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LIBRO PRIMERO

LAS GUERRAS CIVILES

 

CAPITULO XII

 

En los primeros días de su gobierno trató Abul-Jattar a todos los partidos con una equidad laudabilísima, y aunque Kelbita, los mismos Caisitas que se hallaban en gran número entre las tropas que Baldj había conducido a España, no tuvieron de qué quejarse. Mas lejos de perseverar en esta moderación, muy excepcional en un Árabe, tornó bien pronto a sus naturales antipatías. Tenía cuentas antiguas que ajustar con los Caisitas; en África él mismo había sido víctima de su tiranía; en España su vasallo Sad, hijo de Djauwas, fué asesinado por ellos, y él le quería tanto, que acostumbraba a decir: «De buena gana me dejaría cortar la mano, con tal de volverle a la vida.» Podía vengarlo al menos y de sobra lo hizo; tanto se enconó contra los Caisitas, que suponía cómplices de la muerte de su amigo, que pudo decir en uno de sus poemas:

“Quisiera que el hijo de Djawas pudiera saber con qué ardor he tomado su casa en mis manos. Para vengarlo he matado noventa personas, que yacen en el suelo como troncos de palmeras desarraigados por el torrente.”

Tantos suplicios debían necesariamente encender de nuevo la guerra civil. Sin embargo, los Caisitas menos numerosos en España que los Yemenitas, no se apresuraron a salir por la fuerza de una situación que se había hecho sin embargo intolerante para ellos; el odio acumulado en sus corazones no desbordó hasta que no estuvo comprometido el honor de su jefe, y la ocasión fue esta:

Un hombre de la tribu maádita, de Kinana,en una disputa con un Kelbita vino a litigar su pleito al tribunal del gobernador. El derecho estaba de su parte, pero el gobernador, con su parcialidad ordinaria, le quitó la razón. Quejóse el Kinanita de este juicio inícuo al jeque caisita Samail, de la tribu de Kilab, quien se presentó enseguida en palacio y reprochó al gobernador su parcialidad hacia sus súbditos, exigiendo que se hiciera justicia a las quejas del Kinanita. El gobernador le respondió agriamente; y como Samail le replicar en el mismo tono, le mandó abofetear y echar de su presencia. Samail soportó sin quejarse estos insultos, con sereno menosprecio. Brutalmente despedido salió de palacio con el tocado descompuesto. Un hombre que estaba en la puerta, le dijo:

—¿Qué le ha pasado a vuestro turbante, Abu-Djauchan?, está completamente descompuesto.

—Si tengo vasallos, contestó el jeque caisita, ellos lo compondrán.

Esta era una declaración de guerra; Abul-Jattar se había proporcionado un enemigo tan peligroso como implacable, que no era un hombre común, ni en el bien ni en el mal. Un genio bueno y otro malo se disputaban con iguales fuerzas el alma naturalmente buena y generosa, pero altiva, apasionada, violenta y vengativa de Samail. Era una organización poderosa, pero inculta, móvil, sumisa al instinto y guiada por el azar, mezcla extraña de las tendencias más opuestas. De actividad perseverante, cuando se hablan excitado sus pasiones, recaía cuando se había calmado su febril agitación en la pereza y el abandono que le eran más naturales aun. Su generosidad, virtud que sus compatriotas estimaban sobre todas, eran tan grande, tan ilimitada, que por no arruinarlo, su poeta, (pues cada jeque árabe, como los de los clanes escoceses tenía el suyo,) no le visitaba más que dos veces al año, en las dos grandes festividades religiosas, pues Samail había jurado darle todo lo que tuviera encima cada vez que lo viese. Sin embargo, no era instruido. A pesar de su afición por las poesías, sobre todo por aquellas que alagaban su vanidad, y a pesar de que compusiera versos de tiempo en tiempo, no sabía leer, y los mismos Árabes le juzgaban muy detrás de su siglo, en cambio sabía tan bien el arte de vivir, que sus propios enemigos se vieron obligados a reconocerlo como un modelo de cortesía. Por sus relajadas costumbres y por su indiferencia religiosa, perpetuaba el tipo de los antiguos aristócratas, de aquellos bebedores desenfrenados que no eran musulmanes más que da nombre. A despecho de la prohibición del Profeta, bebía vino como un Árabe pagano, y casi todas las noches se ponía ebrio. El Corán le era casi enteramente ignorado, y se cuidaba muy poco de conocer un libro cuyas tendencias ecualitarias lastimaban su orgullo de Árabe. Dícese que un día, oyendo a un maestro de escuela que se ocupaba en enseñar a leer a los niños en el Corán pronunciar este versículo:

—Alternamos los reveses y los triunfos entre los hombres, exclamó: “No, es preciso decir: entre los Árabes.”

—Perdonad, señor, replicó el maestro de escuela, ahí dice entre los hombres.

—¿Es así como ese versículo está escrito?

—Sí, sin duda.

—Desgraciados de nosotros! En este caso el poder no nos pertenece exclusivamente; los patanes, los villanos, los esclavos tendrán también su parte!

Por lo demás si era mal musulmán, le venía de casta. Tuvo por abuelo a aquel Chamir de Cufa de que ya hemos hablado, aquel general del ejército Omeya que no tuvo ni un momento de duda cuando se trató de matar al nieto del Profeta, cuando tantos otros, a pesar de ser escépticos, retrocedían ante ese sacrilegio. Y este abuelo que había llevado al Califa Yezid I la cabeza de Hozain, fue también causa indirecta de la venida de Samail a España. El Siita Mokhtar, le hizo decapitar y arrojar su cadáver a los perros, cuando dueño de Cufa, vengaba la muerte de Hozain con horribles represalias; entonces Hatim, padre de Samail, librándose con la fuga de las iras del partido triunfante, fue a buscar un asilo al distrito de Kinnesrina. Allí se estableció con su familia, y cuando Hixem mandó levantar en Siria el ejército destinado a ir a domar la insurrección berberisca, le tocó a Samail la suerte de ir.

Más adelante pasó el Estrecho con Baldj, y los Caisitas de España le consideraban como su jeque principal.

Ya en su casa de vuelta, convocó para la noche a los Caisitas más influyentes, y cuando los vio reunidos en torno suyo les contó los ultrajes que había sufrido y les pidió consejo sobre su conducta.

—Comunicadnos vuestro plan, le respondieron, que nosotros lo aprobamos anticipadamente, y estamos dispuesto a ejecutarlo.

— Por Dios, replicó entonces Samail, yo tengo la firme intención de arrancar el poder de manos de ese Árabe, pero nosotros los Caisitas somos demasiados débiles en este país para que podamos resistir solos a los Yemenitas, y no quiero exponeros a los peligros de una empresa tan temeraria. Sin duda que llamaremos a las armas a todos los que quedaron debajo en la batalla de la Pradera pero haremos también alianza con los Lakhmitas y los Djodhamitas y le daremos el emirato a uno de los suyos:—quiero decir que ellos tendrán la hegemonía en apariencia, pero que nosotros la tendremos en la realidad. Voy pues a dejar  Córdoba para verme con los jeques y hacerles tomar las armas. ¿Aprobáis este plan?

—Lo aprobamos, le respondieron, pero guardaos de ver a Abu-Ata, pues que podemos estar seguro de que ha de negaros su concurso.»

Este Abu-Ata, que habitaba en Écija, era el jeque de los Ghatafan. La gran influencia que Samail ejercía, neutralizaba la suya y le inspiraba una violenta envidia: no es, pues, extraño, que cuando se llegó a la votación, todos los Caisitas estuvieran unánimes en aprobar el consejo que se le acababa de dar. Uno solo, sin embargo parece no ser de la opinión común; pero como era demasiado joven y su modestia no le permitiera dar un voto contrario al de sus mayores, no manifestaba su desaprobación sino con su silencio, hasta que Samail le animó, preguntándole por qué no declaraba su parecer como lo habían hecho los demás.

—No tengo que decir mas que una palabra, respondió entonces el joven: si no vais a pedir el apoyo de Abu-Ata, estamos perdidos; si lo hacéis, acallará su envidia y su odio para no escuchar más que el amor de su raza, y podéis estar seguro de que os ha de ayudar vigorosamente.

Después de reflexionar un instante, dijo Samail:

—Creo que tienes razón, y saliendo de Córdoba antes de amanecer, fue enseguida en busca de Abu-Ata, que como tal como lo había dicho el joven Ibn-Tofail, prometió secundarle, y cumplió su palabra.

Desde Écija Samail fué a Morón, donde residía Thoaba, el jeque de los Djodhamitas, que había tenido también desavenencias con Yusuf. Ambos jeques concluyeron una alianza, y proclamando a Thoaba, jefe de la coalición, los Caisitas, los Djodhamitasy los Lakhmita se levantaron en armas en el distrito de Sidonia. (Abril de 745.)

Apenas lo supo Abul-Jattar, salió con las tropas que tenia en Córdoba al encuentro de los insurgentes. Pero durante la batalla que tuvo lugar en las orillas del Guadalete, pudo apreciar por sí mismo la prudencia del consejo que Samail había dado a sus hombres, cuando les persuadió a entablar alianza con dos poderosas tribus yemenitas, y a dejar a una de ellas el primer puesto (la hegemonía), en lo que siguió la costumbre observada en el Oriente, donde las tribus que se consideraban demasiado débiles para resistir por sí solas a sus enemigos, se alían ordinariamente a tribus de otra raza. Así en el Korasán y en el Iral, los Yemenitas que estaban en minoría se ligaban con los de Rabia, tribu maádita, para hacer frente a los otros maáditas, los Teminitas. Esta clase de alianza proporcionaba a las tribus débiles otra ventaja, además de la de reforzarlas: desarmaban, por decirlo así al enemigo, que repugnaba casi siempre combatir a tribus de su raza, especialmente cuan­do estas tenían la hegemonía. Así sucedió también en la batalla de Guadalete. Los Yemenitas de Abull-Jattar, después de haber combatido flojamente a los Djodamitas y a los Lakhmitas, con los que mantenían ya inteligencias y que por su parte los excusaban todo lo posible, se dejaron vencer y emprendieron la fuga. Solo con sus Kelbitas en el campo de batalla, Abul-Jatar, fue muy pronto obligado a seguir su ejemplo, después de haber visto matar a muchos de sus hombresd, pero cuando huía con tres parientes suyos, fue hecho prisionero por sus enemigos.

En la hueste victoriosa no faltaba quien deseara su muerte; pero triunfó la opi­nión contraria. Se contentaron, pues, con cargarlo de cadenas, y Thoaba, gobernador de España por el derecho del mas fuerte, estableció su residencia en la capital.

Sin embargo, los Kelbitas no se daban por vencidos, y uno de sis jeques, Abderramán Ibn-Noaim, concibió la atrevida resolución de hacer una tentativa para librar a Abul-Jattar de sus cadenas. Acompañado de treinta o cuarenta caballeros y de doscien­tos peones, aprovechó de la oscuridad de la noche para penetrar en Córdoba, atacó de improviso la guardia de Abul-Jattar, la puso en fuga y llevó al exgobernador con los Kelbitas establecidos en los alrededores de Beja.

Libre Abul-Jattar reunió algunos Yemenitas bajo su bandera, y marchó sobre Córdoba, esperando que esta vez mostraran sus soldados más celo por su causa. Thoaba y Samail salieron a su encuentro, y ambos ejércitos acamparon frente a frente. Pero a la noche salió un Maadita del campo de Thoaba, y aproximándose al de Abul-Jattar, habló de este modo, alzando la voz todo lo que pudo: «Yemenitas, ¿por qué nos combatís y habéis libertado a Abul-Jattar? Temeis que lo matemos? Hubiéramos podido hacerlo, puesto que lo hemos tenido en nuestro poder, pero le dejamos la vida, y se lo perdonamos todo... Tendríais un pretexto para combatirnos si hubiéramos elegido emir de nuestra propia raza, pero lo hemos elegido de la vuestra. Os conjuramos, pues, que reflexionéis sobre el partido que vais a tomar. No es, por Dios, el temor quien nos hace hablar do este manera, pero queremos, si es posible, evitar la efusión de sangre.»

Estas palabras, en las cuales es fácil de reconocer las inspiraciones de Samail, hicieron tanta impresión sobre los soldados de Abul-Jattar que arrastrando a su emir a pesar suyo, levantaron el campo aquella misma noche para retirarse a sus hogares y cuando el alba comenzaba a iluminar las cimas que limitaba el horizonte, estaban ya a muchas leguas de distancia. ¡Tan cierto es que en estas guerras civiles los soldados no se batían por intereses individuales, sino por la hegemonía!

La muerte de Thoaba, que ocurrió un año después, sumió a España de nuevo en la anarquía. Dos jeques djodhamitas pretendían el emirato. Amr, hijo de Thoaba, que creía tener derecho a suceder a su padre, e Ibn-Horaíth, hijo de una negra, y descendiente de una familia de antiguo establecida en España. Este último, profesaba a los Sirios un odio tan feroz, que no cesaba de decir: «Si la sangre de todos los Sirios estuviera reunida en una copa, yo la bebería, la bebería hasta la última gota.» Samail, sirio, no podía consentir que España fuera gobernada por un enemigo tan implacable de su raza, pero no quería tampoco al hijo de Thoaba. Lo que quería era dar el título de gobernador, que él no ambicionaba, porque veía a losCaisitas demasiado débiles para sustentarlos, a un «testaferro,» y gobernar de hecho. Y había hallado el hombre que le convenía bajo todos aspectos en el Fihirita Yusuf, que juntaba a una inofensiva medianía, títulos personales que le recomendaba a los sufragios de todos los Árabes, sin distinción de raza. Bastante anciano para los que aman la gerontocracia, pues que contaba cincuenta y siete años, provenía además de una noble e ilustre familia, pues que descendía de Ocba, aquel célebre general, que había conquistado gran parte de África, y por último era Fihirita, y los Fihiritas, esto es, los Coreiscitas del distrito de la Meca eran considerados como la más alta nobleza después de los Coreiscitas puros: estábase habituado a verlos al frente de los negocios, y se les consideraba como superiores a todos los partidos. A fuerza de ponderar a todas estas ventajas, consiguió Samail hacer aceptar su candidato, se contentó a Ibn-Horaith, dándole el gobierno de Regio, y en Enero de 747 los jeques eligieron a Yusuf gobernador de España.

Desde entonces Samail, cuyas pasiones habían estado contenidas hasta entonces por el contrapeso del poder de Thoaba, era el único señor, y pensaba valerse de Yusuf, a quien manejaba como de cera, para satisfacer su sed de venganza. Sabiendo que podía contar con todos los Maáditas, no retrocedería ante la expectativa de una guerra con todos los del Yemen. Para empezar, violó la promesa que había hecho á Ibn-Horaith, y este Djodamita fue separado de su gobierno. Esta fue la señal de la guerra. Furioso Ibn-Horaith, ofreció su alianza a Abul-Jattar, que vivía entre sus parientes, triste y desanimado. Tuvieron una entrevista los dos jeques, y poco faltó para que no fuese infructuosa, pues Abul-Jattar reclamaba el emirato para sí, e Ibn-Horath lo pretendía también, alegando que su tribu era más numerosa en Es­paña que la de Kelb. Pero los mismos Kelbitas, que conocían que para vengarse de los Caisitas tenían necesidad del apoyo de toda su raza, obligaron a Abul-Jattar a ceder. Ibn-Horath fue pues reconocido como emir, y de todas partes vinieron los Yemenitas a alistarse bajo sus banderas. Los Maáditas se agruparon también en torno de Yusuf y Samail. Do quiera los vecinos de opuesta raza se despedían de la manera cortés y amable que es propia de hombres serenos y valientes, pero al mismo tiempo se prometían unos a otros medir sus fuerzas en tanto que llegasen al campo de batalla. Ni la una ni la otra hueste eran numerosas; limitada al mediodía de España, la lucha que iba a empeñarse era un duelo en gran escala mas bien que una guerra; en cambio, los que tomaban parte en ella eran los guerreros más bravos y más ilustres de su nación.

El encuentro que tuvo cerca de Secunda, antigua ciudad romana, rodeada de mu­ros sobre la ribera izquierda del Guadalquivir, frente a Córdoba, y que comprendida más tarde en el recinto de esta capital, llegó a ser uno de sus arrabales. Después de la oración de la mañana, los caballeros se atacaron como en un torneo, y cuando se rompieron las lanzas, y cuando ya el sol calentaba, se gritó por todas partes que era preciso combatir cuerpo a cuerpo. Al punto dejaron todos sus caballos, y habiendo elegido su adversario cada cual, combatieron hasta que se quebraron las espadas. Desde entonces cada uno se sirvió de lo que hallaba más a mano, este de un arco, aquel de un carcax; se arrojaban tierra a los ojos, se daban de puñadas, se arrancaban los cabellos. Habiéndose prolongado la lucha encarnizada, hasta la tarde, sin ningún resultado decisivo, Samail dijo a Yusuf:

—¿Por qué no hacemos venir el ejército que hemos dejado en Córdoba?

—¿Qué ejército? preguntó Yusuf con sorpresa.

—El pueblo del mercado, le respondió Samail.

Era una idea extraña en un Árabe, y sobre todo en un Árabe del temple de Samail, hacer intervenir panaderos, guiferos, tenderos, patanes y villanos, como entonces se decía, en una lucha de este género, y pues que Samail tuvo esta idea, es preciso suponer que preveyó que su partido pudiese sucumbir de un momento a otro. Sea de esto lo que quiera, Yusuf aprobó como de costumbre el proyecto de su amigo, y despachó dos personas a Córdoba para que viniese este extraño refuerzo. Cerca de cuatrocientos ciudadanos se pusieron en camino, casi sin armas; algunos de ellos habían podido procurarse lanzas y espadas, y los guiferos se habían provisto de sus cuchillos; pero los demás solo tenían palos. Sin embargo como los soldados de Ibn-Horaith estaban ya medio muertos de fatiga, esta improvisada milicia nacional, llegando al campo, decidió la suerte de la batalla, y los Maaditas hicieron entonces gran número de prisioneros, entre los que se encontraba Abul-Jattar.

Sabía este jeque la suerte que le esperaba, y no hizo ninguna tentativa para rehuirla, pero quería por lo menos que participase de ella el que se llamaba su aliado, Ibn-Horaith, el implacable enemigo de los Sirios, que le había despojado del emirato. Habiéndole visto ocultarse en un molino, indicó a los Maaditas el lugar donde se había agazapado, y cuando lo hicieron prisionero y lo condenaron a muerte, le dijo haciendo alusión a la frase sanguinaria que Ibn-Horaith tenía constantemente en los labios: «Hijo de la negra, ¿queda en tu copa alguna gota?» A ambos le cortaron la cabeza.

Los Maáditas arrastraron los demás prisioneros hasta la Catedral de Córdoda, que estaba dedicada a S. Vicente. Allí Samail fue juntamente su acusador, su juez y su verdugo; sabía hacer pronta y terrible justicia: cada sentencia que pronunciaba y ejecutaba era una sentencia de muerte. Ya había hecho rodar la cabeza de setenta personas, cuando su aliado Abu-Ata, a quien esta escena horrible causaba mortal desagrado, exclamó levantándose:

—Abu-Djauchan, envainad la espada.

—Sentaos, Abu-Ata, le respondió Samail con feroz exaltación: este día es un día glorioso para vos y para vuestra tribu.

Abu-Ata se sentó, y Samail continuó sus ejecuciones. Pero ya Abu-Ata no aguantó más. Helado de horror a la vista de aquellos torrentes de sangre, de la muerte de tantos desgraciados que eran Yemenitas, pero Yemenitas de la Siria, vió en Samail al enemigo de sus compatriotas al descendiente de aquellos guerreros del Irak, que a las órdenes de Alí habían combatido a los Sirios de Moawia en la batalla de Ciffin. Levantándose por segunda vez le dijo: «Árabe exclamó, si tienes tan bárbaro placer en degollar a los Sirios mis compatriotas, es por que te acuerdas de la batalla de Ciffin. Cesa da matar o declaro, vive Dios, que la causa de tus victimas es la de los Sirios.»

Entonces, pero sólo entonces, Samail envainó su espada.

Después de la batalla de Secunda, la autoridad de Yusuf no fue ya contestada; pero no teniendo de gobernador más que el título, pues que Samail era el que gobernaba en realidad, acabó por enojarle, la posición subordinada a que el Caisita le habia reducido, y queriendo desembarazarse de él, le ofreció una especie de Virreinato, el gobierno de Zaragoza. Samail no rehusó la oferta y lo que más le decidió á aceptarla fue la consideración de que todo este país estaba habitado por Yemenitas, a los que esperaba oprimir para satisfacer el odio que tenía contra ellos; pero las cosas tomaron un giro que no había previsto. Acompañado de sus clientes, de sus esclavos y de doscientos Coreiscitas, llegó a Zaragoza en el año de 750, justamente cuando comenzaba España a verse desolada por un hambre que duró cinco años, tan grande, que se interrumpió el servicio de correos, porque casi todos los conductores murieron de necesidad y que los Bereberes establecidos en el Norte, emigraron en masa para volverse a África. La vista de tantas miserias y sufrimientos excitó a tal punto la compasión del gobernador, que por uno de esos accesos de bondad, que parecían alternar en su carácter con la ferocidad más brutal, olvidó todos sus agravios, todos sus rencores, y sin distinguir entre amigos y enemigos, Maaditas ni Yemenitas, dio a este dinero, a aquel esclavos, pan a todo el mundo. Nadie podría reconocer en este hombre tan compasivo, tan caritativo, tan generoso, al carnicero que había hecho rodar tantas cabezas sobre las lozas de la iglesia de S. Vicente.

Dos o tres años se pasaron así, y si una buena inteligencia entre Caisitas y Yemenitas, hubiera sido posible, si Samail hubiera podido reconciliarse con sus enemigos, a fuerza de beneficios, los Árabes españoles hubieran gozado de paz, después de tan sangrientas guerras. Pero hiciera lo que hiciera no podía Samail hacerse perdonar sus despiadadas ejecuciones; se le cree siempre dispuesto a renovarlas cuando la ocasión se presentara, y el odio estaba demasiado arraigado en el corazón de los corifeos de ambos partidos, para que su aparente reconciliación fuese más que una corta tregua. Por otra parte, los Yemenitas, que se figuraban que España les pertenecía de derecho, pues constituían la mayoría de su población árabe, no sufren sino trinando de ira la dominación de los Caisitas, y estaban dispuestos a aprovechar la primera ocasión de reconquistar el poder.

Algunos jeques coreiscitas murmuraban también. Perteneciendo s una tribu que desde Mahoma era considerada como la más ilustre, veían con despecho a un Fihirita, a un Coreiscita del distrito, a quien consideraban muy inferior a ellos, gobernar España.

Era de preveer la coalición de estos dos partidos, y no se hizo esperar mucho tiempo. Había entonces en Córdoba un señor coreiscita, ambicioso, llamado Amir a quien Yusuf, que le odiaba, había quitado el mando del ejército, que de tiempo en tiempo iba a combatir a los cristianos del Norte. Ardiendo en deseos de vengarse de esta afrenta, y aspirando a la dignidad de Gobernador, Amir alimentaba el designio de explotar en provecho suyo el descontento de los Yemenitas, y de ponerse a su cabeza ha­ciéndoles creer que el Califa abasida, le había nombrado gobernador de España. Co­menzó, pues, por edificar una fortaleza en un terreno que poseía al Oeste de Córdoba, pensando cuando la tuviera acabada, atacar a Yusuf, lo que le sería fácil, pues que este no tenía a su disposición más que una guardia de cincuenta caballeros y aun cuando esta empresa se frustrara, tendría siempre el recurso de retirarse a la fortaleza, y esperar allí la llegada de los Yemenitas, con quienes ya mantenía inteligencias. Yusuf, que no ignoraba los designios hostiles del Coreiscita, trató de hacerle prender; pero viendo que Amir estaba prevenido, y no osando recurrir a una medida extrema, sin el dictamen de Samail, a quien consultaba en todo a pesar de la distancia que lo separaba de la capital, le escribió preguntándole lo que debia hacer. Contéstale Samail, instándole a que hiciera asesinar a Amir en seguida. Felizmente para él, este último fue avisado por un espía que tenía en la casa del gobernador, del peligro que le amenazaba, montó a caballo sin perder momento, y juzgando demasiado debilitados a los Yemenitas de la Siria después de la batalla de Secunda, tomó el camino de Zaragoza, cierto de que los Yemenitas del nordeste le prestarian apoyo más eficaz.

Cuando llegó al distrito de Zaragoza, otro Coreiscita llamado Hobab había levantado el estandarte de la rebelión. Propúsole Amir que reuniesen sus fuerzas contra Samail, y habiendo tenido ambos jefes una entrevista, resolvieron llamar a las armas a los Yemenitas, y Berberiscos contra Yusuf y Samail, a quienes tachaban de usurpadores, diciendo que el Califa abasida había nombrado a Amir gobernador de España. Y respondiendo en gran número los Yemenitas y los Bereberes a este llamamiento, y habiendo batido las tropas que Samail había enviado contra ellos, fueron a sitiarle en Zaragoza (753-4.)

Después de haber pedido, en vano, socorro a Yusuf, reducido a tal impotencia que le fue imposible reunir tropas, Samail se dirigió a los Caisitas que formaban parte de las divisiones de Kinnesrina y de Damasco, establecidas en los territorios de Jaén y de Elvira, pintándoles el peligro en que se hallaba, y añadiéndoles que en último caso se contentaría con un pequeño refuerzo. Su petición, encontró dificultades. Verdad es que su amigo el kilabita Obaida, que era después de él el jeque mas poderoso de los Caisitas, salió a recorrer el territorio habitado por las dos divisiones, advirtiendo de camino a todos aquellos con quienes podía contar, que se armaran y aprestasen para marchar a Zaragoza; verdad es también que los Kilab, los Moharib, los Solaim, los Nazr y los Hawazin, prometieron tomar parte en la empresa, pero los Ghatafan, entonces sin jeque, porque Abu-Ata había muerto y no se le habia dado sucesor aun, estaban indecisos y diferían de día en día su respuesta definitiva, y los Cab ibn-Amir con sus tres subtribus de Cochair, de Ocail y de Harech, descontentos de que la hegemonía que habían tenido cuando mandaba a todos los Sirios de España Baldj el Coreiscita, perteneciese ahora a los Kilabitas (porque tanto Samail como Obaid, pertenecían a esta tribu,) los Cab ibn-Amir no deseaban nada menos en su mezquina envidia, que ver perecer a Samail falto de socorros. Apremiados por los Obaid, los Ghatafan acabaron sin embargo, por prometer su concurso, y entonces los Cab ibn-Amir se dijeron, que bien pensando era lo mejor ir con los demás. Comprendieron sin duda, que no haciéndolo así, se atraerían la general animadversión, sin conseguir su objeto, pues que Samail sería de todos modos socorrido, y podría muy bien pasarse sin ellos. Suministraron, pues, guerreros todas las tribus caisitas, pero en escaso número: el de los peones nos es desconocido; pero sabemos que el de los caballeros pasaba poco de trescientos sesenta. Viéndose tan débiles, comenzaban a desmoralizarse, cuando uno de ellos los sacó de sus vacilaciones con algunas palabras entusiastas: «No debemos, dijo en conclusión, abandonar a un jeque como Samail, aunque debiésemos perecer para salvarlo.» Los ánimos antes tan dudosos, se reanimaron, y se emprendió la marcha hacia Toledo, después de haber conferido el mando de la expedición a Ibn-Chihab, el jeque de los Cab ibn-Amir, por consejo de Obaid que, aunque podía pretender para sí esta dignidad, prefirió como amigo generoso y desinteresado, cederla al jeque de la tribu que se había mostrado mas contrario a la empresa, esperando ligarlo así sólidamente a la cau­sa de Samail. Esta marcha tuvo lugar a principios del año 755.

En las orillas del Guadiana, los Caisitas se encontraron a los Becr ibn-Wail, y los Beni-Alí, tribus ambas que, aunque no Caisitas, pertenecían también a  la raza de Maad. Habiéndolos comprometido a acompañarlos, engrosaron su hueste con más de cuatrocientos jinetes. Así reforzados, llegaron a Toledo, donde supieron que se apretaba el sitio con tal rigor, que Samail no tardaría en tener que rendirse. Temiendo haber llegado tarde, y queriendo prevenir a los sitiados de su llegada, mandaron los Caisitas a uno de los suyos a Zaragoza, encargándole que se deslizara entre los sitiadores y lanzase por cima de las murallas un papel enrollado a una piedra, en el que se habían escrito estos dos versos:

“Sitiados, alegraos, porque os llega socorro y pronto tendrán que levantar el sitio. Ilustres guerreros Nizaritas vienen en vuestra ayuda sobre bien embridados potros de la casta de Awadj.”

El mensajero ejecutó diestramente la orden recibida. El billete fue recogido y llevado a Samail, que se lo hizo leer, y se apresuró a reanimar el valor de sus soldados, comunicándole tan buena como importante noticia. Todo terminó sin tirar un tiro, bastando el rumor de que se aproximaban los Maaditas para hacer levantar el asedio, no queriendo los sitiadores exponerse a encontrarse entre dos fuegos: entraron, pues los Caisitas con sus aliados en la ciudad, y Samail lo recompensó generosamente por el servicio recibido.

Entre los auxiliares, había treinta clientes de la familia de los Omeyas, que pertenecían a la división de Damasco, establecida en la provincia de Elvira. Los Omeyas (según la costumbre arábiga, se daba este nombre lo mismo a los individuos de la familia que a sus clientes), los Omeyas se distinguía de antiguo por su aversión a la causa de los Maaditas, en la batalla de Secunda había combatido bravamente en las filas de Yusuf y Samail, y estos dos jefes los consideraban mucho, pero si estos treinta caballeros habían acompañado ahora a los Caisitas que salieron en auxilio de Samail, no era tanto porque le considerasen como aliado, como porque tenían que hablarle de negocios y de intereses de la mayor importancia. Pero para poder comprender de lo que se trataba es preciso que volvamos cinco años atrás.

 

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.

CAPÍTULO XIII