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SALA DE LECTURA |
LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER
XIII FILOSOFIA LA PRIMERA COSMOLOGIA
Todas las «creaciones»
que hemos enumerado y analizado en las páginas que anteceden se refieren a la
organización, a las técnicas, a las instituciones sociales, en fin, a todo lo
que se sitúa a nivel del hombre. Pero, igual que los demás pueblos, los
sumerios se interrogaron sobre aquello que visiblemente sobrepasa los límites
humanos, es decir, el universo que nos envuelve. Y los textos a que nos
referiremos de ahora en adelante serían, en parte, inexplicables para el lector
si éste no recibiera previamente algunas aclaraciones sobre las ideas y las
creencias de los sumerios respecto al Universo.
Los sumerios no lograron elaborar una
verdadera «filosofía» en el sentido que damos actualmente
a esta palabra. Jamás tuvieron la idea, por ejemplo, de que la naturaleza
fundamental de la realidad y del conocimiento que de ella tenemos pudiera
suscitar ningún problema; por eso no crearon prácticamente nada análogo a esta
parte de la filosofía que se designa corrientemente hoy en día con el nombre de
criteriología o crítica del conocimiento.
No obstante, los sumerios reflexionaron y
especularon sobre la naturaleza del universo, sobre sus orígenes, y aún más sobre su organización y modo de funcionar.
Existen buenas razones que permiten suponer que durante el tercer milenio a. de
J. C. hizo su aparición un grupo de pensadores y de profesores, quienes, para
responder a estos problemas, habían construido una cosmología y una teología
tan inteligentes y convincentes que quedaron, gozando de un inmenso prestigio,
en una gran parte del Próximo Oriente antiguo.
Estas especulaciones sobre lo cósmico y lo divino, sin embargo, no las encontramos en ningún
ejemplar de la literatura sumeria formuladas en términos filosóficos explícitos
y expuestas sistemáticamente. Los filósofos sumerios no habían descubierto este
instrumento primordial del conocimiento que es nuestro método científico
actual, fundado sobre la definición y la generalización. Tomemos, por ejemplo,
un principio metafísico relativamente sencillo, como el de la causalidad: el
pensador sumerio, a pesar de que podía ser tan consciente como cualquiera de
nuestros filósofos contemporáneos de la eficacia concreta de este principio,
jamás tuvo la idea ni sintió la necesidad de formularlo como nosotros en una
ley general y universal: «Todo efecto tiene una causa.» Casi toda nuestra información concerniente al pensamiento filosófico y teológico de los
sumerios debe ser extraída, aquí y allá, de las diversas obras literarias,
especialmente de los mitos, los cuentos épicos y los himnos, para después aunar
los diversos elementos en una doctrina coherente, por nosotros. Ahora bien, extraer la «filosofía» sumeria de esas
narraciones míticas y de esos cánticos no es tarea fácil, ya que estos
documentos proceden de una mentalidad totalmente distinta de la de nuestros
modernos metafísicos y teólogos, y muy a menudo representan los antípodas del
pensamiento racional.
Los autores de los «mitos» o, tal como nosotros los llamamos, los mitógrafos,
escritores y poetas, tenían como principal propósito, como propósito esencial,
diríamos, la glorificación y la exaltación de los dioses y de sus hazañas. Al
contrario de los filósofos, su objetivo y su preocupación no eran la búsqueda de la verdad. Daban por adquiridas definitivamente y por
indiscutibles las nociones corrientes de la teología y de la «filosofía» de su
tiempo, sin cuidarse de sus orígenes ni de su evolución. Lo que ellos querían
era componer narraciones poéticas que girasen alrededor de los dioses y que
explicasen una u otra de esas nociones de manera agradable y seductora, animada
y divertida. Prescindían de pruebas y de argumentos. Deseaban, simplemente,
contar un cuento que provocase la emoción más que otra cosa. Sus cualidades
principales no eran, por lo tanto, ni la lógica ni la razón, sino la imaginación
y la fantasía. Además, estos poetas no dudaban en inventar sus temas o en
imaginar incidentes sugeridos por los acontecimientos de la vida humana,
incidentes que podían muy bien no tener ningún fundamento en el pensamiento
especulativo. Tampoco vacilaban lo más mínimo en adoptar motivos folklóricos
que nada tenían que ver con los datos o las deducciones cosmológicas.
La mezcolanza en estas narraciones de
conceptos «filosóficos» y de fantasías mitológicas, junto
con la imposibilidad de aislar de una manera concreta el filósofo del
mitógrafo, han embrollado el espíritu de ciertos especialistas dedicados al
estudio del pensamiento antiguo, lo cual ha conducido a algunos a subestimar y
a otros a sobreestimar las facultades de nuestros antiguos pensadores.
Efectivamente, los primeros han pretendido demostrar que los sumerios eran
incapaces de razonar con lógica e inteligencia en los problemas universales;
los otros han sostenido, al contrario, que los sumerios, poseedores de un
espíritu «mítico-poético», virgen de toda idea general apriorística, pero
naturalmente profundo e intuitivo, podían penetrar en las verdades universales
con una acuidad mucho mayor que la que tiene nuestro espíritu moderno, analista
y reseco. En conjunto, tanto lo uno como lo otro no son sino despropósitos. Los
pensadores sumerios, al menos los más evolucionados y reflexivos de entre
ellos, eran ciertamente muy capaces de pensar con lógica y coherencia cualquier
problema que se les presentase, incluso aquellos que tenían relación con el
origen y funcionamiento del universo. Su debilidad no radicaba en el orden
mental, sino en el «técnico»: carecían de los datos científicos que poseemos
nosotros y que tenemos a nuestra disposición; ignoraban, además, nuestros
métodos científicos, adquiridos lentamente en el transcurso de los siglos
venideros; y, finalmente, no sospechaban siquiera la existencia ni la
importancia fundamental de este principio de evolución
que la ciencia ha sacado del estudio de las cosas y que, hoy en día, nos parece
evidentísimo.
Es muy posible que, en un futuro no muy
lejano, la acumulación continua de nuevos
datos y el descubrimiento de nuevos instrumentos y nuevas perspectivas
intelectuales actualmente ignoradas o hasta inesperadas, puedan poner en
evidencia las limitaciones y los errores de los filósofos y de los hombres de
ciencia modernos. Quedará siempre, no obstante, esta diferencia importantísima:
el pensador moderno, escéptico frente a cualquier respuesta absoluta, está
generalmente dispuesto a aceptar el carácter relativo de sus conclusiones. El
pensador sumerio, al contrario, estaba, según parece, convencido de que el
concepto que él tenía de las cosas era absolutamente correcto, ya que él sabía
exactamente cómo había sido creado el universo y cómo funcionaba. De modo que,
si desde los sumerios a nosotros se acusa un progreso, será principalmente en
la circunspección del conocimiento y en la conciencia de la inmensidad y de la
dificultad de los problemas filosóficos.
Los pensadores sumerios parten de datos
que, si bien no puede decirse que sean científicos,
son, en cambio, relativamente objetivos y concretos; es decir, se basan en la
apariencia que revestían a sus ojos el mundo y la sociedad en que vivían. Para
ellos, el universo visible se presentaba bajo la forma de una hemiesfera, cuya
base estaba constituida por la tierra y la bóveda por el cielo. De ahí el
nombre con que designaban al conjunto del universo: An-ki: el Cielo-Tierra. La
tierra se les aparecía como un disco plano rodeado del mar (este mar donde terminaba
su mundo, en las orillas del Mediterráneo y en el fondo del golfo Pérsico) y
flotando, horizontalmente en el plano diametral de una inmensa esfera cuya
parte superior era, repito, el cielo, y cuya parte inferior debía formar una
especie de anticielo, donde los sumerios localizaron el infierno. Ignoramos la
idea que podían hacerse de la materia de que estaba compuesta esta esfera. Si
tenemos en cuenta que el nombre que los sumerios daban al estaño era «metal del
cielo», podremos muy bien imaginarnos que los sumerios creían probablemente que
la bóveda celeste, brillante y azul, estaba hecha de este metal de reflejos
azulados. Entre el cielo y la tierra suponían la existencia de un tercer
elemento, al que denominaban lil, palabra
cuyo sentido aproximado es «viento» (aire, aliento, espíritu); sus
características esenciales parecen haber sido, a sus ojos, el movimiento y la
expansión, lo cual cuadra perfectamente con nuestra definición de atmósfera. El
sol, la luna, los planetas, las estrellas, estaban hechos, según los sumerios,
de la misma materia, con la luminosidad por añadidura. Finalmente, más allá del
mundo visible se extendía por todas partes un océano cósmico, misterioso e
infinito, en cuyo seno se mantenía inmóvil el globo del universo.
Meditando sobre estos datos, los cuales,
insisto, les parecían perfectamente objetivos e indiscutibles,
nuestros pensadores sumerios se interrogaron sobre los orígenes y las
relaciones recíprocas de los diversos elementos de que el universo les parecía
estar formado. Este universo, ¿había siempre sido así? ¿Cómo se había
transformado en lo que era? Sin duda, jamás les vino la idea de que algo
hubiera podido existir antes o más allá del océano misterioso que, según ellos,
lo envolvía. Pero, no obstante, sintieron la necesidad de explicar de algún
modo el origen de los elementos cósmicos y de establecer entre ellos un orden
de sucesión, y hasta incluso de filiación. Había habido un comienzo. El primer
elemento había sido el océano primordial infinito. De este océano, los sumerios
hicieron una especie de «causa primera», de «primer motor». Y así enseñaban en
sus escuelas que era del seno de este mar original de donde había nacido el
Cielo-Tierra. Era este mar el que había procreado el universo. Divina madre de
los dioses, el agua había hecho nacer al Cielo y a la Tierra, y estos dos
elementos habían dado, enseguida, la vida a los otros dioses.
Esta cosmogonía,
que al principio se confunde, como se ve, con la teogonía, no ha quedado
expuesta en ninguna parte, tomada en su conjunto, por los pensadores sumerios.
He dicho al comienzo de este capítulo que esta cosmogonía había sido deducida,
como todos los demás elementos de su «filosofía», de las narraciones compuestas
por los mitógrafos. He aquí, pues, cómo conseguí reconstruirla, partiendo del
poema que lleva por título: Gilgamesh,
Enkidu y el Infierno.
He resumido la moraleja de este mito en el capítulo XXIII. Lo que ahora nos interesa es su «introducción». En efecto, los poetas sumerios empezaban regularmente sus narraciones épicas o míticas con una breve exposición cosmológica, que no tenía relación directa con el conjunto de la obra. Así, pues, vemos que al comienzo de nuestro poema se encuentran los cinco versos siguientes:
Cuando el Cielo se hubo alejado de la
Tierra,
Cuando la Tierra se hubo separado del
Cielo,
Cuando se hubo fijado el Nombre del
Hombre,
Cuando An se hubo «llevado» el Cielo,
Cuando
Enlil se hubo «llevado» la Tierra...
Después
de haber emprendido la traducción de estos versos, los analicé y saqué de dicho
análisis las siguientes tesis cosmogónicas:
1. ° En una cierta época el cielo y la tierra formaban una unidad.
2. ° Ya existían algunos dioses antes de la separación de la tierra y el cielo.
3. ° Cuando esta separación de la tierra y el cielo tuvo lugar, fue el dios del cielo, An, el que se «llevó» el cielo, pero fue el dios del aire, Enlil, quien se «llevó» la tierra.
No obstante, había
diversos puntos esenciales que no estaban ni
formulados ni implicados en este párrafo. Entre otros, los siguientes:
1. ° ¿Se creía que el cielo y la tierra habían sido creados? Y en caso afirmativo,
¿por quién?
2. ° ¿Cómo era la forma del cielo y de la tierra, tal como se la representaban los
sumerios?
3. ° ¿Quién había separado el cielo de la tierra?
Me puse, pues, a seguir el rastro, y
descubrí, poco a poco, entre los textos sumerios
disponibles, las siguientes respuestas a estas tres cuestiones:
1.°
En una tableta que nos da la lista de los dioses sumerios, la diosa Nammu, cuyo
nombre se halla escrito por medio del «pictograma» empleado también para el
vocablo «mar» primitivo, está designada como «la madre que da la vida al cielo
y a la tierra».
«Cielo
y tierra» eran concebidos, pues, por los sumerios como producidos y creados por
el mar primitivo.
2. ° El mito titulado El Ganado y el Grano, del que hablaremos en el capítulo XIII, se inicia por estos dos versos:
Sobre la Montaña
del Cielo y de la Tierra
An
engendró a los anunnakis.
De donde hay motivos para suponer que los
sumerios se imaginaban al cielo y a la tierra reunidos como una montaña cuya base era la sede de la tierra y cuya cima era la cumbre
del cielo.
3. ° Un poema que nos explica la fabricación y la consagración del azadón, esta preciosa herramienta agrícola, empieza con la siguiente estrofa:
El Señor,
decidido a producir lo que fuese de utilidad.
El Señor,
cuyas decisiones son inconmovibles,
Enlil, que hace germinar de la tierra la
simiente del «país»,
Imaginó
separar el Cielo de la Tierra,
Imaginó separar la Tierra del Cielo.
¿Quién
fue, pues, el que separó el cielo de la tierra? Fue el dios del aire, Enlil.
Habiendo llegado así al término de mis investigaciones, pude resumir la doctrina
«cosmogónica» elaborada por los sumerios, quienes explicaban el origen del
universo de la manera que sigue:
1. ° En un principio había el Mar primordial. Nada se dice ni de su origen ni de
su nacimiento, y es muy posible que los sumerios lo hayan concebido como
habiendo existido eternamente.
2. ° Este Mar primitivo produjo la Montaña cósmica, compuesta del cielo y de la
tierra, aún entremezclados y unidos.
3.°
Personificados y concebidos como dioses de forma humana, el cielo, llamado por
otro nombre el dios An, representó el papel del macho, y la tierra, llamada
también Ki, el de la hembra. De su unión nació el dios del aire, Enlil.
4°
Este último separó el cielo y la tierra, y, mientras su padre An se llevaba el
cielo, por su parte, Enlil se llevaba la tierra, su madre. La unión de Enlil y
de su madre, la Tierra, dio origen al universo organizado: la creación del hombre,
de los animales, de las plantas y el establecimiento de la civilización.
¿Quién
había, pues, creado el universo? Los dioses. Los primeros de estos dioses se
confundían con los grandes «elementos» cósmicos: el Cielo, la Tierra, el Aire,
el Agua. Estos dioses «cósmicos» engendraron a otros dioses, y estos últimos, a
la larga, produjeron con qué poblar hasta los menores rincones del universo. Pero únicamente los primeros dioses eran considerados como verdaderos
creadores. Era a ellos a quienes pertenecían, en tanto que organizadores y
mantenedores del cosmos, los grandes reinos en cuyo seno todo existía, se
desarrollaba y se activaba. La existencia de los dioses, agrupados en un
«panteón», queda atestiguada por los documentos más arcaicos. Era, para los sumerios,
una verdad elemental axiomática. Invisibles para los mortales, los dioses no
por eso dejaban de guiar y controlar el cosmos. Cada uno de estos dioses tenía
a su cargo un determinado elemento del universo, del cual tenía que dirigir las
actividades según reglas bien establecidas. Al lado de los cuatro dioses
principales, a quienes incumbía la responsabilidad por los elementos
fundamentales, había otros que se repartían el gobierno de los cuerpos
celestes, el sol, la luna y los planetas; las fuerzas atmosféricas, como el
viento, el rayo y la tempestad; y, en la tierra, las entidades materiales tales
como los ríos, las montañas y las llanuras; los elementos diversos de la
civilización, por ejemplo, las ciudades, y los Estados, los diques, los campos y
las granjas; y hasta ciertos instrumentos y herramientas como el pico, el molde
de hacer ladrillos y el arado.
¿Cómo
habían llegado los teólogos de Sumer a este concepto? Pues procediendo por
deducción, de lo conocido a lo desconocido. Su razonamiento había partido de la
sociedad humana, tal como ellos la conocían, sabiendo que las comarcas y las
ciudades, los palacios y los templos, los campos y las alquerías, en fin, todas
las instituciones y todas las empresas de este mundo están entretenidas,
vigiladas, dirigidas e inspeccionadas por seres humanos, sin los cuales tanto
el campo como la ciudad caerían en la desolación, los templos y los palacios se
derrumbarían, los huertos y las granjas quedarían desiertos; de todo lo cual
habían sacado en conclusión que hasta el «cosmos» debía de estar entretenido,
dirigido y vigilado por seres vivientes, parecidos a los hombres. Pero, como
quiera que el universo era mucho más vasto que la suma total de los habitáculos
humanos, y su organización infinitamente más compleja, era evidente que esos
seres vivientes, encargados de su custodia, debían ser a su vez mucho más
poderosos y eficaces que los habitantes de la tierra, y, por encima de todo,
tenían que ser inmortales; de no ser así, a su muerte, el universo volvería a su
prístino desorden y el mundo se detendría, perspectiva que no podían aceptar de
buen grado los «metafísicos» sumerios. He aquí, pues, cómo, sin duda, estos
últimos habían llegado a la conclusión de la existencia, naturaleza y funciones
de estos seres sobrehumanos e inmortales a quienes en sumerio se designaba con
el nombre de dingir (dios).
¿Cómo
estaba organizado este panteón? Ya se ha visto el lugar preeminente que en él
ocupaban ciertos dioses. En términos generales, les pareció razonable a los
sumerios suponer que no todos los dioses que componían el panteón disfrutaban
de la misma importancia ni del mismo rango; el dios «encargado» del pico o
azadón o del molde de ladrillos difícilmente podría compararse al dios
«encargado» del sol; el dios destinado a los diques y a los fosos tampoco podía
ser colocado en el mismo rango que el dios gobernador de toda la tierra. Era
preciso, pues, considerar la existencia de toda una jerarquía entre los dioses,
comparable a la existencia entre los hombres. Y, por analogía
con la organización política de estos últimos, era natural admitir que en lo
alto del panteón se encontrase un dios supremo, reconocido por todos los demás
como su rey y soberano. Los súmenos terminaron, pues, por presentarse a sus
dioses reunidos en una asamblea presidida por un monarca. En primera fila de
esta asamblea y formando parte, como si dijéramos, de la aristocracia,
colocaban, aparte de los cuatro grandes dioses, siete dioses supremos, quienes
«decretaban los destinos», y a otros cincuenta, a quienes se llamaba los
«grandes dioses».
Para explicar la actividad creadora y
directora atribuida a estas divinidades, los filósofos
sumerios habían elaborado una teoría que se encuentra, después de ellos,
extendida por todo el Próximo Oriente antiguo: la teoría del poder creador de
la palabra divina. Para el dios creador era suficiente establecer un plan,
emitir una palabra y pronunciar un nombre, y he aquí que la cosa prevista y
planeada adquiría existencia propia. Esta noción del poder creador de la palabra
divina es probablemente el resultado de una deducción analógica basada en la
observación de lo que sucede entre los hombres: un rey, en la tierra, podía
realizar casi todo cuanto se le antojaba por medio de un decreto, de una orden,
de una sola palabra salida de sus labios; a mayor abundamiento, pues, las
divinidades inmortales y sobrehumanas que tenían a su cargo los cuatro reinos
del universo podían realizar muchísimo más. Acaso también nos sea permitido
pensar que semejante solución, muy «fácil» en resumidas cuentas, de los
problemas cosmológicos, según la cual el pensamiento y la palabra lo hacen todo
por ellos mismos, haya tenido su origen en el antiquísimo sueño humano de la
realización «automática» de los deseos y anhelos, sueño frecuente, sobre todo
en las épocas de contratiempos y desastres.
Igualmente, para explicar de un modo
satisfactorio a sus ojos lo que mantiene las entidades cósmicas y los fenómenos de la historia de la civilización, una vez
creados, en marcha continua y armoniosa, sin conflicto ni confusión, los
«metafísicos» sumerios expusieron otra idea. Esta idea se expresa por la
palabra sumeria me, cuyo sentido
exacto es todavía incierto. De una manera general, esta palabra parece designar
un conjunto de reglas y directrices que forman parte de las cosas de un modo,
como si dijéramos, intrínseco a ellas, y que habrían sido asignadas a cada una
de ellas por los «dioses creadores» con el objeto de mantenerlas en existencia
y en actividad, eternamente, según los planes divinos. El problema filosófico
de la duración de los seres y de la permanencia de su funcionamiento recibía de
este modo una respuesta que a nosotros nos parecerá tal vez superficial y
puramente verbal, pero que a los ojos del pensador de entonces tenía una
eficacia cierta y satisfacía plenamente los requerimientos del espíritu.
Así,
pues, los sumerios consideraban el universo como un terreno reservado, en
primer lugar, a los dioses. A la eternidad del mundo, a su fecundidad, a su
vitalidad colosal, correspondían los poderes sobrehumanos de esos dueños
invisibles que dirigían desde las alturas al cosmos y mantenían en equilibrio
las fuerzas que en él se desplegaban. Sin embargo, resulta curioso comprobar
que se los representaban bajo formas humanas.
Y no era eso en el aspecto únicamente, ya que hasta los más poderosos y sabios de estos
dioses eran reducidos a la escala humana en sus pensamientos y en sus actos.
Igual que los hombres, los dioses hacían sus proyectos y los realizaban; comían y bebían, se casaban y
criaban a una familia; mantenían un numeroso servicio doméstico y se hallaban
sujetos a todas las pasiones y debilidades humanas. Es muy cierto que, en
general, preferían la verdad y la justicia a la mentira y la opresión, pero los
móviles de sus acciones no siempre quedan claros; al menos, a nosotros no nos
resulta fácil elucidarlos.
Cuando su presencia no era indispensable
en las diversas partes del universo encargadas a cada uno de ellos, se creía que vivían en «la montaña del cielo y de la tierra, allí donde
sale el sol». El medio de transporte que utilizaban para trasladarse de un lado
a otro no queda precisado, pero, según los datos de que disponemos, podemos
deducir que el dios-luna viajaba en barca, el dios sol en carro y, según otra
tradición, a pie; el dios de la tempestad viajaba en las nubes. Sin embargo,
los pensadores sumerios no parece que se hayan preocupado de estos problemas de
índole realista, y, por lo tanto, no se toman nunca el trabajo de darnos
precisiones acerca del modo en que ellos se imaginaban a los dioses
dirigiéndose a los diferentes templos o santuarios que tenían en Sumer, o
efectuando los diversos actos de su vida «humana», tales como comer y beber.
Evidentemente, los sacerdotes no tenían a la vista más que las imágenes de los
dioses, las cuales, por otra parte, indudablemente, manejaban y consideraban
con el mayor respeto. Pero el hecho de poder tener las imágenes talladas en
piedra o en madera, o fundidas en metal, como si estuvieran dotadas de huesos,
de músculos y del «aliento vital», es una cuestión que seguramente no se
presentó jamás en la mente de los pensadores sumerios. Tampoco parece que se
hayan dado cuenta de la contradicción que existe entre parecido humano e
inmortalidad; a pesar de su inmortalidad, los dioses tenían que recibir sus
alimentos, podían caer enfermos y aun agonizar; luchaban, herían y mataban, y
ellos mismos podían terminar quedando heridos o hasta muertos.
Sin duda, los sabios sumerios debieron
intentar solventar las incoherencias y contradicciones inherentes a todo
sistema religioso politeísta, elaborando con
esta intención numerosos distingos teológicos. Pero, a juzgar por los
materiales a nuestro alcance, jamás los mencionaron por escrito en forma
sistematizada; es muy posible, pues, que nunca sepamos nada a este respecto. De
todos modos, es muy poco probable que hubieran podido llegar a resolver (al
menos según nuestro juicio) la mayor parte de esas incoherencias, pero hay que
decir, desde luego, que ellos eran mucho menos exigentes que nosotros a este
respecto y podían contemplar con espíritu sereno lo que hoy a nosotros nos
parece una tesis insoportablemente ilógica.
Esas incoherencias, esa complejidad del
mundo y de la naturaleza misma de los dioses, apreciables en los párrafos de los textos más directamente inspirados por los
«filósofos sumerios», lo son todavía más en las obras redactadas por los
escritores bajo la forma de narraciones mitológicas. A este propósito,
me permito citar aquí uno de esos «mitos», ya que ilustra del modo más
conmovedor el carácter no solamente antropomórfico, sino humano de los dioses sumerios.
Este mito encantador, donde la potente
naturaleza de los dioses, sus infinitos recursos, se alían con una cierta
gracia con sus sentimientos y sus pasiones, tan parecidos a los de los hombres,
parece haber sido compuesto para explicar el nacimiento del dios-luna y de
otras tres divinidades que fueron expulsadas del cielo y condenadas a pasar
toda su vida en las regiones infernales. En 1944 publiqué mi Sumerian Mythology,
que es mi primer ensayo de traducción de este texto, todavía incompleto, y
cuyos fragmentos me he esforzado en reunir. Sin embargo, mi interpretación de
esta narración contenía diversos errores graves, tanto por omisión como por
incomprensión, errores que han sido corregidos por Thorkild Jacobsen en una
crítica implacable y constructiva publicada en 1946, en el quinto volumen del Journal of Near Eastern Studies. Además,
en 1952, una nueva expedición arqueológica a Nippur descubrió una tableta bien
conservada que llena algunas de las lagunas de la primera parte del poema y lo
esclarece considerablemente. La moraleja del mito, reconstruida gracias a las
sugerencias de Jacobsen y al contenido de la pieza nuevamente descubierta en
Nippur, es la siguiente:
Antes de que el hombre hubiese sido
creado, la ciudad de Nippur estaba habitada por los dioses; el «joven» era el dios Enlil, la «joven» era la diosa Ninlil, y la
«vieja» era la madre de Ninlil, Nunbarshegunu.
Un buen día, esta última, habiendo resuelto, a lo que parece, casar Ninlil con Enlil, aconsejó a su hija que siguiera las instrucciones siguientes:
En la ola pura, mujer, báñate en la ola pura.
Ninlil, vete por el ribazo del río Nunbirdu:
El ser de ojos brillantes, el Señor, el ser de ojos brillantes,
El «Gran
Monte», el Padre Enlil,
el ser de los ojos brillantes te verá
El
pastor... que decide los destinos
el ser de los ojos brillantes te verá.
Allí
mismo te abrazará (?), te besará.
Ninlil siguió
alegremente las instrucciones de su madre:
En la ola pura, la mujer se
bañó en la ola pura.
Ninlil se fue por el ribazo
del río Nunbirdu:
El ser de los ojos
brillantes, el Señor, el ser de los ojos brillantes,
El «Gran
Monte», el Padre Enlil,
el ser de los ojos brillantes
la vio,
El pastor... que decide los
destinos,
el ser de los ojos brillantes
la vio.
El Señor le habló de amor (?), pero ella rehusó:
«Mi vagina es demasiado
pequeña y no conoce la cópula,
Mis labios son demasiado pequeños y no conocen los besos...»
Enlil consultó entonces con su visir Nusku y le participó el deseo que sentía por la encantadora Ninlil. En vista de lo cual, Nusku le procuró una barca; mientras Enlil iba navegando en compañía de Ninlil, abusó de ella, engendrando así al dios-luna Sin. Los dioses se escandalizaron de este acto inmoral, y,
Mientras Enlil se paseaba por el Kiur Los Grandes Dioses, cincuenta en total,
Los Dioses que deciden los destinos, todos
siete,
Se apoderaron de Enlil en el Kiur,
diciendo:
«Enlil,
ser inmortal, ¡sal de la ciudad!
Nunamnir, ser inmortal, ¡sal de la ciudad!»
Entonces, Enlil, siguiendo el «destino» decretado por los dioses, partió en dirección al Hades sumerio. No obstante, Ninlil, que estaba encinta, se negó a quedarse atrás y decidió acompañarle en el destierro. Pero esta situación inquietó a Enlil, quien se dijo que, en tales condiciones, su hijo Sin, que estaba al principio destinado a gobernar la luna (que, en opinión de los sumerios, era el cuerpo celeste más importante), se vería relegado no al cielo, sino a las sombrías y siniestras regiones infernales. Para evitar esta desgracia, Enlil urdió una estratagema, en verdad muy complicada. Por el camino que iba de Nippur al Infierno, el viajero tenía que encontrarse con tres personajes, probablemente tres divinidades menores: él «guardián de las puertas del Infierno», el «hombre del río del mundo infernal» y en «nauta» ( el «Caronte» sumerio, que hacía pasar a los muertos al Hades). ¿Qué hizo Enlil? Tomando sucesivamente la forma de cada uno de estos personajes (y éste es el primer ejemplo conocido de «metamorfosis» divina), Enlil fecundó a Ninlil con tres divinidades infernales para que reemplazasen en el Infierno a su hermano mayor, Sin, y así le permitieran remontarse al cielo.
Enlil, conforme a lo que se había decidido respecto a él,
Nunamnir, conforme a lo que se había decidido respecto a él,
Enlil se fue, y Ninlil le siguió;
Nunamnir llegó,
y Ninlil entró.
Y Enlil dijo al «hombre
de la puerta»:
«¡Oh,
hombre de la puerta, hombre de la cerradura!
¡Oh,
hombre del cerrojo, hombre de la cerradura de plata!
Tu reina ha llegado:
Si ella te interroga después de mí,
No le digas nada de mí.»
Ninlil dijo al hombre de la puerta:
«Hombre
de la puerta, hombre de la cerradura,
Hombre
del cerrojo, hombre de la cerradura de plata,
Enlil, tu Señor, ¿de dónde...?»
Enlil respondió
por cuenta del hombre de la puerta:
«Mi
Señor no tiene..., la más hermosa, la hermosa;
Enlil no tiene..., la más hermosa, la hermosa.
Tiene... en mi ano, tiene... en mi boca:
Mi corazón
lejano fiel...
He aquí lo que Enlil, Señor de todos los países, me ha ordenado.» —Es
muy cierto que Enlil es tu Señor, pero yo soy tu Señora.
—Si
tú eres mi Señora, deja que mi mano toque tu mejilla (?).
—La
simiente de tu Señor,
la simiente brillante está en mi seno,
La
simiente de Sin, la simiente brillante está en mi seno.
—Entonces,
que la simiente de mi Señor suba allí arriba, al cielo;
Que
mi simiente vaya a la tierra, allá abajo,
Que
mi simiente, en lugar de la simiente de mi Señor,
vaya a la tierra, allá abajo.
Enlil, bajo el aspecto del hombre de la
puerta,
se acostó
junto a ella en el cuarto,
Se
unió a ella, la besó.
Y, habiéndose
unido a ella y habiéndola besado,
Plantó en su seno la simiente de Meslamtaea...
La escena se repite luego, de igual modo,
al encontrarse con el «hombre del río
infernal» y con el «hombre de la barca»...
Los sumerios del tercer milenio a. de J.
C. distinguían, al menos por el nombre, a centenares de
dioses. Un gran número de ellos nos son conocidos no solamente a través de los
catálogos recopilados en las escuelas, sino también gracias a las listas de
ofrendas y sacrificios que constan en ciertas tabletas desenterradas desde hace
cien años. Otros nombres de dioses nos han sido notificados por los nombres
propios de los sumerios, compuestos ordinariamente de proposiciones de sentido
religioso, del tipo de «Tal-dios-es-pastor», «Tal-dios-tiene-buen-corazón»,
«¿Quién-se-pare-ce-a-tal-dios?», o también «Criado-de-tal-dios»,
«El-hombre-de-tal-dios», o «El-bienamado-de-tal-dios»,
«Tal-dios-me-lo-ha-dado», y así sucesivamente. Entre esta multitud de
divinidades, muchas son secundarias; se las tenía, por ejemplo, por las
mujeres, los hijos, o hasta los domésticos de las divinidades principales.
Otros tal vez sean (sin que, por otra parte, nosotros podamos estar seguros de
ello) apodos o epítetos de divinidades ya conocidas. Pero no por eso deja de
ser cierto que muchas divinidades eran adoradas en la práctica, durante todo el
transcurso del año, por medio de sacrificios, de actos de adoración y de
plegarias. De esos centenares de divinidades, las cuatro principales eran los
dioses creadores, An, Enlil, Enki y la diosa Ninhursag.
Más
arriba he evocado su papel principal en la creación del mundo. Como dioses
cósmicos que eran, al principio no hacían más que uno con los Grandes Elementos
constitutivos del universo. Pero, poco a poco, su personalidad fue afirmándose
en el ritual concreto de las prácticas religiosas y en las narraciones míticas.
Su lugar respectivo dentro de la jerarquía de los dioses parece haber
variado un poco, pero, en términos
generales, permanecieron
reunidos en grupo aparte, donde tomaban, de común acuerdo, las
decisiones importantes. En las reuniones y en los banquetes divinos ocupaban
los sitios de honor.
Existen buenas razones para suponer que
An, el dios del cielo, fue, en una época muy
arcaica, considerado por los sumerios como el supremo soberano del panteón, a
pesar de que, según las fuentes de que disponemos, y que se remontan hacia el
año 2500 a. de J. C., este papel esté representado por el dios del aire Enlil.
La ciudad donde An tenía su templo principal era Uruk, la cual representó un
papel político predominante en la historia de Sumer. An fue adorado sin
interrupción en Sumer durante millares de años, pero poco a poco fue perdiendo
su indiscutida preponderancia y paulatinamente fue transformándose en un
personaje de segunda fila en el panteón. En los himnos y mitos de épocas más
tardías se le menciona raramente, y, entretanto, la mayor parte de sus poderes
habían pasado al dios Enlil.
Este último,
dios del aire y de la atmósfera, es, con mucho, la divinidad más importante del
panteón sumerio, la que detentó de un modo permanente el primer lugar en el
culto y en los mitos. Ignoramos por qué sustituyó a An, y a consecuencia de
qué, como jefe del mundo divino de los sumerios. Pero es un hecho: los
documentos inteligibles más antiguos nos lo presentan como el «Padre de los
dioses», el «Rey del cielo y de la tierra», el «Rey de todos los países». Los
soberanos se jactaban de haber recibido de él la realeza del país, la
prosperidad de su pueblo y la victoria sobre sus enemigos. Era Enlil quien
«pronunciaba el nombre» del rey, quien «le daba su cetro» y quien «echaba sobre
él una mirada favorable».
Otros mitos e himnos más tardíos nos enseñan que Enlil era considerado como una
divinidad bienhechora, responsable del planeamiento del universo, de su creación y de lo que este universo contenía de mejor. Era él quien hacía
que se levantara el día, quien se compadecía de los humanos, quien dirigía el
crecimiento de todas las plantas y árboles de la tierra.
Era la fuente de la abundancia y de la prosperidad del país, el inventor del azadón
y del arado, prototipos de las herramientas que el hombre utilizaría en la
agricultura.
Subrayo los rasgos benéficos del carácter de Enlil con objeto de disipar un malentendido
del que se encuentran trazas en la mayor parte de los manuales y enciclopedias que
tratan de la religión y de la cultura
sumerias: en ellos se nos informa de que Enlil era el dios, violento y
devastador, de la tormenta, y que su palabra y sus actos no traían jamás sino
el mal. Como sucede muy a menudo en nuestra disciplina, este malentendido es
debido, en gran parte, al azar de las excavaciones arqueológicas. Entre las
primeras obras sumerias descubiertas y publicadas, hay cierto número,
relativamente elevado, del tipo de «Lamentación», según las cuales, Enlil
estaba encargado del penoso deber de efectuar las destrucciones y de
desencadenar los cataclismos decretados por los dioses. En consecuencia, los
primeros historiadores de la religión sumeria le acusan de ser
Uno de los más importantes de estos himnos a Enlil fue reconstruido en 1953, gracias al hallazgo de varias tabletas y fragmentos. En 1951-1952, mientras yo trabajaba en el Museo de Antigüedades Orientales de Estambul, tuve la buena suerte de descubrir la mitad inferior de una tableta de cuatro columnas, cuya otra mitad se hallaba en el Museo de la Universidad de Filadelfia y había sido publicada ya en 1919 por Stephen Langdon. Durante el mismo año 1952, la expedición arqueológica que operaba en Nippur descubrió otro importante fragmento. El texto, que hoy en día comprende 170 versos, está todavía incompleto y su traducción no es moco de pavo. Empieza con un cántico en honor a Enlil en persona, especialmente celebrado como el dios que castiga a los malhechores; continúa con una glorificación de su gran templo de Nippur, conocido por el nombre de Ekur, y termina con un resumen poético de todo lo que la civilización le debe. He aquí los pasajes más inteligibles:
Enlil, cuyas órdenes llegan muy lejos,
el de la palabra santa;
El Señor de la decisión inmutable,
que decreta para siempre los
destinos;
Aquel cuyos ojos abiertos
recorren el país.
Cuya elevada luz escruta el corazón de todos los países;
Enlil, sentado cómodamente bajo el blanco Palio,
bajo el Palio sublime;
Aquel que cumple los decretos
de poderío, de señorío, de realeza.
Aquel ante quien los dioses de la tierra se inclinan
aterrorizados,
Ante quien se humillan los dioses del cielo...
De la Ciudad el aspecto impone temor y
reverencia...
El impío, el malvado, el opresor,
El... el delator,
El arrogante, el violador de
tratados,
Enlil no tolera sus fechorías dentro de la Ciudad.
La Gran Red...
No deja que los perversos y malhechores escapen de sus mallas.
Nippur—Santuario donde habita el Padre, el «Gran Monte»,
Estrado de abundancia, Ekur
que se eleva...
Alta montaña, noble Localidad...
Su Príncipe, el «Gran Monte», el Padre Enlil,
Ha establecido su morada en
el Estrado del Ekur, sublime santuario.
¡Oh, Templo, cuyas leyes divinas, como el cielo,
no pueden ser derogadas,
Cuyos ritos sagrados, como la
tierra,
no pueden ser sacudidos,
Cuyas leyes divinas son
semejantes a las leyes divinas del Abismo:
nadie puede mirarlas,
Cuyo «corazón» parece un santuario inaccesible,
desconocido como el cénit...
Cuyas palabras son plegarias.
Cuya conversación es la súplica...
Cuyo ritual es precioso,
Cuyas fiestas chorrean grasa y leche,
son ricas en abundancia,
Cuyos almacenes traen el gozo
y la dicha...!
Mansión de Enlil, montaña de fertilidad...
Ekur, mansión de lapislázuli, alta Morada, que hace temblar,
Cuyo respeto y cuyo terror tocan al cielo,
Cuya sombra se extiende por todo el país,
Cuya altura alcanza al mismo corazón del cielo.
Donde los señores y los príncipes
aportan sus donativos
sagrados, sus ofrendas,
Van a recitar sus plegarias, sus súplicas, sus peticiones.
Oh, Enlil, el pastor sobre
quien Tú echas una mirada favorable,
A quien tú has llamado y exaltado en el país...,
Quien aplasta los países extranjeros, por allí donde va:
Libaciones calmantes vendidas
de doquier,
Sacrificios extraídos de copioso botín,
He aquí lo que él ha traído; en los almacenes
Y en los vastos patios, ha
repartido sus ofrendas.
Es Enlil, el digno Pastor,
siempre en movimiento,
Quien del pastor, jefe de
todos los que respiran.
Ha hecho nacer la realeza,
Y puesto la corona sagrada sobre la cabeza del rey...
El Cielo, de donde Enlil es
el Príncipe;
la Tierra, de donde él es el Grande;
Los anunnakis, de quienes él es el dios sublime.
Cuando en su majestad decreta los destinos,
Ningún dios se atreve a mirarle.
Es únicamente
a su glorioso visir, el chambelán Nusku.
A quien los mandatos y la palabra de su corazón
El descubre: de ellos le informa,
Le encarga de ejecutar sus órdenes universales,
Le confía todas las reglas santas,
todas las leyes divinas.
Sin Enlil. el «Gran Monte»,
Ninguna ciudad sería construida, ningún establecimiento fundado:
Ningún establo sería construido, ningún aprisco instalado;
Ningún rey sería exaltado, no nacería ni un solo gran sacerdote;
Ningún sacerdote mah, ninguna gran sacerdotisa
podrían ser escogidos por la aruspicina;
Los trabajadores no tendrían ni inspector ni capataz...;
A los ríos, sus aguas de la crecida no los harían desbordar;
Los peces del mar
no depondrían huevas en el juncal;
Las aves del cielo
no construirían sus nidos en la ancha tierra;
En el cielo,
las nubes erráticas no darían su humedad;
Las plantas y las hierbas, gloria de la campiña,
no podrían crecer,
En el campo y en la pradera,
los ricos cereales no podrían granar;
Los árboles plantados en el bosque montañoso
no podrían dar sus frutos...
El tercero de los principales dioses
sumerios era Enki, dios del abismo y del océano,
o, según el vocablo sumerio, del Abzu; la cuarta de las grandes divinidades era
la diosa Ninhursag, igualmente conocida bajo el nombre de Ninmah, «la dama
majestuosa». Pero, en una época más antigua, esta diosa había ocupado un rango
más elevado, y a menudo su nombre precedía al de Enki en algunas listas de
dioses. Hay motivos para creer que su nombre había sido, primitivamente, Ki
(tierra), esposa de An (cielo), y que había sido la madre de todos los dioses.
También se la conocía bajo el nombre de Nintu, «la dama que pare». Los primeros
soberanos sumerios solían describirse como «alimentados con la leche fiel de
Ninhursag». Por eso se la consideraba como la madre de todo bicho viviente. En
un mito, analizado en el capítulo XIII, Ninhursag juega un papel importante en
la creación del hombre. En otro mito, pare a toda una serie de divinidades,
cuya historia se mezcla a la de la «fruta prohibida» (ver el capítulo XIX).
Volviendo a Enki, hay que tener en cuenta
que éste era no solamente el dios del agua, sino
también el de la sabiduría y era él principalmente quien se ocupaba de las
actividades de la tierra, de acuerdo con Enlil, el cual se limitaba a fijar los
planes generales, abandonando los detalles de la ejecución a Enki, espíritu
fértil en recursos, tan audaz como sensato. Un mito, que se podría titular Enki y el orden del mundo, nos informa de las actividades creadoras de
este dios, productor de los fenómenos naturales y culturales esenciales a la
civilización. Este mito, del que yo esbocé por primera vez el contenido en mi Sumerian Mythology, nos da, al mismo
tiempo, una idea muy viva de las nociones, muy superficiales por cierto, que
los sumerios tenían de la naturaleza y de sus misterios. En ninguna parte
percibimos la preocupación de investigar los orígenes primeros y fundamentales
de los fenómenos materiales o de los hechos de la civilización. Los sumerios se
contentan con atribuirlos a la eficacia creadora de Enki; «Es Enki quien lo
hizo», nos dicen; «así lo hizo y lo ordenó Enki». Eso es todo.
Las cien primeras líneas, aproximadamente, del poema son demasiado fragmentarias para que se pueda reconstruir su contenido. Cuando el texto se hace legible, nos encontramos con que Enki está «decretando el destino» de Sumer:
¡Oh, Sumer, gran país entre los países del universo.
Siempre henchido de luz constante, tú que, de Levante a Poniente,
repartes las leyes divinas a todos los pueblos!
¡Tus leyes divinas son leyes gloriosas, inaccesibles!
¡Tu corazón es profundo, insondable!
¡La verdadera sabiduría que tú aportas..., como el cielo, es
intocable!
¡El Rey a quien tú das la vida ostenta la diadema inmortal!,
¡El Señor a quien tú das la vida se corona para siempre!
Tu Señor es un Señor venerable;
junto con An, el Rey, ocupa
su lugar en el celeste Estrado.
Tu Rey es el «Gran Monte», el Padre Enlil...
Los anunnakis, los Grandes Dioses,
En tu casa han fijado su morada.
En tus extensos bosques consumen su alimento.
¡Oh, mansión de Sumer, que tus establos sean numerosos,
que tus vacas se
multipliquen,
Que sean numerosos tus
apriscos,
que tus carneros se cuenten
por miríadas...!
¡Que tus templos inconmovibles eleven las manos hasta el cielo!
¡Que en tu mansión los anunnakis decidan los destinos!
Enki se dirige entonces a Ur (probablemente la capital de Sumer en la época en que fue compuesto este poema) y la bendice:
A Ur, al Santuario, ha
venido,
Enki, rey del Abismo, y
decreta su destino:
«¡Oh, Ciudad, bien provista, regada de aguas abundantes,
oh, Buey de estatura firme,
Estrado de la abundancia del
país, oh, rodillas separadas,
oh, verdeante como la montaña.
Oh, bosque de hashur, de gran
frondosidad, más heroico que...!
¡Que tus leyes divinas, perfectas, puedan ser perfectamente
promulgadas!
¡El "Gran Monte", Enlil, en el cielo y en la tierra
ha pronunciado tu nombre
glorioso!
¡Ciudad cuyo destino ha sido decidido por Enki,
Oh, Ur, oh, Santuario, elévate hasta el cielo!»
El dios llega entonces a Meluhha, la «montaña negra» (¿acaso Etiopía?). Hay que hacer notar que Enki
parece estar tan bien dispuesto hacia este último país como hacia la misma
Sumer. Bendice sus árboles y sus cañas, sus bueyes y sus pájaros, su plata y su
oro, su bronce y su cobre, y sus seres humanos.
De Meluhha, Enki regresa al Tigris y al
Eufrates; los llena de agua centelleante y los da, para que de ellos se
encargue, al dios Enbilulu. Después llena los ríos
de peces y los confía a una divinidad descrita como «el hijo de Kesh».
Enseguida se consagra al mar (el golfo Pérsico), regula sus movimientos y
nombra responsable de él a la diosa Sirara.
Enki llama enseguida a los vientos y los encomienda al dios Ishkur, «el que cabalga sobre el trueno y la tempestad». Después se ocupa del arado y del yugo, de los campos y de la vegetación:
Dirigió el Arado y el Yugo,
El gran príncipe Enki...;
Aró
los Surcos sagrados;
Hizo crecer el Grano en el
Campo eterno.
Después al Señor, el joyel y ornamento de la llanura,
Revestido de su fuerza, el
Granjero de Enlil,
A Enkimdu, el dios de los
canales y de los fosos,
Se lo entregó para que se hiciese cargo de ello.
El Señor llamó entonces al Campo perpetuo,
le hizo producir el
grano-gunu;
Enki hizo que diera en
abundancia sus habas y sus alubias:
Los granos de... los amontonó para el granero.
Enki añadió granero a granero,
Con Enlil multiplicó la abundancia para el pueblo...;
Y a la Dama que... la fuente de vigor para el país,
el inconmovible sostén de las «cabezas negras».
A Ashnan, fuerza de todas las cosas,
Enki le encomendó la custodia.
A continuación
se dedica al azadón y al molde de ladrillos, que entrega al cuidado del dios de
los ladrillos, Kabta. Elabora entonces el instrumento de construcción llamado gugun; pone los cimientos de las casas y
las edifica, para luego colocarlas bajo la responsabilidad de Mushdamma, el
«gran constructor» de Enlil. Luego llena la «llanura» de vida vegetal y animal,
y encarga a Sumugan, el «rey de la montaña», de vigilarla. Finalmente, Enki
construye establos y rediles, los llena de leche y de natillas y los confía a
los cuidados del dios-pastor Dumuzi. El resto del texto está destruido y no se
puede saber cómo termina el poema.
Para explicar la marcha y el gobierno del
universo, los filósofos sumerios echaban mano no solamente de las
personalidades divinas, sino también de fuerzas impersonales, de leyes y
reglamentos divinos, del me. Esta
palabra está citada en gran número de documentos: se comprueba especialmente
que los me presiden el porvenir del
hombre y de su civilización. Incluso uno de nuestros antiquísimos poetas
súmenos ha juzgado oportuno, en el curso de un mito, dejarnos un catálogo de
todos los me que se refieren a esta
última. Se trata, en suma, del primer análisis conocido de los elementos de la
civilización. Nuestro autor enumera cerca de cien, pero, habida cuenta del
estado actual del texto, sólo hay unos sesenta que nos sean inteligibles;
algunos, por otra parte, representados por palabras mutiladas y sin contexto
explicativo, no nos dan más que una vaga idea de su sentido real y total, pero,
de todos modos, todavía quedan bastantes para que nos demos cuenta de lo que
los sumerios entendían por «la civilización y sus elementos». Estos últimos
están constituidos, ante todo, por las instituciones, ciertas funciones de la
jerarquía sacerdotal, los instrumentos del culto, los comportamientos del
espíritu y del corazón y diferentes doctrinas y creencias.
He aquí la lista, al menos en sus partes más inteligibles, y según el orden escogido por el autor sumerio:
1, La Soberanía; 2, La Divinidad; 3, La Corona sublime y permanente; 4, El Trono real; 5, El Cetro sublime; 6, Las Insignias reales; 7, El sublime Santuario; 8, El Pastorado; 9, La Realeza; 10, La duradera «Señoría»; 11, La Dama divina; 12, El Ishib; 13, El Lumah; 14, El Gutug; 15, La Verdad; 16, La Bajada a los Infiernos; 17, La Subida de los Infiernos; 18, El Kurgarru; 19, El Girdabara; 20, El Sagursag; 21, El Estandarte de las batallas; 22, El Diluvio; 23, Las Armas (?); 24, Las Relaciones sexuales; 25, La Prostitución; 26, La Ley (?); 27, La Calumnia (?); 28, El Arte; 29, La Sala del culto; 30, El «Hieródulo del Cielo»; 31, El Gusilim; 32, La Música; 33, La Función de Anciano; 34, La Calidad de Héroe; 35, El Poder; 36, La Hostilidad; 37, La Rectitud; 38, La Destrucción de las Ciudades; 39, La Lamentación; 40, Las Alegrías del corazón; 41, La Mentira; 42, El País rebelde; 43, La Bondad; 44, La Justicia; 45, El Arte de trabajar la madera; 46, El Arte de trabajar los metales; 47, La Función de escriba; 48, La Profesión de herrero; 49, La Profesión de curtidor; 50, La Profesión de albañil; 51, La Profesión de cestero; 52, La Sabiduría; 53, La Atención; 54, La Purificación sagrada; 55, El Respeto; 56, El Terror sagrado; 57, El Desacuerdo; 58, La Paz; 59, La Fatiga; 60, La Victoria; 61, El Consejo; 62, El corazón turbado; 63, El Juicio; 64, La Sentencia del juez; 65, El Lilis; 66, El Ub; 67, El Mesi; 68, El Ala.
Este «balance
de la civilización», desgraciadamente fragmentario, nos ha sido transmitido en
un mito referente a la diosa Inanna. En el transcurso de la narración, la
enumeración de los me se repetía
cuatro veces, lo que ha permitido, a pesar de las numerosas lagunas debidas al
mal estado de las tabletas, que pudieran reconstruirse cerca de las tres
cuartas partes del texto.
Un fragmento de este mito, que se
encontraba en el Museo de la Universidad de Pensilvania, fue publicado ya en
1911 por David W. Myhrman. Tres años más tarde,
Arno Poebel publicó el texto de otra pieza perteneciente al mismo museo, la
cual llevaba inscrita una gran parte de la obra; era una tableta de gran
tamaño, muy bien conservada, pero le faltaba el ángulo superior izquierdo,
fragmento que yo tuve la suerte de descubrir en 1937 en el Museo de
Antigüedades Orientales de Estambul. A despecho de haber sido publicado el mito
casi por entero en 1914, nadie se había atrevido todavía a emprender su
traducción, por lo incoherente e incomprensible que parecía su contenido.
El pequeño
fragmento que yo descubrí y copié en Estambul me ha proporcionado el hilo
conductor y me ha permitido analizar por primera vez, en mi Sumerian Mythology, ese cuento encantador de unos dioses «humanos, demasiado humanos», que he aquí resumido:
Inanna, la reina del cielo, diosa tutelar de Uruk, quisiera aumentar el bienestar y la prosperidad de su ciudad y hacer de ella el centro de la civilización sumeria, realzando de este modo su nombre y su prestigió. Decide, por lo tanto, dirigirse a Eridu, el antiguo núcleo de la civilización sumeria, donde Enki, señor de la sabiduría, «el cual conoce el corazón mismo de los dioses», vive en el seno del Abzu, el Abismo de las Aguas. Él es quien retiene todas las leyes divinas (los me), esenciales a la civilización; si la ambiciosa diosa pudiese quitárselas, al precio que fuese, para llevárselas a Uruk, la gloria de esta ciudad por un lado, y su propio poder por el otro, serían sin par. Al acercarse al Abzu Inanna, Enki, visiblemente emocionado a causa de sus encantos, llama a su mensajero Isimud y le dice:
Ven, Isimud, mensajero mío; presta oído a mis órdenes.
Voy a decirte una palabra;
escúchala:
La joven, sola, ha dirigido sus pasos hacia el Abzu;
Inanna, sola, ha dirigido sus
pasos hacia el Abzu.
Haz entrar a la joven en el
Abzu de Eridu,
Haz entrar a Inanna en el
Abzu de Eridu.
Haz que coma una galleta de
cebada con mantequilla;
Escancia para ella el agua
fresca que refresca el corazón;
Haz que beba cerveza en la "Cara de león". En la Mesa sagrada, en la
Mesa del Cielo,
Dirige a Inanna palabras de bienvenida.
Isimud ejecuta al pie de la letra lo que le ha ordenado su señor. Inanna, pues, se sienta junto a Enki, para festejarle, y, en el calor de la comida, Enki, alegrado por la bebida, exclama:
«Por mi Poderío, A la santa Inanna, mi hija,
quiero regalarle las leyes divinas.»
Entonces, Enki ofrece a Inanna, una tras otra, el centenar, más o menos, de «leyes divinas» (me), que forman los mismos cimientos de la civilización. A Inanna le falta tiempo para aceptar los dones que Enki en su borrachera le ofrece, y, por lo tanto, los toma, los carga en su Barca celeste y se pone en marcha hacia Uruk con su precioso cargamento. Pero, una vez disipados los efectos del banquete, Enki se da cuenta de que los me no se hallan en su sitio habitual. Interroga a Isimud y éste le informa que ha sido él mismo, Enki en persona, quien se los ha regalado a su hija Inanna. Enki lamenta acerbamente su munificencia y decide impedir a toda costa que la Barca del Cielo atraque en Uruk. En consecuencia, envía a Isimud, al mismo tiempo que a un grupo de monstruos marinos, con la misión de perseguir a Inanna. A la primera de las siete paradas que comporta el trayecto entre el Abzu de Eridu y Uruk, los monstruos marinos deberán quitarle a Inanna la Barca celeste, pero a Inanna le permitirán proseguir su viaje a pie.
El Príncipe llamó a Isimud, su mensajero,
Enki dio sus órdenes al Buen Nombre del Cielo:
«¡Oh, Isimud, mensajero mío, mi Buen Nombre del Cielo!
—¡Oh, rey mío, héteme aquí! ¡Loado seas para siempre!
—La Barca celeste, ¿adonde ha llegado ya?
—¡Ha llegado al muelle Idal!
—Ve allí, pues, y que los monstruos marinos se la arrebaten a Inanna.»
Isimud ejecuta las órdenes, alcanza la Barca y dice a Inanna:
«¡Oh, Reina mía, tu padre me ha enviado a ti,
Oh, Inanna, tu padre me ha enviado a ti,
Tu padre, sublime en sus discursos,
Enki, sublime en su
elocuencia,
Cuyas augustas palabras no deben ser desdeñadas!»
La santa Inanna le contesta:
«Mi padre, ¿qué te ha dicho? ¿Qué te ha ordenado?
Sus augustas palabras, que no
deben ser desdeñadas,
¿cuáles son, por favor?»
—Mi rey me ha hablado,
«Deja que Inanna llegue a Uruk,
Pero tú vuelve con la Barca celeste a Eridu.»
La santa Inanna dijo a Isimud, el mensajero:
«¿Por qué mi padre, dime, por favor,
ha cambiado lo que me había dicho?
¿Por qué ha quebrantado la palabra que me había dado?
¿Por qué ha profanado
las augustas palabras que me había dirigido?
¡Mi padre me ha dicho palabras mendaces,
Es con mendacidad que ha
jurado
por su Poder y por el Abzu!»
Apenas ella hubo pronunciado
estas palabras,
Que los monstruos del mar se
apoderaron de la Barca celeste.
Inanna dijo entonces a su
mensajero Ninshubur:
«¡Ven, fiel mensajero de Inanna,
Mi mensajero de palabras
favorables,
Mi portador de palabras
sinceras,
Tú,
cuya mano no tiembla jamás,
cuyo pie no tiembla jamás,
Salva la Barca celeste y las leyes divinas dadas a Inanna!»
Ninshubur interviene entonces y se salva
el esquife. Pero Enki se obstina. Para apoderarse de la Barca celeste, decide
enviar a Isimud y a los monstruos 'marinos a cada una de las siete paradas.
Pero cada vez Ninshubur acude en auxilio de Inanna. Finalmente, Inanna llega
sana y salva a Uruk y, entre el júbilo y el
regocijo generales, desembarca una a una las «leyes divinas»...
XIV ETICA EL PRIMER IDEAL MORAL
De acuerdo con su concepto del mundo, los
pensadores sumerios tenían una visión
relativamente pesimista del hombre y de su destino y estaban firmemente
persuadidos de que el ser humano, formado y amasado con arcilla, no había sido
creado más que para servir a los dioses, suministrándoles comida, bebida y
morada, para que se pudieran entregar en paz y sosiego a sus actividades
divinas. Se decían los pensadores sumerios que la vida está llena de
incertidumbre y que el hombre no puede gozar jamás de una seguridad completa,
ya que es incapaz de prever el destino que le ha sido asignado por los dioses,
cuyos designios son imprevisibles.
Después
de su muerte, el hombre no es más que una sombra impotente y errabunda en las
lúgubres tinieblas de los Infiernos, donde la «vida» no es más que un miserable
reflejo de la vida terrestre.
El
dificilísimo problema del libre albedrío, que tanto
preocupa a los filósofos actuales, no se planteaba en absoluto entre los
pensadores sumerios, quienes aceptaban como una gran verdad inmediata que el
hombre había sido creado por los dioses únicamente para su provecho y placer, y que, por lo tanto, no podía considerarse como un ser libre; para ellos, la muerte era el premio reservado a la criatura
humana, ya que sólo los dioses eran inmortales, en virtud de una
ley trascendental e ineluctable. Así mismo estaban convencidos de que las altas
virtudes de sus compatriotas, adquiridas progresivamente, en realidad, después
de muchos siglos de tanteos y de experiencias sociales, habían sido inventadas
por los dioses. Eran éstos los que disponían; los hombres no podían hacer otra
cosa sino obedecerles.
Si hemos de creer a sus propias crónicas, resulta que los sumerios apreciaban mucho la bondad y la
verdad, la ley y el orden, la justicia y la libertad, la rectitud y la franqueza, la
piedad y la compasión. Aborrecían el mal y
la mentira, la anarquía y el desorden, la injusticia y la opresión, las
acciones culpables y la perversidad, la crueldad y la insensibilidad. Sus reyes
se jactaban constantemente de haber hecho imperar la ley y el orden en sus
ciudades o en el país, de haber protegido a los débiles contra los fuertes y a los pobres
contra los ricos, de haber exterminado el mal y de haber establecido la paz. El
documento del que ya he hablado en el capítulo
VI nos informa de que Urukagina, rey de Lagash, que vivía en el siglo XXIV a.
de J. C., se sentía muy orgulloso de su acción: había devuelto la libertad y
la justicia a sus conciudadanos, largo tiempo oprimidos; había desembarazado al Estado de funcionarios parásitos, había puesto
fin a la arbitrariedad y a la explotación inicua; la viuda y el huérfano habían
encontrado en él un protector.
Ur Nammu, fundador de la tercera dinastía de Ur, promulgó, antes de que hubieran transcurrido cuatro
siglos, un código, cuyo prólogo enumera muchas de las medidas que él había
tomado en favor de la moralidad pública: había puesto fin a los abusos sin
nombre ni tasa de los funcionarios, había regularizado las pesas y las medidas,
con objeto de poder garantizar la honradez del comercio, y había hecho de suerte
que las viudas y los huérfanos, así como los pobres, quedasen protegidos de los
malos tratos y de las injurias. Cosa de dos siglos más tarde, Lipit-Ishtar, rey
de Isin, promulgaba a su vez un nuevo código. En él, este rey pretendía haber
sido designado por los grandes dioses An y Enlil para «reinar sobre el país, a
fin de establecer la justicia en sus territorios, hacer desaparecer todo motivo
de queja, echar por la fuerza de las armas a los elementos enemigos y rebeldes
y traer el bienestar a los habitantes de Sumer y Accad». De una manera general,
los himnos dedicados a los soberanos atestiguan el grandísimo interés que éstos
tenían en pasar por hombres virtuosísimos.
Según los sabios sumerios, los dioses preferían la moralidad a la inmoralidad, y los himnos exaltan, sin excepción, la bondad, la justicia, la franqueza y la rectitud de todas las grandes divinidades, hasta tal punto que había muchos dioses, entre los cuales Utu, por ejemplo, dios del Sol, cuya principal función era la de velar para el mantenimiento del orden moral. En diversos textos se atestigua, además, que Nanshe, diosa de Lagash, no toleraba que se ofendiese la verdad ni la justicia, como tampoco toleraba que nadie se mostrase falto de compasión. Se sabe actualmente que sus exigencias representaban un papel importante en el terreno de la moralidad humana. Nanshe era, para los sumerios:
La que conoce al huérfano, la que conoce la viuda, La que conoce la opresión del
hombre por el hombre,
la que es la madre del huérfano. Nanshe se cuida de la viuda,
Hace que se administre (?) justicia (?) al
más pobre (?). Ella es la reina que atrae al
refugiado a su regazo, Y la que encuentra un refugio para el débil.
Un párrafo, cuyo sentido nos aparece bastante oscuro, nos presenta a Nanshe juzgando a la especie humana en el primer día del año. Nidaba, diosa de la escritura y de la literatura, y Haia, su esposo, están junto a ella, así como numerosos testigos. Los que han provocado su cólera son los hombres imperfectos:
Los que, siguiendo el camino
del pecado, cometen arbitrariedades;
Los que violan las normas
establecidas, los que violan los contratos; Los que consideran favorablemente
los lugares de perdición...; Los que
sustituyen con un peso ligero uno más pesado; Los que sustituyen con una medida
pequeña otra mayor;
Los que, habiendo comido algo
que no les pertenece,
no dicen: «Yo lo he comido»;
Los que, habiendo bebido, no dicen: «Yo lo he bebido», Los que dicen: «Yo comeré lo que está prohibido»,
Los que dicen: «Yo beberé lo que está prohibido.»
He aquí
lo que revela aún más el sentido social de Nanshe:
Para consolar al huérfano y hacer que no haya más viudas,
Para preparar un lugar donde serán destruidos los poderosos,
Para entregar los poderosos a los débiles, Nanshe escruta el corazón de las personas.
Si los sumerios
pensaban que los grandes dioses se comportaban de una manera virtuosa, no
dejaban por eso de creer que, al establecer la civilización humana, esos mismos
dioses habían introducido el mal igualmente en ella; el mal, la mentira, la
violencia y la opresión. Y la lista de los me, esos principios inventados por los dioses para hacer funcionar sin trabas
al cosmos, comprendía, como ya se ha visto, no solamente la «verdad»,
la «paz», la «bondad», la «justicia», sino también la «falsedad», la «disputa»,
la «lamentación», el «temor».
¿Por qué habrían sentido la necesidad, los dioses, de promover y crear el pecado y el mal, el sufrimiento y la desgracia? A juzgar por los documentos de que disponemos, si los sabios de Sumer llegaron alguna vez a plantearse este problema, estaban ciertamente dispuestos a responder que nada sabían de esta cuestión. ¿No creían que la voluntad de los dioses y sus motivos eran impenetrables? Un «Job» sumerio, abrumado por una desdicha, al parecer injustificada, no habría siquiera soñado en discutir y quejarse, sino solamente en implorar, gemir, lamentarse y confesar unos pecados y unas faltas que le habían sido inevitables. Pero, ¿habrían
prestado atención los dioses a aquel mortal solitario e insignificante? Los
pensadores de Sumer creían que no. Para ellos, los dioses se parecían mucho a
los soberanos mortales de la tierra; es decir, tenían cosas más importantes en
qué ocuparse. Del mismo modo que había que recurrir a un intermediario para
conseguir cualquier cosa de los reyes,
era lógico que uno no pudiese hacerse oír de los dioses más que a través de alguien que disfrutara de su especial favor. De ahí nació,
sin duda, ese procedimiento de recurrir a un dios «personal», especie de ángel
de la guarda, adscrito a cada ser humano y a cada cabeza de familia, del que se
aprovecharon los sumerios. Era a esta especie de ángel de la guarda a quien el
sumerio afligido descubría la intimidad de su corazón, era a él a quien rogaba
y suplicaba, y era gracias a él que lograba alcanzar la salvación dentro de la
desgracia.
Ya he dicho que en la base de las ideas,
igual que en la de los ideales morales de los sumerios, había ese «dogma» de que el hombre había sido amasado con arcilla
para servir a los dioses. De ello encontramos la prueba en dos poemas míticos
especialmente significativos. Uno de ellos está dedicado por entero a la
creación del hombre. La mayor parte del otro relata una controversia entre dos
divinidades menores, pero esta controversia va precedida de una introducción
que explica largamente por qué ha sido creado el hombre.
El texto del primer poema fue descubierto en dos tabletas de contenido idéntico: una proviene de Nippur y pertenece al Museo de la Universidad de Filadelfia; la otra, que está en el Louvre, fue comprada en una tienda de antigüedades. La tableta del Louvre y buena parte de la del Museo de la Universidad de Filadelfia, ya habían sido transcritas y publicadas en 1934, pero su contenido quedaba poco comprensible. En efecto, la tableta del Louvre se encontraba en muy mal estado de conservación, y en cuanto a la segunda, había llegado a Filadelfia en cuatro fragmentos separados, cosa que complicó el problema durante largo tiempo. Dos fragmentos, identificados y reunidos en 1919, habían sido copiados, y luego publicados, por Stephen Langdon. En 1934, Chiera había publicado un tercer fragmento, pero sin que se diera cuenta de que formaba parte de la misma tableta que los dos anteriores. Yo me di cuenta de ello diez años más tarde, cuando me esforzaba por establecer el texto del poema que yo quería publicar en mi libro sobre mitología sumeria. Hacia la misma época identifiqué, en la colección de tabletas del Museo de la Universidad de Filadelfia, el cuarto fragmento, todavía inédito. Así pude reconstruir el poema y esbozar su interpretación, a pesar de que el texto seguía siendo difícil de interpretar y muy oscuro debido a sus numerosas lagunas. Parece como si este poema hubiese empezado
por ciertas consideraciones, que podríamos
resumir de la manera siguiente: los dioses tienen ciertas dificultades para
procurarse alimentos, y cuando las diosas, nacidas después de ellos, van a
reunírseles, las dificultades aumentan. Mientras se lamentan, el dios del agua,
Enki —quien habría podido ir en su ayuda, puesto que también era el dios de la
sabiduría—, se halla yaciendo en el mar, tan profundamente dormido que ni
siquiera oye. Nammu, la madre de Enki, «madre de todos los
dioses», le va a llevar a éste las lágrimas de todos ellos. Y, mientras los dioses continúan desconsolados, ella dice a Enki:
«Oh, hijo mío, levántate de tu lecho, desde tu..., haz lo que es
sensato:
Forma los servidores de los dioses,
para que puedan producir sus
dobles (?).»
Enki reflexiona, se pone en cabeza de la legión de los «buenos y magníficos modeladores» y dice a Nammu:
«Oh,
madre mía, la criatura cuyo nombre has pronunciado existe:
Fija en ella la imagen (?) de los dioses.
Amasa el corazón
con la arcilla que está en la superficie del Abismo,
Los buenos y magníficos modeladores espesarán esta arcilla.
Tú,
haz nacer los miembros;
Ninmah trabajará antes que tú,
Las diosas del nacimiento... estarán junto a ti
mientras tú
harás tu modelaje.
Oh, madre mía,
decide el destino del recién nacido,
Ninmah fijará
en él la imagen (?) de los dioses:
Es el hombre...»
El poema pasa entonces, de la creación del hombre en general, a la creación de los diversos tipos de
hombres imperfectos, e intenta explicar la existencia de esos seres anormales.
Vamos a ver de qué manera lo explica: Enki ha organizado una fiesta dedicada a
los dioses, sin duda para conmemorar la creación del hombre. Pero, en el
transcurso de la fiesta, Enki y la diosa Ninmah, que han bebido bastante vino,
pierden un poco la cabeza, y, de pronto, Ninmah toma un pedazo de arcilla del
Abismo y con él modela seis tipos diferentes de individuos anormales; Enki
redondea la obra fijando, por decreto, su destino y les «da a comer pan».
Resulta imposible comprender en qué consiste la imperfección de los cuatro
primeros. En cuanto a los dos últimos, la mujer estéril y el ser asexuado, he
aquí lo que dice el texto, refiriéndose a ellos:
El..., Ninmah hizo una mujer incapaz de
parir.
Enki, viendo esta mujer incapaz de parir,
Decidió
su suerte, y la destinó a vivir en el «gineceo».
El... ella hizo un ser privado de órgano masculino, privado
de órgano femenino.
Enki, viendo este ser privado de órgano masculino, privado de órgano femenino,
Decidió que su destino sería el de preceder al rey.
No obstante, por no ser menos, Enki decidió a su vez hacer nacer alguna nueva criatura. El poema no da detalles del modo en que pone manos a la obra, pero, sea como fuere, lo cierto es que el nuevo ser creado es un fracaso; es canijo de cuerpo y débil de espíritu. Enki recurre a Ninmah y le ruega que venga en auxilio de este desgraciado:
«De aquel que tu mano ha modelado, yo he decidido el destino,
Yo le he dado a comer pan;
Decide tú ahora la suerte del que ha modelado mi mano,
Dale a comer pan.»
Ninmah muestra su buena voluntad hacia el
desgraciado y hace todo lo que puede, pero sin resultado. Ella le habla, pero él no le responde. Ella le ofrece pan, pero él no alarga la mano
para tomarlo. El desdichado no puede permanecer ni sentado ni de pie, ni
tampoco puede doblar las rodillas. El poema prosigue con una larga conversación
entre Enki y Ninmah, pero este pasaje tiene tantas lagunas que resulta
imposible descifrar su sentido. Parece como si Ninmah terminase por maldecir a
Enki ante el espectáculo desgarrador de aquel infeliz inválido o, mejor dicho,
de aquel ser inanimado que el dios se ha entretenido en crear. Y Enki da la
impresión de estar de acuerdo con ella, de pensar, en fin, que bien merece
aquella maldición.
El segundo poema mítico podría titularse El Ganado y el Grano: se trata de una de esas narraciones en forma de controversia, tan en boga entre los escritores sumerios.Los protagonistas son el dios del ganado, Lahar, y su hermana Ashnan, la diosa del grano. El poema precisa que ambos habían sido creados en la «sala de la creación» de los dioses, para que los anunnakis, hijos del gran dios An, pudiesen tener con qué alimentarse y con qué vestirse. Pero, hasta el momento en que fue creado el hombre, los anunnakis habían sido incapaces de sacar partido alguno del ganado y del grano de una manera satisfactoria. Tal es el argumento de la introducción:
Cuando en la Montaña del Cielo y de la Tierra,
An hubo hecho nacer los
anunnakis,
Porque el nombre de Ashnan no
había nacido aún, no había sido formado.
Porque Uttu no había aún sido modelada,
Porque para Uttu no había sido levantado ningún lugar sagrado.
Todavía no existían las ovejas,
no había nacido aún ningún cordero;
Todavía no existían las cabras,
no había nacido aún ningún cabrito;
La oveja no daba a luz aún a sus dos corderos;
La cabra no daba a luz aún a sus tres cabritos.
Porque el nombre de la sabia Ashnan y de Lahar,
Los anunnakis, los grandes dioses, no lo sabían,
El grano shesh de treinta días no existía aún;
El grano shesh de cuarenta días no existía aún:
Los pequeños granos, el grano de la montaña,
el grano de las nobles
criaturas vivientes
Porque Uttu no había nacido aún, porque la corona
de vegetación (?) no se había erguido aún,
Porque el señor... no había nacido aún,
Porque Sumugan, el dios de la llanura,
no había llegado aún.
Como la Humanidad en el
momento de su creación,
Los anunnakis ignoraban aún el pan para nutrirse,
Ignoraban aún las ropas para vestirse,
Pero comían las plantas con la boca, igual que carneros,
Y bebían el agua del foso.
En aquellos tiempos, en la «sala de creación» de los dioses,
En su mansión Duku, fueron formados Lahar y Ashnan.
Los productos de Lahar y de Ashnan,
Los anunnakis del Duku, los comían,
pero quedaban insatisfechos;
En sus hermosas granjas, la
leche shum,
Los anunnakis del Duku se la
bebían,
pero quedaban insatisfechos.
Es, pues, para que se ocupara
dé sus hermosas granjas
Que el hombre recibió el soplo de la vida.
El poema explica a continuación cómo Lahar y Ashnan, descendiendo del cielo a la tierra, trajeron a la Humanidad los beneficios de la civilización:
En esta época, Enki dijo a Enlil:
«Padre Enlil: A Lahar y Ashnan,
Que han sido creados en el Duku,
Hagámosles descender del Duku.»
Obedeciendo la orden sagrada
de Enki y de Enlil,
Lahar y Ashnan descendieron
del Duku.
Para Lahar, Enlil y Enki
construyeron una granja;
De plantas y hierbas en
abundancia le hicieron presente;
Para Ashnan instalaron una
casa;
De un arado y de un yugo le hicieron presente. Lahar en su granja,
Es un pastor que desarrolla
los productos de la granja,
Ashnan en medio de las
cosechas,
Es una virgen amable y
generosa.
La abundancia que viene del
cielo,
Lahar y Ashnan la hacen
aparecer sobre la tierra;
A la sociedad llevan la
abundancia;
Al país, llevan el aliento de vida;
Hacen ejecutar las leyes de
los dioses;
Multiplican el contenido de
los almacenes;
Llenan hasta reventar los graneros. En la casa del pobre, situada
a ras del polvo del suelo,
Al entrar le llevan la
abundancia.
Ambos, dondequiera que moren,
Llevan consigo a la casa pingües provechos.
El lugar donde permanecen, lo sacian;
el lugar donde se sientan lo
aprovisionan;
Y alegran el corazón de An y de Enlil.
A continuación
aparece la controversia: Lahar y Ashnan beben tanto vino que se emborrachan y
empiezan a querellarse; las granjas y los campos resuenan con el estruendo de
su disputa. Cada uno de los dos se jacta de sus propias hazañas y se esfuerza
en denigrar las del otro. Finalmente, Ehlil y Enki intervienen y ponen fin al
torneo declarando vencedora a Ashnan.
Se percibe bien a través de estos poemas cómo concebían los súmenos la dependencia
original del hombre respecto al mundo divino. La actitud fundamental que se
derivaba de ello, base de la moral, era la de un siervo y criado de los dioses.
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