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HISTORIA DE LA DECADENCIA DE ESPAÑAdesde el advenimiento de Felipe III al TronoHASTA LA MUERTE DE CARLOS IIPORCÁNOVAS DEL CASTILLO
LIBRO TERCERO. De 1621 a 1636.
—Principios
del reinado de Felipe IV.—Privanza de Olivares.—Autoridad anticipada.—Castigos
y venganzas, el P. Aliaga, Calderón, Osuna, Uceda, el duque de Lerma.— Reformas
en el Gobierno.—La moneda.—La Hacienda y las Cortes.—Disgustos en las de
Cataluña y Castilla.—Empeños de la Monarquía.—Alemania: victoria en Hoecht.—Holanda: renuévase la
guerra, rota de su escuadra en el estrecho de Gibraltar, muere el archiduque
Alberto.—Genepp, Meurs, Berg-Op-Zoom, batalla gloriosa de Fleurus, sitio y toma de Breda.—Triunfos navales en
América.—La Mamora.—Venida a España del Príncipe de
Gales, negociaciones matrimoniales, guerra con Inglaterra, rota de los ingleses
en Cádiz.—Italia: guerra de la Valtelina, sitio de Verrua,
hostilidades entre Francia y España, paz de Monzón, armada a la Rochela.
FELIPE IV 1605.1655
Dejó el
difunto Rey cinco hijos, y de ellos era Don Felipe IV el primogénito, que le
sucedió a la edad de diez y seis años, el cual estaba casado desde los once con
la princesa Doña Isabel de Borbón. Viéronse al comenzar
este reinado los mismos síntomas que cuando empezó el anterior. La cámara del
Príncipe estaba puesta desde 1615, y en ella había entrado como Gentilhombre D.
Gaspar de Guzmán, tercer conde de Olivares, de noble casa y muy agraviada
porque no se la hubiese concedido aún grandeza de España. No se inclinaba el
nuevo Rey en los principios al Conde; amaba más a otros de su cámara; y sólo el
duque de Lerma, con su ojo perspicaz y ejercitado, acertó a comprender que en
él tenía sucesor y acaso rival temible. Quiso entonces apartarlo del Príncipe,
pero ya no pudo; y el Conde, disimulan mucho y alimentando a su costa con su
ingenio y arbitrios las pasiones voluptuosas del joven Príncipe, no de otro
modo que el de Lerma había alimentado la devoción del padre, logró al fin la
privanza que apetecía. Así, desde mucho antes que muriese el rey D. Felipe III
se sabía en la corte y en todo el mundo,
quién había de ser el ministro y favorito de su sucesor, y el árbitro de las
cosas del Estado.
Dio muy pronto el de Olivares muestra de sí y de
su valimiento. En los últimos días del Rey difunto, los amigos del duque de
Lerma, que estaba retirado en su villa de este nombre, quisieron tentar por
último a la fortuna, mandándole venir a toda prisa. Parecía vivo todavía en
aquel Príncipe el cariño del Duque, y era de temer su llegada para muchos, aun
en aquel trance, sobre todo si prolongaba por azar la vida, que de ello había,
como siempre, alguna esperanza y duda. Pero como supo el caso Olivares, determinó
llevar a cabo uno de esos atrevimientos, que sólo en el buen éxito pueden
recibir aplauso, aun de parte de aquéllos que no ven en las cosas sino la
utilidad que proporcionan. Aconsejó al Príncipe que ejerciendo jurisdicción
anticipada enviase un mensaje al Duque Cardenal, mandándole que se volviese a
su villa de Lerma, sin llegar a la corte. Hízolo el
Príncipe; llegó el mensaje, y el de Lerma obedeció, aunque notando que no tenía
aún autoridad quien lo ordenaba. Tampoco había muerto todavía Felipe III
cuando Olivares le dijo públicamente al duque de Uceda, su antecesor y rival:
ya todo es mío. Y mostrólo muy pronto, porque no eran
pasados tres días de muerto Felipe III, cuando desagraviándose a sí mismo del
agravio que aquél le debía por no haberlo querido hacer Grande, ni aun en los
últimos días de su vida, hizo que el nuevo Príncipe le dijese comiendo: Conde
de Olivares, cubríos, con que recibió la grandeza que ambicionaba.
Después
de desagraviarse a sí mismo, aparentó el conde de Olivares que iba a
desagraviar a la nación de las ofensas que en ella habían hecho los ministros y
cortesanos de Felipe III. El primero que padeció sus iras fue el P. Aliaga,
confesor del Monarca difunto, al cual mandó salir desterrado de la corte; tal
merecía y mayor castigo aquel fraile indigno, que vendía a precio de oro la
influencia que ejercía en el Monarca y que tanta parte tomaba en las intrigas
cortesanas. Apresuróse luego el proceso de D. Rodrigo
Calderón, marqués de Siete Iglesias, aquel amigo del duque de Lerma, que a poco
de la caída de éste fue puesto en prisiones. Acumuláronsele cargos gravísimos, algunos de ellos justificados, otros no tanto, y en los
cuales parecía que obraba más la pasión que la verdad. Habíase hecho a todo el
mundo odioso D. Rodrigo, por su desmesurada soberbia, y así fue que en la ocasión no halló más que acusadores y
verdugos. Al fin, fue condenado a muerte y ejecutado en la Plaza Mayor de Madrid.
La noble entereza con que murió (1620) disculpó en la opinión generosa del
pueblo todos sus yerros. Por el contrario, no faltó quien culpase al conde de
Olivares de aquella muerte, atribuyendo a impulsos de envidia antigua y de odio
no vencido con la ruina de D. Rodrigo, el que lo dejase ir al suplicio, cuando
una palabra suya podía salvarle. Dio calor a la sospecha el ver que al propio
tiempo que terminaba el proceso de Calderón, se comenzaban los de tres duques y
ministros famosos en el anterior reinado: el uno el de Lerma, de Uceda el otro
y otro el de Osuna. Y aunque las faltas de Calderón mereciesen riguroso castigo,
también causaba grima el ver que sus acusadores adoleciesen de las mismas
faltas que él, y el hallar en sus mismos pasos ya al ministro que consentía o
acaso ordenaba su muerte. Fue de esta manera de más
escándalo que ejemplo el castigo de Calderón, dado que antes se atribuyó a
venganza, que no a justicia.
Los
propios efectos se sintieron en la muchedumbre con la prisión del gran duque de
Osuna. Andaba éste por la corte desde 1620 en que vino de Nápoles, suscitándose
nuevas enemistades antes que no aplacando las antiguas, con la soberbia de su
condición y el lujo desmesurado de su casa y persona. Públicamente se le
acusaba en corrillos y papeles de haberse enriquecido malamente en el gobierno
de Nápoles, y el conde de Villamediana le llegó a apellidar ladrón en unas
coplas. Despreciaba el de Osuna tales murmuraciones y aun las alentaba cada
día más con su conducta; traía siempre detrás de sí veinte coches, donde iban
multitud de caballeros españoles y napolitanos, a quienes favorecía; cincuenta
capitanes y alféreces reformados, formaban la guardia de su casa y caminaban
en torno de su persona; los vestidos eran de telas extrañas y costosísimas,
sembrados de piedras preciosas. En una de las fiestas de Madrid entró a justar
en la Plaza Mayor con cien lacayos, vestidos de azul y plata; no había ningún
Príncipe ni Grande que le igualase en magnificencia, dado que se allegaba la
suya a la del Rey. Mientras vivió Felipe III y el duque de Uceda, a quien tenía
tan ganado por el parentesco y dádivas, tuvo el Gobierno en las manos, la
emulación no pudo nada contra él; pero se ahora encargó de ser ministro de
ella el Conde-Duque.
Acaso se
sentía éste más que ningún otro humillado con aquellos alardes de grandeza.
Halló que la nobleza y tribunales de Nápoles, habían hecho una información
contra Osuna, para justificar el haberlo desposeído del virreinato y dádoselo al cardenal Borja sin órdenes de España;
presentaban documentos denunciando sediciosos intentos en el Duque, y relataban
multitud de injusticias y vejaciones. No necesitaba de más el favorito para
satisfacer sus iras en aquel rival aborrecido: decretó su prisión y, luego, al
punto, mandó que se le formase proceso. Recordó entonces todo el mundo los
notables servicios del Duque, y extrañando que no se contentase con ellos, para
descargo de sus faltas, entró luego la piedad en el pueblo, loable sentimiento
que siempre manifiesta el de España, aunque perjudicialísimo en muchas ocasiones: así el castigo se convirtió en descrédito de quien lo ordenaba.
El Duque conllevó su desgracia con notable entereza durante dos años y medio,
que estuvo prisionero primeramente en el castillo de la Alhameda,
cuyos muros a medio caer se levantan aún no lejos de la magnifica posesión que
con aquel nombre ahora tienen sus sucesores, y, al fin, en Madrid, donde murió
más de saña y afectos vengativos, que no de enfermedad incurable. Hombre
memorable y que siempre ocupará lugar entre los buenos capitanes y políticos
españoles, dignísimo de otra suerte, dado que el mayor de los delitos que se
le atribuyeron, que fué el de pretender alzarse por
Rey en Nápoles, no pasó de sospecha, y más, sobrando razones para recelar que
aquella voz fuese esparcida y autorizada por los venecianos con ánimo de
perderle, en venganza de las humillaciones y daños que de él habían recibido.
Su muerte, aunque no tan desdichada, fue no menos sentida que la de D. Rodrigo
Calderón y con harto mayor justicia.
Salvó al
de Lerma de correr los mismos pasos que Calderón y Osuna el capelo cardenalicio
que había tomado con tanta cordura antes de perder la privanza, porque no osó
el favorito tocar su persona. Pero Uceda, su hijo, que no tenía semejante
defensa, cayó en poder de los Tribunales del Conde-Duque; y sabe Dios adonde
llegara al fin su castigo, si el Rey no hubiese intervenido de repente y
contra su costumbre en el asunto, declarando por sí propio en una cédula que
aquel ministro no había faltado en cosa alguna a su deber y obligaciones.
Épocas tristes aquellas en que es de alabar la arbitraria resolución de un
Príncipe que arranca a un reo de manos de los Tribunales de justicia; mas
tales andaban ellos de honrados. Fuera, sin embargo, el castigo de Uceda, mal
hijo y peor ministro, sin cualidad ninguna que disculpase sus vicios, menos
sentido que el de los otros.
Aunque
burlado Olivares en sus intentos contra estos dos ministros, padre e hijo, no
por eso dejó de mortificarlos, hasta que les originó la muerte. El de Uceda,
viéndose sin licencia para venir a la corte, y sin poder ni valimento,
murió de pesadumbre, y su padre no tardó en seguirle al sepulcro. Porque Olivres,
para completar la ruina de sus antecesores, creó una Junta llamada de
reformación de costumbres, mandando que a todos los que eran y habían sido
ministros desde el año de 1603, se registrase la hacienda que poseían y la que
habían enajenado, bajo gravísimas penas: de manera que fuera conocida
fácilmente la parte del primer caudal y si había aumentado por medio ilícito.
Aplaudió el vulgo la determinación: muchos, viendo llevar tan adelante los
castigos y persecuciones de los malos ministros, decían que, aunque a ser tan
riguroso le moviese más el odio particular que razón alguna de interés público,
quien tales cosas ejecutaba con los demás, no podía merecer nunca iguales censuras.
Había también, cosas disculpables en las preocupaciones de la época, quien
creyese que por aquel medio volverían a llenarse las arcas públicas. El suceso
mostró muy a las claras lo equivocado de tales conceptos. El duque de Lerma fue condenado a pagar al fisco setenta y dos mil ducados
anuales y el atraso de veinte años por las rentas y riquezas adquiridas en su
ministerio, condena que no pudiendo sufrir el codicioso viejo, le hizo morir
de pena como su hijo; pero muchos que habían administrado mal las rentas, enriqueciéndose
en cohechos y desmanes, conservaron cuanto tenían, sólo porque no hacían sombra
a la privanza de Olivares. Y éste, aunque algunos dicen que procuró menos por
sí que sus antecesores, dio harta ocasión en adelante a toda censura y castigo.
El interés del momento ciega a las veces los ojos de los pequeños ambiciosos,
que no ven en el poder la gloria y la satisfacción legítima del mando, sino
sólo un camino para hallar el placer y el deleite, y contentar á las pasiones
viles del alma; y a trueque de conseguir una cosa, no vacilan en sentar
precedentes que pueden serles de vergüenza y daño en lo futuro.
No
contento, naturalmente Olivares con rebajar a los contrarios y exterminarlos,
cayendo en sus mismos errores, comenzó a elevar a otros sin consideración
alguna, procurando hacerse de clientela. Alzó varios destierros de personas
importantes que antes los padecían, y devolvió algunas plazas y dignidades mal
quitadas, robusteciendo con el agradecimiento los muros de su poder. Entre
otros, se levantó el destierro y prisión que padecía D. Francisco de Quevedo,
ya en obras famoso, por su amistad con Osuna, y aun se le dio colocación en
Palacio. Pero los más de los destinos públicos los ocupó el Privado con sus
amigos personales. Con ellos compuso la regia servidumbre, despidiendo a los
que antes la formaban, y cuando ya no tenía destinos que dar allí, determinó
poner casa aparte al infante don Fernando, que por su corta edad vivía aún con
el Rey, su hermano, a fin de crearlos nuevos y repartirlos de la propia suerte,
como lo ejecutó con efecto. Quitó de los Tribunales a muchos magistrados,
porque alcanzaban reputación de inflexibles; y de ellos fue el Presidente del
Consejo de Castilla D. Fernando de Acebedo, en cuyo lugar puso a D. Francisco de Contreras, uno de los jueces de Calderón, que era de sus mayores amigos y parciales. Sólo conservó
en alto puesto a D. Baltasar de Zúñiga, por tío suyo y por fingir también con
eso que no quería ser solo en el mando. Era D. Baltasar hombre de antigua
carrera y muy práctico en los negocios; mas como viejo y tío, afectaba algo de
superioridad y entereza, que ofendía la vanidad quebradiza del de Olivares.
Murió a poco, y murió a tiempo porque ya comenzaba a rugir la discordia entre
ellos, y la perdición de Zúñiga no parecía muy lejana.
No
hallando ya quien le disputase el Poder, se puso a disfrutar tranquilo de su
fortuna. Y no pareciéndole ninguna casa acomodada a su grandeza, vínose a vivir a Palacio, ocupando con mengua de la Familia
Real, menos cómodamente alojada, el cuarto que solían los Príncipes de
Asturias, donde Felipe IV había residido hasta la muerte de su padre. Allí,
siguiendo los pasos del de Lerma y acrecentando sus abusos, se hacía traer
todos los papeles importantes sacados de los archivos y secretarías sin cuenta
ni resguardo alguno; allí daba las audiencias que antes solían los Reyes;
despachaba con los ministros, dictaba órdenes a los Consejos, y hacía todos los
alardes de poder y mando que pudiera siendo suya la corona. No tardó, como el
de Lerma, en hacer sentir su privanza a la Real Familia. Cobró, principalmente,
aborrecimiento a los dos infantes D. Carlos y D. Fernando, ambos muy queridos
en la corte, porque, dotados de noble espíritu, no llevaban con paciencia su
dominio. Y siempre será mengua de aquel favorito el haber procurado indisponer
al Rey con sus hermanos por bajos medios.
A la
verdad, en un principio se mostraba en los negocios públicos tan solícito, como
fue descuidado y flojo más tarde. Si no acertó con lo bueno y lo útil, no fué por falta de arbitrios, que los tuvo y aplicó en gran
número, sino porque su inteligencia y desordenadas pasiones no le dejaron ver
más y mejor de lo que veía en las cosas. De todos los arbitrios que imaginaba y
de la situación de la Monarquía, dirigió al Rey una Memoria muy alabada
entonces, donde hubo quien hallase principios e ideas de gran político: la
verdad era que ya había en la nación, apartada por la Inquisición del estudio y
de la meditación verdaderamente filosófica, poquísimas personas capaces de
juzgar bien en tales materias. En cambio, pululaban los arbitristas, hombres incansables
que no cesaban de publicar peregrinos libros, donde se proponían remedios a
todas las necesidades y enfermedades públicas, disparadamente chistosos,
cuando no torpes y fatales. De éstos
recogió no pocas ideas el
Conde-Duque y así fueron ellas. Determinó que los servicios no se
recompensasen más con donativos de dinero en cantidad de maravedís o ducados,
como antes se solía hacer, sino que a cuenta de ellos se repartiesen los
honores y las dignidades, con que se evitaron algunos gastos, pero se
envilecieron las grandezas y las encomiendas a fuerza de prodigase; mal
quizás tan grande como el que se trataba de remediar, porque no viven menos las
Monarquías con economía en el dinero que con economía en las honras y
dignidades. Siguióse la mala costumbre introducida en
el anterior reinado de crear para el conocimiento de todos los negocios
importantes juntas especiales compuestas de individuos de diversos Consejos, y
se introdujo otra peor todavía, que era la de que los consejeros no
deliberasen de viva voz, sino que cada uno diese su dictamen por escrito al
Rey; de forma, que pasando tales papeles del Rey al favorito, no se determinaba
cosa que éste no tuviese por útil. Dióse también
sucesión a los empleos antes de que vacasen poniendo en cada uno dos dueños;
pero algo se remediaron los daños de esto último con repartirlos por
merecimiento verdadero o supuesto, y no por dinero como al principio. Tratóse de acortar los términos de los pleitos, que por lo
largos y ruinosos eran de las principales causas de decadencia en las familias
que hubiese en el reino, entreteniendo con ellos la esperanza muchos odios,
alimentando la dilación muchas disensiones, y fabricando los desengaños no
pocas perdiciones de gente hidalga y capaz, bien dirigidas y de altos servicios.
Y por lograrlo fácilmente, se redujo a la tercera parte el número, a la verdad
exorbitante que había de consejeros, escribanos, procuradores, alcaldes,
alguaciles y demás oficiales públicos. Fijóse, por
último, un plazo, dentro del cual los litigantes forasteros pudiesen solo
residir en la corte, y para evitarles la venida, se dispuso que los pleitos,
aun los privilegiados, se viesen ante las justicias ordinarias. También se
mandó a los señores de vasallos que residiesen en sus pueblos a fin de aliviarlos
en vez de oprimirlos. Prohibiéronse las emigraciones,
aun para las Américas, que era para donde más comúnmente se verificaban con
tanto daño de los reinos de la Península, que se miraban despoblados, mas sin
conocer que no hay otro remedio para evitar tales emigraciones, sino ofrecer
ventaja y buen gobierno a los pobladores para que no dejen sus hogares; y, por
último, se prohibieron algunas modas un tanto costosas, que era pueril remedio
y tan ineficaz como se halló luego. Vióse a los
alcaldes de casa y corte dar de rebato en las tiendas de mercaderes y sacando
todos los valones, zapatillas bordadas, almillas, ligas, bandas, puntas,
randas, abanicos, puños aderezados y otras galas de mujeres á este modo
prohibidas por sobrado ricas, hacer con todas ellas ridículo auto de fe en las
calles de Madrid. Calculóse que había cuello cuyo
aderezo costaba al año seiscientos escudos y prohibióse tal uso, dando el Rey y el favorito el ejemplo, que ellos creyeron glorioso, de
no llevar sino valonas sencillas. ¡Mezquinos ejemplos! Harto más graves si no
más oportunas fueron las medidas tomadas para desahogar la Hacienda en puros.
Rebajóse nuevamente el interés que del
Erario tiraba da deuda conocida con el nombre de juros reales, y se dio
facultad a las Cortes para conceder tributos sin permiso de las ciudades; con
que ganados los procuradores, no imposibles de ganar ya entonces, podía el Rey
más fácilmente sacar dinero de los pueblos. Ni una ni otra de estas medidas
sentó bien en la nación; pero se soportaron ambas, porque todo el mundo conocía
que el estado deplorable de la Hacienda pública exigía grandes remedios. La
moneda que tanto dio que hablar en el anterior reinado, hubo también de ocupar
en éste, desde los principios, la atención del Gobierno y de la nación entera.
Hizo el Conde-Duque que el Rey dictase un decreto prohibiendo que se sacase del
reino el oro y la plata y se introdujese en él la moneda de vellón; poco
después se mandó que el trueco y reducción de la moneda de oro y plata a la de
vellón no excediese del diez por ciento. Pero esto no bastó para evitar que el
vellón sobrase en nuestros mercados, y en 1626 hubo que pregonar Real cédula
para que no labrase más moneda de vellón en veinte años. Todavía sobraba esta
moneda infeliz de tal suerte, que el año después se publicó una pragmática
famosa para su disminución, encomendando la obra a una especie de Junta y Caja
de amortización, al modo de las que después hemos visto destinadas á la
amortización de papel moneda, con el nombre de Diputación general del consumo. Tratábase de ir recogiendo poco a poco en las principales
capitales del reino la moneda de vellón, cambiándola por oro y plata,
inutilizando una parte, y poniendo la demás en su justo valor, alterado desde
el tiempo de Felipe III. Mas sin embargo de que esta Diputación hizo cuanto
pudo, en 1628 hubo que expedir nueva pragmática, rebajando ya violentamente la
moneda de vellón a la mitad de su valor y originándose con esto las pérdidas y
quejas que eran naturales. Así se pensaba entretener algún tiempo el oro y la
plata que a más andar desaparecía del reino; pero todo era en vano, y en el
propio año de 1628 hubo que mandar aún que la moneda de estos metales no pasase
de puerto alguno sin registrar, revocando la antigua que permitía sacar moneda
con obligación de volver mercaderías.
No
alcanzó esta disposición más fortuna que las otras, y en adelante todavía dio
harto en que entender el arreglo de la moneda. Pero el caso era, que en estos
cambios y alteraciones, si los pueblos padecían mucho, no dejaban de ganar los
ministros. Era en todo con sus altas y bajas la moneda, lo que por ventura ha
sido la deuda del Estado en nuestro siglo. Los favoritos y ministros
codiciosos que por su posición tenían noticia anticipada de las alteraciones,
se aprovechaban de eso para expender o recoger moneda y cambiarla por más o
menos, según el caso, y así realizaban inmensas y vergonzosas utilidades; todo
en ruina de la nación y más confusión y desbarate de la Hacienda pública.
Crecieron
en tanto los tributos y fueron mayores que nunca desde los principios de este
reinado. Las Cortes de Castilla otorgaron en 1623 veinticuatro millones en
cada doce años, por la manera misma con que fue practicada la exacción en el anterior reinado, y perpetuándose tal cantidad en
los pedidos, tomó de ella esta contribución el nombre con que fue en adelante conocida.
Las de Aragón en 1627 ofrecieron dos mil hombres armados y pagados por seis
años; mil hombres pusieron también en armas las de Valencia del mismo año: solo
las de Cataluña se mostraron parcas y desabridas. Ya en 1620 se había
solicitado de aquella provincia que diese cuenta de sus rentas y pagase el
quinto; mas no se insistió mucho en ello. Luego que entró a tratar de las cosas
de la hacienda, el Conde-Duque aconsejó al Rey que pidiese formalmente a Cataluña
el quinto de sus réditos; hízose la petición y respondió Barcelona que estaba
exenta por sus privilegios, mas en las Cortes de 1626 se esforzó la pretensión,
recordándose otra antigua de establecer allí la renta del Escusado. Hubo
disgustos, precursores de los que en los años venideros trajeron tantas
desdichas: exacerbáronse las pasiones a punto que el
conde de Santa Coloma y el duque de Cardona vinieron a las espadas en el
recinto mismo donde se celebraban las Cortes; y fue mucho que se pudiese evitar mayor escándalo. Negábanse los brazos catalanes unidos a introducir la alteración más pequeña en los
antiguos privilegios de la provincia, y no faltó quien previese ya todo lo que
había de sobrevenir de continuar en la demanda. El almirante de Castilla D.
Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco,
hombre ilustre, nacido para prever y llorar las torpezas de aquella época sin
poder remediarlas, manifestó al Rey con noble libertad el peligro, lo cual le
trajo disgustos con el Conde-Duque, y el odio de éste que le acompañó por toda
su vida. Irritado el Rey con las penalidades que le costaba sacar algún socorro
y ayuda de los catalanes, dejó un día impensadamente a Barcelona y se vino a
Madrid. Envió entonces Barcelona en su seguimiento ciertos diputados que le
alcanzaron todavía en el camino y le ofrecieron cincuenta mil escudos. Volvió
el Rey en 1632 a sentir grandísimos apuros y a pedir nuevos tributos a las
Cortes; negáronse las de Castilla en Madrid a
concederlos, pretextando que el dinero iba a emplearse en pagar los ejércitos
del Emperador: plausible pretexto y muestra de fortaleza pocas veces repetida
por los procuradores castellanos en aquellos tiempos.
Las
Cortes catalanas que el Rey en persona fue a abrir el propio año, dejando para
que las continuara, con permiso de la provincia, a su hermano el infante don
Fernando, se resistieron como siempre, a dar tributos, habiendo nuevos empeños
y disgustos por esta causa entre el Almirante y el Conde-Duque. Por fin se
lograron cuatrocientas cuatro mil libras, muchísimo menos que se pretendía.
Hizo éste que algún tiempo después, se tornase a la pretensión primera de que
Barcelona diese cuenta de sus réditos para pagar el quinto al Erario. Negáronse los catalanes más enérgicamente que nunca. El
Virrey, que a la sazón era el duque de Cardona, quiso registrar de por sí los
libros de la ciudad, a fin de averiguar el importe de tales réditos: fortificáronse los conselleres en la casa de la ciudad,
donde el Virrey no osó acometerlos, y el Conde-Duque y el Rey, enojados ya al
último punto contra Barcelona, determinaron trasladar la Audiencia a Gerona.
Todo principios de lo que sucedió más tarde.
No
bastando, pues, los tributos concedidos por las Cortes, fue preciso acudir a
nuevos arbitrios, para llenar las arcas públicas. Pidiéronse donativos a la nobleza y al clero que los hicieron cuantiosos: solo el cardenal
Borja envió de Roma quinientos mil ducados, y el clero dio gratuitamente siete
millones de tal moneda. Poco era esto para lo que se necesitaba, y mediante una
bula del Papa se obtuvieron del Estado eclesiástico otros diez y nueve millones
de ducados. Al propio tiempo se creó (1632) la contribución conocida aún en
nuestros días con el nombre de lanzas y medias annatas.
No se tardó en inventar otro servicio de millones sobre consumos no gravados
todavía, y que no podían mirarse como de primera necesidad, el cual importaba
dos millones y medio de ducados en seis años. Las Cortes de Castilla lo
concedieron al fin a fuerza de importunaciones y halagos, mas no para socorrer
al Emperador de Alemania como se quiso antes, sino para atender a los gastos
interiores del Estado.
Pero con
tantos arbitrios y derramas como dejamos enumerados no se logró ver mejoría en
el Erario, ni acrecentar las decaídas fuerzas de la nación, ni remediar la
despoblación y la ruina de las ciudades y de los campos; antes visiblemente se
miraban empeorar las cosas. El mal, como venido de tan lejos y tan hondo,
necesitaba de remedios, no tanto heroicos y atrevidos, como bien meditados; de
los cuales el primero y más eficaz era la paz, según dejamos ya apuntado en el
reinado antecedente. Paz necesaria para que se disminuyesen los gastos
públicos, y para preparar el camino de otras disposiciones tenidas ya de todo
el mundo por indispensables, que restableciesen o hicieran prosperar el Comercio y la Agricultura e Industria. Mas en esto,
cabalmente puso aún menos atención el conde de Olivares que su antecesor el
duque de Lerma. Desde el principio hasta el fin de su privanza, no hizo
Olivares otra cosa que promover y sostener luchas desiguales, costosísimas y
sangrientas, despilfarrando en festines y obras de recreo lo que quedaba, y los
recursos mismos que pedían los ejércitos y la guerra. Así en 1633, cuando
nuestros ejércitos en Holanda y Alemania solicitaban dinero de continuo y no
se les enviaba por no haberlo; cuando por eso no podían salir al mar las armadas;
cuando el Emperador nos importunaba más, pidiendo socorro y las Cortes de
Castilla lo negaban y a las de Cataluña se sacaban contribuciones tan mezquinas
a tanta costa y con tan grandes penalidades, vieron levantarse los madrileños
los palacios y jardines magníficos del Buen Retiro con gasto inmenso, porque
ni el terreno los consentía; obra tan deleitosa y tan alabada ahora, como
maldecida entonces por los hombres previsores y sensatos.
El de
Olivares en tanto para no aparecer como autor de todo, aunque verdaderamente lo
fuese, encomendó á una junta de tres personas autorizadas el examen de cuantos
negocios había de despachar el Rey, dando sobre ellos su dictamen. Y más tarde
rogó el Rey en un papel, el cual quedó por honra en su mayorazgo, que asistiese
personalmente al despacho de todo, y viese y dispusiese por sí las cosas. No
faltó quien tomase a moderación estos pasos, y con tales trazas, aunque corrieron
siempre hartas murmuraciones sobre su conducta, mucha parte del pueblo no le
quería mal en los principios y esperaba de él mejor fortuna. Amábale sobre todo y cada día más el Rey, que depositaba
en él toda su confianza, no sólo en las cosas del Estado, sino en aquellas
otras viles que afrentan, más que a los reyes que las hacen, a los ministros
que las protegen y ayudan. Era Felipe IV muy dado a aventuras y galanteos, y
tanto que sólo en ellas ponía atención y cuidado. Los papeles y los libros de
la época lo pintan como liberal, generoso, valiente y no desnudo de ingenio y
de instrucción, gustándole mucho el trato de los poetas y artistas, y aun la
misma profesión de las Musas. Pero el caso es que distraído en liviandades no
hubo monarca más esclavo que él de sus privados, ni aun su tímido y devoto
padre.
El
conde-duque D. Gaspar de Guzmán, que lo era único y absoluto y lo fue por tantos años, no carecía ciertamente de talento,
bien que no fuese tanto como su vanidad; pero no tenía la sagacidad política,
la profunda comprensión, y la instrucción y vasta experiencia que necesitaba
en tan peligrosas circunstancias la Monarquía. Fue también más atento al provecho propio y á contentar sus pasiones que al bien
del Estado, cosa harto común por desgracia en los ministros y privados, sobre
todo, en España y en aquellos tiempos. Con la grandeza de España, tomó para sí
el título de duque de San Lúcar, de donde le vino el
ser Conde-Duque, y no tardó en formarse copiosísimas rentas. Luego, a cambio
sin duda de los favores que a manos llenas recibía, dióle el ministro al Rey gratuitamente el título de Grande, y fue vergüenza que éste llegase a admitirlo como merecimiento, en lugar de
despreciarle como lisonja. Hecho en que harto se dieron a conocer entrambos,
mostrando bien desde los principios lo que de tal Príncipe y tal ministro
podía esperar la Monarquía.
Eran muy
grandes sus empeños en 1621 al empezar el nuevo reinado. Francia patrocinaba
los intentos de los que pretendían la restitución de la Valtelina a su primer
estado, y a los grisones, sus anteriores dueños, de cuyas manos la había
quitado el duque de Feria, y también ayudaban a ello los holandeses con dos
regimientos pagados a su costa. Faltaban cinco meses para cumplir las treguas
ajustadas con éstos, todavía tenidos por rebeldes, treguas tan mal vistas de la
soberbia española, que no hubo en catorce años, que duraron, quien quisiera
prohijar su negociación, excusándose todos unos con otros ministros y
embajadores y hasta el mismo príncipe Alberto. Continuaban conspirando contra
nuestro poder los venecianos, libres del meditado castigo del otro reinado. Nápoles
andaba a pleito con el Gobierno, y tenía en la corte diputados representando
agravios de los virreyes, sobre todo del duque de Osuna, y en Sicilia estaban
situadas por diferentes créditos las rentas del Rey, sin haber de dónde costear
la defensa del reino. La Marina, que tanta gloria había alcanzado en el
reinado de Felipe III, siendo la principal defensa de la Monarquía, quedaba
arruinada; la armada del Océano constaba de solo siete navíos, y las galeras de
España que eran aún en menor número, apenas salían del puerto por desproveídas.
Las fuerzas de los protestantes alemanes, suscitadas de consuno contra el
Imperio y contra España que era su aliada; las de Inglaterra, más quietas que
seguras, mediante la plática de casamiento entre su príncipe y la infanta Doña
María, comenzadas en el reinado de Felipe III y que ahora venían a
formalizarse. Y entre tanto la Hacienda, tan afligida como atrás dejamos
explicado, consignada a deudas antecedentes por todo el año de 1623, habiendo
aún rentas sobre las que pesaban más largos empeños, sin que las medidas del
conde de Olivares fuesen eficaces para traer los recursos que faltaban.
A pesar
de tan mala situación, el nuevo Gobierno no se arredró un punto; y a la verdad
la fortuna sonrió en los principios sus empresas. No desalentados los
protestantes alemanes con la pérdida de la batalla de Praga, continuaron la
guerra contra el Emperador y el Rey de España, y éste por su parte no desistió
de la alianza y de los empeños que con aquél contrajo su padre. El conde de
Tilly, general de los imperiales, y D. Gonzalo Fernández de Córdova, hijo del
duque de Sesa y biznieto del Gran Capitán, que
comenzaba entonces la carrera de las armas, atacaron en Hoecht sobre el Mein a Cristiano de Brunswick y al conde de Mansfeldt que mandaban a los protestantes (1622), y los pusieron en derrota; arrojáronse los protestantes en confusión a pasar el río
por un puente que allí tenía, y hundiéndose éste al peso enorme, fueron muchos
los que se ahogaron y otros se salvaron a gran pena, de suerte que su pérdida
llegó a seis mil hombres entre muertos y prisioneros.
Cumpliéronse en esto las treguas con Holanda, y el archiduque Alberto envió al punto mensajes a las provincias unidas en república, ordenándolas que volviesen a su obediencia. Mandato ridículo, puesto que era su inutilidad tan evidente. Habíase calculado, no se sabe cómo, que aquella guerra costaba poco menos que la paz; erradísima cuenta, aunque no se mirase más que la destrucción lenta, pero segura, de los pocos ejércitos que quedaban a la Monarquía, sin que permitiese ya la despoblación reponerlos y reparar sus pérdidas. No se pensó en esto; y la guerra encendida del lado allá del Rhin se comunicó a esta otra orilla pudiéndose considerar como una sola por los accidentes comunes y porque los ejércitos ya acudían a una, ya acudían a la otra parte indistintamente. Comenzaron las hostilidades por decomisarse en nuestros puertos más de doscientos sesenta buques holandeses que comerciaban con bandera alemana; pero ellos vengaron bien esta pérdida. Armaron escuadras y corsarios que saquearon Lima y el Callao; echaron allí a fondo veintidós bajeles que llevaban nuestra bandera; rindieron y dieron también a saco la ciudad de San Salvador en la bahía de Todos Santos, cogiéndola desprevenida á semejante ataque, y causaron en las costas del Brasil infinitos daños. Pero la fortuna no dejó de recompensarnos con una gloriosa victoria habida al punto mismo en que se rompió la tregua. D. Fadrique de Toledo, hijo del gran marqués de
Villafranca y Capitán general de la Armada del Océano, salió de Cádiz con siete
navíos y dos pataches, y hallando en el estrecho de Gibraltar una escuadra de
hasta treinta y un bajeles holandeses, peleó con ellos diez horas, tomó cinco,
echó tres a pique y obligó a las demás a huir con vergüenza. Fue grande el valor con que pelearon los españoles en este
trance, y señaladamente don Fadrique, el general Carlos lbarra,
Roque Centeno y otros Maestres de campo y capitanes. En tanto el marqués de
Spínola, justísimamente honrado ahora con el título de marqués de Belvis o los Balbases, dejadas las cosas del lado allá del Rhin volvió a Flandes.
Halló
moribundo al archiduque Alberto, que de allí a pocos días rindió la vida, y así
recayó sobre él todo el peso de los negocios, porque la Infanta, que quedó de señora,
no sabía más que llorar su pérdida. Sin embargo, no tardó en poner a punto las
cosas y entrar en campaña. Tomó Genep y Meurs y fue a acampar delante de Burich.
Era su intento atraer a sí al príncipe Mauricio que mandaba a los holandeses,
para que éste dejase descubierta a Juliers, y no le
salió mal la traza. Desguarneció el holandés aquella fortaleza, y al punto
Spínola envió allá al conde de Berg que, plantando
sus cuarteles y abriendo luego sus trincheras, impidió el socorro y la rindió a
los cinco meses de sitio. Spínola se puso en tanto sobre Ber-op-Zoom, plaza importante de los contrarios; pero acudiendo
Mauricio al socorro, no pudo evitarse que metiera dentro más número de soldados
que tuviesen los sitiadores; con que hubo que levantar el cerco cuarenta y seis
días después de plantado el campo. Mas este revés lo compensó con harta ventaja
una dichosa victoria.
Mansfeldt, y el malvado Obispo de Halberstad, Cristian de Brunswick, dos de los principales
corifeos de los protestantes en Alemania, echados de allí por los recientes
triunfos del Emperador, acudieron a reforzar a los holandeses. Salió a
estorbarlo D. Gonzalo Fernández de Córdova, que venía de vencerlos en Alemania.
Los enemigos, pasado el Sambra, quemaron con
licenciosa crueldad las aldeas del contorno y cometieron infinitos desórdenes;
el número de su Caballería llegaba a seis mil soldados; el de la Infantería no
se supo bien; pero hubo quien lo estimase en ocho mil. Aguardólos D. Gonzalo cinco leguas de Bruselas en los campos de Fleurus,
que caen en los confines de Bravante, y Namur con ocho
mil infantes y mil quinientos caballos; y allí empeñó la batalla. La noche
había sido tempestuosa, y los españoles, inferiores en número a sus contrarios,
estaban también más fatigados que ellos; con todo, nuestra Infantería sostuvo
con tal esfuerzo la carga de los numerosos caballos enemigos, que los puso en
derrota obligándolos á abandonar a los infantes. Antes hubo algún desorden en
el costado derecho de los nuestros, porque el Maestre de campo D. Francisco
Ibarra, que allí mandaba con imprudente heroísmo, lejos de esperar a pie firme
a los caballos enemigos, salió precipitadamente a su encuentro. Remedióse por virtud de nuestra Artillería, que hábilmente
dirigió el capitán Oteiza; huyeron los caballos y quedaron los infantes.
Entonces cayó sobre estos toda la furia de nuestra gente: murieron los más de
los capitanes españoles, pero no por eso cejaron los soldados, y animados del
ejemplo del General, rompieron también la Infantería enemiga y casi entera la
pasaron a cuchillo. Los pocos de los enemigos que se salvaron de esta matanza,
huyeron, dejando en el campo banderas, bagajes y artillería. Murieron de ellos
mil quinientos; de los nuestros el Maestre de campo Ibarra y mucha gente de
cuenta; los prisioneros no fueron muchos por la furia de los vencedores; pero
los hubo de valía. Tal fue la batalla de Fleurus (1622), una de las gloriosas, que ganaron los
españoles por el esfuerzo con que pelearon y que fue de mucha reputación al
joven caudillo D. Gonzalo Fernández de Córdova. Duró cinco horas y media, y fue
el pelear con tal furia, que en el escuadrón de la Infantería española no
quedaron en pie más oficiales que el Maestre de campo Boquin y el capitán Castel. Siguió D. Felipe de Silva, que mandaba nuestra
Caballería, el alcance de los enemigos, haciendo nuevos destrozos, y cerca de Ham, en la frontera de Lieja, degolló el resto de los
fugitivos.
Recibiéronse con el júbilo natural en
Bruselas las nuevas de estos sucesos, y dieron aliento para continuar la guerra
con los holandeses, al paso que éstos sintieron profundamente aquel descalabro
que venía tan en su daño. Sin embargo, por falta de recursos no pudo Spínola
darle a la guerra poderoso impulso, y como los holandeses se mantenían a la
defensiva casi siempre, se continuó con tibieza en los dos años sucesivos,
limitándose todo a la empresa de Amberes que intentaron los holandeses sin
éxito alguno.
Al fin,
comenzó el famoso sitio de Breda. Henchido de arrogancia Felipe IV, como quien
no había experimentado reveses todavía, ni escuchaba más que lisonjas,
escribió aquel mandato célebre: «Marqués de Spínola, tomad Breda», y no hubo
más si no comenzar el sitio (1626), el cual pudo compararse con el de Ostende,
por lo largo y costoso. La guarnición era tan numerosa, que llegó en ocasiones
a cuarenta mil hombres; la artillería mucha; terribles las fortificaciones;
pero todo cedió a la constancia y al valor de los españoles. En vano Mauricio
de Nassau con numeroso ejército pretendió obligarlos a levantar el cerco:
frustrados una vez y otra sus intentos, murió sin verlos logrados, y Breda se
rindió al fin á los dos meses de sitio. Sucedió a Mauricio en el mando de los
ejércitos enemigos su hijo Enrique de Nassau.
Con este suceso vinieron a juntarse, para desvanecer del todo a nuestra Corte, los triunfos de D. Fadrique de Toledo en la América Meridional. Corrió allá este General en demanda de los holandeses, que habían hecho ya extensas y ricas conquistas en las Islas y Tierra Firme; recobró la bahía de Todos Santos, Guayaquil y Puerto Rico, y con pérdida de todo, los echó de aquellos países y de aquellas aguas. Fué también glorioso, aunque no de
mucho contento, el triunfo alcanzado por la armada de Nápoles contra los
piratas berberiscos. Salió contra ellos el conde de Benavente, Virrey del
reino, con quince galeras y los acometió con mucho brío; pero atravesado por
una bala en lo más recio, lidiando como quien era, no le dio tiempo la muerte
si no para que por señas ordenase imperiosamente a sus oficiales que
continuasen el combate. Continuólo, en efecto, D.
Francisco Manrique, en quien recayó el mando, y apresó al fin toda la escuadra
enemiga, menos la capitana, que el almirante turco Azan hizo volar, por no rendirla. Con no menos fortuna peleó D. García de Toledo
con cuatro naves africanas, rindiéndolas cerca de Arcilla; y los gobernadores
de la plaza de África hicieron también por su parte mucho daño en los piratas
berberiscos, ahuyentándolos de delante de sus muros, señaladamente D. Alonso
de Contreras, que mandaba en la Mamora. Aguó en parte
la alegría el mal suceso de la Esclusa; envió Spínola al conde de Horn I sorprender aquella plaza y no pudo lograrlo: antes
se retiró herido y con pérdida de cuatrocientos hombres. Mas de todas suertes
las cosas de la guerra estaban de buen aspecto hasta entonces.
Entre
tanto, nuestra diplomacia andaba ocupada en una cuestión que tuvo cierta
importancia. Desde 1617 corrían pláticas entre la Corte de España y la de Inglaterra
sobre el matrimonio de la infanta Doña María, hermana de Felipe IV, con el
príncipe de Gales, hijo primogénito del rey Jacobo. Siguiólas tibiamente Felipe III, cuyo espíritu devoto no consentía que viese con buenos
ojos a hija suya casada con un Príncipe protestante. Pero no bien comenzó a
reinar Felipe IV, vino a Madrid el conde de Bristol, encargado de llevar a efecto
aquella idea, y comenzaron con calor las negociaciones. Solicitaba el inglés
juntamente con la mano de la Infanta, el que España y el Emperador devolviesen
sus Estados al Conde Palatino, su deudo, el cual acababa de perderlos, como
fautor de la guerra de Alemania. En vano quiso el Rey de España separar del
todo entrambos asuntos; el Embajador inglés, fingiendo que los separaba, los
juntaba más cada día.
Por aquí
comenzó el disgusto de nuestra Corte, tan predispuesta a mirar mal el
matrimonio por la diversa religión del de Gales; reclamó, por su parte, cierta
libertad para los católicos de Inglaterra, como condición del matrimonio, y no
alcanzó si no buenas palabras. Ni España cedía en lo del Palatino, ni
Inglaterra en lo de la libertad religiosa, y así caminaban (1623) perezosamente
los tratos, cuando, con sorpresa de todos, el príncipe de Gales se presentó en
Madrid de incógnito, acompañado del marqués Bukingham,
luego Duque del propio título. Pasáronse en festejos
y cumplimientos los primeros días: visitó el de Gales a la infanta, y parecía
más dispuesto con su visita, que lo estuviese antes a llevar a efecto el
matrimonio. Mas nuestra Corte, circunspecta y austera, no por eso apresuró las
cosas. Consultósele al Papa, y respondió bien; formáronse dos juntas, una de teólogos y otra de ministros,
y ambas fueron de favorable dictamen: y así se llegó á fijar ya día para los
desposorios. Pero a medida que más adelante llegaban los tratos, más empeño
manifestaban los ingleses en que se estipulase la restitución del Palatinado, y
más los españoles exigían que se concediesen grandes y verdaderas ventajas a la
iglesia católica en Inglaterra. Así forcejearon por largo los negociadores, sin
ceder ni conceder unos ni otros. Jamás asunto matrimonial ha sido tratado con
más lentitud y estudio. Olivares puso en él una atención que con harta más
justicia reclamaban los apuros de la Monarquía. Hubo nimiedad y pequeñez de
miras por nuestra parte, y algo de malicia y doblez por parte de los
contrarios.
Al fin se
rompieron los tratos. El príncipe de Gales se marchó de Madrid con buen
semblante, pero agraviado en lo íntimo del alma; y aunque dejó poderes para
continuar las negociaciones, no se volvió a hablar más de ellas. No faltó quien
alabase al de Olivares por haber evitado con dilaciones y astucia la proyectada
alianza, mas sin razón plausible. Si la Infanta hubiera llegado a contraer
matrimonio con el príncipe de Gales, que luego fue Carlos I, la desdichada suerte de los esposos, lejos de traernos ventajas, nos
hubiera traído acaso más enemistades y males. Pero como esto no se podía
prever, contando con circunstancias comunes y naturales, era desacierto notable
el no aprovechar la alianza de una nación que empezaba a llamarse dueña de los
mares, exponiendo a sus iras nuestro comercio y nuestras flotas, ya no seguras
de los holandeses.
Claros
indicios de serlo se ofrecieron de allí a poco. Porque habiendo muerto por
entonces el rey Jacobo de Inglaterra, no bien se halló en el trono Carlos I, su
primera diligencia fue acudir al agravio que de parte
de España tenía. Entró en tratos con Francia, Holanda, Saboya y venecianos para
humillar nuestro poder, y envió una armada de ochenta bajeles con el conde de Lest por general, a que se apoderase de Cádiz y Lisboa y
las saquease, destruyendo los bajeles allí surtos y robando la flota que debía
venir de América aquel año y se estaba esperando. A la verdad no salieron como
pensaba estos intentos. Llegó la armada al frente de Lisboa, y hallándola bien
prevenida, siguió navegando la vuelta de Cádiz. Echó el inglés diez mil hombres
en tierra: ganó la torre del Puntal defendida de quince soldados solamente, y
dándose ya por dueño de todo, se encaminó a la ciudad con escuadrón formado.
Salió á escaramucear con él D. Fernando Girón, fuera de la muralla, con
seiscientos españoles, tan valerosos, que al primer acontecimiento desbarataron
la vanguardia británica, matándola más de ochocientos hombres. Retiróse luego; pero como supiesen los contrarios que ya
acudía al socorro el duque de Medinasidonia, Capitán
general de Andalucía, con la nobleza y gente de las ciudades circunvecinas y
algunos soldados, no atreviéndose á mantener el campo, se embarcaron precipitadamente
(1625) apartando de las costas sus naves. Con esto, el rey Carlos I se dió por vengado, y no volvió a hostilizarnos: poco después
se labraron conciertos que nos libertasen de aquel nuevo enemigo, aunque, a
decir verdad, más bien nos le quitó de encima la revolución que ya comenzaba a
rugir en Inglaterra. Hubo también la fortuna de que a los pocos días de rota la
armada inglesa llegase la armada de la Plata con diez y seis millones en
moneda, sin tropezar con las naves contrarias. Nueva ocasión de soberbia y
desvanecimiento para nuestra Corte. Creíase poderosa
porque tenía capitanes y soldados heroicos, y tomaba por fuerza y vigor del
Estado lo que no era más que virtud y aliento de algunos individuos. No estaba
lejano el tiempo en que a estos los fuese consumiendo la guerra, y en que se
viesen en toda su desnudez las flaquezas.
Continuaron
aún en Italia los prósperos sucesos. Dejamos al duque de Feria ocupando el
territorio de la Valtelina, levantando fuertes para mantenerla a nuestra
devoción, y a los grisones, sus antiguos dueños, pugnando por recobrar lo
perdido con ayuda de los holandeses y del Rey de Francia. De la importancia de
aquel territorio para asegurar la dominación española en Italia no había que
dudar, y aun por eso ponían más empeño en quitarlo de nuestras manos los
contrarios. Firmóse un tratado en Madrid en 1621, en
el cual se estipuló la restitución de la Valtelina a los grisones: mas nuestra
Corte no quiso cumplirle. Hízose otro convenio en Roma, donde se estipuló que
los fuertes levantados allí por los españoles se pondrían en poder del Papa, el
cual los mandaría arrasar en seguida, y entonces fue Francia, gobernada ya por Richelieu, la que se negó a cumplir lo pactado. Así fue que los españoles entregaron realmente los fuertes al
marqués de Bagni, Comandante de las tropas del Papa;
pero un ejército francés, al mando del marqués de Croeuvres,
pasó la frontera no bien se habían retirado los nuestros, y tomó posesión de
ellos, bien por flaqueza, bien por connivencia con las guarniciones
pontificias, como se sospechó fundadamente. Al mismo tiempo el duque de
Saboya y los venecianos, tan antiguos enemigos de España, recelosos también
ahora de nuestros intentos por la ocupación de la Valtelina, se aunaron con los
franceses.
Coaligóse el duque de Feria para
desbaratar aquella liga con las repúblicas de Génova y de Luca, y los duques de
Parma, Módena y Toscana; y de una y otra parte comenzaron al punto las
hostilidades. El duque de Feria envió a D. Gonzalo Fernández de Córdova, que
después de la victoria de Fleurus había pasado a ocupar de nuevo los fuertes que no hubiesen tomado aún los franceses, visto
cuán mal guardados estaban de las tropas pontificias. Entraron los españoles en Chiavena. Hubo a sus puertas varios combates, en los
cuales señalaron los nuestros su valentía, fortificándose y peleando de manera
que durante año y medio mantuvieron el puesto, sin que de allí pudiera
desalojarlos el marqués de Croeuvres, a pesar de la
superioridad de sus fuerzas, hasta que ellos mismos se salieron, ajustada la
paz. Entre tanto, otro ejército francés de diez mil hombres, al mando de los
mariscales de Lesdiguiéres y de Crequi (1625), entró
en Italia: unióseles con el suyo el duque de Saboya,
y con veintisiete mil hombres que entre unos y otros contaban, invadieron el Genovesado, tanto para llamar por allí la atención de España,
como para castigar a aquella república por la fiel amistad que nos tenía.
Confiaban tanto los enemigos en sus fuerzas, que llegaron a hablar de
repartirse el Milanés y el Genovesado. El éxito no
correspondió a tan soberbias esperanzas. El príncipe del Piamonte tomó Siena
y sitió Savona: su padre, el duque de Saboya, derrotó en batalla campal al
ejército combinado de Génova, Parma y Módena con pérdida de mil muertos y
setecientos prisioneros; y el condestable de Lesdiguiéres, después de seis
semanas de sitio, rindió la importante plaza de Gavi. Estremecióse la república de Génova viendo ya al
enemigo casi a sus puertas, y por un momento se juzgó perdida. Pero el duque de
Feria, hábil capitán no menos que buen político, no era hombre que descuidara
por su parte las cosas. Con los pocos recursos que se le enviaron de España
juntó un ejército de veintiocho mil hombres, y entró en el Monferrato para
cortar las comunicaciones y aun la retirada del enemigo. Cayó al punto el
desaliento, compañero inseparable de las privaciones en la gente francesa, y ya
no se pensó más en su campo sino en dejar la campaña con menor daño y afrenta.
A dicha
entró entonces el marqués de Santa Cruz con su armada dentro del puerto de
Génova, limpiando de enemigos toda la Liguria marítima, y alentados los
republicanos con este socorro, salieron de sus muros y recobraron todas las
plazas que habían perdido, obligando también al príncipe del Piamonte a
levantar el sitio que tenía puesto a Savona. Y desordenados del todo los
franceses con tales sucesos, repasaron los Alpes con no poca lesión de su
orgullo. Pero no tardaron en volver al socorro de Verrua.
Tenía sitiada aquella plaza D. Gonzalo Fernández de Córdova, y debajo de ella
abrigaba el duque de Saboya el resto de su ejército, metidos en tortísimos retrincheramientos. El
forzar la plaza y los retrincheramientos era muy
difícil empresa; pero con todo eso no se hubiera malogrado a no sobrevenir
inopinados accidentes. Inundó el Pó los campos
vecinos de la plaza, y obligó a los españoles a abandonar sus trincheras. Y en
esto llegaron los franceses mandados por Lesdiguiéres, Crequi y el mariscalde Vignoles, y
aprovechándose de tales circunstancias tomaron por asalto varios reductos donde
apoyaban sus líneas los españoles. Recobráronlos éstos con mucho valor, pero no fue ya posible
continuar el sitio, socorrida la plaza. Negociábase en tanto entre nuestra Corte y la de Francia sin llegar muchos meses a concierto,
y era extraño de ver cómo entrambas naciones se hacían guerras y trataban de
paces, sin considerarse por eso como enemigas. Aun llegó a acontecer que
habiendo apresado los franceses tres naves españolas que iban con socorros a
Génova, navegando bajo el seguro de la paz a lo largo de sus costas, ordenó el
Rey de España que los bienes de los comerciantes de aquella nación fueran
confiscados en todos sus dominios; medida a la cual respondió el de Francia
confiscando en sus Estados las haciendas y mercaderías de todos los españoles,
portugueses, lombardos, napolitanos y genoveses.
Y, sin
embargo, ni España ni Francia se consideraban en estado de guerra. Las últimas
ventajas ganadas por los españoles trajeron al fin moderadas pretensiones a
los contrarios, y así se ajustó el tratado que se llamó de Monzon (1626), en el cual quedó reconocida la libertad de la Valtelina, que pudo en
adelante elegir magistrados y disponer de todas sus cosas sin más obligación
que pagar un razonable tributo y reconocer como soberanos a los grisones. No le
salieron bien a la liga franco-italiana sus intentos, porque dado que la
Valtelina no quedara en poder de nuestra Nación, todavía era de gran utilidad
para nosotros el verla poseída por católicos y tan agradecidos al favor de
España.
Pero ni
Venecia ni Saboya podían nada solas, y a Francia la obligó a ceder la
necesidad, porque a la sazón ardía toda en guerras civiles entre el Rey y sus
vasallos protestantes. Era la Rochela el refugio y guarida del protestantismo
francés, y para desarraigarlo y exterminarlo parecía preciso rendir aquella
plaza, empresa difícil por ser ella fuerte de suyo, y porque los ingleses no
dejaban de socorrerla con sus armadas. Había también serios disgustos por entonces
entre Luis XIII y Carlos I de Inglaterra a causa del infeliz matrimonio de éste
con la princesa Enriqueta, hermana del Rey de Francia; cosa que más animaba al
inglés a dar ayuda a los rebeldes franceses. España, no bien satisfecha de
Inglaterra desde la empresa de Cádiz, se ofreció a hacer alianza con el Monarca
francés para vengar las mutuas injurias en formal guerra. No aceptó Luis XIII,
porque quería excusar en lo posible los empeños con Inglaterra a fin de que,
lejos de aumentar sus esfuerzos contra él, se apartase del mantenimiento y
defensa de la Rochela; mas como viese a los bajeles ingleses a la boca de aquel
puerto impidiendo a los suyos que lo bloqueasen, solicitó al fin, con muchas
instancias de nuestra Corte, que enviase en su ayuda una armada. Oyó bien la
propuesta Olivares, y previniendo costosamente la del Océano, que mandaba el
hábil general D. Fadrique de Toledo, la envió a aquellos mares, bien que no
fuese ya de efecto, porque por lo avanzado del invierno las escuadras inglesas
estaban recogidas en sus puertos, y el Rey de Francia traía puestos a los de
la Rochela en el extremo de rendirse; con que al poco tiempo tornaron los
bajeles a anclar en nuestras costas. Hubo aduladores del favorito que celebrasen
la jornada; mas cierto que nada se ha hecho más infeliz.
Estábase esperando la flota de América,
que era el único recurso con que contaba la Monarquía para atender a sus
inmensos apuros de dinero; sabíase que los holandeses
la acechaban cuidadosamente para apoderarse de ella, y en lugar de enviar la
armada a buscarla y traerla segura a nuestros puertos, se concertó aquella
expedición inútil que, dejando sin defensa nuestros mares, dió ocasión fácil a que lograsen los enemigos su intento, apoderándose de la flota
(1627) y de los cuantiosos caudales que traía, no lejos de las Islas Terceras.
Además, sucedió, como sucede en todas las resoluciones mal imaginadas y
ejecutadas, que ni los franceses quedaron con agradecimiento, ni nosotros con
ventaja. Murmuraron que la armada se había enviado lentamente con todo intento
para que llegase tarde el socorro; y a la par los españoles comenzaron a decir,
por su parte, que el ministro francés, Richelieu,
no solicitó la armada si no para que, sobreviniendo el invierno, se destrozase
en aquellos mares del Norte tan procelosos, haciéndonos este daño, ya que otros
no le consentían las circunstancias. Quizás fuera más acertado en los nuestros
el decir que con esta traza burló la escasa previsión del Conde-Duque, y atendió a privarnos de los caudales que venían de América. De todas suertes, aquella
expedición parece injustificable a los ojos del recto juicio, porque a España
no la convenía, por cierto, que Francia se desembarazase de las guerras
civiles, sino más bien que se entretuviese con ellas, y era imbécil contradicción
el ayudar allí a Luis XIII contra sus súbditos, cuando, por otra parte, no se
escasearon los manejos y el dinero a fin de lograr de éstos que aquí y allá
promoviesen sediciones. Cabalmente, por el propio tiempo se abrieron tratos
para ello con el duque de Rohan, caudillo de los descontentos franceses, si no
bien conocidos, no tan obscuros que no haya razonables sospechas de que los
hubo. Ni tardó España en recibir la recompensa del auxilio que había dado a
tanta costa a Luis XIII contra los de la Rochela. Por aquellos mismos días
ajustó aquel Monarca un tratado con Holanda, donde se comprometió a pagarles
gruesos subsidios con tal que mantuviesen viva la guerra contra España. Y no
tardó en presentársele ocasión de mostrar más y más la mala voluntad que nos
tenía.
Habíase
entrometido el conde de Olivares en otra cuestión en Italia, que tuvo menos
favorables resultas que aquella de la Valtelina, con motivo de la sucesión del
Ducado de Mantua. Pretendíanla el conde de Nevers para su hijo primogénito, y César Gonzaga, duque de
Guastalla, protegido del Emperador. Cuál de los dos compitiese con más derecho
es cosa que no importa a nuestro propósito; porque, aunque aparentase Olivares
la parte del Emperador, no hay duda que su verdadero intento era tomar para
España lo mejor del territorio disputado. Dícese que ajustó para ello un
tratado con el duque de Saboya estipulando la reaparición del Monferrato entre
aquel Príncipe y España. El caso es que el Saboyano se puso de nuestra parte en
aquella ocasión, o bien por el cebo de la ganancia, o
porque con las anteriores derrotas creyese débiles para defender su partido a
los franceses. Y ello fué que a los principios, no
rendida aún la Rochela, hallaron el conde de Olivares y el duque de Saboya poco
estorbo a sus intentos.
Habíase
quitado poco antes el gobierno de Milán al duque de Feria por trazas de D.
Gonzalo de Córdova, que quería sucederle, y lo logró en efecto. Este General
entró con el Ejército de España en el Monferrato y se puso delante del Casal,
la más importante de sus plazas, mientras los saboyanos tomaban (1628) Pontestura, Niza de la Palla y Alba. Al punto el de Nevers pidió ayuda a Francia, que no pudo darle otra si no el permiso de reclutar
soldados en sus tierras; mas el Ejército así levantado y compuesto de cerca de
diez y seis mil hombres, al mando del marqués de Uxelles,
se dispersó al paso de los Alpes, sin llegar a poner el pie en Italia. Con esto
amenazaron ruina por un momento las cosas de aquel Príncipe. Pero no bien libre
del embarazo de la Rochela encaminó Richelieu a Italia el ejército que había
llevado a cabo la conquista, persuadiendo al rey Luis XIII que él en persona
fuera a mandarle, como si se tratase de la salvación de su reino. Súpolo Olivares, y no fiando ya tan grande empeño de D. Gonzalo
de Córdova, aunque tan probado en valor y militar experiencia, determinó
reemplazarle por el más hábil, sin duda, de nuestros capitanes, que era
Ambrosio de Spínola, marqués de Spínola y de los Balbases,
el cual con tanto acierto y fortuna, como antes hemos visto, estaba gobernando
los ejércitos de Flandes. Envióle órdenes para que
dejara aparte aquella guerra y encomendándola a manos menos expertas, acudiese
él a Italia. No quiso Spínola ir allá sin pasar antes por Madrid, donde pidió
dineros para hacer la guerra con mejor fortuna que en Flandes, y título de Vicario o Gobernador absoluto de aquellas provincias y
ejércitos, para que en España con consultas, informes y dilaciones no se
estorbasen sus propósitos. Todo se le ofreció; pero luego en nada de ello se vió cumplimiento, y aquel ilustre capitán halló en Italia
la misma imposibilidad que en Flandes para humillar a nuestros enemigos.
Había
comenzado las hostilidades el francés por exigir al duque de Saboya que diese
paso á su ejército para el Monferrato, donde Casal se miraba reducida al último
apuro; y como éste no le contestase sino ambiguas palabras, determinó fiar el
propósito a las manos. Las gargantas de Suza, que era
por donde mejor podían entrar en Italia los franceses, estaban defendidas por
tres recintos de fortificación y algunos reductos, que guarnecían dos mil
setecientos saboyanos mandados por el mismo Duque y príncipe del Piamonte, su
hijo. Llegaron delante de ellas los franceses: acometieron el primer recinto
los mariscales de Crequi y de Basompiére,
y lo ganaron fácilmente, por no defenderlo como debieran los saboyanos. Los
otros dos recintos fueron luego abandonados sin resistencia alguna. La ruina de
los saboyanos pareció completa, y los franceses fueron con tal ímpetu tras
ellos, que hicieron prisioneros al mayor número, y tuvieron ya casi entre sus
manos al Duque y a su hijo. Entonces fué famoso el
hecho de un capitán español, que por dicha se hallaba entre los saboyanos, el
cual, recogiendo algunos soldados, dió cara a los
franceses y detuvo a todo el ejército, lo bastante para que el Duque y su hijo
se pusiesen en salvo.
Los
franceses entraron en seguida en Suza, y el Duque se
apresuró a ajustar paces con el vencedor, temiendo ya mayores daños: evacuó las
plazas que había ocupado en el Monferrato, y abrió los Alpes a los franceses.
Con esto D. Gonzalo de Córdova, que gobernaba todavía a los nuestros, porque
aún no era llegado Spínola, hubo de levantar el cerco del Casal, culpado de
tibio y poco diestro en los ataques, y los franceses, logrado su objeto,
repasaron los Alpes, dejando en resguardo de aquella plaza un Cuerpo de tres
mil quinientos hombres á las órdenes de Toiras,
capitán famoso por la constancia con que defendió la isla de Rhé en la guerra contra los rocheleses. Firmóse en seguida un tratado que se llamó de Suza, entre los
caudillos de los ejércitos beligerantes, por el cual se estipularon condiciones
ventajosas al de Nevers y a Francia; mas no fué de efecto alguno, porque habiendo llegado Spínola a
Italia, contando con su superior talento y fortuna, se determinó el comenzar de
nuevo las hostilidades. Envió para ello el Emperador dos ejércitos a las
órdenes de los condes de Merode y de Colalto: el uno a invadir la Valtelina, el otro a conquistar
el Mantuano, mientras que los españoles se posesionaban de nuevo del
Monferrato. Y el duque de Saboya, viendo tan mejorada la parte de España y
Austria, tornó a declararse por nosotros, y se puso otra vez en campo.
Así la
guerra comenzó nuevamente como si nada se hubiese pactado. Verdad es que el
concierto de Suza, mirado como vergonzoso en España y
en el Imperio, no fué ratificado, mas siempre es de
notar la perfidia diplomática de aquellos tiempos, porque así se hacían
tratados, como se rompían, sin otro norte que la conveniencia y el interés del
momento. Richelieu, que era el más pérfido de todos los diplomáticos, irritado
ahora con las Potencias aliadas contra el Mantuano, se determinó a pasar él
mismo a Italia mandando un ejército. Púsose delante
de Pignerol, plaza importante de la frontera de
Saboya (1630), y la tomó en dos días. Spínola, Colalto y el duque de Saboya reunieron sus fuerzas al saberlo, para defender la línea
del Pó, y detuvieron sus pasos, obligándole a
volverse á Francia. Pero no tardó en volver con el Rey mismo, y los Generales
franceses conquistaron en poco más de un mes toda la Saboya, derrotando en Javennes al príncipe del Piamonte que mandaba las tropas
saboyanas e imperiales con horrible destrozo y mucha presa de armas y banderas.
Causó el dolor la muerte al duque de Saboya, Carlos Manuel, hombre de larga y
azarosa vida, que no hubo perfidia que no hiciese, ni hazaña que le espantase,
para echar de Italia a los extranjeros y ponerla toda bajo su mano.
No en
todas partes era tan desdichada la guerra: Felipe Spínola, hijo de Ambrosio, se
apoderó de Acqui, Ponzoñe,
Roque-Vignal y Niza de la Palla, y el padre ganó á Pontestuna y Rosignano, y cercó
de nuevo a Casal. Toiras, que la defendía, hizo
algunas salidas contra los nuestros con poca fortuna, y en una de ellas fué completamente derrotado, de suerte que no volvió á
salir de los muros de la ciudad. Pero en tanto el ejército francés continuaba
su marcha en demanda del Casal para levantar el cerco. Llegaron delante del
puente de Cariñán, defendido de tropas saboyanas y
españolas, donde se hallaba Felipe de Spínola y estaba bastante fortificado;
mas el ataque de los franceses fue impetuoso y la defensa flaca, con que
pareció vergonzoso al paso que lograron aquéllos. No supo resistir el
valeroso Ambrosio de Spínola a la pena de aquel suceso; preguntó si su hijo
quedaba muerto, herido o prisionero, y respondiéndole
que no, perdió el juicio, no dijo ya palabra más, y postrado en la cama murió
de los que no osaron morir, según la frase elocuente de un autor
contemporáneo. Singular muerte, que coronó dignamente la vida de tan gran
capitán, uno de los mejores de aquel siglo, en que los hubo muy grandes.
Vino a sucederle el marqués de Santa Cruz, don Alvaro de Bazán, que pasó con larga experiencia de mar a estrenarse sin alguna en los ejércitos de tierra, y debajo de su mando se continuó el sitio del Casal. Habían rendido los imperiales a Mantua a pesar del socorro de los venecianos, poniendo en fuga al ejército de éstos, no lejos de Villabona, doble en número y fuerzas. Junto ahora el ejército del marqués de Santa Cruz con el del marqués de Colalto, eran superiores al enemigo que ya delante de las líneas del Casal intentaba el socorro: de suerte que con esperanzas de destruirlos, pedían a voces los nuestros que se empeñase la batalla. Iban a cumplirse sus votos, cuando mediando el famoso Julio Mazzarino, Nuncio del Papa, que comenzaba entonces su larga carrera, se ajustó una tregua y suspensión de armas entre nuestros Generales y los contrarios, censuradísima de los mejores capitanes y soldados españoles e imperiales, que juzgaban que con ella se les quitaba de las manos gloriosa victoria y presa segura; tregua a que siguió muy luego la paz que ya todos anhelaban. Espantado el Emperador con las victorias de Gustavo Adolfo, la
España falta de dinero con que continuar la guerra, y Francia aquejada de
nuevas guerras civiles, firmóse primero en Ratisbona,
y como se ofreciesen algunas dificultades, se hicieron aún en Quierasco dos tratados, que pusieron un término a la
contienda. Ninguna de las potencias beligerantes quedó satisfecha,
aceptándolos todas ellas por fuerza; pero es indudable que los franceses
obtuvieron considerables ventajas. Quedó Mantua por el conde de Nevers, su protegido, aunque reconociendo el feudo del
Emperador, y el duque de Saboya, aunque sin conocimiento de España ni del
Imperio, les dió la importante plaza de Pignerol, que dejaba abiertas a sus armas las puertas de
Italia. Prestóse a esto el nuevo duque de Saboya,
porque Francia se comprometió por su parte a hacer que se le cediesen la
ciudad de Alba y otras pertenencias del Monferrato en los tratados pendientes a
título de indemnización por los derechos que pretendía tener a aquel Estado,
promesa a la verdad no bien cumplida: solamente España nada ganó en una guerra
en la cual había hecho no pequeños gastos y sacrificios.
No había
sido por cierto de los menores el sacar de Flandes a Ambrosio de Spínola,
porque, aprovechándose de su ausencia los holandeses y de la ineptitud del
conde de Berg, flamenco de nación, a cuyo cargo quedó
el ejército, lograron sobre España grandes ventajas. Sorprendieron a Wesel, que estaba á la sazón muy bien guarnecida y
fortificada, sin que les costase más que diez hombres la empresa; y de resultas
de esta desgracia hubo que abandonar Amesfort,
desde donde los nuestros traían puesto en contribución el país hasta las mismas
puertas de Amsterdam, dejando también el sitio ya
bien adelantado de Haltem, para poner de nuevo el Issel entre nuestras banderas y las enemigas. A la par con
esto el principe de Orange sitió Boduch, tantas veces perdida y recobrada por los españoles,
ayudado de un cuerpo de tropas francesas que, al mando del mariscal de Chatillón, servía en Holanda, con permiso de su Rey.
Resistió la guarnición cuatro meses y medio, pensando que sería socorrida; pero
viendo que el de Berg no venía, tuvo que darse a
partido.
Tal
andaban por allí nuestras cosas, entre tanto que en Italia dejábamos que
nuestra antigua superioridad se olvidase con el tratado de Quierasco que acabamos de mencionar, y que la mar, no más favorable que la tierra por
aquellos días, pusiese en mano de los holandeses, envalentonados con la
prosperidad de sus armas, la flota de Méjico, que quemaron después de
trasladar a sus naves ocho millones que traía. Apoderáronse también los holandeses de Pernambuco, en el Brasil, no obstante la esforzada
defensa de D. Martín de Albuquerque, que allí
mandaba con poca gente y armas.
Mas
fuerza será que ahora principalmente nos fijemos en las orillas del Rhin, donde más que en ninguna parte hallaba ocupación y
cuidado la Corte de España. El emperador Fernando II, vencedor del elector Palatino
y luego Rey de Dinamarca, que vino en su ayuda con alguno de los príncipes
protestantes del Imperio, había hecho sentir su triunfo más de lo que fuera
justo. Exasperados con esto los protestantes formaron una liga llamada de
Leipzig para resistir y oponerse a sus violencias, y como al propio tiempo
moviesen guerra al Emperador los suecos con su gran rey Gustavo Adolfo, se
formaron entre unos y otros terribles conciertos, que desde luego dejaron
esperar efectos desastrosos para el Imperio. Entonces Fernando II imploró más
vivamente que nunca el auxilio de España: decíase que Fernando obraba en todo a impulsos de nuestra política; que en su enemiga a
los protestantes no pensaba más que en verlos aniquilados por todas partes; y
verdaderamente España daba hartos motivos para que semejante opinión se
acreditase.
Ya hemos
dicho que en nuestro concepto no era solamente celo católico lo que movía a
nuestra Corte, sino que con él se juntaban graves conciertos políticos a que
la lealtad española no quería faltar, aunque viese ya de seguro que no habrían
de proporcionarle ventajas, obrando de consuno para precipitarla en los mayores
extremos. Aconteció que en los mayores apuros pasados el Emperador se hallase
también en gran aprieto, porque tenía sobre sí al Rey de Dinamarca y los
Príncipes protestantes con él coaligados. Escribió el Emperador a nuestra
Corte pidiendo recursos, y entonces fue cuando del
dinero que acababa de dar el reino con tanto trabajo y sacrificio para el
objeto de levantar y mantener ejército que defendiese nuestras fronteras, se le
enviaron trescientos mil ducados y cien mil más a su fiel amigo el duque de
Baviera. Y esto a la par que de nuestros soldados que tanta falta hacían en
Flandes, se distraía no pequeño número para guarnecer las plazas del Imperio y
pelear contra sus enemigos. Ahora, con la invasión de Gustavo Adolfo y la Liga
protestante de Leipzig fueron naturalmente mayores las exigencias y mayores
los sacrificios. Era aquel Monarca famoso ya por sus victorias en las orillas
del mar Báltico; irritado contra el Emperador, que había dado auxilios a
Polonia contra él faltando a la fe de los tratados, y luego había despedido
desdeñosamente a sus embajadores, lleno de ambición y de amor a la gloria,
fiado en su espada y en su fortuna, se determinó a invadir el Imperio.
Contribuyó no poco a persuadirle a ello el ministro francés Richelieu, que
veía en él un enemigo temible para la casa de Austria: no hubo intrigas, ni
consejos, ni ofrecimientos de que no se valiese, y al fin hizo con él
verdadera y completa alianza en 1631, dándole crecidos subsidios para mantener
la guerra. Halló también Gustavo amigos y aliados en los Príncipes
protestantes. Y con esto y su ejército, que aunque no pasaba de quince mil
hombres, era hermosísimo y temible por la disciplina y valor tantas veces
experimentados, consiguió destruir en Leipzig los ejércitos del Imperio y
enseñorearse luego de mucha Alemania. Espantadas y previendo que los suecos
llegarían a sus puertas, las ciudades católicas del Rhin que no las tenían, pidieron y obtuvieron guarniciones españolas, y algunos
escuadrones más de los nuestros pasaron a Flandes a recorrer aquellas orillas.
No tardó
en presentarse en ellas Gustavo Adolfo. Púsose primero delante de Maguncia, ciudad importantísima y señora de toda la
comarca, por lo cual tenía dentro dos mil soldados españoles que mandaba D. Felipe
de Silva; pero no era posible sin pasar el Rhin formalizar
el sitio, y aunque intentó hacerlo por Cassel, halló
tan bien defendido el paso de los españoles que no pudo lograrlo. Entonces tomó
el camino de Berg para buscar punto por donde lograr
sin estorbo su intento. Tenían guardados los españoles los pasos, y no hubiera
podido llevar a ejecución su intento a no ser tanta su temeridad y la de sus soldados.
Pasó él mismo cierto día con una barca a reconocer la orilla que ocupaban los
nuestros, donde, acometido, estuvo a punto de ser preso, y aún lo fuera, sin
duda alguna, a saberse quién era; mas como no pudo escapar, vuelto a su campo,
escogió trescientos hombres, los más valientes del ejército, y al mando del
conde de Brahe los envió en dos barcas a que pusieran pie en la ribera opuesta.
Acudieron a ellos los españoles, y hubo un combate encarnizado y terrible,
durante el cual pasó el Rey con doblado número de gente; y los nuestros, ya
inferiores, dejando muchos muertos en el campo, tuvieron que meterse en
Maguncia. Dió Gustavo Adolfo tanta importancia a
esta victoria, que levantó una columna en el campo para que la perpetuase. En
seguida fue sobre Oppenheim para quedar desembarazado
de estorbos antes de formalizar el cerco de Maguncia. Había dentro de aquella
plaza no más que quinientos españoles, los cuales, entrada por asalto, pagaron
todos con la vida el obstinado valor con que se defendieron. Maguncia entonces fue inmediatamente acometida, poniéndose a la orilla
izquierda del Rhin los suecos, mientras el landgrave
de Hesse Cassel ocupaba la orilla derecha para
impedir los socorros. Defendiéronse los nuestros,
aunque sin esperanzas algunas de obtenerlos por espacio de cuatro días, haciendo
grande estrago en los contrarios; pero las fortificaciones no eran muy
robustas, y no tardaron en ver la brecha abierta y en disposición de ser
asaltada, con que les fué preciso capitular bajo
honrosos partidos. Rendida Maguncia, apoderáronse fácilmente los suecos de otros lugares, y pronto de las plazas del Palatinado
no quedó más que Franckenthal en poder de los españoles.
Cerca de esta plaza derrotaron aún los suecos algunas compañías nuestras que
iban de Flandes al socorro. Tras esto se derramaron por ambas orillas del Rhin, ahuyentando fácilmente las partidas y destacamentos
de españoles que las guardaban (1632), ayudándoles no poco en todo esto al
decir de los historiadores alemanes, el rigor de la estación, que enflaquecía
a los nuestros y no estorbaba en nada sus operaciones, como gente acostumbrada
a más duro clima.
Ni
pararon aquí los daños de aquel rigor de clima; mayores los padecimos poco
después. Porque irritada nuestra Corte contra los suecos, a la par que importunada
de los ruegos del Emperador, dió orden al duque de
Feria, Suárez de Figueroa (1635), que de nuevo gobernaba el Milanés, para que
dejando aquel Estado al cardenal Infante D. Fernando, hermano del Rey,
levantase un ejército y viniese con él a defender la Alsacia de los suecos.
Púsolo por obra el de Feria con actividad suma, y reuniendo hasta catorce mil
hombres italianos con algunos oficiales españoles, pasó a Baviera y de allí a
la Alsacia. Comenzó la campaña forzando a los enemigos a levantar el sitio de
Brissac, plaza importantísima y cuya pérdida se tenía ya por cierta, y luego
con no menor fortuna recobró Baldelsult, Lucemburg, Rienfert, Rutagran, y los echó de
toda la Alsacia obligando a huir al Rhingrave Otón
Luis, que campaba triunfante por aquel lado con las armas protestantes. Mas no
se hicieron esperar mucho los suecos, y acudiendo al opósito bajo las órdenes
de Gustavo de Horn y de Bickenfeld y en número muy superior al de los nuestros, hubo que disponer la retirada.
Aquí fue la desdicha, porque sobreviniendo los grandes fríos del invierno, no
pudo soportar la gente italiana, hecha a mejor clima, las marchas y operaciones,
y casi toda pereció sin pelear. Fué tanto el dolor
del hábil y pundonoroso General al verse sin ejército, que aunque no podía
atribuírsele alguna culpa, murió de pesadumbre. ¡Pundonor extraordinario, el
que todavía mostraban nuestros capitanes!
Mientras
esto pasaba del lado allá del Rhin, del lado de acá
en las provincias regadas por sus poderosos brazos, con nombre también de
ríos, dejábanse sentir nuevos descalabros. No había
dejado el archiduque Alberto sucesión de su matrimonio. Era desgracia para
nosotros su muerte, por ser el Archiduque buen capitán y hábil administrador,
y porque los flamencos, viendo en él a su señor natural, con mejor voluntad le
servían que a los españoles y a la misma Infanta. Y con la falta de éste y de
Ambrosio Spínoía y la ineptitud probada del conde de Berg, que mandaba el ejército, fueron las cosas de la
guerra cada día de mal en peor por aquella parte. Al fin la Infanta, llena de
disgusto y afanes, y creyendo interesar con esto más al Rey de España para que
enviase auxilios con qué continuar la guerra, se determinó a renunciar la
soberanía devolviéndola al Rey de España.
Admitió
Felipe IV el partido, anticipándose sólo aquella carga, porque a la verdad,
muerta sin sucesión la Infanta, habría venido de todas suertes a sus brazos.
Pero ni antes ni después era prudencia que España echase sobre sí el costoso
mantenimiento de aquellas provincias tan discretamente abandonadas por Felipe
II, donde tanta sangre y tesoros se consumían en balde. Alegábase en favor de esto una razón de algún peso, y era que importaba retener a
nuestros enemigos en aquel país extraño al cabo, y lleno de plazas fuertes y
defensas naturales, a fin de que convirtiendo todas sus fuerzas contra nuestras
fronteras, no peligrasen las provincias septentrionales de la Península. Los
acontecimientos mostraron que nuestros enemigos, no por lo de Flandes dejaban
tranquilas nuestras fronteras, y que aquella razón plausible a tener bastantes
soldados y capitanes para mantener la guerra en ambas partes, no lo era en modo
alguno cuando no los había por la despoblación y pobreza para guarnecer
nuestras fortalezas. No dejaría quizás de tenerse en cuenta la cesión del
Austria occidental a nuestra corona, antes pactada, que podría abrir por
aquellas provincias segura comunicación entre Italia y Flandes, cosa que
hubiera hecho sin duda mucho más fácil nuestra dominación en ambos países. Pero
los acontecimientos mostraban ya por demás que tal cesión no se llevaría a
cabo por falta de poder para merecerla y recabarla y era locura fiar en ella.
En todo la falta principal de nuestra Corte era el equivocar las acciones.
Acontecía de esta manera que las ideas más grandes y más profundamente
políticas, aprendidas en la escuela insigne de Fernando el Católico y de
Felipe II, eran las más fatales para la Monarquía. Quedó en Flandes la infanta
Isabel Clara por gobernadora, y lo fue hasta su
muerte.
Mas no
bien supieron los flamencos que dejaban de ser independientes volviendo a
entrar en el dominio de España, quejosos e indignados comenzaron a tramar
conspiraciones. Púsose al frente de ellas el mismo
conde de Berg que gobernaba a la sazón los ejércitos,
con el propósito de hacer de aquellas provincias una república como la de
Holanda. La conspiración se frustró porque el conde de Archost,
noble señor flamenco, lo reveló todo a la Archiduquesa; mas no quiso decir, por
más instancias que se le hicieron, los nombres de los conjurados. Con todo el
de Berg, harto sospechoso ya, fue separado del mando, y en su lugar entró el marqués de Santa Cruz, llamado de
Italia. Poco faltó para que todo se perdiese. Mientras duraban los tratos y la
trama de rebelión, entró el príncipe de Orange en la provincia de Güeldres, y
se apoderó de Venlóo en sesenta horas, y dos días
después de Ruremunda con no mayor dificultad. En
seguida se puso delante de Maestrick. Defendióse obstinadamente la plaza, y dió tiempo a que se tomasen las determinaciones que lo estrecho del caso requería.
Vino de Alemania el conde Godofredo Enrique de Papenheim,
ferocísimo soldado y uno de los mejores capitanes del Emperador, al frente de
un ejército de veinte mil hombres, para socorrer a la Infanta gobernadora, y
unido con el marqués de Santa Cruz, puesto ya al frente de las armas españolas,
acudieron ambos a socorrer a Maestrick. Delante de
aquella plaza se libró un combate (1632), que debió tener provechosas resultas,
según el número y valor de los nuestros, y no las tuvo sino fatales. Determinóse atacar en sus trincheras al ejército del
Príncipe de Orange, hecho al cual debían concurrir los imperiales y los
españoles; pero divididos en pareceres, o celosos uno
de otro, el conde de Papenheim y el marqués de Santa
Cruz, dejó éste a aquél torpemente que acometiese solo con sus tropas, de modo
que fue rechazado, dejando dos mil hombres en el
campo. Maestrick se rindió á consecuencia de esta
batalla dos meses después de sitiada. Papenheim con
sus soldados se volvió a Alemania lleno de ira, y el vencedor tomó en seguida
Limburgo, Orsoy y Vére,
sin hallar apenas resistencia. Señalábase públicamente como causa principal de tales pérdidas al marqués de Santa Cruz,
que dado al juego y los placeres no ponía atención en las cosas de la guerra;
además que no había mostrado nunca mucha aptitud para mandar ejércitos.
Apartóle la Infanta del mando, y como no
hubiese allí hombre de bastante autoridad para tomarlo en su lugar, al fin se
adoptó para remediar el mal un pésimo partido, que fue distribuirle entre cuatro Maeses de campo generales, que eran el duque de
Lerma, nieto del famoso ministro, D. Carlos Coloma, D. Gonzalo Fernández de
Córdova y el marqués de Aytona, de los cuales cada
uno le ejercía una semana. Pronto se vió que con esta
disposición extraña, antes se embrollaban y empescían que no se mejoraban las cosas. Equipóse á mucha costa
una escuadra de noventa velas, y al mando del conde Juan de Nassau se la
destinó a cortar las comunicaciones entre Holanda y Zelanda, rindiendo las
islas pequeñas de aquel mar. Pero atacada por los holandeses entre Vianen y Sttaueinse, de las
noventa naves setenta y seis fueron apresadas y las demás echadas á pique, no
salvándose más que once de cinco mil seiscientos hombres que la tripulaban. Estaba
equipada apresuradamente y con poco conocimiento, de manera que ni eran buenos
los bajeles ni las tripulaciones ejercitadas.
Al saber
tales desastres nuestra Corte, tan poco oportuna para comenzar las guerras como
para terminarlas, entró en deseos de paz o nuevas
treguas con los holandeses. Moviéronse tratos y se
continuaron en La Haya por algunos meses, a punto que se creyó que llegarían a
buen término. Pero las intrigas de Richelieu, que
quería mantener allí ocupadas las fuerzas de España, mientras él maduraba las
grandes empresas que traía en la mente, lograron al cabo romper los tratos. Entretanto el príncipe de Orange rindió Rimberg en diez y seis días de sitio, plaza que más de una vez hemos visto ya ganada y
perdida por los españoles, y abrió trincheras delante de aquella Breda, tan
costosamente adquirida. La Infanta gobernadora y la Corte de España no sabían
acudir al reparo de estas cosas sino mudando las cabezas del ejército. El
marqués de Santa Cruz había vuelto ya a España, donde halló recompensa a sus
derrotas con el empleo de mayordomo mayor del Rey, que se le dió, aunque no volvió más a hallarse en ejércitos de
tierra. Y dejando ahora el mando semanal de los Generales, entró solo a
desempeñarlo algunos días el duque de Lerma. Dió éste
alguna muestra de sí con la toma de Stevenswert, isla
del Mosa, no poco importante, la cual ganó pasando a caballo el río con sus
soldados; mas no tardó en sucederle el marqués de Aytona,
D. Gastón de Moneada, antes Embajador en el Imperio y Capitán general de
Aragón, en aquel mando. Sitió el nuevo General a Maestrick y se mantuvo dos meses delante de la plaza, hasta que con noticia del apuro en
que a Breda traía puesta el de Orange, se levantó de allí para ir al socorro.
No se atrevió a aguardarle el príncipe de Orange y alzó sin pelear el campo.
En esto
murió la infanta gobernadora Doña Isabel Clara Eugenia, ya de edad muy
avanzada, llorada por sus virtudes y buen deseo de sus antiguos vasallos y de
los españoles, y el marqués de Aytona unió interinamente
con el de las armas, que ya tenía, el gobierno de todas las cosas del Estado
(1633). Durante el tiempo que estuvo en él, que no fue mucho, entró Aytona en negociaciones con el príncipe Gastón de Orleans y
con la reina María de Médicis, que había venido aquellos Estados huyendo de
la persecución de Richelieu. El objeto era que el Príncipe francés levantase
con dinero de España un ejército de franceses y alemanes y entrase por él en
Francia por una parte, mientras los españoles invadían por otra el territorio,
repartiéndose las conquistas. Era Gastón de Orleans uno de los hombres más
pérfidos de su siglo, y María Médicis pecaba no poco de inconstante. Bien pronto
se supo que Gastón mantenía tratos a la par que con España con Richelieu, y él
y la Reina salieron de Flandes sin que surtiese efecto el tratado. Ni dejó Aytona al mando sin lograr otra ventaja importante, y fuE que la plaza de Filisbourg,
que los Generales suecos habían conquistado y puesto en son de depósito en
manos de franceses, viniese A poder de los nuestros por sorpresa. Pero poco
después el conde de Fontainay, Maestre de campo
general, que embistió valerosamente A Fort Philippine,
en cuya defensa estaban los holandeses, no pudo alcanzar su rendición, y con
tales ventajas y reveses, veíase claramente que todo
se perdía, a no acudir eficazmente al remedio. Por lo mismo desde la muerte
de la infanta Clara Eugenia se estaba tratando de enviar allá persona de
autoridad que ocupase el puesto.
Fijáronse los ojos de todos desde la
muerte de la Infanta Doña Isabel Clara Eugenia en el Cardenal infante don
Fernando. Era éste el menor de los tres hijos varones que habían quedado de
Felipe III, Cardenal y Arzobispo de Toledo desde sus primeros años, y de todos
el de más valer, aunque el segundo, D. Carlos, también alcanzó crédito de
valeroso y discreto. La muerte temprana de D. Carlos le dejó a solas entregado
a los recelos del Conde-Duque, que de uno y otro hermano había desconfiado
siempre mucho, procurando, como en otro lugar dejamos dicho, indisponerlos con
el Rey. No obstante éste que era de generoso ánimo, aunque licencioso e
indolente, no dejó nunca de parecer buen hermano. En las Cortes de Barcelona de
1632 vimos ya a D. Fernando ocupando el lugar del rey D. Felipe: luego
quedó allí de Virrey por algún tiempo, mostrándose hábil y celoso, al propio
tiempo que firme y severo, porque habiendo pretendido cubrirse delante de su
autoridad los concelleres de Barcelona, no pudieron
conseguirlo por más instancias que hicieron: cosa que a la verdad acrecentó el
enojo que entonces comenzaba de los catalanes. Desde este virreinato pasó a
Italia con ánimo ya de que le sirviese de puente para Flandes; allí consiguió
que se concertasen la República de Génova y el duque de Saboya, cortando por
entonces un rompimiento funesto para la paz de Italia. Y hecha ya experiencia
de su persona y calidades con tales empleos, se determinó al fin enviarlo al
gobierno de Flandes (1634).
Pudiérase añadir á la experiencia que hubo
de su aptitud una razón de más peso entonces para explicar la causa de su
nombramiento. El Conde-Duque, que no había podido indisponerlo con su hermano,
nada deseaba tanto como arrojarle por cualquier motivo fuera de España. Para
ello no debía omitir medio alguno, y aunque era Cardenal y Arzobispo de
Toledo, persuadido también de que semejante ejercicio no correspondía á su
humor belicoso y ánimo levantado, se resolvió a destinarle a la guerra. ¡Feliz
recelo y persecución del Privado, que nos proporcionó un General de tanto mérito
y tan consumado político como el Cardenal Infante! Acogió éste con entusiasmo
el propósito: tenía veinticinco años y amor grande a la gloria; por sus venas
corría aún la sangre de Carlos V, y en su mente se albergaba algo del espíritu
de Felipe II: no podía haberle dispensado mayor favor el Conde-Duque. Con su
nombramiento coincidió el deseo de reforzar poderosamente el ejército de
Flandes, y ordenósele recoger en Milán cuanta gente pudiese
de españoles e italianos y conducirla a Flandes, atravesando los países hereditarios
del Emperador. Hiciéronse tres tercios del viejo de
Lombardía, núcleo y cimiento siempre de los ejércitos que habían peleado con
el Milanés y sus fronteras: el uno de ellos quedó allá, y los otros dos con
soldados veteranos, criados en la escuela austera del conde de Fuentes, del
marqués de Villafranca y duque de Feria, tomaron con el Cardenal Infante el
camino de Flandes. Siguiéronle también algunos
tercios italianos, y buenos escuadrones de caballería napolitana y española
acudieron al propio objeto, formándose en todo un ejército de diez mil
soldados, resto glorioso de nuestra antigua pujanza en la guerra.
No había
llegado este ejército a la mitad del camino cuando se presentó una ocasión de
que demostrasen, el General sus altas cualidades, y los soldados, que no había
decaído aún el valor de los españoles, y que si eran pocos en número para
atender a tan dilatada y larga defensa como necesitaba la Monarquía, no se
hallaba aún quien los superase en el pelear en campo. Rogó el Emperador al
Infante Cardenal que le ayudase a desalojar a los suecos del Rhin, y como esto conviniese también a los intentos de
España, prestóse de buena voluntad a la empresa.
Reunióse entonces un poderoso ejército de españoles e imperiales, mandados los
primeros por el cardenal infante con Felipe Spínola, ahora marqués de los Balbases, y el marqués de Leganés,
Capitán general de la Caballería de España; y los segundos, por el archiduque
Fernando, rey de Hungría, el duque de Babiera, Picolomini, Galas y Juan de Wert, adelnás del duque de Lorena que mandaba el cuerpo de tropas suyas aliadas del Imperio.
Este poderoso ejército ganó la batalla de Nordlinghen,
principalmente debido al valor de la Infantería española, y a su vista
Ratisbona y Donawerth cayeron sin poder resistir un
punto, con lo que bien pronto Nordlinghen, una de las
fortalezas más temibles de la Suavia, se sintió amenazada
de igual suerte. Temieron los protestantes aquella pérdida, y á evitarla
acudieron el mariscal Gustavo de Horn con los suecos,
y Bernardo, duque de Sajonia Weimar con los alemanes, ambos famosísimos Generales,
trayendo en su compañía a Gratz y otros capitanes
veteranos, con toda la flor de los soldados de Gustavo Adolfo y de sus
aliados.
Tomaron
los enemigos un bosque defendido de los nuestros, y que abrigaba nuestro campo
y llegaron a ponérsele delante. Luego, habiendo no lejos de Nordlinghen unas colinas que dominaban el campo católico, las cuales cuando llegaron los
enemigos a divisarlo estaban abandonadas, quiso el de Horn apoderarse de ellas por sorpresa la noche que precedió a la batalla, y a
lograrlo pagaran los nuestros su descuido muy caro; pero por lo áspero del
terreno y el temporal que sobrevino, no pudiendo apenas arrastrar la
artillería ni mover la gente, llegaron tarde los contrarios y hallaron ya
reparada la falta, y muy bien fortificadas, en pocas horas, las colinas. Sobre
ellas se formó el ala izquierda de los nuestros; tropas imperiales escogidas
ocupaban las cimas, y a la espalda, como en reserva, y para asegurarlas, se
plantó un tercio de Infantería española gobernada del Maese de campo general D.
Martín de Idiaquez. A la derecha acudió Galas con la
Caballería húngara y alemana, y Leganés con la española y napolitana y un
grueso de Infantería. En el centro estaba el grueso de la Infantería alemana,
italiana y lorenesa, al mando del duque de Lorena y otros varios Generales. Los
Príncipes acudían aquí y allá estimulando el valor de los soldados. Comenzaron
el ataque los enemigos por nuestra ala izquierda que embistió Gratz con las mejores tropas suecas y weimaresas: una
lluvia espesísima que traída por el viento azotaba los rostros de los
imperiales, permitió a los enemigos llegar sin ser vistos hasta el pie de las
colinas: cegaron fácilmente con fagina los fosos, y subieron intrépidamente a
lo alto. Allí se empeñó un furioso combate donde los suecos sostuvieron su
antigua reputación y la gloria del gran Gustavo, y los imperiales el nombre y
la gloria de su Soberano. Al fin, habiendo llegado gente de refresco en ayuda
de los suecos, los imperiales, que ya habían perdido y ganado una vez las
colinas, se pusieron en dispersión, arrojándose sobre la Infantería española
que estaba plantada a sus espaldas; mas ésta caló las picas y recibió con ellas
a los fugitivos, de modo que tuvieron que volver el rostro de nuevo al
enemigo. Poco habría durado, sin embargo, el combate si Idiaquez no hubiese movido su tercio en demanda de los vencedores. Recibiéronle los suecos como gente acostumbrada a vencer siempre, y alentada más y más con
el reciente triunfo; pero los españoles hicieron tanto que a hierro los
llevaron hasta las faldas opuestas de las colinas, poniéndoles en completa
derrota. En vano acudió Gustavo de Honr a restablecer
el combate. Obstinados los enemigos en recobrar las alturas, inmóviles los españoles
en sus puestos sin vacilar un punto en mantenerlos, se fue consumiendo la flor de la Infantería sueca y alemana sin fruto alguno, muertos o heridos todos los valientes y desalentados y en desorden
los otros. Siete veces llegó a tocar la cima de la posición un regimiento
alemán del duque de Weimar, y siete veces cayó de ella vencido. Asombrados los
extranjeros calificaron no de valiente sino de heroica la resistencia de
nuestro tercio, y ello es que a sus plantas quedó rendida la gloria de aquellas
armas que estaban llenando el mundo. Mientras la derecha enemiga, empeñada contra
nuestra izquierda, corría tan mísera suerte, el duque de Sajonia Weimar, que
mandaba su izquierda, hizo retroceder a Galas y al marqués de Leganés; mas repuestos
ellos le embistieron de modo que le pusieron en derrota. Cubrióse de gloria en asombrosa carga la Caballería húngara y la napolitana del ejército
español; y el marqués de Leganés, que aunque con el alto cargo de Capitán
general de la Caballería hacía allí acaso sus primeras armas, dió hartas muestras del valor de su persona, digno sin
duda de la casa de Guzmán, de donde era. Restablecióse algo la gente del de Weimar; mas era inútil. La Infantería española todo lo
había arrollado por la izquierda; el centro traía puesto en grande aprieto al
de los enemigos, la derecha amagaba nuevo ataque, y desanimados ya por todas
partes alemanes y suecos, donde quiera humillados después de tantas horas de
lucha, acabaron por soltar las armas y huir desordenadamente. Ocho mil
cadáveres de ellos cubrían ya el campo; pero aún la fuga les fue más costosa, porque Juan de Werth, que se encargó de
perseguirlos, degolló más de nueve mil en los campos de Nordlinghen y Wurtemberg y Ulloa, adonde se acogieron las reliquias de aquel ejército,
vencedor hasta entonces en cien batallas (1634). Ochenta cañones, trescientas
banderas, cuatro mil carros de transporte y un número crecido de prisioneros,
fueron los trofeos de la victoria. Entre los últimos se contaron el mismo
Gustavo de Honr, Gratz y
todos los Generales; sólo el de Weimar logró recogerse en Francfort.
Las
historias alemanas, aun las de los protestantes, conceden a nuestras armas todo
el honor de aquella célebre jornada. Quien más gloria ganó en ella fué el Cardenal Infante, que aunque no peleó por su
persona, echó allí los cimientos de su fama militar por el buen acierto de sus
disposiciones y consejos. El marqués de Leganés, D. Diego Felipe de Guzmán,
primo del Conde-Duque, se dió a conocer por
valentísimo; así fuera tan hábil capitán en adelante como buen soldado. También
se hicieron notar el valeroso Maese de campo D. Martin de Idiaquez y D. Pedro de Santa Cilia y Pax, mallorquín de larga y peregrina historia, que
mandaba una compañía de dragones, con la que hizo maravillas en la batalla. Salvóse el Imperio, y se perdiera del todo la causa de los
protestantes sin el auxilio poderoso que Francia, declarada ya en formal
enemiga de la España cuando de tanto tiempo antes lo era simulada, no hubiera
venido a mezclarse en la contienda; acontecimiento que forma época en la
Historia de España, por lo cual requiere libro aparte.
Mas no
hemos de terminar éste sin dar antes alguna cuenta de lo que durante el período
que acaba de terminar aconteció en las lejanas costas de Asia y del Sur de Africa, que fue no poco digno de
recuerdo. Llegaron allá inopinadamente numerosas naves holandesas y causaron
grandes daños en el comercio que hacían los portugueses sujetos a nuestra
corona, y no contentos con eso animaron y excitaron a las reyes bárbaros, tributarios
de España, para que sacudiesen el yugo. Uno de ellos, por nombre Chingulia, rey de Mombaza, se
echó sobre los cristianos residentes en sus Estados y los degolló
despiadadamente. Envió el Virrey de Goa una escuadra a castigarle, mas no
pudiendo lograr su objeto en la primera campaña, halló en la segunda que el
bárbaro, destruidas las fortalezas y arrasados los campos, se había retirado
con todos sus vasallos y riquezas al interior de Arabia. Viendo los
holandeses el buen éxito de sus tentativas, mandaron ya formales escuadras a
aquellos dominios. Una de ellas se apoderó de una flota portuguesa que venía
de China. Otra dió auxilios eficaces a los habitantes
de Ceilán para que se alzasen contra España. Los portugueses que guarnecían
esta isla eran tan pocos en número que no pudieron mantener el campo y tuvieron
que encerrarse en la fortaleza de Colombo. Allí sostuvieron un sitio
gloriosísimo, donde faltos de todo, por no rendirse, llegaron a comer carne
humana. Socorrióles al fin el Virrey de Goa, enviando
a D. Jorge de Almeida a que echase a los enemigos de la isla con algunas naves.
Después de muchos trabajos llegó este General a Ceilán, reunió alguna gente y
con ella obró de manera que en pocos días logró que la bandera de España
volviese a flotar en todos los lugares de aquella remota tierra, trayéndolos a
la obediencia. Heroico capitán este D. Jorge y digno de mejor suerte que la
que tuvo, pues murió a poco olvidado y escarnecido, así del Gobierno de España,
como de los mismos hizo con quienes con su valor había salvado de segura pérdida.
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DUQUE DE OSUNA, 1574-1624
Pedro Téllez-Girón y Velasco Guzmán y Tovar (Osuna, 17 de diciembre de 1574-Barajas, 24 de septiembre de 1624) fue un noble, político y militar español, grande de España, III duque de Osuna, II marqués de Peñafiel, VII conde de Ureña y Señor de Olvera entre otros títulos, caballero del Toisón de Oro. Fue bautizado en Osuna el 18 de enero de 1575.
Sus padres fueron Juan Téllez-Girón de Guzmán, II duque de Osuna,
y Ana María de Velasco y Tovar, hija de Íñigo Fernández de Velasco y
Tovar, IV duque de Frías y condestable de Castilla y señora de
grandes dotes; tantas que en la corte se comentaba: «Si doña Ana se trocara en
don Juan y don Juan en doña Ana, se vería en la casa de Girón un caballero de
gran valor y una dama de mucha piedad». Ambas cualidades fueron heredadas por
el hijo.
Los datos acerca de la juventud del gran duque de Osuna están
cuestionados, ya que no hay pruebas documentales que demuestren la certeza de
todo lo dicho por Gregorio Leti en su biografía, publicada en
Ámsterdam en 1699. En todo caso, y de acuerdo a Leti, cuando su
abuelo, Pedro Téllez-Girón y de la Cueva, primer duque de Osuna, fue
nombrado virrey de Nápoles (1582-1586) se llevó allí a toda su familia,
incluido a su nieto el futuro gran duque. Huérfano de madre, pasó sus primeros
años bajo el cariño y cuidado de la segunda mujer de su abuelo y tocayo,
doña Isabel de la Cueva y Castilla, que demostró ser para el joven Pedro
una verdadera y amantísima madre.
Se le impuso un ayo, Andrea Savone, literato y humanista, que le
enseñó latín a través de los «Diálogos» de Erasmo de Róterdam,
así como historia y la geografía; al mismo tiempo que se ejercitaba con las
armas, la equitación y otros ejercicios físicos, ya que su abuelo quería que
Pedro fuese un perfecto caballero renacentista, tan ágil con la pluma como con
la espada. A este respecto, el I duque de Osuna encargó a Luis Barahona de
Soto una obra, los «Diálogos de la Montería», dedicada a su nieto, «que no
había de criarse solamente en letras, porque no se hiciera flojo y descuidado
en su particular provecto... y a quien convenía emplearse en la caza, así, para
ejercitar el cuerpo como para revelar el ánimo de los cuidados y tristezas».
Incluso llegó a realizar un viaje por la Calabria en compañía
de Fabritio Codisponti por
recomendación de su abuelo. Esta instrucción laica se completaba con la
religiosa, a veces gracias a los nuevos conventos de jesuitas y dominicos.
Al volver a España el joven, hablaba y leía a la perfección
el latín y el italiano. Por deseo expreso de su abuelo fue enviado a
la Universidad de Salamanca, por tener mayor prestigio que la de
Osuna, a casa de Francisco Minga, para completar y sistematizar los
conocimientos adquiridos, estudiando además Retórica, Filosofía y Leyes.
Decantado por el oficio de las armas, con 14 años de edad, en 1588, participó al decir de Leti en la expedición real contra los rebeldes aragoneses a las órdenes de Iñigo de Mendoza. Nuevamente, no hay pruebas documentales de ello. Según Leti, como el conflicto duró poco, pasó entonces al cuidado de Alfonso Magara, con el que el futuro III duque aprendió Historia, Geografía y Matemáticas, así como elementos de mecánica y arquitectura aplicados a las fortificaciones, ejercitándose además con las armas. Gregorio Leti afirma que acompañó al II duque de Feria,
que había sido nombrado embajador extraordinario de España en Francia para que
los Estados Generales aceptaran a la infanta Isabel Clara
Eugenia como su soberana, instalándose en París. Como la
capital le resultó poco edificante, se dedicó a la lectura, formando allí el
fondo de lo que llegaría a ser una gran biblioteca. La educación política se
obtenía con la práctica, y Pedro Téllez-Girón pudo instruirse en las sutilezas
y tortuosidades de la diplomacia presenciando una audiencia con el
rey Enrique IV y los jefes de la Liga Católica así como el
ir y venir de unos y otros en sus desavenencias. Tampoco hay constancia
documental de ello.
En todo caso, el 7 de febrero de 1594 estaba en
Sevilla, en las ceremonias de su boda con Catalina Enríquez de Ribera, hija
de Fernando Enríquez de Ribera, II duque de Alcalá, uno de los más
ricos y destacados nobles andaluces, y nieta por vía materna de Hernán
Cortés.
El ya marqués de Peñafiel, con los derechos y obligaciones
que el disfrute de sus rentas comportaba, quiso conocer Portugal, viajando
a su costa, pero con recomendación del rey; desde allí escribió a Fernando de
Velasco una larga carta de impresiones y juicios, primer documento del duque
que se conoce. De vuelta a la Corte, donde se hizo estimar del
secretario Juan de Idiáquez, tal vez artífice de la designación para
volver a Francia con la embajada que iba a concluir la Paz de Vervins. Murieron casi al mismo tiempo el rey Felipe
II y Juan Téllez Girón, heredando Pedro la Grandeza de España y todos los
títulos y estados patrimoniales de la Casa de Osuna, la segunda casa
nobiliaria más rica de Castilla, tras los Medina Sidonia.
Fue tachado de libertino, por su fama de amoríos,
cuchilladas, incidentes con la Justicia y escándalos que le llevaron al
destierro de la Corte; alejado a Sevilla por nuevos escándalos, domiciliado en
Osuna y preso en Arévalo en 1600. Nuevamente preso, se evadió
con ayuda de su tío Juan Fernández de Velasco, condestable de Castilla, y
marchó a combatir a los Países Bajos, abandonando en Isabel de la Cueva el
cuidado de sus bienes.
Sin que le detuviesen en París el recibimiento y
agasajo que le hizo Enrique IV, pasó a Flandes y fue recibido a mediados
de octubre de 1602 con singular aprecio por el archiduque
Alberto, y no menos de la infanta Isabel Clara Eugenia, causó no
obstante confusión en la corte de Bruselas y en el Consejo de la guerra, por no
saber qué destino ni cargo otorgarle a un joven inexperto, pero con categoría
de grande de España. Sentó plaza de soldado con cuatro escudos de paga al mes,
en la compañía del capitán Diego Rodríguez, del tercio del maestre de campo
Simón Antúnez, hasta que se le encomendaron dos compañías de caballería.
Sirvió en los Estados Bajos seis años, siendo el
primero en todas las ocasiones que se ofrecieron, derramando mucha sangre en
todas ellas, y poniendo su persona en los mayores peligros como si fuese un
soldado más. Como se afirmaba en la causa que le juzgó por su fuga, al retornar
a España:
Sirvió sin diferencia de los demás soldados; gastó mucho
dinero de su hacienda y fue tenido por padre, amparo y ejemplo de soldados y
excelente capitán.
Embarcó en La Esclusa, en una división de
ocho galeras y tres buques cargados de batimentos, para intentar
llegar a Ostende, pero los holandeses estaban esperándolos y les causaron
muchas pérdidas, la más dolorosa la de Federico Spínola, cuya vida fue
segada por una bala de cañón. Osuna admiró a todos con su arrojo y serenidad,
encareciéndolo tanto los testigos al general en jefe, Ambrosio de
Spínola que este, aunque afligido por la pérdida de su hermano, transmitió
la noticia al Archiduque y un gentilhombre de su casa vino expresamente a
felicitar a Pedro por primera actuación en la mar. Se interesó por la guerra
naval desde aquel mismo momento.
Marchó al poco tiempo al sitio de Grave, donde dio a la
infantería de Mauricio de Nassau una carga con un arrojo calificado
de temerario, en la que perdió treinta hombres y el caballo que montaba,
recibiendo un tiro de mosquete en la pierna, que sin ser grave, lo tuvo en la
cama un mes y después le hizo sufrir toda la vida.
Era tanto el aprecio conseguido entre la tropa, que
en 1602 y 1603 los archiduques le encomendaron en varias
ocasiones que se encargara de apaciguar los numerosos motines del ejército por
el impago de las soldadas; lográndolo, en muchas ocasiones, poniendo su propio
peculio. De nuevo en el asedio de Ostende, a las órdenes de Spínola,
realizó un ataque a las trincheras enemigas, con tanta energía que
llegado al punto cogió de su propia mano a dos flamencos. El propio archiduque
Alberto le distinguió con la honra de trocar su espada real por la del
voluntario español.
De descanso tras la campaña de 1604, se fue el duque de Osuna
de viaje particular a Londres, para conocer la capital inglesa y sus
sistemas navales. En su estancia allí coincidió con las grandes fiestas que se
celebraban por la paz conseguida entre Felipe III de
España y Jacobo I. Su tío, el condestable de Castilla, fue el
emisario español en esta paz. Osuna fue recibido por el monarca inglés con
muchas honras, y se vio muy satisfecho al poder hablar con el monarca en latín.
Aprovechando la visita, examinó los sistemas de organización marítima inglesa.
Cuando el archiduque Alberto escribió La memoria de la
campaña de 1605, comentando las operaciones llevadas a cabo por Spínola, decía
del de Osuna:
Ya estoy en disposición de juzgar al Duque, aprovechando en
sus lecciones, hasta cierto punto, pues tratándose de acometer, bien que su
persona no fuera obligada a evitar por la responsabilidad del mando el peligro,
excedía ordinariamente los límites de la prudencia y más que nunca lo hizo en
la batalla de Broeck, entrando tan al centro del
ejército enemigo, que estuvo un momento prisionero, habiéndole sujetado las
riendas del caballo, y con todo se libró, pareciendo milagro que saliera ileso
entre la lluvia de balas que le dispararon.
En 1606, en el asalto a la plaza de Groenlo, una bala de mosquete le arrancó el dedo
pulgar de la mano derecha, quedando de momento imposibilitado. Aunque se
recuperó muy pronto, se vio en la necesidad de aprender a manejar la mano
izquierda con la soltura con que lo hacía con la derecha, y con su acostumbrado
fervor, aprendió a manejar la pluma, la espada, la pistola y el tenedor, de
modo que no echará en falta la mano mutilada.
Tratando de recuperar la misma plaza Mauricio de Nassau, le
sorprendió de noche el de Osuna e introdujo un refuerzo de ochocientos hombres,
con lo que los esfuerzos del conde se vinieron abajo, viéndose obligado a
levantar el sitio.
Osuna se opuso por completo a la negociación con los
rebeldes, en la que tenía el archiduque tanto empeño, por lo que este solicitó
al rey que le sacasen al duque de sus estados, a lo que la Corona
accedió de inmediato. Por sus méritos en combate y noble linaje le fue
concedido e impuesto con gran ceremonia el Toisón de Oro. No sin pesar
salió Osuna de Bruselas, y tan pronto como llegó a Madrid, después de una
audiencia privada con el rey, este llamó al Consejo, que en su presencia se
reunió, siendo oído el duque durante dos horas, sin olvidar materia alguna,
dada su proverbial memoria. Impresionado el Consejo con las explicaciones del
duque sobre la situación en que había quedado Flandes, Su Majestad Católica
vino a nombrarle gentilhombre de cámara con plaza en el Consejo de Portugal,
además de convertirse en su consejero personal sobre los negocios de Flandes y
la tregua con las Provincias Unidas.
Con suma habilidad acordó el matrimonio de su hijo y
heredero, Juan Téllez-Girón, marqués de Peñafiel, con Isabel de Sandoval,
hija del duque de Uceda y nieta del de Lerma, con lo cual se
abría camino a los puestos más importantes del Estado. Por entonces reparó en
la calidad intelectual del que sería su amigo y ayudante, Francisco Gómez de
Quevedo.
En 1610, reunido el Consejo para designar virrey de Sicilia,
se levantó el duque, que había nacido para mandar y no para obedecer, y dirigió
al soberano las siguientes palabras, que merecen ser reproducidas:
Si la previsión de un gobierno cualquiera, requiere grave
consideración, creo, señor, que el virreinato de Sicilia la merece como
ninguno. Sicilia es llave del reino de Nápoles, joya de la corona de V. M., y
salvaguarda de la libertad en toda la península itálica. El imperio otomano la
codicia y acecha de continuo con la esperanza de hacerla un día o el otro
tributaria suya; bien lo sabía Carlos I, de feliz memoria, abuelo de V. M.,
cuando en previsión de lo futuro dio la isla de Malta a los caballeros desalojados
de Rodas, a condición de hacer continua guerra al Turco desde aquel baluarte;
pero ya la medida es ineficaz contra enfermedad tan aguda. Aquella isla noble y
feracísima, que forma un triángulo de 700 millas de superficie, tan próxima a
Italia que sólo la separa un estrecho de tres millas, es de naturaleza que
fácilmente se hace inexpugnable por aquella parte, como puede serlo por la que
confina con Malta. No obstante, la mar es grande, las fuerzas de V. M. remotas,
y las del Turco potentes y vecinas, de modo que pueden pasar, como pasan, de
uno a otro lado, atendiendo a que los venecianos no cuentan con armada propia,
ni la emplearan en otra cosa, complaciéndoles más bien ver perpetuamente
acosada la isla de corsarios, por los celos que la monarquía de V. M. les da.
Bien sabe Dios la aflicción que me causa esta exposición, que
debo a la responsabilidad del Consejo, y muy particularmente a un Rey que funda
su grandeza, como católico de título y de verdad, en la justicia. Dos
determinaciones pueden adoptarse, en mi opinión, acudiendo al remedio de esos
daños intolerables: negociar con el Turco la seguridad de Sicilia mediante
tributo, o espumar la mar de corsarios constriñéndolos a envejecer en sus
puertos. Pensar en el primero sería abrir una brecha mortal en la gloria de V.
M., y echar el ignominioso borrón de otras naciones en la nuestra; de modo que
habrá de pesarse en el segundo, pues harto ha durado la situación lastimosa e
indigna de los piadosos sentimientos de V. M., en que se ven los sicilianos, y
de no acabar, pudiera llevarlos a la desesperación. Vaya el virrey que se
designe ahora con la firme resolución de levantar el espíritu de los insulares,
y que halle en V. M., el apoyo de la autoridad y los recursos indispensables a
una obra tan laudable.
El nombramiento fue acordado por el Consejo y el rey Felipe
III en febrero de 1610, y Osuna recibió con fecha 18 de septiembre el
título de virrey de Sicilia. Cuando tomó posesión del nuevo cargo en Milazzo, el 9 de marzo de 1611, el reino de
Sicilia se hallaba en la última miseria. Por falta de crédito la Caja
de Palermo (el erario público) había tenido que declararse en
bancarrota y cerrar sus puertas. La moneda se adulteraba sin recato y
la inflación arruinaba al sufrido pueblo siciliano.
En Mesina los ladrones asaltaban las tiendas y los comercios a plena
luz del día, en medio de la indiferencia general, y era imposible viajar sin
una escolta armada. La justicia era un juguete de los poderosos y las cárceles
estaban repletas. La escuadra estaba desarmada, convertida en ludibrio de
golfos, y sin más reputación que la de su cobardía.
Pero pronto el enérgico Osuna puso remedio a tamaños males,
con general aplauso: restituyó el crédito de la hacienda pública, restableció
el peso y la ley de las monedas, ajustó los impuestos a las verdaderas rentas
de los contribuyentes, equilibró los presupuestos e hizo aumentar los ingresos.
Los caminos fueron limpiados de salteadores y facinerosos, la autoridad y la
libertad de los ministros de la justicia, restaurada, y las cárceles repletas
quedaron yermas y vacías.
Una de sus principales preocupaciones fue reorganizar la
marina, como mejor medio de defender la isla contra las incursiones de turcos y
berberiscos. La situación era desesperada, ya que el virrey solo contaba con 9
galeras para la defensa de la isla, desprovistas de remeros y bastimentos.
Había tanta escasez de tripulantes para las galeras como exceso de pícaros,
pordioseros con taras simuladas, que infestaban las calles y las puertas de las
iglesias. Pero el nuevo virrey de Sicilia ideó un sistema de reinserción que
resolvió simultáneamente ambos problemas:
Convocó un concurso de saltos de altura, con premio de un
doblón para los que superasen un listón y un escudo de oro para los que
lograsen salvar otro más alto: fue un éxito de asistencia; cojos, ciegos,
mancos, tullidos de toda especie se curaron instantáneamente para aspirar al
premio: los que lo lograron, obtuvieron su doblón o su escudo... más diez años
de condena a galeras por tramposos.
Bajo su mandato las galeras sicilianas alcanzaron un alto
grado de eficacia y disciplina, siendo lustre de las armas españolas y envidia
de todas las naciones. Con ellas se impuso al poderío naval de turcos y
berberiscos. Su primera medida fue dar audiencia a un tal Osarto Justiniano, un griego con cierto poder en el Peloponeso, que obtuvo de
inmediato suministros y soldados españoles para apoyar una revuelta contra el
poder turco. Suministros y soldados que el duque pagó de su propio bolsillo. La
campaña fue un éxito total: los turcos fueron expulsados, sus fortificaciones
conquistadas y el duque personalmente enriquecido con el botín, galeras para
reforzar su flota, y esclavos turcos para sus remos. Los soldados, partícipes
del saqueo, cantaron las maravillas del nuevo virrey.
También logró autorización para armar en corso buques de su
propiedad, que realizaron muchas presas; de sus botines el rey recibía una
quinta parte y otra la Hacienda Real, sus hombres otro quinto y el resto era
para él, que lo solía utilizar en construir más buques y mantener incluso de su
pecunio particular los buques de la Corona. Fue el primero en demostrar que,
con tácticas y esfuerzo, se podía ganar con las galeras a los buques redondos,
cosa que realizó en dos ocasiones.
El reforzamiento de la flota siciliana llegó en el momento
preciso, ya que berberiscos preparaban una gran armada para capturar
la Flota de Indias. Osuna envió a sus galeras al puerto de Túnez.
Lograron infiltrarse al amparo de la noche, y varios soldados en lanchas
acribillaron a la flota berberisca con bombas incendiarias, llevándose un buque
abarrotado de mercancías preciosas. Enfervorecidos por el éxito, repitieron su
hazaña con el mismo éxito en La Goleta.
"Los defectos de esa gran figura cuente el que se ocupe
de su vida, y brille aquí, adornada de la corona naval que ninguna otra le
disputa en nuestra historia. La de don Álvaro de Bazán, en la ejecución;
la de don García de Toledo, en la energía; la de don Diego
Brochero en la organización; las de Patiño y Ensenada, en
el pensamiento, no la exceden; pues el Duque a reunir las condiciones de estos
ilustres próceres, sin que ellos ni otro alguno, antes o después, alcanzara a
discernir mejor, que cosa es marina militar, como se forma, para que sirve, y
para que aprovecha."
En recompensa de tantos servicios, Osuna fue nombrado virrey
de Nápoles, al cual se trasladó en junio de 1616, convirtiéndose en uno de
los personajes más destacados de la Italia de la época. Por aquel
entonces, el gobierno interior del reino, y especialmente de la ciudad de
Nápoles, era un completo desbarajuste. Sólo existía justicia si era comprada,
el comercio no podía vivir, y peligraba la seguridad personal entre los
continuos crímenes que tanto de día como de noche se efectuaban en las mismas
calles y aun dentro de las casas, asaltadas por los bandoleros. A la voz de
«¡Cierra! ¡Cierra!» la gente huía, los vecinos pacíficos y los mercaderes
atrancaban las puertas de sus casas y sus almacenes, y los rufianes y la gente
de mal vivir quedaban por únicos dueños de las calles de Nápoles.
Por otra parte, estaba el problema del cúmulo de soldados que
atestaban la ciudad: 18 000, de tantas naciones diferentes, y por lo
general violentos y mal pagados. A ello había que sumar la envidia y el afán de
lucro de una parte de la nobleza, siempre dispuesta a ir contra los virreyes
españoles, y finalmente la desmoralización y corrupción de una parte del clero
napolitano. A todo ello se unía la guerra secreta que Francia hacía a los
Habsburgo españoles y austriacos.
Osuna se aplicó con firmeza al fortalecimiento del ejército y
de la marina, construyendo galeones y galeras y reclutando dotaciones, que por
cierto escaseaban, ocurriendo una anécdota:
Paseando un día por la ciudad se dio cuenta de que había
muchos tullidos, le parecieron demasiados con respecto al total de la
población, le recordó Sicilia pero como ya estaban advertidos los de la ciudad,
tuvo que inventarse otro modo: llegó al palacio y dio orden de que en una
carreta con seis hombres, dos a las riendas y cuatro, uno para cada saco de
monedas de oro de su hacienda, recorrieran la ciudad arrojándolas; ante la
lluvia de oro, de pronto los tullidos dejaban de cojear, a los mancos les crecían
los brazos y los que llevaban muletas las arrojaban para recoger las monedas,
detrás del carro iba una compañía de infantería de los tercios y a todos ellos
los detenía por tramposos y mentir, ya que al hacer visible un defecto físico
inexistente incurrían en ello para evitar el ser reclutados, para la marina o
el ejército, además de retirárseles las monedas que habían recogido.
Así consiguió las dotaciones precisas y con la práctica, y
algún latigazo, se convirtieron en unas dotaciones instruidas y disciplinadas.
De sus experiencias pensó como mejor táctica el hacer flotas
conjuntas de galeones y galeras, pues las galeras podían servir de elementos de
ayuda a los galeones, ya que podían sacarlos de un combate o, cuando faltara el
viento, ayudarles a formar la línea, convirtiéndose en auxiliares muy
importantes, además de su velocidad y potencia de fuego, y como transportes de
infantería. El nuevo virrey creó una importante escuadra, que resultó modélica,
dado que, por la cédula real, podía escoger en todo el reino a sus capitanes y
alféreces, predominando los vizcaínos y castellanos, entre los que destacaron
el palermitano Octavio de Aragón y Tagliavia,
vencedor en el cabo Corvo, y el toledano Francisco de Rivera, futuro
almirante y vencedor de turcos y venecianos en batallas como la del cabo
Celidonia o la de Ragusa. Se consiguió el dominio
del Adriático y se llevó el hostigamiento hasta apoyar los
levantamientos en tierras griegas. Le llamaban los
turcos Deli-Bajá ('virrey temerario'), tanto era el daño que les causaba
en las diversas correrías contra ellos dirigidas.
Francisco de Quevedo condensó sus triunfos en este soneto:
Diez galeras tomó, treinta bajeles,
ochenta bergantines, dos mahonas;
aprisionóle al turco dos coronas
y a los corsarios suyos más cueles.
Sacó del remo más de dos mil fieles,
y turcos puso al remo mil personas;
y tú, bella Parténope, aprisionas
la frente que agotaba los laureles.
Sus llamas vio en su puerto la Goleta;
Chicheri y la Calivia saqueados,
lloraron su bastón y su jineta.
Pálido vio el Danubio sus soldados,
y a la Mosa y al Rhin dio su
trompeta
ley, y murió temido de los hados.
Sus continuas acciones corsarias y enfrentamientos con
Venecia le distanciaron de la Corte, al desobedecer las órdenes
del Consejo de Estado, que él consideraba que destruían el prestigio de
la Monarquía Hispánica. Además, el duque de Osuna fue uno de los
implicados en la famosa Conjuración de Venecia, junto con el embajador
español en Venecia, marqués de Bedmar y el gobernador
del Milanesado, Pedro de Toledo, trazada por la República de
Venecia para desestabilizar el poder español en el norte de Italia.
Impresionan los regalos que en sus dos gobiernos hizo el
Virrey: solamente al duque de Uceda envió en dinero contante y sonante
200 000 ducados, además de un par de tiestos de plata esmaltados con
ramos de naranjas y cidras, que pesaban ciento veinticinco libras, trescientos
abanicos de ébano y marfil, caballos, jaeces, mazas, alfanjes y cuchillos
damasquinados, así como piezas de joyería más ricas por el trabajo del orfebre
que por el peso del oro, los rubíes, diamantes y esmeraldas. Tales eran las
riquezas que el gran duque de Osuna obtenía del corso.
Fue famoso, además, por su
procedimiento shakespeariano de administrar justicia. Halló el duque
en la visita de cárceles un preso encerrado hacia veinticuatro años; le otorgó
al punto la libertad, diciendo que tan largo padecer era bastante para purgar
el mayor delito; a un sodomita lo mandó quemar; a un letrado que el
sábado había dormido con una cortesana, dándola muerte aquella misma noche, le
hizo cortar la cabeza el domingo por la mañana. Un fraile asesinó a cierto
caballero en la iglesia, y un clérigo al gobernador de Isquia;
hechas las ceremonias de costumbre, ambos fueron ajusticiados, no
interponiéndose tiempo del delito al castigo. Fue perseguidor implacable de
malhechores, y mortal enemigo de mentirosos; pero atropellaba las leyes cuando
creía que entorpecían la acción de la justicia. Cuéntase que, en perjuicio de un hijo que había ocasionado algunos sinsabores á su
padre, lograron los jesuitas que este los nombrase herederos a condición de dar
al hijo lo que quisiesen. Ofreciéronle ocho mil
escudos. El hijo acudió al virrey, que, enterado del caso, llamó á los
herederos. Demandante y demandados expusieron su derecho, y entonces el duque
decidió la querella dirigiendo a los jesuitas estas palabras:
No habeis entendido el testamento.
Dice que deis al hijo lo que queráis vosotros. ¿Qué queréis? La herencia; pues
eso os manda que deis el testador.
El pueblo adoraba a su virrey, aclamándole por donde pasaba,
vitoreándole y proclamando que «no queremos otro señor que al Duque de Osuna».
Llegó a tanto su entusiasmo, que poco tiempo después de su llegada cantaban los
ciegos: «Ora que habemos este Duque de Osuna, no se
vende la Justicia por dinero».
Caída y muerte
Faltar pudo su patria al grande Osuna,
pero no a su defensa sus hazañas;
diéronle muerte y cárcel las Españas,
de quien él hizo esclava la Fortuna.
Lloraron sus envidias una a una,
con las propias naciones las extrañas;
su tumba son de Flandes las campañas,
y su epitafio la sangrienta Luna.
En sus exequias encendió el Vesubio,
Parténope; y Trinacria al Mongibelo;
el llanto militar creció en diluvio:
dióle el mejor lugar Marte en su cielo;
La Mosa, el Rhin, el Tajo y el
Danubio
murmuran con dolor su desconsuelo.
(Francisco de Quevedo, como epitafio para el Gran duque de
Osuna.).
No fueron los venecianos, sino los napolitanos, quienes
precipitaron el final de Osuna. Algunos nobles enemigos del duque le acusaron
de pretender independizarse de España, cosa que nunca pasó por su cabeza,
aunque el beneficio acumulado por las acciones de la flota corsaria le diera
para ello. Fueron capaces de convencer al futuro san Lorenzo de Brindisi,
para que defendiera su caso ante Felipe III. El viejo fraile alcanzó al rey en
Lisboa en mayo de 1619, cuando su hijo estaba siendo coronado como
rey de Portugal. El rey prestó atención a los argumentos de san Lorenzo, a
pesar de los inmensos servicios prestados por Osuna.14 La caída de Lerma
en 1618 y su sustitución por su hijo el duque de Uceda, había iniciado el
proceso contra los miembros destacados de la administración de su padre.
Al año siguiente, 1620, Osuna fue llamado a España para
responder a los cargos presentados contra él, y se nombró su sustituto como
virrey de Nápoles. Pedro transfirió su flota a España y abandonó el cargo el 28
de marzo de 1620, y llega a España donde habla ante el Consejo Real. Pero
mientras espera a ser recibido por Felipe III, el rey muere, y Osuna es
detenido y encarcelado en silencio por su oposición al nuevo régimen, es decir,
a la camarilla liderada por Baltasar de Zúñiga y su sobrino el conde
de Olivares; nunca declaró ante la Justicia.
Enfermo de achaques y tristeza, para aplauso y regocijo de
los enemigos de España, falleció en una mazmorra del Castillo de
Barajas como un vulgar delincuente el 24 de septiembre de 1624, siendo sus
últimas palabras: «Si cual serví a mi rey sirviera a Dios, fuera buen
cristiano». No obstante, antes de morir tuvo la satisfacción de saber que ya la
opinión general del reino se puso de su parte, reconociendo sus relevantes
servicios prestados a su rey y a España. Fue enterrado en el convento de religiosos
observantes de San Francisco de su villa de Osuna.
La flota que el duque creara a sus expensas y que tantos
éxitos dio a España, conducidas por valerosos jefes, llegó a sumar veinte
galeones, veintidós galeras y treinta embarcaciones de menor porte. Pero a su
salida del virreinato, la flota fue decayendo en buques y hombres por la falta
de un jefe ecuánime y ejemplar y por la falta de dinero para su mantenimiento,
lo que hizo desaparecer por completo su obra.
Con su muerte se perdió la oportunidad de haber creado de
manera institucional una «segunda flota» fomentando la implicación de los
nobles en el mantenimiento de flotas corsarias bien entrenadas que, como
demostró la iniciativa del duque, podrían haber colaborado eficazmente en
fortalecer la posición española en los distintos teatros de operaciones,
socavando la posición de los enemigos de España sin generar costes a las arcas
reales.
Semblanza del Gran Duque de Osuna
De la Asia fue terror, de Europa espanto,
y de la África rayo fulminante;
los golfos y los puertos de Levante
con sangre calentó, creció con llanto.
Su nombre solo fue victoria en cuanto
reina la luna en el mayor turbante;
pacificó motines en Brabante:
que su grandeza sola pudo tanto.
Divorcio fue del mar y de Venecia,
su desposorio dirimiendo el peso
de naves, que temblaron Chipre y Grecia.
¡Y a tanto vencedor venció un proceso!
De su desdicha su valor se precia:
¡murió en prisión, y muerto estuvo preso!
(Francisco de Quevedo.)
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MAURICIO DE NASSAU, 1567-1625
Mauricio I de Nassau (Dillenburg,
actual Alemania, 14 de noviembre de 1567-La Haya, 23
de abril de 1625) fue el estatúder de la parte norte de
los Países Bajos entre 1584 y 1625, hijo del líder
holandés Guillermo de Orange-Nassau y de Ana de Sajonia, hija
del elector Mauricio de Sajonia.
En el año 1584 se puso al mando de las tropas de
las Provincias Unidas que luchaban contra España. Dividió las
tropas en unidades más pequeñas y manejables, que resultaban menos vulnerables
a la artillería, impuso la disciplina, se ocupó de que los soldados estuvieran
bien pagados, introdujo más armas de fuego, reorganizó la artillería,
porque eran demasiado inexpertos para utilizar tanques reales, y para combatir
a los tercios del ejército español estableció la leva. A finales
del siglo XVI, el ejército de las Provincias
Unidas estaba formado por unos 20.000 hombres de infantería y 2.000 de
caballería, sin contar la flota de guerra.
A lo largo de los años 90 del siglo XVI conquistó
las ciudades de Breda, Nimega y Deventer.
En 1600 desembarcó en la ciudad de Ostende y derrotó
a Alberto de Austria en la batalla de las Dunas. Tras esto
conquistó Grave y La Esclusa, derrotando de esta forma al
general Lundgren con el apoyo de los caballeros Sain y Kent.
Partidario de seguir la guerra con España,
la tregua de los Doce Años, le enfrentó a Johan van Oldenbarnevelt, el jefe del gobierno de Holanda.
Tras la muerte de su hermanastro Felipe Guillermo de
Orange-Nassau, Mauricio se convirtió en Príncipe de Orange. Apoyado por la
baja burguesía y el campesinado, logró que Johan van Oldenbarnevelt fuese juzgado por traición y ejecutado
en el año 1619. Tras el fin de la tregua con España, en 1621,
empezada ya la Guerra de los Treinta Años, reanudó las hostilidades, pero
no consiguió el éxito anterior. De camino a salvar la plaza de Breda, bajo
el asedio de Spinola y guarnecida por su hermano Justino de
Nassau, murió estando en campaña.
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GUSTAVO ADOLFO,1611-1632, REY DE SUECIA
Gustavo II Adolfo de Suecia (Estocolmo, 1594-1632) fue
rey de Suecia de 1611 a 1632. Era hijo del rey Carlos IX de
Suecia y de su segunda esposa, Cristina de Holstein-Gottorp.
Es considerado como uno de los reyes suecos más prominentes
de todos los tiempos. En el ámbito civil, realizó grandes reformas
administrativas y económicas. Un rey militar, participó en cuatro guerras
internacionales, de las cuales la que le daría mayor renombre fue
la guerra de los Treinta Años en Alemania, participación que le
valió los apelativos de El León del Norte y Gustavo Adolfo el
Grande. A pesar de dejar a Suecia en una situación de flaqueza económica por la
guerra, se ensancharon las fronteras de la nación, se fortaleció su presencia
en el Mar Báltico, y el país se alzó como potencia en Europa.
Gustavo II Adolfo nació en el castillo de
Estocolmo el 19 de diciembre de 1594, hijo del duque Carlos
de Södermanland (posteriormente rey Carlos IX de Suecia) y de su
segunda esposa, Cristina de Holstein-Gottorp. Su
doble nombre procedía de sus abuelos, el rey sueco Gustavo Vasa y el
duque Adolfo de Holstein-Gottorp. Por parte de
su padre, Gustavo Adolfo pertenecía a la dinastía Vasa, la fundadora
del protestantismo en Suecia. Por el lado materno, la Casa de
Holstein-Gottorp había luchado en la defensa del
protestantismo en Alemania. Junto con el sueco, el alemán era su
lengua materna, y parece ser que en este idioma conversaba con su madre.
La educación militar la recibió durante las campañas de su
padre en el mar Báltico oriental, y contó con la instrucción de
oficiales holandeses. En el terreno intelectual, recibió educación clásica
grecorromana, gracias a lo cual aprendería el griego y el latín.
En la juventud, tuvo un romance con Ebba Magnusdotter Brahe, pero su madre, la reina Cristina,
se opuso a esta relación, y por intereses políticos, se optó por comprometer a
Gustavo Adolfo con una princesa de la casa de Hohenzollern, María
Leonor de Brandeburgo. De este matrimonio nacería su hija, Cristina.
Paralelamente tuvo una amante, Margarita Slots, con la que tuvo un
hijo, Gustavo Gustavsson de Vasaborg.
Después de un corto periodo de tutoría, y después de que su
primo, el duque Juan de Östergötland (hijo de Juan III)
renunciara a su derecho a la corona, Gustavo II Adolfo ascendió al trono en
diciembre de 1611, a los 17 años de edad. Fue coronado en Upsala el
12 de octubre de 1617.
El país que heredó el nuevo rey era presa de la confusión y
de la crisis económica, resultado de los conflictos internos y de la guerra en
el extranjero que habían caracterizado los últimos cincuenta años. Heredó
además tres guerras en el extranjero. Jacob De la Gardie comandaba
a los suecos en Rusia, en el conflicto entre Suecia y el Principado
de Moscú (guerra de Ingria). Contra Dinamarca se libraba
la guerra de Kalmar, en la que el ejército danés había invadido territorio
sueco, y contra Polonia un conflicto por el trono sueco, que era
reclamado por el rey Segismundo Vasa (véase guerra
sueco-polaca); este, tras su derrocamiento en Suecia, se consideraba a sí mismo
como el rey legítimo, y a Carlos IX y Gustavo II Adolfo como usurpadores.
En la guerra de Kalmar, Gustavo II Adolfo debió enfrentar la
invasión danesa sin el apoyo de sus grandes capitanes, pues tanto Jacobo De la Gardie como Evert Horn se hallaban en territorio ruso. El
rey Cristián IV de Dinamarca contaba
con mercenarios alemanes y con una poderosa flota que cortaba toda
posibilidad de ayuda a Suecia. Además, Dinamarca se había apoderado de las plazas
fuertes de Kalmar en el mar Báltico y Älvsborg en la costa oeste.
Frente a la superioridad danesa, Gustavo II Adolfo emprendió
una guerra de guerrillas, en la que contó con el apoyo popular. El intento
de Cristián IV de conquistar Jönköping fracasó, y su ejército hubo de
batirse en retirada. En este escenario se firmó la paz de Knäred, el 28 de enero de 1613.
Poco después de finalizar la guerra contra Dinamarca, el
conflicto en Rusia también alcanzó su capítulo final, con la firma de
la paz de Stolbova el 27 de febrero de
1617. El resultado fue la adquisición de las provincias de Ingermanland y Kexholm,
cedidas por Rusia. Además, el reino de los zares fue excluido de toda salida al
mar Báltico, y la zona del lago Ládoga fue anexada al territorio
de Finlandia. Gustavo II Adolfo pretendía también la anexión
de Nóvgorod, que, sin embargo, no se concretó.
En realidad, la guerra contra Polonia fue comenzada
por Carlos IX. Gustavo II Adolfo pretendía aislar a Polonia del mar
Báltico, para que este se convirtiera enteramente en un mar interior sueco. El
control de las desembocaduras fluviales repercutiría, de acuerdo a las
pretensiones del rey sueco, en el dominio del comercio del mar Báltico, y de
esta manera Suecia obtendría las mercancías de las que carecía en su
territorio.
La guerra, sin embargo, no tenía solo por motivo la posesión
del litoral báltico o la confrontación con el rey Segismundo III de
Polonia por el trono sueco, sino también la cuestión religiosa, y Gustavo
II Adolfo retomó esta causa que había abordado su padre, Carlos IX, como una
guerra de los protestantes contra
la Contrarreforma en Europa.
Después de que en 1617 se había reanudado la conquista
de Livonia, Gustavo II Adolfo partió a esa región báltica con el grueso de
su ejército en 1621 y decidió ocupar la ciudad más importante, la
alemana Riga. Esta ciudad funcionaba como una república independiente y,
pese a ser protestante, se hallaba alineada en el bando polaco, pues Polonia le
permitía libertad comercial.
Después de un mes de asedio, Gustavo II Adolfo entró en la
ciudad como vencedor, mostrando sus cualidades guerreras. A continuación la
guerra entró en un período de altibajos y se acordó una serie de treguas, que
resultaron en el regreso del rey a Suecia. Pero en 1625, Gustavo II Adolfo
cruzó nuevamente el mar Báltico y con la conquista de Dorpat se
adueñó de toda Livonia, poniendo fin al dominio polaco sobre esa provincia.
La superioridad sueca fue confirmada tras la batalla de Wallhof, con la cual Suecia tuvo en sus manos los
ríos Dvina y Nevá. El siguiente paso
fue el comienzo de la conquista de la región del Vístula, donde se
hallaba Prusia —entonces posesión de Polonia— y su puerto
de Danzig, la más importante ciudad comercial de todo el Báltico en ese entonces.
En la campaña prusiana, Gustavo II Adolfo apartó a Polonia de
la influencia que ésta tenía en la región oriental de Alemania. La primera
campaña, en 1626, se caracterizó por sonados triunfos: se conquistaron 17
ciudades en total, entre las que destacaban Pillau en Prusia
Oriental, y Elbing y Marienburg en la Prusia Occidental polaca.
En los triunfos se contó con el apoyo de la población
protestante que se hallaba sometida a Polonia. No obstante los éxitos, las
tropas suecas no pudieron ocupar Danzig ni tampoco conquistar el curso del
Vístula. Al auxilio de Polonia acudieron tropas del Sacro Imperio Romano
Germánico en 1627 y 1629. En este último año, una parte del ejército
de Albrecht von Wallenstein,
al mando de Johann Georg von Arnim, sitió la
ciudad protestante de Stralsund, aliada de
Suecia. En respuesta, Gustavo II Adolfo envió tropas de apoyo a esa plaza. Así
comenzarían las hostilidades entre Suecia y el Sacro Imperio Romano Germánico
de los Habsburgo, y la guerra de Polonia sería la antesala para la
participación de Suecia en la guerra de los Treinta Años. La paz se firmaría
en 1629 (Tratado de Altmark).
El 12 de enero de 1628, el parlamento sueco le
otorgó a Gustavo II Adolfo plenos poderes para intervenir en la guerra de
los Treinta Años. En 1629 se ratificó esta decisión, cuando la guerra en
Alemania llevaba ya diez años, y el desarrollo del conflicto se había extendido
hacia el mar Báltico y amenazaba el comercio y la influencia de Suecia en esa
zona.
La contrarreforma católica amenazaba la independencia de las
ciudades protestantes alemanas e incluso la libertad religiosa. La intervención
del rey Cristián IV de Dinamarca había fracasado y las islas danesas
fueron atacadas por el ejército imperial al mando de Albrecht von Wallenstein. Mecklemburgo,
un Estado protestante, cayó en manos de Wallenstein,
y este fue nombrado Almirante del Mar Báltico, al tiempo que una
flota hispano-imperial apareció en el mar Báltico.
Con las victorias de Wallenstein,
la Iglesia católica había recuperado gran parte de lo perdido tras
la reforma protestante: no menos de 14 sedes arzobispales y episcopales en
el norte de Alemania.
En estas circunstancias, Gustavo II Adolfo comenzó su
intervención. Sin contar con una alianza formal, buscó establecer vínculos con
los enemigos de los Habsburgo en Alemania. Al mismo tiempo, recibió en 1629
emisarios de Francia, que le prometieron el apoyo económico
del cardenal Richelieu, enemigo declarado de la expansión de los
Habsburgo.
El 25 de junio de 1630, el rey sueco desembarcó en Alemania,
en las cercanías de la ciudad de Rügen. Dos días después la flota había
desembarcado el resto del ejército en Peenemünde,
en la isla Usedom.
La estrategia seguida por Gustavo II Adolfo sería apoderarse
del curso de los ríos alemanes. El control de los ríos representaba el dominio
de la más importante vía de comunicación entre las ciudades alemanas y el mar
Báltico.
En el verano de 1632 había ya conquistado el curso alemán
del Danubio, y su dominio se extendía desde el Báltico hasta las faldas de
los Alpes. La primera campaña fue dirigida hacia el Óder, en cuya
desembocadura se hallaba la ciudad de Stettin,
entonces capital de Pomerania. La ciudad cayó ante el rey sueco el 10 de
julio de 1630, sin necesidad de librarse batalla. En abril de 1631, tras el
sangriento asalto a Fráncfort del Óder, Gustavo II Adolfo logró el dominio
completo del río.
Johann Tserclaes, conde de Tilly y
comandante del ejército imperial que había sustituido a Albrecht von Wallenstein en 1630, intentó
en vano rechazar a Gustavo II Adolfo y hacerlo retroceder hacia el mar Báltico.
Tilly se dirigió hacia el Elba con el fin de sitiar la ciudad
de Magdeburgo, la plaza protestante más fuerte de todo el norte alemán.
Con la conquista de Magdeburgo, Tilly pretendía impedir que el rey sueco se
hiciese con el control del río Elba.
En ese tiempo, Gustavo II Adolfo consolidó su posición
intervencionista en Alemania a través de un tratado con la Francia de Richelieu
en enero de 1631. Francia se comprometía a pagar a Suecia un subsidio de
400.000 riksdaler por año durante cinco
años, con la condición de que Suecia mantuviese un ejército de al menos 36.000
hombres en suelo alemán. Este tratado le dio a Gustavo II Adolfo los recursos
para continuar con la guerra.
Magdeburgo había jugado el principal papel entre las ciudades
protestantes libres del norte de Alemania, y durante el otoño de 1630 se había
afiliado voluntariamente a la causa del rey sueco. Sin embargo, los intentos de
Gustavo II Adolfo de atraer a los príncipes protestantes habían sido en vano
hasta entonces. Bajo el liderazgo de Sajonia y Brandeburgo, los
protestantes pretendían crear una nueva Unión Evangélica, llamada
la Alianza de Leipzig, que se mantuviera neutral en la guerra y
políticamente tuviese una posición independiente del emperador y del soberano
sueco, a quien consideraban un extranjero invasor. Finalmente, una parte de los
protestantes miembros de la alianza entablaron relaciones con Suecia:
el landgrave Guillermo V de Hesse-Kassel y los duques
de Sajonia-Weimar.
En la primavera de 1631 comenzaron los conflictos bélicos en
Magdeburgo. Tilly buscaba apoderarse de este punto estratégico en el dominio
del Elba, e impedir la avanzada del enemigo. Por su parte, Gustavo II Adolfo no
podía permitirse la posibilidad de defraudar la confianza que las ciudades
protestantes, ahora caídas ante los católicos, habían depositado en él. Pero
los líderes de la Alianza de Leipzig, Sajonia y Brandeburgo, se negaron a
prestar apoyo al monarca sueco. Brandeburgo se vio obligado a integrarse a la
alianza de Gustavo II Adolfo cuando el ejército imperial avanzó
hacia Berlín. La defensa de Magdeburgo fue otorgada al comandante
sueco Dietrich von Falkenberg,
pero la ciudad cayó el 10 de mayo de 1631 ante el enemigo católico. La ciudad
fue incendiada y saqueada y 30.000 de sus 36.000 habitantes fallecieron.
Después de la caída de Magdeburgo, Gustavo Adolfo se
fortaleció en Werben, en la confluencia de los
ríos Elba y Havel, de donde Tilly no fue capaz de desplazarlo. El príncipe
de Sajonia, ante el peligro católico, finalmente decidió integrar una alianza
con Gustavo II Adolfo; este último se erigió así en dirigente de todos los
protestantes alemanes.
De importancia decisiva sería la batalla de Breitenfeld, el 7 de septiembre de 1631, donde el ejército
católico sería aplastado por los protestantes, en lo que sería la mayor
victoria de Suecia en toda su historia. Después de Breitenfeld,
el dominio sueco se extendería en Alemania, y el sur de este país quedaría
abierto para el avance de Gustavo II Adolfo.
Gustavo II Adolfo decidió entonces extenderse
hacia Turingia y de ahí dominar el Meno y el Rin, el
mayor río alemán. Llevó a cabo una victoriosa campaña por toda la región bañada
por el Meno.
En diciembre de 1631 alcanzó la ciudad
de Maguncia y desde allí el ejército sueco se extendió río arriba y
río abajo por la zona del Rin. Mientras tanto, el rey había dejado el control
del Elba al príncipe de Sajonia, con el objetivo de que este
invadiese Bohemia y así apoyar a los protestantes de esa provincia.
Desde el Rin, Gustavo II Adolfo inició la conquista
del Lech, donde se libró una cruenta batalla contra la Liga Católica,
con la victoria del lado de los suecos, y el resultado de la muerte del mismo
Tilly. Enseguida, Gustavo II Adolfo partió a la conquista del Danubio, invadió
la católica Baviera y ocupó su capital, Múnich. Con la conquista
de Múnich, se controlaba el paso de los Alpes.
Tras la muerte de Tilly, Albrecht von Wallenstein regresó al escenario bélico. El retorno
del experimentado estratega representó un peligro para Gustavo II Adolfo, pues
en poco tiempo Wallenstein había reorganizado al
ejército imperial y echado de Praga al príncipe de Sajonia. El
Príncipe de Baviera, fugitivo tras la invasión de Gustavo II Adolfo, se unió
también a Wallenstein. El rey sueco pronto advirtió
que no había más remedio que enfrentarse al mariscal.
El primer encuentro entre ambos estrategas sucedió
en Núremberg, en 1632, donde se habían levantado campamentos fortificados.
Gustavo II Adolfo decidió asaltar el campamento imperial, pero fue rechazado.
Entonces intentó atraer al enemigo hacia el sur y presentarle batalla, pero Wallenstein, por el contrario, determinó avanzar hacia el
norte e invadir Sajonia, para forzar al príncipe sajón a romper la alianza con
el monarca sueco y así cortarle a este una posible retirada hacia el mar
Báltico.
Ante el empuje de las tropas enemigas, Gustavo II Adolfo fue
obligado a regresar a Turingia, y en los llanos sajones se encontrarían el
ejército sueco con el católico en la sangrienta batalla de Lützen el
16 de noviembre de 1632. En ese escenario caería en combate el rey Gustavo II
Adolfo, su muerte no siendo del todo en vano habiendo resultado el ejército
sueco, de cierto modo, "vencedor" de la batalla.
Los restos de Gustavo II Adolfo fueron trasladados a su
patria y sepultados el 22 de junio de 1634 en la Iglesia de Riddarholmen en Estocolmo, lugar que él mismo
había designado para tal fin, el año anterior a su partida a Alemania.
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