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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑAdesde el advenimiento de Felipe III al TronoHASTA LA MUERTE DE CARLOS IIPORCÁNOVAS DEL CASTILLO
LIBRO QUINTO
1640.—Propósitos del Conde-Duque: motivos de la rebelión de Cataluña:
sus principios: el conde de Santa Coloma y el marqués de los Balbases: alojamientos: reclamaciones del Principado:
choques entre soldados y paisanos: rompe el pueblo de Barcelona las puertas de
las cárceles: sedición del día del Corpus: matanza de castellanos y muerte del
Virrey: el Vía fora.—Fiestas que entre tanto
celebran en Madrid: amonestación de un labrador al Rey.—Virreinato del duque de
Cardona: sucesos de Perpiñán: Virreinato de D. García Gil Manrique.—Prevenciones
de guerra.—Sucesos del Rosellón.—Jura el Virreinato el marqués de los Vélez:
primeras operaciones: disposiciones del Conde-Duque sobre Portugal: Suárez y Vasconcellos: el duque de Braganza: principios de la
conjuración: Pinto de Ribeiro: torpezas del Conde-Duque: burla el de Braganza
sus ardides: sublevación de Lisboa: hecho generoso del capitán Garcés: muerte
de Vasconcellos: arresto de la Virreina: pérdida de
la ciudadela y del castillo de San Juan.—Espanto en nuestra Corte: cómo dio
Olivares al Rey aquella mala nueva: disensiones: conjuraciones del duque de Medinasidonia y del arzobispo de Braga: frústranse ambas: suplicios: muerte del marqués de Ayamonte: se salva Medinasidonia:
su reto al de Braganza.—Liga de la paz: batalla de Sidam.—Prevenciones
de guerra: corrupción y torpezas.
Dejamos notado ya en otros lugares que los Monarcas y Ministros
infelices de estos tiempos que vamos narrando, hacían acaso más daño á la
Monarquía con sus buenos que con sus malos intentos. Y es que en las cosas
políticas no hay mayor yerro que trocar las ocasiones, y querer, porque sólo un
día fueron posibles, llevarlas cualquier otro a cabo forzosamente. Harto se
probó esta verdad en la expedición que envió Felipe III contra Inglaterra y en
sus proyectos contra Francia; más todavía hubo de recibir más grande y triste
prueba. Nada tan útil como la unidad nacional y el pensamiento de reunir todas
las fuerzas de la Monarquía en un solo punto. Pero esto no era posible
llevarlo a cabo de pronto entre los azares y ocupaciones de las guerras
extranjeras, estando tan flaca como estaba a la sazón la cabeza de la
Monarquía. Sin embargo, tal era el Conde-Duque, que cabalmente eligió aquella
ocasión para traer a ejecución su propósito. Buena enseñanza del modo con que
tales cosas se ejecutan acababa de ofrecer en Francia Richelieu. Mantuvo al
principio la paz todo lo que pudo, aun sacrificando en ella el orgullo
francés; hizo alianzas extranjeras y organizó ejércitos y reunió tesoros, y
cuando tuvo a punto las cosas, comenzó a descargar golpes certeros contra los
protestantes, los grandes señores y las ciudades indóciles y rebeldes. Así
logró a todos rendirlos y reducirlos a la obediencia del Monarca, en cuyo
nombre gobernaba; y el astro de Francia, después de algunos años de eclipse,
apareció más brillante que nunca a los ojos del mundo. No aprovechó la lección
Olivares, que más que estudiar en las obras de otro, pensaba poner las suyas de
ejemplo a todos: tal era su vanidad.
A muy poco de encargarse del gobierno dirigió al Rey un papel sobre
ello; porque todas las cosas que él quería que le alabasen las ponía por
escrito. Apuntaba allí a más de las razones claras y obvias, que persuadían la
conveniencia de dar unidad a la nación, ciertos sofismas como aquel de que,
«si eran poderosos seis Príncipes moderados, pero bien unidos, se considerase
cuánto más lo podían ser, si se uniesen, los muchos reinos de España, tanto
mayores que los opuestos y tanto más fáciles de ajustar, estando debajo de una
obediencia que esos otros de diversos dueños.» De tal manera equiparaba el
favorito la alianza de nuestras provincias entre sí con la de Francia, Suecia,
Saboya, Holanda y las demás naciones contra nosotros a la sazón conjuradas. Fue alabado el papel de todas suertes, y se enviaron aquí y allá comisionados que
tratasen de ello: a Flandes fue el marqués de Leganés, y a Portugal el de
Castel-Rodrigo. Llamáronse también a la Corte prelados
y personas principales de diversas partes para discutir la unión pretendida.
Pero no se logró, porque no se podía lograr tan fácilmente efecto alguno; y duraron
los tratos hasta que comenzaron las violencias a hacer sus veces, y saltaron de
eso las consecuencias que lloraron todos. Este paso de las negociaciones a las
violencias tuvo por causa en mucha parte los apuros del Erario y las
necesidades de la guerra. Pero es imposible olvidar que otras causas menos
disculpables influyeron también y no poco en su empleo. En esto como en todo la
Monarquía tuvo que llorar con la incapacidad política del Rey, la vanidad
funesta y la imprudencia del favorito y sus ministros.
Nació poderoso el deseo de humillar con la fuerza a los catalanes en las Cortes celebradas en Barcelona en 1626. Ya en las de 1623
había quedado disgustado el Rey por la poquedad de los subsidios y resistencia a
manifestar los libros y réditos; pero en estas de 1626, Felipe, al dejar
repentinamente Barcelona, traía sin duda en su ánimo el propósito de
castigarles. Volvió, sin embargo, benévolamente en 1632 para dejar en su lugar
al infante D. Fernando; y quiso la desdicha que la antigua herida de su agravio
se la resucitase y exasperase con uno suyo el Conde-Duque. Porque habiendo
tenido cierto disgusto sobre el modo de tratar a los catalanes con el noble
Almirante de Castilla, que desde 1623 venía proponiendo moderación en ello, la
nobleza y pueblo de Barcelona, o sabedora del motivo, o inclinándose más a
éste, naturalmente, por ser de la casa de Cabrera, tan respetada en el
Principado, se mostraron ostensiblemente en su favor y en contra del favorito.
No era hombre Olivares que perdonase las ofensas hechas a su vanidad; aumentó
en sus consejos el desabrimiento en el Rey, y con sus amenazas y palabras de
cólera dio lugar que los ministros serviles
que le servían comenzaran a tratar con despego en las cosas a Cataluña. Principalmente
el protonotario de la corona de Aragón, D. Jerónimo de Villanueva, muy
favorecido de Olivares, puso a título de lisonja en completo olvido todas las
reclamaciones y negocios que de allí venían, tratando con tanta dureza a los
interesados, que llegaron a aborrecerle los catalanes tanto o más que al
Conde-Duque, y fue acaso el mayor causante de los excesos que cometieron. No
estaban ellos en verdad muy gustosos tampoco desde las Cortes de 1623 y 1632. Inspiróle a aquel pueblo varonil y laborioso desprecio y
cólera la licenciosa Corte de Castilla; se ofendió sobre manera la vanidad del
Conde-Duque, su lujo y porte; y luego no le agravió poco el que el infante D.
Fernando, con notable firmeza, pero acaso fuera de tiempo, negase el honor a
sus conselleres de que se cubriesen delante de él, según el antiguo usaje. Y
notando al propio tiempo la lentitud con que se despachaban sus negocios, y el
despego con que eran tratados en la Corte de Castilla, ellos, que nunca habían
mirado con buenos ojos su dependencia de otra provincia, que se inclinaban poco
en carácter, ideas y costumbres a los castellanos, y negaban siempre a éstos
otro nombre que el de extranjeros, comenzaron a hacer acopio de ira y a espiar
ocasiones de venganza. Siendo Virrey el gran duque de Feria hubo una gran riña
entre la armada de España anclada en el puerto y los habitantes, donde
llegaron éstos al extremo de disparar contra las galeras la artillería de los
muros, y cuando el virrey Cardona quiso registrar por fuerza los archivos de la
ciudad, y los conselleres se fortificaron dentro de su palacio, negándose a
permitirlo, el pueblo se puso en armas, y fue ventura que no inundasen ya en
sangre las calles de la ciudad condal catalanes y castellanos. El Rey, airado
ya de todo punto, mandó que la Audiencia se trasladase a Gerona; y los
conselleres y Diputación, como si previesen el próximo rompimiento, no cesaron
desde entonces en reparar los muros, labrar algunos más reparos y disponer
como al descuido en la paz las cosas de la guerra.
En tal punto las cosas, se suscitó la guerra del Rosellón; y la Corte
expidió dos edictos, imponiendo por el uno a Cataluña cierta contribución no
votada en Cortes, y por el otro expulsando a todos los franceses del
territorio; uno y otro contra los fueros de la provincia. Recelosos los
catalanes al ver aquellos principios, hicieron al punto en Madrid
reclamaciones, mas no fueron atendidas de modo alguno. Lo que el Conde-Duque
había ordenado sin obstáculo en otras provincias, quiso que fuese también en Cataluña,
porque como tenía en su pensamiento la unidad, se figuraba que no le faltaba
otra cosa que demostrarla en las obras; y las nuevas reclamaciones, sin
obligarle a cambiar el fondo de su propósito, le impulsaron a hacer más duras
las formas, recordando siempre su queja. Con todo, el patriotismo pudo tanto
en los catalanes, que cerrados los ojos a todo agravio, acudieron a la empresa
de Leucata y más a la recuperación de Salsas, donde
se vio venir a toda su nobleza con muchos soldados y caudales. Separado el
duque de Cardona después de aquella derrota de Leucata,
vino a sucederle por virrey D. Dalmau de Queralt, conde de Santa Coloma,
querido del pueblo y la Corte. Hubo el raro acierto de igualarle en mando
durante el cerco de Salsas con el Capitán general del ejército, que era el
marqués de los Balbases; y aunque este mando era más
honorífico que otra cosa, obligó más a los catalanes a servir con muy buena
voluntad en la empresa.
No faltaron, sin embargo, disgustos ocasionados por la contrariedad de
caracteres entre los catalanes y el resto del ejército; durante la campaña
cerca de Colliure hubo un choque sangriento, y debajo de los muros de Perpiñán
se trabó una verdadera batalla, que duró seis horas, con gran mortandad de
ambas partes, siendo maravilloso que acertaran a suspenderla los capitanes.
Pero ello es que fueron inmensos los servicios y sacrificios del Principado,
tanto en hombres como en dineros y que en Madrid no se mostró por eso el menor
agradecimiento. Mirando el Conde-Duque cuán poco habían insistido en la primera
violación de sus fueros y cuán de veras servían en aquella ocasión los
catalanes, tomóles por humildes, y dió por cierto que podría traerlos por fuerza a su
propósito, satisfaciendo al par sus mezquinas venganzas. Así, lejos de enviar
recompensas, envió amenazas y nuevos agravios. Durante el sitio de Salsas,
cuando más méritos estaban haciendo los catalanes, le escribió al virrey Santa
Coloma, sin motivo ni provocación alguna, que si los privilegios del país
podían avenirse con sus órdenes, los respetase; pero que en el caso de que le dilatasen
él éxito de las cosas, considerase al que los alegara como a enemigo de Dios y
del Rey, de su sangre y de la patria; añadiéndole que enviase á todos los
hombres capaces de trabajar o de llevar armas al ejército, que hasta a las
mujeres empleara en el servicio, y que echase si era preciso a los habitantes
de sus hogares, para que los ocupasen los soldados. Y no contento con esto,
inclinó al Rey a que escribiese al propio Santa Coloma, mandándole que domeñase
con el rigor las libertades de los funcionarios y pueblos de la provincia.
Provocaciones y rigores casi inconcebibles, cuando voluntariamente hacía tanto
Cataluña, que era imposible pedirla más, impropios además para empleados con
españoles, y más por hombres que tan flojamente se las habían con los extranjeros.
Era el Virrey catalán al cabo, y no podía prescindir de respetar por
costumbre los privilegios de sus paisanos. Dilatóse por su causa, antes que por no ser necesario, el gran rigor que aconsejaba la
Corte; pero cuando llegó el trance de acuartelarse el ejército en Cataluña,
terminada la campaña, ya no pudo evitar los daños. Faltaron las pagas, como
acontecía de ordinario, a los soldados; y éstos, en mucha parte extranjeros y
acostumbrados a tomar por fuerza cuanto querían en Italia y Flandes, donde por
lo común habían servido, comenzaron a ejecutar igual desorden en Cataluña. No
acudió a reprimirlo como debiera el marqués de los Balbases,
Capitán general del ejército, porque como extranjero, no tenía compasión a los
naturales ni estaba acostumbrado a hallar resistencias en el paisanaje de
otras partes, equivocando él, como los soldados y la propia Corte, al valeroso
pueblo catalán con otros viles que había conquistado. Cabalmente aquel
paisanaje había asistido en Leucata y Salsas y
despreciaba a los soldados, teniéndose por más valeroso que ellos, y
habiéndolo mostrado, verdaderamente, en muchas ocasiones, siendo ésta una de
las causas de aborrecimiento y menosprecio que por entonces traían conmovidos
los ánimos. Combatíanle en tanto al de Santa Coloma,
de una parte el celo del servicio de su Rey, y de otra la compasión de los naturales;
dudaba y revolvía en su mente diversos conceptos, pero no determinaba cosa
alguna; y los soldados, fortalecidos en su licencia por la permisión o
tolerancia que traslucían, no había insultos que no hallasen lícitos,
disculpándolos todos con el hambre. Mas los catalanes, viendo que no se les
hacía justicia, vengativos y duros por naturaleza, y despreciando más que
temiendo a la soldadesca, no tardaron en comenzar a tomarla por sus manos.
De pequeños principios fueron así formándose poco a poco grandes
tumultos. Quemaron los soldados del tercio napolitano de D. Leonardo de Moles a Riu de Arenas, y Santa Coloma de Farnés tuvo luego igual suerte en castigo de haber allí muerto algunos alojados. Al
saberse estas violencias, no ya el pueblo, sino la nobleza y el clero
levantaron al cielo sus quejas. Sólo el alojar el ejército en Cataluña era ya
manifiesta infracción de sus fueros; y habiendo enviado a Madrid doce
embajadores que reclamasen contra ella, no se les permitió entrar siquiera,
mandándoles que se detuviesen en Alcalá, donde estuvieron muchos días. Entonces
enviaron a dos frailes capuchinos para que solicitasen que se oyese a los
embajadores. Debieron aquéllos a sus hábitos el llegar a la presencia del Rey,
sin que pudiera estorbarlo el favorito, y tanto dijeron, que lograron su
propósito. Vinieron los embajadores a la Corte y pusieron en manos del Rey un
memorial, que por lo descarado acabó de irritar los ánimos de la Corte, y por
gran sufrimiento no logró respuesta alguna. Y a la par Santa Coloma prohibió
en Barcelona que ningún abogado pudiese asistir a las causas ordinarias que
suscitaban los paisanos contra soldados, pensando sin duda refrenar con esto la
audacia del vulgo; lo que se logró fué que, hallando cerrado los agraviados
catalanes el camino de la justicia, acabáranse de
inclinar al propósito de defenderse brazo a brazo. Fueron como heraldos y
mensajeros de tal propósito a verse con el Virrey el diputado militar Francisco
de Tamarit, voz de la nobleza catalana, y poco después una embajada de la
ciudad de Barcelona. Representaron ofensas, pidieron reparaciones y dejaron
entrever amenazas. Mas era el conde de Santa Coloma hombre aunque bien
intencionado, un poco violento, como lo mostró en las Cortes de 1626, donde
puso mano a la espada contra el duque de Cardona, y luego en el sitio de
Salsas, donde por pequeña ocasión apaleó a un tiempo al Maestre de campo Torrecuso y a su hijo el duque de San Jorge, tan valerosos
ambos; y ahora irritado con la libertad de los catalanes, sin tener más en
cuenta que era de ellos, ni reparar ya en los privilegios de la provincia,
redujo a prisión al diputado Tamarit y a dos de los magistrados. Con esto
parecieron muertas por un instante las libertades y la resistencia de Cataluña. Juzgóse en Madrid que lo estaban para siempre, y aplaudióse la determinación como esforzada, sin ver el
peligro que ofrecía los que podían remediarlo.
La última embajada había puesto en el Conde-Duque y en sus favorecidos
tanta ira, que se tenían por dichosos con imaginar tan inmediato castigo. No
faltaba, sin embargo, quien temiese de aquellos sucesos, y alguno por cierto de
quien menos pudiera esperarse. Tal era el marqués de los Balbases,
D. Felipe de Spínola, hombre ilustre solo por el apellido de su padre, y cuya
muerte aceleró, como se dijo, con la mala defensa y fuga del puente de Carinan. Había sido D. Felipe con su tolerancia a sus
soldados y con su desprecio a los catalanes, uno de los mayores causantes de
aquellas inquietudes, y después no había cesado de aconsejar a la Corte que
mantuviese sus disposiciones en Cataluña, alimentando y albergando la gente de
guerra a costa y cargo de los naturales. No obstante, ahora, habiéndolo querido
enviar allá para comenzar la nueva campaña contra los franceses, no quiso
hacerlo, diciéndose públicamente que era porque temía el humor de los
catalanes. Vergonzosa conducta la del Marqués, que daba á los demás lecciones
de fiereza, cuando él no osaba mostrarla por su persona donde convenía, y
ejemplo elocuente á los príncipes que se fían de fieros y balandronadas de
cortesanos para ser agresivos e injustos. Los acontecimientos mostraron muy
pronto que si era vergonzoso el reparo del Marqués, señalaba en él, sin embargo,
más previsión que en los demás, pues irritados al último punto los catalanes,
acrecentando las injurias su natural dureza y su antipatía a los castellanos,
reunidos en un solo pensamiento, como suele acontecer en ellos, no tardaron en
declararse en abierta rebeldía.
Rompió el vulgo de Barcelona tumultuosamente las cárceles, sacando de
ellas á Tamarit y los otros magistrados presos, teniendo que acogerse el
virrey Santa Coloma al amparo de las Atarazanas; y aunque se aplacó aquel
tumulto por mediación del mismo Tamarit y los magistrados, alentáronse con la impunidad los descontentos, y creció su osadía con el ensayo de la poca
resistencia, a punto de inclinarlos a mayores extremos. No se concibe cómo así
la Corte, como el virrey Santa Coloma, descuidaron meter en Barcelona, para su
seguridad, una parte del ejército que tan numeroso andaba en otros lugares;
pero la Corte estaba ciega en su imprevisión, y el Virrey, o no pudo lograr el
refuerzo, o se negó imprudentemente a pedirle, porque no pareciese flaqueza de
su persona. Grandísimo error en la autoridad que había tenido ya una vez que
desamparar su puesto, huyendo del vulgo amotinado, y que debía la paz entonces
á la influencia de los mismos a quienes él tenía en prisiones. El hecho fue que
los barceloneses, después del primer grito que dieron de rebelión rompiendo las
cárceles, la llevaron á funesto término el día del Corpus del año 1640, sin que
se hallase en la ciudad, como sin duda pudiera hallarse, bastante gente del Rey
para contenerla.
No se había tomado otra precaución que armar algunas compañías de
milicia del país, que en lugar de vencer el riesgo en la ocasión, lo
aumentaron, haciendo causa común con los rebeldes: nueva torpeza y mayor, si
cabe, que las otras. Comenzaron la sedición los segadores y habitantes del
llano de Barcelona, recogidos en la ciudad con el pretexto de la fiesta; gente
que, no teniendo nada que perder en ellas, se ha hallado siempre mucho más
temible en tales casos que los moradores. La guardia del palacio del Virrey,
viendo los primeros grupos y oyendo las voces sediciosas, hizo fuego, que fue
dar más ocasión que remedio en el punto que estaban las cosas; cayó muerto un
segador, recogieron el cadáver sus compañeros, y lo pasearon por plazas y
calles, apellidando venganza. Desatado entonces el vulgo, empezó la matanza de
castellanos y naturales de otras provincias, y particularmente de los que se
empleaban en algún servicio del Rey, primero por las calles y plazas, luego
asaltando las casas y entrando en los aposentos a fuego y sangre. Todo
Barcelona ardió en un momento en confusión y estrago, y los rebeldes, no hallando
resistencia en ninguna parte, y más envalentonados y más sedientos de sangre
que nunca, llegaron a las puertas del palacio del Virrey cargados de haces de
leña para quemarle. Este, sin otro amparo ya que su dignidad escarnecida, sin
otra defensa que la razón que juzgaba tener de su parte, sintió decaer su
corazón y ocupar el miedo lentamente el sitio donde se albergó hasta entonces
la ira. Rodeábanle los conselleres y magistrados de
Barcelona, tan amigos de la sedición como los que estaban ejerciéndolas en
armas, aparentando por decoro de sus cargos que la aborrecían, y proponiendo
consejos y arbitrios que bien pudieran tomarse por maliciosos estorbos y trazas
de evitar cualquiera ejecución acertada. Dijose que
ellos jamás llegaron a temer tanto del vulgo, habiendo mirado apaciblemente
sus primeras demostraciones; pero éste, una vez lanzado, rara vez para en lo
justo. Entraron las turbas en casa del Virrey, pidiendo a gritos su muerte; salváronse como pudieron algunos de los oficiales reales,
y los conselleres y magistrados de la ciudad adularon a los delincuentes,
regocijándose ya con la victoria. Y en tanto Santa Coloma, encadenado por su
honra, retardó la fuga, hasta que vio sobre sí a los asesinos. Salió entonces
del palacio sin ser visto, y se metió en las Atarazanas; luego, dejando aquel
asilo con su hijo y algunos oficiales, acudió á embarcarse en una galera
genovesa que había en el puerto; pero no pudo lograr sino salvar a su hijo, que
le seguía, anteponiendo la vida de éste a la suya propia, porque el esquife que
le aguardaba, cañoneado desde la ciudad por los rebeldes, advertidos ya del
caso, no osó más esperarle. Así la fortuna, ensañándose en aquel hombre más
torpe que criminal, le permitió salvar a su hijo y a los más de sus oficiales,
algunos despedidos por él antes, otros embarcados ahora, y no quiso concederle a
él la vida, y tuvieron tiempo y valor los del esquife para salvarlos á todos
menos al que más obligados estaban. Solo ya en la playa y cierto en su
perdición, echó a andar don Dalmau sin saber dónde iba por las orillas del mar a
las peñas de San Beltrán, camino de Montjuich, donde
rendido al miedo y la fatiga, cayó desmayado; y llegando algunos de los muchos
que le buscaban, fue muerto de cinco heridas.
Mientras tan triste tragedia se representaba fuera de la ciudad, otras
tan horribles y más se representaban por dentro. Las iglesias fueron violadas,
y manchados los altares con sangre de los inocentes castellanos que en ella
buscaban asilo; no hubo de ellos quien conocido librase la vida, y ni una de
sus casas pudo escapar del saqueo. Tamarit y los magistrados populares,
llevados en hombros de la plebe y dueños, al parecer, de la muchedumbre, no
quisieron o no pudieron, que es más cierto, contener el estrago. Ni paró éste
en Barcelona: Lérida, Balaguer, Gerona y otros lugares no poco alborotados ya,
siguieron impetuosamente el movimiento matando o saqueando cuanto encontraban
con el nombre de Castilla, y en Tortosa, fueron mayores que en ninguna parte
los escándalos. Al grito de Via fora eran acometidos los cuarteles donde se alojaban
los tercios y escuadrones del ejército real, y los capitanes, dudosos y
confundidos por lo impensado y lo inaudito del suceso, ni acertaban a tratar a
los naturales como hermanos y amigos, ni a emplear las armas contra ellos con
el rigor que ya convenía. Fueron sorprendidos y degollados de esta manera
cuatrocientos caballos que mandaba D. Fernando Cherinos,
y en Tortosa prisioneros o dispersos tres mil reclutas. A duras penas se salvaron
cuatro mil infantes y novecientos caballos al mando de D. Juan de Arce,
encaminándose al Rosellón, haciendo mucho daño la soldadesca enfurecida en las
comarcas por donde se ejecutó la retirada; y D. Felipe Filangieri,
que mandaba la mayor parte de la caballería, pudo salvarla, entrándose con
ella en Aragón, a favor de la noche. Así, de todo aquel ejército, que ya que
había ocasionado con su alojamiento tan desdichada ruptura, podía, según era
su fuerza, haber mantenido el Principado, bajo la obediencia del Rey, o al
menos las principales poblaciones y lugares, no quedó en breves días un solo
escuadrón en el territorio rebelde.
La mente, contristada con estos sucesos, se vuelve, naturalmente, a
Madrid para ver lo que aquí en tanto acontecía. Y halla que el Conde-Duque en
los propios días del estrago daba banquetes en el Buen Retiro, donde casi todos
los convidados quedaban borrachos, porque las tazas con que se brindó eran muy
capaces, según las palabras del narrador; y halla al Conde-Duque camino de la
Algaba a escoger toros para festejar con una corrida a los mismos caballeros
del banquete; y halla a la Corte alegre con la fausta noticia de un auto de fe
celebrado en Zaragoza, donde fue azotado y condenado a galeras un mal caballero
que entretenía sus ocios en meter demonios en muchos lugares con quien tenía
aborrecimiento, endemoniando más de mil seiscientas personas de esta manera, y
halla, en fin, que el día de la matanza horrible de Barcelona acompañó el Rey
la procesión de Corpus con desusada gala por la mañana, y por la tarde se representaron
autos. Mas cuando llegaron las nuevas de Barcelona, hubo en los buenos
ciudadanos la mayor confusión y lástima. El pueblo, hasta entonces deslumbrado
con las apariencias que se conservaban de grandeza, sintiendo ya perdición
cercana, comenzó a llorarla. Sólo el Rey y el favorito se negaban aún a reconocer
el daño. Felipe, por toda demostración de cuidado y riesgo, asistió en persona
al Consejo de Estado, donde el Conde-Duque hizo valer desde el principio más
bien la venganza que el remedio, añadiendo obstáculos al acomodamiento de las
cosas, sosteniendo públicamente que no era decente amoldarse a la voluntad de
hombres inquietos inficionados en la desobediencia; y luego en su particular
negando su gracia a los que no se esforzaban mucho en calumniar o denostar a
los catalanes. Continuáronse las procesiones
ostentosas, y en la de octava del Corpus, yendo también el Rey con toda la
grandeza acompañándola, aconteció un caso de risa y mofa en la Corte, de espanto
y pena para las personas prudentes, no indigno de memoria. Un labrador, vestido
a la manera humilde de los de su clase, saliendo de repente del concurso, se
puso delante del Rey, diciendo a grandes voces: «Al Rey todos le engañan;
señor, señor, esta Monarquía se va acabando y quien no lo remedia arderá en los
infiernos.» «Ese hombre debe de ser loco»—dijo el Rey, desdeñosamente—. «Locos
son los que no me creen—replicó el labrador, con acento solemne—; prendedme y
matadme si queréis, que yo he de deciros la verdad.» Y sin más fue retirado de
allí por los soldados. Ni siquiera la risa del suceso duró en la Corte más que
una noche; pero en el pueblo, afligido ya, no faltó quien tomase aquella voz
por aviso del cielo y fue largamente recordada. No era sino la voz de la razón
y de la lealtad, que echada de la Corte por la lisonja y la lujuria, se
mostraba y resplandecía en tan rústicos hábitos; no era aquel labrador sino un
sencillo castellano acostumbrado a practicar la virtud en sus hogares,
mientras en la Corte sólo tenían entrada los vicios, con valor en el corazón
para decir la verdad, cuando nadie osaba aquí desembozar la mentira. ¡Inútil
verdad por cierto!
No se tomó en muchos días determinación alguna sobre Cataluña, mas que
la de nombrar nuevo Virrey en la persona de D. Enrique de Aragón, duque de Cardona,
de ilustre casa y muy estimado en Cataluña, porque la vez pasada que tuvo aquel
cargo, halló medio de desempeñarlo, si no con gloria, a gusto de sus paisanos.
Por lo demás, entretúvose el Conde-Duque en murmurar
amenazas, al paso que los embajadores catalanes, que estaban en Madrid todavía,
le hacían protestas mejor dichas que cumplidas. Y en lugar de atender la Corte a
las cosas de Cataluña, atendió aún a lidiar toros en la fiesta dada a Santa
Ana, y corridas de lanzas á la manera de África en la plaza de la Priora, al
expurgatorio público y solemne de libros hecho en aquellos días por la
Inquisición, y a procesiones brillantísimas en la iglesia de la Almudena, y
otras, donde llevaban estandartes y borlas los generales mismos que tanta
falta estaban haciendo en los ejércitos; todo como de ordinario y cual si nada
hubiese de infeliz.
En tanto desde el Ebro hasta las faldas septentrionales del Pirineo, paseábase la rebelión triunfante y seguida unánimemente del
clero, nobleza y pueblo. Excomulgó el obispo de Gerona al tercio castellano de
Arce y al napolitano de Moles, uno y otro señalados en los desórdenes, y que
ahora, al mando del primero, se habían retirado hacia el Rosellón; y las
cuadrillas de rebeldes, alentadas con esta demostración del sacerdocio, y
queriendo santificar con ella su causa y tachar de impíos a los castellanos,
pintaron un Cristo crucificado en sus banderas. Arce, con la infantería que
llevaba, logró al fin recogerse al Rosellón, para sentar allí sus cuarteles y
esperar órdenes de la Corte; pero ni aun esto pudo hacerse en sosiego. La fama
del desorden de aquellos soldados había llegado al Rosellón, como siempre, muy
llena de exageraciones; los habitantes de aquella provincia, acostumbrados a
mirar como hermanos a los catalanes, deploraban sus daños y aprobaban sus
razones, y junto lo uno con lo otro, hizo que en Perpiñán a Arce y a los suyos
se les cerrasen las puertas. Fué temeridad de los moradores, porque el
castillo, uno de los más fuertes de España, estaba muy guarnecido y con mucha
artillería, y dentro de él residía el marqués Cheli de René, que mandaba la
provincia; de suerte, que con el castillo y la gente que Arce traía, era
imposible la resistencia. Con todo, desecharon los partidos que se les
propusieron, y los soldados castellanos y napolitanos entraron la ciudad por
asalto, mientras que el castillo descargaba su furia contra ella, dejándola en
mucha parte asolada. Tras el triunfo vino el saqueo: huyó la mayor parte de la
población a los campos, y los soldados, faltos al fin de todo en la ciudad, se
derramaron por la provincia, tratándola como tierra enemiga. En esto, el nuevo
Virrey, Cardona, habiendo logrado introducirse en Barcelona, templó con lo
agradable de su trato algo de los pasados enojos. Allí supo lo acontecido en el
Rosellón, y temiendo que con ello se acrecentase el escándalo y el odio en Cataluña,
pasó allá, prendió a los Maestres de campo Arce y Moles, y empezó a admitir las
quejas de los paisanos contra los soldados, cosa prohibida por el Virrey Santa
Coloma y que había añadido tanta ocasión a los primeros tumultos.
Fueron universalmente aplaudidas estas disposiciones en el Rosellón y
Cataluña y calmaron mucho los ánimos; pero en Madrid el Conde-Duque las recibió
con sumo disgusto. Cada día más encolerizado con los catalanes, deseoso de
castigar su audacia y juzgándose con bastantes fuerzas para el caso, vino a
dar más calor a sus intentos el continente y palabras sumisas de los
embajadores catalanes, residentes aún en Madrid, que públicamente pedían perdón
por los pasados escándalos, y ofrecían la enmienda, tomando por miedo de todo
el Principado, lo que no era más que arte o templanza de ellos. Así, no bien
supo las disposiciones de Cardona, se apresuró a desaprobarlas. Faltóle tiempo a éste para sentir la afrenta que se le
hacía y para llorar las desdichas que se le preparaban, porque en aquellos
mismos días, cargado de años y de pesares, bajó al sepulcro, y en su lugar se
nombró al obispo de Barcelona, D. García Gil Manrique, hombre docto y virtuoso,
pero incapaz por su ministerio y manso carácter para puesto tan difícil como
era entonces aquel Virreinato. Y bien puede decirse que no llegó a desempeñarle,
porque en Madrid se ordenó todo en lo sucesivo sin contar con tal Virrey, y los
catalanes no contaron con él para bien ni para mal en cosa alguna. A un tiempo
en Madrid y en Barcelona se determinó fiar el remedio a la fuerza. Convocó el
favorito una Junta de ministros y magistrados de aquellas mixtas que él solía
hacer con individuos de los diversos Consejos, y les propuso al cabo la
resolución del negocio; pero fué de manera que, aunque hubo quien manifestase
que sólo con templanza y buen gobierno podía sosegarse a Cataluña, él hizo
triunfar la opinión de la guerra y la violencia con el peso de la suya y el
número mayor de sus amigos. Resolvióse que el Rey
saliese de Madrid para Cataluña, so pretexto de hacer Cortes en la Corona
aragonesa, y que llevara consigo para ejercitar el imaginado rigor todos los
tercios, compañías y capitanes que se hallasen en España, así de gente
veterana como de milicia y nuevas levas, echando mano de la artillería de las
plazas y de las que tenían los señores en sus castillos, y formando de todo, el
ejército más poderoso que se pudiera. Fué nombrado después de muchas dudas y
pareceres por Capitán general del ejército D. Pedro Fajardo y Zúñiga, marqués
de los Vélez, soldado inexperto, aunque no falto de buen deseo, con nombre de
Virrey de Aragón primero, por respetos al obispo de Barcelona; luego, quitando
ya el reparo, con el de Virrey y Capitán general del ejército y Principado.
No era éste, ciertamente, a propósito para mando tan grande, como lo
dejaron ver las resultas. Zaragoza fue señalada por plaza de armas, y se mandó
que las galeras de España se acercasen á las costas de Cataluña para dar calor
a las operaciones. No se estuvieron quietos los catalanes al propio tiempo,
sino que convocaron sus Cortes, llamando a ellas a los grandes y obispos, y se
propusieron francamente las medidas necesarias para la defensa, dado que al
fin no podía obtenerse la paz. Allí, después de varios discursos discordes en
la manera y objeto, se siguió el parecer del diputado eclesiástico Pau Claris,
canónigo de Urgel, hombre, como suele haberlos en estos casos, turbulento, y a
lo que se sabe, de no muy honradas intenciones, y más deseoso de medrar en la
revuelta, que de servir a la patria: éste propuso la resistencia a toda costa.
Comenzaron, pues, a juntar ejércitos, a nombrar capitanes, a señalar plazas de
armas; enviaron una embajada a los aragoneses, solicitando que como hermanos
que eran, les ayudasen en la empresa; y, por último, tomaron una resolución de
todo punto indisculpable, aun en los mayores extremos, que fué enviar
embajadores al Rey de Francia implorando su auxilio. No anhelaba otra cosa
Richelieu, y acogiendo alegremente al enviado de Cataluña, le ofreció armas y
soldados para sostenerse contra los castellanos, y luego ajustó un tratado con
ella, por el cual de una y otra parte se obligaron a no hacer paz sino de mutuo
consentimiento con el Rey Católico. Reconocíanse aún
los catalanes como vasallos de éste y mostrábanse propuestos
sólo a defender sus fueros, y era que los frenos de su lealtad y de su
patriotismo no estaban rotos del todo; pero bien podía sospecharse desde
entonces que agriados los ánimos con la guerra, se inclinasen al último rigor y
extremo. Aún contribuyó a ello astutamente Richelieu, no enviando por lo
pronto a Cataluña muchos capitanes y soldados, a fin de que sirviendo de
muestra de su poder, labrasen más deseos que satisfacción, haciendo sentir la
esperanza antes que no el alivio. Sin embargo, envió los bastantes capitanes
para que se les encargase del gobierno de todas las plazas y fortalezas, y
bastantes soldados para que adiestrasen a los inexpertos catalanes en el
ejercicio de las armas, y estorbasen a nuestro ejército el pelear con gran ventaja
en los campos de batalla, siendo unos y otros de lo más escogido y valeroso que
contase a la sazón Francia, entre ellos M. de Espenan,
el defensor de Salsas.
De tal aspecto de las cosas no había más que esperar desdichas; pero el
Conde-Duque las hizo aún muchísimo mayores que debieron y pudieron ser. Ya que
no había sabido valerse de la templanza y de la justicia, tampoco supo cómo y
cuándo emplear las armas para alcanzar su propósito. Despacháronse órdenes a todos los capitanes de guerra de las costas y fronteras del
Principado, para que sin demora comenzasen las hostilidades mientras llegaba el
grueso del ejército que se estaba formando. Entraron los soldados en Tortosa
por industria y trato con los naturales, suceso que dio a los nuestros
esperanza, y desaliento a los contrarios; pero no tardaron en sobrevenir
reveses tales que hicieron olvidar la adquirida ventaja. Había recaído el
mando de las armas del Rosellón en D. Juan de Garay, criado del duque de Feria,
y de muy humildes principios; Maestre de campo luego del tercio viejo de
Lombardía y Maestre de campo general, reputado de muy experto y valiente, no
tanto de capitán afortunado. Salió éste de Perpiñán con el tercio de Arce y el
de Moles, algunos caballos y artillería; llegó al lugar de Milla y entrólo sin resistencia, y en seguida se puso sobre ella
que estaba en abierta insurrección. Defendióse briosamente
aquella pequeña plaza, y a punto que Garay tuvo que levantar el cerco y enviar
á Perpiñán por más gente y artillería, con cuyo refuerzo volvieron a comenzarse
el cerco y los ataques. Abierta la brecha, dióse un
asalto en el cual D. Juan de Garay, notando flojedad en los suyos, tomó con una
pica la delantera, acompañando con la voz el ejemplo; pero herido gravemente,
sus soldados se descompusieron y fue preciso ordenar la retirada. Poco después
recibió orden Garay de venir á Cataluña con cuanta gente pudiese reunir, para
juntarse con el ejército del marqués de los Vélez; pero no quiso cumplir tal
orden por no dejar la provincia en manos de catalanes y franceses, y se embarcó
sólo con alguna artillería, dejando guarnecidas las plazas, a lo cual se debió
que no se perdiesen por lo pronto. Llenáronse de
ardor los catalanes con estos sucesos, teniéndose ya por invencibles, y el
Conde-Duque, pareciéndole aquella ocasión para ceder, movió nuevos tratos de
paz, él que tanto la había dificultado, por medio del nuncio apostólico
monseñor Aldobrandini, y de algunas personas de la
nobleza catalana. Sin duda la resistencia de los catalanes le cogió de
improviso como todas las cosas. Creyó que no osarían pueblos, al parecer
inermes, contrarrestar su tiranía, y que los lazos de la lealtad serían
bastantes para atarlos al carro de su insolente vanidad y de su codicia torpe;
y lo poco que dejó de perder con el engaño, vino con el desengaño a perderlo. Negáronse los rebeldes, como era natural, a las
proposiciones que ahora se les hicieron, y no hubo más sino que ellos crecieron
en osadía, y el Trono y la autoridad decayeron en respeto. Entonces, yendo
siempre de error en error, y de flojedad en violencia, se redujo a prisión en
Madrid a los embajadores catalanes.
Reuníase al propio
tiempo el ejército real con gran dificultad y trabajo en las fronteras de
Aragón y Cataluña. Los soldados de las nuevas levas, no bien incorporados en
las banderas, desertaban y se volvían a sus pueblos; faltaban armas, carros y
todo género de instrumentos de guerra, porque con la larga paz de que las
provincias de España habían disfrutado, apenas se hallaba en ellas cosa alguna;
pero al fin se logró allegar gente bastante y acopiar todo lo necesario, y el
ejército, desde Zaragoza y Tortosa, se dispuso a entrar en Cataluña. Había
propuesto Garay que se invadiese el territorio catalán por el Rosellón, con lo
cual se cerraba la puerta al socorro de Francia, y éste era sin duda el parecer
más acertado, por lo cual, precisamente, no fué el que se siguió, prefiriendo
comenzar la campaña por la frontera aragonesa. Mas todavía hubo antes de cruzar
formalmente las armas, notables demostraciones. Fur una, que el marqués de los
Vélez se juró por Virrey de Cataluña ante el obispo de Urgel y algunos otros
catalanes fieles; y como en el juramento se comprendió el no infringir los
fueros de la provincia, se añadió por esta vez que eso sería mientras ella no
obligase a infringirlos. Otra fue, de parte de los catalanes, porque habiendo
llegado el tiempo de elegir los conselleres o magistrados de Barcelona, como
era costumbre que no se introdujesen los electos en el nuevo mando sin la
aprobación del Rey, despacharon un correo a la Corte, de la misma suerte que lo
hacían en los años de quietud, dando a entender con esto todavía que no se
desviaban por defenderse de la obediencia soberana. Fundó en esto alguna
esperanza de acomodamiento nuestra Corte, suponiendo que los catalanes deseaban
la sumisión, y sin dificultad se confirmó la elección de aquellos magistrados;
pero era vana esperanza. Por último, los aragoneses, convidados por los
catalanes a la rebelión, no sólo se negaron á ello, sino que enviaron una
embajada a Barcelona, aconsejándoles que se sometiesen al Rey: ¡ocioso intento
también!
Luego, sin más tardanza, comenzaron las armas a hacer su oficio. Salió
D. Fernando de Tejada de Tortosa, en donde era gobernador, y embistió a las
cuadrillas catalanas fortificadas en las cercanías; desalojólas,
quemó la villa de Cherta y causó muchos daños en
aquellos campos, y D. Diego Guardiola entró al poco tiempo en el lugar de Tivenís sin resistencia alguna; con lo cual y el perdón que
se ofreció luego a los que voluntariamente se sometieran, vinieron muchos
lugares de la comarca de Tortosa a la obediencia del Rey. Tras esto fueron
enviados dos capitanes a tomar algunos pasos de allí cerca, para que los
enemigos no pudiesen estorbar el movimiento del ejército. Y en seguida el marqués
de los Vélez, impaciente por ganar la gloria que esperaba, lleno de ardor y de
buena fe, pero tan poco previsor como de su poca práctica podía esperarse,
entró en el Principado, llevando consigo de Maestre de campo general a Carlos
Caracciolo, marqués de Torrecuso, muy honrado en el
socorro de Fuenterrabía, a D. Alvaro de Quiñones, al
marqués de Cheli dé René y otros muchos capitanes de cuenta, con veintitrés mil
infantes, tres mil caballos y veinticuatro piezas de artillería, sin mirar que
eran ya principios de Diciembre, como dando por cierto que la resistencia no
obligaría a hacer largas ni dificultosas operaciones.
Pero en esto sobrevino un accidente a la Monarquía más grave desde el
principio que la insurrección de Cataluña, y al cabo de muchas más funestas
resultas. A un tiempo casi llegó a Madrid la noticia de que el ejército del
marqués de los Vélez había comenzado sus operaciones, y la de que el Reino de
Portugal estaba alzado en armas, aclamando por Rey al duque de Braga. Otra
consecuencia del descabellado pensamiento de unidad que traía en la mente
Olivares. Habían durado en Portugal los tratos de unión más que en Cataluña y
habían llegado más adelante. Propúsose que las Cortes
portuguesas fuesen unas con las de Castilla, convocándose a éstas un cierto
número de diputados de sus tres brazos. Llegó a designarse al arzobispo de Évora
para la presidencia del Consejo que debía reemplazar al de Castilla,
entendiendo en los asuntos de las dos provincias. Llamóse a Madrid para tratar de esto a los nobles, principales y prelados, caballeros y
eclesiásticos de cuenta. Celebráronse muchas conferencias,
y hubo largas pláticas y discursos, pero sin llegarse á determinar cosa alguna. Hallábanse los portugueses poco gustosos con los
castellanos para ello. Felipe III no estuvo sino una sola vez en Portugal, y
aún fuera mejor que no estuviera ninguna. Trató el Rey con despego a aquellos
orgullosos pueblos, y la grandeza castellana, no ya con despego, sino con altivez
e insolencia, y en cambio Lisboa y los demás pueblos por donde pasó la Corte
se mostraron con ella muy desabridos. Aumentáronse con esto las antiguas antipatías de pueblo a pueblo. En Portugal aborrecían
francamente a los castellanos por su soberbia, y en Castilla eran despreciados
sobre manera los portugueses. Como disfrutaban éstos de alguna más tolerancia
religiosa, eran tachados de impíos por el fanático pueblo, y más al ver que los
autos de fe, aunque frecuentes, no daban abasto al número de judíos portugueses
encausados por sus sacrilegios y doctrinas. De otra parte, había por acá
muchos portugueses que se dedicaban al tráfico y negociaciones, logrando en
ellas grandes productos, y enriqueciéndose con préstamos y usuras al Gobierno
y particulares: nueva causa de envidia y aborrecimiento en los castellanos,
siendo tan mala la disposición de ánimos en unos y otros para intentar la
unión pretendida. Pero el Conde-Duque no reparó en nada, y al sentir los apuros
de la guerra comenzó a ordenar novedades nunca oídas en aquella Corona y a
sostenerlas con el rigor.
Los Ministros que entendían en las cosas de Portugal, Miguel de Vasconcellos y Diego Suárez, eran a semejanza de aquel
funesto protonotario de la Corona de Aragón, D. Gerónimo de Villanueva,
hechuras y aduladores del Conde-Duque, vendidos a sus intereses y caprichos,
y, por tanto, universalmente aborrecidos de los naturales: en todas partes los
mismos yerros. Necesitóse dinero y gente, no se
quiso acudir a las Cortes portuguesas, tan parcas en conceder uno y otro, como
todas las de España, y sin tal requisito se mandó a los pueblos que aprontasen
una contribución crecida y que enviasen a Castilla mucho número de soldados. Alborotóse Portugal con esta nueva. Llegó a tal extremo la
oposición y el odio a los castellanos, que hasta los curas y predicadores,
después de los sermones y misas, prescribían públicamente a sus agentes rezos
y plegarias para que Dios los librase de tal Gobierno. Alzáronse en poco en encubierta rebelión, corriendo aún el año de 1636 muchos lugares de
los Algarbes, dando por causa el no pagar una nueva
contribución de cinco por ciento, impuesta sobre las rentas y mercaderías, y
en Evora principalmente llegaron los desórdenes a
ofrecer cuidado. Sosegóse, sin embargo, el tumulto,
quedando satisfechos el Rey y los cortesanos, de manera que el Consejo de
Castilla primero, y luego los procuradores de las Cortes de Castilla, tan
vendidos por aquel tiempo al Poder, propusieron al Rey en 1639 que atendiendo
a los méritos de Olivares por haber librado a Portugal de un levantamiento,
conservándolo unido a Castilla, al propio tiempo que por la disposición del
socorro de Fuenterrabía, se le hiciesen ciertas mercedes muy grandes. Accedió
el Rey a la súplica y se las hizo: ¡ridícula farsa urdida por el favorito, y
tan deshonrosa para el Consejo como para las Cortes! Pero Suárez y Vasconcellos no tardaron en comunicar a Madrid que aquellas
chispas no eran hijas del acaso, sino un incendio oculto, que antes de mucho,
sin grandes y oportunos remedios, habría de abrasar todo Portugal: lo único
que faltó fue que acertasen con tales remedios.
Eran ambos Ministros de no vulgar talento y de historia tan singular,
que para el conocimiento de las cosas de aquel tiempo conviene dar alguna
razón de ella. Miguel de Vasconcellos fué hijo de un oidor de Portugal, el cual, por ciertos
arbitrios y remedios públicos que imaginó, fué muy perseguido de sus conciudadanos,
condenado a no tener oficios en su familia hasta la cuarta generación, y al fin
asesinado. De resultas de esto se halló en su mocedad desamparado, sin otro
arrimo que el de una hermana que tenía soltera, y aún tachado, con razón o sin
ella, de no muy sano en la fe. Acertó a casar esta hermana con Diego Suárez,
hombre entonces de alguna mejor fama, pero no de mucha más fortuna; y unidos
ya por los lazos de la amistad y de la sangre, trataron de remediar sus
miserias. Andaban a la sazón tan en boga en la Corte de España los arbitristas
y los arbitrios, que al Diego Suárez se le ocurrió una singular idea, que fue pasar a ella con los borradores y apuntes de aquellos
que tan desdichada suerte habían acarreado al padre de Vasconcellos. Consultólo con su cuñado, y éste, aprobando el plan,
le dio los papeles que poseía, aunque no sin pactar antes que las mercedes
obtenidas por tal medio se partirían entre ambos. Con esta recomendación vino a
Madrid, en efecto, el Suárez, y halló tanta gracia en el Conde-Duque, que los
arbitrios no se sabe si se aprovecharon; pero es cierto que él se aprovechó
muy bien de ellos, llegando a ser muy pronto uno de los mayores validos del
Conde-Duque y secretario de Estado de Portugal, y el que despachaba en Madrid
absolutamente todo lo que tocaba a aquel Reino. Entonces, cumpliendo con el
pacto antiguo, hizo también a su cuñado Vasconcellos secretario de Estado, con la obligación de residir en Lisboa. Así las cosas,
pasaban de Vasconcellos a Suárez, y de Suárez al
Conde-Duque, repartiéndose entre los tres toda la autoridad y ganancia, y
principalmente entre estos últimos, que como más miserables también abusaban
más de su poder. Estaba de Virreina en Portugal Doña Margarita de Saboya,
duquesa viuda de Mantua, hija del turbulento Víctor Manuel y muy diferente en
sentimientos de su padre, porque amaba sobremanera a los españoles y se desvivía
por sus intereses. Era, en suma, mujer de carácter firme y de no vulgar
inteligencia; pero, a la verdad, más parecía esclava que señora en aquel cargo.
Vigilada y estrechada por Vasconcellos y sus
secuaces, veía pasar ante sus ojos los mayores desórdenes; y aunque se quejase
a la Corte con frecuencia, no recibía de ella, por mano de Suárez sino
desdeñosas respuestas. De esta suerte, los escándalos de cohecho y de violencia
fueron inauditos en poco tiempo, y acabaron de hacer perder a los portugueses
la paciencia. Pero, como arriba dijimos, ya que fuesen perversos, no carecían
de algún talento ni Suárez ni Vasconcellos, y no
tardaron, por tanto, en conocer el peligro, acertando también que el duque de
Braganza sería luego la cabeza y el principio del daño. Entonces, con aviso de
ellos, comenzaron aquellos largos manejos con que Olivares procuró evitarlos,
mostrando más y más en esto su inhabilidad y torpeza.
Era el duque de Braganza nieto de la infanta Catalina, que contendió
con Felipe II sobre los derechos de la Corona portuguesa por ser hija de D.
Duarte, hermano de la emperatriz Isabel, madre del Rey de España. Fundaba
Doña Catalina su derecho en una ley del Reino que excluía a los príncipes
extranjeros del Trono; pero Felipe negaba con cierta razón que pudiesen
mirarse como tales en Portugal los Reyes de Castilla. Llegó el asunto a trance
de armas, y Felipe completó con el poder de las suyas lo que pudiera faltarle a
su derecho; venciendo al prior de Ocrato, que osó contraponérsele
en campo, sin que de parte de la infanta Catalina hubiese el menor amago de
rebelión o resistencia. A eso debieron ella y su hijo el duque Teodosio
permanecer en Portugal después que fué provincia de España; así como el nieto,
Duque a la sazón de Braganza; descuido y error grave que apenas se explica en
tan prudente Rey como Felipe II. El duque Teodosio había alimentado siempre en
el corazón un odio invencible á los españoles y lo había legado a su hijo; pero
éste era de carácter pacífico y más dado a los placeres que a los negocios: de
suerte que aunque muy sagaz y astuto, parecía incapaz por indolencia de meterse
en ninguna empresa de importancia. Mas por desdicha estaba casado con Doña
Luisa de Guzmán, hermana del duque de Medinasidonia,
mujer altiva, ambiciosa, inteligente, ejemplar de aquellos que la grandeza
castellana engendraba aún de cuando en cuando, y que servían de muestra de lo
que habían sido en otros tiempos. Aquella mujer castellana, y muy estimada en
la Corte de Madrid y en la servidumbre de los Reyes antes de su matrimonio,
afrentada más bien que agradecida con tal recuerdo, como suele verse en los
soberbios, logró a su tiempo del indolente marido que aprovechase la ocasión
que se le ofrecía de recuperar el poder y grandeza de sus mayores, ayudándole
también muy eficazmente á ponerlo por obra. Pero el principal agente de la
conspiración fué cierto Pinto Ribeyro, mayordomo de la casa de Braganza, hombre
de no vulgar ingenio, astuto, disimulado, lenguaraz y osado por todo extremo,
nacido para ser instrumento de grandes cosas y empresas. Este comenzó a fraguar
la conspiración con el mayor sigilo y con el más refinado disimulo; de suerte
que, a no estar tan cerca Vasconcelos, y a no ser tan sagaz Suárez, se
llevaran á efecto sin que nadie supiese sus principios.
Retirado a sus haciendas riquísimas de Villaviciosa, no pensaba, al
parecer, el de Braganza en otra cosa que en sus cacerías, ni más la Guzmán que
en sus quehaceres domésticos. Mas no apartaban un punto su atención del
negocio, y allí recibían a sus ministros y cómplices, así naturales como
extranjeros, pues se sabe que los hubo franceses en aquella época que
ofrecieron para el levantamiento de Portugal naves, soldados y todo género de
auxilios, al propio tiempo que á los enviados del Conde-Duque, que desde los
alborotos de 1636 tampoco los perdió un instante de vista. Hízole aquél capciosas preguntas sobre aquellos acaecimientos, y más sospechoso que
asegurado con sus investigaciones, tomó la determinación de sacarlos de Portugal
a toda costa, con todos los nobles del país, no sin razón tachados de cómplices
o descontentos. Valióse para ello de la insurrección
de Cataluña, porque habiéndose publicado que el Rey haría jornada a aquella
provincia con pretexto de que lo acompañase allá toda la nobleza de sus Reinos,
mandó venir á Madrid la de Portugal, en la cual era de los primeros el duque de
Braganza. Vinieron con efecto a Madrid hasta cincuenta prelados y títulos
portugueses, pero no el de Braganza, que se excusó con frívolas razones,
siendo él la persona que más se quería que viniese. Crecieron con esto, como
era natural, los temores de Suárez y Vasconcellos y
las sospechas de Olivares; y cuando todo el mundo esperaba alguna resolución
violenta y acomodada al caso, que no fuera difícil de traer entonces a
cumplimiento, salió de la Corte una disposición extraña, y á los ojos de los
pasados y presentes inexplicable, que fue ordenarle al Duque que en saliendo
de Villaviciosa fuese a residir cerca de Lisboa para atender a la defensa de
las costas de Portugal que se suponían amenazadas de enemigos, con el mando absoluto
de las armas y hasta veinte mil doblones de ayuda de costa. El objeto, si lo
hubo, no pudo ser otro que adormecer al Duque y sus parciales con semejante
muestra de confianza, haciéndoles creer que nada se recelaba de ellos, a fin de
ejecutar más á mansalva cualquier resolución atrevida; pero era fácil de
conocer tal objeto por un lado, y por otro era aquello demás para hecho de
burlas y con cautela. Así fué que en el Duque y sus parciales, lejos de
desvanecerse con eso, se aumentaron los ya crecidos alientos y no pensaron más
que en aprovecharse de los medios que tan insensatamente se ponían en sus
manos. Vino el Duque a Lisboa, como se le ordenaba, tomó el mando de las armas,
guarneció con capitanes y soldados de su devoción los principales lugares y
fortalezas de la costa, y hasta en la misma ciudadela de Lisboa metió guarnición
de portugueses con la castellana que allí había; así que halló sin pensarlo
abiertas de par en par las puertas del Reino.
Al propio tiempo, por todas las ciudades por donde pasaba se mostraba
con regia pompa y triunfal aparato, hacía mercedes a los suyos, castigaba con
ocasión o sin ella a los amigos y parciales de Castilla, y engendraba
esperanzas y ganaba simpatías. Hubo ciudad como Lisboa donde se le recibió con
igual júbilo y honras que si fuera ya persona real. Atónita la Duquesa
gobernadora y los ministros y personas fieles que quedaban en Portugal, a
nuestra Corona, con tan impensados accidentes, escribieron á Madrid, exponiendo
con verdad y franqueza el estado de las cosas, y anunciando la total perdición
del Reino si pronto no se deshacía lo hecho; mas Suárez no respondía sino con
oráculos y enigmas, y Vasconcellos se mostraba en
Lisboa completamente seguro y satisfecho. En tanto Olivares seguía larga y
afectuosa correspondencia con el duque de Braganza, ponderándole los servicios
que estaba haciendo a la Monarquía con su conducta, y estimulándole a que se
preparase a hacerlos mayores. Aún no se sabe bien cuáles fuesen en todo los
ocultos intentos del favorito y sus agentes. Los portugueses afirman que se
trataba de prenderle a toda costa; que se dio orden a D. Lope de Osorio,
general de la armada del Océano, para que conduciéndole a bordo con algún
razonable pretexto, lo redujese luego a prisiones y lo trajese a cualquiera de
los puertos de Galicia o Andalucía; y que frustrado esto porque los temporales
deshicieron aquellos bajeles, se pretendía prenderle en uno de los castillos
que había de visitar por su nuevo oficio. Pero el hecho fue que no se hizo nada
de esto, y, por el contrario, cuando el Conde-Duque creía tenerlo confiado y
seguro, halló traza el de Braganza para engañarle, harto más eficaz y menos
expuesta, porque al tiempo mismo en que le suponía más empeñado en conservar
el mando, se volvió voluntariamente a residir en Villaviciosa, enviando al
ejército de Cataluña cantidad considerable de sus vasallos y allegados, y
quedándose al parecer sin facultades y sin fuerzas.
Atribuyóse este paso a temor, que era lo que él quería, y desistiendo de toda
idea violenta y repentina, prosiguió la Corte por algún tiempo negociando lentamente
a fin de sacarle a él y a la nobleza de aquel Reino, hasta que, cansada de
nuevo de los subterfugios que empleaba sin tasa, reducidos todos a negarse a la
salida, expidió orden terminante para que sin más dilaciones ni pretextos se
pusiese en camino, conminando al propio tiempo con pena de traición y
confiscación de bienes a todos los prelados, títulos y señores que no acudiesen
a Madrid, como por tres veces se les había ordenado, para acompañar la jornada
del Rey tantas veces alegada. No hizo esto más que apresurar el estallido de
la conjuración, y verdaderamente que para proceder así con órdenes rigurosas y
absolutas, más valiera emplearlas desde el principio. A la sazón, lo que el
caso requería no eran órdenes tales, sino prontos y vigorosos hechos; era
preciso meter al punto en Portugal un ejército, asegurar bien las fortalezas
con nuevos alcaides y guarniciones, sorprender al duque de Braganza y a los
nobles que se resistían a cumplir las órdenes, y hacerlos presos antes de que
pudieran ponerse en defensa; pensar, en fin, más en las obras que en las
palabras, y más en la ejecución que en el intento. Todo esto se necesitaba para
contener el mal; y aún se había también perdido tiempo con no ejecutarlo desde
los primeros días, puesto que las sospechas que había bastaban ya para ello.
Pero tal era aquí, como en todas partes, la política del Conde-Duque orgullosa,
tiránica, provocadora en la amenaza, y flaca y tarda en el golpe; importuna en
el rigor y en la tolerancia, usando aquél antes de tiempo, y de ésta cuando ya
la cuestión había pasado. La desdichada política habíase ya probado en Italia,
Flandes y Cataluña, y ahora iba a confirmarse en Portugal con el mayor de todos
los desastres. Suárez y Vasconcellos, o no atreviéndose
a decir toda la verdad, o no queriendo ir contra los designios y proyectos del
Conde-Duque, por no descontentar su vanidad, o fiando demasiado de su habilidad
y sus fuerzas para vencer en la ocasión, deseando acaso que llegase para
hacerse más necesarios y tomar mayor venganza en sus enemigos, aunque fueron
los primeros que advirtieron la conjuración y la comunicaron, no hicieron nada
al fin de lo que debía hacerse para remediarla, ni, a lo que parece, comunicaron
al Conde-Duque la final situación de las cosas. Sólo la Infanta Gobernadora,
atenta al peligro, aconsejada del arzobispo de Braga y de algunos otros portugueses
leales, escribió ardientes cartas al Rey y al Conde-Duque, protestando que si
prontamente no se remediaban tan malas premisas, había de ser consecuencia la
total pérdida de aquel Reino.
Pero desdeñada por esto y aborrecida del Conde-Duque, no tuvo más que
esperar, satisfecha de su conducta, si no tranquila, a que se representase
aquella fatal tragedia. Llegó ésta en tanto sin ser sospechada ni sentida;
porque aunque se sabían los intentos, no pudo descubrirse cuándo ni cómo sería
la ejecución, hasta que se vieron los efectos, guardando maravillosamente el secreto
los conjurados. El duque de Braganza, después de haberlos suscitado y movido
secretamente con su esposa, vaciló mucho todavía antes de dar la cara,
declarándose por su cabeza; sin embargo, hostigado por su esposa y por algunos
prelados y caballeros de los de su bando, cedió al cabo. Día 1.° de Diciembre
(1640), muy de mañana, se armaron los principales y más valerosos de los
conjurados, encaminándose al palacio de Lisboa, donde residía la Infanta
Gobernadora y Vasconcellos. Un pistoletazo disparado
por Pinto de Ribeyro fué la señal para el ataque. Había de guardia en Palacio
un trozo de gente castellana y otro de alemanes, y éstos y aquéllos,
sorprendidos, apenas hicieron resistencia. Cierto clérigo con un crucifijo en
la mano iba delante de las turbas y presentaba la sagrada imagen a los
soldados, de manera que algunos que quisieron defenderse no pudieron por no
herir en ella. Pinto entonces se dirigió con algunos de su banda en busca de Vasconcellos; hallaron a la puerta de su cuarto al
corregidor de Lisboa, y dando gritos de «Viva el duque de Braganza», respondió
el leal magistrado con vítores al Rey Felipe, por lo cual le mataron al punto.
Tropezaron en seguida con cierto Antonio Correa, gran amigo de Vasconcellos, y también le dejaron por muerto; por último,
se presentaron á las puertas del aposento de aquél sedientos de sangre.
Hallábase a la sazón conversando con Vasconcellos D. Diego Garcés, capitán de infantería española, el cual oyendo el rumor de las
armas y los gritos de los sediciosos, conociendo de qué se trataba, se arrojó a
la puerta para cerrarla con su espada y persona, y dar tiempo de ocultarse al
Ministro, llevado sólo de su generoso aliento, pues no le debía obligaciones
algunas. Allí se sostuvo largo espacio contra el tropel de los conjurados,
hasta que herido el brazo derecho, indefenso y desfallecido, tuvo que tirarse
por una ventana; premió Dios su buena acción, no permitiendo que muriese de la
caída. Luego los conjurados entraron en el cuarto de Vasconcellos,
y hallándole escondido en un armario, le asesinaron con cien heridas, arrojando
al punto su cadáver por una ventana a la plaza de Palacio, donde le esperaba
ya todo pueblo congregado y sediento de sangre. Después por casi dos días
estuvo sirviendo el cadáver de aquel Ministro, soberbio y codicioso, de
juguete y de burla al pueblo, que no hubo afrenta ni vileza que en él no
cometiese. Subieron también los conjurados al cuarto de la Virreina, y ésta,
acompañada del arzobispo de Braga y de las damas, procuró aplacar su ira; pero
lejos de prestarla atención, la insultaron y amenazaron sin respeto alguno. Dió en aquel trance la Virreina altas pruebas de
generosidad y de entereza; con pocos hombres como ella, Portugal hubiera
permanecido sujeto al Rey Felipe. Pero no halló a su lado en el peligro más
que al arzobispo de Braga, D. Sebastián de Mattos de Noronha,
hombre amantísimo de España, dotado de altas prendas, de inteligencia y de
carácter; y aunque ambos expusieron largamente la vida, debiéndola sólo a ser
mujer ella y él prelado, no alcanzaron fruto alguno. Uno y otro fueron
arrestados. Fuélo también el Maestre de campo general
D. Diego de Cárdenas, y en un momento la rebelión triunfante se extendió por
todo Lisboa sin hallar en ninguna parte resistencia.
Quedaban, sin embargo, por nosotros la ciudadela y el castillo de San
Juan, situado a la embocadura del Tajo, y a sostenerse no pudiera darse aún por
perdida Lisboa. Por lo mismo pusieron los rebeldes el mayor empeño en su
conquista: exigieron con amenazas de la Virreina una orden para que los
gobernadores abriesen sus puertas, y no pudieron conseguirlo; entonces la
anunciaron que de no dar tal orden degollarían a todos los españoles que tenían
en su poder, y con esto lograron que sucumbiese a su demanda. Gobernaba en la
ciudadela el Maestre de campo general D. Luis del Campo, el cual, con poco
acierto o valor, hallándose con más portugueses que castellanos bajo su mando,
la rindió á los conjurados, según previno forzadamente la Virreina; mas luego,
recobrado, pudieron tanto en él los remordimientos de su honor, que se volvió
loco y acabó sus días en el hospital de Toledo. No fué tan pundonoroso el
gobernador del castillo de San Juan, D. Fernando de la Cueva. Tenía éste bajo
su mando una guarnición compuesta de españoles solamente, los cuales se
ofrecieron á morir en la defensa sin cumplir el mandato de entrega. Reunieron
los conspiradores toda su gente disponible, y con numerosa artillería vinieron a
poner sitio a la fortaleza, y el D. Fernando con su numerosa guarnición se
mantuvo firme algunos días, molestando con frecuentes salidas á los sitiadores.
Mas luego, vencido del oro, con flaqueza indigna de españoles, y apenas oída
hasta entonces, abrió las puertas al enemigo, vendiendo a sus soldados. Era
aquel traidor D. Fernando, natural de Jaén, y bien quisiéramos que su nombre y
patria no hubieran llegado a nosotros, ya que llegó su odiosa alevosía.
No hubo ya resistencia en el resto del reino. Los Consejos y Tribunales
comenzaron al punto a despachar en cabeza del duque de Braganza, con el nombre
de Juan IV. Los magistrados y gobernadores de las ciudades se apresuraron á
prestar obediencia al nuevo Gobierno. No tardó el de Braganza en venir a Lisboa
y coronarse por Rey con Doña Luisa de Guzmán, en medio de las aclamaciones del
pueblo, que con eso pensaba ser dichoso en adelante. Francia no dejó esmerar
mucho el socorro prometido, ni tampoco los holandeses, enviando unos y otros a
Portugal armas, naves, capitanes y soldados que fuesen núcleo de los ejércitos
de la nueva corona. Y así se concluyó aquella revolución triste y funesta para
todos, españoles y portugueses. Vengaron éstos con ella las inmediatas injurias
del mal gobierno del Conde-Duque y sus ministros; pero fue a costa de
procurarse para siempre una decadencia total y una servidumbre más odiosa y
vil. Portugal no ha podido vivir desde entonces sino como dependiente de otras
potencias, principalmente de Inglaterra; y así su nacionalidad, sus intereses
y su gobierno han venido a ser esclavos de verdaderos extranjeros codiciosos y
soberbios. España á la par vio deshecha con los frutos de aquella revolución la
integridad de su territorio: y sin más que eso pudo contarse por rebajada en
su antigua categoría e impedida de recobrar su grandeza. Al contemplar las
consecuencias de aquella separación desdichada, el ánimo se siente inclinado a
censurar duramente a los portugueses, que con tan mal acuerdo convirtieron en
castigo y humillación de toda España el merecido castigo y ruina de un mal
ministro y de dos miserables cómplices. Pero la razón obliga también, no ya á
censurar la conducta de éstos, sino a maldecirla; que ellos con sus torpezas y
sus crímenes fueron causa de todo. No se puede exigir de los pueblos que pongan
tanta prudencia y cordura de su parte. A los gobernantes es a quien toca
tenerla: que aun a los hombres más cuerdos y prudentes es locura querer
obligarlos con el espectáculo de miserias que ofrecen las revoluciones, a que
soporten todo género de opresión injusta; porque llega día de seguro en que
prefieren el mal venidero y endulzado con la venganza, al mal presente y
exasperado con el sufrimiento.
Cuando llegó a Madrid la noticia de este suceso, halló a la Corte
descansando, como solía, de unas fiestas de toros que se habían celebrado en
la plaza pequeña del Buen Retiro, toreando los principales de la nobleza, para
honrar á un Embajador de Dinamarca que acababa de llegar a España y no había
visto nunca tal espectáculo. Sin embargo, la noticia del suceso produjo una
impresión profunda en todos los ánimos. Vióse entonces claramente que era ya inevitable la ruina de la Monarquía con tal
favorito. Públicamente se murmuraba de su conducta, acusándole de imbécil e
inepto, tanto como de vanidoso y tirano. Llenos de dolor los Grandes y los
plebeyos, rogaban a Dios ardientemente que los librase de él; pero ninguno
osaba dirigirse con súplicas al Monarca. Olivares mismo sintió por primera vez
abatido su ánimo, que pareció hasta entonces incontrastable, más que por lo
grande y fuerte, por lo distraído y poco atento que se mostraba al bien o al
mal público. Sospechóse que aun en esta ocasión,
antes sentía el menoscabo en su privanza que esperaba, que no la pérdida de
tantos países y reinos como acababan de perderse en un punto. Estuvo muchos
días sin hacer pública la noticia ni comunicársela al Rey, aunque toda la Corte
en voz baja la repetía. Al fin se determinó a decirlo al Rey, no fuese que otro
alguno se anticipase en ello y viniese á pararle mayor perjuicio; pero la forma
con que ejecutó su intento merece ser conocida. Es fama que llegándose un día
al indolente Felipe, con rostro alegre y confiado, le dijo: «Señor, el duque de
Braganza ha perdido el juicio.
Acaba de levantarse por rey de Portugal, y es demencia, que da a V. M.
de sus haciendas doce millones». No respondió el Rey más que estas palabras:
«Es menester poner remedio»; pero su frente se nubló y su corazón comenzó á
sentir remordimientos, de manera que no le aprovechó al de Olivares la treta
como pensaba.
Pretendió en seguida deslumbrarle con nuevas fiestas y diversiones;
pero el pueblo, la nobleza, la Reina misma no daban ya lugar a ello. Un día que
salía a caza de lobos le gritó el gentío en las calles: «Señor, señor, cazad
franceses, que son los lobos que tenemos.» Defendíase el de Olivares contra todos, sin haber desafuero que lo impidiese, ni recurso o
astucia a que no acudiera. Oprimió a la Reina privándola hasta de tener
comunicación con su esposo, y poniéndola su mujer al lado, que vigilante y
sagaz, no la dejaba tener pensamiento que no supiese el Conde-Duque; hizo que
el Presidente del Consejo de Castilla juntase a todos los prelados de las
religiones y les ordenase advertir á los predicadores de su obediencia que en
los sermones procurasen templar de modo las palabras que no ofendiesen las
materias del Gobierno, porque el pueblo, afligido, no se desconsolase del todo;
atendió también a refrenar las murmuraciones de la Corte, y para ello prendió
a un D. Juan Pardo de Castro, que andaba muy metido entre los señores y
Grandes, porque hablaba mal de su privanza, y le nombró tales jueces, que de
tres dos le condenaron nada menos que a la pena de garrote por tan liviano
motivo, y sin duda lo pasara mal a no averiguarse que estaba casado con una
criada de la casa de cierto secretario del Rey; hecho no indigno de recuerdo,
porque con él se da a entender maravillosamente lo que era entonces el gobierno
de España en todas sus partes. Nada de esto bastó, sin embargo, para detener ya
la ruina del Conde-Duque; desde entonces, aunque tarde á la verdad, pudo
contarse por decretado.
El pueblo, como siempre, ciego en sus determinaciones y llevado de la
antigua antipatía, que así como los portugueses a los castellanos profesaban
éstos á aquéllos, al propio tiempo que maldecía al favorito, desahogaba su
ira en Madrid de una manera sangrienta. Porque habiéndose susurrado que había
portugueses que vitoreaban de noche por calles y plazas al duque de Braganza,
con ánimo sin duda de causar alarmas y de insultar a los castellanos, la gente
moza que andaba a tales horas rondando amores, según el uso del tiempo, dió en entretener sus largos ocios matando á cuantos
hombres tropezaba de aquella nación, aunque anduviesen tranquilos y sin hablar
palabra. Ni tales excesos, que hubo al cabo que reprimir severamente, se
cometían sólo en la soledad de la noche, pues no era raro hallar en medio del
día caballeros portugueses y castellanos acuchillándose por pequeña ocasión al
parecer, pero en realidad por la encendida cólera de las dos naciones. Mejor
fuera emplear la nuestra en la frontera de Portugal que no en aquellos trances
y empeños particulares; pero allí, que era donde importaba más la premura, iban
harto despacio las cosas.
El Conde-Duque, atento antes que todo a conservarse en el poder, no
pensó en muchos días en dar disposición alguna. Luego, reparados los primeros
golpes, recobró al ver amenazada su privanza la actividad y fertilidad de los
primeros días de su gobierno, y se puso a imaginar arbitrios y remedios, que
ojalá así fueran tan acertados y eficaces, como fueron numerosos y varios.
Mandó al marqués de los Vélez que ocultase la noticia a su ejército a fin de
que los portugueses que había no desertasen y viniesen á engrosar las banderas
del de Braganza; rogó al Emperador de Alemania que prendiese allí á D. Duarte
de Braganza, que servía como general en sus ejércitos y era hermano del nuevo
Rey de Portugal, á fin de que no acudiese por su persona al servicio de éste;
hizo prender á algunos portugueses notables que servían en los ejércitos o en el Gobierno, y de ellos a D. Felipe de Silva, el
vencedor de Fleurus y Maguncia, que estaba aún en
Flandes con reputación de gran soldado; por fin, comenzó a fraguar una conspiración
dentro de Portugal con las pocas personas fieles que allí nos quedaban.
Triviales é injustas medidas las primeras, y aunque no descabellada la última,
con todo más propia para acompañada de otras que no para reducir a ella todas
las esperanzas; porque descubierta y frustrada, como era tan fácil que sucediese,
y con efecto sucedió, se había de perder un tiempo precioso, dando con la
espera más espacio á la insurrección para que cobrase fuerza y aliento. Fué la
cabeza y agente principal de este intento aquel arzobispo de Braga, tan fiel a
nuestra causa, y de quien ya en otras ocasiones hemos hablado, y logró traer á
su partido á muchos Grandes y personas importantes del reino, al marqués de
Villarreal, al duque de Caminha, su hijo, el conde de
Val de Reys, al de Castañeira,
al de Armamar y a Antonio Correa, aquél que dejaron
por muerto los conjurados á las puertas de Vasconcellos,
con otras varias personas y prelados. Fué tan adelante el intento, que se llegó
hasta señalar día para la ejecución, y según estaba todo concertado, hubiera
dado en que entender al de Braganza, a no ser porque un impensado accidente
descubrió el secreto.
Estaba de gobernador de las armas en Ayamonte y su frontera D. Francisco
de Guzmán, marqués de este título y, por tanto, de la casa de Medinasidonia, muy relacionado con la de Braganza por la
vecindad de tierras y Estados que con ella tenía. Este, desde los principios
de la conjuración, faltando vilmente a lo que debía á su patria España y al
puesto de confianza que le estaba conferido, mantuvo inteligencias y tratos
con los autores y caudillos de ella, mayormente con el duque de Braganza y su
esposa. Animado con el buen éxito de aquella conjuración, intentó este marqués
de Ayamonte, tan imbécil como malvado, suscitar otra en las Andalucías, con el fin de hacer de ellas un reino y poner
a la cabeza al duque de Medinasidonia, su deudo,
hermano de la nueva reina de Portugal, y Gobernador y Capitán general de tales
provincias. Tenía el de Medinasidonia una ambición
que no justificaban sus cualidades, y más vanidad que abonasen sus servicios. Comunicóle el marqués de Ayamonte sus propósitos, y ni más
generoso ni más cuerdo que éste, se prestó á dar su persona y nombre para la
empresa. Jamás otra más descabellada ha podido concebirse en el mundo, porque
no hay tampoco país donde haya habido siempre menos sentimientos de provincialismo
y de independencia; como que la población no venía de distinta raza de
Castilla, ni tenía diversas historias, ni costumbres distintas, ni leyes
diferentes, ni tradiciones, ni pretensiones, ni nada, en fin, de lo que hizo
que la de Portugal se sustrajese á la obediencia del Monarca castellano, y que
repugnasen su dominio Cataluña y otras provincias del reino. Por el contrario, mirábase los naturales de Andalucía como castellanos hijos
de los conquistadores, y harto más atendían á conservar puras las costumbres,
la lengua y leyes de Castilla, para denotar más y más su separación de los
descendientes de los moros, muy numerosos allí, naturalmente, que no a formar
una nación independiente entre las demás. Con todo, los tratos iban muy
adelantados entre el de Me-dinasidonia, el de
Braganza y el de Ayamonte, cuando éste recibió de Lisboa unos pliegos para la
Corte de España, enviados a él sin duda en la confianza que inspiraba su
posición de gobernador de las armas españolas y su noble cuna; abriólos y halló en ellos el secreto de la conspiración
urdida en Lisboa para restablecer allí nuestro gobierno. Entonces puso el
sello á su traición y maldad enviando los pliegos al duque de Braganza.
Prendieron allí al punto á todos los conjurados y condenaron a muerte los más:
de ellos fue el marqués de Villarreal, que murió con noble y heroica entereza,
aclamando hasta el último momento la causa de España, y también el arzobispo de
Braga, que aunque por su alto carácter no pereció en público cadalso como los
otros, apareció muerto de allí á poco en la cárcel, y Antonio Correa, á quien
no parece que respetó la muerte el día de la rebelión, sino para 'nacer ahora
más noble su sacrificio en la horca. Víctimas de la buena causa, hijos leales
de una patria que los infamaba torpemente con el nombre de traidores, ellos
pagaron con su sangre la indolencia del débil Felipe y las torpezas de su
favorito, muriendo por España, que era morir a un tiempo por Portugal y por
Castilla. De resultas de esto mandó el de Braganza salir precipitadamente de
Portugal á la duquesa de Mantua, y poco después, por un edicto echó a todos los
castellanos del reino.
No tardó Dios en castigar la villana conducta del marqués de Ayamonte,
compensándose con su castigo el de los portugueses leales, y con el
descubrimiento de la insensata conspiración que tenía tramada, el de aquella
otra que por su causa acababa de frustrarse. Un castellano, por nombre Sancho,
prisionero en Lisboa, con algunos indicios que tuvo del caso, acertó á ganarse
la confianza de los traidores, y cuando tuvo en sus manos las pruebas de todo,
vino con ellas á Madrid y se las presentó al Conde-Duque. Aturdióle a éste más aún que el de Portugal aquel suceso, porque el duque de Medinasidonia era cabeza de la casa de Guzmán, de donde él
también venía, y tenían entre ambos no lejano parentesco; además, que con
aquella traición se empañaba el lustre de la casa, que, cierto, era digna de
otros descendentes, por su antigua gloria. Revolvió en su mente mil
pensamientos, y, al fin, determinó para salvar al de Medinasidonia,
castigar duramente á Ayamonte, como autor y agente principal del concierto, y
así se hizo. Vino á Madrid el duque de iMedinasidonia por encargo del Conde-Duque, pidió perdón al Monarca, y, ayudado de aquél, que
hizo lo que más pudo por servirle, consiguió que se redujese el castigo á alguna
multa y precauciones que se tomaron para que no pudiese repetir el intento en
adelante. Pero, en tanto, D. Gaspar de Bracamonte, Maestre de campo, fué á
Ayamonte y retiró del mando al Marqués, prendióle, y
encerrado en el Alcázar de Segovia, al cabo de algún tiempo, murió, según la
voz común, decapitado: merecidísimo y justo castigo,' si lo hubo, que sólo pudo
mover á compasión por la desigualdad que hubo entre su suerte y la del duque de Medinasidonia, tanto ó más
culpable.
A la par, en Lisboa se hicieron públicas luminarias y festejos, y el de
Braganza y Doña Luisa de Guzmán admitieron parabienes y felicitaciones, como
dando por cierto que el hermano se había ya levantado por Rey en las Andalucías. Súpolo el
Conde-Duque, y aconsejó al de Medinasidonia que para
acallar el rumor común, que ya lo acusaba, y sincerarse del todo á los ojos
del Rey, desmintiese públicamente á su cuñado y lo desafiase y retase á lidiar
cuerpo á cuerpo con él. No supo negarle esta satisfacción aquel señor, receloso
aún de mayor castigo, y mandó fijar carteles donde llamaba al campo al duque de
Braganza, anunciando que lo esperaría ochenta días en Valencia de Alcántara,
situada entre Portugal y Castilla, y declarándole aleve y cobarde si no
asistía; por lo cual ofrecía en tal caso al que le matase de cualquier modo su
ciudad de San- lúcar, y al Gobernador y Alcalde
portugués, que devolviese alguna plaza importante al Rey de España, uno de los
mejores lugares de sus Estados. Fué tras esto el de Medinasidonia a Valencia de Alcántara con D. Juan de Garay, y esperó allí algún tiempo, hasta
que cansado de tan inútil farsa, se volvió á Madrid, dejando al de Braganza
triunfante en Lisboa.
No lo estaban menos los catalanes, alentados con el ejemplo de los
portugueses, y conociendo que habrían de disminuirse las fuerzas del Gobierno
español repartiendo su atención en ambas fronteras, negáronse á oir las nuevas proposiciones de acomodo y concierto
que más ó menos encubiertamente se les hicieron.
Exigían ante todo la caída del Conde-Duque, la renovación de todos los
ministros que entendían en las cosas de aquella provincia, y la exención de
tributos por muchos años á título de compensación ó desagravio, y esto los más prudentes; que otros, acaso el mayor número, no
querían prestarse de ninguna suerte á los tratos, juzgando ya posible el
hacerse independientes. Con tales pensamientos en los catalanes, claro está que
no podía practicarse concierto alguno; pero, á la verdad, si los catalanes se
mostraban sobrado exigentes y rebeldes, tampoco el Conde-Duque hizo mucho por
aplacarles. Su vanidad era inflexible, y además de esto no tenía bastante
patriotismo en el alma para retirarse de los negocios, viendo que estorbaba é
impedía la concordia de que tanto necesitaba la Monarquía.
Lo que hizo fue procurar devolver mal por mal á los enemigos, y darles
en su casa á los franceses el propio entretenimiento que ellos nos ofrecían en
la nuestra, ó, al menos, ayudaban poderosamente á
ofrecernos. Mas no le acompañó tampoco en esto la desgracia ó la fortuna. Firmóse un tratado en Bruselas entre el
Cardenal Infante de una parte, y el conde de Soissons y el duque de Bouillon, Príncipe aquél de sangre real, y éste general,
bastante reputado, para echar á Richelieu del Gobierno y terminar la guerra por
tratos ventajosos á España: esta fue la liga que se llamó de la paz. Los
franceses aliados levantaron, con dinero que se les dió del poquísimo que hubiese en Flandes para atender á nuestros ejércitos, algunas
tropas con las cuales se pusieron sobre Sedán. Vino á juntarse con ellos, por
mandato del Infante, Lamboy, general de nuestra Caballería,
con un buen trozo de soldados, y tropezando con el ejército francés, que
enviaba Richelieu á someter á los insurrectos, al mando del mariscal de Chatillon, se empeñó entre unos y otros la batalla. Rompió Lamboy con los nuestros la Infantería enemiga, y el duque
de Bouillon, con los suyos, deshizo cuanto se le puso por delante, de modo que
en breves momentos todo el ejército enemigo se puso en fuga. Hubieran sido
inmensas las ventajas de esta victoria, á no ser porque el duque de Soissons cayó muerto de un pistoletazo al alzarse la
visera para ver mejor la fuga de los contrarios: suceso de muy diversas maneras
interpretado hasta ahora, dado que no pocos se inclinan á considerarlo como un
asesinato dispuesto por Richelieu. De resultas de este accidente, el ejército
de los insurrectos, consternado, no acometió otra empresa que la toma de Donchery, y como el Cardenal Infante llamase á Lamboy precipitadamente para contrarrestar á los enemigos
que sitiaban á Ayre, la liga se deshizo sin otro
efecto para nosotros que la pérdida del dinero empleado y que se retardase el
socorro de aquella plaza, por la ausencia de Lamboy,
más de lo que convenía, lo que contribuyó no poco I que se frustrase. Poco
después se ajustó en Madrid un nuevo tratado entre el Conde-Duque y cierto
emisario del duque de Orleans, hermano del Rey de Francia, con iguales
condiciones y el propio objeto que el anterior; mas este no llegó á practicarse
en lo más pequeño, porque fue descubierto por Richelieu, y castigados con pena
de muerte, fuera del Príncipe, los verdaderos autores que eran Enrique de Effat, marqués de Cinq-Mars. gran
escudero del Monarca francés, y su amigo De Thou,
hijo del historiador de tal nombre.
Con esto quedamos reducidos al solo ejercicio y esperanza de las armas. Ordenóse la formación de ejércitos en la frontera de
Portugal, viniendo el mando del principal con Badajoz por plaza de armas, D.
Manuel de Zúñiga y Fonseca, conde de Monterrey y de Fuentes, Virrey que había
sido de Nápoles y heredero del gran conde de Fuentes, pero no de sus
merecimientos ni de su gloria, hermano de la mujer del Conde-Duque, muy
intimado con él, y cómplice de sus liviandades, espléndido, aficionadísimo a
cómicos y comedias, a galanteos, a locuras, a ostentaciones, tanto, que en sus
jardines, situados en el Prado de Madrid, asistieron los Reyes y la Corte a
nocturnos festejos de los más celebrados de la época: harto más á propósito
para alternar en los salones, que no en los campamentos y batallas. Negáronse muchos Maestres de campo y Capitanes de los
nombrados para mandar las tropas que se juntasen á servir debajo de tal
capitán, y así, todo fué desconcierto desde el principio, y fuera mayor á no
admitir el cargo de Maestre de campo general don Juan de Garay, tan bien
reputado entre la gente de armas. Los otros trozos de ejército se mandaron formar
en los confines de Andalucía y de Galicia, más con intento de defender el
territorio que con el de hacer conquistas. Mas no había soldados con que
llenar los nuevos tercios, ni dinero con que levantarlos; todos los recursos
estaban de tal modo agotados con la formación del ejército de Cataluña, que no
se hallaba á la sazón ninguno que no fuese desusado y extraordinario. Fueron
llamados á la Corte todos los caballeros hijosdalgo del reino, y se les propuso
que acudiesen con armas y caballos, según la antigua usanza, no practicada
desde que terminó la guerra con los moros, á servir al Rey y á la patria.
Vinieron muchos; pero fue lastimoso de ver el que antes de ofrecerse á servir
los que sirvieron, fuesen exigiendo hábitos y mercedes y ayudas de costa, sin
que ninguno se prestase por solo el deber y el patriotismo á salir á campaña;
conducta muy diversa de la antigua. Mejor obraron los Grandes, aunque no
hicieron todo lo que pudieron, levantando cada uno á su costa una compañía de
cien hombres. Los ministros de los diferentes Consejos pagaron con poner cada
uno en campo cuatro hombres armados, y de la gente común muchos acudieron también
al servicio, con promesa que se les hizo de dar por recompensa títulos de
hidalguía. Por último, se sacaron á la venta en pública almoneda hasta
quinientos hábitos de órdenes militares, señalando á Madrid como patria común
para hacer pruebas, á fin de que no hubiese quien no pudiera hacerlas,
calculándose en otros tantos caballos efectivos y hasta un millón de ducados
lo que produciría tan extraña venta. Así, dondequiera se ve ya á la vanidad en
lugar del patriotismo, al interés personal haciendo olvidar al interés público,
dondequiera el decaimiento y la corrupción, fruto tardío, pero cierto, de la
liviandad de los Ministros y de la Corte, de la desconfianza del Gobierno, del
menosprecio de la equidad en la distribución de empleos y honores, de la falta
de justicia y de la ignorancia que cegaba los ojos de todos los españoles. Es
locura pensar que las naciones, por nobles que sean, puedan levantarse á
grandes intentos, hacer grandes sacrificios, moverse á ciertos esfuerzos
supremos oprimidas y desconfiadas, sin fe en lo presente ni en lo futuro.
No había más que un modo de poner el patriotismo nacional a la altura de
la ocasión, y la ejecución de éste dependía de todo punto del Monarca. Era
preciso que apartase de sí al favorito y aun lo inmolase á la justa saña de la
nación: era preciso que abandonase los placeres y se consagrase al trabajo;
que comenzase a gobernar y a hacerlo todo por sí mismo; que empuñara la espada
de Fernando III y vistiese la armadura de Alonso el Batallador; que fuese como
Carlos V a los ejércitos y pelease con ellos, y fuese con ellos á la victoria o a la muerte. Entonces sí que los hidalgos y los pecheros
hubieran acudido á las banderas del Rey, según la antigua usanza; entonces sí
que el patriotismo nacional se hubiera despertado dando copiosos frutos;
entonces sí que del gran pueblo que tal muestra dió luego de patriotismo en 1808, virgen a la sazón, y de más virtud y esfuerzo,
todavía hubiera podido esperarse con fundamento la victoria y la salvación de
la Monarquía. Hubieran muchos dejado la parte de la rebelión, al ver castigado
al mal Ministro; no hubieran otros osado levantar las armas contra la persona
del Rey, santa y verdaderamente inviolable hasta allí para los españoles;
hubieran los más tibios
LIBRO SEXTO. De 1640 A 1643
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