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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA

desde el advenimiento de Felipe III al Trono

HASTA LA MUERTE DE CARLOS II

POR

CÁNOVAS DEL CASTILLO

 

 

 

 

 

LIBRO SEXTO. De 1640 A 1643

SUMARIO

Guerra general.—Cataluña: toma de Perelló, de Coll de Balaguer, Cambrils, Salou, Villaseca y Tarragona.—Paso sangriento de Martorell; entrada en el llano de Barcelona; dase esta ciudad al Rey de Francia; dispónese A la resistencia; estado del ejército real; orden de ataque contra Montjuich; batalla y rota de los nuestros; muerte del duque de San Jorge; retirada a Tarragona; sitio de esta plaza; socorro por mar.—Rosellón: piérdese Elna; victoria de Argeles y socorro de la provincia.—Formación de nuevo ejército; hostilidades en la frontera de Aragón; Tamarit de Litera; sucesos del campo de Tarragona; victoria de Villalonga; parte el marqués de Pobar al socorro de Rosellón; su marcha y su derrota en Granada; pérdida de Colliure, Perpiñán y Salsas y toda la provincia.—Hostilidades por mar y tierra en Vinaroz. —Medidas extremas; armamento de nuevo ejército; sale el Rey de campaña; su conducta y la de la Reina; batalla de las Horcas; combate naval de Barcelona.—Portugal: rebatos y correrías por Extremadura, interpresa de Olivenza; otros sucesos en Castilla y Galicia.—Italia: pérdida de Montcalvo; sálvase Ivrea; Ceba, Mondovi y Coni perdidas; recóbrase Montcalvo; defección de los Príncipes de Saboya; grandes pérdidas; defección del Príncipe de Monaco.—Flandes: sitio de Ayre y su conquista; muere el Cardenal Infante, reemplázale D. Francisco de Mello; victoria gloriosa de Honnecourt; derrota funesta de Rocroy.—Intrigas contra el Conde-Duque y su caída.

 

 Con la sublevación de Cataluña y Portugal se abre, naturalmente, nuevo período en la guerra. Si hasta ahora la hubimos sostenido con cierta igualdad, ya no era posible; si hasta ahora la fortuna había repartido sus favores entre las potencias beligerantes, en adelante llevaremos siempre la peor parte. Dejamos narrados algunos encuentros y hechos que .fueron preludio y exordio de las campañas de Cataluña; dejamos a los franceses enseñoreados de toda aquella provincia sin cosa alguna; y dejamos, finalmente, al marqués de los Vélez caminando con todo el ejército desde Tortosa tierra adelante por el Principado.

La primera conquista fue la de Perelló, pequeño pueblo, pero amurallado, donde trece catalanes solos detuvieron heroicamente a todo el ejército por un día entero, y más los detuvieran a no haber inteligencia con uno de los vecinos. En seguida se encaminó el marqués de los Vélez al Coll de Balaguer, punto áspero y difícil, y muy fortificado y guarnecido, aunque sin arte, por los catalanes. Hicieron éstos resistencia; mas no sabiendo aprovecharse de sus ventajas, fueron rotos y tomado el paso; y algunos escuadrones de caballería, que con el conde de Zavallá, General de ellos, vinieron al socorro desde Cambrils, fueron también deshechos. Tomáronse al propio tiempo algunas torres y casas fuertes de la marina, y el ejército, alegre con la facilidad de aquellos pequeños triunfos, se entregó a los desórdenes de vencedor. Por su parte, los catalanes intentaron envenenar unas lagunas cercanas del Coll; horrible intento, y que, a poder lograrlo, causara infinitas muertes entre los nuestros. Así, de uno y otro lado, la guerra iba exacerbando las pasiones más y más cada día.

Llegaron al cabo los nuestros delante de Cambrils, primera plaza de armas de los catalanes, y de las que tenían mejor fortificadas, puesta en la plaza y campo de Tarragona. Hizo D. Alvaro de Quiñones mucho estrago en sus escuadrones a las mismas puertas de la villa; tomóse a viva fuerza un convento de las afueras, que defendieron celda por celda los frailes; púsose por fin el cerco; batióse furiosamente, y al fin su Gobernador, el barón de Rocafort, se entregó por capitulaciones. Pero al salir los defensores hubo una alarma falsa: gritóse traición sin saber quién ni por qué causa, y aprovechando la ocasión los soldados pasaron más de setecientos de ellos al filo de la espada antes de que pudieran contenerlos los capitanes. Reus y otros lugares ricos vinieron entonces a la obediencia. Mas con todo faltaban vituallas y recursos, porque no los dejaban venir de ninguna parte los miqueleteso almogávares, gente suelta, incansable, valerosa, que repartida en bandas de corto número, con gran conocimiento del terreno y no menos astucia, iba siempre delante, a las espaldas o en los costados del ejército, acosándolo sin cesar y matando, al propio tiempo que robaba los mantenimientos, todos los dispersos y forrajeadores. Parecía conveniente apoderarse de un puerto adonde pudiera venir fácilmente el socorro de la armada; y se determinó caer al punto sobre Tarragona. Tomáronse Salou y Villaseca, lugares y puestos bien fortificados, y allanado ya el camino, se plantaron los cuarteles delante de aquella ciudad.

No hubo, sin embargo, que hacer uso de las armas, porque M. de Espenan, que estaba dentro con mil caballos de su nación, juzgando imposible la resistencia, capituló su salida, obligándose a no pelear más en Cataluña, y los naturales tuvieron en seguida que rendirse a partido. Cumplió de Espenan su promesa como bueno y salió de Cataluña con los suyos, que fue gran ventaja para nuestro partido. Luego las armadas entraron en Tarragona y algo aliviaron al ejército, pero no tanto como se esperaba, por la tibieza de D. García de Toledo, marqués de Villafranca, que los mandaba. Era éste harto menos capitán que fueron su padre y hermano; mas en cambio les aventajaba a ambos en presunción, defecto común en las épocas viles y degradadas, donde faltando verdaderos y públicos merecimientos, hay que fingirlos y afectarlos; y no llevando a bien que ganase otro gloria a costa suya, tenia por más honrado el dejar de servir a la patria, que no servirla dando reputación al inexperto marqués de los Vélez. Con esto y con las numerosas cuadrillas de migueletes, que interceptaban y destruían todos los convoyes y recursos, volvió a hallarse en grande necesidad el ejército. Determinóse el marqués de los Vélez a salir de tal situación y a traer a sus banderas el triunfo, encaminándose a Barcelona, cabeza y foco de la rebelión. Ganó con mucha dificultad a Villafranca de Panadés y San Sadurní; pero siguiendo su camino, halló cerrado el paso de Martorell por los catalanes, con muchas trincheras y reductos, apoyados en posiciones casi inaccesibles, defendidas por todos sus tercios y escuadrones y gobernados del diputado militar Tamarit, y de los franceses Serinán y D’Aubigné.

Llegó allí el Marqués, y conociendo que no era posible la expugnación de las fortificaciones por el frente, mandó al de Torrecuso que con un buen trozo de gente pasase encubierto a coger por la espalda al enemigo, lo cual hizo éste con mucha habilidad y presteza. Entonces los catalanes, viéndose entre dos fuegos, espantados y confundidos se pusieron en retirada y no pararon hasta Barcelona, en cuyos muros hallaron abrigo. Entraron nuestros soldados en Martorell, de donde éra cabalmente título y señor el marqués de los Vélez, y todo lo llevaron a hierro y fuego, como si se tratase de gente bárbara y extranjera; mas en verdad que los catalanes no quedaban cortos en la venganza. El mencionado Margarit, mezcla de entre capitán y facineroso, que mandaba algunas bandas de ellos, entró por asalto en Constantí, donde estaban los enfermos y heridos del ejército castellano, en número de más de cuatrocientos, y a todos los hizo pedazos en los lechos mismos. Ni por una ni por otra parte ponían de sí los capitanes cuanto debieran para contener tales excesos; y así ellos incitaban cada vez más la ira y hacíase más imposible la paz. Entró el ejército castellano después de asolada Martorell en Molins de Rey, San Feliu, Esplugas y todos los pueblos del contorno, hasta dar vista a Barcelona y sentar los cuarteles en Sans y los demás pueblos de su amenísimo llano.

Desde allí el Marqués, antes de intentar cosa alguna contra la ciudad, envió a ella un parlamentario,a fin de que les intimase de parte del Rey la sumisión, ofreciendo en cambio clemencia. Negáronse los catalanes, gente más obstinada aún en las derrotas que en el triunfo, y de uno y otro lado se dispusieron a emplear las armas. Estaba dentro de Barcelona por Ministro y caudillo principal de los franceses M. Du Plessis, hombre sobremanera astuto y muy empapado en los pensamientos e intenciones de Richelieu. Viendo tan apurados a los catalanes, que teniendo a las puertas tan numeroso ejército no contaban con otra esperanza que la de enterrarse honrosamente en los escombros de sus murallas, comenzó a dar a entender astutamente, primero con ambigüedades, luego al descubierto, que el Rey de Francia, si como aliados les ayudaba en algo, como dueño emplearía en su servicio todas las fuerzas que tenía. Representóles el poder del Rey Cristianísimo, su bondad, su celo; pero más aún que tales encarecimientos, sirviéronle para traer a los catalanes a su arbitrio los argumentos que públicamente se hacían contra el rey Felipe y su Ministro, que sin mirar como propia aquella tierra, la combatían y azotaban con armas tan formidables y rigor tan desusado. No recordaban entonces los catalanes sus propios excesos y culpas; atendían sólo a los rigores de sus contrarios, porque achaque humano es el exigir que de parte del prójimo estén la prudencia y la templanza en los trances violentos.

Y, a la verdad, no les faltaba a los catalanes alguna más razón que suele haber en los que se hallan dominados de la ira, con que se acrecentaba en este caso la saña; porque las torpezas del Conde-Duque y de sus Ministros viles habían excusado todo género de razonable acomodo. Pero de todas suertes fue lamentable y digno de eterna censura el que tanto pudiese en ellos la pasión del momento, que prefiriéndola al interés de la patria común, cediesen a las insinuaciones pérfidas de M. Du Plessis, dándose por entero al Rey de Francia, y admitiéndole por señor y Soberano. Hízose la proclamación solemne en Barcelona, y al punto los franceses comenzaron a intervenir como naturales en las cosas de la defensa. La noticia de este suceso encendió más y más la cólera en el campo castellano; y aunque no faltaron diversos pareceres, por no creer muchos que estuviesen después de los pasados trabajos en disposición de emprender el sitio de Barcelona, se resolvió al fin comenzar los ataques, fijándose todos los ojos en la toma del castillo de Montjuich, como natural principio de la empresa. Esta montaña, que domina a todo Barcelona y a la cual hace la posición esencialísima para su defensa, había estado hasta aquellos tiempos sin fortificación alguna; pero ahora, viendo los cabos catalanes el peligro de que la ocupase el ejército real, levantaron en breves días en lo más eminente un castillo en forma de cuadro, bastante fuerte, y lo artillaron y guarnecieron muy bien con gente escogida de naturales y algunas compañías de veteranos franceses. Probóse con esto que Barcelona no puede estar sin aquel castillo, porque bien los ciudadanos para su defensa, bien los enemigos para la ofensa, necesitan de él forzosamente. Montjuich extiende su falda por una parte hasta el mar y por otra hasta las murallas de Barcelona: la subida es escabrosa y larga, y á la sazón estaba cortada con muchas zanjas, y defendida, sin la fortaleza mayor, con muchas trincheras; de suerte que con esto y con estar tan cerca de la ciudad, toda puesta en armas y asistida de no pocos capitanes y soldados franceses, era de expugnación muy ardua. Pero el ardor de los Vélez no reparó en nada. Todavía el ejército real, aunque muy disminuido por la hambre, por la guerra y las enfermedades, y principalmente por las guarniciones que iba dejando detrás, era numeroso; y aun contándose en él mucha gente bisoña, tenía bastantes soldados viejos para ser temible. Gobernábanlo, bajo las órdenes del marqués de los Vélez y de Carlos Caracciolo, marqués de Torrecuso, su Maestre de campo general, D. Juan de Garay, que acababa de llegar del Rosellón, el duque de San Jorge, hijo de Torrecuso, el marqués Cheli de la Reina, D. Alvaro de Quiñones y otros capitanes, de nota algunos, todos muy antiguos en el ejercicio de las armas; y la artillería, con la desembarcada últimamente del Rosellón, era buena y mucha. Pero había en el corazón de aquel ejército un mal profundo, incurable, y era el poco acuerdo y división de los capitanes, producido principalmente por el mando del marqués de los Vélez.

Como este Marqués ignoraba el arte de la guerra y no sabía, por tanto, proveer en ella lo que convenía; como no podía alegar grandes servicios y menos en las armas, carecía de la autoridad necesaria para el mando, y era incapaz de contener las pretensiones opuestas y exageradas de tantos capitanes orgullosos con los servicios que habían prestado y que no acertaban a igualar con el propio ningún merecimiento. Así acontecía que el de los Vélez,o no daba provisión alguna en las ocasiones más críticas,osi las daba eran olvidadas y contradichas de los capitanes, que ni lo respetaban á él ni se guardaban entre sí respeto alguno; con que no había quien mandase ni quien obedeciese, causa bastante para perderse en las armas. Habíase advertido ya este mal en diversas ocasiones durante aquella corta campana; mas ahora delante de Barcelona fue donde sirvió de ejemplo horrible de lo que la mala elección en el general puede hacer en un ejército, por poderoso que sea.

Llegada la hora prefijada para el ataque de Montjuich, se puso en marcha el ejército real, repartido de esta suerte: dos trozos de mosquetería, cada uno de mil hombres escogidos al mando el uno, del conde de Tyron, irlandés, y el otro al de D. Fernando de Ribera, Maestre de campo, se encaminaron a subir la montaña donde aquella fortaleza está sentada, aquél por el costado derecho, entre la campiña y la eminencia; éste por el costado izquierdo, entre la eminencia y la ciudad: seguía luego por el centro un escuadrón de ocho mil infantes, que se extendió en batalla por el monte, como en reserva de los dos primeros escuadrones y lo restante de la infantería se escuadronó haciendo frente á la ciudad. La artillería y caballería, a los costados en los sitios más a propósito que se hallaron, atendían a evitar la salida de los de la ciudad y la retirada de los de Montjuich, gobernando toda la gente destinada contra éstos Torrecuso, y lo que quedaba contra aquéllos D. Juan de Garay. Mandaba dentro de Montjuich, por los catalanes, M. d’Auvigné, y en la ciudad M. Du Plessis y el diputado militar Tamarit; y Seriñán, con la caballería francesa y catalana, se apostó fuera de las puertas, en un llano entre Montjuich y las murallas, al abrigo de las muchas baterías con que éstas estaban coronadas.

Tal descripción se necesita para comprender el inopinado suceso que allí hubo. Subieron a la eminencia los dos primeros escuadrones de mosquetería destinados al asalto; pero llegaron muy fatigados y con mucha pérdida por haber tenido que ir desalojando de las trincheras de la cuesta a los enemigos. Puestos allí, sin embargo, no había más que dar el asalto, que era éxito seguro; mas al intentarlo se notó el inconcebible olvido de no haber traído escalas ni instrumentos algunos para el caso; entonces envió a pedirlos Torrecusa al marqués Cheli, que dirigía la artillería situada a la falda del monte, y la infantería, en tanto, quedó formada enfrente de las murallas de la fortaleza y expuesta a todo el fuego de las baterías enemigas. Pasaron horas y horas, y las escalas no vinieron, y nuestra infantería aguardó con increíble valor, sin perder terreno, cayendo sin defensa uno tras otro los más valientes de los capitanes y soldados. Había comenzado el ataque a las nueve de la mañana, y a las tres de la tarde continuaba todavía la matanza de los nuestros, hecha a mansalva por los catalanes desde sus muros. Ya s esta hora faltaba el aliento en los pechos más heroicos. Torrecuso, que era el que tenía la mayor culpa del estrago con aquella imprevisión fatal, corría de una en otra parte, desesperado, desatándose en injurias contra Cheli, que le dejaba abandonado sin instrumentos ni escalas, y sin recordar que él era aún más digno de ellas por no haber traído consigo lo que convenía.

Mas en un punto quiso Dios que con el mayor castigo que pudiera recibir, se le ocasionase también la total rota que temía. Estaba a la falda del monte dando frente a la ciudad el duque de San Jorge, su hijo, con la caballería del costado derecho; comenzaron los enemigos a molestarle con escaramuzas de la caballería de Seriñán y alguna infantería que sacaron fuera de las puertas emboscadas; y él, no escuchando más que la voz de su valor, que era muy grande, determinó acometerlos y obligarlos a refugiarse en la ciudad. Consultó su intento con D. Juan de Garay, que mandaba las tropas de toda aquella parte, el cual, como soldado viejo, le mandó que no se moviese de su puesto. Pero este género de órdenes no hacían en aquel ejército efecto alguno: insistió el San Jorge; tomó alguna infantería de la que estaba cercana y desalojó a los enemigos de la emboscada; y luego, como se sintiese allí más molestado de los enemigos del muro, despachando aviso a D. Alvaro de Quiñones, que mandaba la caballería del costado izquierdo para que embistiera al propio tiempo, se arrojó sobre la caballería enemiga debajo de sus mismas baterías. No hizo caso el D. Alvaro del aviso de San Jorge y lo dejó arrancar solo. Fué el ataque de éste tan temerario, que llegó a azotar con su espada los mismos muros; pero allí, rodeados él y los suyos por todas partes, combatidos a un tiempo de la caballería de Seriñán y de la mosquetería de los muros, cayeron los más valientes, desordenáronse los otros, y el duque de San Jorge quedó muerto acribillado de heridas. Era mozo de valor heroico, aunque imprudente, y á ejemplo de su padre, muy leal á la Corona de España.

Con este triunfo cobraron más brío los barceloneses, y haciéndoles señas los de Montjuich de que les enviasen socorro, se determinaron a enviarlo, y lo ejecutaron a punto que ya los españoles que coronaban la cima del monte no podían sostenerse. Entonces los del socorro y defensores hicieron una salida, y aunque pocos en número, como estaban de refresco y hallaron tan desalentados a los nuestros, arrollaron fácilmente á los primeros, y los otros ya sin más espera se dejaron caer en derrota desde la cima a la falda del monte. Fué fatalidad que Torrecuso supiese en aquel momento mismo que Dios le había castigado de su imprevisión con la muerte del hijo, y en lugar de dictar alguna disposición o concierto, se entregó a los mayores extremos de desesperación, sin cuidar de su vida ni de la de los otros. En tanto los catalanes bajaban del monte degollando y sembrando de cadáveres el suelo, sin hallar en ninguna parte resistencia, trayendo a los nuestros en total dispersión. Debióse a D. Juan de Garay que todo el ejército no se perdiese aquel día. Con sin par destreza, recogió á los fugitivos, reanimó á las tropas que no habían entrado en combate y dispuso la retirada a Tarragona, sin que el marqués de los Vélez, que ignoraba casi todos los accidentes de la batalla, supiese otra cosa en aquel trance que llorar su desdicha, enviando en el instante a Madrid la dimisión de su empleo. Tal fué la jornada de Montjuich, que nos costó dos mil soldados de los mejores que á la sazón hubiese en nuestras banderas.

Con la noticia de este suceso y la obediencia prestada en Barcelona al Rey de Francia, se determinó Richelieu a enviar considerables fuerzas a Cataluña, viendo que aquél era entonces el punto más vulnerable de España. Nombró por general del ejército a M. de la Motte Hodancourt, y envió tropas, que formaron con algunas catalanas un ejército de nueve mil infantes y dos mil quinientos caballos, el cual se puso en marcha para Tarragona, donde los nuestros estaban retirados, al propio tiempo que el Arzobispo de Burdeos con una armada cerraba la boca de aquel puerto. Ascendía la gente nuestra a poco más de catorce mil hombres, restos de veintitrés mil con que se comenzó la campaña, y había venido a mandarlos después de la dimisión y salida del marqués de los Vélez, Federico Colona, condestable de Nápoles y príncipe de Buttera, que se hallaba de Virrey en Valencia, reemplazándole allí el marqués de Leganés, que acababa de llegar de Italia. Quedaron bajo las órdenes del de Buttera el marqués de Torrecuso y D. Alvaro de Quiñones, porque D. Juan de Garay, a quien tanto se debió en la retirada de Montjuich, había ido ya a servir bajo la conducta del conde de Monterrey en el ejército formado en las fronteras de Portugal.

Era el nuevo General no mucho más hábil que el marqués de los Vélez y algo más indócil; de suerte que no quería escuchar consejo alguno de los que sabían más que él en materia de armas; así acabó de traer al último extremo al ejército; porque dado que en los primeros impulsos de la retirada fuera conveniente meterse en Tarragona, debió luego salir de ella el ejército, dejándola bien guarnecida y provista: donde no había de verse forzosamente lo que sucedió, y fue que, levantado en armas todo el país, fortificados todos los pasos y las plazas entre Tarragona y las fronteras de Aragón y Valencia con un ejército al frente y una escuadra en el mar, había de quedar el ejército encerrado y reducido á la última extremidad de la miseria y el hambre. Pronto se hicieron sentir tales efectos. Los enemigos, después de algunos choques parciales sin consecuencia, se apoderaron de Reus, de Constanti, de Salou y los demás lugares del campo de Tarragona, y acampados a media legua de la plaza, la apretaron, de suerte que de un día a otro se esperaba ya la rendición del ejército. Para colmo de desgracias, la poca autoridad y destreza del General no tardó en engendrar las naturales discordias de los nuestros; y por otra parte, entrando las enfermedades en la plaza, postraron al mayor número de los capitanes, y entre otros al mismo príncipe de Buttera. Sólo Torrecuso conservó alientos para el mando, y acaso si él hubiera sido General no habrían venido á tal punto las cosas, porque era, á pesar de sus yerros, el más diestro de los capitanes que tuviésemos en aquel ejército. Dió orden el Conde-Duque al de Villafranca para que acudiese con su armada, que estaba en Valencia, al socorro. Dudó y temió mucho éste por hallarse con pocas fuerzas; pero al fin se determinó a intentarlo, y entrando valerosamente en el puerto de Tarragona con cuarenta galeras y algunos buques menores, a pesar de la escuadra del Arzobispo, metió algunos víveres. Mas éstos fueron destruidos en parte por el fuego de los franceses, y en parte consumidos por la gente de la armada, que separada sin pensar del resto cuando se retiraba, tuvo que recogerse al puerto; de modo que al poco tiempo se encóntró el ejército en los mismos apuros que antes. Entonces la Corte determinó hacer un esfuerzo supremo para enseñorearse del mar, mientras que por tierra se esforzaba también en juntar ejércitos que bastasen a ahuyentar a los enemigos.

Reunióse una armada poderosísima, compuesta de casi todos los bajeles armados que llevaban entonces nuestras banderas. Vinieron los bajeles de Dunquerque, gobernados por el almirante Francisco Feijóo, los napolitanos del duque de Nájera, los bergantines y galeras mallorquínas de aquel famoso D. Pedro Santa Cilia, las napolitanas de D. Melchor de Borja, las genovesas de Juanetin Doria y algunas toscanas, y juntándose con la armada del de Villafranca y Fernandina, compusieron entre todos treinta y un navios, veintinueve galeras, catorce bergantines y otros cincuenta buques menores. Constaba la armada francesa de treinta navios, diez y nueve galeras y muchos bergantines y buques menores; pero no osando esperar a la nuestra, entró el socorro sin obstáculo; bien que fué muy sentido en Madrid el que no se la obligase a entrar en combate. El ejército cuando llegó el socorro se hallaba ya muy disminuido, y casi acabado por las enfermedades y el hambre, con muerte de muchos capitanes. Entre ellos murió a los pocos días el mismo general D. Fadrique de Colona, príncipe de Buttera, a quien no le dió la suerte ni una sola ocasión en que justificase la torpe elección que de él hizo el Conde-Duque. Sucedióle interinamente el marqués de Hinojosa, mientras se nombraba otro que lo reemplazara.

Entonces Richelieu, para conquistar el Rosellón, envió allá un ejército al mando de Condé, que se apoderó de Elna, mal defendida por los soldados walones que la guarnecían. Y más cuidadoso de ganar aquella provincia, que sabía que podría conservar, que no a Cataluña, cuya pérdida tenía al fin por inevitable, metió en ella nuevas tropas y generales, ordenando también que de los ejércitos de Cataluña una parte se acercase al Pirineo para dar calor a la meditada conquista, y otra se quedase en observación de Tarragona y la frontera de Aragón. Había ido a mandar las armas en Rosellón por nuestra parte el marqués de Mortara, D. Juan Orozco Manrique de Lara, soldado de glorioso nombre desde la victoria de Fuenterrabía; y aunque entresacando guarniciones de las plazas había logrado formar un pequeño ejército, se hallaba sin fuerza para contrarrestar al enemigo. Dió orden nuestra Corte al marqués de Torrecuso para que de los soldados de las galeras formase tercios, y con ellos y alguna gente de la que estaba en Tarragona, con pocos caballos, se embarcase en la armada y fuese a prestar socorro al de Mortara. Con esta orden desembarcó Torrecuso en Rosas; pasó el Tech, con el agua hasta el cuello; caminó sin descanso, cargados los soldados con las municiones y víveres á la espalda y ahuyentó a los trozos de gente enemiga que le salieron al paso.

El mariscal de Brezé, nombrado a la sazón lugarteniente de Cataluña por el Rey de Francia, y los cabos catalanes, noticiosos de su intento, estaban ya fortificados en el paso de Argeles con seis mil infantes y mil doscientos caballos, alargando sus trincheras hasta el mar para detenerlo. Sorprendió Torrecuso durante la noche las centinelas enemigas, entró en uno de sus cuarteles y lo desbarató; de manera que halló, libre el paso, como quería, y habiendo avisado su llegada al de Mortara, que estaba en Perpiñán, vino éste á juntársele con su gente. Aún el mariscal de Brezé quiso impedir esta reunión, y en el momento de verificarse atacó á Mortara furiosamente y logró desordenarlo un tanto; pero no pudo impedir que Torrecuso con su ejército viniese á incorporarse con él, reuniendo entre ambos siete mil infantes y seiscientos caballos. Entonces se empeñó una recia batalla: la caballería de los enemigos era doble que la nuestra, y la infantería, con la que acudió de los contornos al oir el fuego, era igual; pero Torrecuso y Mortara hicieron de modo que los enemigos fueron obligados á retirarse, dejándoles dueños del campo. Honrada acción, que recordó al mundo cuanto podía esperarse aún de los ejércitos españoles bien dirigidos. Fueron bastante provechosas las resultas. Rindióse luego Argeles y muchos lugares del Rosellón, y entre otros el de Santa María, que era muy importante, cayó en poder de los nuestros; metiéronse en Perpiñán provisiones de boca y guerra para un largo sitio y se reforzó la guarnición de Coliure. Hecho esto, como si no hubiera más peligro que temer, en obediencia sin duda de las órdenes de la Corte, se embarcó Torrecuso con una parte del ejército que había llevado y se vino a Tarragona; y de allí a Madrid, cuando era más necesario en Cataluña. Quedó gobernando las armas en Perpiñán el marqués de Flores Dávila; en Coliure o Colibre, el marqués de Mortara, y en Salsas, D. Benito de Quiroga, todos con buenas guarniciones, pero sin ejército bastante para correr el campo. Por lo mismo, no tardaron los franceses en recobrar á Santa María y amenazar de nuevo toda la provincia. Entretanto se formaba a toda prisa en Aragón un ejército que fuese a reforzar las reliquias de los Vélez, aún acuarteladas en Tarragona. Eligióse para el mando al marqués de Pobar, hijo primogénito del difunto duque de Cardona, joven sin ningún conocimiento en las armas, ni experiencia en el mando, que no tenía otros méritos que los de su familia y los de su lealtad, verdaderamente acrisolada, con cuyo nombramiento desacertadísimo se prepararon desde luego nuevos desastres. Fuese formando el nuevo ejército con las tropas que había de antemano reunidas en aquella frontera, principalmente extranjeras, y algunas nuevamente levantadas en el reino, que acudieron de varias partes.

A la verdad, el proyecto de formar un ejército en Aragón que sirviese de reserva al que mandó el marqués de los Vélez y divirtiese por aquella parte al enemigo, no era nuevo. No bien el de los Vélez cambió su nombre de Virrey de Aragón por el de Virrey de Cataluña, y vino a sucederle en aquel puesto el duque de Nochera, gran señor napolitano, comenzó éste a juntar soldados, amagando á los pueblos fronterizos de Cataluña; pero de una parte su humor extraño, y de otra la insubordinación de los capitanes que tenía á sus órdenes, le impidieron salir formalmente á campaña y hacer la división que estaba determinada. Fué esta la causa principal de que á poco se le separase del mando y se le encerrase en una fortaleza, donde murió, sucediéndole el marqués de Tavara en el mando, y en el ínterin fueron los enemigos quienes intentaron por aquella parte divertir la atención de los nuestros. M. de San Pol gobernaba en Lérida: reunió un grueso de ca­talanes y cayó sobre Tamarit de Litera, villa situada enja ribera del Cinca, donde se alojaban algunos tercios navarros destinados ya al proyectado ejército. Sorprendióla; degolló alguna gente; hizo bastantes prisioneros y se volvió sin que la gente que salió de Fraga en su persecución pudiera alcanzarle. Tomaron también los catalanes la villa de Orta, que estaba fortificada, sin que los nuestros pudiesen socorrerla. Hubo reposo en aquella frontera mientras duró el bloqueo de Tarragona; pero forzado La Motte a levantarlo y falto de dinero para pagar sus tropas, se acercó de nuevo a Tamarit de Litera, y entrando en ella como amigo, la saqueó luego horriblemente.

Algo pudiera remediar de este daño D. Francisco de Toralto y Aragón, luego Marqués de este título, que mandaba un trozo de cerca de cinco mil hombres en la ribera del Cinca; pero no quiso, para castigar a los de Litera de haber recibido como amigos á los franceses. Lo que hizo para vengar el insulto fué enviar uno de sus capitanes a que tomase la villa de Almenara, donde tenían guarnición los enemigos; mas no pudo conseguirlo, aunque lo intentó por dos veces. Tan tibiamente corrían las cosas cuando el D. Pedro de Aragón, marqués de Pobar, vino a Aragón á formar el ejército destinado al socorro de Tarragona. Costóle mucho trabajo ordenarlo, y al fin, apretándole la Corte para que marchase, con seis mil infantes y mil doscientos caballos que tenía reunidos, pasó los confines de Aragón y entró en Cataluña.

Dejamos mandando por muerte del de Buttera las tropas de Tarragona al marqués de la Hinojosa, más conocido por este título, que tenía de su esposa, que por el conde de Aguilar y Sr. de Cameros, que era el propio, capitán no vulgar, aunque un tanto corrompido por la vanidad y la envidia, pasiones viles de la época. A pesar del mal estado de sus tropas, no bien se alzó el bloqueo, mientras los generales enemigos se encaminaban al Rosellón y á la frontera aragonesa, sa­lió de Tarragona, tomó á Reus y la Selva, rindió en Alcover un tercio de catalanes, apoderándose de la villa, y se enseñoreó de casi todos los lugares de aquel campo. Alentado con estas ventajas se acercó al Vendrell, donde tenían sus almacenes los catalanes, y embistiendo la villa por dos partes, después de cuatro horas de combate la entró sin mucha pérdida. Ganó en seguida a Vallmol; y estando para emprender nuevas conquistas fue acometido sobre la ermita de Villalonga por el general francés La Motte-Hadancourt, que acudió al opósito de sus empresas, y venía observándole y espiando la ocasión favorable de acometerle. Hubo un combate sangriento, porque los franceses eran doblados en número que los nuestros; pero al fin fueron rotos con mucha gloria de nuestra parte y pérdida de cuatrocientos hombres en los enemigos. Después de esta victoria se rindieron algunos castillos, nidos funestos de almogávares.

Ya en esto el marqués de Pobar con su ejército había pasado el Segre por el lugar de Escarpe, apoderándose de la villa, y encaminándose a Sarroca, rindió el lugar y no el castillo, por carecer de artillería. Con esto y haber tomado el de Aguilar e Hinojosa el castillo de Constantí y el Coll de la Alforja, pasando en aquél a cuchillo a toda la guarnición por no querer darse á partido, y dando éste a las llamas por la obstinación de sus moradores, se pusieron en comunicación los dos ejércitos. Mas, juntos los generales, no tardaron en suscitarse entre ellos grandes contiendas, principalmente sobre la materia de mando, no queriendo ni uno ni otro reconocer superior. Careciendo de órdenes suficientes para resolver el caso, hubo que consultar a Madrid, cuando todo debió estar provisto de antemano, y mientras venía la contestación se desaprovecharon las ocasiones de lograr algunas ventajas con aquellos ejércitos, que reunidos y reforzados con la gente que trajo de Rosellón Torrecuso, formaban un grueso considerable. Llegó la resolución de Madrid, y fué tal, que más descompuso que acomodó á los generales; nueva dificultad para las operaciones, viniendo la mayor parte de la culpa del de Hinojosa, pues el marqués de Pobar á todo se prestaba dócilmente. No hubo más medio que sacar de Cataluña a uno de los dos generales, y cierto que no pudo ser peor el modo y la ocasión que se eligió para ello.

Habían los franceses invadido el Rosellón de nuevo, como arriba indicamos, con más fuerzas que nunca, no bien se retiró Torrecuso. Era tan fácil de prever esto, que no se comprende cómo nuestra Corte pudo ordenar la retirada; pero aún es menos fácil de comprender el modo con que ahora acudió al remedio. Ordenóse al marqués de Pobar que recogiendo hasta dos mil corazas y mil dragones, se encaminase desde Tarragona al Rosellón. La distancia entre estos parajes llega a cincuenta leguas de tierra, todo a la sazón poblado de castillos y pueblos fortificados, con muchas plazas fuertes é innumerables cuadrillas de almogávares y miqueletes, sin contar el ejército enemigo del mando de La Motte-Hodancourt, situado en Montblanch en acecho de las operaciones de los nuestros. Desde luego todos los capitanes experimentados dieron la empresa por imposible, y el marqués de Pobar envió a la Corte para que lo representase a D. Martín de Mójica, su Maestre de campo general, proponiendo que se embarcaría en Tarragona y haría el socorro por mar, como lo hizo Torrecuso; fácil intento, por andar señoras de él nuestras armadas. Mas no se dió oídos en la Corte al enviado del de Pobar y fuéle preciso á éste ejecutar el mandato. Púsose en marcha con su caballería, que era el mayor número de corazas, y como tal, doblemente pesada e impropia para hacer tan difícil marcha por tierra de enemigos. Debía el marqués de Hinojosa proteger el movimiento del de Pobar, amagando hacia el Coll de Cabra a los franceses, para que viniendo sobre él dejasen al otro libre el paso; mas no quiso ó no supo ejecutarlo, ó lo que es muy probable, no logró que los capitanes enemigos, prácticos en la guerra, se separasen de su principal intento. El hecho fué que éstos ocuparon todos los pasos. La Motte-Hodancourt, desde Montblanch, comenzó a picarle la retaguardia. Se levantaron los somatenes en toda la comarca, y los caudillos más osados y prácticos de los almogávares ocuparon con sus gavillas los caminos por donde forzosamente tenía que pasar el ejército. Así, desde el primer día de su marcha nuestros soldados no descansaron un momento, siempre hostigados y perseguidos, y lo que es peor, sin víveres, ni agua, ni forraje. Todo estaba seco, todo exhausto, todo desierto a su paso, y sólo los alaridos de los almogávares venían a recordarles espantosamente que iban caminando por lugares habitados. Dejábanles pasar, sin embargo, tranquilamente sin emplear las armas; pero no era sino con intento de traerlos más adentro, cerrándoles la retirada.

Llegaron de esta suerte por el Coll de Balaguef hasta Villafranca del Panadés y Esparraguera, pasando tres leguas distante de Barcelona. Allí ya supieron que el enemigo venía sobre ellos por todas partes; que los pasos estaban completamente cerrados y que era imposible de todo punto seguir adelante; y habido consejo de los capitanes, convencido el de Pobar de que había hecho todo lo humanamente posible por obedecer á la Corte y que era delirio pensar en ejecutarlo, ordenó la retirada. Fué ya a deshora. La Motte-Hodancourt se echó con todas sus fuerzas sobre la retaguardia, que gobernaban Frey Vicencio Gamarra y D. Antonio Pellicer. Eran los nuestros quinientos caballos; los contrarios ochocientos y además quinientos mosqueteros catalanes: rompieron los caballos españoles á estos mosqueteros; pero embestidos luego por la caballería enemiga tan superior, sucumbieron, no sin pelear va- lerosísimamente, quedando prisioneros los capitanes y muchos soldados. En seguida, no queriendo aún aventurar el francés un combate general, se puso á seguir á los nuestros sin perderles ya de vista un instante.

Apresuraban el paso los españoles; pero más aún lo apresuraban los enemigos, y principalmente los del país, como más prácticos y más hechos á la fatiga. No había infantería con que ir apartando los almogaváres de los caminos, porque los dragones, desmontados, no bastaban para semejante servicio; los caballos, faltos de forraje y sedientos, caían aquí y allá muertos o rendidos, y los jinetes, no más afortunados, apenas podían llevar sobre sí el peso de las armas. Hogueras encendidas por los catalanes en lo alto de los montes iban avisando al país que se pusiese en armas, ocultando los víveres y las provisiones;, y en tanto los franceses no dejaban de distinguirse al lejos un solo punto, amagando la batalla. Al fin, un día que nuestros infelices soldados habían corrido veinte horas seguidas sin comer ellos ni los caballos, vagando de acá para allá, y hallándose al fin en el punto de donde sa­lieron, que era el lugar de Granata, media legua de Villafranca, engañados por sus guías y sin acertar con el camino, hallando algunas provisiones, hicieron alto un momento para cobrar fuerzas y seguir la marcha. Mas no le dieron tiempo los contrarios: en el mismo punto cayeron sobre ellos franceses y almogávares en muchedumbre, y hallándoles desmontados á los más y á todos desfallecidos, sin cruzar la espada ni hallar la menor resistencia, hicieron á generales y soldados prisioneros, sin escapar alguno.

Causó tal desastre en Madrid horrendo espanto; culpábase al General, pero no era sino el Conde-Duque quien tenía la culpa de todo, por la elección que en él hizo y más aún por su absurdo mandato. Era el D. Pedro de Aragón, marqués de Pobar, poco capitán, como tan inexperto en tal ejercicio; pero nunca des­mintió en sus intenciones lo honrado de su cuna, y parece aún respetable en su desdicha. Malogrado con este suceso el socorro del Rosellón, no tardaron en venir de allí mayores desastres, perdiéndose para siempre toda la provincia. Un ejército francés, compuesto de más de veinticinco mil hombres, mandado por los Mariscales de Schomberg y de la Meilleraí, sitió sucesivamente a Colliure, a Perpiñán y Salsas, que eran las plazas que defendían la provincia, viniendo el mismo cardenal Richelieu con el rey Luis á los campamentos para dar mayor estímulo a los soldados. Colliure, donde estaba el de Mortara, se defendió valerosamente. La guarnición peleó varias veces con los franceses fuera de los muros, y en una de ellas entró uno de los cuarteles, y tomó y clavó seis piezas de artillería, haciendo gran destrozo en los enemigos. Logró éste al fin ocupar la plaza; pero el castillo, que era lo principal, quedó por los nuestros, hasta que luego, falto de agua a causa de haber destruido las bombas la cisterna, se rindió bajo honrosas condiciones, saliendo el marqués de Mortara con sus soldados para Fuenterrabía.

Perpiñán tuvo también que rendirse al cabo de tres meses de trinchera abierta y más de estrecho bloqueo, por falta de bastimentos, no sin consumir antes la guarnición todos los animales que se hallaron en la plaza, el pergamino, la lana y hasta algunos cadáveres, quedando reducida de tres mil hombres de que contaba á solos quinientos. Portóse como quien era el marqués de Flores Dávila, que allí mandaba, y bajo su mando, D. Antonio Caballero de Illescas comenzó á acreditarse de capitán esforzado. Perdióse con la plaza el mejor arsenal que entonces hubiera en España, tan falta de pertrechos y armas, pasando de veinte mil las de fuego que allí se contaban. Poco después entregó a Salsas sin mucha espera su gobernador D. Benito de Quiroga, pretextando falta de recursos. Tras esto se dieron todas las demás villas y lugares, y el Rosellón quedó hecho provincia francesa. Mientras esto pasaba del lado allá del Pirineo, fueron muy varios del lado acá los accidentes de la guerra, y si no tan desdihados, no tampoco muy favorables. Peleóse heroicamente en Tortosa, porque habiendo intentado apoderarse de esta plaza importantísima el mariscal de La Motte-Hodancourt, después de la destrucción del ejército del marqués de Pobar, fue derrotado, en tres asaltos consecutivos que dió, por su gobernador Bartolomé de Medina, asistiendo hasta las mujeres á las murallas: tanto era por España el amor de los moradores. Buen desengaño llevó también el francés en la villa de Tamarit de Litera; pues escarmentados los moradores con el saqueo horrible que ejecutó en ellos cuando como amigo lo recibieron en la villa, defendieron esta vez la entrada con tal esfuerzo, que no la logró sino a costa de muchas vidas, y aun así no pudo rendir á algunos de ellos que se encerraron en la torre: en cambio se apoderó de Monzón, defendida por D. Martín de Azlor, por falta de víveres, amenazando las provincias aragonesas.

Al propio tiempo D. Vicente de Aragón, enviado a la Conca de Tremp para promover algún favorable levantamiento entre los vasallos de su casa, tuvo que retirarse sin fruto alguno. Mil caballos franceses llegaron hasta dar vista a Vinaroz y llenaron de terror toda la comarca hasta Valencia; y el mismo La Motte-Ho- dancourt hizo una correría por el condado de Ribagorza con casi todo su ejército, aunque fué resistido de tal manera por los paisanos aragoneses, que tuvo que tornarse sin botín y con pérdida. También los navios españoles de la escuadra de Dunquerque, que al mando del Almirante Feijóo estaban en las costas de Vinaroz desde que se deshizo la gran armada que hubo el año antes, pelearon con un trozo de armada francesa, y echaron á pique algunos buques y maltrataron otros después de diez horas de combate; pero acudiendo el resto de los bajeles enemigos, que eran muchos, tuvieron los nuestros que recogerse al puerto, y quedaron dueños del mar los franceses. Por tierra no había otro ejército que oponerles sino el del marqués de la Hinojosa, encerrado de nuevo en Tarragona y su campo: y aunque no dejaba su General de molestar a los enemigos con frecuentes algaradas y escaramuzas, todavía eran éstas insuficientes para traer alguna ventaja importante. En una de tales algaradas destrozaron los nuestros mil quinientos franceses y catalanes, degollando mucha parte, haciendo muchos prisioneros y tomando una gruesa cantidad de dinero que iban escoltando. Descubrióse por aquellos días en Tarragona una conspiración urdida por los frailes carmelitas descalzos para entregar la plaza al enemigo, los cuales se defendieron hasta morir los más en sus celdas cuando se les quiso prender. Pero ya en esto los franceses y catalanes, triunfantes en el Rosellón y en Cataluña, amenazaban por toda la frontera penetrar en el corazón de la Monarquía.

Clamaban los leales aragoneses, clamaban los valencianos, clamaba el mismo pueblo de Madrid porque ei Rey saliese al opósito de los enemigos; sabíase que sólo alrededor de su persona podían ya juntarse ejércitos tan numerosos como se necesitaban; sabíase que sólo su presencia era capaz de infundir respeto en los rebeldes y de alentar á los leales; teníanse, en fin, las mayores esperanzas en aquella jornada, pedida, solicitada por todos desde el primer grito de rebelión qué hubo en Cataluña, y ahora por la Reina misma y los principales señores de la Corte. Sólo el Conde-Duque se oponía a ella, temiendo que viendo de cerca las cosas sospechase el Rey su ineptitud para el mando, y que con el trato de los generales y las libertades que ofrece la campaña, tomase afición á otras personas que él,odespertase de su ceguedad y letargo. Pero no pudiendo resistir al clamor de tantos, dispuso en fin la jornada; que para ser como el Conde-Duque hizo que fuera, más valía que no se hubiese ejecutado.

Convocóse de nuevo a todos los caballeros, hijosdalgos y nobles de España para que saliesen con el Rey al ejército, ordenando que los hijosdalgos llamados de privilegio que no asistiesen lo perdieran por su vida, que los dichos de sangre no pudiesen gozar en ningún lugar del reino oficio de tales ni tener hábitos en las órdenes, y que en los libros de cabildo y Ayuntamiento se apuntasen los nombres de los que habían cumplido con su obligación y de los que habían faltado a ella para que en todo tiempo constase. Mandóse al propio tiempo que no se diese licencia a los soldados, que se castigase severamente aos que huyesen de sus compañías para sentar plaza de nuevo, y que se registrasen todas las armas ofensivas y defensivas que poseyesen los moradores, así naturales como extranjeros, so grandes penas, sin duda con el fin de tomarlas para los ejércitos si hiciesen falta. Por último, se hicieron tales levas y enganches y requisas, que en Madrid, particularmente, no hubo en muchos días quien desempeñase ciertos oficios, ni quedó caballo en coche ó caballeriza.

Todo era menester y ojalá que con más rigor se hubiese celado el cumplimiento de las órdenes. Pero faltaba dinero para todo, y el Rey tuvo que rogar á los Grandes que hiciese cada uno un donativo para los gastos, según el patriotismo y riqueza de cada cual, por cuyo medio se juntó algún tesoro. Señalóse entre todos los Grandes el almirante de Castilla, Enríquez de Cabrera, el mismo que ganó la victoria de Fuenterrabía, olvidado del Conde-Duque por sus grandes merecimientos, el cual rogó al Rey que le diese permiso para enajenar su mayorazgo y destinar todo el producto al servicio de la patria. No se le dió; de suerte que no pasó de generoso el ofrecimiento del Almirante, que con esto añadió un título más á los muchos de patriotismo y de gloria que ya llevaba sobre su persona y nombre. Luego el Rey, con el dinero y gente reunidos, comenzó su jornada: salió de Madrid, llegó á Aranjuez, y no sin detenerse algunos días en aquellas delicias, pasó a Cuenca, donde también gastó mucho tiem­po en placeres y festejos con que el Conde-Duque procuraba todavía deslumbrarle. Por fin, después de detenerse aún bastante en Molina de Aragón, llegó a Zaragoza. Al propio tiempo, aunque muchos títulos y Grandes,otibios patricios, o sobrado airados contra el Conde-Duque, dejaron de concurrir á la jornada, con sus gentes se formó en el Ebro el nuevo ejército de hasta diez y ocho mil infantes y seis mil caballos, número grande después de tantos desastres, con veintidós piezas de artillería sacadas del castillo de la Aljafería, donde estaban para tener en respeto á la ciudad desde el tiempo de Felipe II, y algunas otras que quedaban en los tercios.

Llamóse para que mandase todas estas fuerzas al marqués de Leganés, que estaba de gobernador en Valencia; porque aunque muchos, recordando sus campañas de Italia, murmuraban que no convenía, amábale el Conde-Duque sobremanera, y esa era entonces razón que se prefería á todo. Por Maestre de campo general de aquel ejército fué Torrecuso, que era acaso más capaz que el de Leganés para mandarlo. Hubo esperanzas de que podría hacerse una campaña ventajosa. A la par que el ejército, habíase equipado en Cádiz una armada compuesta de treinta y tres navios de guerra, seis de fuego y cuarenta buques menores con nueve mil hombres de tripulación, la cual, reuniéndose con las galeras y los navios de Dunquerque y Nápoles, que eran veinte, se presentó poderosísima en las costas de Cataluña a echar de ellas a los franceses y dar calor a las operaciones de tierra, mandada por el duque de Ciudad Real, separado ya del mando el duque de Fernandina, y aun alejado de la corte y preso el genovés Juanetin Doria por los enemigos á causa de haber naufragado en sus costas: de esta suerte, tanto por mar como por tierra nos hallamos iguales o mayores en poder a los catalanes y franceses coaligados. Pero no quiso Dios, o no permitieron las más veces los desaciertos del Conde-Duque que las imaginadas esperanzas se realizasen. El Rey no pasó de Zaragoza, preso casi en sus aposentos por el Conde-Duque, y no se mostró una vez siquiera al ejército, con vergüenza de la Corona y mengua de la persona del Rey, públicamente motejado de cobarde. Allí se entretenía Felipe en ver jugar a la pelota y en pasear en el río, mientras por mar y por’tierra se jugaba á los trances inciertos de la guerra la suerte de la Monarquía.

Algo mejor se conducía que él la reina Isabel, que durante su ausencia había quedado de gobernadora en Madrid. Recorría los cuarteles; animaba a los soldados que iban a salir de campaña; vigilaba y apresuraba la organización de los tercios y compañías que se hacían en Madrid para el refuerzo de Cataluña, y buscaba dinero a toda costa. Entonces fué cuando D. Manuel Cortizos de Villasante, rico negociante de Madrid, á quien la Reina fué en persona a pedirle dinero sobre sus joyas, se negó hidalgamente a recibirlas, y sin alguna garantía la entregó hasta ochocientos mil escudos para que los enviase al ejército, que era entregarlos para no obtener más el cobro; acción loable y que honró tanto al vasallo como a la Reina.

Era el intento partir en dos trozos el ejército de Cataluña, el uno compuesto de las tropas que defendieron a Colliure, traídas por Mortara, y otras al mando de Torrecuso; y el otro trozo al del Capitán general marqués de Leganés, el cual debía bloquear a Lérida, mientras aquéllos iban al socorro del Rosellón. Pero sabida la rendición de Perpiñán y Salsas y la pérdida de toda la provincia, se puso toda la atención en Lérida. Salió el de Leganés propuesto á sitiarla con el ejército entero: ganó el lugar de Aytona; pasó el Segre y fue a sentar su campo delante de Lérida en el llano dicho de las Horcas. Halló ya al mariscal de La Motte al amparo de los muros con hasta dos mil infantes y tres mil caballos franceses y catalanes, fortificado en unas alturas que caen poco distantes de la ciudad. No era posible emprender el sitio sin desalojarlo, y por lo mismo no se dilató el ataque, mas fué con poca fortuna.

Pecaba el de Leganés de soberbio, y con su experiencia de la guerra despreciaba todo otro consejo y opinión que no fuese la suya, y más que teniendo tan por amigo al Conde-Duque, no reparaba en respeto alguno; por lo cual se condujo de tal suerte con Torrecuso, que al fin tuvo éste que abandonarle, viniéndose a Zaragoza con el Rey. Solía decir que renunciaría a la conquista de Francia si hubiera de hacerla por los consejos de un italiano. Con esto, mandaba solo el Marqués cuando se empeñó la batalla. Comenzóla Don Rodrigo de Herrera, Comisario general de la caballería, apoderándose con trescientos jinetes de una de las colinas y de una batería puesta en ella por los contrarios; pero acudiendo al refuerzo de éstos nuevas tropas, no tardaron en rechazar a los españoles. Entonces se hizo el combate general en toda la línea del enemigo, atacada vigorosamente por los nuestros, desde las diez de la mañana hasta bien anochecido, pero sin fruto alguno. Los franceses, como inferiores en número, no osaron tomar la ofensiva, y los españoles no supieron aprovecharse de sus fuerzas. Cometiéronse grandes desaciertos: ninguno supo á quién mandar ni á quién obedecer; todo era confusión, todo dar y deshacer órdenes; así se pasaron las horas, perdimos quinientos hombres muertos y muchos heridos, y llegada la noche se ordenó la retirada. No puede decirse que padeciéramos una derrota, porque tomamos tres cañones al enemigo, que no pudo quitárnoslos, ni osó luego perseguirnos, y porque el enemigo estaba fortificado y en lugar eminente; pero siempre fué desventaja notable el haber de renunciar al propósito de tomar a Lérida. Ni fué esto lo peor; sino que el ejécito, metido de nuevo en sus cuarteles, se fué lentamente disipando; de suerte que al comenzar la siguiente campaña, de aquellos veinticuatro mil hombres apenas cinco mil quedaron en armas.

Acusóse también por ello al de Leganés, diciendo unos que no sabía mantener en los soldados la disciplina, y otros, menos piadosos aún, que los afligía con hambre continua, a fin de saciar a su costa la codicia desordenada que en él se había despertado. Pasión indigna de su valor, que sin duda lo tenía Leganés. También fué reprensible la vanidad con que se dió por vencedor de la batalla de Lérida, logrando engañar al principio al Rey; pero no tardó en venir el desengaño; y reunidas todas sus culpas, a pesar del parentesco y amistad del Conde-Duque, fué separado del mando y confinado a Ocaña, donde comenzó a formársele proceso por su conducta. Enseguida, avergonzado del espectáculo que estaba allí ofreciendo, se volvió el Rey a Madrid. Y entretanto la escuadra española, al mando del duque de Ciudad Real, queriendo ir al socorro del Rosellón, había pasado por delante de Barcelona, donde estaba M. de Brezé con la francesa, compuesta de cincuenta y nueve bajeles y veinte galeras, por habérsele incorporado la que mandó el Arzobispo de Burdeos, igual en poder a la nuestra. Salió Brezé del puerto, formó sus bajeles en línea y se em­peñó un combate que duró todo el día, sin que la victoria se decidiese por alguna de las partes: al día siguiente volvieron á encontrarse también sin ventaja, quemándose y perdiéndose algunos bajeles, y quedando tan maltratadas ambas, que ni los españoles pudieron llegar al Rosellón, volviéndose á las Baleares, ni pudieron los franceses en mucho tiempo salir de Barcelona. Después de esta batalla, ni por mar ni por tierra volvió á emprenderse nada en mucho tiempo.

El conde de Monterrey, con D. Juan de Garay por Maestre de campo general, acabó de reunir en tanto su ejército en la frontera portuguesa. Pero como ni el estruendo de las armas pudiera hacerle olvidar sus comedias y lascivias, las operaciones de aquel General fueron muy lentas. Envió partidas ó escuadrones que hiciesen correrías desde Mérida y Badajoz, donde tenía acuarteladas sus tropas, a Olivenza y Elvas, haciendo algunos daños, sin que los enemigos, faltos al principio de toda ordenanza y disciplina, osasen opo­nerse á campo raso. Mas su principal ocupación fué mover tratos en las plazas para que las entregasen los moradores. Adelantólos en Olivenza, y aún se creyó que llegaría á rendirse la plaza, para lo cual fué a presentarse delante de sus muros D. Juan de Garay con un buen trozo de gente; pero llegando más tarde de lo convenido, descubrióse en tanto la trama y se frustró. Entonces el de Monterrey en venganza hizo quemar y talar todos aquellos confines y campañas, robándolo y abrasándolo todo, y los portugueses en cambio entraron en Galicia en número de más de seis mil hombres para arrasar el país. Salió a ellos D. Benito de Abraldes con poca gente, los detuvo y dió tiempo á que, llegando tropas de refuerzo, los pusiesen en fuga, persiguiéndolos hasta muy adentro de sus tierras. Intentó de nuevo el conde de Monterrey tomar á Olivenza de rebato, encomendándose la facción á D. José de Pulgar, hombre poco afortunado, el cual llegó de noche delante, de los muros, y errando el petardo con que pensaba forzar la puerta, fué sentido y derrotado con pérdida de doscientos hombres.

No se tardó en acometer de nuevo a Olivenza, pero no con más fortuna, y en el ínterin los portugueses rindieron y saquearon a Valverde, valentísimamente defendida por D. Juan de Tarrasa, y entrando más .adentro en la sierra, se apoderaron del lugar de Seijas con su castillo, bastante bien guarnecido. Hubo también no lejos de Olivenza un choque entre D. Juan de Garay y Antonio Gallo, portugués, en el cual uno y otro se atribuyeron jactaciosamente la victoria, y el Prior de Navarra, que mandaba en Galicia, obligó a retirarse a un Cuerpo muy numeroso de portugueses, que al mando de D. Manuel Téllez de Meneses y Don Diego de Pereira, entró á correr aquella provincia, sosteniendo algunos choques parciales con ellos en que hubo pocas pérdidas de ambas partes.

Estos fueron los hechos más brillantes de aquella guerra, reduciéndose todo lo demás a feroces correrías donde unos y otros quemaban sin piedad los pueblos, talaban los campos y degollaban a los habitantes con el mayor encarnizamiento. Los capitanes de uno y otro bando dejaban casi siempre á los contrarios hacer im­punemente tales correrías, o si acudían al reparo, era por lo común sobrado tarde. Al fin nuestra Corte, que era quien perdía con aquella inacción, porque en el ínterin los portugueses se fortificaban más y más, recibiendo tropas y auxilios de las naciones extranjeras y organizando su gobierno y ejércitos, determinó separar del mando de las armas al conde de Monterrey, y en su lugar envió al de Santisteban, que no mucho más experimentado y con tan insignificante fuerza como componía aquel ejército, no alcanzó tampoco ventaja. De nada sirvió la asistencia y práctica de D. Juan de Garay. El cardenal Spínola, que fué á Galicia á juntarse con el Prior de Navarra, no hizo tampoco más que él, ni el duque de Alba, que estaba á la parte de Ciudad Rodrigo, logró ejecutar cosa digna de su nombre. Todo se volvía cambiar de caudillos en aquella frontera; todo repartir trozos e imaginar acometimientos; pero la verdad era que no se hacía nada de provecho, ni eran las fuerzas tampoco para que se hiciese.

Por este tiempo ya todas las posesiones portuguesas en América, Africa y Asia habían reconocido por Rey al duque de Braganza. Gobernadas por portugueses, y no habiendo en ellas más que tropas portuguesas que las defendieran, unas primero, otras después, se fueron alzando contra España sin resistencia alguna: Ormuz, Goa, Pernambuco, el Brasil, tan azotado de los holandeses, Angola y las Islas Terceras: sólo Ceuta quedó en nuestro poder por lealtad del Gobernador el marqués de Torresvedras al Rey de España. Pudo decirse que sólo por mar nos sonrió la fortu­na contra portugueses, porque habiendo encontrado el duque de Ciudad Real con la armada de España á una holandesa que había venido en ayuda de ellos, la derrotó, echándola algunos navios á pique y obligándola á refugiarse en sus puertos: fué este combate á la vista del Cabo de San Vicente.

Italia era teatro al propio tiempo de nuevos contratiempos. Había reemplazado al marqués de Leganés en el gobierno de Milán el conde de Siruela, D. Juan Velasco de la Cueva, otro de los privados del Conde-Duque, al cual, ya que no tuviese grandes méritos, no le faltaba alguna sagacidad y prudencia; mas quiso la suerte que desde el primer día se continuase la mala inteligencia con el príncipe Tomás de Saboya, no habiendo cosa al fin en que los españoles y el saboyano estuviesen de acuerdo. Sitió el conde de Harcourt a Montcalvo y la tomó, y en seguida se puso sobre Ivrea. Defendiéronse valientemente los sitiados, rechazando en varios asaltos a los franceses, y en tanto el príncipe Tomás y el conde de Siruela acudieron a levantar el cerco. Hubo un choque empeñado entre los sitiadores y las tropas del príncipe Tomás, mas sin efecto alguno, y negándose Siruela a comprometer una batalla general, discurrieron los aliados para llamar la atención del enemigo ponerse delante de Chivas. No se Ies malogró el intento; porque apenas lo supo Harcourt, alzándose de sobre Ivrea vino al punto al socorro, y los nuestros, que no pretendían otra cosa, se retiraron sin que el enemigo pudiese obligarlos a venir a la batalla. En seguida rindió Harcourt el castillo y villa de Ceba y la plaza de Mondovi, y luego se puso sobre Coni, plazas de las más importantes del territorio, y á pesar de los esfuerzos de nuestros generales, la tomó a los cuarenta y seis días de trinchera abierta, mientras los españoles sitiaban á Montcalvo. Acudió el francés al socorro de esta última plaza y no pudo conseguirlo, con que tuvo que rendirse á nuestras armas; mas poco después, falto el de Siruela de soldados, sacó la guarnición y demolió las fortificaciones. Al propio tiempo el príncipe Tomás, que quiso sorprender a Querasco, fué rechazado con alguna pérdida. Con esto ter­minó la campaña de 1641 por aquella parte, quedando más enconados que nunca el conde de Siruela y los príncipes de Saboya.

Enviaron éstos a Madrid Embajadores a quejarse al Rey de la conducta de los Ministros españoles, y hubo varias conferencias y tratos; pero en el ínterin se compusieron impesada y cautelosamente con la Corte de Francia y la regente de Saboya y volvieron contra nosotros sus armas. Díó esto ocasión sobrada para que se sospechase que algunas de sus quejas contra los españoles y sus Embajadas, tenían por objeto ocultar el intento de la defección, y hacerla más dañosa. La verdad era, que muerto el conde de Soissons, en la batalla de Sedán, la princesa de Cariñán, su hermana, mujer del príncipe Tomás, que estaba á la sazón en Madrid, tenía á sus bienes pretensiones, las cuales no parecía que pudieran hacerse valer sin reconciliarse con los franceses. Además, tanto Tomás como su hermano Mauricio, viendo claramente perdida la grandeza de España, más querían ser ingratos que víctimas.

De todos modos, el suceso no pudo sernos más funesto. Estuvo oculto el Tratado bastante tiempo para que los príncipes de Saboya pudiesen ir sacando astutamente las guarniciones españolas de la mayor parte de las plazas, y con efecto lo consiguieron, no sospechándose aún su deslealtad, y cuando fué pública, reunido el príncipe Tomás con los generales franceses, tomaron a Niza de la Palla, Verrua, Crecentino y Tortona, valerosísimamente defendida esta última plaza de los nuestros, primero en el recinto de ella, luego en el castillo. Era tan importante, que el conde de Siruela no quiso dejarla perdida, y como víó que los franceses y saboyanos se habían retirado del sitio, llegó allí con sus tropas, hizo reparar las líneas de circunvalación, y se fortificó en ella. Acudieron al socorro el príncipe Tomás y el conde Du Plessis que entonces gobernaba a los franceses; mas vieron tan bien dispuestos nuestros cuarteles, que no osaron acometerlos, y la plaza se rindió á los cuatro meses de sitio. Dejó así con honra el de Siruela el mando, que desde Flandes vino a recoger el marqués de Velada D. Antonio Sánchez de Avila, tornándose a España. Ni fué la defección de los saboyanos la única que padeciésemos entonces en Italia.

Desde el tiempo de Carlos V tenían los españoles guarnición en Monaco, cabeza del Principado de este nombre, y puerto, aunque pequeño, esencialísimo para la navegación de España a Italia y para el socorro de aquellos Estados, mucho más habiéndose dejado perder el de Final, que con este objeto tomó el gran conde de Fuentes. Era ahora príncipe de Monaco D. Honorato Grimaldi, príncipe de Carpiñano, ricamente heredado en Nápoles y Milán, y hasta entonces leal vasallo de España; y viendo tan decaídas las cosas de España, abrió las puertas de la ciudad a los franceses. Los soldados españoles del presidio, aunque sorprendidos con aquella traición impensada, y sueltos y desarmados, no dejaron de defenderse por eso, muriendo muchos antes de abandonar la plaza, entre otros el capitán Esporrin, natural de Jaca, que los mandaba, peleando gloriosamente por su persona; mas al fin tuvieron que ceder. Pérdida también muy sensible y de mucha consecuencia para en adelante.             .

Volvíanse en esto todos los ojos y todas las esperanzas de España a Flandes. Allí era donde estaban recogidas las reliquias de los temibles tercios de Carlos V y de Felipe II; allí donde se conservaba la antigua escuela militar, el antiguo estímulo y hasta la antigua gloria; y allí, por último, estaba el hombre de más mérito que quedase en la Monarquía: el Cardenal Infante. Formóse aquel ejército con los mejores tercios españoles que pasaron de Italia al mando del duque de Alba casi ochenta años antes, y habíase luego repuesto con la gente vieja de Ñapóles, Sicilia y Lombardía, y con los tercios que trajo el Infante cuando vino a los Estados y vencieron en Nortlinghen. Durante tan largo espacio de años mantúvose peleando y venciendo casi siempre en batalla, muriendo hoy uno, luego otro al filo de la espada, todos los capitanes y soldados, y rellenándolos lenta y perezosamente tal o cual aventurero impaciente, tal otro perseguido en la Patria por pendenciero y retador, muchos sedientos de gloria, y no pocos sin familia ni hogar, ganosos de fortuna. Conforme iban llegando de España los bisoños, recogíanles los antiguos cabos, adiestrábanles y les enseñaban los severos principios de aquella milicia, y así todos se hacían unos á poco tiempo, y parecían los tercios de ahora los mismos que vencieron en Mulberg y en Pavía.

Ni era su general indigno de los de aquella época de gloria, ni sus capitanes, el conde de laFontaine, el duque de Alburquerque y otros desmerecían de los primeros. Aguardábase por lo mismo en España que con poderosas diversiones por aquella parte se llamase de tal modo la atención de los franceses, que no pudieran acudir con fuerzas muy grandes á Cataluña y á Portugal é Italia.Y cierto que a los principios bien pudieron dar aliento á tales esperanzas, porque fueron muy gloriosos. Mas aconteció lo que entonces acontecía ya en todo, que al paso que los extranjeros reparaban fácilmente sns pérdidas, nosotros no podíamos sobrellevar las nuestras, porque nuestros grandes capitanes no hallaban sucesores ni reemplazo los valientes soldados: así todo lo ganado á mucha pena en largo tiempo y con grandes triunfos, perdíase de un golpe en una sola derrota. No había, como solía suceder, recursos ni dinero para comenzar nuevas campañas después de aquélla que concluyó con la toma de Arras por los franceses. La gente estaba desnuda y falta de todo; mas el Cardenal Infante, con su buen gobierno, logró recoger subsidios de los pueblos, y hubo capitanes, como el duque de Alburquerque, que con patriótico desprendimiento vistieron á su costa los tercios y sacrificaron la propia hacienda para mantener la campaña. Comenzáronla los enemigos coaligados sitiando el mariscal de la Meillerie la importante plaza de Ayre, y el de Orange la de Genep. El conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con un trozo de españoles se opuso á este último; pero no pudo salvar a Genep, y Ayre se rindió también, aunque después de defenderse valerosísimamente. En esta ocasión dió una muestra insigne de sus talentos militares el Cardenal Infante.

No teniendo reunido bastante ejército para el socorro, se estuvo apostado en las inmediaciones mientras duró el asedio, esperando refuerzos, y llegando tarde con ellos el barón de Lamboy, no pudo impedir la rendición de la plaza. Los enemigos antes de alzarse de su campo fortificado quisieron, naturalmente, dejar aprovisionada la plaza, y para eso enviaron por un gran convoy; mas el Cardenal Infante maniobró de suerte que se puso entre el campo francés y el convoy, tomando por asalto la importante villa de Liliers y enseñoreándose de todo el país. Entonces los franceses se vieron forzados a dejar sus líneas separándose como media legua para salvar el convoy, y el Infante, que no deseaba otra cosa, se metió rápidamente en ellas, sin que pudiesen ya estorbárselo. Allí, fortificado en los mismos reductos y baterías de los franceses, que no habían tenido tiempo de deshacerlos todavía, sitió de nuevo la plaza, la cual, no provista de municiones ni bastimentos, tuvo que rendirse. En vano los enemigos, burlados tan extrañamente y reforzados con numerosas tropas que trajo el mariscal de Brezé al de la Meillerie, intentaron forzar las líneas que ocupaba el Cardenal Infante; habíanlas ellos tan cuidadosamente fortificado antes, que ahora á su abrigo fueron invulnerables los nuestros.

Pero esta fué la única hazaña del Cardenal Infante; ni siquiera tuvo la satisfacción de ver rendida la plaza tan hábilmente ganada. Su salud, ya decadente con tantas fatigas y trabajos, acabó de llevar el último golpe con unas malignas tercianas que le acometieron en el campamento, y tuvo que dejarlo y retirarse a Bruselas, donde murió á poco tiempo de padecer penoso, llorado del ejército y del país por sus buenas cualidades, y muy sentido en España, aunque no tanto como merecía lo grande de la pérdida. Su cadáver vino al Escorial, donde reposa entre sus antepasados. Desde la muerte de Ambrosio de Spínola no había habido otra tan irreparable y tan dolorosa. Hábil político y capitán valiente y diestro, tenía también el Cardenal Infante muy alto patriotismo y una abnegación y dignidad que comenzaban a echarse harto de menos en la corrompida Corte de España. Así, cuando se habla de las desdichas de estos años fatales, es imposible dejar de contar entre las mayores su muerte. Ella fué también anuncio y preludio de otras que remataron nuestra ruina. Sucedió en el Gobierno una Junta compuesta de D. Francisco de Mello, conde de Azumar, del marqués de Velada, del conde de la Fontaine, D. Andrés Cantelmo, que eran los primeros jefes de las armas, y el Arzobispo de Malinas, hasta que sabido el suceso en nuestra Corte se nombró por Gobernador único de los Estados mientras iba persona real que lo reemplazase, al de Azumar, D. Francisco de Mello.

Era este de noble familia portuguesa, y acaso de las honradas de aquel reino; mas no debía andar sobrado de fortuna, y muy joven aún, se vino á la corte de España para obtenerla. Aquí contrajo amistad muy estrecha con Olivares, y cuando murió Felipe III, no bien comenzada la privanza de aquel Ministro, fué ya nombrado Gentilhombre del Rey. Mantúvose por acá muchos años sin obtener empleo, hasta que por los de 1639 fué enviado al virreinato de Sicilia, cargo harto mayor que sus servicios y merecimientos. Sobrevino allí á poco la rebelión de Portugal, y Mello permaneció fiel a España, y tantas fueron las demostraciones de su lealtad, que al tiempo mismo en que los demás portugueses, por bien reputados que estuviesen, eran cuidadosamente vigilados, cuando no perseguidos, él recibió el mando de la Alsacia, y el cargo de plenipotenciario en Alemania. De estos empleos, sin experiencia alguna de ejércitos, fué traído por el favor solo del Conde-Duque al difícil gobierno de los de Flandes.

Fueron los principios de este General tan prósperos, como desdichados los fines. Tomó el mando del ejército delante de Ayre, y en sus manos se rindió la plaza. Para divertirlo de aquel asedio entró aún la Meillerie por Arras; apoderóse de Lens y Villeta, villa de poca defensa; pasó á la Bassée, puesto importantísimo para cubrir el país de Lila, que a la sazón se estaba fortificando, y por no hallarse acabadas las fortificaciones no se había plantado en ella la artillería; así la tomó en pocos días, con que corrió todo el país. Adelantóse hasta Lila, y acometió dos veces los Burgos, de donde fué rechazado por hallarse allí ya tres mil infantes, con dos mil caballos que habían salido de las líneas de Ayre. Entonces M. de la Meillerie escribió al magistrado pidiendo neutralidad; pero los ciudadanos se mostraron muy fieles, con lo cual se retiró de allí y acometió á Armentieres, desde donde, si la tomaba, podía cortar los víveres al sitio de Ayre, y penetrar en el país hasta Brujas: fué también rechazado. Volvió a dar vista a Lille, y luego se retiró quemando y destruyendo todo aquel país hermosísimo. No pudo sufrir más el de Azumar, y adelantó un Cuerpo de doce mil hombres para salir al apósito. El enemigo fué a sitiar á Bapaume, y en su seguimiento fué Mello esperando alguna buena ocasión para romperle. Entre tanto Ayre pidió capitulación, y con esto terminó la campaña. En la siguiente, que comenzó muy temprano, Mello envió al conde de la Fontaine delante de Lens y la tomó, y después recobró también a la Bassée. Vinieron al socorro de esta plaza los mariscales d’Harcourt y de Grammont, que mandaban ahora las tropas francesas; mas no pudieron lograr su objeto, y permanecieron acampados y fortificados a orillas del río Escalda junto a Honnecourt, en paraje y manera que parecía inexpugnable. El Escalda los espaldaba, y extendiéndose por uno de sus costados, daba lugar á que este fuese defendido por un bajel anclado: el otro costado estaba apoyado en un bosque: el frente lo defendían tres buenos baluartes y una trinchera y foso que saliendo del río con media pica de ancho, volvía a entrar en él, dejando encerrado en su arco el campo francés.

Supo D. Francisco de Mello maniobrar entonces diestramente; envió hacia Hesdin un destacamento de tropas; con lo cual Harcourt, para precaver algún golpe de mano, salió de las fortificaciones con mucha parte de sus fuerzas, dejando dentro al conde de Guiche, conocido por el mariscal Grammont, con el resto, que serían hasta doce mil hombres. Luego al punto embistió las líneas enemigas con veinte mil soldados. El duque de Alburquerque tomó con su tercio los baluartes y la artillería, á pesar de una resistencia desesperada, y el marqués de Velada, que mandaba la caballería nuestra, deshizo al salir de las líneas la de los contrarios; con que después de seis horas de combate fueron estos derrotados dentro de las fortificaciones que juzgaban inexpugnables, y puestos en total fuga y dispersión, dejando en el campo dos mil quinientos muertos, tres mil prisioneros, toda la artillería y bagaje, la caja militar que tenía cien mil escudos, y todas las banderas y estandartes, entre otros el llamado de San Remigio, que era el blanco y no se había perdido nunca, y la bandera de la coronelía del Delfín, las cuales fueron colgadas en los templos de España. Grammont huyó seguido de muy pocos, y no paró hasta Quintín.

Fué gloriosísima esta batalla, y más porque siendo tanto el estrago de los enemigos, no pasó nuestra pérdida de doscientos muertos y pocos heridos; pero no tan fecunda como debía esperarse, porque en todo el resto de la campaña no se hizo otra cosa que vagar por uno y otro lado y hacer algunas incursiones por el territorio enemigo, fatigándose y disminuyéndose las tropas corr inútiles marchas. Atribuyóse esto a la división que hubo entre los capitanes españoles, que no tenían a Mello, falto de autoridad y de antiguos servicios, todo el respeto que debieran. Pretendió acaso remediarlo la Corte enviándole a Mello en recompensa de la victoria de Honnecourt, con título de marqués de Tordelaguna, grandeza de España para su casa, y al propio tiempo le instó para que hiciese diversión bastante a sacar a los franceses de Cataluña.

Con estas victorias, para la campaña de 1643 se hicieron los mayores preparativos. Juntáronse hasta veinte mil infantes y seis mil caballos, los mejores de Flandes, en los cuales iba casi toda la gente española que había en los Estados. Dividió el de Tordelaguna y Azumar su ejército en dos trozos, y dejando como en reserva el uno de seis mil hombres á Beck, Coronel de alemanes, que desde la humilde condición de cosaco había llegado á aquel punto por sus servicios y virtud militar se adelantó con el otro, donde había hasta diez y ocho mil infantes y sobre dos mil caballos, llevando al conde de la Fontaine por Maestre de campo general, y al duque de Alburquerque, D. Francisco de la Cueva, por General de la caballería, ausente el marqués de Velada para el gobierno de Milán; y entrando en la provincia de Champagne puso cerco a Rocroy. Acababa de ser nombrado por los franceses gobernador de esta provincia el gran príncipe de Condé, todavía duque de Enghien, joven de veintidós años, muy deseoso de vengar la vergüenza que había hecho recaer sobre su casa la fuga de Fuenterrabía, y bajo su mando estaban los generales de l’Hopital, de Gassion, de Espanau y de la Ferté Semetiérre, con diez y siete mil infantes y tres mil caballos. No bien supo Condé que el marqués de Tordelaguna, D. Francisco de Mello, sitiaba a Rocroy, se determinó a rechazarle de allí a toda costa, á pesar de que los viejos Mariscales que tenía a sus órdenes calificaban de temerario el intento. Eralo sin duda, y á no ser por las grandes faltas que cometieron los nuestros, la ruina del ejército francés hubiera sido completa, como lo fué la de los españoles.

Está Rocroy situada en medio de una llanura, rodeada de bosques y pantanos, sin otra puertaoentrada que un peligroso desfiladero: con sólo guardar éste por algunas compañías de soldados, era imposible el paso y el socorro intentado por los enemigos. Pero Torrelaguna, que quería la batalla, y que ensoberbecido con sus anteriores ventajas, menospreciaba imprudentemente a los contrarios, les dejó entrar en la llanura pacíficamente, sin tomar otra precaución que la de ordenará Beck que viniese en su ayuda con la reserva. No faltó luego quien le aconsejase que fortificase ligeramente su campo; pero Mello tampoco quiso dar oídos a consejo tan prudente; antes se salió de él y formó su ejército en batalla. Levantábase un tanto la llanura por la parte de la ciudad que ocupaban los españoles; descendía luego suavemente, y volvía á levantarse por la par­te del desfiladero adonde estaban los franceses. De ellos á nosotros corría uno de tantos bosques como por allí había, el cual, comenzando no lejos de la derecha de los franceses, terminaba á la izquierda de nuestro campo. Mello hizo ocupareste bosque por una manga de mil mosqueteros, y al duque Alburquerque D. Francisco de la Cueva, le dió el mando del ala izquierda que en él se apoyaba con buena parte de la caballería y la infantería italiana y walona; en el centro, y allí donde más se alzaba el terreno por nuestra parte, plantó el grueso de la mejor infantería española, gobernada de aquel conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con la artillería; y en el ala derecha se puso él propio con el resto de la caballería, y alguna infantería española y extranjera. El duque de Enghien dió frente á los nues­tros á la otra parte alta de la llanura, poniendo al mariscal d’Espenan, aquél que defendió á Salsas, en el centro con el grueso de la infantería francesa y mercenaria; el ala izquierda opuesta á Mello la fió á los mariscales de l’Hopital y de la Ferté: y en el ala derecha contra Alburquerque se colocó él mismo con Gassion, distribuyendo entre las dos alas su numerosa y escogida caballería. A la espalda dejó en reserva, con buen número de tropas, al Barón de Sirot, soldado de mucha nota. Ambos generales ardían en deseos de venir a las manos: Mello, sin embargo, aguardaba a que llegase Beck con la reserva para comenzarla, y aun por eso quizás no había cuidado de dejar alguna gente a la espalda en su orden de batalla: mas el de Enghien, advirtiendo el propósito de su enemigo, se apresuró a venir a las manos.

Día 19 de Mayo, al amanecer, se rompió el fuego: comenzólo Enghien embistiendo poderosamente el bosque donde apoyaba sus escuadrones Alburquerque, que era la llave de nuestra posición; por lo mismo debieron sostenerlo los nuestros hasta el último extremo, pero no se hizo, y después de una sangrienta escaramuza, nuestros mosqueteros fueron de allí desalojados. Entonces Enghien avanzó con toda su ala formada en batalla; pero la espesura del bosque desordenaba su gente, y para evitarlo hubo de acudir a una traza de más efecto que la que imaginó en un principio. Mientras él continuaba avanzando con la primera línea de sus escuadrones a lo largo del bosque, ordenó al mariscal Gassion que recorriese la segunda, y rodeando con ella el bosque mismo, vino a caer por el otro lado sobre los nuestros. Ejecutólo Gassion con notable presteza y arrojo; halló desprevenido al de Alburquerque, que solo atendía al ataque de Enghien, y aprovechándose de la sorpresa deshizo en pocos momentos nuestra caballería. En vano Alburquerque acudió ya al reparo peleando bien por su persona: fué herido y obligado á retirarse: con que dejó expuestos á la furia de los caballos enemigos los tercios walones e italianos, que no tardaron en tomar la fuga. Entre tanto los mariscales de l’Hopital y de la Ferté habían embestido nuestra izquierda con mucho denuedo; pero saliendo contra ellos D. Francisco de Mello deshizo sus caballos y acuchilló sus infantes, y preso la Ferté y herido l’Hopital, todo se lo llevó por delante en completa derrota.

Hasta aquí la batalla estaba igual por ambas partes: los escuadrones que componían el centro en uno y otro ejército, no se habían embestido todavía: de las alas una por cada parte quedaba deshecha. Pero entonces cabalmente se vió la diferencia de talento en los caudillos. Mello con su caballería no pensaba más que en perseguir a los fugitivos juzgando ganada la batalla, cuando tropezó con el escuadrón de la reserva que traía Sirot, a cuyo abrigo comenzaron a recogerse las reliquias del ala izquierda enemiga. Trabóse un reñido combate, y entre tanto el de Enghien, sabido el destrozo de su ala, repartió acertadamente su gente en dos Cuerpos; con el uno envió á Gassion por detrás de nuestro mismo centro a embestir a la infantería vencedora de Mello, y con el otro fue él mismo a sostener a Sirot con nuestra triunfante caballería. Esta, gobernada del mismo Mello, se sostuvo bienal principio, pero acometida por fuerzas tan superiores, no tardó en dispersarse, sin que el General fuese de los últimos que apelasen á la fuga. La infantería por tan breves momentos vencedora, fué acuchillada sin piedad a un tiempo por Gassion que la cogió por la espalda, y por Enghien y Sirot y toda la caballería francesa. Allí murieron muchos, pocos huyeron, algunos se recogieron confusamente al centro donde estaba el grueso de la infantería española, altas las picas, preparados los mosquetes y arcabuces, inmóvil é intacta todavía. El conde de la Fontaine, lorenés, ganó aquel día incomparable prez y gloria. Doblado al peso de los años, y enfermo y desfallecido, se había hecho traer en silla de manos, no queriendo en tal ocasión desamparar a los viejos tercios, que tantas veces había acompañado a la pelea. Desde allí vió los varios trances de la batalla sin poder obrar nada, porque d’Espenan, aunque no osaba acometerle, le amenazaba sin cesar con iguales ó mayores fuerzas, y descomponer su ordenanza habría sido entregar sus infantes al hierro de los caballos enemigos en un momento vencedores. Lo que hizo fué recoger y amparar á los infantes fugitivos que acudieron á sus escuadrones y ordenar a éstos en cuatro frentes: los mosqueteros y arcabuceros en las primeras filas; las picas detrás, y en el centro del cuadro que se formaba, los cañones: de modo que, abriéndose á cada momento los soldados, pudieran disparar sobre seguro los nuestros. No tardó Engbien, recogida su caballería y ordenada, en caer sobre el centro. Serenos e inmóviles los infantes españoles, la dejaron llegar a cincuenta pasos, y allí dispararon sobre ella tal rociada de balas, que la hicieron volver las espaldas con no menos precipitación que venía a dar la acometida. Volvió Enghien a cargar dos veces más, y ambas fué rechazado de la propia suerte con horrible estrago, sin que se notase en los nuestros señal de desorden ó recelo. Entonces todo el ejército enemigo vino a cercar el cuadro, azotándole con la artillería, combatiéndole con furiosos asaltos, y hallando desesperada resistencia.

Prolongóse aquel desigual combate mucho tiempo, consumiéndose poco a poco los infantes españoles, mas sin ceder un punto, y acrecentándose cada momento la saña del enemigo al ver que un trozo de infantería desamparado de todo el ejército osase disputarle la victoria. Al cabo, abiertos ya por todas partes los escuadrones, flacos y rendidos, algunos capitanes españoles pidieron capitular. Adelantábase el de Enghien a oir sus proposiciones, cuando otros de los nuestros, o no queriendo capitular aún en tal extremo, ó interpretando mal el movimiento del general enemigo, y suponiendo que venía a embestirles de nuevo, dispararon su arcabucería. Gritóse traición por ambas partes y de nuevo se comenzó el combate, aunque ya más bien podría llamarse matanza. La caballería francesa, hallando claras las filas, vacíos los puestos de soldados y llenos de cadáveres, penetró al fin en el cuadro y hubieron de lidiar los nuestros, sueltos y sin orden, uno contra veinte, no ya por la victoria o por la vida, sino sólo por la reputación de su nombre. Cayó el conde de la Fontaine de su silla despedazado de heridas, y pisotearon sus venerables canas los escuadrones franceses; cayó el valiente Maestre de campo Don Iñigo de Velandia y casi todos los capitanes. El de Enghien corría de acá para allá, conteniendo la saña de sus soldados, por salvar las pocas vidas que quedaban de aquellos valientes españoles; mas como ellos no querían ya las vidas y peleaban valerosamente por dondequiera espantando aún á sus enemigos, no hallaban piedad alguna. Sin embargo, logró salvar el de Enghien al Maestre de campo D. Jaime de Castellví y algunos soldados de nota, todos heridos ya, o sin fuerza para mover el hierro. En esto asombró á los franceses el espectáculo de uno de los tercios, que formado el cuadro de por sí: peleaba con tanta bizarría y resolución como si entonces comenzase la batalla. La comandaba el conde de Villalva D. Bernardino de Ayala, noble caballero enviado a servir en Flandes por castigo, de los más valerosos que hubiese entonces en aquellas provincias. En vano los franceses acometieron una vez y otra aquel tercio invencible: murió Villalva, murieron casi todos los capitanes, y no por eso cejaron los soldados. La artillería francesa inundó de sangre el reducido ámbito que ocupaba el tercio; mas no pudo romper sus frentes. Bramaban de cólera los enemigos al contemplar que un puñado de hombres osase disputarles todavía tan gloriosa victoria; redoblaban a cada momento sus esfuerzos, y siempre en balde. AI fin el de Enghien, joven y valeroso, admirando el valor de aquellos viejos soldados, que no sabían dar la espalda al enemigo, ni rendir las espadas heredadas de los vencedores de Ceriñola y San Quintín, Ies ofreció honrosos y nunca oídos conciertos, que fué que saliesen del campo con los honores mismos con que suelen salir las guarniciones de las fortalezas, y que libres y con armas fueran puestos en tierra española. Con tales condiciones no pudieron negarse a capitular. Creyóse al principio que los franceses los traerían á Fuenterrabía para cumplir los pactos; pero sin duda les pareció menos peligroso dejarlos en Flandes que ponerlos a punto de reforzar nuestras armas en Cataluña, y allí los dejaron. Años adelante, aquel tercio era conocido aún en Flandes, por memoria de su hazaña, con el nombre de Tercio de la Sangre.

Mucha derramaron en aquella ocasión los enemigos; y tanta o más los nuestros. Dejamos ocho mil muertos en el campo; los prisioneros llegaron a seis mil, casi todos extranjeros; veinticuatro cañones, las banderas, bagajes y cajas militares. Muy pocos pudieron salvarse al amparo de Beck, que llegó con sus tropas al campo de batalla cuando acababa de capitular el último tercio. Mello se refugió avergonzado en Bruselas. Allí acabó la infantería española que había fatigado á la tierra y encadenado los ejércitos de todo el mundo por cerca de dos siglos. Acabó con tanta gloria, que aún los franceses recuerdan con admiración la respuesta de uno de los capitanes españoles prisioneros, al cual preguntándole por el número de soldados que tenía su tercio, contestó fríamente: «Contad los muertos.» La ineptitud de Mello, la flaqueza de nuestra caballería, y aún la poca resistencia que allí tuvieron los tercios italianos y walones, nos arrancaron la victoria que el valor de nuestra vieja infantería hubiera hecho indudable. No contemos más desde este día a España entre las grandes naciones militares: era Roma y va á ser Cartago: manos mercenarias la defenderán casi siempre en adelante (1643).

Llegó á Madrid esta nueva infausta a poco de caer de su privanza el Conde-Duque y cuando la Corte se hallaba aún tan regocijada con tal suceso, que no tuvo espacio para llorarla como debía. No habían desdicho las últimas medidas del favorito del resto de su administración, que toda se volvía imaginar arbitrios buenos o malos, aplicando sin cordura los malos y dejando de aplicar los mejores. Todavía en 1642, meses antes de su caída, hizo publicar una pragmática, bajando el valor de la moneda de vellón, que él mismo había hecho subir en 1636: de modo que las piezas de seis maravedís valiesen uno solo, con que hubo tal confusión y espanto, que apenas se hallaba de comer en Madrid mismo. Algo menos infeliz anduvo al querer llamar de nuevo a los judíos; pero no era él hombre de llevar á cabo tamaña empresa, y así fué que con sólo haber puesto la Inquisición mal ceño, desistió del propósito; ni era esto tampoco, verdaderamente, para ejecutarlo de pronto, ni para atender a males tan inmediatos y urgentes. Los soldados, testigos de su flojedad y del papel indigno que hacía representar al Rey en paz y en guerra, llegaron a aborrecerle mortalmente, y estando en Molina de Aragón con el Rey, de una compañía que hizo salva al pasar su coche, salió una bala, que hirió dentro de él al enano con que entretenía sus ocios y penas, y puso a riesgo su persona, sin que pudiera averiguarse el autor de tal hecho.

No lo odiaban menos en la Corte, donde hubo ya una conjuración para matarle en los primeros años de su privanza, que no tuvo efecto. Cada día su altanería y sus injusticias le atraían nuevos enemigos, y pronto se formó de ellos una especie de partido ó bandería muy poderosa que sin descanso trabajaba en su daño. A la cabeza de este partido estaba la misma reina Doña Isabel de Borbón. Era diestra aquella mujer, como criada en la Corte de María de Médicis, orgullosa además y dominante de suyo, no podía llevar con paciencia el poco respeto del Conde-Duque, y desde los principios habíase propuesto derribarle de la privanza, siendo el no haberlo conseguido sino al cabo de tanto tiempo grandísima muestra de las profundas raíces con que la tenía afirmada en el corazón del Rey. Como tenía puesta cerca de la Reina, para vigilarla, a su mujer, Doña Inés de Zúñiga, dama de no vulgar talento y completamente imbuida en los intentos de su esposo, ésta, ejerciendo en Palacio y en el cuarto real una opresión verdaderamente insoportable, tratando de igual a igual a las Princesas, como la de Mantua y la de Cariñán, y aún poniéndose en las ocasiones delante de ellas, y echando o intimidando a todas las demás señoras de la Corte, le ayudó mucho a parar y deshacer los golpes y manejos de sus enemigos. Pero la Reina, más irritada a medida que se sentía más oprimida y con menos influencia sobre su marido, estuvo acechando cuidadosamente la ocasión de castigarle. Ofreciéronsela cumplida los recientes desastres, y más que otro alguno el de la pérdida de Portugal, que tan profunda impresión hizo en el ánimo del Rey. Indignada la Reina lo propio que los Grandes y todo el pueblo con aquella nueva y triste muestra de la ineptitud del favorito, y alentada con la desconfianza con que comenzaba a oir su esposo los consejos que aquél le daba, apresuró y redobló las hostilidades. Ella fué principalmente quien inclinó al Rey a que hiciese la jornada de Cataluña, a fin de que viese por sus mismos ojos el estado de las cosas.

De vuelta en Madrid se atrevió ya a representarle con vivos colores los desaciertos y maldades del Conde-Duque, y aun mostrándole un día al príncipe don Baltasar, su primogénito, dijo con lágrimas que por causa de tal ministro había de llegar un día en que se viese reducido á la condición de caballero particular. A este tiempo ya los Grandes no asistían a Palacio ni al servicio del Rey: el clero, el pueblo, todo el mundo, conjurado contra el favorito, ayudaba invisiblemente a la Reina. Dos mujeres vinieron aún a secundarla más activamente, concertando con ella sus planes. La una fué Doña Ana de Guevara, ama del Rey, a la cual amaba él sobremanera, y que muy ofendida de la mujer del Conde-Duque por haberla alejado de Palacio, acechó la ocasión de hablarle a solas, y le dijo contra ella y su marido cuanto la pudo dictar la sed de venganza, ayudada de la razón y de la verdad. La otra fué Doña Margarita de Saboya, duquesa de Mantua, que echada de Portugal se vino á Ocaña, y desde allí, viendo que el Conde-Duque la dejaba abandonada sin enviarle siquiera para su sustento, se presentó de improviso en la corte; y aunque el favorito hizo mucho porque no viese al Rey, ella, por medio de la Reina, supo lograrlo, y demostrarle con copiosas noticias que sólo a aquél y a sus allegados y amigos debía atribuir la pérdida de la Corona portuguesa. Honrada y prudente mujer era esta Doña Margarita, y digna de mejores tratamientos que los que empleó con ella el Conde-Duque. También contribuyeron a desengañar al Rey su maestro fray D. Galcerán Albanell, Arzobispo de Granada, y el conde del Castrillo, Presidente del Consejo de Hacienda, al cual respetaba mucho el Monarca: el primero por medio de una carta muy libre, donde le decía claramente todo lo vergonzoso de su conducta, y el otro por servir a la Reina con oportunas y bien encaminadas indicaciones y discursos. Por último, se unía a éstos el marqués de Grana Carreto, enviado del Emperador, que, por lo que importaba a su Soberano, miraba con dolor la ruina de España. Tanto fué menester para derrocar aquella privanza; y aun derrocándola era de deplorar el que fuera el consejo y respeto de personas particulares, pocas bien intencionadas, muchas sin más deseo que el de la personal venganza, antes que no las grandes faltas del favorito y desdichas de la Monarquía lo que moviese su caída. Males que se remedian de tal modo, no pueden decirse remediados, sino más bien aplazados; porque en el género de gobierno o en el estado de cosas en que tal suceda, ellos han de repetirse de seguro muchas más veces.

Por fin, el favorito conoció que era inútil la resistencia, y rendido de tan larga lucha y queriendo hacer menos dolorosa su caída, pidió al Rey licencia para retirarse de los negocios. Fuéle negada por dos veces; mas cuando comenzaba quizás con eso á dar entrada en su pecho a la esperanza, recibió un billete escrito de propia mano de Felipe, mediado Enero de 1643, mandándole que no se entrometiese más en el Gobierno, y que se retirase á Loeches hasta que otra cosa dispusiese: de allí fue luego a residir en la ciudad de Toro. Mostró el Conde-Duque gran entereza en este golpe de la fortuna, que bien pudo contarlo por blando según era lo que merecían sus faltas. A la verdad, el Rey anduvo con él muy benévolo en las últimas disposiciones: mandó que se le dejase registrar y romper todos los papeles que quisiera y pudieran perjudicarle; escribió a los Consejos honrándole mucho, y diciendo que le apartaba de los negocios por las repetidas instancias que le había hecho pidiendo licencia, y que no era sino para tomar sobre sí el Gobierno sin fiarlo de otro alguno; y habiendo indicado el Presidente de Hacienda, Castrillo, que ciertas urgencias del Estado no podían cubrirse sin echar mano de una gran cantidad de plata venida de América para el Conde-Duque, se negó a aceptar el remedio, antes mandó que se le pagasen puntualmente sus sueldos. No fué tal benevolencia aprobada. El pueblo acechó en numerosas turbas la hora de salir de Palacio el favorito, y acaso le matara a no tomar él el buen partido de ejecutarlo oculto y disfrazado; pero algunos de sus coches, donde por un momento se creyó que iba, fueron apedreados. Frustrado su intento, corrieron las turbas por las calles victoreando a todas las personas que habían tenido parte en la caída del privado. Estas solicitaban á la par su castigo, alternando en todos, con el regocijo, el deseo de venganza que les aquejaba.

Si Castrillo, con sus malévolas insinuaciones intentó en vano despojarle de sus haberes, otros de sus enemigos no tardaron en lograr que a su mujer se la separase también del servicio de la Reina, mortificándola antes con continuos desaires, y que a su hijo D. Enrique de Guzmán, se le quítasela asistenciadel Rey, desterrándole como á él de la corte. Creció con el tiempo y la seguridad de que era ya imposible su vuelta, el rencor y la saña contra el Conde-Duque. No ya solo sus enemigos, sino sus antiguos amigos y aduladores, como suele acontecer a los ministros caídos, censuraban agriamente su conducta, abriéndose entonces á la verdad los ojos que el interés y la cobardía tuvieron tantos años cerrados. Comenzaron también a escribirse papeles en contra del privado, y hubo uno en pro que debía ser de persona bien agraviada en la mudanza, con lo cual el Rey prohibió severamente semejante polémica, y castigó con graves penas á los que intervinieron en ella. Dios sabe adonde hubieran ido á parar las cosas, porque el Rey, continuamente acosado por todas partes de voces que pedían venganza, y persuadido ya de todas sus faltas, comenzaba á mirarle con odio, cuando la muerte vino á libertar al favorito de persecuciones. Sobrevínole en la ciudad de Toro, donde residía ejerciendo el cargo de regidor, por efecto de su despecho y amargura, antes que de enfermedad alguna, porque tenía más de altivez que no de conformidad la entereza que mostraba. Díjo se que expiró perdido el juicio, por haber recibido del Rey una carta en que le decía estas palabras: «si he de reinar yo, y mi hijo se ha de coronar, será preciso que entregue vuestra cabeza a mis vasallos que a una voz la piden todos y es preciso no disgustarles más.» Y sea o no esta particularidad cierta, el hecho es que el Rey no andaba ya muy lejos de tales pensamientos, y que si la muerte fué justa en D. Rodrigo Calderón, debía parecer en él pequeño castigo. Acusábanle con razón de haber sido la causa principal de que se perdiesen en Oriente, Ormuz, Goa, Fernambuco y todas las colonias portuguesas, el Brasil, las Islas Terceras, el Reino de Portugal, el Rosellón, todo el Ducado de Borgoña a excepción de cuatro plazas, la gran fortaleza de Arras, muchas en el Luxemburgo, Brunswick, en la Alsacia, y los derechos é influjo del Ducado de Mantua, que eran las mermas de dominios que ya a la sazón tenía España. Asimismo se le acusaba de haber perdido más de doscientos ochenta navios en los mares, de haber sacado de las entrañas de la tierra y del corazón de los vasallos medias anatas, papel sellado, alcabalas y otras cosas innumerables por él imaginadas hasta ciento diez y seis millones de doblones de oro: parte gastado inútilmente en ejércitos y armadas perdidas; parte distribuido entre Virreyes, Gobernadores, Capitanes generales y otros ministros, todos criaturas suyas, ya por sangre ó por servil dependencia; parte acopiado en su propio bolsillo y casa. Lo de los gastos inútiles en ejér­citos y armadas pruébanlo bien todas las campañas. Lo distribuido entre parientes y servidores no tiene tampoco duda, viéndose siempre al Conde-Duque no fiar de otros que de ellos los lucros: de modo que al mirarlo asociado con alguno en el Poder, hay que recordar que fue su tío D. Baltasar de Zúñiga, o bien su primo D. Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés, en quien, cuando estaba a su lado, descargaba una parte de los negocios públicos. Al inquirir quién gobernaba en Nápoles, hállase al conde de Monterrey, su cuñado, o al duque de Medina de las Torres, su yerno; al nombrar al Virrey de Milán, tropiézase con el mismo marqués de Leganés, su primo, y lo propio al tratar de Cataluña; en el Generalísimo de la frontera de Portugal se encuentra otra vez á Monterrey, y fue mucho que desde la asistencia de Palacio, adonde ya veía a su hijo, el bastardo D. Enrique, mozo disoluto y sin autoridad ni talentos, no pasase a ocupar la presidencia del Consejo de Indias, que ya estaba para él dispuesta.

Siendo el conde-duque Guzmán y su mujer Zúñiga, Zúñigas y Guzmanes, se vieron casi solos en los altos empleos, exceptuando algún Velasco, por ser su abuelo materno de aquella casa y tener casado á su hijo con mujer de ella. El resto de los destinos que no pudo llenar con sus parientes, fue para sus viles aduladores, Jerónimo de Villanueva el protonotario de Aragón, Diego Suárez, Miguel de Vasconcellos, secretarios de Portugal, y algunos otros. Hasta su asesor en la privanza, D. Luis de Haro, no hubiera llegado á serlo sin ser sobrino suyo, porque sólo á eso debió la entrada en la Corte y la amistad del Rey; si bien cuando llegó a notar sus adelantos le aborreció sobremanera y comenzó también a preparar su ruina. Y en cuanto a los medros de su persona y casa particular, fueron inmensos. Su orgullo, que nunca le faltó, no consentía en él como en el duque de Lerma, que admitiese regaloso donativos de particulares como en compra y paga de favores; pero supo obtener empleos y sueldos y comodidades que le produjesen con menos vergüenza tantos ó más beneficios. Primeramente obtuvo un privilegio para gozar encomiendas en todas las Ordenes militares, teniendo solamente la cruz de Alcántara, por lo cual gozaba cuarenta y dos mil ducados; luego se hizo decla­rar Camarero mayor del Rey, oficio no conocido desde el tiempo de Carlos V, del cual sacaba diez y ocho mií ducados; también tomó para sí el cargo de Caballerizo mayor, que daba veintiocho mil ducados; el de Sumiller de Corps, doce mil, y el puesto de Canciller de las Indias, que montaba cuarenta y ocho mil, todos en producto anual. Mas no era esto lo mayor, sino que cuando partían los galeones de Sevilla y Lisboa, hacía cargar cantidades exorbitantes de vino, aguardiente y trigo recogido en sus haciendas; y como tenía para silos puertos francos, vendía tales géneros a precio muy subido; con lo cual y la carga de retorno, ganaba cada año en el trato hasta doscientos mil ducados. Además hizo que el Rey le cediese la villa de San Lucar la Mayor, con título de Duque, que en alcabalas y derechos valía cincuenta mil ducados. Y no contento con esto, sacó para su mujer la merced de Camarera mayor de la Reina y el cargo de aya del Príncipe, con salario de cuarenta y ocho mil ducados por ambos conceptos. De este modo ascendían las ganancias que anualmente obtenía por su privanza a cerca de cuatrocientos cincuenta mil ducados, cantidad bastante para mantener un ejército, y que él derrochaba inútilmente en festines y locuras.

Así, por todos estos conceptos, fué el Conde-Duque de Olivares, el ministro más funesto y de odiosa memoria que haya tenido jamás España, donde tantos se han hecho dignos de censura. Y eso que como hombre, ni por su inteligencia ni por su carácter puede decirse que fuera un hombre vil como otros, no tan funestos como él, lo han sido.