosos, pues que este dominio comprendía el quinto de las tierras confiscadas, no debían entregar más que la tercera parte de la cosecha. Al principio la entregaban al tesoro; pero esto se modificó en adelante. Constituyéronse feudos con una parte de estos dominios, que so dieron a los Árabes que vinieron a establecerse en España; posteriormente a los que acompañaban a Samh y a los Sirios que llegaron con Baldj. Por lo demás, los cultivadores no perdieron nada con esta medida; para ellos no hubo otra diferencia que la de entregar a los feudatarios los que antes entregaban al Estado. En cuanto a los demás cristianos su posesión dependía de los tratados que había podido obtener, y algunos de ellos eran muy ventajosos. Así los habitantes de Mérida, que se hallaban en la ciudad en el momento de la capitulación, conservaron todos sus bienes, no cediendo mas que los ornamentos y las propiedades de las iglesias. En la provincia de que Teodomiro era gobernador, y que comprendía entre otras ciudades las de Lorca, Mula, Orihuela y Alicante, los cristianos no cedieron nada, obligándose tan solo a pagar un tributo, parte en dinero, parte en especie.

Puede decirse que por regla general los cristianos conservaron la mayor parte de sus bienes, obteniendo además el derecho de enajenarlos, derecho que no tenían en tiempo de los Visigodos. A su vez quedaron obligados a pagar al Estado la capitación que era de cuarenta y ocho dirhems para los ricos, de veinte y cuatro para la clase media, y de doce para los que vivían de su trabajo manual, y se pagaba por duodécimas al fin de cada mes lunar; de ella estaban exceptuados, sin embargo, las mujeres, los niños, los monjes, los lisiados, los mendigos y los esclavos. Los propietarios, además tienen que pagar el «Karádj,» impuesto sobre los productos, que se regulaba por la naturaleza de las tierras en cada localidad, pero que se elevaba de ordinario a un veinte por ciento. La capitación cesaba para los que abrazaban el islam; el «Kharádj» por el contrario, continuaba a pesar de la conversión.

En comparación de la que habían tenido, la condición en que los musulmanes dejaron a los cristianos no era demasiado dura. Añádase a esto, que los Árabes eran muy tolerantes. En materia de religión no violentaban a nadie, y lo que es más, el gobierno a no ser que fuera muy piadoso (lo que era la excepción) no deseaba que los cristianos se hicieran musulmanes; el tesoro perdía mucho. Tampoco los cristianos se mostraron ingratos. Contentos con la tolerancia y la equidad de sus conquistadores, preferían su dominación a la de los germanos, a la de los francos por ejemplo, durante todo el siglo VIII las rebeliones fueron muy raras, los cronistas citan tan solo la de los cristianos de Beja, y aun parece que estos no fueron mas que los instrumentos de un jeque árabe ambicioso. Aun los sacerdotes, por lo menos al principio no estaban muy descontentos, y eso que ellos tenían mas motivos para estarlo. Puede formarse juicio sobre su manera de ver, leyendo la crónica latina escrita en Córdoba en 752, y que se atribuye sin razón a Isidoro de Beja. Su autor aunque hombre de Iglesia, es mas favorable a los musulmanes que ninguno de los escritores españoles anteriores al siglo XIV, y no porque carezca de patriotismo, por el contrario, él deplora las desgracias de España y la dominación arábiga es para él el imperio de los bárbaros; pero si odia los conquistadores, odia en ellos mas bien los hombres de otra raza que los de otra religión. Hechos que harían saltar de indignación a eclesiásticos de otra época, no lo arrancan una palabra de censura. Cuenta por ejemplo, que la viuda de D. Rodrigo se casó con Abdalasis, hijo de Muza; pero no se escandaliza de este matrimonio, que parece encontrar cosa muy natural.

Bajo cierto respeto, la invasión arábiga fue hasta un bien para España, pues que produjo una importante revolución social que hizo desaparecer gran parte de los males bajo que el país gimió durante siglos.

El poder de las clases privilegiadas, del clero y la nobleza estaba debilitado y casi extinguido, y como las tierras confiscadas se repartieron entre gran número de personas, creció comparativamente por lo menos la pequeña propiedad. Esto fue un gran bien y una de las causas del florecimiento de la agricultura en la España árabe. Por otra parte la conquista había mejorado la condición de. las clases serviles. El Islamismo era mas favorable a la emancipación de los esclavos que el cristianismo, tal como lo entendían los obispos del reino visigodo. En nombre del Eterno, Mahoma ordenó que se permitiera rescatar a los esclavos. Emanciparlos era una obra de piedad, con la que podían expiarse muchos delitos. Así la esclavitud entre los Árabes no era dura ni larga. Muchas veces el esclavo, después de algunos años de trabajo, era declarado libre, sobre todo, si abrazaba el islamismo. La suerte de los siervos que poblaban las tierras de los musulmanes, se mejoró también: llegaron a convertirse en una especie de arrendatarios, y gozaron de una cierta independencia, porque como sus señores no se dignaban ocuparse de los trabajos agrícolas, tenían libertad para cultivar la tierra como les pareciese. En cuanto a los esclavos y siervos de los cristianos, la conquista les suministró un medio facilísimo de emanciparse. Para esto no tenían mas que huirse a la propiedad de un musulmán y pronunciar estas palabras: «No hay mas Dios que Dios y Mahoma es su Profeta. Desde entonces eran musulmanes «libertos de Allah,» como decía Mahoma. Gran número de siervos se emanciparon de este modo, y no hay por qué asombrarse de la facilidad con que abandonaban el cristianismo. A pesar del poder ilimitado de que había gozado el clero, en tiempo de los Visigodos, esta religión no había echado en España profundas raíces. Casi enteramente pagana, cuando Constantino hizo del cristianismo la religión del Estado, España permaneció tanto tiempo fiel al antiguo culto, que hacia la época de la conquista árabe, todavía el cristianismo y el paganismo se disputaban el triunfo, y los obispos se veían obligados a fulminar amenazas y tomar enérgicas medidas contra los adoradores de los falsos dioses. Aun entre los que llamaban cristianos, el cristianismo estaba más en los labios que en el corazón. Los descendientes de los romanos habían conservado algo del escepticismo de sus abuelos, y los de los godos, se interesaban tan poco en las cuestiones religiosas que de arrianos se hicieron católicos, tan pronto como Recaredo les dio el ejemplo.

Distraídos con otros cuidados, los ricos prelados del reino Visigodo, que tenía que refutar a los heterodoxos, discutir dogmas y misterios, gobernar el Estado y perseguir a los judíos, no había tenido tiempo «de hacerse pequeños con los pequeños, de murmurar con ellos las primeras palabras de la verdad, como un padre se complace en balbucear las primeras palabras con su hijo,» como decía S. Agustin, y si habían hecho aceptar el cristianismo, no habían conseguido hacerlo amar. No es pues extraño que los siervos no hubieran podido resistir la tentación cuando los árabes les ofrecieron la libertad a cambio de su conversión al islam. Algunos de estos desgraciados, permanecían paganos todavía; los otros no conocían tampoco el cristianismo, siendo la educación religiosa que habían podido recibir, tan elemental, o por mejor decir, tan nula, que el misterio católico y el musulmán les eran igualmente impenetrables; pero lo que ellos sabían y comprendían demasiado bien, era, que los sacerdotes habían engañado cruelmente las esperanzas de emancipación que les inspiraron un día, y lo que querían a toda costa era sacudir el yugo. Ni fueron los únicos que abandonaron el antiguo culto. Muchos patricios hicieron lo mismo, sea por no verse obligados a pagar la capitación, sea por conservar sus bienes cuando los Árabes se aprestaron a violar los pactos, sea porque creyeran con toda sinceridad en el origen divino del Islam.

Hasta aquí no hemos hablado mas que de las mejoras que la conquista arábiga produjo en el estado social del país, pero para ser justos debemos añadir que si esta conquista fue un bien, bajo muchos aspectos, fue un mal bajo otros. Así, el culto era libre, pero la Iglesia estaba sometida a una dura y vergonzosa servidumbre. El derecho de convocar concilios, como el de nombrar y deponer a los obispos, había pasado de los reyes visigodos a los sultanes arábigos, lo mismo que en el Norte pasó a los reyes de Asturias, y este derecho fatal, confiado a un enemigo de la religión cristiana, fue para la Iglesia fuente inagotable de males, oprobios y escándalos. Cuando había Obispos que no querían asistir a un concilio, los sultanes hacían sentar en su lugar judíos y musulmanes. Vendían la dignidad episcopal al mayor postor, de modo que los cristianos tenían que confiar sus mas caros y sagrados intereses, a herejes o libertinos que aun durante las fiestas más solemnes de la Iglesia, concurrían a las orgías de los cortesanos árabes, a incrédulos que negaban públicamente la vida futura o a miserables, que no contentos con venderse, vendían también a su rebaño. Una vez, los empleados del fisco se quejaron de que muchos cristianos de Málaga, lograban sustraerse al pago de la capitación, permaneciendo ocultos; entonces, Hostigesio, obispo de esta diócesis, les prometió proporcionarles una lista completa de los contribuyentes. Y cumplió su palabra. Durante su visita anual, rogó a sus diocesanos les dijeran su nombre y los de sus amigos y parientes para formar con ellos una lista a fin de poder rogar a Dios por cada una de sus ovejas. Los cristianos que no desconfiaban de su pastor, cayeron en el lazo. Desde entonces ninguno pudo sustraerse a la capitación, gracias al registro episcopal los recaudadores conocían a todos los contribuyentes.

Por otra parte, desde que los Árabes afirmaron su dominio, observaron los tratados menos escrupulosamente que cuando su poder no estaba aun bien establecido. Así sucedió en Córdoba por ejemplo. En esta ciudad, los cristianos no habían conservado mas que la catedral dedicada a S. Vicente, todas las otras iglesias habían sido destruidas; pero la posesión de la Catedral, les había sido garantida por un tratado. Durante muchos años; este pacto fué observado, pero habiendo aumentado la población de Córdoba con la llegada de los árabes de la Siria, y hallándose las mezquitas demasiado pequeñas, los Sirios opinaron que debía hacerse en Córdoba lo que en Damasco, en Emesa, y en otras ciudades de su país, esto es, quitar a los cristianos la mitad de sus catedrales, para convertirlas en Mezquitas. Aprobando el gobierno esta manera de ver, los cristianos se vieron obligados a ceder la mitad de su catedral. Más tarde, en el año de 784, Abderramán I, quiso que le vendieran la otra mitad. Ellos rehusaron expresamente diciendo que no les quedaría ningún edificio en que celebrar su culto. Abderramán, insistió sin embargo, y por último se llegó a una transacción: los cristianos cedieron la catedral en la suma de cien mil dineros, luego que obtuvieron el permiso de reedificar las iglesias que habían sido destruidas. Esta vez, Abderramán, había sido equitativo, pero no lo fue siempre pues que violó el tratado que los hijos de Witiza habían hecho con Taric, y que el Califa había ratificado confiscando las posesiones de Ardabasto, uno de estos príncipes tan solo por que las encontraba demasiado extensas para un cristiano. Otros pactos fueron modificados de una manera enteramente arbitraria, de modo, que en el siglo IX, apenas si se conservaba rastro. Además, como los doctores enseñaban que el gobierno debía manifestar su celo religioso aumentando las contribuciones a los cristianos, tantas extraordinarias se les impusieron, que ya en el siglo IX muchas de sus poblaciones, la de Córdoba entre otras, se encontraban pobres o hambrientas. En otras palabras, sucedió en España lo que en todos los países que los Árabes conquistaron, su dominación de dulce y humana que había sido en un principio, degeneró en un despotismo intolerable. Desde el siglo IX, los conquistadores de la Península siguieron a la letra el consejo del Califa Omar, que había dicho crudamente: «Nosotros debemos «comernos» a «los cristianos y nuestros descendientes deben comerse a los suyos mientras que dure el islamismo.»

Sin embargo, no eran los cristianos los que se quejaban mas de la dominación arábiga un siglo después de la conquista. Los más descontentos eran les renegados, los que los árabes llamaban «mowallad,» esto es, los «adoptados.» Estos renegados no pensaban todos del mismo modo. Había entre ellos «cristianos ocultos,» es decir, hombres que se reprochaban duramente su apostasía. Estos eran muy desdichados porque no podían volver al cristianismo. La ley musulmana es inexorable en este punto: una vez hecha la profesión de , acaso en un momento de malhumor, de debilidad, de cobardía, de presión, cuando no se tenía dinero para pagar la capitación, o cuando se temía ser condenado a una pena infamante por el juez cristiano, una vez hecha la profesión, repetimos, el renegado, aunque atormentado continuamente por el grito de su conciencia, era musulmán para siempre, y si apostataba, la ley lo condenaba a muerte. Mas dignos de compasión eran aun sus descendientes, si querían volver al gremio de la Iglesia, pues que tenían que sufrir la falta de sus antepasados. La ley les declaraba musulmanes por haber nacido de un musulmán y por consiguiente, debían también perder la vida si renegaban de Mahoma. La Iglesia musulmana los cogía en la cuna y no los abandonaba hasta la tumba.

Era pues natural, que los musulmanes, arrepentidos murmuraran; pero de estos era el menor número, la mayoría se había adherido sinceramente al Islamismo, y sin embargo, estos murmuraban también. A primera vista, debe sorprender este fenómenos En su mayor parte eran libertos, esto es, hombres cuya condición había mejorado con la conquista; ¿cómo es que no estaban contentos con los Árabes? Nada sin embargo más sencillo. «La historia está llena de parecidos espectáculos. No es siempre yendo de mal en peor como se cae en las revoluciones. Sucede las más veces, que un pueblo que había soportado sin quejarse y como si no las sintiera, las leyes mas opresoras las rechaza violentamente en cuanto se aligera su peso.»

Júntese a esto, que la posición social de los renegados era intolerable. Los Árabes los excluían de ordinario de los empleos lucrativos y de toda participación en el gobierno del Estado; afectaban no creer en la sinceridad de su conversión, los trataban con una insolencia sin límites; viendo aun el sello de la servidumbre sobre la frente de muchos emancipados, les denostaban a todos con los nombres de esclavos o hijos de esclavos, aunque algunos contaran en sus familias los más nobles y los más ricos propietarios del país. Los renegados no se resignaban a semejante trato, tenían el sentimiento de su dignidad y de la fuerza material de que disponían, pues que constituían la mayoría de la población. No querían que el poder fuera patrimonio exclusivo de una casta estrechamente encerrada en su individualismo, no querían permanecer por más tiempo en aquel estado de sujeción y de inferioridad social, ni soportar los insolentes desdenes y la dominación de algunas bandas de soldados extranjeros, acantonadas de trecho en trecho. Tomaron pues, las armas, y empeñaron arrogantemente la batalla.

La rebelión de los renegados, en la que los cristianos tomaron parte en la medida de sus fuerzas, se verificó con la variedad que debía revestir en un tiempo en que todo era vario é individual. Cada provincia y cada una de las grandes ciudades se insurreccionó por su propia cuenta, y en época distinta; pero la lucha fue por eso todavía más larga y más sangrienta, como puede verse a continuación.

III.

En la Carta del Sultán abundaban los renegados que eran en su mayor parte libertos, que, o cultivaban las tierras que habían adquirido, o trabajaban a jornal en los campos de los Árabes. Robustos, laboriosos y económicos, parece que vivían con cierta holgura, pues que habitaban principalmente en el arrabal del Mediodía uno de los barrios mas hermosos de la ciudad, pero los dominaba el espíritu revolucionario, y bajo el reinado de Haquen I, se dejaron arrastrar por faquíes ambiciosos, a una insurrección que terminó con una terrible catástrofe.

Abderramán I había sido demasiado celoso de su poder para permitir a los faquíes, teólogos-jurisconsultos, adquirir una autoridad que le hubiera incomodado para sus medidas despóticas; pero en el reinado de Hixem, su hijo y sucesor, la influencia de aquellos creció considerablemente. Era Hixem un príncipe verdaderamente religioso, un modelo de virtud. Cuando subió al trono, sus súbditos podían preguntarse todavía si teniendo que elegir entre el bien y el mal se decidiría por éste o por aquel, porque en unas circunstancias se había mostrado bueno y generoso, y en otras, atroz y vengativo. Pero pronto cesó toda incertidumbre; habiéndole pronosticado un astrólogo una muerte prematura, se apartó da todos los placeres mundanos para no pensar más que en proporcionarse la salvación con obras de caridad. Vestido con extrema sencillez, recorría solo las calles de la ciudad, se mezclaba con el pueblo, visitaba a los enfermos, entraba en las casucas de los pobres para informarse de sus males y de sus necesidades, con tierna solicitud. Muchas veces, en medio de la noche, cuando llovía a cántaros, salía de su palacio para llevar refrigerios a algún piadoso solitario enfermo, y velar al lado de su jergón. Exactísimo en sus prácticas religiosas, animaba a los demás a seguir su ejemplo. En las noches de tempestad hacía distribuir limosnas a los que iban a las Mezquitas sin acobardarse por el mal tiempo.

Justamente por esta época apareció en el Oriente una nueva secta religiosa que reconocía por jefe el gran doctor medinés Malic-ibn-Anas fundador de una de las cuatro ortodoxas del islamismo. Hixem profesaba una profunda veneración a este doctor, y por su parte Malic, que tenía odio mortal a los Abasidas sus señores, desde que habiéndole acusado de prestar el apoyo de su nombre célebre y reverenciado a un pretendiente alida, lo hicieron azotar y dislocar un brazo, estaba prevenido a favor del sultán español, rival de sus verdugos, aun antes de saber hasta qué punto era este monarca digno de su estima, así que cuando sus discípulos españoles le ponderaron la piedad y las virtudes de Hixem, no tuvieron limites su admiración y su entusiasmo: viendo desde entonces en él el ideal de un príncipe musulmán, le proclamó como el único que era digno de sentarse en el trono de los Califas. Los estudiantes no dejaron a su vuelta de informar a su soberano acerca de la gran estimación que le manifestaba su maestro, e Hixem, halagado en su amor propio, hizo todo lo que pudo para propagar en España la escuela de Malic. Animó a los teólogos a que tomasen el báculo de peregrino para ir a estudiar a Medina, y elegía con preferencia entre los discípulos de Malic sus jueces y sus eclesiásticos.

A la muerte de Hixem, (796) la nueva escuela teológica gozaba ya de gran consideración, y contaba en su seno jóvenes hábiles, ambiciosos, y emprendedores tales como el berberisco Yahya-ibn-Yahya. Malic, no había tenido discípulo más asiduo ni más atento. Explicando un día su maestro, pasó un elefante por la calle, todos los oyentes abandonaron la clase para ver de cerca al animal; Yahya solo permaneció en su sitio con gran sorpresa del venerable profesor, que sin enfadarse de que lo dejaran por el mayor de los cuadrúpedos le dijo con dulzura: «Porqué no vas con ellos? En España no hay elefantes.»—«Yo he dejado mi patria para oiros y aprovechar vuestras lecciones, no para ver elefantes,» le contestó Yahya, y agradó tanto a Malic esta respuesta, que desde entonces le llamó el «ákil» (el hombre inteligente) de España. En Córdoba, Yahya, gozaba de gran reputación, se le tenía por el teólogo más sabio del país; pero a su gran saber juntaba un orgullo más grande todavía, uniéndose en este hombre extraordinario el ardor de un demagogo moderno a la sed de dominio de un papa de la Edad Media.

El carácter del nuevo monarca repugnaba a Yahya y a los demás doctores malikitas. Haquen no era irreligioso sin embargo. Educado por un piadoso cliente de su abuelo que había hecho la peregrinación a la Meca, le habían enseñado desde muy niño a honrar la religión y a sus ministros. Gustaba de conversar con los teólogos y tenía una extrema deferencia para sus jefes los cadies, aun cuando sentenciaban contra sus parientes, contra sus más íntimos amigos, y aun contra él mismo. Pero tenía una naturaleza alegre y expansiva, ricamente organizada para gozar de la vida y no para hacer la de anacoreta que deseaban los faquíes. A pesar de sus continuas exhortaciones, gustaba apasionadamente de la caza, y lo que es peor, no hacía ningún caso de la prohibición del vino. Todo esto sin embargo, se lo hubieran perdonado los teólogos; pero lo que no podían perdonarle es que celoso de su poder, no les concedían en el gobierno toda la influencia que ellos querían. ¿Era que no comprendía o que no quería comprender que los faquíes unidos en estrecha alianza por el nuevo lazo de la doctrina de Malic, eran ya una potencia en el Estado con lo que había que contar?

Burlados en sus esperanzas y llenos de ese orgullo clerical, que por ocultarse bajo apariencias de humildad no es menos inflexible, los faquíes se convirtieron en demagogos. No economizando declamaciones ni calumnias, solo hablaban del monarca con horror, y ordenaban para su conversión oraciones por este estilo: «Libertino que perseveras en la iniquidad, que te obstinas en el orgullo, que menosprecias los mandamientos de tu Señor, sal de la embriaguez en que te has sumergido, despierta y sal de tu culpable indolencia!» Dispuestos como estaban los renegados de Córdoba, se prestaron a todo lo que de ellos exigieron los faquíes. Primero rezaron por el pecador endurecido, luego le tiraron piedras un día que pasaba por la calle, pero el monarca secundado por sus guardias se abrió paso con su espada a través de la multitud y el motín fue reprimido. (805)

Entonces Yahya, Isa-ibn-Dianr y otros faquíes, se ligaron con una parte de la aristocracia, y ofrecieron el trono a Ibn Chammas, primo hermano de Haquen, quien les respondió que antes de aceptar sus ofertas, quería conocer los nombres de las personas con quienes podría contar. Los conjurados prometieron darle la lista, y fijaron la noche en que habían de venir a enseñársela; pero en cuanto se fueron, Ibn Chammas fue en secreto al palacio de Haquen, y se lo contó todo. Después de escucharle con aire desconfiado, el monarca indignado le dijo: «Lo que quieres tú es excitar mi cólera contra los hombres más considerados de mi corte: pero por Dios que o pruebas lo que me acabas de decir, o cae tu cabeza bajo el hacha del verdugo!» «Pues bien, consiento en ello, respondió Ibn-Cham; pero enviadme tal noche un hombre de vuestra confianza.» Haquen lo prometió, y a la hora convenida mandó a casa de su primo a su secretario Ibn-al-Khada y a Jacinto su paje favorito, que era español y cristiano. Habiéndolos ocultado detrás de una cortina Ibn-Chammas hizo entrar a los conjurados: «Veamos ahora, les dijo, quiénes son los hombres con que contáis», y a medida que pronunciaban sus nombres, el secretario los inscribía en su lista. Estos nombres eran en parte los de las personas en apariencia más adictas al monarca, y el mismo secretario, temiendo ser nombrado, creyó prudente revelar su presencia haciendo chillar su «calam» sobre el papel. Al oírlo los conjurados se pusieron de pie con una consternación inexplicable diciendo a Ibn-Chammas. «Tú nos has vendido enemigo de Dios!» Muchos de ellos lograron salvarse abandonando apresuradamente la corte, de este número fueron Isa ibn-Dinar y Yahya que fue a refugiarse a Toledo ciudad que se había emancipado del dominio del sultán. Otros fueron menos felices, y setenta y dos conjurados, entre los que se distinguían, seis de los principales nobles de Córdoba cayeron en manos de los agentes del gobierno y espiraron en la cruz.

El añó siguiente (806), había dejado Haquem su corte para ir a someter a Mérida, que se había rebelado, el pueblo de Córdoba aprovechó su ausencia para alborotarse de nuevo, y ya el motín había tomado un carácter muy alarmante, cuando Haquem, volviendo a toda prisa, lo reprimió, e hizo crucificar o decapitar a los demagogos más temibles.

Si tan numerosas ejecuciones no bastaran para intimidar a los cordobeses, la horrible suerte que poco después cupo a los toledanos, les enseñó que Haquem, cuyo carácter naturalmente dulce se agriaba cada día más con el espíritu rebelde de sus súbditos, no se detenía ante la perfidia ni la carnicería, cuando las creía precisas, para reducirá los insurrectos.

Gracias al escaso número de Árabes y Berberiscos que habitaban dentro de sus muros, porque se habían establecido con preferencia en las haciendas que los emigrados tenían en la campiña, gracias también a su antiguo renombre, al saber de sus sacerdotes y a la influencia de sus metropolitanos la antigua capital de reino visigodo continuaba siendo para los vencidos «la ciudad real,» la ciudad más importante, bajo el doble aspecto de la religión y de la política. Soberbios y valientes sus habitantes se distinguían por su amor a la independencia hasta el extremo de que un cronista árabe afirma que jamás los súbditos de ningún monarca tuvieron espíritu tan rebelde y sedicioso. El poeta Gharbid, que pertenecía a una familia de renegados, y que gozaba de una inmensa popularidad mantenía el fuego sagrado con sus discursos y sus versos. El mismo Sultán temía a este hombre. Así que en tanto que vivió, no osó emprender nada contra Toledo; pero a su muerte confió a un renegado de Huesca llamado Amrús, todo lo que tenía en el corazón contra aquel pueblo revoltoso, y le dijo: «Vos solo me podéis ayudar a castigara esos rebeldes que rehusarían aceptar a un árabe por gobernador, pero que sí aceptarán a un hombre de su raza.» Y luego le expuso su plan, plan horrible, pero que Amrús aprobó enteramente, y prometió llevar a cabo. Devorado por la ambición este hombre, no tenia ni ni ley. Necesitando aun del apoyo del Sultán, estaba pronto a sacrificarle sus compatriotas; más tarde seducido por la idea de fundar un principado independiente, con el apoyo de Francia, le hará traición en favor del hijo de Carlomagno.

Nombró pues Haquem a Amrús gobernador de Toledo, (807) y escribió al mismo tiempo una carta a los toledanos, en que les decía: «Por una condescendencia que prueba nuestra extremada solicitud hacia vuestros intereses, en vez de enviaros a uno de nuestros clientes, hemos hecho recaer la elección en uno de vuestros compatriotas.»

Amrús, por su parte nada omitió para ganarse el afecto y la confianza de sus gobernados. Fingiéndose muy adicto a la casa nacional, decía de continuo que había jurado odio implacable al Sultán, a los Omeyas y a todos los Árabes, y cuando se vio dueño del favor popular, dijo a los vecinos principales: «Conozco la causa de los desastrosos altercados que tenéis continuamente con vuestros gobernadores, los soldados alojados en vuestras casas, turban muchas veces la paz de la familia, y de aquí nacen continuas disputas. Pudierais evitarlas si me permitierais edificar en uno de los extremos de la ciudad un castillo que sirviera de cuartel a las tropas, y de esta manera estaríais a cubierto de sus vejaciones.»

Teniendo en su gobernador una firme confianza, no solo consintieron los toledanos en su propuesta, sino que quisieron que el castillo se levantara en el centro, y no en uno de los arrabales de la ciudad.

Cuando la obra estuvo terminada, se instaló en él Amrús con sus tropas, e hizo avisar al monarca que escribiera sin pérdida de tiempo a uno de los generales de la frontera, que pretextando un movimiento del enemigo le pidiera refuerzos. Habiéndolo hecho así, pusiéronse en movimiento las tropas de Córdoba y de otras ciudades, al mando de tres visires y del príncipe real Abderramán, que no tenia entonces más que catorce años. Uno de sus tenientes llevaba una carta que no debía entregar a los visires hasta que estos conferenciaran con Amrús.

Estando ya cerca de Toledo el ejército, recibió la noticia de que se había retirado el enemigo; entonces Amrús convenció a los nobles toledanos de que para no faltar a leyes de la cortesía, debían ir con él a visitar al príncipe. Así lo hicieron, y mientras que el joven príncipe conversaba con ellos, esforzándose por ganar su amistad, con todo género de deferencias, Amrús conferenció secretamente con los visires que acababan de recibir la carta del sultán. En ella se trazaba a cada uno la conducta que debía seguir, y la continuación del relato mostrará suficientemente cuál era su contenido pues todo pasó según Haquem lo había ordenado.

De vuelta, Amrús encontró á sus nobles toledanos entusiasmados con la buena acogida que les había hecho Abderramán. «Me parece, les dijo, que sería un gran honor para nuestra ciudad que el príncipe quisiera honrarnos con su presencia por algunos días. Su estancia entre nosotros contribuiría a consolidar y a estrechar las buenas relaciones que ya existen entre vosotros y él.» Los toledanos aprobaron este pensamiento. En efecto, todo marchaba a las mil maravillas: el sultán les había mandado por gobernador a un español; les dejaba la libertad que habían perdido siempre y las maneras benévolas de Abderramán, les prometían esperar que cuando subiera al trono había de seguir la conducta de su padre. Rogáronle, pues, que tuviera a bien honrar la ciudad con su presencia. Abderramán opuso al principio algunas dificultades, habiéndole recomendado su padre que no mostrara ningún deseo; pero al fin, fingiendo ceder a las repetidas súplicas de los nobles, se dejó llevar por ellos a lo muros del castillo, donde mandó preparar un festín para el día siguiente, al que invitó a las personas mas distinguidas por su nacimiento o sus riquezas, tanto de la ciudad como de las cercanías.

A la mañana inmediata, multitud de convidados se empujaban a las puertas del castillo. No seles permitía entrar juntos, y mientras que pasaban uno a uno sus cabalgaduras daban la vuelta al palacio, para esperar a sus dueños en la puerta trasera.

Pero en el patio había un foso de donde se había sacado la tierra destinada a la construcción del castillo: a su margen, había verdugos, que a medida que se presentaban los invitados, hacían caer la cuchilla sobre sus cabezas.

Esta horrible carnicería duró muchas horas, y es imposible determinar el número de los infelices que perdieron la vida en esta funesta jornada, conocida con el nombre de «Jornada del foso»; unos historiadores lo elevaban a setecientos, otros a más de cinco mil.

Cuando era ya entrado el día, un médico que no había visto salir a nadie, ni por la puerta trasera ni por la delantera, concibió sospechas, y preguntó a la gente que estaba reunida a la puerta del castillo, qué se había hecho de los convidados que habían llegado temprano.—«Deben haber salido por la otra puerta,» le respondieron.—«Es extraño, replicó el médico; yo he estado en la otra puerta y no he visto salir a nadie.» Luego, mirando con atención el humo que se elevaba por cima de los muros, les dijo: «Infelices! ese vapor que veis, no es, os lo juro, el humo de un festín que se prepara; es la sangre de vuestros hermanos degollados!»

Privada Toledo de un golpe de sus vecinos más ricos e influyentes, cayó en un profundo estupor, y nadie se movió para vengar las víctimas de la jornada del foso.

IV.

La matanza de la jornada del foso hizo tanta impresión en los renegados de Córdoba, que durante siete años se estuvieron tranquilos; más al cabo de este tiempo, el recuerdo de esta catástrofe se había debilitado tanto más cuanto que Toledo había sacudido de nuevo el yugo. En la capital, los renegados y los faquíes que estrechaban cada día más su alianza y se animaban mutuamente, bregaban y respingaban bajo el látigo de su amo. El Sultán parecía haberse propuesto convencerlos de que toda rebelión se había hecho imposible. Hizo ceñir la ciudad con imponentes fortificaciones, y aumentaba sin cesar el número de sus guardias de caballería, de sus mamelucos, a que llamaban «los mudos,» porque eran negros, o esclavos de origen extranjero, que no hablaban el árabe. Pero estas medidas eran más propias para irritar los ánimos que para mantenerlos en la obediencia. El odio de los descontentos se manifestaba cada vez más de palabra y de hecho sobre todo en el arrabal del Mediodía, que contaba nada menos que cuatro mil entre teólogos y estudiantes de Teología. ¡Infelices de los soldados que osaban aventurarse solos o en pequeños grupos en las estrechas y tortuosas calles del arrabal! Se les insultaba, se les golpeaba, se les degollaba sin piedad. Se ultrajaba hasta el monarca mismo. Cuando desde lo alto del minarete el muezin anunciaba la hora de la oración, y Haquem, que debía ir a la mezquita para rezar la oración acostumbrada, se hacía esperar, no faltaban nunca entre las gentes voces que gritaran: «Ven a rezar, borracho, ven a rezar!» Estos gritos se renovaban todos los días, y en vano se cansaban las autoridades en averiguar los que los habían dado; no se les encontraba nunca. Una vez, dentro de la mezquita, un hombre del pueblo llevó su insolencia hasta amenazar al monarca cara a cara, y la gente lo aplaudió con frenesí. Haquem, que se asombraba y se indignaba de que la dignidad real pudiera sufrir afrentas tan groseras hizo crucificar a diez de los principales motores, y restableció el diezmo sobre los consumos que había sido abolido por su padre. Pero la arrogancia y la obstinación de los cordobeses no cedieron ante nada. Sus ordinarios agitadores inflamaban sus pasiones, y además, Yahya, que había vuelto a la corte con sus predicaciones y la fama de su nombre, acrecentó el movimiento y lo dirigió. Se aproximaba la crisis cuando quiso el azar que la rebelión estallara más pronto aun de lo que se había pensado.

Érase el mes de Ramadán (Mayo 814) y los predicadores aprovechaban la cuaresma para enardecer el odio del pueblo contra el Sultán, cuando un mameluco fue a casa de un armero del arrabal del Mediodia, y le llevó su espada para que se la limpiase.

— ¿Queréis esperar? le dijo el armero, ahora tengo que hacer.

—No tengo tiempo, contestó el soldado; haz en seguida lo que te mando.

—Lo tomas así, replicó el artesano con tono desdeñoso: pues aguardarás lo mismo.

—Lo veremos, dijo el militar; e hiriéndole con la espada lo dejó en el sitio.

Viendo esto la multitud, ebria de furor comenzó a gritar que ya era tiempo de acabar con aquellos insolentes soldados, y con el tirano sensual que los pagaba. Comunicóse en seguida el entusiasmo revolucionario a los otros barrios; una inmensa multitud que se había provisto apresuradamente de todas las armas que encontró a mano; marchó hacia palacio, persiguiendo con sus silbidos a los soldados, a los clientes y a los esclavos del monarca, que no esperando cuartel, si caían en manos de los insurrectos huían ante ellos a buscar un asilo detrás de los muros que defendían la residencia del Sultán.

Cuando desde lo alto de la plataforma Haquem vio venir aquella multitud semejante a las olas del mar, que rujía y lanzaba gritos terribles, se figuró que una salida vigorosa podría disiparla, mandó que la cargara la caballería, mas cuál fue su desencanto cuando el pueblo; lejos de huir como esperaba, sostuvo el ataque, rechazó a los jinetes y les obligó s la retirada.

El peligro era extremo. El palacio aunque fortificado, no podía rechazar por mucho tiempo los asaltos que los insurgentes se preparaban a darle. Sus más bravos defensores sabiendo que habían de ser despiadadamente degollados si lo tomaba el pueblo, comenzaban, a desmayar. Solo Haquem, aunque también desesperaba de la resistencia conservó una imperturbable sangre fría. Llamó a Jacinto, su paje cristiano, y le mandó que fuera a pedir a una de sus mujeres que le designó un frasco de algalia. Creyendo haber oído mal el paje con cara asombrada esperó que le repitiera la orden. «Anda hijo de incircunciso le dijo Haquem, impaciente, y haz pronto lo que te he mandado. Jacinto fue, y cuando trajo la botella la cogió el sultán y se puso á verterla sobre su cabeza y sobre su barba con tanta tranquilidad como si se preparara  hacer la corte á una joven beldad del serrallo. No comprendiendo Jacinto esta conducta no pudo impedir una exclamación de sorpresa. «Perdonadme, señor le dijo, pero a que elegís una rara ocasión para perfumaros. No conocéis el peligro que nos amenaza?—Calla! miserable, replicó Haquem, incomodándose de nuevo, y cuando hubo acabado de perfumarse continuó: Cómo podría distinguir el que me va a cortar la cabeza, la mía de las otras, sino fuera por el perfume? Ahora, dile a Hodair que venga.»

Era Hodair el encargado de la guardia de guardia de la prisión de la Rotonda, en la que estaban encerrados muchos faquíes que Haquem había hecho prender a consecuencia de las rebeliones precedentes, pero que había conservado hasta entonces. Ahora, viendo que el pueblo y los faquíes iban a arrebatarle el trono y la vida, estaba decidido a que los prisioneros no le sobrevivieran, y cuando Hodair llegó a la plataforma le dijo: «Cuando anochezca, harás salir a esos malvados chaikhs de la Rotonda, mandarás que les corten la cabeza y que las claven en postes.» Conociendo Hodair, que si el palacio era tomado por asalto, había de morir infaliblemente, y que entonces tendría que dar cuenta a Dios de sus acciones, tembló de miedo a la idea del sacrilegio que su soberano le ordenaba. «Señor, le dijo, no deseo que mañana esté cada uno de nosotros encerrado en un calabozo del infierno, por más que diéramos entonces espantosos alaridos, ninguno podría socorrer al otro.» Irritado con este discurso, Haquem, repitió su orden con tono más imperioso, pero viendo que en vano se esforzaba en vencer los escrúpulos de este hombre, le despidió e hizo llamar á Ibn-Nadir su colega, que menos escrupuloso o mas servil prometió ejecutar puntualmente lo que se le mandaba.

En seguida Haquem, bajó de la azotea se armó de pies a cabeza, recorrió con tranquilo continente las filas de sus soldados, reanimó su espíritu abatido con calurosas frases, y habiendo llamado a su primo hermano Obaidallah, uno de los más valientes guerreros de esta época, le ordenó que poniéndose a la cabeza de algunas tropas escogidas, so abriera paso a través de los rebeldes e incendiara el arrabal del Mediodía. Pensaba que, cuando los vecinos de este barrio vieran sus casas ardiendo, abandonarían el sitio para ir a apagarlo, entonces Obaidallah los atacaría de frente mientras que Haquem, saliendo de palacio con las tropas que le quedaban les cargaría por la espalda. Este plan cuyo éxito era casi seguro, es semejante al que hizo ganar a Moslim la batalla de Harra, y esta coincidencia no se ha escapado a los historiadores árabes.

Saliendo Obaidallah, de improviso por la puerta de palacio, rechazó al pueblo sobre el puente, atravesó a paso de carga la calle principal y la Rambla, esguazó el rio y habiendo recogido los soldados de la campiña que habían acudido a las señales que Haquem les hizo al principio de la insurrección, hizo incendiar las casas del arrabal del Mediodía. Como Haquen lo habia previsto, apenas los vecinos de este barrio vieron aparecer las llamas, abandonaron sus puestos frente a palacio para ir a salvar a sus mujeres y a sus hijos; pero cuando al par fueron atacados por vanguardia y retaguardia, el miedo se apoderó de estos infelices y desde entonces el combate se convirtió en una carnicería. En vano los cordobeses pedían cuartel tirando las armas, los «mudos,» esos extranjeros que ni siquiera entendían las súplicas del vencido, terribles, inexorables, los degollaban a centenares no perdonando la vida mas que a treinta personas de distinción, para hacer con ellas un presente al soberano que las hizo clavar en palos cabeza abajo a todo lo largo de la ribera.

Consultó luego Haquem con sus visires acerca de la conducta que debía seguir con los vencidos; ¿debería perdonar a los que habían escapado de la carnicería, o perseguirlos y exterminarlos hasta el último? Los pareceres se dividieron, pero Haquem se decidió por la opinión de los más moderados, que lo inducían a no llevar más lejos su venganza. Ordenó sin embargo, que fuera destruido el arrabal hasta los cimientos y que sus moradores salieran de España en el término de tres días, bajo la pena de ser crucificados.

Llevando consigo lo poco que habían podido salvar de sus bienes, abandonaron estos desdichados, con sus mujeres y sus hijos, los lugares que los habían visto nacer, y que ellos no volverían a ver jamás. Como marchaban por grupos, no habiendo permitido el monarca que caminaran todos juntos, muchos fueron robados en el camino por cuadrillas de soldados o de salteadores ocultos en los barrancos o detrás de las rocas. Cuando llegaron a las playas del Mediterráneo, se embarcaron, dirigiendo unos su rumbo hacia el Oeste de África, otros al Egipto. Estos últimos, en número de quince mil, sin contar las mujeres ni los niños, desembarcaron cerca de Alejandría sin que el gobierno pudiera oponerse, porque el Egipto siempre rebelde a los Abasidas, era por entonces presa de una completa anarquía. Los desterrados no tenían, pues, otra cosa que hacer mas que entenderse con la tribu árabe, allí mas poderosa, y así lo hicieron; pero bien pronto sintiéndose bastante fuertes para poder pasarse sin la protección de estos beduinos, se desavinieron con ellos, y habiendo estallado la guerra, los batieron en campo raso. Luego se apoderaron de Alejandría, donde atacados diferentes veces, supieron mantenerse hasta el año de 826 en que un general del Califa Mamun los obligó a capitular. Entonces se comprometieron a pasar a Creta, de la que una parte pertenecía aun al Imperio Bizantino. Acabaron la conquista, y su jefe Abu-Hafz Omar al-Balluti (oriundo de Fahz-al-ballut, hoy campo de Calatrava) fue el fundador de una dinastía que reinó hasta el año 931 en que los griegos reconquistaron la isla.

La otra banda, que se componía de ocho mil familias, tuvo menos dificultad de encontrar otra patria. Justamente por este tiempo el príncipe Edris hacía construir una nueva capital, que tomó el nombre de Fez, y como sus súbditos nómadas en su mayor parte sentían una invencible repugnancia a convertirse en ciudadanos, se esforzaba en atraer extranjeros a ella. Los desterrados andaluces consiguieron fácilmente el permiso de establecerse, pero fue a costa de su tranquilidad. Una colonia árabe, venida de Cairawan, se había fijado ya en Fez, y estos Árabes y los descendientes de los celto-romanos se profesaban una especie de odio instintivo, así que, aunque reunidas en el mismo suelo, se mantuvieron tan obstinadamente separadas estas dos poblaciones, que todavía en el siglo XIV se conocía desde luego por los rasgos de su fisonomía que pertenecían a raza diferente. La oposición de sus gustos, de sus costumbres y de sus ocupaciones, parecía consagrar irrevocablemente esta antipatía de raza. Los Árabes eran obreros o comerciantes; los Andaluces, labradores: estos ganaban penosamente su vida, aquellos tenían un buen pasar, y a veces hasta lo superfluo. A los ojos del Árabe, que gustaba de los buenos bocados y del lujo y la elegancia en todo, era el Andaluz un campesino grosero y miserable, mientras que éste, sea que en realidad estuviese contento con su sobrina y rústica vida, por haberse acostumbrado a ella, sea que ocultara bajo un desdén afectado la envidia que le causaba la riqueza de su vecino, miraba al Árabe como un afeminado, que disipaba su fortuna en locos dispendios- Temiendo, con razón, que surgieran cuestiones y disputas entre las dos colonias, el príncipe Edris las había separado, señalando a cada una un barrio que tenía su mezquita, su bazar, su casa de moneda y hasta su muralla; pero a despecho de esta precaución, árabes y andaluces vivieron durante muchos siglos en un estado de hostilidad a veces latente, frecuentemente fragante, y a menudo un terreno neutral que había a lo largo de la ribera que separaba entrambos barrios, fue teatro de sus combates.

Al paso que los Cordobeses, después de haber visto degollar a sus padres, a sus mujeres y a sus hijos, expiaban su rebelión con el destierro, los faquíes mas culpables que ellos, obtuvieron gracia. Apenas reprimida la insurrección, ya les dió Haquem pruebas de su clemencia.

Habiéndose dado la orden de arrestar y condenar a muerte a aquellos de quienes se sospechaba que habían excitado a la rebelión por más que no hubiera tomado en ella parte ostensible, los agentes de policía descubrieron la guarida de un faquí que se había escondido en el serrallo de un cadí que era su pariente. Cuando ya lo iban a matar el cadí, atraído por los gritos de sus mujeres acudió a toda prisa; pero en vano se esforzó en hacer que lo soltaran diciendo que lo habían preso equivocadamente, se le respondió con tono altanero que habían recibido órdenes terminantes y que las ejecutarían. Entonces el cadí fue a palacio, y habiendo obtenido una audiencia dijo al sultán: «Señor, el Profeta fue clemente pues que perdonó y colmó de beneficios a los coreiscitas que lo habían combatido. Nadie más que vos en el mundo que sois de su misma familia debe imitarlo.» Luego le refirió lo que acababa de suceder y cuando hubo terminado de hablar, el monarca, conmovido y enternecido, hizo no solo soltar al preso en cuestión, sino que indultó también a los otros faquíes, que en su mayoría se habían refugiado en Toledo, les devolvió sus bienes y les permitió fijarse en la provincia de España que quisieran, excepto Córdoba y sus cercanías. El mismo Yahya que había buscado un asilo en una tribu berberisca fue perdonado, y lo que es más obtuvo permiso para volver a la corte, y el monarca le otorgó de nuevo su favor. Algunos sin embargo, fueron excluidos de la amnistía, de este número fue Talut, de la tribu árabe de Moafir. Este discípulo de Malic, que se había señalado como uno de los más atrevidos demagogos, estaba oculto en casa de un judío; poro cansado al año de su voluntaria cautividad, aunque el judío nada había omitido para hacerle agradable su refugio; habló a su huésped en estos términos: «Tengo intención de dejar mañana vuestra casa donde he hallado una hospitalidad que jamás olvidaré para ir á la del visir Abul-Basam, que a lo que he oído decir tiene mucha influencia en la corte, y que me debe algún reconocimiento, pues que ha sido mi discípulo. Acaso quiera interceder por mi con ese hombre.»—«Señor, le contestó el judío, no os fieis de un cortesano que acaso sea capaz de venderos. Si me queréis dejar porque teméis serme gravoso, yo os juro que aunque permanecierais en mi casa toda la vida no me causaríais la menor molestia.» Pero a pesar de las súplicas del judío, Talut persistió en su proyecto, y al día siguiente aprovechó la caída de la tarde para pasar desapercibido al palacio del visir.

Abul-Basam se extraña mucho de ver entrar en su casa aquel proscripto que creía cien leguas de Córdoba. «Seáis bien venido, le dijo, haciéndolo sentar a su lado; pero de dónde venís y donde habéis estado en este tiempo?» Entonces el faquí le contó con cuánto interés le había ocultado el judío y añadió: «He venido a vuestra casa para suplicaros que seáis mi intercesor con ese hombre.» «Estad tranquilo que yo he de hacer todo lo que pueda para que os indulte, lo que por lo demás no será difícil pues el sultán siente haber sido tan severo. Quedad esta noche en casa que mañana yo iré a ver al príncipe.»

Completamente tranquilo con estas palabras Talut durmió aquella noche con el sueño del justo. Lejos estaba de suponer que el huésped, que lo había recibido con tanta benevolencia, y le había hecho promesas tan halagüeñas para el porvenir pensara venderlo y entregarlo al príncipe. Esta era sin embargo la intención que alimentaba aquel hombre disimulado y pérfido, cuando se presentó en palacio a la mañana siguiente después de haber tomado las medidas necesarias para impedir la evasión del faquí. «¿Qué os parece, dijo al príncipe con maligna sonrisa, de un carnero cebado que no haya dejado el pesebre en todo el año?» No sospechando segunda intención en lo que el visir acababa de decirle, Haquem le contestó gravemente: «La carne encerrada es pesada; encuentro más ligera y suculenta la del animal que se ha dejado pacer en libertad. —No es eso lo que os quiero decir, continuó el visir, es que tengo a Talut en mi casa.— De veras! Y de qué modo ha caído en tu poder?—Con algunas palabras benévolas.»

Entonces Haquem mandó que se le trajera a Talut. Este, al entrar en la sala donde se hallaba el monarca, temblaba de miedo. Y sin embargo, éste no tenia el aire irritado, cuando le dijo con un tono de dulce reproche: «Contesta de buena , Talut: si tu padre o tu hermano se hubieran sentado en el trono, te hubieran otorgado tantos honores como yo? Siempre que has pedido mi protección para o para otros, no he hecho todo lo posible para contentarle? Durante tu enfermedad, no te he visitado en persona muchas veces? Cuando murió tu mujer, no fui por a la puerta de tu casa? No acompañé a pie su entierro desde el arrabal? Y cuando concluyó, no te llevé otra vez a tu casa?.... Y cómo me lo has pagado! Has querido mancillar mi honra, profanar mi majestad!.... ¡verter mi sangre!...

A medida que hablaba el monarca, Talut se había serenado, y convencido ahora de que su vida no corría peligro, recobró su audacia y sangre fría habituales. Haquem, había pensado enternecerle, pero Talut poco conmovido, y demasiado orgulloso para confesarse ingrato y culpable, le contestó con altiva sequedad: «Nada mejor puedo hacer que deciros la verdad: al odiaros he obedecido a Dios; desde entonces todos vuestros beneficios no servían de nada.»

Al escuchar estas palabras, que parecían un desafío, Haquem no pudo reprimir un movimiento de cólera, pero dominándose en seguida, le contestó con calma. «Cuando te mandé traer, estaba recordando todos los géneros que hay de suplicios para elegir el más cruel para , mas ahora te digo: el que tú pretendes que te ha ordenado odiarme, ese me manda a mí que te perdone. Vive, sé libre y que Dios te guarde! Mientras yo viva, te juro por el Omnipotente, que has de estar como antes, rodeado de favores y de homenajes... Ojalá, añadió suspirando, que lo que ha pasado no hubiera pasado!»

¿Era posible hacer comprender al teólogo con más delicadeza y más dulzura, que Dios no ordena jamás el odio? Y sin embargo, Talut hizo como que no comprendía la lección que acababa de recibir; acaso el orgullo estaba demasiado arraigado en su alma de bronce, para que pudiera comprenderla. Sin pronunciar una sola palabra de reconocimiento, solo contestó a las últimas del príncipe: «Mejor hubiera sido para vos que lo que ha pasado no hubiera pasado ..» Esto era tanto como amenazar al monarca con un castigo terrible en la otra vida; pero aunque Haquem estaba convencido de que la justicia estaba de su parte y no de la de los faquíes, tenía la firme intención de conservar hasta el fin su sangre fría, y haciendo como que no había oido lo que Talut acababa de decirle, preguntó: «Dónde te ha preso Abul-Basam?—No es él el que me ha preso; he sido yo quien se ha puesto en sus manos. Vine a buscarle en nombre de nuestra antigua amistad.—Y en dónde has estado todo el año?—Encasa de un judío de la ciudad. Entonces, dirigiéndose a Abul-Basam, testigo mudo de esta conversación, le dijo Haquem profundamente indignado: «¿Y qué?, un judio ha sabido honrar la piedad y la ciencia en un hombre que profesa una religión diferente de la suya, y le ha dado asilo, exponiendo a mi resentimiento su fortuna, su persona y las de su mujer y sus hijos, y tú, tú has querido hacerme caer de nuevo en excesos de que me arrepiento. ¡Vete, vete de ahí, y no vuelvas a manchar mis ojos con tu presencia!»

El pérfido visir cayó en desgracia, y Talut, por el contrario no dejó de gozar hasta su muerte del favor de Haquem, que se dignó acompañar su entierro.

Así Haquem, despiadado para los labradores del arrabal, como lo había sido antes para los vecinos de Toledo, no lo fue para los faquíes. Es que los unos eran árabes o bereberes y los otros no. Haquem, como verdadero Árabe, tiene dos pesos y dos medidas; contra los antiguos habitantes del país a quienes menospreciaba, creía que todo le era permitido, si desconocían su autoridad, pero cuando se trataba de rebeldes de su propia casta, los perdonaba de grado. Verdad es, que los historiadores Árabes han explicado de otro modo la clemencia de Haquem, atribuyéndola a remordimientos de conciencia. No pretendemos negar que Haquem, cruel y feroz por intervalos, pero que volvía siempre a sentimientos más humanos, no se haya reprochado como crímenes algunas de las órdenes que había dado en un momento de furor, como cuando hizo degollar a los faquíes presos en la Rotonda pero nos parece sin embargo que los clientes Omeyas, que escribiéndola historia de sus patronos, hacían esfuerzos inauditos para rehabilitar la memoria de un príncipe relegado por el clero a los abismos del infierno, han exagerado su arrepentimiento porque a juzgar por el propio testimonio de Haquem es decir, por los versos que dirigió a su hijo, poco tiempo antes de morir, estaba firmemente convencido de que tenía el derecho de obrar como lo había hecho. Ha aquí estos versos, con los que terminaremos esta narración.

«Como el sastre se sirve de su aguja para coser los pedazos de tela, yo me servido de mi espada para juntar mis provincias desunidas, porque desde que tuve uso de razón nadas me ha repugnado tanto como el desmembramiento del imperio. Pregunta ahora a mis fronteras si algún lugar está en poder del enemigo. Ellas te dirán que no, mas si te dijeran que sí, yo volaría allí armado de coraza y con la espada en la mano. Pregunta a los cráneos de mis súbditos rebeldes, que semejantes a la coloquintida, partidas en dos yacen por los suelos y brillan a los rayos del sol, y ellos te dirán si los he herido sin descanso. Embargados por el terror huían los insurrectos para escapar a la muerte, pero yo siempre en mi puesto la menospreciaba. Si no he perdonado a sus mujeres ni a sus hijos es porque ellos habían amenazado a mi familia y a mí, y el que no sabe vengar los ultrajes que se han hecho a su familia carece de honor, y el mundo entero lo desprecia. Cuando concluimos da cambiar estocadas, yo les obligué a beber mi veneno mortal, pero ¿he hecho otra cosa que pagar la deuda que me obligaron a contraer con ellos? En verdad que si han encontrado la muerte es porque este era su destino. Te dejo pacíficas mis provincias, hijo mío. Son un lecho sobre el que puedes dormir tranquilo, porque he tenido cuidado que ningún rebelde pueda turbar tu sueño.