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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑAdesde el advenimiento de Felipe III al TronoHASTA LA MUERTE DE CARLOS IIPORCÁNOVAS DEL CASTILLO
LIBRO SEXTO. De 1640 A 1643
SUMARIO
Guerra general.—Cataluña: toma de Perelló, de Coll de Balaguer, Cambrils, Salou, Villaseca y Tarragona.—Paso sangriento de Martorell; entrada en el llano de Barcelona; dase esta ciudad al Rey de Francia; dispónese A la resistencia; estado del ejército real; orden de ataque contra Montjuich; batalla y rota de los nuestros; muerte del duque de San Jorge; retirada a Tarragona; sitio de esta plaza; socorro por mar.—Rosellón: piérdese Elna; victoria de Argeles y socorro de la provincia.—Formación de nuevo ejército; hostilidades en la frontera de Aragón; Tamarit de Litera; sucesos del campo de Tarragona; victoria de Villalonga; parte el marqués de Pobar al socorro de Rosellón; su marcha y su derrota en Granada; pérdida de Colliure, Perpiñán y Salsas y toda la provincia.—Hostilidades por mar y tierra en Vinaroz. —Medidas extremas; armamento de nuevo ejército; sale el Rey de campaña; su conducta y la de la Reina; batalla de las Horcas; combate naval de Barcelona.—Portugal: rebatos y correrías por Extremadura, interpresa de Olivenza; otros sucesos en Castilla y Galicia.—Italia: pérdida de Montcalvo; sálvase Ivrea; Ceba, Mondovi y Coni perdidas; recóbrase Montcalvo; defección de los Príncipes de Saboya; grandes pérdidas; defección del Príncipe de Monaco.—Flandes: sitio de Ayre y su conquista; muere el Cardenal Infante, reemplázale D. Francisco de Mello; victoria gloriosa de Honnecourt; derrota funesta de Rocroy.—Intrigas contra el Conde-Duque y su caída.
Con la sublevación de Cataluña y
Portugal se abre, naturalmente, nuevo período en la guerra. Si hasta ahora la
hubimos sostenido con cierta igualdad, ya no era posible; si hasta ahora la
fortuna había repartido sus favores entre las potencias beligerantes, en
adelante llevaremos siempre la peor parte. Dejamos narrados algunos encuentros
y hechos que .fueron preludio y exordio de las campañas de Cataluña; dejamos a
los franceses enseñoreados de toda aquella provincia sin cosa alguna; y
dejamos, finalmente, al marqués de los Vélez caminando con todo el ejército
desde Tortosa tierra adelante por el Principado.
La primera conquista fue la de Perelló, pequeño pueblo, pero amurallado,
donde trece catalanes solos detuvieron heroicamente a todo el ejército por un
día entero, y más los detuvieran a no haber inteligencia con uno de los
vecinos. En seguida se encaminó el marqués de los Vélez al Coll de Balaguer,
punto áspero y difícil, y muy fortificado y guarnecido, aunque sin arte, por
los catalanes. Hicieron éstos resistencia; mas no sabiendo aprovecharse de sus
ventajas, fueron rotos y tomado el paso; y algunos escuadrones de caballería,
que con el conde de Zavallá, General de ellos, vinieron
al socorro desde Cambrils, fueron también deshechos. Tomáronse al propio tiempo algunas torres y casas fuertes de la marina, y el ejército,
alegre con la facilidad de aquellos pequeños triunfos, se entregó a los
desórdenes de vencedor. Por su parte, los catalanes intentaron
envenenar unas lagunas cercanas del Coll; horrible intento, y que, a poder
lograrlo, causara infinitas muertes entre los nuestros. Así, de uno y otro
lado, la guerra iba exacerbando las pasiones más y más cada día.
Llegaron al cabo los nuestros delante de Cambrils, primera plaza de
armas de los catalanes, y de las que tenían mejor fortificadas, puesta en la
plaza y campo de Tarragona. Hizo D. Alvaro de
Quiñones mucho estrago en sus escuadrones a las mismas puertas de la villa; tomóse a viva fuerza un convento de las afueras, que
defendieron celda por celda los frailes; púsose por
fin el cerco; batióse furiosamente, y al fin su Gobernador,
el barón de Rocafort, se entregó por capitulaciones. Pero al salir los defensores
hubo una alarma falsa: gritóse traición sin saber
quién ni por qué causa, y aprovechando la ocasión los soldados pasaron más de setecientos de ellos al filo de la espada antes de que pudieran
contenerlos los capitanes. Reus y otros lugares ricos vinieron entonces a la
obediencia. Mas con todo faltaban vituallas y recursos, porque no los dejaban
venir de ninguna parte los miqueleteso almogávares,
gente suelta, incansable, valerosa, que repartida en bandas de corto número,
con gran conocimiento del terreno y no menos astucia, iba siempre delante, a
las espaldas o en los costados del ejército,
acosándolo sin cesar y matando, al propio tiempo que robaba los mantenimientos,
todos los dispersos y forrajeadores. Parecía conveniente apoderarse de un
puerto adonde pudiera venir fácilmente el socorro de la armada; y se determinó
caer al punto sobre Tarragona. Tomáronse Salou y
Villaseca, lugares y puestos bien fortificados, y allanado ya el camino, se plantaron los
cuarteles delante de aquella ciudad.
No hubo, sin embargo, que hacer uso de las armas, porque M. de Espenan, que estaba dentro con mil caballos de su nación,
juzgando imposible la resistencia, capituló su salida, obligándose a no pelear
más en Cataluña, y los naturales tuvieron en seguida que rendirse a partido.
Cumplió de Espenan su promesa como bueno y salió de
Cataluña con los suyos, que fue gran ventaja para nuestro partido. Luego las
armadas entraron en Tarragona y algo aliviaron al ejército, pero no tanto como
se esperaba, por la tibieza de D. García de Toledo, marqués de Villafranca,
que los mandaba. Era éste harto menos capitán que fueron su padre y hermano;
mas en cambio les aventajaba a ambos en presunción, defecto común en las
épocas viles y degradadas, donde faltando verdaderos y públicos merecimientos,
hay que fingirlos y afectarlos; y no llevando a bien que ganase otro gloria a
costa suya, tenia por más honrado el dejar de servir a la patria, que no
servirla dando reputación al inexperto marqués de los Vélez. Con esto y con las
numerosas cuadrillas de migueletes, que interceptaban y destruían todos los
convoyes y recursos, volvió a hallarse en grande necesidad el ejército. Determinóse el marqués de los Vélez a salir de tal
situación y a traer a sus banderas el triunfo, encaminándose a Barcelona,
cabeza y foco de la rebelión. Ganó con mucha dificultad a Villafranca de Panadés y San Sadurní; pero siguiendo su camino, halló
cerrado el paso de Martorell por los catalanes, con muchas trincheras y
reductos, apoyados en posiciones casi inaccesibles, defendidas por todos sus
tercios y
escuadrones y gobernados del diputado militar Tamarit, y de los franceses Serinán y D’Aubigné.
Llegó allí el Marqués, y conociendo que no era posible la expugnación
de las fortificaciones por el frente, mandó al de Torrecuso que con un buen trozo de gente pasase encubierto a coger por la espalda al enemigo,
lo cual hizo éste con mucha habilidad y presteza. Entonces los catalanes,
viéndose entre dos fuegos, espantados y confundidos se pusieron en retirada y
no pararon hasta Barcelona, en cuyos muros hallaron abrigo. Entraron nuestros
soldados en Martorell, de donde éra cabalmente título
y señor el marqués de los Vélez, y todo lo llevaron a hierro y fuego, como si
se tratase de gente bárbara y extranjera; mas en verdad que los catalanes no
quedaban cortos en la venganza. El mencionado Margarit, mezcla de entre capitán
y facineroso, que mandaba algunas bandas de ellos, entró por asalto en Constantí, donde estaban los enfermos y heridos del
ejército castellano, en número de más de cuatrocientos, y a todos los hizo
pedazos en los lechos mismos. Ni por una ni por otra parte ponían de sí los
capitanes cuanto debieran para contener tales excesos; y así ellos incitaban
cada vez más la ira y hacíase más imposible la paz.
Entró el ejército castellano después de asolada Martorell en Molins de Rey, San
Feliu, Esplugas y todos los pueblos del contorno,
hasta dar vista a Barcelona y sentar los cuarteles en Sans y los demás
pueblos de su amenísimo llano.
Desde allí el Marqués, antes de intentar cosa alguna contra la ciudad,
envió a ella un parlamentario,a fin de que les intimase de parte del Rey la
sumisión, ofreciendo en cambio clemencia. Negáronse los catalanes, gente más
obstinada aún en las derrotas que en el triunfo, y de uno y otro lado se
dispusieron a emplear las armas. Estaba dentro de Barcelona por Ministro y
caudillo principal de los franceses M. Du Plessis,
hombre sobremanera astuto y muy empapado en los pensamientos e intenciones de
Richelieu. Viendo tan apurados a los catalanes, que teniendo a las puertas tan
numeroso ejército no contaban con otra esperanza que la de enterrarse
honrosamente en los escombros de sus murallas, comenzó a dar a entender astutamente,
primero con ambigüedades, luego al descubierto, que el Rey de Francia, si como
aliados les ayudaba en algo, como dueño emplearía en su servicio todas las
fuerzas que tenía. Representóles el poder del Rey
Cristianísimo, su bondad, su celo; pero más aún que tales encarecimientos, sirviéronle para traer a los catalanes a su arbitrio los
argumentos que públicamente se hacían contra el rey Felipe y su Ministro, que
sin mirar como propia aquella tierra, la combatían y azotaban con armas tan
formidables y rigor tan desusado. No recordaban entonces los catalanes sus
propios excesos y culpas; atendían sólo a los rigores de sus contrarios, porque
achaque humano es el exigir que de parte del prójimo estén la prudencia y la
templanza en los trances violentos.
Y, a la verdad, no les faltaba a los catalanes alguna más razón que
suele haber en los que se hallan dominados de la ira, con que se acrecentaba
en este caso la saña; porque las torpezas del Conde-Duque y de sus Ministros
viles habían excusado todo género de razonable acomodo. Pero de todas suertes
fue lamentable y digno de eterna censura el que tanto pudiese
Como este Marqués ignoraba el arte de la guerra y no sabía, por tanto,
proveer en ella lo que convenía; como no podía alegar grandes servicios y menos
en las armas, carecía de la autoridad necesaria para el mando, y era incapaz
de contener las pretensiones opuestas y exageradas de tantos capitanes
orgullosos con los servicios que habían prestado y que no acertaban a igualar
con el propio ningún merecimiento. Así acontecía que el de los Vélez,o no daba provisión alguna en las ocasiones más críticas,osi las daba eran olvidadas y contradichas de los
capitanes, que ni lo respetaban á él ni se guardaban entre sí respeto alguno;
con que no había quien mandase ni quien obedeciese, causa bastante para perderse en las armas. Habíase advertido ya este mal en
diversas ocasiones durante aquella corta campana; mas ahora delante de
Barcelona fue donde sirvió de ejemplo horrible de lo que la mala elección en el
general puede hacer en un ejército, por poderoso que sea.
Llegada la hora prefijada para el ataque de Montjuich,
se puso en marcha el ejército real, repartido de esta suerte: dos trozos de
mosquetería, cada uno de mil hombres escogidos al mando el uno, del conde de
Tyron, irlandés, y el otro al de D. Fernando de Ribera, Maestre de campo, se
encaminaron a subir la montaña donde aquella fortaleza está sentada, aquél por
el costado derecho, entre la campiña y la eminencia; éste por el costado
izquierdo, entre la eminencia y la ciudad: seguía luego por el centro un
escuadrón de ocho mil infantes, que se extendió en batalla por el monte, como
en reserva de los dos primeros escuadrones y lo restante de la infantería se
escuadronó haciendo frente á la ciudad. La artillería y caballería, a los
costados en los sitios más a propósito que se hallaron, atendían a evitar la
salida de los de la ciudad y la retirada de los de Montjuich,
gobernando toda la gente destinada contra éstos Torrecuso,
y lo que quedaba contra aquéllos D. Juan de Garay. Mandaba dentro de Montjuich, por los catalanes, M. d’Auvigné,
y en la ciudad M. Du Plessis y el diputado militar
Tamarit; y Seriñán, con la caballería francesa y
catalana, se apostó fuera de las puertas, en un llano entre Montjuich y las murallas, al abrigo de las muchas baterías con que éstas estaban
coronadas.
Tal descripción se necesita para comprender el inopinado suceso que allí hubo. Subieron a la eminencia los dos primeros
escuadrones de mosquetería destinados al asalto; pero llegaron muy fatigados y
con mucha pérdida por haber tenido que ir desalojando de las trincheras de la
cuesta a los enemigos. Puestos allí, sin embargo, no había más que dar el
asalto, que era éxito seguro; mas al intentarlo se notó el inconcebible olvido
de no haber traído escalas ni instrumentos algunos para el caso; entonces
envió a pedirlos Torrecusa al marqués Cheli, que dirigía la artillería
situada a la falda del monte, y la infantería, en tanto, quedó formada
enfrente de las murallas de la fortaleza y expuesta a todo el fuego de las
baterías enemigas. Pasaron horas y horas, y las escalas no vinieron, y nuestra
infantería aguardó con increíble valor, sin perder terreno, cayendo sin
defensa uno tras otro los más valientes de los capitanes y soldados. Había
comenzado el ataque a las nueve de la mañana, y a las tres de la tarde
continuaba todavía la matanza de los nuestros, hecha a mansalva por los
catalanes desde sus muros. Ya s esta hora faltaba el aliento en los pechos más
heroicos. Torrecuso, que era el que tenía la mayor
culpa del estrago con aquella imprevisión fatal, corría de una en otra parte,
desesperado, desatándose en injurias contra Cheli, que le dejaba abandonado
sin instrumentos ni escalas, y sin recordar que él era aún más digno de ellas
por no haber traído consigo lo que convenía.
Mas en un punto quiso Dios que con el mayor castigo que pudiera
recibir, se le ocasionase también la total rota que temía. Estaba a la falda
del monte dando frente a la ciudad el duque de San Jorge, su hijo, con
Con este triunfo cobraron más brío los barceloneses, y haciéndoles
señas los de Montjuich de que les enviasen socorro,
se determinaron a enviarlo, y lo ejecutaron a punto que ya los españoles que
coronaban la
Con la noticia de este suceso y la obediencia prestada en Barcelona al
Rey de Francia, se determinó Richelieu a enviar considerables fuerzas a Cataluña, viendo que aquél era entonces el
punto más vulnerable de España. Nombró por general del ejército a M. de la Motte Hodancourt, y envió tropas,
que formaron con algunas catalanas un ejército de nueve mil infantes y
Era el nuevo General no mucho más hábil que el marqués de los Vélez y
algo más indócil; de suerte que no quería escuchar consejo alguno de los que
sabían más que él en materia de armas; así acabó de traer al último extremo al
ejército; porque dado que en los primeros impulsos de la retirada fuera
conveniente meterse en Tarragona, debió luego salir de ella el ejército, dejándola
bien guarnecida y provista: donde no había de verse forzosamente lo que
sucedió, y fue que, levantado en armas todo el país, fortificados todos los pasos
y las plazas entre Tarragona y las fronteras de Aragón y Valencia con un
ejército al frente y una escuadra en el mar, había de quedar el ejército
encerrado y reducido á la última extremidad de la miseria y el hambre. Pronto
se hicieron sentir tales efectos. Los
Reunióse una armada poderosísima, compuesta de
Entonces Richelieu, para conquistar el Rosellón, envió allá un ejército
al mando de Condé, que se apoderó de Elna, mal defendida por los soldados walones que la guarnecían. Y más cuidadoso de ganar aquella provincia, que sabía que
podría conservar, que no a Cataluña, cuya pérdida tenía al fin por inevitable,
metió en ella nuevas tropas y generales, ordenando también que de los
ejércitos de Cataluña una parte se acercase al Pirineo para dar calor a la meditada conquista, y otra se
quedase en observación de Tarragona y la frontera de Aragón. Había ido a
mandar las armas en Rosellón por nuestra parte el marqués de Mortara, D.
Juan Orozco Manrique de Lara, soldado de glorioso nombre desde la victoria de
Fuenterrabía; y aunque entresacando guarniciones de las plazas había logrado
formar un pequeño ejército, se hallaba sin fuerza para contrarrestar al
enemigo. Dió orden nuestra Corte al marqués de Torrecuso para que de los soldados de las galeras formase
tercios, y con ellos y alguna gente de la que estaba en Tarragona, con pocos
caballos, se embarcase en la armada y fuese a prestar socorro al de Mortara. Con esta orden desembarcó Torrecuso en Rosas; pasó el Tech, con el agua hasta el cuello;
caminó sin descanso, cargados los soldados con las municiones y víveres á la
espalda y ahuyentó a los trozos de gente enemiga que le salieron al paso.
El mariscal de Brezé, nombrado a la sazón lugarteniente de Cataluña por
el Rey de Francia, y los cabos catalanes, noticiosos de su intento, estaban ya
fortificados en el paso de Argeles con seis mil infantes y mil doscientos
caballos, alargando sus trincheras hasta el mar para detenerlo. Sorprendió Torrecuso durante la noche las centinelas enemigas, entró
en uno de sus cuarteles y lo desbarató; de manera que halló, libre el paso,
como quería, y habiendo avisado su llegada al de Mortara,
que estaba en Perpiñán, vino éste á juntársele con su gente. Aún el mariscal
de Brezé quiso impedir esta reunión, y en el momento de verificarse atacó á Mortara furiosamente y logró desordenarlo un
A la verdad, el proyecto de formar un ejército en Aragón que sirviese de
reserva al que mandó el marqués de los Vélez y divirtiese por aquella parte al
enemigo, no era nuevo. No bien el de los Vélez cambió su nombre de Virrey de
Aragón por el de Virrey de Cataluña, y vino a sucederle en aquel puesto el
duque de Nochera, gran señor napolitano, comenzó éste a juntar soldados,
amagando á los pueblos fronterizos de Cataluña; pero de una parte su humor
extraño, y de otra la insubordinación de los capitanes que tenía á sus órdenes,
le impidieron salir formalmente á campaña y hacer la división que estaba
determinada. Fué esta la causa principal de que á poco se le separase del mando
y se le encerrase en una fortaleza, donde murió, sucediéndole el marqués de Tavara en el mando, y en el ínterin fueron los enemigos
quienes intentaron por aquella parte divertir la atención de los nuestros. M.
de San Pol gobernaba en Lérida: reunió un grueso de catalanes y cayó sobre
Tamarit de Litera, villa situada enja ribera del
Cinca, donde se alojaban algunos tercios navarros destinados ya al proyectado
ejército. Sorprendióla; degolló alguna gente; hizo
bastantes prisioneros y se volvió sin que la gente que salió de Fraga en su
persecución pudiera alcanzarle. Tomaron también los catalanes la villa de Orta,
que estaba fortificada, sin que los nuestros pudiesen socorrerla. Hubo reposo
en aquella frontera mientras duró el bloqueo de Tarragona; pero forzado La Motte a levantarlo y falto de dinero para pagar sus tropas,
se acercó de nuevo a Tamarit de Litera, y entrando en ella como amigo, la
saqueó luego horriblemente.
Algo pudiera remediar de este daño D. Francisco de Toralto y Aragón, luego Marqués de este título, que mandaba un trozo de cerca de cinco
mil hombres en la ribera del Cinca; pero no quiso, para castigar a los de
Litera de haber recibido como amigos á los franceses. Lo que hizo para vengar
el insulto fué enviar uno de sus capitanes a que tomase la villa de Almenara,
donde tenían guarnición los enemigos; mas no pudo conseguirlo, aunque lo
intentó por dos veces. Tan tibiamente corrían las cosas cuando el D. Pedro de
Aragón, marqués de Pobar, vino a Aragón á formar el
ejército destinado al socorro de Tarragona. Costóle mucho trabajo ordenarlo, y al fin, apretándole la Corte para que marchase, con
seis mil infantes y mil doscientos caballos que tenía reunidos, pasó los
confines de Aragón y entró en Cataluña.
Dejamos mandando por muerte del de Buttera las
tropas de Tarragona al marqués de la Hinojosa, más conocido por este título,
que tenía de su esposa, que por el conde de Aguilar y Sr. de Cameros, que era
el propio, capitán no vulgar, aunque un tanto corrompido por la vanidad y la
envidia, pasiones viles de la época. A pesar del mal estado de sus tropas, no
bien se alzó el bloqueo, mientras los generales enemigos se
Ya en esto el marqués de Pobar con su ejército
había pasado el Segre por el lugar de Escarpe, apoderándose de la villa, y
encaminándose a Sarroca, rindió el lugar y no el castillo, por carecer de
artillería. Con esto y haber tomado el de Aguilar e Hinojosa el castillo de Constantí y el Coll de la Alforja, pasando en aquél a
cuchillo a toda la guarnición por no querer darse á partido, y dando éste a las
llamas por la obstinación de sus moradores, se pusieron en comunicación los
dos ejércitos. Mas, juntos los generales, no tardaron en suscitarse entre
ellos grandes contiendas, principalmente sobre la materia de mando, no
queriendo ni uno ni otro reconocer superior. Careciendo de órdenes suficientes para
resolver el caso, hubo que consultar a Madrid, cuando todo debió estar
provisto de antemano, y mientras venía la contestación se desaprovecharon las
ocasiones de lograr algunas ventajas con aquellos ejércitos, que reunidos y
reforzados con la gente que trajo de Rosellón Torrecuso,
formaban un grueso considerable. Llegó la resolución de Madrid, y fué tal, que
más descompuso que acomodó á los generales; nueva dificultad para las
operaciones, viniendo la mayor parte de la culpa del de Hinojosa, pues el
marqués de Pobar á todo se prestaba dócilmente. No
hubo más medio que sacar de Cataluña a uno de los dos generales, y cierto que
no pudo ser peor el modo y la ocasión que se eligió para ello.
Habían los franceses invadido el Rosellón de nuevo, como arriba
indicamos, con más fuerzas que nunca, no bien se retiró Torrecuso.
Era tan fácil de prever esto, que no se comprende cómo nuestra Corte pudo
ordenar la retirada; pero aún es menos fácil de comprender el modo con que
ahora acudió al remedio. Ordenóse al marqués de Pobar que recogiendo hasta dos mil corazas y mil dragones,
se encaminase desde Tarragona al Rosellón. La distancia entre estos parajes
llega a cincuenta leguas de tierra, todo a la sazón poblado de castillos y
pueblos fortificados, con muchas plazas fuertes é innumerables cuadrillas de
almogávares y miqueletes, sin contar el ejército enemigo del mando de La Motte-Hodancourt, situado en Montblanch en acecho de las operaciones de los nuestros. Desde luego todos los capitanes
experimentados dieron la empresa por imposible, y el marqués de Pobar envió a la Corte para que lo representase a D. Martín
Llegaron de esta suerte por el Coll de Balaguef
Apresuraban el paso los españoles; pero más aún lo apresuraban los
enemigos, y principalmente los del país, como más prácticos y más hechos á la
fatiga. No había infantería con que ir apartando los almogaváres de los caminos, porque los dragones, desmontados, no bastaban para semejante
servicio; los caballos, faltos de forraje y sedientos, caían aquí y allá
muertos o rendidos, y los jinetes, no más
afortunados, apenas podían llevar sobre sí el peso de las armas. Hogueras encendidas
por los catalanes en lo alto de los montes iban avisando al país que se pusiese
en armas, ocultando los víveres y las provisiones;, y en tanto los
Causó tal desastre en Madrid horrendo espanto; culpábase al General, pero no era sino el Conde-Duque quien tenía la culpa de todo, por
la elección que en él hizo y más aún por su absurdo mandato. Era el D. Pedro
de Aragón, marqués de Pobar, poco capitán, como tan
inexperto en tal ejercicio; pero nunca desmintió en sus intenciones lo honrado
de su cuna, y parece aún respetable en su desdicha. Malogrado con este suceso
el socorro del Rosellón, no tardaron en venir de allí mayores desastres,
perdiéndose para siempre toda la provincia. Un ejército francés, compuesto de
más de veinticinco mil hombres, mandado por los Mariscales de Schomberg y de la Meilleraí,
sitió sucesivamente a Colliure, a Perpiñán y Salsas, que eran las plazas que
defendían la provincia, viniendo el mismo cardenal Richelieu con el rey Luis á los campamentos para
dar mayor estímulo a los soldados. Colliure, donde estaba el de Mortara, se defendió valerosamente. La guarnición peleó
varias veces con los franceses fuera de los muros, y en una de ellas entró uno
de los cuarteles, y tomó y clavó seis piezas de artillería, haciendo gran
destrozo en los enemigos. Logró éste al fin ocupar la plaza; pero el castillo,
que era lo principal, quedó por los nuestros, hasta que luego, falto de agua a
causa de haber destruido las bombas la cisterna, se rindió bajo honrosas
condiciones, saliendo el marqués de Mortara con sus
soldados para Fuenterrabía.
Perpiñán tuvo también que rendirse al cabo de tres meses de trinchera
abierta y más de estrecho bloqueo, por falta de bastimentos, no sin consumir
antes la guarnición todos los animales que se hallaron en la plaza, el
pergamino, la lana y hasta algunos cadáveres, quedando reducida de tres mil
hombres de que contaba á solos quinientos. Portóse como quien era el marqués de Flores Dávila, que allí mandaba, y bajo su mando,
D. Antonio Caballero de Illescas comenzó á acreditarse de capitán esforzado. Perdióse con la plaza el mejor arsenal que entonces
hubiera en España, tan falta de pertrechos y armas, pasando de veinte mil las
de fuego que allí se contaban. Poco después entregó a Salsas sin mucha espera
su gobernador D. Benito de Quiroga, pretextando falta de recursos. Tras esto se
dieron todas las demás villas y lugares, y el Rosellón quedó hecho provincia francesa. Mientras esto pasaba del lado allá del
Pirineo, fueron muy varios del lado acá los accidentes de la guerra, y si no
tan desdihados, no
tampoco muy favorables. Peleóse heroicamente en
Tortosa, porque habiendo intentado apoderarse de esta plaza importantísima el
mariscal de La Motte-Hodancourt, después de la
destrucción del ejército del marqués de Pobar, fue derrotado, en tres asaltos consecutivos que dió, por su gobernador Bartolomé de Medina, asistiendo
hasta las mujeres á las murallas: tanto era por España el amor de los
moradores. Buen desengaño llevó también el francés en la villa de Tamarit de Litera; pues escarmentados los moradores con el
saqueo horrible que ejecutó en ellos cuando como amigo lo recibieron en la
villa, defendieron esta vez la entrada con tal esfuerzo, que no la logró sino a
costa de muchas vidas, y aun así no pudo rendir á algunos de ellos que se encerraron
en la torre: en cambio se apoderó de Monzón, defendida por D. Martín de Azlor, por falta de víveres, amenazando las provincias
aragonesas.
Al propio tiempo D. Vicente de Aragón, enviado a la Conca de Tremp para
promover algún favorable levantamiento entre los vasallos de su casa, tuvo que
retirarse sin fruto alguno. Mil caballos franceses llegaron hasta dar vista a
Vinaroz y llenaron de terror toda la comarca hasta Valencia; y el mismo La Motte-Ho- dancourt hizo una
correría por el condado de Ribagorza con casi todo su ejército, aunque fué resistido de tal
manera por los paisanos aragoneses, que tuvo que tornarse sin botín y con
pérdida. También los navios españoles de la escuadra
de Dunquerque, que al mando del Almirante Feijóo estaban en las costas de Vinaroz desde que se deshizo la gran armada que hubo
el año antes, pelearon con un trozo de armada francesa, y echaron á
pique algunos buques y maltrataron otros después de diez horas de combate; pero
acudiendo el resto de los bajeles enemigos, que eran muchos, tuvieron los
nuestros que recogerse al puerto, y quedaron dueños del mar los franceses. Por
tierra no había otro ejército que oponerles sino el del marqués de la
Hinojosa, encerrado de nuevo en Tarragona y su campo: y aunque no dejaba su
General de molestar a los enemigos con frecuentes algaradas y escaramuzas,
todavía eran éstas insuficientes para traer alguna ventaja importante. En una
de tales algaradas destrozaron los nuestros mil quinientos franceses y
catalanes, degollando mucha parte, haciendo muchos prisioneros y tomando una
gruesa cantidad de dinero que iban escoltando. Descubrióse por aquellos días en Tarragona una conspiración urdida por los frailes carmelitas
descalzos para entregar la plaza al enemigo, los cuales se defendieron hasta
morir los más en sus celdas cuando se les quiso prender. Pero ya en esto los
franceses y catalanes, triunfantes en el Rosellón y en Cataluña, amenazaban por
toda la frontera penetrar en el corazón de la Monarquía.
Clamaban los leales aragoneses, clamaban los valencianos, clamaba el
mismo pueblo de Madrid porque ei Rey saliese al
opósito de los enemigos; sabíase que sólo alrededor
de su persona podían ya juntarse ejércitos tan numerosos como se necesitaban; sabíase que sólo su presencia era capaz de infundir respeto
en los rebeldes y de alentar á los leales; teníanse,
en fin, las mayores esperanzas en aquella jornada, pedida, solicitada por todos
desde el primer grito de rebelión qué hubo en Cataluña, y ahora por la Reina
misma y
Convocóse de nuevo a todos los caballeros, hijosdalgos y nobles de España para que saliesen con el Rey al ejército, ordenando
que los hijosdalgos llamados de privilegio que no
asistiesen lo perdieran por su vida, que los dichos de sangre no pudiesen gozar
en ningún lugar del reino oficio de tales ni tener hábitos en las órdenes, y
que en los libros de cabildo y Ayuntamiento se apuntasen los nombres de los que
habían cumplido con su obligación y de los que habían faltado a ella para que
en todo tiempo constase. Mandóse al propio tiempo
que no se diese licencia a los soldados, que se castigase severamente aos que
huyesen de sus compañías para sentar plaza de nuevo, y que se registrasen
todas las armas ofensivas y defensivas que poseyesen los moradores, así
naturales como extranjeros, so grandes penas, sin duda con el fin de tomarlas
para los ejércitos si hiciesen falta. Por último, se hicieron tales levas y
enganches y requisas, que en Madrid, particularmente, no hubo en muchos días
quien desempeñase ciertos oficios, ni quedó caballo en coche ó caballeriza.
Todo era menester y ojalá que con más rigor se hubiese celado el
cumplimiento de las órdenes. Pero faltaba dinero para todo, y el Rey tuvo que
rogar á los Grandes que hiciese cada uno un donativo para los gastos, según el
patriotismo y riqueza de cada cual, por cuyo medio se juntó algún tesoro. Señalóse entre todos los Grandes el almirante de Castilla,
Enríquez de Cabrera, el mismo que ganó la victoria de Fuenterrabía, olvidado del Conde-Duque por sus grandes merecimientos,
el cual rogó al Rey que le diese permiso para enajenar su mayorazgo y destinar
todo el producto al servicio de la patria. No se le dió;
de suerte que no pasó de generoso el ofrecimiento del Almirante, que con esto
añadió un título más á los muchos de patriotismo y de gloria que ya llevaba
sobre su persona y nombre. Luego el Rey, con el dinero y gente reunidos,
comenzó su jornada: salió de Madrid, llegó á Aranjuez, y no sin detenerse
algunos días en aquellas delicias, pasó a Cuenca, donde también gastó mucho
tiempo en placeres y festejos con que el Conde-Duque procuraba todavía
deslumbrarle. Por fin, después de detenerse aún bastante en Molina de Aragón,
llegó a Zaragoza. Al propio tiempo, aunque muchos títulos y Grandes,otibios patricios, o sobrado
airados contra el Conde-Duque, dejaron de concurrir á la jornada, con sus
gentes se formó en el Ebro el nuevo ejército de hasta diez y ocho mil infantes
y seis mil caballos, número grande después de tantos desastres, con veintidós
piezas de artillería sacadas del castillo de la Aljafería,
donde estaban para tener en respeto á la ciudad desde el tiempo de Felipe II,
y algunas otras que quedaban en los tercios.
Llamóse para que
mandase todas estas fuerzas al
Algo mejor se conducía que él la reina Isabel, que durante su ausencia
había quedado de gobernadora en Madrid. Recorría los cuarteles; animaba a los
soldados que iban a salir de campaña; vigilaba y apresuraba la organización de
los tercios y compañías que se hacían en Madrid para el refuerzo de Cataluña, y
buscaba dinero a toda costa. Entonces fué cuando D. Manuel Cortizos de Villasante, rico negociante de Madrid, á quien la Reina fué en persona a
pedirle dinero sobre sus joyas, se negó hidalgamente a recibirlas, y sin alguna
garantía la entregó hasta ochocientos mil escudos para que los enviase al
ejército, que era entregarlos para no obtener más el cobro; acción loable y que
honró tanto al vasallo como a la Reina.
Era el intento partir en dos trozos el ejército de Cataluña, el uno
compuesto de las tropas que defendieron a Colliure, traídas por Mortara, y otras al mando de Torrecuso;
y el otro trozo al del Capitán general marqués de Leganés, el cual debía
bloquear a Lérida, mientras aquéllos iban al socorro del Rosellón. Pero sabida
la rendición de Perpiñán y Salsas y la pérdida de toda la provincia, se puso
toda la atención en Lérida. Salió el de Leganés propuesto á sitiarla con el
ejército entero: ganó el lugar de Aytona; pasó el Segre y fue a sentar su campo
delante de Lérida en el llano dicho de las Horcas. Halló ya al mariscal de La Motte al amparo de los muros con hasta dos mil infantes y
tres mil caballos franceses y catalanes, fortificado en unas alturas que caen
poco distantes de la ciudad. No era posible emprender el sitio sin
desalojarlo, y por lo mismo no se dilató el ataque, mas fué con poca fortuna.
Pecaba el de Leganés de soberbio, y con su experiencia de la guerra
despreciaba todo otro consejo y opinión que no fuese la suya, y más que
teniendo tan por amigo al Conde-Duque, no reparaba en respeto alguno; por lo
cual se condujo de tal suerte con Torrecuso, que al fin tuvo éste que
abandonarle, viniéndose a Zaragoza con el Rey. Solía decir que renunciaría a la
conquista de Francia si hubiera de hacerla por los consejos de un italiano. Con
esto, mandaba solo el Marqués cuando se empeñó la batalla. Comenzóla Don Rodrigo de Herrera, Comisario general de la caballería, apoderándose con
trescientos jinetes de una de las colinas y de una batería puesta en ella por
los contrarios; pero acudiendo al refuerzo de éstos nuevas tropas, no
tardaron en rechazar a los españoles. Entonces se hizo el combate general en
toda la línea del enemigo, atacada vigorosamente por los nuestros, desde las
diez de la mañana hasta bien anochecido, pero sin fruto alguno. Los franceses,
como inferiores en número, no osaron tomar la ofensiva, y los españoles no
supieron aprovecharse de sus fuerzas. Cometiéronse grandes desaciertos: ninguno supo á quién mandar ni á quién obedecer; todo era
confusión, todo dar y deshacer órdenes; así se pasaron las horas, perdimos quinientos
hombres muertos y muchos heridos, y llegada la noche se ordenó la retirada. No
puede decirse que padeciéramos una derrota, porque tomamos tres cañones al
enemigo, que no pudo quitárnoslos, ni osó luego perseguirnos, y porque el
enemigo estaba fortificado y en lugar eminente; pero siempre fué desventaja
notable el haber de renunciar al propósito de tomar a Lérida. Ni fué esto lo
peor; sino que el ejécito, metido de nuevo
en sus cuarteles, se fué lentamente disipando; de suerte que al comenzar la
siguiente campaña, de aquellos veinticuatro mil hombres apenas cinco mil
quedaron en armas.
Acusóse también
por ello al de Leganés, diciendo unos que no sabía mantener en los soldados la
disciplina, y otros, menos piadosos aún, que los afligía con hambre continua,
a fin de saciar a su costa la codicia desordenada que en él se había
despertado. Pasión indigna de su valor, que sin duda lo tenía Leganés. También
fué reprensible la vanidad con que se dió por
vencedor de la batalla de Lérida, logrando engañar al principio al Rey; pero
no tardó en venir el desengaño; y reunidas todas sus culpas, a pesar del
parentesco y amistad del Conde-Duque, fué separado del mando y confinado a
Ocaña, donde comenzó a formársele proceso por su conducta. Enseguida, avergonzado
del espectáculo que estaba allí ofreciendo, se volvió el Rey a Madrid. Y
entretanto la escuadra española, al mando del duque de Ciudad Real, queriendo
ir al socorro del Rosellón, había pasado por delante de Barcelona, donde estaba
M. de Brezé con la francesa, compuesta de cincuenta y nueve bajeles y veinte
galeras, por habérsele incorporado la que mandó el Arzobispo de Burdeos,
igual en poder a la nuestra. Salió Brezé del puerto, formó sus bajeles en línea
y se empeñó un combate que duró todo el día, sin que la victoria se decidiese
por alguna de las partes: al día siguiente volvieron á encontrarse también sin
ventaja, quemándose y perdiéndose algunos bajeles, y quedando tan maltratadas
ambas, que ni los españoles pudieron llegar al Rosellón, volviéndose á las
Baleares, ni
El conde de Monterrey, con D. Juan de Garay por Maestre de campo
general, acabó de reunir en tanto su ejército en la frontera portuguesa. Pero
como ni el estruendo de las armas pudiera hacerle olvidar sus comedias y
lascivias, las operaciones de aquel General fueron muy lentas. Envió partidas ó escuadrones que hiciesen correrías desde Mérida y
Badajoz, donde tenía acuarteladas sus tropas, a Olivenza y Elvas,
haciendo algunos daños, sin que los enemigos, faltos al principio de toda
ordenanza y disciplina, osasen oponerse á campo raso. Mas su principal
ocupación fué mover tratos en las plazas para que las entregasen los moradores. Adelantólos en Olivenza, y aún se creyó que llegaría
á rendirse la plaza, para lo cual fué a presentarse delante de sus muros D.
Juan de Garay con un buen trozo de gente; pero llegando más tarde de lo
convenido, descubrióse en tanto la trama y se
frustró. Entonces el de Monterrey en venganza hizo quemar y talar todos
aquellos confines y campañas, robándolo y abrasándolo todo, y los portugueses
en cambio entraron en Galicia en número de más de seis mil hombres para
arrasar el país. Salió a ellos D. Benito de Abraldes con poca gente, los detuvo y dió tiempo á que,
llegando tropas de refuerzo, los pusiesen en fuga, persiguiéndolos hasta muy
adentro de sus tierras. Intentó de nuevo el conde de Monterrey tomar á Olivenza
de rebato, encomendándose la facción á D. José de Pulgar, hombre poco
afortunado, el cual llegó de noche delante, de los muros, y errando el petardo
con que pensaba
No se tardó en acometer de nuevo a Olivenza, pero no con más fortuna, y
en el ínterin los portugueses rindieron y saquearon a Valverde,
valentísimamente defendida por D. Juan de Tarrasa, y entrando más .adentro en
la sierra, se apoderaron del lugar de Seijas con su castillo, bastante bien
guarnecido. Hubo también no lejos de Olivenza un choque entre D. Juan de Garay
y Antonio Gallo, portugués, en el cual uno y otro se atribuyeron jactaciosamente la victoria, y el Prior de Navarra, que
mandaba en Galicia, obligó a retirarse a un Cuerpo muy numeroso de portugueses, que al mando de
D. Manuel Téllez de Meneses y Don Diego de Pereira, entró á correr aquella
provincia, sosteniendo algunos choques parciales con ellos en que hubo pocas pérdidas de ambas
partes.
Estos fueron los hechos más brillantes de aquella guerra, reduciéndose
todo lo demás a feroces correrías donde unos y otros quemaban sin piedad los
pueblos, talaban los campos y degollaban a los habitantes con el mayor
encarnizamiento. Los capitanes de uno y otro bando dejaban casi siempre á los
contrarios hacer impunemente tales correrías, o si
acudían al reparo, era por lo común sobrado tarde. Al fin nuestra Corte, que
era quien perdía con aquella inacción, porque en el ínterin los portugueses se
fortificaban más y más, recibiendo tropas y auxilios de las naciones extranjeras
y organizando su gobierno y ejércitos, determinó separar del mando de las armas
al conde de Monterrey, y en su lugar envió al de Santisteban, que no mucho más
experimentado y con tan insignificante
Por este tiempo ya todas las posesiones portuguesas en América, Africa y Asia habían reconocido por Rey al duque de
Braganza. Gobernadas por portugueses, y no habiendo en ellas más que tropas
portuguesas que las defendieran, unas primero, otras después, se fueron
alzando contra España sin resistencia alguna: Ormuz, Goa, Pernambuco, el
Brasil, tan azotado de los holandeses, Angola y las Islas Terceras: sólo Ceuta
quedó en nuestro poder por lealtad del Gobernador el marqués de Torresvedras al Rey de España. Pudo decirse que sólo por
mar nos sonrió la fortuna contra portugueses, porque habiendo encontrado el
duque de Ciudad Real con la armada de España á una holandesa que había venido
en ayuda de ellos, la derrotó, echándola algunos navios á pique y obligándola á refugiarse en sus puertos: fué este combate á la vista
del Cabo de San Vicente.
Italia era teatro al propio tiempo de nuevos contratiempos. Había
reemplazado al marqués de Leganés en el gobierno de Milán el conde de Siruela,
D. Juan Velasco de la Cueva, otro de los privados del Conde-Duque, al cual, ya que no tuviese grandes méritos, no le faltaba alguna
sagacidad y prudencia; mas quiso la suerte que desde el primer día se
continuase la mala inteligencia con el príncipe Tomás de Saboya, no habiendo
cosa al fin en que los españoles y el saboyano estuviesen de acuerdo. Sitió el
conde de Harcourt a Montcalvo y la tomó, y en seguida
se puso sobre Ivrea. Defendiéronse valientemente los sitiados, rechazando en varios asaltos a los franceses, y en
tanto el príncipe Tomás y el conde de Siruela acudieron a levantar el cerco.
Hubo un choque empeñado entre los sitiadores y las tropas del príncipe Tomás,
mas sin efecto alguno, y negándose Siruela a comprometer una batalla general,
discurrieron los aliados para llamar la atención del enemigo ponerse delante de
Chivas. No se Ies malogró el intento; porque apenas
lo supo Harcourt, alzándose de sobre Ivrea vino al
punto al socorro, y los nuestros, que no pretendían otra cosa, se retiraron
sin que el enemigo pudiese obligarlos a venir a la batalla. En seguida rindió
Harcourt el castillo y villa de Ceba y la plaza de Mondovi,
y luego se puso sobre Coni, plazas de las más
importantes del territorio, y á pesar de los esfuerzos de nuestros generales,
la tomó a los cuarenta y seis días de trinchera abierta, mientras los
españoles sitiaban á Montcalvo. Acudió el francés al
socorro de esta última plaza y no pudo conseguirlo, con que tuvo que rendirse
á nuestras armas; mas poco después, falto el de Siruela de soldados, sacó la
guarnición y demolió las fortificaciones. Al propio tiempo el príncipe Tomás,
que quiso sorprender a Querasco, fué rechazado con alguna pérdida. Con esto
terminó la campaña de 1641 por aquella parte, quedando
Enviaron éstos a Madrid Embajadores a quejarse al Rey de la conducta de
los Ministros españoles, y hubo varias conferencias y tratos; pero en el
ínterin se compusieron impesada y cautelosamente con
la Corte de Francia y la regente de Saboya y volvieron contra nosotros sus
armas. Díó esto ocasión sobrada para que se
sospechase que algunas de sus quejas contra los españoles y sus Embajadas,
tenían por objeto ocultar el intento de la defección, y hacerla más dañosa. La
verdad era, que muerto el conde de Soissons, en la
batalla de Sedán, la princesa de Cariñán, su hermana,
mujer del príncipe Tomás, que estaba á la sazón en Madrid, tenía á sus bienes
pretensiones, las cuales no parecía que pudieran hacerse valer sin
reconciliarse con los franceses. Además, tanto Tomás como su hermano Mauricio,
viendo claramente perdida la grandeza de España, más querían ser ingratos que
víctimas.
De todos modos, el suceso no pudo sernos más funesto. Estuvo oculto el
Tratado bastante tiempo para que los príncipes de Saboya pudiesen ir sacando
astutamente las guarniciones españolas de la mayor parte de las plazas, y con
efecto lo consiguieron, no sospechándose aún su deslealtad, y cuando fué
pública, reunido el príncipe Tomás con los generales franceses, tomaron a Niza
de la Palla, Verrua, Crecentino y Tortona, valerosísimamente defendida esta última plaza de los nuestros,
primero en el recinto de ella, luego en el castillo. Era tan importante, que el
conde de Siruela no quiso dejarla perdida, y como víó que los franceses y saboyanos se habían retirado del sitio, llegó allí con
Desde el tiempo de Carlos V tenían los españoles guarnición en Monaco, cabeza del Principado de este nombre, y puerto,
aunque pequeño, esencialísimo para la navegación de España a Italia y para el
socorro de aquellos Estados, mucho más habiéndose dejado perder el de Final,
que con este objeto tomó el gran conde de Fuentes. Era ahora príncipe de Monaco D. Honorato Grimaldi, príncipe de Carpiñano, ricamente heredado en Nápoles y Milán, y hasta
entonces leal vasallo de España; y viendo tan decaídas las cosas de España,
abrió las puertas de la ciudad a los franceses. Los soldados españoles del
presidio, aunque sorprendidos con aquella traición impensada, y sueltos y
desarmados, no dejaron de defenderse por eso, muriendo muchos antes de
abandonar la plaza, entre otros el capitán Esporrin,
natural de Jaca, que los mandaba, peleando gloriosamente por su persona; mas
al fin tuvieron que ceder. Pérdida también muy sensible y de mucha consecuencia
para en adelante. .
Volvíanse en esto todos los ojos y todas las esperanzas de España a Flandes.
Allí era donde estaban recogidas las reliquias de los temibles tercios de
Carlos V
Ni era su general indigno de los de aquella época de gloria, ni sus
capitanes, el conde de laFontaine, el duque de
Alburquerque y otros desmerecían de los primeros. Aguardábase por lo mismo en España que con poderosas diversiones por aquella parte se
llamase de tal modo la atención de los franceses, que no pudieran acudir con
fuerzas muy grandes á Cataluña y á Portugal é Italia.Y cierto que a los principios bien pudieron dar aliento á tales esperanzas,
porque fueron muy gloriosos. Mas aconteció lo que entonces acontecía ya en
No teniendo reunido bastante ejército para el socorro, se estuvo
apostado en las inmediaciones mientras duró el asedio, esperando refuerzos, y
llegando tarde con ellos el barón de Lamboy, no pudo
impedir la rendición de la plaza. Los enemigos antes de alzarse de su campo
fortificado quisieron, naturalmente, dejar aprovisionada la plaza, y para eso
enviaron por un gran convoy; mas el Cardenal Infante maniobró de suerte que se
puso entre el campo francés y el convoy,
Pero esta fué la única hazaña del Cardenal Infante; ni siquiera tuvo la
satisfacción de ver rendida la plaza tan hábilmente ganada. Su salud, ya
decadente con tantas fatigas y trabajos, acabó de llevar el último golpe con
unas malignas tercianas que le acometieron en el campamento, y tuvo que
dejarlo y retirarse a Bruselas, donde murió á poco tiempo de padecer penoso,
llorado del ejército y del país por sus buenas cualidades, y muy sentido en
España, aunque no tanto como merecía lo grande de la pérdida. Su cadáver vino
al Escorial, donde reposa entre sus antepasados. Desde la muerte de Ambrosio
de Spínola no había habido otra tan irreparable y tan dolorosa. Hábil político
y capitán valiente y diestro, tenía también el Cardenal Infante muy alto
patriotismo y una abnegación y dignidad que comenzaban a echarse harto de
menos en la corrompida Corte
Era este de noble familia portuguesa, y acaso de las honradas de aquel
reino; mas no debía andar sobrado de fortuna, y muy joven aún, se vino á la
corte de España para obtenerla. Aquí contrajo amistad muy estrecha con
Olivares, y cuando murió Felipe III, no bien comenzada la privanza de aquel
Ministro, fué ya nombrado Gentilhombre del Rey. Mantúvose por acá muchos años sin obtener empleo, hasta que por los de 1639 fué enviado
al virreinato de Sicilia, cargo harto mayor que sus servicios y merecimientos.
Sobrevino allí á poco la rebelión de Portugal, y Mello permaneció fiel a
España, y tantas fueron las demostraciones de su lealtad, que al tiempo mismo
en que los demás portugueses, por bien reputados que estuviesen, eran
cuidadosamente vigilados, cuando no perseguidos, él recibió el mando de la
Alsacia, y el cargo de plenipotenciario en Alemania. De estos empleos, sin
experiencia alguna de ejércitos, fué traído por el favor solo del Conde-Duque
al difícil gobierno de los de Flandes.
Fueron los principios de este General tan prósperos,
Supo D. Francisco de Mello maniobrar entonces diestramente; envió hacia Hesdin un destacamento de tropas; con lo cual Harcourt,
para precaver algún golpe de mano, salió de las fortificaciones con mucha parte
de sus fuerzas, dejando dentro al conde de Guiche, conocido por el mariscal Grammont, con el resto, que serían hasta doce mil hombres.
Luego al punto embistió las líneas enemigas con veinte mil soldados. El duque
de Alburquerque tomó con su tercio los baluartes y la artillería, á pesar de
una resistencia desesperada, y el marqués de Velada, que mandaba la caballería
nuestra, deshizo al salir de las líneas la de los contrarios; con que después
de seis horas de combate fueron estos derrotados dentro de las fortificaciones
que juzgaban inexpugnables, y puestos en total fuga y dispersión, dejando en
el campo dos mil quinientos muertos, tres mil prisioneros, toda la artillería y
bagaje, la caja militar que tenía cien mil escudos, y todas las banderas y
estandartes, entre otros el llamado de San Remigio, que era el blanco y no se
había perdido nunca, y la bandera de la coronelía del Delfín, las cuales
fueron colgadas en los templos de España. Grammont huyó seguido de muy pocos, y no paró hasta Quintín.
Fué gloriosísima esta batalla, y más porque siendo tanto el estrago de
los enemigos, no pasó nuestra pérdida de doscientos muertos y pocos heridos;
pero no tan fecunda como debía esperarse, porque en todo el resto de la campaña
no se hizo otra cosa que vagar por uno y otro lado y hacer algunas incursiones
por el territorio enemigo, fatigándose y disminuyéndose las tropas corr inútiles marchas. Atribuyóse esto a la división que hubo entre los capitanes españoles, que no tenían a
Mello, falto de autoridad y de antiguos servicios, todo el respeto que
debieran. Pretendió acaso remediarlo la Corte enviándole a Mello en recompensa
de la victoria de Honnecourt, con título de marqués
de Tordelaguna, grandeza de España para su casa, y al
propio tiempo le instó para que hiciese diversión bastante a sacar a los
franceses de Cataluña.
Con estas victorias, para la campaña de 1643 se hicieron los mayores
preparativos. Juntáronse hasta veinte mil infantes y
seis mil caballos, los mejores de Flandes, en los cuales iba casi toda la gente
española que había en los Estados. Dividió el de Tordelaguna y Azumar su ejército en dos trozos, y dejando como en reserva el uno de seis
mil hombres á Beck, Coronel de alemanes, que desde la humilde condición de
cosaco había llegado á aquel punto por sus servicios y virtud militar se
adelantó con el otro, donde había hasta diez y ocho mil infantes y sobre dos
mil caballos, llevando al conde de la Fontaine por Maestre de campo general, y
al duque de Alburquerque, D. Francisco de la Cueva, por General de la
caballería, ausente el marqués de Velada para el gobierno de Milán; y entrando
en la provincia de Champagne puso cerco a Rocroy.
Acababa de ser nombrado por los franceses gobernador
Está Rocroy situada en medio de una llanura,
rodeada de bosques y pantanos, sin otra puertaoentrada que un peligroso desfiladero: con sólo guardar éste por algunas
compañías de soldados, era imposible el paso y el socorro intentado por los
enemigos. Pero Torrelaguna, que quería la batalla, y
que ensoberbecido con sus anteriores ventajas, menospreciaba imprudentemente a
los contrarios, les dejó entrar en la llanura pacíficamente, sin tomar otra
precaución que la de ordenará Beck que viniese en su ayuda con la reserva. No
faltó luego quien le aconsejase que fortificase ligeramente su campo; pero
Mello tampoco quiso dar oídos a consejo tan prudente; antes se salió de él y
formó su ejército en batalla. Levantábase un tanto
la llanura por la parte de la ciudad que ocupaban los españoles; descendía
luego suavemente, y volvía á levantarse por la parte del desfiladero adonde
estaban los franceses. De ellos á nosotros corría uno de tantos bosques como
por allí había, el cual, comenzando no lejos de la derecha de los franceses,
terminaba á la izquierda de nuestro campo. Mello hizo ocupareste bosque por una manga de mil mosqueteros, y al duque Alburquerque D. Francisco
de la Cueva, le dió el mando del ala izquierda que en
él se apoyaba con buena parte de la caballería y la infantería italiana y walona; en el centro, y allí donde más se alzaba el terreno
por nuestra parte, plantó el grueso de la mejor infantería española, gobernada
de aquel conde de la Fontaine, Maestre de campo general, con la artillería; y
en el ala derecha se puso él propio con el resto de la caballería, y alguna
infantería española y extranjera. El duque de Enghien dió frente á los nuestros á la otra parte alta de la llanura, poniendo al mariscal d’Espenan, aquél que defendió á Salsas, en el centro
con el grueso de la infantería francesa y mercenaria; el ala izquierda opuesta
á Mello la fió á los mariscales de l’Hopital y de la Ferté: y en el
ala derecha contra Alburquerque se colocó él mismo con Gassion,
distribuyendo entre las dos alas su numerosa y escogida caballería. A la
espalda dejó en reserva, con buen número de tropas, al Barón de Sirot, soldado de mucha nota. Ambos generales ardían en
deseos de venir a las manos: Mello, sin embargo, aguardaba a que llegase Beck
con la reserva para comenzarla, y aun por eso quizás no había cuidado de dejar
alguna gente a la espalda en su orden de batalla: mas el de Enghien, advirtiendo
el propósito de su enemigo, se apresuró a venir a las manos.
Día 19 de Mayo, al amanecer, se rompió el fuego: comenzólo Enghien embistiendo poderosamente el bosque donde apoyaba sus escuadrones
Alburquerque, que
Hasta aquí la batalla estaba igual por ambas partes: los escuadrones que
componían el centro en uno y otro ejército, no se habían embestido todavía: de
las alas una por cada parte quedaba deshecha. Pero entonces cabalmente se vió la diferencia de talento en los caudillos. Mello con
su caballería no pensaba más que en perseguir a los fugitivos juzgando ganada la batalla, cuando tropezó con el
escuadrón de la reserva que traía Sirot, a cuyo
abrigo comenzaron a recogerse las reliquias del ala izquierda enemiga. Trabóse un reñido combate, y entre tanto el de Enghien,
sabido el destrozo de su ala, repartió acertadamente su gente en dos Cuerpos;
con el uno envió á Gassion por detrás de nuestro
mismo centro a embestir a la infantería vencedora de Mello,
y con el otro fue él mismo a sostener a Sirot con
nuestra triunfante caballería. Esta, gobernada del mismo Mello, se sostuvo
bienal principio, pero acometida por fuerzas tan superiores, no tardó en
dispersarse, sin que el General fuese de los últimos que apelasen á la fuga. La
infantería por tan breves momentos vencedora, fué acuchillada sin piedad a un
tiempo por Gassion que la cogió por la espalda, y por
Enghien y Sirot y toda la caballería francesa. Allí
murieron muchos, pocos huyeron, algunos se recogieron confusamente al centro
donde estaba el grueso de la infantería española, altas las picas, preparados
los mosquetes y arcabuces, inmóvil é intacta todavía. El conde de la Fontaine,
lorenés, ganó aquel día incomparable prez y gloria. Doblado al peso de los
años, y enfermo y desfallecido, se había hecho traer en silla de manos, no
queriendo en tal ocasión desamparar a los viejos tercios, que tantas veces
había acompañado a la pelea. Desde allí vió los
varios trances de la batalla sin poder obrar nada, porque d’Espenan,
aunque no osaba acometerle, le amenazaba sin cesar con iguales ó mayores fuerzas, y descomponer su ordenanza habría sido
entregar sus infantes al hierro de los caballos enemigos en un momento
vencedores. Lo que hizo fué recoger y amparar á los infantes fugitivos que acudieron á sus escuadrones y ordenar a éstos en cuatro
frentes: los mosqueteros y arcabuceros en las primeras filas; las picas detrás,
y en el centro del cuadro que se formaba, los cañones: de modo que, abriéndose
á cada momento los soldados, pudieran disparar sobre seguro los nuestros. No
tardó Engbien, recogida su caballería y ordenada, en
caer sobre el centro. Serenos e inmóviles los infantes españoles, la dejaron
llegar a cincuenta pasos, y allí dispararon sobre ella tal rociada de balas,
que la hicieron volver las espaldas con no menos precipitación que venía a dar
la acometida. Volvió Enghien a cargar dos veces más, y ambas fué rechazado de
la propia suerte con horrible estrago, sin que se notase en los nuestros señal
de desorden ó recelo. Entonces todo el ejército
enemigo vino a cercar el cuadro, azotándole con la artillería, combatiéndole
con furiosos asaltos, y hallando desesperada resistencia.
Prolongóse aquel desigual combate mucho tiempo, consumiéndose poco a poco los
infantes españoles, mas sin ceder un punto, y acrecentándose cada momento la
saña del enemigo al ver que un trozo de infantería desamparado de todo el
ejército osase disputarle la victoria. Al cabo, abiertos ya por todas partes
los escuadrones, flacos y rendidos, algunos capitanes españoles pidieron
capitular. Adelantábase el de Enghien a oir sus proposiciones, cuando otros de los nuestros, o no queriendo capitular aún en tal extremo, ó interpretando mal el movimiento del general enemigo, y
suponiendo que venía a embestirles de nuevo, dispararon su arcabucería. Gritóse traición por ambas partes y de nuevo se comenzó el
combate, aunque ya
Mucha derramaron en aquella ocasión los enemigos; y tanta o más los nuestros. Dejamos ocho mil muertos en el campo;
los prisioneros llegaron a seis mil, casi todos extranjeros; veinticuatro
cañones, las banderas, bagajes y cajas militares. Muy pocos pudieron salvarse
al amparo de Beck, que llegó con sus tropas al campo de batalla cuando acababa
de capitular el último tercio. Mello se refugió avergonzado en Bruselas. Allí
acabó la infantería española que había fatigado á la tierra y encadenado los
ejércitos de todo el mundo por cerca de dos siglos. Acabó con tanta gloria, que
aún los franceses recuerdan con admiración la respuesta de uno de los capitanes
españoles prisioneros, al cual preguntándole por el número de soldados que
tenía
Llegó á Madrid esta nueva infausta a poco de caer de su privanza el
Conde-Duque y cuando la Corte se hallaba aún tan regocijada con tal suceso, que
no tuvo espacio para llorarla como debía. No habían desdicho las últimas
medidas del favorito del resto de su administración, que toda se volvía
imaginar arbitrios buenos o malos, aplicando sin
cordura los malos y dejando de aplicar los mejores. Todavía en 1642, meses antes
de su caída, hizo publicar una pragmática, bajando el valor de la moneda de
vellón, que él mismo había hecho subir en 1636: de modo que las piezas de seis
maravedís valiesen uno solo, con que hubo tal confusión y espanto, que apenas
se hallaba de comer en Madrid mismo. Algo menos infeliz anduvo al querer llamar
de nuevo a los judíos; pero no era él hombre de llevar á cabo tamaña empresa, y
así fué que con sólo haber puesto la Inquisición mal ceño, desistió del propósito;
ni era esto tampoco, verdaderamente, para ejecutarlo de pronto, ni para
atender a males tan inmediatos y urgentes. Los soldados, testigos de su
flojedad y del papel indigno que hacía representar al Rey en paz y en guerra,
llegaron a aborrecerle mortalmente, y estando en Molina de Aragón con el Rey,
de una compañía que
No lo odiaban menos en la Corte, donde hubo ya una conjuración para
matarle en los primeros años de su privanza, que no tuvo efecto. Cada día su
altanería y sus injusticias le atraían nuevos enemigos, y pronto se formó de
ellos una especie de partido ó bandería muy poderosa
que sin descanso trabajaba en su daño. A la cabeza de este partido estaba la
misma reina Doña Isabel de Borbón. Era diestra aquella mujer, como criada en la
Corte de María de Médicis, orgullosa además y dominante de suyo, no podía
llevar con paciencia el poco respeto del Conde-Duque, y desde los principios
habíase propuesto derribarle de la privanza, siendo el no haberlo conseguido
sino al cabo de tanto tiempo grandísima muestra de las profundas raíces con que
la tenía afirmada en el corazón del Rey. Como tenía puesta cerca de la Reina,
para vigilarla, a su mujer, Doña Inés de Zúñiga, dama de no vulgar talento y
completamente imbuida en los intentos de su esposo, ésta, ejerciendo en Palacio
y en el cuarto real una opresión verdaderamente insoportable, tratando de
igual a igual a las Princesas, como la de Mantua y la de Cariñán, y aún poniéndose en las ocasiones delante de ellas,
y echando o intimidando a todas las demás señoras de
la Corte, le ayudó mucho a parar y deshacer los golpes y manejos de sus
enemigos. Pero la Reina, más irritada a medida que se sentía más oprimida y con
menos influencia sobre su marido, estuvo acechando cuidadosamente la ocasión
de castigarle. Ofreciéronsela cumplida los recientes desastres, y más que otro alguno el de la
pérdida de Portugal, que tan profunda impresión hizo en el ánimo del Rey.
Indignada la Reina lo propio que los Grandes y todo el pueblo con aquella nueva
y triste muestra de la ineptitud del favorito, y alentada con la desconfianza
con que comenzaba a oir su esposo los consejos que aquél le daba, apresuró y
redobló las hostilidades. Ella fué principalmente quien inclinó al Rey a que
hiciese la jornada de Cataluña, a fin de que viese por sus mismos ojos el
estado de las cosas.
De vuelta en Madrid se atrevió ya a representarle con vivos colores los
desaciertos y maldades del Conde-Duque, y aun mostrándole un día al príncipe
don Baltasar, su primogénito, dijo con lágrimas que por causa de tal ministro
había de llegar un día en que se viese reducido á la condición de caballero
particular. A este tiempo ya los Grandes no asistían a Palacio ni al servicio
del Rey: el clero, el pueblo, todo el mundo, conjurado contra el favorito,
ayudaba invisiblemente a la Reina. Dos mujeres vinieron aún a secundarla más
activamente, concertando con ella sus planes. La una fué Doña Ana de Guevara,
ama del Rey, a la cual amaba él sobremanera, y que muy ofendida de la mujer
del Conde-Duque por haberla alejado de Palacio, acechó la ocasión de hablarle a
solas, y le dijo contra ella y su marido cuanto la pudo dictar la sed de
venganza, ayudada de la razón y de la verdad. La otra fué Doña Margarita de
Saboya, duquesa de Mantua, que echada de Portugal se vino á Ocaña, y desde
allí, viendo que el Conde-Duque la dejaba abandonada sin enviarle siquiera
para su sustento, se presentó de improviso en la corte; y aunque el favorito hizo mucho porque no viese al Rey, ella, por
medio de la Reina, supo lograrlo, y demostrarle con copiosas noticias que sólo
a aquél y a sus allegados y amigos debía atribuir la pérdida de la Corona
portuguesa. Honrada y prudente mujer era esta Doña Margarita, y digna de
mejores tratamientos que los que empleó con ella el Conde-Duque. También contribuyeron
a desengañar al Rey su maestro fray D. Galcerán Albanell, Arzobispo de Granada, y el conde del Castrillo,
Presidente del Consejo de Hacienda, al cual respetaba mucho el Monarca: el
primero por medio de una carta muy libre, donde le decía claramente todo lo
vergonzoso de su conducta, y el otro por servir a la Reina con oportunas y bien
encaminadas indicaciones y discursos. Por último, se unía a éstos el marqués de
Grana Carreto, enviado del Emperador, que, por lo que importaba a su
Soberano, miraba con dolor la ruina de España. Tanto fué menester para
derrocar aquella privanza; y aun derrocándola era de deplorar el que fuera el
consejo y respeto de personas particulares, pocas bien intencionadas, muchas
sin más deseo que el de la personal venganza, antes que no las grandes faltas
del favorito y desdichas de la Monarquía lo que moviese su caída. Males que se
remedian de tal modo, no pueden decirse remediados, sino más bien aplazados;
porque en el género de gobierno o en el estado de
cosas en que tal suceda, ellos han de repetirse de seguro muchas más veces.
Por fin, el favorito conoció que era inútil la resistencia, y rendido
de tan larga lucha y queriendo hacer menos dolorosa su caída, pidió al Rey
licencia para retirarse de los negocios. Fuéle negada
por dos veces; mas cuando comenzaba quizás con eso á dar entrada
Si Castrillo, con sus malévolas insinuaciones intentó
Siendo el conde-duque Guzmán y su mujer Zúñiga, Zúñigas y Guzmanes, se vieron casi solos en los altos empleos, exceptuando algún
Velasco, por ser su abuelo materno de aquella casa y tener casado á su hijo con
mujer de ella. El resto de los destinos que no pudo llenar con sus parientes,
fue para sus viles aduladores, Jerónimo de Villanueva el protonotario de
Aragón, Diego Suárez, Miguel de Vasconcellos,
secretarios de Portugal, y algunos otros. Hasta su asesor en la privanza, D.
Luis de Haro, no hubiera llegado á serlo sin ser sobrino suyo, porque sólo á
eso debió la entrada en la Corte y la amistad del Rey; si bien cuando llegó a
notar sus adelantos le aborreció sobremanera y comenzó también a preparar su
ruina. Y en cuanto a los medros de su persona y casa particular, fueron
inmensos. Su orgullo, que nunca le faltó, no consentía en él como en el duque
de Lerma, que admitiese regaloso donativos de
particulares como en compra y paga de favores; pero supo obtener empleos y sueldos y comodidades que le produjesen con menos vergüenza tantos ó más beneficios. Primeramente obtuvo un privilegio para
gozar encomiendas en todas las Ordenes militares, teniendo solamente la cruz de
Alcántara, por lo cual
Así, por todos estos conceptos, fué el Conde-Duque de Olivares, el
ministro más funesto y de odiosa memoria que haya tenido jamás España, donde
tantos se han hecho dignos de censura. Y eso que como hombre, ni por su
inteligencia ni por su carácter puede decirse que fuera un hombre vil como
otros, no tan funestos como él, lo han sido.
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