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LIBRO SEGUNDOLOS
CRISTIANOS Y LOS RENEGADOS.
V
Nunca la corte
de los sultanes españoles fue tan brillante como llegó a serlo bajo el reinado
de Abderramán II, hijo y sucesor de Haquem. Enamorado
de la soberbia prodigalidad de los califas de Bagdad y de su vida de pompa y
aparato, este monarca se rodea de una numerosa servidumbre, embellece su
capital, hace construir con grandes dispendios puentes, mezquitas y palacios, y
planta vastos y magníficos jardines, en los que conducidos por canales, corrían
los torrentes de las montañas.
Gustaba
también de la poesía, y si los versos que hacía pasar por suyos no lo eran
siempre, recompensaba por lo menos generosamente a los poetas que lo ayudaban. Por lo demás,
era dulce, fácil y bueno hasta rayar en débil. Aun cuando viera con sus mismos
ojos que lo robaban sus criados no los castigaba. Durante toda su vida se dejó
dominar por un faquí, por un músico, por una mujer y por un eunuco.
El faquí,
era el Berberisco Yahya, a quien ya conocemos como el
principal instigador de la rebelión del arrabal. El mal éxito de esta
tentativa, le había convencido de que iba por mal camino, que el clero para ser
poderoso lejos de mostrarse hostil al príncipe, debía alcanzar su favor con
destreza y apoyarse en él. Aunque su natural altivo e impetuoso se doblegara
difícilmente al papel que se había propuesto representar, su falta de
consideración, su áspera franqueza, y su agreste sequedad, no le perjudicaban
mucho en el concepto del devoto monarca, que aunque había estudiado filosofía, era
muy piadoso y tomaba la cólera del altivo doctor, por arrebatos de virtuosa
indignación. Toleraba pues, sus palabras atrevidas y hasta sus enojos, se sometía
dócilmente a las rudas penitencias que este severo confesor le imponía, bajaba
la cabeza ante el poder de este tribuno religioso y le abandonaba el gobierno
de la Iglesia y la dirección de la judicatura. Reverenciado por el monarca,
sostenido por la mayor parte de los faquíes, por la clase media que lo temía, por
el pueblo, bajo, cuya causa desde la rebelión se había identificado con la
suya, y hasta por ciertos poetas, espacie de gente cuyo apoyo no era de
desdeñar, Yahya gozaba de un poder inmenso. Déspota
en el fondo de su alma, aunque antes hubiera escarnecido el despotismo, lo
ejercía sin escrúpulo ahora que las circunstancias lo convidaban a ello. Si
querían conservar sus puestos, los jueces habían de ser ciegos instrumentos de
su voluntad. El sultán que tenía algunas veces la veleidad de querer
emanciparse del imperio, que Yahya se había abrogado
sobre él, prometía mas de lo que podía cumplir, comprometiéndose a sostenerlos Yahya anonadaba a todos los que osaban resistirle, pero por
lo común cuando quería deshacerse de un cadí, no tenía mas que decirle;
«Presenta tu dimisión.»
No era menor
la influencia de Ziryab el músico, bien que se ejerciese en otra esfera. Era de
Bagdad, persa de origen, a lo que parece, y cliente de los Califas Abasidas.
Había aprendido la música con el célebre cantor Ishac Maucili, cuando un día Harum-ar-Rachid preguntó a
este último si no tenía otro nuevo cantor que presentarle. «Tengo un discípulo
que canta bastante bien, gracias a mis lecciones; le respondió Ishac, y tengo motivos para creer que ha de honrarme algún día».—«Dile,
pues que venga a verme,» le respondió el Califa. Presentado al monarca, ganóse desde luego su estimación, por lo distinguido de sus
maneras, y por lo ameno de su conversación: luego, preguntado por sus
conocimientos músicos, contestó: «Sé lo que los otros saben, pero además sé lo
que los otros no saben. Mi estilo propio no es sino para un inteligente tan
práctico como vuestra señoría. Si queréis, voy a cantar lo que jamás se ha oído.»
Habiendo consentido el Califa, se le entregó el laúd de su maestro; pero él
rehusó servirse de él, y pidió otro que él mismo había construido. «Por qué
rehúsas el laúd de Ishac, le preguntó el Califa.—Si
vuestra señoría desea que le cante alguna cosa por el método de mi maestro, le
respondió Ziryab, me acompañaré con su laúd, pero si queréis conocer el que yo he
inventado, es de todo punto necesario que use el mío.» Acerca de lo cual, explicó
el modo con que había construido su laúd, y se puso a cantar una canción que
había compuesto. Era una oda en alabanza de Harum, y
entusiasmó a tal punto a este monarca, que reprochó duramente a Ishac el no haberle presentado antes este maravilloso
cantor. Ishac se escusó diciendo lo que era verdad,
que Ziryab le había ocultado cuidadosamente, que cantaba de invención; pero
luego que se encontró a solas con su discípulo, le dijo: «Me has engañado indignamente
ocultándome toda la extensión de tu talento: voy a ser franco contigo: estoy
celoso de ti, como lo están siempre artistas iguales que cultivan el mismo
arte.
Ziryab no dudó acerca del partido que debía de tomar: dejó á Bagdad después de haber tomado el dinero que Ishac le ofrecía. Algún tiempo después, el Califa ordenó de nuevo a Ishac que le llevara su discípulo: «Siento no poder complaceros, le respondió el músico. Este joven está poseído, cree que los genios le hablan y le inspiran los aires que compone, y está tan orgulloso de su talento, que se cree sin igual en el mundo. No habiendo sido recompensado, ni vuelto a llamar por vos, ha creído que no apreciáis su talento y se ha marchado furioso. Ignoro dónde está ahora, pero dad gracias a Dios de que se haya marchado, porque tenía accesos de locura, y entonces daba miedo de verlo.» El Califa, aunque sintiendo la partida del joven
músico, que le inspiraba tan grandes esperanzas, se contentó con las razones Ishac. Y había algo de verdad en las palabras del antiguo
maestro: durante su sueño, Ziryab creía realmente oír cantar a los genios;
entonces se desvelaba sobresaltado, saltaba del lecho, llamaba a Ghazlan y Honaida, dos de las
muchachas de su serrallo, les hacía tomar sus laudes, les enseñaba el aire que
en sueños había escuchado, y él mismo les escribía la letra. Esto, bien lo
sabía Ishac, no era locura; después de todo, que
verdadero artista, crea en los genios o no crea, ¿no ha conocido alguno de esos
momentos en que se está bajo el imperio de una emoción dificilísima de definir,
pero que parece tener algo de sobrehumano?
Ziryab fue a
buscar fortuna al Occidente. Desde África escribió al Sultán español Haquem, diciéndole que deseaba establecerse en su corte, y
el príncipe quedó tan contento de esta carta, que le respondió instándole a que
viniera a Córdoba en seguida, y ofreciéndole un sueldo considerable. Pasó, pues
Ziryab el Estrecho, con sus mujeres y sus hijos; pero apenas había desembarcado
en Algeciras, cuando supo que Haquem acababa de
morir. Descorazonado con esta nueva, se proponía ya volver al África, cuando el
músico judío Manzur, que Haquem había enviado a
esperarle, le hizo abandonar este proyecto, diciéndole que Abderramán II no
gustaba manos de la música que su padre, y que no recompensaría sin duda a los
artistas con menor generosidad. Los hechos mostraron que no se había engañado.
Sabedor de la llegada de Ziryab, Abderramán II le escribió, invitándole a venir
a su Corte, ordenó a los gobernadores que le tratasen con las mayores
consideraciones y mandó a uno de sus principales eunucos a ofrecerle
caballerías y otros presentes. En Córdoba, Ziryab fue alojado en una casa soberbia.
El Sultán le concedió tres días para descansar de las fatigas del viaje,
pasados los cuales le invitó a palacio. Comenzó la conversación haciéndole
saber las condiciones con que quería retenerlo en Córdoba. Eran magníficas:
Ziryab tendría una pensión fija de doscientas monedas de oro al mes y cuatro
gratificaciones anuales, a saber: mil monedas de oro en cada una de las dos
grandes festividades musulmanas; quinientas en la de S. Juan, y otras
quinientas el día de año nuevo, y además recibiría anualmente doscientos
sextarios de cebada y ciento de trigo: concedióle por
último el usufruto de un cierto número de casas de campo y jardines, que juntos
representaban un capital de cuarenta mil monedas de oro. Solo después de
haberle asegurado tan hermosa fortuna, fue cuando Abderramán rogó a Ziryab que cantar,
y cuando este hubo satisfecho su deseo, quedó el monarca tan prendado de su
talento, que en adelante no quiso escuchar a otro alguno. Vivía con él en la
mayor intimidad, y gustaba de conversar acerca de historia, de poesía y de todas
las ciencias y artes, porque este músico extraordinario, tenía los
conocimientos más extensos y variados; sin contar con que era excelente poeta y
sabía de memoria la letra y la música de diez mil canciones; había estudiado
también astronomía y geografía, y nada había mas instructivo que oírle
discurrir sobre los diferentes países y las costumbres desús habitantes. Pero más
que por su inmenso saber, por lo que más llamaba la atención era por su
ingenio, por su gusto, por la extremada distinción de sus modales. Ninguno más
ducho en las gracias de la conversación; ninguno poseía en igual grado el
instinto de lo bello y el sentimiento del arte en todas las cosas; ninguno se
vestía con tanta gracia y elegancia, ninguno sabía disponer tan bien una fiesta
ni una comida: se le consideraba como un hombre superior, como un modelo del
buen tono: respecto a lo que llegó a ser, el legislador de la España Árabe. Sus
innovaciones fueron atrevidas e innumerables; hizo una completa revolución en
las costumbres. Antes se llevaban los cabellos largos y divididos en la frente,
y se ponían en la mesa vasos de oro o de plata, y manteles de hilo; ahora se
llevaban los cabellos al rape, los vasos eran de cristal y los manteles de
cuero. Así lo había querido Ziryab. Determinaba las diversas clases de vestidos
que se habían de llevar en cada estación; enseñó a los árabes españoles que los
espárragos son un manjar delicioso, en lo que ellos no habían pensado antes;
muchos de los platos que inventó conservaron su nombre; en fin, se tomaba por
modelo hasta para las menores bagatelas de la vida elegante, y con una fortuna
acaso única en los anales del mundo, el nombre de este hechicero epicúreo ha
permanecido célebre hasta los últimos tiempos de la dominación musulmana en
España, como el de los sabios ilustres, el de los grandes poetas, el de los
grandes generales, el de los grandes ministros y el de los grandes príncipes.
Por lo
demás, aunque Ziryab hubiera logrado tal ascendiente en el ánimo de Abderramán,
que el pueblo se dirigía con preferencia á él, cuando quería hacer saber al
monarca sus deseos, no parece que se mezclara mucho en la política. Conocía demasiado
bien la vida para no encontrar que eran cosas de mal tono discutir los negocios
del Estado, tramar complot o seguir negociaciones en medio de los placeres de
una fiesta, y dejaba estas cosas a la Sultana Tarub y al eunuco Nazr. Era Tarub
un alma egoísta y seca, hecha para la intriga y devorada por la sed de oro.
Vendía, no su amor, estas mujeres no lo tienen, sino su posesión ya por un
collar de precio fabuloso, ya por sacos de plata, que su marido hacía colocar
en su puerta cuando rehusaba abrirla. Dura, ávida y política, estaba ligada con
un hombre enteramente parecido el pérfido y cruel Nazr. Hijo de un español que
ni siquiera hablaba árabe, este eunuco odiaba a los cristianos verdaderamente
piadosos, con todo el odio de un apóstata.
He aquí lo
que era la corte en esta época. En cuanto al país estaba lejos de estar tranquilo.
En la provincia de Murcia hubo una guerra que duró siete años entre yemenitas y maádhitas. Mérida estaba casi siempre en revolución:
los cristianos de esta ciudad estaban en correspondencia con Ludovico Pío y se
concertaban con él. Toledo se rebeló también, y en los alrededores de esta
ciudad hubo una verdadera «jaquería.»
Pocos años
después de la jornada del foso, los toledanos habían recobrado su independencia,
y destruido el castillo de Amrú. Para resarcirse de
esta presa, Haquem, había apelado de nuevo a la
astucia. Saliendo de Córdoba bajo protesta de hacer una razia en Cataluña,
estableció su campo en el distrito de Murcia, y cuando sus espías le confirmaron
de que los toledanos se creían tan poco en peligro, que ni aun cuidaban de
cerrar las puertas de la ciudad durante la noche, llegó de repente delante de
una de ellas y encontrándola abierta se hizo dueño de la plaza sin combate. Entonces
mandó quemar todas las casas situadas en la parte alta de la ciudad. Entre
ellas se hallan la de un joven renegado llamado Hachim,
que llegó encueros a Córdoba y que para ganarse la vida tuvo que meterse a
herrero. Ardiendo en deseos de vengar sus propias injurias y las de sus
conciudadanos, fraguó un complot con los obreros de Toledo y dejó Córdoba para
volver de nuevo a su ciudad natal, donde se puso a la cabeza del populacho que
arrojó a los soldados y a los partidarios de Abderramán II. (829) Enseguida
comenzó a recorrer el país con su partida, robando y quemando las ciudades
habitadas por árabes y bereberes. Esta partida se hacía cada vez mas
formidable, de todas partes acudían a ella obreros, campesinos, esclavos y
aventureros de toda clase. Por orden de Abderramán, Mohamed Ibn-Wasin, gobernador de la frontera, envió tropas contra estos
bandidos, pero se vieron obligadas a retirarse, y durante un año entero el
herrero pudo continuar impunemente sus devastaciones. Al fin, el gobernador que
había recibido refuerzos y que había sido duramente reprendido por su inacción,
volvió a tomar la ofensiva y con mejor éxito esta vez, pues después de un
combate que duró muchos días, la partida que perdió su jefe fue dispersada. Sin embargo,
Toledo estaba libre todavía. El año 834, Abderramán, mandó sitiarla al príncipe
Omeya, pero los toledanos rechazaron victoriosamente los ataques, de suerte que
Omeya después de haber devastado los campos circundantes, tuvo que levantar el
sitio y volverse a Córdoba. Cuando vieron los toledanos alejarse el ejército
enemigo resolvieron hostigarle en la retirada, pero Omeya, había dejado en
Calatrava un cuerpo de tropas mandado por el renegado Maisara,
que noticioso del designio de los toledanos, les preparó una emboscada. Estos,
atacados de improviso sufrieron una terrible derrota. Según costumbre, los
soldados de Maisara presentaron a su capitán las cabezas
de los enemigos muertos en la pelea, pero el amor Patrio no se había extinguido
en el corazón del renegado. A la vista de aquellas cabezas mutiladas, se
despertaron enérgicamente sus sentimientos patrióticos, se reprochó con
amargura su adhesión a los opresores de su país y a los pocos días expiró de
vergüenza y de dolor.
Sin embargo,
aunque el sultán pudo causar de tiempo en tiempo pérdidas a Toledo, no pudo
sujetarla mientras reinó en ella la concordia. Desgraciadamente esta concordia
desapareció. Ignoramos lo que ocurrió en la ciudad, mas lo que después sucedió
en 873 nos hace suponer que estalló la discordia entre cristianos y renegados.
Un jefe toledano que, se llamaba Ibn-Mohadjir, y que
era al parecer un renegado, abandonó con sus partidarios Toledo y vino a ofrecer
sus servicios al gobernador de Calatrava (836), que se apresuró a aceptar sus
proposiciones. Siguiendo los consejos de los emigrados se resolvió envestir la
ciudad y privarla de subsistencias, y el príncipe Walid, hermano del monarca fue
el encargado de la dirección del sitio. Ya duraba este un año, durante el que
el hambre hacía estragos en la ciudad, cuando un parlamentario enviado por el
general árabe vino a aconsejar a los toledanos la rendición, visto que pronto
se verían obligados a entregarse y que valía mas aprovechasen el momento en que
todavía podían obtener algunas condiciones. Rehusaron los toledanos, pero
desgraciadamente para ellos el parlamentario que había sido testigo de su
valor, lo fue también de su debilidad y de vuelta aconsejó al general dar un
asalto vigoroso. Así lo hizo Walid, y Toledo fue tomada (16 de junio 837,)
después de haber gozado cerca de ocho años de una completa independencia. Los
anales no nos cuentan cómo trató el sultán a sus habitantes, sólo dicen que Abderramán,
les tomó rehenes y que hizo reconstruir el castillo de Amrú.
En los
últimos años del reinado de Abderramán, los cristianos de Córdoba intentaron
una rebelión de un género enteramente excepcional. Sobre ella llamamos ahora la
atención de nuestros lectores. Los escritores latinos del siglo IX, nos suministran
multitud de datos, no sólo sobre esta rebelión sino sobre la manera de ser, los
sentimientos y las ideas de los cristianos cordobeses, y nosotros trataremos de
reproducir fielmente los detalles llenos de interés que nos suministran.
VI.
Una gran
parte, y por cierto la más ilustrada de los cristianos de Córdoba, no se
quejaba de su suerte: no se los perseguía, se les permitía el libre ejercicio
de su religión, y con esto estaban satisfechos. Muchos de ellos servían en el
ejército, otros tenían empleos lucrativos en la Corte o en los palacios de los
grandes señores árabes. Ellos imitaban todo lo que veían hacer a sus amos; unos
mantenían un harén, otros se entregaba a
un vicio abominable, desgraciadamente frecuente en los países orientales. Fascinados
por el brillo de la literatura arábiga, los hombres de gusto menospreciaban la
latina, y no escribían sino en la lengua de los vencedores. Un autor de la
época, mas patriota que la mayoría de sus conciudadanos, se queja de ello
amargamente. «Mis correligionarios, dice, se complacen en leer las poesías y
las novelas de los árabes: estudian los escritos de los filósofos y teólogos
musulmanes, no para refutarlos, sino para formarse una dicción arábiga correcta
y elegante. Dónde se encuentra ya un lego que lea los comentarios latinos de
las santas Escrituras? Cuál de ellos estudia los Evangelios, los profetas y los
apóstoles? ¡Ay! todos los jóvenes cristianos que se distinguen por su talento,
no conocen más que la lengua y la literatura de los Árabes, reúnen con grandes
desembolsos inmensas bibliotecas, y publican donde quiera que aquella
literatura es admirable. Habladles, por el contrario, de libros cristianos, y
os responderán con menosprecio que son indignos de su atención. ¡Qué dolor! Los
cristianos han olvidado hasta su lengua, y apenas entre mil de nosotros se
encontraría uno que sepa escribir como corresponde una carta latina a un amigo,
pero sise trata de escribir en árabe, encontrarás multitud de personas que se expresan
en esta lengua, con la mayor elegancia, y que componen poemas preferibles, bajo
el punto de vista artístico, a los de los mismos árabes.
Por lo
demás, esta predilección por la literatura arábiga no tiene nada de notable. No
se poseían en Córdoba las obras de los grandes poetas de la antigüedad, los
libros de Teología no tenían gran atractivo para las gentes de mundo, y la
literatura contemporánea llevaba el sello de una extrema decadencia. Se
escribían aun versos latinos pero como se había olvidado las reglas de la poesía,
eran versos rimados llamados «rítmicos» en los que no se atendía más que al
acento, y que además estaban escritos en un estilo al par pretencioso y
descuidado.
Más que semi
arabizados, los cristianos de Córdoba, se acomodaban muy bien a la dominación
extranjera. Pero esta regla tenía sus excepciones. El sentimiento de dignidad
nacional y el respeto de sí mismo no se habían extinguido en todos los ánimos.
Algunos espíritus generosos, que desdeñaban introducirse e instalarse a fuerza
de impudencia o de habilidad, en los palacios de los grandes, bramaban de
indignación, pensando que su ciudad natal, que llevaba aun con orgullo su
antiguo titulo de patricia, era ahora la residencia de un Sultán, y envidiaban
la suerte de los pequeños estados del norte de la Península, que si es verdad
que tenían que sostener una guerra continua, al menos, libres del yugo árabe,
estaban gobernados por príncipes cristianos. A estos patrióticos sinsabores, se
juntaban a veces agravios bien reales. Los Sultanes daban de tiempo en tiempo
órdenes que deben herir profundamente la vanidad y las convicciones religiosas
de los cristianos; por ejemplo: habían declarado la circuncisión igualmente
obligatoria para ellos que para los musulmanes. Pero los que sobre todo estaban
descontentos eran los sacerdotes. Profesaban a los musulmanes un odio
instintivo tanto más fuerte, cuanto que tenían ideas equivocadas acerca de
Mahoma y sus doctrinas. Nada les hubiera sido más fácil, viviendo entre los Árabes,
que enterarse de esto, pero rehusando obstinadamente beber en las fuentes que
se hallaban a su alcance, se complacían en creer y repetir todas las fábulas
absurdas que se habían esparcido fuera, acerca del Profeta de la Meca. No es en
los escritos arábigos donde Eulogio, uno de los sacerdotes más ilustrados de
esta época, y bastante familiarizado con el árabe para poder leer sus obras
históricas en esta lengua, va a buscar datos para la vida de Mahoma, sino en un
manuscrito que la casualidad pone en sus manos en un convento de Pamplona.
Allí entre otras cosas se leía que sintiendo Mahoma aproximarse su fin, predijo
que a los tres días de muerto vendrían los ángeles a resucitarlo. Por
consiguiente, cuando el alma de Mahoma hubo descendido a los infiernos, sus
discípulos velaron asiduamente el cadáver, esperando el milagro; pero al fin
del tercer día no viendo venir a los ángeles, y creyendo que lo impedía su
presencia al lado del cadáver, que ya exhalaba un olor fétido, se marcharon. Entonces
en lugar de ángeles acudieron perros, que comenzaron a devorarlo. Lo que
quedaba fue sepultado por los musulmanes, que para vengarse de los perros resolvieron
matar todos los años gran número de estos animales. «He aquí, exclama Eulogio; he
aquí los milagros del Profeta de los musulmanes.» No se conocían mejor las
doctrinas de Mahoma. Que los sacerdotes, nutridos con ideas ascéticas, y a
quienes estaba prohibido el amor de la mujer se ofendieran porque Mahoma había
autorizado la poligamia, y sobre todo, por sus ideas acerca del Paraíso
celeste, con sus hermosas vírgenes, nada mas natural; pero lo singular es que
imaginaban que había predicado precisamente lo contrario que el Cristo. Este
enemigo de nuestro Salvador, dice Álvaro, ha consagrado el sexto día de la semana,
que por causa de la Pasión de nuestro Señor debe ser un día de duelo y de ayuno,
a la gula y a la lujuria. El Cristo ha predicado la castidad a sus discípulos:
él ha predicado a los suyos los deleites groseros, los placeres inmundos, el
incesto. El Cristo ha predicado el matrimonio, él, el divorcio. El Cristo ha
recomendado la sobriedad y el ayuno, él los festines y los placeres de la mesa.
El Cristo, dice Álvaro enseguida, y sería muy difícil hallar en el Nuevo Testamento
las palabras que pone aquí en boca del Señor, el Cristo ordena «que durante los
días de ayuno el esposo se abstenga de su esposa legítima; él ha consagrado
especialmente estos días a los placeres de la carne.» Por poco al corriente que
hubiera estado Álvaro de lo que pasaba entonces en la corte, debía saber que Yahya había impuesto una dura penitencia a Abderramán II,
cuando este monarca faltó a los mandamientos de Mahoma, acerca de la abstinencia
de mujeres durante el mes de ayuno. Así se formaban los sacerdotes una idea
completamente equivocada de la religión mahometana. En vano les decían aquellos
de sus correligionarios que la conocían mejor, que Mahoma había predicado una
moral pura; trabajo perdido: las gentes de iglesia continuaban poniendo al
islamismo en la misma línea que al paganismo romano, considerándolo como una
idolatría inventada por el diablo.
Mas no es en
la religión musulmana donde debe buscarse el motivo principal de su aversión,
sino en el carácter de los árabes. Este pueblo que juntaba a una viva y franca
alegría una sensualidad refinada, debía inspirar a los sacerdotes que gustaban
de los retiros eternos y escondidos, de los grandes sacrificios y de las
terribles expiaciones, una extrema e invencible repugnancia.
Los
sacerdotes además estaban abrumados con vejaciones continuas. Si los musulmanes
de las clases elevadas eran demasiado ilustrados y buenos políticos para
insultar a los cristianos por su religión, el populacho era intolerante como en
todas partes.
Cuando
encontraba a un clérigo en la calle, le gritaban: «mira el loco;» y le cantaba
una canción cuya letra era un elogio irónico de la cruz, mientras que los
chiquillos le tiraban a la cabeza piedras y tiestos. En los entierros, les
sacerdotes oían decir: «¡Alá, no tengas piedad de ellos!» y la basura y los
guijarros llovían al mismo tiempo sobre el acompañamiento. Cuando las campanas
de las iglesias tocaban las horas canónicas, los musulmanes decían moviendo la
cabeza. «Pueblo simple y desdichado, que se deja engañar por sus sacerdotes! Maldiga
Alá a esos impostores!» Para muchos musulmanes los cristianos, o por lo menos
sus sacerdotes eran objeto de repugnancia; cuando tenían que hablarles, se
mantenían a distancia, para que no les tocaran sus vestidos. Y sin embargo,
estos infelices que causaban horror, a quienes se consideraban como impuros, de
los que se huía como de apestados, que veían cumplida la profecía de Jesús que
había dicho a sus discípulos: «Vosotros seréis odiados de todos a causa de mi
nombre:» se acordaban muy bien que cuando el cristianismo dominaba en el país
en donde admirables iglesias se elevaban donde quiera su orden había sido el
más poderoso del Estado.
Heridos en
su orgullo, exasperados por los ultrajes que recibían, e impelidos por una
necesidad febril de actividad, los sacerdotes, los monjes y el escaso número de
legos, que como ellos pensaban, no se resignaron a sufrir en silencio, a hacer
estériles votos, a dejar que la cólera les royera las entrañas. En las ciudades
bastantes apartadas del centro del poder musulmán, para poder levantar con
éxito la bandera de la rebelión, estos hombres apasionados y ardientes habrían
sido soldados, en las montañas hubieran llevado la vida independiente del
partidario y del bandido, y soldados en Toledo, o guerrilleros en la Serranía
de Málaga, habrían sostenido contra los musulmanes una guerra a muerte. En la
residencia del Sultán, donde toda la rebelión á mano armada era imposible, se
hicieron mártires.
Para
sustraerse a los insultos del populacho, los clérigos, no salían de su casa sino
en caso de absoluta necesidad. Muchas veces se fingían enfermos, y se quedaban
en cama todo el día, a fin de librarse de pagar la capitación que el fisco
exigía a fin de cada mes. Condenándose así a largas reclusiones, y a una vida
solitaria y contemplativa, siempre replegada sobre sí misma, atesoraban en
silencio y con una especie de voluptuosidad, tesoros de odio; se felicitaban de
odiar más cada día, y de cargar su memoria con nuevos agravios. Levantábanse después de puesto el sol y en el silencio
solemne y misterioso de la noche, al débil e indeciso resplandor de una lámpara
se ponían á leer alguna parte de la Biblia, sobre todo, el capítulo décimo de
San Mateo, los Padres de la Iglesia y la Vida de los Santos, que eran casi los
únicos libros que conocían. Leían que Cristo había dicho: «Id y enseñad á todas
las naciones: lo que os digo en las tinieblas, decidlo a la luz. Lo que os digo
al oído, predicadlo en las casas. Os envío como corderos en medio de lobos. Seréis
llevados delante de los gobernadores y delante de los reyes, a causa de mí,
para que deis testimonio de mí. No temáis a los que matan el cuerpo, pero que
no pueden matar el alma: temed mas bien al que puede perder el alma y al cuerpo
arrojándolos a la gehenna.» Leían además en grandes
Doctores, que aquellos gozarán especialmente de la felicidad de los elegidos,
que cuando se oculta no es un crimen, se ofrecen al martirio voluntariamente. Mas
lo que inflamaba principalmente la enferma imaginación de los sacerdotes, era
el ejemplo de aquellos santos varones que habían sido probados por la
persecución de los paganos, y que los de evitar el martirio estaban ávidos esta
muerte sagrada. Ocupados en la asidua admiración de estos mártires de la fé, sentían arder en su alma la necesidad imperiosa de
imitarlos. Sentían no ser perseguidos y pedían a voces la ocasión de hacer un gran acto de fé que tantos otros siervos fieles de Dios habían hallado
en los primeros tiempos de la Iglesia.
Este partido
exaltado y fanático obedecía al impulso de dos hombres notables: el sacerdote
Eulogio y el lego Álvaro.
Eulogio
pertenecía a una antigua familia cordobesa, que se distinguía tanto por su
adhesión al cristianismo como por su odio a los musulmanes. Su abuelo que se
llamaba también Eulogio, cuando oía a los muezines anunciar desde la alto de los minaretes la hora de la oración, tenía la
costumbre de hacer la señal de la cruz y entonar estas palabras del salmista:
¡Oh Dios! no guardes silencio y no te calles! Porque he aquí que tus enemigos
zumban y los que te odian han levantado la cabeza! «Sin embargo, por grande que
fuera la aversión de esta familia a los musulmanes, José el mas joven de los
tres hermanos de Eulogio, entró de empleado en las oficinas de la
administración. Sus otros dos hermanos, se dedicaron al comercio. Una de sus
hermanas llamada Anulona tomó el velo: Eulogio fue
destinado a la Iglesia desde muy temprano. Educado entre los sacerdotes de la
Iglesia de S. Zoilo, estudió noche y día con tanta aplicación, que excedió bien
pronto, no solo a sus condiscípulos, sino a sus maestros. entonces, ardiendo en
deseos de aprender lo que estos no podían enseñarle, pero temiendo ofenderles
si les manifestaba su secreto deseo, no les dijo nada, pero saliendo a
escondidas, iba a asistir a las lecciones de los más famosos doctores de Córdoba,
y sobre todo a las del elocuente abad Spera in-Deo, autor
de una refutación de las doctrinas musulmanas y de la narración del martirio de
dos decapitados al principio del reinado de Abderramán II.
Este celoso
doctor ejerció el mayor influjo sobre el espíritu del joven Eulogio, él fue
quien le inspiró un odio sombrío y feroz contra los musulmanes que le distinguió
toda su vida. También en el auditorio de Spera in-Deo
fue donde hizo conocimiento con Álvaro, joven y rico cordobés que aunque no se
dedicaba a la Iglesia, seguía asiduamente los cursos del célebre abad de cuyas
ideas participaba. Eulogio y Álvaro, estaban hechos para comprenderse y
estimarse, pronto se estableció entre ellos una estrecha amistad, y escribiendo
ya en una edad ya muy avanzada la biografía de su amigo, Álvaro se detiene con
complacencia en el tiempo en que él y su condiscípulo se juraban una eterna amistad,
en que estaban pendientes de los labios del gran doctor con que se envanecía la
Bética y en que su más dulce ocupación era escribir cartas y versos; volúmenes
que destruirían mas tarde a pesar de los encantadores recuerdos que despertaban
por miedo de que la posteridad no los juzgara por estas imperfectas
producciones, de una musa entusiasta.
Hecho primero
diácono, luego sacerdote de la Iglesia de S. Zoilo, Eulogio se concilió por sus
virtudes la benevolencia de todos los que le conocían. Gustaba de frecuentar
los claustros en los que ejerció bien pronto gran influencia, y llevando su piedad
a una singular exaltación maceraba su cuerpo con ayunos y vigilias, pidiendo a
Dios como favor, que libertándole de una vida que para él era una carga, le
hiciera entrar en la beatitud de los elegidos.
Sin embargo,
esta vida tan austera, fue iluminada por un dulce rayo de amor; pero este amor
era tan casto y tan puro en su santa sencillez, que Eulogio mismo no se daba
cuenta de él, y que sin pensar en ello lo confiesa con un candor hechicero.
Había entonces
en Córdoba, una bellísima joven llamada Flora, cuyo carácter tenía con el de
Eulogio misteriosas afinidades. Hija de un matrimonio mixto pasaba por
musulmana, pero como era huérfana de padre desde su más tierna infancia, su
madre la había educado en el cristianismo. Esta mujer piadosa, había
desarrollado en ella un vivo amor a las cosas santas, pero su hermano como celoso
musulmán que era, espiaba todos sus pasos de modo que por día ir rara vez a misa.
Esta sujeción le pesaba y se preguntaba sino era pecado hacerse pasar por
musulmana cuando leía en su amadísima Biblia: «Al que me confiese delante de
los hombres, yo le confesaré también delante de mi padre que está en los
cielos, mas el que me niegue delante de los hombres, yo le negaré también delante
de mi padre que está en los cielos!» Fuerte y valerosa, fiera e intrépida, era
un ser organizado para una resistencia indomable, un carácter enérgico,
emprendedor y amante de los partidos extremos. Tomó bien pronto su resolución. A
hurtadillas de su hermano, abandonó la casa, acompañada de su hermana Baldegotona, que participaba de su opinión. En vano la
buscaba su hermano en todos los conventos; en vano hacía prender a todos los
sacerdotes que suponía tenerlas ocultas, cuando Flora, que no quería que los
cristianos fuesen perseguidos por su causa, volvió espontáneamente a su casa, y
presentándose á su hermano, le dijo: «Tú me buscas, tú persigues al pueblo de
Dios por causa mia! pues bien, heme aquí! Me presento
a tí y te digo altamente, porque estoy orgullosa de
ello: sí, tus sospechas son fundadas; sí, yo soy cristiana. Ensaya si te
atreves a separarme de Cristo con los suplicios: yo sabré soportarlo todo.
—¡Desgraciada!
dijo su hermano: ¿no sabes que nuestra ley castiga al apóstata con pena de
muerte?
—Sí,
respondió Flora , pero sobre el cadalso diré con la misma firmeza: Jesús, mi Señor, mi Dios, llena de amor para tí muero dichosa!
Furioso con
esta obstinación el musulmán, tuvo la crueldad de pegar a su hermana, pero Flora
tenía una de esas organizaciones excepcionales en que el dolor físico parecía
no hacer mella, y viendo su hermano que su brutalidad no le servía de nada,
ensayó persuadirla con dulzura. No consiguió más. Entonces la llevó delante del
Cadi: «Juez, le dijo, he aquí a mi hermana que había siempre honrado y
practicado conmigo nuestra santa religión, hasta que los cristianos la han
pervertido, la han inspirado menosprecio a nuestro Santo Profeta, y la han
hecho creer que Jesús es Dios.
—«Es verdad
lo que dice nuestro hermano? le preguntó el Cadí.
—¿Y qué,
respondió ella, llamáis mi hermano a ese impío? ¡No lo es, yo no lo reconozco! Lo
que acaba de decir es falso, yo no he sido nunca musulmana. A quien ha
conocido, a quien ha adorado desde mi más infancia es a Cristo. Ese es mi Dios
y jamás tendré mas esposo que él »
El Cadi
hubiera podido condenarla a muerte, pero movido acaso por la juventud y la
belleza de Flora y creyendo sin duda que un castigo corporal seria suficiente para
volver al redil esta oveja descarriada mandó a dos agentes de policía que extendieron
los brazos de la joven, y le desgarró la nuca a latigazos. Después,
entregándosela a su hermano, más muerta que viva, le dijo: «Instruidla en
nuestra ley, y si no se convierte, traédmela.»
De vuelta en
su casa, el musulmán hizo cuidar a su hermana por las mujeres de su harén.
Por miedo de
que se escapara segunda vez, tuvo gran cuidado de tener cerradas todas las
puertas, pero como una pared muy alta rodeaba todos los departamentos de que se
componía la casa, juzgó inútil tomar otras precauciones. Olvidaba que una mujer
tan valerosa como Flora, no se detenía por ningún obstáculo. A los pocos días,
apenas cerradas sus llagas, se creyó lo bastante fuerte para intentar escaparse.
A favor de la noche se encaramó en un departamento que daba sobre el corral; de
allí escaló ligeramente la muralla y dejándose caer al suelo, llegó hasta la
calle sin tropiezo. Caminando al azar en las tinieblas, tuvo la suerte de
llegar a casa de un cristiano conocido. Allí estuvo oculta por algún tiempo;
allí conoció a Eulogio por primera vez. La belleza de Flora, la irresistible seducción
de sus palabras y de sus maneras, su firmeza inquebrantable en los
sufrimientos, su firme piedad y su exaltación mística, todo ejerció un poder
verdaderamente magnético sobre la imaginación del joven sacerdote, por
habituada que estuviera a temerse y reprimirse. Concibió por Flora una amistad
exaltada, una especie de amor intelectual, un amor como debe sentirse en la
mansión de los ángeles, allí donde solo las almas arden en santos deseos. Seis
años después, se acordaba aun hasta de las menores circunstancias de esta
primera entrevista. Lejos de haberse debilitado su recuerdo, parece haberse aumentado
con la edad y héchose más vivo, testigo estas
palabras apasionadas que escribía entonces a Flora: «Tú te has dignado santa
mujer, hace mucho tiempo enseñarme tu nuca desgarrada por las varas, y privada
de la bella y abundante cabellera que antes la cubría. Es que tú me
considerabas como tu padre espiritual, y que me creías puro y casto como tú
misma. Suavemente puse mis manos sobre tus llagas; hubiera querido curarlas
oprimiéndolas con mis labios, mas no me atreví... Al dejarte, me quedé pensativo,
y suspiraba sin cesar.
Temiendo ser
descubierta en Córdoba, Flora acompañada de su hermana Baldegotona,
fue a esconderse en otra parte. Luego diremos dónde; como Eulogio la volvió a
encontrar.
VII.
Mientras que
los cristianos celosos de Córdoba se hallaban entregados a los penosos sueños
de una ambición alimentada en las sombras, y agriada con la inacción, ocurrió
un suceso que duplicó si era posible sus Dios y su fanatismo.
Un sacerdote
de la Iglesia de S. Asisclo, llamado Perfecto, había salido un día a sus
negocios particulares, cuando se le acercaron unos musulmanes, porque hablaba
el árabe bastante bien. No tardó en recaer la conversación sobre materias religiosas,
y los musulmanes le preguntaron lo que opinaba de Mahoma y de Jesús. «En cuanto
a Cristo, les respondió, es mi Dios; pero en cuanto a vuestro Profeta no me
atrevo a decir lo que nosotros los cristianos pensamos de él, porque si os lo
dijera os ofenderíais y me entregaríais al Cadí, que me condenaría á muerte.
Pero si me aseguráis que nada tengo que temer, os diré en confianza lo que
sobre esto se lee en el Evangelio, y la fama de que goza entre los cristianos.
—Fíate de
nosotros, le contestaron os musulmanes, y dínos sin
temor lo que vuestros correligionarios piensan de nuestro Profeta, que nosotros
te juramos no hacerte traición.
—Pues bien,
dijo entonces Perfecto; en el Evangelio se lee: Se levantarán falsos Profetas,
que harán prodigios y milagros capaces de seducir a los mismos elegidos, si
esto fuera posible. El mayor de estos falsos Profetas es Mahoma. Una vez
disparado Perfecto fue más lejos de lo que hubiera querido y prorrumpió en
injurias contra Mahoma, a quien llamó siervo de Satanás.
Los
Musulmanes le dejaron que se marchara en paz, pero le guardaron rencor y
viéndolo venir algún tiempo después, y no creyéndose ya obligados por el
juramento, gritaron a la gente: «Ese insolente que veis ahí ha proferido en
nuestra presencia tales blasfemias contra nuestro Profeta, que el más pacífico
de vosotros no se hubiera podido contener.» Al punto, como si hubiera irritado a
una colmena, dice Eulogio, se vio rodeado de una multitud furiosa, que precipitándose
sobre él, lo arrastró ante el tribunal del Cadí, con tal violencia que sus pies
apenas tocaban el suelo. «El clérigo que veis, le dijeron al juez, ha
blasfemado de nuestro Profeta. Mejor sabes que nosotros el castigo que merece
semejante crimen.»
Habiendo
examinado a los testigos el Cadí, preguntó a Perfecto lo que tenía que responder.
Al pobre cura que no era de los que estaban preparados a hacer el papel de
mártires, y que temblaba de miedo, no se le ocurrió cosa mejor que negar las
palabras que se le atribuían. Poro no le sirvió de nada; el crimen estaba
suficientemente probado, y el Cadí, aplicándole los términos de la ley
musulmana, lo condenó a muerte como blasfemo. Cargáronlo de cadenas y lo metieron en la cárcel, donde debía esperar el día que Nazr fijara
para la ejecución.
No había ya
esperanza para el pobre sacerdote, víctima de la traición de algunos
musulmanes, a juramentos, en que él había tenido la imprudencia de confiar.
Pero la certidumbre de su próxima muerte le devolvió el valor que le había
faltado delante del Cadí. Exasperado por aquella falta de fé que iba a costarle la vida, y cierto de que ya nada podría salvarlo ni agravar
su pena, confesaba en alta voz que había injuriado a Mahoma; se gloriaba de
haberlo hecho, maldecía sin cesar al falso Profeta, a su doctrina y su secta, y se preparaba a morir como mártir.
Oraba, ayunaba y rara vez el sueño lograba cerrar sus ojos. Dos meses pasaron
así. Parecía que Nazr lo había olvidado o que intentaba prolongar su lenta
agonía. El hecho es, que por un refinamiento de crueldad, había resuelto que el
suplicio de Perfecto se ejecutara durante la fiesta que celebran los musulmanes
después del ayuno del mes de Ramadán, al primer día de la luna de Chauwal.
En este año
(850), el primer Chauwal Caixa en un día de
Primavera, (18 Abril.) Desde el amanecer, las calles de Córdoba que durante las
mañanas de los treinta días de cuaresma habían estado desiertas y silenciosas,
ofrecían un espectáculo animado y un si es no es grotesco. Apenas bastaban á
contener la inmensa multitud que se precipitaba en las mezquitas: los ricos
estrenaban magníficos vestidos, los esclavos se habían puesto lo que sus amos
acababan de darles, los chicos se pavoneaban embutidos en los do sus padres,
todas las caballerías habían sido alquiladas y cada una llevaba encima a todos los
que podía. En todas las caras se pintaba la alegría, los amigos cuando se
encontraban se felicitaban y se abrazaban. Acabada la ceremonia religiosa comenzaron
las visitas, las viandas mas exquisitas y los mejores vinos esperaban en todas
partes a los visitantes, y las puertas de los ricos estaban atestadas de pobres
que se lanzaban como hambrientas aves do rapiña sobre las migajas de los
festines. Aun para las mujeres encerradas el resto del año bajo triples
cerrojos, era este un día de fiesta y libertad. Mientras que sus padres y
maridos bebían y se embriagaban, ellas recorrían las calles con palmas en las
manos y distribuyendo tortas a los pobres para ir a los cementerios, donde bajo
pretexto de llorar a los difuntos anudaban hartas intrigas.
Después de
medio día, cuando innumerables embarcaciones llenas de musulmanes semi ebrio cubren
el Guadalquivir, y cuando los cordobeses se reunían en una gran esplanada al
otro lado del rio en apariencia para oír un sermón, pero en realidad para
entregarse a nuevos regocijos, se fue á anunciar a Perfecto por orden de Nazr
que su suplicio se iba a ejecutar al instante. Perfecto sabía que las
ejecuciones se verificaban en aquella misma esplanada en que la alegre multitud
se reunía en aquel momento. Estaba preparado a subir al cadalso, paro la idea
de subir en medio del gozo y de la alegría general, la idea de que su suplicio
sería para la multitud una diversión, un nuevo pasatiempo, le llenaron de rabia
y de dolor. «Yo os lo predigo exclamó inflamado de una justa cólera, ese Nazr,
ese orgulloso delante del que se inclinan los jefes de las familias más
antiguas y más nobles, ese hombre que ejerce en España un poder soberano, no
verá el aniversario de la fiesta para lo que ha tenido la crueldad de señalar
mi suplicio.»
Perfecto no dio
el menor signo de flaqueza. Mientras que lo conducían al cadalso gritaba: «Sí,
yo he maldecido a vuestro profeta y yo le maldigo. Yo maldigo a ese impostor, a
ese adúltero, a ese endemoniado. Vuestra religión es la de Satanás. A todos os
espera el infierno!» Repitiendo estas palabras sin cesar subió con paso firme
al cadalso al rededor del cual se apiñaba la multitud tan fanática como
curiosa, muy contenta de ver decapitar a un cristiano que había blasfemado de
Mahoma.
Para los
cristianos, Perfecto era un santo. Con el obispo de Córdoba a la cabeza bajaron
con gran pompa su féretro al foso en que reposaban los huesos de S. Asisclo.
Además publicaron por todas partes que Dios se había encargado de vengar al
santo varón. La tarde de su ejecución había volcado una embarcación, y de los
ocho musulmanes que llevaba se habían ahogado dos. «Dios, decía S. Eulogio, ha
vengado la muerte de su soldado. Nuestros crueles perseguidores han enviado a
Perfecto al cielo, el rio se ha tragado dos de ellos para entregarlos al
infierno!» Los cristianos tuvieron otra satisfacción aun, la predicción de Perfecto
se cumplió antes del año; Nazr pereció de una manera tan súbita como terrible.
El poderoso
eunuco fue víctima de su propia perfidia. Deseaba la sultana Tarub asegurar a
su hijo Abdala, la sucesión a la corona en perjuicio de Mohamed, habido en otra
mujer llamada Bohair y que era el mayor de los
cuarenta y cinco que había tenido Abderramán; pero por grande que fuera la
influencia que ejercía sobre su esposo, no había podido conseguirlo. Entonces
recurrió a Nazr, cuyo odio contra Mohamed le era conocido, pidiéndole que le
desembarazase de su esposo y del hijo de Bohair. El
eunuco le prometió que quedaría contenta, y queriendo comenzar por el padre se
dirigió al médico Hairani, que venido de Oriente había adquirido en Córdoba
gran reputación y fortuna, gracias á un remedio muy eficaz y de que él poseía
el secreto contra los males del vientre, que vendía al exorbitante precio de
cincuenta monedas de oro cada botella. Nazr, le preguntó si estimaba en algo su
favor, y habiéndole contestado el médico que todos sus deseos eran obtenerlo,
le dio mil monedas de oro mandándole preparar un veneno muy mortífero conocido
con el nombre de «basun al-moluc.»
Hairani
había adivinado el proyecto del eunuco, e indeciso entre el temor de envenenar
al monarca y el de atraerse el enojo del poderoso camarero, preparó el veneno y
lo envió a Nazr; pero al mismo tiempo avisó secretamente a una mujer del harén
que aconsejase al sultán no tomar la bebida que Nazr le iba a ofrecer.
Habiendo
venido este á ver a su señor, y oyéndole quejarse de su salud, le recomendó un
remedio excelente que le había proporcionado un célebre facultativo. «Mañana os
lo traeré, le dijo, porque es preciso tomarlo en ayunas.» Pero cuando a la mañana
siguiente el eunuco le trajo el veneno, el monarca después de haber examinado
la botella, le dijo: «Esto puede ser dañoso, tómalo tú primero.» Estupefacto,
pero no osando desobedecer por temor de vender su intención, y esperando por
otra parte que Hairani sabría neutralizar los efectos del veneno, el eunuco lo
bebió y en cuanto pudo sin excitar sospechas corrió a su palacio, mandó llamar
al médico, le contó lo sucedido en dos palabras y le pidió un antídoto.
Hairani Le
propuso leche de cabras, mas ya era tarde, el veneno le había abrasado las
entrañas y Nazr murió de una violenta diarrea.
Los
sacerdotes cristianos ignoraban lo que había pasado en la corte. Sabían sí, que
Nazr había muerto de repente, y aun corrió entre ellos el rumor de que había
sido emponzoñado, pero nada mas. A lo que parece la corte trató de ocultar este
complot abortado a que habían ayudado elevadas personas, y nosotros no lo
conoceríamos sino fuera por las curiosas revelaciones de uno de los clientes de
los Omeyas que escribía en un tiempo en que ya se podía hablar con libertad,
porque todos los conspiradores habían muerto. Pero bastaba a los sacerdotes lo
que había llegado a su noticia; para ellos lo esencial era, que la predicción
de Perfecto, conocida de gran número de cristianos y de musulmanes presos con
él en la misma cárcel, se había cumplido del modo más evidente.
Algún tiempo
después, el excesivo e injusto rigor con que trataron los musulmanes a un
mercader cristiano, irritó a los exaltados más todavía.
Juan, el
mercader en cuestión era un hombre completamente inofensivo, y jamás le hubiera
pasado por la cabeza que su sino era sufrir por la causa de Cristo. No pensando
mas que en su tráfico hacía buenos negocios, y como sabía que el nombre de
cristiano no era la mejor recomendación para los musulmanes que venían a
comprar en su tienda, había tomado la costumbre para encarecer su mercancía de
jurar por Mahoma.
—Por Mahoma,
esto es excelente! —Por el Profeta, (Dios le sea propicio) que no encontraréis
en ningún parte cosas mejores que aquí.» Estas y otras frases parecidas le eran
habituales, y durante mucho tiempo no tuvo por qué arrepentirse. Pero sus émulos,
menos favorecidos de parroquianos, se enrabiaban viendo su prosperidad siempre
en aumento, y lo buscaban camorra, por lo que un día que le oyeron jurar de
nuevo por Mahoma, le dijeron: «Tú tienes siempre en la boca el nombre de
nuestro Profeta para que te tomen por musulmán, y además ¿no es insufrible oírte
jurar por Mahoma cada vez qué sueltas una mentira?» Juan protestó al príncipe
que si él lo usaba, no era con ánimo de ofenderá los musulmanes, pero
habiéndose acalorado la disputa, acabó por decir: «Pues bien, no volveré a pronunciar
el nombre de vuestro Profeta, y maldito sea el que lo pronuncie!» Apenas hubo
dicho estas palabras, cuando me lo cogieron, gritando que había proferido una
blasfemia, y lo llevaron delante del Cadí. Interrogado por éste, Juan contestó
que él no había tenido intención de injuriar a nadie, y que si lo acusaban era
por celos del oficio. El Cadí que debía absolverlo si lo encontraba inocente,
y condenarlo a muerte si lo creía culpable, no hizo ni lo uno ni lo otro, sino
que tomando un término medio, le sentenció a cuatrocientos azotes, con gran
disgusto del populacho, que decía que merecía la muerte. El pobre sufrió su
pena, y después le montaron sobre un asno, mirando hacia la cola y así lo
pasearon por las calles de la ciudad mientras que el pregonero iba delante
gritando: «He aquí cómo se castiga al que se atreve a burlarse del Profeta.»
Enseguida lo encadenaron y lo encerraron en la cárcel; cuando Eulogio lo
encontró allí meses después todavía se le conocían los verdugones que el látigo
había levantado en su cuerpo.
A los pocos
días, los exaltados que hacia mucho tiempo so reprochaban su inacción, entraron
en la palestra. El objeto de todos sus anhelos era morir a manos de los infieles.
Para conseguirlo no tenían mas que injuriar a Mahoma y así lo hicieron. El monje
Isaac les dio el ejemplo.
Nacido en
Córdoba, de ricos y nobles padres, había recibido una educación esmerada. Sabia
perfectamente el árabe y muy joven todavía, había sido nombrado por Abderramán
II «catib,» (esto es empleado en la administración.)
Pero a los veinte y cuatro años experimentando de pronto escrúpulos de
conciencia, abandonó la corte y la brillante carrera que le esperaba, para ir a
encerrarse en el monasterio de Tábanos que su tío Jeremías había hecho levantar
a sus expensas al norte Córdoba. Situado entre altas montañas y espesas selvas,
este monasterio en que la disciplina era más rigurosa que en los demás, pasaba
con razón como el foco del fanatismo. Isaac se encontró allí con su tío, con su
tía Isabel y otros parientes que habían llevado a su colmo el genio sombrío del
ascetismo. Su ejemplo, la soledad, la vista de una naturaleza triste y salvaje,
los ayunos, las vigilias, las maceraciones, la lectura de las vidas de los
santos, todo había desarrollado en el alma de este joven un fanatismo que
rayaba en delirio, cuando se creyó llamado por Cristo a morir por él. Partió
pues, para Córdoba, y presentándose al Cadí: «Quisiera le dijo, convertirme a
vuestra fé si quisierais enseñármela.»—«De muy buena
gana» le contestó éste, que contento por poder hacer un prosélito comenzó a explicarle
las doctrinas del Islam, pero Isaac le interrumpió en medio de su discurso
exclamando: «Vuestro profeta ha mentido y os ha engañado a todos, maldito sea
ese infame manchado con todos los crímenes, que ha arrastrado consigo tantos
infelices a los profundos del infierno! ¿Por qué vos que sois un hombre de
juicio no abjuráis de esa doctrina pestilencial? ¿Por ventura podéis creer en
las imposturas de Mahoma? Abrazad el cristianismo, en eso está la salvación!
Fuera de sí
por la inaudita audacia del monte el Cadí abrió los labios, pero sin poder
articular palabra, lloró de ira, y dio a Isaac una bofetada.
— Te
atreves, exclamó el monje a abofetear a una imagen de Dios! Día llegará en que
tengas que darle cuenta.
—Calmaos,
Cadí, le dijeron a su vez los consejeros asesores; no os olvidéis de vuestra
dignidad, y acordaos que nuestra ley prohíbe ultrajar ni aun al condenado a
muerte.
—Infeliz,
dijo entonces el Cadí dirigiéndose al monje: estás borracho o te has vuelto
loco? Ignoras acaso que la ley inmutable del que tan inconsideradamente acabas
de ultrajar castiga con la muerte a los que se atreven a hablar como tú lo has
hecho?
—Cadí,
replicó el monje tranquilamente, ni estoy loco ni bebido. Abrasado de amor por
la verdad, he querido decírtela a tí, y a los que te
rodean. Condéname a muerte, no lo temo, lo deseo, porque yo sé que el Señor ha
dicho: «Bienaventurados los perseguidos por la verdad, porque de ellos es el
reino de los Cielos!»
Entonces le dio
lástima al Cadí de este monje fanático, y habiéndolo enviado á la cárcel fue a
pedir permiso al monarca para rebajar la pena á este hombre evidentemente
enajenado; pero exasperado Abderramán contra los cristianos, por las honras que
habían hecho al cuerpo de Perfecto, le mandó aplicar todo el rigor de la ley, y
queriendo impedir que los cristianos enterrasen con pompa el cuerpo de Isaac,
le ordenó que cuidase de que su cadáver permaneciese durante algunos días
colgado de una horca, cabeza abajo, y que luego le quemase, y sus cenizas
fueran arrojadas al rio. Estas órdenes se ejecutaron (3 de Junio 851) pero si
el monarca privó de este modo al monasterio de Tábanos de preciosas reliquias,
los monjes se desquitaron colocando a Isaac en el número de los santos, y
contando los milagros que había hecho, no solo desde su infancia, sino aun antes
de venir al mundo.
Ya estaba
abierto el camino. Dos días después del suplicio de Isaac, el francés Sancho,
que servía en la guardia del Sultán, y que había asistido a las lecciones de
Eulogio, blasfemó de Mahoma, y fue decapitado. Al domingo siguiente, (7 de
Junio) seis monjes, entre los que se distinguía Jeremías (el tío de Isaac) y un
cierto Habentio, que vivía siempre recluido en su
celda, se presentaron al Cadí, gritando: «Nosotros también decimos lo que han
dicho nuestros santos hermanos Isaac y Sancho». Y después de haber blasfemado
de Mahoma, añadieron: «Venga ahora a tu Profeta! Trátanos con la mayor
crueldad!» Y se les cortó la cabeza. Luego, Sisenando,
clérigo de la iglesia de S. Asisclo, que había sido amigo de dos de estos
monjes, creyó verlos bajar del cielo para invitarle a sufrir también el martirio.
Hizo lo que ellos, y fue también decapitado. Antes de subir al patíbulo, había exhortado
al diácono Pablo a seguir su ejemplo, y cuatro días después, (20 de Julio) le
cortaron la cabeza. En seguida un joven monje de Carmona, llamado Teodomiro, sufrió
la misma suerte.
Once
mártires en menos de dos meses eran para el partido exaltado un triunfo de que
se ufanaba mucho; pero los otros cristianos que no querían más que los dejaran
en paz comenzaron a inquietarse, con razón, de este raro fanatismo, que acaso
daría por resultado que los musulmanes desconfiaran de todos los cristianos, y
los persiguieran. «El Sultán, decían a los exaltados, nos permite el libre ejercicio
de nuestro culto y no nos oprime: ¿a qué viene, pues ese celo fanático? Los que
llamáis mártires, no son sino suicidas, y quien le ha sugerido lo que han
hecho, es el orgullo, fuente de todos los pecados. Si hubieran leído el
Evangelio allí hubieran encontrado: «Amad a vuestros enemigos y haced bien a
los que os aborrecen.» En vez de prorrumpir en injurias contra Mahoma, deberían
saber, que según las palabras del apóstol, los maldicientes no heredarán el
reino de Dios. Los musulmanes nos dicen: Si Dios hubiera inspirado a estos
fanáticos la resolución que han tomado, queriendo manifestar que Mahoma no es
un Profeta, hubiera obrado milagros que nos convirtieran a vuestra fé; pero lejos de esto ha tolerado que los cuerpos de estos
supuestos mártires fueran quemados, y sus cenizas arrojadas al río. Vuestra
secta no saca ninguna ventaja de estos suplicios, y la nuestra no sufre de
ninguna manera; no es una locura suicidarse de este modo? Qué debemos responder
a estas objeciones que no nos parecen sino muy fundadas»
Tal era el
lenguaje que usaban, no soto los legos, sino la mayor parte de los sacerdotes. Eulogio
se encargó de responderles, y se puso a componer su Memorial de los Santos,
cuyo primer libro es una amarga y violenta diatriba contra los que «con su boca
sacrílega osan injuriar y blasfemar de los mártires.» Para refutar a los que
ponderaban la tolerancia de los infieles pinta Eulogio con los más vivos
colores el cuadro de las vejaciones que abrumaban a los cristianos, y sobre
todo, a los sacerdotes. «¡Ay!, exclama, si la Iglesia subsiste en España como
lirio entre espinas, si brilla como una antorcha en medio de un pueblo corrompido
y perezoso, no hay que atribuirlo a favor de la nación impía a que estamos
sometidos en castigo de nuestras culpas, sino solo a Dios, el que ha dicho a
sus discípulos: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos.»
Luego acumula citas sacadas de la Biblia, y de las leyendas, a fin de probar
que no solo es lícito ofrecerse espontáneamente al martirio, sino que es una
obra piadosa y meritoria recomendada por el mismo Dios. «Sabed, les dice a sus
adversarios, sabed impuros que no teméis rebajar la gloria de los santos, sabed
que el día del Juicio seréis careados con ellos, y entonces tendréis que
responder a Dios de vuestras blasfemias!»
Por su parte
el gobierno árabe se alarmó también de esta nueva especie de rebelión porque el
fanatismo de los exaltados no era más que una faz de su modo de ser, mezclándose
con el ardor guerrero, y deseos casi feroces de venganza política. ¿Pero cómo
impedir a estos insensatos entregar al verdugo sus propias cabezas? Si
blasfemaban de Mahoma era preciso condenarlos a muerte: la ley era inexorable
en este punto. No había mas que un medio que pudiera ser eficaz: convocar un
Concilio y hacerle dar una orden que prohibiera a los cristianos buscar lo que
se llamaba el martirio, y esto fue lo que hizo Abderramán II. Convocó a los
obispos, y no pudiendo asistir en persona a sus sesiones, se hizo representar
por un cristiano empleado en la administración.
Eulogio y Álvaro
solo hablan con horror de este «catib,» de este «exceptor,» de este hombre inicuo, orgulloso, cruel, tan
rico en vicios como en dinero, que no era cristiano más que de nombre, y que había
sido desde el principio detractor y enemigo encarnizado de los mártires. A tal
punto le odian y lo execran, que evitan siempre cuidadosamente hasta el
pronunciar su nombre. Solo por los autores arábigos sabemos que se llamaba «Gómez»
hijo de Antonino, hijo de Julián. Dotado de espíritu flexible y penetrante,
Gómez, que por unánime confesión de cristianos y musulmanes, hablaba y escribía
con notable pureza y elegancia la lengua árabe, se había ganado el favor,
primero de su jefe Abdalá ibn-Omeya, y luego del
monarca; de modo que la época de que hablamos tenía gran influjo en la Corte.
Profesando suma indiferencia en materias religiosas, menospreciaba soberanamente
al fanatismo; pero a lo que parece se hubiera limitado a lanzar epigramas y sarcasmos
contra los pobres locos que se hacían cortar la cabeza, sin ton ni son, si no
hubiese temido que aquella locura pudiera traer para él mismo las más pesadas
consecuencias. Creía ya notar que los musulmanes comenzaban a tratar a los cristianos
con una frialdad cercana a la desconfianza, y se preguntaba con inquietud si no
acabarían por confundir a los sensatos con los fanáticos, y si en este caso él
y los demás empleados cristianos no perderían sus lucrativos puestos, y aun las
riquezas que habían atesorado. Gómez, pues, no era solamente en el Concilio el
intérprete de la voluntad del Monarca; su propio interés estaba en juego, y le
obligaba a oponerse con vigor al torrente que amenazaba tragárselo.
VIII
Abriéronse las sesiones del Concilio
bajo la presidencia de Recafredo, metropolitano de Sevilla. Gómez, expuso el
estado de las cosas, pintando las funestas consecuencias que podía tener el
intempestivo celo de los que insultaban a Mahoma, que los, decían, de ser
santos, merecían ser excomulgados puesto que exponían a todos sus correligionarios
a una terrible persecución, por lo cual rogaba a los obispos, que dieran un
decreto desaprobando la conducta de los llamados mártires, y prohibiera a los
fieles imitarlos; pero como según todas las probabilidades esto no bastaría,
como los jefes del partido (entre los que Gómez señalaba al presbítero
Eulogio,) podrían tener el atrevimiento de censurar los actos del concilio, y
de excitar a despecho del decreto a los simples y crédulos para que de nuevo se
presentaran delante del cadí a injuriar a Mahoma—lo que convenía evitar a toda
costa,—rogó además a los obispos, que se encargasen de meter en la cárcel las
personas que juzgasen peligrosas.
Entonces
Saúl, obispo de Córdoba, tomó la defensa de los mártires. Habíase colocado en
el partido de los exaltados, menos por convicción que por hacer olvidar sus
antecedentes que no eran muy puros. Elegido obispo por el clero de Córdoba,
pero no pudiendo obtener la aprobación del Monarca, prometió si se la
alcanzaban cuatrocientas monedas de oro a los eunucos de palacio, y exigiendo
estos garantías les había entregado un acta escrita en árabe, en la que se
obligaba a pagarles dicha suma con las rentas de los bienes del obispado en perjuicio
del clero, que era el único que tenía derecho a disfrutarlos. Consiguieron los
eunucos vencer la resistencia del Monarca que aprobó la elección del clero, pero
desde entonces, queriendo rehabilitarse en la opinión de los cristianos
rigurosos y austeros que le reprochaban sin cesar este mercado infame, abrazó
con calor las doctrinas de los entusiastas. Ya cuando los ostentosos funerales
de Perfecto, que habían causado al gobierno tantos recelos, se atrevió a
presentarse a la cabeza del clero, ahora expuso los argumentos que la Biblia y
las vidas de los santos suministraban a los exaltados para justificar su
opinión. Mas los otros obispos, lejos de participar de sus opiniones, se
hallaban muy dispuestos a pronunciarse en el sentido que Gómez les había
indicado. Sin embargo, se hallaban en una posición bastante embarazosa: habiendo
sido admitido y canonizado el suicidio por la Iglesia, no era posible reprobar
la conducta de los llamados mártires sin condenar al mismo tiempo la de los
santos de la Iglesia primitiva. No osando pues reprobar en principio esta
especie de suicidio, ni aun siquiera desaprobar la conducta de los que habían
buscado el martirio en los últimos tiempos, resolvieron prohibir que los
cristianos aspiraran en adelante a esta muerte sagrada. Gómez que comprendía
sus escrúpulos, se contentó con esta decisión, cuanto más que el metropolitano
lo había prometido tomar contra los agitadores enérgicas y severas medidas.
Apenas se
hubo publicado el decreto del Concilio, cuando Eulogio y sus amigos se
apoderaron de él para volverlo contra sus mismos autores. «Este decreto decían,
no condena a los mártires de este año, ni en él se lee que no habrá otros en
adelante. ¿Qué significa pues esta prohibición de aspirar a la corona del
martirio? Comparado con el resto del decreto, no es mas que una singular
inconsecuencia que no puede explicar sino suponiéndola dictada por el miedo.
Evidentemente, el Concilio aprueba el martirio pero no se atreve abiertamente a
declararlo.»
Así estos
espíritus impetuosos y turbulentos, desafiaban la autoridad de los obispos.
Pero, o no habían calculado todas las consecuencias de su audacia, o se imaginaban
con más firmeza y valor de los que tenían realmente, porque cuando el metropolitano
Recafredo, fiel a sus promesas y secundado por el gobierno, ordenó prender a
sus jefes, sin exceptuar al obispo de Córdoba esta orden produjo entre ellos
una indecible consternación. En vano asegura Eulogio que si él y sus amigos se
ocultaban, cambiaban a cada instante de domicilio o se pegaban con diversos
disfraces, era porque no se creían aun dignos de morir como mártires; el hecho
es que ellos se apegaban más a la vida de lo que juzgaban conveniente confesar.
El desaliento tan grande entre los maestros—«una olla que cayera nos hacía
temblar,» dice Eulogio— era completo en los discípulos. Veíanse legos y sacerdotes, que antes habían prodigado sus alabanzas a los mártires,
cambiar de opinión con asombrosa rapidez; hubo hasta muchos que abjuraron el
cristianismo y se hicieron musulmanes.
A pesar de
las precauciones que habían tomado, el obispo de Córdoba y muchos clérigos de
su partido, fueron descubiertos y presos. Eulogio tuvo la misma suerte. Trabajaba
en su Memorial de los Santos cuando los agentes de policía invadieron su
morada, lo prendieron en medio de su familia consternada, y lo llevaron á la
cárcel. Allí volvió á encontrar a Flora, y he aquí de qué manera había ido.
Había en un
convento cerca de Córdoba una joven religiosa llamada María. Era hermana de uno
de los seis monjes que se habían presentado juntos delante del Cadí para
injuriar a Mahoma, y habían sido decapitados. Desde la muerte de su querido
hermano había caído en una es trema melancolía; pero otra religiosa le contó
que este mártir se le había aparecido para dirigirle estas palabras: «Di a mi
hermana María que cese de llorar por mi muerte, porque pronto estará conmigo en
el cielo.» Desde este momento María cesó de llorar, había tomado su partido;
quería morir como había muerto su hermano. Encaminándose a Córdoba, entró a
rezar en la Iglesia de S. Asisclo, que se hallaba de camino, y se arrodilló al
lado de una joven que oraba fervorosamente. Era Flora, que en su exaltación
había abandonado su asilo, y se preparaba también a morir mártir. Contenta
María, por haber encontrado una compañera: la enteró de su propósito, y las dos
jóvenes juraron, abrazándose, no separarse y morir unidas. «Voy a reunirme con
mi hermano, exclamó la una,—y yo, dijo la otra, voy a ser dichosa con Jesús!»
Llenas de entusiasmo vuelven a ponerse en camino y se presentan al Cadi. «Hija
de padre pagano, le dijo Flora, yo he sido maltratada por vos del modo más
cruel, hace tiempo, porque rehusaba renegar de Cristo; desde entonces he tenido
la debilidad de esconderme, pero hoy llena de confianza en mi Dios, no tengo
miedo de presentarme para declarar, con la misma firmeza que antes, que Cristo
es Dios, y que vuestro supuesto Profeta es un adúltero, un impostor, y un
malvado.» - «Y yo, oh juez, dijo a su vez María, yo, cuyo hermano era uno de
los seis magnánimos varones que perecieron en el patíbulo porque se habían
burlado de vuestro falso Profeta, yo digo con la misma audacia, que Cristo es
Dios, y que vuestra religión ha sido inventada por el diablo!»
Aunque
entrambas hubiesen merecido la muerte, el Cadí, conmovido acaso por su juventud
y su belleza, se apiadó de ellas. Trató de hacer que se retiraran, y cuando vio
que no podía conseguirlo, se contentó con mandarlas prender.
En la cárcel
se mostraron al principio firmes y valerosas; oraban, ayunaban, cantaban los
himnos de la Iglesia, y se entregaban a meditaciones ascéticas; pero poco a
poco se habían dejado ablandar por el tedio de un largo cautiverio, por los
ruegos de los que querían salvarlas, y sobre todo, por las amenazas del juez,
que, conociendo que las asustaba más la deshonra que la muerte, les había
anunciado que si no se retractaban las entregaría a la prostitución. Eulogio
llegó á tiempo para ayudarlas. Su situación era penosísima; tenía una ruda
prueba que soportar. Animar a la que amaba sin confesárselo a subir al
patíbulo, era para hacer retroceder al mas desinteresado, y sin embargo, lejos
de procurar contener a Flora, de hacerla titubear en su entusiasmo, da
apartarla de su proyecto, empleó toda su retórica en fortalecer el ánimo
vacilante de la joven. Condénese o compadézcase si se quiere su ciego
fanatismo; pero que nadie se apresure a acusarlo de frialdad ni de indiferencia!
A pesar de la aparente serenidad bajo que encubría sus violentas emociones, el
corazón le rebozaba de tristeza y de amargura. Cerca de Flora, sentía que se
reanimaban las impetuosas aspiraciones de un alma ardiente e impresionable, y
el amor, si es dado dar este nombre al lazo inmaterial que le ligaba con ella,
el amor luchaba con el temor de faltar a su conciencia; pero capaz de
sacrificarlo todo a la causa de que se había declarado campeón, trataba de
acallar los movimientos de su corazón, y no queriendo confesarse cuánto se
había engañado a sí mismo acerca de sus fuerzas, procuraba acallar su dolor,
entregándose a una febril actividad. Compuso un tratado para persuadir a Flora
y a su compañera que nada hay más meritorio que sufrir el martirio; acabó su
Memorias de los Santos que envió a Álvaro, suplicándole que lo revisara y
corrigiera; escribió una larga carta a su amigo Wiliesindo,
obispo de Pamplona, y encontró todavía bastante calma y tranquilidad para componer
un tratado de métrica. Quería con él despertar el adormecido patriotismo de sus
conciudadanos, inspirándoles el gusto de la literatura antigua, que para la
ciudad que había visto nacer a Séneca y a Lucano debía ser una literatura
nacional. En lugar de creer como los sacerdotes visigodos que no les era
permitido coger ni aspirar flores que no hubiese regado el agua del bautismo, creyó
Eulogio haber hallado en la literatura romana un poderoso contrapeso a la de
los árabes, en que tan engolfados estaban los cordobeses. Ya había tenido antes
la dicha de poder traerles copias de los manuscritos latinos de Virgilio,
Horacio y Juvenal, que había logrado proporcionarse en Navarra, y ahora herido
por el menosprecio que profesaban los hombres de gusto a los versos rítmicos,
quería enseñar a sus conciudadanos las sabias reglas de la prosodia latina,
para que compusiesen, versos calcados en los del siglo de Augusto.
Entretanto,
su elocuencia había producido sus frutos. Gracias a ella, Flora y María
mostraban ahora una firmeza y un entusiasmo que asombraba al mismo Eulogio tan
habituado a la exaltación mística. Siempre ávido de divinizar lo que admiraba,
no veía ya en Flora mas que una santa rodeada de una aureola luminosa. El Cadí
había mandado llamarla a ruegos de su hermano, y había intentado para salvarla
un último esfuerzo, tan infructuoso como los demás. Cuando volvió a la cárcel,
Eulogio fue a visitarla. «Creía, dice, ver un ángel, una claridad celestial la
rodeaba, su rostro resplandecía de gozo; parecía gustar ya las alegrías de la
celeste patria, y con la sonrisa en los labios me contó lo que el Cadí le había
preguntado, y lo que le había respondido. Cuando hube escuchado este relato, de
aquella boca tan dulce como la miel, procuré confirmarla en su resolución,
mostrándole la corona que le esperaba. Yo la adoré, yo me prosterné delante de
este ángel, me encomendé á sus oraciones, y reanimado por sus palabras, volví
menos triste a mi oscuro calabozo.» El día en que Flora y María murieron en el
patíbulo (24 de Noviembre 815) fue para Eulogio un día de gloria. «Hermano mío,
escribía a Álvaro: el Señor me ha concedido una grande gracia, y nosotros
tenemos una gran alegría. Nuestras vírgenes, instruidas por nosotros entre
lágrimas en la palabra de la vida, acaban de obtener la palma del martirio.»
Después de haber vencido al príncipe de las tinieblas, y menospreciado todos
los afectos terrenales, han ido a juntarse alegremente con el esposo que reina
sobre los cielos. Invitadas a las bodas por Cristo, han entrado en la mansión
de los bienaventurados, cantando un nuevo cántico, y diciendo: «Honra y gloria a tí, Señor, Dios nuestro, porque nos has arrancado al
poder del infierno, porque nos has hecho dignas de la felicidad de que gozan
tus santos, porque nos has llamado a tu eterno reino.» Toda la Iglesia está
gozosa con la victoria que acaban de alcanzar, pero nadie mas que yo tiene el
derecho de regocijarse, yo que las he fortalecido en su propósito en el momento
mismo en que iban á renunciar a él.»
Cinco días
después, Eulogio, Saúl y los demás presos fueron puestos en libertad; lo que el
primero no dejó de atribuir a la intercesión de las dos santas, que antes de salir
de la prisión para ir al cadalso, les habían prometido que en cuanto llegaran a
la presencia de Cristo le pedirían la libertad de los Sacerdotes. Saúl se
mostraba ya dócil a las órdenes de Recafredo; pero Eulogio por el contrario
redobló su actividad, a fin de aumentar el número de los mártires, y lo
consiguió con exceso. Estimulados por él, sacerdotes, monjes, «cristianos ocultos»
y mujeres, injuriaron a Mahoma, y perecieron en el cadalso. Los exaltados
llevaron su audacia hasta el punto de que un monje viejo y un joven entraron
gritando en la mezquita principal: «Ha llegado para los fieles el reino de los
cielos, y a vosotros, infieles, el infierno va a tragaros!» Poco faltó para que
los despedazara el pueblo enfurecido; pero el Cadí interpuso su autoridad, los
envió a la cárcel, y les hizo cortar primero las manos y los pies, y después la
cabeza (16 de Setiembre 852.)
Seis días
después, Abderramán, murió repentinamente. Según el relato de Eulogio, el
anciano Monarca estaba en el terrado de palacio, cuando su mirada tropezó con
las horcas de que pendían los cadáveres mutilados de los últimos mártires, y dio
la orden de quemarlos; mas apenas lo hubo ordenado cuando le acometió un ataque
de apoplejía, de que espiró aquella misma noche. Como Abderramán no había
decidido entre sus hijos Mohamed y Abdalá, que aspiraban a sucederle, y estos
dos príncipes ignoraran aun la muerte de su padre, todo iba a depender de la
elección que hicieran los eunucos de palacio. Los que habían presenciado los
últimos momentos de Abderramán hicieron cerrar cuidadosamente las puertas del
castillo, a fin de impedir que se propalara la muerte del Sultán, y habiendo
reunido luego a todos sus compañeros, uno de los eunucos más considerados, tomó
la palabra y les dijo: «Camaradas, acaba de suceder una cosa de la mayor
importancia para todos nosotros... Nuestro señor ha dejado de existir»... Y
como todos comenzasen a llorar y a gemir... «No lloréis ahora, les dijo, luego
llorareis. Los momentos son preciosos. Cuidemos de nuestros intereses y de los
de todos los musulmanes. ¿A quién destináis el trono?
—A nuestro
señor, al hijo de nuestra sultana, de nuestra bienhechora, exclamaron todos.
Las intrigas
de Tarub iban a dar su fruto. A fuerza de dinero y de promesas se había ganado
los eunucos, y gracias a ellos, su hijo Abdalá iba a subir al trono. Pero,
¿aprobaría la nación la elección de los eunucos? Era dudoso, porque Abdalá solo
se había hecho notar por sus relajadas costumbres; su ortodoxia era más que
problemática, y el pueblo le aborrecía. Así pensaba el eunuco Abul-Mofrih,
piadoso musulmán, que había hecho la peregrinación a la Meca. «La opinión que
acaba de emitirse, preguntó: ¿es la de todos?
—Sí, sí, respondieron
de todas partes.
—Pues bien,
también es la mía. Yo tengo más motivo que vosotros para mostrarme reconocido
con la Sultana, porque ella me ha prodigado mas que a vosotros sus beneficios.
Sin embargo, este es un negocio que hay que pensar maduramente: porque si
elegimos a Abdalá, nuestro poder en España ha concluido. Cuando salgamos a la
calle nos dirán todos: «Malditos sean esos eunucos que cuando disponían del
trono y se lo podían dar al príncipe mejor, se lo han dado al más indigno!» he
ahí lo que se dirá camaradas! Vosotros conocéis a Abdalá y a los que le rodean,
si sube al trono ¡qué peligrosas innovaciones no tienen que temer los
musulmanes! ¿Qué será de la religión? Y sabedlo bien, no solo los hombres sino
Dios mismo os pedirá cuenta de vuestra elección!»
Estas
palabras cuya verdad ninguno se atrevió á contradecir hicieron profunda
impresión en los eunucos. Ya medio convencidos preguntaron a Abul-Mofrih cuál
era el candidato que les proponía. «Os propongo a Mohamed, les respondió, que
es un varón piadoso y de costumbres intachables. Conforme, dijeron los eunucos,
pero es severo y avaro.—Le llamáis avaro, ¿pero cómo puede mostrarse generoso
el que nada tiene que dar? Cuando reine y disponga del tesoro público no dudéis
que habrá de recompensaros bien.»
Habiendo
prevalecido el consejo de Abul-Mofrih, juraron todos sobre el Corán que
reconocerían a Mohamed, y los dos eunucos Sadum y
Casim, que por agradar a Tarub habían sido hasta entonces los mas ardientes
defensores de la candidatura de Abdalá, no pensaron desde entonces mas que en
hacer las paces con su rival. Casim rogó a sus camaradas que impetraran el perdón
para él, lo que estos le prometieron Sadun pidió y obtuvo que se le encargara de
anunciar a Mohamed su elevación al trono.
Como era
todavía de noche y estaban cerradas las puertas de la ciudad, Sadun se llevó
las llaves de la puerta del puente, pues el palacio de Mohamed se hallaba en la
otra parte del río. Para llegar al puente era preciso pasar por el palacio de
Abdalá donde todo el mundo estaba levantado porque había fiesta como de
costumbre; pero como nadie sabía nada, Sadun no encontró dificultad en hacerse
abrir las puertas, y pasando el puente llegó al palacio de Mohamed. Este se
había levantado ya y estaba en el baño, cuando se le anunció que Sadun quería
hablarle. «Qué es lo que te trae tan temprano Sadun? le preguntó.—Vengo a
anunciaros que nosotros, los eunucos de palacio, os hemos elegido por sucesor
de vuestro padre que acaba de morir. ¡Dios tenga piedad de su alma! He aquí su
anillo.»
Mohamed no
podía creer lo que decía Sadun, se figuraba que su hermano estaba ya en el
trono, y que había enviado a Sadun para matarlo. No pensando mas que en salvar
su vida exclamó: «Sadun temed a Dios y perdonadme! Sé que sois mi enemigo, pero
por qué queréis derramar mi sangre? Yo estoy pronto a irme de España si es
preciso, la tierra es bastante grande para que yo pueda vivir lejos de aquí sin
hacer sombra a mi hermano.» Sadun tuvo que tomarse infinito trabajo para
serenarlo y persuadirlo de que era verdad todo lo que le acababa de decir. Logrólo al fin a fuerza de protestas y juramentos y añadió:
«Os admira que sea yo el que os traiga esta noticia, pero se lo he rogado así a
mis compañeros esperando que me habías de perdonar mi conducta pasada.—Que Dios
os perdone como yo os perdono! exclamó Mohamed, pero esperad un instante a que
venga mi mayordomo Mohamed ibn-Muza, y convendremos
con él las medidas que hay que tomar.»
Lo que mas
importaba a Mohamed en aquellas circunstancias era hacerse dueño de palacio.
Hecho esto, su hermano no se atrevería a disputarle sus derechos al trono y
todo el mundo le reconocería. ¿Pero cómo harían para pasar por el Palacio de Abdalá
sin estar sospechas? Esta era la dificultad. Si los centinelas del palacio de Abdalá
veían llegar a Mohamed tan temprano, se figurarían acaso lo sucedido, y no lo
dejarían pasar. Consultado por su amo, el mayordomo le propuso pedir auxilio al
prefecto Yusuf ibn-Basil, que tenía trescientos
agentes a sus órdenes; pero este enterado del caso se negó a poner sus agentes a
disposición de Mohamed. «Se disputa el trono, y yo no me meto en nada: nosotros
los clientes obedeceremos al que sea dueño de palacio.»
El mayordomo
comunicó al príncipe la respuesta de Yusuf, añadiendo luego: «Quien nada
arriesga nada logra; he aquí pues lo que propongo: sabéis señor que vuestro padre
enviaba a menudo buscar a vuestra hija, y que yo la conducía a palacio. Vestíos
de mujer, os haremos pasar por vuestra hija, y con ayuda de Dios conseguiremos
nuestro propósito.» Adoptado este consejo, montaron a caballo; Sadun delante,
detrás el mayordomo y Mohamed vestido de mujer. Llegaron así al palacio de Abdalá,
en donde se oía un concierto de voces e instrumentos, y Mohamed recitó en voz
baja este verso de un antiguo poeta: «Conseguid lo que buscáis, y que nosotros consigamos
también lo que buscamos.»
Los
guardias, que estaban en la habitación inmediata a la puerta, bebían y
charlaban cuando sintieron la cabalgata. Uno de ellos, abrió la puerta y
preguntó: «¿Quien és?»
-Cállate
indiscreto,» le contestó Sadun y respeta a las mujeres!» El guardia no sospechó
nada, cerró la puerta y volviéndose dijo a sus camaradas: «Acaba de pasar la
hija de Mohamed con Sadun y el moyordomo de su
padre.»
Creyendo
vencida la mayor dificultad dijo Mohamed á su mayordomo: «Quédate ahí, en
seguida te enviaré fuerzas, y, cuando vengan, cuidarás de que no salga nadie;»
y continuó su camino con Sadun. Este fue a llamar a la puerta del palacio donde
el anciano monarca acababa de expirar. El portero vino a abrirle. «¿Esta mujer
es hija de Mohamed?» preguntó con aire incrédulo.— «Sí,» le respondió
Sadun.—«Es extraño, yo la he visto muchas veces, cuando venía a palacio, y me
ha parecido siempre más baja. Tú quieres engañarme, Sadun; pero yo te juro que
no ha de pasar por esa puerta persona que no conozca. Que ésa se levante el
velo, o que se vaya!»—«Qué! exclamó Sadun, no respetáis á las princesas?» —Yo
no sé si esa lo es, y os lo repito, a menos que no le vea, no entra.» Viendo
que el portero era inquebrantable, Mohamed se levantó el velo que le cubría la
cara. «Soy yo le dijo al portero, yo que he venido, porque mi padre ha muerto.»
Entonces dijo el portero: «el caso es todavía mas grave de lo que yo pensaba;
no pasaréis, señor por esa puerta hasta que yo esté seguro de si vuestro padre
es vivo o muerto.»—Venid conmigo, le dijo Sadun, y os convenceréis enseguida.»
El portero cerró su puerta, y dejando fuera a Mohamed, acompañó a Sadun, que lo
llevó donde estaba el cadáver de Abderramán II. A su vista, el portero prorrumpió
en llanto, y volviendo a Sadun le dijo: «Habéis dicho la verdad y estoy dispuesto
a obedeceros.» Luego fue a abrir la puerta, y después de haber besado a Mohamed
la mano, le dijo: «Entrad príncipe mío. Dios os haga feliz, y que vos los hagáis
a los musulmanes!
Mohamed se
hizo prestar juramento por los altos dignatarios del Estado: tomó las medidas
necesarias para hacer imposible cualquier oposición por parte de su hermano, y
cuando los primeros rayos de la aurora comenzaban a blanquear las cimas de Sierra
Morena, supo la capital que había cambiado de Señor.
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