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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA

desde el advenimiento de Felipe III al Trono

HASTA LA MUERTE DE CARLOS II

POR

CÁNOVAS DEL CASTILLO

 

 

 

 

LIBRO CUARTO De 1636 a 1640.

 

 

La nación francesa, dividida en facciones y debilitada por las guerras religiosas, apenas había tomado parte en los negocios de Europa por cerca de un siglo. Enrique IV tuvo sin duda grandes pensamientos, mas no llegó a ejecutarlos. Algunos han creído que uno de ellos era el fundar la Monarquía universal, sueño político de la época; pero tal intento, que pareciera temeridad en un Carlos V y en un Felipe II, habría denotado manifiesta locura o crasa ignorancia en el Monarca francés. No contaba éste ni con tesoros para tanto, ni con ejércitos, ni con capitanes, ni tenía, en fin, cosa alguna de cuanto pudo en otros dar ocasión a tan alto intento. No ha faltado tampoco quien, con más razón acaso, atribuya los propósitos del Monarca francés a locos impulsos de lujuria, pasión que en él tanto imperaba: de esto dejamos ya hablado al tratar de su suerte. Pero de todos modos cuando ella le sobrevino, comenzaba ya a inquietar nuestro poderío, y a intervenir en las cosas de Europa. Durante los primeros años de Luis XIII tampoco sonó la Francia en cosa importante, porque los socorros que dio a Holanda y al duque de Saboya, no fueron más que momentáneos y aun las más veces encubiertos. Mas no bien entró Richelieu en los consejos de este Príncipe, cuando se propuso darle en Europa a su nación la importancia que sin duda merecía por el número de sus habitantes y lo dilatado de sus fronteras, ya que por su poder y valor militar poco se hubiera señalado todavía. Pero la Francia no podía levantarse ni tomar superioridad en Europa mientras continuase imperando en ella y disponiendo de sus destinos la casa de Austria; y de ésta el primero y más temible campeón era el Rey de España.

 

RICHELIEU 1585-1642

 

 

Por lo mismo encaminó desde el principio Richelieu sus pensamientos a destruir nuestra influencia y nuestro predominio. Hallábase a la sazón Francia tan en la cima de su poder, como España en decadencia. Su población, no repartida por dos mundos, como lo estaba la nuestra, sino recogida en no muy ancho territorio; no diezmada como aquella por dos siglos de guerra extranjera y de conquistas dilatadas, ni disminuida con tales expulsiones como la de los judíos y la de los moriscos, era tres veces mayor que la de España. Sus pueblos y sus campos habían padecido grandes calamidades en las antiguas guerras extranjeras y en las civiles de los últimos tiempos; pero no tanto ciertamente como en los ocho siglos de la guerra mahometana padeció España; así ofrecían harto mejor apariencia que los nuestros, hechos escombros y eriales. No habían poseído los franceses minas de oro que los apartasen del cultivo de la tierra y artes mecánicas, como a tan mal tiempo poseyó España; de modo que no bien acabadas las guerras y las calamidades, viéronse florecer entre ellos la agricultura e industria. La Corte, si no honrada, no era cuando menos tan licenciosa que se enervase como la nuestra en los placeres, gastando en ridículas prodigalidades el Tesoro público, que por cierto estaba también más desembarazado que el nuestro desde el tiempo del buen Enrique IV. Sully, su ministro, fue de los primeros en conocer que no está tanto el beneficio del Tesoro en sacar mucho de los pueblos como en sacarlo bien y sin mucho daño. De ciento cincuenta millones de francos calculábase que sólo treinta entraban en el Tesoro; los Gobernadores de las provincias no sólo imponían contribuciones para el Rey, sino también para ellos mismos, y la deuda pública ascendía a trescientos millones de francos. A todo atendió Sully, si no siempre con acierto, con constancia y desinterés, que es lo principal en estas cosas. Hombre de costumbres puras y severas, pobre en el vestir, sobrio y enemigo de placeres, naturaleza espartana de esas que Dios envía de cuando en cuando a salvar a las naciones, acaso su desdén al lujo y a los placeres causó el más grave de sus yerros, que fue olvidar la industria y procurar que la agricultura fuera la única ocupación de los franceses. Con todo eso pudo tanto su buena fe, que dejó la deuda casi enjuta, disminuidos los impuestos, mejorados los caminos y fortificaciones, y sobrantes en el Tesoro cincuenta millones de reales de nuestra moneda, al salir del mando.

Y en verdad que por mala que dejase la hacienda española Felipe II, no mucho mejor estaba la francesa después de la guerra de la liga: la deuda misma era mayor, y la inmoralidad que allí había en la administración y recaudación, ni de lejos era igualada en España. Un solo ministro honrado y un período de paz no muy largo bastaron para obrar en Francia mudanza tan grande, mientras en España cada día fueron empeorándose las cosas. Algo se perdió de lo ganado en la hacienda pública durante la minoría de Luis XIII; pero la misma impotencia en que se halló entonces la Francia, conservándola en una paz completa, ofreció a su agricultura mejoras, y dio aumento a su población y ensanche a la general riqueza. Y fue de ver que contribuyese España a proporcionarle estas últimas ventajas, haciendo tanto porque se mantuviese neutral, cuando más bien la convenía pelear con Francia, entonces que estaba flaca y mal gobernada, que no después debajo de un Rey, unida y fuerte. Gran falta de previsión política en nuestra Corte el retardar guerras que habían de venir al cabo, desperdiciando la ocasión oportuna que ofrecía la menor edad de Luis XIII, y a ser generosidad, generosidad impropia de un gobierno sensato.

Todas estas causas hicieron que Francia se hallase más fuerte y más próspera que nunca al empuñar Luis XIII las riendas del gobierno. Sólo faltaba ya una mano diestra y poderosa que tomase el timón del Estado, para que Francia sacase el partido que debía de su situación, destruyendo la cizaña que aún quedase en ella y sembrando nuevas semillas de poder, porque el Rey era inepto y descuidado. Entonces apareció fatalmente Richelieu, hombre, como particular, odioso; grande, como ministro, y de esos que saben levantar a las naciones ofendiendo y maltratando a los individuos, cosa en muchas ocasiones indispensable. Alcanzó Richelieu un conocimiento perfecto de Francia y del estado del mundo, y especialmente de lo que era y podía España; porque desde el tiempo de Enrique IV los Embajadores franceses no habían hecho más que espiar nuestras flaquezas y delatarlas; de suerte que la pobreza de nuestro Tesoro, la despoblación y la ruina de nuestros campos y cuantas enfermedades aquejasen al decaído cuerpo de la Monarquía, eran más conocidas en París que no en Madrid y en España. Comprendió entre otras cosas Richelieu que el nombre de la nación no estaba sostenido en los campos de batalla, sino por algunos soldados heroicos, reliquias de su pasado. Y contando el número grande de los suyos paseaba a la par la codiciosa vista por las dilatadas provincias que en Europa obedecían nuestro cetro, mirándolas como presa fácil y deleitable despojo del que primero supiera acudir al botín que se ofrecía. No ignoraba tampoco que en los mismos reinos de la Península era fácil hacer presa, o cuando menos hallar muchos auxiliares y amigos con nombre y título de independientes; porque si bien la lealtad española no permitía sospechar que con dinero vendiesen los soldados a gentes extrañas provincias y fortalezas, como tan frecuentemente se vio en otras naciones, y en especial en Francia, estando la obra de la unidad nacional tan en los principios, y teniéndose cada provincia por de distinto valer y origen, si no por enemiga de las demás, podía preverse sin grande esfuerzo que estallasen al estímulo de los socorros de por fuera y de los apuros interiores, insurrecciones como aquellas que estallaron con efecto, dando de sí tan tristes muestras en Portugal y Cataluña. Y sin duda contaba también el sagaz extranjero con la imbecilidad de nuestra Corte, la lujuriosa indolencia del Rey y la vanidad inepta del Privado.

 

 

LUIS XIII, 1601-1643

 

Mientras hubo asomos de guerra civil y hubo quien le disputase su poder en la misma Francia, Richelieu disimuló sus proyectos y aun llevó con paciencia los triunfos y la soberbia de sus contrarios, amenazándolos tal vez para contenerlos, pero evitando siempre formales empeños. Rematados los protestantes con la toma de la Rochela, separada la Reina madre, a quien tenía por enemiga, del lado del Rey, y frustradas las conspiraciones de los Príncipes y de los grandes vasallos disgustados con lo omnipotente de su influjo, volvió los ojos al propósito de poner en obra sus pensamientos. Antes refrenó aún la codicia despierta otra vez de los recaudadores y Gobernadores, inclinó a la carrera de las armas a la nobleza, separándola por fuerza de las intrigas, y estableció una disciplina severísima en el ejército; por manera que luego se vio que cuantos capitanes perdían una batalla o una plaza, eran procesados y por lo común condenados á muerte. Al propio tiempo puso los ojos en la marina de guerra, y por primera vez armadas navales francesas se mostraron poderosas en los mares. Preparado ya todo, no aguardaba más que una ocasión oportuna para declararse, cuando la batalla de Nordlinghen vino a darle a entender que no era tiempo de más espera; porque si la causa protestante moría en Alemania, desembarazado el Emperador de tan temible enemigo, acudiría al extremo en ayuda de España, y esta desde luego con las triunfantes armas del Cardenal Infante, podría lograr gloriosos y terribles efectos en Holanda, con cuyo poder había él contado para conseguir más fácilmente sus intentos.

Pero la declaración formal de guerra que en 1636 hizo a Felipe IV Luis XIII, o más bien el cardenal duque de Richelieu, que con grandísima habilidad regía allí las riendas del Gobierno, forma época en la Historia de España. Púsose a toda prisa a imaginar un pretexto, y no tardó en hallarlo. Mantenía el Elector de Tréveris íntimos tratos con los enemigos del Imperio y de España, señaladamente con los franceses, debajo de cuya protección había puesto su persona y Estados. No era de respetar ciertamente tal protección, ni eso era costumbre en los tiempos que corrían; y después de la victoria de Nordlinghen se resolvió su castigo. Encomendóse al conde de Emden que gobernaba por España el Luxemburgo, y saliendo de Lieja con tres mil soldados, entró por sorpresa en Tréveris, destrozó la gente francesa que guarnecía los muros, y trajo preso a Bruselas al Elector. Exigió Richelieu del Cardenal Infante, que lo pusiese en libertad al punto; como éste se negase a hacerlo mientras no recibiese órdenes de Madrid, envió un heraldo a Bruselas a que de parte de Francia le declarase la guerra. Y en seguida publicó, un manifiesto enumerando largamente los propios agravios y callando los que había recibido España, que no eran pocos, como va ya mostrado en esta historia. Declaraba en él Luis XIII que movía sus armas porque la ambición de España pasaba ya a oprimir descubiertamente a los Príncipes aliados de su corona, y que después de todos los esfuerzos que había hecho para desmembrarla, no había encubierto el designio que tenía formado de atacarla a fuerza abierta, al mismo tiempo que el mal estado de sus cosas debiera disuadirla; añadía que España no había cesado del injusto deseo de usurpar los Estados de sus vecinos para establecer el Estado de la Monarquía universal a que aspiraba; alegaba en comprobación de esto la ocupación de la Valtelina, la guerra de Mantua y la prisión del Elector de Tréveris, y protestaba, en fin, que no obraba si no en virtud de la propia seguridad y defensa. Respondieron a este papel en sendos libros D. Francisco de Quevedo, el historiador Céspedes de Meneses y otros varios teólogos y juristas, mostrando las quejas que de nuestra parte había contra la Francia. Pero no era tanto ocasión de palabras como de obras y fue preciso aprestarse a la guerra.

Cómo se hallaba a la sazón nuestro poder lo demuestran las páginas antecedentes. No se había perdido nada de la herencia pingüe de Felipe II; antes algunos territorios y derechos no poco importantes, habían venido a hacer más ostentosa la apariencia de nuestro poderío. Pero los males interiores del Estado habían corrido y aumentádose rápidamente en los últimos años. Uno de ellos, sobre todo, fácil de prever y descuidado como los otros, vino a mostrarse ahora, comenzando a dar amargos frutos. Ya apenas había ejército que sustentase nuestro nombre. Devorados lentamente por tantas y tan imprudentes guerras, quedaban solamente algunos miles de valientes veteranos, pocos para luchar con la muchedumbre de nuestros enemigos. Las nuevas levas, mal dispuestas y peor ejecutadas, no podían llenar el vacío. Mas no era esto solo. Hasta entonces se había conservado en Madrid cierta veneración á los ejércitos, y había habido cierta severidad en repartir los mandos y empleos de la milicia. La antigua disciplina y escuela de los ejércitos de Felipe II se había conservado bastante bien durante el reinado de Felipe III, y aun cuando desde que el Conde-Duque entró a gobernar las cosas, se notaba síntomas de corrupción, no había llegado ésta a producir hasta entonces todas sus consecuencias. Ya no se daba el mando de los ejércitos al de más mérito, sino al más galán y al que más favor alcanzaba del Conde-Duque; repartíanse sin tasa empleos y dignidades. Con esto a un tiempo se destruía la autoridad del mando y de la obediencia, se quitaba el estímulo de los antiguos escuadrones, y se enflaquecía el poder de los nuevos. Así, aquel ejército formado en la escuela del Gran Capitán, amaestrado después por el duque de Alba y conservado por el de Fuentes de Val de Opero, había perdido su organización robusta y mucha parte de sus tradiciones. Sólo en Flandes podía decirse que hubiera ejército digno de España, aunque escasísimo en fuerzas.

Continuaba al propio tiempo la penuria y la confusión en la moneda del reinado anterior; por tal manera, que desde los primeros apuros de la guerra se tomaron nuevas disposiciones sobre ella contrarias, precipitadas y ruinosas. En 1636 se acordó que todo el vellón resellado se recogiese otra vez, para que, vuelto a resellar, se triplicase su valor, sin reparar en que poco antes se había bajado el de toda esta moneda; alteróse el premio del cambio de la moneda de vellón por el de oro y plata, imponiendo nada menos que pena de muerte a los que llevasen más del señalado, y se prohibió la entrada del cobre en bruto en la Península. Increíbles alteraciones y trastornos dictados por la ignorancia y la codicia que causaron sin ventaja alguna del Tesoro, horrendos males en la nación. Negábase todo el mundo a comprar y vender, no sabiendo, en suma, el precio de las cosas, pues todo dependía de tales alteraciones; se interrumpían las transacciones sobre los objetos de primera necesidad, que eran ya casi las únicas que se conocían; pasaban días y días sin que a los pueblos viniese pan o vino o legumbres, padeciéndose hambres y trabajos sin cuenta. Y en medio de esto, aparecían triunfantes los usureros genoveses y franceses, negociando con los ministros, y exprimiendo a los pueblos españoles, para volverse cargados de oro a los suyos. Seguían a la par las rentas empeñadas, y más cada día escasas para atender a las cargas públicas. Las Cortes de Castilla, o tímidas o sobornadas, concedieron para los primeros preparativos de la guerra un servicio de nueve millones de ducados en plata por tres años. No tardó el Rey en pedir más, y se le dieron arbitrios para pagar y mantener ocho mil soldados, lo cual se fue prorrogando de año en año para siempre. Impúsose también un tanto por ciento, que se llamó de extensión de las alcabalas: impuesto este ya tan oneroso, que pesando sobre las compras y ventas, y habiéndose ido lentamente acrecentando, traía aniquilado sin necesidad de otro arrimo el comercio e industria. Establecióse por pragmática el papel sellado en los tribunales seculares del reino, y cargáronse otros arbitrios sobre las reliquias de la agricultura y comercio. Por último, se acudió al medio de vender propiedades y establecimientos en Italia, recurso que, bien empleado, podía ser de mucho provecho por las ricas heredades que en todas partes tenía la corona. No había naves, ni armas, ni soldados que oponer al gran poderío de la Francia, y eso podía justificar tamaños esfuerzos y gravámenes; pero bien se vio que no eran tales objetos los principales del Rey y de su favorito.

Por los mismos días en que se supo la declaración de guerra de Francia, se celebraron en Madrid los grandes festejos, que eran ordinarios y en los cuales se gastaban sumas inmensas, siendo la ocasión ahora el nacimiento de una Infanta. Y debieron reputarse por cortos y por grande el fundamento, mirando los que se hicieron dos años después, por haber sido elegido Rey de romanos Fernando, que lo era ya de Hungría y de Bohemia, cuñado del nuestro. En celebrar tal acontecimiento y que tan poco nos importaba, se gastaron nada menos que doce millones, cantidad increíble á no estar bien atestiguado; duraron las fiestas cuarenta y dos días; hubo toros, cañas, parejas, danzas, máscaras, farsas, mojigangas y cuanto pueden inventar la satisfacción y el contento. Por remate, se representó en la plaza pública una comedia titulada Don Quijote de la Mancha, que, como advierte cierto historiador, no pudo ser en la ocasión más oportuna. No eran, sin embargo, indispensables los pretextos para tales fiestas; sin ellos se corrían toros cada día, y había frecuentes justas y cañas. Refiérese que en una de tales ocasiones se prendió fuego en la Plaza Mayor de Madrid, ardiendo en gran parte, y como a pesar de eso hubiera en el mismo lugar nuevas fiestas a los pocos días, se vio en medio de ellas que de cierta casa de las quemadas salían aún torbellinos de humo. Alborotóse el concurso, fue mucha la confusión, no pocos los heridos y estropeados, mas el Rey ni aun se movió de su asiento. Hecho harto loado de animoso por los aduladores viles de la época; que si lo era, bien pudo emplearse en mejor ocasión e intento.

A veces en lugar de toros y danzas había procesiones ostentosas, donde el clero lucía sus inmensas riquezas. Ni dejaban de alternar condales regocijos los autos de fe y las fundaciones de monasterios. Asistió el Rey con toda la Corte y gran séquito y fiesta al auto de fe que con desusada pompa se celebró, corriendo el año de 1632 en la Plaza Mayor de Madrid, donde fueron condenados a sentencia capital siete judíos y salieron otros veintiséis penitenciados, por haberse descubierto que tenían conciliábulos, donde secretamente practicaban sus devociones y mofaban y escarnecían las imágenes; y no contento el celo del Rey con tal demostración, fundó además un convento en el propio lugar donde los judíos cometían sus profanaciones.

Pero las comedias eran lo que más ocupaba la atención de la Corte y del pueblo. El amor a este género de espectáculos y al arte de componerlas habían progresado en pocos años extraordinariamente, llegando de amenazadas o toleradas en tiempo de Felipe III, a ser ahora el encanto y la ocupación de todo el mundo. La sed de placeres de Felipe IV y del Conde-Duque dieron poderoso impulso a esta pasión de las comedias. Representábanse ya donde quiera, hasta en los conventos más observantes. Las representaban las principales damas de la Corte; componíanlas muchos señores principales, y aun el mismo Rey las hacía, al decir de las gentes, ocupación no tan loable como en los demás en personas que tales y tan altos deberes tienen que cumplir en el mundo. No bastando los corrales de la Cruz y del Príncipe, donde con poco aliño y arte, pero con harto ingenio, se representaban comedias para entretener los ocios de la muchedumbre y contentar su afición, levantábanse frecuentemente tablados en las calles y plazas para representar, principalmente autos sacramentales, los cuales eran acompañados con luces de cirios en medio del día y todo el aparato de las funciones religiosas. El Rey acaso asistía a las comedias de incógnito alguna vez en los mismos corrales públicos; pero por lo común en las salas de sus palacios: a imitación suya hubo Grandes y señores que labraron en su casa teatro propio. Quien quisiere hallar a los caballeros de la Corte habíalos de buscar en tal espectáculo, o cuando no en los aposentos de los cómicos y bailarinas, y en amistad y compañía con ellos, dando el Rey en tal desorden ejemplo y pauta, pues corriendo el año de 1629 dio a luz un hijo suyo, que luego se llamó D. Juan de Austria, una de las cómicas más aplaudidas, por nombre María Calderón. Amores públicos y afrentosos para el trono, de los cuales sólo la Calderona pareció avergonzada, puesto que fue a acabar su vida en un convento.

De entre cómicos y cómicas no salían el Rey ni el favorito, sino para entregarse a nuevos placeres en los jardines y estanques del Retiro, llenos siempre de luminarias y máquinas costosísimas, o para atentar en lo obscuro de la noche a la honra de mujeres huérfanas quizás de los soldados de Flandes, o para manchar con escandalosas aventuras los regios aposentos, cuando no lugares más sagrados. Acaso castigó Dios como merecían las liviandades de Felipe con un misterioso y sangriento suceso, que aunque no bien averiguado ni conocido, puso su propia honra en lenguas del vulgo. Hecha la Corte un mar de galanteos, fue esmero y porfía de los caballeros mostrar que eran altas y hermosas damas las que servían. Uno de ellos, el conde de Villamediana, hombre agudo, lenguaraz y atrevido, osó llevar por divisa en una de las fiestas de la Plaza Mayor cierto número de reales de plata con estas letras: son mis amores. Escandalizó la sospecha, pero más aún, el hecho de que mientras los demás caballeros mozos obsequiaban a las damas de la Corte, el de Villamediana sólo ofreciese sus homenajes a la reina Isabel de Borbón. Comenzó a rugir la murmuración; oyóla o sospechóla el Rey, y dio alguna muestra de manifiesta ira: poco después unos enmascarados asesinaron al conde de Villamediana en su propio coche. Creció con esto la murmuración hasta producir deshonra, si justa o injusta no se sabe. El hecho es que por primera vez sintió tal mengua la corona de los Reyes Católicos.

Con tales y tan varios sucesos, con tanta confusión y escándalo, distraídos los ánimos de los cortesanos y del pueblo, se oyeron en Madrid sin pena ni alarma las nuevas de Richelieu, el cual, juntando con el pensamiento la ejecución, enviaba un ejército numeroso a unirse con el del príncipe de Orange para acabar de quitarnos los Países Bajos, mientras otro con igual objeto caminaba ya hacia Italia. El Conde-Duque, que era quien más atención debió poner en ello, había dado en mirar en Richelieu un rival suyo y émulo de sus talentos, como si entre aquel hombre perverso, pero grande, y él, cupiese comparación alguna; acaso no imaginaba que Francia fuese rival verdadera y cuasi forzosa de España. La idea de Felipe II de aniquilar o de avasallar a aquella nación, no era más que la expresión de nuestra primera necesidad política; porque era evidente que el poderío de España no podía existir sin el abatimiento de Francia, lo mismo que la supremacía de Francia a costa de España tenía que levantarse en Europa. Pero el Conde-Duque, incapaz de comprender en toda su extensión aquel pensamiento, miraba como enemiga a Francia por costumbre solo, y la guerra que iba a emprenderse como otra cualquiera guerra. Esperábala hacía tiempo, y tanto, que tres años antes había enviado emisarios a la frontera del Pirineo para que viesen el estado en que se hallaban las plazas del enemigo y reconociesen todos los pasos; mas no esperó nunca que aquello fuese un combate particular, un duelo a muerte, del cual hubiese que salir triunfante o completamente rendido. Ni vio el Rey lo que no vio su favorito, ni las historias recuerdan alguno que en aquella Corte estragada supiese toda la importancia del nuevo acontecimiento. Así continuaron sin tregua los placeres mezclados con sangrientos dramas; porque cada día un celoso mataba un galán, y caballeros enamorados malgastaban en desafíos y empresas pueriles la sangre que tanta falta iba a hacer en las fronteras.

En tanto el primer ejército francés (1635) a las órdenes de los mariscales de Brezé y de Châtillon, compuesto de más de veinticinco mil hombres, caminaba la vuelta de Flandes. Envió a su encuentro el Cardenal Infante, al príncipe Tomás de Saboya, que servía de tiempo antes en el ejército de España, con diez mil infantes y dos mil caballos, a fin de cerrarle el paso impidiéndole que se juntase con los holandeses. Marchaban divididos los franceses en dos trozos, y el príncipe Tomás imaginó atacarlos por separado, primero al uno y luego al otro, y de igual a igual deshacerlos. Engañóse en sus medidas, y halló sobre sí a todo el ejército contrario en Avein, junto a Lieja. No era posible retroceder, y se comenzó la batalla. Mostróse al principio favorable a los nuestros, a pesar de que no llegaban a ser la mitad en número que los contrarios, por el certero fuego de nuestra Artillería. Con esto se prolongó la lucha largas horas a costa de mucha sangre de ambas partes, porque los nuestros, con la ventaja ganada, no querían ceder, ni menos los enemigos, que se miraban tan superiores en número. Al fin, envueltos los nuestros por todas partes y rendidos de tan desigual pelea, huyó primero la Caballería, y luego la Infantería mercenaria, o de naciones, se puso en fuga. Quedaron en el campo dos tercios viejos, uno de españoles, otro de italianos, los cuales, aunque desamparados y peleando uno contra ciento, todavía sostuvieron por mucho tiempo el empuje de todo el ejército enemigo hasta que cayó el último de los soldados. Así fueron abatidas allí nuestras banderas, pero no humilladas. Dejamos en el campo tres mil muertos, mil y ochocientos prisioneros y todo el bagaje de artillería.

Las ventajas de un triunfo que tan poca gloria dejaba a los vencedores, no fueron tampoco muy grandes. Juntóse a la verdad el ejército francés con el del príncipe de Orange, como pretendía, y unos y otros, reunidos, embistieron a Tirlemont y la tomaron por asalto, cometiendo inauditos excesos, a pesar de la esforzada conducta de su Gobernador D. Francisco de Vargas. De allí se dirigieron a Diest y Archost, plazas poco importantes, y las tomaron; con que llenos de presunción osaron amenazar a Bruselas. No tardaron en conocer la imposible ejecución de aquel intento, y encaminándose a Lovaina, la pusieron cerco. Pero el Cardenal Infante maniobró de tal suerte, que sin exponerse a los trances de una batalla desigual, logró que levantasen los contrarios aquel cerco a los diez días de haber abierto las trincheras, y sin que su ejército padeciese daño. Introdujo socorros en la plaza, a punto que hizo la expugnación imposible; cortó los víveres y las comunicaciones a los enemigos, que comenzaron a tenerse más por sitiados que por sitiadores, y viniendo en seguida sobre ellos las disensiones naturales en tales casos, y las enfermedades que engendran las privaciones, al fin tuvieron que separarse, quedando sólo en Flandes el mariscal de Brezé con ocho mil soldados, porque los demás se volvieron a Francia. No se limitaron los españoles a guardar sus plazas y deshacer sin combatir a los enemigos, sino que llevaron a cabo una dichosa empresa. El fuerte de Schenck, situado en la isla de Batavia que vienen á formar dos brazos del Rhin, estaba a la sazón muy bien fortalecido, puesto que era uno de los importantes que tenían los holandeses; pero no tan bien guardado, porque mucha gente de la guarnición había salido a reforzar los ejércitos. Apercibidos del caso los españoles que guarnecían a Gueldres, determinaron tomarlo de improviso, y saliendo en número de quinientos hombres escogidos, donde iban no pocos soldados flamencos, debajo del mando de Jorge Esrholtz, capitán de esta nación, se abalanzaron a los muros, y al tercer asalto, muerto el Gobernador, se enseñorearon de ello, degollando la gente que los defendía. Sintieron profundamente esta pérdida los contrarios, y con ella, desconcertados del todo sus ejércitos, tomaron cuarteles de invierno muy disgustados, y achacándose mutuamente los capitanes el mal éxito de aquella campaña comenzada con fuerzas tan superiores y con tan favorables auspicios como la batalla de Avein. Alababan todos al propio tiempo de acertada la conducta del Cardenal Infante.

Al año siguiente (1636) fue todavía menos favorable la campaña a los enemigos por aquella parte. Ocupáronla los holandeses con el sitio de la fortaleza de Schenck, que así como fácilmente se les ganó, ahora, bien guarnecida de los nuestros, no hallaban medio de recobrarla. No había que temer de ellos por algún tiempo, según era su empeño, y según eran las fuerzas de la plaza, que intentaran alguna otra empresa. Y dando por bien empleada la pérdida de Schenck, que al fin se rindió a los nueve meses de sitio, reunió en tanto el Cardenal Infante todas sus fuerzas con las que el Emperador envió en su ayuda, y juntando un poderoso ejército imaginó invadir Francia. Componíase éste hasta de treinta mil hombres de buenas tropas españolas, lorenesas y alemanas al mando de Octavio Piccolomini de Aragón, general italiano, natural de Siena, y de los que con más gloria habían mandado las tropas imperiales contra los suecos; de Juan de Werth, de Carlos, duque de Lorena, Príncipe feudatario de Francia, más que seguía alianza contra ella con España y el Imperio, capitán de mucha sagacidad y esfuerzo, y del príncipe Tomás de Saboya. Eran el ejército y los caudillos casi los mismos que vencieron en Nordlighen y podían esperarse ahora de ellos no menores efectos.

Entraron nuestras banderas impetuosamente en la provincia de Picardía, y se enseñorearon de la Chapélle en seis días, y poco después del Chatelet que aún se sostuvo menos; a la par que numerosas partidas de Caballería, mandadas por capitanes intrépidos se extendían por toda la Picardía y la Champagne, llevando por donde quiera el miedo y estrago. En vano el conde de Soisons, que mandaba el ejército francés presurosamente reunido, se opuso a la marcha triunfante de los nuestros. No se atrevió a pelear a campo raso por sentirse inferior en fuerzas, y siempre cejando delante de los españoles, los vio pasar tranquilamente el Soma, y extenderse por la llanura que separa las aguas de este río de las del Oise; Vervins, Noyon y Roye se rindieron en seguida con poca defensa, y nuestros Generales llegaron sin más obstáculo delante de Corbie. Defendiéronse los sitiados durante trece días; pero al fin, faltos de socorro de por fuera, hubieron de rendirse a discreción. Hubo entonces un gran Consejo en nuestro campo para deliberar si convendría o no caer sobre París. No había almenas de por medio, ni ejércitos que lo estorbasen, y no faltó quien se inclinase a ello; pero prevaleció el parecer contrario, y dejando fortificada y guarnecida la plaza, aunque no bien abastecida, se ordenó la retirada.

Hubo y ha habido después sobre tal determinación diversos conceptos. Ello es que París estaba lleno de espanto; salíanse a millares los habitantes de su recinto, y los que permanecían en él, ocultaban cuidadosamente sus riquezas como si viesen ya en las puertas al ejército vencedor. El Rey y el cardenal Richelieu dejaron también la capital, decretando levas de gente muy grandes; creyóse que la perdición de Francia era llegada, y la privanza de Richelieu estuvo para hundirse, porque todos le miraban como causa de guerra hasta entonces tan desdichada. Ni pudo desvanecer el pánico el ejército nuevamente levantado; porque si bien llegaba a cincuenta mil hombres, como se componía de artesanos de París y de gente allegadiza e inexperta en el ejercicio de las armas, no podía medirse en campo con nuestros aguerridos tercios y escuadrones. Mirando y considerando tales circunstancias, parece desacertadísima la retirada que resolvieron nuestros Generales. Si desde Corbie hubieran marchado rápidamente a París apoderándose de aquella capital que no podía defenderse, Richelieu habría caído indudablemente, y Luis XIII, ni muy firme ni muy belicoso, se habría prestado de buena voluntad a ajustar las paces. Ni otra cosa convenía en aquella ocasión a la Corte de España. Asustar a Francia con tal alarde de fuerza, conservar con él la fama de invencibles de nuestras armas, y el prestigio de nuestro nombre, todavía muy grande en los que no conocían nuestras flaquezas, obteniendo al propio tiempo la paz, era un pensamiento militar y político tan alto, que podía justificar sobradamente lo que hubiese en la expedición de arriesgado. Y más que sin esto era de prever que ni los triunfos pasados ni el terror infundido en los contrarios hubiesen de producir fruto alguno. Así sucedió desdichadamente. No bien repasaron los nuestros el Soma, sitiaron los enemigos Corbie, y hallándola ya sin víveres ni municiones de guerra, tuvo su Gobernador que capitular al mes de bloqueo. Rindióse luego Roye, y poco a poco fuimos perdiendo todo, lo conquistado. Sin embargo, si no sacamos todas las ventajas que se pudieran de aquella campaña, todavía debió de considerarse como favorable, puesto que con tanta reputación la habíamos sostenido en el territorio enemigo.

Habían en tanto los franceses invadido el Franco-Condado. Estaba aquella provincia asegurada por tratados particulares de neutralidad, ajustados entre España y Francia en tiempo de Felipe III; pero como fortificasen los naturales algunos puestos, y tomasen algunas otras precauciones legítimas e indispensables al comenzar tan empeñada guerra, diéronse los franceses por libres de los pactos, y entrando en el país con ejército de veinte mil hombres al mando del príncipe de Condé, pusieron sitio a Dole, que era la principal de sus plazas. Mostraron los habitantes tanta lealtad y amor a España, que aún hoy se conmueve el corazón al recordar los sacrificios, inútiles al fin, que hicieron por nuestra causa. El Arzobispo de aquella ciudad, bien que agobiado de los años, y el Parlamento acudieron a la defensa y lograron meter en la plaza abundantes provisiones, y hasta cinco mil paisanos que al punto adiestraron en las armas los pocos oficiales españoles que allí había. No quedó medio bárbaro de hostilidad que no empleasen los franceses para rendir la lealtad de los de Dole; mas todo fue en vano por entonces. Lanzaron multitud de bombas, y con ellas destruyeron la mayor parte de los edificios, y además quemaron los campos y las poblaciones cercanas. Pero perdieron más de tres mil hombres sin lograr aún aportillar la plaza, y al cabo les fue forzoso levantar el sitio cuando ya un puñado de gente, enviado por el Cardenal Infante a socorrerla, estaba a punto de lograr su intento. No fue más afortunado en el Rhin el ejército francés destinado a atacar al Emperador, puesto que en las dos primeras campañas no logró ventaja notable; antes padeció notablemente descalabros.

Mas Richelieu no era hombre a quien desanimasen los reveses. Formó al abrirse la campaña de 1637 cuatro ejércitos, y con ellos embistió de nuevo a un tiempo la Alsacia y el Luxemburgo, el Franco-Condado y las plazas del lado de Picardía. Y a la par el príncipe de Orange, que gobernaba a los holandeses, tomado ya Schenck, se puso más poderoso que nunca en campaña. Eran las fuerzas del Cardenal Infante inferiorísimas a las de los contrarios, de suerte que no podía sostener el campo, y los imperiales que principalmente defendían la Alsacia, no estaban para prestarle muy grande ayuda. Pidió con instancia a Madrid soldados y dineros, y no pudo obtener unos ni otros, porque a la sazón ocupados el Rey y el favorito en las grandes fiestas y mojigangas con que se celebró, como arriba dijimos, la coronación del Rey de Hungría, no estaban para pensar en armamentos ni en socorros; demás que los doce millones que se habían gastado en ellas, eran el dinero que había. Falto así de todo D. Fernando a todo suplió su esfuerzo, que sólo en él se mostraba entonces digno de su raza, y mantuvo en tres campañas designadísimas el honor de España.

Sitió el príncipe de Orange a Breda, y el cardenal la Valette se puso delante de Landreci; y como el Infante no pudiese intentar el socorro a campo raso por falta de fuerzas, una y otra plaza se rindieron, al cabo de dos meses de sitio la primera, y quince días la segunda de trinchera abierta. Dolorosas pérdidas, en especial la de Breda, cuya conquista había costado millares de vidas y tesoros inmensos pocos años antes. No se estuvo quedo, sin embargo, el valeroso Infante, y mientras los enemigos expugnaban aquellas plazas, rindió por su parte Roremunda y Venlóo. Hubo también algunos combates parciales honrosísimos para los españoles. D. Alvaro de Viveros, que mandaba trescientos artilleros, fue sorprendido por mil cuatrocientos franceses, que gobernaba el coronel Gassion, y peleó con ellos hasta que apenas le quedó hombre vivo, causando entre los enemigos enorme estrago. Tributó el cardenal la Valette a D. Alvaro de Viveros, honrosas demostraciones cuando se lo llevaron prisionero. Peleó con no menor esfuerzo D. Juan de Viveros, que fue al socorro de la Chapelle, sitiada también por la Valette; mas no pudo lograr su intento, y aunque él se retiró sin pérdida, rindióse la plaza. Conquistó el mismo la Valette a Mobeuge y Barlemont; mas una y otra plaza fueron recobradas por el Cardenal Infante, que ganó también el castillo de Emeric.

Pero al propio tiempo el ejército francés, que al mando del mariscal de Chatillon había entrado en el Luxemburgo, hacía grandes progresos. En pocos días ganó Villaine, Dinant, Murnaux, Lupi y Ham. Puso luego sitio a Ivoy, rindiéndola con no menor fortuna, y de allí se fué a sitiar Danvilliers, que se defendió valientemente por más de dos meses. Acudieron al socorro de esta plaza los españoles que estaban de guarnición en Arlon y Montmedi, y asaltando de noche el cuartel de artillería de los sitiadores, donde estaba el conde de Polie, pasaron a cuchillo a la mayor parte de los soldados, llevándose a los capitanes prisioneros.

 

Gaspard III de Coligny (1584-1646)

 

Pero con todo continuó el asedio y tuvo que rendirse la plaza. Pequeña recompensa fue de tanta pérdida el que los nuestros recobrasen por sorpresa Ivoy, degollando casi toda la guarnición francesa que allí había. Era preciso acudir al socorro de esta provincia, sin dejar por eso el propósito de la Valette, y contener al propio tiempo los progresos del príncipe de Orange, que después de tomada Breda, viéndose sin enemigos, recorría libremente la campaña y amenazaba las plazas de Flandes. En tan crítica situación no desmintió el infante D. Fernando su fama. Marchó contra el de Orange, y lo halló retrincherado con sus holandeses entre los diques de Callao y de Woerbroec en el Waes. No era su ejército mayor que el de los enemigos: acometiólos, sin embargo, detrás de los reparos, peleó con ellos dos días con tanto esfuerzo que, al fin, los rompió, matando mil doscientos hombres y tomando dos mil quinientos prisioneros con cincuenta y tres banderas, veintiocho cañones y ochenta y un barcos que tenían. Libre ya de tal enemigo, dividió su corto ejército en dos trozos, y mientras con el uno conquistaba la plaza de Kerpen sobre los holandeses y hacía frente a la Valette, envió el otro al mando de Piccolomini a reforzar al príncipe Tomás que gobernaba las armas en el Luxemburgo.

Sitiaba el mariscal de Chatillon, envanecido con sus anteriores triunfos, la importante plaza de Saint Omer, escasamente guarnecida, y los nuestros no habían podido hasta entonces socorrerla; mas con la llegada de Piccolomini, el príncipe Tomás se resolvió a la empresa a toda costa. Ejecutóla metiendo en la plaza dos mil soldados, y deshaciendo en campo algunos regimientos franceses que quisieron impedirlo. Y no contentos con esto, embistieron Piccolomini y el de Saboya al grueso del ejército francés en sus mismas trincheras, tomaron tres reductos de los que ceñían la plaza; introdujeron en ella más socorros, y en cuatro días de sitio formal rindieron a la vista de los enemigos el fuerte de Bac, muy bien fortalecido y guarnecido. No osaron éstos venir formal batalla, y levantaron el cerco con gran mengua y daño. Perdióse en tanto la plaza de Chatelet, la última que nos quedaba de la invasión del Cardenal Infante en Picardía; pero no era esta pérdida tal que pudiese aguar el regocijo de la anterior victoria. También levantaron los nuestros el sitio de Chateau-Cambresis al aproximarse con muy superiores fuerzas el enemigo.

Mostróse aún más próspera la fortuna al comenzar la siguiente campaña, que fue la de 1639. Recibió Piccolomini estrechas órdenes del Infante para que volviese a juntarse con él, una vez logrado el socorro de Saint Omer. Marchaba éste a ejecutarlo, cuando supo que el mariscal de Feuquiéres sitiaba Thionville, donde no había ni víveres, ni municiones, ni soldados, ni siquiera gobernador que diese alguna orden para la defensa. Con esto Piccolomini detuvo su marcha resuelto a dejar libre y abastecida la plaza. Para estorbárselo salieron a él los franceses en buen número, y le pusieron una celada; mas supo evitarla, y cayendo sobre ellos cuando creían tenerle cogido en sus redes, les mató tres mil hombres y puso en fuga a los demás que se le opusieron. Llegó entonces sin obstáculo delante de las líneas de los franceses, y hallólas ya bastante fortificadas, pero no por eso cejó en su empeño. Lanzóse sobre una de las estancias, y la forzó fácilmente; con que pudo entrar en la ciudad, y animado con tal triunfo, tornó a salir luego y acometió de un golpe todas las que ocupaban los enemigos. No pudieron los franceses resistir en ninguna de ellas el valor de los nuestros, y a la primera acometida, abandonando cobardemente bagajes, artillería y municiones, se pusieron en fuga, dejando once mil hombres muertos o prisioneros en el campo. De estos fue el mismo Feuquiéres, que a poco murió de las heridas que recibió en la batalla.

Sitió en seguida Piccolomini hacia Mouzon creyendo ganarla al paso; pero tuvo que levantar el cerco, porque se aproximaba el mariscal de Chatillon al socorro, y porque el Cardenal Infante le instaba más cada día para que volviese a incorporarse con él. Y era que como los enemigos se mostraban tan superiores en número, no había medio de hacerles frente en todas partes. La importante plaza de Hesdin había sido sitiada por el Rey de Francia en persona con un poderoso ejército, mientras que los españoles vencían en el Luxemburgo a los franceses. No pudo socorrerla el Cardenal Infante con las escasísimas fuerzas que le quedaron, y cuando volvió Piccolomini ya era tarde. Abierta la plaza por todas partes y sin esperanzas de socorro, rindióse al segundo asalto. Allí dio el Rey de Francia el bastón de mariscal a la Meilleraie, que había dirigido el sitio, y lo dejó de comandante de su ejército, el cual se dividió en dos trozos. Logró con el uno la Meilleraie cierta ventaja contra un trozo de los nuestros, gobernado del conde de La Fontaine, flamenco, y General de la Artillería, en el combate de San Nicolás, y poco después en San Venant deshizo otro trozo de walones al servicio de España. Entre tanto el mariscal de Chatillon con el resto de los franceses volvió a tomar Ivoy y arrasó sus fortificaciones. Pero en cambio, los españoles hicieron levantar a los franceses los sitios de Charlemont y Marienburg, destrozaron completamente su Caballería, y era de todos modos vergonzoso lo poco que habían hecho con ejércitos tan poderosos, y teniendo al frente un enemigo tan inferior en número. Mandó Richelieu que a toda costa se tomase Arrás, capital del Artois. Reuniéronse para la empresa las reliquias de tres ejércitos enemigos y se comenzó el sitio, extendiéndolo en diez leguas al contorno. Importaba tanto la plaza, que el Cardenal Infante, juntas también todas sus fuerzas y las del duque de Lorena, marchó al punto al socorro. Sorprendió Lamboy, caballero de Lieja que mandaba nuestra Caballería, varios convoyes, y hostigó de diversos modos a los sitiadores, pero sin lograr sorprender sus líneas. Dióse luego en ellas un combate en que disputándose la vanguardia españoles e italianos, hubo alguna confusión y desconcierto de nuestra parte; con todo, al decir de los franceses, hicieron prodigios de valor los nuestros, ganaron dos medias lunas e hicieron gran mortandad en los contrarios; pero estaban muy bien fortalecidas y defendidas por mayor número de tropas, de suerte que no fue posible forzarlas todas. El duque de Lorena, que también se había apoderado de uno de los cuarteles del enemigo, tuvo igualmente que abandonarlo. Intentóse otra vez el socorro, pero no hubo lugar de ejecutarlo, porque los burgueses, sin noticia de la guarnición, abrieron las puertas, cogiéndola al descuido. Fueron allí generosos los franceses; admirados de la valerosa defensa, concedieron a la guarnición, que la alevosía de los vecinos había puesto en su mano, todos los honores de la guerra.

Entretanto el príncipe de Orange había atacado Flandes por diversas partes, pero sin éxito alguno. Sitió los fuertes de San Donato y San Job, y fue rechazado; quiso pasar el canal de Brujas, y no acertó a conseguirlo. Entonces se embarcó y fue a caer sobre los fuertes de Nassau y de Hulst; tomó el primero, pero del segundo le obligó a alzar el cerco el Cardenal Infante, que volvía del malogrado socorro de Arras, y en seguida tuvo que arrasar el otro por no poder sostenerlo. Otra empresa intentó el holandés por Gueldres; desembarcó y se acercó a la ciudad con ánimo de tomarla por sorpresa; pero saliendo de ella el Gobernador, que era el Maestre de campo Pedro de la Costa, le degolló seiscientos hombres y cogió cuatro piezas de artillería, haciéndole retirar vergonzosamente. Con esto terminó aquella campaña en Flandes, no ventajosa para nuestras armas porque no podía serlo, dada la inferioridad de fuerzas y de recursos, y, sin embargo, muy memorable.

Pero entretenidos allí nuestros escasos ejércitos, no pudieron acudir a la defensa del Franco-Condado. Odiaba más el francés a aquella provincia que a otra alguna, por su lealtad a España. Entró el duque de Longueville en ella con un ejército formidable; destrozó en Rotalier algunas compañías españolas y los tercios que formaron apresuradamente los naturales, mandadas las primeras por un cierto Gómez, y las segundas por el barón de Wateville, y en seguida rindió fácilmente el flaco castillo de Saint Amour y quemó otros varios, Acometió luego a Lons-le-Sauliner y la tomó, y en aquel año, que fué el de 1637, y el siguiente, asoló los campos y las ciudades abiertas con tanta crueldad, que redujo a la miseria a todos los habitantes. Ayudóle el duque de Weimar, que entró por tierra llana con otro ejército, y ambos recorrieron el país como bandidos, sin acometer las plazas fuertes donde se habían recogido los pocos españoles y soldados que allí había, empleándose solamente en el saqueo y en el exterminio. Las historias no hablan de invasión tan bárbara como ésta, si no es remontándose al siglo V; todavía queda memoria de ella en aquel país, aunque sujeto tanto tiempo hace al dominio francés. Continuáronse en 1639 y 1640 tales campañas, tomando en ellas al­gunos fuertes y las plazas poco importantes de Noseroy, Chatelvilain y Saint Cloud. Quedaron sólo por nosotros las principales fortalezas, que eran Besançon, Cray, Dole y Salins, donde no se atrevieron a llegar los franceses. Y los naturales, entregados a la saña de los enemigos, suplicaron reverentemente al rey Felipe, por medio de su diputado en Madrid, que o les enviase un ejército para su defensa o los desamparase del todo, cediendo su señorío a otra potencia.

En Italia no corría menos varia la fortuna. El duque de Saboya se declaró desde el principio por Francia, y él y el de Parma ajustaron en 1636 un tratado con aquella potencia, que se firmó en Rivoli, para despojar a los españoles del Milanesado. Los españoles en tanto pusieron de su parte al duque de Módena, y de uno y otro bando se comenzaron al punto las hostilidades. Era a la sazón gobernador del Milanesado Don Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, conocido por el valor con que peleó en la jornada de Nordlinghen. De parte de Francia vinieron los Mariscales de Crequi y de Toiras con diez mil hombres a Italia, y juntas sus fuerzas con las de los Duques, expugnaron fácilmente a Villata y Candia, y sitiaron Valencia del . Defendióla heroicamente D. Martín Galiano, que gobernaba a los españoles, y al cabo de seis semanas tuvieron que levantar el campo muy disminuidos.

Amenazó en el ínterin Leganés los Estados del duque de Parma; hubo un combate dudoso entre un Cuerpo de tropas españolas y modenesas, y otro de franceses y parmesanos, en el cual unos y otros salieron con descalabro, e irritado con esto el General español, se determinó a hacer mayor esfuerzo todavía para castigar a aquel Príncipe. Pero entretanto el duque de Rohan, encargado de conquistar la Valtelina, entró allá con un ejército formado de franceses, suizos y grisones, y se apoderó en poco tiempo de todo el valle y los condados de Bormio y de Chiavenas. Acudieron al socorro los imperiales por la parte del Tirol, y en el combate de Metz los rechazó con alguna pérdida, y encontrándose luego con las tropas que al propio intento traía de Milán el conde Juan Cerbellón, soldado milanés de mucha cuenta, las destrozó por dos veces en Morbeigne y a orillas del lago de Como. Entonces el de Rohan adelantó sus intentos a incorporarse con los confederados que acababan de levantar el sitio de Valencia. Impidióle la ejecución el de Leganés, poniéndose entre ambos trozos de enemigos con su ejército. El duque de Rohan, privado de víveres y acosado por todas partes, hubo al fin de recogerse de nuevo a los desfiladeros de la Valtelina, y libre ya de este estorbo el de Leganés, puso toda su atención en el ejército de la liga italiana, que amenazaba aún el Milanesado. Habían estallado entre ellos las ordinarias diferencias que suelen entre Príncipes y capitanes de distintas naciones y de opuestos intereses, por manera que los españoles tuvieron tiempo de sobra para llegar antes de que hubiesen logrado efecto notable. Tomaron los aliados ambas orillas del Tessino, caminando los franceses por la una, y por la otra los saboyanos, con el objeto de caer unidos sobre Milán. Apoderáronse del fuerte de Fontanelle, aunque con muerte del mariscal de Toiras, uno de los mejores capitanes franceses, y rompieron los acueductos que surtían a aquella ciudad, con que hubo en ella algún espanto. Mas viéndolos separados por el río, imaginó el de Leganés acometerlos por separado y destruirlos, y juntando con la idea la obra, fue con D. Martín de Aragón, Capitán general de la Caballería, hijo natural del conde de Luna, a acometer a los franceses. Recibiéronle éstos con firmeza en los campos vecinos de Buffarola, confiados en que el duque de Saboya vendría en su ayuda, y que entre unos y otros oprimirían a los nuestros con la superioridad del número. Así fue que unos esperando refuerzos, y otros temiendo que les llegasen, pelearon con increíble obstinación durante diez y ocho horas seguidas, sin que la noche separase a los combatientes.

Pero a este punto el valor español iba en aumento y el francés estaba ya enflaquecido, de suerte que parecía nuestra la victoria. Hubiéralo sido, sin duda, a no ser porque, con la duración de la batalla, tuvo tiempo el duque de Saboya para echar un puente sobre el Tessino y venir sobre los españoles. Entonces fue forzosa la retirada; mas la ejecutaron los nuestros en tan buena ordenanza, que no dejaron en poder del enemigo ni artillería, ni prisioneros, ni éste se atrevió a moverse de sus puestos. De esta batalla, que se llamó del Tessino, se tuvieron ambas partes por victoriosas, mas la gloria quedó por los de España, que hicieron tal riza en los franceses que, pocos días después de la batalla, sin intentar empresa alguna se volvieron al Piamonte. Con esto hubo más quejas y más recriminaciones que nunca entre los aliados, y las cosas se pusieron enteramente de nuestra parte.

En el invierno de 1637 se acuartelaron los españoles en el Placentino a costa del duque de Parma, y este Príncipe, viéndose tan próximo a perder sus Estados, se apresuró a pedir la paz, que no obtuvo de Leganés, sino cediendo a España la fortaleza de Sabionetta. En tanto los grisones, ofendidos de la vanidad francesa y de lo cara que les hacían pagar su alianza, se concertaron con los españoles y los imperiales sobre la Valtelina, expulsando de su territorio al duque de Roñan con su gente. No quedaron satisfechos los antiguos deseos de España de poseer el valle; pero siempre fue ventaja el cerrarles aquella puerta a los franceses. Continuando la guerra contra el duque de Saboya, tomó el marqués de Leganés a Niza de la Palla. Hubo dos encuentros entre las tropas del Marqués y las del Duque, el uno en Rocca de Arasa, y en Montbaldon el otro, donde se peleó con encarnizamiento, pero sin consecuencia alguna. Así fue que el saboyano cantó la victoria; pero con igual o mayor razón pudieron cantarla los nuestros. Murió en esto (1637) el Duque, dejando por heredero a un Príncipe de seis años, bajo tutela de su madre Cristina, hermana del Rey de Francia.

Ocioso parece decir que la Regente se declaró contra España, como su marido, ajustando un tratado de alianza ofensiva y defensiva con nuestros enemigos. Hallábanse de nuestra parte los dos Príncipes de Saboya, hermanos del Duque difunto, y tanto que el uno de ellos, Tomás, mandaba ejército nuestro en Flandes. Discurrió el Conde-Duque oponer a la regencia de la madre la de los hermanos; acogieron éstos con regocijo el intento, y no fue mal recibido tampoco en los pueblos de Saboya, disgustados del gobierno de Cristina, con lo cual el príncipe Tomás vino de Flandes a Italia. Encontró allí al marqués de Leganés triunfante, porque habiendo sitiado a Bremo la puso en pocos días a punto de rendirse: acudió al socorro desde Turín, donde estaba el mariscal de Crequi con el ejército francés, ya un tanto recobrado de los quebrantos que había padecido en la campaña anterior, y pretendió forzar nuestras líneas; pero al venir a reconocerlas cayó muerto de un cañonazo, con lo cual quedaron desconcertados los suyos, retirándose él y capitulando la plaza. Dividió nuestro ejército en dos trozos el de Leganés: entró con uno de ellos por el Montferrato, y los Príncipes de Saboya entraron con el otro por el Piamonte, reclamando la regencia del Ducado.

Habíase pactado en un convenio hecho en Vainiero antes de comenzar la campaña entre el príncipe Tomás y el marqués de Leganés, que las plazas que opusieran resistencia y fueran tomadas por fuerza de armas, quedarían en poder de España para siempre. Con esto fue más fácil la conquista de algunas plazas, porque los Gobernadores saboyanos y piamonteses. las rendían sin resistencia a los Príncipes pretensores de la regencia. Así se tomó Quierz, Alontcollier e Ivrea. D. Juan de Garay rindió en tres asaltos contra Verrua; el marqués de Leganés ganó en persona Crecentino, y el príncipe Tomás se apoderó de Chivas, por sorpresa. Acudieron muchos saboyanos a alistarse bajo de las banderas de los Príncipes, y así se mostraron tan poderosas nuestras armas que el cardenal de la Valette que, muerto Crequi, había venido a mandar a los franceses con las reliquias de su gente, hubo de encerrarse en Turín. No se atrevieron a sitiarle allí los nuestros todavía, y revolviendo sobre otras plazas menos importantes, ganaron en pocos días Asti, Villanueva de Asti, Churasco, Trusasco y otras muchas. El príncipe Tomás derrotó un trozo de gente enemiga que pareció en campo, causándole de pérdida dos mil hombres, y en seguida innumerables lugares y castillos vinieron a nuestra obediencia. Trin, plaza fortísima de Piamonte, opuso mayor resistencia; pero al fin la tomó por asalto a escala vista el marqués de Leganés con muerte de muchos franceses. Montcalvo, Ponte Tuca, Saluces, Coni y Villafranca cayeron también en nuestro poder. Richelieu, que había mirado hasta entonces fríamente las pérdidas de la Duquesa Regente para obligarla a ponerse del todo en sus manos, viendo tan próxima su total ruina, ajustó con ella un tratado y envió numerosas tropas a socorrerla al mando del duque de Longueville. Alentado con estas nuevas salió el cardenal la Valette de Turín, púsose sobre Chivas, y la tomó sin que los españoles pudieran socorrerla, aunque lo intentaron, antes con alguna pérdida hubieron de abandonar el empeño.

Pero entre tanto, el príncipe Tomás llevó a cabo otro de tanta o mayor importancia, que fue la toma de Turín. Acercóse de noche a la ciudad, y aplicando un petardo a una de las puertas la rompió y entró con sus tropas. No pudieron los contrarios oponerle resistencia alguna, porque dentro de la ciudad tenía el Príncipe muchos parciales y aun algunos soldados que acudieron a la señal en armas. La Duquesa Regente se refugió medio desnuda en la ciudadela. Allí se fortificó con su gente mientras llegaban los franceses al socorro. Vinieron éstos; pero vino también el marqués de Leganés con todo el ejército español, y de una y otra parte se comenzó el sitio, defendiendo los saboyanos y franceses la ciudadela, y atacándola desde la ciudad y el campo los nuestros. Esperábase la rendición, cuando por mediación del Nuncio del Papa, Caffarelli, se ajustó una suspensión de armas de ochenta días entre ambas partes. Mostró en ella el marqués de Leganés, que si tenía grandísimo esfuerzo, dando con él ejemplo a sus soldados para vencer algunas veces, tenía escasos talentos militares. Tal tregua no podía traernos ventaja alguna, y, en cambio, daba espacio y lugar a los franceses para reforzar y mejorar sus cosas. Desaprobóla el príncipe Tomás, y con ocasión de ella nacieron diferencias entre éste y el General español, no poco perjudiciales en adelante. Pronto se dejaron ver las resultas.

Habiendo muerto en aquella sazón el cardenal de la Valette, vino el conde de Harcourt a gobernar las armas francesas. Y no bien terminada la tregua, se puso el nuevo General en campo, abasteció algunas plazas de las que quedaban por él todavía, y rindió a Quierz, que era de mucha utilidad para conservar la importante posesión de Chivas: en seguida se fortificó no lejos de aquella plaza para aguardar refuerzos. Imaginaron los nuestros cogerle allí entre dos ejércitos y destruirle, y al efecto salió de Turín el príncipe Tomás con cinco mil hombres, y el de Leganés con quince mil se adelantó a Quierz y tomó todos los puestos y comunicaciones, de suerte que el enemigo parecía ya reducido a la mayor escasez y miseria. Harcourt supo burlar a nuestros capitanes. Levantó su campo una noche, y antes de amanecer se halló tan lejos de los españoles que no era posible ya obligarle a que viniese a batalla. Mas como el río Routa viniese muy crecido, tuvo el francés que detener la marcha para fabricar un puente a la ligera, y entre tanto el príncipe Tomás se apareció delante de su vanguardia con las tropas que traía, y algunas compañías del marqués de Leganés se rozaron con su retaguardia, comenzando a escaramuzear. Harcourt, sin vacilar un punto, se arrojó sobre las tropas del príncipe Tomás, compuestas de italianos parciales suyos, nuevos e inexpertos en las armas, y las rompió al primer choque: apresurando luego la construcción del puente, antes de que llegase el grueso de los españoles, pasó el río y se escapó de nuestras manos favorecido también de la noche.

Tal fue el último suceso de esta campaña, y en la de 1640, ya muy reforzado el francés, comenzó el primero las hostilidades con mucha furia, y rindió los castillos de Busque, Dronner y Brodel y la ciudad de Revel.

Tampoco los nuestros tardaron mucho en salir a campaña. Mientras el príncipe Tomás proseguía el asedio de la ciudadela de Turín, sitió el marqués de Leganés al Casal. Vino al socorro el conde de Harcourt, y acometiendo a los españoles dentro de sus trincheras se trabó una batalla terrible. Por tres veces rechazaron los nuestros a los enemigos; pero a la cuarta penetraron éstos por el cuartel del Maestre de campo D. Fernando del Pulgar. Leganés no acertó a tomar las medidas convenientes en aquel trance, y todo el ejército fue forzado a retirarse con sumo desorden, dejando mil prisioneros y muchos muertos, la artillería y caja militar en poder del enemigo. La mala composición de aquel ejército, que era ya de extranjeros en la mayor parte y soldados bisoños, excusa en algún modo la derrota de Leganés; pero ella fue funestísima para nuestras armas en Italia. Alentado el francés, cayó sobre Turín, y no sólo metió socorro en la ciudadela, sino que sitió al príncipe Tomás dentro de la ciudad. El marqués de Leganés se puso con su gente a los pasos por donde podían venir a los franceses socorros, y en pocos días los redujo a tal estado que apenas tenían que comer, siendo bastantes los pasados y fugitivos. Con todo, Harcourt no cejó en su empeño, antes bien se atrincheró en dos líneas fortísimas, la una que miraba a la ciudad, la otra al campo de los españoles. Era de ver el revuelto aparato y disposición de armas que allí había, porque el príncipe Tomás sitiaba desde la ciudad a la ciudadela, y los enemigos sitiaban por fuera a la ciudad, y el marqués de Leganés los asediaba luego a ellos desde su campo. Pasaron días y días en este estado, hasta que al fin se acabaron de todo punto las municiones y los víveres en la ciudad, y el príncipe Tomás instó para que se le socorriese. Acometió el marqués de Leganés las trincheras enemigas por una parte, mientras por otra iba a ellas Carlos de la Gatta, buen capitán napolitano, y el príncipe Tomás hacía una salida. Fue rechazado el Marqués, aunque peleó esforzadamente como solía, y puesto que la Gatta rompiese la línea, fue para mayor desdicha, porque no pudiendo pasar con él víveres ni municiones, no hizo otra cosa que meter en la ciudad cerca de seis mil hombres más, los cuales, no habiendo que comer, apresuraron la rendición.

Intentó todavía el príncipe Tomás romper en otra ocasión las líneas; pero aunque peleó con desesperación no pudo lograrlo, y más que las tropas del de Leganés que debían embestir por otro lado, mal dispuestas y dirigidas, no llegaron a tiempo, con que fue inútil el combate. Al fin capituló la plaza, saliendo la guarnición española y las tropas italianas con todos los honores de la guerra. Crecieron con esto las diferencias entre el príncipe Tomás y el marqués de Leganés, atribuyendo a éste el primero, que a todo intento le hubiese dejado solo en las salidas; entorpeciéronse las operaciones y todo llevaba traza de perderse en un punto, cuando el Conde-Duque, por esta vez acertado, aunque ya tarde, mandó venir a España al marqués de Leganés, dando el gobierno de Milán al conde de Siruela, D. Juan Velasco de la Cueva.

No estaban quietas en tanto las fronteras del Pirineo. Concertó el Virrey de Navarra, D. Francisco de Andía, marqués de Valparaíso, con el Conde-Duque, el modo de ejecutar una diversión en Francia por aquella parte.

Era el Marqués más cortesano que capitán, y así fueron los efectos. Bajó de improviso los Pirineos, seguido de algunos trozos de gente mal armada, que a mucho dudar podía llamarse ejército. No lo entendieron los franceses sino en ocasión que se hallaba ya destruyendo y ocupando Siburo, San Juan de Luz, Socoa y la Tapida, lugares de la Gascuña. Pudieron tomar Bayona, según era el descuido de la provincia, a no detener, sin razón plausible, su marcha con lo que se dio tiempo a los franceses para volver sobre sí, y perseguido por ellos hubo de tornarse a nuestra frontera, dejando guarnecidos y fortificados a gran costa todos los puestos conquistados. Así se conservaron algunos días, no hallándose los franceses con fuerzas para sitiarlos todavía, cuando se determinó en Madrid el evacuarlos, y sin que nadie las embistiese ni acosase, salieron de ellos las guarniciones apresuradamente, dejando abandonada cantidad de víveres y municiones y perdido el dinero empleado en la fortificación.

Asombra la poca cordura con que se encaminó toda aquella empresa; la precipitación en comenzarla sin bastante fuerza para ello, y acaso más la precipitación en dejarla tan sin motivo y con tanto daño. Dióse orden poco después al Virrey de Cataluña, D. Enrique de Aragón, duque de Cardona, para que dispusiese otra diversión por la parte del Languedoc, y reuniendo hasta dos mil infantes y dos mil caballos, la mayor parte catalanes, con el conde Juan Cervellón, Maestre de campo general, venido de Milán para el caso, se puso sitio a Leucata. Ya se daba la plaza por rendida, cuando sobrevino el duque de Halluin, Federico de Schomberg, que gobernaba el Languedoc, con un ejército.

Sorprendió el francés a los nuestros en sus cuarteles, ya entrada la noche de un día en que iban a cumplirse los veintinueve de sitio: huyeron al primer empuje de los enemigos las milicias del Rey, que poco prácticas en rales trances, apenas supieron ponerse en orden; sostuviéronse los tercios catalanes, aunque también bisoños, y los jinetes de Castilla: el combate fue sangriento y obstinado, y al fin unos y otros se retiraron teniéndose por vencidos; los españoles fuera de las líneas que ocupaban, los franceses a su campo. Mas el de Cardona sin reparar en el desconcierto de los enemigos, que era casi tanto como el de los suyos, emprendió al día siguiente su marcha hacia el Rosellón, abandonando la artillería y bagaje, con que tuvo el suceso apariencias de completa derrota. Harto compensó esta pérdida la victoria de Fuenterrabía, que fue de las más gloriosas que hubieran alcanzado nuestras armas.

Para devolvernos Richelieu las entradas que habíamos hecho por el Pirineo, envió acá un ejército de veinte mil infantes y dos mil caballos a las órdenes del duque de Enghien y del de la Valette, los cuales sentaron su campo delante de Fuenterrabía. Al propio tiempo, una escuadra francesa, al mando del Arzobispo de Burdeos, vino a bloquear la plaza. Defendióse muy bien la escasa guarnición que allí había; pero pronto empezó a sentir la falta de vituallas, que ocasionaba el cerco tan estrecho por mar como por la parte de tierra, y la rendición parecía segura. Aumentó la probabilidad un funesto accidente. Catorce galeras y otros cuatro bajeles equipados para meter socorro en la plaza, fueron destruidos en la rada de Guetaria por la armada del Arzobispo. Con todo, no desmayaron los sitiados, resueltos a defenderse hasta el último trance. Las minas habían ya hecho practicable la brecha, y estaba a punto de darse el asalto, solamente por negligencia diferido, cuando llegó al socorro un ejército reunido costosamente, pues hasta de Flandes vino gente para él y a las órdenes del esforzado Almirante de Castilla, D. Juan Alonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Río-Seco, y del marqués de los Vélez, Virrey a la sazón de Navarra, asistidos de la industria y valor de Carlos Caracciolo, marqués de Torrecusso, capitán napolitano más valeroso que prudente, pero de mucha práctica en la guerra y muy leal a su Rey y al servicio de España. No era nuestro ejército tan lucido ni tan experimentado como el de los contrarios; pero suplió el valor a todo. Mandaban los cuarteles franceses el de Enghien, y el Arzobispo, que había ido a tomar parte en las operaciones con los soldados de los bajeles. Acometiéronles los españoles con inaudito esfuerzo, de tal manera que, sin poder resistirles, huyeron al primer ímpetu los franceses, abandonando sus reductos. Forzó con su tercio el marqués de Mortara los puestos que defendía el mariscal de la Forcé con tres mil soldados, debiéndosele, por consiguiente, muy principal parte del triunfo. Tal fue, que en un momento todo el ejército enemigo se lanzó en precipitada fuga hacia el mar; cayeron más de ochocientos al filo de la espada, y fueron más de dos mil los que se ahogaron antes de ganar los bajeles, dejando en poder de los nuestros muchos prisioneros y toda la artillería.

Pocos en todo fueron lo que se salvaron, no parando de correr hasta Bayona, y de los primeros el duque de Enghien, hijo del príncipe de Condé, y los otros capitanes, que tuvieron más cuenta con la vida que no con la honra que perdían. Levantóse allí la fama del gran Almirante de Castilla, a punto de no ser más empleado en mucho tiempo, que tanto pudieron la envidia y la emulación árbitras por entonces del Gobierno; cubriéronse de gloria Mortara y Torrecusa, y con tales capitanes y soldados, España se creyó todavía invencible.

Pero así como el suceso de Leucata puso aliento en los nuestros para el socorro de Fuenterrabía, la afrenta que aquí padecieron los franceses, los movió a empren­der con más ahínco alguna cosa de importancia en nuestras fronteras. Fióse el desagravio al mismo duque de Enghien, que entró por el Rosellón con veinte y cuatro mil infantes y cuatro mil caballos, repartidos en tres trozos, trayendo al duque de Halluin por segundo en el mando. Acometieron el castillo de Opol, fortaleza algo importante, que se rindió con poca defensa; de suerte que el Gobernador, que era flamenco, pagó su flaqueza con la vida en Perpiñán. Entraron en seguida en Rivas Altas, Claires y otros lugares abiertos; pusieron sitio a Salsas, y corrieron el campo hasta Perpiñán. Dióles una rota D. Alvaro de Quiñones, degollándoles un buen trozo de caballería con muchos capitanes y personas de cuenta; pero ellos en tanto combatieron a Salses con mucha furia. Comenzóse a juntar el socorro en Cataluña esperando todos que la plaza se sostendría largos meses; pero habiendo volado los franceses algunas minas con mucho efecto y daño, rindióse el gobernador Miguel Llórente Bravo, que hasta entonces se había mostrado valeroso, con no poca afrenta.

Fortificánrose allí los enemigos cuidadosamente, y dieron el gobierno del presidio a Mr. de Espenan, capitán hábil y esforzado. Las nuevas de este suceso conmovieron toda España. Decretáronse levas extraordinarias; recogióse de todas partes el dinero que se pudo; excitóse el celo de los Grandes de Castilla para que acudiesen a la defensa del reino y el de la provincia de Cataluña, llena de patriótico ardor contra los franceses.

Fue noble el impulso y necesario, porque verdaderamente aquella era la puerta de España; pero debió hacerse antes o guardarlo para más tarde; aquello, para evitar la pérdida, y esto para que no costase tanto el cobro. Aconsejaban los prácticos que se dilatase la empresa por ser ya los últimos meses del año; pero no se oyó el consejo. Encargóse a D. Felipe de Spínola, hijo del célebre D. Ambrosio, y por su muerte, marqués ahora de los Balbases, el mando del ejército que era muy grueso para aquel tiempo, como que algunos lo hacen subir a veinticuatro mil infantes y tres mil caballos, de ellos quince mil catalanes bisoños, y el resto castellanos y extranjeros de los tercios de Mortara, Moles, Molinghen, y otros, vencedores en Fuenterrabía: el todo más lucido que robusto ni experimentado. El ejército francés, que estaba aún delante de Salsas, se retiró al aproximarse los nuestros; con todo hubo un combate entre alguna infantería suya y tropas nuestras bastante ventajoso. Apretóse el cerco, y a la par comenzaron las enfermedades a hacer estragos en el campo español. Las obras de sitio comenzaron de prisa; pero las aguas las destruyeron de un golpe cuando estaban muy adelantadas, y se pensó en rendir por hambre la plaza. Vino bien para esto que el duque de San Jorge, hijo del marqués de Torrecusso, y don Alvaro de Quiñones destrozasen en un encuentro un buen golpe de caballería enemiga que andaba por aquellas inmediaciones atenta al socorro; porque así, privados de él, fue al poco muy grande la escasez de bastimentos en los defensores. Resolvióse entonces el duque de Enghien a venir en persona a levantar el cerco, pero fue rechazado dos veces: la una, más bien por un temporal horrendo que se declaró aquel día, que no por nuestros soldados; la otra, a pica y espada. Asaltó en esta última ocasión nuestras trincheras el de Enghien con seis mil soldados escogidos, y aunque pelearon con mucho valor fueron rechazados con más, y puestos en fuga, dejando mil trescientos cadáveres en el campo. Pero entre tanto, de aquel ejército nuestro tan brillante, no quedaba apenas la mitad, muertos el resto de las enfermedades y trabajos. Fue preciso traer nuevas tropas de socorro, levantadas principalmente en Cataluña, donde los naturales se aprestaron gustosísimos a la empresa, y con eso los franceses, aunque de nuevo aparecieron en campo, no se atrevieron más a dar batalla: con que tuvo que rendir la plaza su gobernador Mr. de Espenan, después de haberla sostenido con todo género de salidas y defensas; mas salió con los honores de la guerra. No les quedó tras esto a los franceses por aquella parte otra fuerza que la de Opol, quizás menospreciada, y el ejército español, sin acometer otra empresa, vino a tomar cuarteles de invierno en el Rosellón y Cataluña.

Fue no menos empeñada y sostenida que la de tierra la guerra marítima, dado que en el último término se nos mostrase más adversa la fortuna. No bien se abrieron las hostilidades, una escuadra española, compuesta de veintidós bajeles, al mando de D. García de Toledo, marqués de Villafranca, duque de Fernandina, hijo del gran D. Pedro y hermano del hábil almirante D. Fadrique, uno y otro difuntos, y al mando también del marqués de Santa Cruz, entró en el golfo de León y se apoderó de las islas de San Honorato y Santa Margarita, dejándolas guarnecidas y fortalecidas, con lo cual las costas de Provenza quedaron a merced de los españoles. Mantuvimos aquellos puestos no sin gloria ni ventaja; pero al cabo, sobreviniendo la escuadra francesa que gobernaba el Arzobispo de Burdeos con tropas que desembarcaron a las órdenes del conde de Harcourt, perdiéronse ambas islas, bien defendida la de Santa Margarita por su gobernador D. Miguel Pérez, y no rendida sino por falta de socorros; cobardemente entregada la de San Honorato, sin espera ni defensa bastante, por D. Juan Tamayo, que allí mandaba. Mientras nuestros bajeles llevaban a cabo aquella conquista, los de Francia se habían presentado delante del Grao de Valencia, desembarcando gente que osó llegar hasta la ciudad y ponerla sitio. Volvía el marqués de Santa Cruz con sus galeras de la expedición de Provenza, cuando supo estas nuevas, y cayendo sobre los contrarios destruyó muchas de sus naves y los forzó a reembarcarse con pérdida considerable.

Mas fortuna que por acá tuvo la marina francesa en las aguas de Génova, donde hubo un reñido combate entre algunas galeras suyas y otras nuestras, y quedó de su parte la ventaja. Destruyeron también la flota dispuesta para el socorro de Fuenterrabía, como arriba dejamos dicho, y de esta suerte pensaron olvidar la derrota que les dio el de Santa Cruz delante de Valencia. Pero no tardaron en tocar en ellos un nuevo desengaño (1639) en las costas de Galicia. Determinado Richelieu a divertir también nuestra atención por aquella parte, juntó una armada la más poderosa que hasta entonces hubiese salido de los puertos franceses, como que constaba de más de sesenta velas al mando del buen Arzobispo de Burdeos, que del todo aparecía apartado de los asuntos eclesiásticos y consagrado sólo al oficio del mar y de las armas. Presentóse esta escuadra delante de la Coruña. Estaba cerrado el puerto con unas cadena de mástiles gruesos, bien trincados con fuertes gúmenas y argollas de hierro que corrían de uno a otro de los dos castillos que la defendían; afirmada toda la obra en grandes áncoras, y tomados todos los puestos y bien guarnecida la costa. Cobró miedo el enemigo, y no osando acercarse, se entretuvo tres días en disparar de lejos á la plaza y a la armada allí surta que mandaba D. Lope de Hoces, sin efecto, antes con propio daño. Luego desistiendo de aquel empeño, se arrimó al Ferrol y desembarcó allí alguna gente, la cual, acometida al punto de los nuestros, fué rechazada después de cuatro horas de cruel pelea, y al fin tuvo que reembarcarse.

No le cupo más gloria al Arzobispo en la empresa de Laredo. Desembarcó en aquella villa indefensa y dijo misa en su iglesia; pero no osó acometer el ingenio o fábrica de artillería que allí se miraba, donde hubiera logrado gran presa, y se volvió a sus naves. Al saberlo el Arzobispo de Burgos, recogió toda la gente que pudo y corrió al encuentro del enemigo; que fuera de ver, si se encontraran, a tales tiempos, tal batalla en los prelados. Pero el de Burdeos, después de amagar también a Santander con poca fortuna, aunque allí dio a las llamas los astilleros, se hizo a la vela para sus puertos, y sobreviniendo tempestades, aquel gran armamento francés se deshizo por si propio con mucha pérdida y ninguna ventaja.

Pronto habíamos de tener por venturosos a los franceses comparando su fortuna marítima con la nuestra. Afrentada con los insultos que padecían nuestras costas, determinó la Corte hacer un esfuerzo y traer armada al mar que pusiese respeto en los contrarios. Tales providencias se llegaron a tomar, que en breve tiempo se juntaron en la Coruña setenta bajeles y de nueve a diez mil buenos soldados. Dióse el mando a D. Antonio de Oquendo, marino antiguo y experimentado, disponiendo que la jornada se hiciese en derechura a Flandes, navegando de tal manera, que si en el pasaje se presentase alguna armada, se aventurase todo a trueque de conseguir su ruina. Al medio mes de navegación llegaron los españoles al Canal de la Mancha, y tropezando con la escuadra holandesa que mandaba Tromp pelearon seis horas con ella, haciéndola retirar al cabo para aparejarse a nueva batalla recibido el socorro que esperaba. Vínole, con efecto, y holandeses y españoles pelearon de nuevo catorce horas seguidas con ventaja de los nuestros, que forzaron a los enemigos a recogerse en Calais. Pero eran grandes las averías y los heridos y muertos del combate, y más aún apuraba á los nuestros la falta de pólvora, de suerte que al fin tuvieron también que ampararse de las Dunas en la costa de Inglaterra. Allí permanecieron muchos días antes de lograr de los ingleses pólvora y socorro alguno; y entre tanto de todos los puertos de Holanda salieron cuantos bajeles había disponibles, y juntándoseles algunos franceses, bien prevenidos y municionados todos, vinieron sobre la escuadra de España. Ascendió de esta suerte la contraria a ciento diez naves con diez y ocho brulotes, los cuales tomaron la boca del puerto para impedir que los nuestros saliesen. En tal punto las cosas dispuso Oquendo enviar a Duquerque todo el caudal y tropas de refuerzo que llevaba a Flandes, y lo logró sin ser sentido de los holandeses. Reforzó también sus bajeles, despidiendo a muchos de los que traía de transporte y contratados, y se aparejó a salir a pelear con los enemigos, a pesar de verse tan inferior en fuerzas. Mas éstos estaban ya de acuerdo con los ingleses, y al anochecer de cierto día en que los españoles estaban surtiendo de pólvora los bajeles para salir al mar sin sospechar algún peligro, se metieron dentro del mismo puerto. Defendiéronse los nuestros con más valor que podía esperarse de la mala prevención y descuido en que estaban, creyéndose en puerto amigo; pero con todo eso perdimos la mayor parte de los bajeles, bien apresados, bien quemados por los contrarios; de ellos fue el llamado Santa Teresa, de ochenta cañones, que mandaba aquel D. López de Hoces, capitán valerorísimo, con quinientos mosqueteros, la flor de España, y ochocientos hombres de marinería. No se salvó en tal bajel un solo hombre.

La escuadra inglesa que guardaba aquellas costas, hizo fuego sobre los combatientes para que respetasen la neutralidad del puerto; pero lo hizo de modo que no causaron daño en los holandeses, y en los nuestros lo causaron inmenso. Quejáronse los españoles de traición y no sin motivo; todos los documentos y pormenores persuaden que la hubo. Mas ello fue que España perdió la mejor de sus naves, y entre más de catorce mil muertos o prisioneros, muchos de aquellos soldados viejos con que contaba todavía para defender su suelo y sustentar su gloria. No mejor suerte corrían al propio tiempo nuestra marina y nuestras cosas en las costas del Brasil y de África.

Una escuadra holandesa de nueve bajeles embistió el fuerte de San Jorge de la Mina, establecido por los portugueses en las costas de Guinea, y lo rindió sin mucha dificultad. Quisieron luego los contrarios apoderarse de otro que se nombraba Arzin; pero la conducta firme del Gobernador los hizo desistir del propósito.

Mayores fueron en el Brasil las pérdidas, atacando aquellas provincias los holandeses en diversas ocasiones, y causando siempre daños sin cuento. Vencidos y echados de allí por D. Fadrique de Toledo, no tardaron en venir a reparar el ultraje, y desembarcando numerosas tropas, lograron en tres campañas, funestamente felices, traer a su obediencia mucha parte del territorio, rompiendo diversas veces a las tropas portuguesas que les salieron al paso. Tales triunfos movieron a los enemigos a hacer mayor esfuerzo todavía para ganarlo todo de un golpe, y enviaron allá al conde Mauricio de Nassau, deudo del de Orange, con poderosa armada. Banjola, que mandaba a los nuestros, no bien supo la llegada del conde Mauricio salió a ponérsele delante, pero no con más fortuna que otras veces, porque la gente de indígenas y portugueses que traía, poco diestra y valerosa, huyó en dos encuentros que hubo sin disputar muy largamente la victoria. Con esto se apoderó Mauricio de muchas plazas y llegó a sitiar San Salvador; pero aquí no le salieron como creía sus pensamientos, porque en una salida que hicieron los defensores le mataron mucha gente y le forzaron a alzar el campo.

Con todo, aquellas cosas continuaron ofreciendo gran peligro, y nuestra Corte, a pesar de sus apuros marítimos, determinó enviar allá gruesos socorros. Juntóse una armada de cuarenta y seis bajeles con cinco mil hombres de desembarco, y se puso al mando de D. Fernando Mascareñas, conde de Torre. Navegó esta escuadra con mucha felicidad al principio; pero a mitad del camino cayó la peste sobre las naves y murieron más de tres mil hombres, quedando los demás extenuados. Hubo aún la desgracia de que por haberse dado espera al desembarco, la armada se extraviase por aquellos mares y estuviese algún tiempo sin poder arribar de. nuevo. De aquí nació que cuando D. Fernando Mascareñas, desembarcada la gente y reunida la que allí quedaba se puso en campo, estuviese ya a la vista el socorro de los holandeses que salió á las nuevas de nuestros armamentos. Y a la verdad, mirábanse éstos tan disminuidos con las anteriores campañas que sin él no hubieran podido sostenerse un punto. Cuarenta y uno fueron los bajeles de guerra que trajo el enemigo, y por general a Guillermo Looff, hábil marinero. Salieron en busca de ellos los nuestros, que no eran menos ni inferiores, al mando de Mascareñas y se trabaron varios combates, en uno de los cuales el Almirante holandés perdió la vida sin verse ventaja de una ni de otra parte. Pero Huighens, en quien recayó el mando de la escuadra enemiga, sin perder aliento provocó un combate decisivo, y en él después de largas horas de lucha, fueron los nuestros completamente deshechos, aunque no sin gran pérdida del enemigo. De toda aquella armada solamente seis bajeles volvieron a España. Y cierto que serían de extrañar tan repetidos desastres en los mares, si no se sospechase ya que consistían en la mala disposición de las flotas. Armábanse de prisa, tripulábanse con soldados de tierra y chusma ignorante, y los más de los bajeles no eran construidos para la guerra, sino arrancados aquí y allá al comercio o comprados y aun alquilados a mercaderes extranjeros. Solo los navíos llamados de Dunquerque, construidos para la defensa de aquellas costas, eran buenos y los de Nápoles gloriosos desde la época del gran duque de Osuna. Naves portuguesas, genovesas, algunas inglesas y pocas, muy pocas castellanas, formaban principalmente en aquel tiempo las escuadras, que con tan poca honra y fortuna paseaban nuestra bandera por los mares. Con la derrota del Brasil y la que antes habíamos padecido en el Canal de la Mancha, parecía aniquilado nuestro poder marítimo; y fue cosa de maravillar cómo pudimos en adelante hallar bajeles todavía para defender nuestras costas y aun para vencer en algunas ocasiones.

Imposible será referir aquellos accidentes de tan costosa y dilatada guerra, sostenida a un tiempo en Europa, en las fronteras del Pirineo, en Italia, Flandes, Alemania, el Franco-Condado y a la par en las demás partes del mundo. Y en todas las costas y mares. Jamás alarde más grande ni esfuerzo más desesperado hizo nación alguna, que éste que estaba haciendo la Monarquía española, peleando por todos lados con tan desiguales medios y armas; donde quiera imponiendo, aunque tan enferma, respeto y espanto a sus enemigos. Pero se estaba ya en el año de 1640, y el mal penetraba en el corazón; el incendio estaba ya encima; se oía el chisporroteo de los combustibles; sentíanse las llamaradas, y el humo ennegrecía el horizonte. La hora de la muerte era llegada para la agonizante grandeza de España; sus cimientos estaban socavados del todo, y una ráfaga de viento que pasase la haría desplomarse.

Y sin embargo, en Madrid no se notaba aún señal de temor o de tristeza. Celébranse no sólo cada victoria, sino cada rumor de ellas, verdadero o falso que corre, con los festejos de costumbre, y no pocas veces se hacen sin pretexto alguno. De los más señalados fue uno en que hubo cierta comedia de magia, o más bien alegoría, con el título de la Circe, invención de un tal Cosme Loti, la cual se representó sobre el estanque grande del Retiro, con máquinas, tramoyas, luces y toldos, fundados parte en el lecho mismo del estanque, parte sobre barcas que iban a la par navegando. Yendo la representación a punto en que se fingían tormentas, se levantó una tan verdadera, con tal torbellino de viento, que lo desbarató todo y algunas personas peligraron de golpes y caídas; mas con todo, no se desistió del espectáculo, y a los pocos días después tuvo lugar delante del Rey y la Corte primero, y luego delante los Consejeros, comunidades religiosas y pueblo. Pero acrecentándose cada día más la afición al arte dramático, donde más de continuo asistía el pueblo era a los teatros o corrales, y el Rey y los cortesanos, principalmente, a las salas del Buen Retiro, donde se hacían algunas improvisadas por los primeros poetas de la época, que allí mismo tramaban el plan, y repartiéndose los papeles las ejecutaban ellos propios siguiendo a su voluntad los diálogos.

Con tal género de ayuda no tardó el arte en ponerse en alto punto de esplendor. Los antiguos corrales de la Cruz y del Príncipe se convirtieron en teatros, para aquel siglo muy lujosos, y todo el mecanismo de la imitación adelantaba diariamente, tocando en una perfección hasta entonces desconocida en Europa. Los representantes, no contentos con las ganancias que les ofrecía Madrid, se multiplicaban; cruzaban continuamente los caminos, y desde las más grandes hasta las más pequeñas poblaciones del reino veían levantarse telones, y ejecutarse comedias, y bailes, y entremeses, y todo género de espectáculos. Y al compás de esto, Lope de Vega, Calderón, Moreto, Rojas, Alarcón, fray Gabriel Téllez, conocido por Tirso de Molina, Luis Vélez de Guevara, Cubillo, Villaizan, Hurtado de Mendoza, Montalbán y otros muchos de menor nombradla, produjeron obras innumerables, si defectuosas en la disposición y forma y no pocas veces en el estilo, maravillosas en la invención y en el enredo; llenas de altos pensamientos, ricas en interés, en diálogos, en descripciones, en ingeniosos recursos y en todos los prodigios de la fantasía. ¡Lástima que tal arte y tales ingenios no floreciesen en tiempo de más ventura! Porque es doloroso haber de apuntar afrentas de los hombres a quienes agradecidos los poetas dramáticos tributaban tanto aplauso y lisonja; haber de reputar por viles tal lisonja y aplauso; haber de condenar los festejos que eran germen y vida del arte dramático; haber de baldonar al Rey poeta y al ministro Mecenas por la misma atención, por el favor mismo que tributaban á las obras y á los autores que tanta gloria nos han dado en el mundo. Ojalá que el cielo hubiera dado tales ingenios en los días de nuestra grandeza; ojalá hubiera infundido aquel amor al arte en los altos Príncipes del siglo de oro de la Monarquía.

Mas ahora no la escena, ni el patio, ni los palcos, sino la frontera era el lugar donde había de hallarse a los buenos; y no las flores del Parnaso, sino el sangriento laurel de la victoria lo que debían de apetecer los españoles. Cada cosa tiene su oportunidad y su tiempo. La poesía de los vencidos es como el canto de la esclava, tal vez dulce, pero vil; Esquilo no escribió tragedias sino después que a costa de su sangre vio salvada a Grecia en Platea; Corneille, Racine, Voltaire y Moliere, vinieron a tiempo de añadir grandeza a la grandeza de nuestros vencedores. Miserable espectáculo ofrecía Felipe IV, regocijado y placentero mientras su hermano, el infante cardenal D. Fernando, rendido el cuerpo de tan largas campañas y trabajos en Alemania y Flandes, y acosado el ánimo de presentimientos y temores por la suerte de la patria, se enflaquecía de hora en hora, y en tan florida edad inclinaba ya el cuerpo al sepulcro. Faltábanle soldados al buen Infante, y al Rey le sobraban representantes y truhanes; porque según dejó escrito uno de ellos con imparcialidad notable, «como su vida era libre y apetecida de gente moza, se aumentaban considerablemente cada día». No había dinero a punto que el Rey se echó sobre la plata que trajo en 1639 la flota de Indias, de propiedad de particulares, tomando la mitad para sí y pagando de la otra mitad mucha parte en calderilla; despojo inicuo del cual se habían dado ejemplos en tiempo de Felipe II, pero harto más reprensible ahora, puesto que no se había de emplear en la defensa de la nación como se empleó entonces, sino en pagar bacanales y fiestas.

Y en tal pobreza se labraba a mucha costa un teatro en el Buen Retiro, donde se representasen comedias con más lujo que antes en los salones, obra grande, según un autor contemporáneo. Allí, entre comediantes y farsas y bailes, los reyes acabaron de perder su decoro y su virtud los vasallos. Mostraba gusto la Reina de ver silbar las comedias, y por agradarla el público vil de cortesanos, dio en silbarlas todas, malas y buenas, con igual diligencia. Asimismo para que viese la Reina todo lo que pasaba en las cazuelas de los corrales o teatros, se representaron bien al vivo en el Buen Retiro, trayendo mujeres que se mesasen y arañasen unas, que se diesen vayas o insultos otras, y mosqueteros o truhanes que de propósito las enojasen. También se solían echar entre ellas reptiles que las asustasen, y «ayudado esto, exclama un contemporáneo, con libertad singular del son de silbatos, chiflos y castradores, se hacía espectáculo más de gusto que de decadencia». En esto había venido a parar la admirada gravedad de los Reyes de España. Felipe, tan ceremonioso, tan absoluto, que se juzgaba un Dios levantado sobre sus vasallos, tan avaro de sus respetos y autoridad que por conservarlos había ya hecho derramar mucha sangre y debía hacerla derramar a torrentes todavía, toleraba tales ruindades en presencia suya y de su esposa é hijos, dando tales alas a los representantes que uno de ellos, por nombre Juan Rana, que hacía de gracioso, osó mofar públicamente por los afeites que usaban en el aliño del rostro, durante una de las representaciones del Buen Retiro, a dos damas de las principales de la Corte que allí asistían.

Tales liviandades, comunicándose a la nación, habían ya corrompido por aquel tiempo las venerables costumbres de los antepasados. No había, especialmente en Madrid, ni decoro, ni moralidad alguna; quedaba la soberbia, quedaba el valor, quedaban los rasgos distintivos del antiguo carácter español, es cierto, pero no las virtudes. Pintó D. Francisco de Quevedo con exactitud los vicios de aquella época nefanda; no hay ficción, no hay encarecimiento en sus descripciones. Tal franqueza no podía pasar entonces sin castigo, y así los tuvo el gran poeta con pretextos varios, entre los cuales hubo uno infame, que fue correr la voz de que mantenía inteligencias con los franceses. La verdad era que halló medio de poner ante los ojos del Rey un memorial en verso donde apuntaba las desdichas de la república, señalando como principal causa de ellas al Conde-Duque. Siguióle el aborrecimiento de éste hasta el último día de su privanza; y así estuvo Quevedo en San Marcos de León durante cerca de cuatro años, los dos de ellos metido en un subterráneo cargado de cadenas y sin comunicación alguna. Aun fue merced que no le degollasen, como al principio se creyó en Madrid, porque todo lo podía y de todo era capaz el orgulloso privado. Pero mientras aquel temible censor pagaba sus justas libertades, la Corte, los magistrados y los funcionarios de todo género acrecentaban sus desórdenes, y al compás de ellos hervía España, y principalmente Madrid, en riñas, robos y asesinatos. Pagábanse aquí muertes y se ejercitaba notoriamente el oficio de matador; se violaban los conventos, se saqueaban iglesias, se galanteaban en público monjas ni más ni menos que mujeres particulares; eran diarios los desafíos, y las riñas, y asesinatos, y venganzas.

Léense en los libros de la época continuas y horrendas tragedias, que muestran no mucho más respeto a las cosas de Dios que a las cosas de los hombres. Tal caballero rezando a la puerta de una iglesia, era acometido de asesinos, robado y muerto; tal otro llevaba a confesar a su mujer para quitarle al día siguiente la vida y que no se perdiese el alma, ya que el cuerpo pensaba traerlo a tal extremo; éste, acometido de facinerosos en la calle, se acogía debajo del palio del Santísimo, y allí mismo era muerto; el otro se despertaba de noche al sentir puñaladas en su almohada, y era que su propio ayo le erraba golpes mortales, disparados por leve represión u ofensa. Una compañía de naturales de Antequera y los soldados del tercio de Madrid, estuvieron batallando todo un día en Madrid por pequeña ocasión, y se dieron hasta doce o más acometidas en las calles, a pesar de haber sacado de una iglesia el Santísimo Sacramento para aplacarlos. En Málaga, cierto corregidor prendió por leve disgusto a un hombre principal, y sin forma de proceso le hizo decapitar de noche, sin confesión y por un esclavo. En quince días hubo, en Madrid solo, ciento diez muertos de hombres y mujeres, muchas en personas principales. Hechos todos no de maravillar, ciertamente, en otros países y épocas, donde se han visto iguales si no mayores, pero increíbles en España, que tan severas costumbres había heredado de Felipe II y Felipe III, trascurridos tan pocos años desde la muerte del último Monarca, y estando al parecer más vivos que nunca la fe, el culto católico y el influjo del clero.

Se atribuían, por lo común, los crímenes a los soldados de los tercios que se formaban para acudir al refuerzo de los ejércitos; y bien podía ser, porque extenuadas y despobladas las provincias de la continua guerra, agotados casi los hombres valerosos y de espíritu verdaderamente guerrero, apenas acudía a ponerse debajo de las banderas sino gente mezquina. Muchos venían a servir por engaño o por fuerza, y por lo mismo no tardaban en desertarse, y con temor del castigo se echaban luego a vivir por malos modos. Otros viciosos y malvados se enganchaban en los tercios mientras se formaban, y recibido el precio del enganche y las pagas desertaban al salir a campaña y se quedaban en la corte sin otro ejercicio que el robo y los crímenes, hasta que de nuevo tornaban a engancharse para volver otra vez a la deserción y mala vida que solían. A veces también formaban cuadrillas de malhechores en despoblado que cometían inauditos desmanes. Mas no eran solo los soldados; tanto o más que ellos cometían los naturales de diversas provincias, y especialmente los de Cataluña.

Allí corrían en cuadrillas, o por quejosos de la autoridad o facinerosos, muchos hombres de valor y conocimiento en el terreno, burlando las iras de las autoridades y justicias; llamaban á tal vida andar en trabajo, y había entre ellos sus caudillos y capitanes. Tales o semejantes cuadrillas de forajidos se vieron en las llanuras de la desierta Mancha. Y en tanto los Tribunales del reino tal vez ahorcaban por precipitación a personas inocentes; y contra los grandes criminales, o bien sobornados, o bien temerosos, mostrábanse muy tibios. La Corte parecía menos firme todavía en castigar los delitos. Se perdonaban los mayores, o por la calidad de la persona, o por la utilidad solo que de ellos resultaba o a precio de dinero y servicios, o por mero capricho del Príncipe y privados. Así se vio a D. Pedro de Santa Cilia entrar con alto puesto a servir en los ejércitos y armadas de España después de haber dado muerte por sus manos a su industria a trescientos veinticinco personas. Era el D. Pedro, mallorquín, y siguiendo los impulsos vengativos que asemejaban entonces sus paisanos a los naturales de Córcega, determinó vengar la muerte de un hermano suyo lanzándose a cometer tantas y tan crueles, en personas inocentes casi siempre y a manera de bandido. A dicha se hallaba en Madrid, cuando sacaron de palacio un caballo que nadie osaba montar por su braveza; se ofreció hacerlo Santa Cilia, y lo ejecutó con tanta habilidad que todos los presentes quedaron maravillados. Violo también el Rey; le mandó subir y que le contase su historia, y por último le perdonó y le admitió a su servicio en gracia de su atrevimiento. Portóse luego Santa Cilia como soldado y capitán de valor, señalándose en Nordlinghen y en otras ocasiones; pero el número increíble de sus crímenes pedía á la verdad otra enmienda y ejemplo de parte de los guardadores de la justicia.

La Inquisición misma, aunque tan severa, y tan entrometida siempre en las cosas del Gobierno y justicia civil, pasaba por alto tales desafueros, aun los que más cerca la tocaban, y no ponía atención ni cuidado sino en los casos de herejía, y en los delitos cometidos contra el culto o contra los privados del Rey. Aun sorprende el ánimo la facilidad con que corrían entonces libros llenos de ideas y palabras obscenas que no se tolerarían en los tiempos modernos, siendo así que tan rigurosa censura se ejercitaba contra los autores en todo lo tocante á pensamientos religiosos y políticos. La desigualdad de los castigos llegó a un punto, que repugna al sentido común, cuanto más al derecho. Se vieron en los autos de fe, o quemadas o duramente castigadas muchas personas por delitos como la bigamia, mientras corrían impunemente los más atroces atentados. Cualquier palabra de doble sentido o sospechosa en materia de fe o de culto, era castigada con más crueldad que el robo de una monja o la violación de unos votos; bien que esto último llegó casi a tolerarse como cosa común. Era tan general la obcecación, que el cronista D. José Pellicer y Tobar, en sus versos, después de narrar los grandes peligros e infelicidades de aquel tiempo, exclama: «De verdad una de las desdichas que se deben reparar con más atención y lástima, es ver a España tan llena por todos lados de judíos enemigos de nuestra santa fe católica.» ¡Singular advertencia cuando las fronteras, la Hacienda, la Corte y las provincias se miraban de tal modo perdidas! Así todo parecía ya degenerado; no había en España ni opinión verdadera, ni juicios exactos, ni vínculo social que se mantuviese en la antigua firmeza. Tan extraña confusión en las costumbres habían introducido las liviandades de Felipe IV y de su privado.

Hacia los años de 1640 era Madrid, en suma, como un tiempo Roma, cabeza extraviada y corazón corrompido de un cuerpo colosal, que por milagro se mantenía en pie todavía; heredera de glorias y maestra de iniquidades y torpezas; hija de héroes y madre de viles.

 

LIBRO QUINTO. 1640.

Propósitos del Conde-Duque: motivos de la rebelión de Cataluña: sus principios: el conde de Santa Coloma y el marqués de los Balbases: alojamientos: reclamaciones del Principado: choques entre soldados y paisanos: rompe el pueblo de Barcelona las puertas de las cárceles: sedición del día del Corpus: matanza de castellanos y muerte del Virrey: el Vía fora.—Fiestas que entre tanto celebran en Madrid: amonestación de un labrador al Rey.—Virreinato del duque de Cardona: sucesos de Perpiñán: Virreinato de D. García Gil Manrique.—Prevenciones de guerra.—Sucesos del Rosellón.—Jura el Virreinato el marqués de los Vélez: primeras operaciones: disposiciones del Conde-Duque sobre Portugal: Suárez y Vasconcellos: el duque de Braganza: principios de la conjuración: Pinto de Ribeiro: torpezas del Conde-Duque: burla el de Braganza sus ardides: sublevación de Lisboa: hecho generoso del capitán Garcés: muerte de Vasconcellos: arresto de la Virreina: pérdida de la ciudadela y del castillo de San Juan.—Espanto en nuestra Corte: cómo dio Olivares al Rey aquella mala nueva: disensiones: conjuraciones del duque de Medinasidonia y del arzobispo de Braga: frústranse ambas: suplicios: muerte del marqués de Ayamonte: se salva Medinasidonia: su reto al de Braganza.—Liga de la paz: batalla de Sidam.—Prevenciones de guerra: corrupción y torpezas.

 

 

BATALLA DE AVEIN, 20 DE MAYO DE 1635:

FRANCIA ENTRA EN LA GUERRA DE LOS TREINTA AÑOS

Guillaume Lasconjarias

A lo largo de la historia, muchos más ejércitos han perecido por falta de pan y de policía que por los esfuerzos de los ejércitos enemigos, y yo soy fiel testigo de que todas las empresas que se han llevado a cabo en mi época han fracasado sólo por este defecto.

El 19 de mayo de 1635, el heraldo del rey Luis XIII de Francia, un oficial de Gascuña llamado Gratiollet, causó revuelo en la plaza de Bruselas, lanzando copias de la declaración real del 12 de mayo refrendada por el Secretario de Estado de Guerra, Abel Servien: Luis XIII declaraba la guerra a la corona española. Al día siguiente, en Avein, al sur de Lieja, las tropas del ejército de Flandes mandadas por los mariscales de Châtillon y de Brézé aplastan a los españoles al mando del príncipe Tomás de Saboya.

Estos dos acontecimientos marcaron la entrada de Francia en la Guerra de los Treinta Años. El reino llevaba ya seis años preparándose para esta eventualidad. Pero, a medida que el conflicto se agravaba, los intereses de la corona exigían que se actuara con prudencia. Entre 1628 y 1630, la disputa por la sucesión de Vicente II, duque de Mantua, ya había hecho necesaria la intervención militar francesa contra el duque de Saboya y sus aliados españoles e imperiales.

Las tropas francesas también amenazaban y ocupaban el ducado de Lorena, que ofrecía una salida a la Alemania renana. Además, Francia pagaba importantes subvenciones a las Provincias Unidas y a Suecia para que estas dos naciones pudieran seguir luchando contra el Emperador. Pero la derrota sueca en Nördlingen (septiembre de 1634) trastocó el campo protestante. Oxenstierna, el canciller sueco, ya no tenía intención de apoyar una lucha tan desigual si Francia no se comprometía más.

El final de 1634 y los primeros meses de 1635 fueron decisivos. Oxenstierna propuso a Luis XIII relevar a las tropas suecas en la parte occidental de Alemania, mientras Suecia y sus aliados emprendían la conquista de Silesia y los países hereditarios. Al mismo tiempo, el Stathouder Federico-Henri, príncipe de Orange, se ofreció a colaborar con Francia para conquistar los Países Bajos españoles y repartirse los territorios conquistados.

Para el cardenal de Richelieu, esta intervención parecía mucho más necesaria que una aventura en Alemania. En Bruselas, capital de los Países Bajos españoles, aún quedaban dos valiosas “garantías”: la reina madre, María de Médicis, exiliada del reino, y el heredero al trono, Gastón de Orleans, cuyo matrimonio con una hija del duque de Lorena no había sido autorizado por Luis XIII. En octubre de 1634, Richelieu consigue el regreso de Monsieur. Las instrucciones dadas posteriormente a los mariscales se hacen eco de este asunto:

“Si por casualidad, ocurriera que en la toma de algún lugar, la madre del Rey y la princesa Marguerite de Lorena cayeran en manos de Su Majestad, Su Majestad desea que la Reina su madre reciba todos los honores y buenos tratos debidos a su condición y que la princesa Marguerite sea mantenida de tal manera que se pueda dar cuenta de su persona, dándole todas las cortesías que se requieren de una princesa de su nacimiento”.

El 8 de febrero de 1635 se firmó una alianza ofensiva y defensiva entre Francia y las Provincias Unidas. Las provincias belgas disponían de tres meses para sublevarse contra España, de lo contrario los dos aliados conquistarían conjuntamente el territorio. Esta alianza militar estipulaba que: “el rey llevará a las provincias un ejército de 25.000 hombres de a pie y 5.000 caballos con el cañón y el equipo necesarios para tal cuerpo, y los señores de los Estados harán lo mismo (...) Los dos ejércitos se unirán primero en los lugares convenidos para actuar conjunta o separadamente según se considere oportuno .

Richelieu formó un ejército para actuar en esta zona. El 14 de febrero, el Secretario de Estado para la Guerra envió “poder a Monsieur le mareschal de Châtillon para mandar el ejército que el Rey hacía reunir en Lorena”. La elección de Châtillon no fue neutral. Estaba familiarizado con Holanda, habiendo tomado las armas allí por primera vez, y siendo de la fe reformada, sólo podía satisfacer a los Estados. El Príncipe de Orange, un pariente lejano, le escribió algún tiempo después: “Espero que si se llega a romper con España, serviréis al Rey de muy buena gana contra estos caballeros, y que tal vez habrá una oportunidad para que los ejércitos, tanto el vuestro como el de este Estado, se acerquen el uno al otro. Espero este contento con pasión”.

Al mismo tiempo, las relaciones entre España y Francia se volvían aún más tensas. La toma de la ciudadela de Sierck, mal defendida por una guarnición francesa (21 de marzo de 1635), abrió a los españoles el camino hacia la ciudad de Tréveris. Los españoles no tardaron en capturar al arzobispo elector Philippe de Sötern, que se había puesto bajo la protección de Luis XIII. Este desafío provocó una aceleración de los preparativos para un conflicto, ya que las negociaciones entre el cardenal-infante y los embajadores franceses dejaban pocas esperanzas de una solución pacífica.

La correspondencia de Châtillon nos ayuda a comprender cómo funcionaba el ejército francés en los primeros días de la Guerra de los Treinta Años. El Secretario de Estado para la Guerra transmitía las órdenes del soberano y especificaba los deberes del comandante del ejército. Lejos de tener carta blanca, Châtillon debía obedecer las órdenes de la corte: cuarenta años antes de la es”trategia de gabinete” y de un “ministro que hacía las veces de condestable”, por utilizar la expresión acuñada por el mariscal de Turenne a propósito de Louvois, las instrucciones fijaban la estrategia a seguir.

Sin embargo, Châtillon no permaneció inactivo. Nada más tomar posesión de su cargo, Servien le envió una « controole des trouppes qui vont aux environs de Saint-Dizier et de leurs logements ». Se trataba de una lista nominal y geográfica de los regimientos de infantería y compañías de caballería de los que Châtillon era ahora responsable. Se preparó para su reagrupamiento, que pronto cambió. A pesar de la pérdida de Tréveris, el ejército francés en Alemania, que operaba bajo el mando de los mariscales de Brézé y de La Force, logró una serie de hazañas, como la toma de las ciudades de Heidelberg y Spire, que restablecieron la situación durante un tiempo. Sin embargo, esto no ayudó a Châtillon, ya que a finales de marzo, con el pretexto de completar sus tropas, se le unió Urbain de Maillé, mariscal de Brézé, sobrino del cardenal, con algunos de los antiguos regimientos. Los dos mariscales se hicieron cargo del cuerpo expedicionario, destinado ahora a llevar la guerra al corazón de los Países Bajos españoles. Así pues, Châtillon, encargado de esta misión de confianza, sacó lo mejor de una mala situación, escribiendo a Servien el 5 de abril: “Además, me alegro de que Monsieur le mareschal de Brezé acuda a la misma cita que yo hacia Mézières con algunos de los viejos regimientos. Esto me hace pensar que serviremos juntos en las ocasiones que se presenten. Creo que nos llevaremos muy bien”.

Mientras esperaba la llegada de Brézé, Châtillon completó sus tropas. Servien le animó a hacerlo el 31 de marzo: “Le ruego que durante el tiempo que permanezca en esta frontera ponga todo el cuidado que dependa de usted para que todas las tropas que han de componer el ejército que usted manda estén completas y en buen estado. A este fin, le envío la enumeración que le prometí”.

Servien sólo disponía de las cuentas enviadas por los comisarios de guerra o los intendentes. La enumeración en cuestión era un documento financiero que servía para pagar a las tropas. La mayor dificultad, que ni el Secretario de Estado ni el Mariscal ignoraban, era la discrepancia que podía existir entre la realidad y lo registrado en las tablas de los comisarios de guerra. Para lograrlo, era necesario reforzar la disciplina y limitar la plaga de los “passe-volants”, “rouleurs” y desertores, “el más común de todos los delitos (...) y el más perjudicial”. Se pusieron en marcha medidas legislativas -que nadie cuestionó hasta 1643- para combatir estos abusos, siguiendo el ejemplo de la Real Declaración del 8 de agosto siguiente, que intentaba luchar contra la deserción. En 1634 se dictaron órdenes especiales para combatir la práctica de los “passe-volants” (pases volantes), que iban en detrimento de un verdadero conocimiento del número de tropas. Sin embargo, el informe de Châtillon mostraba que las tropas reunidas estaban completas. Como escribió a Servien: “Según lo que puedo juzgar más o menos, creo que se puede afirmar que habrá en los trece regimientos que he helado, diez mil hombres de a pie efectivos, sin contar los oficiales, y en la caballería, mil doscientos buenos caballos”.

El extracto de la revista efectuada en los días siguientes da detalles sobre la calidad y el uniforme de los regimientos presentados. En conjunto, Châtillon se mostró satisfecho.

“De los trece regimientos, sólo dos eran débiles, la mayoría de los demás estaban completos. El regimiento de M. le mareschal de Brézé está perfectamente bien, lo he visto y considerado con tranquilidad, el regimiento del marqués su hijo también está en buenas condiciones, hay dos supernumerarios. (...) Plessis-Praslin, Socourt y el regimiento de Lieja son los más débiles, particularmente el último está en bastante malas condiciones.

“En cuanto a la caballería, son los mejores hombres que he visto, y los mejor montados, y todas las compañías están completas y los oficiales muy bien elegidos y cuidadosos de sus obligaciones. También estoy satisfecho con los oficiales de infantería y los encuentro muy buenos. Hay pocos que no sean dignos de sus puestos. Por último, puedo asegurarles que este cuerpo está en condiciones de prestar un buen servicio dondequiera que se emplee.”

Esto no impidió algunas críticas. De hecho, Châtillon observó que el gran jefe de artillería, cuya presencia era necesaria, aún no se había presentado, ni había dado ninguna orden para la marcha de sus hombres:

“En cuanto a la pequeña dotación de artillería que Monsieur de la Meilleraye había ordenado avanzar en diligencia con algunas municiones de guerra, y que yo había encontrado en Châlons toda lista para partir, aún no ha llegado. En este didicultad, M. de Brassac nos asistió con ciertas cantidades de pólvora, balas y mechas, declarando que no debíamos esperar más de él”.

El Gran Maestre tuvo que firmar contratos con los fabricantes de municiones y encargarse del transporte de estas municiones de guerra, es decir, pólvora, balas y balas de cañón, así como espoletas para fusiles y arcabuces. Así pues, el apoyo era tanto logístico como militar. Además, la situación logística en su conjunto mostraba la debilidad de los preparativos. Châtillon continúa:

“Monsieur de Muns, que está al mando en Mets en ausencia de M. le cardinal de La Vallette, escribió que no se debía esperar nada del almacén de aquel lugar, no sólo cañones, sino ni siquiera la menor cantidad de municiones de guerra (...) Haga saber que no puede salir de estas dos ciudades ningún material que pueda ser utilizado en la campaña (...) y dígame dónde puedo encontrar estas sustancias tan necesarias para el buen servicio de Su Majestad”.

Por último, el riesgo de exacciones por parte de los soldados y las dificultades logísticas que entrañaba reunir una fuerza semejante llevaron al Secretario de Estado a dispersar las tropas : Para no arruinar la campaña, “creo que sería una buena idea”, escribió Luis XIII a Châtillon, “que dividierais las tropas que mandáis y las de guarnición, la infantería en las ciudades de Verdún, Stenay, Villefranche, Dun, Mouzon, Donchéry, Mézières y Charleville, y la caballería en los lugares adyacentes”.

A los problemas de la intendencia se sumaron pronto otros. El mariscal de Châtillon planteó la cuestión de la financiación de su ejército, ya que las tropas se quejaban de las pagas: “No os ocultaré que la infantería y la caballería se mostraron muy descontentas cuando se les informó de la última reducción que se había hecho, a saber, suprimiendo los recargos a la caballería y dos monstruos a la infantería” .

Según los artículos 221 y 239 del Código Michau de 1629, y repetidos en el reglamento de 14 de febrero de 1633, los soldados debían recibir diez guardias de treinta y seis días al año, cuyo pago se hacía, en parte por adelantado, en forma de préstamo de cuatro soles diarios, cada nueve días. Los cabos y auxiliares recibían ocho soles y los sargentos dieciséis. Cuando las tropas estaban de guarnición, no se proporcionaba pan de munición, por lo que la paga se incrementaba con dos soles retenidos por el Estado para comprar pan al proveedor de municiones cuando los hombres de armas estaban en campaña. Al final del mes, el soldado recibía la diferencia entre las sumas adelantadas y el total de su guardia.

El trato reservado a la caballería era mucho más interesante. Un jinete ligero, por ejemplo, cobraba quince soles al día, pero esto no era suficiente para mantener una montura. Se introdujo entonces un recargo de veinte soles diarios por jinete, que se pagaba al mismo tiempo que el préstamo, durante nueve días seguidos :

Pero a principios de 1635, se tomó la resolución de hacer un recorte en los pagos a la tropa. La caballería fue la más perjudicada, muy sorprendida al ver este recorte de los recargos. (...) Se ven reducidos en doscientos francos, que no es poco interés para ellos. Los veinte soles diarios fueron suprimidos, pero sólo para los ejércitos que operaban fuera del reino, conservándose esta gracia de sobretasas para la caballería que servía en Francia, para alivio de los súbditos.

La infantería también sufrió esta reducción. El sistema de guardias aplicado para el pago de las tropas era flexible y permitía que el importe anual de la remuneración de un soldado variase según las circunstancias, bien alargando o acortando el periodo entre dos guardias, bien aumentando o disminuyendo el número de guardias por año. En este caso, ambos términos del sistema fueron modificados, ya que el número de guardias se redujo de diez a ocho, y el intervalo entre guardias de treinta y seis a cuarenta y cinco días. El salario bruto de doce libras, pagado por treinta y seis días de asistencia diez veces al año, debía repartirse en cuarenta y cinco días, ocho veces al año. Sin embargo, esta reducción se vio atenuada por el hecho de que la deducción efectuada por el Rey en concepto de pan de munición también se redujo a la mitad, a un sol por día.

La segunda cuestión se refería a los gastos de alojamiento de los soldados, es decir, a la provisión de puestos de escala. La ordenanza de 9 de octubre de 1629 estipulaba que los soldados de guarnición debían pagar a los propios habitantes por los víveres, según una tarifa fijada de antemano, es decir, tres soles tres denarios por dos panes, una pinta de vino y una libra de carne. En tiempos de guerra, cuando los regimientos salían de campaña, las comunidades debían proporcionar gratuitamente estos bienes. El objetivo del reglamento de 1633 era aliviar a las provincias del coste de los soldados haciéndoles pagar su comida. En realidad, habría sido difícil exigir a los soldados que pagaran a las comunidades, por lo que esta tarea se encomendó a los secretarios de los tesoreros de la Oficina de Guerra Extraordinaria. Sin embargo, con la reducción de la paga, el mariscal de Châtillon suprimió este coste adicional: “Me parece que los soldados no deben ser obligados a pagar en los lugares donde han pasado y permanecido a causa de esta nueva reducción. Si les hubiera obligado a ello, correríamos el riesgo de perder muchos soldados y de dar mi consentimiento a todos los mariscales y oficiales del ejército”.

El mariscal vio las amenazas para la cohesión del ejército si no se cambiaba nada: “Los oficiales comprenden que no podrán mantener sus compañías en el buen estado en que se encuentran actualmente. Sería una gran pena que se extinguieran”. Esta advertencia llevó a Servien a intervenir ante el superintendente Bullion. El Secretario de Estado para la Guerra tuvo que ser persuasivo: una carta fechada el 8 de abril dirigida a los tesoreros de la Oficina de Guerra Extraordinaria restablecía parcialmente los recargos para la caballería y sólo reducía la paga de los soldados de a pie.

Al mismo tiempo, Servien envía un estado definitivo del ejército completado con las tropas de Brézé. Châtillon mandaba trece regimientos de 1.200 hombres cada uno, lo que hacía un total de 15.600 soldados de infantería. Del ejército de Alemania, Brézé dirigía algunos de los viejos regimientos con apoyo de caballería (regimiento de Rambures), es decir, unos diez mil soldados, así como dos regimientos irlandeses, Orelis y Muzansy. Servien preveía también adelantar otras tropas para compensar los regimientos defectuosos. En cuanto a la caballería, estimada en 5.130 caballos organizados en 53 compañías, podía ser reforzada si los escuadrones se debilitaban.

Además, el Secretario de Estado para la Guerra ordenó que se enviaran comisionados para conseguir reclutas en la región de Lieja. En efecto, a medida que el ejército avanzaba hacia el norte, sus efectivos empezaban a disminuir. A finales de abril, una revisión efectuada en Verdún estimó el déficit en casi 400 hombres, mientras que la caballería constató la ausencia de 370 maestros. En los primeros días de mayo, al llegar a Mézières, Châtillon escribió a Servien que la logística era un problema:

“Reconozco que ahora las cosas van bien, M. l’Evêque de Nantes ha dado órdenes con tal previsión y diligencia que puedo decir con certeza que hay suficiente harina y galleta en Mézières para alimentar a nuestro ejército durante tres semanas sin incluir el suministro de pan que se proporciona diariamente a todas las tropas, y ha hecho fabricar un gran número de cajones para transportar la galleta y el pan a cubierto. En cuanto al acarreo, hay suficiente para transportar los alimentos siguiendo al ejército”.

Estos problemas interesaban al cardenal de Richelieu, ya que una nota de la primera quincena de mayo nos recuerda la importancia que tenían para él:

“Hay que tener en cuenta que todos estos grandes ejércitos, muy difíciles de constituir y aún más de mantener, serán completamente inútiles si no hay un poderoso aprovisionamiento de víveres para que puedan avanzar a muchos lugares donde no pueden encontrar comida si no se les lleva hasta allí (...) M. de Bulion permanece al frente del ejército… de Bulion está de acuerdo conmigo en que, en el futuro, un ejército de quince mil hombres de guerra necesitará quinientos vagones para víveres ... Además de los vagones, los municioneros estarán obligados a disponer de cincuenta vagones en cada ejército para transportar el pan de forma regular”.

Sin embargo, las instrucciones definitivas habían llegado a los comandantes el 23 de abril. El Secretario de Estado para la Guerra envió a los mariscales un plan general para la campaña, con una orden de marcha e instrucciones estrictas: “Los mariscales estarán en Mézières el 28 de este mes para asegurarse de que todo esté listo a tiempo para partir el 12 de mayo hacia el lugar mencionado”. Una vez reunidos bajo las órdenes del Príncipe de Orange, la instrucción planificaba las diversas hipótesis estratégicas invitando a las tropas franco-holandesas a llevar sus armas “al corazón del país hacia Bruselas, Tournay y Malinas, y otros lugares que se juzgarán por consejo común, porque además de tomar por tal medio la capital de los enemigos, algunas de sus fuerzas que se apresuran al servicio encontrarán difícil evitar ser combatidas”. Sin embargo, se preveían otros casos, en particular posibles asedios: “Se estima que habrá no poca ventaja en atacar el lugar donde se retire el Cardenal Infante, porque si una vez se le pudiera tomar, se acabaría la guerra en Flandes. Si además se retira a algún lugar de sus vecinos y aliados, podremos seguirle hasta allí y hacernos, si podemos, dueños de los lugares donde se retirará, si juzgamos que conviene hacerlo”.

Los mariscales conservaron la iniciativa en cuanto al teatro de operaciones, ya que la instrucción del 23 de abril pone de manifiesto la existencia de una estrategia de gabinete mucho antes del ministerio de Louvois. El interés de Luis XIII y de su cardenal ministro por los asuntos militares limitó inmediatamente el margen de maniobra concedido a los generales.

La estancia en Mézières también estuvo marcada por un juicio espectacular. Recordemos que en marzo había caído la ciudadela de Sierck, “cobardemente defendida por Sieur Deschapelles”. Capturado, el culpable fue encerrado en Thionville, y luego conducido bajo guardia a Mézières, donde se celebró su juicio. Luis XIII se mostró intratable y exigió la cabeza del culpable de la toma de Tréveris, incluso más que de la pérdida de su ciudadela. La correspondencia de Châtillon conserva el resultado del consejo de guerra celebrado el 9 de mayo de 163547 contra “François des Chapelles, sieur du Meslanges, antiguo gobernador de la ciudad y del castillo de Circh [sic]”. El culpable fue condenado “a ser despojado de sus armas, a perder su nobleza y a que se le corte la cabeza a la cabeza de las tropas en un cadalso, que a tal efecto se erigirá en el lugar y delante de la ciudadela de esta ciudad, cerca del lugar de paso de las tropas”. La sentencia se ejecutó al día siguiente.

La espera se hacía cada vez más larga. Richelieu recuerda estos momentos en que el ejército esperaba órdenes en un pasaje de sus Mémoires:

“Sin embargo, el ejército de Su Majestad, que debía salir de Mézières en los primeros días de mayo, se vio obligado a permanecer allí más tiempo para esperar noticias de la marcha del ejército holandés, que no estaba pronto como se había acordado (...) Todos estos retrasos hicieron que perdiéramos mucho tiempo esperando en Mézières y Sedan4”.

Finalmente, Servien envió a los mariscales un breve mensaje en el que les comunicaba una información de la mayor importancia: el ejército holandés se acercaba a Maastricht. A partir de ese momento, los dos comandantes ordenaron a sus tropas cruzar el Mosa y el ejército de Flandes comenzó su campaña.

El mayor obstáculo era cruzar los ríos. Aunque el Gran Maestre de Artillería tenía pioneros a su disposición, era evidente que no tenían ni la formación ni los medios técnicos para construir un puente. De hecho, la cuestión no era tanto para la infantería o la caballería, que podían encontrar vados, como para la artillería. Así que, cuando llegaron al Semois, los mariscales tuvieron que pedir permiso al gobernador de Bouillon para utilizar el puente. El gobernador accedió, pero el puente no pudo resistir el paso de los cañones: fueron redirigidos hacia el vado de Cugnon, dos leguas al norte de Bouillon.

El avance continuó: el 13 de mayo, el cuerpo se reunió en Paliseul, el 15 se atravesó el bosque de Wellin y el 16 de mayo el ejército tomó posiciones en torno a Rochefort, “lugar que se había dado como punto de reunión (...) donde [Brézé y Châtillon] esperaron un día para tener noticias del príncipe de Orange”.

La falta de información sobre la posición del enemigo y la ausencia de noticias del ejército holandés obstaculizaron a los dos mariscales. Esto hacía aún más necesario recabar información y tomar puntos de apoyo en caso de un improvisado ataque español. El 18 de mayo, Châtillon avanzó hacia Marche-en-Famenne, donde la guarnición española se rindió sin resistencia, mientras Brézé cubría su ala izquierda entre Namur y Marche. La proximidad de las tropas españolas ya no era dudosa, sobre todo porque las noticias de Bruselas informaban, en la misma fecha, de que el príncipe Tomás había reunido a sus tropas: “Habiendo sido extraordinariamente acariciado y animado a obrar bien por el Infante (...), tomó camino hacia Luxemburgo, donde le esperan sus tropas”.

El 19 de mayo, las dos brigadas francesas acamparon entre Freteur y Tinlo, en alojamientos un poco alejados “debido a la necesidad de víveres y a la miseria del país”. Al día siguiente, de madrugada, la vanguardia española fue señalada: el príncipe Tomás tenía sus tropas desplegadas en un pequeño valle protegido, detrás de su caballería, que había avanzado hacia la llanura donde, a su vez, los franceses se preparaban para la batalla. El mando parecía dividido: Châtillon era reacio a entrar en combate “a causa de las órdenes precisas de la instrucción de que el ejército del Rey se uniera a los de los Estats; pero después de considerar que no podían ni permanecer en este lugar por la escasez de suministros, ni pasar más allá en presencia del enemigo, sin correr el riesgo de ser combatidos en nuestra desventaja, consintió en la opinión de los demás”.

Sin embargo, la batalla tuvo un desenlace rápido: la caballería francesa cargó inmediatamente, llevándose todo a su paso. La infantería, algo maltrecha por los cañonazos y la falta de visibilidad debida a los efectos combinados de la pólvora y el viento, se recuperó y avanzó: había tardado menos de dos horas en derrotar al ejército español.

La batalla de Avein tuvo un impacto fenomenal: las fuentes de las que disponemos hoy recuerdan este enfrentamiento, en el que brilló la furia francesa. Las pérdidas francesas fueron escasas, “doscientos soldados de infantería y unos sesenta maestres” escribió Richelieu. En cambio, “muchos oficiales del regimiento de Champaña fueron heridos, así como dos capitanes, cinco tenientes y un alférez del regimiento de Piamonte”. Las cartas enviadas al Preboste y a los Concejales de París no mencionan estas bajas y reducen el número de muertos: “Todos somos más felices por esta victoria ya que sólo murieron un capitán de infantería del regimiento de La Milleraye [sic], un teniente de Champaña y menos de cien soldados”.

Un Te Deum fue cantado por todo el reino y los mariscales de Brézé y de Châtillon fueron ampliamente felicitados, tanto por el Rey como por sus ministros, entre ellos el Cardenal y el Secretario de Estado de Guerra, sin olvidar a los aliados. Avein fue una victoria rotunda: el enemigo sufrió más de 4.000 muertos y entre setecientos y ochocientos prisioneros, muchos de ellos de gran calidad, mientras que toda la artillería y el bagaje fueron capturados.

Sin embargo, la victoria no significó el final de la campaña. Las tropas españolas seguían ocupando la mayor parte del país, y Châtillon sospechaba que la guerra no había terminado, ya que el general adversario”podía disponer de quince mil hombres a pie y ocho mil a caballo. Si perdiera una batalla general con nosotros, perdería todo su país, ya que le quedaba muy poca gente en sus mejores lugares, después de haber puesto en campaña todas las fuerzas que pudo”. Las grandes batallas fueron sustituidas por la guerra a pequeña escala, en la que destacó la caballería española.

Además, la unión de los ejércitos francés y holandés planteó problemas de mando. Según el acuerdo del 8 de febrero de 1635, Frédéric-Henri de Nassau decidió las operaciones a realizar, de acuerdo con los generales franceses. Brézé y Charnacé, el embajador francés en las Provincias Unidas, compartían esta opinión, pero Châtillon se oponía: “Hubo alguna disputa menor”, informó Richelieu, “entre él [el príncipe de Orange] y nosotros, causada por el mariscal de Châtillon, aunque era su pariente, sobre la dirección del ejército. El mariscal de Châtillon, para conservar el mando, quiso persuadir al príncipe de Orange de que Su Majestad pretendía que los dos ejércitos permanecieran separados, y que nosotros sólo comunicaríamos nuestros planes al príncipe de Orange, que se mostró algo molesto y desconfiado” .

Esta división no hizo más que acentuarse. Richelieu quiso calmar las cosas, aunque afirmó en una carta a Charnacé: “Estoy muy contento con mi hermano el mariscal de Brézé, que ha probado corazón y cabeza”. En cuanto a Servien, apoyó los comentarios del cardenal y se disculpó ante el mariscal de Brézé :

« J'ai eu commandement de faire adresser en commun à M. le mareschal de Chastillon et à vous la depesche ci-jointe ». No es que no conozcamos los honores particulares que os son debidos por la ganancia de la batalla y que el Rey y Monseñor el Cardenal no hayan considerado particularmente todo lo que enviasteis de ello que por otra parte está confirmado, pero se estima que sería peligroso hacer cualquier demostración abierta de ello y que eso podría dar celos que en la continuación de la guerra podrían causar gran daño a los designios de Su Majestad”

El “depesche jointe” al que se refería Servien repetía lo que Richelieu había escrito a Bouthillier el 27 de mayo: “a carta debe transmitir la satisfacción que Su Majestad tiene en general con aquellos a los que ha dado la jefatura de su ejército y con todos los oficiales”. Esta unidad parecía tanto más importante cuanto que la corte informaba haberse enterado “por algunas cartas interceptadas a los enemigos, que la inteligencia que debería haber entre estos señores no es la deseable para el bien de los asuntos de Su Majestad”

Después de Avein, a las divisiones al mando se sumó un debilitamiento de la capacidad de combate: “Hemos visto infantería muy buena de varias naciones -escribió Châtillon a Luis XIII-, excepto los viejos regimientos franceses que están a mi cargo, que están muy deteriorados, porque no han tenido reclutas desde hace más de dos años (...) Podemos asegurar a Vuestra Majestad que su ejército cuenta todavía con veinte mil soldados de a pie efectivos y cuatro mil jinetes, incluidos los fusileros. Esto es todo lo que nos han hecho exactamente por una revisión secreta, porque para el monstruo ordinario, hay más de veintidós mil soldados de a pie y cuatro mil quinientos jinetes”.

Tras un avance relámpago de las fuerzas de la coalición, y la ocupación del país entre Aarschot, Diest y Tirlemont (Tienen), se puso sitio a Lovaina. A finales de julio, sin embargo, los suministros se agotaron y las tropas se retiraron a Maastricht, y luego a Roermond, donde el ejército francés, obligado a adoptar una postura defensiva, instaló sus cuarteles de invierno en septiembre de 1635. A principios de 1636, menos de diez mil hombres regresaron finalmente a Francia.

¿De quién fue la culpa, después de una campaña que había comenzado bajo los más brillantes auspicios? Durante su exilio, Servien atacó a Bullion, el superintendente de finanzas:

“Después de haber causado la pérdida de Tresves y Philipsbourg por haber impedido que se colocaran allí guarniciones suficientes, después de haber provocado la revuelta de los soldados que rindieron nuestras fronteras al Enemigo por falta de pago, después de la disipación de las mejores fuerzas del Reino que su obstinación hizo perecer mucho más que los golpes”.

Por el contrario, Châtillon culpaba de las dificultades financieras del ejército en Flandes al Secretario de Estado de Guerra: “Considere, Señor, si la Caballería francesa puede mantenerse durante mucho tiempo en buenas condiciones en un país extranjero, sin ser sostenida con dinero, y la Infantería también (...) Piense pues en mantener la reputación de las armas del Rey, y en no escatimar nada para ello”.

La batalla de Avein se olvidó rápidamente, sobre todo porque los acontecimientos posteriores demostraron que en otros teatros de operaciones, los ejércitos franceses acumulaban reveses, ya fuera en Holanda, en Alemania bajo Turenne o en Provenza, donde los españoles se apoderaron de las islas Lérins. A principios de 1636, Servien entró en desgracia, de la que sólo saldría para partir hacia Alemania y poner fin al infierno que había contribuido a encender.

La principal debilidad de las tropas francesas residía en su logística, incapaz de seguir el ritmo y apoyar a los ejércitos que avanzaban. Esta falta de apoyo limitó por sí misma todas las batallas e incluso todas las victorias obtenidas sobre el enemigo, ya que bastaba un largo asedio para lograr el mismo efecto que una victoria en campo abierto.

En segundo lugar, los poderes del Secretario de Estado de Guerra parecían demasiado limitados, sobre todo en materia financiera. Los reglamentos de 1626 y 1633, que definían las competencias respectivas de los Secretarios de Estado, sólo otorgaban al Secretario de Estado del Departamento de Guerra el control sobre el taillon en materia de ingresos. Era responsable ante el superintendente del levantamiento, pago y mantenimiento de las tropas. El carácter de Servien y sus constantes disputas con Bullion llevaron a Richelieu a elegir entre su fogoso Secretario de Estado y las relaciones financieras de su superintendente.

Avein, sin embargo, también ofrece un ejemplo temprano de estrategia de gabinete. Las instrucciones eran precisas, ofreciendo al mando una única interpretación posible, dentro de unos límites muy circunscritos. Los mariscales de Brézé y de Châtillon conservaban la iniciativa táctica, pero debían poder justificar sus medidas. A este respecto, los planes elaborados en los despachos del Cardenal y refrendados por el Secretario de Estado se pusieron en práctica sobre el terreno, y este último pareció ser un fiel ejecutor de las órdenes del Primer Ministro. El Primer Ministro no dudaba en destituir a quienes no se adaptaban a sus ideas, ya fueran generales o Secretarios de Estado.

Papiers privés de Brézé.