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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑA

desde el advenimiento de Felipe III al Trono

HASTA LA MUERTE DE CARLOS II

POR

CÁNOVAS DEL CASTILLO

 

 

 

 

 

LIBRO PRIMERO. De 1598 a 1610.

 

Principios del reinado de D. Felipe III. Grandeza de la Monarquía.—Carácter del Rey.—El duque de Lerma.—Destituciones y nombramientos.—D. Rodrigo Calderón. —El marqués de Villalonga.—Nuevo modo de administración.—Hacienda.—Política exterior.—Expedición de Irlanda.—Paz con Inglaterra.—Conspiraciones en Francia.—Italia: el Marquesado de Salaces, la Valtelina, Final, diferencias entre el Pontífice y Venecia.—Flandes: Gobierno del cardenal Andrea, Orsoy, Rünberg, los príncipes alemanes, Bomel, ejército de los príncipes, rota de la Caballería holandesa. Llegan a Flandes la infanta Clara Eugenia y el archiduque Alberto, su Gobierno, batalla funesta de las Dunas, sitio de Ostende, Spínola, sus primeras campañas, motín de los soldados, su castigo, guerra marítima, treguas.—Guerra con los infieles, el Archipiélago, Túnez, Arauco.

 

FELIPE III 1578-1621

 

El día 13 de Septiembre de 1598, en fin, las campanas de El Escorial anunciaron a los labradores humildes del contorno que, en la oscuridad y desnudez de una de sus celdas, acababa de morir Felipe II. Y al eco de aquellos tañidos, comunicándose de gente en gente, se fueron levantando, túmulos primero por el Rey difunto, luego tablados para proclamar al Rey nuevo, por todos los reinos de la Península española, por el Rosellón, Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los Países Bajos, el Franco Condado, las Islas Baleares, Canarias y Terceras, por las plazas españolas o tributarias de la costa septentrional de África, por Méjico, el Perú, el Brasil, Nueva Granada, Chile y las provincias del Paraguay y de la Plata, por Guinea, Angola, Bengala y Mozambique, donde tenían grandes establecimientos los portugueses, por los reinos de Ormuz, de Goa y de Cambaya, la costa de Malabar, Malaca, Macao, Ceylán, las Molucas, las Filipinas y todas las Antillas.

Jamás en tantos y tan diversos países se han alzado preces por un Rey ni se ha proclamado por tal a otro, ni antes ni después. La Monarquía española era entonces la más extensa que haya habido en el mundo; y aun cuando la población no fuese tanta como a tan dilatados dominios correspondía, llegaba a nueve millones en sólo los reinos de Aragón y Castilla, y era numerosa en Portugal, Flandes, los reinos de Italia y las colonias, pobladas en pocos años de españoles.

Frisaba en los veintiún años el rey Felipe III cuando sucedió a su padre. En tan corta edad pocos hombres habrían sido capaces de atender a las vastas necesidades de la Monarquía; y el nuevo Príncipe no era de ellos, por cierto. Tímido de natural, de fácil imaginación y frías pasiones, criado luego en el retiro y las prácticas de devoción, sin otra amistad y compañía que el conde de Lerma, que se amoldaba mañosamente á sus gustos piadosos y los favorecía con su hacienda y consejos, cuando llegó a verse en el trono fue su primer cuidado el desprenderse del peso del Gobierno y depositarlo en los hombros del favorito.

Cuéntase que Felipe II se quejó en muchas ocasiones de la incapacidad de su hijo para el gobierno, principalmente con el archiduque Alberto, el que casó con la infanta Isabel Clara Eugenia, que era su confidente y amigo. También previó muy temprano que aquel conde de Lerma, a quien él propio había designado para que entrase en la servidumbre del Príncipe, vendría a ser con el tiempo el árbitro de España. Pero ni supo remediar con una educación sabia los defectos naturales del hijo, ni logró privar al favorito de su ascendiente sobre él, aunque llegó a intentarlo. Acaso el ejemplo fatal del príncipe Carlos, acrecentando en el ánimo del Rey los recelos naturales de su carácter, le movió a dar una educación humilde y monacal a su hijo en los primeros años. Y cuando quiso que comenzase a tomar parte en las deliberaciones y negocios del Estado, para disponerle a las altas obligaciones que le esperaban en el mundo, ya era tarde. Creó un Consejo de Estado, donde se examinaban dos veces por semana los negocios más arduos, bajo la presidencia del Príncipe, y le ordenaba luego a éste que le hiciese relación de lo tratado, de la resolución tomada y de las razones en que ella se fundaba. Pero el Príncipe, tímido siempre y silencioso, ni dio nunca un parecer, ni supo hacer relato alguno a su padre. Ni siquiera osó elegir esposa a su gusto: le mostraron retratos de tres princesas, y apenas fijó en ellos los ojos; se aguardó inútilmente su resolución, y al fin, muertas dos, hubo de casarse con la tercera, que era Doña Margarita de Austria. Casto, limosnero y devoto, dio a conocer el nuevo Príncipe desde los principios que limitaba sus intentos a ser buen católico, y la muerte le dio hartas treguas al Rey prudente para que viese desde su dolorosa silla que el conde de Lerma venía a heredar sus pensamientos y sus obras y a disfrutar de su poder. Húbolo de llorar, tanto porque sabía que los favoritos, por buenos que fueran, habían de traer consigo la ruina del Estado, como porque a su gran penetración no podía esconderse que el de Lerma no era hombre de prendas ni de aptitud para tan alto empleo.

Era D. Francisco Gómez de Sandoval y Rojas, marqués de Denia y Conde a la sazón de Lerma, palaciego hábil y hombre de negocios activo y diestro, mas no profundo político, ni administrador inteligente como España necesitaba. Ambicioso, desconfiado, suspicaz, poco cuidadoso de la propia hacienda y largo en recoger la ajena, acostumbrado a los medios pequeños y a las pequeñas cuestiones, no acertó a remediar uno solo de los males de la Monarquía, ni hizo más que empeorarlos al mismo tiempo en que favorecía pródigamente su casa y persona. Muy desde los principios pudieron notarse tales calidades. Comenzó trocando su título de Conde por el de Duque de Lerma. Luego echó del lado del rey a su preceptor D. García de Loaisa, ahora Arzobispo de Toledo, y al Inquisidor general D. Pedro Portocarrero, y muertos, uno primero, después otro, por enfermedad de cólera y desengaños, puso en su tío don Bernardo de Sandoval y Rojas entrambas dignidades. Los ministros de Felipe II, Cristóbal de Moura, el conde de Chinchón y Francisco de ldiáquez, hombres todos ellos de mejor o peor ánimo, pero muy experimentados en los negocios y muy útiles para el despacho, bien dirigidos, fueron alejados de la corte con pretextos más o menos honrosos, y en su lugar entraron deudos del privado. Se salvaron del general naufragio Juan de Idiáquez y el marqués de Velada, mas por encogimiento y poca estima, que no por virtud y fama; pero no Rodrigo Vázquez, presidente del Consejo de Castilla, varón de virtud antigua, aunque de corazón duro y severo, grande estorbo a liviandades. En lugar de este entró el conde de Miranda, tibio defensor de los derechos de aquel Consejo insigne, amigo del placer y del oro que lo proporciona, hombre en todo á gusto del favorito.

Dio este en el arte, sobradamente cultivado después, de repartir los empleos públicos por salario y paga de los servicios que a su persona se prestaban, y así llenó con sus deudos y hechuras todos los virreinatos, y puestos de importancia. Poco después comenzó a venderlos, e introdujo aún la dañosa costumbre de conferirlos por gracia o venta antes de que vacasen, con que comenzaron a verse en cada uno dos dueños, el que lo poseía y otro que esperaba a que este muriese para disfrutar de tan extraño don o mercancía. Por aquí comenzó la corrupción que a tan lastimosos extremos llegó los años adelante. A ejemplo de su principal, los secretarios y ministros que lo servían, y señaladamente D. Rodrigo Calderón, que de paje suyo llegó hasta a hacerse dueño de su confianza, comenzaron a vender cuanto pasaba por sus manos. Cundió pronto el daño: se vieron ministros que habían servido honradamente por largos años en el reinado antecedente, hacerse culpables de todo género de cohechos y desmanes. Fue notable entre otros el ejemplo del conde de Villalonga, D. Pedro Franqueza, secretario del estado de Aragón, que en treinta y seis años con Felipe II no tuvo nota, y metido luego al manejo de la hacienda con D. Lorenzo Ramírez de Prado y otros favorecidos del duque de Lerma, en poco tiempo llegaron a tanto sus concusiones y escándalos, que el mismo Duque se espantó de ellos, prendióle, y hallándose contra él en su proceso hasta cuatrocientos setenta y cuatro cargos, le dejó morir en la cárcel. Publicáronse pragmáticas contra los cohechos que en el duque de Lerma que las ordenaba eran hipocresías. El hecho era que los virreyes y gobernadores de las provincias pagaban por llegar a serlo subsidios muy gruesos al privado y sus amigos, y que las provincias mismas los pagaban para obtener justicia, con que en todo intervino el oro en adelante. Y entre tanto los cargos que podían acercar al Rey personas que no eran de su devoción, suprimíalos el de Lerma o los acumulaba en su persona, para evitar que se le suscitasen émulos y oposiciones. Aun los Consejos del reino comenzaron a estorbarle: el de Castilla, el de Hacienda, el de Indias, el de la Guerra y los llamados de Italia. Flandes, Aragón, de las Ordenes, de Inquisición y de Cruzada, a cuyo cargo estaba la administración de los negocios públicos, principalmente en los cuatro primeros, y la gobernación de las provincias; porque con el respeto que inspiraban y la noble entereza de los magistrados que solían componerlos, no era posible que él pudiese llevar á término ciertos abusos y desmanes.

Entonces nació aquel sistema funesto de juntas particulares formadas para resolver todos los negocios en que tenía interés el favorito, con individuos sacados y escogidos en todos los Consejos de entre sus criaturas, y los magistrados, pocos aún, que por flaqueza o infamia estaban a su devoción y mandado. No satisfecho aún con tal cúmulo de poder y tanta independencia, puso impedimentos a la comunicación, antes libre, de la familia real, no fuese que en ella se levantase alguno que quisiera quitarle o compartir el poder con él. Ofendióse tanto la vieja emperatriz María, hermana de Felipe II y tía del príncipe reinante, que estaba en Madrid en el convento de las Descalzas Reales, y comenzó a mostrar su desagrado de tal suerte, que a creer algunas memorias del tiempo, por huir de ella fue el trasladar la corte a Valladolid, como en efecto se trasladó corriendo el año de 1600, y estuvo allí cinco años. Sea de esto lo que quiera, ello es que la influencia del favorito no se mermó en lo más mínimo con el despego de la familia real, y que llevó sus celos y su audacia hasta el punto de señalar límites a las relaciones del Rey con la Reina su esposa; hecho increíble en otro ministro que el duque de Lerma y con otro Rey que Felipe III. Con esto y con poner de confesor del Rey a un fray Gaspar de Córdoba, hombre de vulgar inteligencia y bajos intentos, sin ambición ni destreza, aseguró completamente su dominación; y así él solo desde su casa con sus secretarios y ministros particulares, su favorito y corte, haciendo de ella archivo de todos los papeles importantes, y palacio de todas las solicitudes, comenzó á disponer del Estado á su antojo, mientras que el Rey en el despacho no hacía más que practicar bien y minuciosamente sus devociones.

Cuáles fuesen las conveniencias de la Monarquía, lo dejamos atrás explicado. Era preciso sobre todo organizar la Hacienda, obra a la cual había consagrado sus últimos años Felipe II, aunque no con mucho éxito por las circunstancias que le acosaron. Y como principal remedio de la penuria del Tesoro, y como fundamento de las mejoras que tanto necesitaban la Agricultura y Comercio, y las atrasadas artes del país, era indispensable el reposo, la paz que sabiamente buscó Felipe II en el tratado de Vervins. Ni una cosa ni otra se supo alcanzar. Y malos principios eran para lograr lo primero, el invertir en las fiestas que se hicieron en Valencia al recibir a la reina Doña Margarita, que vino por Italia a juntarse allí con su esposo, no menos que un millón de ducados que hacían harta falta en Flandes y en otras partes, para atender al Ejército y Armada, y más aún para pagar los préstamos y deudas, que mientras más se dilataban más consultan las rentas de la Monarquía. Desplegó además el duque de Lerma un lujo como de Monarca en sus cosas propias, y muy grande también en las cosas del Estado, desde los primeros años de su administración. Gastó él de por sí trescientos mil ducados en Valencia, al propio tiempo que le hacía gastar un millón al Erario, y envió desde luego gruesas sumas al Emperador y a otros príncipes para prevenirlos en favor de su política.

Reuniéronse las Cortes de Castilla en el mismo año de 1598 en que comenzó el nuevo reinado, y se propuso en ellas la gran estrechez y empeño del real patrimonio, y en comprobación de lo mismo se presentaron dos relaciones del valor de todas las rentas del reino, por donde se vio que las fijas no pasaban de cuatro millones, y que las demás, que estaban encabezadas y arrendadas, importaban cinco millones seiscientos cuarenta y cinco mil seiscientos sesenta y ocho ducados. Unas y otrasestaban empeñadas y enajenadas, de suerte que no podía el Estado valerse de ellas. Entonces se establecieron las sisas, que después fueron conocidas con el nombre de servicio de veinte y cuatro millones. Poco hubieron de arbitrar estas primeras Cortes para los grandes gastos y prodigalidades del duque de Lerma, cuando en 1600 se convocaron nuevas, las cuales consintieron en desembarazar y desempeñar las rentas reales, tomando a cargo del reino un censo de siete millones y doscientos mil ducados, y concediendo al propio tiempo un servicio de diez y ocho millones de ducados en seis años, a tres por cada uno, para pagar el principal é intereses de aquella deuda. Prefirió de esta suerte el reino a admitir nuevos tributos o a acrecentar los antiguos, el tomar sobre las deudas de la Hacienda y desempeñarla, como con efecto se desempeñó. Pero no se logró con esto el propósito; porque continuando la mala administración de la Hacienda, hallóse esta de nuevo empeñada en doce millones que se debían a hombres de negocios, los cuales tiraban muy grandes intereses, sin contar las deudas de juros situados y sueltos, con que fue preciso pedirles a las Cortes, otra vez reunidas en 1607, que otorgasen el servicio de millones para esto, y la paga de toda la gente de guerra de dentro y fuera del reino, armada, fortificaciones y gastos de la corte. También los procuradores vinieron en concederlo. Así votaron diez y siete millones y medio en siete años, a dos y medio por cada uno. Por último, a los judíos portugueses se les obligó a pagar dos millones cuatrocientos mil cruzados, por manera de multa o castigo de sus apostasías.

Cargábanse los impuestos, parte sobre el consumo de ciertos artículos de necesidad para la vida; parte en censos sobre los propios de los pueblos: añadidos a los ordinarios y antiguos, que eran ya muy pesados, causaron muchas lástimas y miserias en Castilla. No tuvieron mejor suerte las demás provincias: en todas se impusieron más contribuciones de las que buenamente podían soportar, añadiéndolas a las que ya pagaban en los reinados anteriores. Sólo Vizcaya tuvo valor para resistir (1631), y eso en mengua de la Monarquía, porque no se negó a pagar los nuevos impuestos, alegando el interés común y general de los pueblos, sino sólo sus propios fueros y exenciones. Cedió Felipe III a las reclamaciones enérgicas de Vizcaya por consejos del favorito, y escribió una carta a la provincia, revocando su determinación y confirmando todos sus privilegios antiguos: que fue perder los recursos con que ya se contaba y perder a la par mucha parte de su dignidad el Gobierno, retardándose más y más la necesaria y deseada unidad de la Monarquía.

Mas no bastaron las nuevas contribuciones y recursos ordinarios para apagar la sed del Tesoro, y lo demás que se imaginó fue de poca eficacia y muy ruinoso. Alzóse el valor de la moneda de cobre (1603), lo cual hizo que los comerciantes extranjeros se apresurasen a inundar de cobre nuestros mercados, llevándose en cambio mayor cantidad de plata de la que el cobre valía, con que se perdieron muchos millones en aquella operación disparatada, además del crédito. Y no fue esto sólo, sino que tal especie de moneda se acrecentó a punto de entorpecer las transacciones. Durmióse tanto el Gobierno, que en vez de hacerlo consumir, acrecentó las licencias de acuñarlo, y contempló impasible el continuo arribo de bajeles que vaciaban en las costas españolas aquella moneda vil de que venían cargados, retornando llenos del oro y plata de América. Poco antes de esta alteración de la moneda, sonaron intentos misteriosos sobre la plata labrada, que en gran copia tenían los particulares y principalmente las iglesias, los cuales no llegaron a realizarse (1602), pero pusieron en no poca tribulación y descontento los ánimos. La expoliación y la violencia del fisco tocaba así ya en los mayores extremos. El duque de Lerma no acertaba con otros medios para llenar el vacío de las arcas públicas. Claramente se veía que el más eficaz era la economía en los gastos y en la administración; pero esto cabalmente no quería practicarlo el favorito. Así fue que desde los primeros años del reinado de D. Felipe, que vamos relatando, la Hacienda pública se vio en mayor pobreza que hubiera sentido hasta entonces. Faltan documentos originales para determinar su verdadero estado; pero en una memoria presentada al rey de Francia, Enrique IV, por sus espías en España, cuando meditaba sus grandes proyectos de guerra contra la casa de Austria, se leen datos curiosos, que si no del todo exactos, puede creerse por el objeto que se acercaban bastante a la verdad. Asegurábase que las rentas de la corona, prescindiendo de las de Portugal, llegaban a quince millones seiscientos cuarenta y ocho mil ducados; pero que en 1610 estaban ya todas empeñadas en ocho millones trescientos ocho mil quinientos ducados, a pesar de los esfuerzos y sacrificios de las Cortes de Castilla, que cada año concedían nuevos subsidios. Las rentas de las Baleares, Nápoles, Milán, Sicilia y Flandes no bastaban para su administración y defensa; y sólo las provincias de España, y más que ninguna, Castilla, conllevaban aquella carga inmensa capaz de agobiar a los países más prósperos.

Sin embargo, el duque de Lerma no hizo lo que debía por mantenernos en el reposo a que prudentemente nos había traído Felipe II. Sin ser de carácter tan emprendedor y belicoso como otros ministros que antes y después tuvo por aquellos siglos la Monarquía, pagó también algún tributo al orgullo nacional, y se lanzó sin reparo en nuevas expediciones y aventuras. Para prolongar la lucha ya irrevocablemente resuelta del catolicismo contra la reforma, continuó pagando las pensiones cuantiosas que en tiempo de Felipe II recibían con el propio objeto los católicos de Inglaterra y Alemania y los descontentos de Francia. Aprobaba la política de la época, harto imbuida en las máximas que reveló Maquiavelo, semejante sistema de hostilidades; y Felipe II lo empleó contra sus enemigos políticos, como ellos lo emplearon contra él en Flandes y en otras partes. Pero pasadas las ocasiones de guerra, cuando la reforma estaba consumada en Inglaterra y Alemania, dada por imposible su conversión por las armas y hecha la paz con Francia, ni eran necesarias tales pensiones, ni parecía siquiera sensato el continuarlas pagando. El duque de Lerma las mantuvo, sin embargo, como estaban, porque aspiraba aún a levantar el catolicismo en Alemania y en Inglaterra, a desmembrar cuando menos a Francia y a dominar en Italia. Por locos que parezcan tales pensamientos, no hay que culpar de ellos al duque de Lerma solamente: justo es decir que dominaban en muchas personas de cuenta, y en no poca parte del pueblo, que habiéndose criado en las grandezas de Carlos V o en las altas empresas de Felipe II, juzgaban a la nación capaz de tanto todavía. Faltóle al favorito firmeza de ánimo y una conciencia de su deber bastante ilustrada para no ceder a las exigencias insensatas del orgullo nacional; que bien pudo despreciar por esta parte sus murmuraciones, quien sabía despreciarlas en cosas menos injustas, y que más herían su honra. Hubiérale ayudado en ello el clamor de los muchos que ante todo pedían algún alivio en sus miserias. Ni era aquella la ocasión de pensar en altas empresas, ni era él hombre para llevarlas á cabo; y acontece en las cosas políticas que lo que en tal hombre y en tal día es grande y digno de aplauso, o cuando menos de respeto, parece ridículo en otra ocasión y en otras manos.

Los temporales solamente pudieron impedir que la Invencible destruyera el poder del protestantismo inglés; mas las empresas que intentó contra aquella nación el ministro de Felipe III llevaban la destrucción en sí mismas y en su propia pequeñez e impotencia. Mandó una expedición en favor de los católicos de Irlanda que estaban hacía tiempo en armas contra la metrópoli (1602), donde apenas se contarían seis mil hombres de desembarco gobernados de D. Juan del Aguila, capitán criado en la escuela del duque de Alba, y luego Maestro de campo debajo del príncipe de Parma, valerosísimo y prudente. Desembarcó esta gente y se apoderó de Baltimore y de Kinsale. Desde allí envió Aguila un escuadrón de dos mil españoles, al mando de su segundo Ocampo, a que se incorporase con las fuerzas del conde de Tyron, caudillo principal de los rebeldes. Hallábanse éstos muy disminuidos y desalentados con las derrotas que habían padecido antes de llegar los españoles; de suerte que solo se reunirían con los nuestros unos cuatro mil soldados. Montjoy, Virrey de la isla, llegó con el ejército inglés y encontró al conde de Tyron y a Ocampo no bien habían logrado reunirse. Trabóse al punto un combate, en el cual los nuestros hicieron prodigios de valor y mantuvieron por largo espacio indecisa la victoria: con todo fueron vencidos. Las tropas allegadizas y tumultuarias de los irlandeses, con pocas armas y menos disciplina, no supieron resistir y abandonaron el campo, y solo los nuestros perdieron ya inútilmente más de dos mil doscientos hombres. Ocampo y muchos de sus oficiales quedaron prisioneros. A estas nuevas, D. Juan del Aguila, sitiado por mar y tierra, se vio con el resto de la gente forzado a capitular. Estipuló ante todo el capitán español que se daría una completa amnistía a los habitantes de Baltimore y de Kinsale que habían prestado muy buena acogida á los nuestros; y luego que una escuadra inglesa conduciría a España sus tropas con toda la artillería, municiones y efectos desembarcados. A todo accedió el Virrey, que, habiendo visto pelear á los nuestros, se contaba por feliz con que a tan poca costa dejasen la tierra. El conde de Tyron tuvo entonces que someterse a la reina Isabel; mas no juzgándose seguro en Inglaterra, fue a acabar sus días en Roma.

Murió a poco Isabel de Inglaterra, y con su muerte se abrieron de nuevo los tratos de paz tantas veces comenzados; mas ahora llegaron a terminarse por la buena voluntad del rey Jacobo y de sus ministros que en todo se pusieron de parte de España. Hubo primero que resolver cuestiones de etiqueta muy graves para aquel tiempo. No sabiendo en qué orden habían de sentarse los embajadores, se imaginó ponerlos en derredor de una mesa redonda. La paz fue ventajosa, y aún por eso se dijo que el rey Jacobo era de corazón católico, y que a sus ministros para que favoreciesen nuestros intereses y la política de España, los ganó el duque de Lerma con dinero. Si esto fue cierto, bien puede causarnos maravilla la venalidad de los ministros extranjeros de aquel tiempo, porque en todas partes hallaba nuestra política tales ayudas. Añádese que el primer intento del duque de Lerma después de las paces, fue incitar a la Inglaterra contra Francia, formando una liga con aquella potencia para devolverle las provincias que había poseído en otro tiempo y repartir el resto en varios dominios, los unos libres, los otros dependientes de España. Sacrificábase aquí, si fue cierto, el interés católico al gran interés político y de conservación de la Monarquía, cosa rarísima verdaderamente en nuestra corte; pero la traza, así como imaginada en los días de Felipe II y de la reina María, pudiera haber sido de efecto, no podía serlo entonces de modo alguno, porque Francia estaba ya libre de disensiones, y harto flaca España para soportar los empeños de tamaña empresa. No se intentó al fin, acaso porque no se prestase el pacífico Monarca inglés a entrar en la liga, y comenzó el Duque a tramar conjuraciones dentro de Francia.

Descubrióse la más extensa y mejor combinada de ellas, a cuya cabeza estaba el Mariscal de Byron, uno de los mayores capitanes de Enrique IV, y en la cual tomó parte muy principal el duque de Saboya. El Mariscal fue condenado a muerte, y ejecutado en la Bastilla, y la conspiración quedó frustrada. Fontenelles, de noble familia de Bretaña, tuvo después la propia suerte por haber querido entregar el fuerte de Donarnenés a España, y diez o doce personas más de las principales de la provincia fueron por el mismo motivo decapitadas. Ahora los intentos de nuestro Gobierno se encaminaban principalmente a tomar Marsella, cosa que tan fácil hubiera sido en otras ocasiones; y si la conjuración del Mariscal de Byron hubiera alcanzado buen éxito, estaba ajustado que viniese a nuestro poder. Frustrada aquella trama, se imaginó otra que no tuvo mejor suerte. Luis de Alagón, barón de Mairargues, que mandaba las galeras de Francia en el puerto de Marsella, y al propio tiempo era uno de los magistrados municipales de aquella plaza, se ofreció a ponerla en manos de los españoles. Supo también su intento el Gobierno francés, y perdió la cabeza en el cadalso. Pero aun esto no contuvo la venalidad en Francia: porque pocos días después fueron ajusticiados en Tolosa dos hermanos que iban a entregar las plazas de Narbona y Leucata al Gobernador del Rosellón. Empleó España sin fruto en tales intentos crecidas cantidades, que vinieron a recargar dolorosamente el exhausto Erario.

Algo mejor librados salieron en Italia los intereses políticos y religiosos de nuestra corte, mas no por virtud del duque de Lerma. El Papa Clemente VIII, nombrado árbitro por el tratado de Vervins entre Francia y el duque de Saboya que pretendían a un tiempo el Marquesado de Saluces (1601), adjudicó estos Estados al Duque, mediante alguna indemnización al francés, merced al influjo de España que no quería que por aquel territorio tuviese su rival entrada libre en Italia.

Quien tuvo la mayor parte en el buen éxito de tales negociaciones fue D. Pedro Enríquez de Acebedo, conde de Fuentes, que del Gobierno de Flandes había venido al de Milán. Era el Conde discípulo del duque de Alba. Preciábase de tener sus mismos sentimientos y de observar la propia disciplina que él. Sagaz, altivo y fastuoso, despreciador de todos los hechos militares que no fuesen los suyos, y de otra nación o potencia que no fuese España, llegó a influir de un modo poderoso y decisivo en los negocios de Italia. El echó allí los fundamentos de la política hábil que, a pesar de todos los desaciertos y miserias de la corte, mantuvo por España el Milanesado hasta la muerte de Carlos II. Fue el primero en comprender la importancia de la Valtelina para la conservación del Milanesado, porque ponía en comunicación esta provincia con los Estados del Emperador, natural aliado y amigo de España. Propuesto desde entonces a que fuese nuestro aquel territorio, levantó un fuerte en los confines del Milanés y de la Valtelina, al que llamó de su nombre, fuerte de Fuentes, y comenzó á ganarse los ánimos de los naturales. No tardó en apoderarse del Marquesado de Final, poseído por Alejandro Caretto, anciano octogenario que no dejaba sucesión. A la verdad, sobre estos Estados podía alegar ciertos derechos España; mas su conveniencia y su fuerza fueron los verdaderos títulos en que se fundó la conquista. El dominio de Final era también importante para la conservación del Estado de Milán, porque en su puerto podían desembarcar nuestras flotas y mantenerse, por él, a la par que por Mónaco, la comunicación con España. Poco después estallaron grandes diferencias entre el Pontífice Paulo V y la República Veneciana (1606), con motivo de haber sometido aquélla a los tribunales civiles las causas de varios eclesiásticos. Y llegando el asunto a trance de guerra, tomó nuestra corte la defensa del Papa: previno el de Fuentes un ejército, y los venecianos no osaron medirse con él y se avinieron con la corte de Roma. Ningún suceso fue tan agradable como éste a los ojos del rey Felipe y aun a los del vulgo, porque él hacía representar a España el papel de cabeza y amparo del catolicismo que tanto ambicionaba. Y, sin embargo, dióse con él un ejemplo funesto, por dicha no repetido más tarde, que fue sostener con las armas las pretensiones, no ya dogmáticas, sino disciplínales de la corte de Roma, contribuyendo á que la potestad temporal en una nación independiente quedase vencida por la potestad espiritual, y no en discursos ni negociaciones, sino por medio de las armas: hecho harto más católico que prudente ni político, a no ser que fuera el propósito del hábil conde de Fuentes y del de Lerma, humillar á los venecianos nuestros naturales enemigos.

Mas el punto adonde mayormente inclinaba su atención la corte eran las provincias de Flandes. Porque no obstante que el rey D. Felipe II había cedido el dominio de aquellos Estados, de suerte que ya no componían parte de la Monarquía, continuaba la guerra con la propia obstinación que antes, mantenida de un lado por las provincias unidas con el nombre ya de República de Holanda, y de otro por las armas españolas que ocupaban aún las plazas y lugares en defensa y protección de los derechos de la infanta Isabel Clara y del archiduque Alberto. Malográronse con esto muchas de las esperanzas que había dejado nacer la cesión de aquellos Estados, pues no parecía razón que por cosa que no la pertenecía mantuviese la nación tan costosa guerra. Pero de una parte los holandeses se mostraban tan soberbios y tan poco inclinados a la paz, que parecía afrenta el dejar la guerra; de otra parte la manera con que se había pactado la cesión, constituyéndonos en protectores de la nueva soberanía y haciendo á esta feudataria de nuestra corona, nos obligaba a su defensa; y, por último, y más que todo, el rey Felipe III, lleno de religioso celo, y su ministro, arrastrado por temerarias miras de engrandecimiento, ni querían ajustar paces con tan aborrecidos herejes, ni renunciaban aún a avasallarlos, ni se prestaban de buena voluntad a abandonar del todo aquellas provincias, contando con que si no tenían sucesión los príncipes habían de volver a sus manos. Error este notable, porque lo que se propuso sin duda Felipe II, y lo que convenía a la nación, era apartarse de guerra tan inútil y costosa con algún honroso motivo, y no podía haberlo mayor que aquel para lograr, tarde o temprano el intento. Fuera del país las tropas españolas y el Archiduque y la Infanta entregados a sus fuerzas naturales, habrían logrado sin duda mantenerse en él a la sombra del Rey de España y del Emperador, haciendo treguas o paces con los holandeses mucho antes que se hicieron y quizás con más ventajas. No se siguió este buen consejo, y vino á acontecer que la cesión no aprovechase de nada.

Mientras el Archiduque y la Infanta estaban en España se puso el Gobierno de aquellos Estados a cargo del cardenal Andrea, hijo de la casa de Austria y deudo de entrambos. Era el Cardenal hombre de no escaso entendimiento y esfuerzo, y supo administrarlos con celo, ya que no con mucha fortuna. Resolvióse bajo su consejo y mandó sujetar o castigar a las ciudades alemanas del Rhin que por ser protestantes solían ofrecer ayuda y resguardo a los holandeses. El Almirante de Aragón, don Francisco de Mendoza, hermano del duque del Infantado y Capitán general de la Caballería, en quien recayó el mando del ejército, pasada muestra de las tropas que montaban a 20.000 infantes y 2.500 caballos, tomó la vuelta de Güeldres, rindió a Orsoy y otros castillos sin mucho trabajo, y de allí se fue a poner sitio en Rimberg, ciudad importante y fortalecida. Plantáronse las baterías por tres partes y se comenzó a batir la plaza con mucha furia, porque se temía que los enemigos viniesen al socorro. No dió tiempo a tanto la defensa, porque habiendo caído una bala de cañón en ciertos barriles de pólvora, se voló toda con gran estrépito y muerte de muchos soldados y burgueses, lo cual causó tal confusión y espanto, que al punto determinaron rendirse a partido. Tomada Rimberg, guarneció el Almirante algunos lugares para dejar afirmadas las espaldas, y en seguida pasó el Rhin con sus tropas. ArrimóseaWesel, ciudad imperial, pero herética, para poner en ella guarnición; y los vecinos con gruesa contribución primero, y luego restituyéndose falsamente al culto católico, obtuvieron que se desistiese de tal intento. Después trató de acometer a Desborech; pero el conde Mauricio, que acudió al socorro de aquella plaza, supo estorbarlo. Más felices fueron los nuestros delante de Doetecon, villa cercana y no tan fuerte, y eso que, al encaminarse allí la Caballería española, recibió algún daño de los enemigos emboscados al paso. En tanto el invierno venía ya bien entrado en aguas y fríos, de manera que no se podía campear en aquel país. Esto y la falta de vituallas y forrajes, determinó al Almirante a dar cuarteles a su ejército sin hacer más daños en los contrarios. Fue, pues, la campaña por demás infecunda y no conforme con las esperanzas que hubo al emprenderla.

Pero anduvo aún más desacertado el Almirante en el alojar el ejército que en la campaña. Habíale mandado el cardenal Andrea que se alojase por amor o por fuerza en tierras de enemigos. Comprendiólo el Almirante, de suerte que envió y distribuyó las tropas por Munster, Westfalia y otras provincias de la jurisdicción del Imperio. Negábanse los naturales, como era justo, a recibir a los españoles; mas éstos, en cumplimiento de las órdenes de su general, se hicieron abrir a viva fuerza las puertas de los lugares y se alojaron en las casas de los moradores. Quejáronse los príncipes del Imperio, pusiéronse en armas las ciudades, y negaron los naturales vituallas y auxilios de todo género, tratando á los nuestros como enemigos; mas á medida de la necesidad y de los malos tratos que padecían doblaban su rabia los soldados para usar del rigor, pareciéndoles también, comer dice un cronista, que no era ninguno el que tenían con aquella gente bárbara y tan grandes herejes. Dióse ocasión a que, acudiendo el conde Mauricio en socorro de algunas de las ciudades imperiales, tuviesen que salir de ellas por fuerza las compañías españolas. Los príncipes alemanes hablaban entre tanto de declarar la guerra al Rey de España y de venir con ejércitos formados a echar al Almirante de sus tierras. Calmaba sus ímpetus el Emperador, muy obligado a España. Procuraba también el cardenal Andrea sosegar a los pueblos asegurándoles que pronto se retiraría de ellos el ejército; mas no por eso se acalló el descontento que hubo de estallar más tarde en los príncipes, y en los pueblos siguió produciendo grandes contiendas. La gente española y alemana del ejército católico, mal pagada y peor servida, no cesó en sacar contribuciones forzosas y en tomar cuanto les faltaba de la hacienda de los naturales sin reparo alguno.

Al fin se pasó el invierno en tales trabajos, y en la primavera del año siguiente volvió a ponerse el ejército en campaña. Antes el Cardenal juntó dinero entre los mercaderes con que pagar a ciertos soldados que había amotinados en Amberes y otras plazas, y procuró reunir cuanto necesitaba el ejército para emprender de nuevo la guerra. Los enemigos eran grandes y temibles. De una parte los holandeses mostrábanse más obstinados y más poderosos que nunca en paz y en guerra. De otra parte, los príncipes protestantes del Imperio, teniendo en el corazón los pasados disgustos, no hacían más que allegar soldados y armas con que daban a sospechar lo que hicieron más adelante; y además el Rey de Francia, a pesar de las recientes paces, no cesaba de hostilizar debajo de mano nuestras tierras, ya entrando en inteligencias con algunas plazas del Artois para apoderarse por traición de ellas, ya atendiendo a tomar también por inteligencia la plaza de Cambray, ya permitiendo que hiciesen los enemigos grandes levas de gente en sus Estados, no tan secretamente que no fuese sabido de todo el mundo, ya, en fin, prestándoles grandes sumas de dinero y armas. Ni faltaban como siempre socorros de Inglaterra a los holandeses tanto en hombres como en dinero. A todo había que atender y con pocos recursos, porque eran tardíos y no suficientes los que dejaba venir de España la penuria de la Hacienda. Malográronse los tratos que tenían los católicos para apoderarse de algunas plazas rebeldes, y padecimos un descalabro antes de comenzar la campaña. El conde de Busquoi, Gobernador de Emerique, habiendo caído en una celada que le pusieron los enemigos, fue herido y preso con muerte de los que le acompañaban.

Abrióse aquel año la campaña, partiéndose el ejército en dos trozos que tomaron por uno y otro lado del Rhin: rindióse á poca costa el fuerte de Crevecoeur. Era el intento amenazar con el uno el fuerte de Schenque que el enemigo tenía muy fortificado, para coger más descuidada y desguarnecida la isle Bomel, situada entre el río Mosa o Mosella y el Wael, que era la verdadera empresa. Frustróse por desidia y mala inteligencia de los capitanes católicos. No se pudo coger desprevenidos a los contrarios como se pensaba, aunque bien se pudiera, y tuvo que pasar todo el ejército a acometer formalmente la isla. Allí se mantuvo un largo y sangriento sitio sin ventaja de una y otra parte. El conde Mauricio con su ejército plantó sus cuarteles enfrente de la isla, comunicándose con ella por medio de puentes. El cardenal Andrea con el ejército de España tenía puesto el pie en la isla, pero sin poder llegar a la villa, ni adelantar un paso en su expugnación, determinaron al fin los nuestros hacer un fuerte en la isla de la parte donde, juntándose los dos ríos, comienzan a formarla; que por hacer allí punta el terreno daba mucha proporción para impedir con buenas baterías la navegación provechosísima de los enemigos. Hízose el fuerte, lográndose esto al menos de tan costosa empresa. Mientras se adelantaban las obras no cesaban de acometerse los dos ejércitos, procurando cada uno sorprender los cuarteles de los contrarios; mas de ambas partes en vano. Viéronse con tal ocasión grandes hazañas. Algunas compañías españolas é italianas acometieron con tanto esfuerzo un reducto de los contrarios, situado en la misma isla de Bomel, que ya comenzaban éstos a desampararlo; mas visto por el conde Mauricio mandó que se apartasen de la orilla los bajeles que allí ofrecían retirada a sus soldados, con que los puso en el estrecho de morir o de conservar, como lo hicieron, el puesto. Y fue famoso el hecho del sargento mayor Durango, que sorprendido con pocos soldados españoles y algunos valones del grueso de los contrarios, a tiempo en que se ocupaba en labrar un reducto, aunque muchos de los suyos hubieron de pelear con los picos y palas con que trabajaban por no hallar sazón para tomar las armas, mantuvo el puesto brazo a brazo y dejó en él más enemigos muertos que eran en número sus soldados. Por fin, no bien acabada la obra, el Cardenal gobernador tuvo que retirarse de Bomel para atender a otros peligros más cercanos con mucha parte de las fuerzas.

Habían al cabo juntado ejército los príncipes protestantes y acometido con él a las guarniciones españolas que quedaron en la parte de allá del Rhin en tierra de la jurisdicción del Imperio, amenazando reunir sus fuerzas con las del conde Mauricio, que si lo hicieran, llegara a ser muy crítica la situación de los nuestros; mas no pudieron venir a punto. Wesel, no bien se vio libre del temor de los españoles al abrigo del ejército alemán, se apartó de nuevo del culto católico. Pero en tanto este ejército que sitió a Rimberg fué de allí valerosamente rechazado por un tercio que guarnecía la plaza, a pesar de estar amotinado y vivir como solían vivir los soldados en tal ocasión con cierto género de independencia. En seguida acometió el enemigo a Reez, defendida por el capitán D. Ramiro de Guzmán con poca gente; mas no alcanzó mejor fortuna. Envió el Almirante de Aragón en socorro de la plaza a Andrés Ortiz, capitán experimentado, el cual logró entrar en ella, y desde allí hizo tales salidas, e imaginó tales acometimientos, que obligó a los contrarios a alzar el cerco. Con esto abandonaron el campo los príncipes confederados, y se retiraron a sus tierras con mengua de la reputación y pérdida crecida en hombres y dinero. Sólo consiguieron que los nuestros, por no irritarlos más y no estimularlos a nuevas empresas, dejasen a Orsoy y otras pequeñas plazas de la jurisdicción del Imperio, que tenían aún ocupadas.

Al retirarse la guarnición de Doetecon, que fue uno de los puntos abandonados, pensaron los holandeses sorprenderla y destruirla, y salieron contra ella con lo mejor de su Caballería. Dió esto ocasión a una de las mayores derrotas que padecieron los holandeses en aquella guerra. Porque sabido el caso por Juan Contreras Gamarra, Comisario general, determinó salir contra ellos con algunas compañías de caballos, dando aviso a Ambrosio Landriano, Teniente general de la Caballería, para que con mayores fuerzas viniese a apoyarle en el trance. Divisó Contreras a los contrarios en un paso estrecho donde no podían maniobrar todos los caballos a un tiempo, y animando a los suyos se arrojó impetuosamente sobre los que venían de vanguardia, matando y desordenando cuanto se le puso delante. En esto los enemigos habían logrado desenvolverse y mejorar de posición; pero fue tanto el espanto que les causó el pelear bizarro de los nuestros, que, con ser doblado número, no pudieron sus oficiales y capitanes traerlos a que hiciesen buen rostro. Llegaba ya Landriano con más fuerzas, y sin esperar a cruzar lanzas con él, se declararon los contrarios en total derrota. Corría el Mosella no lejos del campo de batalla, y los jinetes enemigos, desalentados, se arrojaron a cruzarlo sin tiento, con que fueron muchos los ahogados y más los caballos y armas perdidas. De los vecinos lugares salió alguna Infantería alemana en defensa de la Caballería holandesa, mas fue acuchillada y deshecha. En suma, de toda la Caballería enemiga muy pocos quedaron de servicio. Contreras, en quien se desconoció la gloria del triunfo, volvió desabrido a España. Aconteció este suceso a tiempo que el archiduque Alberto y la infanta Isabel Clara Eugenia estaban ya en Flandes.

Dejó el cardenal Andrea el Gobierno, y el Archiduque y su esposa comenzaron al punto a ejercerlo. Convocaron primero a los Estados o Cortes de la Nación para exigirles el juramento de obediencia, sobre lo cual hubo no escasas dificultades. Pedían los naturales que antes de prestar ellos el juramento de obediencia jurasen los príncipes conservar sus privilegios, de los cuales era el poner todas las plazas y fortalezas debajo de su mano, haciendo salir de ellas las tropas extranjeras. Á esto no podían avenirse los príncipes, porque el Rey de España no quería dejar las fortalezas ni abandonar del todo el dominio del país, como arriba dijimos. Añadíase que las tropas allí levantadas no eran muy de fiar en guerra como aquélla, sostenida entre provincias hermanas, y así se resistió la pretensión hasta que cedieron los Estados. Pasearon los príncipes todas las provincias de su Imperio, tomando el juramento a cada una de ellas especialmente, y lograron con buenas trazas que se les concediesen algunos subsidios.

Entonces el Archiduque volvió a poner los ojos en las necesidades de la guerra. Eran éstas a la sazón muy grandes. Wachtendoch, plaza muy fuerte, junto a Güeldres, fue sorprendida por el enemigo. Y sintiendo la falta de pagas y la vecindad del invierno, los soldados del trozo de ejército que estaba aún sobre Bomel se amotinaron en mucha parte. Como estaban terminadas del todo las obras del fuerte, tomóse por buen partido el retirar de allí el ejército, juzgando que no vendría con ello algún daño; mas habiendo quedado de guarnición ciertas compañías de valones, lo entregaron éstos a pocos días después al conde Mauricio por gruesa suma de dinero. Rindióse también por tratos a los enemigos el fuerte de Crevecoeur, guarnecido de alemanes y flamencos. Hechos que daban más y más por imposible el fiar las plazas á otras guarniciones que las españolas. Hallábanse algunas de éstas alteradas, y todas descontentas por la misma falta de pagas; mas no se halló que ninguna de ellas, aun peleando por causa extranjera, como ya a la sazón peleaban, rindiese su puesto al enemigo. Contentábanse con sacar por fuerza del país grandes tributos con que remediaban sus escaseces.

No tardó en ofrecerse una prueba solemne de la diferente condición de nuestros soldados y los extraños en el suceso que ahora sobrevino. Porque animados los holandeses con las recientes ventajas y con el desconcierto de nuestra gente, reuniendo todas las fuerzas que pudieron juntar, con gran priesa y esmero, salieron de sus puertos y desembarcaron en un lugar no lejos de Gante, con ejército de más de veintitrés mil hombres, el más poderoso que jamás hubiese llevado sus banderas. Era su intento socorrer la guarnición de Ostende, harto apurada de nuestros presidios, y tomar a Newport y otras plazas allí cercanas, de suerte que quedara debajo de su dependencia aquella provincia. A la nueva de tal peligro, el Archiduque envió a requerir a los soldados de aquí y allá amotinados en los presidios, que saliesen a defender la tierra, manifestándoles el grande apuro en que se hallaba. Negáronse los italianos y valones; prestáronse de muy buena voluntad los españoles. Con ellos, principalmente, se compuso el ejército, que marchó al punto la vuelta de Gante en busca del enemigo.

Allí se presentó delante de él la infanta doña Isabel Clara Eugenia, y dio gracias a los soldados españoles por su leal comportamiento, recordándoles que eso y más debían al nombre glorioso de su patria. Enardecidos los viejos tercios con tal discurso, pidieron a voces que sin más dilación se los encaminase al combate. Echaron delante los amotinados, jurando lavar en sangre el pasado extravío. Tomaron al paso el fuerte de Andemburg, que se rindió sin defensa. No anduvieron tan presto en rendirse los del presidio de Suaesquerch, y antes que pudieran meditar lo que les estaría mejor, fue asaltada la plaza y pasados todos a cuchillo. Más adelante tropezaron los amotinados y vanguardia de los nuestros con dos mil soldados escoceses y holandeses que enviaba ya el conde Mauricio a ejecutar el socorro de Ostende, cerraron con ellos y no dejaron hombre a vida en pocos instantes.

Sabido por los enemigos cómo avanzaba aquel impetuoso torrente, determinaron evitar su furia embarcándose. Pero no les dieron tiempo los nuestros, que sin descansar un momento llegaron a ponérseles delante. Habían dejado atrás, para asegurar ciertos pasos, cuatro mil infantes y los cañones al mando de D. Luis de Velasco, general de la Artillería, de suerte que el total no pasaba de seis mil hombres de infantería con seiscientos caballos. Dióles frente el conde Mauricio con diez y seis mil infantes y dos mil seiscientos caballos, fortificados en siete dunas o colinas de arena puestas a la orilla del mar entre Newport y Ostende. La Infantería ocupaba el centro formada en lo alto de las dunas. Los flancos de la posición, que eran los espacios que se hallaban entre las dunas y el mar, estaban defendidos de la Artillería, plantada también en lo alto de éstas, señaladamente en las dos puestas a los extremos. Además, la Caballería, partida en dos trozos al diestro y siniestro lado, así como emboscada entre las dunas y el mar, cubría ventajosamente al centro. Muchos de los capitanes españoles fueron de opinión que no se empeñase la batalla. Proponían que haciendo alto el ejército, tomase allí posiciones entre Ostende y el mar, de suerte que cerrase al enemigo el camino de esta plaza tortísima, donde podría fácilmente embarcarse, obligándole a pelear con manifiesta desventaja o a embarcarse en la playa abierta, donde no podría menos de ser destruido. No dió oídos a aquel consejo prudente el ardor irreflexivo de los más, ni se quiso esperar siquiera a que llegase D. Luis de Velasco con la gente que quedaba atrás y la Artillería. Así, en aquel lugar donde pudo acaso acabar la guerra con victoria nuestra, nacieron mayores desdichas para en adelante y una fatal derrota. Era el ejército español menos de la mitad en número que el de los contrarios. Hería el sol en lo más recio del día y mortificaba mucho á nuestros soldados, que venían ya hartas horas sin comer y con largo camino, después de haber asaltado plazas y peleado á campo raso con numeroso escuadrón. Estaban los holandeses descansados y en muy buenas posiciones fortalecidos, con la espalda á las brisas frescas del mar. Con todo, se empeñó la batalla.

A ella acudieron por el centro los seis mil hombres de infantería española y extranjera, al mando del Archiduque mismo con Zapena, Villar, Monroy y otros Maestres de campo muy nombrados, y embistieron con las dunas, defendidas por más de diez y seis mil soldados. Era difícil el asalto, porque las piernas de los que subían se enterraban en la arena, de suerte que apenas podían ellos dar un paso, mientras que los que estaban en lo alto disparaban la artillería a pie firme y hacían muy ordenadamente sus fuegos. Tomóse, sin embargo, la más avanzada de las dunas, y acometióse otra que era la mayor y mejor defendida. Allí pelearon los nuestros pica a pica por espacio de una hora, y aunque tan inferiores en número, lograron quitar algunos cañones a los contrarios y poner de su parte las probabilidades del vencimiento. Pero entre tanto nuestra Caballería, que acometió por los costados entre las faldas de las dunas y el mar, fue puesta en derrota. El Almirante de Aragón, Capitán general de nuevo de la Caballería, que entró por uno de los costados, fue detenido por el fuego de la artillería enemiga, plantada en la duna que allí hacía frente; y tal estrago hicieron las balas en sus filas, que espantados los caballos y confundidos los jinetes, no fue posible hacerlos pasar adelante. Al propio tiempo el comisario Pedro Gallego, sucesor de Contreras, había acometido por el ala opuesta, y saliendo contra él seiscientos corazas francesas que defendían aquel costado, puestos en emboscada detrás de las dunas, destrozaron sus compañías.

No se contentó con este triunfo el ímpetu de los franceses, y pasando adelante vinieron a caer sobre el centro. En vano el capitán Rodrigo Laso con dos solas compañías de caballos cerró con todo el escuadrón de los enemigos; él fué derribado medio muerto y dispersada su escasa gente. Entonces la Infantería española, que coronaba ya las dunas, viendo tomada de los enemigos la retaguardia, se puso en retirada. Pero al pie de las mismas posiciones que abandonaba fue acometida por los triunfantes corazas franceses, mientras que los infantes enemigos bajaban ordenadamente a acometerla por la espalda. No era posible la defensa; los soldados bajaban sueltos y sin orden, como habían peleado en lo alto. No se podía formar escuadrón que resistiese a los caballos ni a los escuadrones de la infantería enemiga, y el campo se convirtió entonces en una carnicería horrible, donde los infantes españoles uno á uno peleaban por la vida y la honra. Ordenóse la retirada, que fue peor que la batalla en aquel trance. El Archiduque, que no se había separado un momento del combate, estuvo á punto de morir, y por defenderlo cayeron a su lado los más esforzados de los españoles. Perdimos en esta batalla dos mil quinientos hombres de escasos siete mil con que entramos en ella, todos capitanes y soldados viejos, que no habían vuelto nunca rostro al enemigo. Y sólo pudo servir de siniestro consuelo el que de cerca de diez y nueve mil hombres de todas armas con que nos aguardó el enemigo, seis mil quedaron en el campo. De entre los muertos merecieron contarse los capitanes Andrés Ortiz, D. Ramiro de Guzmán, Ulloa, Dávila, Ezpeleta y otros y otros no menos valientes, y el Maestre de campo Zapena. Tal fue la jornada de las Dunas (1600), la más funesta que hubiesen empeñado hasta entonces las armas de España en los campos extranjeros. Perdióse, como se ha visto, por sobra de valor y falta de cordura.

El conde Mauricio vio tan maltratada a su gente, que no se atrevió a seguir el alcance, ni a emprender otra conquista que el sitio de Newport, ciudad de poca fortaleza y arrimada al campo de batalla. Pero ni aun esto pudo conseguir y tuvo que reembarcarse con tanta gente de menos y sin ventaja alguna. Entre tanto, el Archiduque acudió a reparar sus fuerzas. Diéronle los Estados dineros y auxilios, y con ellos los soldados extranjeros amotinados en las plazas vinieron a partido. Formóse un ejército numeroso; pero no hubo necesidad de él, porque ni de una ni de otra parte se emprendió nada el resto de la campaña.

A la siguiente, determinado el archiduque a reparar la derrota de las Dunas con un hecho de cuenta, comenzó el sitio de Ostende. No bien supieron esta empresa los holandeses, comenzaron a distraer la atención de los nuestros con sitios y acometimientos. Pusiéronse sobre Rimberg y la ganaron, a pesar de su esforzada defensa, porque el socorro llegó tarde y no pudo aprovecharse. Con la misma felicidad ganaron a Grave, valerosamente mantenida de los españoles, y la fortísima plaza de la Esclusa, que sólo el hambre pudiera reducir á semejante extremo por imprevisión de su Gobernador, que no supo abastecerla; y si no ganaron a Bolduch fue porque acudió a socorrerla dos veces el Archiduque en persona. Entre tanto se rindió Ostende. Contar las operaciones de este sitio y los heroicos hechos de los españoles en él, sería larguísima tarea y ajena de nuestro propósito. Era aquella plaza muy importante, porque desde allí tenían los holandeses a toda la provincia de Flandes en continuo respeto, y por eso estaba muy bien fortificada y guarnecida. Habían suplicado los Estados de Flandes al Archiduque que de tal padrastro los libertase, ofreciéndole para ello cuantos auxilios necesitase. Comenzó el sitio el Archiduque en persona, y luego se encargaron de él los mejores capitanes católicos, hasta que el marqués de Spínola la rindió, mandando con el nombre de maestre de campo general el ejército. Fueron varios los asaltos, muchas las salidas y escaramuzas, inauditas las máquinas y trazas de que se valían los sitiadores, y terrible el fuego de la artillería de los sitiados. El conde Mauricio vino á alzar el cerco con una armada de seiscientos bajeles y mucho ejército; pero los españoles no le dejaron desembarcar en toda la costa, y tuvo que volverse a sus puertos con no poca pérdida y mayor despecho. Al fin se dio un asalto general a la plaza (1694), en el cual se ganó lo mejor de la ciudad, y ya no fué posible dilatar la defensa. Perdieron los sitiadores cerca de cuarenta mil hombres en esta empresa, y entre ellos seis Maestres de campo, los cuatro españoles, y casi todos los coroneles y capitanes de los tercios: Monroy, Durango. Castriz y otros muchos de los buenos y viejos soldados que sirvieron con el duque de Alba. La plaza perdió siete gobernadores durante el sitio y más de dos mil oficiales, con un número inmenso de ciudadanos y de soldados, porque como tenía libre el mar, cada día entraban algunos de refuerzo. Mantúvose con esta conquista el honor de nuestro nombre; pero se desperdiciaron notables ocasiones, y hubo de nuestra parte tanta o más pérdida que ganancia, pues habiendo pretendido cerrar la entrada de la provincia de Flandes á los enemigos, se abrieron ellos otras puertas más fáciles, mientras era tomada Ostende.

Debiéronse muchas de las pérdidas al motín que se llamó de Ruremunda, el más funesto de cuantos hubieran acontecido en aquellos Estados, donde eran harto frecuentes por desgracia. Movidas algunas compañías italianas y valonas de la falta de pagas, se encerraron en la ciudad de Hoochstraet, negándose a servir como de costumbre é imponiendo contribuciones al país. Con esto se malogró el socorro de Grave y se perdió aquella plaza, e irritado el Archiduque los declaró por traidores y envió ejército contra ellos. Pidieron auxilio los amotinados á los holandeses; diéronselo, de manera que no fue posible rendirlos; y juntándose en seguida con los enemigos, pelearon contra los nuestros en diversos encuentros. Al fin hubo de avenirse con ellos el Archiduque, por excusar mayor daño: malísimo precedente que sembró nuevos disgustos para en adelante. En el ínterin se pasó toda la campaña sin que aquellas gentes, que ya formaban un ejército con los muchos que se habían ¡do agregando, sirviese, como debía, debajo de nuestras banderas. Así, no lograron otra ventaja nuestras armas, fuera de la toma de Ostende, sinola rota que dio el Gobernador de Bolduch a un buen escuadrón de caballería enemiga que pasaba por sus términos. Concluida la campaña, vino a España el marqués de Spínola a tratar de las cosas de la guerra, donde fue muy bien recibido y asistido de cuanto solicitó para llevar adelante la guerra.

Era este Marqués natural de Génova y hermano de Federico Spínola, general de las galeras de España, el cual con ellas sirvió muy bien, haciendo gran daño a los holandeses, hasta que, poco después de la llegada de su hermano, murió en un combate naval que con ocho galeras empeñó en aquellas costas contra dos galeras y tres grandes navíos holandeses, quedando indecisa la victoria. Entró Ambrosio Spínola, que así se llamaba el Marqués, en el servicio de España por recomendación de Federico, y fue a Flandes gobernando diez mil italianos que levantó a su costa. Allí dio tales muestras de su persona que se le encargó del sitio de Ostende, prefiriéndole á muchos capitanes de más reputación que él; y saliendo a punto con la empresa, se acrecentó su fama de manera que fue nombrado ya para el mando de todo el ejército. Fue verdaderamente un suceso afortunado la aparición de aquel general, que tuvo pocos rivales en su siglo a tiempo en que escaseaban ya tanto en España. Con él salió a campaña (1605) de vuelta de Madrid, llevando trece mil quinientos infantes y tres mil caballos. Pasó el Rhin y entró en Frisa, burlando al enemigo, quele creía ocupado en otra empresa, y allí se apoderó sin mucha dificultad de Oldenzeil y de la importante plaza de Linghen, metida muy adentro en el territorio enemigo.

Entre tanto los holandeses, que quisieron tomar a Amberes al desprovisto, tuvieron que desistir de ello con no poca pérdida, y a los españoles se les frustraron también las tentativas que hicieron para apoderarse de Bergs y Grave. Pero el marqués de Spínola, alentado con los buenos principios de la campaña, dejando muy guarnecido a Linghen que ponía en contribución mucha parte de la Frisa, se vino a Wachtendonock y la puso cerco. En vano quisieron socorrerla los holandeses aprovechándose del descuido de los sitiadores: ochocientos infantes y otros tantos caballos del ejército de España contuvieron largas horas á todo su ejército a costa de prodigios de valor, y dieron tiempo a que, acudiendo el Marqués con toda sus fuerzas, los obligase a la retirada. Rindióse con esto la plaza, y en seguida fueron tomados muchos castillos importantes, mientras los holandeses eran vencidos y rechazados en Güeldres que quisieron tomar por sorpresa.

Mas eran escasas tales ventajas, porque la falta de dinero imposibilitaba de tal modo el movimiento de los ejércitos y causaba tales disgustos, que no podía llegarse a decisivas consecuencias. Lleno de amor y entusiasmo a la causa de España, vino el noble Spínola otra vez a Madrid a demandar socorros. No pudo hallarlo a crédito del Rey de España, que a tan miserable estado habían llegado las cosas, y tuvo que poner aprueba el suyo propio, con lo cual lo consiguió y volvió á Flandes imaginando lograr en la siguiente campaña mayores triunfos. No le salieron como pensaba sus proyectos; mas hizo con todo eso harto gloriosa campaña. Halló que se habían malogrado durante su ausencia dos sorpresas que se dieron a las plazas de Bredevord y la Esclusa, ambas muy fuertes, y que sin dudase ganaran a obrar los nuestros con más previsión y presteza. Ahora el Marqués dividió su ejército en dos trozos, dando el mando de uno al conde de Busquoi, capitán de mucho valor y experiencia, rescatado ya de sus prisiones, y conservando al otro bajo su mano. Con estos dos ejércitos se debía obrar de manera que pasando el Isel el uno, llegase hasta Utrecht, y el otro esguazando el Wael se pusiese delante de Nimega, y que mientras éste contuviese al enemigo, lograse aquél al improviso apoderarse de algunas de tales plazas y sujetar las provincias confinantes, muy ricas y poco guardadas. Pero los temporales fueron tan recios en aquel verano, que era imposible vadear los ríos, ni echar puentes sobre ellos, ni correr siquiera por la campiña. Sufrieron nuestros soldados con prodigiosa constancia el frío y los ardores del sol que allí alternaban desconcertadamente, y las aguas y la falta de bastimentos que se originaba, haciendo largas jornadas y campañas por tierras inundadas sin carros ni artillería. Los enemigos, que se mantenían á la defensiva, no padecían cosa alguna y se fortificaban y prevenían nuestros intentos con sobrado espacio. Tomóse, sin embargo, el castillo de Lochem y la plaza de Groll, y se emprendió el sitio de Rimberg, tantas veces tomada y perdida, que á la sazón defendían más de seis mil soldados asistidos de muchas vituallas y artillería. Rindióse la plaza después de un porfiado sitio en presencia del conde Mauricio, que con mayor ejército que el nuestro no supo impedirlo. Pero no bien acabada esta empresa, hubo en nuestro ejército un total desconcierto por la falta de pagas.

No bastando los recursos que trajo Spínola de España, amotináronse muchos italianos y alemanes con los más de los soldados del país, y el resto se mostraba gran descontento: hubo que deshacer el ejército y repartir en diversos lugares la gente. Animados con esto los holandeses, y viéndose con ejército de más de quince mil hombres sanos y bien dispuestos, cayeron sobre Groll para recobrarla; pero el marqués Spínola, reuniendo las fuerzas que pudo de entre la gente no amotinada, fue sobre ellos y les obligó a alzar el cerco. Dio fin la campaña con la sorpresa que lograron los enemigos en la plaza de Erquelens, saqueándola y destruyéndola por no acertar a conservarla. Vióse claramente a pesar de los temporales que estorbaron la ejecución del plan trazado por nuestro general, que hubiéramos logrado nosotros no poca ventaja, a no sobrevenir aquel nuevo motín que excedió ya a todos los conocidos, y fue el último que hubiese en los Estados; porque irritado a lo sumo el Archiduque, y convencido de que con perdonar a los culpables y conservarlos debajo de sus banderas, después de pagados y satisfechos, no hacía más que abrir la puerta a nuevas y más duras señales de indisciplina, determinó tratar á éstos con ejemplar rigor. Pagóles cuanto se les debía, que importó más de cuatrocientos mil escudos, y en seguida publicó un bando señalándoles veinticuatro horas para dejar los Estados, desterrándolos de ellos perpetuamente y de todos los dominios de España bajo pena de la vida. Fueron muchos los que la perdieron, porque siendo naturales del país costábales trabajo abandonarlo. Los demás se derramaron por las provincias vecinas.

Mas en tanto los holandeses se mostraban ya cansados y abatidos con la ventaja que por todas partes le llevaban los nuestros, y soportaban mal el gran peso de la guerra. A la verdad sus escuadras habían sido más afortunadas que sus ejércitos en las últimas campañas. Una de ellas, mandada por el almirante Heemskirck, logró destruir, aunque con muerte de éste y mucha pérdida, en las aguas de Gibraltar, la que don Juan Alvarez Dávila mandaba por nuestra parte, compuesta de veintiún bajeles; y en las costas de Flandes y en las Indias Occidentales alcanzaron otras ventajas, apoderándose de las Molucas. Pero, sin embargo, sus marinos fueron derrotados delante de Malaca por don Alfonso Martín de Castro, Virrey de Coa, y su general Pedro Blens fué rechazado en el ataque de Mozambique y en otro que intentó al volver a Europa contra el fuerte de la Mina, donde fue muerto con muchos de los suyos. Poco antes D. Luis Fajardo quemó diez y nueve naves que llevaban su bandera en las salinas del Arroyo, y las Molucas fueron también reconquistadas. De todas suertes bien conocían ellos que no compensaban sus triunfos marítimos la esterilidad de las campañas de tierra.

Aprovechóse el Archiduque de esta disposición de ánimo de los enemigos para entablar preliminares de paz o treguas. Dieron oídos los Estados de Holanda a tales pláticas, y al fin se consiguió ajustar una suspensión de armas primero, y luego una tregua por doce años (1699), ya que no fue posible venir a tratos de duraderas y definitivas paces. En ellas reconoció España a Holanda como potencia independiente; cosa que se procuró excusar con largas trazas, mas no fue posible. De esta manera pudo darse por terminado lo principal de aquel empeño. Reconocíase ya como imposible el sujetar de nuevo a nuestro dominio aquellas provincias; cosa que bien pudiera estar averiguada de mucho antes, dada la obstinación de los naturales, alimentada por las preocupaciones religiosas y los auxilios constantes que de ingleses, franceses y alemanes recibían, la multitud de plazas fuertes, la disposición del terreno cortado por grandes ríos, por diques, por canales y obstáculos de todo género, y la penuria de nuestra Hacienda, que privaba a los ejércitos de las cosas más indispensables para la guerra; provocando al propio tiempo frecuentes motines, principalmente entre la gente extranjera y advenediza, sin honor y sin patria, que defendían por dinero nuestra causa. Pero la fama de nuestras armas quedó ilesa, y todavía para mirada con pavor en el mundo. Sólo que con la larga y sangrienta guerra se iban agotando los capitanes viejos y los soldados veteranos, y extinguiéndose con ellos el espíritu de la gloria antigua y la experiencia tan costosamente adquirida; falta que no remediada a tiempo, debía contribuir muy principalmente a nuestras futuras desgracias.

Vióse con ocasión de estas treguas cuál fuese el espíritu de nuestra nación todavía, porque no hubo alguno de los hechos escandalosos del duque de Lerma, que levantase tantas murmuraciones en España como el haberlas aconsejado y aceptado. Aquellas negociaciones, que pueden mirarse como la obra más loable de su ministerio, fueron miradas con disgusto por el Rey, que llevaba a mal que con tan grandes herejes se hiciese trato alguno, y más aún por los pueblos, que sobre alegar la propia causa de descontento, temían que con vernos ceder á la fortuna parte de nuestras pretensiones, se entibiase el miedo de nuestro nombre en el mundo.

Algo pudieron consolarse el Monarca y los súbditos de no haber sujetado a los holandeses herejes con los triunfos obtenidos durante aquel período contra otros enemigos de Dios. La guerra contra los berberiscos y turcos se continuó con mucho empeño, peleando con gloria en todas partes. Derrotó D. Ñuño de Mendoza, Gobernador de Tánger y Arcila, a los moros que iban a sitiar sus plazas. El marqués de Santa Cruz apresó con sus navíos muchas embarcaciones turcas en el Archipiélago, y entró y dio a saco las islas de Longo, Patmos, Zante, Durazzo y otras circunvecinas. También el marqués de Villafranca, D. Pedro de Toledo, tomó once bajeles de corsarios turcos en el Archipiélago. Pero quien ganó más gloria fue D. Luis Fajardo, que salió de Cádiz con doce navíos, y después de apoderarse de uno muy rico de los moros, llegó a la goleta de Túnez, destruyó muchos bajeles turcos que estaban al abrigo de aquella fortaleza, cogió mucho botín y ocasionó en la costa grandes daños.

En tanto en Asia, D. Felipe Brito, Gobernador de Siriam, deshizo las naves del Sultán o régulo de Astracán y se apoderó del reino de Pegú, tomando por allí una extensión nuestros dominios verdaderamente inmensa, y además en América sostuvimos larga y al fin afortunada guerra contra los araucanos, tribu valentísima del reino de Chile, levantada en contra de nuestra dominación. Fue el caudillo de ellos el famoso Caupolican; y al principio vencieron algunas batallas, haciendo gran destrozo en los nuestros, hasta que fué allá el marqués de Cañete, y con muerte de los más redujo a los que quedaron a la esclavitud y puso paz en aquellas apartadas provincias. Cantó esta guerra, como es sabido, con más color de historia que de poema don Alonso de Ercilla.

 

 

LIBRO SEGUNDO. De 1610 a 1621

 

Expulsión de los moriscos, sus principios y sus fines.—Guerra contra los infieles.—Francia: proyectos y muerte de Enrique IV.—Alemania: campaña de Spínola en el país de Julliers.—Italia: humillación del duque de Saboya, tramas de éste y de Venecia, sucesión del Monferrato, guerra con Saboya, batalla de Asti, Oneglia, tratado de Asti, batalla de Apertola, sitio de Vercelli, derrota de D. Sancho de Luna, Lesdignieres y el marqués de Villafranca, el duque de Osuna y el marqués de Bedmar, empresas de Osuna, los Uscoques, Venecia, combate naval en Gravosa, paz de Pavía, falsa conjuración y desgracia de Osuna.—España: últimos años de la privanza de Lerma, Calderón, Uceda, el P. Aliaga, el conde de Lemus, D. Francisco de Borja, caída del privado.—Guerra marítima: principio de la guerra de los treinta años, batalla de Praga.—Muerte de Felipe III.—Estado en que dejó la Monarquía.

 

 

AMBROSIO SPÍNOLA 1569-1630

 

Ambrosio Spínola descendía de la Casa de Spínola, una familia noble y rica de Génova, asentada en la república al menos desde el siglo XI.​ Era hijo mayor de Filippo Spinola,​ marqués de Sesto y Venafro, y de su mujer Policena Cossino, hija del riquísimo príncipe de Salerno y miembro de la importante Casa de Grimaldi.​ La familia había contado con duques, cardenales, senadores y militares destacados. Era, desde la Edad Media, una de las principales de la ciudad. ​Desde el siglo XVI, algunos de sus miembros se habían asentado en España. Filippo y Policena tuvieron siete hijos: cinco mujeres y dos varones. Ambrosio era el mayor de estos y nació el 21 de diciembre de 1569. El padre falleció pronto, en 1591,​ y los vástagos quedaron a cargo de la madre.​ Al fallecer el progenitor, Ambrosio heredó, además de grandes riquezas, los títulos de marqué de Benafró y de Sesto. Ambrosio mostró de joven su inclinación por las ciencias exactas y la historia, a diferencia de su hermano, más dado a los ejercicios marciales.​ Mientras Federico participaba en las guerras de Flandes, Ambrosio se formaba en Génova en matemáticas y en estudios militares. Este residió en su ciudad natal hasta los treinta y cuatro años.

En el siglo XVI, la República de Génova era un Estado prácticamente en situación de protectorado bajo el poder de la Monarquía Católica. Los genoveses eran los banqueros de la monarquía y tenían el control casi total de sus finanzas. Varios de los hermanos más jóvenes de Ambrosio Spínola buscaron fortuna en España, y uno de ellos, Federico, se distinguió como soldado en Flandes.​ El hermano mayor permaneció en Italia y se casó en 1592 con Joanna Bacciadona (Juana Basadona), hija del conde de Galeratta. ​ Juana, hija única, aportó al matrimonio una gran dote de medio millón de escudos. ​ El matrimonio tuvo cinco hijos, tres varones y dos mujeres.

Fue elegido magistrado de la república. Las casas de Spínola y Doria rivalizaban por ejercer el poder en la república. Ambrosio Spínola continuó esta rivalidad con Juan Andrea Doria, entonces jefe de los Doria. ​ Los descontentos con el gran poder de los Doria se agrupaban en torno a los Spínola, pese a ser las dos familias partidarias de la liga con los españoles. Por entonces los Spínola contaban con más miembros y mayor riqueza que las otras tres familias principales de la república, los Doria, los Grimaldi y los Fieschi. En 1594, los dos partidos se enfrentaron por la obtención del cargo de dux, que obtuvo el candidato respaldado por el de Doria; lo contrario sucedió en 1597. Tras un fracaso en un enfrentamiento judicial con los Doria por la herencia de un palacio de su abuelo, decidió retirarse de la ciudad y mejorar la fortuna de su casa sirviendo a la monarquía española en Flandes, ya que los Doria copaban los mandos navales genoveses. Cansado de las permanentes intrigas que caracterizaban la política genovesa y desconfiando ya del gobierno de la república, la abandonó en 1602, con treinta y tres años. ​ El 3 de noviembre de 1601, el rey lo nombró maestre de campo de las tropas que iba a llevar a Flandes. En 1602 él y su hermano Federico entraron en tratos con el Gobierno español; a principios de ese año acudieron a Lombardía para preparar los 8000 soldados que debían pasar a Flandes. A cambio de suministrar los fondos necesarios para el reclutamiento de las tropas que debían participar en la invasión de Inglaterra, exigió que se le otorgase el mando.​ Ambrosio asumió en efecto la jefatura de uno de los dos tercios en los que se encuadraron y cuya leva sufragó. Partió hacia el norte el 2 de mayo, llevando a las tropas con severa disciplina.​ Para el trayecto, se escogió el camino que pasaba por Saboya, el Franco Condado, Lorena y Luxemburgo para llegar a Flandes.

Federico, mientras, recibió el mando de nueve galeras que debían formar una nueva escuadra para operar en Flandes, donde hasta entonces no se habían empleado. Perdió dos de ellas en un combate con barcos de guerra ingleses que recorrían la costa portuguesa.​ Otras tres se perdieron en una tormenta en el canal de La Mancha, tras zafarse de dos escuadras, una holandesa y otra inglesa, que vigilaban el canal. Las tres supervivientes llegaron a Dunquerque y pasaron luego a La Esclusa, donde tendrían su base.​ Ambrosio Spínola recorrió con su ejército una larga distancia hasta llegar a Flandes en 1602 con los hombres que había reclutado de su propio bolsillo. Durante los primeros meses de su estancia en Flandes, el gobierno español barajó la posibilidad de emplearlo en una invasión de Inglaterra, proyecto que no llegó a concretarse por la apurada situación en que se hallaban las provincias flamencas. Como consecuencia de la escasez de tropas, el archiduque Alberto prefería emplear las que había traído Spínola para protegerse de los embates holandeses, continuar el asedio de Ostende y desechar el proyecto de invasión.​ Felipe III acabó cediendo a ello. Abandonado el proyecto de invasión de Inglaterra, Spínola pasó con sus tropas a Brabante, donde reforzó las que mandaba el almirante de Aragón, que trataba de proteger la región de las incursiones de Mauricio de Nassau. A finales del año regresó a Italia para conseguir más hombres. En 1603 volvió a Flandes, al frente de nuevas tropas pagadas por él mismo.​ La gran ventaja de Spínola era su capacidad para sufragar los gastos del ejército con su fortuna familiar si faltaban los ayudas de la corte madrileña. El 25 de mayo había fallecido su hermano en un combate entre ocho de sus galeras y cinco buques holandeses; la noticia, que dolió intensamente a Spínola y estuvo a punto de llevarle a abandonar su carrera militar, le llegó mientras todavía se encontraba en Pavía reclutando soldados.​ En noviembre ya se hallaba de vuelta en Flandes, y participó en el socorro de Bolduque, muy apretada por los holandeses.​

Su experiencia real como soldado no comenzó hasta que, como general, se encargó a la edad de treinta y cuatro años de continuar el sitio de Ostende en septiembre de 1603.​ Alberto, decidido a borrar la derrota de Las Dunas mediante la expugnación del importante enclave costero neerlandés, otorgó el mando a Spínola.​ Desde el revés de la batalla de Nieuwpoort en 1600, la corte española buscaba un jefe militar que sustituyese al archiduque Alberto en el mando del Ejército de Flandes.​ Mientras continuaba el largo asedio, los holandeses atacaron Tirlemont, talaron la región de Bruselas y estuvieron a punto de tomar Maastricht. También cercaron La Esclusa, a cuyo socorro envió Alberto a Spínola al frente de seis mil soldados.​ Pese a que la plaza se daba por perdida por el estrecho sitio a la que la sometían los holandeses y a que el genovés compartía la opinión de que era imposible sostenerla, trató de hacerlo, siguiendo las órdenes del archiduque.​ La operación fue un fracaso.​ Ostende, sin embargo, cayó en sus manos en septiembre de 1604. Una vez concluido el dilatado asedio, Spínola decidió viajar a la corte vallisoletana para perfilar la campaña de 1605.

Las campañas de Frisia y la Tregua de los Doce Año

En Valladolid insistió en servir en calidad de general en jefe en Flandes, lo que suponía la cesión de toda potestad militar del archiduque al marqués. Alberto y su esposa se mostraron de acuerdo, pero no así en principio el Gobierno español,​ que exigió que le otorgase a Spínola no solo el mando militar, sino también la gestión del presupuesto militar y prefirió al comienzo nombrar a otro para el puesto. Una vez otorgada esta condición, se nombró al genovés maestre de campo general del Ejército de Flandes en marzo de 1605.​ Los planes de Spínola comportaban un cambio radical de la estrategia bélica hispana: abandonar la defensa y emprender el ataque, llevar la guerra al territorio enemigo, hacer que el ejército se abasteciese en este y recaudar impuestos en él, para hacer que los costes de la contienda recayesen en los holandeses. Esto conllevaba la formación de un gran ejército de unos treinta mil infantes y cuatro mil jinetes que se dividiría en dos grupos: uno trataría de recuperar La Esclusa mientras otro invadiría Frisia tras cruzar el Rin. ​

En abril estaba de nuevo en Bruselas y tomó parte en su primera campaña. Las guerras de los Países Bajos consistían principalmente en asedios, y Spínola se hizo famoso por el número de plazas que tomó, a pesar de los esfuerzos de Mauricio de Nassau de socorrerlas. El primer combate de la campaña de 1605 fue el desbaratamiento del ataque del de Nassau a Amberes.​ Socorrida la plaza, Spínola cruzó el Rin y fortificó el paso del gran río.​ Tras cruzar Cléveris y Westfalia, el ejército marchó contra Lingen.​ De camino tomó Oldenzaal en agosto. A finales del mismo mes se hizo con Lingen, merced al estrecho cerco de la plaza y a la habilidad de los ingenieros militares italianos.​ Los españoles se apoderaron además de Deventer, lo que impidió el socorro neerlandés a Lingen, y emprendieron el sitio de Wachtendonk, pese a las dudas de los mandos españoles.​ Spínola insistió en adueñarse del lugar y lo logró, además de conquistar también el castillo de Krakau.​ Fracasaron, por el contrario, los intentos de apoderarse de Bergen op Zoom en septiembre y octubre.

Tras la victoriosa campaña de 1605, retornó a la corte vallisoletana para planear la del año siguiente. En 1606 regresó a España, siendo recibido con grandes honores. Se le confió una misión secreta consistente en asegurar la gobernación de Flandes en caso de muerte del archiduque o su mujer. ​ A causa del retraso de la flota americana, Spínola hubo de avalar con su fortuna los empréstitos necesarios para sufragar la ofensiva de 1606; en agradecimiento, se lo nombró consejo de Estado y Guerra. ​ Nuevamente, el objetivo era impeler a los holandeses a entablar negociaciones de paz. Para ello, Spínola pretendía dividir de nuevo el ejército en dos: una agrupación cruzaría el Isel y camparía por la zona del Rin y otro haría lo propio con el Waal para avanzar hacia Holanda.​ La vuelta a Flandes la hizo pasando primero por Génova, para atender a la familia y a los negocios; estos le habían permitido obtener el préstamo de ochocientos mil escudos para acometer la nueva campaña, aunque Spínola calculaba que necesitaría unos trescientos mil mensuales para sufragarla.​ Tras recobrarse de una grave enfermedad que hizo que corriesen bulos sobre su fallecimiento, volvió a Flandes, donde se encontró con que los ochocientos mil escudos ya se habían gastado; para emprender las operaciones militares, hubo de avalar otro oneroso préstamo de dos millones y cuarto de escudos.

Una vez obtenidos los fondos, comenzó la campaña, con mal tiempo y mala suerte para las armas hispanas: Bucquoy no pudo cruzar el Waal y el ejército de Spínola tampoco pudo atravesar el Isel ante la presencia del ejército enemigo en la otra orilla.​ El genovés decidió entonces cambiar el plan de campaña y cercar Grol, plaza bien protegida pero que capituló el 5 de agosto.​ Seguidamente marchó contra Rheinberg, plaza que acababa de ser fortificada durante el invierno por Nassau y que protegía las posiciones holandesas en Frisia y dominaba el tráfico fluvial por el Rin. Nassau consiguió enviar refuerzos a los sitiados, que se defendieron encarnizadamente.​ El ejército de socorro que trató de sorprender a los sitiadores fracasó, sin embargo, en su misión.​ Finalmente Spínola conquistó la plaza tras un mes de asedio.​ Entonces tuvo que enfrentarse al amotinamiento de parte de sus soldados, que no habían recibido sus pagas porque parte del dinero del préstamo de la campaña no se había recibido.​ Los amotinados marcharon hacia Breda, dejando desguarnicidas Lochem, que el de Nassau recuperó fácilmente, y Grol.​ Pese a la complicada situación —escasos fondos, tropa desanimada y mal tiempo—, Spínola acudió a defender esta y consiguió que el enemigo se retirase. Al concluir la campaña y por la nueva falta de dinero otros tres mil soldados se rebelaron.​ Una vez más Spínola hubo de servir de avalista para obtener un nuevo préstamo para pagar los atrasos a los amotinados, a los que de inmediato expulsó del ejército y de Flandes.

Al terminar 1606, comenzaron las largas negociaciones entre holandeses y españoles. Spínola expresó la conveniencia de pactar con el enemigo si no se podían conseguir los fondos —unos trescientos mil escudos mensuales— para financiar la campaña del año siguiente.​ Los archiduques deseaban alcanzar la paz o, si esto no se conseguía, al menos una tregua; para Spínola, esta era también la mejor opción si se carecía de fondos para sostener nuevas campañas. ​ El primer acuerdo con los holandeses se firmó ya en marzo de 1607: cada parte conservaría los territorios que dominaba, cesarían durante ocho meses los combates y se entablarían las negociaciones entre delegados de los dos bandos.​ Spínola fue uno de estos y participó en calidad de tal en los largos tratos con los holandeses que se verificaron en La Haya y que concluyeron con la firma de la tregua en 1609.

No pudo obtener el grado de «grande» que deseaba, y se vio obligado a entregar en garantía la totalidad de su fortuna para avalar los gastos de la guerra antes de que los banqueros adelantasen fondos a la Corona española. Ya que nunca se le restituyó ese dinero, quedó completamente arruinado. El Gobierno español comenzó entonces a recurrir a excusas para mantenerlo lejos de España.

Hasta la firma de la tregua de los doce años en 1609, siguió con el mando en el campo generalmente con éxito. Después de la firma de la misma continuó en su destino, y se le encargó, entre otras tareas, conducir las negociaciones con Francia cuando el príncipe de Condé huyó a Flandes con su mujer, Charlotte Marguerite de Montmorency, para ponerla fuera del alcance de la admiración senil de Enrique IV de Francia.

En marzo de 1611, tras obtener el permiso del rey, viajó a Génova, de donde marchó luego a Madrid.​ En la corte se le hizo grande de España.​ Allí trató también la propuesta secreta holandesa de someterse al protectorado de la Corona a cambio de la firma de la paz perpetua. ​

Seguidamente Spínola cruzó Francia, donde fue recibido por el rey Luis XIII y su madre, la reina regente María de Médici, con los que se había acordado una doble boda real.​ Luego marchó a Praga, a felicitar al nuevo emperador Matías.​ En Praga trató las aspiraciones de los príncipes de Brandeburgo y Neoburgo al ducado de Cléveris, en cuyo conflicto sucesorio participaría pronto. De vuelta en Bruselas, el rey le encargó que tratase de asegurarse que las provincias flamencas le juraban fidelidad antes del fallecimiento del archiduque.

En 1614 tomó parte en las operaciones relacionadas con la herencia de Cléveris y Jülich, conflicto en el que también participaron los holandeses.58​ A causa de esto, pasaba el tiempo entre Bruselas y el cuartel general de operaciones en Wessel, que conquistó durante la campaña.​ A finales de agosto, puso sitio a la ciudad de Aquisgrán, que ocupó tras dos días de asedio. Tras apoderarse de gran parte del ducado de Jülich sin detenerse para expugnar la capital, conquistó Wessel a principios de septiembre.​ Los holandeses, por su parte, se apostaron en Jülich y en otras plazas de la región. ​ En enero de 1615 recibió la noticia de la muerte de su esposa, que le sumió temporalmente en gran zozobra. ​ Para lidiar con el dolor de la pérdida, se retiró a una abadía.

Cuando estalló la guerra de los Treinta Años condujo una vigorosa campaña por el Bajo Palatinado, parte de cuyo territorio conquistó (1620) y fue recompensado con el grado de capitán general.

Reanudación de la guerra con las Provincias Unidas

Cuando se acercó el momento de prorrogar la tregua con las Provincias Unidas o de retomar las armas, Spínola se pronunció en favor de la paz, al igual que el archiduque Alberto. Felipe III de España decidió volver a la guerra, opinión que compartió su hijo y heredero Felipe IV, pese a la falta de fondos para retomar las operaciones militares.​ A Spínola se lo envió a invadir el Palatinado, aunque sin concedérsele el grado de capitán general que ansiaba y sin recibir ayuda económica alguna, que solicitaba por maltrecha situación. ​ Pese a las maniobras de los holandeses, con los que todavía se mantenía teóricamente la tregua, Spínola consiguió durante la campaña de 1620 apoderarse del Bajo Palatinado y del Alto Palatinado. Su misión teórica era asegurar la expulsión de Federico del territorio, según la decisión del emperador.​ En abril de 1621 firmó una tregua con los protestantes de la Unión Evangélica y volvió a los Países Bajos, en previsión de la reanudación de la guerra con los holandeses cuando caducase la tregua de 1609.

El 7 de diciembre de 1621, se le otorgó el título de marqués de los Balbases.​ Pese al honor, esto no conllevó que el rey escuchase sus opiniones sobre lo que debía hacerse tanto en el Palatinado como en los Países Bajos. Felipe IV había optado por reanudar la guerra con los holandeses en vez de renovar la tregua de 1609.​ Spínola regresó a Bruselas para encargarse de reorganizar el ejército y prepararlo para el inminente comienzo de las hostilidades.​ Falto nuevamente de fondos, tuvo problemas para asegurar el pago de los soldados y del resto de gastos militares.​ En 1622, envió tropas al ducado de Cléveris y ocupó el vecino de Juliers.​ Los intentos de poner fin a los combates mediante negociación en Bruselas fracasaron por la renuencia de Federico V del Palatinado a pactar con sus enemigos. ​ Los tratos con Jacobo de Inglaterra y el emperador tampoco condujeron a la paz. En junio Spínola corrió las tierras del príncipe de Darmstadt.​ A continuación, trató en vano de apoderarse de la ciudad holandesa de Bergen op Zoom gracias a un traidor que debía abrirles las puertas.

A continuación, obtuvo la más renombrada victoria de su carrera, la toma de Breda, tras un largo asedio sobre la ciudad que duró nueve meses (agosto de 1624-junio de 1625), y que triunfó a pesar de todos los esfuerzos del príncipe de Orange, Mauricio, por salvarla. La expugnación, onerosísima, agotó la hacienda real y se llevó a cabo por la insistencia de Spínola, a pesar de la oposición de la mayoría de sus oficiales y las dudas del Consejo de Estado.​ La conquista de la ciudad impelió a Mauricio a solicitar tratar la paz y al rey Felipe IV a concederle el cargo de comendador de Castilla al genovés. El puesto, sin embargo, no comportaba ventaja económica alguna durante doce años, lo que más necesitaba Spínola para tratar de recomponer su hacienda, muy maltrecha en el servicio real.

La toma de Breda fue la culminación de la carrera de Spínola. Sin embargo, la parálisis del gobierno de España, la necesidad acuciante de dinero y el nuevo favorito, Olivares, celoso del general, permitieron a los holandeses recuperarse. Spínola no pudo evitar que Federico Enrique de Nassau ocupase Groenlo, una buena avanzadilla hacia Breda. En febrero de 1628 regresó a España pasando por Francia y visitando de camino a Luis XIII y Richelieu en el cerco de La Rochela,​ resuelto a no reasumir el mando en Flandes a no ser que se le asegurasen fondos para mantener su ejército. En Madrid tuvo que sufrir las insolencias de Olivares, que se esforzaba al máximo en hacerle responsable de la pérdida de Groll. Spínola decidió no regresar a Flandes. Por entonces Spínola era partidario de firmar la paz en Flandes y de no intervenir en la sucesión del ducado de Mantua, cuyo señor había fallecido a finales de diciembre del año anterior.

Cuando estalló la guerra de Sucesión de Mantua, el gobierno de España nombró a Spinola gobernador del Milanesado. Desembarcó en Génova en septiembre de 1629. En Italia sufrió los efectos de la enemistad de Olivares, quien provocó que se le privase de sus poderes como plenipotenciario. La salud de Spinola se derrumbó, y habiendo sido objeto de expropiación de su dinero, escatimado la compensación que había reclamado para sus hijos y dejado caer en desgracia en presencia del enemigo, murió el 25 de septiembre de 1630 en el sitio de Casale. Sus últimas palabras murmuraron “honor” y “reputación”. ​

Está enterrado en el Palacio Spínola de Casalnoceto, en la campiña entre Génova y Milán.

RENDICIÓN DE BREDA, 1625

 

El asedio de Breda tuvo lugar en 1625, durante el transcurso de la Guerra europea de los Treinta Años y de la Guerra de los Ochenta Años en Flandes, que enfrentaba a los tercios españoles del ejército de Flandes con las fuerzas de las Provincias Unidas de los Países Bajos; la ciudad-fortaleza de Breda, bajo el gobierno de ;Justino de Nassau, fue sitiada y finalmente conquistada por los ejécitos españole bajo el mando de;Ambrosio Spínola en 1625.

La rendición de Breda fue una de las victorias más famosas de Spinola y de España.Bajo las ;rdenes de Spinola, los españoles asediaron Breda en agosto de 1624. La ciudad estaba fuertemente fortificada y defendida por una guarnición de 14.000 soldados. Spinola lanzó un ataque contra el ejército holandés al mando de Mauricio de Nassau con el objetivo de cortar sus suministros y vencer la resistencia, para lo que mandó construir trincheras, barricadas, fortificaciones y túneles subterráneos, pero los defensores contrarrestaron esta maniobra construyendo túneles de intercepciónn que inutilizaron la mayoría de ellos. Los defensores resistieron durante casi 11 meses con las reservas que quedaban. En febrero de 1625, una fuerza de 6000 ingleses bajo el mando de Ernesto de Mansfeld y 2000 daneses a las órdenes de Steslaje Vantc, que murió en combate, no consiguió aliviar a la ciudad debido a la acción de una fuerza de 300 infantes ligeros, 158 piqueros y 65 ballesteros españoles provenientes de Bolduque que llegaron como refuerzo y que resistieron a los daneses en un montículo próximo al camino. Fuerzas inglesas que acudieron en auxilio de los sitiados tampoco lograron romper el asedio español a la ciudad.

Justin de Nassau se rindió en Breda en junio de 1625 después de un costoso asedio que dejó miles de muertos y mutilados en ambos bandos. Entre ellos, después de enfermar, se encontraba su hermano Mauricio de Nassau, que murió por enfermedad contraída en la campaña.

El asedio de Breda fue la victoria más importante de Spinola y una de las últimas de España en la Guerra de los Ochenta Años. Fue parte de un plan para aislar la república de su hinterland. Sin embargo, en 1629 después de la captura de Piet Hein de la flota de Indias, el estatúder Federico Enrique de Orange pudo conquistar la ciudad fortaleza de Bolduque, rompiendo el bloqueo por tierra. Los esfuerzos de España en los Países Bajos disminuyeron a partir de entonces por la falta de fondos de los ejércitos españoles, de su antigua energía y de luchas internas que entorpecieron la libertad de movimiento de Spinola. No obstante, el asedio de 1625 captó la atención de los príncipes de Europa y, durante un tiempo más largo, los ejércitos españoles intentaron recuperar la formidable reputación que habían conseguido bajo Carlos V. La batalla de Rocroi disipó esta ilusión en 1643. La ciudad permanecería bajo dominio español hasta 1637, cuando el estatúder Federico Enrique de Orange-Nassau la recuperaría para las Provincias Unidas tras el asedio de Breda de 1637.