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HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES.

(711-1110.)

 

CAPÍTULO VII

 

Mientras que Merwan, dueño de la Siria a consecuencia del triunfo alcanzado en la Pradera de Rahita, iba a someter el Egipto, Zofar, jefe ya de su partido, se encerró en Carkisia, fortaleza de la Mesopotamia, al Este de Kinnesrina donde el Kabur (Chaboras,) mezcla sus aguas con las del Eufrates. Poco a poco llegó a ser Carkisia el centro de los Caisitas. No siéndoles posible, las grandes empresas militares tuvieron que limitarse a una guerra de emboscadas y de sorpresas nocturnas; pero en cambio la hicieron a sangre y fuego. Mandados por Omar, hijo de Hobab, teniente de Zofar, saqueaban los campos kelbitas del desierto de Semawa, no daba cuartel, llevando su crueldad hasta abrir el vientre a las mujeres, y cuando Zofar los veía volver cargados de botín y cubiertos de sangre:

Kelbltas, decía, ahora los tiempos se tornan duros para vosotros: nos vengamos, os castigamos. En el desierto de Semawa no encontrareis seguridad; abandonadle pues, llevad con vosotros al hijo de Bahdal, e id a buscar un refugio allí donde viles esclavos cultivan olivos.

Sin embargo, los Caisitas no tuvieron en esta época más que una importancia secundaria. Verdad es que Carkisia era el terror y el azote de los comarcanos, pero después de todo no pasaba de un nido de ladrones que no podía inspirar a Merwan serios temores y como ante todo le importaba conquistar el Irak, tuvo que combatir enemigos muchos más formidables.

El Irak, ofrecía entonces un curioso espectáculo. Las doctrinas más singulares y a veces las más extravagantes, se disputaban la opinión; la herencia y la elección, el despotismo y la libertad, el derecho divino y la soberanía nacional, el fanatismo y la indiferencia luchaban entre sí; los Árabes vencedoras y los vencidos Persas, los ricos y los pobres, los visionarios y los incrédulos combatían unos contra otros. Había en primer lugar, moderados que no querían ni a los Omeyas ni a Ibn-Zobair. Acaso ningún Irakí simpatizaba ni con el carácter de este ni con los principios que representaba; pero habiendo fracasado lo mismo en Basora que en Cufa, todas las tentativas hechas para constituir un gobierno nacional, los moderados acabaron por reconocerlo, creyéndolo el único capaz de mantener un poco de orden en la provincia. Unos, musulmanes sin repugnancia, pero también sin fervor, vivían naturalmente en una vida pacífica, dulce y perezosa; otros menos cuidadosos da lo futuro, sustituían la duda con el entusiasmo, la negación con la esperanza. No adoraban ni sacrificaban más que a un Dios, y este Dios era el placer sensual. El elegante y espiritual Omar ibn-abi-Rabia, el Anacreonte arábigo, había escrito su liturgia. Ahnaf y Haritha, los nobles más considerados é influyentes de Basora representaban los dos matices de este partido.

El nombre del primero se halla mezclado a todos los acontecimientos de esta época, pero siempre como consejero, nunca como actor. Jeque de los Temin, gozaba de consideración tan ilimitada en su tribu, que Moawia I tenía costumbre de decir: «Si monta en cólera, cien mil Teminitas participan de su enojo sin preguntarle la causa.» Por fortuna no era capaz de ello; su longanimidad era proverbial; hasta cuando llamaba su tribu a las armas era sabido que lo hacía por complacer a su amada, la hermosa Zabra, que lo dominaba completamente. «Zabra está hoy de mal humor, murmuraban entonces los soldados.» Como tomaba en todas las cosas el justo medio, su devoción estaba entre el fervor y la indiferencia. Hacia penitencia de sus pecados, pero esta penitencia no era demasiado dura. En expiación de cada uno, pasaba un dedo por la llama de una bugía, y exclamaba dando un pequeño ¡ay! ¿por qué has cometido tal pecado? Dejarse guiar por un egoísmo prudente y reflexivo, pero que no llegaba a la doblez ni a la bajeza: guardar neutralidad entre los partidos mientras podía; acomodarse con cualquier gobierno por ilegítimo que fuera, sin condenarlo, pero también sin adularlo, ni buscar sus favores, he ahí la línea de conducta que se había trazado desde su juventud, y de la que no se apartó jamás. Carácter sin expansión, sin abnegación, sin grandeza, este representante del justo medio y de la vulgaridad egoísta, este amigo de las contemplaciones y de los términos medios, era tan incapaz de inspirar entusiasmo, como de sentirlo, pero todos le querían por su dulzura, su amabilidad, su genio igual y conciliador.

Magnífico y culto representante de la antigua nobleza pagana, pasaba Háritha por atrevido bebedor y no negaba que lo fuese. El distrito que prefirió cuando tuvo que elegir una provincia, fue el que cosechaba los más excelentes vinos. Sus creencias religiosas no eran tampoco un misterio para sus amigos. ¡Cuán extraño espectáculo, decía un poeta de su familia, es ver a Háritha asistir a la oración pública, él, más incrédulo que un asno!» Pero estaba dotado de una exquisita cortesía, se encomiaba su conversación juntamente alegre e instructiva, y por su bravura se distinguía honrosamente de sus conciudadanos. Porque, preciso es decirlo, los Iraquíes mostraban casi siempre una increíble cobardía. Siendo aun Obaidallah gobernador de la provincia, dos mil Iraquies, enviados por él a reducir a unos cuarenta no-conformistas, no se habían atrevido a atacarlos. «Me cuido muy poco de que Obaidallah pronuncie mi elogio fúnebre; prefiero que me riña,» decía su general.

Los dos partidos restantes, el de los no-conformistas, y el de los Shiitas se componían entre ambos de creyentes fervientes y sinceros. Pero estas dos sectas que casi se confundían en el punto de partida, se separaron en su desarrollo cada vez más y concluyeron por comprender la religión y el Estado de una manera diametralmente opuesta.

Eran los no-conformistas, almas nobles y entusiastas que, en un siglo de egoísmo, conservaban la pureza de corazón; que no ponían su ambición en los bienes terrenos, que tenían de Dios una idea demasiada elevada, para servirle maquinalmente y adormecerse en una piedad vulgar y fácil, eran los verdaderos discípulos de Mahoma, pero de Mahoma tal como era en la primera época de su misión, cuando la virtud y la religión llenaban solas su alma entusiasta, mientras que los ortodoxos de Medina, eran más bien los discípulos del otro Mahoma, del impostor, cuya insaciable ambición aspiraba a conquistar el mundo con la espada. En un tiempo en que la guerra civil asolaba las provincias del vasto imperio, cuando cada tribu hacía de la nobleza de su origen, título para el poder, ellos se atenían a estas hermosas palabras del Corán: «Todos los musulmanes son hermanos.» «No nos preguntes decían, si descendemos de Cais o de Temin; todos nosotros somos hijos del islamismo, todos nosotros prestamos homenaje a la unidad divina, y el que Dios prefiere es el que mejor le muestra su gratitud.» Pero si predicaban la Igualdad y la fraternidad, era porque se reclutaban en las clases obreras, más bien que en la nobleza. Justamente indignados de la corrupción de sus contemporáneos que se entregaban sin escrúpulo y sin vergüenza a todas las disoluciones, y a todos los vicios, creyendo que les bastaba para limpiarse de pecado asistir al culto público y hacer su peregrinación a la Meca; predicaban ellos que es insuficiente la fe sin obras, y que los pecadores serán condenados lo mismo que los incrédulos. En efecto, se tenían entonces las ideas más exageradas acerca del poder absolutorio de la fe. ¿Y qué era esta fe después de todo? La mayoría de las veces un puro deísmo, nada más.

Los espíritus ilustrados de costumbres relajadas, si por casualidad creían en el cielo, pensaban conquistarlo con poco trabajo. «¿Qué tienes preparado para semejante día?» preguntó el piadoso teólogo Hasan de Basora, al poeta Ferazdac «el Perdido,» que concurría con él a un entierro. «El testimonio que doy hace sesenta años de la unidad deDios,» repuso tranquilamente el poeta. Los no-conformistas, protestaban contra esta teoría. «Por esa cuenta, el misamo Satanás hubiera escapado a la condenacion eterna; ¿no está él convencido tambien de la unidad de Dios?»

A los ojos de una sociedad ligera, frívola, escéptica, semi-pagana, religión tan apasionada, unida a tan austera virtud, era una herejía. Es preciso extirparla se decían, porque sucede a veces, que el escepticismo proscribe la piedad en nombre de la filosofía, como suele la piedad proscribir en nombre de Dios la razón independiente. Por su parte, el gobierno se alarmaba no sin motivo con estos demócratas, con estos niveladores. Los Omeyas hubieran podido consentirlos y hasta aplaudirlos si se hubiesen limitado a declarar, que los jefes del partido ortodoxo los llamados santos del Islamismo como Talha, Zobalr, Alí y Aixa, la viuda del Profeta, no eran sino ambiciosos hipócritas; pero fueron más allá. Sin contar que, a ejemplo de los ortodoxos de Medina, trataban de incrédulos a los Omeyas y disputaban a los Coreiscitas el derecho exclusivo al califato, negando atrevidamente, que el Profeta, hubiere dicho que el gobierno espiritual y temporal estaba vinculado en esta tribu, predicaban, que cualquiera podía ser elegido Califa fuera de la condición que fuera, ora perteneciera a la más alta nobleza, ora al rango social más ínfimo, ya fuera Coreiscita o esclavo, tema peligroso que minaba por su raíz el derecho público. Había más: soñando en una sociedad perfecta, estas almas cándidas y apasionadas por la libertad, predicaban que el Califa solo era necesario para contener a los malvados, y que los verdaderos creyentes, los hombres virtuosos, podían pasarse sin él. Dándose la mano el gobierno y la aristocracia del Irak, para anonadar por un esfuerzo común a los no-conformistas y a su doctrina, como antes la nobleza siria ha­bía secundado a los Omeyas, en su lucha con los compañeros del Profeta, comenzó una persecución cruel y terrible, dirigida por el gobernador Obaidallah. ¡Aquél escéptico, aquel filósofo, aquel que había hecho matar al nieto del Profeta, derramó a torrentes la sangre de esos hombres, que en el fondo de su alma debía mirar como los verdaderos discípulos de Mahoma! No porque fueran temibles por el pronto: vencidos por Alí en dos sangrientas batallas, no predicaban ya en público, se ocultaban, habían hasta de­puesto a su jefe, porque desaprobada su inacción y su comercio con los Árabes que no eran de su secta, pero eran, y sus enemigos lo sabían muy bien, fuego escondido en la ceniza que sólo necesitaba aire para reanimarse. Propagaban en secreto sus principios con una elocuencia viva, arrebatada, arrastradera, irresistible, porque nacía del corazón. «Es preciso que ahogue en germen, esa herejía respondió Obaidallah, cuando se le dijo que estos sectarios no eran bastante peligrosos para motivar tantas crueldades; esos hombres son más temibles que pensáis, sus menores palabras encienden los espíritus como la ligera chispa hace arder un montón de juncos.»

Los no-conformistas, sostuvieron esta ruda prueba con una firmeza verdaderamente admirable. Tranquilos y resignados iban al cadalso con paso firme, recitando oraciones o versículos del Corán, y recibían el último golpe glorificando al Señor. Nin­guno de ellos faltó jamás a su palabra para salvar su vida amenazada. Un agente de la autoridad, arrestó a uno de los sectarios en la calle. «Permitidme entrar un momento en casa le dijo el no-conformista a fin de que me purifique y en seguida ore.—¿quién me responde de que vuelvas?—Dios, replicó el no-conformista y volvió. Otro encerrado en la prisión asombró hasta a su carcelero por su piedad ejemplar y su elocuencia persuasiva. «Vuestra doctrina me parece hermosa y santa le dijo este y quiero serviros. Os permitiré, pues, ir a ver vuestra familia, durante la noche, si me prometéis volver al romper el alba.—Os lo prometo,» le respondió el no-conformista, y desde entónces le dejó salir el carcelero todas las tardes después de ponerse el sol. Pero una noche que el no-conformista estaba con su familia, vinieron a decirle que el gobernador, irritado porque había asesinado a unos de sus verdugos, había dado orden de decapitar a todos los herejes que se hallaban en la prisión. A pesar de los ruegos de sus amigos, a pesar de las lágrimas de su mujer y desús dos hijos que le conjuraban no entregarse a una muerte segura, el no-conformista volvió a su prisión diciendo: «Podría presentarme delante de Dios habiendo faltado a mi palabra?» Vuelto a su calabozo y viendo pintada la tristeza en el rostro del buen carcelero: «Tranquilizaos, le dijo; conocía la orden de vuestro señor.

—La conocíais y habéis vuelto!» exclamó el carcelero lleno de asombro y de admiración.

También las mujeres rivalizaban con los hombres en valor. Advertida la piadosa Baldaj de que Obaidallah habla pronunciado su nombre la víspera, lo que equivalía en su boca a una sentencia de muerte, rehusó esconderse como sus amigos le aconsejaban. «Peor para él si me manda prender, puesto que Dios le castigará, dijo ella, pero no quiero que ninguno de mis hermanos sea molestado por culpa mía.» Serena y resignada esperó a los verdugos, que después de córtale manos y piernas arrojaron el tronco en el mercado.

Tanto heroísmo, tanta grandeza, tanta santidad, excitaban el interés y la admiración de las almas justas, e imponían algunas veces respeto hasta a sus verdugos mismos. A la vista de aquellos hombres demacrados gloria y pálidos, que apenas comían ni dormían, y que parecían rodeados de una aureola de, un sano terror detenía el brazo que iba a herirlos. Más adelante, no fue ya el respeto, sino el miedo el que les hizo dudar. La secta perseguida se convirtió en una sociedad secreta, cuyos miembros eran solidarios. Al día siguiente de cada ejecución se estaba seguro de encontrar asesinado al verdugo. Esto era ya un principio de resistencia armada, pero que no satisfacía a los más exaltados del partido. En efecto, bajo el punto de vista de la secta y aun de los musulmanes en general, la paciente resignación a los suplicios, lejos de ser un mérito, se reputaba debilidad. La iglesia musulmana es esencialmente militante, tomada esta palabra en otro sentido que en la iglesia católica. Así mismo reprochaban los exalta­dos a los moderados su comercio con los «ladrones, e incrédulos», su inacción, su cobardía, y asociándose a estas censuras, los poetas excitaban á tomar las ar­mas, cuando se supo que el ejército de Moslin iba a asediar las dos ciudades santas.

Este fue el momento decisivo para la secta de que Nafi, hijo de Azrac, era entonces el hombre más eminente. Voló con sus amigos a la defensa del sagrado territorrio, y Ibn-Zobair, que decía que para combatir a los Árabes de Siria acepta­ría socorro hasta de los Dailemitas, de los Turcos, de los paganos y de los bárbaros, los recibió con los brazos abiertos, y aun les aseguró que participaba de sus doctrinas. Durante el sitio de la Meca, hicieron los no-conformistas prodigios de valor; pero no tardaron en apercibirse de que era Imposible toda unión entre ellos, y el jefe de la alta Iglesia. Volvieron, pues, a Basora, y aprovechándose después del universal desorden, se establecieron en la provincia de Ahwas, después de haber expulsado á los empleados del gobierno.

A partir de esta época, los no-conformistas, los de Ahwas al menos, que los Árabes llaman Azrakitas, del nombre del padre de Nafi, no so contentaron con romper todo comercio con los árabes de otras sectas, ni con declarar que era un pecado asociarse con ellos, comer los animales que ellos mataban y contraer matrimonio con sus familias sino que exasperados por muchos años de persecución y sedientos de venganza desplegaron un carácter feroz y cruel, sacaron de sus principios las consecuencias más extremas, y encontraron en el Corán, que interpretaban, como algunas sectas de Inglaterra y Escocia, interpretaron la Biblia en el siglo XVII, argumentos para justificar y santificar su odio implacable. Todos los demás Árabes eran a sus ojos incrédulos o pecadores, lo que venía a ser lo mismo, era pues preciso extirparlos si rehusaban aceptar las creencias del pueblo de Dios, pues que Mahoma solo había dejado a los árabes paganos la elección entre el mahometismo y la muerte. A ninguno debía perdonarse, ni aun a las mujeres y niños de pecho, porque Noé decía en el Corán: «Señor, no dejes subsistir sobre la tierra ninguna familia infiel, porque, si la dejaras seducirían a tus siervos, y no procrearían sino impíos é incrédulos.» Se quiso exterminarlos; a su vez ellos querían exterminar a sus perseguidores. De mártires se convirtieron en verdugos.

Pronto, señalando su paso con torrentes de sangre, avanzaron hasta dos jornadas de Basora. Una consternación inexplicable reinaba en la ciudad. Los habitantes, que como es sabido, confesaban de ordinario su cobardía con un cinismo repugnante; no podían contar más que con sus propias fuerzas y valor, pues era precisamente la época en que se habían emancipado de la dominación de los Omeyas y aun reusaban reconocer a Ibn-Zobair. Para colmo de desdichas habían sido lo bastante locos para poner a la cabeza del gobierno al Coreiscita Babba, hombre de excesiva corpulencia; pero da una completa nulidad. Sin embargo, como tenían qua defender sus bienes, sus mujeres, sus hijos y su propia vida, la gravedad del peligro les dio un poco de energía y salieron en busca del enemigo con más presteza y valor de las que mostraban de ordinario, cuando era preciso combatir. Se vino a las manos cerca de Dulab, y se batieron durante un mes. En uno de estos combates pereció Nafi, y los Árabes por su parte perdieron los tres generales que se sucedieron en el mando y fatigados al fin de tan larga campaña, descorazonados al ver que tantos combates no producían resultados decisivos, y debilitados por esfuerzos a que estaban poco acostumbrados, conocieron que habían tomado por fuerza su deseo y se volvieron a sus hogares. Hubieran inundado entonces todo el Irak los feroces sectarios, si Haritha no les cerrara el paso al frente de sus contributos los Ghoddan. «Vergüenza eterna sobre nosotros; dijo a sus compañeros de armas, si abandonamos a nuestros hermanos de Basora a la rabia feroz de los no-conformistas»; y combatiendo como partidario, sin carácter oficial, preservó al Irak del terrible azote que le amenazaba.

Pero como el peligro era siempre Inminente, como Haritha podía ser vencido a cada instante y entonces nada impediría al enemigo penetrar hasta Basora, los habitantes de esta ciudad no hallaron otro medio de salvación más que coaligarse con Ibn-Zobair y reconocerlo Califa. Esto fue lo que hicieron, e Ibn-Zobair les envió un gobernador que confió el mando de las tropas a un hermano suyo llamado Othman. Al frente ya del enemigo, y viendo que tenia de su parte, la superioridad numérica, Othman dijo a Haritha que se había reunido con él:

—¿Y qué, es ese todo su ejército?

—Vos no los conocéis, le respondió Haritha, os darán bastante que hacer, os lo prometo.

—¡Por Dios! replicó Othman con aire desdeñoso, antes de comer he de saber si saben batirse.

—Sabed, general, que una vez formados en batalla no retroceden nunca.

—Sé, que los Iraquíes son cobardes. ¿Y qué sabéis de guerra Haritha?... lo que vos sabéis es otra cosa...

Acompañó Otman estas palabras con un gesto significativo; y furioso Haritha, por haber tenido que sufrir de aquel extranjero, de aquel pietista el doble reproche de cobardía y de embriaguez permaneció inactivo con los suyos, sin tomar parte en el combate.

Víctima de su imprudencia, después de haber visto sus tropas en fuga, pereció Othman en el campo de batalla. Iban a recoger los no-conformistas el fruto de su victoria, cuando Haritha, levantando del suelo el estandarte y formando a sus contributos en batalla detuvo el empuje de la hueste enemiga. Con razón decía un poeta: «Si Haritha no hubiese estado allí, ningún Iraquí hubiese sobrevivido a esta fatal jornada. Cuando se pregunta: «Quién ha salvado la provincia?» Maadditas y yemenitas contestan a una voz: «Él.»  

Desgraciadamente los pietistas que Ibn-Zobair envió sucesivamente a gobernar el Irak, no supieron apreciar a este hombre, el único sin embargo, que en medio de la general vileza, había dado pruebas de valor y de energía. Es, decían, un borracho, un incrédulo, y se obstinaban en reusarle la posición oficial que solicitaba y los refuerzos de que tenía absoluta necesidad para contener los conatos del enemigo. Estrechado cada vez más el valiente guerrero, no pudo salvar su debilitado ejército, sino por una retirada que parecía una fuga. Perseguido por el enemigo, llega al pequeño Tigris y se mete precipitadamente en los barcos para atravesarlo. Iban ya estos por la mitad del rio, cuando oyó Haritha los gritos de angustia que profería un bravo Teminita, que, habiendo llegado demasiado tarde para embarcarse, estaba a punto de ser alcanzado por el enemigo. Manda en seguida al barquero volver a la ribera. Obedece éste, pero la orilla donde abordó era muy escarpada y el Teminita pesadamente armado se deja caer en la barca; el peso de la caída la hace sozobrar y todos perecen tragados por las olas.

El Irak había perdido su último defensor y el enemigo avanzaba, ya se preparaba a echar un puente sobre el Eufrates. Muchos vecinos abandonaban á Basora, para buscar en otra parte un asilo, otros se preparaban a seguirlos, y el miedo que inspiraban las terribles «cabezas peladas» era tan grande y tan universal, que no se encontró quien quisiera encargarse del mando del ejército. Mas entonces, como por una inspiración del cielo, un mismo pensamiento se posesionó de todos los ánimos, una misma palabra salió de todas las bocas: «Solo Mohallad puede salvarnos!»

Y Mohallad los salvó. Era sin disputa un hombre superior, digno por todos conceptos, de la admiración que le profesaba un héroe cristiano, el Cid, cuando en su palacio de Valencia se hacía leer los altos hechos de los antiguos héroes del islamismo. Como nada escapaba a su penetración, comprendió desde luego que una guerra de esta naturaleza, pedía en el general algo más que talentos militares, que para reducir a estos fanáticos dispuestos a vencer a morir, y que, atravesados de parte a parte por las lanzas enemigas, se abalanzaban sobre sus enemigos gritando: «A venimos Señor,» era necesario oponerles soldados no solo aguerridos y disciplinados, sino animados en el mismo grado por el entusiasmo religioso. Y obró el milagro: él supo transformar a los escépticos Iraquíes en celosos creyentes, persuadirles de que los no-conformistas, eran los enemigos más encarnizados del Eterno, inspirarles el deseo de obtener la corona del martirio. Cuando el valor vacilaba, atribuía osadamente a Mahoma palabras proféticas que prometían el triunfo a sus soldados, porque por un contraste singular, las artes de la impostura le eran tan naturales como un valor magnánimo. Desde entonces los soldados no dudaban y obtenían la victoria, convencidos de que le había sido prometida por el cielo. Hubo pues, en esta guerra que duró diez y nueve años, una emulación de violencia y de odio fanático, y no se podía decir cuál de los dos partidos se mostró más ardiente, más encarnizado, más apasionadamente implacable. «Si viera venir por una parte a los Dailemitas paganos, y por otra a los no-conformistas, se decía en el ejército de Mohallab, me lanzaría sobre los últimos, porque el que muera, muerto por ellos, gozará en los cielos de una aureola diez veces más resplandecientes que la de los otros mártires.»

Mientras que Basora necesitaba de todas sus fuerzas y de toda su energía para rechazar a los no-conformistas, otra secta, la de los Shíitas inspiraba los más serios temores, tanto a los Omeyas como a Ibn-Zobair.

Si los principios de los no-conformistas, debían conducir necesariamente a la democracia, los de los Shiitas llevaban derechamente al más terrible despotismo. No pudiendo admitir que el Profeta hubiera tenido la imprudencia de abandonar a la multitud la elección de sucesor, se fundaban en algunas expresiones bastantes equívocas de Mahoma para enseñar que este había designado expresamente a Alí, por su sucesor, y que el Califato era hereditario en la familia del esposo de Fátíma. Consideraban, pues, como usurpadores, no solo a los Omeyas, sino también a Abu-Bakr, Omar y Othman, y elevaban al mismo tiempo al Califa al rango de Dios, pues creían que ni pecaba jamás ni participaba de ninguna de las debilidades e imperfecciones de los hombres. De esta deificación del Califa, la secta que dominaba entonces y que había sido fundada por Caisan, liberto de Alí, llegó por una consecuencia lógica es la triste doctrina de que la , la religión y la virtud consisten exclusivamente en la sumisión pasiva y en la obediencia ilimitada a las órdenes del hombre-Dios, estrado y monstruoso pensamiento antipático al carácter árabe, pero nacido en el cerebro de los antiguos sectarios de Zoroastro, que, acostumbrados a considerar en sus reyes y sacerdotes descendientes de los dioses de los genios y de las divinidades, trasladaban a los jefes de la nueva religión la veneración que antes concedían a sus soberanos, pues los Shiitas eran una secta esencialmente persa que se reclutaba con preferencia entre los libertos, es decir, entre los Persas. De esto viene también que esta secta diera a sus creencias el aspecto formidable de una guerra ciega y furiosa contra la sociedad: odiando a la nación dominante y envidiándole sus riquezas, estos Persas le pedían su parte de bienes terrenos. Sus jefes, sin embargo eran ordinariamente Árabes que explotaban en su provecho la credulidad y el fanatismo de estos sectarios. En esta época se dejaban guiar por Mokhtar, espíritu al par audaz y flexible, violento y trapacero, héroe y malvado, tigre en la cólera, y en la reflexión raposa. Sucesivamente no-conformista, ortodoxo-Zobairita, como se decía entonces, y Shiita, había pasado por todos los partidos, desde el que representaba la democracia hasta el que predicaba el absolutismo, y para justificar sus continuos cambios, muy propios para inspirar dudas acerca de su sinceridad y buena fe, se había creado un Dios a su imagen, un Dios esencialmente mudable, que sabia, que quería y ordenaba mañana lo contrario de lo que habla sabido, querido y ordenado la víspera. Esta singular doctrina tenía además para él otra ventaja: como él se preciaba de predecir lo futuro, ponía con ella sus presentimientos y sus visiones al abrigo de toda crítica, pues si el éxito no las justificaba, decía: «Dios ha cambiado de opinión.» Y sin embargo, a pesar de las contrarias apariencias, ninguno era menos inconsecuente y menos variable que él. De lo que sí cambiaba era de medios. Todas sus acciones tenían un único móvil: una ambición desenfrenada, todos sus esfuerzos tendían a un solo fin, el poder y el mando. Menospreciaba todo lo que otros temían o veneraban. Su espíritu orgulloso se cernía con desdeñosa indiferencia sobre todos los sistemas políticos y creencias religiosas, que consideraba como otros tantos señuelos, inventados para engañar a la multitud, como otros tantos prejuicios de que un hombre hábil, debe saberse servir para alcanzar sus fines. Pero aunque él representase todos los papeles con incomparable destreza, el de jefe de los Shiitas, era el que más convenia a su carácter. Ninguna otra secta había más simple y crédula, ninguna tenía ese carácter de obediencia pasiva que cuadraba a su genio imperioso.

Quitó por un atrevido golpe de mano Cufa a Ibn-Zobair, y en seguida hizo marchar sus tropas contra el ejército sirio enviado contra él por el Califa Abdelmelic, que acababa de suceder a su padre Merwan. Solo esperaban estopara levantárselos de Cufa, que sufrían ardiendo en indignación y en ira el yugo del impostor y de los Persas «sus esclavos» como ellos los llamaban, pero Mokhtar, supo ganar tiempo embaucándolos con protestas y promesas y lo aprovechó para enviar a su general Ibrahim, la orden de regresar en seguida. Cuando menos lo esperaban, vieron los rebeldes a Ibrahim y a sus Shiitas caer sobre ellos espada en mano. Así que la revolución fue ahogada en sangre, Mokhtar hizo prender y decapitar a doscientas cincuenta personas cuya mayor parte habían combatido a Hosain en Kerbelá. Sirvióle de pretexto la muerte de Hosain, pero su intento era quitar a los Árabes el deseo de volver a las andadas. Guardáronse de hacerlo; para escapar al despotismo del hacha emigraron en masa.

Ordenando de nuevo a sus tropas que marcharan contra los Sirios, nada descuidó Mokhtar para excitar su entusiasmo y su fanatismo. En el momento de partir les enseño una silla vieja que había comprado a un carpintero en el módico precio de dos monedas de plata, que hizo cubrir de seda, y hacía pasar por el trono de Alí. «Este trono, dijo a sus soldados, será para vosotros lo que el arca de la alianza para los hijos de Israel. Colocadla en lo más sangriento de la pelea, y sabed defenderlo.» Después añadió: «Si obtenéis la victoria, será porque Dios os habrá ayudado, pero no os desalentéis si experimentáis un descalabro, pues me ha sido revelado que Dios enviará entonces a vuestro socorro ángeles que veréis volar cerca de las nubes, en forma de pichones blancos.» Conviene saber que Mokhtar había confiado a sus más íntimos confidentes, pichones criados en los palomares de Cufa, con orden de soltarlos cuando hubiera que temer mal éxito. Estas aves servirían para avisar a Mokhtar la necesidad de proveer a su seguridad, y excitarían juntamente a los crédulos soldados a emplear todos sus esfuerzos para trocar en triunfo la derrota.

La batalla tuvo lugar en las riberas del Khazir, no lejos de Mosul (Agosto de 686) Los Shiitas al principio llevaron lo peor. Entonces se soltaron los pichones. La vista de estas aves reanimó su valor, y cuando en su exaltación fanática se precipitaron sobre el enemigo, con una rabia desenfrenada gritando: «Los ángeles! ¡los ángeles:!» otro grito se oyó en el ala izquierda del ejército sirio. Compuesta enteramente de Caisitas, estaba mandada por Omair, antes teniente de Zofar. La noche precedente había tenido una entrevista con el general silla. Plegando ahora su bandera, exclamó: «¡Venganza! Venganza por la Pradera!» Desde entonces los Caisitas permanecieron como espectadores inmóviles, aunque no indiferentes del combate, y al oscurecer, el ejército sirio después de haber perdido a su general en jefe Obaidallah, estaba en plena derrota.

Mientras Mokhar se embriagaba con su triunfo, los emigrados de Cufa suplicaban a Mozad, hermano de Ibn-Zobair y gobernador de Basora que fuese a combatir al impostor asegurándole que, apenas se presentase, todos los hombres sensatos de Cufa se declararían a su favor. Cediendo a estos ruegos citó Mozab a Mohallab en Basora y juntos marcharon contra los Shiitas, obteniendo sobre ellos dos victorias y sitiando a Mokhtar que se había refugiado en la ciudadela de Cufa. Veía este inevitable la ruina de su partido; pero estaba decidido a no sobrevivirle. «Precipitémonos sobre los sitiadores dijo a sus soldados. Más vale perecer como valientes, que morir aquí de hambre o dejarnos degollar como corderos.» Pero había perdido su prestigio; de seis o siete mil hombres, sólo veinte respondieron a su llamamiento y vendieron caras sus vidas. No aprovechó a los demás su cobardía. Eran, según los Emigrados, bandidos y asesinos, y el despiadado Mozab los entregó todos al verdugo. (687) Pero no gozó largo tiempo de su triunfo. Sin querer, había prestado al rival de su hermano un servicio importante, desembarazándole de los Shiitas, sus más terribles enemigos; y Abdelmelic, no teniendo ya nada que temer por este lado, hacía los mayores preparativos para atacar a los Zobairitas en el Irac. Para no dejar enemigos tras de sí, comenzó por sitiar a Carkisia, donde Zofar representaba un estrado papel. Ya pretendía combatir en favor de Ibn-Zobair, ya suministraba víveres a los Shiitas y les proponía marchar unidos contra los Sirios. Todos los enemigos de los Omeyas, por diversas que fueran sus pretensiones, eran para él aliados y amigos. Asediado por Abdelmelic, que, siguiendo las advertencias da los Kelbitas, mantenía prudentemente a sus guerreros caisitas fuera de combate, defendió su guarida con extrema obstinación; una vez sus soldados llegaron a hacer una salida tan vigorosa, que penetraron hasta la tienda del Califa, y como éste tenía prisa de concluir para poder marchar contra Mozab, entabló negociaciones que rompió cuando la destrucción de cuatro torres le dio esperanzas de tomar la ciudad a viva fuerza y que volvió a reanudar cuando el asalto fue rechazado. A costa de algún dinero que se repartiría entre los soldados del Califa, Zafar, obtuvo las más honrosas condiciones: la amnistía para sus compañeros de armas, y para él el gobierno de Carkisia. Para satisfacer su vanidad, estipuló además que no sería obligado a prestar juramento al Califa omeya hasta la muerte de Ibn-Zobaír. En fin, para sallar su reconciliación, convinieron entre sí que Maslama hijo del Califa, se casaría con una hija de Zofar. Éste, concluida la paz, fue al lado de Abdelmelic, quien le recibió con muchas atenciones y le hizo sentar a su lado en su mismo trono. Era un espectáculo conmovedor ver a estos dos hombres tanto tiempo enemigos darse las mayores seguridades de una amistad fraternal. ¡Apariencia engañosa! Para que la amistad de Abdelmelic a Zofar se trocase en ardiente odio bastaría recordarle un solo verso. Un noble yemenita, Ibn-Dhi-‘l-calá, entró en la tienda y contemplando el asiento da honor que ocupaba Zofar comenzó a llorar, y como el Califa le preguntara la causa de su emoción le dijo: «Príncipe de los creyentes, cómo no derramar amargas lágrimas cuando miro a ese hombre rebelde en otro tiempo contra vos, cuyo alfanje destila aun sangre de mi familia, víctima de su fidelidad en serviros, cuando veo a ese enemigo de los míos sentado con vos en eso trono a cuyos pies estoy?—Si le hice sentar a mi lado respondió el Califa, no es porque quiera elevarle sobre ; es solo porque su lengua es la mía y su conversación me agrada.»

Informaron al poeta Akhtal, que en aquel momento estaba bebiendo en otra tienda, de la acogida que el Califa dispensaba a Zofar. Él odiaba, él aborrecía al ladrón de Carkisia, que muchas veces estuvo a punto de es terminar toda su tribu de Taghlib. «Voy, dijo, a darle el golpe que no ha podido asestarle Ibn-‘l-Dhi-calá.» Y se presentó en seguida al Califa, al que después de haber mirado fijamente, recitó estos versos.

El licor que llena mi copa tiene los brillantes reflejos del ojo vivo y animado del gallo. Él exalta el espíritu del bebedor. El que bebe tres vasos sin mezclarle agua, siente nacer en sí el deseo de derramar beneficios. Marcha balanceándose muellemente como las encantadoras hijas de Corech, y deja flotar al capricho de los vientos los pliegues de su vestido.

—¿Con qué propósito vienes a recitarme estos versos? le dijo el Califa. Sin duda tienes alguna idea en la cabeza.

—Es verdad, ¡oh príncipe de los creyentes! muchas ideas me asaltan en efecto cuando veo sentado cerca de vos, en vuestro mismo trono al hombre que decía ayer: «Sin duda reposará la yerba sobre la tierra nuevamente removida que cubre los huesos de nuestros hermanos, pero nosotros no los olvidaremos jamás y guardaremos siempre para nuestros enemigos un odio implacable.»

A estas palabras saltó Abdelmelic como si le hubiera picado una avispa. Furioso, jadeando de cólera, brillando sus ojos con una rabia feroz pegó a Zofar un violento puntapié en el pecho, y lo lanzó del trono..... Zofar confesó después que nunca se había creído tan cerca de su última hora como en aquel instante.

El tiempo da una reconciliación verdadera no había llegado aún, y los Caisitas no tardaron en dar a los Omeyas una nueva prueba de su odio inveterado. Zofar había reforzado el ejército de Abdelmelic, que iba a combatir a Mozab con una división de Caisitas, mandada por su hijo Hodhail, pero luego que estuvieron enfrente los dos ejércitos, los Caisitas se pasaron al enemi­go con armas y bagajes. No tuvo sin em­bargo esta defección las sensibles consecuencias que había tenido la de Omair. Por el contrario la fortuna sonreía a Abdelmelic. Ligeros y móviles los Iraquíes habían olvidado ya sus quejas contra los Omeyas: poco dispuestos, como siempre, a combatir por nadie, y no teniendo con más razón ganas de dejarse matar por un pretendiente que menospreciaban, abrieron los oidos a los emisarios de Abdelmelic, que recorrían el país, prodigando el oro y las promesas más seductoras. Mozab estaba pues rodeado de generales vendidos a los Omeyas, y que empeñada la batalla no tardaron en mostrar sus verdaderas intenciones. «Yo no «quiero, le respondió uno cuando le mandó cargar, que mi tribu perezca por una causa que nada le importa.»—«¿Qué, me mandáis marchar contra el enemigo? le dijo otro, mirándolo con aire burlón e insolente: «ninguno de mis soldados me seguirá y me pondría en ridículo si cargara solo.» Para un hombre noble y valiente como Mozab no había más que un partido que seguir. Dirigiéndose a su hijo Isa, le dijo «Marcha a decir a tu tío que los pérfidos Iraquíes me han hecho traición y despídete de tu padre a quien ya quedan pocos instantes que vivir.—No, padre mío, le respondió el joven, no me reprocharán los Coreiscitas que os abandoné a la hora «el peligro.» Padre e hijo se lanzaron a lo más empeñado de la pelea, y bien pronto sus cabezas fueron presentadas a Abdelmelic. (690)

Todo el Irak juró al Omeya. Mohallab que la misma víspera, ignorando todavía la muerte de Mozab, ya conocida por los no-conformistas, había declarado en una conferencia con los jeques de estos sectaríos que Mozab era su señor en este mundo y en el otro; que estaba pronto a morir por él, y que el deber de todo musulmán era combatir a Abdelmelic, hijo de un maldito; Mohallab imitó el ejemplo de sus compatriotas, luego que hubo recibido el diploma por el que el Califa omeya le confirmaba en todos sus cargos y dignidades. He aquí de qué manera los Iraquíes, aun los mejores, comprendían el honor y la lealtad! «Decidid ahora vosotros mismos si el error está de vuestra parte o de la nuestra; exclamaron los noconformistas con justa indignación, y tened al menos la franqueza de confesar que esclavos de los bienes de este mundo miserable servís e incensáis a todo poder que os pague, hermanos de Satanás.

 

 

HISTORIA DE LOS MUSULMANES ESPAÑOLES HASTA LA CONQUISTA DE ANDALUCÍA POR LOS ALMORAVIDES. (711-1110)

LIBRO I. LAS GUERRAS CIVILES.

CAPÍTULO VIII