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SALA DE LECTURA |
LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER
SAMUEL NOAH KRAMER
PREFACIO
Durante los últimos
veintisiete años me he dedicado a las investigaciones sumerias, especialmente
en el campo de la literatura sumeria. Los estudios que expongo a continuación
ya han sido publicados anteriormente en forma de libros altamente
especializados, de monografías y de artículos dispersos en diversas revistas
eruditas. El presente libro reúne (para el humanista, el universitario y el
público educado, en general) algunos de los resultados más significativos,
procedentes de las investigaciones sumerológicas y publicados en revistas
especializadas.
El libro consiste en veinticinco ensayos
ensartados en un hilo común: todos ellos tratan
acontecimientos genéricos, pero cuyo denominador común consiste en que son los
primeros que registra la Historia. Son, por consiguiente, de un valor
incalculable y de una gran significación para seguir la historia de las ideas y
para estudiar los orígenes de la cultura. Pero esto es sólo accidental y
secundario; es, como si dijéramos, un producto accesorio, un producto derivado
de la investigación sumerológica. El propósito principal de estos ensayos es el
de presentar una visión panorámica de las realizaciones culturales y
espirituales de una de las civilizaciones más antiguas y creadoras. Todos los
aspectos más importantes del esfuerzo humano están aquí representados: gobierno
y política, educación y literatura, filosofía y ética, ley y justicia, hasta
incluso agricultura y medicina. Hemos esbozado los textos que tenemos en un
lenguaje que esperamos que se considere claro y concreto. En primer lugar, se
ponen los antiguos documentos ante los ojos del lector, ya en su totalidad, ya
en forma de extractos básicos, de modo que pueda percatarse de su estilo y de
su gracia, y al mismo tiempo pueda seguir la línea general del argumento.
La mayor parte del material reunido en
este volumen está preparado con mi «sangre, esfuerzo, lágrimas y
sudor»; de ahí la nota personal que vibra en todas sus páginas. El texto de la
mayoría de los documentos fue reunido y traducido por mí antes que nadie, y en
no pocos casos he sido yo mismo quien ha identificado las tabletas en que se
basan y hasta he preparado las copias manuscritas de las inscripciones en ellas
contenidas.
Sin embargo, la sumerología no es sino una rama de los estudios cuneiformes, y éstos ya se
iniciaron hace más de un siglo. En el transcurso de los años sucesivos ha
habido muchísimos eruditos que han aportado innumerables contribuciones, las
cuales son utilizadas por el cuneiformista moderno para construir un cuerpo de
estudio, cada día más considerable, a veces incluso de un modo inconsciente. La
mayoría de estos eruditos ya han muerto, y el sumerólogo de hoy en día no puede
hacer sino inclinarse en un gesto de sencillo agradecimiento al utilizar los
resultados de la obra de sus predecesores anónimos.
Pero pronto los días del moderno sumerólogo van, a su vez, a tocar a su fin, y
sus hallazgos más fructíferos entrarán a formar parte del acervo colectivo de
la sumerología, y, por ende, de los progresos cuneiformistas.
Entre los cuneiformistas últimamente fallecidos, hay tres de quienes me siento
especialmente deudor: el eminente sabio francés François Thureau-Dangin, quien
ha dominado la escena del cuneiformismo durante medio siglo y ha sido dechado y
ejemplo de mi ideal en cuanto a erudito, o sea, una persona productiva, lúcida,
consciente del significado de cada cosa, y más dispuesto a confesar ignorancia
que a pretender teorizar en exceso; el segundo es Antón Deimel, del Vaticano,
hombre poseedor de un agudo sentido del orden y organización lexicográficos, y
cuya obra monumental, el Sumerisches
Lexikon, me ha sido utilísima, a pesar de sus numerosos defectos; y a
Edward Chiera, cuya visión y diligencia allanó mucho el camino de mis
investigaciones sobre literatura sumeria.
Entre los cuneiformistas vivientes hoy en
día cuyos trabajos me han sido valiosísimos,
especialmente desde el punto de vista de la lexicografía sumeria, debo citar a
Adam Falkenstein, de Heidelberg, y a Thorkild Jacobsen, del Instituto Oriental
de la Universidad de Chicago. Sus nombres y sus obras aparecerán con frecuencia
citados en el texto del presente libro. Además, en el caso de Jacobsen resulta
que se ha desarrollado entre nosotros una estrecha colaboración, como
consecuencia de los hallazgos de inscripciones en la expedición conjunta que el
Instituto Oriental y el Museo de la Universidad realizaron a Nippur durante los
años 1948-1952. Las estimulantes y acuciadoras obras de Benno Landsberger, una
de las mentalidades más creadoras en estudios cuneiformes, han sido para mí una
constante fuente de información y orientación; en especial, sus obras más
recientes, que constituyen otros tantos imponderables tesoros de lexicografía
cuneiforme.
Pero es a Amo Poebel, la máxima autoridad en sumerología del pasado medio siglo, a quien mis
investigaciones deben más. Hacia el año 1930, como miembro que era yo de la
redacción del Diccionario Asirio, del Instituto Oriental, estuve sentado a sus
pies y bebí sus palabras. En aquellos días en que la sumerología era una
disciplina poco menos que desconocida en América, Poebel, maestro indiscutido
de metodología sumerológica, me ofreció generosamente su tiempo y sus
conocimientos.
La sumerología,
tal como ya puede suponer el lector, no se cuenta entre las asignaturas
esenciales de las universidades americanas, ni aun entre las mayores de ellas,
y el camino que yo escogí no estaba precisamente alfombrado de oro. La
ascensión hacia una cátedra más o menos cómoda, pero relativamente estable, iba
marcada por una constante lucha con los medios económicos disponibles. Los años
que van desde 1937 a 1942 fueron muy críticos para mi carrera universitaria, y,
de no haber sido por una serie de donativos por parte de la «John Simón
Guggenheim Memorial Foundation» y de la «American Philosophical Society», mi
carrera habría podido terminar prematuramente. En estos últimos años, la
«Bollingen Foundation» me ha facilitado el poder contar con alguna ayuda de
tipo secretarial y científico para mis investigaciones sumerológicas, y al mismo
tiempo me ha proporcionado las posibilidades para poder viajar por el
extranjero, en relación con mis estudios.
Estoy profundamente agradecido al
Departamento de Antigüedades de la República de Turquía y al Director de los Museos Arqueológicos de
Estambul, por su generosa cooperación, ya que hicieron posible poner a mi
alcance las inscripciones literarias sumerias del Museo del Antiguo Oriente,
cuyos dos conservadores de la Colección de Inscripciones, Muazzez Cig y Hatice
Kizilyay, me han sido constantemente de una ayuda considerable, especialmente
por el trabajo que se han tomado al copiar varios centenares de fragmentos
inscritos con porciones de obras literarias sumerias.
Finalmente, deseo expresar mi profunda
gratitud a la señora Gertrude Silver, quien me ayudó a preparar
las hojas mecanografiadas que forman este libro.
Filadelfia,
Pensilvania.
EXORDIO
El mundo sumerio es un descubrimiento
moderno. Hasta podemos decir que es el mayor de los descubrimientos recientes
en el terreno de la historia de la civilización.
Al principio de nuestro siglo XX sólo algunos especialistas, muy pocos y muy valientes, se atrevían
a pronunciar tímidamente y aun entre ellos nada más, el nombre de Sumer, caído
en un olvido total, cuatro veces milenario, sin que nada hiciera evocar a los
hombres el mundo glorioso que esta palabra había designado en otro tiempo.
Incluso un erudito de la talla de G. Maspero, en su magistral Histoire ancienne des peuples de l'Orient
classique, no decía ni palabra del primero y más fecundo de estos pueblos,
los sumerios.
Entonces estaba de moda Egipto. Los
descubrimientos extraordinarios realizados en el valle del Nilo desde la
expedición a Egipto emprendida por Bonaparte, la
exhibición, todo a la vez, de tantas obras maestras y de tantos vestigios
humildes de la vida cotidiana de un pueblo tan antiguo, habían dejado
deslumbrado al universo durante mucho tiempo. Y cuando se intentaba remontar
hasta el extremo horizonte de la historia, cuando se quería reconstruir el
camino recorrido por el hombre después de la interminable noche prehistórica, cuando
se pretendía establecer y fijar los primeros progresos decisivos de su edad
«adulta», se encontraba infaliblemente a Egipto en este vasto fluir del tiempo
que conduce hasta nosotros.
Todavía
hoy en día, para la mayoría de los espíritus cultos, hasta entre los
historiadores, es la misma visión de conjunto la que predomina. Con sus tres
mil años de existencia antes de nuestra era, se considera a Egipto, consciente
o inconscientemente, como «la cuna de la civilización» y «el antepasado directo
del hombre moderno». En más de un «Manual de Historia de la Antigüedad»,
actualmente en uso, el país de Sumer ni siquiera se menciona, o bien se le
trata como a un pariente pobre, como a una especie de gacetilla periodística
sobre las civilizaciones desaparecidas.
Sin embargo, bajo el punto de vista de una
ciencia histórica rigurosa y al día, semejante posición
resulta actualmente falsa y anacrónica.
Pero hay muy pocas personas que estén al corriente de la prodigiosa revolución introducida en
nuestros conceptos en la historia antigua del hombre, por cincuenta años de
trabajos obstinados y arduos, casi secretos si se tiene en cuenta la tendencia
al retraimiento y al poco amor al ruido que manifiestan sus sabios autores; por
cincuenta años de descubrimientos, menos espectaculares, sin duda, que los de
las tumbas reales de Egipto, pero de un contenido con toda seguridad más rico para la comprensión de nuestro pasado.
Gracias al cúmulo
de información que estos sabios exploradores del tiempo han podido constituir
durante medio siglo, con el rigorismo de un juez de instrucción, se ha
efectuado la prueba pericial requerida, y el asunto puede quedar desde ahora
sometido al juicio de nuestros lectores: La Historia empieza en Sumer.
Es decir, que se trata de la primera civilización del mundo, y no de una simple "cultura" como tantas hay escalonadas a lo largo de nuestra inmensa prehistoria, sino el resultado de todas estas "culturas"; en progreso, su fruto más perfecto, la civilización, plena y auténtica, con la riqueza de vida, la perfección y la complejidad que implica: la organización social y política; el establecimiento de ciudades y de Estados; la creación de instituciones, de obligaciones y de derechos; la producción organizada de alimentos, de vestidos y de herramientas; la ordenación del comercio y de la circulación de los bienes de intercambio; la aparición de formas superiores y monumentales del arte; los comienzos del espíritu científico; finalmente, y en lugar principal, el invento prodigioso, y del que no se puede medir toda la importancia, de un sistema de escritura que permitía fijar y propagar el saber. Pues bien, todo esto fue creado e instaurado por los sumerios. Este enriquecimiento y esta organización admirables de la vida humana no aparecieron sino en el cuarto milenio antes de nuestra era y precisamente en el pais de Sumer, en la región de la Baja Mesopotamia, al sur de la Bagdad moderna, entre el Tigris y el Eufrates. Las otras dos civilizaciones entre las más antiguas conocidas en la actualidad, o sea la egipcia y la la protoindia, del valle del Indo, parecen ser, por lo que se desprende de los últimos trabajos arqueológicos, posteriores en varios siglos a la civilización sumeria. Pero aún hay más: ha quedado demostrado que esta última ha representado respecto a las otras dos, en sus principios, el papel de excitador y de catalizador o incluso algo más. La civilización más antigua de la China, en la cuenca del río Amarillo, no se remonta más que a los principios del segundo o al extremo final del tercer milenio; las civilizaciones andina y mesoamericana no son anteriores a la mitad del primer milenio antes de nuestra era. Y todas las demás civilizaciones históricas conocidas dependen en más o en menos de aquéllas. Semejante descubrimiento es tanto más notable cuanto que es evidente que resulta de datos más modestos e insignificantes. En Sumer, a diferencia de Egipto, no habían quedado testimonios de su antiguo esplendor sobre la tierra, esos monumentos eternos como son las pirámides, para recordar a cada siglo la gloria de sus antiguos constructores; desde hacía cuatro mil años, el mundo se habíia olvidado hasta del nombre de Sumer y de los sumerios; e incluso los mismos personajes de la antiguedad clásica, los hebreos y los griegos, por ejemplo, si bien nos hablan a menudo de Egipto, no dicen ni una palabra de sus lejanos antepasados, los sumerios. Lo que de ellos se ha encontrado se ha tenido que ir a buscarlo a las entrañas de la tierra, por medio de profundas excavaciones. Y lo más corriente ha sido que el pico de los arqueólogos haya puesto al descubierto el modesto y frágil ladrillo, cocido o, aún más a menudo, crudo, en lugar de encontrarse con la piedra de las salas hipóstilas; no se han descubierto obeliscos gigantescos, enormes esfinges o estatuas imponentes y desmesuradas de faraones, sino modestas esculturas, rarísimas veces superiores al tamaño natural, por economía de un material duro que se había de hacer venir de lejos en ese pais de aluviones y de arcilla; como tampoco se han encontrado suntuosos anales, esculpidos o pintados en los muros de las tumbas y de los templos, con toda la finura y la gracia de los caracteres jeroglíficos, hechos ex-profeso para deleite de la vista, sino que han sido, por lo general, humildes tabletas de arcilla, más o menos deterioradas y fragmentadas, recubiertas de minúculos signos cuneiformes, rarísimos, erizados, entremezclados y ásperos. Sin embargo, estos textos de aspecto irrisorio, tan penosos de estudiar, tan difíciles de comprender y de descifrar, han sido excavados en cantidades ingentes, de varios cientos de millares, que abarcan todas las actividades, todos los aspectos de la vida de sus redactores: gobierno, administración de justicia, economía, relaciones personales, ciencias de todos los tipos, historia, literatura y religión. Estudiando y descifrando el contenido de los vestigios, utensilios, estatuas, imágenes, templos, palacios y ciudades, puestos bajo la luz del sol por los arqueólogos, una pléyade de eruditos ha conseguido, después de medio siglo de trabajos y esfuerzos oscuros y encarnizados, no solamente redescubrir y colocar en su sitio de honor el nombre de los sumerios, sino también redescubrir el secreto y el mecanismo complejo de su escritura y de su idioma y, por si ello fuera poco, reconstruir, trozo por trozo, su extraordinaria aventura olvidada. Si tanto en el tiempo como en el espacio (y principalmente en lo que se refiere a la prehistoria) subsisten inmensas lagunas que las nuevas investigaciones se esfuerzan en reducir, no obstante, ya nos es posible ahora, no solamente recorrer la historia entera de Sumer, sino situarla con exactitud en el contexto de la evolución del Próximo Oriente y ajustarla a los mundos y a los tiempos que la precedieron y la prepararon. Las primeras instalaciones humanas en Mesopotamia se remontan a unos cien mil años, mucho antes de que la parte baja del Valle de los dos Ríos hubiera surgido de entre la mescolanza de sus poderosas aguas; es, pues, en las laderas de las montañas del norte de Irak, principalmente en el pais kurdo (estaciones de Barda-Balka, Palegawra, Karim-Shahir, etc.), donde se han hallado los vestigios. Durante un primer periodo, inmensamente largo, que parece durar hasta el año 6000 antes de nuestra era, los hombres, en una especie de estancamiento interminable, vivían aislados, en familias o agrupaciones minúsculas, en cavernas o en pequeños campamentos transitorios, fabricando utensilios groseros de madera o hueso, o con las esquirlas de una piedra dura, y hallándose reducidos para su subsistencia a los azares de la caza y de las cosechas cotidianas. Es solamente hacia los años 5000 a 4500 (datos obtenidos por el análisis de la radiactividad del carbono encontrado en las excavaciones) cuando aparecen las primeras ciudades (estaciones y épocas de Jarmo, de Hassuna, de Halaf) y cuando se advierten los primeros progresos dignos de ser notados, a medida que la progresiva desecación de la región baja del Valle permite su ocupación, cada vez más extensa, en dirección al golfo Pérsico. El hombre va creando utensilios cada vez más perfeccionados y más complejos: empieza a cultivar el suelo, a domesticar los animales, a trabajar el primer metal: el cobre; se organiza en sociedades, construye sus primeros edificios públicos, sus primeros templos; y su sensibilidad artística se expresa y se traduce en una incomparable cerámica pintada, tan hermosa que no se sabe qué admirar más, si la elegancia de las formas, la imaginación, prodigiosamente rica, de la decoración, o la seguridad del trazo y del gusto de los artistas. Esta cultura en constante progreso alcanza su apogeo en la época llamada de El Obeid, hacia el final del quinto y comienzo del cuarto milenio. Parece como si entonces se extendiera, fundamentalmente idéntica no solamente por la Mesopotamia y sus aledaños, sino desde la Turquía moderna hasta el Beluchistán, en la extremidad oriental de la meseta irania, y hasta el valle del Indo. Hacia el año 8500 antes de nuestra era, y sobre este vastísimo fondo de cultura antigua, común a todo el Próximo Oriente, en el sur de la Mesopotamia, y en las orillas del golfo Pérsico, surgen, de golpe, según parece, los sumerios. ¿Quiénes eran los sumerios? ¿De dónde venían? ¿Cómo llegaron? No se ha podido responder todavía a estas preguntas: las pruebas arqueológicas e históricas son, a menudo, difíciles de establecer y además muy delicadas. La luz es, de momento, tan endeble sobre estas cuestiones, que ciertos especialistas han juzgado inútil plantear estos problemas y están dispuestos a considerar a los sumerios como los primeros y más antiguos habitantes del pais. Sin embargo, actualmente nos parece más probable que los sumerios hayan venido de otra parte (¿tal vez del Este?), como conquistadores o como masa de emigrantes y es muy posible que hubieran adoptado y asimilado rápidamente la cultura de sus predecesores con los que seguramente se integraron más o menos profundamente hasta transformarla totalmente a la medida de su propio genio. Esta época de la instalación de los sumerios en la Baja Mesopotamia ha sido llamada por los arqueólogos época de Uruk, cuya última parte, entre los años 3000 y 2700, ha recibido de los excavadores norteamericanos el nombre de protolítera. (La cronología antigua del Próximo Oriente no está fijada con certeza para antes de la segunda mitad del segundo milenio que precede a nuestra era: los números de los años que aquí se mencionan son, por lo tanto, números redondos, y quedan sometidos a las revisiones y precisiones posibles por efectos de nuevos hallazgos y análisis. En todo caso, desde hace una veintena de años, otros trabajos más atentos, fundados en importantes descubrimientos, han permitido reducir considerablemente el número elevado de años y siglos que los historiadores anteriores acordaban con liberalidad a las épocas antiguas. El lector, si consulta otras obras, hará bien en desconfiar, sobre este punto en particular, de las que se hubieran publicado antes del 1940, o de las que, publicadas después, no estuvieran al día. El margen actual de incertidumbre es, aproximadamente, de un centenar de años; dentro de estos límites, las cifras dadas por S. N. Kramer - véase el final del capítulo XXI - que yo reproduzco aquí, representan la cronología actualmente en vigor entre los especialistas). Los siete u ocho siglos de Uruk fueron los que vieron a los sumerios crear, instaurar y madurar, sobre el fondo de las culturas anteriores, esta primera civilización, por la que hoy en día se les reconoce todo el mérito. Hacia el final de esta época aparecen los primeros testimonios de la escritura que, con el tiempo, se convertiría en "cuneiforme", la primera escritura del mundo, inventada por los sumerios. Pero los textos son aún muy raros en esta época, y su carácter, difícilmente penetrable, no permite situar, de golpe, entre los tiempos históricos, el periodo protolítero de la evolución sumeria, sino que constituye más bien una a modo de protohistoria que se va reconstruyendo principalmente con la ayuda de los vestigios arqueológicos. La verdadera historia de Sumer empieza en la época siguiente, llamada protodinástica, entre los años 2700 y 2300, poco más o menos. Se verá en la presente obra (véase sobre todo el capítulo V, pero también los capítulos III, IV y VI) cómo los textos, ya más abundantes e inteligibles, nos permiten reconstruir ciertas porciones de ella. Es esta la época en que se desarrolla plenamente la civilización sumeria iniciada unos siglos antes. Sumer se encuentra distribuida en pequeños Estados urbanos, porciones, en realidad, de territorio rural, agrupados, cada uno de ellos, alrededor de una ciudad-capital. La ciudad, rodeada de murallas y fortificada, está centrada en el Palacio, residencia del monarca terrestre que la gobierna, y también en el Templo, morada del personaje divino cuya representación ostenta el rey. Templo y Palacio, construidos en obra de ladrillo con un sentido cada vez más perfecto de la arquitectura y del urbanismo, yacen al pie de la "atalaya" de las ciudades sumerias, el ziggurat, torre piramidal con pisos, que unía el mundo divino al de los hombres. Una administración civil y religiosa, cada vez más compleja, pulula por el barrio oficial de cada ciudad y responde a una organización y a una especialización cada vez más detalladas de la vida pública y de la privada. Alrededor del Palacio y del Templo, que también sirven de universidad y de cuartel, se agrupan las casas de los ciudadanos, las tiendas de los obreros, los almacenes, los depósitos, los graneros. Estos siglos están henchidos (véase especialmente el capítulo V) de las luchas y rivalidades de estas ciudades-Estado, que aspiran a la hegemonía, tan pronto conquistadoras como conquistadas. Al final de este periodo, el pais de Sumer por entero, agrupado alrededor del venerable centro religioso de Uruk, acaba por hallarse sujeto al poder de un monarca único, Lugalzaggisi, exgobernador de la ciudad de Umma. Estas tendencias imperialistas llegaron aún más lejos. Pero no fueron los sumerios los que pudieron establecer el primer imperio mesopotámico, sino que fueron los semitas. Estos últimos, antiguos beduinos nómadas del desierto sirio-arábigo, se habían ido infiltrando, desde hacía mucho tiempo, por bandas más o menos fuertes, entre los sumerios y, sin duda, ya entre los predecesores de éstos, en el bajo Valle de los dos Ríos, y sobre todo al norte de este valle, en el pais de Accad. Hacia el año 2300, uno de ellos, el Carlomagno de Mesopotamia, Sargón de Accad, o Sargón el Viejo, reunió bajo su cetro no solamente la Mesopotamia entera, Sumer inclusive, sino hasta el Elam, al este, y una parte de Siria y del Asia Menor al oeste. De este modo se inició un nuevo periodo de la historia sumeria, el periodo llamado de Accad o de Agad, o, sencillamente, periodo accadio, que durará más de dos siglos; dos siglos de sueño político para los sumerios suplantados. Pero éstos despertaron por fin, cuando una enorme avalancha de gutis, montañeses semibárbaros del Kurdistán, sumergió al imperio y la dinastía de Sargón. Un siglo después de la invasión de los gutis, o sea, poco antes del año 2000, amaneció una nueva época para los sumerios, la última y, seguramente, la más brillante de su historia. Es la época llamada de Ur III o de la tercera dinastía de Ur, o, también, la época neosumeria, en el transcurso de la cual su civilización conoció un extraordinario renacimiento. Entonces la civilización sumeria se extiende alrededor de los límites propios del pais mucho más que lo que se extendiera en el pasado, al este, hasta Elam y Persia; al oeste hasta Capadocia y Siria; al norte hasta Armenia, de tal modo que la sumeria llega a ser la cultura común de todo el Próximo Oriente. Como signo de esta preponderancia intelectual, se manifiesta el Gran Siglo de las letras y las ciencias sumerias, el momento en que poetas, escritores y eruditos de todas clases empiezan a componer, a escribir y a difundir, a menudo partiendo de tradiciones orales muy antiguas, sus mitos, sus himnos, sus ensayos, sus tratados, que ya iremos conociendo en el curso de la presente obra. Pero otras bandas semíticas, venidas del inagotable desierto sirio-arábigo, los ameritas o amorreos, se infiltran poco a poco también entre los sumerios de Ur III. Poco después de los comienzos del segundo milenio ponen fin a la dinastía. De momento sólo quedan los reinos meridionales, fuertemente semitizados, por otra parte, de Isin y de Larsa; pero, finalmente, ellos también, conquistados y absorbidos, terminan por caer bajo la ley del amorreo Hammurabi, hacia el año 1750 a. de Jesucristo, creador del imperio semítico de Babilonia. Aquí termina la historia de los sumerios; desde entonces, anegados por la preponderancia semítica, ya no se hablará más de ellos, y, si los mesopotamios, sus herederos, pronuncian todavía su nombre durante siglos, también ellos acabarán por olvidarlo, y más rápidamente aún el resto del mundo... Pero, si su existencia política y aun étnica ha tocado a su fin, los sumerios no han dejado de sobrevivir por lo mejor que queda de ellos; los babilonios y más tarde los asirios (y hasta en gran parte los hititas de Anatolia) y los hebreos no han hecho más que recoger y continuar la civilización sumeria. De los sumerios, esos semitas nómadas de la Mesopotamia, habían aprendido casi todo lo que se refería a la vida civilizada: formas y contenido material de la religión, instituciones políticas y sociales, organización administrativa, derecho, técnicas de la industria y del arte, ciencias, arte de pensar, y hasta escritura, la escritura cuneiforme, que ellos no hicieron sino adaptar a su propia lengua. Uno de los signos más reveladores de la permanencia espiritual de los sumerios durante toda la historia de Babilonia y de Asiria es éste: hasta el final, o sea, hasta un siglo antes de la era cristiana, los semitas mesopotamios conservaron el sumerio como lengua litúrgica y científica, igual que hacían nuestros reinos de la Edad Media, que usaban el latín. Esta civilización sumeria, la primera y más antigua del mundo, desarrollada en el curso de una larga historia y transmitida a los babilonios y a los asirios y, por intermedio de ellos, al mundo helenístico, precursor inmediato del nuestro, la han podido reconstruir los asiriólogos y sumerólogos, a menudo hasta en sus detalles más concretos y más inesperados. Ya se verá en el transcurso de la presente obra, la cual, bajo su forma original y directa, constituye el mejor exponente actual de la cuestión, el más accesible, el más nuevo y el más seguro. Hay que hacer hincapie en el hecho de que este libro no haya sido escrito, como sucede demasiado a menudo con síntesis de este género, por un ensayista cualquiera, por un periodista, por un autor que, aun siendo culto y hasta erudito, hubiera trabajado de segunda mano con un material leído y descifrado por otros. S. N. Kramer es uno de los sumerólogos más competentes y más célebres del mundo. Gracias a un largo trabajo de estudio, implacable y oscuro, sobre el que el mismo autor se explica al principio del libro, ha conseguido ser el mejor conocedor contemporáneo y el mejor informado de los textos literarios sumerios, de esta literatura sumeria que más que nadie él ha contribuido a resucitar, a reconstruir y a dar a conocer. Para el lector no especializado resulta un acontecimiento, como una especie de privilegio, esto de poder verse desembarazado de una sola vez de todos los cristales filtrantes y deformantes de los "vulgarizadores", y encontrarse mano a mano con un sabio auténtico. Estos hombres retirados, a menudo aislados dentro de sus investigaciones y sus técnicas, no abandonan de buen grado la jerigonza algebraica que emplean al hablar entre ellos, para ponerse a relatar sencillamente sus descubrimientos, igual que un viejo viajero que refiriera su vuelta al mundo ante unos niños extasiados. Pero, cuando consienten en explicar lo que han observado en el extremo de sus extraños telescopios, nada puede igualar la riqueza de sus enseñanzas ni la fuerza de sus síntesis. Incluso otros sabios, otros especialistas como ellos mismos, encuentran allí también rico nutriente para su instrucción. Este es el caso de la obra que vamos a leer; todo el mundo la comprenderá y la leerá apasionadamente, y, no obstante, resulta una verdadera golosina incluso para nosotros, los asiriólogos. Era necesario un maestro así para semejante tema. Para todo aquel que se interese por su pasado, para todo aquel que busque el origen de las cosas, de las instituciones y de las ideas; para aquel que quiera averiguar esa explicación genética que sólo puede dar la Historia; para aquel que no considere la civilización y sus riquezas como un encadenamiento de milagros, sino como un continuum, como una especie de río, cuyas fuentes una vez exploradas permiten una mejor percepción de la naturaleza, no hay actualmente ningún descubrimiento tan grande como el de los sumerios, no hay tema más digno de atención y de estudio que su civilización. Y es que, verdaderamente, la Historia empieza en Sumeria. No solamente la historia de los mayores progresos materiales e intelectuales del Hombre, sino, más concretamente aún, de su civilización, que es su síntesis orgánica, y, para ser más precisos, de esta civilización occidental que nos han transmitido los griegos y los cristianos y que se ha extendido por toda la tierra. Maestros del pensamiento del mundo del Próximo Oriente antiguo, los sumerios elaboraron, bajo una forma imaginativa, mitológica y todavía irracional, toda una metafísica del universo (véase especialmente el importantíimo capítulo XII de esta obra), y esa ideología formó e impregnóel pensamiento de los Clásicos, nuestros padres. S. N. Kramer insiste varias veces, con mucha lucidez (véanse principalmente los capítulos XIV y siguientes), en la dependencia, indirecta pero profunda, de los autores de la Biblia en relación a la metafísica, ya que no a la religión, de los sumerios. Esta sola evidencia ya decuplica el interés que pudiéramos tener por esos grandes iniciadores. El lector que esté un poco al corriente de la historia del pensamiento griego también quedará asombrado al leer este libro por los puntos de contacto fundamentales que lo relacionan con el pensamiento sumerio, transmitido por Babilonia y Anatolia. Todo el trabajo, la originalidad y la gloria externa de los primeros filósofos griegos ha consistido en deducir y extraer las ideas subyacentes a imágenes y mitos que se remontan, en definitiva, a los sumerios. Pero si los griegos llegan a exaltar el pensamiento y la reflexión hasta la razón pura, la dirección de este pensamiento y de sus investigaciones permanece dentro de la trayectoria esbozada por los sumerios. Igual que los griegos, los sumerios se interesaron, ante todo, por el destino de las cosas, y no vieron la necesidad de suponer en ellas un Origen absoluto; igual que los griegos, los sumerios consideraron el universo organizado como el resultado de la diferenciación infinita de una inmensa Primera Materia, al principio caótica; igual que los griegos, los sumerios englobaron dentro de este Universo todo lo que existe, hasta los dioses, cuyo único papel seria el de organizadores y gobernadores... Es verdad que, a pesar de aceptar la dialéctica racional de los griegos, el judeo-cristiano propuso, y a menudo impuso, otra visión de conjunto, ignorada por los sumerios y por sus discípulos helenos: por encima y aparte del universo material, ha colocado una Esfera sublime, inaccesible y eterna, donde todo el potencial divino se halla concentrado en una Personalidad ínica, pero infinita y directamente incognoscible e indefinible; sería un acto creador de este Ser absoluto el que habría dado, a partir de la nada, y no de una Primera Materia, el origen y la existencia de nuestro universo perceptible... Pero esta metafísica judeo-cristiana, en sus mismas innovaciones y alteraciones, depende de la ideología bíblica, y puede, por consiguiente, relacionarse aun, por otros sesgos, con los pensadores sumerios. ¿Quién podrá decir, por ejemplo, la incalculable importancia que ha podido tener, en esta búsqueda judeo-cristiana de la Omnipotencia y del Absoluto de lo divino, la espiritualización de la acción divina imaginada por los sumerios, cuando llegaron a la idea (conservada y reforzada aun en la Biblia) de la palabra eficaz? Estas breves sugerencias (dentro del terreno del pensamiento filosófico y
religioso!) pueden dar idea de las riquezas que guarda el estudio de la
civilización y del pensamiento sumerios. Actualmente y todavía durante muchos
años no encontraremos en todo el terreno de la Historia, de la Filología y de
la Arqueología, un campo más vasto y más fecundo abierto a nuestras
investigaciones, porque en él tenemos todavía mucho que descubrir. Que la
primera síntesis para el público en general; la primera síntesis de un mundo
tan insospechado y tan henchido de promesas y de realidades, haya sido
elaborada por uno de sus mejores exploradores
constituye una ventaja inapreciable, de la que el lector de la presente obra
nunca podrá felicitarse lo suficiente.
Jean Bottero
Al maestro del
método
sumerológico; a mi maestro y colega
armo poebeL
Escritura Cuneiforme SUmeriA
INTRODUCCIÓN
El sumerólogo
es uno de los especialistas más restringidos dentro de los ámbitos académicos
más altamente especializados; es casi un ejemplo perfecto del hombre que «más
sabe sobre menos cosas». El sumerólogo reduce su mundo a la pequeña parte
conocida con el nombre de «Oriente Medio», y limita su historia a lo que
ocurrió allí antes de los días de Alejandro Magno. El sumerólogo confina sus
investigaciones a los documentos escritos descubiertos en Mesopotamia,
principalmente en forma de tabletas de arcilla inscritas con caracteres
cuneiformes, y restringe sus publicaciones a los textos escritos en lengua
sumeria. El sumerólogo escribe artículos y monografías, y los publica con
títulos tan interesantes como éstos: «Los prefijos be y bi en la época de
los primitivos príncipes de Lagash», «Lamento sobre la destrucción de Ur»,
«Gilgamesh y Agga de Kish», «Enmerkar y el señor de Aratta». Al cabo de veinte
o treinta años de estas y otras investigaciones tan resonantes como las
referidas, alcanza Su premio: ya es sumerólogo. Al menos, así fue como me
sucedió a mí.
Y, sin embargo, por increíble que parezca, este historiador de minuciosas nimiedades, este
Toynbee al revés, tiene en reserva, como un triunfo que va a sacarse de la
manga, un precioso mensaje para el público. En mucho mayor grado que la mayoría
de los otros sabios y especialistas, el sumerólogo se halla en condiciones de
satisfacer esa curiosidad universal que tiene el hombre respecto a sus orígenes
y a los primeros artesanos de la civilización.
¿Cuáles
fueron, por ejemplo, las primeras ideas morales y los primeros conceptos
religiosos que el hombre haya fijado por medio de la escritura? ¿Cuáles fueron
sus primeros razonamientos políticos, sociales, incluso filosóficos? ¿Cómo se
presentaron las primeras crónicas, los primeros mitos, las primeras epopeyas y
los primeros himnos? ¿Cómo fueron formulados los primeros contratos jurídicos?
¿Quién fue el primer reformador social? ¿Cuándo tuvo lugar la primera reducción
de impuestos? ¿Quién fue el primer legislador? ¿Cuándo tuvieron lugar las sesiones
del primer parlamento bicameral y con qué objeto? ¿A qué se parecían las
primeras escuelas? ¿A quién y por parte de quién se daba la enseñanza? ¿Qué
programa había en las escuelas?
Todas estas «creaciones»
y otras muchas más que iluminan los albores de la Historia hacen la delicia del
sumerólogo, quien, incidentalmente, puede responder correctamente a muchísimas
preguntas relativas a los orígenes de la civilización. No se trata, desde
luego, de que el sumerólogo sea un genio, de que esté dotado de segunda visión,
ni de que sea una persona excepcionalmente sutil o erudita. Casi diríamos que
todo lo contrario; el sumerólogo es un hombre de capacidad limitada, al que
generalmente se
coloca en los últimos peldaños, los más bajos, de la escalera
del saber, entre los sabios más humildes. La gloria que acompaña esas múltiples
«creaciones» realizadas en el orden cultural no pertenece al sumerólogo sino a los sumerios, a esas
gentes tan bien dotadas y prácticas que, hasta que no se tengan otras
informaciones, hemos de considerar como los primeros en constituir y elaborar
un sistema de escritura cómoda.
Es curioso comprobar que sólo hace cien años se ignoraba todo de esos lejanos sumerios,
hasta su misma existencia. Los arqueólogos y eruditos que, hace poco menos de
un siglo, emprendieron una serie de excavaciones en esa parte del Mediano
Oriente llamada Mesopotamia no buscaban allí los vestigios de los sumerios,
sino los de los asirios y babilonios. Por fuentes de procedencia griega o
hebraica disponían de un considerable cúmulo de información sobre los asirios y
los babilonios y sus respectivas civilizaciones, pero, en cuanto a los sumerios
y a Sumer, ni sospechaban su existencia siquiera. Entre toda la documentación
accesible a los eruditos de la época no había ni un sólo indicio identificable
de aquel país ni de aquellas gentes. El mismo nombre de Sumer se había borrado
de la memoria de los hombres desde hacía más de dos milenios.
Actualmente, por el contrario, los
sumerios se cuentan entre los pueblos mejor conocidos del Próximo Oriente Antiguo. Conocemos cuál era su aspecto físico
gracias a sus propias estatuas y a sus propias estelas, diseminadas por los
museos más importantes de Francia, de Inglaterra, de Alemania, de los Estados
Unidos y de otros países. Además se encuentra en esos museos una abundante y
excelente documentación sobre su cultura material; se pueden ver allí las
columnas y los ladrillos con los que edificaban sus templos y sus palacios; se
ven allí sus utensilios y sus armas, su cerámica y sus jarras, sus arpas y sus
liras, sus alhajas y sus adornos. Todavía hay más: en las colecciones de estos
mismos museos se hallan reunidas las tabletas sumerias, descubiertas en
cantidades fabulosas, por decenas de millares, y en estas tabletas se hallan consignadas
las transacciones comerciales de los sumerios y sus actos jurídicos y
administrativos, lo cual proporciona una información abundantísima sobre su
estructura social y su organización urbana. Incluso (y a pesar de que en este
terreno la arqueología, ciencia cuyos objetos son mudos e inmóviles, no suele
dar ninguna información provechosa) podemos penetrar, hasta cierto punto, en
sus corazones y en sus almas, porque, en efecto, disponemos de un gran número
de tabletas donde se hallan transcritas ciertas obras literarias que nos
revelan su religión, su moral y su «filosofía». Todas estas informaciones las
debemos al genio de este pueblo, que (cosa rara en la historia del mundo) no
sólo inventó (lo cual es, al menos, muy probable), sino que supo perfeccionar
todo un sistema de escritura, hasta el punto de hacer de él un instrumento de
comunicación vivo y eficaz.
Probablemente fue hacia el final del
cuarto milenio antes de J. C. (hará de esto unos
cinco mil años) que los sumerios, apremiados por las necesidades de su economía
y de su organización administrativa, imaginaron el procedimiento de escribir
sobre arcilla. Sus primeras tentativas, aún someras, no fueron más allá del
diseño esquemático de los objetos, o sea, eso que nosotros denominamos
«pictografía». Este procedimiento no podía utilizarse más que para registrar las piezas administrativas más elementales;
pero, en el transcurso de los siglos siguientes, los escribas y los letrados
sumerios modificaron y perfeccionaron poco a poco la técnica de su escritura,
hasta tal punto que ésta perdió su carácter de pictografía y de «jeroglífico»
para transformarse en un sistema perfectamente capaz de traducir no ya
únicamente las imágenes, sino los sonidos de la lengua. Desde
la segunda mitad del tercer milenio a. de J. C. el manejo de la escritura en
Sumer ya era lo bastante flexible para poder expresar sin dificultades sus
obras históricas y literarias más complejas. Es casi seguro que hacia el final
de este tercer milenio los hombres de letras sumerios transcribieron
efectivamente, en tablillas, prismas y cilindros de arcilla, un gran número de
sus creaciones literarias que hasta entonces no se habían divulgado más que por
tradición oral. Sin embargo (y la culpa está en los azares de los
descubrimientos arqueológicos), sólo un pequeño número de documentos literarios
de esta época primitiva ha podido ser desenterrado hasta la fecha, mientras
que, correspondientes a la misma época, se han hallado centenares de
inscripciones y decenas de millares de tabletas «económicas» y administrativas.
Fue
solamente a partir de la primera mitad del segundo milenio antes de J. C.
cuando se descubrió un conjunto de varios millares de tabletas y
fragmentos, inscritas con obras literarias. La mayor parte fue excavada entre
1889 y 1900, en Nippur, estación arqueológica unos doscientos kilómetros al sur
de la Bagdad moderna. Las «tabletas de Nippur» están actualmente depositadas,
en su mayor parte, en el Museo de la Universidad de Filadelfia y en el Museo de
Antigüedades Orientales, de Estambul. La mayor parte de las otras tablillas y
otros fragmentos han sido adquiridos por intermedio de traficantes y de
excavadores clandestinos más que por medio de excavaciones regulares, y
actualmente se encuentran casi todos en las colecciones del Museo Británico, en
el Louvre, en el Museo de Berlín y en el de la Universidad de Yale. Estos
documentos tienen una categoría y una importancia muy variable, ya que entre
ellos se cuentan desde las grandes tablillas de doce columnas, cubiertas por
centenares de líneas de texto en escritura apretada, hasta los fragmentos
minúsculos que no contienen más allá de algunas líneas interrumpidas o
maltrechas.
Las obras literarias transcritas en estas
tabletas y en estos fragmentos pasan de un centenar. Su extensión varía desde menos de cincuenta líneas en ciertos «himnos» a
casi un millar en ciertos «mitos». En Sumer, un buen millar de años antes de
que los hebreos escribiesen su Biblia y los griegos su Ilíada y su Odisea, nos
encontramos ya con una literatura floreciente, que contiene mitos y epopeyas,
himnos y lamentaciones, y numerosas colecciones de proverbios, fábulas y
ensayos. No es ninguna exageración decir que la recuperación y la restauración
de esta antiquísima literatura, caída en el olvido, se nos revelará como una de
las contribuciones mayores de nuestro siglo al conocimiento del hombre.
Sin embargo, la realización de esta tarea no es cosa fácil, ya que exige y seguirá exigiendo durante largos años los
esfuerzos conjugados de numerosos sumerólogos, sobre todo si se tiene en cuenta
que la mayor parte de las tabletas de arcilla cocida o secada al sol están
rotas, melladas o desgastadas, de modo que en cada fragmento sólo ha subsistido una exigua parte de su contenido original. Este
inconveniente queda, sin embargo, compensado por el hecho de que los antiguos
«profesores» sumerios y sus discípulos ejecutaron numerosas copias de cada una
de las obras. Así, pues, las tabletas con lagunas o con desperfectos pueden
restaurarse a menudo a partir de otros ejemplares, los cuales, por su parte,
también pueden hallarse en estado incompleto. Pero para poder manejar
cómodamente estos «duplicados» complementarios y poder sacar de ellos todo el
provecho, es indispensable volver a copiar sobre papel todos los signos marcados
en el documento original, cosa que obliga a transcribir a mano centenares y más
centenares de tabletas y de fragmentos recubiertos de caracteres minúsculos,
trabajo cansado y fastidioso que devora un tiempo considerable.
Tenemos, no obstante, el caso más sencillo, es decir, el caso raro de veras en que no existe este obstáculo por haber quedado anteriormente restaurado el texto completo de la obra sumeria de manera satisfactoria. Entonces no queda más que traducir el antiguo documento para percatarse de su significado esencial. Ahora bien; esto es mucho más fácil de decir que de hacer. No hay duda de que la gramática sumeria, gramática de una lengua muerta desde hace tanto tiempo, es actualmente bastante bien conocida, gracias a los estudios que, desde hace medio siglo, le han consagrado los eruditos. Pero el vocabulario plantea otros problemas, tan intrincados a veces que el desdichado sumerólogo, después de arduos trabajos, hipótesis y pesquisas, se encuentra de nuevo en el punto de partida, sin haber sacado nada en claro. En efecto, muy a menudo sucede que no llega a adivinar el significado de una palabra sino cotejándolo con el sentido del contexto, el cual, a su vez, puede depender de la palabra en cuestión, lo que crea, en definitiva, una situación algo deprimente. Sin embargo, a pesar de las dificultades del texto y de las perplejidades del léxico, han aparecido durante estos últimos años un buen número de traducciones dignas de todo crédito. Basándose en los trabajos de diversos eruditos, vivos o muertos, estas traducciones ilustran brillantemente el carácter acumulativo e internacional de la erudición eficaz. En realidad, lo que ha ocurrido es que, durante las décadas consecutivas al descubrimiento de las tabletas sumerias literarias de Nippur, más de un erudito, dándose cuenta del valor e importancia de su contenido para el conocimiento del Oriente, y del hombre en general, ha examinado y copiado buen número de ellas. Aquí podríamos citar a George Barton, Léon Legrain, Henry Lutz y David Myhrman. Hugo Radau, que fue el primero en consagrar casi todo su tiempo y sus energías a los documentos sumerios de carácter literario, preparó con sumo cuidado copias fieles de más de cuarenta piezas pertenecientes al Museo de la Universidad de Filadelfia. Aunque fue empresa prematura, Radau trabajó con grandes ánimos en la traducción e interpretación de algunos textos e hizo algunos progresos en este sentido. El
conocido orientalista angloamericano Stephen Langdon reanudó, hasta cierto
punto, la obra de Radau, a partir del momento en que éste la había
interrumpido. A tal efecto, Langdon copió cerca de un centenar de piezas de las
colecciones de Nippur, en el Museo de Antigüedades Orientales, de Estambul, y en el
de la Universidad de Pensilvania. Langdon tenía
cierta tendencia a copiar con demasiada rapidez, y en sus trabajos se han
deslizado, por este motivo, bastantes errores. Además, sus intentos de
traducción y de interpretación no han podido resistir la prueba del tiempo. En
cambio, a él se debe la restitución, bajo una u otra forma, de cierto número de
textos sumerios de carácter literario de verdadera importancia, los cuales, sin
su acertada intervención, hubieran podido quedar amontonados e ignotos en los
armarios y vitrinas de los museos. Por su celo y su entusiasmo, Langdon ha
contribuido a que sus colegas asiriólogos pudiesen evaluar la importancia del
contenido de estos textos. En la misma
época, los museos europeos editaban, y poco a poco ponían a disposición de todos
los especialistas, las tabletas sumerias de índole literaria contenidas en sus
colecciones. Desde 1902, cuando la sumerología estaba todavía en pañales, el
historiador y asiriólogo británico L. W. King publicó dieciséis tabletas del
Museo Británico, perfectamente conservadas. Diez años más tarde, Heinrich
Zimmern, de Leipzig, imprimía cerca de doscientas copias de piezas del Museo de
Berlín, En 1921, Cyril Gadd, en aquel entonces conservador del Museo Británico,
publicaba, a su vez, la «autografía» (como la llamamos entre especialistas) de
diez piezas excepcionales, mientras que el llorado Henri de Genouillac, gran
sabio francés, ponía a disposición, de todos, en el año 1930, noventa y
ocho «autografías» de tabletas, en muy
buen estado de conservación, que el Louvre había adquirido.
Uno
de los que más han contribuido a esclarecer la literatura
sumeria en particular y los estudios sumerológicos en general es Arno Poebel.
Este verdadero sabio dio a la sumerología sus bases científicas para la
publicación, en 1923, de una gramática sumeria detallada. Entre las soberbias
copias de más de 150 tabletas y fragmentos de que consta su obra monumental
Historical and Grammatical Texis, una
cuarentena de piezas, procedentes como las otras de la colección de Nippur del
Museo de la Universidad de Filadelfia, contienen pasajes de obras
literarias. Pero, en realidad, es el
nombre de Edward Chiera, catedrático durante muchos años de la Universidad de
Pensilvania, el que domina el campo de investigación de la literatura sumeria. En mayor grado que ninguno de sus predecesores,
Edward Chiera poseía clarísimas nociones sobre la amplitud y el carácter de las
obras literarias sumerias. Consciente de la necesidad fundamental de copiar y
publicar los documentos esenciales de Nippur que se hallaban en Filadelfia y en
Estambul, Edward Chiera partió para esta última ciudad en 1924 y copió allí
unas cincuenta piezas. Buena parte de ellas eran grandes tablillas bien
conservadas, y su contenido dio a los eruditos una perspectiva novísima de la
literatura sumeria. En el transcurso de los años siguientes, Chiera copió más
de otras doscientas tablillas o fragmentos de la misma colección en el Museo de
la Universidad de Pensilvania, y, en consecuencia, puso a disposición de sus
colegas mayor cantidad de textos literarios él solo que todos sus predecesores
reunidos. Gracias, en gran parte, a su trabajo de desbrozamiento, pacientísimo
y clarividente, se ha podido empezar a percibir la verdadera naturaleza de las
bellas letras sumerias.
La afición
que yo mismo tengo a este tipo estudios tan particulares me proviene
directamente de los trabajos de Edward Chiera, aunque, por otra parte, yo debo
mi formación como sumerólogo a Arno Poebel, con quien tuve el privilegio de
trabajar en estrecha colaboración hacia 1930 y años siguientes. Cuando Chiera
fue llamado por el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago para que
dirigiera la publicación del gran Diccionario Asirio, se llevó consigo las
copias de las tabletas literarias de Nippur, que el mismo Instituto Oriental se
encargó de publicar en dos tomos. A la muerte de Chiera, sobrevenida en 1933,
el departamento de publicaciones del mismo Instituto me encargó la preparación
de estos dos tomos, en vistas a publicar una edición póstuma bajo el nombre de
Chiera. Fue precisamente durante este trabajo que me percaté de la importancia
tanto de los documentos literarios como de los esfuerzos que aún tendría que
desplegar yo para traducirlos e interpretarlos satisfactoriamente. No se habría
logrado nada definitivo mientras una cantidad aún más importante de las
tabletas y fragmentos de Nippur, todavía por copiar, no se hubiera puesto a
disposición de los especialistas.
En el transcurso de las dos décadas siguientes he consagrado la mayor parte de mis esfuerzos
científicos a «autografiar», a juntar cuando eran incompletas, a traducir y a
interpretar las obras literarias sumerias. En 1937 partí para Estambul,
provisto de una bolsa de estudios del fondo Guggenheim, y, con la cooperación
total del Departamento Turco de Antigüedades y del personal competente de su
museo, copié más de 170 tabletas y fragmentos de la colección de Nippur.
Actualmente estas copias se han publicado con una introducción detallada en
turco y en inglés. Pasé la mayor parte de los años siguientes en el Museo de la
Universidad de Filadelfia. Allí, gracias a los múltiples y generosos donativos
de la American Phihsophical Society, estudié
y catalogué centenares de documentos literarios sumerios, aún inéditos, e
identifiqué el contenido de la mayoría de ellos, de modo que pudieran ser atribuidos
a tal o cual de las abundantes obras sumerias, y copié buen número de los
mismos. En 1946 emprendí un nuevo viaje a Estambul para poder copiar allí un
centenar de nuevas piezas que representaban, en su casi totalidad, fragmentos
de mitos y de «cuentos épicos», textos todos ellos cuya publicación es
inminente. Pero quedaban todavía en el Museo de Estambul, como yo muy bien
sabía, centenares de piezas no copiadas y, por consiguiente, inutilizables. A
fin de poder proseguir en esta tarea, me concedieron una bolsa de estudios en
Turquía, y en el transcurso de este curso universitario 1951-1952, emprendí
junto con las señoras Hatice Kizilyay y Muazzez Cig (archiveras de las
tablillas cuneiformes en el Museo de Estambul) la copia de cerca de 300 tabletas
y fragmentos nuevos.
En el transcurso de estos últimos años se ha descubierto un nuevo conjunto de obras
literarias sumerias. En 1948, el Instituto Oriental, de la Universidad de
Chicago, y el Museo de la Universidad de Filadelfia aunaron sus recursos económicos
y enviaron una delegación a reanudar las excavaciones de Nippur, después de 50
años de interrupción. Como ya podía preverse, esta nueva expedición ha
desenterrado centenares de nuevos fragmentos y de nuevas tabletas, los cuales
son, actualmente, cuidadosamente estudiados por Thorkild Jacobsen, del Instituto
Oriental, uno de los asiriólogos más eminentes del
mundo, y por el autor de estas líneas. Parece ser que los materiales nuevamente
descubiertos llenarán numerosas lagunas existentes en las bellas letras
sumerias. Tenemos buenas razones para esperar que en la próxima década quedarán
descifradas buen número de obras literarias, las cuales nos revelarán aún más creaciones entre los fastos de la
Historia del hombre.
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