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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑAdesde el advenimiento de Felipe III al TronoHASTA LA MUERTE DE CARLOS IIPORCÁNOVAS DEL CASTILLO
LIBRO CUARTO De 1636 a 1640.
La nación francesa, dividida en facciones y debilitada por las guerras religiosas, apenas había tomado parte en los negocios de Europa por cerca de un siglo. Enrique IV tuvo sin duda grandes pensamientos, mas no llegó a ejecutarlos. Algunos han creído que uno de ellos era el fundar la Monarquía universal, sueño político de la época; pero tal intento, que pareciera temeridad en un Carlos V y en un Felipe II, habría denotado manifiesta locura o crasa ignorancia en el Monarca francés. No contaba éste ni con tesoros para tanto, ni con ejércitos, ni con capitanes, ni tenía, en fin, cosa alguna de cuanto pudo en otros dar ocasión a tan alto intento. No ha faltado tampoco quien, con más razón acaso, atribuya los propósitos del Monarca francés a locos impulsos de lujuria, pasión que en él tanto imperaba: de esto dejamos ya hablado al tratar de su suerte. Pero de todos modos cuando ella le sobrevino, comenzaba ya a inquietar nuestro poderío, y a intervenir en las cosas de Europa. Durante los primeros años de Luis XIII tampoco sonó la Francia en cosa importante, porque los socorros que dio a Holanda y al duque de Saboya, no fueron más que momentáneos y aun las más veces encubiertos. Mas no bien entró Richelieu en los consejos de este Príncipe, cuando se propuso darle en Europa a su nación la importancia que sin duda merecía por el número de sus habitantes y lo dilatado de sus fronteras, ya que por su poder y valor militar poco se hubiera señalado todavía. Pero la Francia no podía levantarse ni tomar superioridad en Europa mientras continuase imperando en ella y disponiendo de sus destinos la casa de Austria; y de ésta el primero y más temible campeón era el Rey de España.
Por lo mismo encaminó desde el principio Richelieu sus
pensamientos a destruir nuestra influencia y nuestro predominio. Hallábase a la
sazón Francia tan en la cima de su poder, como España en decadencia. Su
población, no repartida por dos mundos, como lo estaba la nuestra, sino
recogida en no muy ancho territorio; no diezmada como aquella por dos siglos de
guerra extranjera y de conquistas dilatadas, ni disminuida con tales
expulsiones como la de los judíos y la de los moriscos, era tres veces mayor
que la de España. Sus pueblos y sus campos habían padecido grandes calamidades
en las antiguas guerras extranjeras y en las civiles de los últimos tiempos;
pero no tanto ciertamente como en los ocho siglos de la guerra mahometana
padeció España; así ofrecían harto mejor apariencia que los nuestros, hechos
escombros y eriales. No habían poseído los franceses minas de oro que los
apartasen del cultivo de la tierra y artes mecánicas, como a tan mal tiempo
poseyó España; de modo que no bien acabadas las guerras y las calamidades, viéronse florecer entre ellos la agricultura e industria.
La Corte, si no honrada, no era cuando menos tan licenciosa que se enervase
como la nuestra en los placeres, gastando en ridículas prodigalidades el Tesoro
público, que por cierto estaba también más desembarazado que el nuestro desde
el tiempo del buen Enrique IV. Sully, su ministro,
fue de los primeros en conocer que no está tanto el beneficio del Tesoro en
sacar mucho de los pueblos como en sacarlo bien y sin mucho daño. De ciento
cincuenta millones de francos calculábase que sólo
treinta entraban en el Tesoro; los Gobernadores de las provincias no sólo
imponían contribuciones para el Rey, sino también para ellos mismos, y la deuda
pública ascendía a trescientos millones de francos. A todo atendió Sully, si no siempre con acierto, con constancia y
desinterés, que es lo principal en estas cosas. Hombre de costumbres puras y
severas, pobre en el vestir, sobrio y enemigo de placeres, naturaleza espartana
de esas que Dios envía de cuando en cuando a salvar a las naciones, acaso su
desdén al lujo y a los placeres causó el más grave de sus yerros, que fue
olvidar la industria y procurar que la agricultura fuera la única ocupación de
los franceses. Con todo eso pudo tanto su buena fe, que dejó la deuda casi
enjuta, disminuidos los impuestos, mejorados los caminos y fortificaciones, y
sobrantes en el Tesoro cincuenta millones de reales de nuestra moneda, al salir
del mando.
Y en verdad que por mala que dejase la hacienda española
Felipe II, no mucho mejor estaba la francesa después de la guerra de la liga:
la deuda misma era mayor, y la inmoralidad que allí había en la administración
y recaudación, ni de lejos era igualada en España. Un solo ministro honrado y
un período de paz no muy largo bastaron para obrar en Francia mudanza tan
grande, mientras en España cada día fueron empeorándose las cosas. Algo se
perdió de lo ganado en la hacienda pública durante la minoría de Luis XIII;
pero la misma impotencia en que se halló entonces la Francia, conservándola en
una paz completa, ofreció a su agricultura mejoras, y dio aumento a su
población y ensanche a la general riqueza. Y fue de ver que contribuyese España
a proporcionarle estas últimas ventajas, haciendo tanto porque se mantuviese
neutral, cuando más bien la convenía pelear con Francia, entonces que estaba
flaca y mal gobernada, que no después debajo de un Rey, unida y fuerte. Gran
falta de previsión política en nuestra Corte el retardar guerras que habían de
venir al cabo, desperdiciando la ocasión oportuna que ofrecía la menor edad de
Luis XIII, y a ser generosidad, generosidad impropia de un gobierno sensato.
Todas estas causas hicieron que Francia se hallase más
fuerte y más próspera que nunca al empuñar Luis XIII las riendas del gobierno.
Sólo faltaba ya una mano diestra y poderosa que tomase el timón del Estado,
para que Francia sacase el partido que debía de su situación, destruyendo la
cizaña que aún quedase en ella y sembrando nuevas semillas de poder, porque el
Rey era inepto y descuidado. Entonces apareció fatalmente Richelieu, hombre,
como particular, odioso; grande, como ministro, y de esos que saben levantar a
las naciones ofendiendo y maltratando a los individuos, cosa en muchas
ocasiones indispensable. Alcanzó Richelieu un conocimiento perfecto de Francia
y del estado del mundo, y especialmente de lo que era y podía España; porque
desde el tiempo de Enrique IV los Embajadores franceses no habían hecho más que
espiar nuestras flaquezas y delatarlas; de suerte que la pobreza de nuestro
Tesoro, la despoblación y la ruina de nuestros campos y cuantas enfermedades
aquejasen al decaído cuerpo de la Monarquía, eran más conocidas en París que no
en Madrid y en España. Comprendió entre otras cosas Richelieu que el nombre de
la nación no estaba sostenido en los campos de batalla, sino por algunos
soldados heroicos, reliquias de su pasado. Y contando el número grande de los
suyos paseaba a la par la codiciosa vista por las dilatadas provincias que en
Europa obedecían nuestro cetro, mirándolas como presa fácil y deleitable
despojo del que primero supiera acudir al botín que se ofrecía. No ignoraba
tampoco que en los mismos reinos de la Península era fácil hacer presa, o
cuando menos hallar muchos auxiliares y amigos con nombre y título de
independientes; porque si bien la lealtad española no permitía sospechar que
con dinero vendiesen los soldados a gentes extrañas provincias y fortalezas,
como tan frecuentemente se vio en otras naciones, y en especial en Francia,
estando la obra de la unidad nacional tan en los principios, y teniéndose cada
provincia por de distinto valer y origen, si no por enemiga de las demás, podía
preverse sin grande esfuerzo que estallasen al estímulo de los socorros de por
fuera y de los apuros interiores, insurrecciones como aquellas que estallaron
con efecto, dando de sí tan tristes muestras en Portugal y Cataluña. Y sin duda
contaba también el sagaz extranjero con la imbecilidad de nuestra Corte, la
lujuriosa indolencia del Rey y la vanidad inepta del Privado.
Mientras hubo asomos de guerra civil y hubo quien le
disputase su poder en la misma Francia, Richelieu disimuló sus proyectos y aun
llevó con paciencia los triunfos y la soberbia de sus contrarios, amenazándolos
tal vez para contenerlos, pero evitando siempre formales empeños. Rematados los
protestantes con la toma de la Rochela, separada la Reina madre, a quien tenía
por enemiga, del lado del Rey, y frustradas las conspiraciones de los Príncipes
y de los grandes vasallos disgustados con lo omnipotente de su influjo, volvió
los ojos al propósito de poner en obra sus pensamientos. Antes refrenó aún la
codicia despierta otra vez de los recaudadores y Gobernadores, inclinó a la
carrera de las armas a la nobleza, separándola por fuerza de las intrigas, y
estableció una disciplina severísima en el ejército; por manera que luego se
vio que cuantos capitanes perdían una batalla o una plaza, eran procesados y
por lo común condenados á muerte. Al propio tiempo puso los ojos en la marina
de guerra, y por primera vez armadas navales francesas se mostraron poderosas
en los mares. Preparado ya todo, no aguardaba más que una ocasión oportuna para
declararse, cuando la batalla de Nordlinghen vino a
darle a entender que no era tiempo de más espera; porque si la causa
protestante moría en Alemania, desembarazado el Emperador de tan temible
enemigo, acudiría al extremo en ayuda de España, y esta desde luego con las
triunfantes armas del Cardenal Infante, podría lograr gloriosos y terribles
efectos en Holanda, con cuyo poder había él contado para conseguir más
fácilmente sus intentos.
Pero la declaración formal de guerra que en 1636 hizo a
Felipe IV Luis XIII, o más bien el cardenal duque de Richelieu, que con
grandísima habilidad regía allí las riendas del Gobierno, forma época en la
Historia de España. Púsose a toda prisa a imaginar un
pretexto, y no tardó en hallarlo. Mantenía el Elector de Tréveris íntimos
tratos con los enemigos del Imperio y de España, señaladamente con los
franceses, debajo de cuya protección había puesto su persona y Estados. No era
de respetar ciertamente tal protección, ni eso era costumbre en los tiempos que
corrían; y después de la victoria de Nordlinghen se
resolvió su castigo. Encomendóse al conde de Emden que gobernaba por España el Luxemburgo, y saliendo de
Lieja con tres mil soldados, entró por sorpresa en Tréveris, destrozó la gente
francesa que guarnecía los muros, y trajo preso a Bruselas al Elector. Exigió
Richelieu del Cardenal Infante, que lo pusiese en libertad al punto; como éste
se negase a hacerlo mientras no recibiese órdenes de Madrid, envió un heraldo a
Bruselas a que de parte de Francia le declarase la guerra. Y en seguida
publicó, un manifiesto enumerando largamente los propios agravios y callando
los que había recibido España, que no eran pocos, como va ya mostrado en esta
historia. Declaraba en él Luis XIII que movía sus armas porque la ambición de
España pasaba ya a oprimir descubiertamente a los Príncipes aliados de su
corona, y que después de todos los esfuerzos que había hecho para desmembrarla,
no había encubierto el designio que tenía formado de atacarla a fuerza abierta,
al mismo tiempo que el mal estado de sus cosas debiera disuadirla; añadía que
España no había cesado del injusto deseo de usurpar los Estados de sus vecinos
para establecer el Estado de la Monarquía universal a que aspiraba; alegaba en
comprobación de esto la ocupación de la Valtelina, la guerra de Mantua y la
prisión del Elector de Tréveris, y protestaba, en fin, que no obraba si no en
virtud de la propia seguridad y defensa. Respondieron a este papel en sendos
libros D. Francisco de Quevedo, el historiador Céspedes de Meneses y otros
varios teólogos y juristas, mostrando las quejas que de nuestra parte había
contra la Francia. Pero no era tanto ocasión de palabras como de obras y fue
preciso aprestarse a la guerra.
Cómo se hallaba a la sazón nuestro poder lo demuestran las
páginas antecedentes. No se había perdido nada de la herencia pingüe de Felipe
II; antes algunos territorios y derechos no poco importantes, habían venido a
hacer más ostentosa la apariencia de nuestro poderío. Pero los males interiores
del Estado habían corrido y aumentádose rápidamente
en los últimos años. Uno de ellos, sobre todo, fácil de prever y descuidado
como los otros, vino a mostrarse ahora, comenzando a dar amargos frutos. Ya
apenas había ejército que sustentase nuestro nombre. Devorados lentamente por
tantas y tan imprudentes guerras, quedaban solamente algunos miles de valientes
veteranos, pocos para luchar con la muchedumbre de nuestros enemigos. Las
nuevas levas, mal dispuestas y peor ejecutadas, no podían llenar el vacío. Mas
no era esto solo. Hasta entonces se había conservado en Madrid cierta
veneración á los ejércitos, y había habido cierta severidad en repartir los
mandos y empleos de la milicia. La antigua disciplina y escuela de los
ejércitos de Felipe II se había conservado bastante bien durante el reinado de
Felipe III, y aun cuando desde que el Conde-Duque entró a gobernar las cosas,
se notaba síntomas de corrupción, no había llegado ésta a producir hasta
entonces todas sus consecuencias. Ya no se daba el mando de los ejércitos al de
más mérito, sino al más galán y al que más favor alcanzaba del Conde-Duque; repartíanse sin tasa empleos y dignidades. Con esto a un
tiempo se destruía la autoridad del mando y de la obediencia, se quitaba el
estímulo de los antiguos escuadrones, y se enflaquecía el poder de los nuevos.
Así, aquel ejército formado en la escuela del Gran Capitán, amaestrado después
por el duque de Alba y conservado por el de Fuentes de Val de Opero, había
perdido su organización robusta y mucha parte de sus tradiciones. Sólo en
Flandes podía decirse que hubiera ejército digno de España, aunque escasísimo
en fuerzas.
Continuaba al propio tiempo la penuria y la confusión en la
moneda del reinado anterior; por tal manera, que desde los primeros apuros de
la guerra se tomaron nuevas disposiciones sobre ella contrarias, precipitadas y
ruinosas. En 1636 se acordó que todo el vellón resellado se recogiese otra vez,
para que, vuelto a resellar, se triplicase su valor, sin reparar en que poco
antes se había bajado el de toda esta moneda; alteróse el premio del cambio de la moneda de vellón por el de oro y plata, imponiendo
nada menos que pena de muerte a los que llevasen más del señalado, y se
prohibió la entrada del cobre en bruto en la Península. Increíbles alteraciones
y trastornos dictados por la ignorancia y la codicia que causaron sin ventaja
alguna del Tesoro, horrendos males en la nación. Negábase todo el mundo a comprar y vender, no sabiendo, en suma, el precio de las cosas,
pues todo dependía de tales alteraciones; se interrumpían las transacciones
sobre los objetos de primera necesidad, que eran ya casi las únicas que se
conocían; pasaban días y días sin que a los pueblos viniese pan o vino o
legumbres, padeciéndose hambres y trabajos sin cuenta. Y en medio de esto,
aparecían triunfantes los usureros genoveses y franceses, negociando con los
ministros, y exprimiendo a los pueblos españoles, para volverse cargados de oro
a los suyos. Seguían a la par las rentas empeñadas, y más cada día escasas para
atender a las cargas públicas. Las Cortes de Castilla, o tímidas o sobornadas,
concedieron para los primeros preparativos de la guerra un servicio de nueve
millones de ducados en plata por tres años. No tardó el Rey en pedir más, y se
le dieron arbitrios para pagar y mantener ocho mil soldados, lo cual se fue
prorrogando de año en año para siempre. Impúsose también un tanto por ciento, que se llamó de extensión de las alcabalas:
impuesto este ya tan oneroso, que pesando sobre las compras y ventas, y
habiéndose ido lentamente acrecentando, traía aniquilado sin necesidad de otro
arrimo el comercio e industria. Establecióse por pragmática
el papel sellado en los tribunales seculares del reino, y cargáronse otros arbitrios sobre las reliquias de la agricultura y comercio. Por último,
se acudió al medio de vender propiedades y establecimientos en Italia, recurso
que, bien empleado, podía ser de mucho provecho por las ricas heredades que en
todas partes tenía la corona. No había naves, ni armas, ni soldados que oponer
al gran poderío de la Francia, y eso podía justificar tamaños esfuerzos y
gravámenes; pero bien se vio que no eran tales objetos los principales del Rey
y de su favorito.
Por los mismos días en que se supo la declaración de guerra
de Francia, se celebraron en Madrid los grandes festejos, que eran ordinarios y
en los cuales se gastaban sumas inmensas, siendo la ocasión ahora el nacimiento
de una Infanta. Y debieron reputarse por cortos y por grande el fundamento,
mirando los que se hicieron dos años después, por haber sido elegido Rey de
romanos Fernando, que lo era ya de Hungría y de Bohemia, cuñado del nuestro. En
celebrar tal acontecimiento y que tan poco nos importaba, se gastaron nada
menos que doce millones, cantidad increíble á no estar bien atestiguado;
duraron las fiestas cuarenta y dos días; hubo toros, cañas, parejas, danzas,
máscaras, farsas, mojigangas y cuanto pueden inventar la satisfacción y el
contento. Por remate, se representó en la plaza pública una comedia titulada
Don Quijote de la Mancha, que, como advierte cierto historiador, no pudo ser en
la ocasión más oportuna. No eran, sin embargo, indispensables los pretextos
para tales fiestas; sin ellos se corrían toros cada día, y había frecuentes
justas y cañas. Refiérese que en una de tales
ocasiones se prendió fuego en la Plaza Mayor de Madrid, ardiendo en gran parte,
y como a pesar de eso hubiera en el mismo lugar nuevas fiestas a los pocos
días, se vio en medio de ellas que de cierta casa de las quemadas salían aún torbellinos
de humo. Alborotóse el concurso, fue mucha la
confusión, no pocos los heridos y estropeados, mas el Rey ni aun se movió de su
asiento. Hecho harto loado de animoso por los aduladores viles de la época; que
si lo era, bien pudo emplearse en mejor ocasión e intento.
A veces en lugar de toros y danzas había procesiones
ostentosas, donde el clero lucía sus inmensas riquezas. Ni dejaban de alternar
condales regocijos los autos de fe y las fundaciones de monasterios. Asistió el
Rey con toda la Corte y gran séquito y fiesta al auto de fe que con desusada
pompa se celebró, corriendo el año de 1632 en la Plaza Mayor de Madrid, donde
fueron condenados a sentencia capital siete judíos y salieron otros veintiséis
penitenciados, por haberse descubierto que tenían conciliábulos, donde
secretamente practicaban sus devociones y mofaban y escarnecían las imágenes; y
no contento el celo del Rey con tal demostración, fundó además un convento en
el propio lugar donde los judíos cometían sus profanaciones.
Pero las comedias eran lo que más ocupaba la atención de la
Corte y del pueblo. El amor a este género de espectáculos y al arte de
componerlas habían progresado en pocos años extraordinariamente, llegando de
amenazadas o toleradas en tiempo de Felipe III, a ser ahora el encanto y la
ocupación de todo el mundo. La sed de placeres de Felipe IV y del Conde-Duque
dieron poderoso impulso a esta pasión de las comedias. Representábanse ya donde quiera, hasta en los conventos más observantes. Las representaban las principales
damas de la Corte; componíanlas muchos señores
principales, y aun el mismo Rey las hacía, al decir de las gentes, ocupación no
tan loable como en los demás en personas que tales y tan altos deberes tienen
que cumplir en el mundo. No bastando los corrales de la Cruz y del Príncipe,
donde con poco aliño y arte, pero con harto ingenio, se representaban comedias
para entretener los ocios de la muchedumbre y contentar su afición, levantábanse frecuentemente tablados en las calles y plazas
para representar, principalmente autos sacramentales, los cuales eran
acompañados con luces de cirios en medio del día y todo el aparato de las
funciones religiosas. El Rey acaso asistía a las comedias de incógnito alguna
vez en los mismos corrales públicos; pero por lo común en las salas de sus
palacios: a imitación suya hubo Grandes y señores que labraron en su casa
teatro propio. Quien quisiere hallar a los caballeros de la Corte habíalos de buscar en tal espectáculo, o cuando no en los
aposentos de los cómicos y bailarinas, y en amistad y compañía con ellos, dando
el Rey en tal desorden ejemplo y pauta, pues corriendo el año de 1629 dio a luz
un hijo suyo, que luego se llamó D. Juan de Austria, una de las cómicas más
aplaudidas, por nombre María Calderón. Amores públicos y afrentosos para el
trono, de los cuales sólo la Calderona pareció avergonzada, puesto que fue a
acabar su vida en un convento.
De entre cómicos y cómicas no salían el Rey ni el favorito,
sino para entregarse a nuevos placeres en los jardines y estanques del Retiro,
llenos siempre de luminarias y máquinas costosísimas, o para atentar en lo
obscuro de la noche a la honra de mujeres huérfanas quizás de los soldados de
Flandes, o para manchar con escandalosas aventuras los regios aposentos, cuando
no lugares más sagrados. Acaso castigó Dios como merecían las liviandades de
Felipe con un misterioso y sangriento suceso, que aunque no bien averiguado ni
conocido, puso su propia honra en lenguas del vulgo. Hecha la Corte un mar de
galanteos, fue esmero y porfía de los caballeros mostrar que eran altas y
hermosas damas las que servían. Uno de ellos, el conde de Villamediana, hombre
agudo, lenguaraz y atrevido, osó llevar por divisa en una de las fiestas de la
Plaza Mayor cierto número de reales de plata con estas letras: son mis amores.
Escandalizó la sospecha, pero más aún, el hecho de que mientras los demás
caballeros mozos obsequiaban a las damas de la Corte, el de Villamediana sólo
ofreciese sus homenajes a la reina Isabel de Borbón. Comenzó a rugir la
murmuración; oyóla o sospechóla el Rey, y dio alguna muestra de manifiesta ira: poco después unos enmascarados
asesinaron al conde de Villamediana en su propio coche. Creció con esto la
murmuración hasta producir deshonra, si justa o injusta no se sabe. El hecho es
que por primera vez sintió tal mengua la corona de los Reyes Católicos.
Con tales y tan varios sucesos, con tanta confusión y
escándalo, distraídos los ánimos de los cortesanos y del pueblo, se oyeron en
Madrid sin pena ni alarma las nuevas de Richelieu, el cual, juntando con el
pensamiento la ejecución, enviaba un ejército numeroso a unirse con el del
príncipe de Orange para acabar de quitarnos los Países Bajos, mientras otro con
igual objeto caminaba ya hacia Italia. El Conde-Duque, que era quien más
atención debió poner en ello, había dado en mirar en Richelieu un rival suyo y
émulo de sus talentos, como si entre aquel hombre perverso, pero grande, y él,
cupiese comparación alguna; acaso no imaginaba que Francia fuese rival
verdadera y cuasi forzosa de España. La idea de Felipe II de aniquilar o de
avasallar a aquella nación, no era más que la expresión de nuestra primera
necesidad política; porque era evidente que el poderío de España no podía
existir sin el abatimiento de Francia, lo mismo que la supremacía de Francia a
costa de España tenía que levantarse en Europa. Pero el Conde-Duque, incapaz de
comprender en toda su extensión aquel pensamiento, miraba como enemiga a
Francia por costumbre solo, y la guerra que iba a emprenderse como otra
cualquiera guerra. Esperábala hacía tiempo, y tanto,
que tres años antes había enviado emisarios a la frontera del Pirineo para que
viesen el estado en que se hallaban las plazas del enemigo y reconociesen todos
los pasos; mas no esperó nunca que aquello fuese un combate particular, un
duelo a muerte, del cual hubiese que salir triunfante o completamente rendido.
Ni vio el Rey lo que no vio su favorito, ni las historias recuerdan alguno que
en aquella Corte estragada supiese toda la importancia del nuevo
acontecimiento. Así continuaron sin tregua los placeres mezclados con
sangrientos dramas; porque cada día un celoso mataba un galán, y caballeros
enamorados malgastaban en desafíos y empresas pueriles la sangre que tanta
falta iba a hacer en las fronteras.
En tanto el primer ejército francés (1635) a las órdenes de
los mariscales de Brezé y de Châtillon, compuesto de más de veinticinco mil
hombres, caminaba la vuelta de Flandes. Envió a su encuentro el Cardenal
Infante, al príncipe Tomás de Saboya, que servía de tiempo antes en el ejército
de España, con diez mil infantes y dos mil caballos, a fin de cerrarle el paso
impidiéndole que se juntase con los holandeses. Marchaban divididos los
franceses en dos trozos, y el príncipe Tomás imaginó atacarlos por separado,
primero al uno y luego al otro, y de igual a igual deshacerlos. Engañóse en sus medidas, y halló sobre sí a todo el
ejército contrario en Avein, junto a Lieja. No era
posible retroceder, y se comenzó la batalla. Mostróse al principio favorable a los nuestros, a pesar de que no llegaban a ser la
mitad en número que los contrarios, por el certero fuego de nuestra Artillería.
Con esto se prolongó la lucha largas horas a costa de mucha sangre de ambas
partes, porque los nuestros, con la ventaja ganada, no querían ceder, ni menos
los enemigos, que se miraban tan superiores en número. Al fin, envueltos los
nuestros por todas partes y rendidos de tan desigual pelea, huyó primero la
Caballería, y luego la Infantería mercenaria, o de naciones, se puso en fuga.
Quedaron en el campo dos tercios viejos, uno de españoles, otro de italianos,
los cuales, aunque desamparados y peleando uno contra ciento, todavía
sostuvieron por mucho tiempo el empuje de todo el ejército enemigo hasta que
cayó el último de los soldados. Así fueron abatidas allí nuestras banderas,
pero no humilladas. Dejamos en el campo tres mil muertos, mil y ochocientos
prisioneros y todo el bagaje de artillería.
Las ventajas de un triunfo que tan poca gloria dejaba a los
vencedores, no fueron tampoco muy grandes. Juntóse a
la verdad el ejército francés con el del príncipe de Orange, como pretendía, y
unos y otros, reunidos, embistieron a Tirlemont y la
tomaron por asalto, cometiendo inauditos excesos, a pesar de la esforzada
conducta de su Gobernador D. Francisco de Vargas. De allí se dirigieron a Diest y Archost, plazas poco
importantes, y las tomaron; con que llenos de presunción osaron amenazar a
Bruselas. No tardaron en conocer la imposible ejecución de aquel intento, y
encaminándose a Lovaina, la pusieron cerco. Pero el Cardenal Infante maniobró
de tal suerte, que sin exponerse a los trances de una batalla desigual, logró
que levantasen los contrarios aquel cerco a los diez días de haber abierto las
trincheras, y sin que su ejército padeciese daño. Introdujo socorros en la
plaza, a punto que hizo la expugnación imposible; cortó los víveres y las
comunicaciones a los enemigos, que comenzaron a tenerse más por sitiados que
por sitiadores, y viniendo en seguida sobre ellos las disensiones naturales en
tales casos, y las enfermedades que engendran las privaciones, al fin tuvieron
que separarse, quedando sólo en Flandes el mariscal de Brezé con ocho mil
soldados, porque los demás se volvieron a Francia. No se limitaron los españoles
a guardar sus plazas y deshacer sin combatir a los enemigos, sino que llevaron
a cabo una dichosa empresa. El fuerte de Schenck,
situado en la isla de Batavia que vienen á formar dos brazos del Rhin, estaba a la sazón muy bien fortalecido, puesto que
era uno de los importantes que tenían los holandeses; pero no tan bien
guardado, porque mucha gente de la guarnición había salido a reforzar los
ejércitos. Apercibidos del caso los españoles que guarnecían a Gueldres,
determinaron tomarlo de improviso, y saliendo en número de quinientos hombres
escogidos, donde iban no pocos soldados flamencos, debajo del mando de Jorge Esrholtz, capitán de esta nación, se abalanzaron a los
muros, y al tercer asalto, muerto el Gobernador, se enseñorearon de ello,
degollando la gente que los defendía. Sintieron profundamente esta pérdida los
contrarios, y con ella, desconcertados del todo sus ejércitos, tomaron
cuarteles de invierno muy disgustados, y achacándose mutuamente los capitanes
el mal éxito de aquella campaña comenzada con fuerzas tan superiores y con tan
favorables auspicios como la batalla de Avein.
Alababan todos al propio tiempo de acertada la conducta del Cardenal Infante.
Al año siguiente (1636) fue todavía menos favorable la
campaña a los enemigos por aquella parte. Ocupáronla los holandeses con el sitio de la fortaleza de Schenck,
que así como fácilmente se les ganó, ahora, bien guarnecida de los nuestros, no
hallaban medio de recobrarla. No había que temer de ellos por algún tiempo,
según era su empeño, y según eran las fuerzas de la plaza, que intentaran
alguna otra empresa. Y dando por bien empleada la pérdida de Schenck, que al fin se rindió a los nueve meses de sitio,
reunió en tanto el Cardenal Infante todas sus fuerzas con las que el Emperador
envió en su ayuda, y juntando un poderoso ejército imaginó invadir Francia. Componíase éste hasta de treinta mil hombres de buenas
tropas españolas, lorenesas y alemanas al mando de Octavio Piccolomini de
Aragón, general italiano, natural de Siena, y de los que con más gloria habían
mandado las tropas imperiales contra los suecos; de Juan de Werth, de Carlos,
duque de Lorena, Príncipe feudatario de Francia, más que seguía alianza contra
ella con España y el Imperio, capitán de mucha sagacidad y esfuerzo, y del
príncipe Tomás de Saboya. Eran el ejército y los caudillos casi los mismos que
vencieron en Nordlighen y podían esperarse ahora de
ellos no menores efectos.
Entraron nuestras banderas impetuosamente en la provincia de
Picardía, y se enseñorearon de la Chapélle en seis
días, y poco después del Chatelet que aún se sostuvo
menos; a la par que numerosas partidas de Caballería, mandadas por capitanes
intrépidos se extendían por toda la Picardía y la Champagne, llevando por donde
quiera el miedo y estrago. En vano el conde de Soisons,
que mandaba el ejército francés presurosamente reunido, se opuso a la marcha
triunfante de los nuestros. No se atrevió a pelear a campo raso por sentirse
inferior en fuerzas, y siempre cejando delante de los españoles, los vio pasar
tranquilamente el Soma, y extenderse por la llanura que separa las aguas de
este río de las del Oise; Vervins, Noyon y Roye se
rindieron en seguida con poca defensa, y nuestros Generales llegaron sin más
obstáculo delante de Corbie. Defendiéronse los sitiados durante trece días; pero al fin, faltos de socorro de por fuera,
hubieron de rendirse a discreción. Hubo entonces un gran Consejo en nuestro
campo para deliberar si convendría o no caer sobre París. No había almenas de
por medio, ni ejércitos que lo estorbasen, y no faltó quien se inclinase a
ello; pero prevaleció el parecer contrario, y dejando fortificada y guarnecida
la plaza, aunque no bien abastecida, se ordenó la retirada.
Hubo y ha habido después sobre tal determinación diversos
conceptos. Ello es que París estaba lleno de espanto; salíanse a millares los habitantes de su recinto, y los que permanecían en él, ocultaban
cuidadosamente sus riquezas como si viesen ya en las puertas al ejército
vencedor. El Rey y el cardenal Richelieu dejaron también la capital, decretando
levas de gente muy grandes; creyóse que la perdición
de Francia era llegada, y la privanza de Richelieu estuvo para hundirse, porque
todos le miraban como causa de guerra hasta entonces tan desdichada. Ni pudo
desvanecer el pánico el ejército nuevamente levantado; porque si bien llegaba a
cincuenta mil hombres, como se componía de artesanos de París y de gente
allegadiza e inexperta en el ejercicio de las armas, no podía medirse en campo
con nuestros aguerridos tercios y escuadrones. Mirando y considerando tales
circunstancias, parece desacertadísima la retirada
que resolvieron nuestros Generales. Si desde Corbie hubieran marchado rápidamente a París apoderándose de aquella capital que no
podía defenderse, Richelieu habría caído indudablemente, y Luis XIII, ni muy
firme ni muy belicoso, se habría prestado de buena voluntad a ajustar las
paces. Ni otra cosa convenía en aquella ocasión a la Corte de España. Asustar a
Francia con tal alarde de fuerza, conservar con él la fama de invencibles de
nuestras armas, y el prestigio de nuestro nombre, todavía muy grande en los que
no conocían nuestras flaquezas, obteniendo al propio tiempo la paz, era un
pensamiento militar y político tan alto, que podía justificar sobradamente lo
que hubiese en la expedición de arriesgado. Y más que sin esto era de prever
que ni los triunfos pasados ni el terror infundido en los contrarios hubiesen
de producir fruto alguno. Así sucedió desdichadamente. No bien repasaron los
nuestros el Soma, sitiaron los enemigos Corbie, y
hallándola ya sin víveres ni municiones de guerra, tuvo su Gobernador que
capitular al mes de bloqueo. Rindióse luego Roye, y
poco a poco fuimos perdiendo todo, lo conquistado. Sin embargo, si no sacamos
todas las ventajas que se pudieran de aquella campaña, todavía debió de
considerarse como favorable, puesto que con tanta reputación la habíamos
sostenido en el territorio enemigo.
Habían en tanto los franceses invadido el Franco-Condado.
Estaba aquella provincia asegurada por tratados particulares de neutralidad,
ajustados entre España y Francia en tiempo de Felipe III; pero como
fortificasen los naturales algunos puestos, y tomasen algunas otras
precauciones legítimas e indispensables al comenzar tan empeñada guerra, diéronse los franceses por libres de los pactos, y entrando
en el país con ejército de veinte mil hombres al mando del príncipe de Condé, pusieron sitio a Dole, que
era la principal de sus plazas. Mostraron los habitantes tanta lealtad y amor a
España, que aún hoy se conmueve el corazón al recordar los sacrificios,
inútiles al fin, que hicieron por nuestra causa. El Arzobispo de aquella
ciudad, bien que agobiado de los años, y el Parlamento acudieron a la defensa y
lograron meter en la plaza abundantes provisiones, y hasta cinco mil paisanos
que al punto adiestraron en las armas los pocos oficiales españoles que allí
había. No quedó medio bárbaro de hostilidad que no empleasen los franceses para
rendir la lealtad de los de Dole; mas todo fue en
vano por entonces. Lanzaron multitud de bombas, y con ellas destruyeron la
mayor parte de los edificios, y además quemaron los campos y las poblaciones
cercanas. Pero perdieron más de tres mil hombres sin lograr aún aportillar la
plaza, y al cabo les fue forzoso levantar el sitio cuando ya un puñado de
gente, enviado por el Cardenal Infante a socorrerla, estaba a punto de lograr
su intento. No fue más afortunado en el Rhin el
ejército francés destinado a atacar al Emperador, puesto que en las dos
primeras campañas no logró ventaja notable; antes padeció notablemente
descalabros.
Mas Richelieu no era hombre a quien desanimasen los reveses.
Formó al abrirse la campaña de 1637 cuatro ejércitos, y con ellos embistió de
nuevo a un tiempo la Alsacia y el Luxemburgo, el Franco-Condado y las plazas
del lado de Picardía. Y a la par el príncipe de Orange, que gobernaba a los
holandeses, tomado ya Schenck, se puso más poderoso
que nunca en campaña. Eran las fuerzas del Cardenal Infante inferiorísimas a las de los contrarios, de suerte que no podía sostener el campo, y los
imperiales que principalmente defendían la Alsacia, no estaban para prestarle
muy grande ayuda. Pidió con instancia a Madrid soldados y dineros, y no pudo
obtener unos ni otros, porque a la sazón ocupados el Rey y el favorito en las
grandes fiestas y mojigangas con que se celebró, como arriba dijimos, la
coronación del Rey de Hungría, no estaban para pensar en armamentos ni en
socorros; demás que los doce millones que se habían gastado en ellas, eran el
dinero que había. Falto así de todo D. Fernando a todo suplió su esfuerzo, que
sólo en él se mostraba entonces digno de su raza, y mantuvo en tres campañas designadísimas el honor de España.
Sitió el príncipe de Orange a Breda, y el cardenal la
Valette se puso delante de Landreci; y como el
Infante no pudiese intentar el socorro a campo raso por falta de fuerzas, una y
otra plaza se rindieron, al cabo de dos meses de sitio la primera, y quince
días la segunda de trinchera abierta. Dolorosas pérdidas, en especial la de
Breda, cuya conquista había costado millares de vidas y tesoros inmensos pocos
años antes. No se estuvo quedo, sin embargo, el valeroso Infante, y mientras
los enemigos expugnaban aquellas plazas, rindió por su parte Roremunda y Venlóo. Hubo también
algunos combates parciales honrosísimos para los españoles. D. Alvaro de Viveros, que mandaba trescientos artilleros, fue
sorprendido por mil cuatrocientos franceses, que gobernaba el coronel Gassion, y peleó con ellos hasta que apenas le quedó hombre
vivo, causando entre los enemigos enorme estrago. Tributó el cardenal la
Valette a D. Alvaro de Viveros, honrosas
demostraciones cuando se lo llevaron prisionero. Peleó con no menor esfuerzo D.
Juan de Viveros, que fue al socorro de la Chapelle,
sitiada también por la Valette; mas no pudo lograr su intento, y aunque él se
retiró sin pérdida, rindióse la plaza. Conquistó el
mismo la Valette a Mobeuge y Barlemont;
mas una y otra plaza fueron recobradas por el Cardenal Infante, que ganó
también el castillo de Emeric.
Pero al propio tiempo el ejército francés, que al mando del
mariscal de Chatillon había entrado en el Luxemburgo,
hacía grandes progresos. En pocos días ganó Villaine, Dinant, Murnaux, Lupi y Ham. Puso luego sitio a Ivoy, rindiéndola con no menor fortuna, y de allí se fué a sitiar Danvilliers, que se
defendió valientemente por más de dos meses. Acudieron al socorro de esta plaza
los españoles que estaban de guarnición en Arlon y Montmedi, y asaltando de noche el cuartel de artillería de
los sitiadores, donde estaba el conde de Polie,
pasaron a cuchillo a la mayor parte de los soldados, llevándose a los capitanes
prisioneros.
Pero con todo continuó el asedio y tuvo que rendirse la
plaza. Pequeña recompensa fue de tanta pérdida el que los nuestros recobrasen
por sorpresa Ivoy, degollando casi toda la guarnición
francesa que allí había. Era preciso acudir al socorro de esta provincia, sin
dejar por eso el propósito de la Valette, y contener al propio tiempo los
progresos del príncipe de Orange, que después de tomada Breda, viéndose sin
enemigos, recorría libremente la campaña y amenazaba las plazas de Flandes. En
tan crítica situación no desmintió el infante D. Fernando su fama. Marchó
contra el de Orange, y lo halló retrincherado con sus
holandeses entre los diques de Callao y de Woerbroec en el Waes. No era su ejército mayor que el de los
enemigos: acometiólos, sin embargo, detrás de los
reparos, peleó con ellos dos días con tanto esfuerzo que, al fin, los rompió,
matando mil doscientos hombres y tomando dos mil quinientos prisioneros con
cincuenta y tres banderas, veintiocho cañones y ochenta y un barcos que tenían.
Libre ya de tal enemigo, dividió su corto ejército en dos trozos, y mientras
con el uno conquistaba la plaza de Kerpen sobre los
holandeses y hacía frente a la Valette, envió el otro al mando de Piccolomini a
reforzar al príncipe Tomás que gobernaba las armas en el Luxemburgo.
Sitiaba el mariscal de Chatillon,
envanecido con sus anteriores triunfos, la importante plaza de Saint Omer,
escasamente guarnecida, y los nuestros no habían podido hasta entonces
socorrerla; mas con la llegada de Piccolomini, el príncipe Tomás se resolvió a
la empresa a toda costa. Ejecutóla metiendo en la
plaza dos mil soldados, y deshaciendo en campo algunos regimientos franceses
que quisieron impedirlo. Y no contentos con esto, embistieron Piccolomini y el
de Saboya al grueso del ejército francés en sus mismas trincheras, tomaron tres
reductos de los que ceñían la plaza; introdujeron en ella más socorros, y en
cuatro días de sitio formal rindieron a la vista de los enemigos el fuerte de
Bac, muy bien fortalecido y guarnecido. No osaron éstos venir formal batalla, y
levantaron el cerco con gran mengua y daño. Perdióse en tanto la plaza de Chatelet, la última que nos
quedaba de la invasión del Cardenal Infante en Picardía; pero no era esta
pérdida tal que pudiese aguar el regocijo de la anterior victoria. También
levantaron los nuestros el sitio de Chateau-Cambresis al aproximarse con muy superiores fuerzas el enemigo.
Mostróse aún más próspera la fortuna al comenzar la siguiente campaña, que fue la de
1639. Recibió Piccolomini estrechas órdenes del Infante para que volviese a
juntarse con él, una vez logrado el socorro de Saint Omer. Marchaba éste a
ejecutarlo, cuando supo que el mariscal de Feuquiéres sitiaba Thionville, donde no había ni víveres, ni
municiones, ni soldados, ni siquiera gobernador que diese alguna orden para la
defensa. Con esto Piccolomini detuvo su marcha resuelto a dejar libre y
abastecida la plaza. Para estorbárselo salieron a él los franceses en buen
número, y le pusieron una celada; mas supo evitarla, y cayendo sobre ellos
cuando creían tenerle cogido en sus redes, les mató tres mil hombres y puso en
fuga a los demás que se le opusieron. Llegó entonces sin obstáculo delante de
las líneas de los franceses, y hallólas ya bastante
fortificadas, pero no por eso cejó en su empeño. Lanzóse sobre una de las estancias, y la forzó fácilmente; con que pudo entrar en la
ciudad, y animado con tal triunfo, tornó a salir luego y acometió de un golpe
todas las que ocupaban los enemigos. No pudieron los franceses resistir en
ninguna de ellas el valor de los nuestros, y a la primera acometida,
abandonando cobardemente bagajes, artillería y municiones, se pusieron en fuga,
dejando once mil hombres muertos o prisioneros en el campo. De estos fue el
mismo Feuquiéres, que a poco murió de las heridas que
recibió en la batalla.
Sitió en seguida Piccolomini hacia Mouzon creyendo ganarla al paso; pero tuvo que levantar el cerco, porque se aproximaba
el mariscal de Chatillon al socorro, y porque el
Cardenal Infante le instaba más cada día para que volviese a incorporarse con
él. Y era que como los enemigos se mostraban tan superiores en número, no había
medio de hacerles frente en todas partes. La importante plaza de Hesdin había sido sitiada por el Rey de Francia en persona
con un poderoso ejército, mientras que los españoles vencían en el Luxemburgo a
los franceses. No pudo socorrerla el Cardenal Infante con las escasísimas
fuerzas que le quedaron, y cuando volvió Piccolomini ya era tarde. Abierta la
plaza por todas partes y sin esperanzas de socorro, rindióse al segundo asalto. Allí dio el Rey de Francia el bastón de mariscal a la Meilleraie, que había dirigido el sitio, y lo dejó de
comandante de su ejército, el cual se dividió en dos trozos. Logró con el uno
la Meilleraie cierta ventaja contra un trozo de los
nuestros, gobernado del conde de La Fontaine, flamenco, y General de la
Artillería, en el combate de San Nicolás, y poco después en San Venant deshizo otro trozo de walones al servicio de España. Entre tanto el mariscal de Chatillon con el resto de los franceses volvió a tomar Ivoy y
arrasó sus fortificaciones. Pero en cambio, los españoles hicieron levantar a
los franceses los sitios de Charlemont y Marienburg, destrozaron completamente su Caballería, y era
de todos modos vergonzoso lo poco que habían hecho con ejércitos tan poderosos,
y teniendo al frente un enemigo tan inferior en número. Mandó Richelieu que a
toda costa se tomase Arrás, capital del Artois. Reuniéronse para la empresa las reliquias de tres ejércitos enemigos y se comenzó el sitio,
extendiéndolo en diez leguas al contorno. Importaba tanto la plaza, que el
Cardenal Infante, juntas también todas sus fuerzas y las del duque de Lorena,
marchó al punto al socorro. Sorprendió Lamboy,
caballero de Lieja que mandaba nuestra Caballería, varios convoyes, y hostigó
de diversos modos a los sitiadores, pero sin lograr sorprender sus líneas. Dióse luego en ellas un combate en que disputándose la
vanguardia españoles e italianos, hubo alguna confusión y desconcierto de
nuestra parte; con todo, al decir de los franceses, hicieron prodigios de valor
los nuestros, ganaron dos medias lunas e hicieron gran mortandad en los
contrarios; pero estaban muy bien fortalecidas y defendidas por mayor número de
tropas, de suerte que no fue posible forzarlas todas. El duque de Lorena, que
también se había apoderado de uno de los cuarteles del enemigo, tuvo igualmente
que abandonarlo. Intentóse otra vez el socorro, pero
no hubo lugar de ejecutarlo, porque los burgueses, sin noticia de la
guarnición, abrieron las puertas, cogiéndola al descuido. Fueron allí generosos
los franceses; admirados de la valerosa defensa, concedieron a la guarnición, que
la alevosía de los vecinos había puesto en su mano, todos los honores de la
guerra.
Entretanto el príncipe de Orange había atacado Flandes por
diversas partes, pero sin éxito alguno. Sitió los fuertes de San Donato y San
Job, y fue rechazado; quiso pasar el canal de Brujas, y no acertó a
conseguirlo. Entonces se embarcó y fue a caer sobre los fuertes de Nassau y de Hulst; tomó el primero, pero del segundo le obligó a alzar
el cerco el Cardenal Infante, que volvía del malogrado socorro de Arras, y en
seguida tuvo que arrasar el otro por no poder sostenerlo. Otra empresa intentó
el holandés por Gueldres; desembarcó y se acercó a la ciudad con ánimo de
tomarla por sorpresa; pero saliendo de ella el Gobernador, que era el Maestre
de campo Pedro de la Costa, le degolló seiscientos hombres y cogió cuatro
piezas de artillería, haciéndole retirar vergonzosamente. Con esto terminó
aquella campaña en Flandes, no ventajosa para nuestras armas porque no podía
serlo, dada la inferioridad de fuerzas y de recursos, y, sin embargo, muy
memorable.
Pero entretenidos allí nuestros escasos ejércitos, no
pudieron acudir a la defensa del Franco-Condado. Odiaba más el francés a
aquella provincia que a otra alguna, por su lealtad a España. Entró el duque de
Longueville en ella con un ejército formidable; destrozó en Rotalier algunas compañías españolas y los tercios que formaron apresuradamente los
naturales, mandadas las primeras por un cierto Gómez, y las segundas por el
barón de Wateville, y en seguida rindió fácilmente el
flaco castillo de Saint Amour y quemó otros varios,
Acometió luego a Lons-le-Sauliner y la tomó, y en aquel año, que fué el de 1637, y el
siguiente, asoló los campos y las ciudades abiertas con tanta crueldad, que
redujo a la miseria a todos los habitantes. Ayudóle el duque de Weimar, que entró por tierra llana con otro ejército, y ambos
recorrieron el país como bandidos, sin acometer las plazas fuertes donde se
habían recogido los pocos españoles y soldados que allí había, empleándose
solamente en el saqueo y en el exterminio. Las historias no hablan de invasión
tan bárbara como ésta, si no es remontándose al siglo V; todavía queda memoria
de ella en aquel país, aunque sujeto tanto tiempo hace al dominio francés. Continuáronse en 1639 y 1640 tales campañas, tomando en
ellas algunos fuertes y las plazas poco importantes de Noseroy, Chatelvilain y Saint Cloud. Quedaron sólo por
nosotros las principales fortalezas, que eran Besançon, Cray, Dole y Salins, donde no se
atrevieron a llegar los franceses. Y los naturales, entregados a la saña de los
enemigos, suplicaron reverentemente al rey Felipe, por medio de su diputado en
Madrid, que o les enviase un ejército para su defensa o los desamparase del
todo, cediendo su señorío a otra potencia.
En Italia no corría menos varia la fortuna. El duque de
Saboya se declaró desde el principio por Francia, y él y el de Parma ajustaron
en 1636 un tratado con aquella potencia, que se firmó en Rivoli, para despojar
a los españoles del Milanesado. Los españoles en tanto pusieron de su parte al
duque de Módena, y de uno y otro bando se comenzaron al punto las hostilidades.
Era a la sazón gobernador del Milanesado Don Diego Felipe de Guzmán, marqués de
Leganés, conocido por el valor con que peleó en la jornada de Nordlinghen. De parte de Francia vinieron los Mariscales de Crequi y de Toiras con diez
mil hombres a Italia, y juntas sus fuerzas con las de los Duques, expugnaron
fácilmente a Villata y Candia, y sitiaron Valencia
del Pó. Defendióla heroicamente D. Martín Galiano, que gobernaba a los españoles, y al cabo de
seis semanas tuvieron que levantar el campo muy disminuidos.
Amenazó en el ínterin Leganés los Estados del duque de
Parma; hubo un combate dudoso entre un Cuerpo de tropas españolas y modenesas,
y otro de franceses y parmesanos, en el cual unos y otros salieron con
descalabro, e irritado con esto el General español, se determinó a hacer mayor
esfuerzo todavía para castigar a aquel Príncipe. Pero entretanto el duque de
Rohan, encargado de conquistar la Valtelina, entró allá con un ejército formado
de franceses, suizos y grisones, y se apoderó en poco tiempo de todo el valle y
los condados de Bormio y de Chiavenas.
Acudieron al socorro los imperiales por la parte del Tirol, y en el combate de
Metz los rechazó con alguna pérdida, y encontrándose luego con las tropas que
al propio intento traía de Milán el conde Juan Cerbellón,
soldado milanés de mucha cuenta, las destrozó por dos veces en Morbeigne y a orillas del lago de Como. Entonces el de
Rohan adelantó sus intentos a incorporarse con los confederados que acababan de
levantar el sitio de Valencia. Impidióle la ejecución
el de Leganés, poniéndose entre ambos trozos de enemigos con su ejército. El
duque de Rohan, privado de víveres y acosado por todas partes, hubo al fin de
recogerse de nuevo a los desfiladeros de la Valtelina, y libre ya de este
estorbo el de Leganés, puso toda su atención en el ejército de la liga
italiana, que amenazaba aún el Milanesado. Habían estallado entre ellos las
ordinarias diferencias que suelen entre Príncipes y capitanes de distintas
naciones y de opuestos intereses, por manera que los españoles tuvieron tiempo
de sobra para llegar antes de que hubiesen logrado efecto notable. Tomaron los
aliados ambas orillas del Tessino, caminando los
franceses por la una, y por la otra los saboyanos, con el objeto de caer unidos
sobre Milán. Apoderáronse del fuerte de Fontanelle, aunque con muerte del mariscal de Toiras, uno de los mejores capitanes franceses, y rompieron
los acueductos que surtían a aquella ciudad, con que hubo en ella algún
espanto. Mas viéndolos separados por el río, imaginó el de Leganés acometerlos
por separado y destruirlos, y juntando con la idea la obra, fue con D. Martín
de Aragón, Capitán general de la Caballería, hijo natural del conde de Luna, a
acometer a los franceses. Recibiéronle éstos con
firmeza en los campos vecinos de Buffarola, confiados
en que el duque de Saboya vendría en su ayuda, y que entre unos y otros
oprimirían a los nuestros con la superioridad del número. Así fue que unos
esperando refuerzos, y otros temiendo que les llegasen, pelearon con increíble
obstinación durante diez y ocho horas seguidas, sin que la noche separase a los
combatientes.
Pero a este punto el valor español iba en aumento y el
francés estaba ya enflaquecido, de suerte que parecía nuestra la victoria. Hubiéralo sido, sin duda, a no ser porque, con la duración
de la batalla, tuvo tiempo el duque de Saboya para echar un puente sobre el Tessino y venir sobre los españoles. Entonces fue forzosa
la retirada; mas la ejecutaron los nuestros en tan buena ordenanza, que no
dejaron en poder del enemigo ni artillería, ni prisioneros, ni éste se atrevió
a moverse de sus puestos. De esta batalla, que se llamó del Tessino,
se tuvieron ambas partes por victoriosas, mas la gloria quedó por los de
España, que hicieron tal riza en los franceses que, pocos días después de la
batalla, sin intentar empresa alguna se volvieron al Piamonte. Con esto hubo
más quejas y más recriminaciones que nunca entre los aliados, y las cosas se
pusieron enteramente de nuestra parte.
En el invierno de 1637 se acuartelaron los españoles en el
Placentino a costa del duque de Parma, y este Príncipe, viéndose tan próximo a
perder sus Estados, se apresuró a pedir la paz, que no obtuvo de Leganés, sino
cediendo a España la fortaleza de Sabionetta. En
tanto los grisones, ofendidos de la vanidad francesa y de lo cara que les
hacían pagar su alianza, se concertaron con los españoles y los imperiales
sobre la Valtelina, expulsando de su territorio al duque de Roñan con su gente.
No quedaron satisfechos los antiguos deseos de España de poseer el valle; pero
siempre fue ventaja el cerrarles aquella puerta a los franceses. Continuando la
guerra contra el duque de Saboya, tomó el marqués de Leganés a Niza de la
Palla. Hubo dos encuentros entre las tropas del Marqués y las del Duque, el uno
en Rocca de Arasa, y en Montbaldon el otro, donde se peleó con encarnizamiento, pero sin consecuencia alguna. Así
fue que el saboyano cantó la victoria; pero con igual o mayor razón pudieron
cantarla los nuestros. Murió en esto (1637) el Duque, dejando por heredero a un
Príncipe de seis años, bajo tutela de su madre Cristina, hermana del Rey de
Francia.
Ocioso parece decir que la Regente se declaró contra España,
como su marido, ajustando un tratado de alianza ofensiva y defensiva con
nuestros enemigos. Hallábanse de nuestra parte los
dos Príncipes de Saboya, hermanos del Duque difunto, y tanto que el uno de
ellos, Tomás, mandaba ejército nuestro en Flandes. Discurrió el Conde-Duque
oponer a la regencia de la madre la de los hermanos; acogieron éstos con
regocijo el intento, y no fue mal recibido tampoco en los pueblos de Saboya,
disgustados del gobierno de Cristina, con lo cual el príncipe Tomás vino de
Flandes a Italia. Encontró allí al marqués de Leganés triunfante, porque
habiendo sitiado a Bremo la puso en pocos días a
punto de rendirse: acudió al socorro desde Turín, donde estaba el mariscal de Crequi con el ejército francés, ya un tanto recobrado de
los quebrantos que había padecido en la campaña anterior, y pretendió forzar
nuestras líneas; pero al venir a reconocerlas cayó muerto de un cañonazo, con
lo cual quedaron desconcertados los suyos, retirándose él y capitulando la
plaza. Dividió nuestro ejército en dos trozos el de Leganés: entró con uno de
ellos por el Montferrato, y los Príncipes de Saboya
entraron con el otro por el Piamonte, reclamando la regencia del Ducado.
Habíase pactado en un convenio hecho en Vainiero antes de comenzar la campaña entre el príncipe Tomás y el marqués de Leganés,
que las plazas que opusieran resistencia y fueran tomadas por fuerza de armas,
quedarían en poder de España para siempre. Con esto fue más fácil la conquista
de algunas plazas, porque los Gobernadores saboyanos y piamonteses. las rendían
sin resistencia a los Príncipes pretensores de la regencia. Así se tomó Quierz, Alontcollier e Ivrea. D. Juan de Garay rindió en tres asaltos contra Verrua; el marqués de Leganés ganó en persona Crecentino, y el príncipe Tomás se apoderó de Chivas, por
sorpresa. Acudieron muchos saboyanos a alistarse bajo de las banderas de los
Príncipes, y así se mostraron tan poderosas nuestras armas que el cardenal de
la Valette que, muerto Crequi, había venido a mandar
a los franceses con las reliquias de su gente, hubo de encerrarse en Turín. No
se atrevieron a sitiarle allí los nuestros todavía, y revolviendo sobre otras
plazas menos importantes, ganaron en pocos días Asti, Villanueva de Asti, Churasco, Trusasco y otras
muchas. El príncipe Tomás derrotó un trozo de gente enemiga que pareció en
campo, causándole de pérdida dos mil hombres, y en seguida innumerables lugares
y castillos vinieron a nuestra obediencia. Trin,
plaza fortísima de Piamonte, opuso mayor resistencia; pero al fin la tomó por
asalto a escala vista el marqués de Leganés con muerte de muchos franceses. Montcalvo, Ponte Tuca, Saluces, Coni y Villafranca cayeron también en nuestro poder.
Richelieu, que había mirado hasta entonces fríamente las pérdidas de la Duquesa
Regente para obligarla a ponerse del todo en sus manos, viendo tan próxima su
total ruina, ajustó con ella un tratado y envió numerosas tropas a socorrerla
al mando del duque de Longueville. Alentado con estas nuevas salió el cardenal
la Valette de Turín, púsose sobre Chivas, y la tomó
sin que los españoles pudieran socorrerla, aunque lo intentaron, antes con
alguna pérdida hubieron de abandonar el empeño.
Pero entre tanto, el príncipe Tomás llevó a cabo otro de
tanta o mayor importancia, que fue la toma de Turín. Acercóse de noche a la ciudad, y aplicando un petardo a una de las puertas la rompió y
entró con sus tropas. No pudieron los contrarios oponerle resistencia alguna,
porque dentro de la ciudad tenía el Príncipe muchos parciales y aun algunos
soldados que acudieron a la señal en armas. La Duquesa Regente se refugió medio
desnuda en la ciudadela. Allí se fortificó con su gente mientras llegaban los
franceses al socorro. Vinieron éstos; pero vino también el marqués de Leganés
con todo el ejército español, y de una y otra parte se comenzó el sitio,
defendiendo los saboyanos y franceses la ciudadela, y atacándola desde la
ciudad y el campo los nuestros. Esperábase la
rendición, cuando por mediación del Nuncio del Papa, Caffarelli,
se ajustó una suspensión de armas de ochenta días entre ambas partes. Mostró en
ella el marqués de Leganés, que si tenía grandísimo esfuerzo, dando con él
ejemplo a sus soldados para vencer algunas veces, tenía escasos talentos
militares. Tal tregua no podía traernos ventaja alguna, y, en cambio, daba
espacio y lugar a los franceses para reforzar y mejorar sus cosas. Desaprobóla el príncipe Tomás, y con ocasión de ella
nacieron diferencias entre éste y el General español, no poco perjudiciales en
adelante. Pronto se dejaron ver las resultas.
Habiendo muerto en aquella sazón el cardenal de la Valette,
vino el conde de Harcourt a gobernar las armas francesas. Y no bien terminada
la tregua, se puso el nuevo General en campo, abasteció algunas plazas de las
que quedaban por él todavía, y rindió a Quierz, que
era de mucha utilidad para conservar la importante posesión de Chivas: en
seguida se fortificó no lejos de aquella plaza para aguardar refuerzos.
Imaginaron los nuestros cogerle allí entre dos ejércitos y destruirle, y al
efecto salió de Turín el príncipe Tomás con cinco mil hombres, y el de Leganés
con quince mil se adelantó a Quierz y tomó todos los
puestos y comunicaciones, de suerte que el enemigo parecía ya reducido a la
mayor escasez y miseria. Harcourt supo burlar a nuestros capitanes. Levantó su
campo una noche, y antes de amanecer se halló tan lejos de los españoles que no
era posible ya obligarle a que viniese a batalla. Mas como el río Routa viniese muy crecido, tuvo el francés que detener la
marcha para fabricar un puente a la ligera, y entre tanto el príncipe Tomás se
apareció delante de su vanguardia con las tropas que traía, y algunas compañías
del marqués de Leganés se rozaron con su retaguardia, comenzando a escaramuzear. Harcourt, sin vacilar un punto, se arrojó
sobre las tropas del príncipe Tomás, compuestas de italianos parciales suyos,
nuevos e inexpertos en las armas, y las rompió al primer choque: apresurando
luego la construcción del puente, antes de que llegase el grueso de los
españoles, pasó el río y se escapó de nuestras manos favorecido también de la
noche.
Tal fue el último suceso de esta campaña, y en la de 1640,
ya muy reforzado el francés, comenzó el primero las hostilidades con mucha
furia, y rindió los castillos de Busque, Dronner y Brodel y la ciudad de Revel.
Tampoco los nuestros tardaron mucho en salir a campaña.
Mientras el príncipe Tomás proseguía el asedio de la ciudadela de Turín, sitió
el marqués de Leganés al Casal. Vino al socorro el conde de Harcourt, y
acometiendo a los españoles dentro de sus trincheras se trabó una batalla
terrible. Por tres veces rechazaron los nuestros a los enemigos; pero a la
cuarta penetraron éstos por el cuartel del Maestre de campo D. Fernando del
Pulgar. Leganés no acertó a tomar las medidas convenientes en aquel trance, y
todo el ejército fue forzado a retirarse con sumo desorden, dejando mil
prisioneros y muchos muertos, la artillería y caja militar en poder del
enemigo. La mala composición de aquel ejército, que era ya de extranjeros en la
mayor parte y soldados bisoños, excusa en algún modo la derrota de Leganés;
pero ella fue funestísima para nuestras armas en Italia. Alentado el francés,
cayó sobre Turín, y no sólo metió socorro en la ciudadela, sino que sitió al
príncipe Tomás dentro de la ciudad. El marqués de Leganés se puso con su gente
a los pasos por donde podían venir a los franceses socorros, y en pocos días
los redujo a tal estado que apenas tenían que comer, siendo bastantes los
pasados y fugitivos. Con todo, Harcourt no cejó en su empeño, antes bien se
atrincheró en dos líneas fortísimas, la una que miraba a la ciudad, la otra al
campo de los españoles. Era de ver el revuelto aparato y disposición de armas
que allí había, porque el príncipe Tomás sitiaba desde la ciudad a la
ciudadela, y los enemigos sitiaban por fuera a la ciudad, y el marqués de
Leganés los asediaba luego a ellos desde su campo. Pasaron días y días en este
estado, hasta que al fin se acabaron de todo punto las municiones y los víveres
en la ciudad, y el príncipe Tomás instó para que se le socorriese. Acometió el
marqués de Leganés las trincheras enemigas por una parte, mientras por otra iba
a ellas Carlos de la Gatta, buen capitán napolitano,
y el príncipe Tomás hacía una salida. Fue rechazado el Marqués, aunque peleó
esforzadamente como solía, y puesto que la Gatta rompiese la línea, fue para mayor desdicha, porque no pudiendo pasar con él
víveres ni municiones, no hizo otra cosa que meter en la ciudad cerca de seis
mil hombres más, los cuales, no habiendo que comer, apresuraron la rendición.
Intentó todavía el príncipe Tomás romper en otra ocasión las
líneas; pero aunque peleó con desesperación no pudo lograrlo, y más que las
tropas del de Leganés que debían embestir por otro lado, mal dispuestas y
dirigidas, no llegaron a tiempo, con que fue inútil el combate. Al fin capituló
la plaza, saliendo la guarnición española y las tropas italianas con todos los
honores de la guerra. Crecieron con esto las diferencias entre el príncipe
Tomás y el marqués de Leganés, atribuyendo a éste el primero, que a todo
intento le hubiese dejado solo en las salidas; entorpeciéronse las operaciones y todo llevaba traza de perderse en un punto, cuando el
Conde-Duque, por esta vez acertado, aunque ya tarde, mandó venir a España al
marqués de Leganés, dando el gobierno de Milán al conde de Siruela, D. Juan
Velasco de la Cueva.
No estaban quietas en tanto las fronteras del Pirineo.
Concertó el Virrey de Navarra, D. Francisco de Andía, marqués de Valparaíso,
con el Conde-Duque, el modo de ejecutar una diversión en Francia por aquella
parte.
Era el Marqués más cortesano que capitán, y así fueron los
efectos. Bajó de improviso los Pirineos, seguido de algunos trozos de gente mal
armada, que a mucho dudar podía llamarse ejército. No lo entendieron los
franceses sino en ocasión que se hallaba ya destruyendo y ocupando Siburo, San Juan de Luz, Socoa y
la Tapida, lugares de la Gascuña. Pudieron tomar
Bayona, según era el descuido de la provincia, a no detener, sin razón
plausible, su marcha con lo que se dio tiempo a los franceses para volver sobre
sí, y perseguido por ellos hubo de tornarse a nuestra frontera, dejando
guarnecidos y fortificados a gran costa todos los puestos conquistados. Así se
conservaron algunos días, no hallándose los franceses con fuerzas para
sitiarlos todavía, cuando se determinó en Madrid el evacuarlos, y sin que nadie
las embistiese ni acosase, salieron de ellos las guarniciones apresuradamente,
dejando abandonada cantidad de víveres y municiones y perdido el dinero
empleado en la fortificación.
Asombra la poca cordura con que se encaminó toda aquella
empresa; la precipitación en comenzarla sin bastante fuerza para ello, y acaso
más la precipitación en dejarla tan sin motivo y con tanto daño. Dióse orden poco después al Virrey de Cataluña, D. Enrique
de Aragón, duque de Cardona, para que dispusiese otra diversión por la parte
del Languedoc, y reuniendo hasta dos mil infantes y dos mil caballos, la mayor
parte catalanes, con el conde Juan Cervellón, Maestre
de campo general, venido de Milán para el caso, se puso sitio a Leucata. Ya se daba la plaza por rendida, cuando sobrevino
el duque de Halluin, Federico de Schomberg,
que gobernaba el Languedoc, con un ejército.
Sorprendió el francés a los nuestros en sus cuarteles, ya
entrada la noche de un día en que iban a cumplirse los veintinueve de sitio:
huyeron al primer empuje de los enemigos las milicias del Rey, que poco
prácticas en rales trances, apenas supieron ponerse en orden; sostuviéronse los tercios catalanes, aunque también
bisoños, y los jinetes de Castilla: el combate fue sangriento y obstinado, y al
fin unos y otros se retiraron teniéndose por vencidos; los españoles fuera de
las líneas que ocupaban, los franceses a su campo. Mas el de Cardona sin
reparar en el desconcierto de los enemigos, que era casi tanto como el de los
suyos, emprendió al día siguiente su marcha hacia el Rosellón, abandonando la
artillería y bagaje, con que tuvo el suceso apariencias de completa derrota.
Harto compensó esta pérdida la victoria de Fuenterrabía, que fue de las más
gloriosas que hubieran alcanzado nuestras armas.
Para devolvernos Richelieu las entradas que habíamos hecho
por el Pirineo, envió acá un ejército de veinte mil infantes y dos mil caballos
a las órdenes del duque de Enghien y del de la Valette, los cuales sentaron su
campo delante de Fuenterrabía. Al propio tiempo, una escuadra francesa, al
mando del Arzobispo de Burdeos, vino a bloquear la plaza. Defendióse muy bien la escasa guarnición que allí había; pero pronto empezó a sentir la
falta de vituallas, que ocasionaba el cerco tan estrecho por mar como por la
parte de tierra, y la rendición parecía segura. Aumentó la probabilidad un
funesto accidente. Catorce galeras y otros cuatro bajeles equipados para meter
socorro en la plaza, fueron destruidos en la rada de Guetaria por la armada del
Arzobispo. Con todo, no desmayaron los sitiados, resueltos a defenderse hasta
el último trance. Las minas habían ya hecho practicable la brecha, y estaba a
punto de darse el asalto, solamente por negligencia diferido, cuando llegó al
socorro un ejército reunido costosamente, pues hasta de Flandes vino gente para
él y a las órdenes del esforzado Almirante de Castilla, D. Juan Alonso Enríquez
de Cabrera, duque de Medina de Río-Seco, y del marqués de los Vélez, Virrey a
la sazón de Navarra, asistidos de la industria y valor de Carlos Caracciolo,
marqués de Torrecusso, capitán napolitano más
valeroso que prudente, pero de mucha práctica en la guerra y muy leal a su Rey
y al servicio de España. No era nuestro ejército tan lucido ni tan
experimentado como el de los contrarios; pero suplió el valor a todo. Mandaban
los cuarteles franceses el de Enghien, y el Arzobispo, que había ido a tomar
parte en las operaciones con los soldados de los bajeles. Acometiéronles los españoles con inaudito esfuerzo, de tal manera que, sin poder resistirles,
huyeron al primer ímpetu los franceses, abandonando sus reductos. Forzó con su
tercio el marqués de Mortara los puestos que defendía
el mariscal de la Forcé con tres mil soldados, debiéndosele, por consiguiente,
muy principal parte del triunfo. Tal fue, que en un momento todo el ejército
enemigo se lanzó en precipitada fuga hacia el mar; cayeron más de ochocientos
al filo de la espada, y fueron más de dos mil los que se ahogaron antes de
ganar los bajeles, dejando en poder de los nuestros muchos prisioneros y toda
la artillería.
Pocos en todo fueron lo que se salvaron, no parando de
correr hasta Bayona, y de los primeros el duque de Enghien, hijo del príncipe
de Condé, y los otros capitanes, que tuvieron más
cuenta con la vida que no con la honra que perdían. Levantóse allí la fama del gran Almirante de Castilla, a punto de no ser más empleado en
mucho tiempo, que tanto pudieron la envidia y la emulación árbitras por
entonces del Gobierno; cubriéronse de gloria Mortara y Torrecusa, y con tales
capitanes y soldados, España se creyó todavía invencible.
Pero así como el suceso de Leucata puso aliento en los nuestros para el socorro de Fuenterrabía, la afrenta que
aquí padecieron los franceses, los movió a emprender con más ahínco alguna
cosa de importancia en nuestras fronteras. Fióse el
desagravio al mismo duque de Enghien, que entró por el Rosellón con veinte y
cuatro mil infantes y cuatro mil caballos, repartidos en tres trozos, trayendo
al duque de Halluin por segundo en el mando.
Acometieron el castillo de Opol, fortaleza algo
importante, que se rindió con poca defensa; de suerte que el Gobernador, que
era flamenco, pagó su flaqueza con la vida en Perpiñán. Entraron en seguida en
Rivas Altas, Claires y otros lugares abiertos;
pusieron sitio a Salsas, y corrieron el campo hasta Perpiñán. Dióles una rota D. Alvaro de
Quiñones, degollándoles un buen trozo de caballería con muchos capitanes y
personas de cuenta; pero ellos en tanto combatieron a Salses con mucha furia. Comenzóse a juntar el socorro en
Cataluña esperando todos que la plaza se sostendría largos meses; pero habiendo
volado los franceses algunas minas con mucho efecto y daño, rindióse el gobernador Miguel Llórente Bravo, que hasta
entonces se había mostrado valeroso, con no poca afrenta.
Fortificánrose allí los enemigos cuidadosamente, y dieron el gobierno del presidio a Mr. de Espenan, capitán hábil y esforzado. Las nuevas de este
suceso conmovieron toda España. Decretáronse levas
extraordinarias; recogióse de todas partes el dinero
que se pudo; excitóse el celo de los Grandes de
Castilla para que acudiesen a la defensa del reino y el de la provincia de
Cataluña, llena de patriótico ardor contra los franceses.
Fue noble el impulso y necesario, porque verdaderamente
aquella era la puerta de España; pero debió hacerse antes o guardarlo para más
tarde; aquello, para evitar la pérdida, y esto para que no costase tanto el
cobro. Aconsejaban los prácticos que se dilatase la empresa por ser ya los
últimos meses del año; pero no se oyó el consejo. Encargóse a D. Felipe de Spínola, hijo del célebre D. Ambrosio, y por su muerte, marqués
ahora de los Balbases, el mando del ejército que era
muy grueso para aquel tiempo, como que algunos lo hacen subir a veinticuatro
mil infantes y tres mil caballos, de ellos quince mil catalanes bisoños, y el
resto castellanos y extranjeros de los tercios de Mortara,
Moles, Molinghen, y otros, vencedores en
Fuenterrabía: el todo más lucido que robusto ni experimentado. El ejército
francés, que estaba aún delante de Salsas, se retiró al aproximarse los
nuestros; con todo hubo un combate entre alguna infantería suya y tropas
nuestras bastante ventajoso. Apretóse el cerco, y a
la par comenzaron las enfermedades a hacer estragos en el campo español. Las
obras de sitio comenzaron de prisa; pero las aguas las destruyeron de un golpe
cuando estaban muy adelantadas, y se pensó en rendir por hambre la plaza. Vino
bien para esto que el duque de San Jorge, hijo del marqués de Torrecusso, y don Alvaro de
Quiñones destrozasen en un encuentro un buen golpe de caballería enemiga que
andaba por aquellas inmediaciones atenta al socorro; porque así, privados de
él, fue al poco muy grande la escasez de bastimentos en los defensores. Resolvióse entonces el duque de Enghien a venir en persona
a levantar el cerco, pero fue rechazado dos veces: la una, más bien por un
temporal horrendo que se declaró aquel día, que no por nuestros soldados; la
otra, a pica y espada. Asaltó en esta última ocasión nuestras trincheras el de
Enghien con seis mil soldados escogidos, y aunque pelearon con mucho valor
fueron rechazados con más, y puestos en fuga, dejando mil trescientos cadáveres
en el campo. Pero entre tanto, de aquel ejército nuestro tan brillante, no
quedaba apenas la mitad, muertos el resto de las enfermedades y trabajos. Fue
preciso traer nuevas tropas de socorro, levantadas principalmente en Cataluña,
donde los naturales se aprestaron gustosísimos a la empresa, y con eso los
franceses, aunque de nuevo aparecieron en campo, no se atrevieron más a dar
batalla: con que tuvo que rendir la plaza su gobernador Mr. de Espenan, después de haberla sostenido con todo género de
salidas y defensas; mas salió con los honores de la guerra. No les quedó tras
esto a los franceses por aquella parte otra fuerza que la de Opol, quizás menospreciada, y el ejército español, sin
acometer otra empresa, vino a tomar cuarteles de invierno en el Rosellón y
Cataluña.
Fue no menos empeñada y sostenida que la de tierra la guerra
marítima, dado que en el último término se nos mostrase más adversa la fortuna.
No bien se abrieron las hostilidades, una escuadra española, compuesta de
veintidós bajeles, al mando de D. García de Toledo, marqués de Villafranca,
duque de Fernandina, hijo del gran D. Pedro y hermano del hábil almirante D.
Fadrique, uno y otro difuntos, y al mando también del marqués de Santa Cruz,
entró en el golfo de León y se apoderó de las islas de San Honorato y Santa
Margarita, dejándolas guarnecidas y fortalecidas, con lo cual las costas de
Provenza quedaron a merced de los españoles. Mantuvimos aquellos puestos no sin
gloria ni ventaja; pero al cabo, sobreviniendo la escuadra francesa que
gobernaba el Arzobispo de Burdeos con tropas que desembarcaron a las órdenes
del conde de Harcourt, perdiéronse ambas islas, bien
defendida la de Santa Margarita por su gobernador D. Miguel Pérez, y no rendida
sino por falta de socorros; cobardemente entregada la de San Honorato, sin
espera ni defensa bastante, por D. Juan Tamayo, que allí mandaba. Mientras
nuestros bajeles llevaban a cabo aquella conquista, los de Francia se habían
presentado delante del Grao de Valencia, desembarcando gente que osó llegar
hasta la ciudad y ponerla sitio. Volvía el marqués de Santa Cruz con sus
galeras de la expedición de Provenza, cuando supo estas nuevas, y cayendo sobre
los contrarios destruyó muchas de sus naves y los forzó a reembarcarse con
pérdida considerable.
Mas fortuna que por acá tuvo la marina francesa en las aguas
de Génova, donde hubo un reñido combate entre algunas galeras suyas y otras
nuestras, y quedó de su parte la ventaja. Destruyeron también la flota
dispuesta para el socorro de Fuenterrabía, como arriba dejamos dicho, y de esta
suerte pensaron olvidar la derrota que les dio el de Santa Cruz delante de
Valencia. Pero no tardaron en tocar en ellos un nuevo desengaño (1639) en las
costas de Galicia. Determinado Richelieu a divertir también nuestra atención
por aquella parte, juntó una armada la más poderosa que hasta entonces hubiese
salido de los puertos franceses, como que constaba de más de sesenta velas al
mando del buen Arzobispo de Burdeos, que del todo aparecía apartado de los
asuntos eclesiásticos y consagrado sólo al oficio del mar y de las armas. Presentóse esta escuadra delante de la Coruña. Estaba
cerrado el puerto con unas cadena de mástiles gruesos, bien trincados con
fuertes gúmenas y argollas de hierro que corrían de uno a otro de los dos
castillos que la defendían; afirmada toda la obra en grandes áncoras, y tomados
todos los puestos y bien guarnecida la costa. Cobró miedo el enemigo, y no
osando acercarse, se entretuvo tres días en disparar de lejos á la plaza y a la
armada allí surta que mandaba D. Lope de Hoces, sin efecto, antes con propio
daño. Luego desistiendo de aquel empeño, se arrimó al Ferrol y desembarcó allí
alguna gente, la cual, acometida al punto de los nuestros, fué rechazada después de cuatro horas de cruel pelea, y al fin tuvo que
reembarcarse.
No le cupo más gloria al Arzobispo en la empresa de Laredo.
Desembarcó en aquella villa indefensa y dijo misa en su iglesia; pero no osó
acometer el ingenio o fábrica de artillería que allí se miraba, donde hubiera
logrado gran presa, y se volvió a sus naves. Al saberlo el Arzobispo de Burgos,
recogió toda la gente que pudo y corrió al encuentro del enemigo; que fuera de
ver, si se encontraran, a tales tiempos, tal batalla en los prelados. Pero el
de Burdeos, después de amagar también a Santander con poca fortuna, aunque allí
dio a las llamas los astilleros, se hizo a la vela para sus puertos, y
sobreviniendo tempestades, aquel gran armamento francés se deshizo por si
propio con mucha pérdida y ninguna ventaja.
Pronto habíamos de tener por venturosos a los franceses
comparando su fortuna marítima con la nuestra. Afrentada con los insultos que
padecían nuestras costas, determinó la Corte hacer un esfuerzo y traer armada
al mar que pusiese respeto en los contrarios. Tales providencias se llegaron a
tomar, que en breve tiempo se juntaron en la Coruña setenta bajeles y de nueve
a diez mil buenos soldados. Dióse el mando a D.
Antonio de Oquendo, marino antiguo y experimentado, disponiendo que la jornada
se hiciese en derechura a Flandes, navegando de tal manera, que si en el pasaje
se presentase alguna armada, se aventurase todo a trueque de conseguir su
ruina. Al medio mes de navegación llegaron los españoles al Canal de la Mancha,
y tropezando con la escuadra holandesa que mandaba Tromp pelearon seis horas con ella, haciéndola retirar al cabo para aparejarse a
nueva batalla recibido el socorro que esperaba. Vínole,
con efecto, y holandeses y españoles pelearon de nuevo catorce horas seguidas
con ventaja de los nuestros, que forzaron a los enemigos a recogerse en Calais.
Pero eran grandes las averías y los heridos y muertos del combate, y más aún
apuraba á los nuestros la falta de pólvora, de suerte que al fin tuvieron
también que ampararse de las Dunas en la costa de Inglaterra. Allí
permanecieron muchos días antes de lograr de los ingleses pólvora y socorro
alguno; y entre tanto de todos los puertos de Holanda salieron cuantos bajeles
había disponibles, y juntándoseles algunos franceses, bien prevenidos y
municionados todos, vinieron sobre la escuadra de España. Ascendió de esta
suerte la contraria a ciento diez naves con diez y ocho brulotes, los cuales
tomaron la boca del puerto para impedir que los nuestros saliesen. En tal punto
las cosas dispuso Oquendo enviar a Duquerque todo el
caudal y tropas de refuerzo que llevaba a Flandes, y lo logró sin ser sentido
de los holandeses. Reforzó también sus bajeles, despidiendo a muchos de los que
traía de transporte y contratados, y se aparejó a salir a pelear con los
enemigos, a pesar de verse tan inferior en fuerzas. Mas éstos estaban ya de
acuerdo con los ingleses, y al anochecer de cierto día en que los españoles
estaban surtiendo de pólvora los bajeles para salir al mar sin sospechar algún
peligro, se metieron dentro del mismo puerto. Defendiéronse los nuestros con más valor que podía esperarse de la mala prevención y descuido
en que estaban, creyéndose en puerto amigo; pero con todo eso perdimos la mayor
parte de los bajeles, bien apresados, bien quemados por los contrarios; de
ellos fue el llamado Santa Teresa, de ochenta cañones, que mandaba aquel D.
López de Hoces, capitán valerorísimo, con quinientos
mosqueteros, la flor de España, y ochocientos hombres de marinería. No se salvó
en tal bajel un solo hombre.
La escuadra inglesa que guardaba aquellas costas, hizo fuego
sobre los combatientes para que respetasen la neutralidad del puerto; pero lo
hizo de modo que no causaron daño en los holandeses, y en los nuestros lo
causaron inmenso. Quejáronse los españoles de
traición y no sin motivo; todos los documentos y pormenores persuaden que la
hubo. Mas ello fue que España perdió la mejor de sus naves, y entre más de
catorce mil muertos o prisioneros, muchos de aquellos soldados viejos con que
contaba todavía para defender su suelo y sustentar su gloria. No mejor suerte
corrían al propio tiempo nuestra marina y nuestras cosas en las costas del
Brasil y de África.
Una escuadra holandesa de nueve bajeles embistió el fuerte
de San Jorge de la Mina, establecido por los portugueses en las costas de
Guinea, y lo rindió sin mucha dificultad. Quisieron luego los contrarios
apoderarse de otro que se nombraba Arzin; pero la
conducta firme del Gobernador los hizo desistir del propósito.
Mayores fueron en el Brasil las pérdidas, atacando aquellas
provincias los holandeses en diversas ocasiones, y causando siempre daños sin
cuento. Vencidos y echados de allí por D. Fadrique de Toledo, no tardaron en
venir a reparar el ultraje, y desembarcando numerosas tropas, lograron en tres
campañas, funestamente felices, traer a su obediencia mucha parte del
territorio, rompiendo diversas veces a las tropas portuguesas que les salieron
al paso. Tales triunfos movieron a los enemigos a hacer mayor esfuerzo todavía
para ganarlo todo de un golpe, y enviaron allá al conde Mauricio de Nassau,
deudo del de Orange, con poderosa armada. Banjola,
que mandaba a los nuestros, no bien supo la llegada del conde Mauricio salió a
ponérsele delante, pero no con más fortuna que otras veces, porque la gente de
indígenas y portugueses que traía, poco diestra y valerosa, huyó en dos
encuentros que hubo sin disputar muy largamente la victoria. Con esto se
apoderó Mauricio de muchas plazas y llegó a sitiar San Salvador; pero aquí no
le salieron como creía sus pensamientos, porque en una salida que hicieron los
defensores le mataron mucha gente y le forzaron a alzar el campo.
Con todo, aquellas cosas continuaron ofreciendo gran
peligro, y nuestra Corte, a pesar de sus apuros marítimos, determinó enviar
allá gruesos socorros. Juntóse una armada de cuarenta
y seis bajeles con cinco mil hombres de desembarco, y se puso al mando de D.
Fernando Mascareñas, conde de Torre. Navegó esta escuadra con mucha felicidad
al principio; pero a mitad del camino cayó la peste sobre las naves y murieron
más de tres mil hombres, quedando los demás extenuados. Hubo aún la desgracia
de que por haberse dado espera al desembarco, la armada se extraviase por
aquellos mares y estuviese algún tiempo sin poder arribar de. nuevo. De aquí
nació que cuando D. Fernando Mascareñas, desembarcada la gente y reunida la que
allí quedaba se puso en campo, estuviese ya a la vista el socorro de los
holandeses que salió á las nuevas de nuestros armamentos. Y a la verdad,
mirábanse éstos tan disminuidos con las anteriores campañas que sin él no
hubieran podido sostenerse un punto. Cuarenta y uno fueron los bajeles de guerra
que trajo el enemigo, y por general a Guillermo Looff,
hábil marinero. Salieron en busca de ellos los nuestros, que no eran menos ni
inferiores, al mando de Mascareñas y se trabaron varios combates, en uno de los
cuales el Almirante holandés perdió la vida sin verse ventaja de una ni de otra
parte. Pero Huighens, en quien recayó el mando de la
escuadra enemiga, sin perder aliento provocó un combate decisivo, y en él
después de largas horas de lucha, fueron los nuestros completamente deshechos,
aunque no sin gran pérdida del enemigo. De toda aquella armada solamente seis
bajeles volvieron a España. Y cierto que serían de extrañar tan repetidos
desastres en los mares, si no se sospechase ya que consistían en la mala
disposición de las flotas. Armábanse de prisa, tripulábanse con soldados de tierra y chusma ignorante, y
los más de los bajeles no eran construidos para la guerra, sino arrancados aquí
y allá al comercio o comprados y aun alquilados a mercaderes extranjeros. Solo
los navíos llamados de Dunquerque, construidos para la defensa de aquellas
costas, eran buenos y los de Nápoles gloriosos desde la época del gran duque de
Osuna. Naves portuguesas, genovesas, algunas inglesas y pocas, muy pocas
castellanas, formaban principalmente en aquel tiempo las escuadras, que con tan
poca honra y fortuna paseaban nuestra bandera por los mares. Con la derrota del
Brasil y la que antes habíamos padecido en el Canal de la Mancha, parecía
aniquilado nuestro poder marítimo; y fue cosa de maravillar cómo pudimos en adelante
hallar bajeles todavía para defender nuestras costas y aun para vencer en
algunas ocasiones.
Imposible será referir aquellos accidentes de tan costosa y
dilatada guerra, sostenida a un tiempo en Europa, en las fronteras del Pirineo,
en Italia, Flandes, Alemania, el Franco-Condado y a la par en las demás partes
del mundo. Y en todas las costas y mares. Jamás alarde más grande ni esfuerzo
más desesperado hizo nación alguna, que éste que estaba haciendo la Monarquía
española, peleando por todos lados con tan desiguales medios y armas; donde
quiera imponiendo, aunque tan enferma, respeto y espanto a sus enemigos. Pero
se estaba ya en el año de 1640, y el mal penetraba en el corazón; el incendio
estaba ya encima; se oía el chisporroteo de los combustibles; sentíanse las llamaradas, y el humo ennegrecía el
horizonte. La hora de la muerte era llegada para la agonizante grandeza de
España; sus cimientos estaban socavados del todo, y una ráfaga de viento que
pasase la haría desplomarse.
Y sin embargo, en Madrid no se notaba aún señal de temor o
de tristeza. Celébranse no sólo cada victoria, sino
cada rumor de ellas, verdadero o falso que corre, con los festejos de
costumbre, y no pocas veces se hacen sin pretexto alguno. De los más señalados
fue uno en que hubo cierta comedia de magia, o más bien alegoría, con el título
de la Circe, invención de un tal Cosme Loti, la cual se representó sobre el
estanque grande del Retiro, con máquinas, tramoyas, luces y toldos, fundados
parte en el lecho mismo del estanque, parte sobre barcas que iban a la par
navegando. Yendo la representación a punto en que se fingían tormentas, se
levantó una tan verdadera, con tal torbellino de viento, que lo desbarató todo
y algunas personas peligraron de golpes y caídas; mas con todo, no se desistió
del espectáculo, y a los pocos días después tuvo lugar delante del Rey y la
Corte primero, y luego delante los Consejeros, comunidades religiosas y pueblo.
Pero acrecentándose cada día más la afición al arte dramático, donde más de
continuo asistía el pueblo era a los teatros o corrales, y el Rey y los
cortesanos, principalmente, a las salas del Buen Retiro, donde se hacían
algunas improvisadas por los primeros poetas de la época, que allí mismo
tramaban el plan, y repartiéndose los papeles las ejecutaban ellos propios siguiendo
a su voluntad los diálogos.
Con tal género de ayuda no tardó el arte en ponerse en alto
punto de esplendor. Los antiguos corrales de la Cruz y del Príncipe se
convirtieron en teatros, para aquel siglo muy lujosos, y todo el mecanismo de
la imitación adelantaba diariamente, tocando en una perfección hasta entonces
desconocida en Europa. Los representantes, no contentos con las ganancias que
les ofrecía Madrid, se multiplicaban; cruzaban continuamente los caminos, y
desde las más grandes hasta las más pequeñas poblaciones del reino veían
levantarse telones, y ejecutarse comedias, y bailes, y entremeses, y todo
género de espectáculos. Y al compás de esto, Lope de Vega, Calderón, Moreto,
Rojas, Alarcón, fray Gabriel Téllez, conocido por Tirso de Molina, Luis Vélez
de Guevara, Cubillo, Villaizan, Hurtado de Mendoza,
Montalbán y otros muchos de menor nombradla, produjeron obras innumerables, si
defectuosas en la disposición y forma y no pocas veces en el estilo,
maravillosas en la invención y en el enredo; llenas de altos pensamientos,
ricas en interés, en diálogos, en descripciones, en ingeniosos recursos y en
todos los prodigios de la fantasía. ¡Lástima que tal arte y tales ingenios no
floreciesen en tiempo de más ventura! Porque es doloroso haber de apuntar
afrentas de los hombres a quienes agradecidos los poetas dramáticos tributaban
tanto aplauso y lisonja; haber de reputar por viles tal lisonja y aplauso;
haber de condenar los festejos que eran germen y vida del arte dramático; haber
de baldonar al Rey poeta y al ministro Mecenas por la misma atención, por el
favor mismo que tributaban á las obras y á los autores que tanta gloria nos han
dado en el mundo. Ojalá que el cielo hubiera dado tales ingenios en los días de
nuestra grandeza; ojalá hubiera infundido aquel amor al arte en los altos
Príncipes del siglo de oro de la Monarquía.
Mas ahora no la escena, ni el patio, ni los palcos, sino la
frontera era el lugar donde había de hallarse a los buenos; y no las flores del
Parnaso, sino el sangriento laurel de la victoria lo que debían de apetecer los
españoles. Cada cosa tiene su oportunidad y su tiempo. La poesía de los
vencidos es como el canto de la esclava, tal vez dulce, pero vil; Esquilo no
escribió tragedias sino después que a costa de su sangre vio salvada a Grecia
en Platea; Corneille, Racine, Voltaire y Moliere,
vinieron a tiempo de añadir grandeza a la grandeza de nuestros vencedores.
Miserable espectáculo ofrecía Felipe IV, regocijado y placentero mientras su
hermano, el infante cardenal D. Fernando, rendido el cuerpo de tan largas
campañas y trabajos en Alemania y Flandes, y acosado el ánimo de
presentimientos y temores por la suerte de la patria, se enflaquecía de hora en
hora, y en tan florida edad inclinaba ya el cuerpo al sepulcro. Faltábanle soldados al buen Infante, y al Rey le sobraban
representantes y truhanes; porque según dejó escrito uno de ellos con
imparcialidad notable, «como su vida era libre y apetecida de gente moza, se
aumentaban considerablemente cada día». No había dinero a punto que el Rey se
echó sobre la plata que trajo en 1639 la flota de Indias, de propiedad de
particulares, tomando la mitad para sí y pagando de la otra mitad mucha parte
en calderilla; despojo inicuo del cual se habían dado ejemplos en tiempo de
Felipe II, pero harto más reprensible ahora, puesto que no se había de emplear
en la defensa de la nación como se empleó entonces, sino en pagar bacanales y
fiestas.
Y en tal pobreza se labraba a mucha costa un teatro en el
Buen Retiro, donde se representasen comedias con más lujo que antes en los
salones, obra grande, según un autor contemporáneo. Allí, entre comediantes y
farsas y bailes, los reyes acabaron de perder su decoro y su virtud los
vasallos. Mostraba gusto la Reina de ver silbar las comedias, y por agradarla
el público vil de cortesanos, dio en silbarlas todas, malas y buenas, con igual
diligencia. Asimismo para que viese la Reina todo lo que pasaba en las cazuelas
de los corrales o teatros, se representaron bien al vivo en el Buen Retiro,
trayendo mujeres que se mesasen y arañasen unas, que se diesen vayas o insultos
otras, y mosqueteros o truhanes que de propósito las enojasen. También se
solían echar entre ellas reptiles que las asustasen, y «ayudado esto, exclama
un contemporáneo, con libertad singular del son de silbatos, chiflos y
castradores, se hacía espectáculo más de gusto que de decadencia». En esto
había venido a parar la admirada gravedad de los Reyes de España. Felipe, tan
ceremonioso, tan absoluto, que se juzgaba un Dios levantado sobre sus vasallos,
tan avaro de sus respetos y autoridad que por conservarlos había ya hecho
derramar mucha sangre y debía hacerla derramar a torrentes todavía, toleraba
tales ruindades en presencia suya y de su esposa é hijos, dando tales alas a
los representantes que uno de ellos, por nombre Juan Rana, que hacía de
gracioso, osó mofar públicamente por los afeites que usaban en el aliño del
rostro, durante una de las representaciones del Buen Retiro, a dos damas de las
principales de la Corte que allí asistían.
Tales liviandades, comunicándose a la nación, habían ya
corrompido por aquel tiempo las venerables costumbres de los antepasados. No
había, especialmente en Madrid, ni decoro, ni moralidad alguna; quedaba la
soberbia, quedaba el valor, quedaban los rasgos distintivos del antiguo
carácter español, es cierto, pero no las virtudes. Pintó D. Francisco de
Quevedo con exactitud los vicios de aquella época nefanda; no hay ficción, no
hay encarecimiento en sus descripciones. Tal franqueza no podía pasar entonces
sin castigo, y así los tuvo el gran poeta con pretextos varios, entre los
cuales hubo uno infame, que fue correr la voz de que mantenía inteligencias con
los franceses. La verdad era que halló medio de poner ante los ojos del Rey un
memorial en verso donde apuntaba las desdichas de la república, señalando como
principal causa de ellas al Conde-Duque. Siguióle el
aborrecimiento de éste hasta el último día de su privanza; y así estuvo Quevedo
en San Marcos de León durante cerca de cuatro años, los dos de ellos metido en
un subterráneo cargado de cadenas y sin comunicación alguna. Aun fue merced que
no le degollasen, como al principio se creyó en Madrid, porque todo lo podía y
de todo era capaz el orgulloso privado. Pero mientras aquel temible censor
pagaba sus justas libertades, la Corte, los magistrados y los funcionarios de
todo género acrecentaban sus desórdenes, y al compás de ellos hervía España, y
principalmente Madrid, en riñas, robos y asesinatos. Pagábanse aquí muertes y se ejercitaba notoriamente el oficio de matador; se violaban los
conventos, se saqueaban iglesias, se galanteaban en público monjas ni más ni
menos que mujeres particulares; eran diarios los desafíos, y las riñas, y
asesinatos, y venganzas.
Léense en los libros de la época continuas y horrendas tragedias, que muestran no
mucho más respeto a las cosas de Dios que a las cosas de los hombres. Tal
caballero rezando a la puerta de una iglesia, era acometido de asesinos, robado
y muerto; tal otro llevaba a confesar a su mujer para quitarle al día siguiente
la vida y que no se perdiese el alma, ya que el cuerpo pensaba traerlo a tal
extremo; éste, acometido de facinerosos en la calle, se acogía debajo del palio
del Santísimo, y allí mismo era muerto; el otro se despertaba de noche al
sentir puñaladas en su almohada, y era que su propio ayo le erraba golpes mortales, disparados por leve represión u ofensa. Una compañía
de naturales de Antequera y los soldados del tercio de Madrid, estuvieron
batallando todo un día en Madrid por pequeña ocasión, y se dieron hasta doce o
más acometidas en las calles, a pesar de haber sacado de una iglesia el
Santísimo Sacramento para aplacarlos. En Málaga, cierto corregidor prendió por
leve disgusto a un hombre principal, y sin forma de proceso le hizo decapitar
de noche, sin confesión y por un esclavo. En quince días hubo, en Madrid solo,
ciento diez muertos de hombres y mujeres, muchas en personas principales.
Hechos todos no de maravillar, ciertamente, en otros países y épocas, donde se
han visto iguales si no mayores, pero increíbles en España, que tan severas
costumbres había heredado de Felipe II y Felipe III, trascurridos tan pocos
años desde la muerte del último Monarca, y estando al parecer más vivos que
nunca la fe, el culto católico y el influjo del clero.
Se atribuían, por lo común, los crímenes a los soldados de
los tercios que se formaban para acudir al refuerzo de los ejércitos; y bien
podía ser, porque extenuadas y despobladas las provincias de la continua
guerra, agotados casi los hombres valerosos y de espíritu verdaderamente
guerrero, apenas acudía a ponerse debajo de las banderas sino gente mezquina.
Muchos venían a servir por engaño o por fuerza, y por lo mismo no tardaban en
desertarse, y con temor del castigo se echaban luego a vivir por malos modos.
Otros viciosos y malvados se enganchaban en los tercios mientras se formaban, y
recibido el precio del enganche y las pagas desertaban al salir a campaña y se
quedaban en la corte sin otro ejercicio que el robo y los crímenes, hasta que
de nuevo tornaban a engancharse para volver otra vez a la deserción y mala vida
que solían. A veces también formaban cuadrillas de malhechores en despoblado
que cometían inauditos desmanes. Mas no eran solo los soldados; tanto o más que
ellos cometían los naturales de diversas provincias, y especialmente los de
Cataluña.
Allí corrían en cuadrillas, o por quejosos de la autoridad o
facinerosos, muchos hombres de valor y conocimiento en el terreno, burlando las
iras de las autoridades y justicias; llamaban á tal vida andar en trabajo, y
había entre ellos sus caudillos y capitanes. Tales o semejantes cuadrillas de
forajidos se vieron en las llanuras de la desierta Mancha. Y en tanto los
Tribunales del reino tal vez ahorcaban por precipitación a personas inocentes;
y contra los grandes criminales, o bien sobornados, o bien temerosos, mostrábanse muy tibios. La Corte parecía menos firme
todavía en castigar los delitos. Se perdonaban los mayores, o por la calidad de
la persona, o por la utilidad solo que de ellos resultaba o a precio de dinero
y servicios, o por mero capricho del Príncipe y privados. Así se vio a D. Pedro
de Santa Cilia entrar con alto puesto a servir en los
ejércitos y armadas de España después de haber dado muerte por sus manos a su
industria a trescientos veinticinco personas. Era el D. Pedro, mallorquín, y
siguiendo los impulsos vengativos que asemejaban entonces sus paisanos a los
naturales de Córcega, determinó vengar la muerte de un hermano suyo lanzándose
a cometer tantas y tan crueles, en personas inocentes casi siempre y a manera
de bandido. A dicha se hallaba en Madrid, cuando sacaron de palacio un caballo
que nadie osaba montar por su braveza; se ofreció hacerlo Santa Cilia, y lo ejecutó con tanta habilidad que todos los
presentes quedaron maravillados. Violo también el Rey; le mandó subir y que le
contase su historia, y por último le perdonó y le admitió a su servicio en
gracia de su atrevimiento. Portóse luego Santa Cilia como soldado y capitán de valor, señalándose en Nordlinghen y en otras ocasiones; pero el número increíble
de sus crímenes pedía á la verdad otra enmienda y ejemplo de parte de los
guardadores de la justicia.
La Inquisición misma, aunque tan severa, y tan entrometida
siempre en las cosas del Gobierno y justicia civil, pasaba por alto tales
desafueros, aun los que más cerca la tocaban, y no ponía atención ni cuidado
sino en los casos de herejía, y en los delitos cometidos contra el culto o
contra los privados del Rey. Aun sorprende el ánimo la facilidad con que
corrían entonces libros llenos de ideas y palabras obscenas que no se
tolerarían en los tiempos modernos, siendo así que tan rigurosa censura se
ejercitaba contra los autores en todo lo tocante á pensamientos religiosos y
políticos. La desigualdad de los castigos llegó a un punto, que repugna al
sentido común, cuanto más al derecho. Se vieron en los autos de fe, o quemadas
o duramente castigadas muchas personas por delitos como la bigamia, mientras
corrían impunemente los más atroces atentados. Cualquier palabra de doble
sentido o sospechosa en materia de fe o de culto, era castigada con más
crueldad que el robo de una monja o la violación de unos votos; bien que esto
último llegó casi a tolerarse como cosa común. Era tan general la obcecación,
que el cronista D. José Pellicer y Tobar, en sus versos, después de narrar los
grandes peligros e infelicidades de aquel tiempo, exclama: «De verdad una de
las desdichas que se deben reparar con más atención y lástima, es ver a España
tan llena por todos lados de judíos enemigos de nuestra santa fe católica.»
¡Singular advertencia cuando las fronteras, la Hacienda, la Corte y las
provincias se miraban de tal modo perdidas! Así todo parecía ya degenerado; no
había en España ni opinión verdadera, ni juicios exactos, ni vínculo social que
se mantuviese en la antigua firmeza. Tan extraña confusión en las costumbres
habían introducido las liviandades de Felipe IV y de su privado.
Hacia los años de 1640 era Madrid, en suma, como un tiempo
Roma, cabeza extraviada y corazón corrompido de un cuerpo colosal, que por
milagro se mantenía en pie todavía; heredera de glorias y maestra de
iniquidades y torpezas; hija de héroes y madre de viles.
LIBRO QUINTO. 1640.
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BATALLA DE AVEIN,
20 DE MAYO DE 1635:
FRANCIA
ENTRA EN LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS
Guillaume Lasconjarias
El 19 de mayo de 1635, el
heraldo del rey Luis XIII de Francia, un oficial de Gascuña llamado Gratiollet, causó revuelo en la plaza de
Bruselas, lanzando copias de la declaración real del 12 de mayo refrendada por
el Secretario de Estado de Guerra, Abel Servien: Luis
XIII declaraba la guerra a la corona española. Al día siguiente, en Avein, al sur de Lieja, las tropas del ejército de Flandes
mandadas por los mariscales de Châtillon y de Brézé aplastan a los españoles al mando del príncipe Tomás de Saboya.
Estos dos acontecimientos
marcaron la entrada de Francia en la Guerra de los Treinta Años. El reino
llevaba ya seis años preparándose para esta eventualidad. Pero, a medida que el
conflicto se agravaba, los intereses de la corona exigían que se actuara con
prudencia. Entre 1628 y 1630, la disputa por la sucesión de Vicente II, duque
de Mantua, ya había hecho necesaria la intervención militar francesa contra el
duque de Saboya y sus aliados españoles e imperiales.
Las tropas francesas
también amenazaban y ocupaban el ducado de Lorena, que ofrecía una salida a la
Alemania renana. Además, Francia pagaba importantes subvenciones a las
Provincias Unidas y a Suecia para que estas dos naciones pudieran seguir
luchando contra el Emperador. Pero la derrota sueca en Nördlingen (septiembre
de 1634) trastocó el campo protestante. Oxenstierna,
el canciller sueco, ya no tenía intención de apoyar una lucha tan desigual si
Francia no se comprometía más.
El final de 1634 y los
primeros meses de 1635 fueron decisivos. Oxenstierna propuso a Luis XIII relevar a las tropas suecas en la parte occidental de
Alemania, mientras Suecia y sus aliados emprendían la conquista de Silesia y
los países hereditarios. Al mismo tiempo, el Stathouder Federico-Henri, príncipe de Orange, se ofreció a colaborar con Francia para
conquistar los Países Bajos españoles y repartirse los territorios
conquistados.
Para el cardenal de
Richelieu, esta intervención parecía mucho más necesaria que una aventura en
Alemania. En Bruselas, capital de los Países Bajos españoles, aún quedaban dos
valiosas “garantías”: la reina madre, María de Médicis, exiliada del reino, y
el heredero al trono, Gastón de Orleans, cuyo matrimonio con una hija del duque
de Lorena no había sido autorizado por Luis XIII. En octubre de 1634, Richelieu
consigue el regreso de Monsieur. Las instrucciones dadas posteriormente a los
mariscales se hacen eco de este asunto:
“Si por casualidad,
ocurriera que en la toma de algún lugar, la madre del Rey y la princesa
Marguerite de Lorena cayeran en manos de Su Majestad, Su Majestad desea que la
Reina su madre reciba todos los honores y buenos tratos debidos a su condición
y que la princesa Marguerite sea mantenida de tal manera que se pueda dar
cuenta de su persona, dándole todas las cortesías que se requieren de una princesa
de su nacimiento”.
El 8 de febrero de 1635 se
firmó una alianza ofensiva y defensiva entre Francia y las Provincias Unidas.
Las provincias belgas disponían de tres meses para sublevarse contra España, de
lo contrario los dos aliados conquistarían conjuntamente el territorio. Esta
alianza militar estipulaba que: “el rey llevará a las provincias un ejército de
25.000 hombres de a pie y 5.000 caballos con el cañón y el equipo necesarios
para tal cuerpo, y los señores de los Estados harán lo mismo (...) Los dos
ejércitos se unirán primero en los lugares convenidos para actuar conjunta o
separadamente según se considere oportuno .
Richelieu formó un
ejército para actuar en esta zona. El 14 de febrero, el Secretario de Estado
para la Guerra envió “poder a Monsieur le mareschal de Châtillon para mandar el ejército que el Rey hacía reunir en Lorena”. La
elección de Châtillon no fue neutral. Estaba familiarizado con Holanda,
habiendo tomado las armas allí por primera vez, y siendo de la fe reformada,
sólo podía satisfacer a los Estados. El Príncipe de Orange, un pariente lejano,
le escribió algún tiempo después: “Espero que si se llega a romper con España,
serviréis al Rey de muy buena gana contra estos caballeros, y que tal vez habrá
una oportunidad para que los ejércitos, tanto el vuestro como el de este
Estado, se acerquen el uno al otro. Espero este contento con pasión”.
Al mismo tiempo, las
relaciones entre España y Francia se volvían aún más tensas. La toma de la
ciudadela de Sierck, mal defendida por una guarnición
francesa (21 de marzo de 1635), abrió a los españoles el camino hacia la ciudad
de Tréveris. Los españoles no tardaron en capturar al arzobispo elector
Philippe de Sötern, que se había puesto bajo la
protección de Luis XIII. Este desafío provocó una aceleración de los
preparativos para un conflicto, ya que las negociaciones entre el
cardenal-infante y los embajadores franceses dejaban pocas esperanzas de una
solución pacífica.
La correspondencia de
Châtillon nos ayuda a comprender cómo funcionaba el ejército francés en los
primeros días de la Guerra de los Treinta Años. El Secretario de Estado para la
Guerra transmitía las órdenes del soberano y especificaba los deberes del comandante
del ejército. Lejos de tener carta blanca, Châtillon debía obedecer las órdenes
de la corte: cuarenta años antes de la es”trategia de
gabinete” y de un “ministro que hacía las veces de condestable”, por utilizar
la expresión acuñada por el mariscal de Turenne a
propósito de Louvois, las instrucciones fijaban la
estrategia a seguir.
Sin embargo, Châtillon no
permaneció inactivo. Nada más tomar posesión de su cargo, Servien le envió una « controole des trouppes qui vont aux environs de Saint-Dizier et de leurs
logements ». Se
trataba de una lista nominal y geográfica de los regimientos de infantería y
compañías de caballería de los que Châtillon era ahora responsable. Se preparó
para su reagrupamiento, que pronto cambió. A pesar de la pérdida de Tréveris,
el ejército francés en Alemania, que operaba bajo el mando de los mariscales de Brézé y de La Force, logró
una serie de hazañas, como la toma de las ciudades de Heidelberg y Spire, que restablecieron la situación durante un tiempo.
Sin embargo, esto no ayudó a Châtillon, ya que a finales de marzo, con el
pretexto de completar sus tropas, se le unió Urbain de Maillé,
mariscal de Brézé, sobrino del cardenal, con algunos
de los antiguos regimientos. Los dos mariscales se hicieron cargo del cuerpo
expedicionario, destinado ahora a llevar la guerra al corazón de los Países
Bajos españoles. Así pues, Châtillon, encargado de esta misión de confianza,
sacó lo mejor de una mala situación, escribiendo a Servien el 5 de abril: “Además, me alegro de que Monsieur le mareschal de Brezé acuda a la misma cita que yo hacia Mézières con algunos de los viejos
regimientos. Esto me hace pensar que serviremos juntos en las ocasiones que se
presenten. Creo que nos llevaremos muy bien”.
Mientras esperaba la
llegada de Brézé, Châtillon completó sus tropas. Servien le animó a hacerlo el 31 de marzo: “Le ruego que
durante el tiempo que permanezca en esta frontera ponga todo el cuidado que
dependa de usted para que todas las tropas que han de componer el ejército que
usted manda estén completas y en buen estado. A este fin, le envío la
enumeración que le prometí”.
Servien sólo disponía de las
cuentas enviadas por los comisarios de guerra o los intendentes. La enumeración
en cuestión era un documento financiero que servía para pagar a las tropas. La
mayor dificultad, que ni el Secretario de Estado ni el Mariscal ignoraban, era
la discrepancia que podía existir entre la realidad y lo registrado en las
tablas de los comisarios de guerra. Para lograrlo, era necesario reforzar la
disciplina y limitar la plaga de los “passe-volants”,
“rouleurs” y desertores, “el más común de todos los
delitos (...) y el más perjudicial”. Se pusieron en marcha medidas legislativas
-que nadie cuestionó hasta 1643- para combatir estos abusos, siguiendo el
ejemplo de la Real Declaración del 8 de agosto siguiente, que intentaba luchar
contra la deserción. En 1634 se dictaron órdenes especiales para combatir la
práctica de los “passe-volants” (pases volantes), que
iban en detrimento de un verdadero conocimiento del número de tropas. Sin
embargo, el informe de Châtillon mostraba que las tropas reunidas estaban
completas. Como escribió a Servien: “Según lo que
puedo juzgar más o menos, creo que se puede afirmar que habrá en los trece
regimientos que he helado, diez mil hombres de a pie efectivos, sin contar los
oficiales, y en la caballería, mil doscientos buenos caballos”.
El extracto de la revista
efectuada en los días siguientes da detalles sobre la calidad y el uniforme de
los regimientos presentados. En conjunto, Châtillon se mostró satisfecho.
“De los trece regimientos,
sólo dos eran débiles, la mayoría de los demás estaban completos. El regimiento
de M. le mareschal de Brézé está perfectamente bien, lo he visto y considerado con tranquilidad, el
regimiento del marqués su hijo también está en buenas condiciones, hay dos
supernumerarios. (...) Plessis-Praslin, Socourt y el regimiento de Lieja son los más débiles,
particularmente el último está en bastante malas condiciones.
“En cuanto a la
caballería, son los mejores hombres que he visto, y los mejor montados, y todas
las compañías están completas y los oficiales muy bien elegidos y cuidadosos de
sus obligaciones. También estoy satisfecho con los oficiales de infantería y los
encuentro muy buenos. Hay pocos que no sean dignos de sus puestos. Por último,
puedo asegurarles que este cuerpo está en condiciones de prestar un buen
servicio dondequiera que se emplee.”
Esto no impidió algunas
críticas. De hecho, Châtillon observó que el gran jefe de artillería, cuya
presencia era necesaria, aún no se había presentado, ni había dado ninguna
orden para la marcha de sus hombres:
“En cuanto a la pequeña
dotación de artillería que Monsieur de la Meilleraye había ordenado avanzar en diligencia con algunas municiones de guerra, y que yo
había encontrado en Châlons toda lista para partir, aún no ha llegado. En este didicultad, M. de Brassac nos
asistió con ciertas cantidades de pólvora, balas y mechas, declarando que no
debíamos esperar más de él”.
El Gran Maestre tuvo que
firmar contratos con los fabricantes de municiones y encargarse del transporte
de estas municiones de guerra, es decir, pólvora, balas y balas de cañón, así
como espoletas para fusiles y arcabuces. Así pues, el apoyo era tanto logístico
como militar. Además, la situación logística en su conjunto mostraba la
debilidad de los preparativos. Châtillon continúa:
“Monsieur de Muns, que está al mando en Mets en ausencia de M. le
cardinal de La Vallette, escribió que no se debía
esperar nada del almacén de aquel lugar, no sólo cañones, sino ni siquiera la
menor cantidad de municiones de guerra (...) Haga saber que no puede salir de
estas dos ciudades ningún material que pueda ser utilizado en la campaña (...)
y dígame dónde puedo encontrar estas sustancias tan necesarias para el buen
servicio de Su Majestad”.
Por último, el riesgo de
exacciones por parte de los soldados y las dificultades logísticas que
entrañaba reunir una fuerza semejante llevaron al Secretario de Estado a
dispersar las tropas : Para no arruinar la campaña, “creo que sería una buena
idea”, escribió Luis XIII a Châtillon, “que dividierais las tropas que mandáis
y las de guarnición, la infantería en las ciudades de Verdún, Stenay, Villefranche, Dun, Mouzon, Donchéry,
Mézières y Charleville, y la caballería en los
lugares adyacentes”.
A los problemas de la
intendencia se sumaron pronto otros. El mariscal de Châtillon planteó la
cuestión de la financiación de su ejército, ya que las tropas se quejaban de
las pagas: “No os ocultaré que la infantería y la caballería se mostraron muy
descontentas cuando se les informó de la última reducción que se había hecho, a
saber, suprimiendo los recargos a la caballería y dos monstruos a la infantería”
.
Según los artículos 221 y
239 del Código Michau de 1629, y repetidos en el
reglamento de 14 de febrero de 1633, los soldados debían recibir diez guardias
de treinta y seis días al año, cuyo pago se hacía, en parte por adelantado, en
forma de préstamo de cuatro soles diarios, cada nueve días. Los cabos y
auxiliares recibían ocho soles y los sargentos dieciséis. Cuando las tropas
estaban de guarnición, no se proporcionaba pan de munición, por lo que la paga
se incrementaba con dos soles retenidos por el Estado para comprar pan al
proveedor de municiones cuando los hombres de armas estaban en campaña. Al
final del mes, el soldado recibía la diferencia entre las sumas adelantadas y
el total de su guardia.
El trato reservado a la
caballería era mucho más interesante. Un jinete ligero, por ejemplo, cobraba
quince soles al día, pero esto no era suficiente para mantener una montura. Se
introdujo entonces un recargo de veinte soles diarios por jinete, que se pagaba
al mismo tiempo que el préstamo, durante nueve días seguidos :
Pero a principios de 1635,
se tomó la resolución de hacer un recorte en los pagos a la tropa. La
caballería fue la más perjudicada, muy sorprendida al ver este recorte de los
recargos. (...) Se ven reducidos en doscientos francos, que no es poco interés
para ellos. Los veinte soles diarios fueron suprimidos, pero sólo para los
ejércitos que operaban fuera del reino, conservándose esta gracia de sobretasas
para la caballería que servía en Francia, para alivio de los súbditos.
La infantería también
sufrió esta reducción. El sistema de guardias aplicado para el pago de las
tropas era flexible y permitía que el importe anual de la remuneración de un
soldado variase según las circunstancias, bien alargando o acortando el periodo
entre dos guardias, bien aumentando o disminuyendo el número de guardias por
año. En este caso, ambos términos del sistema fueron modificados, ya que el
número de guardias se redujo de diez a ocho, y el intervalo entre guardias de
treinta y seis a cuarenta y cinco días. El salario bruto de doce libras, pagado
por treinta y seis días de asistencia diez veces al año, debía repartirse en
cuarenta y cinco días, ocho veces al año. Sin embargo, esta reducción se vio
atenuada por el hecho de que la deducción efectuada por el Rey en concepto de
pan de munición también se redujo a la mitad, a un sol por día.
La segunda cuestión se
refería a los gastos de alojamiento de los soldados, es decir, a la provisión
de puestos de escala. La ordenanza de 9 de octubre de 1629 estipulaba que los
soldados de guarnición debían pagar a los propios habitantes por los víveres,
según una tarifa fijada de antemano, es decir, tres soles tres denarios por dos
panes, una pinta de vino y una libra de carne. En tiempos de guerra, cuando los
regimientos salían de campaña, las comunidades debían proporcionar
gratuitamente estos bienes. El objetivo del reglamento de 1633 era aliviar a
las provincias del coste de los soldados haciéndoles pagar su comida. En realidad,
habría sido difícil exigir a los soldados que pagaran a las comunidades, por lo
que esta tarea se encomendó a los secretarios de los tesoreros de la Oficina de
Guerra Extraordinaria. Sin embargo, con la reducción de la paga, el mariscal de
Châtillon suprimió este coste adicional: “Me parece que los soldados no deben
ser obligados a pagar en los lugares donde han pasado y permanecido a causa de
esta nueva reducción. Si les hubiera obligado a ello, correríamos el riesgo de
perder muchos soldados y de dar mi consentimiento a todos los mariscales y
oficiales del ejército”.
El mariscal vio las
amenazas para la cohesión del ejército si no se cambiaba nada: “Los oficiales
comprenden que no podrán mantener sus compañías en el buen estado en que se
encuentran actualmente. Sería una gran pena que se extinguieran”. Esta
advertencia llevó a Servien a intervenir ante el
superintendente Bullion. El Secretario de Estado para
la Guerra tuvo que ser persuasivo: una carta fechada el 8 de abril dirigida a
los tesoreros de la Oficina de Guerra Extraordinaria restablecía parcialmente
los recargos para la caballería y sólo reducía la paga de los soldados de a pie.
Al mismo tiempo, Servien envía un estado definitivo del ejército completado
con las tropas de Brézé. Châtillon mandaba trece
regimientos de 1.200 hombres cada uno, lo que hacía un total de 15.600 soldados
de infantería. Del ejército de Alemania, Brézé dirigía algunos de los viejos regimientos con apoyo de caballería (regimiento
de Rambures), es decir, unos diez mil soldados, así
como dos regimientos irlandeses, Orelis y Muzansy. Servien preveía también
adelantar otras tropas para compensar los regimientos defectuosos. En cuanto a
la caballería, estimada en 5.130 caballos organizados en 53 compañías, podía
ser reforzada si los escuadrones se debilitaban.
Además, el Secretario de
Estado para la Guerra ordenó que se enviaran comisionados para conseguir
reclutas en la región de Lieja. En efecto, a medida que el ejército avanzaba
hacia el norte, sus efectivos empezaban a disminuir. A finales de abril, una
revisión efectuada en Verdún estimó el déficit en casi 400 hombres, mientras
que la caballería constató la ausencia de 370 maestros. En los primeros días de
mayo, al llegar a Mézières, Châtillon escribió a Servien que la logística era un problema:
“Reconozco que ahora las
cosas van bien, M. l’Evêque de Nantes ha dado órdenes con tal previsión y
diligencia que puedo decir con certeza que hay suficiente harina y galleta en
Mézières para alimentar a nuestro ejército durante tres semanas sin incluir el
suministro de pan que se proporciona diariamente a todas las tropas, y ha hecho
fabricar un gran número de cajones para transportar la galleta y el pan a
cubierto. En cuanto al acarreo, hay suficiente para transportar los alimentos
siguiendo al ejército”.
Estos problemas
interesaban al cardenal de Richelieu, ya que una nota de la primera quincena de
mayo nos recuerda la importancia que tenían para él:
“Hay que tener en cuenta
que todos estos grandes ejércitos, muy difíciles de constituir y aún más de
mantener, serán completamente inútiles si no hay un poderoso aprovisionamiento
de víveres para que puedan avanzar a muchos lugares donde no pueden encontrar
comida si no se les lleva hasta allí (...) M. de Bulion permanece al frente del ejército… de Bulion está de
acuerdo conmigo en que, en el futuro, un ejército de quince mil hombres de
guerra necesitará quinientos vagones para víveres ... Además de los vagones,
los municioneros estarán obligados a disponer de cincuenta vagones en cada
ejército para transportar el pan de forma regular”.
Sin embargo, las
instrucciones definitivas habían llegado a los comandantes el 23 de abril. El
Secretario de Estado para la Guerra envió a los mariscales un plan general para
la campaña, con una orden de marcha e instrucciones estrictas: “Los mariscales estarán
en Mézières el 28 de este mes para asegurarse de que todo esté listo a tiempo
para partir el 12 de mayo hacia el lugar mencionado”. Una vez reunidos bajo las
órdenes del Príncipe de Orange, la instrucción planificaba las diversas
hipótesis estratégicas invitando a las tropas franco-holandesas a llevar sus
armas “al corazón del país hacia Bruselas, Tournay y Malinas, y otros lugares
que se juzgarán por consejo común, porque además de tomar por tal medio la
capital de los enemigos, algunas de sus fuerzas que se apresuran al servicio
encontrarán difícil evitar ser combatidas”. Sin embargo, se preveían otros
casos, en particular posibles asedios: “Se estima que habrá no poca ventaja en
atacar el lugar donde se retire el Cardenal Infante, porque si una vez se le
pudiera tomar, se acabaría la guerra en Flandes. Si además se retira a algún
lugar de sus vecinos y aliados, podremos seguirle hasta allí y hacernos, si
podemos, dueños de los lugares donde se retirará, si juzgamos que conviene
hacerlo”.
Los mariscales conservaron
la iniciativa en cuanto al teatro de operaciones, ya que la instrucción del 23
de abril pone de manifiesto la existencia de una estrategia de gabinete mucho
antes del ministerio de Louvois. El interés de Luis
XIII y de su cardenal ministro por los asuntos militares limitó inmediatamente
el margen de maniobra concedido a los generales.
La estancia en Mézières
también estuvo marcada por un juicio espectacular. Recordemos que en marzo
había caído la ciudadela de Sierck, “cobardemente
defendida por Sieur Deschapelles”.
Capturado, el culpable fue encerrado en Thionville, y
luego conducido bajo guardia a Mézières, donde se celebró su juicio. Luis XIII
se mostró intratable y exigió la cabeza del culpable de la toma de Tréveris,
incluso más que de la pérdida de su ciudadela. La correspondencia de Châtillon
conserva el resultado del consejo de guerra celebrado el 9 de mayo de 163547
contra “François des Chapelles, sieur du Meslanges, antiguo gobernador de la ciudad y del
castillo de Circh [sic]”. El culpable fue condenado “a
ser despojado de sus armas, a perder su nobleza y a que se le corte la cabeza a
la cabeza de las tropas en un cadalso, que a tal efecto se erigirá en el lugar
y delante de la ciudadela de esta ciudad, cerca del lugar de paso de las tropas”.
La sentencia se ejecutó al día siguiente.
La espera se hacía cada
vez más larga. Richelieu recuerda estos momentos en que el ejército esperaba
órdenes en un pasaje de sus Mémoires:
“Sin embargo, el ejército
de Su Majestad, que debía salir de Mézières en los primeros días de mayo, se
vio obligado a permanecer allí más tiempo para esperar noticias de la marcha
del ejército holandés, que no estaba pronto como se había acordado (...) Todos
estos retrasos hicieron que perdiéramos mucho tiempo esperando en Mézières y
Sedan4”.
Finalmente, Servien envió a los mariscales un breve mensaje en el que
les comunicaba una información de la mayor importancia: el ejército holandés se
acercaba a Maastricht. A partir de ese momento, los dos comandantes ordenaron a
sus tropas cruzar el Mosa y el ejército de Flandes comenzó su campaña.
El mayor obstáculo era
cruzar los ríos. Aunque el Gran Maestre de Artillería tenía pioneros a su
disposición, era evidente que no tenían ni la formación ni los medios técnicos
para construir un puente. De hecho, la cuestión no era tanto para la infantería
o la caballería, que podían encontrar vados, como para la artillería. Así que,
cuando llegaron al Semois, los mariscales tuvieron
que pedir permiso al gobernador de Bouillon para utilizar el puente. El
gobernador accedió, pero el puente no pudo resistir el paso de los cañones:
fueron redirigidos hacia el vado de Cugnon, dos
leguas al norte de Bouillon.
El avance continuó: el 13
de mayo, el cuerpo se reunió en Paliseul, el 15 se
atravesó el bosque de Wellin y el 16 de mayo el
ejército tomó posiciones en torno a Rochefort, “lugar
que se había dado como punto de reunión (...) donde [Brézé y Châtillon] esperaron un día para tener noticias del príncipe de Orange”.
La falta de información
sobre la posición del enemigo y la ausencia de noticias del ejército holandés
obstaculizaron a los dos mariscales. Esto hacía aún más necesario recabar
información y tomar puntos de apoyo en caso de un improvisado ataque español. El
18 de mayo, Châtillon avanzó hacia Marche-en-Famenne,
donde la guarnición española se rindió sin resistencia, mientras Brézé cubría su ala izquierda entre Namur y Marche. La
proximidad de las tropas españolas ya no era dudosa, sobre todo porque las
noticias de Bruselas informaban, en la misma fecha, de que el príncipe Tomás
había reunido a sus tropas: “Habiendo sido extraordinariamente acariciado y
animado a obrar bien por el Infante (...), tomó camino hacia Luxemburgo, donde
le esperan sus tropas”.
El 19 de mayo, las dos
brigadas francesas acamparon entre Freteur y Tinlo, en alojamientos un poco alejados “debido a la
necesidad de víveres y a la miseria del país”. Al día siguiente, de madrugada,
la vanguardia española fue señalada: el príncipe Tomás tenía sus tropas
desplegadas en un pequeño valle protegido, detrás de su caballería, que había
avanzado hacia la llanura donde, a su vez, los franceses se preparaban para la
batalla. El mando parecía dividido: Châtillon era reacio a entrar en combate “a
causa de las órdenes precisas de la instrucción de que el ejército del Rey se
uniera a los de los Estats; pero después de
considerar que no podían ni permanecer en este lugar por la escasez de
suministros, ni pasar más allá en presencia del enemigo, sin correr el riesgo
de ser combatidos en nuestra desventaja, consintió en la opinión de los demás”.
Sin embargo, la batalla
tuvo un desenlace rápido: la caballería francesa cargó inmediatamente,
llevándose todo a su paso. La infantería, algo maltrecha por los cañonazos y la
falta de visibilidad debida a los efectos combinados de la pólvora y el viento,
se recuperó y avanzó: había tardado menos de dos horas en derrotar al ejército
español.
La batalla de Avein tuvo un impacto fenomenal: las fuentes de las que
disponemos hoy recuerdan este enfrentamiento, en el que brilló la furia
francesa. Las pérdidas francesas fueron escasas, “doscientos soldados de
infantería y unos sesenta maestres” escribió Richelieu. En cambio, “muchos
oficiales del regimiento de Champaña fueron heridos, así como dos capitanes,
cinco tenientes y un alférez del regimiento de Piamonte”. Las cartas enviadas
al Preboste y a los Concejales de París no mencionan estas bajas y reducen el
número de muertos: “Todos somos más felices por esta victoria ya que sólo
murieron un capitán de infantería del regimiento de La Milleraye [sic], un teniente de Champaña y menos de cien soldados”.
Un Te Deum fue cantado por todo el reino y los mariscales de Brézé y de Châtillon fueron ampliamente felicitados, tanto por el Rey como por sus
ministros, entre ellos el Cardenal y el Secretario de Estado de Guerra, sin
olvidar a los aliados. Avein fue una victoria
rotunda: el enemigo sufrió más de 4.000 muertos y entre setecientos y
ochocientos prisioneros, muchos de ellos de gran calidad, mientras que toda la
artillería y el bagaje fueron capturados.
Sin embargo, la victoria
no significó el final de la campaña. Las tropas españolas seguían ocupando la
mayor parte del país, y Châtillon sospechaba que la guerra no había terminado,
ya que el general adversario”podía disponer de quince
mil hombres a pie y ocho mil a caballo. Si perdiera una batalla general con
nosotros, perdería todo su país, ya que le quedaba muy poca gente en sus
mejores lugares, después de haber puesto en campaña todas las fuerzas que pudo”.
Las grandes batallas fueron sustituidas por la guerra a pequeña escala, en la
que destacó la caballería española.
Además, la unión de los
ejércitos francés y holandés planteó problemas de mando. Según el acuerdo del 8
de febrero de 1635, Frédéric-Henri de Nassau decidió las operaciones a
realizar, de acuerdo con los generales franceses. Brézé y Charnacé, el embajador francés en las Provincias
Unidas, compartían esta opinión, pero Châtillon se oponía: “Hubo alguna disputa
menor”, informó Richelieu, “entre él [el príncipe de Orange] y nosotros,
causada por el mariscal de Châtillon, aunque era su pariente, sobre la
dirección del ejército. El mariscal de Châtillon, para conservar el mando,
quiso persuadir al príncipe de Orange de que Su Majestad pretendía que los dos
ejércitos permanecieran separados, y que nosotros sólo comunicaríamos nuestros
planes al príncipe de Orange, que se mostró algo molesto y desconfiado” .
Esta división no hizo más
que acentuarse. Richelieu quiso calmar las cosas, aunque afirmó en una carta a Charnacé: “Estoy muy contento con mi hermano el mariscal de Brézé, que ha probado corazón y cabeza”. En cuanto a Servien, apoyó los comentarios del cardenal y se disculpó
ante el mariscal de Brézé :
« J'ai eu commandement de faire adresser en commun à M. le mareschal de Chastillon et à vous
la depesche ci-jointe ». No es que no conozcamos
los honores particulares que os son debidos por la ganancia de la batalla y que
el Rey y Monseñor el Cardenal no hayan considerado particularmente todo lo que
enviasteis de ello que por otra parte está confirmado, pero se estima que sería
peligroso hacer cualquier demostración abierta de ello y que eso podría dar
celos que en la continuación de la guerra podrían causar gran daño a los
designios de Su Majestad”
El “depesche jointe” al que se refería Servien repetía lo que Richelieu había escrito a Bouthillier el 27 de mayo: “a carta debe transmitir la satisfacción que Su Majestad tiene
en general con aquellos a los que ha dado la jefatura de su ejército y con
todos los oficiales”. Esta unidad parecía tanto más importante cuanto que la
corte informaba haberse enterado “por algunas cartas interceptadas a los
enemigos, que la inteligencia que debería haber entre estos señores no es la
deseable para el bien de los asuntos de Su Majestad”
Después de Avein, a las divisiones al mando se sumó un debilitamiento
de la capacidad de combate: “Hemos visto infantería muy buena de varias
naciones -escribió Châtillon a Luis XIII-, excepto los viejos regimientos
franceses que están a mi cargo, que están muy deteriorados, porque no han
tenido reclutas desde hace más de dos años (...) Podemos asegurar a Vuestra
Majestad que su ejército cuenta todavía con veinte mil soldados de a pie
efectivos y cuatro mil jinetes, incluidos los fusileros. Esto es todo lo que
nos han hecho exactamente por una revisión secreta, porque para el monstruo
ordinario, hay más de veintidós mil soldados de a pie y cuatro mil quinientos
jinetes”.
Tras un avance relámpago
de las fuerzas de la coalición, y la ocupación del país entre Aarschot, Diest y Tirlemont (Tienen), se puso sitio a Lovaina. A finales de
julio, sin embargo, los suministros se agotaron y las tropas se retiraron a
Maastricht, y luego a Roermond, donde el ejército
francés, obligado a adoptar una postura defensiva, instaló sus cuarteles de
invierno en septiembre de 1635. A principios de 1636, menos de diez mil hombres
regresaron finalmente a Francia.
¿De quién fue la culpa,
después de una campaña que había comenzado bajo los más brillantes auspicios?
Durante su exilio, Servien atacó a Bullion, el superintendente de finanzas:
“Después de haber causado
la pérdida de Tresves y Philipsbourg por haber impedido que se colocaran allí guarniciones suficientes, después de
haber provocado la revuelta de los soldados que rindieron nuestras fronteras al
Enemigo por falta de pago, después de la disipación de las mejores fuerzas del
Reino que su obstinación hizo perecer mucho más que los golpes”.
Por el contrario,
Châtillon culpaba de las dificultades financieras del ejército en Flandes al
Secretario de Estado de Guerra: “Considere, Señor, si la Caballería francesa
puede mantenerse durante mucho tiempo en buenas condiciones en un país
extranjero, sin ser sostenida con dinero, y la Infantería también (...) Piense
pues en mantener la reputación de las armas del Rey, y en no escatimar nada
para ello”.
La batalla de Avein se olvidó rápidamente, sobre todo porque los
acontecimientos posteriores demostraron que en otros teatros de operaciones,
los ejércitos franceses acumulaban reveses, ya fuera en Holanda, en Alemania
bajo Turenne o en Provenza, donde los españoles se
apoderaron de las islas Lérins. A principios de 1636, Servien entró en desgracia, de la que sólo saldría
para partir hacia Alemania y poner fin al infierno que había contribuido a
encender.
La principal debilidad de
las tropas francesas residía en su logística, incapaz de seguir el ritmo y
apoyar a los ejércitos que avanzaban. Esta falta de apoyo limitó por sí misma
todas las batallas e incluso todas las victorias obtenidas sobre el enemigo, ya
que bastaba un largo asedio para lograr el mismo efecto que una victoria en
campo abierto.
En segundo lugar, los
poderes del Secretario de Estado de Guerra parecían demasiado limitados, sobre
todo en materia financiera. Los reglamentos de 1626 y 1633, que definían las
competencias respectivas de los Secretarios de Estado, sólo otorgaban al Secretario
de Estado del Departamento de Guerra el control sobre el taillon en materia de ingresos. Era responsable ante el superintendente del
levantamiento, pago y mantenimiento de las tropas. El carácter de Servien y sus constantes disputas con Bullion llevaron a Richelieu a elegir entre su fogoso Secretario de Estado y las
relaciones financieras de su superintendente.
Avein, sin embargo, también
ofrece un ejemplo temprano de estrategia de gabinete. Las instrucciones eran
precisas, ofreciendo al mando una única interpretación posible, dentro de unos
límites muy circunscritos. Los mariscales de Brézé y
de Châtillon conservaban la iniciativa táctica, pero debían poder justificar
sus medidas. A este respecto, los planes elaborados en los despachos del
Cardenal y refrendados por el Secretario de Estado se pusieron en práctica
sobre el terreno, y este último pareció ser un fiel ejecutor de las órdenes del
Primer Ministro. El Primer Ministro no dudaba en destituir a quienes no se
adaptaban a sus ideas, ya fueran generales o Secretarios de Estado.
Papiers privés de Brézé.
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