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LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER
VII REFORMAS SOCIALES LA PRIMERA REDUCCION DE IMPUESTOS
Afortunadamente para nosotros, los viejos «historiadores» de Sumer no se contentaron con evocar guerras y
batallas, sino que también trataron de acontecimientos importantes de índole
económica y social. Así, pues, nos encontramos con que el texto de una
inscripción describe las reformas dirigidas contra los abusos de «antes»
cometidos por una burocracia odiosa e invasora. El documento procede del
Palacio y fue redactado por uno de los archiveros del rey Urukagina, personaje
nuevo que fue llevado al poder por el pueblo después de haber derribado la
antigua dinastía de Ur-Nanshe.
Pero, para mejor poder apreciar el
contenido de nuestro texto, es indispensable tener al menos una idea somera del
ambiente político y social en el que se desarrollaron los
acontecimientos expuestos.
El Estado urbano de Lagash, en el tercer
milenio antes de J. C., comprendía, además de la
«capital», un pequeño grupo de pueblos prósperos, agrupados cada uno de ellos
alrededor de un templo. Igual que las otras ciudades sumerias, Lagash tenía por
soberano al rey que gobernaba el conjunto del país de Sumer, pero, en realidad,
estaba gobernada por el ishakku, al que se consideraba representante temporal
del dios tutelar al que la tradición religiosa atribuía la fundación del pueblo
en cuestión. Las condiciones precisas según las cuales los primeros ishakkus
llegaron al poder son todavía inciertas para nosotros; es muy posible que los
ishakkus hubieran sido elegidos por los hombres libres de la ciudad, siguiendo,
tal vez, el consejo de los administradores del Templo, los sangas, cuyo papel
político parece determinante. Sea como fuere, lo cierto es que el cargo pronto
se hizo hereditario. Entonces, los ishakkus, vueltos poderosos, tendieron, por
ambición, a aumentar su poderío y sus riquezas a expensas del Templo, cosa que
provocaba a menudo conflictos entre éste y el Palacio.
Los habitantes de Lagash eran, por regla
general, agricultores y ganaderos, barqueros y pescadores, mercaderes y
artesanos. La vida económica de la ciudad se
hallaba regida por un sistema mixto: en parte era «socialista» y dirigida, y en
parte era «capitalista» y libre. El suelo pertenecía, en teoría, al dios de la
ciudad, o sea, dicho en otras palabras, al Templo, que lo administraba en
interés de todos los ciudadanos. Pero, de hecho, si bien el personal del Templo
poseía una fracción importante de tierras que arrendaba a aparceros, también había gran parte de tierras que eran de propiedad particular.
Ni siquiera estaban los pobres desprovistos de tierras propias; y si no
tierras, siempre poseían alguna alquería, algún jardín, alguna casucha o alguna
cabeza de ganado. La conservación del sistema de irrigación, esencialísimo para
la vida de la población en aquel país desértico, tenía que estar necesariamente
asegurada en común; pero, bajo otros aspectos, la economía se hallaba
relativamente libre de restricciones. La riqueza y la pobreza, el éxito y el
fracaso dependían en gran parte del empuje y del esfuerzo individual. Los más
trabajadores de los artesanos vendían los productos de su fabricación en el
mercado libre del pueblo o de la ciudad. Había mercaderes ambulantes que, por
vía terrestre y marítima, mantenían un comercio floreciente con los estados
vecinos, y no cabe la menor duda que entre ellos había particulares, además de
los representantes del Templo. Los ciudadanos de Lagash tenían bien arraigado
el sentimiento de sus derechos y desconfiaban de toda acción gubernamental que
tendiese a atentar contra la libertad de sus negocios y de sus personas. Y era
esa libertad, juzgada por ellos como el primero y principal de sus bienes, lo
que los habitantes de Lagash habían perdido, según relata nuestro vetusto
documento, en los años anteriores al reinado de Urukagina.
De las circunstancias que habían conducido a ese estado de ilegalidad y de opresión, el
documento nada nos dice, pero nosotros podemos muy bien suponer que semejante
situación era imputable a las fuerzas económicas y políticas en las que se
apoyaba el régimen autoritario instaurado por Ur-Nanshe y sus sucesores.
Algunos de estos soberanos, que dieron prueba de desmesuradas ambiciones, tanto
para ellos como para el Estado, se habían lanzado a hacer guerras
«imperialistas» y conquistas sangrientas. Una y otra vez, sus bélicas empresas
se habían visto coronadas por éxitos considerables y, durante un breve período,
como ya hemos visto, uno de ellos había conseguido extender su dominio sobre el
conjunto de Sumer y hasta sobre varios países vecinos. Pero las primeras
victorias fueron, en definitiva, estériles. En menos de un siglo, Lagash volvió
a quedar reducida al espacio comprendido dentro de sus fronteras primitivas y a
su situación inicial. Cuando Urukagina accedió al poder, la ciudad se hallaba
tan maltrecha y debilitada que era como una fruta madura a punto de caer en las
manos de su implacable enemiga del norte, Umma.
En el transcurso de esas guerras crueles y
de sus desastrosas consecuencias, los ciudadanos de Lagash habían perdido su libertad. Los amos de la ciudad, con el objeto de
reclutar ejércitos y de suministrarles armas y pertrechos, habían creído
necesario usurpar los derechos de los individuos, aumentar los impuestos y
hasta apropiarse del patrimonio del Templo. Mientras el país había estado en
guerra no existió oposición; la guerra había hecho pasar todos los resortes del
mando a manos de la gente del Palacio. Pero, cuando se hizo la paz, los
palaciegos se mostraron muy poco dispuestos a abandonar los puestos y
prerrogativas que les proporcionaban tan grandes provechos. En realidad,
nuestros antiguos burócratas habían descubierto el medio de multiplicar los
tributos, las contribuciones, las tasas e impuestos en proporciones tales como para hacer
morir de envidia a sus colegas modernos.
¿Hemos
de admirar esta técnica inventada en Sumer hace 4.500 años? Veamos lo que dice
a este respecto el viejo «historiador» que nos informa:
El inspector de los barqueros requisaba
las barcas. El inspector del ganado requisaba las grandes reses y las pequeñas. El inspector de las pesquerías requisaba el producto de la
pesca. Cuando un ciudadano llevaba un carnero cubierto de lana al Palacio para
que se lo esquilaran, tenía que pagar 5 siclos si la lana era blanca. Si
un hombre se divorciaba, el ishakku percibía 5 siclos y su visir, uno. Si un
perfumista componía un ungüento, el ishakku percibía 5 siclos, el visir, uno y
el intendente del Palacio, otro. En cuanto al Templo y a sus bienes, el ishakku
se los había apropiado por las buenas. «Los bueyes de los dioses», nos cuenta
el narrador, «araban los cuadros de cebollas del ishakku; los cuadros de
cebollas y de pepinos del ishakku ocupaban las mejores tierras del dios». Los
dignatarios más venerables del Templo, entre ellos los sangas, se veían
confiscar gran número de sus jumentos y de sus bueyes y una gran cantidad de su
grano. La misma muerte estaba sujeta a tasas e impuestos. Cuando se llevaba un
difunto al cementerio, siempre se encontraba allí un enjambre de funcionarios y
otros parásitos, dispuestos a sonsacar a la enlutada familia todo lo que pudieran
de cebada, de pan, de cerveza y de muebles de toda clase. De uno a otro confín
del Estado, observa acerbamente nuestro cronista, «había recaudadores». Dadas
estas condiciones, nada tiene de extraño que el Palacio prosperase de un modo
opulento. Las tierras y los bienes que el Palacio se había apropiado formaban
una inmensa finca ininterrumpida. El texto a que nos referimos dice, palabra
por palabra: «Las casas del ishakku y los campos del ishakku, las casas del
harén del Palacio y los campos del harén del Palacio, las casas de la familia
del Palacio y los campos de la familia del Palacio, se apretujaban unos contra
otros.»
Tal era el lastimoso estado social y político en que se encontraba Lagash cuando, según relata nuestro
autor, apareció en escena un nuevo ishakku, llamado Urukagina. A él pertenece
el honor de haber restablecido la justicia y de haber devuelto la libertad a
los ciudadanos oprimidos. Urukagina revocó el inspector de barqueros. Destituyó
asimismo al inspector de pesquerías y al recaudador del impuesto que se tenía
que pagar para que se pudieran esquilar los carneros blancos. Cuando un hombre
se divorciaba, ni el ishakku ni su visir percibían ya dinero alguno. Cuando un
perfumista elaboraba un ungüento, ni el ishakku, ni el visir, ni el intendente
del Palacio, percibían ya nada. Cuando se conducía un cadáver al cementerio,
los dignatarios percibían una parte mucho menos importante que antes de los
bienes del difunto; en algunos casos, menos de la mitad.
Los bienes del templo fueron respetados. Y
de un extremo a otro del país, según asegura
nuestro «historiador», «ya no había recaudadores». Urukagina había «instaurado
la libertad» de los ciudadanos de Lagash.
Pero la destitución de los omnipresentes recaudadores y de los dignatarios parásitos
no fue la única hazaña de Urukagina, sino que éste puso fin a la explotación y
a los malos tratos de que eran objeto los pobres por parte de los ricos. Un
ejemplo nos explica el cambio sobrevenido: «La casa de un hombre humilde era
vecina de la casa de un hombre "importante", y el hombre
"importante" le decía: "Quiero comprártela." Si al hombre
"importante", que estaba a punto de comprar la casa, el hombre
humilde le decía: "Págame el precio que yo considero razonable", y si
el hombre "importante" no se la compraba, este hombre
"importante" no debía vengarse del hombre humilde.»
Urukagina limpió
igualmente la ciudad de usureros, de ladrones y de toda clase de criminales,
tal como lo demuestra el siguiente ejemplo: «Si el hijo de un hombre pobre se
agenciaba un estanque para la pesca, nadie le robaría su pesca ahora.» Ya no
había ningún dignatario que se atreviese a usurpar el jardín de la madre de un
hombre pobre, despojando los árboles y llevándose los frutos, como era
costumbre antes. Urukagina hizo un pacto con Ningirsu, el dios de Lagash,
especificando en él que no permitiría que las viudas ni los huérfanos fuesen
víctimas de los «hombres poderosos».
¿Fueron
ineficaces e inútiles esas reformas? ¿Fueron, tal vez, insuficientes? Lo cierto
es que no consiguieron llevar a Lagash a la victoria ni devolverle su antiguo
poderío. A Urukagina y sus reformas pronto se los llevó el viento. Igual que
ocurrió más tarde con otros reformadores, parece ser que Urukagina llegó «demasiado tarde» a la escena política, y con un
programa demasiado restringido. Su reinado duró menos de diez años; y de la
derrota que le infligiera Lugalzaggisi, el ambicioso rey de Umma, la gran
ciudad rival del Norte, Lagash no debía levantarse jamás.
Sin embargo, las reformas de Urukagina y
sus consecuencias sociales no dejaron de causar una profunda impresión en nuestros antiguos «historiadores». Se ha descubierto el
texto de documentos que las relatan en cuatro versiones, las cuales presentan
algunas variantes; se hallan inscritas en tres conos y en una placa oval de
arcilla. Todos estos documentos fueron descubiertos por unos arqueólogos
franceses en Tello-Lagash, en 1878, para ser luego copiados y traducidos por
primera vez por Frangois Thureau-Dangin. En la presente obra, la interpretación
de las reformas de Urukagina está basada en una traducción, todavía inédita,
del documento preparado por Amo Poebel.
VIII CODIGO DE LEYES EL PRIMER MOISES
Hasta 1947, el código
de leyes más antiguo que se hubiera descubierto era el de Hammurabi, el ilustre
rey semita cuyo reinado se inició en el año 1750 antes de J. C. Redactado en
caracteres cuneiformes y en lengua babilónica, este código contenía,
intercalado entre un prólogo glorioso y un epílogo cargado de maldiciones para
los violadores, un texto compuesto de cerca de 300 leyes. La estela de diorita
que lleva dicha inscripción se yergue actualmente, solemne e impresionante, en
el Louvre. Por el número de las leyes enunciadas, su precisión y el excelente
estado de conservación de la estela, el código de Hammurabi puede considerarse
como el documento jurídico más importante que se posee actualmente sobre la
civilización mesopotámica. Pero no es el más antiguo. Otro documento de este
tipo, promulgado por el rey Lipit-Ishtar, y que fue descubierto en 1947, le
gana en más de ciento cincuenta años de antigüedad.
Este código,
cuyo texto no fue descubierto en una estela, sino en una tablilla de arcilla
secada al sol, está escrito en caracteres cuneiformes y en idioma sumerio. La
tablilla había sido descubierta ya a principios de este siglo, pero, debido a
diversos motivos, no había sido identificada ni publicada. Fue gracias a
Francis Steele, conservador adjunto del Museo de la Universidad de Pensilvania,
que fue traducida en 1947-1948. Se compone de un prólogo, de un epílogo y de un
número indeterminable de leyes, de las cuales 37 están conservadas parcial o
totalmente.
Pero Lipit-Ishtar no pudo conservar mucho
tiempo su glorioso título de primer
legislador del mundo. En 1948, Taha Baqir, conservador del Museo de Iraq, en
Bagdad, y que se hallaba explorando la estación arqueológica, entonces todavía
muy oscura, de Tell-Harmal, descubrió dos tablillas que revelaron contener el
texto de un código, al parecer todavía más antiguo. Igual que el código de
Hammurabi, estas tablillas descubiertas por Taha Baqir estaban escritas en
idioma babilónico. Fueron estudiadas y copiadas el mismo año por el conocido
asiriólogo Albrecht Goetze, de la Universidad de Yale. El breve prólogo que
precede las leyes (no hay epílogo) hace mención de un rey llamado Bilalama,
quien habría vivido unos setenta años antes que Lipit-Ishtar; por consiguiente,
este nuevo código se vio atribuir entonces el privilegio de ser el más antiguo.
Pero ello fue únicamente hasta el año 1952, porque en este año yo mismo tuve el
honor de copiar y traducir, en circunstancias que ya detallaré más adelante,
una tablilla cuyo texto reproducía en parte el de un código promulgado por el rey sumerio
Ur-Nammu. Este soberano, que fundó la tercera
dinastía de Ur, hoy día ya bien conocida, inició su reinado, según los cómputos
cronológicos más conservadores, hacia el año 2050 a. de J. C., o sea, unos 300
años antes del rey babilónico Hammurabi. La tablilla de Ur-Nammu pertenece a la
importante colección del Museo de Antigüedades Orientales, de Estambul, donde
yo estuve en 1951-1952 ejerciendo de profesor.
Sin duda no habría
yo hecho gran caso de esta tablilla de no haber recibido entonces una carta de
F. R. Kraus, actualmente catedrático de epigrafía mesopotámica en la Universidad
de Leyden. Unos años antes me había encontrado con Kraus, en el transcurso de
mis primeras investigaciones en aquel mismo museo truco, del cual Kraus era
entonces conservador. Sabiendo Kraus que yo me hallaba de nuevo en Estambul, me
escribió una carta en la que se mezclaban los recuerdos personales con los
comentarios relativos a nuestra profesión común. En ella me indicaba que,
durante su estancia como administrador del museo, había notado la existencia de
dos fragmentos de una tablilla sumeria cubierta de textos jurídicos; él había
podido juntar esos dos fragmentos y, a continuación, había catalogado la
tablilla única así obtenida bajo el número 3.191 de la colección de Nippur. Por
lo tanto, añadía Kraus, era posible que yo estuviera interesado en conocer su
contenido y que desease copiarlo.
Como sea que las tablillas «jurídicas» son rarísimas, me hice traer inmediatamente el «número
3.191» a mi mesa de trabajo. Se trataba de una tablilla secada al sol, de color
marrón claro, que medía 10 cm. por 20. Más de la mitad de los caracteres
estaban destruidos, y el resto me pareció, a primera vista, lamentablemente
incomprensible. Pero, después de varios días de un trabajo encarnizado, el
contenido de la tablilla empezó a aclarar su sentido para mí, a tomar forma,
como si dijéramos, y entonces me di cuenta con gran emoción de que lo que tenía
en mis manos era una copia del código de leyes más antiguo del mundo.
La tablilla había
sido dividida por el escriba en ocho columnas, cuatro en el anverso y cuatro en
el reverso. Cada una de ellas contenía unos 45 compartimientos minúsculos,
cubiertos de líneas, de las cuales la mitad eran legibles. El anverso constaba
de un largo prólogo que sólo era comprensible en parte, debido a las abundantes
lagunas del texto. Helo aquí, brevemente resumido:
Cuando se hubo creado el mundo y el
destino de Sumer y de la ciudad de Ur hubo quedado decidido, An y Enlil, los
dos principales dioses sumerios, nombraron rey de Ur al dios de la luna, Nanna. Éste, a su vez, escogió a Ur-Nammu como su representante terrestre
para gobernar Sumer y Ur. Las primeras decisiones del nuevo jefe tuvieron por
objeto garantizar la seguridad política y militar del país y se juzgó necesario
entrar en conflicto con el vecino Estado de Lagash, que empezaba a ensancharse
a expensas de Ur. Ur-Nammu venció al soberano de Lagash, Namhani, y le dio
muerte. Luego, seguro del apoyo de Nanna, rey de la ciudad, restableció las
primitivas fronteras de Ur.
Entonces llegó
el momento de consagrarse a los asuntos interiores del país e instaurar las
reformas sociales o morales pertinentes. En consecuencia, Ur-Nammu eliminó los falsarios y los prevaricadores o, como los designa el
código, los «rapaces», que se apropiaban de los bueyes, los carneros y los
asnos de los ciudadanos. Además estableció un conjunto de pesas y medidas
honradas e invariables. También se preocupó de que «el huérfano no se
transformase en la presa del rico, la viuda en la presa del poderoso, el hombre
de un siclo en la presa del hombre de una mina». El párrafo que anunciaba
y justificaba las leyes enunciadas a continuación está destruido; sin duda
explicaría que esas leyes tenían por objeto hacer reinar la justicia y asegurar
el bienestar de los ciudadanos.
Es muy probable que esas leyes estuvieran
marcadas en el reverso de la tablilla, pero la tablilla está tan maltrecha que únicamente el contenido de cinco de ellas ha
podido ser rehecho con probabilidades de acierto. Una de estas leyes parece
implicar una «prueba del agua»; otra trata de la vuelta de un esclavo a su
dueño. Pero las tres restantes, por muy fragmentarias y poco legibles que sean,
tienen, sin embargo, una importancia particular para la historia del desarrollo
social y espiritual del hombre, ya que demuestran que 2.000 años antes de J. C.
la férrea ley de talión «ojo por ojo, diente por diente», que prevalecía entre
los hebreos en una época mucho más posterior, había cedido el lugar a una
jurisdicción más humana, según la cual las multas e indemnizaciones sustituían
a los castigos y penas corporales. A causa de su importancia histórica, estas
tres leyes merecen ser citadas en la lengua misma en que fueron redactadas y
promulgadas. He aquí, pues, el texto sumerio, transcrito por medio de nuestro
alfabeto y acompañado de su traducción literal.
tukum-bi Si
(lu-lu-ra (un hombre a un hombre,
gish-...-ta) con un instrumento-...,)
...-a-ni su...
gir in-kud ha cortado el pie:
10-gin-ku-babbar 10 siclos de plata
i-la-e deberá pagar.
tukum-bi Si
lu-lu-ra un hombre a un hombre,
gish-tukul-ta con un arma,
gir-pad-du los huesos
al-mu-ra-ni de...
in-zi-ir ha roto:
1-ma-na-ku-babbar 1 mina de plata
i-la-e deberá pagar.
tukum-bi Si
lu-lu-ra un hombre a un hombre,
geshpu-ta con un instrumento geshpu,
ka-...-in-kud ha cortado la nariz (?):
2/3-ma-na-ku-babbar 2/3 de mina de plata
i-la-e deberá pagar.
¿Por
cuánto tiempo conservará Ur-Nammu su título de primer legislador del mundo?
Según permiten suponer algunos indicios, parece ser que existieron otros
legisladores en Sumer muy anteriores a él. Tarde o temprano, algún nuevo
investigador dará con la copia de otros códigos, los cuales esta vez serán,
quizá, los más antiguos que haya conocido la Humanidad.
IX JUSTICIA LA PRIMERA SENTENCIA DE UN TRIBUNAL
La ley y la justicia eran dos conceptos
fundamentales en Sumer; tanto en la teoría
como en la práctica, la vida social y económica sumerias estaban impregnadas de
estos conceptos. En el transcurso del siglo pasado, los arqueólogos fueron descubriendo
millares de tablillas de arcilla reproduciendo toda suerte de documentos de
índole jurídica: contratos, actas, testamentos, pagarés, recibos y sentencias
judiciales. Entre los sumerios, los estudiantes más adelantados consagraban
buena parte de su tiempo al estudio de las leyes y de las sentencias que habían
sentado jurisprudencia. En 1950 se publicó el texto completo de una de esas
sentencias. Es tan notable, y el asunto de que trata es tan curioso, que vale
la pena entretenernos un poco con él; se podría hablar, empleando los términos
de la novela policíaca, de «El caso de la mujer que no habló».
He aquí,
pues, que se cometió un asesinato en el país de Sumer, cierto día de un año que
hay que situar allá por el 1850 a. de J. C. Tres hombres (un barbero, un
jardinero y otro individuo cuya profesión ignoramos) asesinaron a un dignatario
del Templo, llamado Lu-Inanna. Los asesinos, por una razón no especificada,
informaron entonces del hecho a la viuda de la víctima, llamada Nin-dada. Por
curioso que parezca, lo cierto es que ella guardó el secreto y se abstuvo de
informar a las autoridades del asesinato de su marido.
Pero la justicia tenía el brazo muy largo, aun en esos remotos tiempos, al menos en el
país altamente civilizado que era Sumer. El crimen fue denunciado al rey
Ur-Ninurta, en su capital de Isin, y el rey llevó el asunto ante la Asamblea de
ciudadanos que hacía las funciones de tribunal, en Nippur.
En esta asamblea se levantaron nueve
individuos para pedir la condena de los acusados, alegando que, en su opinión, no solamente los tres asesinos, sino también la mujer de la
víctima, debían ser ejecutados. Sin duda consideraban que, puesto que la mujer
había guardado silencio, a pesar de estar enterada de haberse cometido el
crimen, había que considerarla como encubridora.
Pero dos hombres de la asamblea se
levantaron para defender a la mujer, insistiendo en que, como ella no había tomado parte en el asesinato, no debía ser castigada por un
crimen que no había cometido.
Los miembros del tribunal admitieron como
válidas las razones de la defensa y
declararon que la mujer tenía sus motivos
para permanecer silenciosa, puesto que, al parecer, su marido había faltado a
su deber de subvenir a sus necesidades, y terminaron por afirmar, en la
sentencia dictada, que «el castigo de aquellos que efectivamente habían matado
debía ser suficiente». Y únicamente los tres hombres fueron condenados.
El informe de este proceso criminal fue
descubierto en una tablilla de arcilla redactada en idioma sumerio en el curso
de una campaña de excavaciones organizada conjuntamente por
el Instituto Oriental de la Universidad de Chicago y por el Museo de la
Universidad de Filadelfia. Thorkild Jacobsen y yo lo estudiamos y traducimos.
El significado de ciertas palabras y de ciertas expresiones permanece aún algo
dudoso, pero el sentido general del texto tiene grandes probabilidades de ser
exacto. Un ángulo de la tablilla estaba roto, pero se han podido restaurar las
líneas que faltaban gracias a un pequeño fragmento, procedente de otra copia,
descubierto en Nippur por una expedición anterior del Museo de la Universidad
de Filadelfia. El hecho de haberse encontrado dos copias del mismo informe
demuestra que la sentencia de la Asamblea de Nippur sobre el caso de «la mujer
silenciosa» era conocido en todos los medios jurídicos de Sumer y había sentado
jurisprudencia, igual que si fuera una de las actuales sentencias de nuestro
Tribunal Supremo.
He aquí el documento:
Nanna-sig,
hijo de Lu-Sin; Ku-Enlil, hijo de Ku-Nanna, barbero, y Enlilennam, esclavo de
Adda-kalla, jardinero, han asesinado a Lu-lnanna, hijo de Lugal-apindu,
funcionario nishakku.
Después
de haber dado muerte a Lu-lnanna, hijo de Lugal-apindu, dije ron a Nin-dada,
hija de Lu-Ninurta, esposa de Lu-lnanna, que su marido Lu-lnanna había sido
muerto.
Nin-dada,
hija de Lu-Ninurta, no abrió la boca; sus labios permanecieron cerrados.
Este
asunto fue entonces llevado ante el rey en Isin, y el rey Ur-Ninurta ordenó que
el asunto fuese examinado por la Asamblea de Nippur,
Allí,
Ur-gula, hijo de Lugal-...; Dudu, cazador de pájaros; Ali-ellati, el liberto;
Buzu, hijo de Lu-Sin; Eluti, hijo de...-Ea; Shesh-kalla, faquín (?); Lugal-kan,
jardinero; Lugal-azida, hijo de Sin-andul, y Shesh-kalla, hijo de Shara-..., se
enfrentaron con la Asamblea y dijeron:
«Aquellos
que han matado a un hombre no son dignos de vivir. Esos tres hombres y esa
mujer deberían ser ejecutados ante el sitial de Lu-lnanna, hijo de
Lugal-apindu, el funcionario nishakku.»
Entonces,
Shu...-lilum, funcionario ... de Ninurta y Ubar-Sin, jardinero, se enfrentaron
con la Asamblea y dijeron:
«Estamos
de acuerdo en que el marido de Nin-dada, hija de Lu-Ninurta, ha sido asesinado.
Pero, ¿qué ha (?) hecho (?) la mujer para que se la mate a ella?»
Entonces,
los miembros de la Asamblea de Nippur, dirigiéndose a ellos, dijeron:
«Una
mujer a la que su marido no daba para vivir (?), aun admitiendo que ella haya
conocido a los enemigos de su marido, y que una vez muerto su marido, se haya
enterado de que su marido murió asesinado, ¿por qué no habría de guardar
silencio (?) a propósito (?) de él? ¿Es, por ventura, ella (?) la que ha
asesinado a su marido? El castigo de aquellos (?) que lo han asesinado
realmente debería bastar.»
Conforme,
pues, con la decisión (?) de la Asamblea de Nippur, Nanna-sig, hijo de Lu-Sin;
Ku-Enlil, hijo de Ku-Nanna, barbero, y Enlil-ennam, esclavo de Adda-kalla,
jardinero, fueron los únicos librados al verdugo para ser ejecutados.
Este asunto fue examinado por la Asamblea de Nippur.
Una vez terminada esta traducción, nos pareció interesante comparar el veredicto sumerio con la
sentencia que hubiera podido dictar un tribunal moderno en una contingencia
similar. En consecuencia, enviamos esta traducción al malogrado Owen J.
Roberts, que entonces era decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Pensilvania (había sido juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos de
Norteamérica desde 1930 hasta 1945) para pedirle su opinión. Su respuesta fue
interesantísima. En un caso análogo, nos aseguró Roberts, los jueces modernos
estarían completamente de acuerdo con los antiguos jueces sumerios, y el
veredicto habría sido el mismo. He aquí sus propias palabras: «Según nuestra
ley, la mujer no sería condenada como culpable de encubrimiento. Un encubridor
debe no solamente saber que se ha cometido el crimen, sino que, para ser
acusado de tal, debe recibir, aliviar, reconfortar o asistir al criminal.»
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