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SALA DE LECTURA |
LA HISTORIA EMPIEZA EN SUMER
XXVI LITERATURA EPICA LA PRIMERA EDAD HEROICA DE LA HUMANIDAD
Las «edades
heroicas» que marcan, en distintas épocas y en diferentes lugares, la historia
de las civilizaciones, no constituyen simples fenómenos literarios; los
historiadores se han dado cuenta actualmente, gracias principalmente a los
trabajos del erudito inglés H. Munro Chadwick, de que en realidad se trata de
fenómenos sociales importantísimos. Podemos poner por ejemplo, para mencionar
sólo los casos más conocidos, la edad heroica de la Grecia de finales del
segundo milenio antes de J. C., la de India, que acaeció un centenar de años
más tarde, y la que vivieron los pueblos germánicos en el período que va del siglo
IV al VI de nuestra era. En cada una de estas tres épocas se comprueba la
aparición de estructuras políticas y sociales análogas, de conceptos religiosos
más o menos similares y de formas de expresión parejas. No hay duda, por lo
tanto, de que las edades heroicas acabadas de mencionar son el producto de
causas idénticas.
Los poemas épicos,
de los que voy a hablar o de los que ya he hablado en el transcurso de la
presente obra, constituyen la literatura de otra edad heroica de la Humanidad:
la de Sumer. Llegada a su apogeo en el primer cuarto del tercer milenio a. de
J. C., precedió, pues, en más de mil quinientos años la más antigua de las
edades heroicas indoeuropeas, o sea la de Grecia. Y, no obstante, presenta con
estas edades heroicas, de hace tiempo conocidas, semejanzas muy significativas.
Estas últimas, tal como ha demostrado Chadwick a través del estudio de las
correspondientes literaturas, son períodos esencialmente bárbaros: sus rasgos
comunes saltan a la vista. Políticamente se trata, tanto en uno como en otro
caso, de reinos minúsculos, cuyos soberanos han logrado escalar el poder y
siguen conservándolo gracias a su bravura en la guerra. Para reinar, cada uno
de estos soberanos se apoya en el comitatus o grupo de partidarios suyos armados que le siguen ciegamente en todas sus
empresas. Algunos de estos soberanos disponen de una especie de consejo, que
suelen convocar cuando les da la real gana y que no tiene otro objeto que el de
ratificar sus decisiones. Los dueños de estos pequeños reinos mantienen
constantes relaciones entre sí, relaciones que, a menudo, son amistosísimas. De
este modo tienden a formar una casta aristocrática internacional, como si
dijéramos, una casta cuyos miembros tienen ideas propias y se comportan de un
modo distinto del modo de comportarse de los sujetos que ellos gobiernan.
Desde el punto de vista religioso, las
tres edades heroicas indoeuropeas se caracterizan por un mismo culto a
divinidades antropomorfas. Estas divinidades viven todas juntas en sendos
Olimpos, pero cada una de ellas tiene también
su mansión propia. Los cultos ctónicos o animistas no parecen representar más
que un papel muy secundario durante estos períodos. Se cree que, después de la
muerte, el alma llega a un lugar muy alejado de la tierra, generalmente
considerado como la patria universal de las sombras, es decir, no reservado a
los habitantes de tal o cual país en particular. En cuanto a los héroes,
algunos de ellos pasan por ser de origen divino, pero no son objeto de ningún
culto.
Todo lo que acabo de decir caracteriza
tanto la edad heroica de Sumer como la de las civilizaciones indoeuropeas. Pero
el paralelismo llega aún más lejos y se
manifiesta, en particular, en el plan estético, principalmente en la
literatura. Cada una de estas edades ha visto aparecer leyendas épicas
narrativas en forma poética, que
tenían que ser recitadas o cantadas. Estas leyendas reflejan el espíritu y la
sensibilidad de la época y nos la hacen comprender. Las castas dirigentes
buscaban, ante todo, la gloria; por consiguiente, los bardos y los trovadores
de las cortes eran incitados a improvisar poemas narrativos o lais en los que
se celebraban las aventuras y las hazañas de reyes y príncipes. Estos lais
épicos, que tenían por objetivo principal la distracción de los comensales en
las fiestas y en los festines que a cada instante daban los poderosos, eran
probablemente recitados con acompañamiento de arpa o lira.
Ninguno de estos poemas ha llegado hasta
nosotros en su forma original; fueron compuestos en una época en que no existía aún la escritura. o, si ya existía, no era
utilizada por los trovadores. Los poemas épicos de las edades heroicas griega,
india y germánica fueron redactados por escrito en una época muy posterior; son
verdaderas obras literarias, en las que se han insertado unos cuantos de los
lais originales, pero no todos, y aun aquellos que han sido incluidos están
modificados, de tal modo que, a menudo, se han añadido a ellos nuevos episodios
importantes. Lo mismo ocurrió en Sumer, en donde tenemos buenas razones para
suponer que algunos de los lais primitivos no fueron consignados en las
tablillas sino al cabo de cinco o seis siglos del final de la edad heroica, no
sin antes haber sido considerablemente alterados por parte de sacerdotes y
escribas. Conviene hacer notar, además, que las copias de los textos épicos
sumerios que han sido conservadas hasta la fecha datan, casi todas, de la
primera mitad del segundo milenio antes de J. C.
Existen algunos parecidos sorprendentes
entre las epopeyas de las tres edades heroicas indoeuropeas que han podido
llegar hasta nosotros, tanto en lo que hace referencia al contenido como en la
forma. En primer lugar. en todos los poemas de este género
se trata principalmente de individuos Sus autores se han propuesto cantar las
hazañas de unos héroes y no de celebrar
la gloria de determinados reinos o colectividades. Además, si por una parte es
probable que algunas de las aventuras relatadas tengan realmente una base
histórica, por otra parte no es menos seguro que sus autores no vacilaban en
utilizar temas puramente imaginarios; exageraban. por ejemplo, las virtudes del
héroe, narraban sueños proféticos y hacían intervenir a los dioses en sus
narraciones. Desde el punto de vista del estilo, los poemas épicos en cuestión se caracterizaban por un empleo abusivo de
epítetos convencionales, de prolijas repeticiones, de fórmulas repetitivas y de
descripciones a menudo ociosas, sin contar los discursos, a los que reservan
gran espacio.
Todas estas características se encuentran tanto en la poesía épica sumeria como en la
de los griegos, de los indios o de los germanos. Ahora bien, resulta muy poco
verosímil que un género literario tan peculiar como la poesía narrativa, en
cuanto al estilo y a la técnica, se hubiera creado y desarrollado aisladamente
en épocas distintas en Grecia, en la India y en el norte de Europa, igual que
en Sumer. Siendo la poesía narrativa sumeria la más antigua de las cuatro,
existen motivos para creer que la poesía épica nació en Mesopotamia.
Ello no quiere decir que no existan
diferencias entre las producciones de la literatura épica
de Sumer y la de los griegos, de los indios y de los germanos. Las hay, sin
duda alguna. Por ejemplo, los poemas heroicos sumerios se limitan a explicar
con mayor o menor prolijidad una historia, un episodio particular considerado en
sí mismo; los sumerios no sintieron nunca la necesidad de acoplar estos relatos
en una obra de más vastas proporciones, como, al contrario, lo harían más tarde
los poetas babilónicos en su Epopeya de
Gilgamesh (ver los capítulos XXIV y XXV). Por otra parte, la psicología, en
sus poemas, es muy rudimentaria; los héroes de quienes hablan tienen algo de
simplistas y se hallan casi siempre desprovistos de individualidad. Las
intrigas y las peripecias están narradas en un estilo convencional y
estereotipado. No se encuentra en sus narraciones nada que pueda compararse al
movimiento que anima ciertos poemas como la Ilíada y la Odisea. Hay más: las
mujeres, al menos las mortales, que brillan por su ausencia en las obras
sumerias, representan un papel importantísimo en las epopeyas indoeuropeas.
Finalmente, los poetas de Sumer lograban sus efectos rítmicos por medio de la
repetición y de la introducción en las frases repetidas de algunas variantes;
ignoraban esos versos de longitud uniforme que utilizaron más tarde los autores
de las epopeyas griegas, indias o germánicas.
Dicho esto, vamos a ver lo que contienen
los poemas sumerios. Y, para empezar, ¿cuántos
conocemos de estos poemas? Nueve han llegado hasta nosotros. Su extensión varía
entre un centenar de líneas y algo más de seiscientas. Dos de estos poemas
están dedicados a Enmerkar, otros dos a Lugalbanda (por otra parte, se trata
también abundantemente de Enmerkar en uno de estos dos últimos) y cinco a
Gilgamesh. Los nombres de estos tres héroes figuran en la lista de los reyes de
Sumer, documento histórico cuyo texto (igual que el de los poemas épicos) ha
sido descubierto en unas tablillas que datan de la primera mitad del segundo
milenio a. de J. C., pero que probablemente había sido redactado durante el
último cuarto del tercer milenio. Allí se designa a Enmerkar, Lugalbanda y
Gilgamesh como el segundo, el tercero y el quinto de los soberanos,
respectivamente, de la primera dinastía de Uruk, la cual, si hemos de creer a
los historiadores sumerios, sucedió a la primera dinastía de Kish. Ya he
comentado anteriormente una de las leyendas referentes a Enmerkar y cinco de los poemas dedicados a
Gilgamesh (capítulos IV, V, XXIV y XXV). Quisiera evocar esta
vez la segunda leyenda de Enmerkar y las dos leyendas de Lugalbanda. El lector
tendrá así una idea completa de la poesía sumeria que nos ha sido transmitida.
Igual que aquella a que hemos hecho
referencia en el capítulo IV, la segunda
leyenda de Enmerkar relata la sumisión de un señor de Aratta. Pero en este
segundo poema, Enmerkar no exige desde el principio la sumisión de su rival,
sino que es este último quien empieza por desafiar a Enmerkar y, de esta
manera, provoca su propio descalabro. A todo lo largo del relato se designa al
señor de Aratta por su nombre, Ensukush-siranna; por lo tanto, no es seguro que
se trate del señor de Aratta anónimo de la otra leyenda. Antes de 1952 no se
conocían de este texto más que un centenar de líneas del principio y unas
veinticinco líneas de un pasaje del final, pero en el transcurso de unas
excavaciones realizadas en Nippur, en 1951 y 1952, bajo los auspicios del Museo
de la Universidad de Filadelfia y del Instituto Oriental de Chicago, se
descubrieron dos tablillas en excelente estado de conservación, que permitieron
completarlo en gran parte. He aquí resumido a grandes rasgos el contenido de
este poema, al menos tal como podemos reconstruirlo hoy en día:
En la época
en que Ennamibaragga-Utu era (quizás) rey de Sumer, Ensukushsiranna, señor de
Aratta, envió un heraldo a Enmerkar, señor de Uruk. Este heraldo estaba
encargado de exigir a Enmerkar el reconocimiento de la soberanía de
Ensukushsiranna y de decirle que la diosa Inanna debía ser trasladada a Aratta.
Enseguida nos enteramos de que Enmerkar
acoge con menosprecio el desafío de su rival. En un
largo discurso, Enmerkar afirma que él es el favorito de los dioses, declara
que Inanna se quedará en Uruk y exige que Ensukushsiranna se declare vasallo
suyo. Este último reúne entonces a sus consejeros y les pide que le digan lo
que tiene que hacer. Parece que ellos le recomiendan que se someta, pero el
príncipe rechaza este consejo, indignado. Entonces, el sacerdote-mashmash de
Aratta, que probablemente se llama Urgirnunna. le ofrece su apoyo. Se
compromete (desgraciadamente el texto no nos permite saber si es él mismo que
habla directamente) a atravesar el «río de Uruk», someter todos los países «de
arriba abajo, del mar a la Montaña de los Cedros», y de regresar enseguida a
Aratta con los barcos (sic) cargados
hasta la borda. Entusiasmado, Ensu kushsiranna le entrega cinco minas de oro y
cinco minas de plata, así como provisiones de boca.
Una vez llegado a Uruk (el poema no dice cómo llegó hasta allí), el mashmash se dirige al establo y a la granja sagrados, donde se encuentran la vaca y la cabra de la diosa Nidaba, e intenta persuadirlas para que no den más su leche ni su crema para los «comedores» de su ama. El ensayo de traducción que sigue da idea del estilo de este pasaje:
El mashmash habla a la vaca, conversa con
ella
como si fuera un ser humano:
«Oh, Vaca, ¿quién se come tu crema? ¿Quién se bebe tu leche?»
«Nidaba
se come mi crema,
Nidaba se bebe mi leche,
Mi leche y mi queso...,
Está
colocado como se debe en las grandes salas de comer,
las salas de Nidaba.
Yo quisiera traer mi crema... del establo
sagrado,
Yo quisiera traer mi leche... del aprisco,
La vaca fiel, Nidaba, el hijo preferido de
Enlil...»
«Vaca, ... tu crema de tu..., ...tu leche de tu...» La vaca, ... su crema de su..., ...su leche de su... (Estas
once líneas se repiten luego para la cabra.)
La vaca y la cabra escuchan los consejos del mashmash, lo cual provoca la ruina de los establos y de las granjas de Uruk. Los rabadanes se lamentan, mientras que los pastores los abandonan. Entonces intervienen los dos rabadanes de Nidaba, Mashgula y Uredinna; y, tal vez aconsejados por el dios del sol, Utu (las líneas correspondientes del texto son demasiado incompletas para que podamos afirmarlo), consiguen neutralizar los manejos del mashmash con la ayuda de la «Madre Sagburru».
Ambos echaron el príncipe al río,
El mashmash hizo salir del agua el gran
pez-suhur,
La Madre Sagburru hizo salir del agua el
pez-.....
El pez-... se apoderó del pez-suhur,
y se lo llevó a la montaña.
Por segunda vez echaron el príncipe al río,
El
mashmash hizo salir del agua la oveja y su cordero.
La
Madre Sagburru hizo salir del agua el lobo,
El
lobo se apoderó de la oveja y de su cordero,
y
se los llevó a la vasta llanura.
Por tercera vez echaron el príncipe al río,
El
mashmash hizo salir del agua la vaca y su ternero,
La
Madre Sagburru hizo salir del agua el león,
El
león se apoderó de la vaca y de su ternero,
y se los llevó a los juncales.
Por cuarta vez echaron el príncipe al río,
El
mashmash hizo salir del agua a la cabra montes,
La
Madre Sagburru hizo salir del agua el leopardo de las montañas
El
leopardo de las montañas se apoderó de la cabra montes
y
se la llevó a la montaña.
Por quinta vez echaron el príncipe al río,
El
mashmash hizo salir del agua la joven gacela,
La
Madre Sagburru hizo salir del agua la bestia-gug,
La
bestia-gug se apoderó de la joven gacela
y
se la llevó dentro de la selva.
Habiendo fracasado diversas veces en su empeño, al mashmash «se le pone la cara negra y se ve frustrado en sus designios». «La Madre Sagburru» le reprocha sarcásticamente su estúpida conducta; el mashmash le suplica que le permita, al menos, regresar a Aratta, donde se compromete a cantar sus alabanzas. Pero Sagburru se hace la sorda, y, en lugar de dejarle marchar, lo mata y echa su cadáver al Eufrates. Cuando Ensukushsiranna se entera de lo que
le ha sucedido al mashmash, se apresura a enviar un mensajero a Enmerkar para
informarle de que se somete:
«Oh,
tú, bienamado de Inanna, tú solo eres glorificado;
Inanna
te ha escogido justamente para su sagrado regazo.
Desde
las tierras bajas hasta las altas tú eres soberano,
y yo vengo después
de ti;
Desde
el momento de la concepción no he sido tu igual,
tú
eres el "Gran Hermano",
Jamás podré compararme contigo.»
Y el poema termina con un pasaje redactado a estilo de controversia (ver el capítulo XIX), del cual he aquí las últimas líneas:
En la disputa entre Enmerkar y
Ensukushsiranna,
Después
(?) de la victoria de Enmerkar sobre Ensukushsiranna,
¡Oh,
Nidaba, gloria a ti!
Pasemos ahora a las leyendas del héroe Lugalbanda. La primera, que podría titularse Lugalbanda y Enmerkar, es un poema de más de cuatrocientas líneas, de las cuales
la mayoría están íntegramente conservadas. Aunque en este texto no hay grandes
lagunas, su significado es oscuro en diversos pasajes. El análisis que voy a
dar de las partes legibles de este poema es el resultado de las tentativas que
he hecho en diversas ocasiones para elucidar su sentido. A pesar de todo, este
análisis debe ser considerado como muy hipotético.
El héroe
Lugalbanda, quien parece residir contra su voluntad en el lejano país de Zabu,
desea vivamente volver a su ciudad de Uruk. A tal efecto, se esfuerza por
ganarse la amistad del pájaro Imdugud, el cual decreta el destino y pronuncia
la palabra que nadie puede transgredir. Un día que el pájaro se había
ausentado, Lugalbanda se acerca a su nido, da a sus polluelos grasa, y también
miel y pan, los maquilla y los cubre de coronas shugurra. A su vuelta, el
pájaro ímdugud se. alegra muchísimo al ver lo divinamente tratados que han sido
sus pequeñuelos y declara que otorgará su amistad y su favor a aquel que se
mostró tan benevolente para con ellos, tanto si es un hombre como si es un
dios.
Entonces Lugalbanda se adelanta para
recibir su recompensa. El pájaro Imdugud, en un
párrafo donde llena al héroe de elogios y le bendice varias veces, le asegura
que puede regresar a Uruk con la cabeza enhiesta. A petición de Lugalbanda,
decreta que su viaje será favorable y le da unos cuantos buenos consejos que
Lugalbanda no deberá revelar a nadie, ni a
sus íntimos siquiera. Después de todo esto, el pájaro se vuelve a su nido, y el
héroe va a reunirse con sus amigos, les anuncia que va a partir, y ellos se
esfuerzan en disuadirle; el viaje que él quiere hacer, le dicen, es un viaje
del que no regresa nadie, ya que para ir del país de Zabu a Uruk hay que
atravesar altísimas montañas y cruzar el terrorífico río de Kur. Pero
Lugalbanda no se deja amilanar y, a fin de cuentas, su viaje a Uruk termina con
pleno éxito.
El rey de Uruk, Enmerkar, hijo del dios
del sol, Utu, y soberano de Lugalbanda, está
en situación desastrosa. Los martu, unos semitas que durante años habían estado
pillando y asolando Sumer y el país de Accad, han terminado por sitiar la
ciudad. Enmerkar quisiera enviar un mensaje a su hermana Inanna, en Aratta,
para pedirle socorro. Pero no hay nadie que se atreva a emprender el peligroso
viaje de Uruk a Aratta. Entonces Lugalbanda va a ver a su rey y, valientemente,
se ofrece para ser su mensajero. Enmerkar, que tiene mucho interés en que la
empresa quede secreta, le hace jurar que hará el viaje solo. Lugalbanda se
apresura a ir a encontrar sus amigos y les informa de su partida inminente. De
nuevo intentan disuadirle, pero es en vano. El héroe toma las armas y se pone
en marcha; atraviesa las siete montañas que se extienden de uno a otro extremo
del país de Anshan, y llega a Aratta.
La diosa Inanna le dispensa una calurosa
acogida y le pregunta por qué ha venido sin escolta.
Lugalbanda le transmite, palabra por palabra, el mensaje de Enmerkar. La
respuesta de Inanna, con la que termina el texto, es muy oscura. Según parece,
Inanna habla de un río, de los extraños peces que Enmerkar debe pescar en él, de
ciertas vasijas para agua que tiene que modelar, de unos artesanos que trabajan
tanto el metal como la piedra y que Enmerkar debe atraer a su ciudad. No se
comprende muy bien cómo todo esto podrá despejar a los martu de Sumer y de
Accad e inducirles a que levanten el sitio de Uruk.
La segunda leyenda de Lugalbanda, que
provisionalmente podría titularse Lugalbanda y el monte Hurrum, debía comprender también más de cuatrocientas
líneas; pero, como no se ha encontrado ni el principio ni el final del poema,
la parte del mismo de que actualmente disponemos sólo consta de unas
trescientas cincuenta, la mitad de las cuales muy bien conservadas. Las lagunas
y las oscuridades del texto no permiten dar un resumen completo de él, pero, de
todos modos, he aquí lo que debía de ser esquemáticamente el argumento:
En el curso de un viaje de Uruk a Aratta,
Lugalbanda y los hombres que le acompañan
llegan al monte Hurrum. Allí el héroe cae enfermo. Sus compañeros, convencidos
de que va a morir, deciden abandonarle y proseguir sin él su camino, con la
idea de recoger su cadáver a la vuelta y llevarlo a Uruk. Sin embargo, dejan al
lado del moribundo alimentos suficientes, junto con agua y leche fermentada,
así como sus propias armas; después de lo cual, efectivamente, le abandonan a
su suerte. En su triste y angustioso estado, Lugalbanda eleva una plegaria al
dios del sol, Utu, y le ruega que acuda en su auxilio. Entonces Utu le hace
comer el «alimento de la vida», le hace beber el «brebaje de la vida» y le
cura.
Lugalbanda, puesto en pie de nuevo, se
pone a vagar por la estepa de las altas mesetas, donde se nutre de hierbas y de
caza. Un día tiene un sueño: una voz, probablemente la de
Utu, le ordena que tome las armas para la caza, mate un toro salvaje y ofrezca
su grasa al dios del sol, cuando éste salga por el horizonte; además, tendrá
también que matar un cabrito, cuya sangre verterá en un foso y esparcirá la
grasa por la llanura. Lugalbanda se despierta, e inmediatamente se dispone a
ejecutar aquello que le ha sido ordenado. Prepara asimismo alimentos y bebida
fermentada, a intención de An, Enlil, Enki y Ninhursag, las cuatro grandes
divinidades del panteón sumerio. La última parte del texto conservado, que
comprende un centenar de líneas, parece estar dedicada al elogio de las siete
luces celestes que utilizan para iluminar el universo, el dios de la luna,
Nanna, el dios del sol, Utu, e Inanna, la diosa del planeta Venus.
He aquí,
pues, terminado nuestro examen de las obras actualmente conocidas de la
literatura épica sumeria, literatura que fue, como ya hemos dicho, la de la
edad heroica de Sumer. Esta precisión es importante, ya que es de aquí de donde
vamos a tomar nuestro punto de partida para abordar el famoso «problema
sumerio». Este problema, que preocupa desde hace docenas de años tanto a
arqueólogos como a historiadores, se puede resumir en esta pregunta: ¿Fueron
los sumerios los primeros habitantes que ocuparon la Baja Mesopotamia? De
momento uno se preguntará qué relación puede haber entre este problema y la
literatura sumeria. Y, sin embargo, ya veremos cómo la existencia de esta
última, enlazada a una edad heroica, resulta un hecho tan revelador que podría
traernos sencillamente la solución del problema. Incluso ilumina con nueva luz
la historia más antigua de Mesopotamia y de una manera indudablemente más de
acuerdo con la verdad que ninguna otra de las hipótesis que se han propuesto
hasta la fecha.
Vamos a exponer ahora los datos del «problema sumerio»: Se sabe que las excavaciones que han tenido
lugar en el Oriente Medio, sobre todo durante las últimas décadas, han
permitido alcanzar en ciertos lugares niveles prehistóricos. Fundándose en
criterios arqueológicos apropiados, se han podido distinguir dos periodos en
estos primeros tiempos de la civilización mesopotámica: el de Obeid, cuyos
vestigios han sido encontrados en la capa situada inmediatamente por encima del
suelo virgen, y el de Uruk, cuyos vestigios recubren los precedentes. El
período de Uruk se subdivide a su vez en una época alta (o antigua) y otra época
baja (o más reciente). Es a esta última época que se remonta la fecha en que
fueron fabricados los sellos cilíndricos y las primeras tablillas de arcilla.
Los signos que figuran en estas tablillas son, en parte, pictográficos, pero,
por lo que se puede juzgar según nuestros actuales conocimientos, parece que la
lengua correspondiente a estos escritos sea el sumerio. La mayoría de los
arqueólogos admiten, en consecuencia, que los sumerios ya se hallaban en
Mesopotamia durante la segunda época (la más reciente) del período de Uruk.
Es a propósito
del primer período de Uruk y del período de Obeid, o sea, de los periodos más
antiguos, que divergen las opiniones. Según algunos arqueólogos, los vestigios
correspondientes a estos dos periodos no presentarían,
con los de las épocas ulteriores, tantas diferencias que pudieran abogar por
una solución de continuidad. Los vestigios más antiguos deben ser considerados,
en su opinión, como los prototipos de los siguientes (Uruk II y siguientes).
Ahora bien, si se admite que estos últimos son sumerios, hay que admitir que
los primeros lo sean igualmente. Para estos arqueólogos, pues, los sumerios son
indudablemente los primeros habitantes de Mesopotamia. Pero otros eruditos,
fundándose en los mismos datos arqueológicos, llegan a conclusiones
diametralmente opuestas. Es muy cierto, dicen, que los vestigios de los
períodos más antiguos presentan, efectivamente, semejanzas con los de los
periodos posteriores, sumerios por definición. Sin embargo, difieren lo
bastante de estos últimos para hacernos suponer la existencia de un importante
«corte» étnico entre la segunda época de Uruk y las precedentes. Estas últimas
pertenecerían, según estos arqueólogos, a una civilización presumeria; dicho en
otras palabras: Los sumerios no serían los primeros habitantes de la Baja
Mesopotamia.
En definitiva, lo que se deduce de estas
discusiones es que, en lugar de adelantar en la solución del problema, nos hemos metido en un callejón sin salida. Los
documentos que las excavaciones revelarán en el futuro no nos permitirán salir
de él, porque los eruditos de las dos escuelas que acabo de citar no verán en
ellos más que otras tantas pruebas suplementarias en apoyo de sus tesis
respectivas. Conviene, por lo tanto, replantear el problema a partir de datos
radicalmente distintos, sin recurrir a los vestigios arqueológicos, que se
prestan necesariamente a interpretaciones diversas.
Habida cuenta de lo dicho, el interés de nuestros poemas sumerios, en tanto que nos revelan la
existencia de una edad heroica, cobra toda su importancia. Estos poemas nos
ofrecen criterios nuevos, de carácter puramente literario e histórico. Es muy
cierto que la demostración que de ellos podría desprenderse no es ni evidente
ni directa, ya que los textos antiguos no contienen ninguna indicación
explícita sobre la llegada de los sumerios a Mesopotamia, sino que descansa en
una comparación entre la edad heroica de Sumer y las edades heroicas, ya
conocidas, de Grecia, de la India y de los germanos.
Dos factores, de los cuales el segundo es,
con mucho, el más importante, han contribuido especialmente a
producir los aspectos característicos de las tres edades heroicas que acabo de
mencionar (y a este respecto hay que insistir en que los trabajos de Chadwick
son fundamentales):
1. ° Cada una de estas edades heroicas coincide con un período de migraciones, un Völkerwanderungszeit, como dicen los
alemanes.
2.°
En los tres casos, los pueblos en migración, es decir, los aqueos, los arios y
los germanos, cuya civilización se hallaba en la fase tribal, o sea, en un
estado relativamente primitivo, entraron en contacto con Estados civilizados en
vías de desintegración. Tanto los aqueos, como los arios, como los germanos,
fueron, al principio, utilizados como mercenarios por parte de estos Estados
moribundos que todavía luchaban por la supervivencia nacional, y, a su
servicio, los aqueos, los arios y los germanos empezaron a asimilar su cultura
y su técnica militar. Más tarde, sus pueblos acabaron por invadir en masa las
fronteras de estos Estados y, penetrando en el interior, se atribuyeron feudos
y hasta reinos, acumulando así riquezas
considerables. Fue entonces cuando conocieron esta edad adolescente y todavía
bárbara que nosotros denominamos «edad heroica».
La edad heroica de la que mejor conocemos
los antecedentes, la de los germanos, corresponde plenamente a un período migratorio. Muchos siglos antes, los pueblos germánicos
habían entrado en contacto con el Imperio romano, cuya civilización sobrepasaba
con mucho la de ellos, pero esta civilización romana se iba debilitando de día
en día y los germanos habían quedado sometidos a su influencia. Ahora bien,
durante los siglos V y VI de nuestra era, estos germanos lograron ocupar la
mayor parte de los territorios del Imperio romano, y es durante estos dos
siglos cuando se desarrolla y florece su edad heroica.
Tenemos motivos para creer que todo ocurrió del mismo modo con los sumerios. Su edad heroica, como la de los
germanos, debió suceder a su migración, y es muy probable que antes de su
llegada a Sumer ya existiera en este país un imperio bastante extenso cuya
civilización sobrepasase con mucho la suya. La civilización sumeria debe ser
considerada, por consiguiente, como el producto de cinco o seis siglos de
maduración, que sucedieron a una edad heroica todavía bárbara; la civilización
sumeria representa, sin ningún género de duda, el aprovechamiento por el genio
sumerio de la herencia material y moral de la civilización que precedió a la
suya en la Baja Mesopotamia.
Nuestra hipótesis
ilumina, como se ve, desde un nuevo ángulo la morfología cultural de estos
tiempos remotos. Intentemos ahora reconstruir las grandes líneas de la historia
sumeria. Esta reconstrucción, aunque provisional e hipotética, podría revelarse
como algo interesantísimo, en lo que hace referencia a la interpretación de los
documentos arqueológicos descubiertos o que aún están por descubrir.
El período
presumerio conoció, al principio, una civilización agraria y aldeana. Se admite
actualmente, por regla general, que esta civilización fue llevada a la Baja
Mesopotamia por los inmigrantes venidos del sudoeste del Irán, que han podido
ser identificados gracias a su cerámica pintada en una forma característica.
Probablemente, poco tiempo después de esta primera colonización iraní, los semitas
se infiltraron en la región, ya fuese pacíficamente, ya fuese por medio de la
conquista. La fusión de estos dos grupos étnicos (iraníes del este y semitas
del oeste) y la fecundación recíproca de sus civilizaciones dieron origen a una
primera civilización urbana. De igual
modo que la civilización sumeria posterior, esta civilización urbana englobaba
cierto número de ciudades, que se disputaban sin cesar la supremacía sobre el
resto del país. Su unidad y su estabilidad debieron consolidarse en diferentes
etapas en el transcurso de los siglos, al menos durante breves períodos. En
estas épocas, el Estado mesopotámico, en el que, sin duda, predominaba el
elemento semita, llegaría a ejercer su influencia sobre varias de las regiones
vecinas, y así se crearía lo que pudo muy bien haber sido el primer imperio del
Asia Occidental, y, sin duda, el primero de la historia universal.
Los territorios que este imperio llegaba a
veces a dominar, tanto cultural como políticamente,
comprendían, sin duda, entre otros, la franja occidental de la meseta iraní, la
región que más tarde recibió el nombre de Elam. Fue en el decurso de estas
expansiones y de las guerras que las acompañaban cuando los mesopotamios
entraron por primera vez en conflicto con los sumerios. Este pueblo primitivo,
y probablemente nómada, había venido tal vez de las regiones situadas allende
el Cáucaso o el mar Caspio, y ejercía una notable presión sobre las regiones
del Irán Occidental que los mesopotamios dominaban y que se veían obligados a
defender a toda costa, ya que servían de Estados-tampón entre su imperio y los
países bárbaros.
En las primeras batallas que libraron
contra los sumerios, los ejércitos mesopotámicos,
militarmente muy superiores, no tendrían dificultad, seguramente, en derrotar a
las hordas sumerias. Pero, a la larga, esas hordas primitivas y nómadas
terminarían por aventajar a sus adversarios, más civilizados y sedentarios. Los
guerreros sumerios que residían como rehenes en las ciudades mesopotámicas o
servían como mercenarios en sus ejércitos, consiguieron asimilar los elementos
que más falta les hacían del arte militar de los vencedores. Y cuando el
Imperio mesopotámico se hubo debilitado y empezó a tambalearse, los sumerios
atravesaron los Estados-tampón del Irán Occidental, y a continuación invadieron
la Baja Mesopotamia, de la que se adueñaron.
Resumiendo, diremos que el período presumerio de la Mesopotamia se inició con una civilización
agraria y aldeana, traída por los iraníes. Más tarde pasó por una fase
intermediaria, a consecuencia de la inmigración e invasión de los semitas. Tuvo
su apogeo durante una época de civilización urbana, de preponderancia
probablemente semítica, y esta última desembocó en la formación de un imperio
que fue destruido por las hordas sumerias.
Si ahora pasamos de este período presumerio o irano-semítico que se remonta a la más remota
antigüedad mesopotámica, al período sumerio que siguió, veremos que este último
comprende tres fases de civilización: la fase prelítera (antes de la aparición de la escritura), la fase protolítera (primeros indicios de
escritura) y la fase literaria precoz (primer
uso corriente de la escritura).
La primera fase se inició por una era de estancamiento y regresión, consecutiva al
derrumbamiento de la civilización irano-semítica y a la invasión de la Baja
Mesopotamia por las hordas guerreras y bárbaras de los sumerios. Durante esta
época, que duró varios siglos y tuvo su momento culminante en la «edad
heroica», fueron los jefes de guerra sumerios, poco civilizados y psicológicamente
inestables, los que reinaron sobre las ciudades devastadas y los pueblos
incendiados de los vencidos mesopotamios. Pero estos invasores estaban muy
lejos de gozar de un estado de seguridad en su nuevo habitat, ya que, según
parece, poco después de haberse erigido en amos de la Baja Mesopotamia,
penetraron en ella, a su vez, otras hordas de nómadas venidos del desierto del
oeste; eran los martus, unos semitas que vivían en tribus y «no conocían el
grano». En la época de Enmerkar y de Lugalbanda, o sea, en el apogeo de la edad
heroica, aún se desencadenaban duros combates entre estos bárbaros del desierto y los sumerios,
recientemente «urbanizados». Dadas estas circunstancias, es
poco probable que el período que siguió inmediatamente a la llegada de las
hordas sumerias a la Baja Mesopotamia fuera una era de progreso económico y
técnico, o de realizaciones artísticas, especialmente arquitectónicas.
Únicamente podemos admitir la aparición de una evidente actividad creadora en
el terreno de la literatura: la de los trovadores de corte, que componían lais
épicos para la distracción de sus amos y señores.
Es sólo
en el período protolítero cuando ya
empezamos a ver a los sumerios sólidamente implantados y bien arraigados en su
nuevo país. Probablemente fue durante esta fase cuando se dio el nombre de
Sumer a la Baja Mesopotamia. Los elementos más estables de la casta dirigente
(especialmente los funcionarios de las cortes y de los templos) empezaron a
representar en esta época un papel de primer plano. Se instauró un poderoso
movimiento en favor de la ley y del orden, una especie de despertar del
espíritu de comunidad y del sentimiento «patriótico». Por otra parte, la fusión
fecundísima, tanto desde el punto de vista étnico como cultural, entre los
vencedores sumerios y los primeros habitantes, más civilizados, del país, dio
lugar a la aparición de un impulso creador que se reveló como de una
importancia inmensa, tanto para Sumer como para el conjunto del Próximo
Oriente.
Durante este período,
la arquitectura consiguió llegar a un elevado nivel, y probablemente fue en la
misma época cuando fue inventada la escritura, acontecimiento de una
trascendencia decisiva, que tuvo por consecuencia la unificación de los
diversos pueblos y de las diversas lenguas del Próximo Oriente en el seno de
una cultura común. Una vez sistematizada, la escritura sumeria fue adoptada y
adaptada prácticamente por todos los pueblos de esta parte del mundo que ya
disponían de una cultura propia. El estudio de la lengua y de la literatura sumerias
fue una de las principales disciplinas de los medios literarios del Próximo
Oriente antiguo, medios muy restringidos pero muy influyentes. Gracias a la
levadura de las adquisiciones hechas por los sumerios en los planos intelectual
y espiritual, la civilización antigua del Próximo Oriente pudo conocer un
espléndido impulso, nuevo y considerable. Conviene no olvidar, de todos modos,
que estas adquisiciones eran, en realidad, el producto de las civilizaciones de
por lo menos tres grupos étnicos, los protoiraníes, los antiguos semitas y los
mismos sumerios.
La última
fase de la civilización sumeria, la fase literaria
precoz, vio cómo proseguía el desarrollo de las adquisiciones materiales y
espirituales que databan, en su mayoría, del período precedente, más creador,
en particular la de la escritura. La escritura pictográfica e ideográfica de
este período se transformó a la larga en una escritura completamente
sistematizada y puramente fonética. Al final de esta fase, podía ser utilizada
incluso para la redacción de textos históricos complicados.
Probablemente durante esta fase literaria precoz, o acaso ya hacia el
final de la fase protolítera, se constituyeron por primera vez poderosas dinastías sumerias. A
pesar de las luchas incesantes a que se entregaban las ciudades entre sí para
alcanzar la hegemonía sobre el conjunto de Sumer, algunas de ellas lograron (claro que por
muy breves períodos) extender las fronteras del Estado mucho
más allá de la Baja Mesopotamia. Así se formó lo que podríamos llamar segundo
imperio de la historia del Próximo Oriente, imperio en el que, esta vez, los
sumerios representaban un papel predominante. Luego, igual que el imperio
semítico que probablemente los había precedido, terminó por debilitarse y se
desintegró. Los semitas accadios, que nunca habían dejado de infiltrarse en el
país, fueron haciéndose progresivamente más poderosos hasta el momento en que
el período sumerio propiamente dicho se acabó con el reinado de Sargón el
Grande, del que puede decirse que marca el comienzo de la época sumero-accadia.
Añadamos,
como conclusión que podría ser interesante intentar poner fechas, con tanta
precisión como fuera posible, a los diversos estadios de la civilización de la
Baja Mesopotamia, tal como nosotros acabamos de reconstruirlos. Esta tentativa
parece ser tanto más urgente cuanto que, desde hace muchos años, se insinúa de
nuevo una tendencia a utilizar una cronología «alta» (enseguida veremos en qué
sentido), lo que constituye un defecto de los arqueólogos, perfectamente
comprensible, desde luego.
Partamos del célebre
Hammurabi, personaje «central» de la historia y de la cronología mesopotámicas.
Hace unas cuantas decenas de años, se hacía remontar el comienzo de su reinado
al siglo XX a. de J. C. Actualmente se admite, en general, que no llegó al
poder sino bastante más tarde, es decir, hacia el año 1750 antes de nuestra
era, y, en realidad, podría muy bien ser que ello hubiera ocurrido varias
décadas más tarde. No hace mucho tiempo se creía que entre el comienzo del
reinado de Hammurabi y el anterior del rey Sargón el Grande de Accad (que es
otro de los soberanos mesopotámicos que ostentan un carácter «central» desde el
punto de vista heroico) habían transcurrido unos siete siglos; pero hoy día se
sabe que sólo son cinco siglos y medio los que separan el comienzo de estos dos
reinados. Por lo tanto, el de Sargón tuvo que iniciarse hacia el año 2300 a. de
J. C. Si suponemos, fundándonos, por ejemplo, en el tiempo que duró la fase de
desarrollo de la escritura cuneiforme, que el período literario precoz de la época sumeria comprende unos cuatro siglos,
ésta tendría que haberse iniciado hacia el año 2700 antes de nuestra era. El
período protolítero que lo precedió
no duró probablemente más que dos siglos; por consiguiente, la edad heroica a
la que este último sucedió puede fecharse hacia el primer siglo del tercer
milenio a. de J. C. En cuanto a la llegada de los primitivos conquistadores
sumerios a la Baja Mesopotamia, hubo de tener lugar durante el último cuarto
del cuarto milenio antes de nuestra era. Si se admite que la civilización
irano-semítica con que se encontraron había durado cinco o seis siglos, es
evidente que la primera colonización de la Baja Mesopotamia hubo de producirse,
en tal caso, durante el primer cuarto del cuarto milenio antes de nuestra era.
XXVII DOS REPERTORIOS DE TITULOS LOS PRIMEROS CATALOGOS DE
BIBLIOTECA
Los poemas y los ensayos que he presentado
en esta obra no representan más que una exigua parte
de los textos sumerios de que actualmente disponemos, por no decir nada de las
incontables tablillas que quedan todavía por desenterrar. Durante la primera
mitad del segundo milenio a. de J. C. se estudiaban toda clase de obras
literarias en las escuelas de Sumer. Estas obras estaban inscritas en
tablillas, en prismas y en cilindros de arcilla, cuya forma y tamaño eran los
apropiados a su contenido.
Como que estos diversos objetos (los
libros de entonces) tenían que estar bien
conservados y guardados en alguna parte, se suponía que los pedagogos y
escribas los debían de tener clasificados según un orden determinado, y debían
de haber establecido los correspondientes catálogos. Y, efectivamente, yo
descubrí en 1942 dos repertorios de este género: uno de ellos se halla en el
Louvre y el otro en el Museo de la Universidad de Filadelfia.
Este último
es una tablilla minúscula, de poco menos de seis centímetros y medio de
longitud por un poco más de tres centímetros y medio de anchura, y se halla en
excelente estado de conservación. El escriba que la redactó consiguió inscribir
los títulos de sesenta y dos obras en las dos caras, las cuales están divididas
en dos columnas, y repartió las cuarenta primeras en cuatro grupos de diez
títulos, separando los unos de los otros con un trazo, y las veintidós últimas
en un grupo de nueve y otro de trece títulos. Actualmente conocemos, en
totalidad o parcialmente, por lo menos veinticuatro de las obras a las que
dichos títulos corresponden, y es muy posible que tengamos largos fragmentos de
los textos de las demás, pero como que los títulos de las obras sumerias se
componían de una parte de la primera línea (y, en general, de las primeras
palabras de ésta), resulta imposible identificar los títulos de los poemas o de
los ensayos cuyo comienzo ha desaparecido.
No debe imaginarse el lector que me ha
bastado un simple vistazo para comprobar que la tablilla en cuestión era un «catálogo». Yo la había visto en un armario o vitrina
del museo, y cuando me puse a estudiarla no tenía la menor idea de lo que ella
pudiera contener. Supuse al principio que se trataría de un poema todavía
desconocido y me empeñé en traducirlo como si se tratara de un texto continuo.
A decir verdad, la extrema brevedad de sus «versos» me tenía muy asombrado y no
llegaba a comprender por qué motivo el escriba
había trazado aquellas líneas entre los diferentes pasajes. Tengo que confesar
que no habría podido descubrir que tenía delante un «catálogo», a no ser porque
el contenido de un gran número de obras sumerias se me había hecho familiar, a
consecuencia de los largos años que yo había pasado reuniendo sus dispersos
textos. A copia de leer y releer las frases de la pequeña tablilla, terminé por
sorprenderme de su analogía con las primeras líneas de diversos poemas o
ensayos que yo conocía muy bien. Hice, pues, las comprobaciones precisas y
descubrí entonces que mi «poema» era, sencillamente, un catálogo de títulos.
Una vez hube descifrado la tablilla, me
vino la idea de buscar a ver si habría otro documento
del mismo género que no hubiese sido aún identificado como tal, entre los
numerosos textos publicados por diferentes museos desde varias décadas.
Estudiando los Textes religieux
sumériens, editados por el Louvre, descubrí que la tablilla acotada AO 5393
(cuya copia se debe a Henri de Genoiullac, quien tomaba su texto por un himno)
era también un «catálogo». Muchos de los títulos mencionados en la tablilla del
Museo de la Universidad de Filadelfia figuraban allí igualmente. Hasta me
pareció, a juzgar por la escritura, que las dos listas habían sido redactadas
por el mismo escriba. La tablilla del Louvre se halla dividida, también, en
cuatro columnas, dos en el anverso y dos en el reverso; contiene sesenta y ocho
títulos, o sea, seis más que la del Museo de la Universidad de Filadelfia. De
ellos, cuarenta y tres corresponden a títulos que se encuentran también en esta
última, aunque no estén siempre inscritos en el mismo orden. En cambio,
veinticinco títulos de la tablilla del Louvre no figuran en la de Filadelfia.
De ellos, ocho designan unas obras que actualmente poseemos en gran parte. En
conjunto, las dos listas mencionan treinta y dos obras que conocemos.
Es difícil
saber qué reglas siguió el escriba para redactar sus catálogos, porque los
cuarenta y tres títulos que son comunes a ambas listas no figuran en el mismo
orden en una y otra. A priori, se
podría pensar que las obras fueron clasificadas según su contenido. Pero éste
es el caso únicamente de los trece últimos títulos de la tablilla del Museo de
la Universidad de Filadelfia, títulos que corresponden a textos «educativos».
Hay que hacer notar que en la tablilla del Louvre no figura ninguno de estos
títulos.
No sabemos todavía
para qué servían exactamente estos catálogos y nos vemos reducidos a hacer
conjeturas. Quizás el escriba que los redactó quiso anotar los títulos de estas
tablillas en el momento en que las «embalaba» en una jarra o las retiraba de
ella, o acaso cuando las disponía en los estantes de la biblioteca de la «casa
de las tablillas». Es posible que el orden de los títulos que figuran en los
dos documentos haya sido, principalmente, función del tamaño de las tablillas.
Únicamente si se hacen nuevos descubrimientos podremos resolver el problema.
Entre los títulos
mencionados en los dos catálogos, algunos corresponden a obras de las que ya he
hablado en los dos capítulos precedentes, y son:
1. Enenigdue («El Señor, lo que conviene»: tercer título de la
tablilla del Museo de la Universidad de Filadelfia, y quizás también de la
tablilla del
Louvre, desgraciadamente mutilada en este lugar). Este título designa el poema mítico que yo he denominado La creación del azadón, sobre cuyas
primeras líneas me he fundado para exponer, en el capítulo XIII, el concepto
sumerio de la creación del mundo.
2. Enlil Sudushe («Enlil extendiéndose a lo lejos...»: quinto título de las dos
listas). Designa un himno a Enlil, del cual ya he citado largos pasajes en el
mismo capítulo XIII.
3. Uña («Los
días de la creación»: séptimo título de los dos catálogos). Designa el poema
épico Gilgamesh, Enkidu y los Infiernos (ver capítulo XXV). La
palabra Uña se menciona dos veces más
aún en nuestras listas. Nuestro escriba debía, pues, disponer de otras dos
obras que empezaban por las mismas palabras que la precedente; pero él no juzgó
necesario distinguirlas.
4. Ene Kurlutilashe («El señor hacia el País de los Vivos»: décimo título de los dos
repertorios). Designa la leyenda que yo he titulado Gilgamesh y el País de los
Vivos y que relata la muerte del dragón (capítulo XXIV).
5. Lukingia Ag («Los heraldos de Agga»: undécimo título de la tablilla del Museo
de la Universidad de Filadelfia, pero no figura en la del Louvre). Este título
sumerio (donde sólo se retiene la primera sílaba del nombre Agga) designa el
poema épico Gilgamesh y Agga, del que
ya he indicado el significado político en el capítulo V.
6. Hursagankibida («En la montaña del Cielo y de la Tierra»: decimoséptimo título del
documento del Museo de la Universidad de Filadelfia, pero no figura en el del
Louvre). En él se designa la controversia El
Ganado y el Grano (ver el
capítulo XIV), que nos revela el concepto sumerio de la creación del hombre.
7. Urunanam («Mirad, la ciudad»: vigesimosegundo título del documento del Museo
de la Universidad de Filadelfia, pero tampoco figura en el del Louvre). Designa
el himno a Nanshe (ver el capítulo XIV), de cuyo texto ya he subrayado la
importancia para la historia de la ética sumeria.
8. Lugalbanda («Lugalbanda»:
trigesimonono título del documento de Filadelfia, pero tampoco figura en el del
Louvre). Designa el poema épico Lugalbanda y Enmerkar (ver el capítulo
XXVI).
9. Angaltakigalshe («Del Grande de las Alturas al Grande de los Abismos»:
cuadragesimoprimer título de la tablilla del Museo de la Universidad de
Filadelfia y trigesimocuarto título de la del Louvre). Designa el poema mítico La Bajada de Inanna a los Infiernos (Ver
el capítulo XXIII).
10. Mesheamiduden («¿Dónde has ido?»: quincuagésimo título del documento de Filadelfia, pero
no figura en el del Louvre). Designa la obra sobre la vida escolar de que se ha
tratado en el capítulo II. Se compone de las últimas palabras de
la primera línea del texto: ¿Dumu edubba
uulam meshe iduden? («Estudiante: ¿dónde has ido desde tu más tierna
infancia?»). Si, contrariamente a la costumbre, el escriba no ha designado esta
obra por sus primeras palabras, Dumu
edubba («Estudiante»), será tal vez para evitar que se la confundiera con
otras que empezaban con las mismas palabras.
11. Uulengarra («En otro tiempo, el agricultor»: quincuagesimotercer título del
documento del Museo de la Universidad de Filadelfia, pero no figura en el del
Louvre). Designa el ensayo que contiene las recomendaciones de un labrador a su
hijo, o sea, el primer Almanaque del
agricultor, del que ya he hablado en el capítulo XI.
12. Lugale u melambi nirgal (decimooctavo
título de la tablilla del Louvre, pero no está
mencionada en la de Filadelfia). Designa el ensayo poético sobre el sufrimiento
y la sumisión, Ninurta (ver el
capítulo XXIV).
13. Lulu nammah dingire («Hombre, la excelencia de los dioses»: cuadragesimosexto título de
la tablilla del Louvre, pero no figura en la del Museo de la Universidad de
Filadelfia). Designa el ensayo poético sobre el sufrimiento y la sumisión del
que se ha hablado en el capítulo XV.
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